Psicoterapia Del Este Psicoterapia Del Oeste - Alan Watts

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Antes

de convertirse en un icono de la contracultura, Alan Watts era conocido


como un profundo conocedor de la psicología y la filosofía orientales y
occidentales. En este clásico de 1961, Watts demuestra su profundo
conocimiento tanto de la psicoterapia occidental como de las filosofías
espirituales orientales del budismo, el taoísmo, el vedanta y el yoga. Examinó
el problema de los seres humanos en un universo aparentemente hostil de
forma que cuestionó las normas sociales y las ilusiones que atan y constriñen
a los humanos modernos. Marcando una síntesis innovadora, Watts afirmó
que los poderosos conocimientos de Freud y Jung, que habían llevado a la
psiquiatría al borde de la liberación, podrían, si se fusionaban con la sabiduría
hasta entonces desconocida de las tradiciones orientales, liberar a las personas
de sus batallas con el yo. Cuando la psicoterapia se limita a ayudarnos a
ajustarnos a las normas sociales, argumentaba Watts, no llega a la verdadera
liberación, mientras que la filosofía oriental busca nuestra relación natural con
el cosmos.

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Alan Watts

Psicoterapia del Este,


psicoterapia del Oeste
ePub r1.0
Titivillus 04.10.2021

Página 3
Título original: Psychotherapy East & West
Alan Watts, 1961
Traducción: Rolando Hanglin

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta
Psicoterapia del Este, psicoterapia del Oeste
PREFACIO
1. PSICOTERAPIA Y LIBERACIÓN
2. SOCIEDAD Y SANIDAD
3. LOS CAMINOS DE LA LIBERACIÓN
4. A TRAVÉS DE UN VIDRIO OSCURO
5. LA CONTRATÁCTICA
6. INVITACIÓN A LA DANZA
Sobre el autor
Notas
Referencias bibliográficas

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Para Jano.

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PREFACIO

El tema de este libro ha estado «en el aire» durante, por lo menos, treinta
años, con una constante y creciente elaboración de este o aquel paralelismo
entre la psicoterapia occidental y la filosofía oriental. Pero, hasta el
momento, nadie ha intentado determinar, comprehensivamente, un modelo
básico común a los métodos y objetivos de la psicoterapia, por un lado, y las
disciplinas del Budismo, el Vedanta, el Yoga y el Taoísmo por el otro. Estas
últimas no son, tal vez, psicoterapias en sentido estricto, pero el parentesco
es suficiente para justificar la comparación.
La controversia parece haber comenzado a principios de la década de
1930, después de publicarse trabajos como la traducción de Richard Wilhelm
del texto chino The Secret of the Golden Flower, que incluía un largo
comentario psicológico de C. G. Jung (1929), o la obra de G. R. Heyer Der
Organismos der Seele (1932)o la de Geraldine Coster, titulada Yoga and
Western Psychology (1934).Casi desde los comienzos, este fructífero
intercambio entre el Este y el Oeste me ha interesado profundamente. Sumé,
incluso, alguna contribución, a través de un libro bastante inmaduro que
titulé The Legacy of Asia and Western Man (1937) y de otro ligeramente
posterior, The Meaning of Happiness (1940) que exhibía el siguiente
subtítulo: «La búsqueda de la libertad del espíritu en la psicología moderna y
en la sabiduría oriental.» Por aquel entonces, casi la única forma de
psicoterapia «orientada» en este sentido era la de Jung. Pero la evolución
posterior, no sólo de la psicoterapia sino también de nuestro conocimiento
del pensamiento oriental, nos ha capacitado para trazar comparaciones
mucho más amplias y sugestivas. Durante el mismo período se ha visto un
asombroso crecimiento del interés occidental por las formas de vida del
Oriente, particularmente por el Budismo Zen, en torno al cual se ha
presentado la última contribución importante a este intercambio, como es la
colaboración de Erich Fromm y D. T. Suzuki en Zen Buddhism and
Psychoanalysis (1960).

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Al escribir este libro, sin embargo, no me anima el propósito de sintetizar
o revisar el desarrollo de este tema. Más bien, quisiera darle un nuevo giro.
Antes de iniciar la redacción, observé que había en términos generales, dos
formas de tratar el asunto. Habiendo leído casi todo lo que se ha escrito a su
respecto, me sentía autorizado a volcar este material en una suerte de
historia crítica del interés psiquiátrico por el pensamiento oriental,
combinada con una comparación punto por punto de todas las formas
principales de psicoterapia y todas las técnicas mayores de las disciplinas del
Este. Pero esta faena hubiera producido un voluminoso trabajo, de interés
más bien académico; por otra parte, los estudios de carácter formal no son
mi fuerte, y los declino alegremente a quienes estén dotados de la paciencia y
la laboriosidad necesarias. La otra variante consistía en describir lo que, a
mi entender, constituye el procedimiento más fructífero para que las
psicoterapias del Este y del Oeste se fertilicen mutuamente. Pues no sólo
tienen mucho que aprender la una de la otra, sino que también tengo la
impresión de que la sola comparación echará luz sobre aspectos ocultos y
altamente importantes de ambas. Es por esto que decidí escribir no un
compendio de juiciosas conclusiones sino un ensayo provocativo, capaz de
catapultar a ambos sectores hacia la discusión. Se me ocurre que los dos
andan a tientas en la penumbra, aunque no por ello desposeídos de cierta
luminosidad. Las disciplinas orientales me han resultado siempre
maravillosas, pero no creo que representen la última palabra de una
sabiduría sacrosanta e inmemorial, ante cuyos maestros el mundo no tendría
más que acudir y sentarse humildemente a sus pies. Tampoco creo que exista
un evangelio según Freud o según Jung, en el cual las grandes verdades
psicológicas hayan sido definitivamente establecidas. La intención de este
libro no consiste, pues, en decir la última palabra sobre el tema, sino en
provocar nuevos pensamientos y experimentos.
El enfoque que he elegido acusa, sin embargo, la desventaja de no
prestarse a una adecuada mención de todas las personas que han influido en
mi pensamiento, ni a un reconocimiento acabado hacia todos quienes han
contribuido a la discusión. Conversaciones sostenidas y libros leídos hace
mucho tiempo se convierten en una parte tan íntima de la corriente del propio
pensamiento que, a veces, resulta imposible decir qué ideas le pertenecen a
uno y cuáles ha cogido de otros. Por tanto, este libro no explica lo que
pudiera provenir de mis tempranas lecturas de terapeutas especulativos y
audaces como Trigant Burrow, Georg Groddeck y mi amigo Eric Graham
Howe. No especifica lo que he cosechado al cabo de años de discusiones

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sobre el tema central de esta obra con el profesor Frederic Spiegelberg, de la
Universidad de Stanford, o con el Dr. Lillian Baker y el difunto Dr. Charles
G. Taylor, ambos analistas jungianos. Tampoco da noticia de las
contribuciones que han aportado a este tema Medard Boss, Hubert Benoit,
Henry Dicks, y Lili Abegg en Europa; Shoma Morita, Takekisha Kora y
Akihisa Kondo en Japón; o Karen Horney, Harold Kellman, Joseph
Campbell, Margaret Rioch y muchos otros en los Estados Unidos.
Pero el lector reconocerá prestamente, en la filosofía subyacente en esta
obra, que conceptúa al universo en términos orgánicos y transaccionales, una
deuda mía hacia A. N. Whitehead, Joseph Needham, L. L. Whyte, A. F.
Bentley, y los psicólogos de la Gestalt. Quien haya frecuentado mis otros
libros observará también la presencia de influencias más recientes: éstas las
debo a quienes denominaré, para distinguirlos de neo-freudianos como
Horney y Fromm, «meta-freudianos». Se trata de Norman O. Brown y
Herbert Marcuse. También resulta perceptible mi creciente respeto por la
«psicología de la comunicación» de Gregory Bateson y sus acólitos,
particularmente Jay Haley, lo que va de la mano con mi inclinación cada vez
más acentuada a examinar estos asuntos con un lenguaje de carácter no ya
metafísico sino científico.
Este lector perceptivo hallará, asimismo, que he subrayado
preferentemente la conexión de las disciplinas orientales con formas de
psicoterapia de filosofía social, interpersonal y comunicacional, en desmedro
de aquéllas que se concentran en «el inconsciente» y sus imágenes
arquetípicas. Aun reconociendo que la tarea de este intercambio entre el
Oriente y el Occidente ha recaído, ampliamente, sobre los hombros de
quienes siguen la segunda corriente, no puedo ocultar mi impresión de que
ésta se ha convertido en un lastre para el desarrollo de la psiquiatría
occidental, al margen de la deuda imperecedera que hemos contraído con
Freud. Creo que el psicoanálisis en particular y la «psicología profunda» en
general están perdiendo contacto, día a día, con todo el contenido que ha
caracterizado a las ciencias de la conducta humana durante los últimos
treinta años, y muchos de nosotros nos preguntamos seriamente hasta cuándo
podrá arrogarse la psicología, estudio de una supuesta psiquis, la condición
de un departamento de la ciencia.
Además de las influencias ya mencionadas, la preparación de este libro
se ha visto favorecida por un intenso diálogo con personas que se dedican
activamente a la psicoterapia. Durante los últimos años he tenido el
privilegio de conducir seminarios sobre este tema, habiéndoseme invitado a

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dictar conferencias en muchas escuelas médicas, hospitales e institutos
psiquiátricos, entre otros la Yale Medical School, la Clínica Langley-Ponter
de la Universidad de California, el Instituto C. G. Jung de Zúrich, la
Washington School of Psychiatry, el Palo Alto Veterans’ Hospital, la
Stanford Medical School y muchos hospitales psiquiátricos estatales. Mucho
agradezco a quienes me brindaron estas oportunidades.

ALAN W. WATTS
San Francisco, 1960

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1. PSICOTERAPIA Y LIBERACIÓN

Cuando nos internamos en estilos de vida como el Budismo y el Taoísmo,


el Vedanta y el Yoga, no hallamos un material de carácter filosófico ni
religioso en el sentido occidental. Lo que hallamos se aproxima más a la
psicoterapia. Esto puede parecer sorprendente, pues ésta es, para nosotros,
una forma de ciencia, algo práctico y materialista por definición, mientras que
a las religiones mencionadas las tenemos por esotéricas en extremo,
vinculadas con regiones del espíritu casi totalmente ajenas a este mundo. Esto
ocurre por sumarse nuestra escasa información sobre las culturas orientales
con su alto grado de sofisticación, lo que les otorga un aura de misterio sobre
la cual proyectamos fantasías de nuestra propia cosecha. Sin embargo, el
objetivo básico de estas formas de vida es de una asombrosa simplicidad, al
margen de todas las complicaciones concernientes a la reencarnación y los
poderes psíquicos, los mahatmas sobrehumanos y las escuelas de tecnología
oculta, que actúan como una cortina de humo capaz de extraviar
indefinidamente a crédulos y curiosos. A decir verdad, deberíamos agregar
que los crédulos y los curiosos provienen tanto de Asia cuanto de Occidente,
aunque los asiáticos rara vez exhiben esa credulidad solemne que es peculiar
del amante occidental de lo esotérico. Comienza a disiparse la niebla, pero
durante largo tiempo su densidad ha velado las contribuciones realmente
importantes que la mente oriental ha aportado al conocimiento psicológico.
La semejanza principal entre estos estilos de vida orientales y la
psicoterapia de Occidente reside en su similar preocupación por provocar
cambios de conciencia, alterando nuestras maneras de sentir nuestra propia
existencia y nuestros vínculos con la sociedad humana y el mundo natural. La
psicoterapia se ha interesado, mayormente, por cambiar la conciencia de
ciertos individuos afectados por perturbaciones especiales. Las disciplinas del
Budismo y el Taoísmo, en cambio, conciernen al cambio de conciencia de
personas normales, socialmente integradas. Pero a los psicoterapeutas les
resulta cada vez más notorio que el estado de conciencia que nuestra cultura
considera normal es no sólo contexto, sino también caldo de cultivo de la

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enfermedad mental. El conjunto actual de sociedades, de vasta prosperidad
material, abocadas todas ellas a su mutua destrucción, no parece probar,
precisamente, la existencia de una salud social apreciable.
A pesar de todo, el paralelo entre la psicoterapia y lo que yo he
llamado[1r] «formas de liberación» del Oriente no es exacto, y una de las
diferencias más importantes nos la sugiere el prefijo psico. Históricamente, la
psicología occidental se ha encaminado al estudio de la psiquis o mente como
entidad clínica, en tanto que las culturas orientales no categorizan mente y
materia, alma y cuerpo, del mismo modo que las occidentales. Empero, la
psicología occidental ha crecido tanto, a partir de sus orígenes históricos, que
ahora reina cierta insatisfacción con el propio término «psicológico» en tanto
que descripción de un campo fundamental de la conducta humana. No se trata
de que haya cristalizado la posibilidad que alguna vez ilusionó al propio
Freud, en el sentido de que la Psicología se redujera a Neurología, y la mente
al cuerpo. No es que se haya logrado substituir la entidad «mente» por la
entidad «sistema nervioso». Lo que ocurre es que la psicología no puede
permanecer al margen de la auténtica revolución que ha afectado a la
descripción científica durante este siglo veinte, revolución que ha tornado
obsoletas a las concepciones de entidades y «substancias» tanto mentales
cuanto materiales. Describa procesos químicos o formas biológicas,
estructuras nucleares o conductas humanas, el lenguaje de la ciencia moderna
se basa simplemente en modelos cambiantes de relación.
Esta revolución ha afectado en profundidad mucho mayor, tal vez, a la
Física y a la Biología que a la Psicología, por lo que las ideas teóricas del
psicoanálisis permanecen intactas. El lenguaje coloquial y el sentido común
de la sociedad educada han sufrido tan ligeramente los efectos del proceso
que aún resulta difícil expresar la realidad en lenguaje no matemático. Esto de
describir al mundo como conjunto de modelos de relación, prescindiendo de
toda consideración sobre la «substancia» de que están «fabricados» estos
modelos, parece una afrenta al sentido común. Pues cuando el científico
investiga la materia o substancia, describe lo que halla en términos de
patrones estructurados. Pensándolo bien… ¿Qué otros términos podría usar?
La sensación de substancia sólo se presenta cuando nos hallamos ante
modelos tan intrincados, o tan estrechamente tejidos, que no podemos
discernirlos. A la vista del ojo desnudo, una remota galaxia parece la más
sólida de las estrellas, y un trozo de acero es una masa de materia continua e
impenetrable. Pero cuando cambiamos el grado de aumento, la galaxia revela
la clara estructura de una nebulosa en espiral, y el trozo de acero resulta ser

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un sistema de impulsos eléctricos que giran vertiginosamente en espacios
relativamente vastos. La idea de substancia sólo expresa la experiencia de
arribar a un límite, ante el cual nuestros sentidos, o nuestros instrumentos, ya
no tienen la agudeza necesaria para desentrañar el modelo.
Algo parecido ocurre cuando el científico investiga cualquier unidad de
modelo que a simple vista resulta tan diferente que se la ha definido como
entidad separada. Descubre que cuanto mayor es el cuidado con que la
observa y la describe, tanto más se encuentra describiendo también el medio
ambiente en que se desenvuelve y otros patrones con los que parece guardar
relaciones indisolubles. Como tan bien ha dicho Teilhard de Chardin[2r], el
aislamiento de las estructuras individuales o atómicas «es una mera
triquiñuela intelectual».

Considerada en su realidad física, concreta, la substancia (sic) del


universo no puede dividirse, sino que a la manera de un gigantesco
«átomo» se conforma en su totalidad… como único y verdadero
indivisible.
… Cuanto más lejos llegamos y más hondo penetramos en la materia,
por medio de sistemas de creciente potencia, tanto más nos embaraza la
interdependencia de sus distintas partes… Es imposible trazar un corte
en esta red, aislar una porción sin que ésta sufra desgarramientos y se
desintegre por todos sus bordes.

En lugar de la cohesión desarticulada de la mera substancia hallamos una


cohesión articulada de modelos inseparablemente interconectados.
Tal es el efecto de ello sobre el estudio de la conducta humana que resulta
imposible separar las modalidades psicológicas de modelos sociológicos,
biológicos o ecológicos. Los departamentos del conocimiento humano, que se
basaban en las que ahora nos parecen divisiones cruzadas y primitivas de la
Naturaleza, han comenzado a coaligarse en híbridos con nombres tan
extravagantes como Neuropsiquiatría, Sociobiología, Biofísica y Geopolítica.
A cierto nivel de especialización, las divisiones del saber científico echan a
andar juntas, precisamente porque han avanzado lo suficiente para ver que el
propio mundo va junto en sí mismo, por más nítidamente que se disciernan
sus partes. De aquí la controversia siempre creciente sobre la necesidad de
una «ciencia unificada» y de un lenguaje descriptivo común a todos los
departamentos de la ciencia. De aquí, también, la importancia cada vez mayor
de la propia ciencia de la descripción, de la comunicación, de los modelos de
signos y señales que representan y explican el modelo estructural del mundo.

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Aunque las viejas culturas de Asia jamás alcanzaron el conocimiento
físico rigurosamente exacto del Occidente moderno, aprehendieron el
fundamento de muchas cosas que solamente ahora nosotros principiamos a
comprender[3r]. Es imposible clasificar al Hinduismo y al Budismo como
religiones, filosofías, ciencias o incluso mitologías, ni siquiera como
amalgamas de estas cuatro cosas, porque la departamentalización les es ajena,
aún en una forma tan esencial como la separación de la materia y el espíritu.
El Hinduismo, como el Islam y el Judaísmo, es, en realidad, una cultura total,
cosa que no puede decirse del Budismo. Este último, al igual que ciertos
aspectos del Hinduismo como el Vedanta y el Yoga, que el Taoísmo en
China, no es una cultura sino una crítica de la cultura, una persistente
revolución sin violencia o «leal oposición» contra la cultura en cuyo seno se
desenvuelve. Esto confiere a las formas de liberación asiáticas un cierto
parentesco con la psicoterapia, más allá del común propósito de cambiar
estados de conciencia. Y ello por cuanto la tarea del psicoterapeuta consiste
en viabilizar una reconciliación entre el sentimiento individual y las normas
sociales, sin recurrir empero al sacrificio de la integridad individual. Trata de
ayudar al individuo a ser él mismo, y a lograrlo por sí mismo, sin inferir
ofensas innecesarias a su comunidad, esto es, ser en el mundo (el de las
convenciones sociales) pero no del mundo. Un texto budista chino describe la
condición del sabio con palabras que recuerdan irresistiblemente a la
personalidad «interiormente dirigida» de Riesman o «autorrealizadora» de
Maslow:

Anda siempre por sí mismo, en todo va por sus propios medios;


Cada uno de los perfectos vaga por el mismo, el único pasadizo del
Nirvana;
Su tono es elegante, transparente su espíritu, naturalmente elevado su
aire,
Sus facciones son de marcada delgadez, firmes sus huesos, no presta
atención a los otros[4r].

Desde Freud en adelante, la psicoterapia se ha venido preocupando por la


violencia que el organismo humano y sus funciones sufren a manos de la
represión social. Toda vez que el terapeuta apoya a la sociedad, interpretará
su trabajo como una adecuación del individuo, presionando sus «impulsos
inconscientes» en pro de la respetabilidad social. Pero este tipo de
«psicoterapia oficial» carece de integridad, convirtiéndose en obediente
herramienta de ejércitos, burocracias, iglesias, corporaciones y otras

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instituciones que precisan del lavado de cerebro individual. Por otro lado, el
terapeuta que se interesa realmente por socorrer al individuo se ve obligado a
formular algún tipo de crítica social. Esto no implica un compromiso directo
con la revolución política; significa sólo que ha de auxiliar al individuo para
que éste se libere de diversas formas de condicionamiento social lo cual
incluye una liberación del mismo odio contra los condicionamientos: el odio
no es más que un tipo de subordinación al objeto de su odio. Pero, desde este
punto de vista, los síntomas y perturbaciones de que quiere aliviarse el
paciente, y los factores inconscientes que alientan tras ellos, dejan de ser
meramente psicológicos. Están arraigados en la estructura total de sus
relaciones con las demás personas y, más específicamente, en las instituciones
sociales que gobiernan dichas relaciones: las normas de comunicación
empleadas por la cultura o el grupo. Estas incluyen convenciones lingüísticas
y jurídicas, éticas y estéticas, relativas al status, el rol y la identidad, así como
la cosmología, filosofía y religión, puesto que este complejo social en su
conjunto es quien brinda al individuo la concepción que éste tiene de sí
mismo, su nivel de conciencia, su mismísima percepción de la existencia. Lo
que es más, suministra la idea que el organismo humano sustenta con respecto
a su propia individualidad; idea que puede cobrar una cantidad de formas
completamente diferentes.
En vista de esto, el psicoterapeuta ha de comprender que su ciencia o arte
lleva un nombre erróneo, pues el motivo de sus desvelos es algo mucho más
extenso que la psique y sus problemas privados. Esto es, precisamente, lo que
están descubriendo tantos psicoterapeutas, lo que, a la vez, hace que las
formas orientales de liberación resulten tan pertinentes a sus funciones
profesionales, ya que la gente que acude a ellos sufre un malestar emanado de
lo que podríamos denominar maya, sirviéndonos de la palabra hindú-búdica
cuyo significado exacto no es la mera «ilusión» sino la totalidad de la
concepción del mundo sustentada por una cultura, a la que se considera
ilusión en el sentido etimológico estricto de «juego» (latín, ludere). Lo que
persigue una forma de liberación no es destruir a maya sino verla tal como es,
o ver a través de ella. El juego no debe tomarse en serio; en otras palabras, las
ideas sobre el mundo y sobre uno mismo que son convenciones sociales o
institucionales no deben confundirse con la realidad. Estas normas de
comunicación no son necesariamente idénticas a las normas que rigen al
universo, así como no lo es el hombre al rol o identidad que la sociedad le ha
otorgado. En efecto, apenas el hombre cesa de confundirse con la definición
de sí mismo que le han dado los otros deviene, a la vez, universal y único.

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Universal, en virtud de que su organismo es inseparable del cosmos. Único,
en tanto que sólo es este organismo y no un estereotipo de rol, clase o
identidad, asumido por la conveniencia de la comunicación social.
Hay muchas razones por las que el hecho de confundir a maya con la
realidad produce malestar. Existe un conflicto directo entre lo que el
organismo individual es y lo que los otros dicen que es y esperan que sea. Las
normas de comunicación social contienen, a menudo contradicciones, que
desembocan en dilemas insolubles para el pensamiento, el sentimiento o la
acción. O puede suceder que, confundiendo uno mismo su propio ser con la
imagen limitada y empobrecida del rol o identidad que la sociedad le ha
conferido, genere sentimientos de aislamiento, soledad y alienación. A la
multitud de diferencias que existen entre los individuos y sus contextos
sociales corresponden otras tantas formas de buscar el alivio de estos
conflictos. Algunos lo buscan en las psicosis y neurosis que desembocan en
tratamientos psiquiátricos, pero la mayoría recurre a la distensión que brindan
orgías socialmente permitidas como el entretenimiento de masas, el fanatismo
religioso, la excitación sexual crónica, el alcoholismo, la guerra. Toda una
triste lista de escapes bárbaros y tediosos.
En la actualidad se afirma que la necesidad de psicoterapia va mucho más
allá de aquellos que clínicamente están psicóticos o neuróticos, y hace ya
muchos años que cantidades crecientes de personas se acogen a tratamientos
psicoterapéuticos cuando debieran haber buscado el consejo del sacerdote o la
intimidad del amigo. Pero nadie ha descubierto aún una aplicación de la
psicoterapia a nivel de masas. Hay terapeutas formados a razón de,
aproximadamente, uno por cada ocho mil habitantes, y las técnicas de la
psicoterapia son largas y caras. Su ascendente popularidad debe adjudicarse
en gran medida al prestigio de la ciencia y, por lo tanto, al del terapeuta como
científico, más que como curador del alma. Sin embargo sé de pocos
psiquiatras renombrados que no admitan, al menos en privado, que su
profesión se encuentra aún lejos de ser una ciencia. Para comenzar, carece de
una teoría generalmente aceptada e incluso de terminología científica,
caracterizándose por la multiplicidad de teorías opuestas y técnicas
divergentes. Nuestro conocimiento de la Neurología, en caso de que ésta se
demostrara básica para la psiquiatría, es de momento extremadamente
limitado. Para empeorar las cosas, no contamos aún con claras evidencias de
que la psicoterapia sea algo más que un paliativo librado al azar, y,
exceptuando el caso de síntomas psicóticos que pueden ser controlados por
medio de drogas, no existe una forma certera de distinguir la «cura» de la

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remisión espontánea. Algunas de sus técnicas, incluyendo la lobotomía y el
electroshock, no son más que actos de pura desesperación.
A pesar de todo, esta profesión es, en su conjunto, una fraternidad
paciente y devota, abierta en todo sentido a las nuevas ideas y experimentos.
Aun cuando se ignora el tipo de conclusión que podrá extraerse de ella, se ha
recogido una masa enorme de información detallada, y existe la impresión
cada vez más firme de que, para efectuar algún progreso, la Psiquiatría debe
aliarse más estrechamente con la neurología y la biología, por un lado y la
sociología y la antropología por el otro. Nos preguntamos, entonces, a qué
otro sector de nuestra sociedad podemos dirigirnos para que algo se haga con
respecto al malestar que experimentan los individuos ante sus conflictos con
instituciones sociales auto-contradictorias, obsoletas o innecesariamente
restrictivas, incluyendo, y esto hay que repetirlo, la difundida noción del
propio individuo, del ego en su cápsula de piel.
Esto de que mucha gente consulte ahora al psicoterapeuta en lugar del
sacerdote no sólo se debe al hecho de que la ciencia está aureolada de mayor
prestigio que la religión. Muchos seminarios teológicos judíos y protestantes
incluyen cursos de instrucción en «psiquiatría pastoral» que comprenden
períodos de internación en hospitales mentales. Más aún, tanto se ha
liberalizado la religión que en todas las áreas metropolitanas y en muchas
rurales uno no se verá obligado a buscar demasiado para dar con un sacerdote
capaz de prestar atención a cualquier tipo de dificultad individual, con la
mayor simpatía y generosidad, y a menudo con una inteligencia considerable.
Pero lo que estorba al sacerdote deseoso de resolver conflictos entre el
individuo y las instituciones sociales es, precisamente, su propio rol.
Representa a una iglesia, a una comunidad, y casi sin excepción las
comunidades religiosas se afanan por consolidar las instituciones sociales, y
no por ver a través de ellas. Esto no quiere decir que la mayoría de los grupos
religiosos se abstengan de toda crítica social, lo que estaría muy lejos de la
verdad. En general, los grupos religiosos se oponen a algunas instituciones
sociales con notable vigor, pero al mismo tiempo inculcan otras cuya
naturaleza convencional no parecen advertir. Ante los destinatarios de su
prédica invocan una autoridad emanada de la voluntad divina o de las leyes
naturales, y de esta forma hacen para sus miembros extremadamente
dificultoso comprender que las instituciones sociales son, simplemente,
normas de comunicación cuya validez universal no supera, digamos, a la de
las reglas de una determinada gramática. Por otra parte, por más abierto que

