Al Borde Del Abismo

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Joan Halifax

Al borde

del abismo

Encontrar la libertad

donde se cruzan el miedo y el coraje

Prólogo de Rebecca Solnit

Traducción del inglés de María José Tobías Cid

Título original: STANDING AT THE EDGE

Texto © 2018 by Joan Halifax

Publicado por acuerdo con Flatiron Books en colaboración con


International Editor’s Co.

Prólogo © 2018 by Rebecca Solnit

Agradecemos el permiso para reproducir lo siguiente:

“Birdfoot’s Grampa” de Entering Onondaga, copyright © 1975 by Joseph


Bruchac. “Although the wind” de The Ink Dark Moon: Love Poems by Ono
no Komachi and Izumi Shikibu, Women of the Ancient Court of Japan,
traducido por Jane Hirshfield con Mariko Aratani, copyright © 1990 by Jan
Hirshfield. Con el permiso de Vintage Books, un sello de Knopf Doubleday
Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.

© de la edición en castellano:

2020 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: María José Tobías Cid

Revisión: Alicia Conde

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Febrero 2020

Primera edición en digital: Mayo 2020

ISBN papel: 978-84-9988-747-0

ISBN epub: 978-84-9988-801-9

ISBN kindle: 978-84-9988-802-6

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de
sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún
fragmento de esta obra.

Para Eve Marko y Bernie Glassman,

y para Mayumi Oda y Kazuaki Tanahashi

con infinita gratitud

Sumario

Prólogo de Rebecca Solnit

1. Una vista desde el borde

Estados límite

Sin lodo, no hay loto

Vista panorámica

Interdependencia

Futilidad y valentía

Parte I: ALTRUISMO

2. Desde el borde elevado del altruismo

¿Ego, egoísmo o altruismo?

Olvidarse de uno mismo

3. Caer por el borde del altruismo: altruismo patológico


La ayuda que perjudica

¿Sano o malsano?

El loto de fuego

El sesgo altruista

4. El altruismo y los otros estados límite

5. Prácticas que respaldan el altruismo

Practicar el No Saber

Practicar el Ser Testigo

La Acción Compasiva

6. Descubrimiento en el borde del altruismo

La marioneta de madera y el sanador herido

Amor

Parte II: EMPATÍA

7. Desde la cima más alta de la empatía

Empatía somática
Empatía emocional

Empatía cognitiva

Rodilla en tierra

Todo el cuerpo, manos y ojos

8. Caer por el borde de la empatía: angustia empática

Empatía no es compasión

Excitación empática

Embotamiento y ceguera emocional

Entre el regalo y la invasión

9. La empatía y los otros estados límite

10. Prácticas que respaldan la empatía

Escucha profunda

Vigilar la empatía

La práctica de la rehumanización

11. Descubrimiento en el borde de la empatía

Parte III: INTEGRIDAD

12. Desde el borde elevado de la integridad

Fibra moral y optimismo radical

Vivir según los votos

13. Caer por el borde de la integridad: sufrimiento moral

Distrés moral

El dolor del daño moral

La indignación moral y la adherencia de la ira y la repulsión

La apatía moral y la muerte del corazón

14. La integridad y los otros estados límite

15. Prácticas que respaldan la integridad

Expandir el círculo de indagación

Votos para vivir

Practicar la gratitud

16. Descubrimiento en el borde de la integridad


Parte IV: RESPETO

17. Desde la cima elevada del respeto

Respeto por los demás, por los principios y por nosotros mismos

Dos manos juntas

Lavar los pies del prójimo

El agua es vida

18. Caer por el borde del respeto: la falta de respeto

Acoso

Hostilidad horizontal

Opresión internalizada

Violencia vertical

Poder con y poder sobre

Despojados de dignidad

Angulimala

Causas y efectos

19. El respeto y los otros estados límite


20. Prácticas que respaldan el respeto

El triángulo dramático

Los Cinco Guardianes del Habla

Ponerse en el lugar del otro

21. Descubrimiento en el borde del respeto

Parte V: IMPLICACIÓN

22. Desde la cima elevada de la implicación

Energía, dedicación, eficacia

La bendición del quehacer

23. Caer por el borde de la implicación: quemarse

¿Quién se quema?

Adictos al quehacer

Beber el veneno del estrés laboral

24. La implicación y los otros estados límite


25. Prácticas que respaldan la implicación

La práctica de trabajo

Practicar un Recto medio de vida

La práctica de no trabajar

26. Descubrimiento en el borde de la implicación

Juego

Conexión

Parte VI: COMPASIÓN EN EL BORDE

27. La supervivencia del más amable

Ciencia y compasión

28. Las tres caras de la compasión

Compasión referencial

Compasión basada en la visión profunda

Compasión no referencial

Asanga y el perro rojo


29. Las seis perfecciones

30. Los enemigos de la compasión

La aritmética de la compasión

Dentro y fuera de la compasión

31. El mapa de la compasión

La compasión consta de elementos que no son compasión

32. La práctica de la compasión

La práctica de GRACE

33. La compasión en los entornos de sufrimiento

La angustia del infierno

El espejo mágico

Reconocimientos

Notas

Prólogo

He caminado con Roshi Joan Halifax por la ruta de los antiguos mercaderes
a través de las llanuras tibetanas, y he trepado las laderas accidentadas de
las montañas de Nuevo México hasta las tierras altas de arroyos claros y
tormentas de verano. Sé que ella ha circunvalado muchas veces el Kailash,
la inmensa montaña de peregrinación, que ha recorrido sola los desiertos
del norte de África y del norte de México, que ha caminado por todo
Manhattan y ha practicado meditaciones caminando en su propio centro zen
y en muchos templos de punta a punta de Norteamérica y a través de Asia.
En su trayectoria de antropóloga médica, profesora budista y activista
social, ha roto muchos techos de cristal, y ha arrastrado a muchos consigo.
Es una viajera lúcida y valiente, y en este libro relata lo que ha aprendido en
sus viajes por terrenos que muchos de nosotros apenas empezamos a
descubrir, a percibir o a admirar en el horizonte del cambio individual y
social.

En las últimas décadas, nuestra comprensión de la naturaleza humana ha


sufrido una revolución que ha echado por la borda supuestos establecidos
en muchos campos, como por ejemplo que los seres humanos somos
esencialmente egoístas y nuestras necesidades esencialmente individuales:
bienes materiales, placeres eróticos y relaciones familiares. Sin embargo, la
investigación contemporánea en disciplinas tan diversas como la economía,
la sociología, la neurociencia y la psicología revela que los seres humanos
somos originalmente criaturas compasivas sintonizadas con las necesidades
y el sufrimiento de otros. Contrariamente al argumento de la «tragedia de
los comunes» de 1960, que pretende que somos demasiado egoístas como
para ocuparnos de los sistemas, las tierras y los bienes comunales, las
variaciones de ese tipo de sistemas, desde los derechos de uso de pastos
comunales en las sociedades ganaderas hasta la Seguridad Social en
Estados Unidos, podrían funcionar, y de hecho funcionan muy bien en
numerosos lugares (como explica Elinor Ostrom, cuyo trabajo ha estudiado
la cooperación económica lograda, y le ha valido el único Premio Nobel de
Economía otorgado hasta la fecha a una mujer).

Los sociólogos que se dedican al estudio de las catástrofes también han


documentado y demostrado que, en situación de catástrofes repentinas
como terremotos y huracanes, los seres humanos normales son valientes,
tienen grandes dotes de improvisación, son profundamente altruistas y con
gran frecuencia encuentran felicidad y significado en el rescate y las tareas
de reconstrucción que llevan a cabo como voluntarios inspirados y
organizados espontáneamente. Los datos también indican que es difícil
entrenar a los soldados para que sean capaces de matar; muchos de ellos se
resisten de forma sutil o evidente, o la experiencia les causa un daño
profundo. La biología evolutiva, la sociología, la neurociencia y otros
muchos campos aportan evidencia de nuestra necesidad de abandonar las
antiguas nociones misántropas (y misóginas) a favor de una visión
radicalmente nueva de la naturaleza humana.

Se han ido generando y acumulando argumentos a favor de esa idea tan


distinta de quiénes somos en realidad, con implicaciones inmensas y
tremendamente alentadoras. A partir de ese conjunto de supuestos
diferentes sobre quiénes somos o de qué somos capaces, podemos elaborar
planes más generosos para nosotros y para nuestras sociedades y la tierra.
Es como si hubiéramos dibujado un nuevo mapa de la naturaleza humana o
como si hubiéramos cartografiado partes de ella descubiertas a través de la
experiencia vivida y de las enseñanzas espirituales, que luego han venido a
borrar esas ideas occidentales que consideran la naturaleza humana
insensible, egoísta y poco cooperadora, y la supervivencia como una
cuestión fundamentalmente de competición y no de colaboración. Este
mapa emergente es extraordinario en sí. Sienta las bases para imaginarnos a
nosotros mismos y nuestras posibilidades de formas nuevas y
esperanzadoras, y sugiere que gran parte de nuestra corruptibilidad y de
nuestra desgracia es inculcada, y no inherente o inevitable. Pero este mapa
ha sido, en su mayor parte, un boceto preliminar o una perspectiva general,
no una guía de viaje paso a paso.

Es decir, la mayor parte de este trabajo apunta a una tierra prometida de un


yo mejor, más idealista, más generoso, más compasivo, más valiente. Sin
embargo, la esperanza de que baste con convertirse en ese yo mejor puede
resultar ingenua. En nuestra mejor versión, incluso en nuestros mejores
días, nos topamos con obstáculos, como el sufrimiento empático, las heridas
morales y otros desafíos psíquicos que Joan Halifax analiza muy
hábilmente en Al borde del abismo. Nos muestra que ser bueno no es un
estado beatífico, sino un proyecto complejo. Este proyecto abarca el
territorio entero de nuestra vida, incluidas nuestras deficiencias y nuestros
fracasos.

Nos ofrece algo de extraordinario valor. Ella se ha adentrado en esas


dimensiones, ha destilado un aprendizaje profundo de las experiencias
propias y ajenas, incluidas la de quienes sufren y la de quienes se esfuerzan
por aliviar el sufrimiento; ha aprendido que el intento de aliviar el
sufrimiento puede traer consigo su propio dolor, y ha alcanzado el
conocimiento de cómo evitar ese sufrimiento y esa pérdida de energía vital.
Ha llegado muy lejos por estos complejos parajes humanos y sabe que son
mucho más que tierras virtuosas que brillan a lo lejos. Ha visto de cerca lo
que muchos solo atisban a distancia: los peligros, los escollos, las trampas y
las ciénagas del desaliento, y también las cumbres y las posibilidades. En
este libro, nos ofrece un mapa para viajar con valentía y provecho, para
nuestro propio beneficio y para el beneficio de todos los seres.

REBECCA SOLNIT

1.

Una vista desde el borde

Hay una pequeña cabaña en las montañas de Nuevo México donde paso
algún tiempo siempre que puedo. Se encuentra en un profundo valle en el
corazón de la cordillera de Sangre de Cristo. La caminata desde mi cabaña
hasta la cima, a más de cuatro mil metros por encima del nivel del mar, es
extenuante. Desde allí puedo ver el profundo tajo del río Grande, los bordes
del antiguo volcán de Valles Caldera y la distintiva meseta de Pedernal,
donde, según los dinés, nacieron el Primer Hombre y la Primera Mujer.

Cada vez que camino por la cresta de la montaña, me descubro pensando en


límites y bordes. A lo largo de la cresta hay lugares donde debo poner
mucho cuidado en donde piso. Hacia el oeste, un abrupto declive de
pedreras conduce a la cuenca exuberante y estrecha del río San Leonardo; al
este, un descenso rocoso y empinado hacia el espeso bosque que rodea el
río Trampas. Soy consciente de que, por esos riscos, un mal paso podría
cambiar mi vida. Desde esta cresta, puedo ver que abajo, en la distancia,
hay un paisaje asolado por el fuego o hileras de árboles que mueren por
falta de sol. Las lindes entre esos hábitats dañados encajan y las áreas de
bosque sanas a veces son tajantes y otras veces difusas. He oído decir que
las cosas crecen desde los bordes. Por ejemplo, los ecosistemas se expanden
desde sus lindes, donde tienden a albergar mayor diversidad de vida.

Mi cabaña se encuentra en el límite entre un humedal alimentado por la


nieve profunda del invierno y un espeso bosque de abetos que no ha visto
un fuego en cien años. A lo largo de este límite hay una abundancia de vida,
donde conviven el álamo temblón de corteza blanca, la violeta salvaje y la
aguileña púrpura, así como el temerario arrendajo de Steller, el búho boreal,
la perdiz nival y el pavo salvaje. En verano, los altos juncos y el herbazal de
los humedales son refugio de ratones de campo, ratas de pradera y topillos
ciegos, a su vez codiciadas presas de rapaces y gatos monteses. Los prados
también alimentan a los alces y venados que acuden a apacentarse al
amanecer y al atardecer. Las jugosas frambuesas, las diminutas fresas
silvestres y los sabrosos arándanos cubren las laderas que enmarcan nuestro
valle y, a finales de julio, los osos y yo devoramos sin pudor sus frutos
abundantes.

He llegado a pensar que los estados mentales también son ecosistemas.


Esos terrenos, a veces amistosos y a veces peligrosos, son entornos
naturales incrustados en el sistema más amplio de nuestro carácter. Creo
que es importante estudiar nuestra ecología interna para que podamos
reconocer cuándo estamos al borde, en peligro de resbalarnos desde la salud
hacia la patología. Y cuando caemos en las regiones menos habitables de
nuestras mentes, podemos aprender de estos peligrosos territorios. Los
bordes son lugares donde se encuentran los opuestos. Donde el miedo se
encuentra con el valor y el sufrimiento con la libertad. Donde el terreno
sólido termina en un desfiladero. Donde podemos alcanzar una vista que
abarca mucho más de nuestro mundo. Y donde necesitamos mantener una
gran conciencia, no vaya a ser que tropecemos y caigamos…

Nuestro viaje por la vida es un viaje de peligro y de posibilidad, y a veces


ambas cosas al tiempo. ¿Cómo podemos mantenernos en el umbral entre el
sufrimiento y la libertad y participar en ambos mundos? Con nuestra
propensión a las dualidades, los humanos tendemos a identificarnos o con la
terrible verdad del sufrimiento, o con la liberación del sufrimiento. Sin
embargo, excluir cualquier porción del paisaje más amplio de nuestras vidas
reduce el territorio de nuestra comprensión.

La vida me ha llevado a geografías emocional, social y geográficamente


complejas. He militado en los movimientos antibélicos y a favor de los
derechos civiles de los años sesenta, he trabajado como médica y
antropóloga en un gran hospital público, he fundado y dirigido dos
comunidades educativas y de práctica espiritual, me he sentado a la
cabecera de la cama de personas moribundas, he sido voluntaria en una
cárcel de máxima seguridad, he pasado largos periodos de tiempo
meditando, he colaborado con neurocientíficos y psicólogos sociales en
proyectos basados en la compasión y he dirigido clínicas en las zonas más
remotas del Himalaya: todo eso me ha planteado desafíos complicados,
incluso periodos de agobio. La educación adquirida a través de estas
experiencias, en especial a través de mis luchas y fracasos, me ha ofrecido
una perspectiva que jamás habría podido anticipar. He llegado a ver el valor
profundo de asimilar todo el panorama de la vida y de no rechazar o negar
lo que se nos da. También he aprendido que nuestros desvíos, dificultades y
«crisis» podrían no ser obstáculos terminales. En realidad, pueden ser
puertas de acceso a paisajes internos y externos más amplios y más ricos. Si
estamos dispuestos a investigar nuestras dificultades, podemos convertirlas
en una visión de la realidad más valiente, más inclusiva, más nueva y más
sabia, como han hecho tantos otros que se han precipitado al vacío.

Estados límite

Con el paso de los años, he tomado progresivamente consciencia de cinco


cualidades internas e interpersonales imprescindibles para una vida
compasiva y valiente y sin las cuales no podemos estar al servicio, ni
tampoco sobrevivir. Pero si estos valiosos recursos se deterioran, se pueden
manifestar como paisajes peligrosos y dañinos. He llamado a estas
cualidades bivalentes estados límite.

Los estados límite son el altruismo, la empatía, la integridad, el respeto y la


implicación, valores de una mente y un corazón que ejemplifican el
cuidado, la conexión, la virtud y la fortaleza. No obstante, si perdemos el
equilibrio firme en los elevados riscos de cualquiera de esas cualidades,
podemos caer en un lodazal de sufrimiento donde nos veremos atrapados en
las aguas tóxicas y caóticas de los aspectos nocivos de un estado límite.

El altruismo puede convertirse en altruismo patológico. Las acciones


desinteresadas al servicio de los demás son esenciales para el bienestar de la
sociedad y del mundo natural. Pero en ocasiones nuestros actos
aparentemente altruistas nos lastiman, lastiman a quienes estamos tratando
de servir o dañan a las instituciones donde servimos.

La empatía puede resbalar hacia la angustia empática. Cuando somos


capaces de sentir el sufrimiento de otra persona, la empatía nos acerca más
a los demás, nos puede inspirar a servir y a expandir nuestra comprensión
del mundo. Pero si asumimos demasiado el sufrimiento de otra persona y
nos identificamos muy intensamente con él, podemos acabar dañados e
incapaces de actuar.

La integridad apunta a tener fuertes principios morales. Pero cuando nos


implicamos o presenciamos actos que violan nuestro sentido de integridad,
de justicia o de beneficencia, el resultado puede ser sufrimiento moral.
El respeto es considerar con alta estima a los seres y las cosas. El respeto
puede naufragar en las aguas pantanosas de la falta de respeto tóxica,
cuando vamos en contra de los valores y los principios del civismo o
denigramos a los demás o a nosotros mismos.

La implicación en nuestro trabajo puede dar propósito y significado a


nuestras vidas, sobre todo si nuestro trabajo sirve a los demás. Pero el
exceso de trabajo, un lugar de trabajo nocivo o la experiencia de la falta de
eficacia pueden conducir al burnout o agotamiento, y desembocar en un
colapso físico y psicológico.

Como un médico que diagnostica una enfermedad antes de recomendar un


tratamiento, me sentí obligada a explorar el aspecto destructivo de estas
cinco cualidades humanas virtuosas. Por el camino, me sorprendió aprender
que incluso en sus formas degradadas, los estados límite pueden enseñarnos
y fortalecernos, igual que los huesos y los músculos se fortalecen cuando se
exponen al estrés, y si se rompen o desgarran, si se dan las circunstancias
adecuadas se pueden curar y acabar siendo más fuertes que antes de la
lesión.

Dicho de otro modo, perder el pie y resbalar por la pendiente del daño no
tiene por qué ser necesariamente una catástrofe terminal. Nuestras mayores
dificultades nos pueden aportar humildad, perspectiva y sabiduría. En su
libro1 La soberanía del bien (1970), Iris Murdoch definió la humildad como
«un respeto desinteresado por la realidad». Escribe que «nuestra imagen de
nosotros mismos se ha vuelto demasiado grande». Eso lo descubrí al
sentarme en la cama de los moribundos y al estar con los cuidadores. Hacer
este trabajo íntimo con los que estaban muriendo y con quienes los
cuidaban me hizo ver qué gravosos pueden ser los costes del sufrimiento
tanto para el paciente como para el que cuida. Desde ese momento, he
aprendido de maestros, abogados, directivos, defensores de los derechos
humanos y padres que ellos pueden experimentar lo mismo. Entonces
recordé algo profundamente importante y al mismo tiempo totalmente
obvio: que la salida de la tormenta y del fango del sufrimiento, el camino de
vuelta a la libertad en el límite más alto de la fuerza y el coraje, reside en el
poder de la compasión. Esta es la razón por la que me zambullí en el intento
de comprender qué son los estados límite y cómo pueden moldear nuestras
vidas y la vida del mundo.

Sin lodo, no hay loto

Cuando pienso en el lado destructivo de los estados límite, recuerdo el


trabajo de Kazimierz Dabrowski, psiquiatra y psicólogo polaco que propuso
una teoría del desarrollo de la personalidad denominada desintegración
positiva. Es un enfoque transformador hacia el crecimiento psicológico
basado en la idea de que las crisis son importantes para nuestra maduración
personal. El concepto de Dabrowski es similar a un principio de la teoría de
sistemas: los sistemas vivos que se descomponen pueden reorganizarse a un
nivel más elevado y más robusto si aprenden de la experiencia de
descomposición.

En mi trabajo de antropóloga en Malí y México, también observé la


desintegración positiva como una dinámica fundamental en los «ritos de
paso». Son ceremonias de iniciación que marcan transiciones vitales
importantes, y su intención es profundizar y reforzar el proceso. Esta
moción de desintegración positiva también estaba reflejada en el trabajo
que llevé a cabo como coterapeuta con el psiquiatra Stanislav Grof,
haciendo uso del LSD como complemento a la psicoterapia en pacientes
terminales de cáncer. En el proceso de este rito de paso contemporáneo,
aprendí mucho acerca del valor de afrontar directamente nuestro propio
sufrimiento como un medio para la transformación psicológica.

Años más tarde, oiría al maestro vietnamita Thich Nhat Hanh –o Thay,
como le llaman sus estudiantes– reflejar esta sabiduría cuando hablaba del
sufrimiento que experimentó cuando se encontraba en medio de la guerra de
Vietnam y más tarde como refugiado. Decía, con voz calmada, «Sin lodo,
no hay loto».

Reflexionando sobre las dificultades que podemos experimentar al servir a


otros, desde el altruismo patológico hasta el síndrome del trabajador
quemado, el lado tóxico de los estados límite se puede considerar desde la
perspectiva de la desintegración positiva. El lodo putrefacto del fondo de un
viejo estanque puede ser también alimento para el loto. Dabrowsky, Grof y
Thay nos recuerdan que nuestro sufrimiento puede alimentar nuestra
comprensión y ser uno de los grandes recursos de nuestra sabiduría y
nuestra compasión.

Otra metáfora para la desintegración positiva nos habla de tormentas. Yo


crecí en el sur de Florida. Cada año de mi infancia, los huracanes ponían el
vecindario patas arriba. Las líneas eléctricas chisporroteaban en las calles
mojadas, el viento arrancaba de la tierra las viejas higueras y también las
cubiertas de los tejados de tejas de barro de las casas de estuco de estilo
español del barrio. A veces mis padres nos llevaban a mi hermana y a mí a
la playa para ver llegar los huracanes. Nos plantábamos en la orilla,
sintiendo la fuerza del viento, el azote de la lluvia. Luego regresábamos
rápidamente a casa, abríamos todas las puertas y ventanas y dejábamos que
la tormenta soplara libremente.

En una ocasión leí sobre un geólogo especializado en el estudio de las


playas. Lo estaban entrevistando durante un inmenso huracán que azotaba
los Bancos Externos de Carolina del Norte. El geólogo le dijo al periodista:
«Estoy deseando llegar a la playa cuanto antes». Tras una pausa, el
periodista le preguntó: «¿Qué espera ver ahí fuera?».

Al leer esto, mi atención se agudizó. Esperaba que el geólogo describiera


una escena de destrucción total. Pero él simplemente dijo: «Probablemente
haya una playa nueva».

Una nueva playa, una nueva costa: regalos de la tormenta. Aquí, en el


límite, existe la posibilidad de destrucción, de sufrimiento… y de promesa
ilimitada.

En los estados límite reside un gran potencial, y si se trabaja hábilmente con


ellos, se puede acelerar la comprensión. Pero los estados límite son un
territorio voluble, y las cosas pueden ir en cualquier dirección. Caída libre o
terreno sólido. Agua o arena. Barro o loto. Cuando un fuerte viento nos
atrapa en una playa o en una cordillera, podemos tratar de mantenernos
firmes y disfrutar de la vista. Si nos precipitamos fuera del límite de nuestra
comprensión, tal vez la caída nos pueda enseñar qué importante es
mantener nuestra vida en equilibrio. Si estamos atascados en el barro del
sufrimiento, podemos recordar que la materia en descomposición alimenta
el loto. Si el mar nos arrastra, quizá podamos aprender a nadar en medio del
océano, incluso en plena tormenta. Y cuando estamos allí, quizá
aprendamos incluso a dejarnos llevar, subiendo y bajando las olas del
nacimiento y la muerte junto con el compasivo bodhisattva Avalokitesvara.

Vista panorámica

A veces, me imagino los estados límite como una meseta de piedra rojiza.
Vista desde arriba, parece sólida y ofrece un amplio panorama, pero sus
bordes son un precipicio total, sin rocas ni árboles que frenen nuestra caída.
El borde en sí es un lugar expuesto donde la menor pérdida de
concentración puede hacernos perder el equilibrio. Abajo, al fondo, aguarda
el terreno duro de la realidad, y la caída nos puede destrozar. Otras veces
imagino que hemos caído en un pantano oscuro, donde podemos quedar
largo tiempo atrapados. Cada vez que intentamos salir, el barro del
sufrimiento nos absorbe más hacia el fondo. Pero tanto si nuestra caída
termina en roca dura como en una desagradable cloaca, estamos muy lejos
del borde superior de nuestro mejor yo, y la caída y el aterrizaje se cobran
su precio.

Cuando estamos en lo alto del acantilado, en el borde elevado del altruismo,


la empatía, la integridad, el respeto y la implicación, podemos mantenernos
firmes en él, sobre todo si somos conscientes de lo que podría suceder si
perdemos el equilibrio. Este reconocimiento puede alimentar nuestra
determinación de actuar desde nuestros valores, así como nuestra humildad
al saber qué fácil es cometer errores. Y si nos tropezamos y caemos, o si la
tierra se desmorona bajo nuestros pies, tenemos que encontrar alguna
manera de regresar a la cresta, al lugar donde nuestro equilibrio y nuestro
contrapeso nos pueden mantener firmemente arraigados y la vista abarca el
paisaje completo. En el mejor de los casos, podemos aprender a evitar la
caída al abismo… la mayor parte del tiempo. Pero nuestro camino está
expuesto a la realidad y, más tarde o más temprano, la mayoría de nosotros
caeremos al vacío. Es importante que no haya juicio en eso. Lo que de
verdad importa es lo que hagamos con esa experiencia, cómo usemos el
espacio de transformación que encierra la caída.
Creo que tenemos que trabajar el borde, expandir sus límites y descubrir el
don del equilibrio entre los diversos ecosistemas de los estados límite, de
modo que podamos poner a nuestra disposición una mayor variedad de
experiencias humanas. Es en el límite donde podemos descubrir el valor y
la libertad. Tanto si afrontamos la angustia y el dolor de los demás como si
nos enfrentamos a nuestras propias dificultades, se nos invita a mirar de
frente el sufrimiento para que, con suerte, podamos aprender de él y cultivar
la perspectiva y la resiliencia, y aprender asimismo a abrir el gran regalo de
la compasión. En cierto sentido, los estados límite solo son la opción de
cómo ver cosas. Nos brindan una manera nueva de ver e interpretar nuestras
experiencias de altruismo, empatía, integridad, respeto e implicación… y
sus lados oscuros. Si alimentamos una visión más amplia, más inclusiva e
interconectada de estas cualidades humanas ricas y poderosas, podemos
aprender a reconocer cuándo estamos al límite, cuándo corremos el riesgo
de traspasar la frontera, cuándo nos hemos pasado de la raya y cómo volver
a trepar hasta la cima de lo mejor de nosotros mismos.

Desde allí, podemos descubrir cómo cultivar una perspectiva que todo lo
abarque, la visión interior que desarrollamos fomentando una profunda
conciencia de cómo funcionan nuestros corazones y mentes en medio de las
grandes dificultades de la vida. Y también podemos percibir la verdad de la
impermanencia, la interconexión, la ausencia de base firme. La perspectiva
amplia se puede abrir cuando hablamos con una persona que se está
muriendo sobre sus deseos, cuando oímos el ruido de la puerta de la cárcel
y cuando escuchamos a nuestros hijos con atención. Se puede abrir cuando
en la calle conectamos con una persona sin hogar, cuando visitamos la
tienda húmeda de un refugiado sirio atrapado en Grecia y cuando nos
sentamos con una víctima de tortura. También se puede abrir a través de
nuestra propia experiencia de angustia. La perspectiva se puede abrir casi
en cualquier lugar; sin eso no podemos ver el abismo ante nosotros, el
pantano bajo nuestros pies y el espacio dentro y fuera de nosotros. El
paisaje también nos recuerda que el sufrimiento puede ser nuestro maestro
más grande.

Interdependencia

Muchas son las influencias que han conformado mi manera de ver el mundo
y han contribuido a mi perspectiva de los estados límite. Durante los años
sesenta era joven e idealista; para muchos de nosotros fue una época difícil
y apasionante. Estábamos indignados ante la opresión sistémica de nuestra
sociedad: racismo, sexismo, clasismo, discriminación por la edad. Veíamos
que esa opresión alimentaba la violencia de la guerra, la marginación
económica y el consumismo, además de la destrucción del medioambiente.

Queríamos cambiar el mundo. Y queríamos una forma de trabajar con


nuestras buenas aspiraciones; no perderlas ni perdernos en ellas. En ese
clima de conflicto político y social empecé a leer libros sobre budismo y a
aprender a meditar por mi cuenta. A mediados de los sesenta conocí al
joven maestro zen vietnamita Thich Nhat Hanh y gracias a su ejemplo me
sentí atraída hacia el budismo, porque aborda de manera directa las causas
del sufrimiento personal y social y porque su enseñanza principal es que
transformar la angustia es el camino hacia la liberación y el bienestar de
nuestro mundo. También me gustó que el Buda hiciera hincapié en la
indagación, la curiosidad y la investigación como herramientas del camino
y que no nos recomendara evitar, negar o exagerar el valor del sufrimiento.

El concepto budista de surgimiento interdependiente también me aportó una


forma nueva de percibir el mundo: ver las intrincadas conexiones entre
cosas aparentemente separadas. El Buda explicaba ese concepto con estas
palabras: «Esto es porque eso es. Esto no es porque eso no es. Esto llega a
ser porque eso llega a ser. Esto deja de ser porque eso deja de ser». Al mirar
un cuenco de arroz, puedo ver la luz del sol y la lluvia y los granjeros y los
camiones conduciendo por las carreteras.

En cierto sentido, un cuenco de arroz es un sistema. Poco después de


empezar a estudiar budismo, comencé a investigar la teoría de sistemas, una
forma de ver el mundo como una colección de sistemas interrelacionados.
Cada sistema tiene un propósito; por ejemplo, un cuerpo humano es un
sistema cuyo propósito (al nivel más básico) es mantenerse vivo. Todas las
partes del sistema deben estar presentes para que el sistema pueda funcionar
de forma óptima: sin un corazón o un cerebro o unos pulmones que
funcionen, moriríamos. Da igual en qué se dispongan las partes; no puedes
confundir el lugar de cada órgano.

Los sistemas van de lo micro a lo macro, de lo sencillo a lo complejo. Hay


sistemas biológicos (el sistema circulatorio), sistemas mecánicos (una
bicicleta), ecosistemas (un arrecife de coral), sistemas sociales (amistades,
familias, sociedades), sistemas institucionales (centros de trabajo,
organizaciones religiosas, gobiernos), sistemas astronómicos (nuestro
sistema solar), etcétera. Los sistemas complejos suelen estar compuestos
por numerosos subsistemas. Los sistemas alcanzan su punto culminante,
avanzan hacia el declive y finalmente colapsan, dejando espacio para que
surjan sistemas alternativos.

Digo esto porque, en conjunto, los estados límite constituyen un sistema


interdependiente y se influyen entre sí, formando nuestro carácter. Y los
sistemas son el terreno sobre el cual se desarrollan los estados límite:
relaciones interpersonales, el lugar de trabajo, las instituciones, la sociedad,
además de nuestros cuerpos y mentes. Cuando los sistemas se deterioran,
también nosotros podemos desmoronarnos. Aun así, con frecuencia, desde
el colapso puede surgir una perspectiva de la realidad nueva y más fuerte.

Futilidad y valentía

Tengo un amigo que fue un psicólogo dedicado y hábil, pero después de


años de práctica, se había hundido en la futilidad. En una conversación me
confesó: «Ya no puedo soportar escuchar a mis pacientes». Me explicó que
en algún punto de su carrera había empezado a sentir cada emoción que
experimentaban sus clientes, y estaba totalmente abrumado por sus
experiencias de sufrimiento. La exposición constante acabó por agotarlo.
Llegó un momento en que ya no podía dormir y comía demasiado para
aliviar el estrés. Se adentró progresivamente en un espacio de impotencia y
de cierre emocional. «Sencillamente no me importa –dijo–. Me siento
desinflado y gris por dentro.» Y lo peor, había empezado a derivar sus
clientes a otros médicos, y sabía que eso significaba que debía dejar su
profesión.

Su historia es un ejemplo de los resultados negativos de una combinación


presente en todos los estados límite: lo que ocurre cuando el altruismo se
vuelve tóxico, la empatía conduce a un malestar empático, el respeto
colapsa bajo el peso de la sensibilidad y la inutilidad y se convierte en una
falta de respeto con una pérdida de integridad, y cuando la implicación
desemboca en el agotamiento. El sufrimiento se había apoderado del
psicólogo, y él empezó a morir por dentro. Ya no podía absorber y
transformar el dolor para encontrar un significado en su trabajo y su mundo.

Mi amigo dista de estar solo en su sufrimiento. Muchos cuidadores, padres


y profesores me han confesado tener sentimientos parecidos. Parte de mi
trabajo ha consistido en afrontar la devastadora epidemia de la futilidad,
que provoca un déficit de compasión en aquellas personas que se supone
que han de cuidar.

Tengo otra amiga, una joven nepalí que desafió las probabilidades y
transformó la adversidad en fortaleza. Pasang Lhamu Sherpa Akita, una de
las mejores escaladoras del país, se hallaba a una hora de distancia a pie del
campamento base del Everest, en abril de 2015, cuando tuvo lugar el
terremoto de 7,8. Pudo oír la avalancha atronadora que causó tantas muertes
en el campamento base. Inmediatamente se puso en marcha para ayudar,
pero se vio obligada a dar media vuelta cuando se produjo una réplica.

El terremoto había destrozado la casa de Pasang en Katmandú, pero ella y


su marido, Tora Akita, supieron que tenían que responder a la pérdida de
vidas, hogares y medios de subsistencia que tantos estaban viviendo en
Nepal. «Yo podría haber muerto en el campamento base del Everest –dijo
Pasang–, pero estaba segura. Sobreviví. Tenía que haber algún motivo por
el cual sobreviví. Le dije a mi marido: “Tenemos que hacer algo por las
personas que lo están pasando mal”».

En Katmandú, Pasang y Tora empezaron a organizar a los jóvenes y


contrataron camiones para llevar arroz, lentejas, aceite, sal y lonas a los
habitantes de Sindhupal-chowk, la región del epicentro del terremoto.
Semana tras semana, volvía a la zona de Gorkha con tejados de zinc,
tiendas, medicinas y más lonas para los supervivientes de una serie de
pueblos. Contrató a gente del lugar para construir nuevos caminos sobre y a
través de los derrumbamientos que habían destruido los senderos existentes.
Dio trabajo a cientos de aldeanos para llevar comida y suministros a las
personas que habían quedado completamente aisladas por los efectos del
terremoto, y que se enfrentaban a la temporada del monzón sin alimento ni
abrigo.

Pasang actuó desde el altruismo, un estado límite que puede bascular


fácilmente hacia el perjuicio. Pero cuando hablaba con ella durante sus
largos meses de servicio intensivo después del terremoto, en su voz nunca
detecté nada que no fuera buena voluntad, energía y dedicación ilimitadas.
También expresó su tremenda sensación de alivio por la posibilidad de
ayudar que tenían ella y su marido.

Mi amigo psicólogo sobrepasó el límite y nunca encontró el camino de


regreso. Mi amiga nepalí se mantuvo en la orilla buena de su humanidad.
¿Cómo es posible que, en lugar de ser derrotadas por el mundo, algunas
personas saquen fuerzas de su profundo deseo de ponerse al servicio?
Creo que la clave es la compasión. El psicólogo había perdido la conexión
con su corazón compasivo; al haberse quemado había sofocado sus
sentimientos. El cinismo había echado una raíz profunda. Pasang, sin
embargo, fue capaz de mantenerse arraigada en la compasión al dejar que
sus sentimientos guiaran sus acciones. He llegado a ver la compasión como
la forma de mantenernos arraigados y firmes al borde del precipicio y no
despeñarnos al sobrepasar el límite. Y cuando caemos, la compasión puede
ser nuestra salida de la ciénaga.

Si aprendemos a reconocer los estados límite en nuestra vida, podemos


mantenernos en el umbral del cambio y contemplar un paisaje rico en
sabiduría, ternura y amabilidad humana básica. Al mismo tiempo, podemos
ver un terreno asolado por la violencia, el fracaso y la inutilidad. Si tenemos
la fortaleza de quedarnos en el borde, podemos sacar lecciones de los
entornos de sufrimiento –los campamentos de refugiados, las zonas
destruidas por los terremotos, las cárceles, los pabellones de enfermos de
cáncer, los poblados chabolistas y las zonas de guerra, y al mismo tiempo
recuperar nuestros recursos a través de nuestra bondad básica y la bondad
básica de los demás–. Esta es la premisa fundamental para conocer
íntimamente los estados límite: cómo desarrollamos la fuerza para
mantenernos en el borde y conseguir una visión más amplia, una vista que
incluya todos los lados de la ecuación de la vida. Cómo encontramos el
equilibrio entre fuerzas opuestas que da vida. Cómo encontramos la libertad
en el límite. Y cómo descubrimos que la alquimia del sufrimiento y la
compasión engendra el oro de nuestro carácter, el oro de nuestros
corazones.

Parte I: Altruismo

«Que pueda hacer mucho bien sin saberlo nunca.»2

WILBUR WILSON THEBURN

A principios de los años setenta, mi pasión por la biología y el mar me


llevó a trabajar como voluntaria en el Laboratorio Marino de Lerner en
Bahamas. Estuve colaborando con un biólogo de Brandeis que estaba
investigando el brevísimo ciclo de vida del inteligente y asombroso Octopus
vulgaris, al que conocemos con el nombre de pulpo común.

Mi trabajo me brindó la rara oportunidad de ser testigo de cómo desovaba


en cautividad una hembra de pulpo después de ser fertilizada. Cientos de
miles de huevos translúcidos, en forma de lágrima, cada uno del tamaño de
un grano de arroz, fueron saliendo de su manto en largas hebras de encaje
que colgaban en el agua del acuario donde estaba cautiva. Iban pasando
las semanas y el pulpo hembra permanecía flotando sobre los huevos como
una nube, sin cazar ni comer, simplemente moviendo suavemente el agua
alrededor de la maraña de huevos que iban madurando lentamente.
Fluctuaba por encima de sus huevos, manteniéndolos aireados, sin apenas
moverse, y su cuerpo comenzó a desintegrarse lentamente, convirtiéndose
en alimento para sus crías cuando nacieron. La madre pulpo murió para
alimentar a su descendencia, su carne fue la comida de salvación para sus
crías.

Me sorprendió y me conmovió la extraña visión de esta bella criatura


disolviéndose ante mis ojos. Aunque su sacrificio no fue altruismo
propiamente dicho, sino parte del ciclo de vida natural de su especie, esta
madre pulpo me generó muchas preguntas sobre el comportamiento
humano, preguntas sobre el altruismo, el sacrificio personal y el daño.
¿Cuándo es saludable el altruismo humano? ¿Cuándo damos tanto a los
demás que con ello nos perjudicamos? ¿Cómo reconocer cuándo nuestro
altruismo puede ser egocéntrico y poco saludable? ¿Cómo alimentamos las
semillas de un altruismo sano en un mundo donde el apresuramiento y la
indiferencia son con tanta frecuencia actitudes habituales? ¿Cómo
descarrila el altruismo, sobrepasando el límite?

En mis trabajos posteriores con moribundos y con presos, y cuando


escuchaba las historias de padres, maestros, abogados y cuidadores en mi
calidad de profesora budista, empecé a comprender el altruismo como un
estado límite. Es el filo estrecho de un alto acantilado, que nos permite
tener una vista amplia, pero que también puede erosionarse bajo nuestros
pies.

Actuar de manera altruista es emprender acciones desinteresadas que


mejoren el bienestar de otros, normalmente con cierto coste o riesgo para
nuestro propio bienestar. Cuando somos capaces de mantenernos firmes en
el altruismo, nos encontramos con los demás sin la sombra de la
expectativa y de la necesidad acechando entre nosotros. El receptor de
nuestra amabilidad puede descubrir la confianza en la bondad humana, y
nosotros mismos nos enriquecemos con la bondad de dar.

Sin embargo, cuando nuestra seguridad física y emocional está en riesgo,


mantener los pies bien plantados sobre un terreno firme puede representar
un desafío: resulta demasiado fácil perder el equilibrio y caer en picado
hacia formas dañinas de servicio. Podríamos ayudar de una manera que
socavara nuestras propias necesidades. Podríamos hacer daño
inadvertidamente a aquel que estamos intentando ayudar al restarle su
poder y arrebatarle su voluntad. Y hasta podríamos «parecer» altruistas
aunque nuestra motivación no esté bien fundamentada. Esas son formas de
altruismo patológico, como iremos explorando.

Desde el borde del altruismo accedemos a una vista del amplio horizonte
de la amabilidad y la sabiduría humanas, siempre y cuando evitemos caer
en la ciénaga del egoísmo y de la necesidad. Y si nos vemos atascados en la
ciénaga, nuestra lucha no tiene por qué ser en vano. Si podemos trabajar
con nuestras dificultades, quizá sintamos el impulso de descubrir cómo
hemos llegado ahí y cómo podemos evitar rebasar el borde y caer de nuevo.
Quizá también recibamos una buena lección de humildad. Es un trabajo
duro, pero es un buen trabajo que fortalece el carácter y nos ayuda a
volvernos más sabios, más humildes y más resilientes.

2.

Desde el borde elevado del altruismo

La palabra altruismo fue acuñada en 1830 por el filósofo francés Auguste


Comte, quien la obtuvo de la expresión vivre pour autrui, o «vivir para
otros». El altruismo, un antídoto contra el egoísmo de vivir para nosotros
mismos, se convirtió en una nueva doctrina social basada en el humanismo
en lugar de en la religión. El altruismo era un código ético para los no
creyentes, uno separado del dogma.

Los que actúan desde la forma más pura de altruismo no buscan aprobación
o reconocimiento social, y tampoco sentirse mejor consigo mismos. Una
mujer ve a un niño desconocido que camina despistado hacia un coche. No
piensa: «Salvar a este niño me haría ser buena persona», simplemente se
lanza a la carretera y agarra al niño, arriesgando su propia vida. Y es
probable que después no se vanaglorie demasiado. Lo que piensa es que
hizo lo que tenía que hacer. «Cualquiera habría hecho lo mismo.» Se siente
aliviada porque el niño está sano y salvo. Como ilustra este ejemplo, el
altruismo va un paso más allá de la generosidad ordinaria; implica sacrificio
personal o riesgo físico.

En 2007, Wesley Autrey (no muy alejado de autrui), un obrero de la


construcción, saltó a las vías del metro de Manhattan para salvar a Cameron
Hollopeter, un estudiante de cine que sufrió una convulsión y cayó del
andén a las vías. Autrey vio que se acercaba el tren y saltó para apartar a
Hollopeter de su paso. Pero el tren se acercaba demasiado rápido, así que
Autrey se arrojó sobre Hollopeter, tumbándolo en la zanja de drenaje entre
las vías, de apenas treinta centímetros de profundidad. Mientras aplastaba
contra el suelo al hombre que tenía debajo, el tren pasó por encima de
ambos, rozando la punta de la gorra de lana de Autrey. Ningún pensamiento
hacia sí mismo, solo un impulso inmediato de salvar la vida de un
compañero humano.

Posteriormente, Autrey parecía estar desconcertado ante toda la atención y


los elogios que recibió. Relató al New York Times: «No creo haber hecho
nada espectacular; simplemente vi a una persona que necesitaba ayuda.
Hice lo que sentí que era correcto».3

Para mí, la historia de Autrey es un ejemplo de altruismo puro. Todos


tenemos impulsos altruistas, pero no todos nos dejamos llevar por ellos en
todo momento. Sin duda en el andén del metro hubo otras personas que
vieron convulsionarse a Hollopeter y percibieron su necesidad de ayuda,
pero también entendieron que podían perder la vida si lo ayudaban. El
altruismo surge cuando nuestro impulso de servir supera nuestro miedo y
nuestros instintos de supervivencia. Afortunadamente, Autrey fue lo
bastante hábil como para salvar una vida y sobrevivir al mismo tiempo.

En todo el planeta, todos los días, las personas actúan desde un altruismo
puro para estar al servicio de los demás. Como el manifestante chino no
identificado que se plantó resueltamente delante de los tanques que se
dirigían a la plaza de Tiananmen. Como los médicos en África que trataron
valientemente a los pacientes de ébola. Como los parisinos que abrieron sus
hogares a quienes huían de los ataques terroristas de 2015. Como los tres
mil valientes voluntarios sirios que fueron los primeros en intervenir para
ayudar a rescatar a los supervivientes del bombardeo de barrios civiles.4
Como Adel Termos, que abordó a uno de los terroristas suicidas cuando se
dirigía hacia una mezquita llena de gente en Beirut la víspera de los
atentados de París en 2015. Cuando Termos hizo detonar la bomba lejos de
la multitud, perdió su propia vida, pero salvó la de otros muchos.5 Como
Ricky John Best, Taliesin Myrddin Namkai-Meche y Micah David-Cole
Fletcher, que intervinieron audazmente en un ataque racial contra dos
adolescentes que viajaban en el metro ligero MAX de Portland en mayo de
2017. Ricky y Taliesin perdieron la vida; Micah sobrevivió.6 Mientras se
desangraba, Taliesin ofreció estas palabras: «Dile a todos los que viajan en
este tren que los amo». Creo que en este mundo nuestro tan tenso es
importante escuchar historias como estas para mantener nuestra fe en la
belleza y el poder del corazón humano, y recordar lo natural que es el
altruismo.

¿Ego, egoísmo o altruismo?

Volvamos por un momento a la mujer que rescata al niño del tráfico. Si


después pensara: «Soy una buena persona por actuar así», ¿este
pensamiento de felicitación personal invalidaría el altruismo de su acción?
Las definiciones más estrictas de altruismo no admiten la participación del
ego, ni antes ni después de la acción. El altruismo se caracteriza por ser un
acto de desinterés que consiste en beneficiar a los demás, un acto carente de
expectativas de recompensa externa (como gratitud o correspondencia), y
carente también de recompensas internas como, por ejemplo, una mayor
autoestima o incluso una mejor salud emocional. Los altruistas puros no
tienen «ninguna idea de ganancia», por citar al maestro zen Shunryu Suzuki
Roshi: no ganan nada con sus acciones benéficas. Son básicamente
desinteresados.

Los grandes practicantes contemplativos y algunos seres humanos que son


compasivos por naturaleza tienen el tipo de corazón ilimitado que está
abierto a servir en cualquier circunstancia. No hay yo, ni hay otro; solo una
bondad sin sesgo hacia todos. Sin embargo, la mayoría de nosotros somos
simplemente humanos, y nos resulta muy humano sentir cierta sensación de
satisfacción al servir a los demás.

La mera existencia de un altruismo puro es tema de debate entre psicólogos


y filósofos. Según la teoría del egoísmo psicológico, ningún acto de servicio
ni de sacrificio es puramente altruista, porque a menudo estamos
motivados, como mínimo, por una pequeña sensación de gratificación
personal, o sentimos un pequeño fortalecimiento del ego tras ayudar a otros.
Esta teoría sostiene que, en el mundo real de la psicología y del
comportamiento humano, el altruismo puro simplemente no existe.

El budismo asume una posición más radical; dice que el altruismo y su


hermana, la compasión, pueden estar totalmente libres de ego, del pequeño
yo. El altruismo puede surgir de manera espontánea e incondicional en
respuesta al sufrimiento de los demás, como le sucedió a Autrey. El
budismo sugiere asimismo que la preocupación desinteresada por el
bienestar de los demás forma parte de nuestra verdadera naturaleza.
Mediante la práctica contemplativa y el estilo de vida ético, podemos
resistirnos al tirón del egoísmo y regresar a ese lugar dentro de nosotros que
ama a todos los seres y los tiene en igual consideración; el lugar que aspira
sin miedo a acabar con su sufrimiento y que está libre de sesgos.

Thich Nhat Hahn escribe: «Cuando la mano izquierda está herida, la mano
derecha se encarga de ella de inmediato. No se detiene a decir: “Te estoy
cuidando. Te estás beneficiando de mi compasión”. La mano derecha sabe
muy bien que la mano izquierda es también la derecha. No hay distinción
entre ellas».7 Este es el tipo de altruismo no referencial, es decir, que no
siente preferencia hacia los familiares, los amigos o los miembros de otros
grupos de pertenencia.

Hay un poema de Joseph Bruchac que transmite esta sensibilidad profunda


y humilde de cuidar a todos los seres por igual:

El abuelo de Birdfoot

El viejo

ha debido parar el coche

al menos dos docenas de veces

para salir y recoger en sus manos

a los pequeños sapos cegados

por nuestras luces, saltando,

como gotas de lluvia vivas.

********
La llovizna desprendía

una niebla sobre su pelo cano

y yo le decía una y otra vez

no puedes salvarlos a todos,

acéptalo, vuelve a entrar,

tenemos lugares a los que ir.

Pero con sus manos curtidas llenas

de vida húmeda marrón

de rodillas en la hierba de verano

de la carretera,

él solo sonrió y dijo:

ellos también tienen lugares

a los que ir.8

En este caso, el abuelo es un buen ejemplo de un bodhisattva vivo: para el


budismo, alguien que salva a todos los seres del sufrimiento sin reservas. El
abuelo sigue deteniéndose para rescatar a esos sapos, aunque eso implique
caminar de rodillas por la carretera oscura y lluviosa. Sonriendo, parece
estar experimentando lo que los budistas definen como «alegría altruista»,
una alegría por la buena fortuna de otros.

La alegría altruista se considera una cualidad de la mente verdaderamente


nutritiva. En este sentido, el budismo concuerda con la psicología
occidental cuando dice que sentir alegría por la buena fortuna de otros es
bueno para nosotros. Yo sé que me siento mejor mental y físicamente
cuando hago algo bueno por los demás, aunque sentirme mejor no sea lo
que me motive. Estudios de psicología recientes sugieren que estar menos
centrado en uno mismo y ser más generoso es una fuente de felicidad y de
satisfacción para el que da.

Un estudio demostró que los niños de muy corta edad, incluso menores de
dos años, tienden a experimentar una sensación mayor de bienestar cuando
dan regalos que cuando los reciben.9 Otro estudio mostró que los
participantes adultos que gastaban su dinero en otras personas
experimentaban mayor satisfacción que aquellos que gastaban dinero en sí
mismos.10 Y la neurocientífica Tania Singer ha descubierto que la
compasión (una compañera muy cercana del altruismo) activa los centros
de recompensa y las redes del placer en el cerebro. Ella defiende que los
seres humanos están diseñados para ser amables.11 Cuando actuamos desde
la amabilidad, nos sentimos en armonía con nuestros valores humanos más
profundos. Nos regocijamos en nuestras acciones, y le encontramos más
sentido a la vida.

Por el contrario, cuando nuestras acciones dañan a otros no nos sentimos


bien; a menudo perdemos el sueño, nos volvemos irritables y peores. Cada
vez abundan más las investigaciones que documentan los resultados
positivos para la salud en las personas que ayudan a los demás (por
ejemplo, una mejora de la respuesta inmune y una mayor longevidad),12 de
modo que tal vez pronto nos enfrentaremos a una ola de pseudoaltruistas
que ayudarán a los demás únicamente con el objetivo de vivir más tiempo y
tener una vida más sana. En cualquier caso, tampoco sería un problema tan
grave.

Olvidarse de uno mismo

Para mí, uno de los ejemplos más conmovedores de altruismo es la historia


del difunto inglés Nicholas Winton. En 1938, cuando los nazis invadían
Checoslovaquia, Winton organizó el transporte de 669 niños, la mayoría de
ellos judíos, de Checoslovaquia a Gran Bretaña. Se aseguró de que viajaran
de forma segura en tren a través de Europa y encontró un hogar en Gran
Bretaña para todos y cada uno de los refugiados. Fue un acto increíblemente
arriesgado y desinteresado. Durante cincuenta años ni siquiera se lo contó a
su mujer. No le interesaba la fama, aunque al final se hiciera famoso en
1998, cuando su mujer encontró sus álbumes de recortes al limpiar en el
desván e informó a la BBC sobre ese proyecto extraordinario.

Ese año la BBC invitó a Winton a la emisión de un programa titulado That’s


Life. Sin que él lo supiera, también habían invitado a personas a las que
había salvado, que por entonces ya tenían cincuenta o sesenta años. El
presentador preguntó: «¿Hay alguien en nuestro público esta noche que
deba su vida a Nicholas Winton? Si es así, ¿serías tan amable de ponerte de
pie?». Todo el público en el estudio se puso de pie. Winton abrazó a la
mujer que tenía a su lado, mientras se enjugaba las lágrimas.13

Podríamos preguntarnos si conocemos realmente las motivaciones precisas


de Winton, y si sus acciones pudieron haber reificado su sentido del yo de
alguna forma. En 2001, cuando un periodista del New York Times le
preguntó a Winton por qué hizo lo que hizo, él respondió con modestia:
«Uno se daba cuenta de que había un problema ahí, que muchos de estos
niños estaban en peligro y que había que llevarlos a lo que se consideraba
un refugio seguro, y no había organización que hiciera eso. ¿Por qué lo
hice? ¿Por qué la gente hace cosas diferentes? Hay personas que disfrutan
asumiendo riesgos, y otras pasan por la vida sin correr ningún riesgo».14
Un interesante análisis personal de su gran valor.
Winton vio la necesidad, vio que él podía hacer algo y tenía predisposición
hacia el riesgo positivo. Si hubiera sentido algo de «satisfacción» por sus
acciones, ¿cambiaría eso nuestra forma de verlo? Yo creo que no. Salvar la
vida de 669 niños merece nuestra profunda apreciación. Sus acciones
tuvieron un efecto de largo alcance tan poderoso, a lo largo de
generaciones, que solo podemos maravillarnos de que haya ocurrido algo
así y haya beneficiado a tantas personas. Winton vivió una larga vida y
falleció en 2015, a la edad de 106 años.

En palabras del psiquiatra y superviviente de Auschwitz Viktor Frankl: «El


ser humano siempre apunta y se dirige hacia algo o alguien más allá de sí
mismo […]. Cuanto más se olvida de sí mismo, al entregarse a una causa
para ayudar o al amar a otra persona, más humano se vuelve».15

3.

Caer por el borde del altruismo: altruismo


patológico

A veces resulta difícil mantener un altruismo sano; cuando estamos al borde


de este acantilado, nos hallamos expuestos a sufrir daños. Cuando
ayudamos excesivamente e ignoramos nuestras propias necesidades,
podemos comenzar a sentirnos molestos con la persona a la que estamos
ayudando y con la situación en general. Conocí a una mujer que cuidaba de
su madre enferma de cáncer las veinticuatro horas. Agotada, frustrada por
no poder hacer más para aliviar el dolor de su madre y sintiéndose culpable
por estar tan frustrada, terminó por proyectar su ira contra su madre y luego
contra sí misma. Estaba desanimada y sentía que había fallado a su madre y
a sí misma.

Cuando nuestro altruismo pasa de ser bondad desinteresada a convertirse en


obligación, deber o miedo…, o cuando simplemente nos sentimos
exhaustos de tanto dar, nos pueden invadir las emociones negativas.
Recuerdo haber escuchado a un maestro de escuela que estaba enojado
consigo mismo por haber dedicado «demasiado tiempo» a ayudar a un
estudiante necesitado. Y a una enfermera que empezó a sentirse irritada con
sus pacientes, y después se sintió avergonzada por sentir rechazo hacia
aquellos a quienes en su momento había ayudado con alegría.

Quizá lleguemos a creer también que ayudar a un paciente, a un estudiante


o a un familiar nos da permiso para ofrecer un consejo no solicitado o para
controlar sus acciones. En una ocasión estuve ingresada en el hospital,
gravemente enferma de septicemia y me convertí en la receptora de tanta
amabilidad que casi acaba conmigo. Al final, uno de los asesores de Upaya
me aconsejó sabiamente que pusiera un cartel en la puerta: «No se aceptan
visitas». Mientras luchaba con la fiebre y los escalofríos, no paraba de
recibir una cantidad abrumadora de visitas que me brindaban abundantes
consejos sobre cómo recuperar mi salud. Estas personas tan amables habían
sacado tiempo de su día para venir a verme e intentaban ser útiles, pero
obviamente yo necesitaba mi propia energía para sanar, y no la suya. Ni
siquiera podía registrar mentalmente lo que me estaban diciendo, debido a
la fiebre tan alta que tenía. Su necesidad de ayudar parecía haber ahogado
su capacidad de sentir cuál era mi situación y de darse cuenta de que yo no
podía estar receptiva. En situaciones así, el borde del altruismo puede
desmoronarse fácilmente, cuando nuestra ansiedad o nuestra necesidad de
arreglar se hacen con el mando.

Si podemos aprender a ver el altruismo como un risco, seremos más


conscientes del riesgo y del peligro de su geografía, y podremos percibir lo
que está en juego: lastimar a otros, a nosotros mismos e incluso a las
instituciones a las que servimos. Si nos hemos adentrado en un terreno
inestable, podemos aprender a sentir cuándo es probable que nuestras
acciones nos lleven a despeñarnos por el borde. En el mejor de los casos,
podremos salir de las situaciones precarias y regresar a terreno firme.

La ayuda que perjudica

Cuando el altruismo supera el límite y se precipita hacia el abismo, se


convierte en altruismo patológico, término utilizado en psicología social. El
altruismo que se origina en el miedo, en la necesidad inconsciente de
aprobación social, en la compulsión de arreglar a otras personas o en una
dinámica de poder poco saludable traspasa fácilmente la frontera del daño.
Y puede provocar consecuencias muy duras, desde el agotamiento personal
hasta la falta de autonomía de países enteros. Es importante desenmascarar
las situaciones en las que vemos el altruismo patológico en acción, ya sea
en la vida de los padres, cónyuges, médicos, educadores, políticos,
trabajadores humanitarios o en la propia. Reconocer y nombrar este
fenómeno ha abierto los ojos a muchos que sin darse cuenta estaban
resbalando por la pendiente inestable de las buenas intenciones que no han
salido bien.

En su libro Pathological Altruism, la doctora Barbara Oakley y sus colegas


analizan la ayuda que perjudica. Definen el altruismo patológico como «el
comportamiento en el que los intentos de fomentar el bienestar de otro y
otros ocasiona por el contrario un daño que un observador externo podría
considerar razonablemente previsible».16

Un ejemplo conocido de altruismo patológico es la codependencia, en la


cual nos centramos en las necesidades de otros en detrimento de las propias,
en muchos casos posibilitando comportamientos adictivos con ello. Conocí
a un matrimonio que permitió que su hijo de veinticinco años, desempleado
y alcohólico, viviera durante un tiempo en el sótano de su casa. No querían
echarle a la calle sin trabajo ni un lugar donde vivir, pero su presencia hizo
estragos en sus finanzas y, a medida que aumentaba su resentimiento,
incluso puso a prueba su matrimonio. Intentaron que fuera a Alcohólicos
Anónimos y a una clínica de rehabilitación, e incluso le encontraron
algunos trabajos temporales, pero sus intentos de controlar su
comportamiento y de regular su adicción siempre resultaban
contraproducentes. Para su hijo, tampoco era bueno disponer de un techo
gratis, porque le privaba de incentivos para cambiar su situación.

Además de la codependencia, la doctora Oakley cita otras manifestaciones


del altruismo patológico, como la acumulación de animales y el estilo
«helicóptero» de crianza de los hijos. Todos conocemos a la mujer de los
gatos que no puede decir que no a la hora de rescatar a un gato callejero
más, y al padre cuya forma de «ayudar» a su hijo es arrastrar a los
directores del colegio a los tribunales para reclamar ese sobresaliente en
química que tanto se merecía su hijo.

En mi propio trabajo, he visto a muchas personas atrapadas en las garras del


altruismo patológico: una enfermera que trabajaba demasiadas horas sin
comer ni dormir a fin de cuidar de su paciente moribundo; una activista
social que acampaba en su oficina para poder estar de guardia veinticuatro
horas cada día; el director general de una organización de ayuda social
afectado crónicamente por el desfase horario de tanto volar de punta a punta
del mundo; un voluntario que ayudaba a los refugiados en Grecia y padecía
una angustia empática a causa de todo el sufrimiento que estaba
presenciando.

Al estar tan expuestos al sufrimiento ajeno, los padres, los profesores, el


personal sanitario o de justicia y los activistas que trabajan en situaciones
de crisis corren especial peligro de caer en el altruismo patológico. Las
consecuencias pueden manifestarse en forma de resentimiento, vergüenza y
culpa, y también en los aspectos tóxicos de los otros estados límite:
sufrimiento empático, sufrimiento moral, falta de respeto y síndrome del
trabajador quemado.

Además, vernos a nosotros mismos «salvando», «arreglando» y


«ayudando» a los demás puede alimentar nuestras tendencias latentes hacia
el poder, la importancia personal y el narcisismo, e incluso llegar a
engañarnos a nosotros mismos y a los demás. Una historia de altruismo
patológico especialmente problemática es la de una organización que
afirmaba estar llevando a cabo trabajo de ayuda humanitaria y sanitaria en
Asia y en África. La organización no solo informó incorrectamente a sus
donantes sobre el alcance de su trabajo, sino que incluso dejó de pagar a sus
trabajadores locales en varios países. Las violaciones éticas de ese estilo
surgen del autoengaño. Mi corazonada es que al comienzo de su trabajo
probablemente querían ser útiles, pero con el tiempo se vieron atrapados en
su necesidad de presentarse como una organización benefactora para poder
recaudar dinero. Por supuesto, el financiador se dio cuenta de lo que estaba
sucediendo y cortó el flujo de fondos, pero hasta ese momento se causó
daño y perjuicio por todas partes.

El altruismo patológico a nivel sistémico se produce cuando al final, la


ayuda perjudica a las organizaciones o personas que supuestamente deben
recibir servicios; por ejemplo, situaciones en que la ayuda internacional no
ha salido bien. Se dan muchísimos casos: según mi experiencia, estos
ejemplos incluirían a los médicos que prestan servicios sanitarios en
campamentos de refugiados donde no se ofrecen incentivos ni capacitación
a las personas locales para que estas puedan hacer un seguimiento médico
posterior, lo cual provoca que los refugiados acaben dependiendo de fuentes
externas para recibir ayuda médica; ONG que llevan productos o servicios
occidentales en lugar de ofrecer subvenciones y capacitación a empresarios
locales que podrían satisfacer la demanda, y «organizaciones benéficas
tóxicas» que dan dinero sin proporcionar oportunidades de desarrollo de
habilidades, lo que crea más dependencia de las fuentes externas para
obtener apoyo.

Cuando nosotros, los occidentales, nos creemos que podemos salvar el


mundo, quizá no lo hagamos solo desde la buena voluntad sino también
desde la arrogancia. La escritora Courtney Martin señala que de lejos los
problemas de otras personas pueden parecer exóticos y de fácil solución.
Dice que si bien esta tendencia no suele ser malintencionada, «puede ser
imprudente. Cuando las personas bien intencionadas intentan solucionar
problemas sin reconocer la complejidad subyacente, provocan efectos
colaterales reales».

Martin nos insta, en cambio, a «enamorarnos de la perspectiva a más largo


plazo de quedarnos en casa y atacar de frente la complejidad sistémica. O
ve si tienes que hacerlo, pero quédate el tiempo suficiente, escucha con la
atención suficiente para que “los otros” se conviertan en personas reales.
Pero ten cuidado, quizá no resulten tan fáciles de “salvar”».17 Ser testigo
de los problemas de otra cultura y escuchar de verdad puede ser la única
manera de mantenerse del lado sano del altruismo.

Hay personas que se obsesionan tanto con ayudar a los demás, que su
propio bienestar se ve comprometido. En su libro Strangers Drowning,
Larissa MacFarquhar describe el perfil de los «buenistas» norteamericanos
que se arrogan la misión de ayudar a los desconocidos. Los sujetos que
describe en su libro renuncian a lujos cotidianos como comer en un
restaurante o comprar entradas para un concierto para enviar ese dinero a
familias en países en vías de desarrollo, mientras calculan cuántas vidas
están salvando gracias a su frugalidad. MacFarquhar analiza este fenómeno
sin juzgarlo; documenta momentos edificantes de generosidad y momentos
perturbadores de orgullo y culpa.18 Algunos de los sujetos de su libro
forman parte del movimiento de altruismo eficaz (EA por sus siglas en
inglés), que utiliza el análisis de datos para predecir el lugar donde las
donaciones producirán un mayor impacto para las personas necesitadas. EA
insta a sus seguidores a separar el proceso de dar de sus propias emociones,
y argumenta que el «sentimentalismo» constituye un obstáculo en el camino
de la eficiencia financiera.19

En Pathological Altruism, la doctora Oakley también nos advierte contra el


peligro de mezclar nuestras emociones con la acción de dar. «La conclusión
es que la base emocional y sentida de nuestras buenas intenciones puede
conducirnos a error sobre lo que de verdad es útil para los demás», escribe.
Oakley deja entrever que los planteamientos del «amor con firmeza», como
esos padres que expulsan a su hijo del sótano, pueden ser más altruistas.

Creo que todo depende de la situación. Desde una perspectiva budista, el


cuidado, el amor, la amabilidad, la compasión y la alegría altruista son
cualidades sumamente valoradas. Y, sin embargo, a veces la ayuda
perjudica. Y aquí la sabiduría es esencial. Los budistas no separan la
sabiduría de la compasión. Estas cualidades son dos caras de la misma
moneda de nuestra humanidad básica.

¿Sano o malsano?

En el budismo, el relato jataka de la tigresa hambrienta se considera un


ejemplo cultural de la entrega desinteresada como expresión de
generosidad, altruismo y compasión. No obstante, si la interpretación fuera
otra, estaríamos ante una historia de altruismo patológico.

En una espesa selva, un bodhisattva (que un día será la encarnación de


Gautama Buda) y sus dos hermanos se encuentran con una tigresa
hambrienta que se dispone a alimentarse de sus propios cachorros. Los
hermanos parten en busca de alimento para la tigresa, pero el bodhisattva,
en un acto de altruismo puro e incondicional, se tumba ante la madre felina
debilitada. Después se atraviesa el cuello con una astilla de bambú para que
la madre y sus cachorros puedan alimentarse más fácilmente de su cuerpo.

Podemos valorar esta historia como una inspiración que nos lleve a
involucrarnos en actos radicales de bondad; como leyenda, no se ha de
tomar literalmente. Pero visto de otra manera, también podría servir de
justificación de acciones que infringen el primer precepto del budismo, que
dice que no debemos hacer daño a los seres vivos, incluidos nosotros. La
leyenda también podría fomentar el martirio. Si se toma esta historia al pie
de la letra, el bodhisattva da su vida y parece cruzar una línea peligrosa.