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sea el ministro del credo en cuestión, en el fondo de su mente alienta casi
siempre el deseo de atraer al individuo al rebaño de su iglesia.
La idea de salvación judía y cristiana implica, precisamente, la
pertenencia a una comunidad, la Comunión de los Santos. Ideal y
teóricamente, la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, es el universo entero, y
puesto que en Cristo «no hay griego ni judío, libre ni esclavo», el ser
miembro de Cristo podría representar la liberación de maya y sus categorías.
Podría significar que la definición convencional y la clasificación de uno
mismo no son ya idénticas al «yo» viviente y real, que «yo vivo, pero no soy
ahora yo mismo; es Cristo quien vive en mí». Empero, nada de esto ocurre en
la práctica, y por lo demás se habla muy poco de la propia teoría. En la
práctica existe una aceptación de la religión o un sometimiento al subgrupo
cristiano, asumiendo su sistema particular de convenciones y definiciones
como si fueran muy serias realidades. Ahora bien; una de las más importantes
convenciones cristianas concierne a la concepción del hombre como lo que yo
he llamado «ego en su cápsula de piel»[1] el alma separada y su vehículo
carnal que, juntos, constituyen una personalidad única y valiosa, en última
instancia, a los ojos de Dios. Indudablemente, esta concepción es la base
histórica del tipo occidental de individualidad, que genera en nosotros la
sensación de ser islas singulares de conciencia, confrontadas con experiencias
objetivas que son «otra cosa», que no nosotros. Hemos desarrollado esta
sensación hasta un grado particularmente agudo. Pero el sistema de
convenciones que inculca esta sensación exige también que este ego
definitivamente aislado se comporte como miembro de un cuerpo,
sometiéndose sin reservas al patrón social de la iglesia. La tensión así
generada, aunque en ocasiones resulta interesante, es a largo plazo tan
irrealizable como cualquier otra lisa y llana auto-contradicción. Estamos ante
un contexto perfectamente ideal para la crianza de psicosis. A pesar de que,
como veremos, podría también ser un contexto ideal para la terapia si los
líderes religiosos responsables tomaran conciencia de las contradicciones,
abandonando su formal solemnidad. En otras palabras, el sacerdote podría
convertirse en una persona extraordinariamente útil a su prójimo si fuera
capaz de ver a través de su propia religión. Pero ni su formación ni su
situación económica lo alientan a dar este paso, lo cual deja al psicoterapeuta
en posición ventajosa.
Hemos visto, entonces, que la psicoterapia y las formas de liberación
comparten dos aspiraciones: primero, la transformación de la conciencia, del
sentimiento interior de la propia existencia; y segundo, la liberación del

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individuo de las formas de condicionamiento que le imponen las instituciones
sociales. ¿En qué consistirán, pues, los medios útiles para la exploración de
estos paralelismos, encaminada ésta a auxiliar al terapeuta en su labor?
¿Deberíamos recibir instrucción práctica en Yoga o pasar una temporada en
un monasterio Zen en el Japón, sumando, además, algunos años adicionales
de práctica en escuelas de Medicina, y en residencias psiquiátricas, o en el
adiestramiento analítico? No creo que se trate de esto, en lo más mínimo.
Diría más bien que todo conocimiento, aún el de carácter teórico, relativo a
otras culturas, nos ayuda a comprender la nuestra, otorgándonos cierta
objetividad, cierta claridad en el examen de nuestras instituciones sociales
cuando las comparamos con otras. Si existen, entonces, en las demás culturas,
disciplinas que exhiben elementos en común con la psicoterapia; un
conocimiento teórico de sus métodos, objetivos y principios brindaría al
psicoterapeuta una perspectiva mejor de lo que constituye su propia actividad.
Esto es lo que necesita, y con evidente urgencia. Pues hemos visto que, en
los tiempos que corren, la Psicología y la Psiquiatría se debaten en una gran
confusión teórica. Tal vez suene extraño si digo que dicha confusión debe
adjudicarse principalmente a factores inconscientes, pues… La comprensión
del «inconsciente», ¿no es precisamente la particular faena de las ciencias que
acabo de mencionar? Pero sucede que los factores inconscientes que operan
sobre la psicoterapia van mucho más allá de los traumas de infancia y la
represión de los impulsos agresivos o sexuales. Por ejemplo, el psicoterapeuta
efectúa su trabajo arrastrando un «inconsciente filosófico» que prácticamente
no ha sido examinado jamás. En estos profesionales existe una marcada
tendencia hacia la ignorancia no sólo de la filosofía contemporánea de la
ciencia, sino también de las premisas metafísicas ocultas que subyacen en
todas las formas mayores de teoría psicológica; ignorancia, ésta, debida a un
adiestramiento altamente especializado. La metafísica inconsciente suele ser
una mala metafísica. ¿Qué sucedería, entonces, si los presupuestos
metafísicos del psicoanálisis carecieran de validez, o si su teoría fundamental
se basara en desacreditadas nociones antropológicas del siglo diecinueve? A
lo largo de toda su obra, Jung ha insistido una y otra vez en que nos habla
como científico y médico, no ya como metafísico. «Nuestra psicología
—⁠escribió⁠— es una ciencia de meros fenómenos, desprovista de
implicaciones metafísicas». Esta disciplina «brinda a todas las afirmaciones y
enunciados metafísicos el trato que les corresponde en tanto que fenómenos
mentales, y los examina como aserciones relativas a la mente y su estructura
que, en última instancia, derivan de ciertas disposiciones inconscientes»[5r].

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Pero esta suposición hace gala, precisamente, de un flagrante carácter
metafísico. Es que el hombre no puede, virtualmente, pensar ni actuar sin
acudir a algún tipo de premisa metafísica, algún axioma básico que él mismo
sea incapaz de verificar o definir plenamente. Esta clase de axiomas es
comparable a las reglas de un juego: algunos dan lugar a juegos interesantes y
fructíferos, y otros no, pero siempre es importante que ya comprendamos, lo
más claramente posible, en qué consisten las reglas. Tenemos, por ejemplo,
las reglas del «ta-te-ti», que no son tan substanciosas como las del ajedrez…
¿Y si los axiomas del psicoanálisis se parecieran más a las del primer juego
que a las del segundo? ¿No colocaría esto a la ciencia en el nivel que tenían
las matemáticas en tiempos de la geometría euclidiana?
Entre los factores inconscientes de la psicoterapia se cuentan, también, los
contextos sociales y ecológicos de paciente y terapeuta, que tienden a ser
ignorados toda vez que las dos personas se encierran en privado. Como ha
dicho Norman O. Brown:

«Hay cierta falta de perspicacia en la propensión psicoanalítica a aislar


al individuo de su cultura. Una vez que aceptamos las limitaciones de la
conversación desde el diván, o, mejor dicho, una vez que
comprendemos que conversar en el diván es, también, una actividad en
la cultura, salta a la vista que nada puede analizar el psicoanalista, aparte
de estas proyecciones culturales —⁠el mundo de los suburbios y los
telegramas y los periódicos⁠— y que, por lo tanto, el psicoanálisis sólo se
realiza plenamente cuando deviene análisis histórico y cultural»[6r].

¿No es ésta una forma de decir que lo que requiere análisis o


esclarecimiento, en la conducta de un individuo, es el modo en que dicha
conducta refleja las contradicciones y confusiones de la cultura?
Claro está que los modelos culturales salen a la luz, y las suposiciones
metafísicas ocultas cobran claridad, sólo en la medida en que podemos
distanciamos de los sistemas culturales o metafísicos con que estamos
comprometidos, procediendo a compararlos con otros. Hay quien replica que
esto es sencillamente imposible, puesto que nuestras impresiones sobre las
demás culturas resultan, siempre, inevitablemente distorsionadas por nuestro
propio condicionamiento. Pero aquí creo ver, casi, un solipsismo cultural, que
equivale a declarar que jamás podemos establecer una real comunicación con
otra persona. De ser esto cierto, en todo estudio de lenguas e instituciones
extranjeras, e incluso en todo diálogo con otros individuos, no habría más que
una extensión del modelo de la propia ignorancia. Como suposición

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metafísica, escapa a todo juicio u objeción, pero nada ofrece, por su parte, en
la dirección de un desarrollo fructífero.
El aspecto positivo de la liberación, tal como se le entiende en las formas
orientales, reside justamente en la libertad de juego. Su aspecto negativo
consiste en el tono crítico con que examina las premisas y normas del «juego
social», que restringe aquella libertad y obstaculiza lo que hemos denominado
desarrollo fructífero. El nirvana búdico se define como liberación del
samsara, literalmente «Rueda del Nacimiento y la Muerte», esto es, de la vida
vivida en círculos viciosos, como intento de resolver un falso problema que se
reitera interminablemente. Samsara es, por lo tanto, comparable a la búsqueda
de la cuadratura del círculo, de la trisección del ángulo o del mecanismo del
movimiento perpetuo. Esta adivinanza que carece de solución nos fuerza a
retornar una y otra vez al mismo terreno, hasta que descubrimos que la
pregunta que nos formula es absurda. A esto se debe que la persona neurótica
repita indefinidamente sus modelos o pautas de conducta: siempre fracasando,
porque el problema que trata de resolver es falso, porque se devana los sesos
buscando el sentido de una auto-contradicción. Si no puede advertir que el
problema en sí carece de sentido, es posible que se recoja en la psicosis, en la
parálisis, totalmente incapaz de obrar. En otros casos, la «pausa psicótica»
puede operar como vuelco ilegítimo en el libre juego, producto de una neta
desesperación: la de no caer en la cuenta de que el problema no es imposible a
causa de su abrumadora dificultad, sino porque no tiene sentido.
Si, entonces, han de producirse desarrollos positivos en la ciencia de la
psicoterapia, así como en las vidas de aquellos a quienes dicha ciencia intenta
socorrer, es necesario liberarla de bloques inconscientes, suposiciones
apresuradas y problemas que, inadvertidamente, carecen de sentido y se
alojan en el contexto social. Otra vez, uno de los instrumentos más poderosos
a estos efectos es la comparación intercultural, especialmente de cara a
culturas de elevada complejidad como la china y la hindú, que han
evolucionado dentro de un relativo aislamiento con respecto a la nuestra, y
prestando especial atención a los intentos que se han efectuado, dentro de
dichas culturas, para hallar la liberación de sus propios modelos estructurales.
Es difícil imaginar algo más constructivo para el psicoterapeuta que la
oportunidad que esto implicaría. Pero, para servirse de ella, deberá superar la
noción habitual de que nada tiene que aprender de las disciplinas
«precientíficas», pues en el caso de la psicoterapia esta actitud se parecería a
la de la olla que acusa de negra a la marmita. En cualquier caso, no se trata de
adoptar las prácticas búdicas o taoístas en el sentido de convertirse a una

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religión. Para que el Occidente comprenda y emplee las formas de liberación
del Oriente, es de suma importancia que conserve su agudeza científica: de lo
contrario, el pantano del romanticismo esotérico aguarda a los incautos.
Pero, hoy en día, transpuesta la mitad del siglo veinte, no hay ya mayor
problema en abogar por un Occidente que abreve en las ideas orientales. El
interés existente es ya considerable, y dichas ideas están influyendo sobre
nuestro pensamiento por sus propios medios, a pesar de que aún hay
necesidad de mucha interpretación, clarificación y asimilación. Tampoco
podemos aconsejar su estudio a los psicoterapeutas como si se tratara de una
novedad absoluta. Han pasado ya treinta años desde que Jung escribió:

«Cuando comencé el trabajo de toda mi vida en la práctica de la


psiquiatría y la psicoterapia, era un completo ignorante en materia de
filosofía china, y fue sólo después cuando mis experiencias
profesionales me demostraron que, con mi técnica, yo había sido guiado
inconscientemente a lo largo de la senda secreta que, durante siglos, ha
constituido la preocupación de los mejores cerebros del Oriente»[7r].

Una equivalencia entre la psicología analítica de Jung y las formas de


liberación puede aceptarse con numerosas reservas, pero lo importante es que
él haya sentido la presencia de un paralelismo. Aunque el interés nació con
Jung y su escuela, sospechosa entre otras tendencias por su presunto
«misticismo», se ha extendido notablemente, hasta el punto de que resulta
casi imposible citar todas las discusiones sobre ideas orientales publicadas en
revistas y libros de psicología durante estos últimos años[2].
El nivel en el cual el pensamiento oriental y sus concepciones pueden
resultar valiosos para la psicología occidental ha sido definido en forma
admirable por Gardner Murphy, psicólogo éste que, por cierto, brinda muy
escaso blanco a la sospecha de «misticismo junguiano».
Ha escrito:

«Si, además, pretendemos seriamente comprender todo lo que podamos


acerca de la personalidad, su integración y desintegración, hemos de
captar el significado de la despersonalización, aquella experiencia
durante la cual la conciencia individual del “yo” es abolida,
sumergiéndose el sujeto en una percepción que ya no está amarrada al
“yo”. Este tipo de experiencia es la que el Hinduismo describe en
términos de unificación última del individuo con el ahman, entidad de
carácter cósmico y super-indivdual que trasciende tanto al “yo” como a

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la materialidad… Algunos hombres ansían estas experiencias; otros las
temen. Pero nuestro problema no es, en este momento, su deseabilidad,
sino la luz que arrojan sobre la relatividad de la psicología de la
personalidad según su desarrollo presente… Algún otro tipo de
configuración de la personalidad, en el cual la conciencia del “yo”
recibe menos énfasis o incluso esté ausente, podría resultar más general
(o fundamental)»[8r].

No hay, naturalmente, más que una difundida mala interpretación en la


creencia de que el cambio de la conciencia personal efectuado por las formas
orientales de liberación equivale a una «despersonalización», en el sentido de
regresión a variedades primitivas o infantiles de la conciencia. En realidad,
Freud dio el nombre de principio del nirvana a la añoranza de la conciencia
oceánica y deseo de retorno al útero; sus seguidores confundieron
persistentemente todas las ideas relacionadas con la trascendencia del ego con
una mera disminución de la «fuerza del ego». Es probable que esta actitud
resulte correlativa con el imperialismo de la Europa Occidental del siglo
diecinueve, una época en que resultaba conveniente tomar a los chinos e
hindúes por paganos atrasados e indoctos, desesperadamente necesitados del
progreso que les brindaría la colonización.
Jamás se subrayará con demasiado énfasis que la liberación no implica en
lo más mínimo una pérdida o destrucción de conceptos convencionales como
el ego; lo que se propone es ver a través de ellos de la misma manera que
podemos usar la idea del Ecuador sin confundirlo con una marca física
trazada sobre la superficie de la Tierra. La liberación no disminuye al ego
sino que lo sobrepasa. Escribiendo sin saber nada, aparentemente, de
Budismo o Vedanta, ha expresado A. F. Bentley:

«Que ningún subterfugio del escepticismo se alce contra este


cuestionamiento de la existencia del individuo. Si se comprueba que él
no existe, en el sentido indicado, esto no derogará la realidad de lo que
sí existe. Por el contrario, surgirá una conciencia expandida de la
realidad. Pues el individuo sólo puede ser erradicado mediante un plus
de existencia, y no un minus. Si cae el individuo, esto será porque la
vida real de los hombres, cuando se la investiga con suficiente
profundidad, resulta demasiado rica, y no pobre en exceso, para la
dimensión del individuo»[9r].

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Sólo debemos reparar en las alegres y variadas formas y en los ojos
abiertos y alertas de las pinturas chinas y japonesas de los grandes maestros
del Zen para advertir que el ideal de personalidad que aquí se nos presenta es
cualquier cosa menos la colectiva no-entidad de un ego desfalleciente que se
disuelve en su regreso al útero.
Nuestro error ha consistido en suponer que honramos al individuo, y
enaltecemos su unicidad, al separarlo del mundo circundante, enfatizando la
eterna y esencial diferencia que lo aleja de su Creador. ¡Así mismo se
honraría a la mano, cercenándola del brazo! Al decir Spinoza que «cuando
más conocemos de las cosas particulares, más sabemos acerca de Dios», se
anticipaba a nuestro descubrimiento de que la más rica y articulada pintura
del hombre y del mundo es la que más nos revela su relatividad y la
interconexión de sus procesos dentro de un todo indiviso. El psicoterapeuta
está perfectamente de acuerdo con las formas de liberación cuando describe el
propósito de la terapia como individuación (Jung), auto-realización (Maslow),
autonomía funcional (Allport) o yoidad creativa (Adler), pero cada planta que
ha de llegar a su plena floración, y fructificar acabadamente, debe tener raíces
en el suelo, para que, al elevarse su tallo, la tierra toda ascienda hacia el sol.

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2. SOCIEDAD Y SANIDAD

Aunque aún no se ha demostrado que una sociedad sea un cuerpo de


personas del mismo modo que un hombre es un cuerpo de células, está claro
que todo grupo social es algo más que la suma de sus miembros. La gente no
vive en mera yuxtaposición. Sumar es reunir cosas en correspondencia de
una-a-una con una serie numérica, y la relación entre 1 y 2 y 3 y 4 es tan
simple que acierta a evocar un parecido con la relación entre varias personas
que viven juntas. Una sociedad es gente que vive junta según ciertas pautas de
conducta: estas pautas trazan líneas físicas, como caminos o estructuras
urbanas, pero también códigos jurídicos y lingüísticos, herramientas y
artefactos, todos los cuales establecen «canales» determinantes de la conducta
futura del grupo. Además, una sociedad no está «hecha» de gente a la manera
de una casa que se compone de ladrillos, ni siquiera al estilo de un ejército,
que se forma por medio del reclutamiento. En sentido estricto, una sociedad
no es tanto una cosa cuanto un proceso en acción, que en realidad resulta
indistinguible de los seres humanos y animales, y de la vida misma. No hay
ser humano que exista sin mediar intervención de dos progenitores, uno varón
y otro hembra: esto ya hace sociedad.
Como modelo de comportamiento, la sociedad es sobre todo un sistema
de comunicación de gentes que se mantiene por medio de una actividad
consistente. Para que el sistema siga funcionando, lo que se hace ha de ser
consistente con lo que se ha hecho antes. El modelo es reconocible en tanto
que tal porque marcha hacia delante con referencia a su propio pasado: esto
es, justamente, lo que establece aquello que denominamos orden e identidad:
una situación en la cual los árboles no se convierten súbitamente en conejos ni
los hombres se comportan de pronto como si fueran otros hombres, lo que nos
impediría saber quiénes son. Este «Quienes» es una conducta consistente,
coherente. Sistema, modelo, coherente, orden, acuerdo, identidad,
consistencia, son sinónimos, en este sentido. Pero en un modelo tan móvil y
volátil como la sociedad humana no es fácil conservar la consistencia de la
acción y la comunicación. Esto requiere coincidencias de un grado muy alto

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de elaboración, por ejemplo en torno a lo que es el modelo, o, para decirlo de
otro modo, a su contenido normativo, que es la coherencia misma del sistema.
Sin un acuerdo sobre las reglas del juego no hay juego. Sin acuerdo sobre el
uso de palabras, signos y ademanes, no hay comunicación.
La conservación de la sociedad sería cosa fácil si los seres humanos se
contentaran con sobrevivir. En este caso no serían más que animales, y les
bastaría comer, dormir y reproducirse. Pero aunque éstas son sus necesidades
básicas, los seres humanos se las ingenian para satisfacerlas en las formas más
complicadas que uno pueda imaginar. Si es el trabajo lo que debe hacerse
para sobrevivir, la principal actividad de los seres humanos sería jugar,
aunque simulando, al mismo tiempo, que la mayor parte del juego es trabajo.
Cuando uno lo piensa detenidamente, la frontera entre el trabajo y el juego se
torna vaga y movediza. Ambas cosas son trabajo, en tanto que gasto de
energía; pero si decimos que el trabajo es lo que debe hacerse para sobrevivir,
podríamos preguntarnos: «¿Acaso la supervivencia es realmente necesaria?
¿No es, quizá, sobrevivir, la continuidad de un modelo coherente del
organismo, una forma de juego?» Hay que coger con pinzas el
antropomorfismo contenido en el aserto de que los animales cazan y comen
para sobrevivir, y que el girasol se desplaza para mantenerse de cara al sol.
No hay razón científica que nos autorice a suponer que existen los instintos de
supervivencia o de placer. Cuando decimos que a un organismo le gusta
seguir viviendo, o que sigue con vida porque así le place, ¿qué evidencia
tenemos de este «placer», aparte de que el organismo efectivamente sigue
viviendo… hasta que, de pronto, ya no? Del mismo modo, decir que siempre
escogemos lo que escogemos. De existir una ansiedad básica por vivir, debe
presentarse también, como imaginó Freud, una ansiedad básica por morir.
Pero el idioma y el pensamiento se ven más limpios sin estos espectrales
instintos, ansiedades y necesidades. Como dice Wittgenstein, «no existe la
necesidad de que una cosa ocurra porque ha ocurrido otra cosa, lo único que
existe es una necesidad lógica»[10r].
Un organismo perdurable es, sencillamente, aquel que resulta coherente
con su medio ambiente. El clima y la comida le van; su modelo los asimila,
eliminando lo que no concuerda, y este movimiento coherente, esta
transformación de comida y aire dentro del modelo del organismo es lo que
llamamos su existencia. No existe ninguna misteriosa necesidad de que esto
continúe o cese. Decir que el organismo necesita comida equivale tan sólo a
decir que el organismo es comida. Decir que come porque está hambriento es
lo mismo que decir que comerá cuando esté listo para comer. Decir, por fin,

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que muere porque no puede hallar comida es sólo una forma de decir que su
muerte equivale al cese de su coherencia con el medio ambiente. La llamada
explicación causal de un hecho es sólo una descripción del mismo hecho con
palabras diferentes. Citando otra vez a Wittgenstein, «en la base de toda la
concepción moderna del mundo alienta la ilusión de que las llamadas leyes
naturales son explicaciones de los fenómenos de la Naturaleza»[11r].
Los organismos más complejos, como los seres humanos, representan
coherencias más complejas, transformaciones más elaboradas del medio
ambiente. No sólo se trata de modelos de transformación de alimentos, sino
que su conformidad o coherencia con el medio ambiente convierte
vibraciones nucleares en luz y sonido, peso y color, sabor y aroma,
temperatura y textura, hasta que por fin genera modelos elaborados de signos
y símbolos de gran consistencia interna. Cuando éstos enmallan con el medio
ambiente, resulta posible describir el mundo en términos de modelos
simbólicos. De este modo, el mundo se transfigura en el pensamiento, tal
como el alimento se transformaba dentro del cuerpo. La conformidad o
coherencia de un modelo corporal o mental con el modelo del mundo
prosigue su marcha mientras… prosigue su marcha. Decir por qué comienza
o se detiene no es más que describir coherencias o incoherencias particulares.
Cuando se afirma que las cosas no tienen la menor necesidad de
comportarse como se comportan es probable que sólo se formule una variante
de la noción de que el mundo es juego. Pero esta idea ofende al sentido
común, porque la regla básica de las sociedades humanas reza que uno debe
ser consistente. Si tú quieres pertenecer a nuestra sociedad debes jugar
nuestro juego: o, simplemente, si es que vamos a ser consistentes, debemos
ser consistentes. La premisa sustituye a la conclusión. Pero esto es
comprensible, porque, como hemos visto, la sociedad humana es tan compleja
y volátil que su consistencia resulta difícil de mantener. Los niños no cesan de
evadirse de los modelos de conducta que tratamos de fijarles y, por esta y
otras razones similares, nuestras convenciones sociales deben ser respaldadas
por la fuerza. Dicho de otra manera, la primera norma del juego consiste en
que el juego debe continuar, pues la supervivencia de la sociedad es
necesaria. Pero no debemos perder de vista el hecho de que las consistencias
o regularidades de la naturaleza son modelos que ocurren de hecho, y no
modelos que deben ocurrir. Los acontecimientos naturales no obedecen a las
voces de mando como los seres humanos se someten a la ley[3].
O digámoslo con otras palabras: la primera regla del juego dice que éste
es un juego serio, esto es, que no es un juego. Podría llamarse a esto la

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«represión» primordial. Con ello no sugiero que este acontecimiento
corresponda cronológicamente a los comienzos de la vida humana, sino que
señala la actitud social que tal vez se encuentre más profundamente grabada
en nosotros. Pero en el preciso instante en que percibimos que ciertas cosas,
como la supervivencia, son necesidades serias, la vida se torna problemática
en un sentido específico, bastante distinto, digamos, al de los problemas del
ajedrez o de la ciencia. La vida y el problema devienen una sola y misma
cosa; la situación humana se convierte en un planteamiento sin solución.
Entonces el hombre se conduce como organismo auto-frustrante, y este
comportamiento puede ser observado desde diversos ángulos. Por ejemplo,
uno de nuestros grandes créditos en pro de la supervivencia es nuestro sentido
del tiempo, nuestra memoria maravillosamente sensitiva, que nos permite
predecir el futuro a la vista del modelo de lo pasado. Sin embargo, la
percepción del tiempo pierde su crédito cuando la preocupación por el futuro
imposibilita el vivir plenamente lo presente, o cuando un creciente
conocimiento del futuro da lugar a la certeza, igualmente creciente, de que,
más allá de un breve lapso, carecemos de futuro. Si, además, el continuo
incremento de la sensibilidad del hombre le solicita una conciencia cada vez
más aguda de sí mismo como individuo, si el propósito de las instituciones
sociales se define cada vez más marcadamente como nutricio de la persona
única, no sólo nos hallamos ante un grave peligro de superpoblación, sino que
también estamos concentrando nuestra atención en la forma más vulnerable y
transitoria del hombre[4].
Esta actividad auto-frustrante es el samsara, círculo vicioso del que todas
las formas de liberación nos proponen escapar. Esta salida depende de que se
tome conciencia de aquella represión primordial, responsable de la sensación
de que la vida es un problema, de que va en serio, de que debe continuar. Ha
de advertirse que el problema que hemos estado tratando de resolver es
absurdo. Pero esto significa mucho más que una mera resignación ante el
destino, mucho más también que la desesperanza estoica de reconocer, en la
vida humana, los avatares de una batalla perdida contra el caos de la
Naturaleza. Esto sólo nos permitiría ver que el problema carece de solución.
En consecuencia, lo abandonaríamos, sencillamente, apartándonos de él en
una especie de psicosis colectiva. El quid de la cuestión no reside en que este
problema no tiene solución, sino en que carece de sentido hasta tal punto que
no merece la consideración propia de un problema. Citando otra vez a
Wittgenstein:

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«Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco
puede expresarse. No hay enigma. Si se puede plantear una cuestión,
también se la puede responder… Pues la duda sólo puede existir cuando
hay una pregunta. Una pregunta sólo cuando hay una respuesta, y ésta
únicamente cuando se puede decir algo. Nosotros sentimos que, incluso
si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el
problema de nuestra vida no quedaría desvelado. Desde luego que no
queda ya ninguna pregunta, y precisamente ésta es la respuesta. La
solución del problema de la vida está en la desaparición de este
problema. (¿No es esta la razón de que los hombres que han llegado a
ver claro el sentido de la vida, no sepan decir, finalmente, en qué
consiste este sentido?)»[12r].

Cuando un psiquiatra preguntó a un maestro Zen cómo se las ingeniaba


para tratar con personas neuróticas, el maestro respondió: «¡Les tiendo
trampas!» ¿Y cómo es que les tiende usted esas trampas? «¡Los llevo hasta el
punto en que no pueden ya formular más preguntas!»
Pero la idea de que la vida humana no tiene por qué ser experimentada
como problema es tan poco familiar y aparentemente improbable que
debemos ahondar en los orígenes sociales del sentimiento problemático. En
primer lugar, la oposición entre el orden humano y el caos natural es falsa. Al
decir que no existe la necesidad natural no se implica que la Naturaleza
carezca de orden, modelo o coherencia dentro del mundo físico. Después de
todo, el hombre también es parte del mundo físico, y lo mismo vale para su
lógica. Pero no debería costamos esfuerzo alguno el caer en la cuenta de que
el tipo de orden que nosotros llamamos lógico, o necesidad causal, es, en
verdad, tan sólo un subtipo de orden, un fenómeno que aparece en el mundo
pero que no es característico de éste considerado como un todo. Del mismo
modo, el orden de los números racionales 1, 2, 3, etc., se da en el mundo, pero
las matemáticas resultarían una herramienta paupérrima en la descripción de
la realidad si se redujeran a la simple aritmética. Podríamos decir que el orden
de probabilidad describe el mundo mejor que el de causalidad. Esta verdad
pertenece al mismo género que la de que un hombre puede cortar madera con
una sierra mejor que con un hacha de piedra. El mundo es, para nosotros, tal
como son los medios que poseemos para asimilarlo: modelos de pensamiento-
lenguaje en cuyos términos podamos describirlo. Sin embargo, estos modelos
son acontecimientos físicos, tanto como aquello que pretenden describir. La
clave reside, seguramente, en que el mundo carece de un orden fijo. Casi

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podemos decir que el mundo se ordena a sí mismo con creciente sutileza, por
medio de y en tanto que conducta de los organismos vivos.
Hemos visto que los organismos primitivos son coherentes con su medio
ambiente a través de la transformación del alimento, etc., dentro de los
modelos de sus cuerpos. Esto puede expresarse por la vía inversa, afirmando
que el medio ambiente es coherente con ciertos organismos, por naturaleza,
estos resultan viables. Los ecólogos hablan ahora de la evolución del medio
ambiente, a la par que de la evolución del organismo. Como han sugerido
Dewey y Bentley[13r], Angyal[14r], Brunswik[15r] y muchos otros, la relación
organismo-medio ambiente constituye un modelo unificado de conducta, en
forma similar a los campos de la Física: no una interacción sino una
transacción. Así lo ha expresado Gardner Murphy:

«No podemos definir operativamente una situación si no es en relación


con el organismo específico que se encuentra en ella; no podemos
definir operativamente un organismo… si no es en referencia a la
situación. Cada uno sirve para definir al otro.»[16r]

Definir operativamente equivale a decir lo que ocurre, a describir


comportamientos, y en cuanto hacemos esto notamos que nos estamos
refiriendo a transacciones. No nos es posible describir movimientos sin trazar
un cuadro del área o espacio en el que tienen lugar; no podemos saber que una
estrella o galaxia se ha desplazado sin comparar su posición con otras que la
rodean. Del mismo modo, cuando describimos el mundo en la forma más
completa a nuestro alcance, nos encontramos con que nuestra descripción
enuncia la fórmula del hombre, ya que una descripción científica del mundo
es, de hecho, una narración de experimentos: describe lo que los hombres
hacen cuando investigan el mundo. A la inversa, cuando describimos tan
completamente como podemos la fórmula del hombre —⁠su estructura física,
así como su conducta expresada y actuada⁠— se advierte que estamos
describiendo, a la vez, al mundo. No hay modo de separarlos, como no sea
con una mirada no demasiado cuidadosa; esto es, con la ignorancia.
La conducta humana que denominamos percepción, pensamiento,
discurso y acción es una coherencia de organismo y medio ambiente que
pertenece al orden del acto de comer. ¿Qué ocurre cuando tocamos y sentimos
una piedra? Hablando en términos muy elementales, la piedra toma contacto
con una multitud de terminaciones nerviosas que pertenecen a nuestros dedos,
de modo que «se encienden» cada uno de los nervios, en el complejo trazado
de terminaciones que toca la piedra. Imaginemos un enorme panel de

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bombillas eléctricas, conectadas con otro panel cubierto por una apretada
formación de botones pulsables. Si yo abro la mano y, con toda su superficie,
oprimo un grupo de botones, las bombillas se encenderán según una forma
que reproducirá, aproximadamente, la de mi mano. La silueta de la mano
sufre así una «traducción» en términos del sistema de botones y bombillas. En
forma similar, podemos decir que la sensación de una piedra es lo que ocurre
en el «panel» del sistema nervioso cuando éste traduce el contacto con la
piedra. Pero disponemos de «paneles» mucho más complejos que éste: no
sólo visuales y auditivos sino también lingüísticos y matemáticos. También
éstos son modelos en cuyos términos se traduce al mundo, del mismo modo
que la piedra es traducida a términos del sistema nervioso. Uno de estos
paneles es, por ejemplo, el sistema de coordenadas, tres espaciales y una
temporal, dentro del cual sentimos que el mundo va aconteciendo, a pesar de
que no existen líneas reales de altura, anchura y profundidad fraccionando la
totalidad del espacio, a pesar de que la tierra no hace tic-tac en su rotación.
Otro panel de aquéllos es el sistema general de clases, o casilleros verbales,
que nos sirve para fraccionar el mundo en cosas y hechos, quietud y
movimiento, claro y oscuro, animal, vegetal y mineral, pájaro, bestia y flor,
pasado, presente y futuro.
Es obvio, pues, que cuando nos referimos al orden y la estructura del
mundo estamos hablando de un orden que corresponde a nuestros paneles.
«Las leyes, como aquélla de la causalidad, etc., tratan de la red y no de lo que
la red está describiendo»[17r]. En otras palabras, lo que nosotros llamamos
regularidades de la Naturaleza son, en realidad, regularidades de nuestras
pautas. En efecto, una regularidad no puede ser notada sino por comparación
de un proceso con otro: por ejemplo, la rotación de la Tierra alrededor del Sol
con la rotación, exactamente medida, del reloj. (El reloj, con sus segundos y
minutos regularmente espaciados, actúa en este caso como panel.) Del mismo
modo, lo que aparentemente constituye una necesidad de la Naturaleza en su
conjunto puede no ser más que una exigencia de la Gramática, o de las
Matemáticas. Cuando se dice que un cuerpo sin apoyo y más pesado que el
aire ha de caer necesariamente al suelo, la necesidad no surge de la
Naturaleza sino de las normas de la definición. Si el cuerpo no cayera al
suelo, no correspondería a lo que entendemos por «más pesado que el aire».
Consideremos la forma en que, desde un punto de vista efectivo, se desarrolla
la mayor parte del pensamiento matemático. El matemático no pregunta si sus
elaboraciones son aplicables, si corresponden a aspectos estructurales del
mundo natural. Simplemente, pone manos a la obra e inventa fórmulas

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matemáticas a las que sólo exige que resulten coherentes consigo mismas, con
sus propios postulados. Pero una y otra vez sucede que estas fórmulas pueden
ser correlacionadas con otros procesos naturales, como ocurre con los relojes.
Lo que más intriga es el hecho de que algunos de los sistemas que
inventamos funcionen, y otros no. Así también ocurre con algunos
comportamientos animales que parecen adecuarse al medio ambiente,
mientras que otros no lo hacen. El de las hormigas, por ejemplo, se ha
mantenido invariable durante millones de años: los inmensos colmillos del
tigre de dientes de sable, en cambio, así como el desmesurado volumen de los
dinosaurios y los cuernos nasales del titanotheros, fueron experimentos
fallidos. Tal vez sería más exacto decir que funcionaron durante un tiempo,
que resultó más breve que el lapso de eficiencia de otras especies. Pero lo que
parece ocurrir en la mayoría de estos casos es que la relación organismo-
medio ambiente «se quiebra»: el ataque del organismo, o su defensa, contra el
medio ambiente, cobra una intensidad excesiva, aislándolo así de sus fuentes
de vida. O puede ser, también, que un organismo resulte demasiado
conservador de cara a un medio ambiente que cambia en forma fluida, pero
esta situación es, en realidad, idéntica a la anterior: en última instancia hay
una excesiva rigidez, una insistencia desmedida en la supervivencia, lo que
configura un cuadro de aislamiento. O puede ocurrir que el organismo,
considerado en sí mismo como un campo, registre una autocontradicción: el
peso del cuerno nasal excede la capacidad de los músculos. Dirigiendo
nuestra mirada hacia la especie humana, podríamos preguntarnos si una
quiebra de este tipo no se estará produciendo, acaso, en la evolución de la
superaislada conciencia individual.
De ser así, deberíamos vigilar el peligro de que nuestro razonamiento dé
un paso en falso. No debemos decir al individuo «¡Cuidado! ¡Si quieres
sobrevivir, has de hacer algo inmediatamente…!» Cualquier acción que siga
estas líneas empeorará, directamente, las cosas; no hará más que confirmar en
el individuo un sentimiento de separación. Como en el caso de aquel cuerno
nasal de que hablábamos, se convertirá en un mecanismo de supervivencia
que frustra la supervivencia. Pero, si el individuo no puede remediar esta
situación, ¿qué es lo que puede decirse o hacerse, y quién lo hará… y a quién?
¿Es por completo descabellado esperar que la situación se corrija por sí
misma, que el «campo sistemático» Hombre-Universo tenga suficiente
inteligencia para resolverlo así? Si esto ocurriera —⁠si estuviera ocurriendo
ahora mismo⁠— parecería, al principio, que ciertos individuos estarían
iniciando cambios por cuenta propia. Pero a medida que se produjera el

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cambio requerido los individuos implicados experimentarían un cambio de
conciencia que les revelaría lo ilusorio de su aislamiento. ¿No podría estar
ocurriendo algo así cada vez que un investigador, persuadido de que ha
efectuado un hallazgo independiente, se entera asombrado de que otras
personas llegaron a las mismas conclusiones, en forma más o menos
simultánea? Como suelen decir los científicos, el campo de investigación ha
evolucionado hasta un punto en que este hallazgo particular puede aflorar
naturalmente en distintas áreas[5].
Si examinamos, ahora, la institución social del lenguaje, o «panel de las
palabras», descubriremos fácilmente las formas en que el organismo podría
estar divorciándose de su medio ambiente, así como los distintos aspectos del
medio ambiente entre sí. Los lenguajes que constan de fracciones
enunciativas como sustantivos y verbos traducen, obviamente, lo que ocurre
en el mundo a términos de cosas determinadas (sustantivos) y acciones
(verbos) que, a su vez, «tienen» propiedades (adjetivos y adverbios) más o
menos separables de ellas mismas. Todos estos lenguajes representan al
mundo como si fuera un armazón de distintos trozos y partículas. El defecto
de estos sistemas reside en que sus pantallas no registran, esto es, ignoran (o
reprimen) las interrelaciones. Por esto es difícil hallar palabras para describir
campos como el que integran el organismo y su medio ambiente. Cuando se
analiza el cuerpo humano, y sus órganos son ligados a sustantivos, nos acecha
de inmediato el peligro de una medicina quirúrgica de tipo mecánico,
superespecializado, tendente a interferir en un punto desatendiendo las
perturbaciones del equilibrio que podrían acarrear «efectos» imprevistos en
todo el sistema. ¿Qué más ha de hacer el cirujano que debe extirpar una
tiroides cancerosa? En casi todas las esferas de la actividad humana surgen
peligros de este orden.
Supongamos que el grupo social «A» tiene un grupo enemigo: «B». El
hecho de que «B» ataque periódicamente al grupo «A» mantiene a los
miembros de «A» en ascuas, y va «podando» su población. Pero el grupo «A»
considera que su propio bando es el bueno, tan bueno como malo es «B», y
puesto que lo bueno y lo malo son irreconciliables, se ignora el beneficio
concreto que «B» representa para «A». Llega un punto en que «A» moviliza
sus fuerzas y extermina a «B», o bien lo deja incapacitado para ulteriores
ataques. El grupo «A» se encuentra, entonces, en peligro de extinción por
superpoblación, o corre el riesgo de que una falta de «tono» lo debilite. Un
sistema inadecuado de clasificación es la causa de que resulte tan difícil
comprender que puede existir un amigo-enemigo y una guerra-colaboración.

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Obviamente, hay una relación similar entre el vicio y la virtud. Ha sido
señalada muchas veces, pero la sociedad la encuentra demasiado traicionera
para tomarla con seriedad. Como dijo Lao-tsé: «cuando todos reconocen que
la bondad es buena, existe ya el mal. Pues ser y no ser se engendran
mutuamente»[18r]. ¡Tan simple como es, pero, sencillamente, no puede ser
admitido! Cierto es que la acción social puede desterrar males particulares
como la tortura judicial, el trabajo infantil, o las leproserías, pero al cabo de
un corto tiempo la sensación general de estar vivo sigue idéntica a lo que solía
ser. En otras palabras, los puntos de ebullición y congelación de nuestras
emociones son invariables, así los midamos en una escala de 0 a 100 grados
centígrados o de 32 a 212 Fahrenheit. Al mismo tiempo, la pugna entre el
vicio y la virtud puede conservar la misma importancia que la contienda entre
el grupo «A» y el grupo «B». Sin embargo, percibirlo así equivale a
comprender que la contienda es un juego.
Toda clasificación supone una división del mundo. Tan pronto como
surge una clase, existe lo que ésta lleva dentro y lo que está fuera de ella.
Dentro y fuera, sí y no, son términos explícitamente excluyentes entre sí. Se
oponen, formalmente, como el grupo «A» y sus enemigos del grupo «B», el
bien y el mal, vicio y virtud. La separación que hay entre ellos parece tan
nítida como la que media entre sólido y espacio, o entre figura y fondo. La
separación, la diferencia, es por lo tanto lo que hemos notado; se ajusta a la
notación del lenguaje, y puesto que resulta notoria y explícita deviene
consciente e irreprimida. Pero también hay algo desapercibido e ignorado,
que no se adecua a las posibilidades de notación del lenguaje, y que, puesto
que se mantiene implícito e innotado, es también inconsciente y reprimido. En
otras palabras, que lo interno y lo externo de una cosa van juntos y no pueden
funcionar el uno sin el otro. «Ser y no ser se engendran mutuamente.» En la
contienda subyace una camaradería; en lo serio, lo jocoso; en la separación
del individuo y el mundo subyace un campo orgánico que los contiene a
ambos. En este campo, todo impulso desde dentro es, a la vez, un tirón desde
fuera, toda explosión conlleva una implosión, cada borde externo es también
contorno interior, engendrándose mutua y simultáneamente de modo tal que
resulta siempre imposible determinar de cuál lado de la frontera comenzó un
movimiento. El individuo sólo actúa sobre el mundo en la medida en que el
mundo actúa sobre el individuo. La causa y el efecto resultan sólo partes
integrantes de un mismo evento.
Luchando, como estamos, con lenguajes cuyas formas resisten y excluyen
esta clase de percepciones, es comprensible que, en la actualidad, esta

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concepción sea sólo hipotética en las ciencias humanas, aunque las físicas la
hayan corroborado exhaustivamente. Esto se debe, tal vez parcialmente, al
hecho de que resulta mucho más fácil describir el proceso y el modelo puros
en términos matemáticos que no en palabras, con sus sujetos, verbos y
predicados, actos y agentes. Pero aún no hemos ido demasiado lejos en la
descripción matemática de la conducta viva. No sería difícil imaginar,
empero, algún lenguaje capaz de describir todo lo que un hombre «es» y hace
como un hacer. Después de todo, podemos referirnos a un grupo de casas con
el término urbanización[6] sin sentirnos obligados a preguntar «qué es lo que
está urbanizado». No creo que un lenguaje de este tipo empobreciera nuestros
medios actuales de verbalización, así como no me parece que las ciencias se
hayan empobrecido al abandonar entidades misteriosas como el éter, los
humores o las esferas planetarias. Por el contrario, el lenguaje se enriquecería
en tanto y en cuanto fuera capaz de facilitarnos la comprensión de ciertas
correlaciones que disimulan los idiomas actuales. Si habláramos,
simplemente, de estructuras orgánicas en movimiento, el misterio de lo que
actúa y lo que sufre la acción, de cómo hace la causa para desencadenar un
efecto, se tornaría tan sencillo como la evidente relación que existe entre el
lado cóncavo y el lado convexo de una curva. ¿Cuál de los dos lados viene en
primer; término…?
Sin embargo, hay una dificultad, que no reside tanto en el hallazgo del
lenguaje como en la resistencia social que se ha de vencer. ¿Servirá realmente
para algo caer en la cuenta de que nuestro juego no va en serio, de que los
enemigos son amigos y el bueno se aprovecha del malvado? La sociedad, tal
como la conocemos, parece consistir en una tácita conspiración para silenciar
todo esto, en el temor de que, de otro modo, cesaría la contienda. Si no
mantenemos a estos opuestos en una situación de separación antagónica y
hostil, ¿qué motivación tendrá la creativa lucha que libran entre sí? Si el
hombre no se siente en estado de guerra contra la Naturaleza, ¿qué será de los
impulsos que generan el progreso tecnológico? Imaginemos la reacción de
una conciencia cristiana ante la idea de que, entre bambalinas, Dios y el
Diablo han sido siempre íntimos amigos, sólo que se han ubicado en bandos
opuestos para representar un gran juego cósmico. Sin embargo, es más o
menos así como se veían las cosas cuando fue redactado el Libro de Job,
pues, en ése, Satán no era más que el fiscal acusador de la Corte celestial, en
última instancia un servidor judicial tan fiel como el advocatus diaboli del
Vaticano[7].

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El problema reside, naturalmente, en que, siendo los hombres simples
formaciones orgánicas en acción, y no agentes, y actuando mundo e individuo
en consonancia mutua, de modo tal que la acción no resulta originada por
ninguno de ellos. ¿A quién hemos de culpar cuando las cosas vayan mal?
¿Podrá acaso presentarse el policía con la pregunta habitual: «Quién comenzó
todo esto»? La convención de que el individuo es un agente responsable e
independiente resulta básica para casi todas nuestras estructuras sociales y
legales. La aceptación de este rol o identidad es un criterio primordial de
salud mental, y se supone que una persona reducible a acciones o conductas
que no son efectuadas por nadie es, lisa y llanamente, un mecanismo sin alma.
En efecto, a primera vista, este universo de actividad pura tiene un dejo de
terror; parece carecer de puntos focales desde donde adoptar decisiones o
iniciar cosas. No es improbable que algún tipo de degradación en la
percepción de las cosas, en esta dirección, desencadene un proceso psicótico,
pues el individuo podría sentir que, perdido el control de todo, no puede fiarse
de la coherencia de la conducta de los otros, o de la suya propia. Pero si, en
primer lugar, uno asume que las cosas son así, de cualquier manera, la
experiencia resultará mucho menos enervante. En la práctica, ocurre que, tan
pronto como uno se habitúa a esta sensación pierde todo temor, su
comportamiento retorna al curso habitual, tan racional como siempre… sólo
que con una curiosa sensación de ligereza.
Haciendo a un lado, por el momento, las proyecciones éticas y morales,
esta concepción del hombre parece presentar, sobre la noción corriente, el
mismo tipo de ventajas que el sistema solar copernicano llevaba al
ptolomeico. Una simpleza superior, aunque se elimine la posición central de
la Tierra. Más aún, esta simplicidad no empobrece, sino que fructifica:
produce nuevas variantes en el juego y una articulación más rica. Por otro
lado, la concepción convencional parece estar fracasando cada vez más
gravemente, de cara a los propósitos que proclama.
Una de las mejores exposiciones sobre el carácter social y convencional
del ego la debemos a George Herbert Mead[19r]. Señala éste que la diferencia
entre las teorías social y biológica sobre el origen de la conciencia-de-sí
individual corresponde a otra diferencia, a saber, la que separa a la teoría
evolucionista de la teoría contractual, con referencia a la génesis del Estado.
En esta última —⁠y desacreditada⁠— concepción, la comunidad social se
establece por contrato deliberado entre personas conscientes-de-sí, en tanto
que individuos. Sin embargo, Mead arguye que el individuo no puede

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convertirse en objeto para sí mismo por sus propios medios, y que, en
cualquier caso, ningún individuo ha existido, jamás, por sus propios medios.

«La noción de que la mente (es decir, el ego) es una dotación biológica
congénita del organismo individual no nos permite explicar su
naturaleza real y su origen: tampoco de qué clase de dotación biológica
se trata, ni cómo la adquieren los organismos vivientes a cierta altura del
progreso evolutivo»[20r].

A continuación, demuestra que el «Yo» o individuo biológico sólo puede


tomar conciencia de sí en términos del «mi», aunque esto último es sólo una
noción de sí mismo que le ha sido transmitida por otras personas.

«El individuo ingresa en su propia experiencia en tanto que objeto, y no


ya como sujeto; y sólo puede hacerlo como objeto sobre la base de
relaciones e interacciones sociales, por medio de sus transacciones
experienciales con otros individuos en un medio ambiente social
organizado… tan sólo al recibir las actitudes de los otros hacia él le es
posible convertirse en objeto para sí mismo»[21r].

En consecuencia, la mente o estructura psicológica del individuo no puede


ser identificada con una entidad que se encuentra en el interior de su piel.

«Si la constitución de la mente es social, el campo o situación de una


mente individual dada habrá de extenderse hasta el punto en que lo hace
la actividad social, o aparato de relaciones sociales, que ha dado forma a
dicha mente; y por lo tanto el campo de que hablamos no puede
contenerse dentro de los límites epidérmicos del organismo
individual»[22r]

Y ésta es, precisamente, la paradoja de esta situación: la sociedad nos


inculca la idea de que la mente o ego[8] se encuentra dentro de la piel y actúa
por su cuenta y riesgo, al margen de la sociedad.
He aquí, pues, la contradicción principal dentro de las normas del juego
social. Los participantes de este juego han de jugarlo como si fueran agentes
independientes… ¡pero no deben saber que se trata de una simulación! Entre
las normas está explícita la regla de que el individuo se auto-determina, pero
también, implícita, la de que esto sólo es así en el plano de las normas. En
consecuencia, aunque se le define como agente independiente, no ha de serlo
tanto como para no someterse a las normas que lo definen. Por esto, se le

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considera agente en el sentido de que el grupo lo hace responsable de «sus»
actos, de los que habrá de rendir cuentas ante el propio grupo social. Las
reglas del juego otorgan independencia y la quitan al mismo tiempo, sin dejar
traslucir esta contradicción.
A esto se refiere Gregory Bateson[23r] cuando habla de «duplicidad
conceptual»: se llama al individuo a acometer dos direcciones de acción que
se excluyen mutuamente, pero al mismo tiempo se le impide todo comentario
sobre está paradoja. Lo condenan a usted si lo hace y también si no lo hace,
con el agregado de que no debe enterarse de que esto es así. Bateson ha
sugerido que los individuos rodeados por una situación familiar que les
impone una forma aguda de duplicidad conceptual tenderían a la
esquizofrenia[9]. Pues, dado que les está vedado comentar esta
contradicción… ¿Qué pueden hacer, sino retirarse del campo? La sociedad,
empero, no autoriza esta retirada: cada individuo debe jugar el juego. Como
dijo Thoreau, dondequiera que uno busque la soledad, habrá hombres que lo
echarán fuera «obligándolo a sumarse a la desesperanzada sociedad de sus
compañeros de desdicha». De modo que, en su retirada, el individuo ha de
hacer notar que no es él quien se retira, que este alejamiento, simplemente,
ocurre, y que nada puede hacer él para evitarlo. En otras palabras, debe
«perder la razón» y volverse loco.
Pero, así como «el genio es pariente cercano de la locura», la retirada
esquizofrénica presenta una caricatura de la liberación, y esto vale incluso
para los inquilinos de los manicomios, o para el status particularmente neutral
de los idiotas de las aldeas. Tal como se advierte en la terminología del
Budismo Zen, el hombre liberado es también un hombre «sin mente» (wu-
hsin) que no se percibe a sí mismo como agente, como hacedor de hechos.
Esto también lo dice el Bhagavad-Gita:

«El hombre que está unido con lo Divino y conoce la verdad piensa así:
“Nada hago yo, nada en absoluto”, pues en el ver, oír, tocar, oler,
saborear, andar, dormir, respirar; al hablar, arrojar, asir, abrir y cerrar los
ojos, sostiene que sólo los sentidos se cuidan de los objetos
sensoriales»[24r].

Pero, en la liberación, esto ya no sucede a través de una compulsión


inconsciente sino merced a la percepción, la comprensión y la quiebra de la
duplicidad conceptual impuesta por la sociedad. De esta forma uno no se
sustrae al juego social; puede jugarlo mejor que nunca, pues ve claramente
que se trata de un juego.