El canon budista contiene muchas historias de martirio. Existen relatos


antiguos, de los siglos V y VI de nuestra era, que dan constancia de cómo
monjas y monjes chinos respetados se inmolaron como protesta y como
ofrenda. Incluso hoy, mientras escribo estas líneas, hay jóvenes tibetanos
inmolándose en su país como forma de resistencia a la opresión china. En
una ocasión asistí a una gran ceremonia dirigida por Su Santidad el Dalai
Lama. Con los ojos llenos de lágrimas, Su Santidad celebraba la ceremonia
por quienes se habían convertido en mártires. Su joven compañero, Su
Santidad Gyalwang Karmapa, ha instado al Tíbet a detener esta práctica
extrema y mortal. Me he preguntado una y otra vez qué tiene que ver la
inmolación con el budismo, que es un ejemplo de no violencia y de no
dañar. Pero entonces me acuerdo de Thich Quang Duc.

El loto de fuego

En 1963, cuando la guerra de Vietnam duraba ya varios años, vi en un


periódico una fotografía que se me quedó grabada en la mente. Era una
imagen del monje vietnamita Thich Quang Duc, quien, en señal de protesta
contra la persecución de monjes budistas por el gobierno de Vietnam del
sur, se convirtió en una antorcha humana en un cruce muy concurrido de
Saigón. Sentado en un cojín en medio de la calle, en posición de loto y
totalmente quieto, con una lata de gasolina detrás de él, el estoico monje,
inmóvil y en silencio, dejaba que las intensas llamas consumieran su
cuerpo.

Me quedé atónita y horrorizada. Me pregunté qué había motivado a este


monje a prenderse fuego. ¿Cómo había desarrollado la cualidad de carácter
y de mente que le permitía mantenerse erguido mientras las llamas
devoraban su cuerpo? Recuerdo que pensé: «Esta guerra tiene que
terminar». Fue esta imagen la que me llevó a manifestarme en contra de la
guerra, y desde entonces ha sido un detonante psíquico para mí en mi
defensa continua de la no violencia como único camino hacia la paz. La
ironía es que el desencadenante –o, mejor dicho, la inspiración– que me
llevó a trabajar como mediadora y pacifista fue un acto de extrema
violencia hacia sí mismo.

La fotografía de Thich Quang Duc en llamas, que deparó un Pulitzer al


reportero gráfico de la Associated Press Malcom Browne, se convirtió en
una de las imágenes más icónicas de la guerra de Vietnam. Es una imagen
que representa el sufrimiento y la trascendencia; para muchos, también
encarna un acto culminante de altruismo. En los meses y años posteriores,
otros monjes y monjas budistas siguieron el ejemplo de Quang Duc, entre
ellos la hermana Nhat Chi Mai, alumna de mi maestro Thich Nhat Hahn.
Thich Nhat Hahn habló de la hermana Nhat Chi Mai con frecuencia,
repitiendo sus palabras: «Ofrezco mi cuerpo como antorcha para disipar la
oscuridad».

Varios años después de la inmolación de Thich Quang Duc conocí al joven


periodista David Halberstam, uno de los pocos informadores presentes
cuando Thich Quang Duc se prendió fuego. Mientras Halberstam nos
relataba los detalles de lo que había presenciado, me di cuenta de que estaba
profundamente afectado por casi cada detalle del acontecimiento. No
recuerdo sus palabras precisas durante esa tarde, pero sí que recuerdo sus
ojos demacrados, cansados. Parecía apagado y aturdido por todo lo que
había visto. Más adelante, escribió:

Iba a mirar la escena de nuevo, pero una vez fue suficiente. Las llamas
procedían de un ser humano; su cuerpo se marchitaba y se secaba
lentamente, su cabeza se ennegrecía y carbonizaba. Sentía en el aire el olor
de la carne humana quemándose; los seres humanos se queman
sorprendentemente rápido. Detrás de mí oía los sollozos de los vietnamitas
que se reunían alrededor. Estaba demasiado horrorizado para llorar,
demasiado confundido para tomar notas o hacer preguntas, demasiado
desconcertado incluso para pensar… Mientras se quemaba no movió ni un
músculo, no pronunció ni un sonido, su compostura contrastaba con los
lamentos de las personas que lo rodeaban.20

La autoinmolación de Thich Quang Duc suscitó mucha controversia entre


budistas y no budistas sobre la ética de quitarse la vida en beneficio de
otros. El martirio de la hermana Mai planteó las mismas preguntas, es decir:
¿dónde está la línea que separa el beneficio del daño? ¿Quién traza esa
línea?

¿El inmenso daño que ocasionaron a sus cuerpos invalida el bien que
hicieron al atraer la atención internacional a la guerra? ¿Qué motivó sus
acciones? ¿Fue la convicción de que en última instancia, este acto salvaría
vidas ajenas? ¿O fue una intolerancia extrema a la experiencia del
sufrimiento ajeno? ¿El martirio es valioso para la transformación social, o
es engañoso y perjudicial?

El budismo explora la conexión entre el yo y el otro. Tengo la sensación de


que Thich Quang Duc y la hermana Mai actuaron desde el espacio donde no
había yo y no había otro. Percibieron la injusticia y el sufrimiento, sintieron
que tenían el poder de cambiarlo y tomaron medidas, medidas de sacrificio
personal. En ese espacio, no hay fronteras entre lo que hacemos por los
demás y lo que hacemos por nosotros mismos.

En mi opinión, las acciones de la hermana Mai y de Thich Quang Duc en


cierto sentido trascienden las categorías de ayuda y daño. Impulsaron las
protestas contra una guerra injusta y probablemente salvaron muchas vidas;
aun así, dos personas murieron de una forma impactante y atroz. Después
de casi cincuenta años de profunda reflexión sobre sus inmolaciones, ahora
siento que al considerar su sacrificio extremo debemos reconocer el
heroísmo y el perjuicio, el beneficio y los costes. He llegado a entender el
valor profundo del altruismo como un acto de generosidad, y también he
adquirido cierta perspectiva sobre su sombra. Mantener ambas perspectivas
me ha impulsado a ver el altruismo como un estado límite. Y se me ocurre
que, a la hora de juzgar una acción como patológica o no, influye no solo la
intención, sino también el resultado. Si Wesley Autrey hubiera muerto al
intentar salvar a Cameron Hollopeter del vagón del metro, tal vez
hubiéramos tildado su acción de patológica o insensata.

El verdadero trabajo que hemos de hacer es mantener ambas perspectivas,


de modo que podamos tener una verdadera profundidad de campo, porque a
menudo no podemos distinguir la imagen completa en un momento
determinado. Nuestro punto de vista realmente depende de dónde estemos.
Esta es la razón por la cual encarar cualquier acto de aparente altruismo
implica una práctica de profunda indagación y apertura. En la situación
ideal, el altruismo y la forma en que lo percibimos se basan en la capacidad
de elevarnos por encima del propio interés, de ser sensibles al contexto y de
sentirnos cómodos con la ambigüedad y la incertidumbre radical.

El sesgo altruista

Como muestran las acciones de Thich Quang Duc y de la hermana Mai, se


podría considerar el martirio como una forma extrema de altruismo, que
algunos llamarían patológica. Las formas más comunes de altruismo
patológico, las que conocemos en nuestra vida cotidiana, son menos
complicadas, pero también pueden ser traicioneras.

Cuando hacemos algo bueno por los demás, debemos tener cuidado de no
estar persiguiendo nuestra propia ganancia emocional. Las religiones nos
advierten sobre esta motivación. En el Sermón de la Montaña, que fue una
fuente de inspiración en mi juventud, Jesús censura las buenas obras si
nuestro propósito al hacerlas es el reconocimiento. En términos budistas, si
servimos a otros para obtener aprobación social, eso puede reificar nuestro
sentido del yo y potenciar el apego a una identidad de «buena persona».

Recuerdo cuando mi primer maestro zen, Seung Sahn, me preguntó de


manera informal a qué había dedicado mi tiempo. Yo enumeré todas mis
«buenas» acciones recientes. Después de mi recital, hizo una pausa y gruñó:
«¡Eres una mala bodhisattva!». Me sentí como si me hubiera golpeado un
rayo. Con no poca vergüenza, vi que al trabajar hasta el agotamiento por
causas relacionadas con la justicia social estaba quemándome y debilitando
a otros, al arrebatarles su propia capacidad. Es más, seguramente estaba
intentado obtener la aprobación de mi maestro y de los demás. Me sentí
disgustada, pero también agradecida por la dura lección que me había dado.

Por otro lado, ¿tan malo es sentirse bien por ayudar a las personas? Quizá
sea importante sentir alegría al servir a los demás. Depende mucho de
nuestros valores, nuestras motivaciones y nuestras intenciones. Si nuestra
motivación es sentirnos bien con nosotros mismos o lograr la admiración y
el respeto de los demás, nuestras acciones se verán comprometidas por las
necesidades del ego. En lugar de preguntarnos: «¿Demostrará esta acción
que soy buena persona?» o «¿Esto me hará sentir bien?», tenemos que
preguntar «¿Cómo puede servir?».

El difunto maestro budista tibetano Chögyam Trungpa Rinpoche acuñó el


término de materialismo espiritual, cuando los buscadores intentan
acumular credenciales «espirituales» a través de diversos medios, incluida
la apariencia «altruista», a fin de realzar su identidad espiritual. Aspirar a
beneficiar al prójimo es un aspecto importante de la vida espiritual: ayuda a
alinear las prioridades y puede hacer que nuestra práctica sea más profunda.
Pero si empezamos a usar el altruismo como una forma de potenciar nuestro
sentido del yo, se convierte en una trampa. Un poco de humildad basada en
la realidad puede ser útil para rebajar la necesidad de aprobación y
apreciación.

Algunos aspectos del altruismo patológico están correlacionados con el


género. Cuando yo era pequeña, mi madre era una de las Damas Grises y
trabajaba como voluntaria en la Cruz Roja en un hospital militar en Miami.
El día de su muerte, era una de las Damas Rosas que llevaban revistas y
libros a ancianos hospitalizados en Carolina del Norte. Toda su vida sirvió a
los demás. Era altruista. Al mismo tiempo, su altruismo estaba mediado por
una sutil necesidad de reconocimiento social de que era una buena persona.
Creo que fue su identidad como mujer la que introdujo esta pequeña
distorsión en su motivación. Con mi primer maestro zen y gracias a su dura
lección, aprendí que yo también tenía esa distorsión.

Con frecuencia las mujeres han adquirido valor y poder en la sociedad


siendo altruistas, ya sea en su papel de esposas y madres o como
cuidadoras. Muchas mujeres también tienen historias familiares, sociales y
culturales de opresión, o están sujetas a valores religiosos que fomentan el
sacrificio personal. Y al escuchar a las mujeres médicas, a trabajadoras
sociales, maestras, abogadas y ejecutivas hablar sobre los desafíos de sus
profesiones, he llegado a comprender el papel que puede desempeñar la
identidad de género en la forma en que se vive el altruismo y cómo puede
perjudicar cuando se practica en exceso. Sin duda, muchos hombres
comparten el mismo problema de la necesidad de obtener aprobación social
a través de lo que yo llamo «el martirio del servicio», pero he observado
que con frecuencia las mujeres llevan una carga adicional que da lugar a un
daño hacia una misma y hacia los demás.

Oakley tiene un término para esto: sesgo altruista. Es la expectativa social,


cultural y espiritual de ser empático y solícito. Muchos de nosotros nos
vemos predispuestos a actuar altruistamente, incluso cuando no es lo
apropiado en la situación. Podemos ignorar las señales de que nuestra ayuda
no está sirviendo y sacar de la cárcel bajo fianza a nuestro cónyuge adicto,
porque creemos que nuestro papel es ayudar a nuestros seres queridos a
superar la adicción. O podríamos quedar atrapados en la autocomplacencia
o en el papel de rescatador a través del cual buscamos inconscientemente la
aprobación social de nuestros esfuerzos de ayudar.

Y, sin embargo, no podemos decir que la inclinación al altruismo sea algo


malo. Salvar de la muerte a un joven que está teniendo un ataque en el
metro, o hacer llegar servicios médicos a aldeas vulnerables en los
Himalayas, o defender a unas niñas de un ataque racista, o acercarse a un
vecino que está agonizando, o salvar niños de un campo de la muerte nazi
quizá es lo que hace falta, incluso aunque sea arriesgado y duro. La
experiencia nos dice que el sesgo altruista es una necesidad. Si nuestros
padres no hubieran tendido a cierto grado de altruismo, nosotros no
habríamos sobrevivido a nuestra infancia. Y sin tendencia altruista, cada
uno de nosotros seríamos menos de lo que realmente somos.

Con todo, hay otras consideraciones interesantes sobre el sesgo hacia el


altruismo. Los sistemas éticos, como los que encontramos en las tradiciones
espirituales y religiosas, así como el concepto humanista del altruismo en sí,
refuerzan la inclinación altruista. Estos sistemas cognitivos y culturales,
junto con nuestros valores e historias personales, pueden crear tendencias
inconscientes capaces de cegarnos a lo que realmente puede ser útil. Por la
influencia de estos sistemas, podemos confundirnos y descartar las señales
de alarma emitidas por nuestra intuición, nuestra conciencia, nuestro cuerpo
y nuestra mente. Incluso cuando recibimos comentarios de observadores, ya
sean amigos o colegas, podemos seguir adelante con el altruismo egoísta,
con un coste importante para todos. Y después estas tendencias y procesos
inconscientes de autoengaño nos llevan a justificar las consecuencias de
esas acciones. «Pensé que era lo correcto» o «Me hizo sentir buena
persona», nos decimos retrospectivamente.

Trabajabando en Nepal, Tíbet, México y África, aprendí que la tendencia


altruista puede afectar de forma negativa no solo a los individuos, sino
también a los sistemas, y hacerles entrar en el juego de la violencia
institucional y sistémica. Muchas veces las organizaciones de ayuda
internacional no llevan a cabo estudios adecuados sobre el impacto de sus
programas, por lo que quizá no entiendan la complejidad del sufrimiento
que existe en las situaciones en las que intentan servir y sanar.

En el Upaya Zen Center estábamos decididos a adoptar un enfoque


diferente cuando respondimos al catastrófico terremoto en Nepal en la
primavera de 2015. Por nuestros años de trabajo en proyectos de asistencia
sanitaria en Nepal, sabíamos que ya había sobre el terreno jóvenes
nepaleses inteligentes y motivados para ayudar a los supervivientes del
terremoto. Conocían el territorio, podían comunicarse entre sí y con
nosotros a través de las redes sociales, y tenían la energía y la inspiración
para servir. También sospechábamos que las vías habituales de ayuda a
Nepal a través de grandes ONG internacionales serían menos efectivas para
conseguir ayudar en las áreas remotas de Gorkha, el epicentro del
terremoto, que actuar con el equipo emergente de jóvenes líderes locales
que ya estaban trabajando sobre el terreno. Recordamos el terremoto de
2010 en Haití, que desencadenó una avalancha de ayuda internacional que
quedó fuera del control de los propios haitianos. Alguien llegó a describir
Haití como una «república de ONG» incapaces de centrarse en la resiliencia
y la autonomía haitianas. Los fondos fueron mal administrados, y para
empeorar las cosas, las fuerzas del mantenimiento de la paz de la ONU
introdujeron el cólera en el suministro de agua. No queríamos repetir este
tipo de error de ayuda exterior, por lo que nos dirigimos a nuestros colegas
nepalíes, jóvenes y fiables.

Durante nuestros años de servicio médico en Nepal, habíamos colaborado


con muchas personas comprometidas en áreas remotas del Himalaya. Eran
duras y eficientes, y sabían de qué hablaban. Sabíamos que tenían poco o
nada de gastos administrativos, tenían vínculos íntimos con la gente y
sabían qué podría ser útil. También pensamos que su participación en el
trabajo de asistencia podría ser para ellos una oportunidad de desarrollar
capacidades de liderazgo, y que la tragedia del terremoto podría abrir una
puerta a la formación de líderes de la siguiente generación de nepalíes.

Tal y como sospechábamos, millones de dólares de ayuda humanitaria


fueron canalizados hacia las arcas del gobierno y, a fecha de la redacción de
este libro, gran parte de esos fondos siguen allí debido a las disputas
políticas.

Mientras otros suministros de ayuda internacional languidecían en el


aeropuerto o eran confiscados en la frontera india, el equipo de Upaya, que
incluía a la escaladora Pasang Lhamu Sherpa Akita, su marido, Tora Akita,
y a otros muchos jóvenes nepalíes, fue capaz de llevar toneladas de
alimentos, suministros médicos y materiales de construcción directamente a
las zonas afectadas. Con nuestra ayuda y la ayuda de otros conocidos
escaladores, Pasang contrató a porteadores en paro para que construyeran
caminos en las zonas del seísmo, de forma que se pudiera dar trabajo a la
gente y resultara posible transportar los suministros a pie hasta los pueblos
afectados. Con los fondos recaudados por Upaya, incluso alquiló un
helicóptero para evacuar a los niños del monasterio de Lho; esos críos
llevaban semanas abandonados y sin alimentos adecuados.

Su esposo, Tora, y su equipo organizaron y distribuyeron miles de lonas,


mantas, alimentos y ropa para los supervivientes del terremoto. Con el
tiempo, han reconstruido varias escuelas, un convento, un monasterio, un
centro de mujeres y una residencia de ancianos. Se han restaurado los
techos de aldeas enteras con materiales de construcción más seguros. Se
ofreció y se sigue ofreciendo asistencia sanitaria a los supervivientes del
terremoto, así como a un grupo de refugiados rohinyás de Birmania. El
trabajo continúa en el interior de Nepal, liderado por estos jóvenes.

Pero cuando un programa de ayuda estadounidense envía a un contratista


estadounidense a construir casas en Haití, Sudán del Sur o Nepal en lugar
de contratar a trabajadores locales, puede acabar siendo un ejemplo de
colonialismo, paternalismo y condescendencia más que de sabio altruismo.
Recuerdo un dicho muy famoso acuñado por Anne Isabella Thackeray
Ritchie en su novela del siglo XIX Mrs. Dymond: «Si le das un pescado a
un hombre, volverá a tener hambre en una hora. Si le enseñas a pescar, le
haces un buen favor». Creo que el buen altruismo enseña a la gente a
pescar. Nuestra red de jóvenes nepalíes puede pescar, y enseña a otros a
pescar. Y yo me sigo preguntando: ¿cómo podemos nosotros, como
activistas, educadores, médicos, padres y políticos, enseñar a las personas a
pescar? Creo que esta pregunta es importante para entender el altruismo
como un estado límite. Cuando nuestras razones para servir a los demás son
personalistas o están mal fundadas, cuando nuestra ayuda crea una situación
insostenible, nos adentramos en el altruismo patológico. Una de las
expresiones más poderosas del altruismo saludable es fortalecer al prójimo
y a nosotros mismos a través del valor y de los medios hábiles.

4.

El altruismo y otros estados límite

Los estados límite se influyen entre sí directa e indirectamente, con


repercusiones mutuas que nos apoyan o nos sabotean. La sana empatía
hacia quienes sufren puede inspirar amabilidad, cuidado y altruismo. Si nos
encontramos con alguien que está siendo acosado o sometido a una
violencia sistémica y a un abuso directo, nuestro altruismo e integridad nos
impulsan a intervenir. El altruismo también es una plataforma poderosa para
una implicación comprometida. Ahora bien, si no sabemos regular nuestra
empatía, podemos sufrir angustia y ser incapaces de servir, o quizá
reaccionemos de manera defensiva e incompetente y causemos daño a otros
y a nosotros mismos.

Si nuestras acciones altruistas no son congruentes con nuestra sensibilidad


moral, estaremos atrapados en el sufrimiento moral. Si nos quedamos
atascados en el altruismo patológico, después suele venir la falta de respeto
y la desconsideración hacia aquellos a quienes intentábamos ayudar.
Cuando el altruismo no es saludable, no es infrecuente que provoque un
desgaste profesional. Y, sin embargo, el hecho de reconocer valientemente
el altruismo mal orientado, lo que Cassie Moore ha llamado «la autopista
engañosa de la ayuda», puede transformar la vida de una persona hacia el
bien y hacia la compasión.

A principios del invierno de 2016, la comunidad de Upaya visitó un


albergue para personas sin techo en Santa Fe para ayudar a preparar cenas y
servir a unas doscientas personas sin hogar. Al día siguiente, Cassie tuvo
una experiencia que le inspiró a escribir lo que había aprendido sobre el
altruismo:

El día siguiente a la cena en el albergue, en Marcy Street, me cruzo con un


vagabundo. A mitad del paso de cebra, nuestros ojos se encuentran. De
alguna manera, en ese cruce, nuestros corazones también se encuentran. Me
doy cuenta de que no me da ningún miedo. Eso es nuevo para mí. No quiero
decir que no tenga miedo en plan despreocupado, soy consciente del sabio
discernimiento que requiere implicarse en el mundo desde un cuerpo de
mujer de menos de un metro sesenta. El hombre sonríe. Su larga barba de
Papá Noel se mueve con su sonrisa, y yo asiento con la cabeza a modo de
saludo. Lo siento como algo normal, humano, nada mágico en absoluto,
pero profundo. Mientras camino, siento la culpa como una perla fría y
metálica que crece en mis entrañas: Hola, vergüenza. ¿Qué significa que la
capacidad de ver mi propio rostro en una persona sin hogar me resulte
nueva? Siento que esta vergüenza está justificada. No es que haya ignorado
que hay personas sin hogar; en absoluto. Es que para mí eran «los otros».
Yo no me he visto ahí. Yo me he visto como la que arregla, la que viene a
encontrarse con eso con el corazón de una salvadora.

De repente, me parece que esto es una señal de mezquindad, una historia


astuta y convincente sobre la ayuda que oculta una profunda incomodidad
con el sufrimiento, y cuya raíz es la idea fundamental de que estoy en un
nivel más alto que aquellos que necesitarían ayuda. Me he alejado del
sufrimiento creyendo que puedo ayudar a solucionarlo. Esto me hace sentir
náuseas. Me parece que «arreglar» ha sido mi autopista engañosa destinada
a transportarme a la tierra igualmente engañosa de Problema Resuelto. Y,
sobre todo, me ha impedido ver nada que no fuera la diferencia entre yo y
alguien que vive en la calle.21

Cuando Cassie se encontró con los ojos del hombre sin hogar, compartieron
un momento de conexión que abrió un portal de comprensión para ella.
Reconoció que ayudar, arreglar y rescatar son formas malsanas de
altruismo. Cassie experimentó el sufrimiento moral (en forma de
vergüenza) cuando se dio cuenta de que lo había visto como «el otro». La
tendencia a la «otredad» implica cierta falta de respeto, otro estado límite.
Cassie no es la única: para la mayoría de nuestra sociedad las personas sin
techo son «los otros». Cuando se dio cuenta de su pequeña participación en
este sistema de opresión, Cassie superó el altruismo patológico y entró en la
compasión.

La historia de Cassie me recuerda una enseñanza muy importante de la


doctora Rachel Naomi Remen: «Ayudar, arreglar y servir son tres formas
diferentes de ver la vida. Cuando ayudas, ves la vida como algo débil.
Cuando arreglas, ves la vida como algo roto. Cuando sirves, ves la vida
completa». Remen explica que la ayuda se sustenta en la desigualdad:
«Cuando ayudamos, sin darnos cuenta podemos arrebatar a las personas
más de lo que podríamos darles; podemos disminuir su autoestima, su
sensación de valía, su integridad y su plenitud. Cuando ayudo, soy muy
consciente de mi propia fuerza. Pero no servimos con nuestra fuerza,
servimos con lo que somos. Aprovechamos todas nuestras experiencias.
Nuestras limitaciones sirven, nuestras heridas sirven, incluso nuestra
oscuridad puede servir. La totalidad en nosotros sirve a la totalidad de otros
y a la totalidad de la vida».22

En su mejor versión, el altruismo es una expresión radical de conexión, de


cuidado, de inclusión, y un sentido de responsabilidad respecto al bienestar
de los demás. Se trata de velar conscientemente por no robar a otros su
autonomía al «ayudarles» o «arreglarlos». Se trata de darnos cuenta de que
nuestra propia supervivencia no está separada de la supervivencia de los
demás. Como el valor de Nicholas Winton al salvar a tantos niños durante
la Segunda Guerra Mundial, el altruismo se caracteriza por la entrega, la
ausencia de egoísmo, el valor, el optimismo, la generosidad, la sensación de
reciprocidad y un profundo respeto por toda vida.

Creo que nuestro trabajo profundo consiste en construir una sólida


infraestructura interna de carácter, reconocer los peligros que se presentan
disfrazados de bondad y procurarnos los medios de salir de la trampa antes
de que se cierre sobre nosotros. Y, aun así, también podemos caer presa del
autoengaño, de motivaciones equivocadas o de la necesidad de elogio en
algún momento. Cuando esto sucede y lo reconocemos, es cuando abrimos
el gran regalo de la humildad nacida del fracaso.

5.

Prácticas que respaldan el altruismo

En 1994, el día en que Roshi Bernie Glassman cumplía cincuenta y cinco


años, él y su mujer, Jishu Angyo Holmes, y algunos amigos estaban
sentados en los escalones del Capitolio norteamericano en pleno invierno,
meditando sus próximos pasos para resolver la crisis del sida. Habían
conseguido poner en marcha el Greyston Mandala, un gran complejo de
servicios sociales en Yonkers, Nueva York, que incluye el Greyston Bakery,
una clínica de VIH, programas de atención infantil y extraescolares,
viviendas sociales, parques comunitarios, etcétera. Pero todo el que conoce
a Roshi Bernie sabe cómo le asalta una forma de altruismo agitado y
revolucionario que le tiene siempre moviéndose hacia algo nuevo y radical.

Sentados en los escalones heladores del Capitolio, Roshi Bernie y Jishu


empezaron a idear lo que más adelante se convertiría en la Zen Peacemaker
Order (ZPO), una organización de budistas socialmente comprometidos.
Sentaron las bases de la ZPO y la práctica de los Tres Principios: No Saber,
Ser Testigo y la Acción Compasiva, un camino que fomenta el tipo de
altruismo más valiente. No Saber es la práctica de abandonar toda idea fija
sobre nosotros mismos y el universo. Ser Testigo es la práctica de estar
presente para el sufrimiento y para la alegría de este mundo. La Acción
Compasiva es la acción que surge del No Saber y de Ser Testigo, y que
propicia la sanación del mundo y la nuestra propia como un camino de
práctica.

La ZPO creó programas muy valientes que siguen en marcha en la


actualidad. En los Retiros en la Calle de la ZPO, los participantes viven en
las calles durante días como las personas sin hogar, siendo testigos de la
realidad de la falta de vivienda. En su Retiro de Ser Testigo de Auschwitz,
cientos de personas se reúnen en Auschwitz en el frío de noviembre para
practicar el No Saber, el Ser Testigo y la Acción Compasiva como una
forma de conocer el sufrimiento histórico y del momento presente de este
mundo.

Ingresé en la ZPO como cofundadora a mediados de los años noventa.


Roshi Bernie, Jishu y yo, junto con otros muchos practicantes zen,
trabajamos intensamente para hacer de la práctica de los Tres Principios una
parte central de nuestra vida y para ofrecer esta posibilidad a nuestros
estudiantes. Años más tarde, incorporé los principios al Programa de
Formación en Capellanía Budista, donde sirven de cimiento para formar a
nuestros monjes y monjas en la visión, la meditación y la acción.

Usando los principios como marco de referencia, nos preguntamos: ¿Cómo


podemos sentarnos con el No Saber cuando el sufrimiento que estamos
experimentando es casi abrumador? ¿En qué momento la práctica de Ser
Testigos llega al límite de convertirnos en un espectador? Cuando se
requiere una Acción Compasiva, ¿cómo alejarnos de la idea de «ayudar» y
«arreglar» manteniendo un altruismo equilibrado y saludable para no
sobrepasar el límite? Y si vemos que nos tambaleamos hacia el altruismo
patológico, ¿cómo podemos volver al terreno firme del altruismo sano, de
modo que no acabemos resbalando pendiente abajo?

Durante mis años de trabajo voluntario en una prisión de máxima


seguridad, mi sentido del altruismo se vio puesto a prueba reiteradas veces.
La primera vez que entré a la Penitenciaría de Nuevo México para enseñar
meditación a los prisioneros, comprendí de verdad de qué trataba la práctica
del Primer Principio, el No Saber. No exagero si digo que me daba miedo
estar dentro de una cárcel de máxima seguridad. Me preocupaba trabajar
con un colectivo de hombres pertenecientes a bandas y todos ellos asesinos
múltiples. Para complicar más las cosas, en la orientación para voluntarios
nos dijeron que, si un prisionero nos tomaba como rehenes, los funcionarios
de la prisión no tenían la responsabilidad de rescatarnos.

A pesar de todo aquello, hacía tiempo que quería servir en este terreno tan
cargado de sufrimiento. Había trabajado con personas moribundas durante
décadas, y me daba cuenta de que necesitaba aprender de un mundo que me
resultaba muy alejado de lo que conocía. También era muy consciente de
cómo nuestro sistema económico, el racismo y la exclusividad cultural han
alimentado la opresión sistémica del modelo carcelario de estilo industrial.
Quería sumergirme más profundamente en el sufrimiento psicosocial
asociado a la justicia y la injusticia en nuestro país, y ponerme al servicio de
personas que son víctimas de lacras sociales devastadoras.

La primera reunión que tuve con mi grupo de «estudiantes» acabó siendo


toda una lección sobre el No Saber. Un funcionario de prisiones condujo a
los hombres a la sala de reuniones, y después nos dejó a mi compañera y a
mí a solas con una docena de individuos tatuados y de aspecto muy rudo.
Casi todos llevaban gafas oscuras y la cabeza rapada, con redecillas ceñidas
a la frente. Con semblante serio, todos ellos se desplomaron en las sillas de
plástico, exageradamente despatarrados.

Como monja zen, yo también llevaba la cabeza rapada, pero no usaba


redecilla… ¡y tenía las piernas muy bien cruzadas!

Sentada incómodamente entre ellos, me sorprendió cómo se interponía mi


miedo en el modo de interactuar con ese grupo silencioso de hombres de
mirada amenazante. Tuve que renunciar rápidamente a ideas preconcebidas
sobre lo que era «estar dentro», pues de lo contrario iba a pasar un mal rato.
Pregunté al grupo si les parecía bien empezar por una ronda de puesta en
común (es decir, que dijeran cómo se sentían) y uno de ellos gruñó
afirmativamente. Llevé mi atención a la respiración para tranquilizarme un
poco, y entonces empezamos.

El primer hombre me miró fijamente. Fue desconcertante. El segundo


hombre llevaba gafas de sol y no podía verle los ojos. Le pregunté
cortésmente si le importaría quitarse las gafas y él se las subió y bajó tan
rápido que solo pude ver brevemente sus globos oculares inyectados en
sangre. No pude más que sonreír, como hicieron algunos otros hombres del
círculo.

Finalmente, el siguiente compañero se quitó las gafas y comenzó a hablar, y


las cosas empezaron a caldearse. Uno tras otro, fueron ofreciendo algunas
palabras más, hasta que el último hombre metió la mano en el bolsillo de la
camisa, sacó un paquetito y me lo entregó. Era una redecilla. Desenvolví el
paquete, saqué la red y me la puse lentamente en la cabeza. El grupo entero
rompió en carcajadas, y así comenzaron seis años de práctica de No Saber
en una de las cárceles más duras de Estados Unidos.

Entonces vi, y ahora sé, que ser lo que llamamos «experto» podría haberme
separado fácilmente de aquellos hombres. Con demasiada frecuencia
nuestro miedo nos hace erigir un muro de conocimientos. De esta
experiencia aprendí el valor de ver con claridad mis prejuicios y mi
narrativa, y cómo eran obstáculos a la hora de abordar el momento de forma
directa, y no mediada. Al final, aprendí que la práctica del No Saber es la
base misma del altruismo, porque nos abre un horizonte mucho más amplio
que el que nuestros prejuicios nos habrían permitido jamás, y da entrada a
la conexión y la ternura.

El Segundo Principio, Ser Testigo, se refiere a la práctica de estar


plenamente presentes y conectados con todo nuestro ser a la catástrofe, la
neutralidad o la alegría de lo que sea que esté surgiendo. Y más
profundamente, la práctica de Ser Testigo consiste en estar en una relación
sin filtros frente a los demás y el mundo que nos rodea, y también frente a
nosotros mismos, y presentarnos con las manos y el corazón abiertos.

Cuando estoy en Nepal sirviendo en las Clínicas Nómadas de Upaya, soy


testigo de lo materialmente empobrecidas, heridas o enfermas que están
muchas personas. También tengo que ser testigo de las consecuencias de un
gobierno corrupto, del deterioro ambiental y de la marginación de los
tibetanos. Aprecio al pueblo tibetano, y me he enfrentado a la verdad de su
situación, una y otra vez, a fin de aprender qué podría ser de utilidad a sus
comunidades. No habría podido hacerlo sin la práctica de Ser Testigo.

Del No Saber y del Ser Testigo surge el Tercer Principio, la Acción


Compasiva; o lo que el maestro zen Yunmen Wenyan denominaba «una
respuesta apropiada».23 Significa llevar a cabo una acción (o abstenerse
conscientemente de llevarla a cabo) con la clara intención de beneficiar al
prójimo. El filósofo Jiddu Krishnamurti escribió una vez: «La acción solo
tiene sentido en relación, y si no se entiende la relación, toda acción a
cualquier nivel solo traerá conflicto. Entender la relación es infinitamente
más importante que la búsqueda de cualquier plan de acción».24 Viajando
por Nepal y apoyando las clínicas médicas de Upaya durante décadas, he
realizado ese trabajo desde una base de No Saber y de Ser Testigo, y desde
el enraizamiento en las relaciones que mi equipo y yo hemos ido tejiendo
con los pueblos del Himalaya.

La práctica de los principios va en la dirección opuesta al camino en el que


la mayoría de nosotros nos sentimos cómodos. Los que cuidan pueden
querer que las tareas queden hechas, terminarlas. Lo mismo podría ocurrir
con los educadores, los abogados, los activistas y los padres. Yo también.
Asimismo, tendemos a apoyarnos en nuestra competencia, en nuestra base
de conocimientos, en nuestras experiencias pasadas ayudando a otros. Sin
embargo, si queremos encontrarnos plenamente con el momento presente,
los Tres Principios pueden ser guías valiosísimas. Para mí, los Tres
Principios están entre los upayas (medios hábiles o herramientas para la
práctica) más poderosos que utilizo para trabajar con las energías de los
estados límite. En este libro, al explorar cada estado límite y otras prácticas
que los apoyan, volveré a los Tres Principios como medios hábiles, como
prácticas, para afrontar nuestro propio sufrimiento y el sufrimiento de los
demás, y como un camino para cultivar la sabiduría y la compasión y para
descubrir la libertad.

Practicar el No Saber

Entonces, ¿cómo practicamos realmente los Tres Principios? A


continuación voy a presentar algunos puntos para la práctica de cada
principio, comenzando por el No Saber.

Cuando reconozco la necesidad de servir a alguien que está sufriendo,


normalmente realizo una inspiración para enraizarme y asentar el cuerpo
con la espiración. Después, cuando me encuentro con el sufrimiento de la
persona, me pregunto: «¿Cómo puedo mantener una mente abierta y no
lanzarme a conclusiones ni acciones?». También me puedo plantear: «¿Qué
me lleva realmente a querer servir en esta situación? ¿Estoy atrapada en la
trampa del altruismo patológico? ¿Tengo lo que hace falta en este momento
para no perjudicar y estar al servicio?». Si experimento miedo, juicio o
aversión al sufrimiento, si tengo suerte me doy cuenta y suelto de nuevo
para estar abierta, llevando nuevamente mi atención a la respiración,
enraizándome, y después puedo estar presente para lo que surja.

Hace poco tiempo, estaba acompañando a un amigo que estaba muriendo


cuando de repente su mujer se abalanzó sobre la cama y de forma bastante
vigorosa le ahuecó la almohada donde apoyaba la cabeza. Luego le dio
golpecitos en el brazo, una y otra vez, diciéndole que estaba bien. En ese
momento, por lo que yo veía, nadie estaba bien. Yo no pude hacer otra cosa
que abandonarme al No Saber, sosteniendo un espacio de amor para ellos
dos. Ella estaba aterrorizada. Él estaba en plena agonía física y mental.
Pasado un rato, ambos se tranquilizaron, pero mi impulso de alejarla de él
no era fácil de resistir. Hacer una pausa y enraizarme me ayudó a
abstenerme de rescatar y de aconsejar, y a limitarme a estar presente.

Practicar el Ser Testigo

No Saber me ayuda a Ser Testigo. Es importante encarnar la ecuanimidad y


la compasión cuando me acerco al sufrimiento de otros y cuando soy
consciente de mis propias respuestas cuando estoy frente a su sufrimiento.
Enraizarnos una y otra vez ayuda. También es esencial observar cómo la
mente justifica o niega algo. Ser Testigo no significa ser un espectador; se
trata más bien de estar en relación, y se trata del valor de afrontar el
desastre completo. Esto no siempre resulta fácil, pero la práctica aumenta
nuestra capacidad.

Y entonces llegó Rita. Un día lluvioso en el centro de San Francisco, salí de


mi hotel y me puse en la fila de espera de taxis cuando una vagabunda, una
mujer menuda afroamericana, con una sudadera larga que solo le cubría la
parte superior de sus piernas desnudas, se me acercó y me preguntó si
estaba haciendo cola. Le dije que sí, y ella respondió: «Ahora ya sabes que
soy una buena persona». Después señaló mi rakusu (una prenda que llevan
los budistas zen que han adoptado los votos del Bodhisattva) y me
preguntó: «¿Eres monja?». Hice una pausa, y después asentí con la cabeza,
mientras la miraba a los ojos. En ese momento, sentí que tenía los recursos
para estar con ella y no mirar hacia otro lado, ni pasar de largo
apresuradamente, ni deshumanizarla. De manera espontánea quise conectar
con ella, y simplemente acompañarla. No estaba pensando en ello;
sencillamente ocurrió, mientras la lluvia caía sobre las dos.

Después me pidió dinero. Yo no llevaba nada encima, y suavemente le dije


que no tenía efectivo. De nuevo, no intenté mirar a otro lado ni salir de su
terreno; simplemente traté de estar presente para ella con amabilidad
durante algunos instantes. Entonces, de repente, se quebró de angustia,
disolviéndose en lágrimas y gritos. Después se lanzó hacia mí y el portero
del hotel corrió hacia nosotras, diciendo: «Rita, ya está bien. Ya puedes
irte». Pero Rita no se iba a ninguna parte. Yo tampoco. Me tenía acorralada,
y yo también me tenía acorralada, cuando me di cuenta de que la intimidad
del momento quizá podría haber roto no solo la barrera entre ambas, sino
también el muro que la protegía de sí misma. Me quedé allí realmente sin
saber, y tuve que ser testigo no solo de su sufrimiento, sino también de mi
propio brete. Su sufrimiento era obvio; mi capacidad de aliviarlo era nula.
Mi acción, hábil o no, era arraigarme, realizar una inspiración y presenciar
el descontrol de su energía caótica.

Ese día aprendí una lección de Rita. La intimidad sin el tiempo suficiente
para procesarla puede contribuir al sufrimiento. En la medida en que me fue
posible, practiqué los Tres Principios como una forma de estar en ese
encuentro. Más adelante, recordé las palabras de mi maestro Roshi Bernie:
«Cuando nosotros […] somos testigos de la vida en las calles, nos
ofrecemos nosotros mismos. Ni mantas, ni alimentos, ni ropas, solo
nosotros mismos».25 Esto significa la totalidad de nosotros, incluida
nuestra confusión, incluidos el amor y el respeto. Estando con Rita no podía
controlar el resultado ni tampoco predecirlo. Solo supe que no podía
alejarme de su sufrimiento.

Me he preguntado qué Acción Compasiva podría haber emprendido para


servir realmente a Rita. No tengo una respuesta fácil. Quizá las dos
recibimos ayuda. Siento que parte de nuestra práctica implica revisar
nuestras interacciones aparentemente imperfectas y preguntarnos cómo
podríamos haber sido más hábiles. ¿Cómo podemos unir nuestra intuición,
nuestro conocimiento y nuestra experiencia de una forma que reduzca el
daño e incluso pueda ser útil en el mejor de los casos? Y tal vez la
necesidad de un resultado positivo obvio también constituya un problema
en un segundo plano. Ser testigo significa estar con toda la situación, tal
como es.

La Acción Compasiva

Enraizarnos, volver al cuerpo, es importante para la práctica de los Tres


Principios. Eso es lo que hice cuando me encontré con la angustia de Rita.
Cuando llega el momento de la acción compasiva, arraigarnos nos ayuda a
discernir qué acción podría servir mejor a la situación, y en qué momento
no hacer nada podría ser la respuesta más compasiva. Recuerdo muchas
ocasiones en que he estado a punto de lanzarme a ayudar o arreglar, y el
hecho de tomarme unos segundos adicionales para inspirar, espirar y
dejarme caer en el cuerpo me llevó a una elección mejor alineada con las
necesidades del momento. Al detenernos y enraizarnos, nos damos tiempo
para liberarnos de nosotros mismos.

Muchas veces, el cuerpo nos indica que hay una falta de armonía entre lo
que queremos hacer y por qué queremos hacerlo. O que aquello que
estamos haciendo podría vulnerar nuestro sentido de la moral o de la ética.
O que probablemente sea mejor no hacer nada. O que estamos ayudando
porque necesitamos ser necesitados.

Al sentir el cuerpo, también podemos aprender a reconocer la sensación que


experimentamos cuando estamos sobrepasando el límite: una rigidez
paralizante en el estómago o en el pecho, tensión en la zona del corazón, en
la garganta, en los ojos o en la cabeza; temblor, hormigueo o dolor; manos
frías, sudoración, pies agitados como si quisieran huir; o podemos sentirnos
disociados del cuerpo mientras nos observamos haciendo cosas que
realmente no queremos hacer. Quizá seamos capaces de justificar
mentalmente nuestro comportamiento, pero la sensación de hundimiento o
de tensión en el cuerpo va a delatar la verdad. Si llevamos nuestra atención
a la respiración y al cuerpo, podemos ser testigos de lo que está diciendo el
cuerpo y podríamos evitar caer desde el precipicio al fango del altruismo
patológico.
Asimismo, la práctica de los Tres Principios puede sacar a la superficie la
sombra del altruismo, al ayudarnos a ver nuestro materialismo espiritual,
nuestro autoengaño y nuestra necesidad de reconocimiento. Si bajamos un
poco el ritmo y reflexionamos sobre nuestras motivaciones, quizá
percibamos que estamos actuando desde un deseo de reconocimiento y de
valoración. Podemos saludar a ese pequeño yo con un toque de no agresión,
mientras reconocemos nuestra importancia personal o nuestras necesidades
no satisfechas, y considerarlo como una buena lección aprendida. Nuestra
motivación de estar al servicio de los demás debe ser como mínimo un poco
desinteresada, y reflexionar sobre los Tres Principios antes de actuar nos
puede ayudar a discernir cuándo estamos sirviendo y cuándo estamos
ayudando o arreglando.

6.

El descubrimiento en el borde del altruismo

La esencia de la filosofía budista es el desapego, un principio que es


importante recordar en relación con el altruismo. Cuando vemos que otros
sufren, ya sea un familiar, un amigo, un cliente, un animal, un grupo entero,
el planeta tierra, intentamos afrontar el sufrimiento con honestidad e
íntimamente, para poder servir. También ponemos en práctica el No Saber
al reconocer que, en realidad, siempre estamos en caída libre. No es que
encontremos algún tipo de pináculo moral donde finalmente hallamos
estabilidad para poder agarrar a todos los que están cayendo a nuestro
alrededor. Es más bien que todos estamos cayendo hacia la infinita ausencia
de terreno firme de la vida, y aprendemos a estabilizarnos en pleno vuelo, y
a apoyar a otros para liberarse del miedo que brota cuando nos sentimos tan
a la deriva. El lugar definitivo para descansar no es el suelo en absoluto,
sino más bien la libertad que surge de saber que nunca habrá tierra, y sin
embargo aquí estamos, juntos, navegando en el infinito espacio de la vida,
sin apego, y aun así con intimidad.

El desapego no significa que algo no nos importe; de hecho puede ser una
forma de demostrar que sí nos importa. «Desapego con amor» es un lema
del programa de los doce pasos que contiene muchísima sabiduría. El
desapego con amor nos puede liberar de las constricciones de las
expectativas. Nuestros intentos de servir a otros pueden fracasar y
generarnos decepción, culpa o vergüenza. El moribundo que esperabas que
tuviera una «buena muerte» tuvo, por el contrario, una muerte caótica y
difícil. El prisionero al que ayudaste a salir antes de la cárcel robó un reloj
carísimo y acabó de nuevo en prisión. Trabajaste cinco años recaudando
fondos para escolarizar niños en Sudán y el proyecto se vino abajo porque
el director nunca pagó a los profesores. Y así una y otra vez. La práctica de
los Tres Principios nos da peso, mientras que nuestro apego al resultado
intenta agarrarnos y sacarnos de la elevada cresta de la bondad.

Otra parte del altruismo es explorar en qué forma nuestra cultura, nuestra
raza, nuestro género, nuestra orientación sexual, la educación, la clase y la
historia personal crean sesgos y valores que modelan nuestros
comportamientos, y cómo nuestros privilegios y nuestro poder respecto a
los demás influyen en las expectativas que depositamos en el hecho de
servir a otros. No Saber no quiere decir que nos alejemos de nuestros
sesgos; más bien proporciona el terreno abierto donde nuestro
condicionamiento social nos puede resultar más visible. Vemos el hecho de
que cosificar inconscientemente a los demás los convierte en objetos de
nuestra lástima o de nuestro poder, alimentando formas insanas de
altruismo.

Otra habilidad interpersonal importante es la de poner límites. Esto no es un


acto egoísta, y no implica alejar a la gente o convertirla en «el otro»
(cosificando a aquellos que crees que están en una categoría separada y, con
gran frecuencia, inferior a la tuya). Los buenos límites nos protegen de la
angustia empática; recordamos que, desde un punto de vista, no somos la
persona que sufre. Si empezamos a identificarnos en exceso con alguien
que está sufriendo, practicar los Tres Principios es un método poderoso para
reconocer este resbalón y transformar la empatía en compasión al
permanecer abiertos (No Saber), acercándonos al sufrimiento (Ser Testigo),
y respondiendo con cariño (Acción Compasiva).

Ser parte de una comunidad es otro medio hábil que nos ayuda a mantener
los pies en el suelo y ser realistas. La doctora Oakley afirma que
necesitamos observadores externos –ya sea la familia, un grupo de amigos,
una comunidad espiritual o incluso la comunidad de aquellos a quienes
servimos– que puedan hacernos de testigos a nosotros y ayudarnos a
corregir el rumbo antes (o después) de que nuestras acciones aparentemente
altruistas causen daño. También podemos beneficiarnos profundamente de
una relación con un maestro hábil que nos pueda recordar el poder de los
Tres Principios y ahorrarnos un montón de problemas, tanto a nosotros
como a los demás.
Si aplicamos estas prácticas y estas perspectivas, en algún momento nuestra
respuesta al sufrimiento ajeno se puede volver desinteresada y sencilla.
Hasta ese momento, tú y yo tenemos que seguir adelante, practicando los
Tres Principios y aprendiendo de nuestra experiencia. Ser honestos y
vigilantes con nosotros nos puede mantener en el lado sano del altruismo.

Otra cosa importante es no caer en el juicio personal, sino ser benevolentes


y curiosos con nosotros mismos. En el Discurso sobre las raíces de las
plantas, el filósofo de la dinastía Ming Hong Zicheng escribe: «En la tierra
sucia de estiércol, crecen innumerables cosas. El agua clara no tiene peces.
De igual forma, cuando eres una persona madura, lo suyo es que contengas
y mantengas una cierta cantidad de mugre».26 Estas son palabras sabias,
pues pocos de nosotros somos altruistas perfectos, si es que alguien lo es. El
altruismo nos puede llevar a nuestro límite. Mantenernos en esa cresta, e
incluso caer al otro lado, si eso ocurre, puede en última instancia nutrir
nuestra humildad y nuestra humanidad básica. Estas palabras encierran la
esencia del altruismo: «Que pueda hacer mucho bien sin saberlo nunca».27
Efectivamente, que pueda practicar el No Saber, junto con el Ser Testigo y
con la Acción Compasiva con un corazón entero, abierto y humilde.

He aprendido una o dos cosas de mis caídas a los territorios más bajos de
ayudar y arreglar, y también de los contratiempos a los que he contribuido
en nombre del altruismo. Y quizá haya sido capaz de servir con un poco
más de sabiduría conseguida al sobrevivir a los fracasos del exceso de
trabajo, del exceso de empatía, de los conflictos morales y del sufrimiento
moral, y de las luchas de poder que he experimentado.

Evidentemente, nunca deberíamos intentar sobrepasar el límite. Pero


cuando lo hagamos, nuestra lucha nos traerá sus propios regalos, igual que
su propio sufrimiento. Y las historias de aquellos que han caído al abismo y
han aprendido de ese viaje pueden resultar tan inspiradoras como las de
aquellos que se han mantenido sobre suelo firme. Antes mencioné al
matrimonio que permitía que su hijo alcohólico viviera en su sótano.
Ambos padres habían caído claramente por el borde, y estaban atrapados en
un lodazal de codependencia. Pelearon con su hijo y entre ellos. No
obstante, fueron capaces de regresar de esa ciénaga.
Durante un retiro de meditación, la madre tuvo una revelación de que ella y
su marido habían permitido durante años el comportamiento de su hijo.
Convenció a su marido y trazaron un plan para cambiar la situación.
Dejaron de dar dinero a su hijo y le pidieron que se mudara, y después
cambiaron la cerradura. En cierto sentido, esto fue un acto de amor. El hijo
estuvo durmiendo en los sofás de los amigos hasta que también quemó esos
puentes. Pasó varios meses durmiendo en la calle, entrando y saliendo de la
cárcel, en una espiral descendente. Las cosas no pintaban nada bien.
Cuando a la madre le llegaban noticias suyas, se preocupaba mucho, pero
no cedió: sabía que abrirle la puerta sería perjudicial para ella, para su
marido y también para su hijo. Con el tiempo, el joven tocó fondo y estuvo
suficientemente desesperado como para pedir ayuda.

En este momento su hijo lleva ya dieciocho meses sobrio, y sigue adelante.


Tiene su propio apartamento y trabaja en un centro de recuperación. Su
madre me contó que se siente tremendamente agradecida, no solo por la
abstinencia de su hijo, sino por su propio viaje desde la codependencia
hacia la salud, por todo lo que ella aprendió. «Creía que, como madre, mi
trabajo era hacer todo lo que estuviera en mi mano para que dejara de beber
–dijo–. Creí que mi trabajo era asegurarme de que tuviera comida y casa.
Cuando me di cuenta de que en realidad mi trabajo era desapegarme con
amor, todo cambió. Nunca olvidaré esa lección. Antes, yo no sabía nada de
adicciones. Ahora sé mucho. Siento más compasión por las personas adictas
y por sus seres queridos.» Empatía y sabiduría fue lo que ella aprendió en el
límite.

La marioneta de madera y el sanador herido

El altruismo puede dar propósito y profundidad a nuestras vidas. Nuestra


aspiración profunda de servir a otros nos ayuda a mantenernos resueltos y
comprometidos en los tiempos difíciles. El voto del bodhisattva, salvar a
todos los seres del sufrimiento, nos puede servir de guía para alejarnos del
egocentrismo. Damos un paso alejándonos del pequeño yo y entramos en
contacto con la realización de nuestra interconexión sin límites con los
demás.

En definitiva, podemos aprender que no hay yo, ni otro: nadie sirviendo,


nadie siendo servido. Podemos ser como la marioneta de madera que
responde al mundo, con sus extremidades movidas por los hilos conectados
al sufrimiento del mundo. Nuestra inclinación al altruismo nos puede
transformar de forma natural, igual que la nieve se disuelve en agua con la
llegada de la primavera. La humedad de la amabilidad habrá hecho su
trabajo, y las semillas del altruismo incondicional comienzan a brotar.
Cuando dedicamos nuestras aspiraciones al bienestar de todos los seres,
incluidos nosotros, nuestras bulliciosas proyecciones mentales pueden
descansar, permitiéndonos habitar en el presente sin el pensamiento del yo o
del otro, sin expectativas o apegos al resultado.

La mitología griega relata la historia del centauro Quirón, que fue herido
por la flecha envenenada de Hércules. Su herida le hizo partir en busca de
una cura, y su viaje le inspiró a servir a los menos afortunados. Su herida se
convirtió en la puerta de entrada hacia su transformación. Jung citaba este
mito en sus escritos sobre el arquetipo del sanador herido, que personifica la
experiencia del altruismo enraizada en la experiencia del sufrimiento que se
ha transformado en una compasión ilimitada.

Un sanador herido intenta no excluir nada de su corazón. Esto requiere unir


esfuerzo y relajación, mientras nos mantenemos firmes en el borde. Hace
falta esfuerzo y relajación para pasar horas sin hacer nada a la cabecera de
la cama de un niño que está muriendo, o en la tienda de un refugiado
asustado. Hacen falta ambas cosas para servir a otros y no esperar nada a
cambio. Hacen falta las dos para llevar la mente de vuelta a nuestra
práctica; para seguir acudiendo, incluso cuando el resultado parece patético.
Esfuerzo y relajación quieren decir dejar ir el miedo y «abrir la mano del
pensamiento», por citar a Uchiyama Roshi. La combinación de estas dos
cualidades nos aporta el coraje y la resistencia para mantenernos despojados
de todo y permanecer cara a cara con lo que es. Nos ayudan a manifestar
incondicionalidad y plenitud en medio del apretado nudo del sufrimiento.

Amor

Después de una conferencia sobre altruismo y compasión que impartí


recientemente, una mujer mayor llamada Sarah me preguntó si podía hablar
conmigo. Sarah me contó que su marido, de treinta y siete años, tenía la
enfermedad de Alzheimer. Cada noche, cuando lo acostaba, él la miraba sin
reconocerla y le decía lenta y candorosamente: «Eres una mujer muy
buena».

Mientras Sarah me contaba aquello, sus ojos no expresaban ninguna


lástima, pena o aferramiento. Ambas hicimos una pausa y después ella
añadió, en voz baja: «Llevaba toda mi vida de casada esperando oír esas
palabras».

Estoy segura de que Sarah no estaba cuidando a su marido para provocar


esta respuesta de él. Sus palabras parecían expresar de manera precisa su
extraordinaria amabilidad. Más adelante me confió que cuidar a su marido
había sido la época más feliz de su vida.

Nuestros valores más profundos nos pueden conducir a servir a otros, no


por ego o deseo de corresponder, sino por amor. Recuerdo un fragmento de
Agatha Christie: «Ya sabe, a su manera Emily era una anciana egoísta. Era
muy generosa, pero siempre quería algo a cambio. Nunca permitía que las
personas olvidaran lo que había hecho por ellas, y por eso no se hizo
querer».28

A Sarah sí la quisieron. Y también a Cameron Lyle, un atleta de la


Universidad de New Hampshire. Dos años después de que lo incluyeran en
el programa nacional de trasplante de médula ósea, Be The Match, Lyle
recibió una llamada avisándolo de que necesitaban su médula
inmediatamente para salvar una vida. Un mes antes de las finales del
Campeonato, tuvo que pasar por el quirófano para que le extrajeran la
médula. Era el último año de universidad y su última oportunidad de
competir. Para Lyle, no hubo duda alguna. ¿Acaso no sería lo que haría
cualquiera, en lugar de perseguir una medalla de oro?, preguntaba. Su
mayor preocupación era decepcionar a su entrenador. Al final, su
entrenador y sus compañeros de equipo le dieron su apoyo incondicional.
Más adelante, seguía sorprendido por la atención que recibió tras su acción
desinteresada. Creo que Cameron Lyle no se perdió el amor, aunque sí se
perdió los partidos.

Wesley Autrey, Nicholas Winton, Sarah y Cameron Lyle no se perdieron el


amor. Ni tampoco las grandes altruistas Rosa Parks, Malala Yousafzai y
Rigoberta Menchú Tum, mujeres que han servido valiente y
desinteresadamente al mundo, y que han encarado la muerte manteniéndose
firmes en su determinación de afrontar el sufrimiento.

Tal vez las historias que tú y yo hemos vivido no sean tan dramáticas ni
desafiantes. Y eso no es malo. Pero seguro que no queremos perdernos el
amor y retroceder, alejándonos de la valiosa oportunidad de beneficiar a
otros.

El año pasado la poeta Jane Hirshfield me contó cómo su vida saltó en


pedazos la primera vez que leyó un tanka (poema breve) de Izumi Shikibu,
poeta japonés del siglo X. Este bello tanka habla del riesgo, el sufrimiento,
la permeabilidad, la ternura y el coraje, esos miembros invisibles que
sostienen el altruismo.

Aunque aquí sopla el viento

terriblemente,

la luz de la luna también se cuela

entre los tablones del tejado

de esta casa en ruinas.29

En una conferencia que ofreció en 2016,30 Jane se refirió a ese poema con
esta comentario: «Si amurallas tu casa demasiado bien, te mantendrás seco,
pero también sin la luz de luna». Creo que tenemos que permitir que la vida
entre en nuestra vida, permitir que el amor entre en nuestra vida y también
permitir que entre la noche y no dejar que el tejado sobre nuestra cabeza –
nuestro conocimiento, nuestro miedo– deje fuera la luz de la luna. El
altruismo es exactamente esta permeabilidad, la tierra salvaje sin muros, el
tejado roto que permite que la luz de la luna inunde nuestra casa en ruinas,
nuestro mundo sufriente.

Creo que lo importante es nuestra capacidad de reconocer cuándo corremos


el riesgo de resbalarnos y caer por la pendiente hacia el egoísmo, y aprender
de la absoluta fragilidad y el misterio de la vida. Cuando nuestro altruismo
está moralmente fundamentado, es sabio y desinteresado, somos capaces de
permanecer en el borde, en un lugar del No Saber, acompañados de la
compasión, la sabiduría y el amor. Con estos compañeros del altruismo,
desarrollamos la fortaleza para responder espontáneamente al intenso
impulso de la bondad dentro del corazón humano, como la luz de la luna
que se filtra a través de los tablones de una casa en ruinas.

Parte II: Empatía

«La empatía siempre habita en un equilibrio precario entre el regalo y la


invasión.»

LESLIE JAMISON

Hace años estaba sirviendo en un pequeño centro de salud en Simikot, en


Nepal, durante uno de los proyectos médicos de Upaya. Una madrugada un
hombre exhausto, vestido con ropas andrajosas, entró en este hospital rural
del Himalaya llevando en sus brazos un bulto hediondo y mugriento. El
médico jefe del equipo se acercó al hombre, que sin pronunciar palabra
empezó a desenvolver el nudo de trapos rancios mostrando a una niñita
que había sufrido quemaduras graves en la cabeza, los brazos, la espalda y
el pecho. Se llamaba Dolma.

Al examinar a Dolma vimos que tenía varias quemaduras plagadas de


gusanos blancos que se retorcían, mientras otras estaban en carne viva,
rojas y muy infectadas. Su padre no pronunciaba palabra, pero sus ojos
transmitían una tristeza insoportable y una resignación total. Nuestro
equipo médico intercultural formado por nepalíes y occidentales se
movilizó inmediatamente y llevaron a la niña a una pequeña sala de
madera donde las enfermeras locales empezaron a limpiarle las heridas.

Me colé en la sala tras el equipo, dispuesta a ayudarles mientras


realizaban este trabajo tan duro. No teníamos anestesia pediátrica, y los
agudos gritos de Dolma llegaron a todos los rincones de la clínica. La
limpieza pareció durar eternamente, mientras yo me mantenía al borde del
apretado círculo de enfermeros y médicos nepalíes y occidentales que
estaba gestionando esta situación crítica.

Desde el principio, observaba no solo a los profesionales y a la niña;


también observaba mi propio estado mental y físico. En los años setenta
había trabajado como asesora en la unidad de quemados de la Facultad de
Medicina Leonard M. Miller de la Universidad de Miami, y era muy
consciente de lo doloroso que es el desbridamiento. Este proceso implica
extirpar el tejido infectado o muerto de la herida, y nuestros profesionales
estaban realizando un trabajo masivo y virtuoso con esta niña.

Mi corazón estaba con Dolma, que lloró durante todo el tratamiento; sus
lágrimas se reflejaban en los ojos angustiados de su padre. Mientras
permanecía allí de pie, intentando mantenerme firme, mi ritmo cardiaco se
aceleró, mi piel se tornó húmeda y fría y mi respiración se hizo rápida y
superficial. Estaba bastante segura de que me iba a desmayar y pensé en
salir de la habitación, pero también sentí que era mi responsabilidad
sostener el espacio para aquellos hombres y mujeres que estaban
realizando este tratamiento tan complicado. Pocos segundos después mi
propio espacio interno se había cerrado en un puño apretado de angustia, y
el desmayo se convirtió en una posibilidad cada vez más inminente. Era
como si Dolma se hubiera metido en mi piel y mi percepción de su dolor me
superó.

De alguna manera, esta experiencia de angustia fue también una llamada


de atención. Vi que me encontraba en un borde peligroso; uno que no me
resultaba nuevo. Me di cuenta de que para superar esa situación no debía
evitar lo que estaba presenciando; no era cuestión de cerrarme, de
abandonar la habitación ni de desmayarme por completo. Pude reconocer
que mi identificación con el dolor de la niña se me había ido de las manos y
que si me iba a quedar en esa habitación tenía que pasar del exceso de
resonancia afectiva al cuidado, de la empatía a la compasión.

Estaba experimentando angustia empática, una forma de sufrimiento


vicario, el sufrimiento indirecto que surge al sentir el dolor y el sufrimiento
ajenos. Cuando me di cuenta de ello, apliqué una versión más antigua de
GRACE, un modelo que creé con el propósito de ayudarnos a salir de ese
tipo de angustia y entrar en la compasión. En la parte VI explico
detalladamente el proceso, pero en pocas palabras, GRACE es el recurso
mnemotécnico inglés de:

CONCENTRAR NUESTRA ATENCIÓN

RECORDAR NUESTRA INTENCIÓN

EMPATIZAR CON UNO MISMO Y LUEGO CON LOS DEMÁS

CONSIDERAR QUÉ PUEDE RESULTAR ÚTIL

ACTUAR Y FINALIZAR LA INTERACCIÓN

De pie en esa pequeña habitación abarrotada de la clínica de Simikot,


utilicé este enfoque como método para modular mi reacción ante la
angustia empática y abrirme a la compasión. Al verme en ese momento
tenso y frágil realicé una inspiración consciente y desplacé mi atención a
los pies, a la mera sensación de la presión de mis pies sobre el suelo. Me
tomé unos segundos para enraizarme. Después recordé brevemente que yo
estaba ahí para servir, como todos los demás que estaban trabajando con la
niña. Mantuve la atención en mi cuerpo y permanecí firmemente asentada
en la tierra. Cuando mi ritmo cardiaco cambió y empecé a tener más
claridad mental, llevé de nuevo mi atención a Dolma y pude sentir la
resiliencia que tenía esta pequeña. Todo esto ocurrió en cuestión de un
minuto.

También comprendí que, aunque este tratamiento era una vivencia


terriblemente dura para la pequeña Dolma (y también para el personal
sanitario), los médicos y enfermeros le estaban salvando la vida. En cuanto
me vino ese pensamiento a la mente, me sentí inundada por una sensación
de calidez y de profundo agradecimiento hacia el hecho de que su padre la
hubiera traído a la clínica y de que nuestro equipo, junto con las
compasivas enfermeras nepalíes, la salvara de la muerte. Traje la
habitación entera a mi interior y envié amor y fortaleza a todos los que allí
estaban, sobre todo a Dolma.

Vi a Dolma y a su padre horas más tarde, cuando se marchaban de la


clínica, él con su hija en brazos. La cara de Dolma estaba radiante y
relajada y sus ojos relucían luminosos, como los ojos de su padre; daba la
impresión de haberse quitado años de encima. Sentí admiración por él;
había caminado una inmensa distancia para traernos a su hija. Los abracé
suavemente, me incliné despidiéndome y vi que su padre llevaba en las
manos los medicamentos que ayudarían a la posterior sanación de su hija.

Por la tarde regresé a la clínica y me senté con una abuela moribunda,


poniéndole la mano derecha en la frente mientras ella se esforzaba por
respirar. Luego me senté junto a una mujer que padecía una obstrucción
pulmonar crónica. A ella tampoco le quedaba mucho tiempo de vida. Y así
fue ese día de trabajo en la clínica, con la vida y la muerte fluyendo de acá
para allá por la orilla del momento.

Por fin cayó la noche, la clínica cerró y regresé a mi tienda en el jardín del
albergue de visitantes. Me sentía como si fuera una pequeña barca que
había bordeado aquellas vidas que de alguna forma nos habían sido
enviadas para que aprendiéramos de ellas. En la oscuridad y el silencio del
Himalaya, me dormí.

La empatía, nuestra capacidad de incluir la experiencia del otro en la


propia, es una capacidad humana fundamental, importante para el
funcionamiento saludable de las amistades, las estructuras familiares, las
sociedades y nuestra tierra. La empatía puede poner de manifiesto lo mejor
del corazón humano. Si podemos estar con nuestra experiencia de la
empatía, permaneciendo abiertos y erguidos, seremos capaces de
mantenernos firmes sobre la tierra de la empatía.

Aun así, el equilibrio en el borde es frágil, y no es difícil que la empatía se


incline hacia la angustia. Si nos fundimos demasiado intensamente con el
estado mental, emocional o físico del prójimo, es fácil que nos despeñemos
por el borde hacia el fango turbio de la angustia empática. Pero si
reconocemos la empatía como un estado límite, nos será más sencillo
percibir cuándo estamos cayendo en la angustia empática y corregir
nuestro rumbo antes de caer demasiado abajo o quedarnos atrapados en el
fango demasiado tiempo.

7.

Desde la cima más alta de la empatía

La palabra empatía procede del griego antiguo empatheia, que se formó a


partir de los vocablos en y pathos.31 Hace un siglo, los filósofos tomaron
prestado empatheia para crear la palabra alemana Einfühlung, «sentir
dentro», que más adelante se tradujo a nuestro idioma con el término
empatía. La empatía interpersonal describe la capacidad que tenemos casi
todos de incluir a otro ser en nuestra consciencia, de forma que nos permite
sentir lo que puede estar experimentando física, emocional y
cognitivamente.

Empatía, en su aspecto literal, es sentir dentro de otro, mientras que la


compasión es sentir por otro,32 acompañada de la aspiración de llevar a
cabo una acción que beneficie al otro. A menudo la empatía antecede a la
compasión y es parte de la compasión, pero no es compasión. Si bien la
empatía es buena siempre que la dosis sea correcta, creo que en la
compasión no hay posibilidad de sobredosis.

Los cuidadores se quejan a menudo de la «fatiga por compasión», pero


según mi experiencia, eso no existe. En esa expresión se confunde la
compasión con la empatía. De hecho, algunos neurocientíficos y psicólogos
sociales dicen que la «fatiga por compasión» es un exceso de estimulación
empática y angustia. La compasión no nos cansa; al contrario, es una fuente
de fortaleza y ayuda a nuestro crecimiento, y además beneficia a otros. Y,
aun así, la empatía es una característica esencial de nuestra humanidad
básica. Sin empatía, nuestras vidas se vuelven pequeñas y excluyentes,
hasta el punto del narcisismo y el solipsismo.

Cuando dejamos a un lado el yo, la empatía amplía nuestro mundo y nos


enriquece a través del poder de nuestra imaginación.
En esencia, la empatía es nuestra capacidad de fundirnos, de incluir, de
comprender y de identificarnos con la experiencia de otro. Walt Whitman
describió la empatía de una forma muy bella cuando escribió: «Yo no le
pregunto a la persona herida cómo se siente; yo mismo me convierto en la
persona herida».33

Cuando somos empáticos, no solo podemos compartir internamente las


experiencias emocionales de otro; también podemos resonar con sus
experiencias físicas y cognitivas. De este modo, a mi modo de ver, la
empatía puede adoptar tres formas: puede ser somática, emocional o
cognitiva. Los psicólogos sociales se han centrado en la empatía emocional
y en la cognitiva. Sin embargo, en mi experiencia como practicante de
meditación y cuidadora, he visto que también podemos experimentar
empatía somática, y cada vez hay más investigación sobre este campo.

Empatía somática

La empatía somática describe la experiencia de una fuerte resonancia física


con otro, como por ejemplo una madre que siente el hambre de su bebé, una
enfermera que siente el dolor de su paciente, o un espectador que se dobla
al ver que alguien recibe un puñetazo en el estómago. Creo que la empatía
somática también está presente entre amigos íntimos. Recuerdo una vez en
que iba caminando por las montañas con mi asistente Noah. La rama de un
árbol me golpeó en la cara y ambas exclamamos: «¡Ay!», como si la rama
nos hubiera golpeado a las dos. Aunque la ciencia no ha explorado este
fenómeno en profundidad, existe evidencia de que la experiencia
compartida entre dos personas que tienen una relación cercana ocurre
rápidamente y de forma automática.

La primera vez que supe de la empatía somática fue hace años con Buddhi,
el pastor de yaks que ha caminado conmigo por los Himalayas durante
años. Buddhi y yo no compartimos una lengua común. Él procede de un
pueblecito de la región nepalí de Humla. No tiene educación formal, sino el
conocimiento obtenido de las montañas que son su hogar. Durante años, ha
pastoreado a los yaks por los altos riscos que se alzan por encima de su
aldea.

Mi amigo Tenzin Norbu le pidió a Buddhi que fuera mi «cuidador» durante


mis andaduras por las estrechas pistas que discurren a gran altitud en Nepal.
La tarea que tiene encomendada es mantenerme a salvo y evitar que me
caiga. Después de caminar cientos de kilómetros juntos por desfiladeros
sobrecogedores y estrechas pistas de montaña, de alguna forma está tan
sintonizado físicamente conmigo que da la impresión de recogerme antes de
que me caiga. Resulta misterioso que este silencioso pastor de yaks que se
desliza a mi lado me haya incluido en su conciencia somática de forma tan
eficiente.
Creo que la empatía somática o la ausencia de ella se manifiesta en un
espectro muy amplio. Hay gente que experimenta poco o nada
somáticamente al presenciar las experiencias físicas de otros, mientras que
un pequeño porcentaje de personas es hipersensible a las sensaciones
somáticas de sus semejantes, como si les estuviera sucediendo a ellas.

El doctor Joel Salinas, un neurólogo del Hospital General de Massachusetts,


tiene lo que se denomina «sinestesia tacto-espejo», que le permite sentir la
experiencia somática de otros. Según los investigadores Michael Banissy y
Jamie Ward, los sinestésicos tacto-espejo tienen más materia gris en las
zonas del cerebro asociadas con la cognición social y la empatía, y menos
en áreas asociadas con la capacidad de distinguir el yo del otro.34 Esto
tiene todo el sentido desde la perspectiva de lo que los sinestésicos tacto-
espejo experimentan subjetivamente; explican que se sienten fácilmente
abrumados por su experiencia vicaria de las sensaciones físicas de los
demás.

Para evitar verse sobrepasado por las experiencias físicas de sus pacientes,
el doctor Salinas aprendió a estabilizarse llevando su atención a la
sensación de su propia respiración. Además recuerda su papel de médico, y
que su intención es estar al servicio de los demás. Para poder controlar su
nivel de estimulación, presta atención a diferencias sutiles entre sus
sensaciones físicas vicarias y la forma en que siente su cuerpo normalmente
cuando responde a la estimulación física. Al aplicar la metaconciencia, sabe
que las sensaciones físicas vicarias que está experimentando pasarán. En
ocasiones, divide su atención incluyendo a otra persona u objeto neutro. Y
se plantea cómo utilizar su experiencia de resonancia somática reflejada
para beneficiar a sus pacientes.35 Lo que hace el doctor Salinas para
manejar su hipersensibilidad con la experiencia física de sus pacientes no
difiere de lo que hice yo al enfrentarme a la sensación de agobio cuando
estaba al lado de la niña nepalí quemada cuando le estaban desbridando las
heridas.

La sintonía física puede ser un medio de comprender y cuidar a los demás.


Sin embargo, si nuestra identificación con alguien que sufre dolor físico es
excesiva, podemos temer los asaltos de la desgracia del prójimo contra
nosotros mismos y vernos inundados con tanta información sensorial que lo
gestionemos dispersándonos o cerrándonos por completo, o nos protejamos
aislándonos herméticamente del agobio del sufrimiento cerrándonos del
todo a los demás y convirtiéndonos en un compartimento estanco.

Al final se trata de encontrar el camino intermedio entre los extremos de la


excesiva sensibilidad, por un lado, y anestesiarnos y volvernos
inconscientes, por otro. También es importante considerar el profundo
beneficio de la práctica de «espalda fuerte, frente suave», la metáfora física
de unir las cualidades mentales de la ecuanimidad y de la compasión
mientras atendemos, absorbemos y después soltamos la experiencia
somática de otro.

Empatía emocional

La forma más conocida de empatía es la empatía emocional. Compartir la


experiencia emocional ajena requiere la capacidad de asumir la experiencia
de otra persona sin cosificarla. Se trata de permitirnos a nosotros mismos
sentirnos habitados por los sentimientos de otros, aunque en ocasiones
conlleve un alto precio para nuestro propio bienestar.

Cada año tengo la oportunidad de conocer a muchos aldeanos nepalíes que


acuden a nuestras Clínicas Nómadas en el Himalaya. En el otoño 2015,
cerca de Yalakot (Dolpo, Nepal), me senté junto a una joven llamada Pema.
Su marido la había traído cargada a la espalda por una pista empinada,
serpenteante y polvorienta hasta llegar a la clínica médica de Upaya en esa
remota región del Himalaya. Unas semanas antes, Pema se había caído del
tejado de su casa y se había lesionado gravemente. Incapaz de moverse de
cuello para abajo, Pema estaba profundamente retraída; la desesperación
parecía haber anulado su expresión, convirtiéndola en una máscara vacía.

Durante la evaluación larga y detallada de su situación por nuestro equipo,


sentí cómo se me encogía el pecho cuando le sugerimos que debía ser
evacuada a Katmandú, donde podría recibir asistencia médica adecuada
para su lesión. Me pareció sentir su resistencia, su miedo y su
desesperación. Mientras nuestro equipo médico discutía sus opciones, ella y
su marido hablaban quedamente entre ellos; luego nos contaron la historia
de un vecino del pueblo que había sido evacuado a Katmandú con una
lesión parecida y finalmente murió allí. También estaba preocupada por el
coste, aunque le ofrecimos cubrir todos los gastos.

Casi en susurros, también nos hizo saber que no quería comer ni beber
porque le resultaba difícil orinar y defecar. Cuando lo supimos, le dimos
medicación para estimular su apetito y una enfermera de nuestro equipo le
mostró a su marido cómo colocarle un catéter y aplicarle un enema. La
enfermera también le enseñó a tratar las escaras de Pema y compartió con él
ideas para disminuir el dolor físico y emocional de su mujer.

Una hora más tarde, nos ofrecimos a llevar de vuelta a Pema a su pueblo,
pero ella y su marido pronunciaron un discreto «no». Entonces sus
compañeros del pueblo levantaron a Pema y la izaron a la espalda de su
angustiado marido, y la pequeña comitiva inició su lento camino de regreso
a casa. Me quedé en pie en nuestro campamento contemplando al humilde
cortejo desaparecer en la distancia bajo la tenue luz de las últimas horas de
la tarde. En cierto modo, me fui con ellos.

Podía haberme sentido sobrepasada por lo que experimenté como la


desesperación de Pema. Mi corazón estaba abatido, pero también me sentí
muy presente, y solo tenía un pensamiento: «¿Cómo podemos servir mejor
en estas circunstancias?». Al final, sentí que mi equipo había hecho todo lo
que estaba en su mano al detenerse, permanecer arraigados, ser honestos y
cariñosos y no reaccionar en exceso ni presionar a Pema buscando aliviar
sus propias preocupaciones en respuesta a las circunstancias de la joven. Le
prestamos la asistencia médica que pudimos y apoyamos la decisión que
ella y su marido adoptaron.

Durante todo el tiempo que estuve con Pema, me mantuve estable y


distinguí claramente entre lo que yo sentía que estaba ocurriendo en su
interior y lo que estaba sucediendo en mi propia experiencia. Esta distinción
entre el yo y el otro es lo que nos puede permitir evitar vernos sobrepasados
por los sentimientos de otro. También sabía que en realidad no podía saber
lo que estaba experimentando Pema, pero podía sentir e imaginar.
Evidentemente, ahí no cabía dar nada por supuesto, y debía respetar lo que
nunca podría saber.

Dos años después, en otoño de 2017, nuestro equipo regresó a Yalakot.


Cerca del pueblo, el camino del río hacía una curva cerrada hacia un pinar
y, para mi sorpresa, allí estaba Pema, diminuta y apoyada en un bastón.
Cuando me saludó, se le humedecieron los ojos. Su marido la había
abandonado, pero ella tenía más apetito y su ánimo había mejorado. Su
hermano la llevó a la India para que la operaran y había recuperado algo de
funcionalidad. Ambas compartimos la alegría de volver a vernos.
Internalizar el dolor y el sufrimiento de los demás o bien nos puede ayudar
a comprenderlos o bien nos puede sobrepasar y herir. El tipo de empatía que
experimenté con Pema era una mezcla de amor y sufrimiento. Mi respuesta
se caracterizó por la preocupación y el cuidado, y fui capaz de distinguir la
experiencia de Pema de la mía.

La empatía emocional saludable nos dirige hacia un mundo más solidario.


Puede nutrir la conexión social, el cuidado y el descubrimiento. Sin
embargo, la empatía emocional no regulada puede ser fuente de angustia y
agotamiento; también puede desembocar en retraimiento y apatía moral.

Empatía no es compasión. La conexión, la resonancia y la preocupación no


conducen necesariamente a la acción. No obstante, la empatía es un
componente de la compasión, y para mí, un mundo sin empatía sana es un
mundo vacío de conexión sentida y nos pone a todos en peligro.

Empatía cognitiva

La empatía cognitiva, también conocida como la habilidad de ver algo


desde otra perspectiva o de leer la mente del prójimo, se describe con
frecuencia como nuestra capacidad de ver con los ojos de otro, de ponerse
en sus zapatos, de meterse en su piel. Pero mi sensación es que en realidad
expandimos nuestra consciencia y nuestra forma de pensar para incluir la
experiencia de la otra persona como si incorporáramos sus opiniones, su
mentalidad, su forma de ver el mundo, su realidad.

Aunque tener perspectiva suele ser algo bueno, puede ser un medio
negativo si se buscan las vulnerabilidades de los demás y se utiliza ese
conocimiento para manipular a la gente. Llevada al extremo, la toma de
perspectiva puede desembocar en la pérdida de nuestro propio punto de
vista, nuestra conciencia, nuestra brújula moral. Puede que este tipo de
experiencia mental interviniera en lo que ocurrió en la Alemania de Hitler,
donde la gente empezó a ver la sociedad desde el punto de vista del Führer,
perdiendo su propio fundamento moral independiente. Y es lo que ocurre en
sectas, e incluso en partidos políticos. A pesar de estos peligros, ver las
cosas desde distintas perspectivas es una habilidad importante para vivir en
sociedad porque nos ayuda a ver a los demás como individuos y no como
estereotipos o intrusos.36

Recuerdo una situación vulnerable en la que fui capaz de establecer una


conexión con alguien en lugar de convertirlo en «el otro», cuando tomar
perspectiva quizá me salvó la vida. Fue en 1969, al volante de un autocar
Volkswagen por el Sáhara. Fue un viaje largo y arduo, conduciendo hora
tras hora por arenas resbaladizas y que se hundían, la mitad del tiempo sin
saber siquiera en qué dirección me desplazaba.

En la frontera entre Argelia y Mali me vi rodeada de soldados argelinos


furiosos. Daban mucho más que miedo. Me di cuenta de que si buscaban
crear problemas, una mujer occidental de larga melena rubia era el objetivo
perfecto. Mi adrenalina se disparó cuando uno de los soldados le gritó a su
superior que se acercara a ver a esa mujer tan rara del autocar Volkswagen.
Cuando el hombre se aproximaba a mi vehículo, espontáneamente lo incluí
en mi consciencia. De repente, cuando empezó a interrogarme, sentí como
si estuviera viendo a través de sus ojos. No tuve tiempo de analizar la
situación. Elaborar una estrategia no era una opción. En lugar de sucumbir a
las proyecciones negativas en las que él me veía como una víctima y me
trataba en consecuencia, sentí que él era parte de mí, y me sentí segura.
Pareció que habíamos establecido una frágil conexión mientras respondía
respetuosamente a sus preguntas, contándole en mi deficiente francés que
era una antropóloga y que cruzaba el Sáhara para llegar a Mali. En cuestión
de minutos, para mi gran alivio, me dejó libre de continuar mi viaje durante
toda la noche por ese vasto y arenoso mundo.

Aproximadamente una hora más tarde, el autocar se detuvo en seco en esa


inmensidad sin caminos. No podía seguir conduciendo si no sacaba el
autocar de la arena. Por fortuna, estaba lejos del desolado puesto militar,
sola en la oscuridad. Tuve tiempo para reflexionar sobre lo que había
sucedido y me di cuenta de que probablemente, ese momento cercano con
el oficial al mando había evitado una situación desafortunada. Pude
reconocer que al no convertirlo en «el otro» ni considerarlo una amenaza o
un enemigo, había dado lugar a lo mejor que podía ocurrir. Y esto fue
posible por ese momento misterioso en que sus ojos se convirtieron en los
míos. Yo no quería que él me percibiera como una víctima, sino más bien
como una aliada, y quería seguir mi camino. Y ahí estaba.

Rodilla en tierra

Recuerdo otra historia impactante sobre la perspectiva, una historia de la


guerra de Irak: una que impidió una masacre. El 3 de abril de 2003, el
teniente coronel Chris Hughes (en la actualidad general de brigada) dirigió
a doscientos soldados de la División Aerotransportada 101 a la ciudad santa
de Najaf para liberar a la localidad y proteger al gran ayatolá Ali al-Sistani,
líder espiritual de los musulmanes chiitas iraquíes, sometido a arresto
domiciliario por orden de Saddam Hussein. Los soldados norteamericanos
iban avanzando por una calle cercana a la mezquita Ali Mosque, la
mezquita chiita más sagrada de todo Irak, con sus cúpulas doradas
apuntando hacia el polvoriento cielo.

Una multitud de civiles iraquíes se había reunido a mirar. La multitud


parecía amistosa, hasta que de repente el ánimo cambió de forma radical.
La muchedumbre se lanzó hacia las tropas, gritando de rabia; los puños
ondeaban amenazantes, las piedras volaban. Como Hughes supo más tarde,
los agitadores baazistas habían difundido el falso rumor de que los
estadounidenses estaban allí para invadir la mezquita y arrestar al clérigo.
Las tropas de Hughes, que llevaban días sin dormir, estaban fuertemente
armadas y asustadas por este giro inesperado de los acontecimientos.37

Hughes sintió que si alguien disparaba un solo tiro se produciría una


masacre. También comprendió de inmediato que, desde el punto de vista de
los iraquíes, los norteamericanos parecían estar faltando al respeto a su
mezquita más sagrada. La solución obvia para él era mostrarles un gesto de
respeto… y de paz.

Así que hizo algo extraordinario. Apuntó el cañón de su rifle hacia el suelo
y lo levantó en el aire, mostrando a la multitud que no tenía intención de
disparar. Y luego ordenó a sus tropas: «¡Todo el mundo a sonreír! No les
apuntéis con las armas. ¡Rodilla en tierra, descansen!».38
Sus soldados miraban a Hugues y se miraban unos a otros, preguntándose si
habría perdido la razón. Aun así, siguieron sus órdenes. Cargados con sus
voluminosos blindajes corporales, todos ellos hincaron una rodilla en tierra,
con el cañón de sus rifles apuntando hacia el suelo, y sonrieron. Algunos
iraquíes siguieron gritando, pero otros retrocedieron y se sentaron. Incluso
hubo quienes devolvieron la sonrisa en un momento de resonancia
empática.

Con un megáfono, Hughes ordenó a sus tropas que se pusieran de pie y


retrocedieran. «Vamos a retirarnos de esta situación y a permitir que sean
ellos quienes la apacigüen», dijo. Colocándose una mano sobre el corazón
en un gesto tradicional musulmán que significa «La paz esté contigo»,
saludó a la multitud diciendo: «Que tengan un buen día», y condujo a su
regimiento fuera de la zona.

Hughes y sus tropas regresaron a su base en silencio. Cuando se calmaron


los ánimos, el gran ayatolá emitió un decreto pidiendo a la población de
Najaf que diera la bienvenida a los soldados de Hughes.39

Más adelante, Hughes habló con la cadena CBS News, cuyo cámara había
grabado todo el incidente, y dijo: «Por escala de importancia, esa mezquita
no solo habría provocado que todos los chiitas del país se hubieran
levantado en contra de la coalición. Probablemente, habría traído a los sirios
como mínimo, incluso a los iraníes».

La capacidad de Hughes de adoptar la perspectiva de los iraquíes en un


momento de extrema tensión evitó la pérdida de incontables vidas, y le
valió el reconocimiento de héroe de guerra «que ganó una gran batalla sin
disparar un solo tiro».40

Hughes debió sentir en sus entrañas y en el corazón que tenía que evitar el
sufrimiento en ambos bandos. Aun así, la acción que llevó a cabo no fue
aquella para la que le habían entrenado (imagínate a los jefes militares
enseñando «¡Rodilla en tierra!»), ni tuvo tiempo para diseñar una estrategia
de respuesta. La empatía saludable nos lleva a la conexión y a la acción
hábil, como hizo con Hughes. Expande nuestra visión a medida que nos
abrimos a la experiencia de los demás, dejando que la empatía y la
intuición, en lugar del cálculo, sean nuestras guías. También creo que las
acciones de Hughes fueron inspiradas en parte por la imaginación, la
capacidad de ver las cosas de manera diferente; obviamente, en este caso,
los beneficios fueron incalculables.

Todo el cuerpo, manos y ojos

Un koan es una historia o una frase zen que pone a prueba la mente del
practicante. El koan siguiente es un diálogo entre los dos maestros zen,
Daowu y Yunyan. Es una poderosa enseñanza sobre la empatía y la
compasión, y dice así:

YUNYAN: ¿Qué hace el bodhisattva de la gran compasión con tantas


manos y tantos ojos?

DAOWU: Es como alguien que alarga la mano durante la noche para


alcanzar su almohada.

YUNYAN: Ya entiendo.

DAOWU: ¿Qué entiendes?

YUNYAN: Hay manos y ojos por todo el cuerpo.

DAOWU: Solo has comprendido el ochenta por ciento.

YUNYAN: ¿Y tú?

DAOWU: Todo el cuerpo son manos y ojos.41

Esta conversación puede parecer un tanto misteriosa, pero antes debemos


recordar que un bodhisattva es un arquetipo budista que ejemplifica la
empatía, el altruismo, la compasión y la sabiduría, un ser despierto que ha
hecho el voto de regresar vida tras vida para poder liberar a otros del
sufrimiento. Los bodhisattvas podrían dejar atrás para siempre nuestro
mundo de dolor y sufrimiento, pero eligen deliberadamente renacer a esta
bella y terrible locura de la vida para servir a los demás.

El bodhisattva de la compasión, Avalokitesvara, se representa con muchos


brazos y muchas manos, y con un ojo en la palma de cada mano. Las manos
representan los medios hábiles, y los ojos la sabiduría.

En el koan, el joven maestro, Yunyan, preguntó qué hace un bodhisattva


con tantas manos y ojos. Daowu no da una respuesta convencional.
Profundiza en cómo la empatía, la compasión y la sabiduría emergen
espontáneamente desde el corazón de este momento preciso. Responde que
es como lo que ocurre cuando nos colocamos la almohada por la noche. No
hay un pensamiento para ajustar la almohada. Simplemente lo hacemos de
forma fácil y natural.

Según el capítulo octavo, verso noventa y nueve (VIII: 99) de la obra El


camino del Bodhisattva de Shantideva, cuando alguien está sufriendo y nos
negamos a ayudar, es como si la mano se negara a sacar una espina del pie.
Si se nos clavara una espina en el pie, nuestra mano sacaría esa espina en un
acto natural. La mano no le pregunta al pie si necesita ayuda. La mano no le
dice al pie: «Ese no es mi dolor». Ni tampoco necesita que el pie se lo
agradezca. Son parte de un solo cuerpo, de solo un corazón.

Daowu insinúa que, para un bodhisattva, extender la compasión al prójimo


es algo instintivo; es natural, y la imagen que utiliza de la noche encaja muy
bien, pues la oscuridad de la noche oculta todas las diferencias entre el yo y
el otro. Sin duda, todos somos un solo cuerpo…

Yunyan pareció entenderlo. Pero Daowu le puso a prueba, preguntándole


qué es lo que realmente había entendido. Yunyan respondió que el cuerpo
del bodhisattva de la compasión está cubierto de manos y ojos.

Daowu vio inmediatamente que Yunyan no había comprendido lo


fundamental. Esa respuesta era superficial, simplista. De este modo, Daowu
le corrigió, diciendo: «Por todo el cuerpo», queriendo decir que la totalidad
del organismo físico y psíquico de un bodhisattva es manos y ojos.
Cuando oí los gritos de Dolma, cuando miré a Pema, cuando miré a los ojos
al militar argelino, no pensé: «Para ser una buena bodhisattva, debería ser
empática». En cambio, me vi inundada, inmediatamente y por completo,
por la experiencia de cada una de esas personas. La empatía no estaba
programada.

Sin embargo, en el caso de Dolma, tuve que regular conscientemente mi


experiencia para que no me abrumara la angustia empática. Y cuando lo
hice, se creó el espacio necesario para que brotara la compasión. Por eso la
empatía es un estado límite. Su valor en nuestra vida es inconmensurable.
Pero lo que sí podría requerir cierta mesura, en cambio, es la altura y la
profundidad de nuestra respuesta empática, para que no acabe en angustia.

8.

Caer por el borde de la empatía: angustia


empática

Podríamos preguntarnos cuáles serían las consecuencias de convertirnos en


la «persona herida» de la que hablaba Whitman, de fundirnos con el que
sufre por un exceso de identificación. Y no me refiero a un momento fugaz
de sentir o comprender, sino a una experiencia de profunda fusión física,
emocional y/o cognitiva con el sufrimiento de los demás y no soltar la
experiencia.

Cuando nos identificamos con demasiada intensidad con alguien que está
sufriendo, nuestras emociones nos pueden empujar hasta el límite hacia una
angustia que podría reflejar la angustia de aquellos a quienes estamos
tratando de servir. Si nuestra experiencia de su sufrimiento nos sobrepasa, la
angustia empática nos puede abocar a anestesiarnos, a abandonar a los
demás en un intento de protegernos contra un sufrimiento insoportable y a
experimentar síntomas de estrés y de desgaste.

Los parientes próximos de la angustia empática son el trauma secundario y


el trauma vicario. Ambos se refieren al trauma adquirido y al trauma
indirecto que puede sufrir un médico, un abogado, un trabajador en ayuda
humanitaria o un clérigo cuando se sienta con el sufrimiento de otros y
acaba totalmente saturado. El trauma secundario puede ocurrir de repente;
el trauma vicario se produce de forma acumulativa. Ambos son resultado de
una empatía no regulada.

Una colega monja cercana estuvo escuchando los relatos compartidos por
los trabajadores de los equipos de rescate y los supervivientes de los
ataques del 11-S contra el World Trade Center. Sin apenas dormir, y en el
medio del caos y la confusión, las personas que fueron a asistir, como mi
colega, hicieron todo lo que pudieron para servir de la mejor manera a los
supervivientes y a los trabajadores. La parte más dura para mi compañera
fue dar apoyo a los que estaban levantando los escombros en busca de
restos humanos. Traumatizada tras escuchar los relatos, pasó muchos años
sin poder apartar de su mente las escenas de sufrimiento. En los años
siguientes a los ataques del 11 de Septiembre, contó una y otra vez los
relatos como si estuviera reviviendo los acontecimientos de ese terrible día
y las secuelas posteriores.

Los trabajadores humanitarios y los profesionales de la ayuda son


especialmente propensos a la angustia empática. Pueden empezar a
manifestar los mismos síntomas mentales y físicos de aquellos a los que
sirven. Este fenómeno no es infrecuente. En 1982, la psicóloga clínica Yael
Danieli escribió un artículo de investigación sobre las reacciones
emocionales experimentadas por los terapeutas que trabajaron con
supervivientes del Holocausto. Varios de ellos compartieron que con
frecuencia tenían pesadillas similares a las de sus pacientes. Un terapeuta
relató que cuando vio el tatuaje de identificación en el antebrazo de su
paciente tuvo que salir de la consulta a toda prisa para vomitar. La doctora
Danieli relata que varios terapeutas empezaron a evitar a sus pacientes
supervivientes, y cuando se los encontraban sentían terror al escuchar sus
experiencias en los campos.42

También he oído hablar de este fenómeno en abogados y trabajadores


sociales que apoyan a los supervivientes en casos de violencia doméstica,
abuso sexual y desastres naturales. Tras el huracán Katrina, uno de los
capellanes que colaboran conmigo viajó a Nueva Orleans para trabajar con
los supervivientes del huracán. Cuando me relató sus experiencias, hablaba
de sentimientos de profunda repugnancia por lo que les había sucedido a
algunos hombres y mujeres en el Superdome. Lleno de ansiedad, decía que
él mismo se sentía como si fuera un superviviente, y comentaba que le daba
miedo volver a Nueva Orleans, ya que los horrores experimentados por los
supervivientes parecían haberle inundado.

En abril de 2008, tres años después del huracán Katrina, visité el


Superdome y me descubrí pensando en la reacción de este capellán ante lo
que se había vivido en ese infierno, donde miles de personas fueron
encarceladas en lo que algunos llamaron «el refugio de último recurso». Yo
estaba allí con motivo de un acto organizado por la escritora Eve Ensler
para conmemorar el décimo aniversario del V-Day, un movimiento global
que combate la violencia contra las mujeres y niñas. Casi treinta mil
personas asistieron al encuentro, entre ellas unos cuantos miles que
quedaron atrapadas en los confinamientos del Superdome tras el desastre
del huracán Katrina.

Durante mi estancia allí conocí a mujeres que habían sufrido agresiones


sexuales en los confinamientos del Superdome; otras habían tenido que
hacer sus necesidades en el suelo del Superdome, porque los baños estaban
inundados. Muchas personas se sentían humilladas, avergonzadas y
enfurecidas por lo que habían experimentado. Y la mayoría de las mujeres
con las que me reuní no habían regresado a Nueva Orleans desde que
fueron «rescatadas» del Superdome; se habían reasentado en otras ciudades
de todo el país.

Cuando escuchaba a una mujer tras otra narrar sus relatos respectivos, me
volví cada vez más sensible a lo que habían soportado. Me sentí como si
estuviera viviendo dentro de una escena de un cuadro de El Bosco. Pronto
me di cuenta de que empezaba a deslizarme por la pendiente de la angustia
empática hacia las aguas turbias del huracán Katrina.

Antes de viajar a Nueva Orleans, me había comprometido a permanecer


firmemente arraigada y a ser testigo de lo ocurrido allí a consecuencia del
Katrina. Si quería mantenerme firme en medio de ese torrente de
sufrimiento, no debía abandonar el barco, sino surcar las olas recordando
que, de hecho, yo no había experimentado esta catástrofe. Tuve que
asentarme en mi intención, la de ser un recurso para las mujeres que habían
sobrevivido al huracán y a sus consecuencias, y mantener mi energía
durmiendo lo suficiente, comiendo decentemente y dando paseos por un
parque cercano al Superdome.

Además, propuse a aquellas mujeres que me contaran sus historias más


despacio, de modo que juntas pudiéramos ser capaces de transformar esas
narrativas. En todas las ocasiones pregunté a estas mujeres extraordinarias
cómo habían sido capaces de sobrevivir, qué había aumentado su fortaleza,
cómo habían sido capaces de mantener a sus hijos a salvo en lugar de caer
en la desesperación, y de qué forma pudieron estar ahí para sus madres, sus
hermanas, sus hermanos, en esas circunstancias tan terroríficas. La acción
de recordar sus recursos internos e interpersonales pareció inspirar a
algunas de ellas mientras compartían conmigo esas historias tan dolorosas.
Me di cuenta de que si manipulamos al prójimo para que no cuenten y así
no tener que oír, o no tener que escuchar, o si reaccionamos con horror y
abandonamos la escena, asfixiamos nuestra empatía y nos arrebatamos a
nosotros mismos esta virtud fundamental de humanidad.

Soy muy consciente de que debemos tener cuidado de no volver a


traumatizar a quienes han sufrido cuando escuchamos sus historias. A
veces, recordar esos relatos de sufrimiento puede ayudar tanto al narrador
como al oyente; a veces no. Cuando me siento con personas que han
experimentado y han sobrevivido a un daño profundo, siempre le pido a la
persona que descubra qué le ayudó, cómo se las ha arreglado para
reconstruir su vida, cuál ha sido su mayor recurso en momentos de gran
dificultad.

A menudo, la experiencia de angustia empática y sus parientes más


próximos, el trauma secundario y el vicario, desata una tormenta de
reactividad y de miedo en nuestro interior, tan poderosa que es capaz de
destrozarnos a nosotros y a nuestro mundo. Pero si somos pacientes y
cuidadosos con nosotros y con los demás, las narrativas pueden pasar de
terroríficas a heroicas, y lo que fue traumatizante en el pasado puede
convertirse en medicina para el presente y el futuro.

Empatía no es compasión

Mi amigo Matthieu Ricard, un monje budista tibetano que ha pasado


décadas practicando en el Himalaya, ha colaborado con científicos a lo
largo de los años en experimentos que estudian los efectos de la práctica de
meditación en la mente y en el cuerpo. Hay un experimento en concreto que
proporciona un ejemplo excelente de la angustia empática, así como de la
diferencia entre empatía y compasión.

En 2011, bajo la dirección de la neurocientífica Tania Singer y su equipo en


el Instituto Max Planck en Alemania, Matthieu se metió en una máquina de
imagen de resonancia magnética funcional (RMFi) y se le pidió que
generara empatía mientras contemplaba el sufrimiento ajeno. La noche
anterior, Matthieu había visto un documental de la BBC sobre huérfanos en
Rumanía. Estaba profundamente afectado por su sufrimiento. Aunque los
niños eran alimentados y bañados, no eran capaces de desarrollarse, al
recibir poco o ningún afecto humano.

Matthieu contaba que, para esos huérfanos, «la carencia de afecto había
generado síntomas graves de apatía y vulnerabilidad. Muchos niños se
pasaban horas meciéndose hacia delante y hacia atrás, y su salud era tan
precaria que en ese orfanato la muerte era habitual. Incluso cuando los
bañaban, muchos se estremecían de dolor y el más leve contacto podía
causar la fractura de una pierna o de un brazo».43

Mientras se hallaba en el interior de la máquina de RMFi, Matthieu se


sumergió mentalmente en el sufrimiento de esos niños, visualizándolos de
forma vívida y sintiendo su horrible situación como si fuera uno de ellos.
En lugar de modular su experiencia del sufrimiento, se permitió sentir su
dolor y sufrimiento lo más profundamente posible. En poco tiempo, se
sintió sobrepasado, vacío y exhausto.
Tras una hora de esta intensa práctica, a Matthieu se le dio la opción de
elegir entre continuar con la práctica de empatía o cambiar a una
meditación compasiva. Dijo: «Sin la menor vacilación, accedí a continuar la
exploración con la meditación en compasión, porque después de la
conexión empática me sentía totalmente exhausto».44

De este modo, procedió con la meditación en compasión y continuó


enfocándose en el sufrimiento de los niños. Sin embargo, durante esta fase
de la sesión, Matthieu generó intencionadamente sentimientos de amor, de
amabilidad, de cuidado y de altruismo mientras traía a su mente el
sufrimiento humano extremo de aquellos huérfanos.

Al concluir el experimento, Matthieu describió su experiencia durante la


meditación de la compasión como un estado cálido, positivo, junto con un
fuerte deseo de estar al servicio de esos niños. Esto contrastaba claramente
con su experiencia anterior con la empatía (en realidad, angustia empática),
que fue muy agotadora y debilitante.

Su cerebro también reflejó estas diferencias notables. Los escáneres


cerebrales mostraron que su experiencia de empatía se había registrado en
las redes neuronales asociadas al dolor. Se ha demostrado que esas zonas
están relacionadas con el componente emocional (pero no con el
componente sensorial) de experimentar el dolor propio y de observar a otra
persona que siente dolor. En cambio, la fase de su experiencia relacionada
con la compasión se había registrado en otras redes neuronales: las
asociadas con la emoción positiva, el amor maternal y los sentimientos de
afiliación. La diferencia tan notoria entre la empatía y la compasión
sorprendió a los investigadores.45

Tiempo después, Matthieu me contó que durante la meditación en


compasión se vio inundado de sentimientos de amor y de ternura, y después
se sintió renovado e inspirado. Escribió: «Involucrarme posteriormente en
la meditación en compasión modificó por completo mi panorama mental.
Aunque las imágenes del padecimiento de los niños seguían siendo tan
vívidas como antes, ya no me generaban angustia. Al contrario, sentí un
amor natural e ilimitado hacia esos niños y el valor para acercarme y
consolarlos. Es más, la distancia entre los niños y yo había desaparecido por
completo».46
Lo que Matthieu experimentó fue similar a mi experiencia con la pequeña
nepalí que había sufrido terribles quemaduras. En ese momento, yo no
estaba al tanto de las diferencias neurológicas entre la empatía y la
compasión, pero sabía que tenía que salir de mi identificación con la agonía
de la niña y pasar a un estado en el que estuviera arraigada y llena de
gratitud hacia aquellos que le estaban salvando la vida. En cuanto operé ese
cambio, como Matthieu, me sentí revitalizada por la compasión que había
surgido en mí.

Tania, Matthieu y sus compañeros afirmaron que este experimento supuso


una inflexión en su investigación sobre la compasión. No solo habían
reunido pruebas convincentes sobre la diferencia neurobiológica entre la
empatía y la compasión, sino que Matthieu también había confirmado la
diferencia significativa de su experiencia subjetiva de sendos estados.

Excitación empática

Varios años antes de esos experimentos con Matthieu, la psicóloga social


Nancy Eisenberg participó conmigo en un diálogo del Mind and Life
Institute en Washington, D.C., con Su Santidad el Dalai Lama y
especialistas en educación, neurociencia y psicología social. Eisenberg
presentó un modelo interesante que describe los elementos que suscitan la
excitación empática. Posteriormente, analizó los ingredientes que propulsan
la experiencia o bien hacia la angustia personal o bien hacia la compasión
saludable.

A partir de su investigación con niños, la doctora Eisenberg identificó tres


corrientes entrelazadas de experiencia que, cuando nos encontramos con el
sufrimiento ajeno, surgen de forma conjunta en nuestro interior para
potenciar un grado de excitación que inicia una acción. Básicamente, su
investigación reveló que cuando estamos en compañía de alguien que está
sufriendo es de esperar que podamos sentir sus emociones, ver la situación
desde su perspectiva y recordar experiencias análogas de nuestro pasado.
Esto da lugar a una experiencia de activación que, si no se regula, puede
causar angustia empática. La doctora Eisenberg observó que la angustia
empática es una reacción emocional aversiva que nos puede llevar a evitar,
en lugar de servir, a aquellos que están angustiados y en situación de
necesidad.

Desde la angustia empática se pueden desplegar varias respuestas. La


doctora Eisenberg identificó una respuesta como comportamiento «de
ayuda» basada en la necesidad de protegernos de experiencias
desagradables o difíciles que son amenazadoras. (El altruismo patológico es
un buen ejemplo.) Otras respuestas aversivas incluyen el comportamiento
de evitación (es decir, la negación y la apatía) y el abandono de la persona
que sufre porque resulta demasiado doloroso estar en su presencia, un tipo
de reacción de huida que tiene sus raíces en el miedo. Después de la
conferencia, adapté el modelo de la doctora Eisenberg para compartirlo con
médicos, educadores y demás terapeutas como una herramienta para
trabajar con la empatía y la angustia empática. Me di cuenta de que hay al
menos otras dos reacciones sustentadas en el miedo que pueden ser
resultado de la angustia personal: la indignación moral (lucha) y la
insensibilización (parálisis).

La doctora Eisenberg explicó en la reunión que, si se regula la respuesta


surgida del estímulo, se activa una preocupación saludable, de la que
pueden brotar la simpatía y la compasión. En colaboración con el psicólogo
social Daniel Batson, descubrió que quienes sienten compasión en una
situación concreta tienen más probabilidades de ponerse al servicio que los
que sufren de angustia empática.47

Sé lo importante que es permitirnos incluir la experiencia de los demás en


nuestra propia experiencia. Sin embargo, reconocer que no somos el otro
nos proporciona el espacio necesario para mantenernos enraizados y al
mismo tiempo experimentar al menos algo de humildad. Es esencial
encontrar ese equilibrio entre la identificación y la distinción. Si no se
establece esa distinción entre el yo y el otro, la angustia empática es
inevitable.48

El modelo de la doctora Eisenberg y la investigación del doctor Batson me


han resultado valiosísimos, y me han ayudado a comprender mejor la
complejidad de nuestras respuestas cuando nos encontramos con el
sufrimiento. También han reafirmado mi idea de que la empatía tiene que
estar bien modulada para evitar que se transforme en aflicción.

Embotamiento y ceguera emocional

Sin embargo, a veces el contacto con el sufrimiento ajeno no desencadena


una activación. El poder, por ejemplo, puede embotar nuestra capacidad de
empatía, como si nuestro cerebro hubiera sufrido un daño grave. Un artículo
del número de julio-agosto de 2017 de la revista The Atlantic lo resumía
como sigue:

El historiador Henry Adams estaba siendo metafórico, no médico, cuando


describió el poder como «un tipo de tumor que acaba por matar las
simpatías hacia la víctima». Pero no se aleja mucho de las conclusiones
obtenidas por Dacher Keltner, profesor de psicología de la Universidad de
California, Berkeley, tras años de experimentos de campo y en laboratorio.
En los estudios desarrollados durante dos décadas descubrió que los sujetos
bajo la influencia del poder actuaban como si hubieran sufrido una lesión
cerebral traumática: se volvían más compulsivos, menos conscientes del
riesgo, menos proclives a ver las cosas desde el punto de vista de otras
personas.49

Luego está la ceguera emocional, la incapacidad de leer nuestras emociones


y las de los demás. La neurocientífica Tania Singer y sus colegas
investigaron un trastorno relacionado con el autismo denominado
alexitimia, que viene caracterizado por las dificultades para reconocer y
describir las emociones propias y los procesos viscerales. Las personas que
padecen alexitimia también tienen dificultades para distinguir las
emociones de los demás.50 El trabajo en este campo confirmó lo que yo ya
había intuido en mi colaboración con médicos: que nuestra capacidad de
sentir nuestra propia experiencia somática puede estar relacionada con
nuestra capacidad de sentir las experiencias emocionales y físicas ajenas.
Por otro lado, la incapacidad de sentir nuestros procesos viscerales podría
estar relacionada con una menor capacidad de empatía.

En otro estudio importante, Tania y sus colegas descubrieron que el acto de


conectar con nuestros propios procesos viscerales (latido cardiaco,
respiración, etc.) ilumina las redes neuronales asociadas con la empatía.51
Este estudio en concreto sugiere que la capacidad de enfocarnos en nuestra
experiencia somática, una habilidad que los meditadores pueden llevar a un
alto grado de desarrollo, podría nutrir a su vez nuestra capacidad de ser más
empáticos.

Durante años, he observado que los profesionales sanitarios ignoran con


frecuencia sus propias necesidades físicas, como el hambre, las necesidades
fisiológicas y el sueño, mientras atienden a sus pacientes. Además, muchos
me han contado que durante su formación, básicamente se les
desaconsejaba ser empáticos (¡no era «profesional»!); aun así, al mismo
tiempo, sabían que no estaban conectando realmente con aquellos a quienes
servían y se sentían incómodos con su forma de ejercer la medicina. Al
escuchar relatos así tan a menudo, me di cuenta de que podría ser
importante ofrecer a las personas medios para desarrollar una empatía
saludable. A la luz de los descubrimientos sobre la relación entre
consciencia somática y empatía, modifiqué el plan de estudios del programa
de formación clínica de Upaya para incluir un componente más robusto
sobre la práctica física y la sintonización con el cuerpo, con la idea de
potenciar la capacidad de empatía saludable.

Entre el regalo y la invasión

En The Empathy Exams, Leslie Jamison escribe: «La empatía reside


siempre en un equilibrio precario entre el regalo y la invasión».52 En el
caso de la angustia empática, la invasión va en ambos sentidos, y puede
afectar tanto al receptor como al emisor de la empatía. No tener límites
claros entre el yo y el otro puede perjudicar a ambas partes. Por otro lado, si
nuestros límites entre el yo y el otro crean demasiada distancia, podemos
cosificar al otro o perder nuestro sentido del cuidado.

En una entrevista con Harper’s,53 Jamison dijo,

Me interesan todos los aspectos potencialmente erróneos o turbios de la


empatía: cómo imaginar las vidas de los demás puede constituir un tipo de
tiranía, o absolver artificialmente nuestro sentimiento de culpa y de
responsabilidad; cómo la empatía puede hacernos sentir que hemos hecho
algo bueno cuando en realidad no lo hemos hecho […]. Empieza a
gustarnos la sensación de sentirnos mal por los demás; nos hace sentir bien
con nosotros mismos. Así que la empatía encierra muchos peligros: puede
ser interesada o egocéntrica; puede desviar nuestro razonamiento moral o
suplantarlo por completo. Entonces, ¿quiero defender la empatía, a pesar de
reconocer todos esos desastres? Diría aún más: quiero defenderla
reconociendo este desastre.

El psicólogo evolutivo Paul Bloom ahonda en la forma en que la empatía


puede llevar por mal camino nuestro razonamiento moral. Podemos
identificarnos y tener empatía por «nuestro grupo» a costa de quienes no
son como nosotros. «La empatía lleva a alguien como yo a preferir […] a
personas de mi vecindario antes que a los extranjeros […]. Con un poco de
reflexión, es fácil darse cuenda de que esa es una mala orientación en
política».54

Otra cuestión moral es si nos está «permitido» sentir empatía hacia personas
generalmente consideradas malvadas. Tras escribir y publicar un poema que
cavilaba sobre los sentimientos del terrorista del maratón de Boston
Dzhokhar Tsarnaev, la bloguera Amanda Palmer recibió amenazas de
muerte y una amonestación general por parte de periodistas conservadores y
liberales.55 Por otro lado, escritores y guionistas demuestran talento
artístico cuando son capaces de hacernos sentir empatía por personajes
desagradables, como en la novela Lolita o en la serie de televisión Breaking
Bad. Y entender cómo piensan los demás, sobre todo quienes son muy
diferentes de nosotros, es un factor importante a la hora de crear un cambio
social.

Una de las cosas confusas sobre la empatía es que no podemos estar seguros
de si nuestra conexión con la experiencia ajena puede ser simplemente
nuestra propia proyección, nuestro deseo, nuestra aspiración o nuestro
autoengaño… o si es algo real. Como escribe Jamison, «Imaginar el dolor
de otro con demasiada certeza puede ser tan dañino como no ser capaz de
imaginarlo».

Es importante mantener la humildad cuando navegamos en nuestra relación


con alguien que está sufriendo. Rowan Williams, antiguo arzobispo de
Canterbury, habló en Harvard sobre la empatía y sus raíces en la humildad:
«La expresión éticamente significativa de […] la empatía no sería decir “sé
cómo te sientes”, sino “no tengo ni idea de cómo te sientes”».56 Cuando
partimos desde este lugar del No Saber, nos damos cuenta de que no
podemos encarnar realmente la experiencia ajena, y así es como podemos
regular mejor nuestra respuesta empática.

Eve Marko, mi amiga y esposa de Roshi Bernie Glassman, ha escrito con


elocuencia sobre cómo es recibir empatía de quienes creían entender su
experiencia. Bernie sufrió un derrame en enero de 2016. De todas partes
llovieron consuelo y consejos. En medio de todo lo que estaba soportando,
por Bernie y por ella misma, Eve escribió: «La lección más importante que
he aprendido durante los últimos treinta y cuatro días es lo difícil que es
simplemente ser testigo y escuchar. Hay tanta gente dispuesta a decirme
cómo me siento o me he sentido. “¡Qué susto te habrás llevado!”, me han
dicho, o: “Esto ha debido ser horrible para ti”, etc. Me gustaría decirles
[…]: ¿Y tú cómo lo sabes?».

Y continúa: «Yo también hago suposiciones sobre lo que otras personas


deben estar pensando y sintiendo. Tal vez lo aprendí en la lección de
Empathy 101 “Imagina cómo se puede sentir alguien y empatiza
inmediatamente”. Por ejemplo, “¡Qué terrible debe ser esto para ti!”.
Bueno, tal vez lo sea o tal vez no. ¿Cómo puedo saber cómo te sientes si no
te pregunto y luego escucho tu respuesta?».57

Eve describe la experiencia que preferiría tener. «Estoy sumamente


agradecida por el silencio que la escucha profunda me permite, cuando
alguien se sienta frente a mí o está callado al otro lado del teléfono,
permitiéndome pacientemente que yo piense en alto, esperándome, hasta
que finalmente afloran determinadas emociones a la superficie y las puedo
verbalizar […]. No tapes el silencio incómodo pidiendo disculpas,
retrocediendo, haciendo suposiciones, comentando que ha empezado a
llover o agradeciendo el café. Deja que el silencio sea mientras él/ella esté
considerando tu pregunta, espera a que te dé una respuesta».

Eve nos está pidiendo que escuchemos sin asumir que lo sabemos todo
sobre el sufrimiento del otro. Está sugiriendo que practiquemos el No Saber
y el Ser Testigo, los dos principios de la Zen Peacemaker Order, que su
marido, Roshi Bernie, fundó. Humildad significa dejar fuera nuestras
propias proyecciones e interpretaciones, en la medida en que seamos
capaces, y permanecer abiertos y respetuosos ante la experiencia de otro,
siendo honestos sobre nuestras propias fortalezas y limitaciones.

9.

La empatía y los otros estados límite

La empatía está estrechamente entrelazada con los otros estados límite.


Cuando experimentamos angustia empática, podemos intentar aliviar el
sufrimiento ajeno a través de esfuerzos heroicos que no son sino altruismo
patológico que nos puede llevar fácilmente al agotamiento. Nuestras
acciones pueden perjudicarnos no solo a nosotros mismos, sino también a
aquellos a quienes servimos, al permitir sus disfunciones o privar a otros de
su autonomía. Otro estado límite al que somos proclives es el sufrimiento
moral; en situaciones que implican violencia sistémica o injusticia, es fácil
que sintamos distrés moral y rabia al empatizar en exceso con otros, lo cual
puede desembocar a su vez en una espiral de evitación, insensibilización y
agotamiento. Leslie Jameson escribió sobre la empatía potencialmente
invasiva, un poderoso ejemplo de falta de respeto.

Recuerdo estar sentada frente a un profesor japonés en Kioto. Él asistía a la


formación sobre compasión que yo impartía. Lloró cuando me contaba lo
mucho que le abrumaba el sufrimiento de sus estudiantes. Estaba exhausto
y parecía haber caído hacia el límite de la angustia empática y el
sufrimiento moral. Atrapado en un sistema educativo tremendamente
competitivo, me contó que sus estudiantes siempre estaban preocupados y
estresados, y que a estas alturas casi no podía distinguir su propia angustia
de la de sus alumnos.

Creía que el sistema educativo estaba obligando a muchos de sus alumnos a


convertirse en hikikomori, personas que se retiran completamente de la
sociedad. Dijo que probablemente ya hay más de un millón de jóvenes
japoneses, la mayoría hombres, que viven recluidos en sus hogares, y
sostuvo que una de las razones de este fenómeno era la represiva cultura
educativa japonesa. Al profesor le preocupaba estar contribuyendo al
creciente aislamiento emocional y social de sus estudiantes provocado por
los duros métodos de enseñanza que la escuela le obligaba a emplear.
Agotado emocionalmente, desgastado y desmoralizado, ya no era capaz de
separarse del sufrimiento de sus estudiantes y sentía que no podía seguir
enseñando. Igual que sus alumnos, se estaba desintegrando y se sentía
expulsado de la sociedad hacia el aislamiento.

Me rogó que le enseñara a manejar su angustia empática y sus conflictos


morales a la hora de administrar exámenes competitivos y de cumplir con
otras exigencias del sistema educativo japonés. Pasamos un tiempo
explorando métodos de enraizamiento y formas de reevaluar la situación,
así como otros enfoques sobre la compasión (como GRACE, descrito en la
parte VI). Me aseguré de que entendiera que estas prácticas de reflexión no
estaban diseñadas para ayudar a las personas a adaptarse a una situación
insostenible. Afirmé que sentía que su angustia reflejaba preocupaciones
apropiadas sobre un perjuicio que era real, y le alenté a que comprendiera
su sensación de verse sobrepasado como una respuesta realista ante un
daño. Lo que era importante para él era recuperar su equilibrio, y luego
llevar a cabo una acción desde un lugar de fortaleza, y no desde la
fragilidad.

10.

Prácticas que respaldan la empatía

Describo aquí cuatro prácticas clave que pueden ayudar al desarrollo de la


empatía. La primera y más sencilla es enfocar nuestra atención en el cuerpo
para arraigarnos y aumentar nuestra capacidad de sintonizar con nuestras
sensaciones físicas. La segunda práctica es la escucha profunda. La tercera
práctica es aprender a administrar nuestra respuesta empática. Y la cuarta
práctica es utilizar la imaginación como una forma de cultivar la empatía y
volver a humanizar a quienes hayamos podido cosificar.

Las investigaciones sobre la relación entre la empatía y nuestra capacidad


de sintonizarnos con nuestros propios procesos viscerales cambiaron mi
planteamiento sobre cómo impartir formación en empatía y compasión. Un
ejercicio meditativo, como por ejemplo una exploración corporal, puede
mejorar nuestra alineación con nuestra propia experiencia física y también
podría ampliar nuestra capacidad de sentir la experiencia de otros y lograr
que la empatía esté más accesible. La exploración o escaneo corporal es un
ejercicio sencillo que consiste en llevar la atención a distintas partes del
cuerpo. Podemos hacerlo sentados o en posición supina, despacio o más
rápido; podemos enfocarnos en cada parte del cuerpo de una en una o barrer
todo el cuerpo con nuestra atención.

Comienza llevando la atención a la respiración y permite que el cuerpo se


asiente. A continuación desplaza tu conciencia hacia arriba, partiendo de los
pies, y luego por las piernas, la zona pélvica, el estómago y el pecho. Luego
desplaza tu conciencia hacia los brazos y dedos, al cuello y a la cabeza,
hacia arriba hasta el cráneo. Después guía lentamente tu atención por el
cuerpo hacia abajo, de regreso a los pies. Para terminar la práctica, lleva de
nuevo tu conciencia a la respiración y tómate unos momentos para relajarte
con la mente y el corazón abiertos y calmados.
La exploración corporal es una práctica de conexión con la tierra que nos
puede sacar de la mente agitada y llevarnos al cuerpo. Durante el escaneo,
podemos empezar a dejarnos llevar y a entrar en una relación más receptiva
con el cuerpo. La experiencia de sentir el cuerpo también nos puede
proporcionar información valiosa sobre nuestros sentimientos y nuestras
intuiciones. Es más, podemos utilizar el escáner para afinar nuestra
capacidad de sentir en la experiencia de otros.

Escucha profunda

Otro modo de estimular la empatía es a través de la experiencia de escuchar.


Para escuchar de verdad, salimos de nuestro estado de absorción personal,
del autoengaño, de las distracciones, nos apartamos del trance de nuestros
dispositivos tecnológicos, y descansamos en el momento presente con
apertura y curiosidad. Abrir nuestra experiencia para incluir a otra persona
es un poderoso experimento de inclusión. Escuchar de verdad a otra
persona requiere que escuchemos con el cuerpo, con el corazón y con la
mente, y además, escuchar más allá de los filtros de nuestra historia
personal y de nuestros recuerdos.

Como práctica, puedes escoger a alguien a quien conozcas bien o a un


desconocido. Permite que tu conciencia se expanda suavemente para
incluirlos. Al mismo tiempo, permanece arraigado. Percibe qué sensaciones
físicas y qué emociones surgen en tu interior mientras te abres a su
experiencia. Después observa si puedes dejarte caer por debajo de cualquier
juicio o sesgo hacia una mente caracterizada por la curiosidad y no por las
preferencias o aversiones.

Observa si escuchar la voz de esa persona te ayuda a abrir más vívidamente


tu consciencia a su experiencia. ¿Qué está comunicando su voz? ¿Qué estás
oyendo detrás de sus palabras? ¿Escuchar y estar en su presencia te lleva
más profundamente a su vida? ¿Puedes sentir lo que puede estar ocurriendo
por debajo de su piel, en su corazón, en su mente? ¿Tienes la sensación de
que te está «habitando» de alguna manera?

Después déjalo ir. Vuelve a entrar en contacto con lo que esté surgiendo en
ti en este preciso momento, y relájate en la apertura.

Vigilar la empatía

Si bien la empatía es un paso necesario en el proceso de la compasión,


necesitamos administrar nuestra empatía recordando la diferencia entre el
yo y el otro. Este consejo puede sonar un poco raro en boca de una budista,
ya que el budismo hace hincapié en que, desde cierto punto de vista, el yo y
el otro no están separados. Creo que tenemos que sostener ambas verdades
al mismo tiempo; que estamos interconectados con los demás y que también
somos distintos unos de otros. Tenemos que caminar por ese delicado
equilibrio entre abrir nuestra experiencia continuamente y aceptar la
singularidad de quiénes somos.

Cuando estamos al límite de perder este equilibrio, podemos repetir las


palabras de sabiduría que nos recuerdan que está bien que nos preocupemos
por los demás, pero que no somos ellos. Cuando estoy en presencia del
sufrimiento de otros, con frecuencia utilizo las palabras siguientes como un
apoyo:

«QUE PUEDA OFRECER MI CUIDADO Y MI PRESENCIA


INCONDICIONALMENTE, SABIENDO QUE PUEDEN SER
RECIBIDOS CON GRATITUD, CON INDIFERENCIA, CON IRA O
CON ANGUSTIA.»

«QUE PUEDA OFRECER AMOR, SABIENDO QUE YO NO PUEDO


CONTROLAR EL CURSO DE LA VIDA, DEL SUFRIMIENTO O DE
LA MUERTE.»

«QUE PUEDA ENCONTRAR LOS RECURSOS INTERNOS PARA SER


VERDADERAMENTE CAPAZ DE DAR.»

«QUE PUEDA ESTAR EN PAZ Y SOLTAR LAS EXPECTATIVAS.»


«QUE PUEDA ACEPTAR LAS COSAS TAL Y COMO SON.»

«QUE PUEDA OBSERVAR MIS LÍMITES CON COMPASIÓN, COMO


OBSERVO EL SUFRIMIENTO DE LOS DEMÁS.»

Estas frases, que aprendí de la maestra budista Sharon Salzberg, nos pueden
ayudar a «enderezarnos» a nosotros mismos cuando estamos a punto de
despeñarnos hacia la angustia empática.

La práctica de la rehumanización

La cuarta práctica que quiero ofrecer fue desarrollada por John Paul
Lederach. John Paul es un sociólogo especializado en la transformación de
conflictos, y ha servido como consolidador de paz en Nepal, Somalia,
Irlanda del Norte, Colombia y Nicaragua en asuntos relacionados con la
violencia directa y con la opresión sistémica. Ha dedicado su vida a analizar
y poner en práctica alternativas a la deshumanización y la violencia, a
través de procesos que reavivan la empatía, el respeto, la comprensión y la
identificación mutua. A su práctica la denomina «rehumanización». John
Paul explica que rehumanizar significa reavivar nuestra imaginación moral
para ver al otro como una persona primero, vernos nosotros mismos en el
otro y reconocer nuestra humanidad compartida. También implica sentir el
sufrimiento de los demás (empatía) y respetar la dignidad humana básica de
todos.

John Paul identifica cuatro tipos de imaginación. La primera es «la


imaginación del nieto». Con esto quiere decir que los seres humanos
deberíamos proyectarnos en el futuro y ver que nuestros nietos y los nietos
de nuestros adversarios pueden tener fácilmente un futuro íntimo y común.
Necesitamos cultivar la capacidad de imaginarnos en una red relacional que
incluya a nuestros adversarios. Aquí, para que seamos capaces de incluir a
nuestros enemigos en nuestra experiencia, la empatía es imprescindible. Es
un tipo de imaginación que nos permite ver más allá de nuestros conflictos
actuales y nuestras formas de pensar sesgadas. Es una forma de empatía
cognitiva, que nos impulsa a trabajar por el bien común de todos. También
nos motiva a buscar una vía basada en la comprensión de las diferencias en
las perspectivas, que sea un camino para salir del odio y la
deshumanización de los demás, a través de la empatía hacia la compasión.

El segundo tipo de imaginación es convertir el no-saber, la ambigüedad, la


curiosidad, la investigación y la humildad en aliados en el proceso de
avanzar junto a nuestros enemigos, aquellos que están sufriendo y aquellos
que son muy diferentes de nosotros. Hace falta imaginación para mantener
el corazón abierto a posibilidades inconcebibles, como hizo Hughes en Irak.

El tercer tipo de imaginación es la que nos permite ver un futuro diferente.


John Paul la ha denominado «imaginación creativa», la capacidad de
visualizar el futuro de una manera que rehumanice a todos los implicados y
cree la posibilidad de un cambio transformador, incluso contra todo
pronóstico. Este tipo de imaginación persigue un propósito resiliente y una
paciencia revolucionaria, la capacidad de no tener miedo o impaciencia
mientras imaginamos un horizonte más amplio de lo que creíamos posible.

El cuarto tipo de imaginación es la «imaginación del riesgo»: arriesgarse a


no apegarse a los resultados, arriesgarse a sentarse con lo desconocido,
arriesgarse a superar las divisiones y a afrontar la incertidumbre con
curiosidad y fortaleza. Y tener el valor y el amor de afrontar la resistencia
dentro de nuestras propias comunidades y nuestras propias mentes mientras
nos esforzamos por terminar con la deshumanización, la cosificación del
prójimo y el sufrimiento.

El poder de la imaginación y la empatía saludable nos permiten ver las


cosas desde una perspectiva muy distinta, y nos pueden guiar e inspirar para
resistirnos a la normalización de lo intolerable. Cuando vivimos en la zona
donde se superponen las dos ecologías de la empatía e imaginación,
podemos incluir la diversidad de la vida en nuestra experiencia y somos
libres de encontrarnos con los compañeros de la valentía y de la entrega.

11.

Descubrimiento en el borde de la empatía

Durante una conferencia sobre neurociencia y compasión del Mind and Life
Institute en Japón, compartí con Su Santidad el Dalai Lama la historia de un
médico conocido mío que cuidaba abnegadamente de una mujer que
padecía cáncer de mama. Su Santidad juntó las manos e inclinó la cabeza,
con los ojos llenos de lágrimas. Pero un momento después su expresión se
transformó, irradiaba amor mientras reconocía el buen trabajo del médico.
Me pareció extraordinario ver cómo Su Santidad era capaz de pasar de un
momento fugaz de empatía y aparente angustia a la compasión y la
felicidad.

También fui testigo de su capacidad de cambiar inmediatamente de tema y


de emoción durante mis vistas a su residencia en Dharamsala, donde
acudían peregrinos tibetanos a pedir bendiciones después de sus largos y
peligrosos viajes a la India. Podíamos estar en medio de un intenso debate
sobre ciencia, pero si aparecía un refugiado tibetano y le ofrecía un pañuelo
ceremonial, los ojos de Su Santidad se dulcificaban inmediatamente cuando
dirigía su mirada al hombre o la mujer que tenía delante. Tomaba la mano
del refugiado, se deslizaba en su espacio y ofrecía una oración y palabras de
ánimo. Una respiración más tarde volvía a estar con sus colegas y
reanudaba la conversación técnica sobre los caminos neuronales y la
naturaleza de la consciencia. Era una muestra impresionante de agilidad
mental.

En la literatura neurocientífica ya se ha documentado bien que los


meditadores tienen mayor plasticidad mental y menor adherencia (es decir,
cuando los pensamientos se «pegan» o perseveran dentro de la mente) que
las personas que no meditan. La práctica de la meditación, junto con una
motivación desinteresada, puede potenciar nuestra capacidad de conectar
con nuestra propia experiencia subjetiva y con la experiencia de los demás
(empatía), además de soltar más fácilmente pensamientos y emociones
regulando a la baja de forma automática nuestra respuesta emocional y
viendo las cosas con una mirada nueva. Por ejemplo, según el
neurocientífico Antoine Lutz,58 un practicante meditador puede tener una
respuesta igual o más intensa ante un estímulo emocional, pero es capaz de
recuperar la compostura mucho más rápidamente que un practicante
inexperto. En un artículo sobre la regulación de la atención,59 el doctor
Lutz describe cómo el efecto de una meditación de «enfoque abierto» o de
atención abierta parece reducir nuestra tendencia a quedarnos atascados,
fomentando con ello una mayor elasticidad emocional.

La neurocientífica Gaëlle Desbordes y sus colegas han estudiado la


ecuanimidad y la meditación. En concordancia con los resultados de la
investigación de Antoine Lutz, la doctora Desbordes descubrió que uno de
los beneficios de la meditación es «una desconexión más rápida de la
respuesta emocional inicial y un regreso más rápido al punto de partida».60
Esta capacidad puede facilitar el cambio de momentos breves de angustia
empática a la ecuanimidad y la compasión.

Recuerdo el momento, en otra conferencia, en que me acerqué a Su


Santidad el Dalai Lama con una foto de un chico nepalí llamado Tsering
que se había ahogado en el río Budhi Gandaki. Una médica norteamericana
de nuestro equipo había caído al río cuando le golpeó una piedra enorme
que se desprendió desde más arriba de la pista que recorríamos. La doctora
habría muerto con toda seguridad si Tsering no hubiera saltado a las
agitadas aguas himalayas y hubiera atrapado una tabla para que la mujer se
agarrara a ella. Aunque era un nadador excelente, Tsering fue atrapado en
un remolino y empezó a girar frente a la doctora, agarrada al otro extremo
del tablón. Él le salvó la vida, pero perdió la suya al ser arrastrado río abajo
por la corriente incesante de las aguas cargadas tras el monzón.

Un joven canadiense agarró a la doctora y la condujo hasta una roca. Pero


nunca volvimos a ver a Tsering. Una terrible oleada de conmoción nos
atravesó a todos, cuando nos dimos cuenta de que habíamos perdido a un
buen amigo.
Poco después, llevé una khata (pañuelo ceremonial) y una foto de Tsering a
Dharamsala en nombre de su madre, con la esperanza de pedirle a Su
Santidad que rezara por un renacimiento auspicioso para su hijo. Mientras
compartía la historia con el Dalai Lama, el tiempo pareció detenerse. El
espacio que nos rodeaba estaba en quietud; las personas cercanas parecían
estar como en una película a cámara lenta. Cuando concluí el relato, Su
Santidad me dijo que Tsering renacería como un gran bodhisattva gracias a
su acción desinteresada y compasiva al salvar la vida a otro. Esas eran las
palabras que yo necesitaba oír. Eran el regalo que yo podría llevar de vuelta
a la madre de Tsering.

Si conseguimos emular la capacidad de Su Santidad de cambiar


rápidamente nuestros estados mentales, una capacidad que podemos
cultivar a través de la meditación, seremos menos proclives a caer por el
borde de la angustia empática. Esta flexibilidad mental nos ayuda a crear
espacio internamente cuando afrontamos el sufrimiento de otro y también a
tener claridad para diferenciar entre yo y el otro. En nuestra práctica de
meditación, aprendemos a observar los pensamientos, los sentimientos y las
sensaciones que fluyen y chocan entre sí durante nuestra experiencia
subjetiva. Cuanto más hábiles seamos en no identificarnos con esas
experiencias y podamos limitarnos a observarlas simplemente, mejor
podremos evitar caer víctimas del sufrimiento ajeno.

Si caemos por el borde, y nos ocurrirá de vez en cuando, no todo está


perdido. La angustia empática nos puede servir de fuerza instigadora que
nos empuje hacia la acción compasiva para acabar con el sufrimiento ajeno
y el propio. Necesitamos cierto grado de activación, cierto grado de
incomodidad para movilizar nuestra compasión. Solo tenemos que
asegurarnos de no quedar atrapados en el cieno de la angustia, porque eso
puede agotarnos y alejarnos del cuidado del prójimo. Si somos capaces de
aprender a distinguir el yo del otro, sin crear demasiada distancia entre el
otro y nosotros, la empatía será nuestra aliada cuando estamos al servicio.

Una última intuición: quizá no se trate tanto de meternos en la piel de otros,


sino más bien de invitar a otros a habitarnos, a meterse en nuestra piel, en
nuestros corazones, volviéndonos con ello más grandes, más radicalmente
inclusivos. La empatía no solo es una forma de bordear el sufrimiento en
nuestra barquita; es una forma de convertirnos en el océano. Creo que el
don de la empatía nos hace más grandes, siempre que no nos ahoguemos en
las aguas del sufrimiento. Y la empatía que se transforma en el crisol de
nuestra sabiduría nos brinda energía para actuar desinteresadamente a favor
de los demás.