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La retirada esquizofrénica afecta a una minoría, y tiene lugar cuando a la
duplicidad conceptual impuesta por la sociedad se agregan tipos especiales de
duplicidad conceptual, propios de una situación familiar específica[10]. El
resto de nosotros sufre distintos grados de neurosis, tolerables en la medida en
que logremos «olvidamos de nosotros mismos», dejándonos absorber por
hobbies, novelas detectivescas, obras sociales, programas de televisión,
negocios o acciones bélicas. De ahí la ineludible conclusión de que estamos
aceptando una definición de sanidad que es insana, creando unos problemas
humanos tan persistentemente insolubles que deben remitirse a cuenta de la
universal y perenne «tragedia del hombre», obra del Diablo, o de la
Naturaleza, o bien del propio Dios.
Si lo dicho hasta este punto, ha resultado inteligible será sólo
parcialmente; de lo contrario, el lector estaría liberado. Como ya he sugerido,
la descripción de la paradoja en que estamos plantea insalvables dificultades
verbales, para no hablar de lo dificultosa que resultaría una descripción del
verdadero campo orgánico de la vida humana. Es que estamos describiendo el
problema mediante la misma estructura lingüística que nos lo ha provocado.
Hemos dicho que «nosotros estamos describiendo» y que «nos lo ha
provocado», lo cual sanciona la supuesta realidad de una entidad-agente que
estaría detrás de las acciones, o que las sufriría en su persona, caso de que
provinieran de alguna otra fuente. El sentido común se subleva ante la idea de
una acción desprovista de agente, así como ante una forma sin substancia, sea
ésta material o mental. Pero 1 + 2 = 3, y, X - Y = Z son enunciados
inteligibles que no nos obligan a preguntar qué representan los símbolos
utilizados, en términos de cosas o hechos, sólidos o espacios.
De modo que la dificultad de la psicoterapia, así como la de la liberación,
consiste en que su problemática está asociada a las instituciones sociales en
cuyos términos pensamos y actuamos. Ninguna cooperación puede esperarse
de un ego individual que es, en sí mismo, la institución social en que arraiga
el problema todo. Pero estas convenciones están a la vista, y no es necesario
que preguntemos a la vista de quién. Están a la vista aquí, pues, como
señalara William James, «el vocablo “yo”… es primariamente una expresión
posicional como “esto” y “aquí”»[25r]. Puesto que están a la vista, son
susceptibles de comentario, y esta capacidad de comentarla quiebra la
duplicidad conceptual. Por un lado, instituciones sociales, como el sistema
lingüístico, crean, o mejor dicho traducen, el mundo a sus propios términos,
de modo que el mundo —⁠la vida misma⁠— nos parece autocontradictorio a
causa de que aquellos términos se auto-contradicen. Por otro lado, las

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instituciones sociales no inventan el mundo ex nihilo. Ellas están en y son de
la estructura de la naturaleza que, a su vez, representan… o tergiversan.
En cuanto a la estructura de la naturaleza, sólo puede ser enunciada en
términos de un lenguaje; pero puede ser mostrada en términos de, digamos,
percepciones sensoriales. Una sociedad cuyo sistema numérico se reduce a
«1, 2, 3, varios» no puede expresar el hecho de que tenemos diez dedos, pero,
sin embargo, todos los dedos están a la vista. La gente que sabe, esto es, para
quienes es un hecho que las personas son egos o que el Sol gira en torno a la
Tierra, puede ser inducida a un comportamiento coherente con estas
creencias: así se demuestra la falacia de ciertos conceptos. ¿Usted sabe que la
tierra es plana? Pues eche a navegar en dirección recta, sin cambiar de rumbo,
hasta que caiga fuera del borde de este mundo. En forma similar, si usted sabe
que usted mismo es un agente autónomo, haga algo decididamente autónomo,
sea deliberadamente espontáneo, y muéstreme al agente.
Puede demostrarse que existe una estructura de la Naturaleza; lo que ésta
es sólo puede ser enunciado, y jamás tendremos la certeza de que lo
enunciado es definitivamente correcto, pues no existe cosa alguna en relación
con la cual una determinada acción nuestra resulte siempre consistente. Pero
cuando empleamos instituciones en función de las cuales nos resulta
imposible actuar con coherencia, no ha de cabernos la menor duda de que, o
bien son auto-contradictorias, o bien no corresponden a la conformación de la
naturaleza. Las auto-contradicciones que pasan desapercibidas y los aspectos
de la naturaleza soslayados por el lenguaje presentan, en el plano psicológico,
las condiciones de lo inconsciente y lo reprimido. Las instituciones sociales se
declaran, entonces, en conflicto con el fenómeno orgánico real del hombre en-
el-mundo, y esto se expresa a través de aflicciones del organismo individual,
que no puede ser inconsistente consigo mismo o con la Naturaleza sin dejar
de existir. Freud estaba en lo cierto, entonces, cuando siguió la pista de las
neurosis hasta el conflicto entre los sentimientos sexuales y las peculiares
costumbres sexuales de las culturas de Occidente. Pero sólo rascaba la
superficie. En primer término, su enfoque del propio «instinto» sexual estaba
condicionado por las costumbres de que hablábamos. Como ha dicho Philip
Rieff:

«No sólo se sirvió Freud de la sexualidad para disminuir el orgullo del


hombre civilizado, sino que, además, la definió peyorativamente, a
través de las cualidades que hacen del instinto sexual un fenómeno
hostil a toda sensibilidad civilizada… Al exhortarnos, en beneficio de
nuestra salud mental, a olvidar las fantasías pueriles de pureza, como la

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que expresa la creencia de que Madre (o Padre) es demasiado
maravilloso para haber realizado todas esas cosas sucias, Freud admite
la tácita noción de que el sexo es realmente sucio, una esclavitud
innoble de la Naturaleza»[26r].

En segundo término, la interpretación freudiana del ello y su libido, como


urgencias ciegas y brutales, reflejaba la filosofía imperante, que adjudicaba al
mundo la condición básica de «mera» energía, especie de materia prima
volátil, más bien que la de estructura orgánica, expresión esta última que, en
realidad, es otro nombre para la inteligencia.
Pero lo que nuestras instituciones sociales reprimen no es sólo el amor
sexual, la mutualidad del hombre y mujer, sino también el amor aún más
profundo entre el organismo y el medio ambiente, entre Sí y No, entre todos
los llamados opuestos, que representa el símbolo taoísta yang-yin: el pez
blanco y el pez negro en su perpetuo apareamiento. No creo excederme en el
tono metafórico cuando utilizo el vocablo «amor» para referirme a relaciones
íntimas, al margen de las que practican los organismos humanos. En los
estados de conciencia llamados «místicos» sufrimos, creo yo, una inmersión
en el inverso, o reverso, de la concepción del mundo que expresan nuestras
divisorias fórmulas idiomáticas. Cuando esta inmersión no es, como en la
esquizofrenia, un atormentado escape del conflicto, el cambio de conciencia
genera una y otra vez la irresistible impresión de que el mundo es un sistema
de amor. Todo se adecua a su lugar en una armonía indescriptible;
indescriptible por paradójica, según los términos de nuestro lenguaje actual.
Claro está que de ningún modo puede decirse que nuestras formas
lingüísticas, los paneles de nuestro pensamiento, sean por completo erróneas.
Las diferencias y divisiones que ellas notan en el mundo están, sin duda, ahí,
para que alguien las vea. Existen, sin duda, ciertos fantasmas idiomáticos,
pero en general las categorías del lenguaje gozan de validez para cualquier
descripción del mundo, dentro de su campo. Lo que el lenguaje no puede
expresar adecuadamente es lo que lleva implícito: la unidad de las diferencias,
la inseparabilidad lógica de la luz y la oscuridad, el Sí y el No. Podemos
preguntarnos si hay correspondencia entre estas implicaciones lógicas y las
relaciones de carácter físico. Aparentemente, esta correspondencia existe,
según se deduce de los hechos establecidos por la línea directriz de la ciencia
moderna. Debemos ver a las cosas junto a la forma o espacio que está entre
ellas. Ya lo decía Ernst Cassirer, en 1923:

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«En la nueva concepción física no existe el concepto de un “espacio en
sí mismo” ni de una “materia” ni de una “fuerza en sí misma”: ya no
reconoce al espacio, la fuerza y la materia como objetos físicos
separados uno del otro, sino… solamente la unidad de ciertas relaciones
funcionales, que reciben distintas denominaciones, de acuerdo al sistema
de referencia en el cual las expresemos»[27r].

Aunque debemos evitar cuidadosamente las analogías caprichosas entre la


Física y el comportamiento humano, es indudable que ciertos principios
generales son comunes a uno y otro campo. Comparemos lo dicho por
Cassirer con Gardner Murphy:

«Hace mucho tiempo que creo que la naturaleza humana es una


interacción de lo que está dentro de la piel y lo que es exterior a ella; que
no es, decididamente, algo “contenido en nosotros” sino nuestra manera
de ser uno con nuestros congéneres y con nuestro mundo. He llamado a
esto teoría del campo»[28r].

A las formas de la liberación les concierne, por supuesto, la tarea de hacer


de esta así llamada conciencia mística una conciencia cotidiana normal. Pero
estoy cada vez más persuadido de que lo que sucede en aquellas disciplinas,
al margen del lenguaje en que se lo describe, no pertenece al reino de lo
sobrenatural, ni al de lo metafísico, en el sentido habitual. Nada tiene que ver
con percepciones de algo más que el mundo físico. Por el contrario, es la clara
percepción de este mundo en tanto que campo: esta percepción no tiene sólo
un plano teórico, pues la sentimos con la misma claridad con que sentimos,
por ejemplo, que «yo» soy un sujeto pensante más allá y aparte de mis
pensamientos, o que las estrellas están absolutamente separadas del espacio y
entre sí. Para esta concepción, las diferencias mundanas no se deben a objetos
aislados que chocan entre sí, conflictivamente, sino a expresiones de
polaridad. Los opuestos y las diferencias implican algo en común, como
ocurre con las dos caras de una moneda; no se enfrentan como desconocidos
hostiles. Cuando esta relatividad de las cosas se percibe intensamente, su tono
afectivo es el amor, y no ya el odio ni el temor.
Esta es, sin duda, la mentalidad que requeriría una psicoterapia efectiva.
Los individuos perturbados son como puntos del campo social en que se
concentran las contradicciones del conjunto, desencadenando una ruptura. De
nada servirá que las contradicciones que los atormentan caigan en manos del
representante oficial (el psiquiatra) de un sistema enfermizo de instituciones,

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que no hará más que acentuar los factores contradictorios. La sociedad de los
hombres con otros hombres, y la sociedad ecológica, más grande, que
comprende a los hombres y a la Naturaleza, aunque representan
explícitamente una lucha, contienen implícitamente un campo: acuerdo,
relatividad, juego. Las reglas del juego son convenciones; esto es, también,
acuerdos. Nos es grato concordar en que somos diferentes unos de otros,
siempre que no ignoremos el hecho de que hemos acordado diferir. No hemos
diferido en este concordato que es la creación de la sociedad por medio de un
contrato deliberado entre partidos originariamente distintos. Además, aunque
deba existir una batalla, será también necesario un campo de batalla; cuando
los contendientes adviertan esto, de verdad, representarán no ya una guerra,
sino sólo una danza guerrera.

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3. LOS CAMINOS DE LA LIBERACIÓN

Si es cierto que la psicoterapia no ha sido examinada claramente en


relación con su contexto social, lo mismo puede decirse de las formas de
liberación del Oriente, al menos según la versión de los estudios y
exposiciones occidentales. Casi toda la literatura moderna referida al
Budismo, el Vedanta o el Tao expone estos temas sobre un vacío absoluto,
reseñando minúsculos apuntes acerca del marco general de las culturas india o
china. Uno tiene la sensación de que estas disciplinas son productos
exportables, como las bolsas de té, o de arroz, y de que el Budismo puede ser
«recogido» en cualquier tiempo y lugar, y adoptado… como el fútbol. Los
occidentales siempre han creído que el Cristianismo podría exportarse de ese
mismo modo: esta religión «funcionaría» en cualquier cultura y, caso
contrario, tanto peor para la cultura refractaria. Digamos al mismo tiempo
que, al menos en las civilizaciones superiores, las «culturas puras», libres de
influencias exóticas, no existen. De hecho, el Budismo viajó desde la India
hasta medios muy diferentes (China, Tíbet, Tailandia, Japón) como jamás lo
hubiera hecho el Hinduismo, una cultura total. Pero donde no se registraba la
presencia previa de una institución paralela —⁠como el Taoísmo en China⁠—
fue muy difícil de asimilar y comprender. En otras palabras, que sólo se toma
inteligible —⁠y aplicable en nuestros propios términos⁠— cuando podemos ver
su relación con la cultura de la cual proviene. Sólo de este modo podemos
tomar elementos de otras culturas, aunque siempre en la medida en que
corresponden a nuestras propias necesidades.
Una de las bendiciones de las comunicaciones fáciles entre las grandes
culturas del mundo reside en que el partidismo de tono religioso o filosófico
está perdiendo su aureola de respetabilidad intelectual. Las religiones puras
son tan raras como las culturas puras, y resulta mentalmente mortificante
suponer que tiene que existir un número de cuerpos fijos de doctrina, entre los
cuales cada uno debe elegir, sobre todo si dicha elección implica la aceptación
de un sistema en bloque o su rechazo total. Las religiones completamente
organizadas tratan siempre de forzar este tipo de decisión, pues necesitan

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miembros devotos para su propia supervivencia. A quienes discurren
libremente entre diversas tradiciones, aceptando lo que les agrada y
rechazando lo que no les sirve, se les condena como sincretistas
indisciplinados. Pero el uso de nuestro cerebro no es una falta de disciplina, ni
existe una sola de las religiones importantes que no constituya, en sí misma,
un sincretismo, un «crecimiento conjunto» de prácticas e ideas de diversos
orígenes. Con el tiempo, todo sincretismo religioso adquiere una unidad
orgánica propia, aunque también cierta rigidez que debe ser sacudida. Pero
una de las consecuencias de separar al Budismo y al Vedanta de sus
respectivos contextos culturales consiste, como ya hemos visto, en la
suposición de que son religiones, en el mismo sentido que el Cristianismo y
con la misma función social.
De aquí que el occidental poco informado contemple al Budismo como
alternativa ante la Cristiandad: un cuerpo de doctrina metafísica, cosmológica,
psicológica y moral, en el que se ha de creer como simple substituto del
anterior. Pareciera también que la práctica concreta de estas formas de
liberación perteneciera enteramente al dominio de la vida privada. En ellas no
se ven más que solitarias exploraciones de la conciencia interior del hombre,
que, según se supone, es igual en todas partes; aplicables, en consecuencia,
tanto en California como en Bengala, especialmente porque no requieren la
asociación formal a una Iglesia. Sin embargo, siendo principal función de
todo camino liberador el anular la «hipnosis» que ciertas instituciones
sociales imponen al individuo, lo que en California resulta necesario no ha de
ser lo mismo que en Bengala, puesto que las instituciones afectadas son
diferentes. Como dos enfermedades distintas, requieren diversas medicinas.
Muy pocas autoridades modernas en Budismo o Vedanta parecen
comprender, sin embargo, que las instituciones sociales constituyen el maya,
o ilusión, de la que ofrecen liberación. Se supone, casi invariablemente, que el
nirvana o moksha implica un desprenderse del organismo físico y del
universo material, empresa ésta que supone poderes mentales sobre la
materia, capaces de otorgar a su poseedor la omnipotencia de los dioses. Sin
embargo, aparte alguna percepción extrasensorial competente y ciertos
imaginativos usos de la hipnosis, nada se ha demostrado sobre este tipo de
poderes, aunque resta mucho que decir acerca de las posibilidades
terapéuticas del ilusionismo[11]. Algunas exposiciones sobre la liberación
afirman que lo que está en juego no es una liberación objetiva, sino subjetiva,
del mundo físico. En otras palabras, se cree que nuestra percepción normal
del mundo en sus extensiones espacial y temporal, y de los órganos

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sensoriales que de él se cuidan, es una especie de ilusión hipnótica: todo aquel
que adquiriera una concentración perfecta sería capaz de ver, por sus propios
medios, que el mundo espaciotemporal no es más que pura imaginación. De
lo que actualmente sabemos acerca del estado hipnótico y su inducción por
concentración, se deduce que sería bastante fácil crear la impresión de que las
cosas son de esa manera. Si el operador puede tornarse invisible para el
sujeto… ¿Por qué no ha de lograr que todo el Universo le resulte invisible?
No creo, empero, que los caminos de la liberación equivalgan a algo tan
trivial como es la substitución de un estado hipnótico por otro. Sabemos que
nuestra percepción del mundo guarda relación con nuestra estructura
neurológica y con las modalidades en que el condicionamiento social nos ha
enseñado a ver. Puesto que este último puede ser alterado, hasta cierto punto,
tiene sentido decir que es imaginario. Pero… ¿Es imaginaria, también, la
estructura del organismo? Nadie puede probarlo, a menos que nos demuestre
que el cuerpo humano puede cambiar por medios distintos a los quirúrgicos.
Toda mi experiencia en los caminos de la liberación y sus caminantes más
eximios indica que las proezas de carácter mágico o neurotecnológico están
completamente fuera de la cuestión. He conocido a un considerable número
de yoguis y swamis, no sólo legítimos sino también fraudulentos. Además,
tengo amigos de mi confianza que han estudiado y practicado con maestros de
Zen y Yoga mucho más ampliamente que yo mismo, y no he hallado ningún
tipo de evidencia acerca de hazañas sensacionales de aquel tipo. Si han
logrado algo, se trata de cosas de naturaleza mucho más modesta y en una
dirección bastante diferente, que por otra parte me resulta, de hecho, más
significativa.
Las miras de este libro no incluyen la presentación de una tesis
plenamente documentada sobre la idea de que la liberación no se refiere al
maya del mundo físico sino al de las instituciones sociales. Se aportarán
algunas evidencias, pero yo mismo no he llegado a esta conclusión tras un
examen riguroso de documentos. Para mí, esto no es más que una hipótesis
que permite captar el sentido del Budismo y el Vedanta, el Yoga y el
Taoísmo, mejor que cualquier otra interpretación. A menudo, los documentos
son ambiguos, pues lo que entendemos por mundo real o físico está
obviamente determinado por instituciones sociales. Cuando los textos búdicos
declaran que todas las cosas (dharma) son falsas e imaginarias y carecen de
una realidad propia (svabhava) esto puede significar: a) que el universo físico
concreto no existe, o b) que las cosas son relativas, no tienen existencia propia
porque ninguna puede ser designada si no es en relación con otras, y además

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porque «cosa» es una unidad descriptiva, no una entidad natural. Si la primera
interpretación es correcta, el nirvana búdico equivaldrá a un estado de
conciencia acabadamente vacío; en caso de que la segunda versión estuviera
en lo cierto, el nirvana sería una visión transformada del mundo físico, una
percepción del mundo en su plena relatividad. ¿Cabe alguna duda razonable
de que lo que se ha deseado expresar es lo segundo?[12].
Si, entonces, el maya o irrealidad no reside en el mundo físico sino en los
conceptos o formas mentales por las cuales se le describe, es claro que el
maya se refiere a las instituciones sociales —⁠el lenguaje, la lógica, sus
construcciones⁠— y a las formas en que modifican nuestra percepción del
mundo. Esto se toma aún más claro cuando observamos la relación de los
caminos hindúes de liberación con la estructura social y la cosmología
popular de la antigua cultura aria. La comunidad se dividía en cuatro castas
básicas —⁠brahmánica o sacerdotal, kshatriya o militar, vaishya o mercantil y
sudra o laboral⁠— en términos de las cuales se definían rol e identidad legal.
Un hombre perdía toda entidad fuera de su casta, y se le contemplaba
entonces como animal humano, y no ya como persona. Además, estas cuatro
castas correspondían a una clasificación general de los roles temporalmente
asumidos por algo que estaba más allá del hombre y, en verdad, de toda
clasificación. Era el Brahmán, o Divinidad, uno y el mismo con el Atinan, que
es el Yo esencial que representa cada papel individual. En esta antigua
cosmología hindú, la creación del mundo equivalía a una manifestación
dramática. La Divinidad juega a ser finita; el Uno disimula ser muchos, sólo
que durante el proceso, mientras hace el papel de cada individuo, el Uno se ha
olvidado de sí mismo, por así decirlo, incurriendo en la inconsciencia o
ignorancia (avidya).
Mientras dure esta ignorancia, la forma individualizada de la Divinidad, el
alma o jivatman, renacerá constantemente sobre el mundo, elevando o
degradando su suerte y condición de acuerdo a sus acciones y sus
consecuencias (karma). Hay varios niveles, por encima y por debajo del
humano, que el alma individual puede atravesar en el transcurso de su
reencarnación durante períodos de tiempo fascinantemente largos, rozando las
más altas variedades del placer y los abismos más hondos de dolor, girando
una y otra vez en la rueda del samsara durante miles y millones de años.
Si nos remontamos con la imaginación hacia una India enteramente
despojada de influencia occidental, particularmente la de carácter científico,
nos resultará fácil ver que esta cosmología debió haber sido mucho más que
una simple creencia. Debió ser como esas situaciones de hecho que todos

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saben que son verdaderas. Se la daba por descontada, y tenía el respaldo de
los hombres más sabios de aquel tiempo, cuya autoridad era tan respetada
como hoy día la de los científicos. Cuando a uno no lo entretienen con
alternativas convincentes, puede abrigar la certeza de que una cosmología tal
es tan cierta como que el Sol gira en torno a la Tierra… o como que la figura
de la página opuesta representa a un oso que trepa por el tronco de un árbol,
lo que resulta evidente aunque no se vea al oso:
¿O acaso no es más que un tronco nudoso?
En la medida, pues, en que esta cosmología estaba integrada al sentido
común, para el hindú medio resultaría tan difícil ver el mundo de otro modo
como a nosotros comprender lo que quieren decir los físicos con eso del
espacio curvo, o creerles cuando declaran que la materia no es sólida.
Todas las formas de liberación han ofrecido una salida del infinito ciclo
de las reencarnaciones: el Vedanta y el Yoga a través del despertar del
verdadero Yo, y el Budismo por medio de la comprensión de que el proceso
de la vida no le está ocurriendo a ningún sujeto, de modo que no hay nadie
que pueda reencarnarse. Coinciden, en otras palabras, en que el alma
individual con sus reencarnaciones sucesivas de una vida a otra, e incluso de
momento a momento, es maya, una ilusión traviesa. Todas las versiones
populares de estas doctrinas, empero, tanto occidentales como asiáticas,
aseguran que, mientras no alcance la liberación, el individuo seguirá
reencarnándose. A pesar de la doctrina búdica anatman, sobre la irrealidad de
un ego substancial, el Milindapanha recoge los complicados esfuerzos de
Nagasena por convencer al rey griego Menandro de que la reencarnación
puede tener lugar, sin la presencia de un alma real, hasta que al final se
alcance el nirvana. La gran mayoría de los hindúes y budistas asiáticos
conserva la creencia de que la reencarnación es un hecho, y los occidentales
que adoptan el Vedanta o el Budismo abrazan también, en general, la creencia
en la reencarnación. Los budistas occidentales afirman, incluso, que esta
creencia les consuela, en abierta contradicción con su objetivo declarado:
obtener la libertad de los renacimientos.

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Sin embargo, es lógico conservar la creencia en la reencarnación si uno
cree, también, que maya es el mundo físico, y no las ideas sobre el mundo
físico. Esto es lo mismo que decir que uno sigue creyendo en esta cosmología
hindú hasta que comprende que no es más que una institución social. Quisiera
expresar, por lo tanto, una tesis que muchos estudiantes de estas doctrinas tal
vez consideren insólita: a mi juicio, los budistas y vedantistas que
comprenden profundamente sus propias doctrinas, que de hecho están
liberados, no creen en la reencarnación en sentido literal. Entre otras cosas, su
liberación incluyó la comprensión de que la cosmología hindú no era un
hecho, sino un mito. Esta liberación fue, y sigue siendo, una retirada fuera del
alcance de las instituciones sociales, y no una liberación del hecho de estar
vivo. Esta concepción resulta coherente con el fenómeno de que, en la India,
liberación iba de la mano con un renunciamiento de casta; el individuo cesaba
de identificarse con su identidad socialmente definida, su rol. Subrayaba esto,
ritualmente, abandonando las responsabilidades familiares apenas sus hijos
fueran capaces de asumirlas, descartando las ropas o, como en el caso de los
budistas, vistiendo las túnicas ocres que señalaban a los descastados
criminales, retirándose a los bosques y a las montañas. El Budismo Mahayana
incorporó luego un refinamiento lógico y final: el Bodhisattva que regresa a la
sociedad y acepta sus convenciones, pero sin «apego», jugando al juego
social, pero sin tomárselo en serio.
Si esta tesis es correcta… ¿Por qué no fue expresada con claridad, por qué
se ha permitido que la mayoría de los budistas y vedantistas siguiera creyendo
literalmente en la cosmología reencarnacionista? Hay dos razones. Primero,
liberación no es revolución. No es salir del propio camino para perturbar el
orden social, arrojando dudas sobre las ideas convencionales que unen a la
gente. Además, la sociedad se siente siempre insegura, y por lo tanto hostiliza
a quienes desafían sus convenciones. Hace falta mucho tacto para alejarse de
las mitologías aceptadas sin convertirse en víctima de la ansiedad de los otros.
Segundo, la propia técnica de la liberación requiere que el individuo descubra
la verdad por sí mismo. Decirlo, simplemente, no convence. En cambio, se le
ha de exigir que experimente, que actúe en forma coherente de cara a los
conceptos que da por ciertos, hasta encontrarse con que no lo son. El gurú, o
maestro de liberación, debe apelar a toda su habilidad para persuadir al
discípulo de que actúe según sus propias y equivocadas convicciones, puesto
que éstas resistirán, siempre, a todo ataque directo contra los cimientos de su
estabilidad. El maestro no enseña por medio de explicaciones, sino señalando

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nuevas formas de acción a partir de las erróneas consideraciones del
discípulo, hasta que éste se convence del error.
Yo creo que es ésta, y no otra, la verdadera explicación del esoterismo de
los caminos de liberación. El iniciado es aquel que sabe que las instituciones
sociales son auto-contradictorias, o que sostienen un conflicto real con la
propia naturaleza. Pero también sabe que estas instituciones están cargadas de
emociones fortísimas. Son las reglas de comunicación que permiten que las
personas se entiendan entre sí y han sido incrustadas en las pautas de
conducta de niños muy impresionables, con toda la fuerza de la ansiedad
social. Al mismo tiempo, quienes están bajo el dominio de dichas
instituciones sufren por culpa de ellas: las ideas que ellos suponen vitales para
su salud y supervivencia son la causa directa de sus sufrimientos. No hay
forma, pues, de liberar directamente a los que sufren: nadie podría
convencerlos de que su adorada enfermedad es una enfermedad. La única
ayuda que pueden recibir consistirá en que alguien los atrape en una
percepción. Si pretendo ayudar a una persona a descubrir que su problema es
falso, debo simular que tomo su problema en serio. Lo que, en verdad, estoy
tomando con mucha seriedad, es su sufrimiento, pero es necesario hacerle
creer que esto no es más que lo que él considera su problema.
Estas triquiñuelas son básicas en medicina y psicoterapia. Se ha dicho que
un buen médico es aquel que entretiene al paciente mientras la naturaleza
realiza la cura. Esto no es siempre cierto, pero en general resulta un principio
sensato. Es más fácil esperar un cambio natural cuando uno recibe la
impresión de que se está haciendo algo para promoverlo. Lo que se está
haciendo es la triquiñuela; la cura real consiste en una espera relajada y
descansada, pues la ansiedad que acarrea toda enfermedad imposibilita casi
totalmente un relajamiento deliberado y directo. Los pacientes pierden
confianza en sus médicos en la medida en que la triquiñuela queda al
desnudo, de modo que el arte de la medicina progresa gracias a la invención
de nuevas triquiñuelas, cada vez más impenetrables.
Supongamos, entonces, que alguien que padece a causa de una institución
social imagina que sus males se deben a un conflicto real de la vida, ligado a
la estructura misma del mundo físico: cree que la naturaleza amenaza su
presunto ego físico. La persona que ha de curarle ha de presentársele como un
mago, como un señor del mundo material. Debe hacer todo lo necesario para
convencer al doliente de que puede resolver lo que a éste le parece un
problema físico, pues no hay otro modo de persuadirlo de que sus acciones
observen coherencia con sus equivocadas suposiciones. Por encima de todo,

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debe convencer al que sufre de que él, el gurú, tiene bajo control al
imaginario problema, de que a su ego no lo perturbaban el dolor, ni la muerte,
ni las pasiones mundanas. Además, puesto que la enfermedad fue engendrada
por la autoridad social, el gurú debe aparentar una autoridad social igual o
superior a la de los padres, parientes e instructores del paciente. En estos
aspectos, las formas de liberación del Oriente han demostrado un ingenio
asombroso: sus maestros, que la sociedad debería haber señalado como
altamente subversivos, convencieron a la sociedad de que eran sus
mismísimos pilares. De ahí que el gurú de mal carácter, o muy fumador, o
demasiado amigo del sake, da la impresión de caer en estos «vicios
pequeños» en forma deliberada, con el exclusivo propósito de conservar su
encarnación mundana, pues, de persistir en un continuo desapego de cara a las
cosas del mundo físico, acabaría por desaparecer de él.
Tomado esto crudamente, la técnica tendrá un aire deshonesto, como es
natural. Pero esta deshonestidad es de un tipo consciente y deliberado, y va
contra un auto-engaño inconsciente y de otro modo irradicable, bajo el
principio homeopático de similia similibus curantur: la cura por medio de los
similares. Poner a un ladrón a la caza de otro ladrón. Con referencia al mutuo
reconocimiento entre aquellos que están liberados, dice un texto Budista Zen:

Cuando dos ladrones se encuentran, no se requiere presentación: se


reconocen uno al otro sin formular preguntas[31r].