Un mundo sin empatía es un mundo muerto para los demás; y si estamos


muertos para el otro, estamos muertos para nosotros mismos. Compartir el
dolor ajeno nos permite dejar atrás el estrecho desfiladero de la indiferencia
egoísta e incluso de la crueldad y acceder al panorama más grande, más
expansivo de la sabiduría y la compasión.

También siento que la empatía es un imperativo humano, y que nuestra


bondad básica nos invita a asumirlo. Recordemos las palabras del gran
filósofo Arthur Schopenhauer: «¿Cómo es posible que el sufrimiento que ni
es mío ni tiene nada que ver conmigo me afecte inmediatamente como si
fuera el mío, y con tal fuerza que me mueva a la acción?». La empatía,
cuando es sana, puede ser una llamada a la acción; una acción que no
persigue aliviar nuestra incomodidad personal, sino la gran bendición de
aliviar el sufrimiento del mundo.

Parte III: Integridad

«Sin integridad, nuestra libertad está en riesgo.»

Dos días antes de morir, mi padre no paró de contar historias sobre él. Mi
hermana y yo nunca le habíamos oído hablar de sus experiencias en la
Segunda Guerra Mundial; era un tema que se evitaba prudentemente en
nuestra familia. Sin embargo, de repente, como si fuera algún tipo de
veneno que necesitaba purgar, las historias salieron a la superficie y mi
padre comenzó a hablar.

Como comandante del buque de desembarco de tanques 393, mi padre


participó en acontecimientos importantes de la Segunda Guerra Mundial,
entre ellos la invasión de Sicilia y el desembarco en Salerno. Él y sus 140
hombres también transportaron a prisioneros de guerra italianos y
alemanes por el Mediterráneo a campos de prisioneros en el norte de
África. En su lecho de muerte, mi padre relataba cómo, tras desembarcar
en suelo italiano, sus soldados gurkas se lanzaban tras las líneas enemigas,
mataban soldados italianos y les cortaban las orejas. Según contaba, a los
gurkas les pagaban por cada oreja que llevaran al barco, una moneda sin
duda espeluznante.

A mi padre, cristiano sureño, lo habían educado para respetar la dignidad


de la vida, de toda vida, incluida la de sus «enemigos». Sin embargo,
algunas de las cosas que ocurrieron bajo su mando violaron el sentido
básico de integridad que formaba parte de su educación. Pocos días antes
de morir, dejó escapar el relato de un infame incidente de fuego amigo
ocurrido durante la operación siciliana. Un buque de mando recibió la
información de que se hallaba en la zona una aeronave no identificada.
Nerviosos y agotados, los hombres de mi padre confundieron los aviones
aliados con aviones de guerra de las potencias del Eje. Todos los buques
aliados de la zona empezaron a disparar a los aviones aliados, que por lo
visto no tenían la contraseña para identificarse como amigos. Mi padre,
que no estaba convencido de que los aviones fueran naves enemigas,
intentó contener a su tripulación de gatillo fácil, pero fue en vano.
Murieron 164 aliados en total y 383 resultaron heridos.

Mientras mi padre hablaba, me di cuenta del inmenso sufrimiento moral


que había experimentado durante la guerra y las décadas posteriores. El
sufrimiento moral es una combinación emocional que mi amiga y colega la
doctora Cynda Rushton,61 profesora subvencionada de ética clínica y
enfermería de la Universidad Johns Hopkins, define como «la aflicción o la
angustia experimentada en respuesta a maldades, equivocaciones o fallos
morales». Sufrimos moralmente porque tenemos integridad y una
conciencia; cuando la integridad o la conciencia son violadas por otros o
por nosotros mismos, nos duele.

Lamentablemente, mi padre nunca había abordado ese sufrimiento durante


el curso de su vida. Había servido con nobleza, se había esforzado para
vivir de acuerdo con sus valores en circunstancias difíciles. Solo cuando se
estaba muriendo expresó la angustia y la vergüenza que tenía escondidas
en su corazón, un combustible terrible que había alimentado secretamente
su depresión y su desesperación cuando era un hombre de mediana edad.

La integridad era un valor que mi padre tenía en alta estima, un valor que
incluye la honestidad y el cumplimiento de principios éticos y morales. El
Oxford English Dictionary define integridad como «la cualidad de estar
completo y no dividido».62 Cuando nuestra integridad se ve comprometida,
nos sentimos divididos por dentro y separados de nuestros valores, como
sin duda se sintió mi padre.

Si nos podemos mantener firmes en el elevado risco de la integridad,


conservando nuestras palabras y nuestras acciones en consonancia con
nuestros valores, podemos evitar el daño. Pero cuando no somos capaces
de actuar de una forma que sea coherente con nuestros valores más
profundos, caemos por el borde hacia el sufrimiento moral. Ahí, los
sentimientos de futilidad, de espanto, de ira y de disgusto nos pueden hacer
enfermar emocional, física y espiritualmente.
Al escuchar las historias de mi padre en su lecho de muerte, mi hermana y
yo pudimos comprender mejor su largo y silencioso tormento. La
desinhibición que proporciona el proceso de morir activó niveles más
profundos de su psique, y a pesar de que sus revelaciones tenían una carga
emocional, él no parecía estar asustado por su muerte inminente.
Compartir con nosotras las agresiones que su conciencia experimentó
durante la guerra fue parte del proceso de completar su vida. Sentí que
estaba intentando enseñarnos algo sobre valores humanos como la
valentía, la dignidad y la contención; su contención y la de sus artilleros.

Cuando terminaron estos episodios de relatos, y tras un periodo de


espasmos físicos, nuestro padre entró en un lugar de paz. Mi hermana y yo
habíamos sido testigos de su sufrimiento y habíamos sostenido su verdad,
para que él pudiera liberarse. Al final, quedó libre para morir sin culpa y
sin vergüenza, y eso fue un regalo para todos.

12.

Desde el borde elevado de la integridad

Yo no soy una filósofa moral. Aun así, investigar la naturaleza de la


integridad y de la moralidad ha constituido una parte importante de mi
práctica y de mi vida. En mi trabajo de antropóloga, descubrí que existen
muchas bases morales, y que las nociones de lo que está bien y lo que está
mal varían de una cultura a otra, incluso de una persona a otra. Sin
embargo, el budismo me proporcionó una forma nueva de entender la
integridad, que la observa a través del prisma del sufrimiento. Cuando
causamos sufrimiento a los demás o a nosotros mismos, violamos nuestra
integridad. Cuando aliviamos el sufrimiento de otros, afirmamos nuestra
integridad.

Tener integridad implica tener un compromiso consciente de honrar la


moral sólida y los principios éticos. Las palabras moralidad y ética tienen
varias definiciones. No obstante, a lo largo de esta exploración sobre la
integridad, la moralidad hará referencia a nuestros valores personales
relacionados con la dignidad, el honor, el respeto y el cuidado. La ética se
referirá al conjunto codificado de principios beneficiosos y constructivos
que guían la sociedad y las instituciones, y de los que somos responsables.

Nuestros valores se reflejan en nuestro carácter y son lo que afirma o


destruye nuestra integridad. Sin integridad, nuestra libertad está en peligro.
He visto que la integridad puede tener un borde frágil; quizá más frágil que
otros estados límite. Con esto quiero decir que muchas veces hace falta una
experiencia de distrés moral, un empujón, un resbalón o una caída hacia el
abismo del sufrimiento para que se manifieste la integridad. Esa es la razón
por la que la mayoría de las historias sobre la integridad que comparto
incluyen un componente de sufrimiento. Estos relatos resaltan la
sensibilidad moral (nuestra capacidad de detectar conflictos y dilemas
morales) y el discernimiento moral (nuestra capacidad de valorar qué
acciones son moralmente justificables). También incluyen grandes dosis de
fibra moral, término utilizado por la autora Joan Didion para describir a
alguien con una virtud inquebrantable incluso cuando se ve al borde del
abismo del daño.63

Fibra moral y optimismo radical

La vida de Fannie Lou Hamer, líder del Movimiento por los Derechos
Civiles, ofrece un ejemplo poderoso y conmovedor de cómo la integridad es
un estado límite y del modo en que el valor, la sabiduría y la compasión
desempeñan un papel para ayudarnos a prosperar en la cresta de la
integridad. Tuve la suerte de conocer a Fannie Lou Hamer durante la
iniciativa de censo electoral del Proyecto de Verano para la Libertad de
Mississippi en 1964. Ambas formábamos parte del Comité Estudiantil de
Coordinación No Violenta (SNCC por sus siglas en inglés). En 1965, el
físico David Finkelstein y yo organizamos una cuestación de fondos para el
SNCC en la ciudad de Nueva York, y pedimos a Fannie Lou que inaugurara
este encuentro.

Esa noche, en Greenwich Village, todos nos acercamos a nuestra


distinguida oradora para escuchar su visión de la justicia racial y para oír su
voz potente y cantarina. Además nos relató la historia de su vida. Nacida en
1917, hija de aparceros y la menor de veinte hermanos,64 había trabajado
de recolectora de algodón en una plantación desde que tenía seis años. Era
una vida dura; para ella y su familia, que con frecuencia pasaban hambre,
más que dura.65 Nos contó que a los trece ya era capaz de cosechar entre
90 y 130 kilos de algodón al día. Se casó, y aunque ella y su marido no
tuvieron hijos propios, criaron a dos niños de familias sin recursos. En
1961, cuando tenía cuarenta y cuatro años, se sometió a una intervención
quirúrgica para que le extirpasen un tumor. Su médico blanco la esterilizó
sin su consentimiento, en el marco del plan brutal de Mississippi para
reducir la población de negros pobres del estado.

En 1962, contraviniendo las órdenes de su patrono en la plantación, Fannie


Lou se inscribió en el censo electoral, y como consecuencia perdió su
trabajo de aparcera. Fue entonces cuando empezó a trabajar con la SNCC
en el censo electoral y para la alfabetización. Como bien dijo: «Supongo
que si hubiera tenido algo de cordura habría estado asustada, pero ¿qué
sentido tenía estar asustada? Lo único que podían hacer era matarme, y creo
que eso ya lo habían intentado hacer poco a poco desde que puedo
recordar».66 Encarcelada con falsas acusaciones en 1963, Fannie Lou
relataba cómo unos prisioneros, y después los policías,67 la golpearon con
una porra hasta casi matarla. Esas lesiones pudieron haber acabado con su
vida, pero parece que solo consiguieron alimentar su determinación y avivar
su indignación moral basada en sus principios.

Mientras escuchaba hablar a Fannie Lou, sentía cómo me recorría una


corriente de energía. Estaba claro que su poderoso sentido de la integridad,
su fibra moral y su fe hicieron algo más que ayudarla a superar los retos que
tuvo que enfrentar. Sus acciones estaban en armonía con sus convicciones.
Aunque ella no lo explicara así, también estoy segura de que experimentó
no poco sufrimiento moral: ¿y quién en su situación no lo habría hecho, al
ver cómo eran denigrados, golpeados y asesinados los miembros de su
comunidad en el Sur rural?

Aunque Fannie Lou fue víctima de terribles abusos, nunca se rindió. De


hecho, utilizó su sufrimiento en beneficio de la humanidad, trabajando
valientemente con personas de ambas orillas de la brecha racial, aunque
pusiera en peligro su vida. Esa noche en Greenwich Village, recalcó que su
forma de mantener vivo su compromiso fue plantearse el Movimiento por
los Derechos Civiles como un camino espiritual. Le oí decir alto y claro: «
Hazte visible […]». Esta es la práctica del optimismo radical combinada
con la rehumanización y con el ejercicio incansable de la imaginación
moral. Fannie Lou Hamer se convirtió para mí en un modelo a seguir y en
una de las personas más influyentes en mi vida. Muchas veces pienso en su
increíble coraje y en su integridad.

Otro compatriota de Fannie Lou fue el doctor Howard Zinn, activista,


historiador y asesor de la SNCC. Sentía un enorme respeto por la autoridad
moral de Fannie Lou y por su optimismo y fortaleza, entre tanta
incertidumbre y tanta violencia. Estoy segura de que fue su carácter lo que
le inspiró a escribir lo siguiente:

Tener esperanza en tiempos difíciles no es romanticismo absurdo. Se basa


en el hecho de que la historia humana no es solamente una historia de
crueldad, sino también de compasión, de sacrificio, de valor, de amabilidad.

Lo que elijamos potenciar en esta historia compleja es lo que determinará


nuestra vida. Si solo vemos lo peor, nuestra capacidad de hacer algo se
destruye. Si recordamos los tiempos y lugares, y hay muchísimos, en que
las personas se han comportado con magnificencia, eso nos proporciona la
energía para actuar, y como mínimo la posibilidad de dirigir este mundo que
gira como una peonza en una dirección diferente.

Y si de verdad actuamos, por nimia que sea la acción, no tenemos por qué
esperar un futuro utópico grandioso. El futuro es una sucesión infinita de
presentes, y vivir en este momento como creemos que deberían vivir los
seres humanos, a pesar de todo lo malo que nos rodea, es en sí mismo una
victoria maravillosa.68

Sin duda, la vida de Fannie Lou fue una victoria, además de un ejemplo
formidable de carácter moral, integridad y optimismo.

Vivir según los votos

Algo fundamental para nuestra integridad es «vivir según nuestros votos»,


nuestra capacidad de dejarnos guiar por nuestros valores más profundos, de
ser conscientes y de conectar con lo que somos realmente. Vivir de acuerdo
con los votos también dirige nuestra sensibilidad moral, nuestra capacidad
de identificar características relevantes en nuestra interacción con los demás
y con las organizaciones donde trabajamos, y tener la visión y el valor de
encarar cuestiones relativas al daño.

La integridad se puede vivir de forma grandiosa, como en la vida de Fannie


Lou, pero también se ve reflejada en las decisiones que tomamos cada día
las personas corrientes. Decirle al cajero que nos ha entregado dinero de
más. Defender a la mujer con hiyab a la que están acosando. Pedirle a
nuestro tío racista que no airee sus opiniones en presencia de nuestros hijos.

Quizá nos dé miedo pronunciarnos y optemos por ignorar esas situaciones.


Quizá neguemos o ignoremos deliberadamente el daño experimentado por
otros cuando se dan situaciones transgresoras. Quizá seamos moralmente
apáticos o vivamos en una burbuja de privilegio. Pero si no estamos
atrapados en ninguna de esas defensas, daremos un paso adelante y
afrontaremos el daño con la determinación de acabar con el sufrimiento.

Lo que nos mantiene rectos es nuestra fibra moral, el valor de defender


principios de bondad. Lo que mantiene nuestra integridad por buen camino
es nuestra sensibilidad moral. Necesitamos tanto una espalda fuerte como
un frente suave, ecuanimidad y compasión vividas, para mantenernos
alineados con nuestros valores. Y también necesitamos tener un corazón
que sea lo suficientemente amplio para aceptar el rechazo, la crítica, el
menosprecio, la ira y la culpabilización si nuestros puntos de vista van en
contra de lo establecido. Quizá podríamos incluso perder la vida por
defender nuestros principios.
Puede que tu tío no vuelva a dirigirte la palabra. Tal vez tu hogar quede
marcado por haber defendido a una mujer musulmana. O algo mucho
peor… Pero a esto se le llama «vivir según los votos».

Y, sin embargo, muchos de nosotros sentimos aversión hacia los votos. Los
sentimos como reglas que nos limitan. Algunos somos de los que infringen
las reglas por naturaleza. Otros sienten que los votos son demasiado
religiosos, y somos contundentemente secularistas. A otros sencillamente
no les importa. No vemos razón alguna para hacer promesas ni honrar
compromisos. Y es que vivimos en una época de cambio psicosocial rápido,
una época de normalización de la falta de respeto, la mentira, la violencia, e
incluso peor. Es importante recordar que nuestros votos nos ayudan a
mantener nuestra coherencia con nuestros valores más profundos, y nos
recuerdan quiénes somos realmente.

Los votos que asumimos son una gramática de valores reflejada en nuestras
actitudes, en nuestros pensamientos y en cómo somos en el mundo.
Nuestras promesas y compromisos tratan, fundamentalmente, de cómo
somos con los demás y con nosotros mismos, cómo conectamos y servimos,
y cómo nos encontramos con el mundo. Si los practicamos, los encarnamos,
reflejan nuestra integridad y ayudan a darnos un contrapeso y un significado
cuando abordamos las tormentas internas y externas que conlleva el ser
humanos.

Los votos se pueden practicar de forma literal, como seguir los diez
mandamientos o los preceptos budistas. También pueden estar basados en la
compasión, ser más fluidos y más sensibles al contexto. O pueden
fundamentarse en una perspectiva de sabiduría de no separación y no
dualidad. En resumidas cuentas, nuestros votos son un panorama más
amplio de lo que muchos creemos, y sustentan la integridad en nuestras
vidas, además de proteger nuestro mundo.

Hay votos que son personales; promesas internas que debemos cumplir para
dar a nuestras vidas fortaleza de carácter. Por ejemplo, en mi caso una de
las influencias más poderosas ha sido la vida de servicio de mi madre.
Desde muy joven, mi voto personal ha sido no abandonar a quienes son
vulnerables y trabajar siempre para acabar con el sufrimiento.
Luego están los votos que recibimos en nuestra formación religiosa. «Trata
a los demás…», la Regla de Oro, los tres Preceptos Puros del budismo de
no hacer daño, de hacer el bien, de hacer el bien por los demás. Estos son
los votos que compartimos con los demás y que nos arraigan a lo sagrado
de toda vida.

También existen principios prácticos que nos ayudan a vivir en nuestro


mundo. Son costumbres y normas que nutren el civismo y la cooperación
social. Tratar con respeto al prójimo. Hablar con amabilidad a los demás y
de los demás. Ser agradecidos por el regalo de nuestra vida.

Los votos especiales son los que pueden transformar nuestro egoísmo. Estos
votos requieren que seamos estrictos con nosotros mismos, porque se
centran en el ego y están relacionados con nuestras emociones destructivas.
Los votos de apaciguamiento del ego nos enseñan que ser egoísta
simplemente no es práctico. ¡Sin más! La mayoría estaríamos de acuerdo en
que ser avaricioso, odiar o engañar no ayuda a nadie. Y aun así,
inevitablemente, pasamos por momentos de rebeldía. Los votos de
apaciguamiento del ego nos ayudan a disolver nuestro egocentrismo, como
se disuelve la sal en el vasto océano.

En Upaya, durante nuestros periodos de práctica intensiva, cada mañana


recitamos el Verso de Expiación, un voto de refrenamiento del ego que nos
invita a no separarnos del daño que causamos al prójimo y a nosotros
mismos. El verso nos recuerda el acto de redimirnos. Y dice así: «Todo mi
antiguo karma retorcido, desde el odio, la avaricia y el engaño sin principio,
nacido del cuerpo, del habla y de la mente, queda totalmente redimido en
este momento». En inglés la palabra atone (en español, expiar, reparar) es
muy adecuada, pues por su origen (at-onement) hace referencia a no
separarnos de la verdad de la totalidad de nuestras vidas, y reparar, unir las
piezas fracturadas en un acto de reconciliación valiente y honesta.

Los votos más poderosos son los que nos orientan hacia la vivencia de una
identidad más amplia, a ser buda. Estos votos nos ayudan a reconocer la
impermanencia, la generosidad y la compasión. Para un budista, esto
supone tomar refugio en el Buda, que ejemplifica la sabiduría y la
compasión. Tomar refugio quiere decir que practicamos el «ser buda».
También tomamos refugio en el Dharma, las enseñanzas y los valores que
nos guían hacia el no dañar, servir desinteresadamente y despertar. Esto
significa que encarnamos las enseñanzas en la medida de nuestras
posibilidades. Y, finalmente, tomamos refugio en el Sangha, nuestros
compañeros en el despertar, incluidos los que nos crean problemas, como
nuestro político local, nuestro suegro, nuestro jefe desconsiderado. Esto
implica que somos capaces de ver que no estamos separados de ningún ser
ni de ninguna cosa, y que vivimos en consecuencia.

De igual forma, para un cristiano podría suponer tomar refugio en el Señor


Jesucristo y practicar las bienaventuranzas como una experiencia vivida de
amor y de humildad. Para un nativo indígena, podría implicar tomar refugio
en la gran tierra y en el vasto cielo, y respetar y cuidar a todos los seres
vivientes. Creo que, sea cual sea el origen de nuestros votos, estos son
prácticas esenciales que respaldan la integridad y el desarrollo del
temperamento moral. Por eso muchas veces les digo a mis estudiantes:
«¿Por qué no ser un buda ahora?».

¿Y eso cómo se hace? Una forma es afrontar precisamente los puntos donde
percibimos más resistencia. Podemos ir al lugar que más miedo nos da y
poner a prueba la fortaleza de nuestra relación con nuestros votos y nuestros
valores. Fannie Lou Hamer, Malala Yousafzai y Jane Goodall se han
erguido sobre el elevado borde de la integridad y han plantado cara a la dura
realidad del sufrimiento sistémico causado por el racismo, el sexismo, la
destrucción medioambiental y las desastrosas desigualdades económicas de
nuestro mundo. En medio de una incertidumbre radical, esas mujeres
vivieron sus votos para terminar con el sufrimiento: ¡voto continuo, práctica
continua! Su carácter moral y su sensibilidad moral les han dado la espalda
fuerte y el frente suave necesarios para afrontar el sufrimiento con lo que en
Zen llamamos «una respuesta apropiada», que significa coraje e integridad
modulados por la sabiduría. Eso es, en mi opinión, vivir según los votos.

13.

Caer por el borde de la integridad: sufrimiento


moral

El sufrimiento moral es el daño que experimentamos en relación con actos


que transgreden nuestros principios de bondad humana básica. Se
manifiesta al menos de cuatro formas principales. El distrés moral surge
cuando somos conscientes de un problema moral e identificamos un
remedio, pero somos incapaces de ponerlo en práctica debido a
restricciones internas o externas. El daño moral es una herida psicológica
que aflora cuando somos testigos o participamos en actos moralmente
transgresores; es una mezcla tóxica y enquistada de temor, culpa y
vergüenza.

En contraste, la indignación moral es una expresión externalizada de ira


hacia otros que han violado las normas sociales. Como reacción que
involucra ira y disgusto a la vez, la indignación moral ante acciones no
éticas nos puede impulsar a tomar medidas y a exigir justicia y
responsabilidad. La apatía moral se da cuando simplemente no queremos
saber o cuando negamos la existencia de situaciones que causan daño.

Los cuatro tipos de sufrimiento moral están presentes en la historia de Hugh


Thompson Jr., piloto de helicóptero y soldado de Georgia, como mi padre.
El 16 de marzo de 1968 en Vietnam del Sur, Thompson sobrevoló una
horrenda escena en la que soldados norteamericanos violaban, mutilaban y
asesinaban sin motivo a hombres, mujeres, niños y bebés vietnamitas en la
que llegó a ser conocida como la Masacre de My Lai. En una increíble
muestra de integridad y de valor, Thompson y los dos miembros de su
tripulación intervinieron parando a los perpetradores norteamericanos y
amenazándolos con disparar sus armas contra ellos si no se detenían.
Después, Thompson escoltó personalmente a unos cuantos civiles a un
lugar seguro. Con toda probabilidad su indignación moral al presenciar esa
violencia descontrolada infligida a aldeanos inocentes le dio la fortaleza
para salvar las vidas de algunos de esos hombres, mujeres y niños y
responsabilizar a los agresores.

El general al mando de las fuerzas norteamericanas en Vietnam era William


C. Westmoreland. Él mismo felicitó a los atacantes norteamericanos por su
«acción excepcional», en la que según sus palabras, «le habían asestado un
buen golpe al enemigo».69 Pero años más tarde, en su autobiografía,
Westmoreland describió ese incidente como «la masacre deliberada de
bebés, niños, mujeres y ancianos indefensos en una pesadilla a cámara lenta
que duró casi todo el día, con una pausa a sangre fría para almorzar».70

Poco después del incidente, Thompson recibió la Cruz del Mérito


Aeronáutico, pero la rechazó. La distinción militar elogiaba su heroísmo
«frente al fuego enemigo», omitiendo el hecho de que el fuego hostil
procedía del lado norteamericano. Thompson estaba convencido de que sus
jefes al mando pretendían comprar su silencio; es decir, una violación ética
más. En 1969 testificó en contra de los oficiales que habían ordenado la
masacre, todos los cuales fueron absueltos o exculpados posteriormente.71

Durante años, Thompson fue vilipendiado por muchos dentro del Ejército
norteamericano, del gobierno y de la sociedad civil por su papel durante las
investigaciones y los juicios de My Lai. A pesar de que había actuado de
forma heroica, su sufrimiento relacionado con la masacre y su posterior
encubrimiento nunca lo abandonó. Profundamente herido por el daño
moral, Thompson sufrió trastorno por estrés postraumático, un divorcio,
graves pesadillas y alcoholismo. Cuando murió solo, tenía sesenta y dos
años.

Thompson vivió distrés moral cuando se dio cuenta de que tenía que
desafiar las órdenes de sus superiores si quería preservar su integridad y
salvar las vidas de civiles. Su indignación moral le incitó a hacer lo
correcto, aunque sufrió un daño moral que lo persiguió durante la mayor
parte de su vida y probablemente alimentó su alcoholismo (una enfermedad
que implica negación y desensibilización y, por lo tanto, cierto grado de
apatía moral).
Sin embargo, hacia el final de su vida, Thompson finalmente fue
reconocido como héroe. Él y su tripulación recibieron la Medalla del
Soldado por su valentía al hacer lo que pocos hubieran hecho en esas
circunstancias.

Conocí la historia de Hugh Thompson gracias a uno de mis estudiantes que


había servido en las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Marina y
había asistido a una charla impartida por Thompson sobre la ética en el
Ejército. Thompson relató al público que volvió a My Lai días después de
recibir la Medalla al Soldado, treinta años después de la matanza. En My
Lai, conoció a una mujer vietnamita que había sobrevivido a la masacre.
Ella le dijo que había rezado para que los soldados que los habían atacado
regresaran con Thompson, para que pudieran ser perdonados.
Indudablemente, esta mujer también sufrió daños morales cuando vio cómo
violaban, torturaban y asesinaban a los habitantes de su aldea, pero fue
capaz de transformar esas heridas en perdón.

Sería útil saber cómo han vivido con sus acciones los perpetradores de la
masacre. A menos que sean moralmente apáticos, también deben haber
sufrido. En 2010, un jefe de escuadrón que formó parte de la debacle dijo
que hizo lo que hizo por miedo a ser ejecutado. «Si al entrar en una
situación de combate hubiera dicho “No, yo no voy. No voy a hacer eso. No
voy a seguir esa orden”, me habrían puesto contra la pared y me habrían
fusilado».72

Los miedos del jefe de escuadrón pueden estar justificados, y cualquier


persona atrapada en ese tipo de disyuntiva de matar o morir merece nuestra
compasión. Aun así, fue Hugh Thompson quien se mantuvo firme en el
terreno elevado de la integridad; su daño moral y su indignación le dieron el
valor y la energía necesarios para actuar cuando hizo frente a aquellos actos
intolerables.

Distrés moral

A lo largo de mis décadas de trabajo en los cuidados al final de la vida,


muchos médicos me han confesado los dilemas morales que afrontan
cuando la carga de prolongar la vida de un paciente empieza a superar los
beneficios. A algunos se les ha exigido que aplicaran la técnica de
reanimación cardiopulmonar, un procedimiento doloroso y con frecuencia
inútil, a un paciente al que solo le quedaban pocos días de vida. Un
profesional me contó la historia de un paciente a quien denegaron el
suministro de sangre, aunque la necesitara, porque no había reservas
suficientes en su hospital. Muchos me han contado cómo han debatido con
sus equipos cuál sería la intervención útil, y luego no han podido seguir el
mejor camino por cuestiones de política del hospital o por las expectativas
de su paciente. Algunos han caído en la apatía moral porque se han
quemado profesionalmente y han perdido su capacidad de cuidar.

Mi experiencia a lo largo de décadas se ha centrado en trabajar con médicos


clínicos, algunos de los cuales experimentan distrés moral a diario. Hace
unos años, a un colega y a mí nos pidieron que asesoráramos a un equipo de
enfermeros y enfermeras que trabajaban en una unidad de cuidados
intensivos (UCI) de cardiología. El equipo estaba desmoralizado y a punto
de derrumbarse. Durante nueve meses habían atendido a un paciente de
trasplante de corazón. El corazón del donante resultó ser defectuoso, y la
salud del paciente, Roy, se estaba deteriorando mucho.

Comprensiblemente, Roy y su mujer estaban desesperados y dispuestos a


hacer cualquier cosa que prolongara su vida. Su cardiólogo les había
pintado un panorama optimista, sugiriéndoles que a Roy le iría bien con las
intervenciones que le estaba recomendando.

Pero eso no fue lo que ocurrió. A lo largo de los meses, Roy soportó
dolorosas amputaciones a causa de la gangrena; escaras; limpiezas y
cambios de vendajes constantes en sus heridas abiertas; neumonía
recurrente; infecciones resistentes a los medicamentos y dependencia de
respiración artificial. El dolor de Roy se volvió incontrolable y se hundió en
una muda desesperación.

El equipo de enfermería nos comentó que su angustia había ido en aumento


al tratar de atender las heridas físicas y mentales de Roy. Algunos dijeron
que no podían soportar entrar en su habitación, porque sentían que sus
cuidados le estaban infligiendo incluso más dolor. Una enfermera confesó
que tratar la gangrena de Roy y su olor pútrido le hizo vomitar al salir de la
habitación. Otros seguían cumpliendo con sus obligaciones, pero se sentían
alarmados ante la angustia de su paciente. Algunos compartieron que se
sentían insensibles y que realizaban sus tareas casi como en estado de
trance. Y en cuanto a Roy, se sumió en un oscuro silencio. Al cabo de
nueve meses de agonía para Roy y de un creciente distrés moral para las
enfermeras, falleció sin haber salido de la UCI cardiológica.Al escuchar al
equipo de enfermería, recordé que Hipócrates recomendaba tres objetivos
en la práctica de la medicina: «curar, aliviar el sufrimiento y negarse a tratar
a quienes han sido vencidos por las enfermedades». Estas enfermeras
experimentadas sentían que Roy ya estaba totalmente derrotado por su
enfermedad y que el cuidado que se les exigía que proporcionaran era inútil
y doloroso para su paciente. Para empeorar las cosas, el cirujano hacía caso
omiso de sus preocupaciones, y se sentían dominadas por él y por la política
del hospital.

Algunos se sentían culpables y avergonzados por querer evitar a su


paciente. Otras se habían cerrado completamente y sentían apatía moral. Y
otros estaban indignados moralmente, y culpaban al cirujano por lo que
sentían que había sido un comportamiento rayano en lo amoral. Todos ellos
sufrían distrés moral.

Durante nuestra reunión, las enfermeras preguntaron qué otra cosa podrían
haber hecho en un sistema sanitario que se dedica a prolongar la vida a toda
costa. También querían consejo sobre cómo, en esas condiciones, podían
haber salido de la reactividad emocional o del deseo de abandonar al
paciente, o haber evitado caer en la apatía moral o la indignación. Sentían
que su integridad se había visto fuertemente comprometida en el transcurso
de la atención a ese paciente y que habían violado sus propios valores y sus
principios de cuidado compasivo. Es más, habían perdido su carácter moral
y nos preguntaban cómo podían recuperar su integridad y el respeto hacia sí
mismos.

Nosotros escuchamos. Les apoyamos para que se escucharan unos a otros.


Compartimos con ellos cómo recontextualizar su experiencia. Exploramos
escenarios alternativos. Y les sugerimos que se plantearan el perdón: perdón
hacia uno mismo, perdón a los demás y perdón al cirujano y la institución.

La historia no terminó con nuestro asesoramiento. Mi colega continuó el


trabajo con este equipo a lo largo de dos años, ayudándoles a cultivar la
resiliencia moral. El equipo estudió prácticas de meditación para fomentar
la flexibilidad moral, el enraizamiento y la claridad en situaciones de alta
intensidad. Exploraron sus valores personales y los principios que presidían
su institución. Vieron que sus propios principios no siempre coincidían con
las expectativas institucionales. También exploraron el concepto de secuela
moral, el doloroso residuo emocional que perdura después de realizar
acciones que violan el sentido personal de integridad. Empezaron a
comprender que es de esperar una secuela moral en el periodo ulterior a la
mayoría de los dilemas éticos y que era importante aceptarlo para generar
resiliencia.

Pero para el personal de ese equipo este proceso no fue solo una cuestión de
sanación. Aprender a ser moralmente resilientes les llevó a recuperar su
poder. El equipo tomó la iniciativa de cambiar la política para que los
pacientes de cardiología que empeoraban sin remedio pudieran recibir
cuidados paliativos adecuados. Mientras escribo estas líneas, la mayor parte
del equipo sigue trabajando en esa misma UCI cardiológica.

El dolor del daño moral

Mientras el distrés moral puede ser pasajero, el daño moral puede tardar
mucho tiempo en sanar, si es que llega a hacerlo. El daño moral es una
compleja herida psicológica, espiritual y social provocada por una violación
de nuestra integridad cuando somos testigos o participamos en actos
intolerables. Suele darse con mucha frecuencia entre los miembros del
ejército, por razones obvias. Igual que el líder del batallón de My Lai,
muchos soldados se sienten impotentes para hacer valer sus valores y
creencias personales cuando se oponen a los imperativos institucionales. En
situaciones así, el edificio de nuestra integridad se puede derrumbar, y
puede que cumplamos órdenes que consideramos incorrectas o que dejemos
de intervenir en una situación de daño grave, incluso aunque nuestra
conciencia nos llame a hacer lo contrario.

El término de daño moral no se refiere solamente a la herida sufrida, sino


también al daño psicológico que causa. Los que lo sufren se ven acosados
por sentimientos de disonancia que pueden durar toda una vida, como
pueden ser la depresión, la vergüenza, la culpa, el retraimiento y el odio
hacia uno mismo. También pueden sentir la ira y el disgusto que provocan
la indignación moral y los comportamientos adictivos asociados a la apatía
moral. El daño moral, mucho más grave que la secuela moral, puede abocar
a una persona a acabar viviendo en la calle o al desamparo y al suicidio.

La alienación es otro aspecto distintivo del daño moral. Cuando regresan a


la vida civil, quienes vuelven de misiones militares se pueden sentir
desconectados de sus iguales, sus amigos y su familia. Como la mayor parte
de la población civil no tiene idea de lo que es servir en el ejército, a los
veteranos no les resulta nada fácil explicar sus experiencias y suelen temer
que les critiquen por lo que se vieron obligados a hacer. También tienen
miedo de que se les aclame como héroes si algunas de sus acciones fueron
moralmente ambiguas o transgresoras.
Por supuesto, los militares no son los únicos que experimentan el daño
moral. También sufre esa herida el político que miente para ganar votos y se
da cuenta de que está poniendo en juego su integridad; la empleada de una
compañía petrolífera y de gas que se siente culpable por la destrucción
medioambiental de la que está siendo cómplice; el educador que presiona a
sus estudiantes para que aprueben a toda costa y se siente culpable por el
daño que les está infligiendo, e incluso quienes intentan impedir un daño,
por el mero hecho de presenciarlo. Creo que necesitamos reconocer hasta
qué punto está presente en nuestra sociedad el daño moral si queremos
afrontarlo mejor.

Experimenté daño moral la noche del 6 de noviembre de 2001, cuando


Terry Clark fue ejecutado con una inyección letal en la Penitenciaría de
Nuevo México. La pena capital –matar como castigo por haber matado– es
una práctica que causa daño moral a muchos de los involucrados, incluso a
quienes intentan impedirla. Yo tuve una perspectiva perturbadora de esta
práctica, que aún sigue vigente en treinta y uno de nuestros estados. Me
dejó una marca de por vida.

Terry Clark había sido condenado a principios de 1986 por secuestrar y


violar a una niña de seis años. Ese verano, cuando estaba en libertad bajo
fianza, violó y asesinó a una niña de nueve años, y días más tarde confesó
su crimen. Aunque Nuevo México no había ejecutado a un prisionero desde
1960, un jurado condenó a muerte a Clark.

En prisión, Clark encadenó los recursos de apelación hasta 1999, año en


que paralizó los procedimientos pendientes y empezó a desear morir. Yo
formaba parte de un equipo que intentaba convencerlo de que revocara su
decisión y reanudara los procedimientos de apelación para no ser ejecutado.
Obviamente, no tuvimos éxito.

Clark parecía un hombre atormentado. Una compañera y yo nos sentábamos


en el suelo de cemento fuera de su celda y hablábamos con él a través del
ventanuco utilizado para introducir la comida a través de la imponente
puerta de metal que nos separaba de él. Hablaba casi en un suspiro, y su
celda siempre estaba cargada de humo gris de tabaco.
En la tarde de su ejecución, una cincuentena de estudiantes y amigos míos
nos concentramos en el exterior de la penitenciaría, situada junto a una
carretera rural cerca de Santa Fe. En señal de protesta, nos sentamos en
silencio en la tierra desnuda en esa noche oscura y fría. No estábamos solos.
A nuestro lado, la familia y los vecinos de la niña asesinada gritaban:
«¡Mátenle! ¡Mátenle!». Pasado un rato, quizá influidos por nuestro silencio,
se fueron calmando y empezaron a cantar «Jesús me ama, bien lo sé».
Todos esperamos.

A las 19:30 horas, un funcionario del correccional salió para informarnos de


que Terry Clark había sido ejecutado. Nuestro grupo cayó en un silencio
todavía más profundo. Me sentí enferma. Más enferma aún cuando oí los
vítores de aquellos que habían apoyado su ejecución. Yo sabía que Clark
había cometido esos terribles crímenes. Pese a ello, no podía ni acercarme a
la idea de utilizar el asesinato como castigo para el asesinato. El Buda
enseñó la no violencia. Trabajaba para reformar a los asesinos en lugar de
castigarlos. De acuerdo con sus enseñanzas, la mayoría de los budistas
considera que la pena capital no es ética; matar por haber matado no
absuelve a nadie. La mayoría de nosotros también nos oponemos al
concepto de «homicidio justificado» porque se utiliza para normalizar el
homicidio no justificable (es decir, el asesinato).

Como llevaba más de cuarenta años sin ejecutar a un prisionero, el


Departamento Penitenciario de Nuevo México no estaba preparado para
llevar a cabo la ejecución. Tuvieron que pedir ayuda a un equipo de Texas.
Muchos de los empleados de la penitenciaria compartieron conmigo en
privado sus dilemas morales por el hecho de que esta ejecución se llevara a
cabo durante su turno.

El día en que ejecutaron a Clark, me dijeron que estaba tan asustado que
pidió que le sedaran. Durante el proceso de ejecución, una de las psicólogas
del ala de los condenados a muerte lloraba mientras Clark, aterrorizado, la
miraba a los ojos. Mis colaboradores que estaban en el ala de los
condenados a muerte con Terry Clark cambiaron para siempre, y terminaron
abandonando el servicio penitenciario.

No escuchamos estos testimonios con la frecuencia suficiente, pero muchos


de los miembros de los equipos que llevan a cabo las ejecuciones sufren
angustia permanente. «Cuando activamos el interruptor por primera vez y
me di cuenta de que acababa de matar a un hombre, fue bastante
traumático», relataba el doctor Allen Ault a The Guardian.73 A mediados
de los noventa, en calidad de comisionado del Departamento de
Correccionales de Georgia, Ault ordenó cinco ejecuciones en la silla
eléctrica. «Y después de tener que hacerlo otra vez, y otra, y otra más, llegó
un punto en que no podía con ello», dijo.

Esos asesinatos premeditados degradaron a Allen Ault a un nivel «más bajo


que la persona más despreciable». Tras la quinta ejecución, su angustia era
tan fuerte que renunció a su puesto. A día de hoy, todavía le persiguen
aquellos hombres cuyas vidas truncó. «No recuerdo sus nombres, pero los
sigo viendo en mis pesadillas», expresó.74

Varios miembros de su equipo buscaron ayuda terapéutica para gestionar el


trauma. Ault comentó que conocía personalmente a tres personas que
habían participado en ejecuciones y que terminaron suicidándose. No
fueron capaces de integrar la secuela moral, y el resultado acabó siendo el
daño moral y después la muerte.

Cuando el daño moral nos mantiene insomnes y puebla nuestras pesadillas


con demonios, sufrimos. Ault dimitió; otros se han quitado la vida. Igual
que el dolor físico nos dice que algo va mal en nuestro cuerpo, el
sufrimiento moral nos dice que nuestra integridad está siendo violada, y
esta información nos puede ayudar a volver a orientar nuestras acciones en
concordancia con nuestros valores. Como Ault, como mis colaboradores
que abandonaron el servicio penitenciario, podemos alejarnos de la
situación y al mismo tiempo trabajar para cambiar la violencia institucional
del sistema.

La indignación moral y la adherencia de la ira y la repulsión

Y luego está la indignación moral. Una tarde de verano, en los años sesenta,
al salir del edificio donde vivía en la ciudad de Nueva York me topé con
una desagradable escena de un hombre que gritaba a una mujer. De repente,
el hombre arrancó una antena de radio de un coche que tenía cerca y se
puso a golpear con ella a la mujer. Sin pensarlo, me interpuse entre los dos
y pedí a gritos al hombre que parara. Moralmente indignada, no pensé en mi
propia seguridad. La escena de un hombre abusando de una mujer me
encendió, y reaccioné en consecuencia.

La indignación moral se ha definido como una respuesta de ira y de


disgusto ante una violación moral percibida. En esa escena en la calle no
solo estaba presenciando violencia física, sino también violencia de género.
Cincuenta años después, la sensación que me produjo enfrentarme a esa
violencia sigue presente en mi cuerpo. Fue la conmoción de ira y repulsión,
y nada habría podido impedir que me interpusiera entre los dos.

Me quedé ahí parada, con el corazón latiendo a toda velocidad; la mujer me


dio las gracias apresuradamente y escapó del lugar. El hombre tiró la antena
a la calle, me gruñó y se fue. Viéndolo en retrospectiva, estoy bastante
segura de que cuando intenté detener la violencia no actué desde una
motivación egoica; no buscaba obtener la aprobación de los demás ni
potenciar mi autoestima. No tuve tiempo para un pensamiento de
egocentrismo; simplemente no pude dejar pasar esta escena terrible sin
intervenir. Lo que motivó mi acción fue una oleada rápida y profunda de
indignación moral combinada con compasión.

A lo largo de los años, he presenciado la indignación moral y su


manifestación de formas sanas y malsanas en el mundo de la política, el
activismo, el periodismo y la medicina, y por supuesto en mi propia
experiencia. En un intento de investigar más a fondo, he visto que la
indignación moral, igual que el altruismo patológico, a veces puede reflejar
una necesidad no reconocida de ser percibido como una «buena» persona, y
podemos creer que nuestra actitud moral superior nos hace parecer más
dignos de confianza y honorables a los ojos de los demás. Nuestra justa
indignación nos puede proporcionar mucha satisfacción egoica y aliviarnos
de nuestra propia culpabilidad: «Tenemos razón, los demás están
equivocados; somos moralmente superiores, los demás son moralmente
corruptos».

La escritora y crítica social Rebecca Solnit desenmascara aún más la


dimensión autocentrista de la indignación moral en su ensayo publicado en
The Guardian «We Could Be Heroes: An Election-Year Letter». Señala que
algunos militantes de extrema izquierda tienen tendencia a incurrir en la
«amargura recreativa», pues convierten la indignación moral en un deporte
competitivo haciendo de lo mejor el enemigo de lo bueno, encontrando
fallos en los avances, en las mejoras e incluso en las victorias indiscutibles.
Solnit afirma que esta actitud no ayuda a que progrese ninguna causa y que,
de hecho, socava la generación de alianzas.75 A fin de cuentas, me
pregunto en qué medida la amargura recreativa desempeñó un papel en el
resultado de las elecciones de 2016, al ahondar la división entre los liberales
y la extrema izquierda.

La amargura recreativa y otros modos de indignación moral pueden ser


contagiosos, adictivos y generar efectos de desconexión, además de
ponernos enfermos. Los excesos de este tipo terminarán con nosotros, y eso
es lo que quieren nuestros adversarios. Cuando estamos enfadados y
emocionalmente sobrepasados, empezamos a perder el equilibrio y la
capacidad de ver las cosas claramente, y somos más propensos a
despeñarnos por el borde hacia el sufrimiento moral.

Sin embargo, muchos sentimos que violamos nuestra propia integridad si no


responsabilizamos a los demás del daño que causan. Ante las violaciones
morales, no podemos ser espectadores ni protegernos negando la situación.
Si queremos preservar la integridad, debemos enfrentarnos al poder con la
verdad. Eso es lo que yo denomino ira moral fundamentada.

La ira moral fundamentada en los principios incluye elementos de los


demás estados límite: altruismo, empatía, integridad y respeto. En 1981, el
neurocientífico Francisco Varela y yo, junto con Harry Woolf, director del
Institute for Advanced Study en Princeton, visitamos un laboratorio de
primates. El laboratorio del sótano albergaba docenas de pequeñas jaulas
con monos Rhesus en su interior. Harry y yo nos acercamos a una jaula. La
parte superior del cráneo del mono estaba aserrada y su cerebro aparecía al
descubierto. Los electrodos estaban en contacto con el cerebro de este
pequeño mono. El pobre animal estaba esposado e inmovilizado, pero sus
ojos lo decían todo: estaban anegados de dolor y de terror. Harry se
desmoronó a mi lado y se arrodilló en el suelo delante del mono. Parecía
estar pidiéndole perdón. Estremecida, me quedé de pie y sostuve mi mirada
en los ojos del mono. Inspiré su dolor y envié compasión a ese pequeño ser.

Más tarde, le dije a Francisco que me parecía absolutamente inmoral


realizar este tipo de experimento. Durante las investigaciones de
neurociencia, con frecuencia los animales acaban siendo sacrificados. Al
ver a ese mono, experimenté mucho más que una ligera indignación moral.
Algo se rompió en mi interior. Decidí utilizar mi ira y mi repulsión como
una forma de profundizar aún más en mi compromiso de terminar con el
sufrimiento. Tomé la determinación de no permitirme olvidar jamás los
experimentos con animales. Y en cuanto a Francisco, poco tiempo después
abandonó la investigación con animales. No sé qué hizo Harry; tras aquello
le perdí de vista. Pero nunca perdí de vista a aquel mono. Casi cuarenta
años después, sigue viviendo en mi interior.

Experimenté una profunda compasión por él, y la maraña de emociones que


sentí en ese laboratorio también incluía una aversión desgarradora, una
repulsa hacia la crueldad de la que son capaces los humanos hacia sus
prójimos seres sintientes. Una cualidad importante de la indignación moral
es que incluye sentimientos de repulsa como respuesta a una violación ética
percibida. Los psicólogos sociales han estudiado el efecto de la repulsa en
el discernimiento moral. En un estudio, cuando los jurados de juicios
simulados fueron expuestos a un olor repulsivo, dictaron veredictos más
duros para el acusado. La repulsa parecía amplificar su experiencia de
indignación moral, dando lugar a sentencias más duras.76 Otro estudio
descubrió que las personas más propensas a sentimientos más intensos de
repulsa suelen encontrar más atractivas a las personas de su entorno y
tienen actitudes más negativas hacia las personas que no forman parte de
sus grupos.77 Quizá esta sea una de las razones por las que la indignación
moral puede generar tanta polaridad: porque amplía la brecha entre el yo y
el otro.

Interiormente, podemos tener respuestas contradictorias a nuestra propia


indignación moral. Mientras que la ira puede activar la agresión, la repulsa
puede producir retraimiento, que a su vez puede llevarnos a escondernos en
nuestro grupo de iguales y a cosificar y evitar a quienes son diferentes.
Martha Nussbaum, experta en ética y jurista, utiliza la frase «la política de
la repugnancia» para criticar las leyes sustentadas en la repulsa que
discriminan al colectivo LGTB, como por ejemplo las prohibiciones de los
matrimonios entre el mismo sexo y las leyes anti-transgénero de «uso de los
aseos». Ella señala que ese tipo de políticas fomentan la intolerancia, el
fanatismo y la opresión.

Como escribe la doctora Cynda Rushton, experta en ética, «La indignación


moral se puede convertir en el pegamento que mantiene unido a un grupo
por un sentido de solidaridad contra quienes amenazan sus identidades
personales o profesionales, sus valores sus creencias o su integridad. El
sentimiento de ira moral puede ser contagioso y, si es irreflexivo, puede
exacerbar las diferencias y alimentar la separación, en lugar de la conexión
y la cooperación».78

En mi trabajo a lo largo de los años con diversas organizaciones para el


desarrollo, he aprendido que nuestros afectos y nuestros miedos nos pueden
predisponer fácilmente a responder de formas determinadas a los dramas
morales. Cuando sentí que tenía que revelar mis preocupaciones sobre la
mala gestión de una organización en la que estaba involucrada, me resistí.
Su director ejecutivo y yo éramos amigos desde hacía muchos años, y me
importaba mucho. Le había expresado mis preocupaciones directamente a
él, pero el patrón de abuso persistía. Al final, me sentí moralmente obligada
a informar directamente al comité de dirección sobre mis inquietudes
relativas a la mala gestión por parte del director de asuntos relacionados con
el personal, los proyectos y los fondos. Sabía que mi cariño hacia el director
había retrasado mi toma de postura, pero finalmente no tuve elección. La
situación me disgustaba y estaba decepcionada conmigo misma por no
hacerlo público.
El pensamiento racional sin duda desempeña un papel importante, aunque
normalmente secundario. Según el profesor de Psicología de Harvard
Joshua Greene,79 «Lo que hace que el pensamiento moral sea pensamiento
moral es la función que desempeña en la sociedad, y no los procesos
mecánicos que se desarrollan en el cerebro». Lo que finalmente me empujó
a desvelar mis preocupaciones a la junta fue mi conciencia, no mi mente
conceptual.

Un orientador escribió sobre sus problemas en su centro de trabajo, una


prisión de jóvenes adultos. «Descubrí que en realidad me avergonzaba decir
que me dolía ver lo que el sistema consideraba “cuidar”, cómo el propio
sistema estaba diseñado para ser violento, para provocar la violencia.
Estaba disgustado, indignado y profundamente avergonzado por tener que
presenciar tanto sufrimiento en los jóvenes.» Este orientador estaba
sufriendo angustia empática, indignación moral y culpa.

En cierto modo, la indignación moral es una respuesta justificada ante una


acción moralmente agresiva, como la tortura de monos en un laboratorio o
de un joven en una cárcel. Pero incluso cuestiones morales menos graves,
como la mala gestión de una institución, nos pueden generar ira, repulsa e
indignación moral fundamentada. Cuando la indignación moral es puntual y
está regulada, puede constituir un acicate útil para la acción ética. Hay
muchos motivos para indignarse en el mundo, y nuestra ira nos puede dar la
energía que necesitamos para enfrentar la injusticia. Las emociones fuertes
nos pueden ayudar a reconocer una situación inmoral y motivarnos a
intervenir, a tomar una postura, incluso a arriesgar nuestras vidas en
beneficio de los demás.

Sin embargo, cuando la indignación moral es interesada, crónica o no está


regulada, cuando se convierte en las lentes a través de las cuales vemos el
mundo, puede ser adictiva y divisora. Además, avergonzar, culpar y
creernos superiores moralmente nos coloca en una situación superior de
poder, que a corto plazo puede ser satisfactoria, pero que a largo plazo nos
aísla de los demás. Y la excesiva excitación constante puede tener efectos
graves en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; desde úlceras hasta
depresión, y todo lo que cabe entre medias. También puede tener graves
efectos sobre cómo nos perciben los demás. He aprendido que la
indignación moral puede tener consecuencias beneficiosas o perjudiciales,
no solo para nosotros mismos, sino también para nuestras relaciones e
incluso para nuestra sociedad. Nuestro discernimiento, la claridad de
nuestras intenciones y nuestra capacidad de regular nuestras emociones son
lo que marcan la diferencia respecto a la posible utilidad o no de la
indignación moral.

La apatía moral y la muerte del corazón

Vivimos en un mundo con extremos de violencia directa y opresión


sistémica que multiplica las ocasiones de sufrimiento moral. ¿Cómo
respondemos a la corrupción empresarial y política, al abuso de mujeres y
niños, a la crisis de los refugiados, al racismo, la injusticia económica, la
explotación del medioambiente, el drama de las personas que viven en la
calle? Y la lista sigue. El trabajo con las violaciones morales requiere
reconocer y transformar los valores psicosociales y los comportamientos
que llevan a que evitar el sufrimiento sea la norma.

Creo que es esencial no dejarnos atrapar por la necesidad de ser percibidos


como personas «decentes» per se. Si queremos ser coherentes con nuestros
valores más profundos, en la mayoría de los casos tendremos que
arriesgarnos al rechazo o a algo peor. La autora Sarah Schulman señala que,
en lugar de oponernos a las transgresiones morales de nuestra sociedad,
muchos de nosotros hemos optado por el «aburguesamiento mental», pues
permitimos que el privilegio colonice nuestro sentido común y nuestra
decencia. No nos gusta sentirnos incómodos ni hacer que otros se sientan
incómodos; somos reacios al conflicto, así que evitamos la realidad del
sufrimiento… y así los sistemas de violencia se hacen más fuertes. En
nuestro mundo actual, muchos han optado por el aburguesamiento mental
en vez de lidiar con las transgresiones morales. «La revelación de la verdad
es tremendamente peligrosa para la supremacía –escribe Schulman–.
Tenemos una sociedad en la que la felicidad de los privilegiados se sustenta
en no iniciar nunca el proceso de asumir responsabilidades.»80

La cuarta forma de sufrimiento moral es la apatía moral, cuando nuestra


negación, nuestra falta de interés o nuestra ignorancia deliberada nos
permiten desentendernos o aislarnos del sufrimiento de otros. «Me
aterroriza la apatía moral –escribió James Baldwin en Remember This
House–, la muerte del corazón que se está produciendo en mi país. Esta
gente lleva tanto tiempo engañándose a sí misma que ni siquiera creen que
yo sea un ser humano.»81

Yo crecí en un lugar al que se referían como White Town, Pueblo Blanco,


un municipio «exclusivo» donde no se permitía residir ni a judíos ni a
afroamericanos. Nuestra familia y nuestra comunidad vivían en una
burbuja. La contraparte de Pueblo Blanco era Colored Town, Pueblo de
Color, literalmente al otro lado de las líneas de ferrocarril.

Cada día laborable, mi padre se montaba en su Ford Thunderbird o en su


Lincoln Continental y cruzaba la pista para llegar a la no demasiado
grandiosa Gran Avenida de Colored Town para recoger a Lila Robinson. Mi
familia la contrató en 1946, cuando enfermé gravemente a los cuatro años.
Era de origen bahameño, pero sus raíces más profundas eran africanas.
Trabajó para nosotros como empleada de hogar y cocinera, y a lo largo de
los años se fue convirtiendo en una fuerza de influencia amorosa y fortaleza
para nuestra familia.

Cuando Lila llegó a nuestras vidas, yo no tenía ni idea de que en Coral


Gables (el nombre real de Pueblo Blanco) vivíamos en una comunidad de
exclusión. Igual que los peces que no son conscientes de que están nadando
en el agua, nuestra familia nadaba en las aguas del racismo, el clasismo y la
creencia de que nuestra religión era «la» religión. Ignorábamos o elegíamos
no ver la realidad del racismo que impregnaba nuestras vidas. Padecíamos
la peor de las apatías: la apatía que nace de cosificar al otro y de la negación
resultante de vivir en una burbuja de privilegio.

Cuando mi salud empezó a mejorar, solía acompañar a mi padre en coche


hasta West Coconut Grove (el nombre real de Pueblo de Color) para recoger
a Lila. Todavía recuerdo el olor a comida frita, las tiendas familiares escasas
de existencias, los coches destartalados, la calidez del barrio. West Coconut
Grove era otro mundo sin nada que ver con mi escuela primaria de niños
blancos y nuestro club de campo, con su golf, su bridge y sus cócteles
vespertinos. No pude evitar percibir las marcadas diferencias entre ambos
mundos, y, sin embargo, no estaba muy convencida de estar viviendo en el
«mejor».
No tenía ni idea de cuánto le pagaban a Lila, pero cuando vi dónde vivía
con sus tres hijas supe que tenía que ser una miseria. Su piso estaba en un
«monstruo de hormigón», el apodo de los horribles edificios altos
construidos en West Coconut Grove como algún tipo de versión
desencaminada de renovación urbanística. Los vecinos se achicharraban en
esas cajas de hormigón infestadas de cucarachas, y me preocupé por esa
persona que me trataba con tanto cariño y a quien yo quería.

Cuando Lila me contó que su abuela había sido esclava, me quedé atónita.
En la Escuela Experimental Merrick no nos enseñaban nada sobre la
esclavitud, pero yo sabía lo que era, y sabía que era algo realmente malo.
Aun así, en casa no se hablaba de esclavitud. De lo que oía hablar era de
golf, de los scouts de Brownie y de asuntos de negocios.

Lila y yo parecíamos vivir en dos universos distintos. Y, sin embargo,


nuestros universos se cruzaban. El universo que mi familia ocupaba
explotaba el de Lila y se justificaba convirtiéndolo en «los otros». Sin
saberlo, Lila, con su humanidad, me abrió los ojos al privilegio de los
blancos que había protegido a mi familia frente a la dura realidad del
racismo. Y eso me hizo ser quien soy hoy, con una conciencia profunda de
cómo la apatía moral continúa envenenando nuestro mundo.

Existen otras burbujas de apatía. Una de ellas es la burbuja del aislamiento.


Hace unos años, uno de mis estudiantes, que servía en las Fuerzas
Especiales, me escribió explicándome que, para evitar afrontar el
sufrimiento generado por la apatía moral que había padecido como
combatiente, había optado por el aislamiento. En una comunicación por
correo electrónico, me contaba que como veterano de guerra se había
refugiado en la burbuja de la soledad para manejar el trauma de la guerra,
pero que su aislamiento se transformó en apatía.

Me han enviado a situaciones creadas por hombres capaces que habían


encontrado una escapatoria para ese tipo de experiencias. He visto que la
guerra solo crea víctimas. Hasta la fecha, Estados Unidos aún no ha
reconocido oficialmente la cifra real de civiles muertos en la guerra de Irak,
ni ha respondido adecuadamente a los efectos debilitantes que tiene la
guerra en sus propios soldados y sus familias. En cierto sentido, yo también
he sido una de las víctimas invisibles, y para afrontarlo me he retirado a las
montañas para estar a solas. En mi asilamiento, meditar, leer y reflexionar
sobre el Dharma me resultó de gran ayuda, pero no tenía comunidad ni
propósito. Al final, mi asilamiento me llevó más allá de la sanación y se
convirtió en una muleta: me sentí seguro y me volví apático.

Este hombre tuvo la valentía de salir de su apatía y entrar en el Programa de


Formación en Capellanía Budista de Upaya para descubrir cómo servir a
otros. Tenía por delante mucha sanación que llevar a cabo. Cuando me
hablaba de las misiones en las que había servido, yo podía ver con claridad
la profunda herida que le había provocado la guerra. Su historia me
proporcionó una comprensión más sutil de lo que es estar dañado
moralmente y refugiarse en la apatía. Su experiencia de daño moral incluía
la culpa, la vergüenza y el odio hacia sí mismo, como también la negación.
Y, al final, descubrió de nuevo su valentía y su compasión. No pude sino
admirar su voluntad de sanar.

James Baldwin identificó el antídoto para la apatía: «No todo lo que se


afronta se puede cambiar. Pero nada cambiará si no se afronta».82 Mi
estudiante de las Fuerzas Especiales vino al programa de Formación en
Capellanía Budista de Upaya para abandonar su aislamiento protector y
afrontar su sufrimiento.

A mi manera, yo me resistí al señuelo de la apatía moral participando en el


Movimiento por los Derechos Civiles de los años sesenta, que me obligó a
hacer frente a los horrores de la injusticia racial. También me mostró la
necesidad de entrar en diferentes contextos de trabajo en entornos de
sufrimiento para poder entenderlos mejor. Probablemente, mis experiencias
como voluntaria en el pabellón psiquiátrico de un hospital en Nueva
Orleans, manifestarme en contra de la guerra de Vietnam y después contra
otras guerras, acompañar a personas que están muriendo, enseñar
meditación en la cárcel y estar presente en Los Álamos y en Auschwitz ha
reducido un poco el grosor del caparazón de privilegio en que nací.
Roshi Bernie Glassman llama a esos viajes «zambullirse». Al zambullirnos,
podemos transformarnos y, con suerte, ayudar a transformar las
instituciones y las culturas involucradas en el daño. Pero para dar el salto y
estar en un campo de sufrimiento como Siria, una prisión o una
enfermedad, necesitamos voluntad, determinación, perseverancia y
finalmente amor y sabiduría. Es en esos entornos donde se forma el carácter
moral y donde puede nacer la integridad real.

14.

La integridad y los otros estados límite

El sufrimiento moral es un ecosistema que puede alimentar los aspectos


tóxicos de todos los estados límite: el altruismo patológico, la angustia
empática, la falta de respeto y el desgaste.

En el verano de 2016, Kosho Durel, capellán de Upaya, y Joshin Byrnes,


que desarrolló un proyecto sobre personas sin techo para Upaya, dirigieron
un retiro en la calle con nueve practicantes en San Francisco, una ciudad
donde hay unas 6.700 personas viviendo en la calle.83 Como ya he descrito
anteriormente, los retiros en la calle fueron creados por Roshi Bernie como
una forma de que los practicantes se sumergieran en la realidad de las
personas sin hogar y comprendieran mejor las fuerzas sistémicas que
mantienen a las personas sometidas a la opresión. Los participantes en el
retiro duermen en la calle, mendigan dinero y comida, van a comedores de
beneficencia, caminan y hablan con quienes se encuentran, son testigos de
tráfico de drogas y de robos y del hambre, y entran en contacto con la
vulnerabilidad que sienten en esta situación. Al acceder a una visión tan
cercana del clasismo, el racismo y la apatía moral de nuestra sociedad, la
mayoría de los participantes experimentan sufrimiento moral. Se ven
obligados a practicar el No Saber y el Estar Presentes, y muchas veces se
sienten inspirados hacia la Acción Compasiva.

Para el retiro en la calle de San Francisco, Kosho y Joshin llegaron antes,


con la idea de explorar los comedores de beneficencia y los lugares seguros
de las calles donde podrían dormir. Kosho escribió que cuando caminaba
por el Tenderloin District, «me impresionó la cantidad de personas que
vivían en la calle, el consumo de drogas, la basura y la contaminación, los
edificios en ruinas y los cuerpos en ruinas de la gente».
Kosho y Joshin decidieron visitar el comedor de beneficencia gestionado
por la Glide Memorial Church, una iglesia metodista tradicionalmente
progresista comprometida en temas de racismo, clasismo y derechos de la
comunidad LGTBQ. El comedor no era lo que esperaban. Kosho describe la
cafetería del sótano como una sala con suelos de hormigón, mobiliario
metálico y paredes de diez metros de alto «pintadas de un azul claro de
hospital, pero sucio como una piscina sin agua». Relataba que allí había
entre cincuenta y cien personas comiendo en el primer turno gracias a sus
vales de comida; todos comían en silencio, con las cabezas bajas, y después
se les metía prisa para que se fueran y pudiera entrar a comer el turno
siguiente.

Él y Joshin «salieron conmocionados» de su experiencia, y casi seguro con


una dosis importante de angustia empática e indignación moral. Después se
dirigieron a la plaza de las Naciones Unidas en el área del centro cívico.
«Allí había gente fumando crack cerca de la fuente, personas discapacitadas
que se movían en sus sillas de ruedas o descansaban, y personas con
enfermedades mentales que deambulaban sin rumbo. Otros simplemente
estaban sentados en el suelo, charlando.»

En la plaza, Kosho vio una columna que tenía grabado el preámbulo de la


Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas:
«Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por
base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia humana, considerando que
el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han
originado actos de barbarie [etcétera]».

El contraste de esas palabras con la realidad de las calles de San Francisco


fue una tremenda llamada de atención para Kosho. «Jóvenes profesionales,
varones en su mayor parte, caminaban con los auriculares en los oídos y
conectados a sus móviles sin el más mínimo reconocimiento de otra
persona, y pensé, “Ya está; estamos condenados. Esto es el caos. Es tan, tan
triste”. Las empresas de tecnología tienen su sede literalmente del otro lado
de las vías de tren desde el Tenderloin […]. Me imagino que esos jóvenes
están ganando sueldos de seis y siete cifras. Hacia el sur, se está
reurbanizando manzana trás manzana con modernos edificios de
apartamentos anodinos, de cristal, metal y plástico que serán viviendas para
los privilegiados. Las personas que viven en las calles del Tenderloin han
sido testigos de la escalada descontrolada de los precios de la vivienda. Para
poder vivir en este barrio indeseable la gente tiene que pagar 1.500 dólares
al mes por un estudio, o tener la suerte de recibir una ayuda pública».
Luego Kosho comentaba: «Quizá estés sintiendo un poco de mi indignación
moral.»

Y continuaba diciendo: «Y, sin embargo, en la esfera ética de mi


espiritualidad, está el voto de no albergar resentimiento ni ira. Está el voto
de ser consciente de todos los sentimientos, pensamientos y sensaciones que
surjan. Está la confianza de que permitir que penetren en mí todas las
experiencias, la plaza entera, me va a transformar. Este es el trabajo de
descubrir y soltar todos mis sesgos y mis prejuicios».

Creo que para Kosho, y en realidad para la mayoría de nosotros, esto no es


tan fácil. Sus palabras me recuerdan el problema tan doloroso que por fin se
me hizo visible cuando era adolescente: que la clase y la raza nos dividen y
son fuente de un profundo sufrimiento. Pero los mundos de privilegio y de
pobreza se interconectan, inter-son, están entrelazados, ya que los
privilegiados explotan directa e indirectamente a los pobres; los que tienen
menos suelen estar al servicio de los privilegiados. Cuando vi esa verdad,
sentí enfado, asco e impotencia, pero también fue un punto de inflexión que
me despertó a la necesidad de estar al servicio de quienes sufren la opresión
estructural e institucional, y también de transformar las creencias y las
instituciones que generan violencia estructural. Me hizo ver asimismo que
todos somos responsables de la incómoda verdad del racismo y del daño
que engendra. Pese a todo, no estoy segura de que los blancos podamos
escapar alguna vez de nuestros privilegios, porque es algo que nuestra
sociedad nos da inconscientemente, lo queramos o no. En todo caso,
podemos aprender cómo utilizarlos para ayudar a otros menos
privilegiados. También tuve que ser cuidadosa para no caer en el altruismo
patológico, cosa que podría haber ocurrido muy fácilmente.

Creo que Kosho tuvo una experiencia similar. «Tengo este detonador de
clase que se activa –decía–. Y entonces quiero seguir disparando. Es una
manifestación de ira que se ha ido agudizando por lo que he visto y cómo lo
he visto a lo largo de mis tres décadas de vida. Tal vez era el miedo lo que
limitaba mi visión. Ver todo como “o ellos o nosotros” puede ser un modo
de sobrellevar el dolor y sentirme seguro, pero es evitando el dolor del
privilegio y la opresión como surge el aferramiento (sufrimiento).»