Por supuesto, el gurú es tan humano como todos nosotros. Su ventaja, su


liberación, reside en el hecho de que su condición humana no lo pone en
conflicto consigo mismo; no lo atribula aquella duplicidad conceptual de
simular que es un agente independiente sin saber que se trata de una farsa, de
imaginar que es un ego o sujeto, de algún modo capaz de «dar la cara»
permanentemente a su objeto correlativo: el cambiante panorama de
experiencias, sensaciones, emociones y pensamientos. El gurú se acepta a sí
mismo; más exactamente, no piensa en sí mismo como en algo más que sus
pautas de conducta, como en algo que realiza esa conducta. Por otro lado, el
condicionamiento social, tal como lo conocemos, depende enteramente de que
se persuada a la gente de no aceptarse a sí misma; y por necesaria que sea esta
estratagema, este «como si», para la educación de los jóvenes, no deja de ser
una ficción de alcance limitado. Tanto mayor su éxito, más rotundo su
fracaso. Una civilización que se obtiene al precio de inculcar esta ficción en
forma permanente resulta inevitablemente auto-destructiva, y, por

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comparación con un desastre tal, la «deshonestidad» del gurú es una virtud
positiva.
Una vez, una aldea costera del Japón fue amenazada por una marea
gigante; pero un solitario granjero, desde los campos de arroz de la falda de la
colina, a cuyos pies se encontraba el pueblecito costero, alcanzó a ver la
enorme ola, muy lejos, en el horizonte. Inmediatamente puso fuego a los
sembrados, y los aldeanos que se precipitaron, colina arriba a salvar sus
cosechas, escaparon providencialmente del tifón. El delito del granjero contra
los propietarios de los campos es como la triquiñuela del gurú, el doctor o el
psicoterapeuta, que persuade a la gente de intentar la solución de sus falsos
problemas a través de una conducta coherente con sus premisas.
Esta versión aparentemente heterodoxa del método básico de las formas
orientales de liberación me ha parecido necesaria para explicar varios
problemas. Aunque estas doctrinas son muy diferentes entre sí, así como
substancialmente distintas sus respectivas técnicas formales, todas parecen
culminar en un mismo estado o modalidad de conciencia, caracterizada por la
superación de la dualidad del ego y el mundo. Llámesela «conciencia
cósmica» o «experiencia mística», o cualquier otra cosa, a mí me parece una
comprensión sensorial del mundo físico como campo. Pero, a causa de la
condición divisoria, que no relacionante, del lenguaje, este sentimiento no
sólo resulta de difícil descripción, sino que puede sugerir intentos descriptivos
contrapuestos. El Budismo subraya la irrealidad del ego, mientras que el
Vedanta enfatiza la unidad del campo. De aquí que, al describir la liberación,
el primero parezca afirmar simplemente, que, el punto de vista egocéntrico se
evapora, mientras que el segundo sostiene que descubrimos que nuestro
verdadero yo es el Yo del universo. Los eruditos pueden discutir cuanto les
plazca sobre matices y detalles: la experiencia práctica desemboca en una sola
y misma cosa.
Nada hay, pues, de oculto o sobrenatural en este estado de conciencia, y
sin embargo los métodos para alcanzarlo son complejos, divergentes, oscuros,
y, en su mayor parte, extremadamente arduos. A la vista de esta maraña, uno
se pregunta qué tienen estos métodos en común, cuál es su ingrediente
esencial; de hallarse este último, podríamos proceder a una simplificación
teórica y práctica del problema todo. Para lograrlo, debemos elaborar una
descripción simple, pero exacta de lo que ocurre entre el gurú o maestro Zen
y su discípulo, dentro del contexto social en que tiene lugar esta relación. Lo
que encontramos se parece bastante a un match de judo: el experto no ataca
sino que espera un ataque, deja que el discípulo plantee el problema. Luego,

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cuando sobreviene el ataque, el experto no opone resistencia; rueda con él y
lo lleva a su conclusión lógica, que es el desmoronamiento de la premisa
social falsa sobre la que se asentaba la pregunta del discípulo.
Admitamos que puede haber muchos gurús que no comprendan
plenamente que es esto lo que están haciendo, así como hay numerosos
médicos que no advierten que sus medicaciones son simulacros. Una
psicoterapia que dé buen resultado puede resultar del psicoanálisis freudiano,
del consejo no-directivo de Rogers o de la psicología analítica de Jung. Las
teorías y métodos difieren y divergen, pero pueden compartir un factor oculto
y esencial. Sin embargo, hay buenos motivos para creer que algunos maestros
de las formas de liberación saben perfectamente bien lo que están haciendo,
que tienen plena conciencia de su piadosa triquiñuela, así como del hecho de
que la liberación obtenida no proviene de la reencarnación física sino de un
pensar y un sentir en medio de la confusión.
De cualquier modo, debe presentarse alguna evidencia en favor de este
punto para cerciorarnos de que la psicoterapia y las formas de liberación
tienen un campo común. Empezaremos por el hecho bien conocido de que
todas las formas de liberación, el Budismo, el Vedanta, el Yoga y el
Taoísmo[13] declaran que nuestra conciencia egocéntrica ordinaria es una
conciencia limitada y empobrecida, sin fundamento en la «realidad». Está por
verse si su base es física o social, biológica o cultural, pero no cabe duda de
que las cuatro disciplinas tienen el propósito de liberarnos de esta limitación.
En cualquier caso, el método incluye algún tipo de meditación, que puede
tomar la forma de una atención concentrada sobre cierto objeto en especial,
problema o aspecto de la conciencia, o, simplemente, la de una observación
relajada y desapegada de cualquier cosa que venga a la mente. Puede
expresarse como intento de supresión de todo pensamiento verbal, o como
dialéctica que desarrolle el pensamiento más riguroso hasta sus últimas
consecuencias. Puede resumirse en el intento de tomar conciencia directa del
yo perspectivo, o desarrollar la idea de que el yo no es nada que pueda
conocerse: ni tampoco el cuerpo, ni las sensaciones, ni los pensamientos, ni
siquiera la conciencia. En cierto momento, se solicita al discípulo,
sencillamente, que investigue en forma exhaustiva e implacable por qué ansia
la liberación, o quién es el que desea ser liberado. Los métodos varían, pero
no sólo entre las diversas escuelas y maestros, sino también de acuerdo con
las necesidades y temperamentos de los discípulos.
Algunas escuelas insisten en que, para esta tarea, es absolutamente
necesario que el propio gurú esté liberado; otras sólo dicen que esto facilita

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las cosas, pero que no es imposible que el discípulo juegue la partida por sus
propios medios. La misma división de opiniones se da en la psicoterapia.
Pero, de hecho, siempre hay un gurú en un sentido u otro, a veces sólo un
amigo que da consejos, a veces un libro. La servidumbre generada por una
relación social debe ser disipada a través de otra relación social.
¿En Asia se considera, realmente, que la liberación se refiere a las
condiciones sociales, más bien que a las físicas o metafísicas? Mis propias
conversaciones con los maestros de Budismo Zen sobre este asunto no me
han dejado la menor duda. No he hallado uno solo que creyera en la
reencarnación como hecho físico y menos aún que se atribuyera algún tipo de
poderes literalmente milagrosos sobre el mundo físico. A todas estas
cuestiones se las entiende simbólicamente. ¿Y qué decir de los misteriosos
«maestros del Tíbet», a quienes tanto se ha atribuido en materia de
conocimientos ocultos sobre los mundos supra-físicos? Aunque existe mucha
información puramente literaria y académica acerca de los textos del Budismo
tibetano, son contados los occidentales que practicaron realmente sus
disciplinas sobre el terreno. Una de las excepciones es Alexandra David-Neel,
una francesa notable que escribió un libro no menos notable, en el que trató
de explicar, dentro de lo posible, la doctrina fundamental de sus maestros.
Dice, por ejemplo:

«Si (el estudiante) no puede rehusarse a representar un papel en la


comedia o drama del mundo, al menos comprende que es sólo un
juego… Le enseñan a mirar… el incesante trabajo de su mente y la
actividad física efectuada por el cuerpo. Se espera que logre
comprender, que logre notar, que nada de todo eso es de él, ni es él. Él,
física y mentalmente es la multitud de los otros.
»Esta “multitud de los otros” incluye los elementos materiales
—⁠podríamos decir: el fondo⁠— que él adeuda a su herencia, a su
atavismo, y luego los que ha ingerido, los que ha inhalado antes de su
nacimiento, aquellos gracias a cuya ayuda se formó su cuerpo, y que,
asimilados por él, se han convertido, junto a las complejas fuerzas que
les son inherentes, en partes constitutivas de su ser.
»En el plano mental, esta “multitud de otros” incluye muchos seres que
le son contemporáneos: gente que está ligada a él, personas con las que
conversa, cuyas acciones mira. De aquí la sostenida acción inhibitoria
que sufre el individuo mientras absorbe parte de las diversas energías
que emiten aquellos con los que está en contacto; estas energías

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desarticuladas, instalándose en lo que él considera su “yo”, forman allí
un hormigueante tropel.
»Esto incluye, en realidad, un considerable número de seres
pertenecientes a lo que llamamos el Pasado… personalidades con las
que (él) puede haber tenido contacto a través de sus lecturas, o durante
su educación»[32r].

Estos párrafos no describen otra cosa que el organismo, el cuerpo, en


tanto que fenómeno inseparable de un sistema de relaciones físicas, y el ego
como el «otro generalizado» de G. H. Mead, es decir la sensación o
concepción que el individuo tiene de sí mismo a raíz del intercambio social.
En cuanto a la reencarnación, continúa la autora:

«Cuando el estudiante cobra conciencia de este gentío que hay en él,


debe eludir la ilusión, que algunos sufren, de que se trata de los
recuerdos de vidas anteriores. No faltan quienes afirman, y creen, que el
personaje tal y tal, que vivió en el pasado, se ha reencarnado en ellos. En
Asia son innumerables las narraciones y relatos de reencarnaciones,
pues allí se mantiene viva en la masa una sed pueril de lo
maravilloso»[33r].

En otras palabras, la reencarnación no debe ser entendida literalmente,


como corporeizaciones consecutivas de un ego individual, ni siquiera como
«cadena de karma» individual, o configuración de conducta causalmente
conectada[14]. La multitud de vidas del individuo sólo refleja la multiplicidad
de sus vínculos físicos y sociales.
No desearía explayarme tediosamente sobre la interpretación simbólica (y
no física) de la reencarnación, pero es un elemento crucial para tomar
conciencia de que maya pertenece a la esfera social de la descripción y el
pensamiento, y no a la esfera más vasta de las relaciones físicas y naturales.
De cualquier modo, deberíamos agregar alguna referencia a la actitud del
propio Buda frente a este problema, tal como la han recogido los testimonios.
Surge claramente de los textos canónicos que él negaba la realidad de
cualquier ego substancial, pero que jamás negó, ni afirmó, la posibilidad de
«vidas» pasadas o futuras. Lo consideraba un asunto trivial, porque no se
proponía liberar al hombre del mundo físico, sino de su estilo egocéntrico de
conciencia. Que dicha liberación extinguiera o no la continuidad individual
del hombre como organismo físico, en este nuestro plano de existencia o en
otro cualquiera, poco importaba a los efectos del pensamiento búdico.

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«Si de un hermano, Ananda, cuyo corazón estuviera ya en libertad,
hablara alguno, diciendo: “Es su credo que un Arahant (liberado)
prosigue después de muerto”, sería absurdo. O: “Su credo es que un
Arahant no sigue luego… sigue, y sin embargo no sigue después de la
muerte… ni sigue ni deja de seguir, una vez muerto”, todo eso sería
absurdo»[35r].

En la doctrina original de Buda, toda especulación metafísica, así como


todo interés en controles milagrosos sobre el mundo físico, eran tenidos no
sólo por banalidades sino también por estorbos concretos de la liberación.
Habría que agregar, también, que la teoría de la reencarnación física no existe
en el Taoísmo, y que, de acuerdo a A. K. Coomaraswamy[36r] la
interpretación adecuada del Vedanta es que «el único y singular
transmigrante» es el Supremo Yo, el Atman-Brahman; nunca, pues, un alma
individual. Estos enfoques disolvieron la totalidad de la cosmología
reencarnacionista de la antigua India, reduciéndola ora a mito, ora a simple
posibilidad que no debe preocuparnos. La pesadilla de que un mismo
individuo soportara repetidamente la miseria, la enfermedad y la muerte por
períodos infinitamente largos de tiempo, o un cautiverio de siglos en las
cámaras de tortura de los demonios, llegó a su fin con la comprensión de que
no hay nadie para sufrir todo esto.
¿Qué hay del aserto de que la liberación confiere poderes supranormales
sobre el mundo (siddhi)? Cuando no hay en esto una triquiñuela o juego
(upaya) para estimular las erróneas premisas del discípulo, la interpretación
debe ser, otra vez, simbólica, El gurú rehúye toda solicitud directa de
milagros, diciendo que, aun cuando se esté en posesión de ese tipo de
poderes, no ha de usárselos para satisfacer la ociosa curiosidad y, más aún,
que preocuparse por estas cosas perturba seriamente la liberación. Debe
advertirse que, cuando una persona se ve rodeada de cierta reputación relativa
a poderes o habilidades extraordinarias de alguna clase, la gente suele
buscarlos en las simples coincidencias de la vida de esta persona,
interpretando acontecimientos perfectamente normales en forma sobrenatural.
A menudo, los buenos comediantes dominan tanto al público que éste siente
una ardiente expectativa de que el actor diga algo cómico; es así como logra
que se desternillen de risa con unas salidas bastante vulgares. También el
filósofo sabe crear una situación especial gracias a la cual un puñado de
abstracciones, o de simples banalidades, impresiona a la audiencia como el
summum de la profundidad; a veces esto ocurre, incluso, sin intención por
parte del filósofo. Del mismo modo, la gente está decididamente ansiosa por

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confirmar la reputación de un psiquiatra determinado que lee en las personas
como en libros abiertos, y toda la habilidad de los adivinos de la buenaventura
consiste en explotar la información que sus clientes dejan escapar en su
ansiedad por que se les lea el pasado y prediga el futuro. En estas
circunstancias, nada conseguirá el «hombre de los poderes» con negar su
magia, santidad, ingenio o profundidad, pues creerán que su negativa es un
gesto de modestia.
El genuino gurú apela este tipo de habilidades, no para burlarse de sus
discípulos, sino para incrementar en ellos la decisión de dominar el mundo
físico, o sus propios sentimientos, actuando coherentemente a partir de la
errónea premisa de que hay un duelo entre el ego y su experiencia. Pues las
situaciones de esta clase no son más que instancias especiales de la duplicidad
conceptual que la sociedad vuelca sobre el individuo: él sabe que existen
cosas y acontecimientos separados, y que él y los otros son agentes
autónomos, con la misma certeza con que sabe que las chuscadas del
comediante son rematadamente cómicas. En esto consiste toda la técnica de la
hipnosis, del judo por el cual el operador persuade al sujeto de que no puede
desobedecerle[37r]: la liberación búdica recibe el nombre de despertar (bodhi)
por la sencilla razón de que equivale al fin de la hipnosis social. Ser
hipnotizado es simular, inconscientemente, que el hipnotizador es, digamos,
invisible; algo así como convenir que un juego es serio, o que «yo» estoy
dentro de mi piel, y mi campo visual fuera.
Para esbozar una interpretación simbólica de los poderes supranormales
escojamos, por ejemplo, el de la omnipotencia. «Yo soy Dios, y por lo tanto
todo lo que ocurre es obra mía». Naturalmente, no hay forma de demostrar lo
contrario. Si logro que alguien crea esto, lo habré colocado en una situación
de duplicidad conceptual, pues me creerá deseoso de lo que, normalmente,
contrariaría mi voluntad. La única forma de salir de la duplicidad es
comentarla, emitir una meta-afirmación, como por ejemplo: que el enunciado
no se presta a verificación alguna; o que «Yo hago todo» es lógicamente
idéntico a «Yo hago nada», Pero la sola idea de adjudicar todo lo que ocurre a
un agente único pone sobre el tapete el concepto mismo de acción, y modifica
al mismo tiempo la conciencia de «yo-mismo». En otras palabras, la
comprensión de que el agente ego es una ficción genera la sensación de que
todas las acciones de que usted tiene noticia son sus propias acciones. Ese
sentimiento es la «omnipotencia», pero en realidad no corresponde a una
percepción del ego como hacedor de todas las cosas. Es una percepción de la
acción que tiene lugar en un campo unificado, dentro del cual aún es posible

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observar la diferencia convencional entre «mis» actos y los «tuyos», porque
ocurren en diferentes zonas del campo. Tendría cierto sentido afirmar que yo,
el ego agente, efectúo elecciones, realizo acciones o formulo pensamientos, si
con esto produjera alguna diferencia demostrable en las acciones y elecciones
ocurridas. Pero nunca podemos demostrar que lo que se ha hecho pudo haber
sido de otro modo, ni tampoco que se ha hecho lo debido, y bien hecho está…
excepto cuando constreñimos nuestra atención a campos muy reducidos,
suprimiendo variables o, en otras palabras, separando a los eventos de su
contexto. Sólo ignorando el contexto general de una acción puede decirse que
la he realizado libremente, o que no he podido evitarla. Puedo intentar, otra
vez, el mismo acto; si resulta en forma distinta, digo que pude haberlo hecho
de otro modo; si resulta idéntico, que no pude. Claro que, entre tanto, el
contexto ha cambiado. Por esto, la misma acción jamás podrá repetirse.
Ahora bien: ignorar el contexto de los acontecimientos es exactamente lo
que designa el término budista avidya, la ignorancia, que se disipa con la
liberación. En cierto modo, los experimentos reproducibles de nuestra ciencia
se basan en esta ignorancia, puesto que se los ejecuta dentro de campos
artificialmente cerrados. Estos experimentos aumentan nuestros
conocimientos por la sola razón de que el científico sabe lo que está
ignorando. Por medio de un riguroso aislamiento del campo, obtiene un
conocimiento más y más detallado de los vínculos que, en la práctica, ligan a
los campos entre sí. El no ignora la ignorancia-avidya. Por el mismo camino,
la disciplina búdica deja atrás la ignorancia inconsciente —⁠los actos
selectivos habituales de la conciencia, que dejan fuera de foco al contexto
para coger as cosas «separadas»⁠— gracias a una intensa concentración. Esto
es judo aplicado a la ignorancia-avidya. La ficción del ego agente se difumina
en presencia de una atención plena y acabada hacia lo que realmente sucede al
elegir, decidir, intentar o ser espontáneo. Es entonces cuando uno llega a
comprender que la conciencia, o atención, es ignorancia-avidya, y no puede
ser de otro modo. Pero ahora uno lo sabe, y de aquí que el siddhi de la
omnisciencia no consiste en saberlo todo, sino en comprender todo el proceso
del saber, viendo que todos los datos «conocidos» sólo se distinguen por la
ignorancia-avidya. Cuando esta última es inconsciente, creemos que los datos
que ella aísla son realidades, y, de esta forma, el método convencional de
clasificar cosas y eventos nos parece natural.
El principio budista de que «la forma es vacío (sunya)» no implica que, en
consecuencia, las formas no existan. Significa, sí, que las formas son
inseparables de su contexto: que la forma de una figura es, también, la de su

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fondo, que una silueta queda tan determinada por lo que queda fuera como
por lo que lleva dentro. La doctrina de sunyata, o vacuidad, sólo afirma que
no existen formas por sí mismas, pues cuando más se concentra uno en una
cosa individual, más se complica ésta con el universo entero. La visión búdica
del mundo como dharmadhatu —⁠liberalmente traducible por «campo de
funciones relacionadas»⁠— no difiere mayormente de la concepción que la
ciencia occidental tiene de la realidad, sólo que una de las visiones es
vivencia y la otra teórica. Poéticamente, el dharmadhatu es simbolizado por
medio de una vasta red de piedras preciosas, como si fueran gotas de rocío
sobre una telaraña multidimensional. Examinando de cerca cada una de las
piedras preciosas, se observa en ellas los reflejos de todas las demás. La
relación entre las piedras recibe el nombre técnico de «cosa-cosa no
obstáculo» (shih wii al), vale decir que cualquier forma en particular es
inseparable de todas las demás formas.
En suma, pues, la disciplina budista tiende a comprender que la angustia o
conflicto (duhkha) emana de la aprehensión (trishna) de entidades extraídas
del mundo por la ignorancia (avidya): con el verbo aprehender quiero decir
actuar o sentir hacia ellas como si fueran independientes de su contexto. Esto
pone en movimiento el samsara o círculo vicioso: tratar de resolver el falso
problema de las luchas entre la vida y la muerte, el placer y el dolor, el bien y
el mal, el yo y el no-yo; en una palabra, conservar la «separatidad» del ego de
cara a la vida. Pero, a través de la meditación disciplinada, el estudiante
descubre que no puede evitar este tipo de aprehensión mientras insista en
pensar en sí mismo como ego capaz de actuar o de suspender la acción. El
intexto de no aprehender reposa sobre la misma base falsa de la aprehensión:
la ilusión de que el pensar y el hacer, el intentar y el escoger, son causados
por un ego, que los acontecimientos físicos emanan de una ficción social. Se
descubre la irrealidad del ego al advertirse que éste no puede aprehender ni
dejar de aprehender la realidad. Esta percepción (prajna) promueve el
nirvana, que es la salida del falso problema. Pero el nirvana implica, también,
una transformación radical de lo que se siente al estar vivo: se siente como si
todo fuera yo, o como si todo —⁠incluyendo «mis» propios pensamientos y
acciones⁠— estuviera sucediendo por sí solo. Todavía existen los esfuerzos,
las opciones y las decisiones, pero no en el sentido de que «yo los hago»,
surgen de sí mismos, en relación con las circunstancias. Esto es, en
consecuencia, sentir la vida, no como encuentro de sujeto y objeto, sino como
campo polarizado en que la contienda de los opuestos se ha convertido en
juego de los opuestos.

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Es por esta razón que el budismo aparea la percepción (prajna) y la
compasión (karuna), que es la actitud apropiada del organismo hacia su
medio ambiente natural y social; se descubre que el tornadizo límite entre el
individuo y el mundo, que denominamos conducta individual, es común a
ambos. Mi borde exterior, que no sólo lo es de mi piel sino de cada órgano y
célula de mi cuerpo, es también el borde interior del mundo. Los movimientos
de este reborde son mis movimientos, pero también lo son del mundo: de su
reborde interno. «De acuerdo con la teoría de la relatividad, no se considera al
espacio como recipiente, sino como constituyente del universo material»[38r].
A la vista de esto, yo siento con el mundo. Atravesando la institución social
del ego separado para descubrir que mi aparente independencia no era más
que una convención social, me siento más que nunca uno con la sociedad. En
correspondencia, pues, con la visión final del mundo como campo unificado
(dharmadhatu) el Budismo encuentra en el hombre plenamente liberado un
Bodhisattva, uno que está completamente libre para tomar parte en el juego
cósmico y social. Cuando se dice que está en el mundo sin ser de él, que
regresa para acometer todas sus actividades con absoluto desapego, esto
significa que ya no confunde su identidad con su rol social: que representa su
papel, en lugar de tomarlo seriamente. Es un «Joker», un comodín que hace
las veces de cualquier naipe del mazo.
Su posición concuerda, por tanto, con la del Atman-Brahman del Vedanta,
aquel «Yo» inclasificable e inidentificable que desempeñaba todos los papeles
del drama cósmico y social. Tal como, en un plano menor, uno nunca sabe
quién es un actor, puesto que aún fuera de la escena puede estar
representando, así también carece de identidad el Bodhisattva. «Su puerta está
cerrada, y los sabios no lo conocen. Su vida interior se halla oculta, y él se
mueve fuera de la rutina de las virtudes reconocidas»[39r]. Es en este mismo
sentido que «las zorras tienen madrigueras, y las aves del aire sus nidos, pero
el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza», pues el mensaje real
de la vida sin hogar, de ser un «vagabundo de los bosques» (vanaprastha) que
no tiene casta, reside en que el rol del propio ego sólo se está representando.
La propia vida es una pieza sin actor, y de aquí que se haya siempre
reconocido, en el demente que extravió su juicio, una parodia del sabio que
trascendió su ego. Si el primero es paranoide, el segundo es metanoide. La
esfera del Bodhisattva es, en efecto, lo que Gerald Heard ha llamado una
«meta-comedia»: la jerga de actualidad lo denomina Divina Comedia, el
punto desde donde la tragedia de la vida se ve como comedia, ya que los
protagonistas no hacen más que jugar. Así, también, el descastado inferior,

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trátese de un criminal, o de un lunático en quien no se puede confiar, es
siempre un espejo que refleja al descastado superior, al imparcial que no toma
partido ni puede ser encasillado. Sólo que el primero se ha replegado ante la
tragedia de la duplicidad conceptual porque se le antojaba insoluble, mientras
que el último ríe, porque sabe que todo esto es un disparate. Cuando la
sociedad es incapaz de distinguir entre estos dos tipos de descastados, trata a
ambos del mismo modo.
La relación entre el proceso liberador y las convenciones sociales es aún
más clara cuando pasamos de India a China. El Taoísmo, como sendero de
liberación, suele ser descrito como fundamentalmente opuesto al
Confucianismo, sistema de normas sociales, pero es un grave error analizarlos
como puntos de vista mutuamente excluyentes, a la manera del determinismo
y el libre albedrío. En el Confucianismo, es básica la idea de que un
ordenamiento adecuado de la sociedad se funda sobre la «rectificación de los
nombres», esto es: un acuerdo acerca de la definición de los roles y sus
relaciones. La posición Taoísta declara, en cambio, que ninguna definición de
ese tipo puede ser tomada en serio. Los nombres o palabras deben ser
definidos por medio de otras palabras, y… ¿Con qué palabras definiremos a
estas últimas? De aquí el comienzo del celebrado clásico que se atribuye a
Lao-tsé:

«El Tao (Camino de la Naturaleza) del que se puede hablar No es el Tao


Absoluto; los nombres que pueden pronunciarse No son Nombres
Absolutos. El Sin-Nombre es el origen del Cielo y la Tierra; El
Nombrado (o Nombrar) es la Madre de Todas las Cosas.»[40r]

Pues las cosas, como ya hemos visto, son unidades de la descripción, y es


por tanto al nombrar y describir cuando la Naturaleza parece constituirse de
unidades separadas.