Kosho descubrió que transformar la indignación moral no significa arreglar


la situación. «Muchas personas que participan en los retiros en la calle
sienten el impulso de ayudar y arreglar, de ser el salvador para las
víctimas». Kosho reconocía la tentación de utilizar estrategias
patológicamente altruistas para aliviar el dolor de la indignación moral y de
la angustia empática. Escribió: «Los participantes quieren dar el dinero que
hemos mendigado para comer a alguien que está pidiendo, lo que reifica la
identidad del que ayuda y del que es ayudado. Así, hay sufrimiento. Con
menos frecuencia, veo a participantes con el deseo revolucionario de atacar
a los profesionales jóvenes, una narrativa mítica que, en ciertas condiciones,
también me invade a mí […]. Cuando me fui a vivir a la calle, surgieron
esos dos comportamientos de arreglar y luchar. Con la ayuda reactiva e
irreflexiva puedo convertir al otro en un extraño igual que librando una
guerra: incluso cuando no actúo, las divisiones se dibujan en mi mente. Mi
mente y mi cuerpo pueden ser, y han sido cómplices de la creación de
fronteras y la segregación de los barrios. No creo que tenga que ser así».
Aquí, el respeto se convierte en un factor importante: respeto por los
principios y los votos que son fuerzas orientadoras esenciales en esta
situación; respeto por los demás, ya sean pobres o privilegiados, y respeto
por uno mismo, pues podemos derrumbarnos fácilmente en este entorno
tenso.

Kosho explicaba: «En los retiros en la calle se nos anima a suspender la


acción, a soltar nuestras opiniones previsibles sobre lo correcto y lo
incorrecto y dejar que desaparezca la necesidad de saber. De este proceso
surge una gran oportunidad. Vemos las cosas tal como son sin los filtros de
la culpabilidad y el reproche. Y así es como he sentido que debajo de la ira
está la pena por el dolor de la enfermedad, la vejez y la muerte, y por
debajo hay tristeza, y que a su vez todas estas emociones están englobadas
en un profundo sentido de estar conectados, de ser un solo cuerpo. Entonces
la Acción Compasiva surge de la motivación pura de entablar amistad con
todos mis vecinos, ya estén experimentando riqueza o pobreza, dando y
recibiendo lo que haga falta. Esta es una relación, una acción muy profunda
de sanarnos unos a otros y a nosotros mismos».

Si reaccionamos desde el sufrimiento moral, podemos herirnos muy


fácilmente, y también podemos hacer daño a aquellos a quienes deseamos
servir. Kosho aprendió que el daño y la indignación moral, que con
frecuencia se originan en la angustia empática, pueden conducir al
altruismo patológico. El daño y la indignación moral pueden desembocar en
comportamientos que son involuntariamente irrespetuosos y destructivos.
También pueden llevar al agotamiento cuando sentimos que ya no podemos
ayudar ni a un ser sufriente más. El planteamiento sabio de Kosho al estar
con las personas sin hogar nos da cierta idea de cómo podemos nutrir los
estados límite saludables mientras nos sentamos valientemente sobre el
fuego de nuestras zonas de sufrimiento internas y externas.

15.

Prácticas que respaldan la integridad

Todos los días nos enfrentamos a dilemas morales, algunos bastante


desconcertantes, otros sin importancia. ¿Cómo mantenernos arraigados en
la estrecha cresta de la integridad sin caernos? Y cuando nos resbalamos
hacia el fango del sufrimiento moral, ¿cómo encontrar el camino de vuelta a
la orilla de la compasión? Cuando se te rompe el corazón y tu conciencia se
escapa por las grietas, es mejor mirar profundamente no solo dentro de tu
propio corazón, sino también del corazón de quienes sufren y en el corazón
de quienes causan daño. Así es como podemos reconocer la verdad del
sufrimiento y comprometernos a mantenernos en pie en el elevado borde de
la integridad, donde podemos ver tanto la dificultad como la dignidad.

Expandir el círculo de indagación

Nuestra práctica de meditación nos puede ayudar a aprender a estar atentos


a las transgresiones de conciencia y a calibrar nuestra brújula moral.
Cuando nos enfrentamos a un conflicto moral que amenaza nuestra
integridad, es bueno arraigarnos y percibir qué nos dice el cuerpo.

Podemos empezar haciendo una inspiración y, al espirar, dejar que nuestra


atención se asiente en el cuerpo. Si sentimos tensión en los hombros, el
pecho o el estómago, deberíamos prestar atención a esa información.
Muchas veces el cuerpo sabe que estamos en situación de peligro antes de
que la mente conceptual se entere.

A continuación llevamos la atención al corazón, en contacto con nuestra


intención, y tomamos consciencia de cualquier emoción que surja en este
momento. Como nuestras emociones pueden influir en la forma en que
percibimos los dilemas morales, intentamos percibir qué estamos sintiendo
sin dejarnos abrumar por las emociones. Como dijo el poeta Rainer Maria
Rilke en su poema «Go to the Limits of Your Longing»: «Ningún
sentimiento es definitivo».

Después de sintonizar con nuestros sentimientos y sensaciones, llevamos la


atención hacia cualquier pensamiento que surja. Prestar atención a nuestros
pensamientos en este momento nos puede ayudar a tomar más consciencia
de cómo conceptualizamos nuestra experiencia. Con frecuencia, nuestros
puntos de vista, nuestras preferencias y opiniones nos motivan a actuar, y la
acción que surge de las opiniones podría no ser útil. (Roshi Bernie siempre
dice: ¡Solo es mi opinión!) Por lo tanto, llevamos la atención a nuestros
pensamientos, pero sin movernos demasiado rápido, sin sacar conclusiones
apresuradas. Podemos aplicar el proceso de indagación para reconocer
nuestra tendencia a reaccionar o a retirarnos, y para regular nuestros
sentimientos antes de que nos inciten a acciones imprudentes.
Cuando tenemos una idea de nuestra propia situación, podemos explorar
ampliando nuestra consciencia para incluir la experiencia de otros. ¿Cuál
podría ser su perspectiva? Cuando tomamos en consideración sus cuerpos y
sus corazones y vemos la situación desde su punto de vista, podemos
preguntarnos: ¿qué es lo que está en juego para ellos?

Luego podemos expandir nuestro círculo de indagación al contexto más


amplio donde tiene lugar el conflicto moral. Debemos examinar a fondo los
sistemas que están alimentando el conflicto. ¿Qué podría necesitar el
sistema de nosotros y de los demás para poder alcanzar un resultado
constructivo? ¿Y cómo podemos permanecer al mismo tiempo en el «no
saber» y aprender de la incertidumbre?

La sabiduría nos dice que no existe una solución perfecta y normalmente


tampoco una salida fácil. Es probable que tengamos que vivir, como
mínimo, con una pequeña secuela moral. Pero podemos comprometernos a
aprender de nuestra experiencia y a desarrollar una relación más definida
con nuestra propia integridad.

Votos para vivir

Tomé mis primeros preceptos budistas hace más de cuarenta años, sin saber
cuánto los necesitaba. Como cualquier joven, sentía curiosidad por todo.

También era empírica, bastante atrevida y comprometida socialmente, y no


me importaba asumir riesgos ni poner a prueba los límites. De alguna
manera, sabía que necesitaba un conjunto de prácticas que me ayudaran a
abrir el corazón, a abrir mi vida a otros y a expandir mi potencial de estar al
servicio. También necesitaba pautas sobre cómo no hacer daño. Necesitaba
una manera de despertar, amar y cuidar de los demás con más valentía.
Viéndolo en retrospectiva, estoy segura de que seguir los preceptos redujo
el daño que podría haber causado a otros. También me sirvieron como una
vía para poner a prueba y desarrollar mi integridad hacia otro tipo de
libertad.

Podemos ver los votos como promesas, guías, prácticas y valores. En el


budismo, son el eje que nos dirige hacia la estabilidad y la sabiduría.
También reflejan nuestro compromiso de vivir una vida de integridad: de
tratar al prójimo y a nosotros mismos con consideración, de cuidar de los
demás, de cultivar una mente y un corazón firmes e inclusivos para
encontrarnos con el mundo con manos generosas. Los votos reflejan lo que
nos importa, cuáles son nuestras prioridades y aquello que necesitamos
soltar.

Cuando no tengo claro qué camino tomar, me pregunto a mí misma: «¿Qué


haría el Buda?». Esto no implica que me exija lo imposible. Más bien, es un
recordatorio de que las semillas de la libertad ya están en mí. Mis votos
riegan esas semillas, y esa pregunta aparentemente inocente me ha ayudado
a evitar causar gran cantidad de daño.

Para que resultara más fácil recordar los Cinco Preceptos del budismo,
elaboré esta versión muy simplificada de los Cinco Preceptos originales del
budismo, que aun siendo sencilla abarca muchas facetas.

Consciente de la profundidad con la que se entrelazan nuestras vidas,


prometo:

No hacer daño y venerar toda vida.

No robar y practicar la generosidad.

Evitar las conductas sexuales inapropiadas y practicar el respeto, el amor y


el compromiso.

Evitar el discurso dañino y hablar con sinceridad y de forma constructiva.

Evitar el consumo de estupefacientes y cultivar una mente sobria y clara.

Los cinco votos anteriores proporcionan material suficiente para impulsar


toda una vida de práctica. Pueden servir de brújula moral que nos muestra
el camino y nos dice cuándo nos estamos desviando. Cuando los seguimos,
por lo general nos permiten mantenernos firmes en el borde y evitar caer en
el sufrimiento moral. Obviamente, no es una fórmula infalible. Somos
humanos y no podemos mantener los preceptos a la perfección ni vivir
siempre según nuestros valores. Pero a lo largo de muchos años he
aprendido que necesitamos mantener la intención de practicarlos. Debemos
hacer lo posible, ocurra lo que ocurra. Cuando no estemos a la altura, la
humildad nos puede fortalecer, lo que nos ayudará a ser más compasivos
con quienes hacen daño a otros.

Pase lo que pase, no tiene nada de malo nutrir nuestra humildad de modo
que no nos quedemos enganchados en la trampa del juicio y de la
indignación moral hacia aquellos cuyo comportamiento parece menos ético
que el nuestro. Vivir según los votos es una invitación a asumir la
responsabilidad de nuestro propio sufrimiento y de nuestro propio despertar,
y normalmente entraña elecciones difíciles. Y a veces tenemos que hacer lo
que nos resulta más duro.

Practicar la gratitud

Existe un voto más que me parece esencial para la integridad: el voto de


practicar la gratitud. Sabemos que la integridad implica a la totalidad del
espíritu y una gran bondad hacia el mundo. El Buda también afirmaba
claramente que la gratitud es una expresión de integridad: ¿Qué categoría
tiene una persona sin integridad? Una persona sin integridad es
desagradecida e ingrata. Quienes defienden esta ingratitud, esta falta de
agradecimiento son personas descorteses. Corresponde plenamente con el
nivel de las personas sin integridad. Una persona íntegra es agradecida.
Quienes defienden esa gratitud, ese agradecimiento son personas cívicas.
Corresponde plenamente con el nivel de las personas íntegras».84

He llegado a comprender que nuestra capacidad de sentir agradecimiento no


depende necesariamente de las circunstancias de nuestra vida. En mi trabajo
con comunidades pobres en lo material, y con moribundos, he visto que la
gratitud es un estado de la mente y del corazón que es fundamentalmente
generoso y abierto, y que no se bloquea deseando que las cosas sean
distintas, al menos en el momento.

En nuestras Clínicas Nómadas en Nepal, nuestros amigos y pacientes


nepalíes expresan su agradecimiento muy libremente, encarnando la
cortesía y la integridad de la que hablaba el Buda. Recibir este
agradecimiento es una experiencia que está arraigada en la confianza mutua
y en los sabores de la alegría.

Yo también me siento agradecida por los regalos que he recibido de mis


pacientes moribundos. Un anillo de compromiso. Un poema de Pablo
Neruda. Un gorro de punto rojo. Una estatuilla del Buda. Una servilleta
doblada en forma de grulla. Un paquete de chicles. Un cálido apretón de
manos. Una sonrisa amable de agradecimiento. He sentido la bendición de
cada uno de esos tesoros, que reflejan la integridad, el humor, la
generosidad y la confianza de quien los regaló. Ellos también me han
inspirado gratitud.

Sin embargo, a veces la «mentalidad de pobreza», un estado de mente y de


corazón que no tiene nada que ver con la pobreza material, bloquea nuestra
capacidad de dar o recibir el agradecimiento. Cuando estamos atrapados en
la mentalidad de pobreza, nos centramos en lo que nos falta; sentimos que
no merecemos amor, o nos sentimos ajenos al amor e ignoramos todo lo que
hemos recibido. La práctica consciente del agradecimiento es el camino de
salida de la mentalidad de pobreza que corroe el corazón, y, con él, nuestra
integridad.

Para contrarrestar cualquier desánimo que pueda sentir al final del día, me
tomo tiempo para recordar con gratitud todo lo que he recibido. A veces
recuerdo la puesta de sol que acabo de presenciar, o un correo electrónico
de un estudiante al que no he visto en años, o esa luz en la mirada de los
estudiantes que me indica que van bien, o incluso un momento difícil que
me ha enseñado una buena lección. Recopilar esos instantes al final del día
es una práctica de gratitud que me da un sentido del valor de la vida y de las
relaciones. Es un tipo de recuento de bendiciones. Pero no puedo acaparar
esas bendiciones. En mi corazón o de forma directa, las comparto con
alguien que pueda utilizar lo bueno o el aprendizaje de mi día.

También intento escribir al menos a una persona cada día para agradecerle
el buen trabajo que está llevando a cabo, las bendiciones con las que ha
contribuido a mi vida o el amor que ha dado a otros. Como abadesa del
Upaya Zen Center, algunos días tengo la dicha de escribir varios correos
electrónicos y tarjetas de agradecimiento por el apoyo a nuestro centro.
Creo que, igual que la compasión, la práctica de la gratitud beneficia tanto
al que la da como al que la recibe, y enriquece la experiencia de la
conexión.

La meditación también nutre el agradecimiento, ya que nos hace más


conscientes y más apreciativos del momento presente. La meditación
mejora nuestra capacidad de ver los dilemas morales con mayor claridad y
nos otorga un grado de ecuanimidad emocional que respalda la gratitud.
También nos ofrece la oportunidad de recordar nuestros valores y nuestras
intenciones, y también nuestra promesa de ser beneficiosos para los otros.
Además, nos hace conscientes de la impermanencia, que nos ayuda a soltar
la queja: si el momento presente no es placentero, recordamos que
cambiará, y podemos preguntarnos: ¿qué puedo aprender de esto?

Nuestros votos y nuestros compromisos, incluida la práctica del


agradecimiento, consisten en vivir una vida de consciencia, de valentía y de
no causar daño. Son para nosotros un modo de abrir nuestras vidas a la
verdad más profunda de que no estamos separados de los demás; que
compartimos un cuerpo común, una vida común, y una aspiración común al
bienestar de todos. Cuando alcanzamos a saber esto, a vivir esto, a practicar
esto, una alquimia de gratitud enciende nuestros corazones en la calidez y el
honor de la integridad.

16.

El descubrimiento en el borde de la integridad

En estos tiempos complicados, tenemos muchísimas oportunidades de


transformar el sufrimiento moral en resiliencia moral, lo que la experta en
ética Cynda Rushton define como «la capacidad de un individuo de
mantener y restaurar su integridad en respuesta a la complejidad moral, la
confusión, la angustia o los contratiempos».85 Cuando tenemos resiliencia
moral somos capaces de mantenernos firmes en nuestra integridad, incluso
en medio de la adversidad moral.

Existe una práctica japonesa denominada kintsukuroi, que significa


«reparación de oro». Kintsukuroi es el arte de reparar cerámica rota con
polvo o platino en polvo mezclado con laca, de forma que el arreglo refleje
la historia de la rotura. El objeto «reparado» refleja la fragilidad y la
imperfección de la vida, pero también su belleza y su fortaleza. El objeto
vuelve a su totalidad, a su integridad.

No sugiero que tengamos que buscar la rotura como un modo de ganar


fortaleza, aunque ciertas culturas persiguen la crisis en sus ritos de paso
para fortalecer el carácter y abrir el corazón. Lo que propongo, más bien, es
que las heridas y el daño provocados por una caída desde la cresta hacia el
sufrimiento moral pueden tener un valor positivo en las circunstancias
adecuadas. El distrés moral, el dolor del daño moral y la indignación, e
incluso la insensibilidad de la apatía moral, pueden ser los medios para la
«reparación de oro», para desarrollar una capacidad más grande de
mantenernos firmes en nuestra integridad sin vernos tambaleados por el
viento.

Durante los años que he viajado a Japón, he sostenido en mis manos varias
de esas vasijas exquisitamente reparadas. He visto que el «arreglo de oro»
no es una reparación que se oculte. Deja ver claramente la naturaleza
agrietada y rota de nuestras vidas. Combina la materia común con los
metales preciosos para reparar la grieta, pero sin esconderla. Así es, creo
yo, como se produce la transformación moral y aparece la integridad; no ya
rechazando el sufrimiento, sino incorporando el sufrimiento a un material
más fuerte, el material de la bondad, para que las partes rotas de nuestra
naturaleza, de nuestra sociedad, y de nuestro mundo, se puedan reunir en el
oro de la plenitud.

Parte IV: Respeto

«El respeto es uno de los grandes tesoros del ser humano; nos vuelve nobles
y nos abre al amor.»

Cuando tenía cuatro años, caí gravemente enferma y perdí la vista durante
dos años. Cuando me recuperé, me costó mucho ponerme al nivel de los
compañeros de mi edad. Era más pequeña y más delgada que la mayoría de
los niños de primer curso. Un grupo de niñas tomó por deporte el acosarme
y menospreciarme. No recuerdo sus palabras, pero sí la sensación de ser
despreciada. También me acuerdo de que un día, al salir del colegio, me
senté en el asiento de atrás de la furgoneta familiar y me eché a llorar. No
entendía nada. Mi madre me consoló, pero sus palabras no sirvieron de
mucho para calmar el aguijón del rechazo.

Las lecciones que aprendí al haber sufrido acoso han permanecido


conmigo todos estos años. Últimamente mi preocupación por la falta de
respeto va en aumento, pues la falta de civismo está en auge. Estoy
concienciada sobre este tema no solo por aquellos episodios de mi
infancia; también por mis experiencias de habitar un cuerpo de mujer,
trabajar en el mundo académico y formar parte de varios comités de
dirección. Es más, me alarma observar el abuso que padece la gente en
nuestro país por el color de su piel, por su condición de inmigrantes, por
sus capacidades físicas o por su orientación sexual. Resulta especialmente
perturbador ver cómo se margina socialmente y se expulsa de nuestro país
a quienes son percibidos como una amenaza. Me preocupa lo que eso está
generando en el tejido mismo de nuestra sociedad, donde no se valora la
dignidad, donde faltar al respeto se convierte en la norma y donde la falta
de civismo parece erosionar nuestra sensibilidad moral.
Por otro lado, creo que la mayoría somos conscientes de la importancia del
respeto en nuestro mundo actual. ¡La vida puede depender de ello!
Respetar a los demás significa honrar su autonomía y su derecho a la
intimidad, actuar con integridad y ser leales y honestos con ellos. También
nos exige tener el suficiente conocimiento de uno mismo para darnos
cuenta de que compartimos un destino común con los demás; todos somos
humanos, y sufrimos, y moriremos.86

El antropólogo William Ury escribe en su libro The Third Side: «Los seres
humanos tienen multitud de necesidades emocionales: amor y
reconocimiento, pertenencia e identidad, propósito y sentido de la vida. Si
hubiera que resumir todas esas necesidades en una sola palabra, esta sería
respeto».87 Cuando nos sentimos respetados, nos sentimos valorados y
«vistos». Cuando respetamos a otros, nos enraizamos en la humildad, la
moralidad y el cuidado de los demás y de nosotros mismos. El respeto
genera una empatía y una integridad sanas (ambos estados límite); también
dota de dignidad y profundidad a nuestras relaciones humanas y nuestra
relación con el planeta. Esta es la base del amor y la justicia, y el camino
para transformar el conflicto en reconciliación.

Por eso considero que el respeto es un estado límite. Cuando nos


mantenemos en el risco elevado del respeto, expresamos lo mejor del
corazón humano. Cuando nutrimos las raíces del civismo, la seguridad y la
cordura, podemos liberarnos y liberar a los demás de la opresión interna y
externa. Vemos las cosas y los seres en la profundidad de lo que son y los
percibimos con compasión y con visión profunda.

Pero es muy fácil resbalar por el precipicio hacia el lodazal tóxico de la


falta de respeto. Si nuestra personalidad o nuestros valores chocan con los
de otra persona, podemos expresar nuestra falta de respeto con un
menosprecio sutil o quizá no tan sutil. Cuando negamos la humanidad
básica de otros, asfixiamos nuestra propia humanidad. Y cuando otros
niegan nuestra humanidad con la falta de respeto, nos sentimos
disminuidos, desempoderados y desmoralizados.

A escala individual, la falta de respeto intensifica los conflictos y genera


sufrimiento a todas las personas implicadas. A escala sistémica, la falta de
respeto erosiona la base misma de nuestra sociedad y de nuestro mundo. Si
reconocemos que el respeto es un estado límite, podemos evitar ser
absorbidos por el fango de la falta de respeto. Y si nos quedamos
atrapados, quizá seamos capaces de encontrar nuestra compasión y nuestro
valor en esas aguas oscuras. Con suerte, descubriremos que el respeto es
uno de los grandes tesoros de ser humanos; un tesoro que nos ennoblece y
nos abre al amor.

17.

Desde la cima elevada del respeto

En una reunión sobre neurociencia celebrada en Dharamsala, vi a Su


Santidad el Dalai Lama detenerse en medio de un emocionante discurso
sobre ciencia, alcanzar una tarjeta y pasarla suavemente por la piel de su
otro antebrazo. Después le entregó la tarjeta a Tsoknyi Rinpoche, que estaba
sentado a su lado. Su Santidad había sentido a un pequeño insecto trepar
por su brazo, así que lo recogió con la tarjeta y se lo dio a Tsoknyi
Rinpoche para que lo dejara libre. En cuanto vio a Tsoknyi Rinpoche sacar
con todo cuidado al insecto de la sala, Su Santidad regresó a su debate de
alto nivel. Reflexioné sobre cómo Su Santidad parece tratar a todos los
seres con respeto, incluso a los más pequeños de nosotros.

En el Programa de Capellanía de Upaya, exploramos qué es y qué no es


respeto. Para sentir respeto, tenemos que estar arraigados en la integridad,
la comprensión y el conocimiento de uno mismo. Respetar a los demás
significa comunicarnos con honestidad y de forma constructiva, cumplir
nuestras promesas, defender la dignidad y honrar las elecciones y los
límites.

El respeto hacia los demás es un reflejo del respeto hacia nosotros mismos,
así como del respeto hacia los principios éticos que dan forma a las
sociedades sanas. Además, en mi trabajo con personal sanitario, educadores
y estudiantes, también he aprendido que respetar no es reprimir una opinión
constructiva para evitar el conflicto, ni tolerar los comportamientos de
quienes violan la integridad.88 El respeto y la integridad están conectados
con los estados límite; están entrelazados, y a menudo el respeto necesita
que «proclamemos la verdad ante el poder», que seamos claros sobre lo que
percibimos que está causando un daño y que exijamos que se le ponga fin.
El respeto es también un ingrediente crítico en todo tipo de relaciones: si se
daña el respeto y no se restaura, las asociaciones están en peligro. Durante
mis años de abadesa de Upaya he aprendido que es fundamental que los
miembros de la comunidad se traten entre sí como amigos y colaboradores,
y no como competidores. Además, necesitamos cultivar una consideración
profunda por el bienestar de los demás y confiar en el prójimo lo suficiente
para ser capaces de hablar con respeto de cualquier situación de abuso. Por
lo tanto, se trata de crear una cultura tanto de integridad como de respeto.

Respeto por los demás, por los principios y por nosotros mismos

El respeto presenta tres facetas: el respeto por los demás, el respeto por los
principios y los valores, y el respeto por uno mismo. Respetar a otro
significa reconocer su mérito y su valía. Podemos respetar a nuestros
oponentes, y es de esperar que respetemos a nuestros allegados. Podemos
estar en total desacuerdo con lo que dicen y hacen, y quizá no entendamos
del todo quiénes son, pero a cierto nivel les valoramos como personas y nos
damos cuenta de que todos hemos nacido vulnerables, y que probablemente
moriremos vulnerables.

Incluso podemos respetar a quienes causan daño, si comprendemos la


naturaleza de su situación más profunda. Hace unos años, yo no era
precisamente una admiradora del vicepresidente de mi país. A menudo
luchaba contra mi aversión hacia ese hombre. Un día, decidí enfocarme en
él durante mi práctica de meditación. Le vi como un bebé, luego como un
niño. Consideré el hecho de que un día iba a morir, y que la muerte quizá no
fuera fácil para él, teniendo en cuenta todo el sufrimiento que había causado
a otros. Reconocí que, aunque quizá no saldría a cenar con él, seguía siendo
un ser humano, y que avergonzarlo no nos beneficiaría a ninguno de los
dos. También me di cuenta de que si me pidieran que me sentara con él en
su lecho de muerte, estaría allí para él. Al mismo tiempo, tenía muy clara la
necesidad de tomar postura contra los principios que él representaba. Podía
separar al hombre de sus obras. Podía abrir mi corazón a la persona y al
mismo tiempo oponerme a sus acciones para con los demás.

Desde ese momento, he visto más claramente la verdad del sufrimiento en


quienes abusan del prójimo. Esa visión me ha ayudado a evitar quedar
atrapada en la ciénaga de la aversión cuando me encuentro con una persona
que es un peligro para los demás. No soy apática respecto al daño que
provocan, pero imaginarlos como un bebé o como un moribundo me pone
su vida en perspectiva. Si soy blanco de su hostilidad, esta práctica me
ayuda a tomar sus afrentas de manera menos personal; probablemente, su
falta de respeto tenga más que ver con ellos que conmigo. Y del mismo
modo que cuando trabajaba en la cárcel con personas que habían matado,
sostengo la verdad de la equivocación de esta persona de igual manera que
mi percepción de quiénes son en realidad, bajo las capas profundas de su
sufrimiento. Al mismo tiempo los considero responsables de sus actos y de
su propio despertar.

Dos manos juntas

Cuando respetamos a alguien, entendemos nuestra interconexión con esa


persona. Mis amigos de Nepal ritualizan el respeto mutuo y la
interconexión juntando las manos, inclinándose ante el otro mientras dicen
«Namasté», que significa: «Me inclino ante ti» o «Me inclino ante la
divinidad que hay dentro de ti». Este gesto es una expresión de la
interconexión entre el yo y el otro, y un reconocimiento de lo que el otro es
en realidad. He observado que una de las primeras cosas que aprende un
niño nepalí es a juntar las manos en un gesto de conexión y de respeto, y
después a ofrecer este gesto a la familia, a los amigos, y también a los
desconocidos.

La primera vez que me encontré con Su Santidad el Dalai Lama en la


década de los 1980, me di cuenta de que se inclinaba mucho cuando se
acercaba a otros, como diciendo: «Te respeto». Tanto si se encuentra con un
tibetano que acaba de cruzar la frontera como con un jefe de Estado, Su
Santidad siempre ofrece la postración profunda de humildad, sin colocarse
por encima de otros. Este gesto tan simple le ha granjeado el amor de
millones de personas. «Mi religión es el amor», dice; esta inclinación
profunda nos recuerda exactamente eso.

La segunda forma de respeto es el respeto de los principios morales. Se


trata de conectar con nuestros valores más profundos y actuar desde ahí,
incluso en circunstancias difíciles. La escritora Joan Didion ha denominado
a este tipo de respeto fibra moral.89 Desde una perspectiva budista, tener
fibra moral implica defender nuestros principios y preceptos y reconocer la
verdad de la originación dependiente: «Esto es porque eso es». Sentada
delante de un profesor budista que le está hincando el cuchillo a un bistec,
veo los vínculos de causa y efecto, ya sea el sufrimiento de los animales o
el impacto de la industria ganadera en el cambio climático. En ese momento
elijo conscientemente no contribuir a que haya más sufrimiento y pido un
guiso de lentejas. Luego comparto con él mis opiniones sobre las opciones
alimenticias.

El respeto hacia uno mismo, la tercera forma de respeto, consiste en librarse


de las cadenas de la vergüenza y el reproche personal. Didion escribe que la
fuente del respeto hacia uno mismo es «el carácter: la disposición a aceptar
la responsabilidad de la propia vida». Según explica, «el respeto hacia uno
mismo es una disciplina, un hábito mental que no se puede fingir, pero que
se puede desarrollar, entrenar, fomentar».90

Didion continúa: «Tener ese sentido de la valía personal intrínseca en que,


para bien o para mal, consiste el respeto hacia uno mismo es tenerlo todo en
potencia: la capacidad de discriminar, de amar y de permanecer indiferente.
No tenerlo supone estar atrapado dentro de uno mismo, paradójicamente
incapaz tanto de amar como de ser indiferente».91 Dicho de otra forma,
cuando conocemos de verdad nuestra bondad básica, nos liberamos de la
trampa del pequeño yo, ese que se ve a sí mismo aislado de sus conexiones,
ese que está atrapado en la apatía. Es entonces cuando podemos entregarnos
al abrazo del respeto hacia uno mismo, convirtiéndonos en un ser inclusivo
que está interconectado con todos los seres.

Lavar los pies del prójimo

Cuando era pequeña, asistía a la escuela episcopal para niñas, donde el


estudio de la Biblia era obligatorio. Hay una historia sobre Jesús que
siempre me ha acompañado: la narración de cómo lavó los pies a sus
discípulos en la fiesta de la Pascua, la noche antes de ser crucificado. Este
acto de respeto y humildad supuso una profunda lección de amor y de
servicio para sus seguidores.

El Jueves Santo de 2016, otro hombre se arrodilló ante unos refugiados en


un albergue justo a las afueras de Roma. Los refugiados procedían de
Eritrea, Mali, Pakistán y Siria, y sus credos eran igualmente diversos:
musulmán, hindú, cristiano copto y católico. En medio de una ola de
antinmigración en alza en Europa, el papa Francisco lavó los pies de las
personas migrantes y de los solicitantes de asilo en ese día sagrado. Dijo:
«Hoy, en este momento, mientras llevo a cabo el mismo acto que Jesús al
lavar los pies de doce de vosotros, hagamos juntos un gesto de hermandad
diciendo: “Somos diferentes, somos diferentes, tenemos diferentes culturas
y religiones, pero somos hermanos y queremos vivir en paz”».92

Vivir en paz. Respetar a los demás. Estar al servicio de los más vulnerables
de entre nosotros. Pensé en el acto de amor desinteresado y de compasión
del papa Francisco cuando, en otoño de 2016, nuestro equipo de las
Clínicas Nómadas que trabajaba en Dolpo, Nepal, decidió lavar los pies a
nuestros pacientes. Sentí que era una forma más profunda de dar a aquellos
aldeanos nativos a quienes estábamos sirviendo. En Asia, los pies se
consideran impuros, y tocar los pies de otro constituye una expresión de
humildad y de respeto. Nuestro equipo lavó los pies no a doce, sino a
cientos de hombres y de mujeres. Al principio dudamos. ¿Era correcto
hacer algo así? ¿Avergonzaríamos a la gente, o sería una forma de salvar las
diferencias culturales y establecer una conexión amorosa con nuestros
pacientes?
El primero en probar el agua caliente y enjabonar los pies de una mujer de
mediana edad de Dolpo fue un joven abogado llamado Pete. Tocó los pies
de esta mujer con tanto respeto y ternura que creo que ambos quedaron
sorprendidos. Después se puso a trabajar un joven de California del Norte;
Sean aportó mucha alegría a su servicio mientras lavaba los pies ajados de
jóvenes y ancianos por igual. Tonio igual; alegría en su rostro mientras
lavaba cuidadosamente los pies de jóvenes y ancianos. Bill, un conocido
escritor sobre restauración artística, estaba de rodillas, lavando los pies a un
hombre anciano que tenía los dedos retorcidos como una cuerda vieja.

Los que lavaban los pies iban recibiendo cuencos y más cuencos de agua
caliente. Todos los días laborables, la clínica tenía preparados jabones,
esponjas y cuencos. Al final, nuestro equipo había lavado cientos de pies;
pies viejos, pies jóvenes, pies con juanetes dolorosos, pies doblados y
artríticos, pies que quizá nunca habían sido lavados, y pies que habían
recorrido muchas montañas. Fue como un acto de amor, de respeto, de
humildad y de expiación.

Más tarde, le pregunté al jefe espiritual de la aldea, Dolpo Rinpoche, cuál


era su impresión. Me dijo: «Me han contado lo que habéis hecho. Habéis
logrado que la gente de Dolpo confíe mucho en vosotros. Nadie ha tocado
los pies de nuestro pueblo. Pero vuestra gente no solo ha tocado los pies,
sino también el corazón. Ha sido un acto muy budista. Pero hasta ahora,
nunca había ocurrido en Dolpo. Nuestra gente no os olvidará jamás».

El agua es vida

Para los budistas, el agua representa claridad, pureza y calma en la mente y


en el corazón, las cualidades que hacen posible la compasión. En muchas
zonas de Asia se ofrece agua en los templos para recordarnos que nutramos
esas cualidades en nosotros mismos. Esos lugares donde lavamos los pies se
convirtieron en templos, y con el agua fuimos capaces de hacer una ofrenda
de respeto a cada persona. También creo que, a nivel inconsciente, esa
práctica fue para nosotros una forma de pedir perdón a todos los pueblos
indígenas por los años de falta de respeto, abuso, explotación y genocidio a
manos de los occidentales. Fue un acto de expiación.

Mientras nosotros lavábamos pies en Dolpo, gente de todas partes del


mundo se concentraba en Standing Rock, Dakota del Norte, para protestar
contra la construcción del oleoducto Dakota Access (DAPL por sus siglas
en inglés). El oleoducto iba a discurrir por debajo de las fuentes de agua
potable de Standing Rock, el río Missouri y el lago Oahe, poniéndolos en
peligro. Mientras caminaba por el duro y áspero Himalaya, pensaba en la
profunda veneración que el pueblo lakota y los pueblos nativos han
mantenido hacia el agua: el agua como camino; el agua como dadora y
portadora de vida; el agua como purificadora y nutritiva. El agua simboliza
las lágrimas, la limpieza, la inmersión, lo femenino y la sabiduría. Y sin
agua, nada crece, nada vive.

Cuando me desplazaba por las montañas con nuestro equipo, al observar las
aguas cada vez más menguantes de los deshidratados Himalayas, oí en mi
interior las palabras lakotas mni wiconi («el agua es vida»). Los lakotas
dicen que estas aguas, la fuente de toda vida, son la sangre de nuestra
abuela tierra. Reflexioné sobre Flint, Michigan, con sus aguas contaminadas
por el plomo y el racismo. Recordé a mi amigo Wendell Berry cuando me
hablaba de los ríos y los arroyos negros y enfermos en Kentucky, donde
habían hecho explotar las montañas buscando su carbón.
Cuando volví de Dolpo, por amigos y estudiantes, me enteré de que las
palabras mni wiconi resonaron por todos los campamentos de Standing
Rock mientras los protectores del agua promovían una vuelta al respeto de
lo sagrado, al respeto de las costumbres tradicionales, al respeto por nuestra
tierra. Me conmovió oír que el movimiento Standing Rock fue iniciado por
un grupo de adolescentes como modo de combatir la epidemia de drogas y
suicidios en la cercana reserva india de Cheyenne River. Para enfrentarse a
la fuerte marea de sufrimiento, estos adolescentes decidieron tomar las
riendas de su propia sanación ayudando a los jóvenes de su comunidad a
transformar la autodestrucción en acción compasiva. Estaban explorando
conscientemente cómo el activismo sagrado podía ser una fuerza
compensatoria, no solo contra la «serpiente negra» del DAPL, que
amenazaba el agua potable de la reserva de Standing Rock, sino también
contra la enfermedad del odio hacia uno mismo que afligía a su pueblo.
Tomando la desobediencia civil de los activistas defensores del
medioambiente como fuente de aprendizaje, empezaron a reconocer un tipo
de obediencia más profunda al espíritu y a sus costumbres tradicionales.93

Una de mis estudiantes de budismo, Karen Goble, me presentó a Sophie


Partridge, madre y escritora, que llegó desde Londres a Standing Rock en el
frío cortante de diciembre para apoyar a los protectores del agua. Relataba
que además de mni wiconi, la frase que escuchó con más frecuencia fue
mitakuye oyasin, que significa «todas mis relaciones». Durante las
oraciones y las reuniones, la gente utilizaba esta frase cuando querían
hablar y al terminar de hablar. Los oyentes se lo repetían a su vez para
ratificar que habían estado escuchando.

Mitakuye oyasin, una señal de respeto y de amor, es un reconocimiento de


que todos estamos interconectados, como escribió Sophie, «con todo y con
todos los demás […], tanto con los gusanos y con las babosas como con las
águilas […], con las zarzas y las setas y las ortigas como con las secuoyas
gigantes y los arcoíris». Estamos relacionados no solo con las personas
que amamos, sino también «con esas personas con las que pondríamos un
océano de por medio».

«Lo que hizo que mi experiencia en Standing Rock fuera tan poderosa –me
escribió Sophie en un correo electrónico– es que las personas a las que
respetaba de verdad incluían en sus oraciones a sus oponentes, a aquellos
que les habían hecho daño, que les habían rociado con gas pimienta, que les
habían mojado con manguerazos de agua fría como el hielo, que les habían
disparado con balas de goma, que les habían metido en jaulas y tratado
como criminales, que habían mentido sobre ellos; incluían genuinamente a
todas estas personas en sus oraciones. Sus oraciones son para el agua y para
la tierra. No es una guerra entre el bando bueno y el bando malo, con un
enemigo a quien vencer. Todos necesitamos el agua. Estamos todos juntos
en esto. Lo que es bueno para mis descendientes es bueno para los tuyos
[…]; no somos diferentes en nuestras necesidades.»

La violencia que sufrieron las personas de los campamentos en Standing


Rock (las descargas de gas pimienta y lacrimógeno, los perros de ataque, las
balas de goma, el uso del agua como arma en las noches gélidas), pudo
haber destrozado a esta comunidad. Al enfrentarse a la violencia, podían
haber respondido con violencia. Pero la comunidad había hecho el voto de
responder con la no violencia y con respeto.

Tiempo después leí que Eryn Wise, una dirigente del campamento de
veintiséis años, vio en Facebook Live un vídeo donde aparecía su hermana
cuando era rociada con gas pimienta. Corrió hacia el lugar donde su
hermana estaba siendo atacada por la policía y se lanzó a la refriega
abalanzándose sobre la policía, según The New York Times.94 De repente
había seis manos agarrándola por los hombros: eran los protectores del agua
que la sacaban de allí. Wise vislumbró por un momento la cara de su
hermano y pensó que estaba cubierta de pinturas de guerra. «Mi hermano
estaba señalando por encima de mi hombro gritando: “¡Rezaremos por
vosotros, rezaremos por vosotros!”.» De repente se dio cuenta de que lo que
cubría la cara de su hermano era gas lacrimógeno, pero que, aun así, estaba
rezando por los atacantes. «Eso fue lo que me trajo de vuelta», dijo. Su
hermano la mantuvo arraigada en el respeto.

Mitakuye oyasin, todas mis relaciones, comparte con el budismo la


poderosa perspectiva de que todos los seres, todas las cosas están
interconectados: aguas y montañas, policía y protectores del agua, pueblos
indígenas y sus colonizadores. En Dolpo, y cuando regresé a Estados
Unidos, reflexioné sobre una enseñanza de Eihei Dogen, el fundador de la
Escuela Soto Zen. En el siglo XIII escribió: «La mente es las montañas, los
ríos y la tierra; la mente es el sol, la luna y las estrellas».95

Esta perspectiva de una identidad inclusiva y de la verdad de la


interconexión se manifiesta en el budismo de forma especialmente
interesante en la práctica de metta, cuando enviamos bondad amorosa a un
«enemigo». Cuando no respetamos a alguien, o sentimos desconfianza o
incluso odio, podemos dar un salto hacia la cresta elevada del respeto y ver
que todos estamos interconectados de una forma u otra; como mínimo,
compartimos el sufrimiento. Después podemos entrar en nuestro corazón,
como hicieron los protectores del agua una y otra vez, y rezar para que
nuestros adversarios se vean libres del sufrimiento. No tenemos por qué
respetar sus acciones, pero podemos respetar la humanidad esencial de la
persona y, por lo tanto, su potencial de transformación. Es una manera de
sanar nuestra propia sensación de impotencia, nuestro sufrimiento y nuestra
ira, y de mantenernos firmes en el respeto.

18.

Caer por el borde del respeto: la falta de respeto

Durante mi primera visita al Tíbet en 1987, vi a soldados chinos hostigando


a tibetanos que estaban realizando obras en las carreteras en el extremo
occidental del país. Los soldados estaban ridiculizando a los trabajadores,
insultándoles, mofándose de ellos. No pude evitar sentir ira, además de
miedo. Minutos después, se me encogió aún más el corazón cuando vi a un
anciano que acarreaba piedras dirigir una amable sonrisa a su torturador.
Pensé: «¿Cómo puede hacer eso? ¿Dónde está su indignación? ¿No se
siente humillado? ¿No se siente victimizado?».

Luego mi di cuenta de que con toda probabilidad ese anciano tibetano que
trabajaba en la carretera había visto la verdad del sufrimiento de su
torturador, la verdad de su vergüenza, y estaba respondiendo con
compasión. Para mí fue una lección potente, y un recordatorio de que el
respeto puede asumir muchas formas, entre otras la de una expresión de
sabiduría profunda.

Este anciano tenía una visión de la no-separación que muy pocos alcanzan
en nuestra cultura. Tendemos a ver al yo y al otro como si no estuvieran
conectados. Con demasiada facilidad cosificamos al otro convirtiéndolo en
el acosador o en la víctima, o dejamos que otros nos cosifiquen como
víctimas, acosadores o salvadores. Probablemente, esta actitud de
separación estaba en la raíz del comportamiento intimidatorio del soldado
chino hacia el trabajador, y es la base de lo que considero nuestro actual
déficit global de respeto.

Matamos insectos y comemos carne animal sin pensar. Sin darnos cuenta,
tratamos a las personas sin techo con repugnancia y desdén. Compartimos
una comida con nuestra pareja y nuestra atención está absorta en nuestro
dispositivo digital. Hablamos con dureza al niño que reclama atención en
clase cuando suena el timbre del recreo. Ante las exigencias de nuestro
trabajo, desdeñamos bruscamente la queja del empleado o del votante. Y
con mucha facilidad hablamos mal y denigramos a los que son diferentes.

A veces puede parecer que hay razones justificadas para nuestra falta de
respeto. Cuando nuestros valores entran en conflicto con los valores de
otros, cuando estamos en desacuerdo con sus decisiones, o cuando nos
ofenden sus palabras o sus actos, podemos perderles el respeto. Cuando los
demás son agresivos o amenazantes en sus interacciones, nuestro respeto
puede verse socavado. Si alguien es irrespetuoso con nosotros, es difícil no
responder de igual manera. Y aunque la falta de respeto puede asumir
muchas formas diferentes, nunca es justificable.

Acoso

El acoso o intimidación es una de las manifestaciones más comunes de la


falta de respeto. Intimidar es usar la fuerza, las amenazas o la humillación
para dominar y menospreciar a otros. La mayoría podemos identificarnos
con esta experiencia; ya sea en el patio del colegio, en los pasillos del
ámbito académico, en la sala de juntas, en la habitación de un paciente,
junto a la fuente o en la capital de nuestro país, muchos hemos
experimentado o presenciado el sufrimiento que provoca el ridículo. Quizá
hayamos intimidado a otros… o nos hayamos denigrado a nosotros mismos.
Y quizá nos hayan menospreciado quienes se sienten en una posición
menos afortunada que la nuestra. Asimismo, muchos hemos sido
intimidados por quienes ocupan posiciones de poder; nuestros padres,
nuestros profesores o nuestros jefes.

La intimidación puede ser intensa o sutil, agresiva o pasivo-agresiva.


Podemos intimidar siendo despectivos, como si la persona que tenemos al
lado no fuera digna de nuestra atención, o simplemente siendo groseros y
desagradables. Las formas menos sutiles de intimidación son, entre otras,
avergonzar, ridiculizar y humillar a otros. Nos pueden intimidar nuestros
iguales, nuestros superiores o quienes están por debajo de nosotros en la
jerarquía social. Se da a escala individual y societaria, y la pueden originar
incluso los medios de comunicación.

Mi interés por la intimidación como forma de falta de respeto se volvió más


específico cuando conocí a Jan Jahner, una enfermera experimentada que
cursó el Programa de Formación en Capellanía Budista de Upaya. Jan me
comentó que las enfermeras «se comen a sus crías y entre sí», una frase
acuñada por la investigadora Kathleen Bartholomew. Me pareció un modo
bastante alarmante de describir a unas profesionales que son conocidas por
su compasión. Insté a Jan a que me contara cómo puede ocurrir algo así en
la profesión de enfermería.
Jan me explicó que la hostilidad horizontal hace referencia al
comportamiento irrespetuoso entre personas que comparten la misma
categoría en una jerarquía organizativa o social. También conocida como
agresión entre iguales, la hostilidad horizontal está presente en muchas
estructuras. Los directores corporativos se menoscaban mutuamente, los
iguales se rechazan y se excluyen entre sí, y los políticos se ridiculizan unos
a otros; incluso los maestros espirituales hablan mal de otros. La escritora
feminista Denise Thompson96 define la hostilidad horizontal como
«convertir en chivos expiatorios a quienes son accesibles porque no son
muy diferentes en poder y en privilegio».

El acoso no solo tiene lugar entre iguales. Las personas de distinto rango
dentro de una jerarquía pueden menospreciar incluso más a otros, en un
fenómeno conocido como violencia vertical. En el lugar de trabajo, la
mayor parte de los acosadores son jefes u otras personas que ocupan cargos
de poder y privilegio. Y fuera del ámbito laboral, los profesores humillan a
los estudiantes, los mandos militares se burlan con frecuencia de los
soldados novatos, los padres pueden desvalorizar a sus hijos, los médicos
pueden ser rudos con sus enfermeros, y los jefes de Estado insultan a los
grupos minoritarios.

En mi experiencia personal y por las historias de otros, también he


aprendido que la violencia vertical se puede dar asimismo de abajo arriba,
cuando personas en una posición jerárquica inferior intentan hacerse con el
poder de quienes están más cerca de la cima, o cuando quienes están
privados de sus derechos se rebelan en respuesta al abuso desde arriba.

Hostilidad horizontal

Cada año, en el programa de Upaya de formación para personal sanitario,


conozco a enfermeras y enfermeros que han sido heridos por compañeros y
se plantean abandonar su profesión. Jan me contó que cerca de un 20% de
ellos deja su trabajo no por dificultades con los pacientes o con los médicos,
sino debido al acoso y la rudeza de los compañeros. El coste de la hostilidad
horizontal para la profesión de enfermería, además del coste para los
pacientes y las instituciones para el cuidado de la salud, es estremecedor.

En su tesis, Jan relató la historia de su propia experiencia de hostilidad


horizontal en su trabajo. Era enfermera en urgencias cuando perdió a su
hermano a causa del cáncer. Su rendimiento laboral se resintió por el
profundo duelo y la distracción que conllevaba. Escribió:

Lo que ocurrió, en un equipo que me tuvo en alta estima durante mucho


tiempo, fue como una bola de nieve. En un contexto tan acelerado, errores
menores o normales se convirtieron en sucesos importantes; las emociones
se convirtieron en motivo de cotilleo e insinuaciones. Cuanta más atención
prestaban a mi rendimiento, más aumentaba mi ansiedad, la sensación de
estar sobrepasada y la sensación de temor. No me di cuenta de que mi
vulnerabilidad incomodaba a la mayoría de mis compañeros, ni de que los
ataques sutiles y el sabotaje eran una forma de autoprotección. Sabía que si
pasaba cerca de un grupo de enfermeras y de repente se quedaban en
silencio era porque el tema de conversación era yo, como había visto en
otras ocasiones cuando se excluían de nuestro grupo a los auxiliares o a
otros enfermeros. Me sentía observada, vigilada.97

Jan pidió seis semanas de baja y regresó sintiéndose mucho más estable y
dispuesta a trabajar. Sin embargo, su equipo no estaba preparado para
dejarla volver.

Una infinidad de ataques sutiles, manifiestos y ocultos, y la frialdad en el


trato me dejaron muy claro que tenía que buscar otro puesto en otra unidad.
Ese mismo escenario donde había prosperado se había vuelto hostil, y supe
que «mi historia», fuera la que fuese en ese momento, se había difundido
por todo el hospital. Me topaba con ella en los lugares más insospechados.
Sentí como si algunas de las enfermeras de mi reducido hospital se
estuvieran alimentando de mi estrés del pasado para mantener viva su
versión de mi crisis. Eran como buitres, que buscando algo jugoso que
atacar, se mantenían al acecho en las proximidades de mis esfuerzos para
normalizar mi vida laboral.98

Finalmente, Jan cambió de división y se trasladó a un edificio del otro lado


de la calle. Sus nuevos compañeros reconocieron su duelo como normal, y
pudo prosperar en su puesto. Sin embargo, su sentido de autoestima había
quedado dañado por su experiencia de agresión y rechazo por parte de sus
compañeros, y durante años tuvo que darse ánimos y respirar hondo antes
de entrar en el hospital. «De alguna forma, esos compañeros habían tocado
algo muy interno y profundamente sensible en un momento de gran
debilidad y vulnerabilidad», escribió.

¿Por qué está tan extendida la agresión entre colegas en el ámbito de la


enfermería, una profesión conocida por su dimensión humanitaria? Un
análisis del comportamiento de los grupos oprimidos nos da una idea de su
presencia en el contexto de la enfermería y de la sociedad en general.

Aprendí mucho sobre la opresión entre iguales a principios de la década de


los 1970, cuando el feminismo cobraba fuerza en Estados Unidos. Muchas
de las que estábamos en el movimiento nos dimos cuenta muy pronto de las
faltas de respeto que surgían entre nuestras colegas mujeres. De hecho, el
término hostilidad horizontal nació dentro del movimiento feminista.
Florynce Kennedy, conocida feminista, activista a favor de los derechos
civiles y abogada, fue quien acuñó el término. Escribió: «La hostilidad
horizontal puede expresarse en la rivalidad entre hermanos o en un duelo
competitivo que destruye no solo la tranquilidad de la oficina o de la vida
doméstica en los barrios periféricos, sino también a algunos grupos
políticos radicales y, lamentablemente hay que reconocerlo, a algunos
grupos de liberación de mujeres […]. [Es] ira mal dirigida, que debe
centrarse correctamente en las causas externas de la opresión».99

Kennedy participaba activamente en el movimiento a favor de los derechos


civiles en Nueva York en la época en que yo trabajaba como investigadora
en Columbia. A lo largo de los años me la encontré en diversos actos del
movimiento. Era dura y se expresaba bien, y no consentía que nadie le
faltara al respeto. Hija de un portero que trabajaba en el Pullman, Kennedy
era una niña negra que se crio en un barrio de mayoría blanca en la ciudad
de Kansas. Cuando el KKK intentó expulsar a su familia, su padre les hizo
frente con una escopeta. Ella luchó por la plaza que le correspondía como
estudiante en la Facultad de Derecho de Columbia, donde era la única negra
y una de las ocho mujeres de su clase. En 1965, fue arrestada cuando
intentaba llegar a su casa en la calle 48 Este porque la policía se negaba a
creer que viviera en ese barrio. Esta experiencia la convirtió en activista, y
más adelante fundó el Partido Feminista.

Opresión internalizada

Sobre la hostilidad horizontal, Kennedy escribió: «Nos criticamos entre


nosotras en lugar de criticar al opresor porque resulta menos peligroso».100
Y muchas veces el opresor es más nebuloso; incluso invisible.

Pero la razón más insidiosa de la hostilidad horizontal, afirmaba Kennedy,


es que las personas oprimidas pueden ser cómplices de su propia opresión.
Escribió: «No puede haber un sistema de opresión realmente generalizado,
como el de Estados Unidos, sin el consentimiento de los oprimidos».
Cuando la opresión es el statu quo, hasta los que forman parte del grupo
oprimido tienden a caer en roles que refuerzan el patrón de dominación. Por
ejemplo, las mujeres internalizan el mensaje de que son más débiles que los
hombres y de modo inconsciente se comportan de manera sumisa con ellos.
Este fenómeno se conoce como opresión internalizada. Por definición, las
personas marginadas sufren más acoso que los que ostentan el poder, y con
frecuencia llevan esa intimidación a lo más profundo, donde se manifiesta
como la intimidación interior de vergüenza y de falta de respeto hacia uno
mismo.

La opresión internalizada, la violencia sistémica y diversas formas de abuso


jerárquico generan marginación, y las condiciones perfectas para la
hostilidad horizontal. «Divide y vencerás: eso es lo que intentan hacer con
cualquier grupo que esté intentando lograr un cambio social», escribió
Kennedy. «Se supone que los negros deben oponerse a los puertorriqueños.
Las mujeres deben volverse contra sus madres y sus suegras. Todos
tenemos que competir entre nosotros y con ello se beneficia la clase
dominante».101

De joven aprendí que cuando los hombres acosan a las mujeres para
mantener su dominación, suelen hacerlo a través del abuso directo, en un
enfoque de arriba abajo: desde un trato condescendiente, paternalista, que
sexualiza y avergüenza, o con comportamientos de «machista sabelotodo»,
hasta el propio abuso físico y sexual. En cambio, en el movimiento
feminista he visto que las mujeres utilizan la agresión entre iguales y la
violencia vertical de abajo arriba desde una posición de vulnerabilidad, en
un intento de nivelar un desequilibrio de poder que experimentan. He
observado cómo, con frecuencia, mujeres que se han sentido menos
empoderadas han intentado derribar a mujeres que consideraban más
poderosas. Lo vemos con demasiada frecuencia en mujeres políticas,
académicas, directivas empresariales y líderes espirituales. Yo misma he
sido tratada así, y es duro. Las mujeres que demuestran fortaleza pueden
convertirse en objetivo, y no solo para los hombres y los medios de
comunicación, sino también para otras mujeres. Aun así, no deberíamos
olvidar el hecho de que acosar es más común entre los hombres que entre
las mujeres. Según la Encuesta sobre el Acoso Laboral de 2014 del
Workplace Bullying Institute,102 dos tercios del total de los acosadores son
hombres.

Jan explicaba el papel que desempeña el respeto hacia uno mismo en el


fenómeno de la marginación en su experiencia de enfermera:

Tradicionalmente, en el campo de la enfermería se seleccionaba a mujeres


jóvenes que valoraran la atención al paciente, el servicio y el sacrificio
personal. Las enfermeras se enfrentaban a la percepción muy extendida de
ser menos (en madurez, en pensamiento crítico y en habilidades) que los
médicos y sus homólogos sanitarios y en un sistema de atención sanitaria
formado principalmente por médicos varones (de más edad). A veces esas
enfermeras carentes de poder, autonomía y autoestima asumían los
comportamientos de los marginados, buscando la valoración del poderoso y
menospreciando su propio poder.103

En el caso de las enfermeras, además del estrés que supone afrontar


urgencias médicas con riesgos físicos y emocionales, el estrés de sentirse
marginado es otro factor que conduce a la agresión entre iguales. Para Jan,
la hostilidad horizontal comenzó durante su proceso de orientación. Escribe
que, aunque algunas de sus enfermeras mentoras escuchaban y guiaban,
«otras solo miraban y esperaban la oportunidad de humillar con la excusa
de “eliminar a los débiles”, una actitud que seguramente provenía de su
propio proceso de socialización en la profesión de enfermería».104

Violencia vertical

La intimidación descendente, o violencia vertical, prevalece tanto a nivel


individual como social. Las personas con más privilegios suelen
menospreciar a los que tienen menos, a través de comentarios,
comportamientos y políticas que refuerzan las estructuras sexistas, racistas,
clasistas, heterosexistas y la discriminación por edad. El Workplace
Bullying Institute concluyó que las personas que no son de raza blanca
sufren tasas de acoso laboral significativamente más altas que los
blancos.105

La intimidación descendente fue una de las características principales de la


campaña presidencial norteamericana de 2016. El candidato republicano se
mofaba y menospreciaba abiertamente a todas las categorías de «otros»:
mujeres, negros, musulmanes, personas con discapacidades, inmigrantes
mexicanos y, obviamente, al otro candidato. Al venir de alguien en una
posición tan elevada, algunos de sus seguidores se tomaron su ejemplo
como un permiso para intimidar y amenazar a cualquiera que perteneciera a
esos grupos, tanto durante la campaña como después. En una escuela
secundaria en el oeste de Oregón, los estudiantes blancos empezaron a
cantar: «¡Construyamos un muro, construyamos un muro!» en medio de
clase de física. Poco después un estudiante colgó una pancarta casera que
rezaba: «Construye un muro», mientras instigaba a los estudiantes latinos a
que se fueran de allí.106 En otros lugares insultaban a los niños
musulmanes llamándoles «terroristas», «ISIS» y «bombarderos suicidas».
El Southern Poverty Law Center publicó un informe que concluía que «la
campaña está generando un grado de miedo y ansiedad alarmante entre los
niños de color, y está exacerbando las tensiones raciales y étnicas en las
aulas. Muchos estudiantes tienen miedo a ser deportados».107

Según Karen Stohr, en su artículo publicado en The New York Times, la


intimidación descendente tiene consecuencias más graves que otros tipos de
intimidación. «El desprecio expresado por los socialmente poderosos hacia
los socialmente vulnerables es un peligro moral mucho mayor que el
desprecio que fluye en sentido opuesto –escribe–. Como presidente, Trump
ocupa una posición de un poder social excepcional. El desprecio alentado
por ese poder se vuelve mucho más efectivo y, por lo tanto, mucho más
amenazante para nuestros valores democráticos básicos».108

Mi alumna de capellanía Michele Rudy trabajó en Arizona con los


dreamers, niños indocumentados a quienes se dio protección bajo el
mandato de Obama. Me dijo que los dreamers estaban escondidos por
miedo a las redadas de los Servicios de Inmigración y Control de Aduanas
de Estados Unidos (ICE por sus siglas en inglés) en sus hogares, colegios y
lugares de trabajo. «Los niños no quieren ir a la escuela –escribía Michele–.
Una madre me contó que su hijo se pasó tres días sin salir de su habitación.
La gente tiene un miedo legítimo a ser perseguida y a que les destrocen la
vida».

Michele formó parte de un equipo creado para dar respuesta a ese momento.
«Para empezar, los dreamers irán con sus familias a las iglesias evangélicas
blancas para poner de manifiesto que son seres humanos, y dar a conocer
todo lo que esto está suponiendo para ellos. Les resulta muy duro porque
tienen que mostrar su dolor ante otros, ante personas que pueden estar en su
contra, para que la gente despierte de su engaño. Pediremos a las iglesias
que defiendan a los más vulnerables si estos son perseguidos.»109

El acoso también puede llegar de abajo arriba. Muchas veces imagino lo


que tuvo que afrontar el presidente Barack Obama cada día de sus ocho
años en el cargo, con faltas de respeto motivadas por cuestiones raciales que
buscaban debilitar su posición. Obama siempre habló con respeto hacia
todo el mundo, al menos en público. Como dijo la primera dama Michelle
Obama: «Cuando ellos bajan, nosotros subimos».110

Como la mayoría de las personas en cargos de responsabilidad y de


autoridad, yo he tenido mis propias experiencias de ser objeto de
intimidación ascendente en el transcurso de los años. Seguro que la mayoría
de los profesores se puede identificar con esto. La primera vez que me
ocurrió fue en 1976, cuando enseñaba antropología en la New School for
Social Research. Tenía 150 estudiantes en mi clase. Al fondo de la clase
había tres mujeres mayores que se pasaban la clase haciendo comentarios
despectivos sobre mí. Después de tolerar demasiado tiempo este trato, y
siguiendo el consejo de mi jefe de departamento invité amablemente pero
con firmeza a esas mujeres a que se sentaran en la primera fila.

Al principio se resistieron. Estábamos en el Nueva York de los años setenta,


cuando «se llevaba» acosar a las figuras de autoridad. Seguí insistiendo
amablemente, y al final accedieron. Al segundo día de tenerlas en la
primera fila, parecía que habíamos alcanzado cierta paz.

Probablemente me había ganado algo de su respeto al no tolerar más tiempo


sus insultos. Pero con el tiempo aprendí que esas mujeres procedían de
entornos de abuso; estar en la New School significaba para ellas encontrarse
en lugar seguro, y menospreciarme era su forma de elevarse. Pese a todo, al
final conectamos, y creo que en el fondo eso es lo que querían. A veces, si
quieres crear la posibilidad de conectar con alguien, te tienes que arriesgar a
tener posibles problemas con esa persona. Aquellas mujeres me enseñaron
que el origen del acoso ascendente suele ser la impotencia y la ira que
siente la gente hacia los que están en el poder, y que a veces la nivelación
del poder se puede producir por vías insospechadas.

Poder con y poder sobre

El respeto y la falta de respeto están estrechamente relacionados con la


dinámica del poder: poder con (inclusivo) y poder sobre (exclusivo). El
respeto puede ser una forma de poder sano, de poder inclusivo, como el
respeto hacia nuestros padres, maestros, compañeros y hacia quienes
podrían ser considerados menos afortunados. Cuando utilizamos nuestro
poder para hacer avanzar a los que están en posición más frágil, actuamos
desde el respeto y desde el poder con, inclusivo. Cuando utilizamos nuestro
poder para favorecer nuestros propios intereses a expensas de los demás,
estamos actuando desde la falta de respeto y desde el poder sobre.

El poder entraña muchos riesgos. El poder puede hacer que las personas se
centren más en sí mismas, dando prioridad a sus propias necesidades sobre
las de los demás. El poder puede desinhibir a la gente hasta el punto de
ignorar las normas sociales de respeto, amabilidad, consideración y
conciencia. Y el poder embriaga. Creo que muchas veces los acosadores
están ebrios de poder y son adictos a explotar las diferencias de poder a su
beneficio, a fin de controlar el entorno y manipular a los demás.

Incluso en grupos donde los compañeros comparten el mismo nivel social,


se pueden desarrollar sutiles diferencias de poder en función de factores
como el carisma, las cualidades de liderazgo, la altura, la edad, el atractivo
y la fuerza física. Los acosadores saben cómo transformar esos ligeros
desequilibrios de poder en grandes desigualdades, aprovechándose de la
vulnerabilidad.

A escala global, el poder sobre se manifiesta como racismo, sexismo y


demás «ismos». Cuando la falta de respeto se institucionaliza en los
sistemas y en las estructuras sociales, se convierte en opresión sistémica. La
opresión sistémica es lo que llevó a los políticos de Flint, Michigan, a
decidir que estaba bien poner en peligro el agua potable de una población
en su mayoría negra si el propósito era ahorrar dinero; durante años corrió
plomo con efectos neurotóxicos por las tuberías de los hogares de familias
con hijos. Posiblemente, la opresión sistémica estaba detrás de la decisión
de alejar el DAPL de Bismarck, de población mayormente blanca, y
redirigirlo hacia el subsuelo del río Missouri, la fuente de suministro de
agua de los siux de Standing Rock. No hay duda de que también desempeñó
un papel en 2016, cuando al final una mujer no pudo romper el techo de
cristal en Estados Unidos y convertirse en presidenta. Está en la raíz de las
leyes sobre la «libertad de culto», las «leyes sobre el uso de los baños» y
otras políticas que legalizan la discriminación contra el colectivo LGBTQ.
También se manifiesta de formas más sutiles que revelan las mentalidades
que impregnan las profundidades del iceberg, como por ejemplo las
microagresiones tipo «No te veo como negro».

La opresión sistémica y la falta de respeto se activan cuando convertimos a


los demás en «el otro». La académica y crítica feminista india Gayatri
Chakravorty Spivak define ese proceso de otredad como «el procedimiento
por el cual el imperio puede definirse a sí mismo contra aquellos a quienes
coloniza, excluye y margina».111 En Estados Unidos, esta colonización se
ha manifestado al pie de la letra, adueñándose de las tierras indígenas y al
convertir en «el otro» a los nativos americanos, y en sentido figurado
marginando a las personas de color, a las personas con discapacidades, al
colectivo LGBTQ e incluso a la población carcelaria. Cuando somos sujetos
de la marginación, la vergüenza y la «otredad», no resulta nada fácil
mantener el respeto hacia uno mismo. Quizá nuestra baja autoestima no sea
consecuencia de trastornos de la personalidad, sino de haber interiorizado
las actitudes opresivas de la sociedad.

Despojados de dignidad

Y luego está nuestro sistema penitenciario industrial, un lugar donde la falta


de respeto y la humillación son la norma. Cuando trabajé como voluntaria
en el sistema penitenciario de Nuevo México, desarrollé un programa de
veinte semanas para prisioneros que incluía diversas formas de meditación,
entre ellas la práctica de metta (bondad amorosa); el programa también
hacía hincapié en la ética y en la comunicación.

La mañana en que iba a enseñar la práctica de metta, escoltaron a un nuevo


prisionero esposado a la capilla donde se impartía la clase. Era un hombre
enorme, de aspecto rudo, con la cara surcada de cicatrices y las palabras
HERMANDAD ARIA tatuadas en la parte posterior de su cabeza rapada.
Le eché un vistazo y por un momento pensé que quizá sería mejor cambiar
la lección de ese día. Recuerdo su nombre, era John; también le conocían
como «el motorista nazi». El funcionario le quitó las esposas, abandonó la
capilla y pronto se le pudo ver en la garita de seguridad de cristal, a la que
solo se podía acceder desde fuera de la sala donde nos reuníamos.

Comenzamos con una ronda de presentación. John no dijo nada; solo


miraba a un lado y a otro con rabia y con desprecio. Cuando empezamos
haciendo algunos ejercicios de estiramiento, permaneció callado y sin
moverse, como un hierro frío. Luego me centré en la parte de entrenamiento
mental, sugiriendo que los estudiantes podían cerrar los ojos o dejarlos
abiertos, según se sintieran más cómodos. Yo tenía los ojos bien abiertos,
como los del nuevo prisionero.

Comencé con la meditación guiada, pidiendo a los estudiantes que se


asentaran en el cuerpo y pensaran en algún conocido que realmente hubiera
sufrido. Después empecé a recitar lentamente las frases de metta. «Que
estés seguro; que estés en paz…» No había pasado ni un minuto cuando
John saltó con toda su corpulencia, y gritó: «Tú, p———! ¡No sabes de qué
c——— estás hablando!» Con la cara congestionada, siguió despotricando
e insultando.

No tuve tiempo de pensar en cómo cambiar la situación. Capté la mirada


inyectada en sangre de John y le dije con una especie de humildad cómica y
firme: «Estoy de acuerdo con lo que dices, ¡pero no me gusta cómo lo
dices!».

Inmediatamente, la sala se fundió en una estentórea carcajada. En un


momento apareció el guardia, que probablemente esperaba encontrarme
agachada en una esquina o tomada como rehén. Pero estaba bien. Creo que
mis años de práctica me ayudaron a estar alerta y receptiva ante la casi
catástrofe que había contribuido a crear. Parece que mis palabras, al menos
esa vez, habían sido acertadas.

Me sentí agradecida por acabar la sesión de una pieza y rodeada de risas.


Pero el hecho es que fue una situación dura, tanto para John como para mí.

Vi a John al cabo de más de un año. Entretanto, había asesinado a uno de


los presos. John, que estaba acusado de un delito capital y considerado muy
peligroso, estaba a punto de quitarse la ropa para que le registraran antes de
ser escoltado hasta su celda. Nuestros ojos conectaron por un momento, y
pude sentir su rabia mientras los guardas se preparaban para ese ritual de
humillación. Pensé en nuestro breve y complicado intercambio del año
anterior, y se me ocurrió que sin duda había estado sometido a mucha
degradación desde que le había visto, y que también habría provocado
grandes dosis de rabia.

En nuestra reunión anterior él me había cosificado; y posiblemente yo


también le había cosificado a él con mi comentario defensivo y gracioso,
que probablemente le avergonzó delante de sus compañeros. Y eso no me lo
había planteado hasta ese instante en que le vi en el corredor de la prisión,
cuando miré por un momento su torso desnudo, marcado y tenso, cargado
de crispación eléctrica. Nadie parecía dar importancia al hecho de que
hubiera una mujer cerca. Noté cómo se me encogía el pecho mientras me
alejaba apresuradamente de esa escena humillante. Y sentí que
seguramente, se había perdido cualquier oportunidad de redención de este
hombre gigantesco.
A John le estaban despojando de su dignidad y de todo lo demás. Por muy
matón que fuera, los funcionarios de prisión que lo manejaban ejercían una
opresión aún más potente, imponiendo su falta de respeto y su dominación
con un sentido de profunda indiferencia, como si estuvieran manipulando
un objeto inanimado.

Cuando recorría el pasillo, sentí náuseas. En ese momento estaba


presenciando violencia vertical y opresión sistémica al mismo tiempo; una
dinámica que también podemos encontrar en nuestros ejércitos, en los
hospitales, los colegios, las instituciones religiosas y en el gobierno. Podía
sentir la rabia de John generada por su indefensión; también pude percibir
la mezquindad fría y dominante de los guardias, y sentí que había ganado
algo de comprensión y de visión sobre cómo se fabrica un acosador.

Angulimala

La opresión internalizada es un elemento que aparece tanto en la violencia


vertical como en la hostilidad horizontal. Los que sienten opresión
internalizada pueden intentar someter o hacer daño a quienes perciben
como de nivel inferior a través de la dominación de arriba abajo. O se
pueden convertir en hostigadores de abajo arriba, desafiando a quienes
consideran de rango superior, como hizo John. Los acosadores y los tiranos
también pueden estar imitando inconscientemente un comportamiento
aprendido o tratar de compensar una injusticia percibida.

En mi trabajo en el sistema penitenciario, aprendí que las personas no


tiranizan porque se sientan más fuertes que los demás; lo hacen porque se
sienten más débiles, y muchas veces porque sufren vergüenza no
reconocida. Les asusta su propia vulnerabilidad, y atacar a otros se
convierte en un método de protección.

Cuando trabajaba «dentro», muchas veces reflexionaba sobre el relato


budista sobre el asesino en serie Angulimala, que demuestra cómo se puede
transformar el odio si se dan las circunstancias adecuadas. En los tiempos
del Buda, el mero nombre de Angulimala hacía temblar a muchos, pues la
palabra significaba «un collar de dedos»: los dedos de las personas a las que
Angulimala había matado. Según narra el Sutra Angulimala, este hombre
era «brutal, sanguinario, y se dedicaba a matar y a degollar, sin mostrar
compasión por ningún ser viviente».112 Con su inclinación hacia el
asesinato estaba arrasando pueblos enteros, regiones enteras.

Un día en que el Buda salió a pedir limosna, aldeanos, pastores y granjeros


le advirtieron de que Angulimala rondaba cerca, y que debía buscar refugio.
El Buda no escuchó sus consejos; al contrario, siguió pidiendo limosna
tranquilamente. Pronto oyó el sonido de unas pisadas corriendo tras él, y
después un grito iracundo ordenándole que se detuviera. El Buda continuó
caminando despacio, sin preocupación, ejerciendo un misterioso poder que
lograba mantener a distancia a Angulimala, por mucho que corriera.
Enfadado y frustrado, el asesino le gritó al Bendecido: «¡Detente,
contemplativo! ¡Detente!».

El Buda replicó: «Yo ya me he detenido, Angulimala, de una vez por todas.


Eres tú el que no se ha detenido».

Sorprendido, finalmente Angulimala pudo alcanzar el paso del Buda. Este


le miró con una mirada pacífica y clara. Más sorprendido aún, Angulimala
le preguntó por qué no tenía miedo. El Buda le miró como si fuera un viejo
amigo.

Angulimala dijo: «Monje, dices que te has detenido hace mucho tiempo,
pero sigues caminando. Dices que yo no me he detenido. ¿A qué te
refieres?».

El Buda respondió que había dejado de hacer daño al prójimo, y que había
aprendido a venerar la vida de los demás.

Angulimala replicó que si los seres humanos no se preocupaban por el


prójimo, ¿por qué tenía que preocuparse él? No descansaría hasta haberlos
exterminado a todos.

El Buda respondió serenamente que sabía que Angulimala había sufrido a


manos de otros; que su profesor le había hecho daño y que sus compañeros
de estudios lo habían denigrado. «La ignorancia puede hacer que los
humanos sean crueles –explicó el Buda–, pero los seres humanos también
pueden ser comprensivos.»

Después el Buda miró profundamente a los ojos de Angulimala, y le explicó


que sus monjes habían hecho la promesa de practicar la compasión y de
proteger las vidas de los demás. «El camino para transformar el odio y la
agresión en amor es el camino del Dharma».113

El Buda le dijo a Angulimala que estaba en el camino del odio, y le alentó a


escoger el perdón y el amor. Al escuchar esto, Angulimala se estremeció en
lo más profundo. Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos por el
camino del mal, y le preocupó que quizá ya fuera demasiado tarde para
volver atrás.

El Buda le respondió que nunca es demasiado tarde, y le animó a dirigirse


hacia la orilla de la comprensión. Prometió que cuidaría de él si se
entregaba a una vida de amabilidad y compasión. Angulimala sollozó y,
soltando sus armas, prometió abandonar el odio y la agresión y se convirtió
en discípulo del Buda.

La primera vez que leí este sutra, sentí que probablemente, para Angulimala
hacer daño a otros era una reacción al hecho de haber sido tiranizado por
sus compañeros y su maestro cuando era un niño. La historia me resultaba
familiar. En la prisión de máxima seguridad había conocido a muchos
hombres como él. Pero Angulimala experimentó la bendición de la
transformación porque el Buda le percibió en toda su profundidad. Sí,
Angulimala era un asesino en serie. Pero también tenía la fuerza de la
bondad en su interior, y el Buda vio quién era realmente y apeló a eso.

Cuando pensé en la historia de Angulimala, me di cuenta de que había


perdido mi oportunidad con John. John había asesinado a tres hombres. Era
un tipo duro, pero, mirando más a fondo, podía sentir que estaba roto. No
había forma de volver atrás y nunca volvería a verle, pero se ha quedado
conmigo, como una lección del fracaso.

Otro día en la cárcel, uno de los presos me dijo: «Esta es la primera vez en
mi vida que alguien me trata con respeto y con amabilidad». Al mirarle a
los ojos se me hizo un nudo en la garganta. No tenía palabras. Pero la
mirada que me devolvió era transparente. Con el tiempo, este hombre se
convirtió en un preso modelo, se abrió camino hacia la libertad interior, y
con el tiempo también hacia la libertad exterior.

Causas y efectos

Desde la perspectiva de la originación dependiente, podemos ver que las


faltas de respeto hacia los demás surgen debido a múltiples causas y
condiciones. Desde el punto de vista de la personalidad, los acosadores
sienten una falsa sensación de seguridad que tiene su origen en sentimientos
de inferioridad, vergüenza no reconocida, falta de conciencia personal y el
mecanismo de defensa de cosificar a otros. Desde el punto de vista de la
motivación, puede existir una razón aparentemente justificada para la falta
de respeto; por ejemplo, cuando los demás hacen algo que viola nuestro
sentido de moralidad e integridad. Desde el punto de vista externo, las
culturas organizativas competitivas y la opresión institucionalizada
alimentan la falta de respeto.

También debemos tener en cuenta que los efectos emocionales, físicos y


espirituales de la falta de respeto pueden ser extremadamente graves. En un
estudio sobre la brusquedad en la profesión médica, se apuntaban cinco
motivos: carga de trabajo, falta de apoyo, seguridad del paciente, jerarquía y
cultura.114 Aun así, cuando somos blanco de la falta de respeto, la
hostilidad, el acoso y la rudeza, podemos sentir ira, vergüenza, humillación,
cinismo e impotencia: una espiral de emociones que pueden desembocar en
el odio y el daño hacia uno mismo. Desde el punto de vista físico, podemos
experimentar insomnio, fatiga, y las respuestas asociadas al estrés de lucha,
huida y parálisis. También podemos acabar desarrollando enfermedades
relacionadas con nuestras vulnerabilidades concretas.

También existen consecuencias interpersonales. Si somos blanco de la falta


de respeto, puede que ataquemos al causante o podemos castigarle. Puede
que nos retiremos de la situación hasta el punto de abandonar nuestro
trabajo o nuestra comunidad. O quizá intentemos tomarnos la revancha
buscando objetivos a quienes acosar, como hizo Angulimala, alimentando
con ello el ciclo de poder tóxico. Y puede que nuestros mecanismos de
adaptación, como, por ejemplo, el abuso de sustancias, desemboquen en
aislamiento social, problemas de salud mental e incluso en un
comportamiento delictivo. Y cuando sus actos les pasan factura, los
acosadores también pueden experimentar algunas de esas consecuencias
mentales, físicas e interpersonales.

Si nos encontramos atrapados en el lodazal de la falta de respeto tenemos


que salir de ahí lo más rápidamente posible. En el caso de Angulimala, esa
fue la crisis que necesitaba para conectar más profundamente con quien era
en realidad. Igual que las causas nos pueden hacer caer por la pendiente de
la falta de respeto, también los efectos nos pueden traer de vuelta al camino
del respeto, el civismo y la consideración. Así fue con Angulimala, y así
puede ser con nosotros.

19.

El respeto y los otros estados límite

Según las definiciones convencionales, respeto significa «una actitud de


consideración o de deferencia». El respeto es fruto de la integridad y de la
empatía. Nace de nuestros puntos de vista, nuestros valores y nuestras
emociones. La etimología de la palabra respeto resulta interesante. En latín,
respectus quiere decir «mirar atrás y considerar». Por el contrario, la falta
de respeto sugeriría «menospreciar» y no considerar en profundidad.
Cuando respetamos conscientemente al prójimo, un principio o incluso a
nosotros mismos, experimentamos una pausa natural, un volver atrás para
reflexionar más a fondo. Desde este punto de vista, el respeto no es solo un
sustantivo, sino también un verbo: un proceso.

Cuando pienso en el proceso de respetar y en cómo afecta a los otros


estados límite, recuerdo la experiencia de Susan, una médica militar que me
pidió consejo sobre cómo mantener el respeto hacia sí misma y hacia sus
valores y principios, pues podía imaginar cuáles iban a ser sus funciones
bajo una nueva administración política que para ella ejemplificaba el lado
tóxico de nuestro sistema político. Me confió que muchas veces, formar
parte del ejército le había creado un conflicto por el sufrimiento que
causaba la guerra. Al mismo tiempo, también sentía que tenía una misión
más profunda. Dijo: «Me preocupa ser parte integrante de un sistema
perjudicial, pero al mismo tiempo también siento que estar cerca me ofrece
la oportunidad de cambiar el sistema desde dentro de una forma más
eficiente y más potente que obrar por el cambio desde fuera del
ejército».115

Durante su última misión en Afganistán, Susan sintió que su papel de


médica era el «Recto medio de vida», un concepto budista que se refiere a
un trabajo que es ético, que le ofrecía la oportunidad de «llevar la luz donde
hay oscuridad» y ofrecer una atención respetuosa a quienes han sufrido las
heridas y el trauma de la guerra. Pero también me comentó que al ser una
persona que llevaba dentro el instinto de ayudar, a veces se descubría
tambaleándose bajo el influjo del altruismo patológico. En ocasiones
también se sentía sobrepasada por el sufrimiento que encontraba (angustia
empática) y por la intensidad de las exigencias del trabajo (quemarse), y le
suponía un conflicto trabajar en una institución cuyo ethos, a su modo de
ver, estaba en cierto modo arraigado en la violencia (sufrimiento moral).

En sus cartas reconocía que para preservar su autoestima tenía que


considerar desobedecer en caso de que le pidieran que cumpliera órdenes
ilegales. A pesar de este compromiso, se debatía. «Podría seguir formando a
la siguiente generación de médicos para que proporcionaran algo más que
atención médica, para reducir y afrontar el dolor y la rabia que presencian
con una compasión más profunda. Podría seguir siendo la voz disidente e
inquisidora dentro de un sistema que se perpetúa a sí mismo. Pero ¿es
suficiente? ¿Y si mi presencia es un consentimiento implícito? ¿Será una
aprobación tácita del statu quo?»

Me senté con las palabras de Susan. Podía sentir su conflicto por el hecho
de proporcionar un cuidado muy necesario a los heridos y moribundos y al
mismo tiempo sentir que estaba violando su integridad y el respeto hacia sí
misma. Mi estilo no es aconsejar, sino más bien preguntar. Pensé en mi
padre y en lo que su daño moral y su posterior pérdida de respeto personal
me habían enseñado. También pensé en mis alumnos que habían sufrido el
trauma del combate. Y recordé mi experiencia de voluntaria en el complejo
penitenciario industrial, una institución donde la falta de respeto, el acoso y
la violencia son la norma establecida.

Escribí a Susan:

Yo también me he planteado preguntas similares sobre tu situación y


también sobre la mía, en mi trabajo de voluntaria en el sistema
penitenciario. ¿En qué medida contribuimos a la violencia estructural al
estar dentro de instituciones que causan daño? Creo que hay que explorarlo
en profundidad. Nuestras motivaciones (planes de jubilación, posición
social, etc.) podrían llevarnos a hacer concesiones y acabar degradándonos
psicológicamente al hacernos en cierto modo cómplices del daño
ocasionado a otros, y, con ello, dañándonos a nosotros mismos. Por otro
lado, ¿existe alguna forma de estar dentro del sistema y representar y
defender los valores que orientan nuestra vida? Profundiza en las preguntas
que te planteas y, además, piensa en tu vida dentro de cinco años, de diez
años… ¿Qué ves? ¿Quién quieres ser? ¿Quién eres ahora? Y si te quedara
un año de vida, ¿qué querrías hacer con tu vida?

En los días siguientes a esta correspondencia, pensé en Susan con


frecuencia. Son muchos los factores que pueden poner en riesgo el respeto
personal y el respeto por nuestros principios, incluyendo nuestro propio
idealismo, nuestra respuesta inconsciente a las expectativas sociales,
nuestros deseos de seguridad material, los compromisos que ya hemos
asumido y que tememos romper, nuestra falta de conciencia de la gravedad
del daño en un sistema del que somos parte y el altruismo fuera de lugar.

Susan no tardó en volver a escribir. Había seguido los acontecimientos de


Standing Rock, y las acciones de los religiosos y de la gente de fe y sus
valerosos esfuerzos por proteger la tierra le sirvieron de inspiración. Tenía
muy claro que se negaría a participar en cualquier intervención militar
contra los protectores del agua de Standing Rock. Respetaba profundamente
a los protectores del agua por adoptar una postura no violenta, y le parecía
alarmante la violencia que se había ejercido contra ellos.

De momento, Susan tenía intención de seguir en su puesto de médica «al


lado de quienes están más directamente inmersos en el abismo del
sufrimiento creado por la guerra». Pero tenía un nuevo grado de
compromiso con la disidencia, que implicaba alzar su voz de manera
proactiva. Escribió:

Estoy dejando a un lado el deber de mantener la boca cerrada para acatar la


ley militar. Acepto el riesgo de ser sancionada, de que me sometan a un
consejo de guerra o me despidan por hacerlo. Hay momentos en que tengo
que decir la verdad, por encima del mandato de no implicarme en debates
políticos debido a mi posición. Tengo que reconocer que es un gran riesgo y
que me genera intranquilidad, pero también confío en que manifestará
nuevas formas de estar en este momento difícil.

Cuando vi a Susan semanas más tarde, había tomado una nueva decisión:
había dado los primeros pasos para solicitar un cargo militar oficial como
objetora de conciencia. Me contó que los militares la estaban presionando
sutilmente para que abandonara su solicitud de objeción de conciencia,
insinuando que tenía problemas psicológicos. Me miró, y ambas sonreímos.
Yo sabía que no solo estaba perfectamente sana, sino que además había
tomado su decisión aplicando el respeto personal y el respeto por los
principios, con la integridad como guía.

En la exploración de dilema, Susan había seguido un atento proceso de


discernimiento. Había respetado su propio proceso de deliberación y había
evitado precipitarse a una conclusión rápida. En un momento determinado,
se dio cuenta de que estaba dispuesta a incurrir en el riesgo de infringir la
legislación militar y soportar el menosprecio de sus colegas, a fin de estar
en armonía con sus valores. Finalmente, sintió que la única opción era
solicitar su derecho de objeción de conciencia. Supe que no había tomado a
la ligera esa decisión.

Aprendí de Susan y de otros que el respeto y la falta de respeto cohabitan


con los otros estados límite en un ecosistema complejo. La falta de respeto
hacia los demás a menudo revela una falta de altruismo, de empatía y de
integridad saludables. Activar conscientemente estas cualidades nos puede
ayudar a regresar al respeto. La falta de respeto también genera sufrimiento
moral, que, como Susan, experimentamos como una violación de nuestra
integridad. Los lugares donde trabajamos y servimos pueden ser terrenos
abonados para la intimidación, y si sufrimos acoso, nos quemaremos más
rápido. Si están quemados, los cooperantes, el personal militar y los
cuidadores serán más proclives a proyectar sus frustraciones sobre sus
compañeros, sus superiores e incluso sobre aquellos a quienes sirven,
tratándoles sin respeto.
Por el contrario, el respeto imbuye fuerza a los otros cuatro estados límite.
El altruismo es una expresión poderosa del respeto. La empatía puede ser
una puerta al cariño incondicional hacia los demás. Los principios morales
y éticos que generan individuos, organizaciones y sociedades sanas tienen
el respeto entretejido en su meollo. Y la implicación se puede potenciar con
el respeto. Muchas veces pienso en la gran regla de oro compartida por
tantas culturas con expresiones tan diversas: trata a los demás como te
gustaría que te tratasen a ti. Esta máxima encarna el respeto hacia los
demás, el respeto hacia los principios y el respeto hacia uno mismo.

20.

Prácticas que respaldan el respeto

¿Cómo manejar la falta de respeto de forma hábil, tanto si notamos que


brota en nuestro interior como si somos sus destinatarios? ¿Qué prácticas
que estén fundamentadas en el respeto podrían ayudarnos a cultivar más
respeto?

El triángulo dramático

En el Programa de Formación en Capellanía Budista de Upaya, enseñamos


a nuestros estudiantes el triángulo dramático de Stephen Karpman, que
utilizamos como un modelo social para el análisis de las dinámicas
interpersonales relacionadas con la falta de respeto, el miedo y la
desautorización. Ya sea en el trabajo, en la vida familiar o con nuestras
amistades, antes o después todos nos vemos atrapados en el triángulo
dramático. No es un modelo budista en sí, pero tiene una orientación
budista. Nos ayuda a tomar conciencia de nuestras respuestas habituales
basadas en el miedo a las interacciones tóxicas. El modelo también ofrece
una perspectiva que nos ayuda a ver quiénes somos en realidad con mayor
profundidad.

El triángulo dramático describe los papeles de perpetrador, salvador y


víctima en los que se ven atrapadas las personas. Normalmente, el drama
comienza cuando un perpetrador hostiga a una víctima o cuando la víctima
percibe o incluso busca un ataque de un perpetrador. Al sentirse amenazada
o menospreciada, la víctima solicita la ayuda de un salvador, o bien un
salvador se ofrece voluntario para resolver la situación. Los salvadores
suelen creer que actúan desde un espacio de altruismo, pero a menudo lo
hacen desde una forma patológica de altruismo que refuerza el ego del
salvador y perpetúa la dependencia de la víctima.

A medida que los actores representan su papel, el triángulo pierde


estabilidad; tarde o temprano la dinámica cambia y con ella, también lo
hacen los roles. Por ejemplo, si el salvador empieza a sentirse molesto por
las necesidades de la víctima, puede cambiar al papel de víctima, y la
víctima se convierte en el nuevo perpetrador. O el salvador puede explotar
de ira y convertirse en un perpetrador. El perpetrador puede alegar que está
siendo perseguido, y asumir el papel de víctima. De hecho, cualquier actor
puede cambiar a cualquier otro papel.
La conexión entre el triángulo dramático y la intimidación es evidente.
Perpetradores y víctimas son ingredientes necesarios para que se cree
hostilidad horizontal o vertical, condiciones que atraen a los salvadores. Es
más, una persona que se siente tiranizada o acosada puede pasar fácilmente
a interpretar el papel de perpetrador, avergonzando y culpando al
perpetrador original. O un salvador puede aparentar respeto para asumir el
papel del perpetrador.

La base que subyace al triángulo dramático es la conexión entre la


responsabilidad personal y el poder. La víctima no asume la responsabilidad
de su propio poder, sino que intenta conseguir un salvador que la rescate. El
salvador se responsabiliza, no de sí mismo, sino de quien identifica como
víctima. El perpetrador también rechaza asumir la responsabilidad de sus
propias acciones, y niega su contribución al sufrimiento.

Para romper esta dinámica disfuncional, tenemos que intentar ver la


situación desde un punto de vista mucho más amplio, y asumir nuestra parte
de responsabilidad en el conflicto. Durante el Programa de Formación en
Capellanía Budista de Upaya, Fleet Maull proporciona una buena guía para
salir del triángulo dramático: ser conscientes de las situaciones que nos
provocan y mantenernos enraizados; no tomarnos las cosas personalmente;
mantener unos buenos límites internos y externos; establecer y mantener
acuerdos claros; renegociar los acuerdos en caso necesario; ver las cosas
con perspectiva, y trabajar con las cualidades siguientes: vulnerabilidad,
rendición de cuentas, responsabilidad personal, confianza, conexión y
valentía.

Los Cinco Guardianes del Habla

Para trabajar con el triángulo dramático, tenemos un recurso muy poderoso:


las Rectas Palabras, una práctica budista que constituye una de las bases
para la conexión y el cariño. Cuando los maestros zen de Estados Unidos
empezaron a explorar más en detalle el papel del discurso en los sistemas en
que vivimos, nos dimos cuenta de la frecuencia con que se da la falta de
respeto y el menosprecio en las estructuras familiares, en los centros de
trabajo y en nuestras comunidades religiosas. Empezamos a utilizar los
Cinco Guardianes del Habla, una serie de preguntas derivadas de las
enseñanzas del Buda, como herramienta para la comunicación apropiada.
Practicarlos implica que, antes de abrir la boca, siempre nos planteemos lo
siguiente:

¿Es verdad?

¿Es amable?

¿Es beneficioso?

¿Es necesario?

¿Es el momento adecuado?

Estas preguntas son una manera de considerar más a fondo si lo que


queremos decir es necesario en ese momento y si realmente va a ser útil.
¿Es este el momento en que hacen falta nuestras palabras para cambiar una
situación para mejor? ¿O nuestra opinión podría ser recibida como
intimidante, irrespetuosa o debilitante?
No obstante, al responder estas preguntas, he tenido que recordar un
elemento muy importante de las Rectas Palabras que Thich Nhat Hahn
enfatizó a lo largo de los años. En casos de injusticia, menosprecio, daño,
abuso o violencia, tenemos la responsabilidad de denunciar el daño en
nombre de la compasión. Nhat Hahn interpreta el precepto budista del habla
correcta con estas palabras: «No digas cosas que no son ciertas para
beneficiarte o para impresionar a los demás. No pronuncies palabras que
puedan causar odio o división. No difundas noticias si no sabes si son
ciertas. No critiques ni condenes aquello de lo que no estás seguro. Habla
siempre honesta y constructivamente. Ten el valor de denunciar las
situaciones de injusticia, aunque hacerlo suponga una amenaza para tu
propia seguridad».116 Las Rectas Palabras son las palabras valientes. Un
discurso compasivo y valiente estará arraigado en el respeto auténtico.
También es una de las maneras de salir del triángulo dramático.

Ponerse en el lugar del otro

La empatía, la amabilidad, la visión profunda y la compasión son antídotos


poderosos contra la falta de respeto. Consciente de ello, he descubierto que
la práctica de «ponerse en el lugar del otro» resulta de gran ayuda para
profundizar en el respeto, y para nutrir la sabiduría y fortalecer la resiliencia
cuando uno se ve sometido a la falta de respeto.

Esta práctica fue descrita por Shantideva, el monje budista del siglo XVIII
que escribió Una guía para el estilo de vida del bodhisattva.

Primero empezamos recordando nuestra aspiración a ser beneficiosos para


los demás, y que todos y cada uno de los seres quieren librarse del
sufrimiento.

Después vemos honestamente que nuestro egoísmo y nuestro egocentrismo


no nos han aportado una felicidad verdadera. Lo que ha nutrido nuestro
bienestar ha sido el respeto, el amor y ocuparnos de los demás.

Si analizamos en profundidad, deberíamos ver que todo lo que nos


beneficia proviene de otros, ya sean nuestros cuerpos, la comida que
ingerimos, la ropa que llevamos, la casa donde vivimos, incluso el aire que
respiramos.

Después es importante entender que desde cierto punto de vista, no hay


diferencia entre el yo y el otro, y que todos los seres y todas las cosas son
totalmente interdependientes y dignos de respeto y cuidado.

Aunque habitualmente casi todos nos centramos en nosotros mismos, ahora


vamos a centrar nuestra atención y nuestro amor en el otro.

Para esta parte de la práctica de intercambiar el aprecio por nosotros


mismos por el aprecio a otro, trae a la mente la presencia de alguien que
esté sufriendo. Imagina que tú eres esa persona, que vives su vida, que
soportas sus dificultades.

Imagina su sufrimiento como humo negro e inspíralo. Con la espiración,


envía a esa persona todas tus buenas cualidades.

Cuando haya transcurrido cierto tiempo haciendo esta práctica, vuelve a tu


inmenso corazón y descansa en la presencia incondicional.

Finaliza la práctica dedicando el mérito al beneficio de los demás.

Esta práctica es una forma potente de cultivar el amor y el respeto hacia los
demás.

21.

Descubrimiento en el borde del respeto

En el budismo intentamos examinar a fondo las raíces del sufrimiento de


cada persona. Podemos reconocer el Angulimala en el acosador, en el
tirano, en el maltratador: el que necesita de las circunstancias adecuadas
para descubrir de nuevo quién es en realidad.

Y luego está Mara, el «diablo», que aparecía una y otra vez en la vida del
Buda, intentando intimidarle. Como escribe Thich Nhat Hahn, el Buda
respondía: «Hola, viejo amigo. Yo te conozco»; y Mara huía.117 En otra
versión de la historia, el Buda enumeraba a Mara las fortalezas personales
que utilizaría para derrotarle: «Porque tengo fe y energía, / y también
sabiduría […]. Tus prietos escuadrones, que el mundo, / con todas sus
virtudes, no ha podido derrotar, yo romperé con sabiduría / como una piedra
rompe una vasija de barro».118 Tras derrotar a Mara, el Buda recibió el
apodo de «Victorioso», en el sentido de que había superado todos los
obstáculos. Tenía el poder de transformar las aflicciones de su propia
mente.

Mara es un personaje que representa nuestra angustia, nuestro odio, nuestro


aferramiento, nuestra confusión, nuestros engaños, nuestro miedo. Quizá,
cuando nos encontremos con nuestro propio Mara, podamos decir, con
cierto grado de compasión: «Hola, viejo amigo. Yo te conozco». Resistimos
el impulso de tiranizar, permaneciendo arraigados en la comprensión y el
respeto. También podemos utilizar la fórmula de fe, energía y sabiduría del
Buda para superar nuestro Mara personal y encontrar la libertad.

En el Padhana Sutta, Mara se queja: «Durante siete años seguí al Buda a


cada paso. / Con el Buda despierto, no tuve oportunidad. / Como un cuervo
que sobrevuela una gruesa piedra de color / pensando “quizá encuentre un
tierno manjar” / y se aleja decepcionado, /con disgusto renuncio a
Gotama».119

¡No le des al tirano ningún manjar con el que deleitarse! ¡Se una piedra
gruesa de color! Tanto si el tirano se encuentra dentro como si es un agresor
externo, primero debemos mirar profundamente en nuestro interior.
Podemos intentar cultivar una compasión valerosa hacia el sufrimiento y el
engaño del tirano. De esta forma podemos ganar la visión clara que
necesitamos para evitar alimentar nuestros propios estados opresivos de la
mente. También podemos cultivar compasión por nosotros mismos y
aprecio por nuestras fortalezas. Si el respeto hacia nosotros mismos es
robusto, no necesitamos denigrar a otros.

Cuando nos encontramos en el borde tambaleándonos hacia el abismo de la


falta de respeto, nuestra propia sensación incómoda puede ser suficiente
para hacernos mirar hacia dentro y descubrir nuestra compasión hacia los
demás, descubrir cómo podemos transformar las relaciones y las
instituciones difíciles con la fuerza del respeto y del amor. Estas
experiencias pueden ser una vía de entrada para modificar nuestras
respuestas habituales, aprender a comunicarnos hábilmente y de manera
compasiva, y para darnos cuenta del poder sanador de la interconexión con
nuestros congéneres humanos y con todos los seres. Cuando aprendemos a
elevar a los demás, también nos elevamos a nosotros mismos.

Parte V. Implicación

«No te puedes iluminar a fuerza de actividad.»

Hace años, en Upaya, reparé en un joven trabajador mexicano que apilaba


lenta y cuidadosamente los ladrillos de adobe que se iban a utilizar en la
remodelación de uno de nuestros edificios. Durante toda la obra siguió
trabajando con esa misma calidad de atención plena, y a menudo tenía una
leve sonrisa en el rostro, tanto cuando instalaba una tubería como cuando
enlucía una pared. Al final del proyecto, invité a José a que se quedara en
Upaya de encargado de mantenimiento.

José se deslizó en la corriente de la vida cotidiana de Upaya, inspirando a


algunos de nuestros residentes e invitados. Un día en que trabajaba con
José en una obra de jardinería, pensé en un diálogo entre el maestro zen
japonés del siglo XVII Basho y uno de sus monjes. «¿Cuál es la esencia de
tu práctica?», preguntó el monje a Basho. El maestro respondió: «Lo que
haga falta». Como Basho, José parecía implicado en lo que hiciera falta,
no solo funcionalmente, sino también existencialmente, como si su trabajo
fuera una práctica espiritual. Tanto si estaba resolviendo problemas de
fontanería o fallos eléctricos, como si estaba previniendo inundaciones,
José parecía trabajar con una conexión total y sin estrés.

Evidentemente, no trabajaba en un aula llena de adolescentes rebeldes. Ni


afrontaba el dolor intratable de un moribundo ni las exigencias
emocionales de un votante en paro. Quienes trabajan en entornos donde el
sufrimiento es el pan de cada día corren el riesgo de quemarse y de sentirse
descorazonados. Aun así, creo que en todas las profesiones se puede tener
una implicación sana.
Una colega mía es profesora de primaria en un barrio desfavorecido.
Empieza sus clases con una meditación. Las paredes están tapizadas de
dibujos infantiles. En los alféizares de las ventanas se alinean plantas
pujantes. Sus alumnos tienen los mejores resultados en matemáticas de su
grupo de edad, y ella lo atribuye a cómo empiezan cada jornada: me dice
que las jornadas también son buenas para ella. Soy muy amiga de un
político del Cinturón Industrial que está siempre pendiente de las
necesidades de sus electores. Me dicen que casi siempre tiene la sonrisa en
los labios, aunque tenga que vérselas con las complejidades de Washington.
Medita desde hace muchos años.

Y luego está la directora general que ha hecho que las prioridades de su


empresa sean el reparto de beneficios y la visión compartida. Al mismo
tiempo ha criado cuatro hijos sanos y tiene un aspecto lozano. Y también
está el poeta-granjero de Kentucky que se atiene a sus principios de
responsabilidad medioambiental, a pesar de que estén destruyendo las
cumbres de las montañas cercanas. A diferencia de la tecnología, su alma
ama la tierra, y la poesía lo mantiene equilibrado, cuerdo y prolífico.

He aprendido de todos ellos, pero quizás especialmente de José. A lo largo


de mi amistad con él, llegué a ver que nuestra identidad profunda no reside
tanto en lo que hacemos, sino en cómo gestionamos lo que hacemos: cómo
nos implicamos en nuestro trabajo, tanto si consiste en poner ladrillos
como en promulgar leyes o en sentarnos con los que se están muriendo.

El término de implicación es el que utiliza la doctora Christina Maslach


para referirse a una relación sana con nuestro trabajo y el servicio a los
demás, y en cambio quemarse es el cansancio y el desaliento resultante de
una relación malsana con nuestra vocación. Cuando empecé a examinar la
implicación y el burnout o síndrome del trabajador quemado, me di cuenta
de que la implicación es un estado límite.

Cuando nos mantenemos sobre el suelo firme de la implicación, nuestro


trabajo nos da fuerzas. Nuestro servicio a los demás puede tener sus
momentos exigentes, pero en general estamos absortos en lo que hacemos,
y nos gratifica. Nuestro medio de subsistencia mejora nuestra calidad de
vida, e idealmente también la vida de los demás. Pero si trabajamos
demasiadas horas, en circunstancias insoportables, a cambio de una
retribución emocional demasiado escasa –o cuando sentimos que nuestros
esfuerzos no logran cambiar las cosas para bien para los demás– esos
factores nos pueden empujar al límite de lo que podemos soportar. Desde
ahí, es fácil caer por el precipicio, al paisaje desolador del síndrome del
trabajador quemado, donde nos sentimos hastiados y desmoralizados.

La violencia del exceso de trabajo se puede volver habitual y acabar


quemándonos, desgastándonos, hundiéndonos en una ciénaga de la que
puede ser difícil escapar. Algunos se pasan años atrapados en ella,
incapaces de reavivar su pasión. Pero si encontramos la salida del
agotamiento y volvemos a ganarnos el sustento de una forma que nutra
tanto a los demás como a nosotros mismos, también encontraremos
resiliencia, y quizás incluso sabiduría.

22.

Desde la cima elevada de la implicación

En el budismo, hay un relato muy conocido sobre el maestro zen Pai-chang


Huai-hai, que vivió bajo la dinastía china Tang. Como todo buen ciudadano
chino, trabajó cada día de su vida, excepto el día en que sus monjes le
escondieron las herramientas. Para entonces, Pai-chang tenía una edad muy
avanzada, y sus monjes pensaron que podía tomarse la vida con más calma.
Pero a Pai-chang no le hizo gracia la broma. Protestó argumentando que sin
trabajo no tenía virtud. «Un día sin trabajar es un día sin comer», proclamó,
y estuvo en huelga de hambre hasta que sus monjes cedieron y le dejaron
volver al trabajo. El aforismo de Pai-chang se convirtió en un principio
rector del Zen durante más de 1.200 años: una ética del trabajo zen, una
ética de la implicación, una ética de ser «lo que sirva».

Energía, dedicación, eficacia

Según la doctora Maslach,120 afamada experta del síndrome del trabajador


quemado (burnout), la implicación en nuestro trabajo se caracteriza por la
energía, el compromiso y la eficacia. Cuando estamos implicados, sentimos
que nuestro trabajo nos alimenta. Tenemos capacidad y medios para
conseguir resultados. Tenemos la sensación de que nuestro trabajo supone
una diferencia para los demás, para nosotros mismos y tal vez para el
mundo. Aunque es normal experimentar nuestra proporción justa de
frustración y resistencia, nuestro compromiso con nuestro trabajo –y, con
suerte, nuestro amor por nuestro trabajo– nos da fuerza y sabiduría para
navegar sobre las olas de las horas menos gratificantes.

Durante un programa que impartí con el monje benedictino David Steindl-


Rast, él dijo que el antídoto del desgaste no era necesariamente tomarse
unas vacaciones. «¡Es la incondicionalidad!», exclamó, sonriendo
jovialmente. Me gusta la palabra incondicionalidad porque implica que te
vuelcas de todo corazón. Señala una sensación de auténtica conexión con el
trabajo que hacemos, de amor por él. En otra conversación, el hermano
David contó que la implicación era su propia estrategia personal para evitar
quemarse.

El poeta David Whyte relata una conversación decisiva que tuvo con el
hermano David, quien le aconsejó,

Estás tan sumamente cansado porque una buena mitad de lo que haces en
esta organización no tiene nada que ver con tus verdaderas facultades, o con
el punto al que has llegado en tu vida. Solo estás aquí a medias, y estar a
medias aquí te acabará matando. Necesitas algo a lo que puedas dedicar
todas tus facultades […]. El cisne no supera su timidez a base de darse
golpes en la espalda, de moverse más rápido o de intentar organizarse
mejor. Lo hace avanzando hacia el agua elemental a la que pertenece. Es el
simple contacto con el agua el que le confiere gracia y presencia. Solo
tienes que tocar las aguas elementales de tu propia vida, y lo transformarán
todo. Pero tienes que dejarte caer a esas aguas desde el acantilado donde te
encuentras, y eso puede ser duro. Sobre todo si piensas que te puedes
ahogar.

El hermano David prosiguió:

Para dejarte caer […], hace falta coraje, y la palabra coraje viene de la
palabra corazón. Debes hacer algo que sientas de corazón, y debes hacerlo
pronto. Abandona todo este esfuerzo, y déjate caer, aunque sea torpemente,
en las aguas del trabajo que quieres para ti. ¿Sabes?, está bien ganarse la
vida con algo secundario hasta que tu trabajo haya madurado, pero cuando
ha madurado hasta alcanzar una plenitud transparente, hay que recoger los
frutos. Ya has madurado, y estás esperando a que te cosechen. Tu
agotamiento es una forma de fermentación interna. Estás empezando, muy
despacio, a pudrirte en la viña.121

¡Pudrirse en la viña, qué pena! Para evitar ese desagradable destino,


debemos bajar a las aguas del trabajo que queremos para nosotros y para el
mundo, y transportarnos al espacio de plenitud, de incondicionalidad en
nuestra forma de servir.

Según la doctora Maslach, quienes tienen una relación de implicación con


su trabajo, quienes le encuentran un sentido de propósito y capacidad, son
menos proclives a quemarse. Se han dejado caer en las aguas de la vida. La
investigadora Ayala Pines estudió a agentes de seguros, trabajadores cuya
ocupación le puede parecer aburrida al observador normal. Descubrió que
los agentes que habían sobrevivido a una experiencia traumática
relacionada con el seguro, como un incendio o una inundación, podían
trabajar mucho tiempo seguido sin quemarse porque sentían una profunda
vocación hacia su profesión y creían que su trabajo realmente servía a la
gente.122

¿Cómo es posible que un mismo trabajo queme a unos y a otros no? Me


inspiró la historia de una familia que parece alentada únicamente por una
vocación que muy pocos de nosotros seríamos capaces de manejar. En
2012, Cori Salchert y su marido, Mark, empezaron a adoptar a los que
llaman «niños de hospicio», niños con trastornos que les limitan la vida.
Los Salchert ya tenían ocho hijos biológicos propios, pero se sentían
llamados a hacerse cargo de esos niños que habían sido abandonados por
sus padres, al sentirse incapaces de asumir su complicado cuidado o de
presenciar el fin de la vida de su hijo.

Cori Salchert, que había sido enfermera de duelo perinatal en Sheybogan,


Wisconsin, tenía experiencia sobre cómo asumirlo. También tenía corazón
para ello. El primer niño de hospicio que adoptó su familia fue una niñita
sin nombre, con dos semanas de vida, que había nacido con graves
anomalías cerebrales. La llamaron Emmalynn; vivió cincuenta días antes de
morir en brazos de Cori. «Emmalynn vivió más en cincuenta días que
algunos en toda una vida», dijo Cori.123

Después la familia adoptó a Charlie, un niño de dieciocho meses que


dependía del soporte vital. A pesar de todos sus aparatos, la familia se lo
llevaba de excursión siempre que podía. «Va a morir, eso no va a cambiar –
dijo Cori a Sheboygan Press–. Pero podemos cambiar su forma de vivir, y
la diferencia para Charlie es que recibirá amor antes de morir».124

La suya es una historia de altruismo y también de implicación valiente,


desinteresada. La familia Salchert realmente nada en las aguas de la vida,
incluso cuando son testigos de la agonía y de la muerte. ¿Cómo consigue no
quemarse esta familia extraordinaria? Cori habla del fuerte sentido de
propósito de su familia, y del poder de la fe cristiana. También se tienen
unos a otros:125 toda la familia se ha abierto a la práctica del amor
incondicional y de la conexión, dos factores que mantienen el desgaste a
raya.

A menudo recuerdo estas palabras del gran poeta sufí Jalal ad-Din
Muhammad Rumi: «Dejad que la belleza que amamos sea lo que hacemos.
Hay cientos de maneras de arrodillarse y besar la tierra». Lo que esta
familia ha hecho por esos niños que iban a morir es hermoso. Y ese tipo de
belleza no está separada de la incondicionalidad.

La bendición del quehacer

No me cabe duda de que los Salchert están increíblemente ocupados.


Cuidar a niños que se van a morir requiere mucho tiempo e incontables
pequeñas tareas. Sin embargo, en nuestra cultura, la actividad es un arma de
doble filo: puede ser una manifestación de implicación saludable, una forma
de servir profundamente y un resultado de la inspiración y la fe. O se puede
convertir en una adicción, con listas de cosas pendientes que se alargan sin
cesar, citas, distracciones. O puede ser las dos cosas a la vez.

La actividad incesante, desde cierto punto de vista, es una forma de


comportamiento de búsqueda que se ve instigado por la dopamina. La
dopamina es un neurotransmisor que nos hace estar motivados, querer y
perseguir. Amplifica nuestros niveles de excitación y nos vuelve más
curiosos. Podríamos llamarlo el carburante que alimenta el motor de
búsqueda de nuestro cerebro. También puede mejorar nuestros procesos
mentales y dar energía a nuestras vidas emocionales. La neurociencia
demuestra que, más aún que alcanzar metas, el acto de perseguirlas puede
mejorar la satisfacción humana a través de la producción de este
neurotransmisor.126

La investigación reciente sobre norteamericanos de mediana edad o más


sugiere que estar ocupado e implicado puede tener efectos beneficiosos para
el funcionamiento de la mente. En un estudio, las personas de más de
cincuenta años que llevaban vidas activas obtuvieron mejores resultados en
todo un abanico de funciones cognitivas, como las velocidades de
procesamiento cerebral, el recuerdo de hechos concretos, las capacidades de
razonamiento, y el vocabulario.127

Ese estudio me recuerda al filántropo Laurance Rockefeller, que trabajó casi


todos los días de su vida y también practicó meditación durante largos años.
Hasta después de cumplidos los noventa, estuvo activamente implicado en
ámbitos que iban desde la conservación hasta el capitalismo de riesgo,
desde los negocios hasta el budismo. Un día, con noventa y cuatro años de
edad, como siempre fue a trabajar al Despacho 5600 del Centro Rockefeller.
Al final de la mañana, se sintió mal y regresó a casa a descansar. Poco
después, murió pacíficamente. Agudo, motivado, curioso y con sentido del
humor hasta el final.

Tuve la suerte de conocer al señor Rockefeller en sus últimos años de vida.


Cuando fundé el Centro Zen Upaya, me orientó sobre cómo estructurar lo
que acabaría convirtiéndose en una institución muy sólida y próspera. De
Laurance aprendí que, para evitar quemarse, es importante fomentar
cualidades como el aprecio, la gratitud, el humor y la curiosidad, así como
la apertura a todo lo que acontezca y la disposición a correr riesgos.
También me enseñó que es importante no tener grandes expectativas
respecto a nosotros mismos ni a los demás, y no apegarse a los resultados,
sino simplemente hacer todo lo posible para beneficiar a los otros. Sus
lecciones me han resultado valiosísimas, y le han dado forma a mi liderazgo
cuando Upaya fue creciendo hasta convertirse en una gran organización.

Durante muchos años, he estado profundamente implicada en ocuparme de


este lugar y de su gente, y en mantener una práctica de meditación
comprometida, además de enseñar por todo el mundo y desarrollar
proyectos de servicio. Ha sido bueno para mi salud. Amo mi trabajo. Valoro
a mis alumnos, mis estudios, mi práctica. Es una vida plena y real para una
persona de mi edad. Según la investigación, incluso el estrés que sentimos
cuando damos una charla o tenemos que cumplir un plazo de un proyecto
tiene efectos beneficiosos para el cuerpo, similares a los del estrés del
ejercicio: moviliza las células inmunitarias y puede mejorar la memoria y el
aprendizaje. Hasta ahí, todo bien.128

Creo que cuando somos capaces de infundir en nuestro trabajo un sentido


de conexión y de propósito, de dedicación e incondicionalidad, de fe y
júbilo, podemos mantenernos en el borde de la implicación sana. Sin
embargo, si nuestro trabajo adquiere una cualidad compulsiva y adictiva y
nos quedamos atrapados en el bucle de la dopamina, combinado con el
sabor a moho seco del miedo en la boca, la doctora Maslach nos advierte
que el cinismo y el desgaste no tardan en presentarse.
El trabajo trata de nuestra energía. Incluso la palabra trabajo tiene la misma
raíz que la palabra energía. A través de nuestro trabajo, damos energía al
mundo, a los demás, y a nosotros mismos.

A mis alumnos les digo: «Sube al risco poderoso del trabajo valioso y da lo
mejor de ti. Utiliza bien tus días para beneficiar a los demás y darte alegría
a ti mismo». En mi opinión, en esta vida hay pocas cosas tan gratificantes
como hacer un trabajo sano y dedicado por amor a los demás y al mundo.

Así que, ya seas profesional sanitario, profesor, empresaria, trabajador de


derechos humanos, albañil, artista, madre o practicante zen sentado en un
cojín, te digo lo mismo: ¡a por ello! Pero siempre con todo el corazón…, y
deja que «la belleza que amamos sea lo que hacemos».

23.

Caer por el borde de la implicación: quemarse

Cuando nuestra implicación se desequilibra y nuestro trabajo parece


impulsado por el miedo, el escapismo o la compulsión, somos vulnerables
al síndrome del trabajador quemado: una experiencia desoladora de
cansancio, pesimismo, cinismo e incluso enfermedad física, acompañada de
la sensación de que nuestro trabajo beneficia poco o nada a nadie, incluidos
nosotros mismos.

Intentando comprender la experiencia de desgaste que sufren con frecuencia


mis colegas, leí sobre la vida del hombre que hizo famoso el término de
burnout, «quemarse». Cuando contemplaba los detalles de su historia
personal, pensé que, aunque el doctor Freudenberger no sufriera burnout
personalmente, sin duda estuvo implicado en la investigación y la
cartografía del proceso hasta el punto de la obsesión.

Herbert Freudenberger nació en Alemania en el seno de una familia judía


justo siete años antes de que Hitler llegara al poder. Después de que
embargaran la fábrica de la familia y los nazis dieran una paliza a su abuela,
Freudenberger se marchó de Alemania solo, con doce años de edad y
usando el pasaporte de su padre. Navegó hasta Nueva York y se fue a vivir
con una tía política, que, cuando comprendió que el padre de Herbert no
podría pagar el cuidado de su hijo como había prometido, encerró al niño en
una buhardilla y le hacía dormir en una silla de respaldo recto. Herbert
Freudenberger escapó de esa situación insoportable a los catorce años, y
vivió en las calles de Manhattan hasta que lo recogió un primo.

Cuando sus padres consiguieron llegar a Estados Unidos, Freudenberger


entró a trabajar en una fábrica para mantenerlos.129 Mientras tanto, asistía
a clases nocturnas en la Universidad de Brooklyn, donde conoció al
eminente psicólogo Abraham Maslow. Maslow le animó a estudiar
psicología y se convirtió en su mentor. Freudenberger continuó sus estudios
hasta licenciarse y doctorarse mientras seguía trabajando en la fábrica.

De esta forma, en 1958, Freudenberger abrió una consulta de psicoanálisis,


con mucho éxito. En la década de los 1970 empezó a colaborar con una
clínica gratuita para drogadictos en East Harlem, donde trabajaba como
voluntario después de toda una jornada de trabajo en la consulta. En la
clínica gratuita y en otras comunidades terapéuticas, Freudenberger
observaba lo que les ocurría a los terapeutas de salud mental y toxicomanías
cuando se sentían desmoralizados por los resultados de sus pacientes. En
1974, probablemente inspirado por la novela de Graham Greene Un caso
acabado, introdujo el término burnout. Este trabajo le convirtió en uno de
los psicólogos más famosos de la nación.

Freudenberger era un hombre motivado que trabajó catorce o quince horas


al día, seis días a la semana, hasta tres semanas antes de su muerte a la edad
de setenta y tres años. Como comentó su hijo Mark Freud a The New York
Times, «Por desgracia, nunca superó sus primeros años de vida. Era un
hombre muy complicado, con un profundo conflicto debido a esa crianza
difícil. Tuvo muy poca infancia. Era un superviviente».130 Podríamos
preguntarnos si no sería él mismo su verdadero sujeto de estudio del
síndrome del burnout, o si era capaz de mantenerse dentro del terreno
saludable de la implicación. En cualquier caso, el síndrome del trabajador
quemado se convirtió en su causa y su identidad profesional.

Freudenberger propuso varias definiciones de burnout, como «un estado de


agotamiento físico y mental causado por la vida profesional del sujeto» y
«la extinción de la motivación o el incentivo, en especial cuando la propia
devoción a una causa o relación no produce los resultados deseados».
Según Freudenberger y su colega Gail North, el proceso de quemarse tiende
a seguir ciertos pasos: nos sentimos obligados a demostrar nuestro valor
entregándonos completamente al trabajo. Trabajamos tanto que surgen
conflictos con la familia y los colegas. Cometemos errores debidos a la falta
de sueño. El trabajo duro se convierte en nuestro nuevo sistema de valores.
A medida que nuestra perspectiva se estrecha, negamos los problemas que
van aflorando. Los demás se dan cuenta de nuestra situación, pero nosotros
no lo vemos. Nos apartamos de nuestros seres queridos y nos aislamos
socialmente, cada vez más. Nos sentimos apáticos y cada vez más
despersonalizados. Para llenar nuestro vacío interior, recurrimos a
comportamientos adictivos. Nos sentimos deprimidos, podemos estar
mental o físicamente hundidos y, en casos extremos, podemos llegar incluso
a considerar el suicidio.131

¿Quién se quema?

En 1981, la doctora Maslach participó en el desarrollo de un cuestionario


detallado llamado el Inventario de Burnout de Maslach (MBI por sus siglas
en inglés). Considerado la norma para medir el desgaste en psicología, el
MBI contiene preguntas sobre la sensación que tiene la persona que sufre
de los tres factores principales: agotamiento emocional, cinismo e
ineficacia132 (estos factores son opuestos a los que utiliza para definir la
implicación: energía, dedicación y eficacia).

Estos factores se correlacionan en cierta medida con la profesión y el estilo


de vida. El primer factor, el agotamiento emocional, tiende a afectar a
personas que ejercen oficios muy exigentes emocionalmente, como la
asistencia sanitaria, el trabajo social, el activismo y la educación. También
afecta a las personas que gozan de menos apoyo social, entre ellos las
solteras, así como a quienes padecen depresión y ansiedad.

El segundo factor, el cinismo, tiende a cobrarse sus víctimas entre los más
idealistas de nosotros, como los más jóvenes, que son más propensos a la
desilusión cuando la realidad no está a la altura de sus expectativas.
Cualquiera de nosotros puede ser propenso a sufrir el tercer factor, un
sentimiento generalizado de ineficacia: como si no lográramos lo que nos
proponemos, por mucho que nos esforcemos. A partir de ahí, es fácil
resbalar por la pendiente hasta creer que nuestro trabajo simplemente es
irrelevante, punto. Esos son los ingredientes de la crisis, sobre todo si
nuestra autoestima y nuestra identidad están vinculadas a nuestro trabajo. Si
nuestro trabajo es irrelevante, ¿qué sentido tiene nuestra vida?133

Ignoro lo que es sentirse impotente, frustrado y cínico como resultado del


trabajo, pero he escuchado cientos de relatos de personas que han caído en
la terrible red de esos síntomas: trabajadores sociales, vigilantes de
prisiones, profesores, personal de emergencias, médicos y enfermeras. El
síndrome del trabajador quemado es un riesgo laboral en cualquier
profesión y en cualquier país. Las estadísticas de los profesores de la
escuela pública de la ciudad de Nueva York indican que el 45% de ellos
deja su empleo en un plazo de cinco años.134 La prevalencia del síndrome
en el sector médico ha conducido a una tasa de suicidios alarmantemente
alta: los médicos varones son 1,4 veces más propensos a quitarse la vida
que los varones de la población general; y las médicas, 2,3 veces más.135

También se queman los empleados de empresas sometidos a un gran estrés,


como los directores generales, abogados, trabajadores de altas tecnologías y
los banqueros de Wall Street; todos los que se llevan trabajo a casa cada
noche y sienten una gran presión por conseguir resultados. Con la ubicuidad
que han creado los teléfonos inteligentes, mucha gente siente que no puede
escapar del trabajo ni siquiera para dormir a gusto una noche entera. La
investigación demuestra que cuando trabajamos solo por dinero, y no por
una serie de valores más altos, como ayudar a los demás o por satisfacción
creativa, tendemos a quemarnos más rápido.136

Quemarse es tan frecuente que se ha convertido en un sector económico en


sí; en el Reino Unido ha florecido todo un ramo de coaches, terapeutas,
asesores y médicos para tratar el síndrome del trabajador quemado y el
trauma laboral.

Adictos al quehacer

Estar atareado se ha considerado una virtud al menos desde los tiempos de


san Jerónimo, el santo católico que acuñó la frase: «El demonio da trabajo a
las manos ociosas». El protestantismo también considera que el trabajo es
intrínsecamente virtuoso. Su famosa ética del trabajo hace hincapié en la
productividad como forma de mantener al demonio a raya. A través de estas
y otras influencias, el trabajo se ha convertido en un aspecto central de
nuestras identidades culturales e individuales en la América moderna. El
tipo de trabajo que hacemos, las horas que le dedicamos y lo que logramos
trabajando son determinantes esenciales de la forma en que muchos se ven
a sí mismos. Nuestros egos y nuestro sentido de valía personal se ven
atrapados en todo esto. «¿A qué te dedicas?» suele ser la primera pregunta
que le hacemos a una persona cuando la conocemos, y tendemos a
formarnos una opinión sobre ella en función de su respuesta.

El trabajo es tan importante para nosotros que la adicción al trabajo se ha


convertido en un símbolo de estatus en el lugar de trabajo, y los
compañeros de trabajo con frecuencia compiten entre sí para ver quién se
quedó hasta más tarde anoche en la oficina o quién ha trabajado más horas
durante el fin de semana. De hecho, en muchos entornos laborales y de
servicio se espera esa adicción al trabajo, tanto en Occidente como en
Oriente. Es una forma de adicción especialmente insidiosa, porque está
aceptada socialmente: a fin de cuentas es productiva, y muchos creen que el
trabajo tiene un valor moral intrínseco. La adicción al trabajo y a la
actividad se ha convertido para muchos en un principio rector, una especie
de religión, pero una que, en mayor o menor medida, carece de verdadera
espiritualidad.

Thomas Merton escribió:

Existe una forma generalizada de violencia contemporánea a la que


sucumben más fácilmente los idealistas: el activismo y el exceso de trabajo.
Las prisas y la presión de la vida moderna son una de las formas, quizá la
más extendida, de su violencia innata. Dejarse arrastrar por una multitud de
preocupaciones en conflicto, ceder a demasiadas exigencias, implicarse en
demasiados proyectos, querer ayudar a todo el mundo en todo, es sucumbir
a la violencia. El frenesí de nuestro activismo neutraliza nuestro trabajo por
la paz. Destruye nuestra propia capacidad interna de paz. Destruye la
productividad de nuestro trabajo, porque mata la raíz de sabiduría interna
que hace que el trabajo sea fructífero.137

También valoro las palabras del profesor y escritor Omid Safi: «Vivimos en
una cultura que celebra la actividad. Dejamos que nuestro sentido de
quiénes somos se confunda con lo que hacemos para ganarnos la vida. El
espectáculo público de estar ocupados es nuestra forma de demostrarnos
unos a otros que somos importantes. Cuanto más cansados, agotados,
desbordados nos vea la gente, más pensarán que debemos ser de algún
modo […] imprescindibles. Que contamos».138

Hace años, tenía un despacho en la Librería del Congreso, cerca del


despacho del doctor George Chrousos, endocrinólogo especializado en el
estrés. Le pregunté si la gente podía desarrollar adicción a sus propios
neurotransmisores. Me contestó con un «sí» rotundo. Dijo que nuestro
caldo bioquímico de neurotransmisores activa nuestra anticipación y la
persecución compulsiva de recompensas en el bucle de la dopamina y
puede estresarnos fácilmente.

Años después, conocí al doctor Kent Berridge en una reunión de Mind and
Life en Dharamsala. Nos enseñó un vídeo de sus experimentos con ratas, en
los que les estimulaban el ansia de agua salada, aunque no les gustara de
forma natural. Las ratas se habían quedado atrapadas en el ciclo de la
adicción. El. doctor Berridge comentó que el consumo conduce a más
consumo, aunque no sea placentero.

De forma similar, nuestro ajetreo aviva nuestro apetito por más ajetreo,
aunque nuestra actividad compulsiva se vuelva menos satisfactoria y más
estresante con el paso del tiempo. Siempre queremos más y nunca tenemos
bastante, y mientras seguimos esta rutina hedónica, nuestra atención se
puede quedar completamente acaparada por nuestro continuo afán de
estimulación (incluso una estimulación desagradable o nociva) y podemos
retirarnos de la intimidad y la conexión.

Cuando el trabajo se apodera de nuestras vidas y nuestras mentes, nos


volvemos como el fantasma hambriento, un arquetipo del budismo
tradicional que describe a una persona atrapada en la rutina hedónica del
ansia y la adicción. Es una criatura voraz de piernas esqueléticas, cuello
delgadísimo, tripa hinchada, boca diminuta y un apetito que jamás puede
ser satisfecho. Aún más inquietante, todo lo que el fantasma hambriento se
mete en la boca se convierte en veneno. La adicción al trabajo nos arrastra
al territorio maligno del fantasma hambriento. Es como si siguiéramos
metiendo a empellones más y más horas de trabajo y actividad incesante a
nuestras bocas diminutas, hinchándonos la barriga con los productos
químicos venenosos del burnout.

Beber el veneno del estrés laboral

Una encuesta de Gallup de 2015 comprobó que el 48% de los


norteamericanos sienten que no tienen tiempo suficiente para hacer lo que
de verdad quieren hacer. Esa tasa se ha mantenido más o menos estable
durante los últimos quince años. Y un 90% de las madres trabajadoras dice
tener prisa parte del tiempo o todo, según la encuesta de ese mismo año del
Pew Research Center.

Para algunos de nosotros, esta presión internalizada por rendir empieza en


la universidad, o incluso en el instituto. Parece que nos gusta lo que
Hermann Hesse llamó la «prisa agresiva».139 Nos cargamos de clases,
pasamos noches enteras redactando trabajos y preparando exámenes. Este
patrón continúa durante nuestros años de formación, como las residencias
médicas con sus guardias nocturnas y sus turnos dobles. Durante nuestra
vida profesional o de servicio, el horario se suele alargar. Al principio, a
muchos de nosotros en realidad nos gusta. Una inmersión centrada, junto
con la falta de sueño, nos puede poner en un estado alterado que nos hace
sentir activos. El estrés libera dopamina,140 y cuando se nos pasa el
subidón, necesitamos otra descarga. De modo que es fácil ver por qué en
Estados Unidos diez millones de personas trabajan más de sesenta horas a
la semana, y el 34% de los trabajadores no se toman ni un solo día de las
vacaciones que les corresponden.141

En los tiempos del inglés antiguo, bisig significaba «atento, inquieto». La


palabra busy («atareado», «ocupado») evolucionó en una dirección distinta,
pero creo que en ella aún persiste algo más que una sensación de inquietud.
Nos sentimos presionados por la falta de tiempo, y esa falta de tiempo nos
pone en un estado crónico de aceleración que al final, irónicamente, acaba
volviéndonos menos eficientes en nuestro uso del tiempo. El cerebro
humano tiene una respuesta muy concreta ante la escasez: la percepción de
que tenemos escasez de algo nos hace obsesionarnos con ello hasta el punto
de que el resto de nuestras capacidades y aptitudes se resienten.142 La falta
de tiempo provoca la descarga de cortisol, una hormona de lucha-o-huida
que a la larga produce efectos nocivos en el cuerpo, entre ellos el
debilitamiento del sistema inmunitario. Al igual que la dopamina, al
principio el cortisol nos activa y acelera, pero conduce más rápidamente al
agotamiento. Una vez más, a corto plazo el cuerpo responde muy bien al
estrés, pero cuando el estrés se cronifica, puede causar una gran variedad de
problemas de salud.

El estrés laboral crónico probablemente nos empuje al borde del desgaste y


de su primo el agotamiento vital, una constelación de síntomas físicos y
emocionales que conjuga el agotamiento físico con sentimientos de
desesperanza. El agotamiento vital a menudo precede a una patología
cardiaca, probablemente como factor causal143 de la misma. También está
relacionado con trastornos autoinmunes, con la depresión y con el deterioro
cognitivo.144

Muchas veces, el desgaste también está estrechamente relacionado con las


condiciones del lugar de trabajo. Según Maslach, las condiciones que lo
favorecen son trabajar con muy poco apoyo social, autonomía o control;
trabajar en un entorno injusto o al servicio de valores que no respetamos; y
trabajar por una gratificación financiera, social o emocional demasiado
escasa. Maslach invitaba a estudiar los entornos de trabajo y su relación con
el desgaste. Como escribió en 1982: «¡Imagina investigar la personalidad de
los pepinillos para descubrir por qué se encurten, sin analizar los barriles de
vinagre donde han macerado!».145 Sin embargo, Maslach insistía en que el
agotamiento no suele ser solo «culpa» de la institución, sino también del
encaje entre la institución y el individuo.

Para los centros de trabajo, puede resultar casi beneficioso que acabemos
exhaustos; así nos mantenemos tan atontados que no tenemos motivación
para cambiar las condiciones y políticas que propician que acabemos así. O
pueden recompensarnos por bebernos el propio veneno del estrés y la
aceleración laboral, pagándonos las horas extraordinarias y la productividad
o fijando objetivos de producción altos, entre ellos cuotas de pacientes. Es
una forma de opresión sistémica, por el daño que las instituciones y sus
políticas infligen a las personas que trabajan para ellas.

24.

La implicación y los otros estados límite

Todos los estados límite pueden contribuir al desgaste. El altruismo


patológico y la angustia empática nos pueden agotar, igual que el
sufrimiento moral y la exposición a la falta de respeto. Cuando nos
identificamos excesivamente con el sufrimiento (angustia empática) y
trabajamos demasiado para poner fin al sufrimiento (altruismo patológico),
nos solemos quemar. Cuando nuestra integridad se ve comprometida
(sufrimiento moral) o nos enfrentamos con la falta de respeto hacia los
demás o hacia nosotros mismos, lo normal es acabar desgastados. O cuando
sufrimos una opresión sistémica o una violencia estructural basada en el
privilegio y el poder, el resultado puede ser la cólera, la futilidad y, también,
acabar quemados.

Cada año, viajo a Japón y enseño prácticas de desarrollo de la compasión a


personal sanitario. Normalmente, tengo ante mí una sala llena de médicos y
enfermeras que trabajan duro. Me dicen que están siempre de guardia, que
están activos al menos sesenta horas por semana, y que sienten que nunca
pueden hacer bastante por sus pacientes o por las instituciones en las que
trabajan. Este personal sanitario tiene que responder a elevadas expectativas
internas y externas, algo que también les ocurre a sus colegas coreanos y
chinos; en esos tres países, la muerte por exceso de trabajo es bien
conocida.

Algunos de los profesionales sanitarios japoneses me han contado que se


identifican demasiado con los pacientes que sufren. Eso les hace deslizarse
por la pendiente resbaladiza de la angustia empática, donde experimentan
agotamiento emocional, despersonalización e irrelevancia, síntomas
característicos del síndrome del trabajador quemado. No son pocos los que
me han dicho sentir distrés moral por los valores de su institución, las
acciones de sus compañeros de trabajo o las intervenciones médicas que
están obligados a realizar. Desilusión, cinismo y futilidad son secuelas
frecuentes que conducen al síndrome del trabajador quemado. Las
enfermeras son especialmente vulnerables al acoso de los médicos, de sus
colegas e incluso de los pacientes. Por supuesto, ser blanco de faltas de
respeto y hostilidad en el lugar de trabajo puede desembocar en síntomas
físicos y psicológicos del síndrome del trabajador quemado.

Hace unos años me senté con enfermeras japonesas que sufrían el acoso de
un paciente de cáncer. Las enfermeras estaban horrorizadas. Venía durando
demasiado tiempo, y la agresión de ese paciente día tras día las tenía
totalmente agotadas. Hablaron abiertamente de su desesperación por no ser
capaces de seguir soportando abusos constantes de alguien a quien
intentaban ayudar. Estaban hartas, quemadas, acabadas.

Las enfermeras japonesas son muy entregadas. Agotan sus recursos para
atender a sus pacientes. Pero a esas enfermeras ya no les quedaban recursos,
y parecía que estuvieran sentadas en un cementerio. El altruismo
patológico, la angustia empática, el sufrimiento moral y la falta de respeto
las habían machacado, y todas y cada una de ellas estaban desmoralizadas y
quemadas. También se sentían culpables y avergonzadas por no ser capaces
de manejar la situación. Me dijeron que se sentían como si hubieran fallado
a su paciente, al hospital, a sus compañeros y a sí mismas.