«Pero Tao jamás tuvo un nombre… Puesto que, así como se dan los
nombres, uno también debiera saber detenerse. Sabiendo detenerse, uno
puede tornarse inmortal.»[41r]

Este «saber dónde detenerse» recibe el nombre más general de wu-wei,


término cuyo significado literal es «no-acción» o «no-interferencia», pero que
debe entenderse más precisamente como no actuar en conflicto con el Tao,
sendero o curso de la naturaleza. Va contra el Tao, por ejemplo, tratar de
coagular sus incesantes transformaciones en nombres fijos, porque esto daría

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a la estructura de la Naturaleza una apariencia similar a la del lenguaje:
parecería una multitud de cosas diferentes en lugar de una multitud de
relaciones cambiantes. Puesto que en realidad en esto último, no hay modo de
ubicarse fuera de la Naturaleza como para interferir con ella. El organismo del
hombre no se confronta con el mundo, sino que está en el mundo.
Él lenguaje parece un sistema de términos fijos que se contraponen a los
hechos físicos, de quienes son referencia. Pero no hay tal, como lo demuestra
la imposibilidad de mantener estable a cualquier lengua viviente. Pensar y
conocer, aparentemente, implican una confrontación con el mundo desde el
ego, del mismo modo que las palabras parecen contraponerse a los hechos;
estas dos ilusiones se alzan o ruedan por tierra, juntas. Hablar y pensar son
acontecimientos en y del mundo físico, pero se los ejecuta como si estuvieran
fuera, como si fueran una medida fija e independiente con la cual pudiera
evaluarse a la vida. He aquí, pues, la noción de que el ego puede interferir con
el mundo desde fuera, pudiendo incluso separar cosas y eventos, como uno
separa aparentemente lo «cierto» (shih) de lo «falso» (fei). Por esto, dice
Chuang-tzu:

«¿Cómo puede estar tan oscuro el Tao que requiera una distinción entre
lo cierto y lo falso? ¿Cómo es posible que el lenguaje se haya
oscurecido hasta ser necesaria una distinción entre lo correcto y lo
erróneo? …No hay nada que no sea esto; nada hay que no sea aquello.
Lo que no puede ser visto por aquello (la otra persona) puedo conocerlo
yo mismo. Por esto digo que esto emana de aquello; aquello deriva,
también, de esto. Esta es la teoría de la interdependencia de esto y
aquello. Sin embargo, la vida es generada por la muerte, y viceversa. La
afirmación se basa en la negación, y viceversa. Llegado el caso, el
verdadero sabio rechaza toda distinción y se refugia en el Cielo (es
decir, en la unidad básica del mundo)»[42r].

El Taoísmo, especialmente a través de la filosofía de Chuang-tzu, se burla


constantemente de la solemnidad confucianista, de la seriedad con que esta
última supone que pueden definirse lo cierto y lo falso, y someter a la
sociedad a un orden perfecto. Chuang-tzu nos refiere la siguiente entrevista
(apócrifa) entre Lao-tsé y Confucio:

«Confucio comenzó a exponer las doctrinas de sus doce cánones, con el


propósito de convencer a Lao-tsé.

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»—Todo esto es absurdo —exclamó Lao-tsé, interrumpiéndole⁠—…
Dime cuáles son tus criterios.
»—La Caridad —replicó Confucio— y el deber hacia nuestro prójimo…
»—Dime —dijo Lao-tsé⁠—. ¿En qué consisten la Caridad y el deber
hacia nuestro prójimo?
»—Consisten —respondió Confucio— en la capacidad de regocijarse
con todas las cosas; en el amor universal, sin el elemento del yo. Estas
son las características de la caridad y el deber hacia nuestro prójimo.
»—¡Qué morralla! —gritó Lao-tsé⁠—… ¿No se contradice a sí mismo,
acaso, el amor universal? ¿Tu eliminación del yo no es una positiva
manifestación del yo? Amigo, si tú lograras que el Imperio perdiera la
fuente de su nutrición, quedaría el Universo, cuya regularidad es
incesante; también están el Sol y la Luna, cuyo fulgor jamás se extingue;
están las estrellas, agrupadas en forma invariable; están los pájaros y las
bestias, que se aparean siempre del mismo modo; hay árboles y flores
que crecen hacia arriba sin excepción. Sé como todos ellos; sigue el
Tao; y serás perfecto. Para qué, entonces, estas vanas luchas en pos de la
caridad y el deber para con el prójimo, que son como golpear un tambor
mientras persigues a un fugitivo (que, naturalmente, te oirá venir y
escapará). ¡Cielos! Amigo, has traído mucha confusión a la mente del
hombre»[43r].

La filosofía de wu-wei o no-interferencia implica, entonces, un consejo


aparentemente peligroso: se recomienda a la gente que se acepte tal como es.
Esto perturbará mucho menos el orden social que forzar a los seres humanos a
destrozarse en la persecución de ideales imposibles.

«Esta cháchara sobre la caridad y el deber para con nuestro prójimo


acabará por volverme loco. Señor, afánate por conservar en el mundo la
simplicidad original. Y, así como el viento sopla donde se hace presente,
así también deja que se establezca la virtud, por sí sola… La garza es
blanca sin bañarse a diario. El halcón es negro sin pintarse cada día»[44r]

Se confiaba lo suficiente en la naturaleza humana como para dejarla


librada a su propio aire, pues se la consideraba recogida en el Tao, y el Tao, a
su vez, era percibido como un orden natural perfectamente coherente,
manifestado en la polaridad del yang (el positivo) y yin (el negativo). Dada
esta relación polar, para cualquiera de ellos era imposible existir sin el otro, y

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por esto mismo no tenía sentido estar a favor del yang y en contra del yin. Si,
por otro lado, los hombres no confiaran en su propia naturaleza, o en el
universo del cual aquélla es parte… ¿Cómo podrían fiarse de su
desconfianza? A un nivel más profundo: ¿Qué es esto de confiar o no confiar,
aceptarse a uno mismo o rechazarse, cuando nos es imposible ubicamos fuera
de nosotros mismos, como separando al pensador de sus pensamientos?
¿Podrá el pensador corregir sus pensamientos erróneos? ¿Y si el pensador
necesita corregir al pensador? ¿No es más simple suponer que los
pensamientos se corregirían por sí mismos?[15].
El suave regaño de Chuang-tzu a la solemnidad confuciana cobra un tono
humorístico, casi único en la literatura de este tipo, porque también se burla
de su propio punto de vista. Para esto emplea, en el más puro estilo de la
«meta-comedia», todas las analogías posibles entre el sabio, por un lado, y
por el otro el tonto, el idiota, el borracho. Como ejemplo de liberación de las
convenciones sociales, idealiza a un horrible giboso que es el primero que
descartan los oficiales del reclutamiento y el primero, también, en recibir
ayuda gratuita de los servicios sociales[45r]. Ese sabio es tan «inútil» como un
árbol fantástico que se desarrollara hasta alcanzar inmensas proporciones, por
el amargor de sus frutos, sus hojas repugnantes y su tronco y ramas
demasiado retorcidos para hacer vigas o tablas[46r]. El camino de la liberación
va «hacia abajo y afuera»; como el agua, coge el rumbo de la menor
resistencia; sigue la cuesta natural de los propios sentimientos; nos torna
estúpidos, nos ayuda a rechazar los refinamientos del aprendizaje; nos deja
inertes como una hoja a merced del viento. Esto quiere decir que la
inteligencia resuelve problemas recurriendo a la suprema simplicidad y al
menor esfuerzo, y es a través de estos conceptos que el Taoísmo inspiró a los
creadores japoneses de a técnica del judo: el fácil y suave Tao.
Hay un paralelo evidente, aquí, con la filosofía de la terapia no-directiva
de Carl Rogers, en la cual el terapeuta sólo traza las conclusiones lógicas de
lo que su cliente piensa y siente, según el sencillo procedimiento de
reformularlas de la manera más clara posible. Las intervenciones del terapeuta
se reducen a expresar lo que él ha entendido en las palabras de su cliente. Se
confía en la sabiduría del «potencial de crecimiento positivo» de cada ser
humano, que habrá de elaborar la solución del problema a poco que se lo haya
enunciado en forma clara y coherente. El propio terapeuta, pues, es tan
«estúpido» y «pasivo» como un taoísta, careciendo de teorías sobre lo que va
mal en su paciente o lo que debiera hacer para curarse. Si el paciente siente
que tiene un problema, pues lo tiene. Si, por el contrario, cree que no tiene

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ningún problema, deja de concurrir a la terapia. Y el terapeuta se contenta con
la esperanza de que, en caso de que el problema hubiera quedado de veras sin
resolver, el paciente acabaría por volver. Esta es, exactamente, la actitud que
toma cualquier sabio taoísta ante un futuro discípulo, aunque el éxito
parecería depender de que el terapeuta aplicara o no una técnica mecánica y
estuviera o no en paz dentro de sí.
La posición taoísta, como la de Wittgenstein, consiste en que puede haber
problemas lógicos, pero no existen los de carácter natural o físico. La
naturaleza o Tao no persigue propósito alguno, y por lo tanto no tiene
dificultades.

«Aquel que responde a quien pregunta sobre el Tao no conoce el Tao.


Aunque uno puede oír sobre el Tao, en realidad no es sobre el Tao que
oye hablar. No existen las preguntas sobre el Tao. No existen respuestas
para esa clase de preguntas. Es vano formular una pregunta que no
puede ser evacuada. Responder a una pregunta que no tiene respuesta es
irreal. Y quien mezcla de tal modo lo vano con lo irreal carece de la
percepción física del universo, y no comprende el origen de la
existencia»[47r].

Esto no se debe a una condición inherentemente misteriosa del Tao sino al


carácter artificial de los problemas de la sociedad humana.

«Cuando se pierde el gran Tao, fluyen alegres la bondad y el honor.


»Cuando se elevan la sabiduría y la sagacidad, surgen los grandes
hipócritas.
»Cuando los lazos familiares pierden su armonía, tenemos hijos
afectuosos, y devotos padres.
»Cuando una nación cae en el desorden y la confusión, se reconoce a los
patriotas»[48r].

Chuang-tzu traza, entonces, un paralelo entre el hombre liberado y los


«hombres puros de antiguo», que, se supone, vivieron antes de que se crearan
las artificiales aspiraciones de la sociedad.

«Los hombres puros de antiguo actuaban sin cálculo, no pretendían


obtener resultados. No preparaban planes. Por tanto, al fallar, no tenían
motivo para lamentarse; en el éxito no había felicitaciones. Y es así
como escalaban las alturas, sin temor… No sabían lo que era amar a la

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vida y odiar a la muerte. No hallaban regocijo en los nacimientos, ni
luchaban para postergar la muerte. Venir velozmente, y marcharse
rápido: nada más… Esto es lo que se llama no llevar al corazón fuera del
camino del Tao, no permitir que lo humano aspire al lugar de lo
divino»[49r].

De esto podría deducirse que los taoístas abogaban en favor de un


primitivismo romántico, similar a la idealización del Buen Salvaje del siglo
dieciocho europeo. La conclusión sería natural si separáramos enteramente a
los pasajes citados de su contexto social. Pero Needham[50r] nos ha dejado un
convincente desarrollo de la idea de que la artificialidad y «tecnología» a que
se oponían los taoístas era la del sistema feudal, cuyas leyes no hacían más
que proteger la explotación, y cuya tecnología se reducía a la manufactura de
armas. Hay un hecho aún más importante: el Confucianismo, a pesar de su
indudable mérito, era una concepción escolástica, ritual y puramente teórica
del orden social, despojada del menor interés en el orden natural. Toda la
literatura del taoísmo refleja un profundo e inteligente interés por los modelos
y procesos del mundo natural, y el deseo de basar la vida humana en los
principios observables de la naturaleza, en contraste con los arbitrarios
principios de un orden social edificado sobre la violencia.

«Un viento salvaje no ha de durar la mañana entera; la más inclemente


de las lluvias no caerá durante todo un día. ¿Quién realiza estas
acciones, sino el Cielo y la Tierra? Cuando el Cielo y la Tierra no
pueden sostener tal actividad, ¿qué menos podrá el hombre?»[51r].

En otras palabras: las convenciones sociales que entran en conflicto


directo con los procesos físicos no pueden sustentar una sociedad perdurable.
Si esto es primitivismo romántico, la psicoterapia actual no lo es menos,
cuando promueve formas de vida que van más de acuerdo con la biología
humana que con la tradición social. En el Confucianismo, el origen de la
autoridad residía en una literatura tradicional; para el Taoísmo, en cambio,
aquella provenía de la observación del universo natural, y, como ha señalado
Needham, aquí se aprecia un cercano paralelismo con la ruptura entre la
ciencia occidental, que lee el libro de la Naturaleza, y el escolasticismo
occidental, que sólo voltea las páginas de la Biblia, Aristóteles y Santo Tomás
de Aquino.
Por supuesto, en cualquier tipo de condición civilizada es imposible que
un ser humano actúe sin trazar planes, o que rehúse totalmente su

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participación en una economía de violencia y despilfarro, sea su patrocinio
ideológico capitalista o comunista. Sin embargo, puede advertirse que esta
«ratonera» competitiva no tiene por qué ser tomada en serio, o mejor, que si
hemos de persistir en ella no debemos tomarla en serio, pues de lo contrario
los «colapsos nerviosos» serán tan frecuentes como los resfriados. Tengamos
siempre presente que las descripciones de Chuang-tzu sobre los hombres
puros de antiguo y la vida de no-interferencia pecan siempre de exageración;
son humorísticas, como los trazos con que Liang Kai pintó a los maestros del
Zen[52r].

«El hombre de carácter vive en su casa sin ejercitar su mente, y ejecuta


sus acciones sin preocupación… En apariencia estúpido, divaga como
quien ha perdido su camino. Tiene mucho dinero para gastar, pero no
sabe de dónde le viene»[53r].

Así como wu-wei no debe ser tomado literalmente por un «no hacer
nada», la liberación no se reduce literalmente a abandonar el juego social,
sino a tratarlo como el anciano trata a la cascada en la siguiente anécdota:

«Confucio contemplaba la cascada de Lüliang. El agua caía desde una


altura de doscientos metros, y su espuma continuaba hasta quince millas
de distancia. Allí dentro no penetraba ninguna criatura de escamas y
aletas. Sin embargo, vio Confucio que un anciano atravesaba el lugar, y
creyendo que aquel hombre buscaba poner fin a su vida a causa de algún
problema que lo aquejara, ordeno a un discípulo que se acercara por la
orilla para tratar de salvarlo. El anciano emergió a un centenar de pasos,
y con sus cabellos flotando nadó a lo largo de la ribera. Siguióle
Confucio, y dijo: “He creído, señor, que eras un espíritu, pero ahora veo
que eres un hombre. ¿Tendrías la bondad de decirme si existe, acaso, un
modo de lidiar así con las cosas del agua?”
»—No —respondióle el viejo—. Yo no sé de modo alguno… me sumerjo
en el torbellino, y con él también salgo fuera. Me acomodo al agua, no
es ella quien me obedece. Por eso puedo avenirme con ella de este
modo, siguiendo sus dictados»[54r].

Entre los años 400 y 900 d. C., surgió de la interacción del Taoísmo y el
Budismo Mahayánico la escuela de Ch’an o Zen, con su asombrosa técnica
(de la cual volveremos a hablar) que enseñaba la liberación, no ya por la
exposición verbal sino por el «señalamiento directo». La posición

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fundamental del Zen dice que no tiene nada que decir, o, una vez más, que la
Naturaleza no es un problema.

Las colinas azules son sólo colinas azules;


Las blancas nubes, nada más que nubes blancas.

Esto es el Zen todo, y por lo tanto cuando el discípulo presenta al maestro


una pregunta artificial, como por ejemplo: «¿De qué modo cogeré el sendero
de la liberación?», el maestro replica: «¿Oyes la corriente del arroyo?» «Sí».
«Ese es el camino de entrada». O, más simple aún; cuando se le pregunta por
el significado del Budismo, contesta: «¡Tres libras de lino!» La dificultad del
Zen reside en el problema casi insuperable de lograr que una persona
comprenda que la vida y la muerte no son un problema. El maestro Zen fija
este concepto cuando solicita a su discípulo que descubra para quién es el
mundo un problema, para quién es deseable el placer y repudiable el dolor; de
este modo la conciencia se vuelve sobre sí misma y descubre al ego. Pero, por
supuesto, este mítico «yo» que parece afrontar las experiencias, o estar
atrapado en el mundo, no está en ningún lugar, ni puede ser hallado. Un día,
el viejo maestro Sekito dio con su alumno (muy avanzado) Yakusan, sentado
sobre una piedra.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sekito.
—Nada —replicó Yakusan.
—De modo que estás sentado, ocioso.
—Aún estar sentado y ocioso es hacer algo.
—Dices «haciendo nada»… ¿pero quién es aquel que está haciendo
nada…?
—Puedes llamar a millares de hombres sabios: ninguno podría
responderte[55r].
Con sus respectivos métodos, el Vedanta, el Budismo y Taoísmo nos
refieren que la vida deja de parecemos problemática cuando advertimos que el
ego es una ficción social. Claro está que la enfermedad y la muerte pueden
resultar dolorosas, pero el tono problemático está dado por la vergüenza que
arrojan sobre el ego. Este bochorno es el mismo que sentimos cuando se nos
coge fuera de nuestro papel, por ejemplo cuando descubren a un obispo en el
acto de rascarse la nariz, o a un policía en pleno delito. Puesta que el ego es
un «rol», una «representación», de que el yo interno es permanente, de que
gobierna al organismo y, aunque «tiene» experiencias, no forma parte de
ellas. El dolor y la muerte desnudan esta farsa, y es por esto que casi siempre,
esperamos la llegada del sufrimiento con un sentimiento de culpa, que resulta

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tanto más difícil de explicar a causa de que la farsa es inconsciente. De aquí el
sentimiento oscuro, pero poderoso, de que uno no debiera sufrir, ni morir.

Ya no te sientes del todo humano.


Te han reducido de pronto al nivel de un objeto:
Objeto viviente, sí, pero ya no una persona…
Cuando te vistes para la fiesta
Y bajas las escaleras, todo en ti
Se conjuga para apoyarte en el papel que has escogido.
Pero luego ocurre, a veces, que cuando arribas
Al último escalón
Hay otro escalón, uno más de los que esperaban tus pies,
Y te precipitas escalera abajo.
Durante un instante
Tienes la experiencia de ser un objeto
Librado a la merced de una malévola escalera[56r]

El estado de conciencia que sigue a la liberación del ficticio ego se


comprende con bastante facilidad en términos neuropsiquiátricos. Uno de los
importantes hechos físicos que reprime la socialización es el de que todas
nuestras experiencias sensoriales son estados del sistema nervioso. El campo
visual, que tomamos por elemento exterior al organismo, se encuentra, en
realidad, dentro del mismo, pues no es más que una traducción del mundo
externo a la forma del ojo y los nervios ópticos. Por lo tanto, lo que vemos es
un estado del organismo, un estado de nosotros mismos. Sin embargo, aún
esto es decir demasiado. No existe el mundo externo, y luego el estado del
sistema nervioso, y luego algo que ve dicho estado. El ver es precisamente ese
estado particular del sistema nervioso, que en un momento particular es parte
integral del organismo. Del mismo modo, uno no oye sonidos. El sonido es
idéntico al oír, sin el cual sólo constituye una vibración en el aire. Los estados
del sistema nervioso no necesitan, como suponemos, que los vigile alguien
más, un hombrecillo dentro de nuestras cabezas que lo registre todo. ¿No
necesitaríamos, acaso, otro sistema nervioso, y otro hombrecillo dentro de su
cabeza, y así ad infinitum? Cuando obtenemos una regresión infinita de este
carácter, hemos de sospechar siempre que hubo un paso innecesario en algún
punto de nuestro razonamiento.
Cuando planteamos lo que, en términos efectivos, equivale a un segundo
sistema nervioso observando al primero, estamos revolviendo al sistema
nervioso contra sí mismo, y en esas condiciones nuestros pensamientos entran

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en oscilación. Nos convertimos en una serie infinita de ecos, de seres detrás
de seres detrás de seres. Ahora bien; existe, efectivamente, un sentido en que
la corteza cerebral es un segundo sistema nervioso, más allá y sobre el
sistema primario, que sería el tálamo. Permitiéndonos una considerable
supersimplificación, podríamos decir que al corteza funciona como sistema
programador de información para el tálamo, por medio del cual el organismo
puede tomar relativa conciencia de sí mismo. Gracias al nivel cortical, el
sistema nervioso puede saber que sabe; puede registrar y reconocer sus
propios estados. Pero esto es solamente un «eco», no una serie infinita.
Además, la corteza cerebral no es más que un modelo neuronal más, cosa que
también son sus estados; mientras se supone que el ego está en el organismo
pero no es del organismo, esto no es otra cosa que un fenómeno nervioso.
¿Cómo es posible que la corteza cerebral observe y controle la corteza
cerebral? Tal vez llegue el día en que el cerebro humano se repliegue
nuevamente sobre sí, desarrollando una corteza cerebral superior, pero hasta
entonces el único feedback con que podrá contar acerca de sus propios
estados provendrá de las otras personas. (Hablo aquí de la corteza cerebral
como conjunto. Por supuesto, uno puede recordar haber recordado). De aquí
que el ego que observa y controla al nivel cortical es un complejo de
información social estacionada en la corteza: el «otro generalizado» de Mead.
Pero, debido a una falta de información social, se crea la apariencia de que la
información de que se compone el ego es algo más que una serie de estados
del propio nivel cortical, y que le corresponde controlar la corteza cerebral. El
ego es la farsa inconsciente o simulación de que el organismo contiene un
sistema superior al cortical; es la confusión por la cual un sistema de
información interpersonal es tomado por nuevo, e imaginario, pliegue del
cerebro: como algo más que un fenómeno neuronal, llámese mente, alma o
yo. Por lo tanto, cuando siento que «yo» me estoy conociendo o controlando
—⁠es decir, a mi corteza cerebral⁠— debería hacerme cargo de que, en realidad,
quien me controla es un conjunto de gestos y palabras de otras personas,
enmascarado para personificar a mi yo más íntimo y mejor. Cerrar los ojos a
esto acarrea una intensa confusión, como cuando me esfuerzo por dejar de
sentir en formas que son socialmente objetables.
Si todo esto es cierto, resultará obvio que la sensación de ego es pura
hipnosis. La sociedad está persuadiendo al individuo de hacer lo que ella
desea, creando la apariencia de que sus órdenes son la voz del yo íntimo del
individuo. Lo que nosotros deseamos es lo que deseas tú. Y esto es una
duplicidad conceptual como la de aquella madre que dice a su hijo

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empecinado en cubrirse de lodo para amasar un pastel de barro: «¡Pero hijo
querido, tú no quieres meterte en ese fango!» Esto es lo que yo llamó
información capciosa, ni más ni menos que la «Gran Mentira Social».
Supongamos, entonces, que se interrumpe el falso reflejo de que «yo veo
mis visiones» o «yo siento mis sentimientos» gracias al método de las formas
orientales de liberación. ¿No se advertiría. Juego, con claridad, que todas
nuestras percepciones del mundo exterior son estados del organismo? La
división entre «yo» y «mis visiones» se proyecta hacia fuera, contra la nítida
división entre el organismo y lo que él percibe. Sólo un cambio de este orden
explicaría la sensación, tan frecuente en los instantes de la liberación (satori),
de que el mundo externo es uno mismo, y las acciones exteriores nuestra
propia obra. Se habrá de conocer a la percepción, entonces, como lo que es:
una relación de campo y no ya un encuentro[16]. No me parece excesivo decir
que este tipo de cambio perceptivo dará lugar a campos más propicios para la
solidaridad social que la triquiñuela habitual de hipnosis y fraude.
Deberíamos formular, en este punto, una pregunta colateral que surge
reiteradamente durante el curso de cualquier controversia sobre las formas de
liberación y su utilidad terapéutica. A pesar de la mojigatería del propio
Freud, toda la historia de la psicoterapia está ligada con un movimiento hacia
la libertad sexual en la cultura occidental. Esto parecería plantear un agudo
conflicto con el hecho de que las formas de liberación alientan ampliamente
el celibato y la vida monástica o eremítica entre sus seguidores. Podrían
citarse muchos textos para demostrar que la pasión sexual es tenida por
obstáculo principalísimo en el sendero de la liberación.
Para comprender esto debemos remitirnos, primero, al contexto social de
la liberación en la antigua India. En el curso normal de los acontecimientos,
nadie ingresaba a estas disciplinas hasta la etapa terminal de su existencia. En
los diversos ashramas o estadios vitales, el período liberador de «morador de
los bosques» (vanaprastha) sólo sobrevenía al agotarse el estado de «padre de
familia» (grihastha). No se esperaba que una persona buscara la liberación
hasta tanto hubiera formado una familia y transmitido sus ocupaciones a sus
hijos. Se consideraba que la liberación no sólo emancipaba al hombre de las
convenciones sociales, sino también de la responsabilidad social. El Budismo
Mahayana habría de modificar radicalmente esta noción, y veremos que la
respuesta a nuestro problema radica aquí más que en las disciplinas que
permanecen inesperadamente ligadas a la cultura hindú: Vedanta y Yoga.
Pero me parece significativo que también Jung viera en el proceso de

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individuación de su psicoterapia un objetivo propio de la segunda mitad de la
vida, una preparación para la muerte.
En todas las antiguas sociedades pre-conceptivas, la actividad sexual se
encontraba inseparablemente unida, por razones obvias, a la procreación, y la
paternidad era incompatible, desde distintos puntos de vista, con el estadio de
vanaprastha en la vida de un hombre. En aquellos tiempos en que la
expectativa de vida era mucho más breve que la actual, este hombre tenía
escasas probabilidades de criar a sus hijos hasta la madurez. Además, había
un conflicto potencial entre el deber de socializar a los hijos y el de liberarse a
sí mismo. Debe recordarse, también, que la fisiología primitiva asociaba la
emisión seminal con una «pérdida» de fluido vital, comparable a una pérdida
de sangre, confundiendo el relajamiento propio del desentumecerse con una
mengua en la vitalidad. De aquí la noción ampliamente difundida, pero falaz,
de que «todos los animales se entristecen después del coito» (Omne animal
triste post coitum). Pero, aparte de todas estas consideraciones, la razón
principal para esta insistente represión del deseo sexual consistía en el
sobresaliente estímulo que ofrecía a la sensación de realidad del ego, como
diciendo: «¡Si puedes coartar tu naturaleza biológica, realmente tú existes!»
Este método de estimulación del ego es tan drástico que, como ocurre con
ciertas drogas potentes, uno sólo se siente justificado cuando las usa con la
convicción de que harán el efecto apetecido. Por cierto, se suponía que todos
los métodos de liberación eran disciplinas temporarias. A menudo se compara
a la disciplina búdica con una balsa para cruzar desde la orilla del samsara a
la del nirvana, y los textos repiten una y otra vez que, puesto el pie sobre la
tierra de la última ribera, ha de abandonarse la almadía. Como ya hemos
visto, en el Budismo mahayánico, el Bodhisattva liberado regresa desde los
bosques o la ermita al seno de la sociedad y a la vida mundana. Pero se
presenta la dificultad práctica de que, en Asia, las formas de liberación se
encuentran en un nivel de ineficacia y confusión teórica similar, con ciertas
excepciones, al de la psicoterapia occidental. El propósito de una
comparación con la psicoterapia consiste, precisamente, en provocar una
mutua clarificación. El Budismo crónico es, tal vez, aún más frecuente que la
psicoterapia crónica: dos veces a la semana durante veinte años, o más.
Tal como van las cosas en la actualidad, los modernos seguidores
asiáticos de los caminos parecen haber perdido todo su antiguo vigor, hasta el
punto de que rara vez se escucha que alguna persona se libere, realmente,
fuera de la específica disciplina del Budismo Zen. (Tal vez las demás escuelas
son más modestas y, en realidad, si el ego es irreal parece contradictorio

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afirmar «yo estoy liberado». Pero existe también una falsa modestia, que
consiste en imitar la humildad en forma tal que parezca más importante ser
humilde que estar liberado. Las cadenas de oro esclavizan tanto como las de
hierro. También hay seguidores de los caminos que permanecen en el
anonimato y la desorganización: los taoístas, por ejemplo, que simplemente se
ocupan de sus asuntos y no se jactan de nada, salvo, con cierto humor, de ser
estúpidos). Pero la pérdida general de vigor se debe, en parte, a lo que
podríamos llamar distanciamiento por reverencia excesiva. Toda vez que una
tradición cobra visos de venerabilidad, con el paso del tiempo, los antiguos
sabios y maestros son elevados a pedestales de santidad y sapiencia que los
entronizan muy por encima del nivel humano. El camino de la liberación
resulta confundido con un culto popular; los viejos maestros se transforman
en dioses y superhombres, y el ideal de liberación, o condición del Buda, se
torna cada vez más remoto. Nadie cree que puedan alcanzarlo más que los
prodigios superdotados y heroicos en grado sumo. En consecuencia, la
medicación de la disciplina se convierte en dieta, la cura en adicción y la
balsa en vivienda flotante. De aquella forma de liberación sólo queda,
finalmente, una institución social más: ha muerto de respetabilidad.
Fuera de la esfera de influencia del Mahayana budista, esto ha ocurrido
con tal amplitud que cualquier persona pone en el sendero de la liberación una
expectativa suprema. Los pocos liberados que gozan de reconocimiento
general son excéntricos de nacimiento, como Sri Ramakrishna o Sri Ramana
Maharshi, o individuos muy ancianos como el difunto Sri Aurobindo. Pero,
bajo estas circunstancias, lo que fue concebido como medicamento rápido (el
esfuerzo de reprimir la sexualidad) se convierte en mojigatería crónica, razón
por la cual se olvida o, simplemente, se escamotea el hecho de que en el
Bodhisattva no se supone celibato. Ni, por otro lado, resulta probable que sea
un libertino, puesto que no necesita servirse del alivio sexual como válvula de
escape ante el «problema» de la vida. Es importante, también, recordar que,
fuera de las disciplinas presuntamente temporarias de la liberación, las
costumbres sexuales de las culturas asiáticas han sido siempre, en varios
aspectos, mucho más liberales que las nuestras, y es bastante infrecuente que
la sexualidad resulte asociada con el pecado. De aquí que la expresión sexual
del Bodhisattva sólo reconozca el límite de su propio sentido del buen gusto y
los hábitos de la sociedad secular donde, eventualmente, halle su hogar. El
«graduado» de una comunidad Zen puede convertirse, por tanto, en sacerdote,
o volver directamente a la vida laica[17].

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Hay motivos para creer que la sexualidad liberada podría asemejarse a una
forma de lo que Freud denominó, tan inadecuadamente, la sexualidad
«polimórficamente pervertida» del infante, esto es, una relación erótica entre
el organismo y el medio ambiente, no circunscrita al sistema genital[65r]. Los
ojos y oídos, la nariz y la piel, se convierten, todos, en avenidas de la
comunión erótica, no sólo con las demás personas, sino con el reino general
de la naturaleza, pues el erotismo genital no es más que una canalización
específica del amor esencial que constituye la polaridad del yang y el yin. Los
textos afirman, reiteradamente, que el Bodhisattva es libre de asumir esta
relación de amor, a causa de su desapego. Esto no significa que lo haga en
forma mecánica, con sentimientos fríos como el hielo. Tampoco se trata de la
especie de subterfugio al que recurren algunos libertinos religiosos para
justificar todo lo que hacen, explicando que todos los estados físicos son
ilusorios, o que sus «espíritus» se elevan, en realidad, por sobre todos ellos.
La idea es, más bien, que una sexualidad de esta naturaleza se manifiesta de
un modo completamente genuino y espontáneo (sahaja); su placer está
desapegado, en el sentido de que no se lo busca compulsivamente para
mitigar la ansiedad, probar la propia hombría o para servir de substituto de la
liberación. «El Sahaja —⁠escribió Coomaraswamy⁠— nada tiene que ver con el
culto del placer. Es una doctrina del Tao y un sendero de no-propósito. Todo
lo mejor viene a nosotros, cae en nuestras manos… pero, en cuanto nos
esforzamos para cogerlo, comienza a eludirnos perpetuamente»[66r].

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4. A TRAVÉS DE UN VIDRIO OSCURO

Es perfectamente natural que el propio hombre resulte la fracción más


ininteligible del Universo. El aspecto que su organismo tiene, a los ojos de un
observador exterior, un neurocirujano, por ejemplo, difiere asombrosamente
del que se percibe desde dentro. La conducta humana, según la descripción de
un biólogo o sociólogo, se parece tan poco a la que percibe el individuo
ordinario, que éste apenas se reconoce a sí mismo. Pero esta disparidad no
difiere, en principio, del estupor que nos causa escuchar por vez primera una
grabación de nuestra propia voz, o que un observador mordaz describa
francamente nuestro carácter. Estas descripciones, como el propio mundo
exterior en su conjunto, parecen tan extrañas, tan otras… Sin embargo, llegará
el momento en que aquel estupor de extrañeza se convierta en otro de
reconocimiento, cuando, al contemplar al mundo exterior como si fuera un
espejo, exclamemos, maravillados: «¡Caramba, ese soy yo!»
Colectivamente, aún estamos muy lejos de este reconocimiento. El mundo
que está más allá de nosotros nos es extraño e irremediablemente
desconocido, y miramos a través de su oscuro vidrio, enfrentándolo como si
no le perteneciéramos.

Yo, forastero, temeroso,


En un mundo que no he hecho[18].

Sólo muy lentamente amanece en nosotros la certeza de que hay algo


esencialmente erróneo en esta sensación: en último caso, la simple lógica nos
fuerza a ver que, por más separado que se halle el yo de lo otro, no hay yo sin
ese otro. Pero en el camino de este reconocimiento se interpone el temor a
descubrir que este mundo exterior es sólo uno mismo, y que la respuesta a
nuestra voz no es más que un interminable reverbero de ecos. Esto se debe,
naturalmente, a que nuestra concepción del yo lo confina a una parte de
nuestro ser, muy pequeña y básicamente ficticia; y descubrir que el mundo no

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es más que una rueda de espejos, en torno de aquella llama diminuta,
constituiría, por cierto, un solipsismo horripilante.
Hemos estado viendo hasta aquí que, aunque la ciencia occidental echó a
andar tratando de atenerse a la máxima objetividad posible, un mínimo
compromiso entre el observador y lo observado ha terminado por demostrar
que este aislamiento es tanto más imposible cuanto mayor es el afán con que
se lo persigue. Desde la Física hasta la Psicología, todos los departamentos de
la ciencia están llegando a la comprensión de que observar el mundo implica
participar en él, y que esto que parece al principio tan frustrante, es la clave
más importante de cara a todo conocimiento ulterior. Al mismo tiempo, se
suele señalar que hay una brecha, en constante crecimiento, en la
comunicación del especialista científico con el público lego, puesto que el
lenguaje de la ciencia resulta incomprensible, y sus modelos del mundo cada
vez más alejados del sentido común. Otro aspecto de esta brecha reside en
que el mundo que estamos llegando a conocer teóricamente guarda escasos
parecidos con el que nos revelan nuestros sentidos: tenemos personalidades
propias del siglo dieciséis, en un mundo conceptual propio del siglo veinte,
porque las convenciones sociales siguen desde muy lejos el vuelo del
conocimiento teórico.
¿Es posible, sin embargo, que la ciencia se convierta en forma de
liberación del hombre de Occidente? La idea repugna, directamente, a la
mayor parte de los expositores de la tradición oriental, que suelen ver en ella
el mismísimo nadir del materialismo del Oeste. De aquí que uno de los más
dotados intérpretes del Vedanta, René Guénon, escriba lo que sigue:

«El dominio de cada ciencia depende siempre de la experimentación, en


una u otra de sus diversas modalidades, mientras que el dominio de la
Metafísica, (es decir, de la liberación) lo constituyen esencialmente
todas las cosas para las que ninguna experimentación exterior es posible:
al hallarnos “más allá de lo físico”, y por esa misma razón, estamos más
allá de lo experimental. En consecuencia, el campo de cada ciencia
separada puede extenderse indefinidamente, si es capaz de ello, sin que
se halle el más ligero punto de contacto con la esfera metafísica»[67r].

Pero el mundo del conocimiento podría tener, como la Tierra, forma


circular, de modo que toda inmersión en particularidades específicas nos
conduciría, inesperadamente, hacia lo universal trascendente. La idea de
Blake de que «el loco que persiste en su locura se vuelve sabio» es idéntica a
lo dicho por Spinoza: «cuanto más sabemos sobre las cosas particulares, tanto

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más conocemos a Dios». En efecto, como ya hemos visto, esta última era la
técnica esencial de la liberación: alentar al discípulo en la exploración
coherente de sus falsas premisas, hasta el fin. Desafortunadamente, la mayoría
de los devotos occidentales de las formas orientales de liberación conoce poco
o nada de lo que ha ocurrido en el terreno científico durante los últimos
cincuenta años, y se lo imagina, aún, como una reducción del mundo a los
«objetos» de la mecánica newtoniana[19].
Cierto es que los orígenes históricos de la ciencia aplicada se remontan al
exagerado sentimiento de ajenidad con la Naturaleza que experimenta el
hombre de Occidente, y que, en muchos sentidos, su tecnología todavía
constituye un ataque contra el mundo. Los psicoanalistas han señalado,
unánimemente, hasta qué extremo es el espíritu objetivo, riguroso, analítico y
parsimonioso de la ciencia una expresión de hostilidad, un intento de reducir
al mundo físico a la más perfecta esterilidad. ¡Por estos lares, nadie ha de
alzar su voz, salvo nosotros! Todo es despojado de misterio, higienizado hasta
que está bien muerto, y se explica al Universo «nada más» que como
mecanismo y configuraciones fortuitas de ciega energía. Empero, no se puede
persistir en este tipo de hostilidad sin llegar al hallazgo de que algo va mal, de
la misma manera que un grupo social no puede aniquilar a su enemigo sin
descubrir que se ha quedado sin un amigo. Como dice Norman Brown:

«Whitehead y Needham protestan, ahora, contra la actitud inhumana de


la ciencia moderna; en términos psicoanalíticos, hacen una llamada en
favor de una ciencia basada en un sentido erótico de la realidad, en lugar
de la actitud dominante y agresiva hacia la realidad… La mentalidad
que era capaz de reducir la Naturaleza a “una cosa opaca, incolora,
insípida, sorda; tan sólo el trajinar de la materia, sin fin y sin sentido” (la
descripción es de Whitehead) es una mentalidad letal. Encierra un
ataque cruel contra la vida del Universo; en términos psicoanalíticos
más técnicos, un evidente intento sádico-anal»[68r].

Pero prosigue citando al historiador de la ciencia, de orientación


psicoanalítica, Gastón Bachelard, en un pasaje que mal interpreta
curiosamente la revolución del siglo veinte en la descripción científica:

«Parece, en verdad, que con el siglo veinte comienza una clase de


pensamiento científico que se opone a los sentidos, y que requerirá una
teoría de la objetividad contraria al objeto… Se deduce que la totalidad
del uso del cerebro es puesta en tela de juicio. De ahora en adelante, el

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cerebro ya no será estrictamente adecuado como instrumento del
pensamiento científico; vale decir que el cerebro constituye un
obstáculo para el pensamiento científico. Esto, en el sentido de que es el
centro coordinador de los movimientos y apetitos humanos. Es necesario
pensar en oposición al cerebro»[69r]

En un tiempo en que la computadora electrónica soporta una parte tan


considerable de la carga de la actividad pensante y cuando, como hemos
dicho, los modelos físicos del Universo comienzan a resultar sensorialmente
inconcebibles, las palabras de Bachelard parecen convincentes. Más aún
cuando el saldo práctico de la Física moderna podría consistir en una
destrucción táctica de la vida sobre este planeta. Pero Bachelard no ve que lo
que la ciencia está superando ahora es un tipo de percepción sensorial y una
imagen total del mundo que, ella sí, se oponía a los sentidos y al organismo.
El universo mecánico de Newton era mucho más inhumano que el universo
relativo de Einstein. La firme dicotomía cartesiana de sujeto y objeto, ego y
mundo, era mucho más anti-orgánica que la moderna teoría del campo. ¿Y
qué ocurría con las concepciones aún más tempranas sobre el cuerpo y el
mundo físico, como dominios de la corrupción y el mal? Ciertamente, cuando
miramos por el microscopio, así como cuando contemplamos el arte de
Picasso, Klee o Pollock, el cuerpo humano no se encuentra allí según sus
formas familiares. El New Landscape[70r] de Kepes y otros trabajos similares
presentan no sólo la forma macroscópica sino también la microscópica de la
Naturaleza, revelada por los instrumentos científicos, en tanto que objetos de
la contemplación estética. Y… ¿Quién puede negar su incomparable belleza?
Pero esto no implica necesariamente, como diría Berdiaev, «la destrucción
de la imagen del hombre». No es, por supuesto, la imagen humana que veían
los pintores del Renacimiento y, menos aún, la del art officiel del siglo
diecinueve. Pues aquellas imágenes acentuaban particularmente la separación
entre el hombre y sus alrededores: el arte definía y limitaba al hombre por
medio de su piel, y se servía de la perspectiva convencional para enfatizar la
distancia que iba del sujeto al objeto. Pero cuando comparamos las fotografías
de Kepes con el arabesco islámico, la caligrafía china o los fantásticos
ornamentos marginales de los manuscritos celtas, surge una semejanza.
¿Fortuita, quizás? Por supuesto que este nuevo paisaje resulta desconocido,
pero si damos una nueva vuelta al tornillo de microscopio, volveremos a
vernos nítidamente. Contemplaremos un poco más las fotografías tomadas
desde Palomar y la forma del Cosmos se igualará, tal vez repentinamente, con
la del hombre: tendrá sentido. Sin embargo, no se parecerá a la forma del ego

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ni al hombre puramente abstracto y conceptual que se encuentra envuelto en
la prisión de su pellejo.
Podríamos decir que, cuanto más otra, cuanto menos familiar resulte la
forma en que el hombre aprenda a reconocerse a sí mismo, tanto más
profundo resultará su autoconocimiento: reviértese, así, el aforismo délfico,
en un «conoce el Universo y los dioses y te conocerás a ti mismo». Si,
entonces, ha de redescubrirse el hombre en los mundos macro y
microscópicos que le revela la ciencia, ésta será la «imagen y semejanza»
divina según la cual nos creó Dios: esto es, el hombre universal, el Adan-
Kadmon, el Hijo del Hombre, o el Universo considerado como Cuerpo de
Buda, buddahakaya. Estos son símbolos mitológicos; poéticos y
antropomórficos como parecen, contienen el significado hacia el Cual, de
hecho, se está encaminando la ciencia actual: la parte y el todo, individuo y
Cosmos, son lo que son, exclusivamente, uno en relación con el otro. La
forma del hombre, hasta aquí inconsciente o socialmente ignorada, es también
la forma del mundo. Como dice Whitehead:

«Las apariencias caen, finalmente, bajo el control de las funciones del


cuerpo animal. Este funcionamiento, y los acontecimientos de las
regiones contemporáneas (es decir, el medio circunstante al cuerpo)
derivan de un pasado común, que afecta notoriamente a ambos. Cabe
pues, preguntamos si el cuerpo animal y las regiones externas no han
sido conformados en armonía, sintonizados recíprocamente, de modo
que, en circunstancias normales, las apariencias concordaran con la
naturaleza de los hechos exteriores. Una concordancia de este tipo
podría expresar la perfección de la Naturaleza, a nivel de las variedades
superiores de la vida animal… Debemos preguntarnos si la Naturaleza
no contiene, tal vez, en sí misma, una tendencia a sintonizar un Eros que
promueve la perfección»[71r].

¿No es esto, al menos, un comienzo de respuesta a la esperanza que Freud


manifiesta sobre el final de Malestar en la Civilización?

«Los hombres han llevado su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza


hasta el punto de que, usándolas, podrían exterminarse mutuamente, con
toda facilidad, hasta el último individuo. Ellos lo saben, y de aquí
proviene gran parte de su actual desánimo, disconformidad, aprensión.
Podría esperarse, ahora, que la otra de las dos “fuerzas celestiales”, el
eterno Eros, pusiera en juego todas sus fuerzas para mantenerse a la par
de su igualmente inmortal adversario»[72r].

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«Y tal vez —agrega Norman Brown— nuestros hijos vivan una vida
plena, vean lo que Freud no pudo ver: en el antiguo adversario (Thanatos) un
amigo»[73r].
Pero si la ciencia se convirtiera, realmente, en nuestra propia senda de
liberación, su criterio teórico debería traducirse a términos sensoriales, no
sólo para los profanos sino también para los propios científicos. Poco después
de leer uno de los más fascinantes planteamientos de esta nueva visión
unitaria del hombre-en-el-mundo (The Next Development in Man, obra del
biofísico británico L. L. Whyte)[74r], presenté la misma objeción de su autor.
Me replicó que jamás se le había ocurrido y que, a su juicio, el sentimiento
era una consecuencia lógica de la comprensión exhaustiva de la teoría. Lo que
yo preguntaba, en otras palabras, era si la ciencia no debería incluir un yoga:
una disciplina destinada a asimilar sus conceptos en el piano de lo que los
psicólogos llaman intuición, por encima y más allá del entendimiento verbal.
Podría haber parte de verdad en la respuesta de Whyte. Después de todo,
cuando se nos indica que la siguiente figura bidimensional es un cubo,
sentimos realmente que lo es.

Pero resulta extremadamente difícil provocar intuiciones que contradigan


al sentido común y a las nociones convencionales de cordura; tan difícil como
sugerir profundidad por medio de un dibujo en perspectiva al miembro de una
cultura que no utiliza la convención gráfica de la perspectiva. ¿Qué esfuerzo
requiere advertir, a simple vista, que en la figura de más arriba pueden verse,
en realidad, dos cubos; uno tiene el cuadrado a al frente; en el otro la posición
frontal la ocupa la cara cuyos ángulos están señalados con la letra b?
¿Podemos ver dos hechos diferentes como uno sólo?[75r] Para constituirse en
auténtica disciplina liberadora, la ciencia occidental debe desarrollar su
propio yoga, y el candidato natural para esta misión habrá de buscarse en
algún derivado de la psicoterapia. El problema reside en el tipo de
psicoterapia que conocemos actualmente, y su eventual aptitud para satisfacer
esta función, al menos dentro del pequeño círculo minoritario que está al
alcance de su método de consulta. Ciencia y psicoterapia han demostrado ya,
ciertamente, su capacidad liberadora en algunos aspectos, en el estricto

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sentido de conferir a algunas personas la capacidad de advertir el carácter
ficticio de ciertas instituciones sociales. Aunque con un enfoque distinto, la
Ciencia ha hecho con la cosmología cristiana del Dante y Santo Tomás lo que
el Budismo con la cosmología reencarnacionista de la antigua India:
exorcizando sus terrores, demostró su terminante inverosimilitud. No se trata
de que la Ciencia haya demostrado la inexistencia de Dios Padre, el Cielo y el
Infierno, los ángeles y la resurrección de la carne. A la luz del moderno
conocimiento astronómico, físico y biológico, esta cosmología resulta,
simplemente, inadecuada. En comparación con la nueva imagen del Universo,
la concepción cristiana tradicional es ingenua, y los teólogos sólo aciertan a
salvarla por medio de tortuosas sofisticaciones. Por otro lado, la investigación
histórica evidencia que, los orígenes de la cosmología religiosa fueron algo
muy diferente a la revelación divina. El concepto de Dios Padre es, según las
palabras de Whitehead, «una sublimación de su bárbaro origen. Guardaba con
el mundo la misma relación que los reyes egipcios o mesopotámicos con sus
súbditos. Los rasgos morales eran también muy similares»[76r].
Ciencia y psicoterapia han hecho mucho también, por liberarnos de la
cárcel que nos aísla de la Naturaleza y por la cual se supone que renunciamos
a Eros a pesar del organismo físico, cifrando todas nuestras esperanzas en un
futuro mundo sobrenatural. Pero esta liberación no es total, como lo
demuestra el hecho de que el «naturalismo» decimonónico inspiró un asalto a
la Naturaleza sin precedentes en la historia humana. El alcance de esta
liberación, en otras palabras, es muy limitado, incluso para la pequeña
minoría que la ha comprendido y aceptado plenamente. Nos deja, aún, en
situación de extranjeros del Cosmos: sin el juicio de Dios pero también sin su
amor, sin el terror del Infierno, pero también sin la esperanza del Cielo; sin
muchas de las agonías físicas de la era precientífica, pero también sin la
sensación de que la vida humana posee un significado propio. El cosmos
cristiano se ha desvanecido, pero el ego cristiano sigue en pie: no le queda
otro recurso que olvidar su soledad en algún tiempo de colectivismo, apiñarse
en la oscuridad.
¿Puede completar esta faena la psicoterapia? En casi todas sus formas,
debe acreditársele un activo inmenso: la comprensión de que la huida no es
buena respuesta, de que los horrores, depresiones y estremecimientos por
medio de los cuales se manifiesta «el problema de la vida» deben ser
explorados, y tanteadas sus raíces. Debemos libramos de la idea de que no
deberíamos sentir esa clase de cosas; la escuela existencial llega a afirmar que
la ansiedad y la culpa son inseparables de la vida humana: ser,

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conscientemente, es saber que el ser es relativo al no ser, y que la posibilidad
de cesar de ser está presente en cada momento, y nos aguarda con toda certeza
en el final. He aquí la raíz misma del angst, la angustia básica de estar vivo
que equivale, aproximadamente, al duhkha búdico, al sufrimiento crónico del
que Buda propuso liberarnos. Ahora bien; ser o no ser no es la cuestión: ser es
no ser. A causa de la ansiedad, el hombre jamás está plenamente dotado de lo
que Tillich denomina «el coraje de ser», y esto le produce un constante
sentimiento de culpa; sentimiento de que jamás ha sido completamente veraz
consigo mismo[20]. Esto es un ejemplo de la verdad general de que el fuerte
de nuestros sistemas psicoterapéuticos radica más en sus actitudes básicas que
en sus teorías o técnicas. O, cómo ha dicho George Mora:

«Estamos hallando cada vez más evidencias de que los resultados de la


psicoterapia son sorprendentemente similares e indiferentes a los marcos
de referencia teórica escogidos por cada terapeuta, cuya personalidad
importa más, en definitiva, que su adhesión a una escuela determinada
de pensamiento»[78r].

La contrapartida lógica de esta actitud, según la cual el escapar no es


buena respuesta, es la aceptación de toda una «realidad psicológica» por parte
del terapeuta y, a su tiempo, del paciente, aunque dicha realidad resulte
estética o moralmente objetable, o contraria a las cuerdas nociones de
realidad. Tal vez fue Jung quien expresó con más elocuencia este concepto,
cuando declaró ante un grupo de pastores protestantes, en 1932:

«No podemos cambiar nada, a menos que lo aceptemos. La condenación


no libera: oprime… Si un doctor pretende brindar ayuda a un ser
humano, debe poseer la capacidad de aceptarlo tal como es. Y esto sólo
puede hacerlo, auténticamente, cuando se ha visto y aceptado a sí
mismo, tal como es. Lo que acabo de decir puede sonar muy sencillo,
pero las cosas sencillas siempre son las más difíciles. En la vida real, ser
simple exige un arte superior: la aceptación de uno mismo es la esencia
del problema moral, a la vez que piedra angular de toda una visión
personal de la vida. Alimentar a los pordioseros, perdonar agravios,
amar a nuestros enemigos, son, indudablemente, grandes virtudes. Mis
actos hacia el último de mis prójimos son actos míos para con Cristo.
Pero, ¿qué sucedería si descubriera yo que el más recóndito de todos
ellos, el más pobre de los pordioseros, el más agresivo entre quienes me
agravian, el mismo diablo, que todos ellos, en fin, están dentro de mí y
que yo mismo imploro la limosna de mi propia misericordia, que yo

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mismo soy el enemigo a quien debo amar…? Entonces… ¿Qué…? De
haberse presentado el mismísimo Dios bajo esta apariencia despreciable,
lo habríamos negado mil veces, antes de que cantara un solo gallo»[79r].