Solo pasé un breve tiempo con ellas. Después de escuchar a cada una de
esas mujeres hablar abiertamente de su agotamiento y su desesperación,
revisé GRACE, la práctica de cultivo de la compasión cuando
interactuamos con los demás. Les sugerí que antes de ver al paciente, se
arraigaran, hicieran una pausa ante la puerta de la habitación y respiraran
con atención plena. También podrían evocar por qué habían elegido cuidar
de los que mueren, y tomarse un momento para acordarse de ser conscientes
de su potencial de reactividad y también del sufrimiento mental y físico del
paciente; eso podía poner las cosas en perspectiva. Una vez que
reconocieron que el miedo que le tenían era comprensible, pudieron
considerar que el acoso también es una manifestación del sufrimiento. Él
estaba muriendo de cáncer y estaba aterrado. Tenía dolor y no podía con él.
Había perdido su poder personal, la capacidad de controlar el curso de su
vida y la forma en que estaba muriendo.

Hacia el final del encuentro con aquellas enfermeras, también les sugerí que
lo visualizaran cuando era un bebé, indefenso y asustado. Lo había sido
hacía mucho tiempo, y quizá volvía a serlo y volvía a sentirse así ahora que
estaba tan enfermo.

Además, podían plantearse no tomarse sus ataques como algo personal, y


darse cuenta de que ponerse a la defensiva probablemente empeoraría las
cosas. También era importante practicar la escucha profunda con él y entre
ellas. Quizá eso les diera pistas sobre cómo poner límites y cuidar de sí
mismas y unas de otras en las tormentas de falta de respeto que sufrían.

Más adelante, supe que el rato que pasamos juntas había servido al grupo.
Cuando entró en la unidad de cuidados paliativos el siguiente paciente con
un comportamiento similar, supieron disipar sus sentimientos de miedo y
futileza, y abordar a este segundo paciente con más equilibrio y con
compasión.

Otra historia de burnout es la de mi socia Maia Duerr, que trabajó durante


diez años dentro del sistema de salud mental estadounidense y acabó
quemándose, pero no por las relaciones con sus pacientes o colegas, ni por
su horario laboral, sino en comprensible respuesta a ese sistema de salud
mental tan tenso. «Fui testigo de la puerta giratoria de pacientes que salían
del hospital a la vida normal para volver a ingresar poco después –
escribió–. Me parecía que estábamos pasando por alto algo fundamental. Mi
trabajo me exigía proponer planes de tratamiento para la “rehabilitación” de
mis pacientes, pero me preguntaba cómo afecta a la salud mental de una
persona el hecho de ser evitado, temido, compadecido, encerrado y
medicado hasta la inconsciencia, además del reto psiquiátrico que
afrontara».146

Los valores y las condiciones del lugar de trabajo de Maia estaban violando
su integridad. Padecía un sufrimiento moral justificable. Sus clientes sufrían
falta de respeto y, desde el punto de vista de Maia, malos tratos. Además,
no podía cambiar el sistema en el que servía. Las condiciones de trabajo
tóxicas eran insostenibles para ella, y acabó quemándose. Dejó el trabajo,
pero cuando ya había pagado un duro precio personal.

El poder, la ambición, la competitividad, la adicción al trabajo, el


resentimiento y el miedo también alimentan el desgaste. Estas fuerzas
impulsoras son también venenos para el ego que pueden aparecer en los
estados límite; el poder, la ambición y el resentimiento en la falta de
respeto, y también en la indignación y en la apatía moral; la adicción en el
altruismo patológico y en el sufrimiento moral, y el miedo en el altruismo
patológico, la angustia empática, el sufrimiento moral y la falta de respeto.

La «cultura de la emergencia» que acaba quemando tiene muchos factores


contributivos. Aun así, hay formas de que recobremos la confianza y la
propia humanidad: conocer nuestro trabajo como una práctica de atención
plena; mantener nuestras vidas abiertas no solo al mundo exterior, sino
también al interior; cerciorarnos de que existen valores alineados con
nuestro trabajo, ¡y humor, juego y ratos de descanso! El poeta romano
Publio Ovidio Nasón escribió en su Arte de amar, II, 351: «Tómate un
descanso; un campo que ha descansado da una cosecha abundante».

Una última sugerencia: una vez escuché al profesor de la Facultad de


Empresariales de Harvard Bill Georg ofrecer un enfoque importante y a
menudo desdeñado para transformar el burnout relacionado con la falta de
relevancia de nuestro trabajo. Dijo que, cuando vemos el impacto positivo
que producimos con nuestro trabajo, el cinismo, el cansancio y las
sensaciones de ineficiencia se pueden disolver, y podemos sentirnos
inspirados para trabajar de forma más abierta, dedicada, equilibrada y útil
para los demás y para nosotros. Esa puede ser la medicina que module el
fuego que nos quema y lo convierta en la pasión para implicarnos de todo
corazón.

25.

Prácticas que respaldan la implicación

Cuando tenía veinte años, trabajé en un entorno de investigación en la


Universidad de Columbia. El estrés que había en esa oficina no era poco.
Yo estaba acostumbrada a trabajar catorce horas al día, siete días por
semana, y podía completar a mano las pruebas de chi cuadrado (una prueba
estadística) a la velocidad del rayo. ¡Lo que hacía me fascinaba, pero la
forma en que lo hacía no era muy sostenible!

Durante mi temporada en Columbia, empecé a practicar Zen como forma de


manejar el estrés, y esperaba combinar la práctica contemplativa con la
acción social. Todos los estudiantes de Zen tienen que trabajar en la cocina
antes o después. Cuando empecé mi trabajo en una cocina zen, supuse que
el propósito de cortar las zanahorias era despachar la tarea lo más rápida y
eficientemente posible, como hacer una prueba de chi cuadrado a una
velocidad vertiginosa. Poco a poco me fui dando cuenta de que no se
trataba de eso exactamente. Desde la perspectiva Zen, cortar las zanahorias
consiste en cortar las zanahorias y nada más. Cuando hube cortado varios
miles de zanahorias, descubrí que la práctica de «cortar zanahorias y nada
más» tiene mucho que ofrecer.

La práctica de trabajo

Me es fácil comprender que, visto desde fuera, cortar zanahorias pueda


parecer una tarea aburrida. Pero mi colega zen Roshi Zoketsu Norman
Fischer describe ese trabajo corriente como un vehículo de meditación y
una ofrenda a los demás. Cuando tratamos nuestro trabajo como una
ofrenda, lo entregamos libremente a beneficio de los demás, dice Norman.
Escribe que «el trabajo como ofrenda es como extinguir el yo en la
actividad del trabajo […], hacerlo completamente, sin guardarse nada. No
hay ninguna sensación ni de observador ni de práctica. Solo está el hacer lo
que haces plenamente, de buen humor».147 Creo que eso es lo que quiere
decir el hermano David cuando utiliza el término incondicionalidad: no
guardarse nada realmente. Ser uno con lo que hacemos. Quemar y extinguir
el yo. Abandonar el yo. De ese modo, trabajamos para la vida, en lugar de
trabajar para vivir.

La expresión japonesa mujodo no taigen, que significa «actualizar el


Camino en nuestra vida diaria», nos da una idea de esto. Los practicantes de
Zen aprendemos que el trabajo es un medio de realizar las tareas diarias de
forma atenta y unificadora. Un día, la tarea de cocina deja de ser trabajo y
se convierte en práctica, en una forma de cultivar el corazón y la mente
mientras servimos a los demás. La zanahoria, el cuchillo y yo somos una
misma cosa: estamos plenamente conectados, y esa conexión incluye a
quienes comen la comida, al hortelano que ha cultivado la zanahoria, al
camionero que la ha transportado al mercado, y al sol, la lluvia, la tierra y a
todo en realidad.

Un fragmento de historia de Asia nos puede dar más contexto para


comprender el trabajo como medio de práctica. En tiempos del Buda, la
palabra sánscrita bhavana, «cultivo», designaba la agricultura –labrar la
tierra, plantar las semillas, regar, escardar, cosechar– para alimentar a la
familia y a la aldea. El Buda expandió el uso de bhavana para incluir el
cultivo del campo de la mente a través de la meditación. La metáfora está
presente incluso en el hábito de los monjes, que imita el diseño de un
campo de arroz.

Cuando hace dos mil años los monjes budistas hicieron su primer viaje de la
India a China, los monjes indios no trabajaban. Se dedicaban a ir de aldea
en aldea pidiendo limosna. Eso no resultaba aceptable en China, donde la
ética del trabajo instaurada por Confucio valoraba el trabajo colectivo. Las
metáforas agrarias del Buda prendieron bien en China, pues encajaban con
la ética del trabajo de los chinos: «cultivar la mente», plantar las semillas de
las enseñanzas del Buda y «el campo de liberación».

La práctica contemplativa budista se combinó con la ética del trabajo china,


dando lugar a lo que ahora llamamos práctica del trabajo; es decir, utilizar
el trabajo como medio de cultivar la sabiduría y la compasión. Los monjes
de los grandes monasterios chinos cultivaban la tierra para alimentarse.
Llamaban a su actividad diaria «meditación agraria». La agricultura era un
trabajo virtuoso, lento, bueno, como el trabajo virtuoso, lento y bueno de
cultivar la mente.

¿Y cómo son nuestras vidas hoy? Me gusta lo que dice el profesor budista
Clark Strand de «meditar dentro de la vida que tienes». No separa la
meditación como si fuera algo aparte de nuestra vida y de nuestro modo de
subsistencia. «El lugar donde meditas es determinante de lo útil que será tu
meditación. Pero al hablar de “lugar” no me refiero necesariamente a qué
habitación de la casa, o si vives en un lugar tranquilo o no. Me refiero
sencillamente a que debes meditar dentro de la vida que tienes. Si eres
contable, medita dentro de la vida de un contable. Si eres policía, medita
dentro de eso. Donde quiera que desees iluminar tu vida, medita
precisamente en ese punto».148

Por lo tanto, para evitar o transformar el quemarnos, quizás lo primero que


debamos hacer es meditar dentro de la vida que tenemos…

Practicar un Recto medio de vida

¿Qué tipo de vida llevamos? De los factores del noble óctuple sendero del
buda (Recta visión, Recto pensamiento, Rectas palabras, Recta acción,
Recto medio de vida, Recto esfuerzo, Recta atención y Recta
concentración), el Recto medio de vida es uno de los más directamente
relacionados con la implicación y el quemarse. Encierra varias preguntas:
¿cómo podemos realizar un trabajo que sea bueno para nosotros, nuestra
familia, nuestra comunidad, nuestra tierra, y las generaciones futuras?
¿Cómo puede convertirse nuestro trabajo en un camino de despertar de
nuestro sufrimiento y nuestros engaños?

El Buda definió el Recto medio de vida en función del trabajo que no


debemos hacer. «Un seguidor laico debe abstenerse de cinco tipos de
negocios –escribió en el Vanijja Sutta–. Negocios de armas, tráfico de seres
humanos, negocios de carne, negocios de alcohol y drogas, y negocios con
veneno.» Me gusta la forma en que Thich Nhat Hahn explica cómo
practicar el Recto medio de vida: «Tienes que encontrar la manera de
ganarte el sustento sin transgredir tus ideales de amor y compasión. La
forma en que te sustentas puede ser una expresión de tu ser más profundo, o
puede ser una fuente de sufrimiento para ti y para los demás».149

Thich Nhat Hahn dice que deberíamos elegir un trabajo que esté alineado
con nuestros valores, ya se trate de enseñar a los niños, atender a los que
están muriendo o dirigir una empresa de forma compasiva y generosa.
Alinearnos con nuestros valores se refiere no solo a qué hacemos y por qué
lo hacemos, sino también a cómo lo hacemos. Debemos asegurarnos de
hacer nuestro trabajo con integridad. Incluso si elegimos un oficio que
contribuya a aliviar el sufrimiento ajeno, podemos acabar haciendo ese
trabajo desde la esfera del altruismo patológico o de la angustia empática, el
conflicto moral o la falta de respeto; y esas expresiones tóxicas de los
estados límite pueden hacer que nos quememos fácilmente.
Sea cual sea nuestra función, ya seamos enfermeros, médicos, profesores,
terapeutas o directores generales, a veces no nos damos cuenta de que
estamos sufriendo, y de que no estamos dándonos tiempo suficiente para
reponernos de los aspectos nocivos de nuestro trabajo. Cuando veamos que
estamos cayendo por ese borde, tenemos que dar un paso atrás y considerar
profundamente cómo, al perder nuestro equilibrio y nuestro amor por lo que
hacemos, podemos estar alimentando nuestro propio sufrimiento y el
sufrimiento de otros.

La práctica de no trabajar

Durante mis años de trabajo con los que mueren, con frecuencia podía
meditar dentro de la vida que llevaba. Atravesaba el vestíbulo del hospital
prestando atención a mi respiración y a cada paso. Me sentaba junto a la
cama, descansando en mi respiración y en la presencia de la persona que
estaba muriendo. Me sentaba en reuniones de equipo, en contacto interior
con la razón por la que hacía ese trabajo, enraizándome a través de la
atención a la respiración y al cuerpo. Así podía ofrecer más atención y
cuidado a los asistentes a la reunión.

Y a veces no podía encontrar mi compostura; se me escapaba, como una


marea que se retira rápidamente de la orilla del momento presente, y me
sentía agotada y desanimada. No exactamente quemada, pero casi. Durante
esos momentos, tenía que cuidarme. Dormía la siesta, caminaba por el
monte, leía un libro, meditaba, o quizás incluso lo mejor de todo me
quedaba holgazaneando sin hacer nada. ¡Básicamente, tenía que pulsar el
botón de reiniciar, que suponía apagar la máquina!

También había momentos en que la cascada de acontecimientos era


demasiado para mí y no podía manejarla. Cuando murió mi padre, y poco
después también un amigo cercano, y además trabajaba con varias personas
que estaban muriendo, tuve que dar un paso atrás y tomarme un respiro de
mi trabajo durante un tiempo. No estaba quemada, pero me había vuelto
muy sensible a la enfermedad, la agonía y la muerte, y necesitaba tiempo
para llorar las pérdidas que había sufrido. Estaba agradecida por tener la
oportunidad de tomarme tiempo para mí, a diferencia de muchos médicos a
quienes a menudo se les dice que deben «superarlo» y volver cuanto antes
al trabajo.

El tipo de pausa que me tomé tras la muerte de mi padre es imprescindible


para la mayoría de nosotros si queremos asumir un compromiso sostenible
de implicarnos en el sufrimiento de los demás. Debemos conocer la pérdida
en nuestra propia vida para poder conocer la pérdida en las vidas de los
demás. Necesitamos tiempo para aprender de nuestras propias dificultades,
y tiempo para renovar nuestra energía, nuestra motivación, nuestra
perspectiva. También tenemos que tomarnos un tiempo donde no tengamos
objetivos, y dejar que las cosas maduren solas.

A veces son imprescindibles las pausas prolongadas, como la que me tomé


tras la muerte de mi padre, pero otras veces las micro-pausas son suficientes
para ayudarnos a recobrar el equilibrio que necesitamos para mantenernos
en el terreno firme de la implicación. Con demasiada frecuencia, ni siquiera
nos damos cuenta de que estamos perdiendo pie y resbalando hacia el
abismo.

Para hacer una micropausa, podemos empezar por observar las sensaciones
del cuerpo. Si interrumpimos nuestra aceleración para llevar la atención a la
inspiración y la espiración, podemos sintonizar con las señales del cuerpo
de que algo no va bien. Con solo llevar la atención a la respiración, ya
hemos cambiado el contexto neuroquímico de nuestra experiencia, y puede
empezar a desvanecerse parte de la ansiedad que activa los aspectos
malsanos de nuestro empuje. Entonces podemos recordar, aunque sea
brevemente, nuestra intención de servir sin hacer daño. Esta intención
también se declina en no hacernos daño a nosotros mismos.

Podemos aprender mucho a través de la introspección. Podemos ser


curiosos. ¿Por qué me exijo tanto? ¿Por qué no dejo este lugar de trabajo
tóxico? ¿Hay algo que pueda hacer para cambiar mi experiencia interna de
las condiciones de mi lugar de trabajo, de forma que me hagan menos
daño? ¿Cómo puedo desarrollar resiliencia en estas circunstancias
desafiantes?

Podemos intentar entender e investigar. Queremos observar nuestros sesgos


y ejercer el discernimiento sin juzgar. Podemos ser radicalmente honestos
sobre nuestras motivaciones, y al mismo tiempo evitar la obsesión o la
crítica. También podemos ser conscientes de que nuestra curiosidad consiste
en alimentar las condiciones que permiten que surjan la sabiduría y la
compasión. Y aunque el exceso de trabajo parece derivar de una adicción a
los neurotransmisores relacionados con la búsqueda y el placer, este
comportamiento de indagación nos puede llevar a investigarlo a través de
nuestra experiencia fisiológica, que puede darnos una valiosa idea de
nuestro cuerpo y nuestra mente y de por qué nos tratamos tan duramente.

También debemos tomarnos tiempo para parar y descansar. No solo porque


necesitemos tiempo para el duelo o para sanar, sino simplemente porque la
falta de objetivos es una parte natural de la vida, y muchos de nosotros
hemos olvidado cómo es estar sin un objetivo, y soltar y deambular. En una
sociedad tan profundamente motivada por los objetivos, aflojar puede ser
un verdadero desafío. Pero, en realidad, «perder» el tiempo puede ser
exactamente lo que necesitamos. Quizá no estemos perdiendo el tiempo,
sino siendo tiempo.

Un conocido dicho zen es: «Ningún sitio donde ir, nada que hacer». Es una
invitación a dejar de perseguir nada, ni siquiera la iluminación. Así que me
invito a mí misma a soltar…, y tanto si aflojo sentándome en el zendo de
Upaya como si salgo de mi pequeño despacho a dar un paseo por el prado
cerca de mi retiro, ¡es un tiempo bien regalado, y no bien gastado! Cuando
consideramos el tiempo como si fuera un recurso que se «gasta», la belleza,
la sorpresa y el alimento que proporciona el descanso no son muy
accesibles.

Estar sin objetivos, ignorar al dios de la eficiencia y perdernos un rato: esas


son las lecciones que me enseñaron Thoreau y mi madre. «Hasta que no nos
hayamos perdido –dijo Thoreau–, en otras palabras, hasta que no hayamos
perdido el mundo, no empezaremos a encontrarnos a nosotros mismos, y a
darnos cuenta de que somos la extensión infinita de nuestras
relaciones.»150 O como solía decir mi madre: «Joanie, no tenemos que ir a
ninguna parte. Ya estamos aquí». La playa que había cerca de nuestra casa
de Florida nunca me pareció más bonita que en esos momentos. Ningún
sitio donde ir, nada que hacer… Perdidos y encontrados en el momento…
Practica solo esto… Quizá sea aquí donde encontremos la
incondicionalidad y nuestra verdadera libertad.

26.

Descubrimiento en el borde de la implicación

Hace poco, un estudiante me dijo: «Roshi, pareces haber hecho tantas cosas
en tu vida. ¿Cómo lo consigues?». Me detuve, sonreí y contesté: «Los días
buenos, descanso mucho».

No quería decir que duermo la siesta cada día, aunque a mi edad lo hago de
vez en cuando. Tampoco me refería al tipo de descanso que deparan unas
buenas vacaciones. Ni al tipo de descanso escapista. Hablaba más bien del
tipo de descanso que se encuentra en la experiencia de estar relativamente a
gusto en medio de las cosas, incluso de las situaciones muy difíciles; la
comodidad que da la falta de resistencia a lo que tenemos delante y el estar
presente y en calma. En la meditación budista cultivamos esta combinación
de no resistencia y de calma. En mi propia práctica de meditación, he
aprendido que prestar atención plena a un objeto (como la respiración)
genera calma y bienestar, además de poder y descanso. Cuando
fortalecemos esas cualidades, normalmente podemos abordar la vida con la
«incondicionalidad» del hermano David.

En el budismo, estar ocupado y preocupado no es fuente de mérito. No te


puedes iluminar a fuerza de estar activo. De hecho, estar atareados nos
distrae de lo que está sucediendo en el momento presente, pues necesitamos
quietud para percibirlo. Esta perspectiva se refleja en un maravilloso
diálogo entre dos maestros zen de la dinastía china Tang, Yunyan y Daowu.

Yunyan está barriendo el suelo y Daowu, que es más viejo, dice:

–¡Demasiado atareado!

–Deberías saber que hay alguien que no está ocupado –contesta Yunyan.
–Entonces, ¿es que hay dos lunas?

En ese momento Yunyan levanta la escoba y dice:

–¿Qué luna es esta?151

Esta historia aparece por primera vez en una compilación de koans152 del
siglo XIII. Yunyan, el más joven, está barriendo el suelo. Quizá en su forma
de barrer haya un ápice de agitación y de engreimiento.

Cuando Daowu le desafía por estar demasiado atareado, probablemente


Yunyan deja de barrer. Pero entonces le da a Daowu la típica respuesta zen:
«Hay alguien que no está ocupado». Es el tipo de respuesta que puede dar
un estudiante de Zen novato; recién sacada de un libro malo sobre Zen.

Daowu ve que esa respuesta es una forma zen de escabullirse, y no deja que
Yunyan se salga con la suya. Yunyan, el barrendero, ha dividido el mundo
en dos «¿Quieres decir que hay dos lunas?», le desafía Daowu. ¿Que hay
uno que hace y otro que no hace? ¿Que hay una persona activa y una
persona quieta?

Yunyan se da cuenta de su error. Levanta la escoba del suelo, cesando su


actividad, y la sostiene ante Daowu. «¿Qué luna es esta?», pregunta.

En ese momento, Yunyan se ha elevado por encima de las diferencias, la


dualidad y el yo/el otro. Comprende que la realidad no está dividida entre el
que hace y el que no hace, en hacer y no hacer. La realidad es solo este
momento, sin escoba en el suelo, sin hacedor, sin acción, sin nadie que esté
atareado, sin que haya nada en qué ocuparse. Y despierta.

Encontré el Zen relativamente pronto en mi vida. Y también recibí una


educación protestante. Por ello, he pasado mucho tiempo inmersa en la
noción del trabajo como virtud. Para mí, ha sido importante ver el trabajo
como un ejercicio espiritual: un espacio donde el hacedor, el hacer y el
hecho no están separados; un espacio donde no estoy atareada; un espacio
donde puedo despertar.
El difunto profesor zen Katagiri Roshi escribe en Each Moment is the
Universe: «Tendemos a ver la práctica en términos de tiempo; como si
subiéramos una escalera peldaño a peldaño. Esa no es la idea budista de la
práctica. Cuando subes una escalera, lo haces con los ojos puestos en el
futuro. Con ese enfoque de la práctica, no hay paz, no hay seguridad
espiritual; solo una esperanza para el futuro […]. La acción refinada no es
así. Desde el principio, reside en la paz y la armonía».153

Katagiri Roshi explica que el maestro zen Dogen (fundador de la escuela


Soto Zen) utilizaba un término peculiar relacionado con el concepto de
santuario. «Aquí, santuario significa el universo –prosigue Roshi–. Estés
donde estés, el universo entero sostiene y soporta tu vida. El propósito
principal de la vida humana es mantener ese santuario. No es subir una
escalera para desarrollar tu propia vida personal.»154

Katagiri Roshi describe la unidad del corazón, la mente, el cuerpo, el


mundo y este momento como un santuario, un espacio de no resistencia, un
lugar de refugio. Es en ese momento cuando Yunyan levanta la escoba ante
Daowu. Ese momento exacto es ese lugar. Sin buscar, sin huir. Descansando
en el medio…, por eso practicamos, para poder actualizar el despertar
dentro de la vida que tenemos.

Juego

Quizás de quien más podamos aprender sobre el proceso de quemarse es de


quienes han caído por el borde, pero han encontrado el camino de regreso a
la salud. Como Shonda Rhimes, creadora y productora ejecutiva de la serie
de televisión Anatomía de Grey, que dio una charla TED en 2016 sobre su
adicción a dejarse llevar y cómo se quemó.155 Para producir setenta horas
de emisión por temporada, trabajaba quince horas al día, siete días a la
semana… y disfrutaba cada minuto. Llama a ese espacio al que accedió «el
rumor». «El rumor suena como la carretera abierta, y podía conducir por
ella para siempre –dijo–. El rumor es música y luz y aire. El rumor es el
susurro de Dios, directamente en mi oído.»

Pero un día el rumor cesó. «¿Qué haces cuando la actividad a la que te


dedicas, el trabajo que adoras, empieza a adquirir un regusto a polvo…?
Cuando el rumor se detiene, ¿quién eres? ¿Qué eres? ¿Qué soy? Si la
canción de mi corazón deja de sonar, ¿puedo sobrevivir en el silencio?»
Durante ese periodo gris y silencioso, empezó a aceptar las invitaciones a
jugar de su hija. Y a veces ocurría algo importante: cuanto más jugaba con
sus hijos, más volvía el rumor. Lo que necesitaba Rhimes era jugar, lo
contrario de su trabajo tan estresante. Y necesitaba más tiempo con sus
hijos, pues se había estado perdiendo su desarrollo cuando trabajaba tanto.

Se dio cuenta de que el rumor no estaba asociado al trabajo solamente;


también lo estaba a la alegría y al amor. Dijo: «Ahora no soy ese rumor, y el
rumor no es yo: ya no. Ahora soy pompas y dedos pringosos y cenas con
los amigos. Soy el rumor. La vida es el rumor. El amor es el rumor. El
rumor del trabajo sigue siendo parte de mí, pero no es todo mi ser. ¡Estoy
tan agradecida!».

Hoy, siempre que sus hijos le piden que juegue con ellos, dice que sí.
Normalmente, su lapso de atención no supera los quince minutos, así que es
fácil encontrar ese tiempo, incluso cuando diriges cuatro programas de
televisión. «Mis chiquitines me enseñan a vivir», dice. Atribuye al juego el
mérito de salvar su carrera.

Conexión

Como ocurre con todos los estados límite, quedar atrapados en la ciénaga
del desgaste también nos puede servir. Una crisis de valores nos puede
hacer reflexionar sobre el curso que ha tomado nuestra vida. Quemarse es
una aflicción que nos puede señalar el camino de regreso a nuestra vida
interior, y animarnos a trabajar sobre los esquemas mentales que nos han
empujado a la autodestrucción y la desconexión de los demás. Nos puede
mostrar qué se ha torcido, y si escuchamos más de cerca las necesidades del
corazón y del cuerpo, de nuestros seres queridos y del mundo, algo nuevo y
hermoso puede crecer del lodo. Y podemos alcanzar la alegría por el poder
de la implicación, a través de la sanación del descanso, el juego y la
conexión.

Omid Safi, director del Centro de Estudios Islámicos de la Universidad de


Duke, saca a la luz una dimensión de la implicación que se abre al corazón
humano. Escribe:

En muchas culturas islámicas, cuando quieres preguntar a alguien cómo le


va, le preguntas en árabe Kayf haal-ik? o, en farsi, Haal-e shomaa chetoreh?
¿Cómo está tu haal?

¿Qué es ese haal por el que preguntas? Es el estado pasajero de tu corazón.


En realidad, preguntamos: «¿Cómo se siente tu corazón en este preciso
momento, en esta respiración? Cuando pregunto ¿cómo estás?, eso es
exactamente lo que quiero saber.

No pregunto cuántas cosas tienes apuntadas en tu lista de tareas pendientes,


no pregunto cuántos mensajes hay en tu buzón de entrada. Quiero saber
cómo está tu corazón, en este preciso momento. Dímelo. Dime que tu
corazón está alegre, dime que te duele el corazón, dime que tu corazón está
triste, dime que tu corazón está sediento de contacto humano. Examina tu
propio corazón, explora tu alma, y luego dime algo de tu corazón y tu alma.

Dime que recuerdas que sigues siendo un ser humano, y no solo un hacedor
humano. Dime que eres más que una máquina que comprueba los puntos
que tiene en la lista de tareas pendientes. Ten esa conversación, esa mirada,
ese tacto. Sé una conversación sanadora, una conversación llena de gracia y
de presencia.

Apoya tu mano en mi brazo, mírame a los ojos y conecta conmigo un


segundo. Dime algo de tu corazón, y despierta mi corazón. Ayúdame a
recordar que yo también soy un ser humano pleno y completo, un ser
humano que también está sediento de contacto humano.156

Un día en el sur de Francia, me detuve junto a una huerta donde estaba


trabajando Thich Nhat Hahn. Lo hacía muy, muy despacio. Me acerqué a él,
levantó la vista de sus malas hierbas, sonrió y dijo: «No podría escribir
poesía ni enseñar si no cuidara del plantel de mostaza». Estaba conectando
con la tierra como forma de conectar con la vida y con este instante, así
como con la escritura y la enseñanza. Y en ese momento también estaba
conectando conmigo. Me estaba mostrando su haal. Se me ocurrió que,
aunque Thay había escrito más de cien libros, nunca parecía estar atareado.

Estar muy atareados nos puede llevar al borde del abismo. Pero incluso
cuando nuestras vidas están muy llenas de actividad, podemos mantenernos
firmes en la implicación sin caer por el borde del quemarse. Debemos estar
atentos a no ir demasiado lejos y a dar un paso atrás cuando sea necesario
para recuperar nuestro equilibrio. Puede resultar tan sencillo como inspirar
y luego espirar lentamente entre pacientes o reuniones. Cambiar de estado.
O tan sencillo como cuidar de los plantones de mostaza o enlucir una pared
de adobe.

Quizá no sea del todo malo que el quemarse provoque agotamiento vital y
derrumbamiento, porque el quehacer crónico y la adicción al trabajo no son
una forma sana de vivir nuestros días. Toda esa actividad nos distrae de lo
que es real, e incluso puede ser una manera de evitar elegir un medio de
subsistencia acorde con nuestros valores. Y a menudo nuestra obsesión por
el trabajo y el servicio no es más que una forma de eludir la verdadera
intimidad con nuestros seres queridos y con las verdaderas necesidades del
momento presente y el mundo más amplio. El agotamiento vital y el
desgaste se convierten en el freno de emergencia que nos obliga a cambiar
de marcha, a decelerar e incluso a detenernos. Nos exige renovar nuestras
aspiraciones espirituales más profundas y mirar en profundidad lo que
apoyamos, lo que nos importa, nuestros valores, y cuál es nuestra verdadera
vocación. Encontrar alegría y belleza en el camino del servicio. Creo que
eso es lo que quería decir Dogen con las palabras «dar vida a la vida».

Parte VI. Compasión en el borde

«Mientras permanezca el espacio /

y mientras permanezcan los seres vivientes, /

que yo también permanezca /

para disipar el sufrimiento del mundo.»157

SHANTIDEVA, capítulo 3, versos 21-22

(adaptado de STEPHEN BATCHELOR)

Cuando estamos al límite, en peligro de caer por el precipicio hacia el


sufrimiento, la compasión es el medio más poderoso que conozco para
mantener nuestros pies bien plantados en la tierra y nuestro corazón bien
abierto. Cuando oía los gritos de la niña nepalí mientras le limpiaban las
quemaduras, la compasión me ayudó a mantenerme arraigada en la
empatía y a alejarme poco a poco de la angustia empática. Cuando me he
enfrentado a la violencia sistémica de la guerra, el racismo, el sexismo y el
deterioro medioambiental, la compasión me ha recordado mis valores y me
ha ayudado a actuar desde la integridad, en lugar de quedarme sumida en
una indignación moral crónica. Durante mis años de acompañamiento a
moribundos y cuando he trabajado como voluntaria en una cárcel de
máxima seguridad, ha sido la compasión lo que me ha evitado quemarme.
La compasión ha resultado ser mi mejor aliada en los momentos más
difíciles. No solo ha fortalecido mi vida, sino que también ha beneficiado a
aquellos a quienes he servido.
También yo he recibido compasión; mi vida se ha visto profundamente
afectada por los momentos en que otros me han mostrado una gran
bondad. Hace muchos años yacía en la cama de un hospital, temblando de
miedo antes de entrar en quirófano. Un amigo budista se sentó junto a mí.
Cuando llegó el equipo para llevarme al quirófano, mi amigo me apretó la
mano y mirándome fijamente me dijo: «Recuerda quién eres realmente». Su
contacto y sus palabras fueron como una ola de alivio que me recorrió
entera, y me dejé caer en un espacio que era mayor que mi terror a la
cirugía, más amplio que mi miedo a morir. Cuando me llevaban por el
pasillo, las palabras del difunto Roshi Hakuun Yasutani refulgieron en mi
mente luz: «Al surgir del cuerpo indiferenciado no causal, la compasión
brota ardiendo».

Cuando, como mi amigo, ofrecemos compasión, esta brota ardiendo como


un cometa desde nuestro corazón. Ese es el espíritu de Avalokitesvara, el
bodhisattva de la compasión, que escucha los llantos del mundo y responde
con un corazón sin límites, que no se hunde como una piedra pesada en las
aguas del sufrimiento, sino que se rompe, abriéndose como una geoda al
espacio interior único, irradiando luz para quienes luchan en la oscuridad.

Durante décadas he viajado por las geografías de la compasión,


explorando su estructura y los procesos más profundos que entran en juego
en este paisaje poderoso. He analizado estudios científicos sobre la
compasión, he recibido enseñanzas de expertos budistas, he compartido
relatos de cuidadores, me he sentado con prisioneros y moribundos, he
formado a educadores y empresarios en enfoques de compasión y he
utilizado mi práctica de meditación como medio de investigación. Y además
están los retos que la vida me ha planteado; los peligros que también han
llegado repletos de posibilidades.

La compasión se define como el sentimiento de preocupación genuina por


el sufrimiento del prójimo junto con el deseo de mejorar su bienestar. La
compasión también nos ayuda a afrontar nuestro propio sufrimiento y el
ajeno con una respuesta apropiada. Y, sorprendentemente, la compasión es
la vía de salida de los aspectos tóxicos de los estados límite: el altruismo
patológico, la angustia empática, el sufrimiento moral, la falta de respeto y
el quemarse. ¿Por qué? Porque la compasión propicia nuestras mejores
capacidades humanas: el equilibrio de la atención y el cuidado, la
intención desinteresada y la claridad, y la acción ética, como ninguna otra
respuesta puede hacerlo.

27.

La supervivencia del más amable

En una conferencia a la que asistí en Dharamsala, India, Su Santidad el


Dalai Lama dijo: «La compasión no es un asunto religioso, es un asunto
humano. No es un lujo […], es imprescindible para la supervivencia
humana».158 Suscribo plenamente las palabras de Su Santidad: que la
compasión es una necesidad para la supervivencia humana. Y quiero
llevarlo un paso más allá: estoy convencida de que la compasión ayuda a la
supervivencia de todas las especies de nuestro planeta.

Más adelante, Su Santidad escribió: «Por muy capaz y diestro que sea un
individuo, si se queda solo no sobrevivirá. Por muy vigoroso e
independiente que uno se pueda sentir en los momentos más prósperos de la
vida, cuando uno está enfermo, o es muy joven o muy viejo, dependerá del
apoyo de los demás […]. Creo que en todas las escalas de la sociedad
(familiar, tribal, nacional e internacional); la clave para un mundo más feliz
y más próspero es el crecimiento de la compasión».159

El naturalista inglés Charles Darwin estaría de acuerdo.160 En El origen del


hombre escribió sobre la importancia de la simpatía (lo que hoy
llamaríamos compasión), explorando la tendencia de humanos y animales a
ayudarse en momentos de dificultad. Compartió la historia del encargado de
un zoo que fue atacado por un babuino agresivo. «Hace unos años un
cuidador del jardín zoológico me mostró unas heridas profundas y mal
curadas en el cuello, que le había infligido un babuino violento cuando
estaba arrodillado en el suelo cerca de la jaula. Había un monito americano
que era buen amigo de su cuidador, que vivía en la misma jaula y temía
terriblemente al gran babuino. Sin embargo, en cuanto vio a su amigo en
peligro, corrió al rescate y con sus gritos y sus mordiscos distrajo al
babuino el tiempo suficiente para que el hombre pudiera escapar».161
Darwin reconocía que ese tipo de heroicidades son más probables cuando el
rescatador y el rescatado forman parte del mismo grupo. Ese monito era
buen amigo del guardián y probablemente se sintió motivado a arriesgar su
vida para salvarlo de morir a manos del babuino. Darwin escribió: «En
primer lugar, es innegable que los impulsos instintivos tienen diversos
grados de fuerza en la humanidad. Un salvaje arriesgará su propia vida para
salvar la de otro miembro de su comunidad, pero será totalmente indiferente
ante un extraño. Una madre joven y tímida arrostrará sin vacilar el mayor
peligro por salvar a su hijo, pero no por salvar a cualquier criatura de su
especie».162

Pero Darwin también reconoció que las circunstancias extraordinarias


pueden inspirar a las personas (y a los seres) a sentir una gran compasión
por los desconocidos. «Muchos hombres civilizados […] que jamás han
arriesgado su vida por otros, pero que tienen desarrollado el valor y la
simpatía, en un momento dado, y despreciando el instinto de la propia
conservación, se arrojan a las aguas de un torrente para salvar a un
semejante suyo que se ahoga, aunque sea un desconocido. En este caso, lo
que impulsa al hombre es el mismo instinto que al monito que hemos
mencionado antes a salvar a su guardián del enorme y temible
babuino».163

Darwin planteó la hipótesis de que la evolución selecciona esos rasgos,


perpetuándolos en los descendientes. «Sea cual fuere el modo complejo en
que se haya originado [la simpatía], al ser verdaderamente importante para
todos los animales que se defienden con reciprocidad, precisamente por
selección natural ha de haber aumentado, puesto que las comunidades que
contuvieran el mayor número de individuos con la simpatía desarrollada
vivirían mejor y tendrían una prole más numerosa».

Darwin podría haber llamado a este fenómeno «la supervivencia del más
amable». Es una teoría que contradice el feroz paradigma de «la
supervivencia del más fuerte», comúnmente atribuido a Darwin (aunque en
realidad es una simplificación exagerada de la selección natural por parte de
Herbert Spencer). Darwin concluyó su exploración con la idea de que la
«simpatía» no solo es esencial para nuestra supervivencia; también
constituye la base de nuestro sentido de moralidad personal y de los
sistemas éticos que orientan el bienestar social.

Más recientemente, el etólogo y primatólogo holandés Frans de Waal ha


planteado que es posible encontrar las raíces de la compasión en nuestra
historia evolutiva. De Waal ha documentado numerosos actos de amabilidad
y de conducta moral entre no humanos, como, por ejemplo, simios, perros,
pájaros e incluso ratones. Podríamos preguntarnos: si los ratones lo hacen,
¿por qué no nosotros?164

Ciencia y compasión

Tanto si la compasión está profundamente arraigada en nuestra biología


como si surge desde nuestra consciencia; tanto si es instintiva, intencional o
una prescripción social, las investigaciones científicas nos dicen que la
compasión potencia el bienestar de quienes la reciben y también beneficia a
quienes son compasivos. Incluso beneficia a los que simplemente observan
un acto de compasión. La compasión es una de esas experiencias que
afectan profundamente al corazón humano, tanto si la damos como si la
recibimos o solo la presenciamos.

Parece que la compasión también mejora la salud física. Las fuertes


conexiones sociales asociadas con la compasión parecen reducir las
inflamaciones, fortalecer la función inmunológica, acelerar el
restablecimiento tras la enfermedad y aumentar la longevidad, según un
metanálisis de numerosos estudios conducido por la investigadora Julianne
Holt-Lunstad y sus colegas.165 Según un estudio realizado por la doctora
Sara Konrath, los voluntarios vivían más que sus iguales no voluntarios si
las razones de ese voluntariado eran altruistas y no egocéntricas.166

Otro estudio indicaba que la comunicación no verbal de la compasión


calmaba el sistema nervioso autónomo de los pacientes y regulaba su ritmo
respiratorio y su variabilidad cardiaca.167 Las investigaciones también
sugieren que recibir compasión reduce el dolor postoperatorio y acorta el
tiempo de recuperación postquirúrgica,168 mejora las consecuencias de los
traumatismos,169 prolonga la vida de pacientes con enfermedades
terminales,170 mejora el control glucémico,171 reduce la mortalidad en
mayor medida que dejar de fumar172 y potencia la función
inmunológica.173 Al generar todos esos beneficios para la salud, las
interacciones compasivas con los pacientes incluso podrían reducir los
costes sistémicos de la atención sanitaria y los costes provocados por el
estrés en los médicos.174
¿Qué les ocurre a quienes llevan mucho tiempo practicando la meditación
cuando se ven expuestos al dolor y al sufrimiento? Los neurocientíficos
Richard Davidson, Antoine Lutz y sus colegas de la Universidad de
Wisconsin descubrieron que la meditación para expandir la consciencia
parece reducir la anticipación negativa del dolor. En el mismo estudio, estos
meditadores experimentados vivieron el dolor con menos aversión y se
recuperaron más rápidamente tras estímulos desagradables.175 En otro
estudio, el doctor Davidson y sus colegas aprendieron que cuando
generaban compasión, los meditadores experimentados respondían más
intensamente a las vocalizaciones humanas cargadas de emociones que los
meditadores novatos. También observaron que la capacidad de empatía
cognitiva y afectiva era mayor en los meditadores expertos que en los
noveles.176 Estos descubrimientos son importantes para comprender cómo
el entrenamiento mental puede potenciar la resiliencia cuando se está
sometido a estímulos desagradables, y que además ayuda a sintonizar mejor
con el sufrimiento de los demás.

En un estudio dirigido por la neurocientífica doctora Helen Weng, también


en el laboratorio del doctor Davidson, jóvenes adultos entrenados para
aumentar su experiencia de compasión se comportaron de forma más
altruista cuando participaron en un juego económico en el marco del
experimento. Cuando evocaban sentimientos de compasión mientras
miraban imágenes de personas que estaban sufriendo, también mostraban
mayor actividad en las áreas del cerebro asociadas con la empatía y la
comprensión de los demás y con la regulación de las emociones y las
emociones positivas.177

Durante mis años acompañando a personas moribundas, he visto que la


presencia compasiva reduce el miedo que experimentan las personas que
están muriendo y les sirve de apoyo cuando se acercan a la muerte; también
tiene un efecto profundamente positivo sobre quienes están al servicio de
los moribundos, sobre todo si el cuidador tiene una práctica contemplativa.

Hace años, el doctor Gary Pasternak, director médico del Mission Hospice
en San Mateo, California, y meditador de largo recorrido, me envió un
correo electrónico que no he olvidado jamás.

Me quedo hasta muy tarde gestionando el alta de los pacientes en el


hospital. Justo cuando pienso que ya soy demasiado viejo para pasar tantas
noches sin dormir, aparece una persona que yace ante mí con toda su
crudeza y su vulnerabilidad y mientras mis manos exploran las heridas
profundas de su pecho y mis oídos se abren a sus palabras, y se me vuelve a
partir el corazón otra vez […]. Y esta noche una amable mujer de treinta y
seis años con un cáncer de mama salvaje y catastrófico me habla de su
aceptación y de lo que espera para sus hijos, y habla con una autenticidad y
una autoridad pasmosa. Y su aceptación me llega como la humildad más
profunda que una persona puede experimentar y entonces de nuevo, una vez
más, recuerdo por qué me quedo tantas noches y me dispongo a acompañar
a los que mueren.

Las palabras de Gary reflejan respeto y tranquilidad de corazón, además de


humildad y valor. Desde dentro del mundo médico de las distracciones, de
la falta de tiempo y de sueño, fue capaz de bajar el ritmo y abrirse a la vida
y a la muerte, a la escucha y al amor. Y en medio del dolor de su paciente y
del suyo propio, recordó quién era realmente. Eso es compasión: la
capacidad de abordar la verdad del sufrimiento con el deseo de aliviar ese
sufrimiento. Y luego despertar con humildad al precioso regalo de servir a
los demás desinteresadamente.

Parece que sentir compasión también reduce la depresión y la ansiedad,


porque ensancha nuestro horizonte más allá de las estrecheces del pequeño
yo. Como escribió la doctora Emma Seppälä: «Las investigaciones
demuestran que la depresión y la ansiedad están ligadas a un estado de
egocentrismo, una preocupación por “mí, yo y lo mío”. En cambio, cuando
hacemos algo por otro, ese estado de autocentramiento pasa a ser un estado
de centramiento en el otro».178

Sin ser científico, el productor de cine George Lucas tiene una opinión
similar sobre la compasión. Cuando le preguntaron de qué trataba realmente
su película La guerra de las galaxias, respondió: «Hay dos tipos de personas
en el mundo, las personas compasivas y las personas egoístas. Las egoístas
viven en el lado oscuro; las compasivas, en la luz. Si eliges el lado de la luz,
serás feliz porque la compasión, ayudar a los demás, no pensar en ti mismo
y pensar en los otros te da una alegría que no puedes obtener de otra
manera».179

Cuando miro las caras de nuestros residentes en Upaya mientras sirven


comidas a las personas sin hogar, veo respeto y cariño en sus ojos, y
ausencia de lástima, de importancia personal y de miedo. Cuando miro a los
médicos que trabajan en las Clínicas Nómadas de Upaya, observo lo
mismo. Hace poco oí a una de mis estudiantes de capellanía, Cathy, una
enfermera que sirve a moribundos pertenecientes al colectivo LGTBQ,
hablar del profundo beneficio que experimenta cuando abre un espacio de
seguridad para este grupo.

Hay otro aspecto poderoso de la compasión que está relacionado con el


carácter moral. Albert Schweitzer lo comprendía perfectamente cuando
escribió: «Solo puedo sentir reverencia hacia todo aquello que llamamos
vida. Solo puedo sentir compasión hacia todo aquello que llamamos vida.
Este es el principio y el fundamento de toda ética».180 Albert Schweitzer
ratificaba la perspectiva de Arthur Schopenhauer de que «la compasión es
la base de la moralidad». Las investigaciones han descubierto que ser
compasivos refuerza nuestros principios morales y da sentido a nuestra
vida. Según los psicólogos investigadores Daryl Cameron y Keith Payne,
cuando reprimimos la compasión, sentimos que nuestra identidad moral
está en riesgo.181

El psicólogo y especialista en liderazgo ético Jonathan Haidt ha llevado a


cabo estudios sobre moralidad, cultura y emoción que sugieren que ver a
alguien ayudando a otro genera un estado de «elevación moral» que nos
inspira a hacer lo mismo.182 El profesor James Fowler, de la Universidad
de California, San Diego, que estudia los mecanismos del contagio, también
confirma que ayudar es contagioso. The New Yorker publicó un artículo
sobre las Clínicas Nómadas de Upaya en Dolpo, Nepal. El artículo, escrito
por Rebecca Solnit, ha inspirado a médicos de todo el mundo a servir en
nuestros dispensarios médicos en Nepal, y cada vez hay más y más médicos
y enfermeros nepalíes que se unen a nuestras clínicas, movidos por el deseo
de servir a los demás. Un joven abogado norteamericano lava los pies a un
paciente nepalí. Otros miembros del equipo, conmovidos, piden permiso
para sumarse a él; el amor y el respeto se vuelven contagiosos en cuestión
de segundos. La bondad inspira, eleva y, afortunadamente, se contagia.

Durante mucho tiempo he sentido que la compasión es esencial para ser


plenamente humanos. Es una clave para reducir la opresión sistémica y para
nutrir una cultura de respeto, civismo y pertenencia. Además, es un factor
determinante del éxito de las culturas, las organizaciones y los seres
humanos. Con el objetivo de ayudarnos a comprender la necesidad de
compasión, la ciencia está demostrando sus beneficios y validando la
importancia de la compasión para nuestra supervivencia y nuestra salud
fundamental; un descubrimiento que ya vivieron Jesús, el Buda y Mahoma
hace miles de años, y mi abuela hace un siglo. Quizá, a algunos de nosotros,
la ciencia nos vuelva a explicar quiénes somos en realidad.

28.

Las tres caras de la compasión

Durante muchos años me he preguntado si se podría contemplar la


compasión desde una perspectiva distinta de la que conocemos la mayoría
de nosotros: el tipo de compasión centrada en el sufrimiento ajeno, en
especial de los miembros de nuestro grupo. Hice un gran avance en mi
búsqueda de esta comprensión cuando leí Diálogos en el sueño, del maestro
zen del siglo XIV Muso Soseki. Soseki analiza el tipo de compasión que
nos resulta más familiar, cuando dirigimos nuestra compasión hacia otros.
Los psicólogos sociales denominan a este campo de la compasión
«compasión referencial». También se refiere a otras dos caras de la
compasión: la compasión basada en la visión profunda y la compasión sin
objeto, que es no-referencial y universal.183

Compasión referencial

La mayoría de nosotros sentimos compasión hacia aquellos con quienes


compartimos conexiones cercanas, como nuestros padres, hijos, cónyuges y
hermanos, y nuestras mascotas. También tendemos a sentir más fácilmente
compasión hacia nuestros amigos, colegas, vecinos y miembros de nuestra
cultura o nuestro grupo étnico. Podemos sentir una conexión más fuerte con
quienes han sufrido de formas que nosotros hemos experimentado. Como
de pequeña estuve ciega, hace mucho tiempo me di cuenta de que siento
una compasión y una identificación muy vívida con las personas ciegas.

La compasión referencial también puede abarcar más allá del círculo de


nuestros conocidos e incluir a desconocidos, como los refugiados, las
víctimas de la violencia policial o los animales en peligro de extinción.

Este tipo de compasión queda plasmada en la historia de una mujer de La


Patrona, un pueblo pequeño cerca de la ciudad de Veracruz. Un día, hace
más de veinte años, dos hermanas, Bernarda y Rosa Romero Vázquez,
regresaban de comprar leche y pan para el desayuno. Se detuvieron en un
paso a nivel al ver aproximarse un tren de mercancías. Les sorprendió ver a
personas encaramadas en los techos y los laterales de los vagones, y a
jóvenes agarrados a los ejes de los vagones.

Un hombre que colgaba de uno de los primeros vagones les gritó: «¡Madre,
tenemos hambre!». Mientras pasaba un vagón tras otro, les fueron llegando
más gritos: «¡Madre, tenemos hambre!». Antes de que pasara el último
vagón, Bernarda y Rosa lanzaron sus alimentos recién comprados a quienes
pudieran agarrarlos.

Cuando Bernarda y Rosa regresaron a su casa esa mañana, tenían miedo de


recibir un castigo por haber regalado el desayuno de la familia. En cualquier
caso, tenían que contarle a su madre, Leonila Vázquez Alvizar, lo que había
ocurrido. En lugar de castigar a las hermanas, la familia se reunió para
pensar qué se podía hacer, y así surgió un plan.

Desde 1995, cuando las hermanas lanzaron por primera vez comida a los
migrantes en camino, casi cada día ellas y otros habitantes de La Patrona
acuden a esperar junto a las vías llevando alimentos para quienes se suben
al tren en busca de esa libertad tan esperada.

«La Bestia» es el mote que designa a una red de trenes que ha transportado
a miles de personas hacia el norte, a través de México hasta nuestras
fronteras. Cuando La Bestia circula por su ruta a través de Veracruz y cerca
de La Patrona, las mujeres del pueblo, «Las Patronas», que es como las
llaman, corren por las vías del tren con abultadas bolsas de plástico llenas
de frijoles recién cocinados, arroz y tortillas. Mientras el tren avanza,
lanzan sus ofrendas a los hambrientos migrantes que viajan de polizones.

Me contaron que algunas noches el tren reduce su marcha para que a Las
Patronas les resulte más fácil entregar sus bolsas de alimentos. Pero cuando
se hace de día, el tren pasa a toda velocidad por el pueblo, y mujeres de
todas las edades aguantan firmemente las violentas corrientes de viento
generadas por ese tren que avanza a toda velocidad, para llegar a los
desesperados y hambrientos. Es un acto de pura compasión.

A lo largo de los años, han ofrecido decenas de miles de comidas. Hasta el


momento, el flujo de migrantes hacia el norte continúa, a pesar de la
violencia, de los muros fronterizos, de los centros de detención y de los
señores de la droga. La Bestia ha transportado su carga humana hacia el
norte, día tras día, y Las Patronas han ido a su encuentro con comida en las
manos.

Las Patronas han construido un dispensario y un pequeño albergue para los


migrantes agotados que saltan al tren. La cocina se ha ampliado y ahora son
más los que cocinan y preparan bolsas de comida, entre ellos hombres del
pueblo. También trabajan con organizaciones de todo México, presionando
al gobierno para que ofrezca más protección a los migrantes. La Patrona
Norma Romero dijo: «Mientras Dios me dé vida y siga existiendo la
migración, yo estaré aquí ayudando».184
Y como relataba Guadalupe González a la BBC: «Nunca pensamos que
pudiera convertirse en algo tan grande. Creo que ha sido porque surgió de la
nada, de lo poco que cada uno puede dar».185 Sus palabras dan en el
blanco.

El mismo reportaje de la BBC sobre Las Patronas contenía una observación


conmovedora: «Las Patronas tomaron su nombre de su pueblo. Pero este
tiene además una connotación religiosa más amplia, pues patrona, patrón,
significa “santo protector”. Este nombre no podría ser más adecuado186
para los migrantes que consiguen atrapar una donación que podría salvarles
la vida de manos de una mujer que nunca volverán a ver».

Cuando mis amigos mexicanos de Santa Fe me cuentan de Las Patronas, y


cuando sigo su obra humilde y milagrosa a través de los reportajes de los
medios de comunicación, me conmueve la inmensa compasión y la valiente
determinación de esas mujeres que aparecen día tras día, cocinando y
repartiendo frijoles, arroz y tortillas a quienes viajan hacia el norte. Para mí
representan lo mejor del corazón humano. Compasión, altruismo,
determinación, dedicación y compromiso, y el poder de transformar el
sufrimiento, contra todo pronóstico.

Compasión basada en la visión profunda

La compasión referencial está profundamente valorada en nuestra sociedad,


y eso es bueno. Y, sin embargo, hay tipos de compasión que nos resultan
menos familiares. Soseki escribe sobre la compasión basada en la visión
profunda, un concepto que también existe en el budismo tibetano. Este tipo
de compasión es más conceptual.

El debate de Soseki se centra en la impermanencia y en la originación


dependiente. Desde mi perspectiva de contemplativa y cuidadora, la
compasión basada en la visión profunda también incluye la comprensión de
que la compasión es una respuesta moralmente imperativa ante el
sufrimiento; y de ello se deduce que ignorar el sufrimiento puede acarrear
graves consecuencias para uno mismo, para el prójimo y para la sociedad.

Cuando vemos a alguien en situación de necesidad, nos sentimos


moralmente compelidos a actuar. No pasamos de largo. No sentimos
indiferencia ni apatía moral. Responder al sufrimiento con compasión es
hacer «lo correcto»; es una afirmación del respeto y la dignidad humana. Si
experimentamos el sufrimiento de los demás desde esta perspectiva, y si
esta comprensión viene respaldada por nuestra bondad natural y nuestra
aspiración a aliviar el sufrimiento, nuestro corazón se inundará de una
compasión sabia.

Hace poco, estaba sentada junto a la cama de una mujer que estaba
muriendo de cáncer de hígado. Sus piernas estaban tan hinchadas por el
edema que se le había abierto la piel de las espinillas. Era la víspera de su
último aliento, aunque en ese momento yo no lo sabía. Era una amiga
cercana y llevaba años luchando contra el cáncer. Experimenté una inmensa
compasión hacia ella, una compasión referencial, al verla sacudida por la
confusión y el dolor; cuando tomé su mano entre las mías y le hablé
suavemente, sentí el deseo abrumador de aliviar su sufrimiento. Del mismo
modo, bajo el prisma de la compasión basada en la visión profunda, fui
capaz de contemplar su situación en términos de la verdad de la
impermanencia, de comprender que su sufrimiento era un momento
específico en el tiempo y que estaba compuesto por elementos que no eran
sufrimiento. También sentí en lo más profundo de mi corazón que responder
a su sufrimiento era una necesidad moral. Estas perspectivas me evitaron
sucumbir a la angustia empática y me ayudaron a sostener ese espacio para
ella de un modo menos reactivo; y en última instancia, a estar con ella con
un amor más grande.

Compasión no referencial

Soseki también sugiere un tercer tipo de compasión que es imparcial. La


podemos llamar compasión no referencial, es decir, compasión sin objeto.
Esta tercera forma es compasión auténtica, dice Soseki.

En una ocasión, yo misma experimenté esta variante. Estaba enseñando en


Toronto y me alojaba en una casa particular. Al salir de la ducha resbalé en
el suelo mojado y me caí, fracturándome el fémur y el trocánter. Supe que
me había ocurrido algo realmente malo cuando vi el ángulo que formaba mi
pierna. Unos latidos más tarde me invadió un dolor insoportable. Como
buena sureña, grité educadamente: «¡Ayuda! ¿Alguien puede ayudarme?».
Mi voz sonaba tan fina como un junco, y casi no podía ni respirar. En
cuestión de minutos, apareció Andrew, mi anfitrión, me sostuvo
cuidadosamente la espalda mientras permanecía sentada en el suelo, y pidió
a voces a su mujer que llamara a una ambulancia. No me podía mover y
casi no podía hablar, pero Andrew sabía lo que tenía que hacer. Como un
árbol, le dio apoyo a mi columna y permaneció totalmente quieto, para que
yo pudiera soltarme y dejarme ir en los lapsos entre tremendos latidos del
dolor.

Cuando llegaron los servicios de emergencia, un joven médico entró en el


cuarto de baño y me dijo que me iban a colocar en una camilla. Mi mente y
mi cuerpo retrocedieron ante sus palabras: ya estaba a punto de
desmayarme y podía sentir cómo me bajaba la presión sanguínea con la
intensidad del dolor. Miré fijamente a los ojos del joven médico y le dije:
«Antes de que me mueva necesito algo para controlar el dolor». El médico
me respondió con una voz monótona que no estaba autorizado para
administrar morfina. «Pues consiga a alguien que lo esté», dije. No estaba
bromeando. El joven marcó el teléfono para llamar a alguien que tuviera
permiso para hacerlo.
Tras diez minutos eternos, llegó un médico de más edad. Se arrodilló junto
a mí y me tomó la presión, que no podía estar más baja. Asintió con la
cabeza y con una jeringa extrajo un líquido claro de una botellita. Extendió
mi brazo, pero las venas se habían hundido con la conmoción y la punción
de la aguja no daba con ellas.

Lo intentó en el otro brazo, después en ambas muñecas, y luego no recuerdo


dónde; solo me acuerdo del sudor que resbalaba por su rostro mientras
trataba de ayudarme, el gesto de su boca y la piel tensa alrededor de sus
ojos.

El médico joven estaba de pie apoyado en la pared del baño, con semblante
pálido y los ojos en blanco, como si se fuera a desmayar. Parecía muy
angustiado al verme asaetada seis veces por la jeringuilla. Mi corazón se
abrió hacia él, y en ese momento también se abrieron mis venas,
bombeando sangre a todo mi cuerpo. La aguja entró, y sentí alivio
suficiente como para poder moverme.

Mientras los servicios de emergencia bajaban la camilla por la larga


escalera, mi cuerpo, inclinado peligrosamente en un ángulo muy
pronunciado, se deslizó unos centímetros y volvió a quedarse paralizado.
Por fin llegué a la ambulancia y circulamos a gran velocidad por las calles
de Toronto hacia el hospital, con el sonido de la sirena a todo volumen. Era
un viernes 13 y lucía la luna llena de junio.

El médico de más edad se inclinó hacia mí, y sentí que llevaba un peso
encima. Sin pensar, le toqué la rodilla y le pregunté si estaba bien. La
verdad es que era una pregunta un poco rara por mi parte, dadas las
circunstancias en las que me encontraba, pero surgió de la nada, esa nada
que está presente durante la meditación profunda, la nada que está presente
cuando el dolor ha eclipsado al yo.

Con los ojos humedecidos, me dijo con voz casi inaudible: «Mi mujer se
está muriendo de cáncer de pecho». En ese momento, no existía nada más
que ese ser humano doliente a mi lado y la calidez inexplicable que sentí en
el cuerpo, en el corazón, en la atmósfera entre los dos. En ese momento, mi
dolor se desvaneció por completo. Le miré a los ojos, que estaban húmedos
y sin barreras.
Mientras escribo estas líneas, recuerdo las palabras de la cantautora Lucinda
Williams: «Sé compasivo con todas las personas que encuentres, porque no
sabes qué batallas están luchando ahí dentro, donde el espíritu se encuentra
con el hueso». En la ambulancia, yo no tenía ni idea, y esa es la cuestión…

En urgencias me colocaron un gotero de morfina, un catéter, me aplicaron


una compresa fría en la cabeza y me dejaron en un pasillo. Mi nuevo amigo
se sentó en silencio junto a la camilla durante varias horas, hasta que me
llevaron a radiología. Le vi una vez más después de que me operaran.
Ignoro su nombre, nunca se lo pregunté, ni pensé en averiguarlo; pero ahí
estábamos. Él había venido junto a mi barca, y yo me había acercado a la
suya.

Retrospectivamente, me di cuenta de que en medio de mi propia situación


crítica, me había abierto a una experiencia de compasión universal. La
experiencia no se refería a él, ni tampoco a mí. El surgimiento de una
preocupación y un amor ilimitado por otro había disuelto mi sentido del yo,
y con ello se había disipado mi dolor. «Al surgir del cuerpo indiferenciado
no causal, la compasión brota ardiendo».187

A lo largo de los años, cuando he compartido la historia de la caída que


sufrí en ese cuarto de baño de Toronto, docenas de personas han respondido
con relatos similares en los que su propio sufrimiento terminó
espontáneamente cuando sintieron una compasión inesperada por otra
persona. ¿Qué tipo de compasión era esa? No era premeditada ni
intencional. Surgió de mis huesos, por muy rotos que estuvieran, y me
proporcionó alivio, un alivio sorprendente. Y creo que también tuvo un
efecto en el médico.

Durante una de las últimas visitas a mi viejo amigo Ram Dass, hablamos de
la compasión. Me recordó unas palabras del Ramayana, la epopeya india.
Ram, que es dios, pregunta a Hanuman, el dios mono que encarna el
servicio desinteresado: «¿Quién eres tú, Mono?». Hanuman responde:
«Cuando no sé quién soy, te sirvo. Cuando sé quién soy, soy tú». Mi viejo
amigo y yo nos sonreímos mutuamente. ¿Acaso no es esta la expresión más
profunda de la compasión?

Asanga y el perro rojo

Meses después, me pregunté qué había hecho posible esta experiencia. Una
historia del budismo tibetano me da una pista sobre cómo podemos nutrir la
compasión universal. Asanga, un yogui del siglo IV, pasó muchos años
meditando en una cueva. Meditaba sobre Maitreya, el Buda de la bondad
amorosa, con la esperanza de recibir de él una visión y una enseñanza.
Aunque Asanga practicó año tras año, Maitreya nunca apareció.

Un día, al cabo de doce años de permanecer sentado en su cueva


practicando y esperando que apareciera Maitreya, Asanga decidió que ya
había pasado tiempo suficiente en la cueva. Con su bastón en la mano,
abandonó su refugio de ermitaño y echó a andar montaña abajo. Cuando
avanzaba por la estrecha senda, vislumbró que más adelante había algo
tendido en medio del estrecho paso montañoso. Al acercarse distinguió a un
perro rojo, tumbado inmóvil en el polvo claro. Cuando se acercó más, vio
que los cuartos traseros del perro estaban cubiertos de feas llagas abiertas.
Al mirarle con más atención, descubrió que las llagas estaban plagadas de
gusanos que se retorcían.

Inmediatamente, Asanga quiso ayudar al perro, pero no quería lastimar a los


gusanos. Su compasión era tan inmensa que se dejó caer de rodillas y sacó
la lengua para retirar a los gusanos sin lastimarlos. Antes de que su lengua
tocara la masa de larvas que se retorcían, el perro rojo se transformó en el
compasivo Maitreya.

¿Por qué no se apareció Maitreya ante Asanga cuando estaba en su cueva?

Creo que Maitreya no iba a aparecer hasta que Asanga fuera llamado a la
acción al servicio de otro. También estoy segura de que los doce años de
práctica de Asanga en su cueva no fueron tiempo perdido, aunque Maitreya
no se le apareciera allí; al menos no bajo una forma que él pudiera
reconocer. Pues la apertura y la compasión habían crecido profunda y
admirablemente durante sus años de compromiso y de práctica dedicada. Su
práctica dio el fruto dorado de la compasión no dividida, no referencial.
Aun así, su compasión necesitaba una razón para activarse, y el perro rojo
dio a Asanga la oportunidad de practicar la compasión tanto con objeto
como sin objeto.

Esto nos habla del profundo valor de nuestras relaciones, y de que nuestra
liberación está ligada a la liberación de los demás. Este relato también
señala el valor de convertir nuestra aspiración de beneficiar a los demás en
parte integrante de nuestra práctica, incluso aunque estemos lejos de
aquellos que necesitan ayuda. Y nos recuerda que estar con el sufrimiento
es un camino de práctica que se ve activado por esa aspiración profunda.

Igual que el despertar de Asanga, nuestro propio despertar de la ilusión


tiene lugar cuando somos más grandes que nuestro pequeño yo y cuando en
cierto modo nos vemos arrastrados a través del nudo del sufrimiento hacia
el mundo más grande que nos rodea. Así, el perro herido y la masa de
gusanos le dieron al yogui la preciosa oportunidad de encarnar (y no
simplemente contemplar) su deseo de beneficiar a otros. Tener una
compasión no referencial implica tener un corazón y una mente abiertos al
sufrimiento de todos los seres y estar preparados para servir al instante. Es
universal, ilimitada, ubicua y sin sesgo. Cuando la ilusión del pequeño yo
desaparece, recordamos quiénes somos realmente.

Este tipo de compasión es la esencia de nuestro carácter; impregna todo


nuestro ser. Podemos sentirla por cualquiera y por todos al mismo tiempo;
por la persona que sufre un dolor insoportable, por el niño ensangrentado de
Alepo, por el elefante en un zoológico decrépito, por la mujer enganchada a
la metanfetamina…, incluso por el traficante de drogas, el padre
maltratador y los políticos belicistas. Cuando reconocemos que no hay un
ser separado, y que todos los seres y todas las cosas están interconectados,
estamos maduros para la compasión universal. Esta es la experiencia de una
persona que tiene una práctica profunda o que tiene una predisposición
natural hacia una gran amabilidad y preocupación por el bienestar de los
demás.

Como el compasivo Avalokitesvara, cuando experimentamos compasión no


referencial, respondemos a cualquier necesidad. Es como la sal en el agua
del inmenso océano, como el aire que respiramos, como la sangre que
recorre el cuerpo; es el medio mismo de nuestras vidas y nuestras mentes.
«Por todo el cuerpo, manos y ojos».

29.

Las seis perfecciones

Los seis paramitas o perfecciones del budismo son las cualidades


compasivas que encarnan los bodhisattvas como Avalokitesvara:
generosidad, virtud, paciencia, perseverancia, concentración y sabiduría, y
nos dan fortaleza y equilibrio cuando estamos en el borde. La palabra
paramita se puede traducir como «perfección» o como «cruzar a la otra
orilla», en referencia a la orilla que está libre de sufrimiento. Las
perfecciones son tanto el camino para convertirse en un bodhisattva como
las realizaciones del camino. Como camino, las perfecciones son la práctica
de las cualidades iluminadas de nuestro carácter. Como realizaciones, son el
regalo de la práctica. Cada perfección es una expresión de nuestro corazón
ilimitado y un tipo de medicina especial que cura todas las aflicciones. Cada
una es, en cierto modo, una faceta distinta de la compasión.

La primera perfección, la generosidad, es brindar apoyo compasivo,


protección y enseñanzas a quienes lo necesitan. Es servir la comida a la
persona sin techo en el albergue; sentarse con un moribundo abandonado
por su familia; proteger a la víctima de violencia doméstica; invitar a
nuestro hogar a un refugiado que busca un lugar donde aterrizar. La
generosidad es dar a nuestros pacientes y nuestros estudiantes espacio para
que tomen sus propias decisiones. Mantenerse firme en Standing Rock para
proteger un río y una comunidad. Defender la verdad ante el poder para
salvaguardar los derechos de las mujeres y de los niños, y nuestro futuro.

La generosidad también se expresa compartiendo el tesoro de las


enseñanzas espirituales con los demás. Mi maestro Roshi Bernie Glassman
voló a Polonia en 2016 al Retiro de Ser Testigo en Auschwitz, a pesar de
que recientemente había sufrido un derrame cerebral que le provocó una
hemiplejia. Roshi Bernie lleva a otros a estar presentes en Auschwitz como
parte de su compromiso compasivo de transformar la alienación y el odio,
para que nuestro planeta no vuelva a ser consumido por otro holocausto.
Cree que al estar presentes en Auschwitz y en otros lugares de horror
indescriptible podemos recordar quiénes somos en realidad, y acordarnos de
amar.

Junto con el amor, existe otra expresión de la perfección de la generosidad,


aunque no aparece en los textos tradicionales. Me llegó hace muchos años,
la primera vez que presté servicio en Nepal. A esa altitud en el Himalaya
tan agreste, me sentí muy vulnerable. Cuando me sentaba con los pacientes
de los pueblos remotos a los que servíamos, pensaba que más me valía estar
bien arraigada. Y se me ocurrió la noción de «no transmitir miedo». Esa era
la práctica que necesitaba desarrollar mientras estuviera al servicio de
nuestros pacientes en las altas montañas.

No transmitir miedo… Es un espacio desde el cual podemos dar testimonio


del dolor y del sufrimiento de este mundo y conectar con otros sin apego a
uno mismo, al otro ni al resultado. Es una forma de percibir quiénes somos
en realidad, de saber que estamos hechos de amor, valentía e inmensa
compasión. Es una forma de ver más allá del miedo en el vasto paisaje del
corazón humano.

La segunda perfección es la perfección de la virtud, de vivir según los


votos. La perfección de la virtud consiste en dirigir la compasión basada en
los principios a todos los seres, incluso a los que dañan a otros. Cuando la
compasión está ausente, sobreviene el sufrimiento. Para evitar herir al
prójimo o a nosotros mismos, para ser valientes, cariñosos y confiados,
vivimos según los votos. Esto es compasión y realización del espíritu de los
bodhisattvas.

Con los años, he aprendido mucho de mis estudiantes; entre otras cosas, que
la compasión y los votos inter-son, es decir, que se interrelacionan entre sí.
Forman parte uno del otro. Los votos que recibimos en el budismo tienen
que ver con hacer el bien, no hacer daño y cuidar a los demás. La mayoría
de nosotros tenemos que afrontar dificultades morales a diario. Sin
embargo, casi todos hemos aprendido lo importante que resulta no violar
nuestra integridad. Está el médico que toma diariamente decisiones de vida
o muerte que dan prioridad al bienestar de sus pacientes sobre las
expectativas institucionales. La directora ejecutiva que hace lo que puede
para proteger a sus empleados frente a políticas corporativas lesivas. El
denunciante que protege nuestros derechos de privacidad corriendo un gran
riesgo personal. Todas esas personas se han dejado guiar por su integridad.
Esta es la perfección de vivir conforme a los votos.

La tercera perfección es la paciencia; una paciencia revolucionaria con los


demás y con nosotros mismos. Paciencia significa estar plenamente en el
momento presente y abandonar la hostilidad que podemos experimentar
cuando nos damos cuenta de que no controlamos los resultados. Se cancela
el vuelo… y culpamos al empleado encargado de las reservas. Nuestro
amigo íntimo se está muriendo, y como la enfermera es un poco lenta al
comprobar sus constantes vitales, explotamos con esta profesional
atormentada que atiende a demasiados pacientes. Queremos que las cosas se
hagan a nuestra manera. Queremos un resultado a tiempo; queremos
terminar las cosas. No soportamos esperar, hacer una pausa, confiar…,
simplemente soltar.

Cuando pienso en la paciencia, me viene a la cabeza A.T. Ariyaratne, líder


del Movimiento Sarvodaya Shramadana en Sri Lanka. Hace unos años pasé
un tiempo con Ari (como le llaman sus amigos) en Japón, en una reunión de
personas budistas procedentes de todos los rincones del mundo. Sarvodaya,
la ONG más grande en Sri Lanka, utiliza las enseñanzas del Buda como un
medio poderoso para el cambio social compasivo. Sarvodaya es una forma
de que las personas expresen su compasión natural trabajando juntas para
mejorar las condiciones de sus comunidades locales, para que se puedan
recuperar social y económicamente de la guerra.

Ari me explicaba que su país ha vivido quinientos años de conflicto entre


hindúes, musulmanes y budistas. Y cuatrocientos de ellos, sometido a la
opresión colonial. Esas cifras me dejaron pasmada. Entonces Ari me miró
con ojos brillantes y me dijo: «Se tardará otros quinientos años en
transformar estas condiciones […], ¡y yo tengo un plan!». Un plan a
quinientos años vista. No hay duda de que Ari es un hombre paciente.

Ari me explicó que su Plan de Paz a 500 años incluye actividades de paz en
todo el país, seguidas de proyectos de desarrollo económico en las zonas
más pobres de Sri Lanka. Añadió que cada cien años, un consejo de
ancianos tendrá que evaluar cómo van las cosas.

Ari no es joven. Es octogenario. Está sano, pero la realidad acabará


imponiéndose. Las perfecciones son sus aliados, en especial la paciencia y
también la perseverancia, la cuarta perfección. Ari sabe lo que es vivir la
vida como un imperativo compasivo sin restricciones.

En mi propia vida, intento practicar la entrega como antídoto contra el


desánimo sutil que a veces surge. Hace falta energía y determinación para
seguir apareciendo, ya sea en un hospital, en un aula o en una sala de juntas,
en un campo de refugiados o en una zona de guerra. Y también hace falta
entusiasmo, voluntad y concentración para vivir la sabiduría de la no huida,
del no esconderse, de la no negación. No escapar, no esconderse, no negar.

La quinta perfección es la concentración, o la atención, que, junto con la


paciencia, es una forma de evitar huir del momento presente. El Buda
utilizó una fantástica metáfora para nuestra falta de atención. Como «el
mono que se balancea entre los árboles agarra una rama y solo la suelta solo
para atrapar otra, así también, lo que llamamos pensamiento, mente o
conciencia surge y desaparece continuamente tanto de día como de
noche».188

El Buda utilizó otra metáfora animal para explicar la concentración: has de


ser como un ciervo en el bosque: alerta, amable y presente para lo que
surja.189 El ciervo también simboliza la no agresión y la serenidad. Al
emular al ciervo, podemos transformar la mente de mono en la mente de un
bodhisattva y acceder a la compasión y a la sabiduría.

La sexta perfección es la sabiduría, que se refiere a experimentar


directamente la naturaleza de la realidad. Esta es otra razón por la que es tan
importante la perfección de la concentración: no podemos acceder a la
sabiduría si no estamos totalmente abiertos, imparciales y atentos.

Pero ¿qué es la sabiduría?

Ser sabio no significa necesariamente ser listo. Podemos percibir esa


distinción explorando cómo vemos la diferencia entre una persona lista y
una persona sabia. Una persona lista puede tener cierto conocimiento, y
normalmente se ciñe a hechos. Por otro lado, una persona sabia tiene el
poder del discernimiento y la presencia de la compasión.

Desde una perspectiva budista, la sabiduría se puede contemplar desde dos


prismas: la sabiduría relativa y la sabiduría última. La sabiduría relativa
supone ver y entender la interconexión de todos los seres y todas las cosas,
la verdad de la impermanencia, las causas del sufrimiento, el camino para
liberarse del sufrimiento, y vivir el voto de liberar al prójimo del
sufrimiento.

Aunque no fuera budista, el físico Albert Einstein tenía una profunda


comprensión de la «sabiduría relativa». Escribió:

El ser humano forma parte de un todo, que nosotros llamamos «universo»,


una parte limitada en el tiempo y el espacio. El ser humano se experimenta
a sí mismo, sus pensamientos y sentimientos, como algo separado del resto;
una especie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es como una
prisión para nosotros, que nos limita a nuestros deseos personales y al
afecto hacia unas pocas personas cercanas.

Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión, ampliando nuestro círculo
de compasión hasta abarcar todas las criaturas vivas y la naturaleza
completa, en todo su esplendor.190

Desde una perspectiva budista, la «sabiduría última» está basada en nuestra


experiencia directa de dejar ir nuestra visión de lo que llamamos realidad;
cualquier descripción de la realidad que elaboremos nos separa de la
experiencia directa de «las cosas tal como son». La realidad no es un
estado; ocurre, surge momento a momento. En este sentido, siempre me ha
gustado lo que dice Huang Po sobre la trampa de la conceptualización:
«Aquí está, en este momento. ¡En cuanto empiezas a pensar sobre ello ya lo
has perdido!191
La sabiduría y la compasión están entrelazadas. Shunryu Suzuki Roshi, el
queridísimo monje Soto Zen y fundador del San Francisco Zen Center,
compartió su gran sabiduría y compasión en los últimos momentos de su
vida. Justo antes de morir en el San Francisco Zen Center en 1971, uno de
sus estudiantes más cercanos entró en su habitación. La piel del viejo
maestro zen estaba oscurecida por su enfermedad; se le veía pequeño y
delgado en su estrecha cama, y solo asomaban las manos por encima de la
manta. Su estudiante le miró y le preguntó: «Roshi, ¿dónde nos
encontraremos?», como si hubiese un destino particular en el que ambos se
volverían a encontrar tras la muerte. Hubo una pausa, y el moribundo
levantó una mano y dibujó un círculo, invitando a su estudiante a
encontrarse con él en ese preciso momento.192 Esta es la perfección de la
sabiduría; y esto también es compasión, gran compasión.

Las perfecciones son pautas poderosas para desarrollar un corazón


amoroso, valiente y sabio y para crear una sociedad compasiva. Son un
camino hacia la libertad.

A menudo utilizo frases que reflejan las perfecciones como una manera de
invocarlas. Cada perfección contiene a todas las demás. Por eso suelo
practicar solo con una frase, dejando que me penetre hasta la médula.

Empezamos centrando nuestra atención en la inspiración, y nos relajamos


en el cuerpo con la espiración. Después recordamos nuestra intención de
terminar con el sufrimiento ajeno. Luego podemos dejar que el corazón y la
mente descansen en una sola frase o, si lo deseamos, podemos seguir
lentamente con todas las frases:

Que pueda ser generoso.

Que pueda cultivar integridad y respeto.

Que pueda ser paciente y ver claramente el sufrimiento de los demás.

Que pueda ser enérgica, decidida y entregada.


Que pueda cultivar una mente tranquila e inclusiva para poder servir a todos
los seres con compasión.

Que pueda nutrir mi sabiduría y transmitir a otros el beneficio de la


comprensión que alcance.

Y nos podríamos preguntar: ¿por qué no encarnar el espíritu de los


bodhisattvas, que han realizado una mente y un corazón de valentía,
sabiduría y compasión? ¿Por qué no acercarnos al borde y admirar esas
vistas? ¿Por qué no hacerlo ahora?

30.

Los enemigos de la compasión

A pesar del valor y de los beneficios obvios de la compasión, nuestro


mundo actual parece estar en déficit, un déficit alimentado por una serie de
factores, entre ellos nuestras ideas sobre lo que significa cuidar y la
desconexión derivada de nuestra dependencia creciente de la tecnología. En
la actualidad, con demasiada frecuencia se enfatiza la conectividad a
expensas de la conexión, se valora más el pensamiento rápido que el
pensamiento reflexivo, el crecimiento surge a expensas de la profundidad,
se valora más crear una cartera de valores que crear una cultura ética, y las
percepciones de la falta de tiempo nos distraen del momento presente. Creo
que el antídoto contra todos esos males es hacer de la compasión un valor
principal al que demos vida dentro de la microcomunidad de nuestras
interacciones personales y dentro de la macrocomunidad del planeta.

En el budismo se dice que las cualidades beneficiosas de la mente tienen


enemigos cercanos y enemigos lejanos. Los enemigos lejanos son los
opuestos; el enemigo lejano de la compasión es la crueldad. Los enemigos
cercanos son más difíciles de detectar; son cualidades inútiles que se
disfrazan de útiles. Por ejemplo, la lástima es un enemigo cercano de la
compasión, porque implica un sentido de remordimiento junto con una falsa
preocupación por los que sufren. William Blake, decía, entre otras cosas,
que la lástima es una distracción, ¡y escribió que la lástima divide el
alma!193

Otros enemigos cercanos de la compasión son el miedo e incluso la


indignación. Los enemigos cercanos se disfrazan fácilmente de aliados o
análogos de la compasión, pero son emociones que nos pueden agotar hasta
el punto de que no seamos capaces de responder de forma sana al
sufrimiento ajeno, y al final podemos acabar haciendo daño en realidad.
Existen otros obstáculos y otros desafíos para la compasión. Tendemos a
simplificar en exceso la compasión, y si no entendemos cómo funciona en
nuestras vidas y en las sociedades, podemos acabar sintiendo aversión hacia
ella o incluso podemos acabar temiéndola.

Quizá sintamos que la compasión es agotadora, que nos puede hacer


enfermar, y que podemos perder nuestros límites y que nos consideren
débiles o poco profesionales. Quizá pensemos que la compasión da
prioridad a la simpatía sobre la justicia, es decir, que se puede administrar
indiscriminadamente y en ocasiones irracionalmente. Para algunos médicos,
cultivar o no compasión puede suponer un dilema en sí. A los estudiantes
de medicina se les enseña a ser desapasionados para que conserven su
objetividad y tomen decisiones basadas en los hechos y no en los
sentimientos. Muchos médicos creen que el sufrimiento puede ser
emocionalmente contagioso y que si se abren a él les podría desbordar.
Además, su educación les ha enseñado a considerar que la compasión es
religiosa, poco científica y una posible señal de debilidad.

En cambio, de los enfermeros, trabajadores de hospicios y cuidadores


familiares se espera que actúen desde la compasión. También ellos pueden
tener miedo a involucrarse emocionalmente por el riesgo de perder sus
límites y de experimentar angustia empática o síndrome del trabajador
quemado.

Otra trampa es querer que nos vean como personas compasivas. Podríamos
sentir que nuestro valor se mide por lo compasivos que somos o parecemos
ser, y así nos presentamos ante el mundo como una «persona compasiva»,
cuando en realidad necesitamos aprobación, validación, admiración e
incluso autorización. Así que deberíamos tener cuidado con aquellos que se
presentan como compasivos. No todo el mundo hace lo que dice.

La distracción es otro obstáculo de la compasión. Podemos achacar parte de


la culpa a nuestros dispositivos digitales y nuestros comportamientos
adictivos respecto a los mismos. «Encontrar momentos para dedicarse al
pensamiento contemplativo siempre ha sido un reto, ya que siempre hemos
estado expuestos a la distracción», afirma a The New York Times Nicholas
Carr, autor del libro Superficiales.194 «Pero ahora que llevamos todo el día
con nosotros estos dispositivos multimedia, las oportunidades se vuelven
aún menos frecuentes por la sencilla razón de que tenemos esa capacidad de
distraernos constantemente.»

Otro estudio, que medía el uso de los teléfonos móviles por participantes de
entre dieciocho y treinta y tres años de edad, descubrió que los participantes
utilizaban sus teléfonos ¡una media de ochenta y cinco veces al día!195
Esta distracción cómoda llena momentos en que podríamos ser más
conscientes de lo que nos rodea, incluido el sufrimiento ajeno. Y el uso
frecuente de los dispositivos digitales, según Carr, tiene efectos negativos
sobre la cognición, la concentración y nuestra capacidad para la sana
introspección.

Otro de los grandes desafíos para la compasión es el estrés por falta de


tiempo. Como vimos en las secciones sobre la implicación y el agotamiento
laboral, parece normal quedarse atrapado en el bullicio y la «prisa
agresiva», lo que Hermann Hesse denominaba «el enemigo de la
felicidad».196

Nuestro ajetreo y nuestra prisa distorsionan nuestros intentos de implicación


con los demás, y al final pueden causar distrés moral. Hace ya cuarenta
años, en un famoso estudio llamado Buen Samaritano unos investigadores
de Princeton, John Darley y Daniel Batson, realizaron un experimento que
demostró que la presión del tiempo inhibe la compasión. En dicho estudio,
los investigadores reunieron a un grupo de seminaristas en un edificio y les
pidieron que fueran a otro edificio atravesando el campus. A algunos de
ellos se les decía que ya llegaban tarde y que debían darse prisa, mientras
que a otros se les dijo que tenían todo el tiempo del mundo para llegar. De
camino, ambos grupos pasaron por delante de una persona desplomada en
un callejón que parecía estar ebria o herida, y que gemía y tosía. La persona
en cuestión era un actor contratado por los investigadores. El 63% de los
miembros del grupo se detuvo para ayudar. Del grupo que iba con retraso,
solo se detuvo un 10%. Parece que la acción ética está inversamente
relacionada con las prisas en nuestra vida. Cuando llegaron al auditorio,
muchos de los estudiantes que no se habían detenido parecían ansiosos; más
ansiosos que los que se habían parado.197 Parecían sentir distrés moral por
la elección que habían hecho para satisfacer las expectativas de los
investigadores, en lugar de ayudar a la víctima. Más allá de este
experimento, las distracciones y la presión del tiempo influyen en las
decisiones que tomamos cuando nos enfrentamos a dilemas morales,
incluso el de decidir si ayudamos al prójimo.

La aritmética de la compasión

Otro factor que puede suponer un reto para la compasión es sentirse


desbordado. Cuando oímos hablar de problemas a gran escala, como la
crisis internacional de los refugiados, la extinción de las especies o el
cambio climático, nuestro cerebro se puede desconectar en una especie de
insensibilización psíquica. No es que no nos importe; es que el problema es
tan grande que no podemos ni concebirlo, de modo que lo dejamos a un
lado y no emprendemos ninguna acción.

Que nuestro deseo de ayudar disminuye exponencialmente a medida que


aumenta el tamaño del grupo que sufre, incluso de uno a dos, es un
fenómeno bien documentado. El poeta polaco denominó este fenómeno «la
aritmética de la compasión».198 En un experimento sobre donaciones
benéficas, el doctor en Psicología Paul Slovic y sus colegas estudiaron la
aritmética de la compasión. Slovic escribe: «Hemos descubierto que las
personas se sienten inclinadas a enviar dinero a una persona que lo necesita,
pero si oyen que a una segunda persona también le hace falta dinero pero no
puede recibir ayuda, se sienten menos inclinados a donar a la primera
persona. Cubrir esa necesidad ya no les resultaba tan satisfactorio. Del
mismo modo, cuando la necesidad de ayuda se describía como parte de una
labor de socorro a gran escala, los donantes potenciales experimentaban una
sensación desmotivadora de ineficacia derivada del pensamiento de que la
ayuda que podían proporcionar no era más que una gota de agua en el
desierto».199

Este fenómeno se conoce como pseudo-ineficacia: «pseudo» porque nuestra


sensación de ineficacia es una percepción, no una realidad. Pero es una
percepción que funciona como un potente elemento de desmotivación
cuando sabemos que hay gente a quien no podemos ayudar.

Esta cerrazón mental no es solo metafórica, es literal. Los neurocientíficos


han observado que la corteza cingulada anterior (CCA), que se cree que
controla nuestra atención a los estímulos que provocan emociones, se
habitúa rápidamente a los estímulos perturbadores y deja de responder.200
Esto puede ser una especie de mecanismo de defensa para evitar que nos
abrume la información negativa. No me cabe la menor duda de que nuestro
actual acceso constante a las malas noticias a través de los medios sociales
y los canales de noticias por internet contribuye al entumecimiento
psíquico, la apatía moral y a un déficit de compasión.

Cuando tuvo lugar el terremoto de 2015 en Gorkha, Nepal, me costó mucho


asimilar la enormidad del desastre. A medida que aumentaba el número de
muertos, las cifras me aturdían más. No es que no me importara, al
contrario; pero era incapaz de asimilar la realidad humana. El día después
del terremoto, mi teléfono comenzó a sonar; amigos cercanos de Nepal
intentaban llevar tiendas y alimentos a las zonas más afectadas y
necesitaban ayuda. De inmediato apoyé sus esfuerzos, aunque todavía no
podía hacerme una idea de la magnitud de la tragedia.

Sin embargo, lo que me hizo despertar fue una fotografía en Facebook de


un pequeño monje que había conocido unos meses antes en un monasterio
de una aldea en el área de Gorkha. El niño parecía asustado y agotado. Los
caminos de acceso a esa región quedaron destruidos. Los niños del
monasterio no tenían comida ni cobijo. Cuando lo supe, sentí que tenía que
ayudar a este niño. Era personal, de una persona a otra. Rápidamente
pudimos apoyar a mi buen amigo Pasang Lhamu Sherpa Akita para que
alquilara un helicóptero que volara a las montañas devastadas por el
terremoto y evacuara a trece niños de la zona y los reasentara en Katmandú.

Cuando leí el relato de su rescate en The New York Times,201 sentí un


alivio inmenso. La cara de un niño, y ya no pude dar la espalda a la realidad
de que todos estaban sufriendo. Fue esa única cara la que me movilizó.
Después empezaron a aparecer en mi canal de redes sociales otros rostros
de hombres, mujeres y niños que había conocido en la región, junto con las
caras de jóvenes valientes nepalíes que trabajaban en el rescate, algunos de
los cuales eran amigos cercanos. Al principio, Upaya prestaba ayuda a
grandes ONG que trabajaban para paliar los efectos del terremoto, pero
cambiamos nuestra estrategia para colaborar con personas que trabajaban
directamente sobre el terreno. Esto nos parecía más «real», más eficiente,
más cercano al corazón.

Cuando el adormecimiento o el miedo, el juicio o la distracción, o lo irreal


de las cifras entumecen nuestra compasión, podemos quedar atrapados en
las manifestaciones insalubres de los estados límite, incluida la apatía
moral. Para encontrar la salida, tenemos que reconocer cuál es el obstáculo
a nuestra compasión. Entonces nos preguntamos cómo responder
apropiadamente a lo que esté presente. Debemos examinar en profundidad
nuestra respuesta al sufrimiento, y al mismo tiempo renunciar a juzgarnos.

Dentro y fuera de la compasión

Ocho meses después del tsunami en Japón, el escritor Pico Iyer viajó con
Su Santidad el Dalai Lama a un pueblecito pesquero japonés que había
quedado devastado por este terrible desastre natural. Su Santidad ofreció
amor y apoyo a los supervivientes, pero cuando se alejó de ellos, tenía los
ojos llenos de lágrimas. Iyer no se perdió este momento. Más adelante
escribió: «He empezado a pensar (aunque no soy budista) que lo único peor
que suponer que puedes dominar el sufrimiento es imaginar que no puedes
hacer nada al respecto. Y las lágrimas que he presenciado me han hecho
pensar que se puede ser suficientemente fuerte para presenciar el
sufrimiento y al mismo tiempo ser suficientemente humano como para no
pretender dominarlo…».202

«Lo suficientemente humano como para no pretender dominarlo…» Como


la mayoría de nosotros, yo también me he visto sobrepasada por el
sufrimiento, propio y ajeno, a resultas de lo cual he caído dentro y fuera de
la compasión. Por el camino, he ido aprendiendo algo sobre lo que es y lo
que no es compasión. He visto que, cuando me he quedado atrapada en la
angustia empática o moral en respuesta al sufrimiento ajeno, he hecho cosas
que tendían más a aliviar mi propia incomodidad que a servir a la persona
que sufría. A veces, mi «atención excesiva» en realidad inhibía la
experiencia de la persona, pues yo estaba resbalando desde la cresta del
altruismo hacia el altruismo patológico.

O he respondido con una demostración de atención más orientada a


cuidarme a mí misma que a la persona a la que quería servir.

Otras veces, por mi distracción, mi insensibilización o mi negación (todas


ellas formas de apatía) no me he dado cuenta de que un estudiante o un
colega estaba sufriendo. A menudo, en esos momentos me sentía cansada,
hostigada, inestable o estresada por el trabajo o por los viajes, y no era
capaz de acceder a los recursos emocionales necesarios para evaluar la
situación y responder con compasión.

O bien me hundía en la desesperanza porque sentía que no tenía nada que


ofrecer o que no disponía de recursos para afrontar el sufrimiento de una
sola persona más. Quizá, simplemente evitaba a la persona vulnerable o
pasaba totalmente por alto su sufrimiento. En el mejor de los casos, mi
sentido de la responsabilidad moral se reafirmaba y me llevaba de regreso
hacia lo que podría servir.

O bien me encontraba atrapada en la indignación moral ante el trato dado a


un paciente o a un prisionero. Con suerte, este momento de ira me alertaba
sobre una situación de injusticia. Normalmente, era capaz de ver que
quedarme atascada en la indignación moral no era sano y me sumía en una
exploración de lo que podría haber contribuido al sufrimiento, y después
trabajaba para brindar alivio a la persona o a la situación.

Cuando quedaba atrapada en las brechas entre bondades, a veces dirigía la


mirada hacia lo que faltaba. Aunque parezca mentira, la compasión brillaba
más por su ausencia. Esos momentos también me mostraron que la
compasión no es algo aislado, sino un conjunto de procesos entrelazados
que surgen de la relación entre la mente y el cuerpo. En la compasión
también influyen los contextos medioambientales, sociales, culturales y
relacionales en los que estamos inmersos. Esas caídas y esos tránsitos desde
el borde del precipicio hacia el lodazal de mi propia confusión me ayudaron
a conocer más íntimamente la compasión. Me mostraron que a través de la
compasión podemos salir del altruismo patológico, de la angustia empática,
del sufrimiento moral, de la falta de respeto y del síndrome del trabajador
quemado.

31.

El mapa de la compasión

Cuanto más veía el sufrimiento provocado por la ausencia de compasión,


más me daba cuenta de que necesitaba explorarla más a fondo e intentar
descifrarla; debía hacer todo lo posible por cartografiar la compasión y
crear caminos para acceder a ella. En 2011 me invitaron a pasar varios
meses como profesora visitante distinguida y becaria Kluge en la Biblioteca
del Congreso de Washington, D.C. Esta oportunidad especial me permitió
dejar de enseñar por un tiempo para poder centrarme en la neurociencia y
en la investigación de la psicología social sobre la compasión. Mi objetivo
era elaborar un mapa de la compasión para formar más eficazmente a
cuidadores y demás en el cultivo de la compasión cuando se enfrentaran al
sufrimiento.

Como ejercicio de reflexión, me planteé cuatro preguntas. Primero me


pregunté: ¿podemos experimentar compasión si nuestra atención no está
equilibrada, asentada, clara y sostenida? Pensé en la cantidad de veces que
los médicos se distraen con sus dispositivos móviles y sus buscapersonas, la
presión a la que les someten para que cumplan sus objetivos cifrados y su
frecuente necesidad de pasar rápidamente de paciente a paciente, etcétera.
No es fácil estar presente para el sufrimiento de un paciente cuando nuestra
atención está fragmentada de ese modo. Recuerdo que la neurocientífica
Amishi Jha indicaba que donde va nuestra atención, va nuestra mente. «La
atención es el jefe del cerebro»,203 decía. Como el equilibrio de la atención
plantea un reto para quienes trabajan en situaciones clínicas complejas, la
compasión también puede ser un desafío, puesto que la atención de los
médicos está frecuentemente dividida, distraída y dispersa (lo que he
denominado «las tres D»). Para percibir claramente el sufrimiento o
cualquier otra cosa, necesitamos una atención equilibrada.
La segunda pregunta que me planteé fue: ¿podemos ser compasivos si no
nos importan los demás? Una vez más, estaba bastante segura de que la
respuesta era no. Si nos sentimos apáticos o nos negamos a aceptar el
sufrimiento de una persona, o si sentimos aversión hacia esa persona, no
será fácil que surja la compasión. El significado de prosocial es el opuesto
de antisocial. El comportamiento prosocial consiste en una conexión social
positiva, en ser afiliativos, ser útiles y beneficiar a los demás. Si nuestra
intención es egocéntrica, por ejemplo, probablemente no estemos siendo
prosociales. El cuidado, la preocupación, la amabilidad, la ternura, el amor,
la generosidad e incluso la humildad son todos ellos sentimientos
prosociales que se pueden expresar a través del recurso de la compasión.
Por lo que he observado, la compasión no está accesible en ausencia de
sentimientos prosociales.

Después me planteé una tercera pregunta: ¿puede surgir la compasión en


nuestro interior si no vemos qué podría aliviar el sufrimiento de otro? La
respuesta fue no. Para sentir compasión, utilizamos el entendimiento para
discernir lo que serviría mejor a los demás. La compasión también implica
tener una comprensión más profunda de por qué es importante cuidar y de
quién somos en realidad.

Finalmente, me pregunté: ¿es importante sentir el deseo de aliviar el


sufrimiento ajeno, aunque no podamos hacer nada directamente? Esta vez,
la respuesta fue un rotundo sí. No siempre podemos acometer una acción
directa capaz de transformar el sufrimiento de otro, pero albergar al menos
el deseo de mejorar su bienestar resulta esencial para la compasión.

Recuerdo haber oído a Matthieu Ricard dar el ejemplo de una pasajera de


un avión que ve a un hombre en el océano que se está ahogando. Lo que ese
hombre no puede ver es que un banco de niebla está ocultando una isla que
se encuentra a menos de cien metros de distancia. Aunque la pasajera del
avión no puede hacer nada para ayudar, quiere lo mejor para ese hombre en
el agua. A veces podemos emprender alguna acción para servir a alguien
que está sufriendo; otras veces la compasión es simplemente desear un
resultado positivo para esa persona, a pesar de que no podamos actuar.

La compasión consta de elementos que no son compasión

Tras conocer a psicólogos sociales, neurocientíficos, endocrinólogos y


practicantes budistas y analizar mi propia experiencia, me ha quedado
bastante claro que, para que surja la compasión, se deben dar cuatro
condiciones: la capacidad de prestar atención a la experiencia ajena, sentir
preocupación hacia los demás, percibir qué puede servir a los otros, y actuar
para mejorar el bienestar de los demás (o al menos desear lo mejor para la
persona, sin apegarnos al resultado).

La atención, los sentimientos prosociales, la intención desinteresada y la


encarnación o personificación son elementos clave que, sin ser compasión
en sí, dan forma al armazón de las compasiones. Analizando las
investigaciones neurocientíficas también aprendí que la compasión no está
localizada en un lugar concreto del cerebro, sino que se distribuye por todas
partes. Es más, parece que es emergente; es decir, que surge cuando se
activan todos los elementos que componen la compasión.

Como escribe Thich Nhat Hahn: «La flor está compuesta por elementos
ajenos a la flor. Cuando miras una flor, ves elementos que no son flor, como
la luz del sol, la lluvia, la tierra; todos los elementos que se han unido para
ayudar a que se manifieste la flor. Si elimináramos cualquiera de esos
elementos ajenos a la flor, ya no sería una flor».204 Igual que los rayos del
sol, la lluvia y la tierra conforman la flor, también la atención, la
preocupación, la intención, la comprensión y la encarnación componen la
compasión.

Partiendo de esta perspectiva de interdependencia, y por lo que he


aprendido de mi experiencia de meditación y cuidado, así como de diversos
estudios en neurociencia, psicología social y ética, acabé creando una
matriz que identifica las características principales que permiten que surja
la compasión; en otras palabras, los elementos no-compasivos que impulsan
el surgimiento de la compasión.
Desde entonces he utilizado este modelo para formar a profesionales
sanitarios, estudiantes de budismo, educadores, abogados y empresarios en
el cultivo de un campo donde se pueda manifestar la compasión, tanto en su
interior como a su alrededor. Preparamos el campo para que surja la
compasión a través del entrenamiento de nuestras facultades de atención,
cultivando cualidades prosociales y una intención desinteresada,
desarrollando nuestra capacidad de discernimiento y de visión profunda, y
creando las condiciones que permiten una implicación ética y cuidadosa. El
compromiso compasivo se encarna y se armoniza éticamente. También se
caracteriza por la fluidez, la ecuanimidad y la amabilidad, y genera en
nosotros una sensación interna de bienestar interior cuando servimos a los
demás.

Lo he denominado Modelo de la Compasión ABIDE. Me gusta la


nemotecnia porque nos ayuda a recordar un patrón o un proceso. En la
palabra inglesa ABIDE [«morar» en español] la A representa la atención y
el afecto (por ejemplo, tener un afecto prosocial). Estas dos cualidades
llevan al equilibrio o balance de la atención y las emociones, la B en
ABIDE. La I de ABIDE representa la intención e intuición profunda
(insight), que son procesos cognitivos que llevan al discernimiento, la D de
ABIDE. La E en ABIDE apunta a la encarnación, la implicación y la
Acción Compasiva.

Cuando terminó mi permanencia en la biblioteca, hice una presentación del


modelo ABIDE. Luego empecé a trabajar en una segunda fase del proyecto
encaminada a desarrollar una aplicación del modelo ABIDE que se pudiera
enseñar fácilmente y cuyo propósito es ayudar al personal sanitario y a otras
personas a cultivar la compasión en su interacción con los demás. Un mapa
de la compasión resulta útil, pero es en el territorio de nuestra vida
cotidiana donde la compasión se vuelve real y se convierte en nuestra
experiencia vivida.

32.

La práctica de la compasión

A lo largo de años de escuchar a personas de todos los ámbitos de la vida


hablar sobre el estrés que experimentan cuando se enfrentan al sufrimiento
ajeno, he aprendido mucho sobre los desafíos de ser profesor, enfermero,
médico, abogada, padre o madre, activista, político, defensor del
medioambiente, trabajador en ayuda humanitaria o director ejecutivo; de
todos aquellos que afrontan las dificultades y el sufrimiento de otros de
manera cotidiana. Quizá esa categoría incluya a la mayoría de nosotros. A
pesar de todo, cuando nos encontramos con el sufrimiento, es muy fácil
caer en los aspectos tóxicos de los estados límite, pero no tenemos por qué
convertirlos en nuestra residencia permanente.

Los creyentes religiosos de la India oriental saben desde hace tiempo que
podemos transformar nuestras mentes, pero en Occidente hemos creído que
tenemos que jugar la partida con las cartas que nos han tocado, y nos
quedamos atascados de por vida en patrones mentales rígidos. Sin embargo,
en la última parte del siglo XX, la investigación en neurociencia ha
demostrado que el cerebro está cambiando constantemente en función de
nuestra experiencia. Los circuitos cerebrales se pueden reforzar o eliminar a
través de la repetición o de su ausencia. Los procesos que se desarrollan en
nuestro cerebro cuando se reorganiza física y funcionalmente en relación
con los estímulos internos y externos se llaman neuroplasticidad.

Aunque nuestras preferencias y nuestros hábitos mentales pueden actuar a


niveles muy profundos, la forma en que percibimos el mundo y observamos
la vida puede cambiar radicalmente a través del entrenamiento mental o la
meditación, un potenciador significativo de la neuroplasticidad. La
plasticidad del cerebro nos permite recuperarnos de un trauma, aprender
nuevos esquemas mentales, abandonar las formas habituales de reaccionar e
incrementar nuestra capacidad de ser mentalmente flexibles y ágiles.

Con esto en mente, desarrollé GRACE, una práctica contemplativa activa


que se fundamenta en el modelo ABIDE y está orientada al cultivo de la
compasión cuando interactuamos con los demás. GRACE es un
nemotécnico en inglés que representa lo siguiente: Gather attention
[«prestar atención»]; Recall our intention [«recordar nuestra intención»];
Attune to self and then other [«sintonizar con uno mismo y después con los
demás»]; Consider what will serve, [«considerar qué puede servir»];
Engage and end [«actuar y finalizar»]. Incluye todas las características del
modelo de la compasión ABIDE y se basa en la comprensión de que la
compasión surge cuando estas características interactúan entre sí.

La práctica de GRACE

¿Cómo practicamos GRACE?

Concentrar la atención. La G de GRACE (Gather attention) nos recuerda


que hagamos una pausa y nos demos tiempo para arraigarnos. Al inspirar,
concentramos nuestra atención. Al espirar, llevamos la atención al cuerpo,
percibiendo en él un lugar de estabilidad. Podemos llevar la atención a la
respiración o a una zona del cuerpo que sintamos neutra, como las plantas
de los pies sobre el suelo o las manos descansando una sobre la otra. O
podemos llevar la atención a una frase o a un objeto. Utilizamos ese
momento de concentrar nuestra atención para interrumpir la cháchara
interna sobre nuestras suposiciones y expectativas, y para arraigarnos y
estar verdaderamente presentes.

Recordar la intención. La R de GRACE (Recall intention) es recordar la


intención. Recordamos nuestro compromiso de actuar con integridad y de
respetar la integridad de aquellos con quienes nos encontramos.
Recordamos que nuestra intención es servir a los demás y abrir nuestro
corazón al mundo. Esta toma de contacto puede suceder en un momento.
Nuestra motivación nos mantiene en el camino, moralmente arraigados y
conectados con nuestros valores más profundos.

Empatizar con uno mismo y después con los demás. La A de GRACE


(Attune to self and other) se refiere al proceso de sintonización, afinación,
primero con nuestra propia experiencia física, emocional y cognitiva, y
después con la experiencia del otro. En el proceso de empatizar con uno
mismo, llevamos la atención a nuestras sensaciones físicas, a nuestras
emociones y pensamientos; todo aquello que pueda modelar nuestras
actitudes y comportamientos hacia los demás. Si la persona con la que
estamos actuando nos provoca emocionalmente, nuestra reactividad puede
afectar a nuestra capacidad de cuidar y de percibir al otro con ojos
limpios. Pero si somos conscientes de nuestra reactividad y reflexionamos
sobre la naturaleza y las fuentes del sufrimiento de la persona, quizá
seamos capaces de redefinir la situación de una forma comprensiva y sin
ningún tipo de prejuicio. Este proceso de sintonizar y replantear activa las
redes neurales asociadas con la empatía y también favorece una respuesta
compasiva.

Desde esta base de sintonización con uno mismo, nos sintonizamos con los
demás, sintiendo su experiencia sin prejuicios. Esta es una forma activa de
Ser Testigo. También es el momento en que activamos nuestra capacidad de
empatía, al sintonizarnos física (empatía somática), emocional (empatía
afectiva) y cognitivamente (toma de perspectiva) con la otra persona. A
través de este proceso de sintonización, abrimos un espacio para que se
despliegue el encuentro, un espacio en el que podamos estar presentes para
cualquier cosa que surja. Cuanto más rico sea este intercambio mutuo, más
profundo será el despliegue.

Considerar qué puede servir es la C de GRACE (Consider what will serve).


Este es un proceso de discernimiento basado en la comprensión
convencional y respaldado por nuestra propia intuición y visión. Nos
preguntamos: ¿Cuál sería el camino sabio y compasivo en esta situación?
¿Cuál sería la respuesta apropiada? Estamos presentes para el otro
mientras sentimos qué podría servirle, y dejamos que surjan las
comprensiones, percibiendo lo que el otro está ofreciendo en este momento.
Tenemos en cuenta los factores sistémicos que influyen en la situación,
incluidas las exigencias institucionales y las expectativas sociales.

Al recurrir a nuestra propia competencia, conocimiento y experiencia, al


tiempo que nos mantenemos abiertos a ver las cosas de forma nueva, quizá
veamos que nuestras ideas caen fuera de lo esperado. El proceso de
discernimiento puede llevar tiempo, así que es mejor no lanzarse a sacar
conclusiones precipitadas. Está claro que considerar qué puede servir va a
necesitar equilibrio de la atención y equilibrio afectivo, un profundo sentido
de arraigo moral, el reconocimiento de nuestros propios sesgos y conectar
con la experiencia y las necesidades de la persona que está sufriendo. La
humildad es otro elemento orientador fundamental.

Actuar y finalizar. La primera fase de la E de GRACE (Engage and end)


significa implicarnos éticamente y actuar, si procede. La acción compasiva
surge del campo de apertura, conexión y discernimiento que hemos creado.
Nuestra acción puede ser una recomendación, una pregunta, una propuesta
o incluso no hacer nada. Tratamos de crear con la otra persona un
momento caracterizado por la reciprocidad y la confianza. Aprovechando
nuestra experiencia, nuestra intuición y nuestro entendimiento, buscamos
un terreno común que sea acorde con nuestros valores y fomente la
integridad mutua. Lo que surge es una compasión que respeta a todas las
personas implicadas, que es práctica y que, además, es factible.

Cuando sea el momento adecuado, marcamos el final de nuestro tiempo en


esta interacción compasiva, para poder pasar limpiamente al siguiente
momento, persona o tarea. Esta es la segunda parte de la E de GRACE.
Tanto si el resultado supera lo esperado como si es decepcionantemente
pequeño, hemos de darnos cuenta y reconocer lo que ha sucedido. A veces
tenemos que perdonarnos a nosotros mismos o a la otra persona. O puede
que sea un momento de profunda apreciación. Sin el reconocimiento de lo
que ha ocurrido, será difícil soltar este encuentro y seguir adelante.

33.

Compasión en los entornos de sufrimiento

Hace poco impartí una formación GRACE en Japón para personas que
trabajan en el campo de los cuidados al final de la vida. Compartí con los
participantes que la vida y la muerte son experiencias caóticas. No
deberíamos esperar resultados perfectos, ni que las cosas se hagan a nuestra
manera. Un médico asistente al curso se puso en pie y habló de la ansiedad
que experimentaba cada día cuando intentaba satisfacer las necesidades de
sus pacientes. Cuando trasladaban a uno de sus pacientes de cáncer de su
planta a la unidad de cuidados paliativos, se sentía derrotado, como si
hubiera fallado a ese paciente. Con la moral por los suelos, entraba en
pánico cuando se daba cuenta de que no tenía tiempo de afrontar su miedo y
su pena; ni tampoco de atender a la cola de pacientes que necesitaban su
ayuda. Se sentía atrapado por una sensación de inutilidad que había agotado
su capacidad de compasión y de cuidado, y que le había llevado a
experimentar una completa desesperación y a considerar el suicidio, pero no
quería hacer daño a su familia.

Obviamente, este doctor está en un entorno de sufrimiento intenso, creado


en parte por él y en parte por su sociedad. Agotamiento, estrés, culpa, moral
baja, pánico, futilidad, desesperación, ideas suicidas…, una combinación
letal que puede desembocar en la muerte. Nos contó que había acudido a la
formación GRACE para ver si podía encontrar una forma de salir de esa
situación desesperada. Al escucharle, me acordé del Tíbet y de los
vertederos de cadáveres que he visitado allí.

Cada vez que he viajado al monte Kailash en el Tíbet occidental he subido


hasta el Dakini Charnel Ground, una llanura árida y rocosa por encima del
sendero, en la cara occidental de la montaña. Este es el lugar donde se
ofrecen los cadáveres, en una práctica conocida como entierro celestial o,
en tibetano, jhator, «esparcírselo a los pájaros».

Allí he practicado la meditación caminando entre pilas de huesos y charcos


de sangre, grasas y heces. El hedor es rancio, incluso en el frío viento, y se
puede oír el aleteo de los buitres y los aullidos de los chacales cercanos.

La primera vez que visité el osario, me di de bruces con dos caras


despegadas de sus cráneos, con el cabello sangriento enmarañado.
Descompuesta, hice lo posible por mantenerme en pie mientras evitaba
pisar esas máscaras sangrientas de la muerte. Un hombre vestido con un
andrajoso abrigo militar se me acercó y me indicó que me tumbara entre los
restos frescos. Al mirar a mi alrededor, vi a los tibetanos sentados aquí y
allá entre pedazos de cuerpos; una mujer se estaba punzando la lengua y
otros los dedos, derramando su sangre en ofrendas que simbolizaban la
muerte y el renacimiento.

El hombre del abrigo militar me miró y me volvió a hacer un gesto


señalando la tierra fría y resbaladiza. Lentamente me incliné y me tumbé
boca arriba sobre el terreno revuelto y frío. Después él sacó un cuchillo de
una funda por debajo de su abrigo y empezó a actuar como si estuviera
troceando mi cuerpo. Por un momento me atravesó una oleada de asco y de
repugnancia. Y entonces, al darme cuenta de que yo también soy sangre y
grasa, de repente me relajé y dirigí la mirada hacia la cumbre nevada del
monte Kailash, recordando que antes o después yo también estaría muerta.
Y en ese momento un pensamiento atravesó mi mente: ¿Por qué no vivir
plenamente ahora? ¿Por qué no vivir para acabar con el sufrimiento de los
demás? ¿Qué otra cosa querría hacer con mi vida?

En cierto modo, esta experiencia inusual no nos es tan ajena. Estamos


hechos de sangre, huesos y entrañas, como nos recordará cualquier viaje a
una unidad de urgencias. Y, aun así, el Kailash es un espacio visiblemente
sagrado, y el ritual del desmembramiento simbólico es un rito de paso que
nos abre a la realidad de la impermanencia y de la propia muerte. Para mí,
esta experiencia fue muy intensa, pero no traumatizante. De hecho, fue
liberadora, porque es más difícil temer aquello que se ve más claramente.
No hace falta ir al Tíbet ni a una zona de guerra para practicar en un osario.
El campo de cadáveres es una metáfora de cualquier entorno donde el
sufrimiento está presente: un hospital japonés, un aula de escuela, un hogar
violento, una institución psiquiátrica, un albergue de personas sin hogar, un
campo de refugiados. Incluso un espacio de privilegios, como una sala de
juntas o el parqué de Wall Street, o la oficina de un magnate de los medios
de comunicación puede ser un vertedero de cadáveres. En realidad,
cualquier lugar que esté teñido por el miedo, la depresión, la ira, la
desesperación o el engaño es un campo de sufrimiento; incluida nuestra
propia mente.

Sea cual sea nuestra profesión o nuestra vocación, la práctica del vertedero
de cadáveres está disponible; nos sentamos en medio de un sufrimiento sutil
u obvio. El fango en el que caemos cuando nos despeñamos desde la cresta:
ese también es un espacio de sufrimiento. Es un lugar donde tenemos que
afrontar nuestras propias luchas, y donde puede crecer nuestra compasión
hacia otros que están luchando en sus propias profundidades.

Cuando sufrimos dentro de nuestro propio moridero interior, somos


vulnerables al altruismo patológico, a la angustia empática, al distrés moral,
a la falta de respeto y al agotamiento. Pero si adoptamos una perspectiva
más amplia, más profunda, vemos que el terreno de intenso sufrimiento no
solo es un lugar de desolación, sino también un lugar de posibilidades
ilimitadas. Mi colega Fleet Maull, que pasó catorce años en la cárcel por
cargos de narcotráfico, compara su experiencia de practicar la meditación
en la cárcel con la práctica en un mortuorio.

La cárcel es un entorno de práctica duro, donde la avaricia, el odio y el


engaño están a la orden del día. Y, sin embargo, ese moridero le demostró
algo. En su libro Dharma in Hell, Fleet Maull escribe: «Después de pasar
catorce años en prisión con asesinos, violadores, ladrones de bancos,
pederastas, evasores de impuestos, narcotraficantes y todo tipo de
delincuentes imaginables, estoy absolutamente convencido de que la
naturaleza fundamental de todos los seres humanos es buena. No tengo la
más mínima duda».205 Igual que Fleet, yo creo que la redención es posible,
y que toda situación encierra algo que nos puede enseñar, algo que nos
puede llevar a nuestra sabiduría natural.
En muchos mandalas tibetanos, el círculo externo protector muestra ocho
cementerios llenos de cadáveres, animales carroñeros, huesos y sangre. No
hay mejor lugar que un cementerio para contemplar la naturaleza
impermanente de nuestras vidas. El círculo funciona como una barrera de
entrada a los temerosos y a los desprevenidos; también es un terreno donde
puede florecer nuestra práctica de meditación. Si encontramos la
ecuanimidad en medio de la muerte y la descomposición, entonces podemos
convertirnos en el Buda en el centro del mandala.206

La angustia del infierno

Este tipo de valentía, de sabiduría y de compasión queda ejemplificada por


Jizo Bodhisattva, que representa nuestra capacidad de mantener el
equilibrio cuando entramos en las dimensiones infernales del sufrimiento
ajeno y propio. Jizo ha prometido no alcanzar la budeidad hasta que todos
los infiernos estén vacíos.207 Muchas veces aparece como un simple
monje, con hábitos de monje y la cabeza afeitada; y otras veces es una
mujer. En su mano izquierda sostiene una joya que colma todos los deseos
de iluminar la oscuridad. En su mano derecha sostiene un shakujo, una vara
con aros tintineantes que avisa a los insectos y a los animales pequeños de
su llegada, para no herirles accidentalmente.208 Los seis aros del shakujo
simbolizan las seis corrientes de la existencia: la dimensión de los dioses, la
de los dioses celosos, la de los fantasmas hambrientos, la del infierno, la
dimensión animal y la dimensión humana.

Jizo es de los que caminan por el filo. Bodhisattva y monje, hombre y


mujer, Jizo golpea con su shakujo las puertas del infierno. Cuando se abre la
puerta, desciende a las profundidades ardientes del abismo, donde se
encuentra entre una multitud de seres sufrientes, torturados. En lugar de
intentar salvarlos frenéticamente, abre los brazos, y quienes quieren ser
salvados saltan a las mangas ondeantes de su túnica.

Como Jizo, podemos acercarnos a quienes sufren y ofrecerles una forma de


salir del infierno, una vía para tomar refugio en la seguridad y la bondad.
Aunque suframos, podríamos ser capaces de ofrecer nuestra compasión a
los demás, o a nosotros mismos. Después de todo, los bodhisattvas no
buscan las situaciones fáciles. Pero debemos tener la fortaleza de entrar en
la dimensión del infierno de forma consciente, determinada y, también, con
curiosidad y sin temor. Debemos tener el corazón de Jizo para mantenernos
firmes en el cruce entre la vida y la muerte, a fin de que otros puedan
descubrir el camino hacia la libertad.

El espejo mágico

Durante un viaje reciente a Japón tuve la oportunidad de ver un «espejo


mágico» hecho en su totalidad de bronce fundido. Ese tipo de espejos son
objetos únicos y sagrados fabricados por la única familia japonesa que sigue
practicando este antiguo y misterioso oficio. En la parte posterior de este
espejo en concreto, había un relieve de un dragón, símbolo de poder y de
buena suerte. En su parte frontal finamente pulida, vi reflejada mi cara,
como en cualquier espejo de cristal normal. Parecía un espejo
exquisitamente confeccionado, eso sí, pero solo un espejo.

Pero, sorprendentemente, al orientar el espejo de forma que la luz reflejada


en su superficie se proyectara sobre una pared oscura, aparecía la imagen de
Jizo Bodhisattva en la pared. La imagen está oculta dentro del bronce
fundido. El contorno oscuro de la cabeza rapada de la mujer monje con su
hábito cruzado sobre el pecho aparecía rodeado de un fondo de luz brillante
reflejada en la pared. Los rayos emanaban de su cabeza, como si estuviera
de pie a pleno sol, y su vara parecía golpear la tierra para abrir las puertas
del infierno. Aunque parece ser metal compacto, el espejo encierra un
secreto.

Si nosotros somos el espejo que refleja el mundo, entonces en lo más


profundo de nosotros se encuentra el bodhisattva invisible que libera a los
seres sufrientes. La inmensa capacidad compasiva de Jizo permanece oculta
hasta que la luz la revela. Pero también debe estar presente otro elemento:
la oscuridad. La imagen solo se puede ver cuando se proyecta sobre una
superficie oscura. Esta unión de oscuridad y luz, de sufrimiento y
redención, nos habla de las condiciones que Jizo encuentra y que nosotros
también encontramos en los reinos del infierno y en los campos de
sufrimiento intenso de nuestra propia vida.

Algunos supervivientes de terribles adversidades recurren a causar daño


para tomarse la revancha contra el mundo. Otros se dedican a profesiones
donde pueden ayudar a la gente que sufre por motivos que ellos han
experimentado. Los que han sobrevivido a abusos, adicciones, acosos u
opresión sistémica se pueden sentir llamados a salir de la oscuridad del
sufrimiento y, como Jizo, traer a otros con ellos. Y como Jizo, pueden
descubrir el gran potencial que encierra el espíritu humano para dirigirse
hacia la bondad en medio de la devastación, y de este modo, dar vida a su
capacidad de compasión y sabiduría. Esos son los que han encontrado su
camino de vuelta al terreno sólido, al borde del risco, donde su ventajosa
posición les permite tener una perspectiva más amplia de la verdad de la
interconexión de todos los seres y todas las cosas, donde el miedo y el
coraje se unen.

Desde el filo, nuestra determinación de encontrarnos con el mundo del


sufrimiento se convierte en una llamada, al descubrir que la compasión es el
gran vehículo que nos libera del sufrimiento y nos otorga poder, equilibrio
y, en última instancia libertad, sea lo que sea lo que hayamos afrontado.
Desde ahí vemos que todos compartimos una vida común, un mundo
común, un destino común.

Como dijo una vez la artista de performance Marina Abramović: «Cuando


estamos en el límite, es cuando de verdad estamos en el momento presente
[…] porque sabemos que nos podemos caer».209 Y es que el peligro de
caer nos recuerda que el momento presente es el único lugar real, auténtico
donde habitar. Cuando estamos de pie en el borde, no podemos apartarnos
del sufrimiento, ya sea en nuestra vida interior o en la exterior. Allí tenemos
que afrontar la vida con altruismo, con empatía, con integridad, con respeto
y con implicación. Y si sentimos que la tierra empieza a resquebrajarse bajo
nuestros pies porque nos estamos inclinando hacia el daño, la compasión
nos puede mantener bien arraigados en la cresta elevada de nuestra
humanidad. Y si nos caemos…, la compasión nos puede sacar de los
infiernos del sufrimiento y llevarnos de regreso a casa.

Reconocimientos

Escribir este libro ha requerido la orientación y el apoyo de muchos amigos


y maestros. En especial, me gustaría ofrecer mi gratitud más profunda a
Kristen Barendsen, que fue mi editora de primera línea, una crítica
equilibrada y sabia y una maravillosa colaboradora para este libro.

También quiero expresar mi agradecimiento a Arnold Kotler, que aportó su


conocimiento editorial en los inicios de este libro, y a Whitney Frick, Bob
Miller y Jasmine Faustino, de Flatiron Books, por sus habilidades
editoriales y sus amables palabras de aliento.

Mi agente Stephanie Tade ha supuesto una enorme fuente de inspiración,


con sus valiosísimos comentarios sobre el manuscrito durante el proceso de
escritura. Mi agradecimiento a Noah Rossetter por su apoyo a lo largo de
los varios años de escritura; trabajó sobre las citas y me mantuvo sonriente
hasta el final.

Siempre estaré profundamente agradecida a mi buena amiga Rebecca


Solnit, quien redactó el prólogo, y cuyo trabajo como activista social y
como defensora de la verdad me mantuvo fiel a una línea narrativa concisa
mientras este proyecto se iba desplegando. Y a Natalie Goldberg, cuyas
percepciones como escritora me dieron el valor de lanzarme al arte de
escribir con todo el corazón.

Mi vida y este libro se han visto profundamente influidos por muchos


activistas valientes, entre ellos Fannie Lou Hamer, Florynce Kennedy, el
padre John Dear, Eve Ensler, John Paul Lederach, Jodie Evans, Sensei Alan
Senauke y A.T. Ariyaratne. Su trabajo y su dedicación han constituido una
guía para mí.

Mi agradecimiento al periodista David Halberstam, que en la década de los


1960 habló de una forma tan conmovedora sobre la muerte de Thich Quang
Duc. Sus palabras me transmitieron un mundo que yo nunca hubiera podido
comprender sin ese momento en el apartamento de Alan Lomax en los años
sesenta, cuando compartió con nosotros su experiencia de estar presente
cuando Thich Quang Duc se inmoló.

Mi eterno agradecimiento a los fantásticos antropólogos Alan Lomax, Mary


Catherine Bateson, Gregory Bateson y Margaret Mead por presentarme
perspectivas multiculturales sobre la cultura y el comportamiento humano.
Y a Stanislav Grof, cuyo trabajo sobre la «desintegración positiva» abrió
para mí «las puertas de la percepción».

También me siento profundamente agradecida a los colaboradores y colegas


en el campo de los cuidados al final de la vida, en especial los doctores
Cynda Rushton y Tony Back por todo lo que han aportado a nuestros
programas de formación y por sus colaboraciones intelectuales a lo largo de
los años. Asimismo, me siento muy agradecida a Frank Ostaseski, Jahn
Jahner, Rachel Naomi Remen, Gary Pasternak y Cathy Campbell por sus
inestimables contribuciones.

Quiero darle las gracias al neurocientífico Alfred Kaszniak, que me asesoró


en las partes científicas de este libro. Y también a la comunidad de Mind
and Life Institute, a su cofundador, Francisco Varela, y a sus miembros
Evan Thompson, Richard Davidson, Daniel Goleman, Antoine Lutz, Paul
Ekman, Helen Weng, Nancy Eisenberg, Daniel Batson, Amishi Jha, Susan
Bauer-Wu y John Dunne, cuyo trabajo ha contribuido a mi comprensión de
la neurociencia y de la psicología social de estados y rasgos. También me
siento en deuda con Christina Maslach y Laurie Leitch; su trabajo sobre el
burnout me ha ayudado a comprender el sufrimiento que existe en nuestro
mundo actual.

Asimismo, quiero dar las gracias a grandes maestros budistas, cuyas luces
brillan a lo largo de este libro. Mi gratitud a Su Santidad el Dalai Lama,
Thich Nhat Hanh, Roshi Bernie Glassman, Roshi Eve Marko, Roshi Jishu
Angyo Holmes, Roshi Enkyo O’Hara, Roshi Fleet Maull, Roshi Norman
Fischer, Matthieu Ricard, Chagdud Tulku Rinpoche, Sharon Salzberg y al
artista, traductor y activista social Kazuaki Tanahashi.
Quiero hacer mención a todo lo que he aprendido de los
medioambientalistas William DeBuys y Marty Peale sobre los sistemas
vivos, y dar las gracias a Jerome Wodinsky, biólogo marino de la
Universidad de Brandeis, que hace muchos años me invitó a la vida del
Octopus vulgaris en el Laboratorio Marino de Bimini. También quiero dar
las gracias al biólogo marino y neurofisiólogo Edward (Ned) Hodgson de la
Universidad de Tufts, que me introdujo en el mundo de los tiburones y
despertó mi amor por el mar.

Mis colaboradores en las Clínicas Nómadas de Upaya me han enseñado


inmensamente. Le doy las gracias a Tenzin Norbu, Prem Dorchi Lama,
Buddhi Lama, Tsering Lama, Pasang Lhamu Sherpa Akita, Tora Akita,
Dolpo Rinpoche, Charles MacDonald, y Wendy Lau, entre muchos otros
profesionales sanitarios y amigos que han servido en nuestras clínicas
himalayas a elevadas altitudes, y cuyo valor y dedicación aparecen
reflejados en varias historias en este libro.

Le doy las gracias a Sensei Joshin Brian Byrnes, a Kosho Durel y a Cassie
Moore por sus valiosos conocimientos acerca de la realidad de las personas
sin techo. Y a Sensei Genzan Quennell, Sensei Irene Bakker, y Sensei
Shinzan Palma por sostener el dharma en su trabajo al servir a los demás.

Mis buenos amigos el hermano David Steindl-Rast y Ram Dass han estado
a mi lado como guías y como inspiración durante muchos años. Su
sabiduría se refleja en este libro.

Mi inmenso agradecimiento a los estudiantes de capellanía de Upaya que


me han enseñado tanto, entre ellos William Guild, Michele Rudy y Angela
Caruso-Yahne, cuyas historias aparecen en este libro.

Mi profunda gratitud al psicólogo Laurel Carraher, quien me invitó al


poderoso trabajo de servir como voluntaria en la Penitenciaría de Nuevo
México.

Para mí, el arte también supone una fuente importante de aprendizaje y de


inspiración. Mi agradecimiento a los artistas Joe David y Mayumi Oda, y
Sachiko Matsuyama y Mitsue Nagase por presentarme al fabricante de
espejos mágicos Akihisa Yamamoto. De igual modo, me siento
profundamente agradecida por las palabras de escritores como Pico Iyer,
Clark Strand, Jane Hirschfield, David Whyte, Wendell Berry y Joseph
Bruchac.

Mi amor por mi familia biológica se puede descubrir en varios capítulos.


Doy las gracias a mis padres, John y Eunice Halifax, a mi hermana Verona
Fonte y a sus hijos, John y Dana, y también a Lila Robinson, que me cuidó
cuando yo era niña y caí gravemente enferma.

Quiero expresar mi agradecimiento a un grupo especial de personas que me


han ayudado en mi trabajo a lo largo de los años: Barry y Connie Hershey,
John y Tussi Klug,Tom y Nancy Driscoll, Laurance Rockefeller, Pierre y
Pam Omidyar, y Ann Down. Su apoyo generoso a mis muchos proyectos
me ha posibilitado expandir mi horizonte y asumir los riesgos que me han
llevado al límite en el que he aprendido y he intentado beneficiar a otros.

Y tras expresar mi enorme aprecio hacia aquellos que han contribuido a


hacer realidad este libro, también quiero disculparme por cualquier error de
comprensión en el que haya podido incurrir, y al mismo tiempo asumir la
responsabilidad por lo escrito en estas páginas. Este libro lo he escrito desde
mi experiencia directa, y es posible que lo que yo haya aprendido no esté
siempre en concordancia con la ciencia convencional o con el budismo
tradicional.

Notas

1.

Iris Murdoch, The Sovereignty of Good (Londres: Routledge and Kegan


Paul Books, 1970).

2.

Wilbur W. Thoburn, In terms of life: Sermons and talks to College Students


(Stanford, CA: Stanford University Press, 1899).

3.

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4.

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5.
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6.

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7.

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Commentaries (Berkeley, CA: Parallax Press, 2011).

8.

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1978).

9.

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10.
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11.

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12.

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13.

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14.

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15.

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16.

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17.

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18.

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19.

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23.

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24.
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25.

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26.

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27.

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28.

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29.

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30.

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31.

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32.

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33.

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34.

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35.
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37.

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39.

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40.
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41.

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42.

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44.

Ibid.

45.

Ibid.

46.

Olga Klimecki, Matthieu Ricard y Tania Singer, «Compassion: Bridging


Practice and Science, pág. 279», Compassion: Bridging Practice and
Science, www.compassiontraining.org/en/online/files/assets/basic-
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47.

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48.

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65.

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66.

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67.

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68.

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69.

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71.

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72.

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del programa.

73.

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74.

Ibid.

75.

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76.

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77.

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78.

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79.

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80.

Sarah Schulman, The Gentrification of the Mind (Berkeley: University of


California Press, 2013).

81.

I Am Not Your Negro, dirigido por Raoul Peck (Nueva York: Magnolia
Pictures, 2016).

82.

Ibid.

83.

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Necessarily True», SFGate, 29 de junio de 2016,
www.sfgate.com/bayarea/article/What-San-Franciscans-know-about-
homeless-isn-t-7224018.php

84.

Thanissaro Bhikkhu, trans., «Kataññu Suttas: Gratitude», Access to Insight,


2002, www.accesstoinsight.org/tipitaka/an/an02/an02.031.than.html.

85.
Cynda Hylton Rushton, Cultivating Moral Resilience, American Journal of
Nursing 117, n.º 2 (Febrero de 2017): S11-S15,
doi:10.1097/01.NAJ.0000512205.93596.00.

86.

T.L. Beauchamp, J. Childress. Principles of Biomedical Ethics, 5.ª ed.


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87.

William Ury, The Third Side: Why We Fight and How We Can Stop (Nueva
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88.

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5.ª ed. (Oxford, UK: Oxford University Press, 2001).

89.

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of Vogue», 22 de octubre de 2014, www.vogue.com/article/joan-didion-
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90.

Ibid.

91.

Ibid.

92.

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http://en.radiovaticana.va/news/2016/03/24/pope_francis_gestures_of_frate
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93.

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www.nytimes.com/2017/01/31/magazine/the-youth-group-that-launched-a-
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94.

Ibid.

95.

Kazuaki Tanahashi, ed., Treasury of the True Dharma Eye: Zen Master
Dogen’s Shobo Genzo (Boston: Shambhala, 2013), 46.

96.

Denise Thompson, A Discussion of the Problem of Horizontal Hostility,


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97.

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Nursing Culture and the use of Contemplative Practices to Facilitate
Cultural Change» (Buddhist Chaplaincy Training Program thesis, Upaya
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98.

Ibid, 47.

99.

Florynce Kennedy, Color Me Flo: My Hard Life and Good Times


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100.

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101.

Ibid.

102.

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208.

Ibid.

209.

Marina Abramovic, presentación en el Lensic Performing Arts Center en


Santa Fe, 23 de agosto de 2016.

Durante décadas Joan Halifax ha colaborado con neurocientíficos, médicos


y psicólogos para comprender cómo la práctica contemplativa puede ser un
vehículo para la transformación social.

Halifax ha identificado cinco experiencias psicológicas que denomina


«estados límite» (altruismo, empatía, integridad, respeto y compromiso),
que personifican la fuerza de nuestro carácter y en las que reside nuestro
verdadero potencial. Solo cuando nos encontramos en estos límites nos
abrimos a todas las posibilidades de la experiencia humana y descubrimos
quiénes somos realmente. Sin embargo, cada uno de estos estados también
puede ser la causa del sufrimiento personal y social: el altruismo puede
llegar a ser patológico, la empatía puede convertirse en angustia, la
integridad en sufrimiento moral, el respeto en irreverencia y el compromiso
puede resultar en exceso de trabajo y agotamiento. ¿Cómo podemos evitar
caer en estas trampas y encontrar el equilibro entre estas fuerzas opuestas?
La autora ofrece una guía práctica para transitar el umbral del cambio y
superar el miedo.

Múltiples experiencias de cuidadores, activistas humanitarios, políticos y


maestros, combinadas con la sabiduría de las tradiciones del Zen, el
mindfulness y la innovadora investigación de Halifax sobre la compasión,
hacen de Al borde del abismo un libro destinado a convertirse en un clásico
contemporáneo. Una guía poderosa sobre cómo encontrar la libertad que
buscamos para los demás y para nosotros mismos.

Joan Halifax es sacerdotisa zen y antropóloga. Ha ejercido en las


universidades de Columbia, Miami y Naropa. En 1990 fundó el Upaya
Zen Center, un centro de estudios budistas y de acción social en Santa
Fe, Nuevo México. Es autora de Estar con los que mueren.

Sabiduría perenne

Imagen cubierta: Sergey Nivens

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