Este «haberse visto y aceptado a sí mismo» constituiría, entonces, aquella


cualidad esencial de la personalidad que, como decía Mora, resulta más
importante que la escuela o teoría a que adhiere el psicoterapeuta. Aunque
esto suena un poco ingenuo y nada heroico, tiene implicaciones tremendas, y
supone extraordinarias dificultades, pues ¿de qué se constituye el «yo
mismo», y quién es aquel que me acepta? Esto no se reduce a una mera
reconciliación entre el ego y una cantidad de experiencias reprimidas,
vergonzosas o dolorosas pero, sin embargo, parte del contenido de la propia
subjetividad. Se trata del problema, mucho mayor, de reintegrar al individuo
en el mundo, salvando la grieta que se ha producido, y esto tiene poco que ver
con un mecanismo de ajuste a la sociedad, como ya hemos visto.
Hablando en términos generales, este es el punto en que la psicoterapia
demuestra una estatura muy inferior a la de un camino de liberación, aun
cuando se estipule que la terapia es más que un mero ajuste. Su debilidad no
sólo reside en las diferencias y confusiones teóricas existentes entre las
diversas escuelas, sino especialmente en ciertos acuerdos tácitos: en
particular, la persistente aceptación de un concepto dualístico del hombre,
léase ego e inconsciente, psiquis y soma, sujeto y objeto, «principio de
realidad» y «principio de placer», razón e instinto. La terapia, en sentido
global, es curación, y todo sistema que abandona al hombre a los dictados de
uno solo de los polos del dilema dualístico no obtiene, en el mejor de los
casos, más que una valerosa desesperanza. Este es el punto al que había
llegado el propio Freud: sus últimos escritos reflejan el profundo pesimismo
de un hombre de gran valor, convencido de que los conflictos entre el
principio del placer, Eros, y las exigencias del «principio de realidad», de las
necesidades de la civilización, son de carácter irreconciliable. En bien de su
propia supervivencia, Eros debe ser regulado, civilizado y reprimido, pero

«… el instinto reprimido jamás deja de batallar por una satisfacción


completa, intentando repetir sus experiencias primarias de satisfacción:
no hay formaciones reactivas o substitutivas, ni sublimaciones, capaces
de eliminar la incesante precisión de un instinto reprimido»[80r].

La situación se agrava, a medida que se amplían las obligaciones sociales


del individuo y la vida civilizada requiere más y más disciplina.

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«Si la civilización es el curso inevitable de un desarrollo, desde el grupo
familiar hacia el grupo global de la humanidad, debemos deducir que la
intensificación del “sentimiento de culpa”… estará inextricablemente
ligada a ella, hasta que alcance una dimensión acaso insoportable para
los individuos»[81r].

Pero el problema sólo parece insoluble a causa de la forma en que ha sido


planteado. Los grandes e irreconciliables principios del placer y de la
realidad, Eros y Thanatos, se apoyan sobre una dualidad más profunda,
conformada por el conocedor y lo conocido. Freud la daba por cierta porque
constituía la convención básica de su propia cultura, aunque había advertido
claramente que el ego no es patrón, siquiera, de su propia casa. Descubrió que
el ego era una segregación producida por la tensión entre la libido y la
cultura; sabía, en otras palabras, que el ego era sólo un artilugio social. Pero
lo consideraba imprescindible para la conciencia: no concebía saber ni control
alguno de las cosas humanas, ciencia ni arte, sin una oposición entre el
conocedor y lo conocido, esto es, entre el orden civilizado y la naturaleza,
entre el ego y el inconsciente. De aquí que todo lo característicamente
humano fuera enemigo de la Naturaleza, a la vez que —⁠y ése es el conflicto⁠—
inseparable de ella. Eros no puede ser derrotado, pero debe ser derrotado. La
Naturaleza es un infinito de codicia y rapacidad, del cual el hombre ha
evolucionado a través del batallar implacable de la selección natural. Aunque
la biología ya había demostrado que la conciencia se había desarrollado a
partir del inconsciente, y que el ego era una derivación del «ello», esto debía
conceptuarse como accidente natural. Librada a sus propios medios, la
evolución inconsciente del ego no hubiera llegado, previsiblemente, más allá
de ese punto, puesto que la Naturaleza era, por definición, no inteligente. Este
accidente natural llamado hombre debía salvarse de su inevitable disolución
procediendo a actuar como si la razón se opusiera a la naturaleza. En la
práctica, pues, ver al hombre como accidente natural, cuya supervivencia es,
por tanto, incoherente con la naturaleza, equivale a entenderlo como una
inteligencia exterior a la naturaleza. Es por esto que el naturalismo del siglo
diecinueve, cuyas premisas eran también las de Freud, no hizo más que
intensificar la fractura ya existente entre el espíritu y lo natural.
Pero todo esto es mala biología, como ha demostrado L. L. Whyte en su
crítica de Freud.

«En el desarrollo biológico, todo dualismo o conflicto se sobreimprime,


siempre, a una anterior unidad. La existencia de un organismo capaz de

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sobrevivir implica integración, de modo que la unidad precede
invariablemente al conflicto interno. Éste puede producirse como
resultado de una adaptación inapropiada y resultar fatal, o finalmente
superable. Pero la recuperación de la salud orgánica jamás equivale a
una síntesis de principios fundamentalmente contrarios, pues estos no
podrían coexistir dentro de un organismo. Es decir que sólo ocurre en
apariencia, ya que la condición real del organismo ha sido tergiversada
por el uso de un lenguaje dualístico. El proceso histórico no comprende
una síntesis de términos preexistentes contradictorios en el plano lógico,
aunque así podría parecerlo en el confuso contexto lingüístico de teorías
dialécticas que pecan de inmadurez»[82r].

En otras palabras, Freud no pudo ver que el ego implicaba una adaptación
inadecuada. Era consciente de su condición autocontradictoria, en tanto que
convención social, pero no era consciente de que, en realidad, era una
convención innecesaria. Freud no podía concebir una conciencia sin la
dualidad sujeto-objeto[21].
A pesar de todos sus conocimientos sobre el pensamiento oriental, la
posición de Jung no parece haber sido mejor que la de Freud.

«La mente oriental, sin embargo, no tiene dificultades para concebir una
conciencia desprovista de ego. A la conciencia se le adjudica la
capacidad de trascender su condición egótica; más aún, en sus formas
“superiores” el ego desaparece por completo. Este estado mental no-
egótico sólo puede aludir, para nosotros, al inconsciente, por la simple
razón de que no habría nadie para presenciarlo… No puedo imaginar un
estado mental consciente que no se refiera a un sujeto, esto es, a un ego.
El ego puede sufrir una pérdida de potencia —⁠despojándoselo, por
ejemplo, de su fijación corporal⁠— pero, si existe la percepción de algo,
debe haber también alguien que percibe»[84r].

¡Véase hasta qué punto una convención de la sintaxis —⁠aquello de que el


verbo debe tener un sujeto⁠— puede tiranizar a la percepción, tomando la
apariencia de pertenecer a la lógica de la realidad! En estas circunstancias, la
comprensión junguiana del estado de conciencia «no-egótico» descrito por los
textos del Oriente deja mucho que desear. Para decirlo con la mayor
brevedad, lo que él cree es que el plano no-egótico no existe[85r]. Sólo ve en
él un transitorio olvido del ego, en ocasión de un descenso a niveles
perceptivos más primitivos, a esa conciencia indiferenciada que se suponía
característica de la mentalidad precivilizada del hombre: la participation

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mystique de que habló Levy-Bruhl. No lo confunde, sin embargo, con una
verdadera regresión al primitivismo. Lo que afirma es que los miembros de
las antiguas culturas del Oriente pueden permitirse esta recaída en la
conciencia indiferentes gracias, precisamente, a su madurez, a que sus
culturas les han brindado estructuras egóticas muy fuertes, proveyendo al
mismo tiempo todo lo necesario para la satisfacción ordenada de sus
instintos[86r]. Por esto es que contraindica firmemente el uso de técnicas
orientales, como por ejemplo de yoga, para los occidentales. Nosotros
corremos el riesgo del «desmadre», de que el inconsciente nos posea y nos
empantane, justamente porque lo hemos reprimido tan severamente, porque
no hemos hecho las paces, aún, con nuestros instintos menos respetables. El
occidental que disminuye el nivel de conciencia y relaja la vigilancia del ego,
prescindiendo de todas las garantías y seguridades de la situación analítica,
está amenazado, pues, por el peligro de perder su auto-control ante el
desborde de fuerzas reprimidas. Esto nos recuerda, inmediatamente, la
variedad «beat» del Zen en la bohemia americana[22] y las fantasías de
superioridad espiritual y oculta que abundan entre los aficionados a la
Teosofía o el Vedanta.
Hay tantos temas sobre los cuales Jung se expidió con juicios intuitivos
excelentes que a uno le resulta odioso poner la proa contra sus concepciones.
En Oriente y Occidente se aprecia, por igual, un peligro de desorden cuando
se pone en tela de juicio a las instituciones sociales, ya se trate de la
subyugación de las mujeres o del propio ego. Cuando se objeta la autoridad
en un punto, cunde una cierta inestabilidad en otros puntos. El ego es una
institución alimentada tanto por los orientales como por los occidentales, sólo
que ambos han diferido en sus ideas acerca de los deberes y funciones del
ego. Si las culturas orientales fueran menos egóticas que las occidentales, los
textos búdicos y taoístas no hubieran tenido necesidad de insistir
especialmente sobre el carácter ilusorio del ego. Es muy sensata, entonces, la
actitud de Jung cuando formula su advertencia. Sólo que sus razones son
erróneas. Él supone que una fuerte estructura egótica, una batalla contra la
Naturaleza, constituye el prerequisito indispensable para la civilización,
corriendo así el riesgo de caer en el mismo desaliento de Freud. Pero una cosa
es considerar que la civilización que nosotros conocemos ha dependido del
concepto de ego y otra muy distinta proclamar que así debe ser, como si esta
convención formara parte de la naturaleza de las cosas. Freud y Jung estaban
al tanto, por igual, de la interdependencia que ligaba a los grandes opuestos de
la vida, pero para ambos el problema de dichos opuestos era, en última

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instancia, insoluble. Freud temía que la tensión entre ellos se tornara,
finalmente, insoportable; Jung parecía dispuesto a andar eternamente sobre la
cuerda floja que está tendida de uno a otro término contradictorio.

«Los problemas serios de la vida, sin embargo, jamás permiten una


solución acabada. Cada vez que parecemos haber resuelto un problema,
es que algo hemos dejado por el camino. El sentido y designio de un
problema no parece residir en su solución, sino en la incesante actividad
que nos exige. Esto nos preserva, por sí solo, de la estupidez y la
petrificación»[87r].

¿No será ésta, después de todo, la voz de la conciencia protestante? El


hombre es perezoso por naturaleza; desde el pecado original se inclina hacia
la disolución a menos que algo lo encamine y lo corrija, y por esto jamás debe
haber más que un descanso temporal en la faena de trabajar por su salvación,
espoleado por el terror.
Maslow[88r] ha acumulado una cantidad muy sugestiva de citas de
psicólogos americanos, todas y cada una de las cuales identifican la salud
mental con la capacidad de resolver problemas, y cuya lectura consecutiva, a
manera de coro, resulta directamente cómica.

«La cultura occidental descansa, en términos generales —⁠escribe


Maslow⁠— sobre la teología judeo-cristiana. Los Estados Unidos, en
particular, se hallan bajo el dominio del espíritu puritano y pragmático
que enfatiza el trabajo, la combatividad, la laboriosidad, la severidad, la
sobriedad y, sobre todo, la deliberación, es decir la exigencia de que las
acciones humanas tengan un propósito efectivo. Como cualquier otra
institución social, la Ciencia, en general, y la Psicología en particular, no
escapa a los efectos de este atmósfera cultural. A este condicionamiento
por participación, la psicología americana debe sus excesos de
puritanismo, pragmatismo y finalismo… Ningún texto contiene pasajes
referidos a la diversión y la alegría, a la meditación y el ocio, a todas las
actividades que carecen de propósito, utilidad o intención específica…
La psicología americana se ocupa afanosamente de una mitad de la vida
en perjuicio de la otra mitad, que podría resultar la más importante»[89r].

En todos los sentidos, utilizamos a la vida como medio para justificar


nuestros fines: leemos, o vamos a conciertos, para elevar nuestras mentes;
descansamos para luego trabajar mejor; adoramos a Dios para mejorar nuestra
moral; incluso nos embriagamos con el objeto de olvidar nuestras

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preocupaciones. Todo aquello que hacemos por puro placer, sin motivos
ulteriores ni segunda intención, nos hace sentir culpables, e incluso hay
muchos que creen que una acción completamente inmotivada es imposible.
«¡Debe de haber una razón para que usted haga lo que hace!» Esta frase se
aproxima más al tono de una exigencia que al de una observación. Tan pronto
como el ego queda separado del mundo, limitado a mero efecto de su
correspondiente causa, parece convertirse en una marioneta de las
«motivaciones», que en realidad son aquellas partes de nosotros mismos que
nos han sido enajenadas. Si pudiéramos vernos en forma global, como
distintas posiciones dentro del campo unificado del mundo, advertiríamos que
somos seres inmotivados: pues la totalidad fluye libremente y no se apoya
sobre nada exterior a sí misma.
Dado el profundo interés por la filosofía y la mitología asiáticas que
demostraron Jung y sus discípulos, sería una ligereza soslayar su concepto
imperfecto de la liberación. Estuvieron increíblemente cerca del blanco, pero
erraron: en todo esto debe haber algún elemento sintomático de la situación
total de la psicoterapia occidental, de cara a las sendas liberadoras del
Oriente. La dificultad parece residir en tres factores interconexos: 1) la
concepción cristiana del hombre, y más precisamente la protestante; 2) las
teorías antropológicas del siglo diecinueve; y 3) el «psicologismo».
Como ya hemos visto, nuestras instituciones sociales occidentales y
cristianas definen al hombre en forma no sólo paradójica sino también
autocontradictoria. El ser humano corporiza un conflicto entre razón e
instinto, espíritu y naturaleza, de suerte que para estar sano o para salvarse,
uno debe siempre desconfiar de sí mismo. Esa contradicción no aparece en
Jung tan agudamente como en Freud, pues Jung sostiene que el inconsciente
es, desde un principio, creativo e inteligente, y por tanto de fiar, en última
instancia[23]. Las mitologías, dramas y fantasías que representan a la actividad
inconsciente son tenidas por fuentes de curación y de sabiduría, comparables
a los procesos de crecimiento y homeostasis del organismo físico. A pesar de
todo, los escritos Je Jung abundan en párrafos como el que sigue, propio de
M, E. Harding:

«Bajo la decente fachada de la conciencia, con su disciplinado orden


moral y sus buenas intenciones, reptan las crudas fuerzas instintivas de
la vida, como monstruos de las profundidades: devorando, agrediendo,
guerreando eternamente. En su mayor parte son invisibles, aunque la
vida misma depende de sus aguijonazos y de su energía: sin ellas, los
seres vivos se verían tan inertes como piedras. Pero si se las dejara

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funcionar a su arbitrio, libres de todo control, despojarían a la vida de su
sentido propio, reduciéndola a una mera sucesión de nacimientos y
muertes, como en el mundo exuberante de los pantanos
primordiales»[94r].

La filosofía de Jung nos prohíbe olvidar que no sólo la conciencia sino


también la integración psíquica, objetivo de la terapia, son de carácter
precario. Se hace eco de la advertencia bíblica: «¡Sed sobrios, hermanos,
estad vigilantes, pues vuestro adversario el Demonio anda de ronda como un
león rugiente, buscando a quien devorar!» El inconsciente sólo puede ser
creativo, al parecer, bajo la hábil tutela pacificadora del consciente, que actúa
todo el tiempo como un valeroso domador de leones. Por lo tanto, a menos
que el león haya sido previamente amaestrado, sobrevendrá una «invasión» de
la conciencia por los contenidos inconscientes, se supone que durante la
experiencia mística, liberando una jauría de demonios y no ya los espíritus
divinos.
La concepción del hombre como ángel que cabalga sobre un animal
salvaje es básica, también, para las teorías antropológicas derivadas de la
doctrina de Darwin sobre la evolución por selección natural. La conciencia y
la razón son precarias, en tanto que meros y frágiles «epifenómenos» del
proceso ciego y bestial de la evolución física. Son engendros que brotan del
famoso «pantano primordial», engendros hasta el extremo de que no admiten
medida común con sus orígenes. Del pellejo humano hacia fuera, nada hay
que guarde correspondencia con la inteligencia que palpita en su interior.
Nuestra supervivencia equivale, pues, a una explotación, cautelosa y
rígidamente controlada, de ciertas ventajas naturales. Al mismo tiempo, los
antropólogos equiparan al hombre primitivo y casi-animal con los niños y los
salvajes. ¿Fue acaso por pura casualidad que la palabra «primitivos» se aplicó
precisamente a los pueblos a quienes los europeos occidentales deseaban
dispensar los beneficios de su mucho más «evolucionada» civilización?
En el siglo diecinueve, la información real acerca del hombre prehistórico
era deficiente; nuestra actual situación no es mucho mejor. Pero tanto Freud
como Jung, cada uno a su manera, construyeron teorías sobre el hombre
primitivo sin contar con evidencias históricas. Sus conceptos esenciales: 1)
que la inteligencia descansa, precariamente, sobre una base biológica e
instintiva de carácter «animal», en el peor sentido; 2) que ciertas culturas,
diferentes de la nuestra por no haber desarrollado determinadas habilidades
científicas y literarias, son resabios del hombre primitivo, y reciben por dicha
razón el nombre de «culturas primitivas»; y 3) que por analogía, con la

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repetición de cambios evolutivos en el crecimiento del feto humano, los
primeros años de la infancia reproducen la mentalidad prehistórica del
hombre[95r]. Si a estas nociones añadimos el dato de que la psicoterapia se
dedicaba, originariamente, al estudio de las personalidades perturbadas…,
¿qué obtenemos? La idea de que las conductas irracionales equivalen a una
regresión histórica, de que un individuo perturbado presenta dificultades en el
manejo de rasgos heredados del «pantano primordial». En otras palabras: lo
que se encuentra reprimido en el inconsciente no es otro que el pasado
histórico y prehistórico, y, por consiguiente el psicoanálisis es una
herramienta aplicable a la investigación de la historia más remota de la
especie humana. A falta de evidencia real sobre el hombre primitivo, esta
teoría sólo puede considerarse autovalidatoria.
Todo esto ya lo han dicho antes otros autores. Lo menciono en este punto
porque es la base de la teoría de Jung sobre la evolución de la conciencia y el
ego. Lo induce a ver, en el modo egocéntrico de consciencia, un escalón
universal e históricamente necesario en el desarrollo de la humanidad. Se trata
de un mecanismo problemático, pero esencial, para la regulación de los
instintos primitivos de los pantanos y cavernas, para elevar al hombre sobre el
nivel meramente animal. Pero deberíamos considerar otra alternativa: que la
peculiar bestialidad del hombre tuviera poco que ver con las bestias
verdaderas; que sus irracionalidades, apetitos descontrolados, histerias
masivas y actos desagradables de violencia y crueldad no fueran en absoluto
regresivos, en el plano histórico, sino, justamente, protestas contra este modo
de conciencia, contra la duplicidad conceptual de una institución social
autocontradictoria. ¿No confirmaría esto, una y otra vez, la práctica
psicoterapéutica, considerada al margen de la teoría? El individuo perturbado
no sería ya un retroceso histórico sancionado por el desarrollo insuficiente de
la fuerza del ego; más bien sería una víctima del exceso de ego, del exceso de
aislamiento individual. Además, no hay por qué suponer que el desarrollo de
un ego constituye la base imprescindible de la conciencia y la inteligencia.
Las estructuras nemónicas de ese «telar encantado», el cerebro, del que
depende la inteligencia, no son, por supuesto, creaciones deliberadas de un
ego, ni se disuelven o desintegran cuando un acto de inteligencia descubre la
condición ficticia del ego. De esto deberíamos deducir que, al eliminar al ego,
no existe «invasión» alguna de la conciencia en manos de los contenidos
primordiales de la jungla y los pantanos. Emerge, en cambio, la percepción de
un modelo totalmente nuevo de relaciones, comparable al descubrimiento
científico o artístico.

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A menudo se ha acusado a Jung de «psicologismo», pero yo no quisiera
utilizar este término —⁠como Buber⁠— para criticar su olvido de los planos
metafísicos o sobrenaturales de la experiencia espiritual. Yo diría, más bien,
que esta concepción del «inconsciente» por un lado, y del contenido de la
experiencia liberadora por el otro, es demasiado estrechamente psicológica.
Por supuesto, podemos decir que toda experiencia es una experiencia
psicológica, porque ocurre en la psique. Pero, al margen de la cuestión de si
realmente existe la psique… ¿La identificación de todas las experiencias con
la experiencia psíquica no implica que este último término no significa nada?
Como hemos visto, el inconsciente que necesitamos examinar de cara a la
liberación del hombre contiene relaciones físicas, biológicas y sociales que
están reprimidas, no tanto por un «órgano psicológico» como es el ego,
cuanto por unas condiciones deficientes de lenguaje y comunicación.
Tampoco podemos afirmar que el contenido de la experiencia liberadora,
satori, nirvana, «conciencia cósmica», etcétera, sea de substancia psicológica,
en el sentido de un pantallazo de iluminación subjetiva[24]. Su contenido es el
propio mundo físico, percibido en una forma nueva.

«Cuando Rikko, un alto funcionario gubernamental de la dinastía T’ang,


conversaba con su maestro Zen Nansen, el funcionario citó unas
palabras de Sojo, célebre monje y estudioso de una dinastía anterior:

El cielo y la tierra y yo somos de una misma raíz,


Los diez millares de cosas y yo somos de una sola substancia,

y acotó: ¿No es ésta una notable afirmación?


Nansen llamó la atención de su visitante hacia una planta que había
florecido en el jardín, diciéndole: Las gentes del mundo miran estas
flores como si estuvieran en un sueño»[97r].

El acontecimiento de la visión del mundo en una forma nueva es, quizá,


de naturaleza psicológica, en tanto se produce en el plano de la percepción y
la inteligencia. Pero su contenido no es psíquico, en el sentido de un
«arquetipo» o forma visionaria, que percibiéramos durante un sueño o trance.
Cuando Nansen señaló las flores, no pretendía utilizarlas como símbolo de
algo psicológico. Si apuntaba en alguna dirección, ésta era ajena a lo
psicológico, al mundo privado y clausurado del «sujeto». Apuntaba en
dirección a las flores.

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Considerando las suposiciones occidentales sobre el Budismos y el Tao
—⁠a los que se considera religiones⁠— mal podemos culpar a Jung de la
errónea clasificación de los dominios en que se producen estas experiencias.
Pensamos en las experiencias religiosas y espirituales como eventos de la
«vida interior», pero esto se debe al artificioso cercenamiento que ha separado
al sujeto del objeto. Los métodos orientales inducen a sus estudiantes a «mirar
dentro», a descubrir el yo, pero sólo para disipar la ilusión de que existe un
«dentro», como entidad distinta de «fuera». Así lo decía el maestro chino de
Zen, Lin-chi: «No te equivoques: nada hay que puedas coger en lo exterior y,
del mismo modo, nada dentro de ti»[98r].
No podemos dejar a Freud y Jung, los grandes maestros de la «psicología
profunda», sin preguntarnos si existe alguna conexión entre la liberación y el
análisis de los sueños, así como todo el proceso de la libre asociación. Los
psicoterapeutas suelen asombrarse cuando descubren que las formas
orientales de liberación parecen desentenderse totalmente de los sueños, y
esto se debe precisamente a que su orientación no es exactamente psicológica,
en el sentido que nosotros damos a esta palabra. A veces se supone que la
liberación es una tarea que sólo corresponde a aquellos que han llegado más
allá de cualquier cosa que pueda obtener el análisis de los sueños, pero esto
equivaldría a la instalación de un pedestal demasiado remoto. Mi hipótesis
personal es que el análisis del material onírico es un «gimmick» (upaya) útil
pero no esencial en la terapia. La asociación libre, o comunicación
desbloqueada, me parece más fundamental, pero esta técnica puede
relacionarse con otros datos fuera de los sueños: figuras de Rorschach,
cuentos, hechos de la vida cotidiana, listas de palabras y, en realidad, casi
cualquier otra cosa. Nos referiremos a este tema en el próximo capítulo.
La teoría de que los sueños son significativos va de la mano con la noción
de que el inconsciente es, primordialmente, psicológico y subjetivo, en cuyo
caso los sueños revelarían lo que sucede en la «oculta vida nocturna» del
paciente. Es innecesario subrayar que el psicoanálisis ha sido muy criticado
por su tendencia a referirse al inconsciente como si se tratara de un órgano
psicológico, provisto de su propia mente. El valor permanente de la hipótesis
freudiana consiste en que ha llamado la atención sobre la inconsciencia, sobre
el hecho de que no nos damos cuenta de la forma en que estamos
condicionados para pensar y actuar tal como lo hacemos. L. L. Whyte[99r] ha
sugerido que sería mucho más adecuado referirse a la vida del hombre como
un «proceso inconsciente con ciertos aspectos conscientes», y obviamente
«proceso inconsciente», en este sentido, va mucho más allá del campo

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psicológico. La «inconsciencia» podría corresponder con exactitud al término
búdico avidya (ignorancia), aunque no existe un equivalente real para a
expresión «el inconsciente» en términos indios o chinos[25].
Hasta cierto punto, los postulados del análisis existencial guardan mayor
armonía con los caminos de liberación que con las tesis de Freud o del propio
Jung. Rollo May[100r] explica que este movimiento se ha debido a la
insatisfacción de muchos psiquiatras con respecto a conceptos tradicionales
como la libido, el censor, el inconsciente y, virtualmente, con toda la teoría
psicoanalítica del hombre. Ludwig Binswanger en particular, uno de los
principales expositores, ataca al «cáncer de toda la psicología hasta nuestros
días… este cáncer es la doctrina de la fractura sujeto-objeto»[101r]. El hombre
es un «yo soy», no como ego separado sino en tanto que ser-en-el-mundo, con
énfasis sobre el carácter dinámico o procesal de este ser y sobre el dato de que
dicho ser se da, necesariamente, en relación con un mundo. El mundo con el
que todo sujeto está polarizado consta de tres pliegues: el Umwelt que
equivale a nuestras fundaciones biológicas y físicas, el Mitwelt o complejo de
relaciones sociales, y el Eigenwelt: nuestra propia vida interior y auto-
conciencia. Ninguna terapia adecuada puede ignorar estos tres planos de
relación. May[102r] señala que el parentesco existente entre el análisis
existencial y ciertas filosofías del Oriente, como el Zen y el Taoísmo, tiene un
carácter

«… mucho más profundo que la similitud casual de algunas palabras. La


ontología, el estudio del ser, concierne a ambos. Los dos buscan,
también, una relación con la realidad que opere a nivel más profundo
que la fractura objeto-sujeto. Ambos insisten en que el afán occidental
por conquistar a la Naturaleza y obtener poder sobre ella no sólo ha
producido un cierto extrañamiento entre el hombre y la Naturaleza, sino
también un extrañamiento del hombre con respecto a sí mismo. La razón
básica de estas semejanzas radica en que el pensamiento oriental jamás
ha sufrido ese divorcio radical entre sujeto y objeto que caracteriza al
pensamiento occidental, mientras que el existencialismo pretende
superar, precisamente, esta dicotomía».

Hasta aquí, correcto. Pero ya vimos que la escuela existencial ve en la


ansiedad, el angst de Kierkegaard, y su culpa concomitante, algo inseparable
de la propia existencia, puesto que «ser» implica «no ser», por lo cual tener
pleno conocimiento de que uno existe ha de encerrar la ineludible amenaza de
no existir. Es posible que en esto no haya más que un gambito terapéutico, ya

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que uno siente mucha menos ansiedad cuando se reconoce todo el derecho del
mundo a estar ansioso, lo cual también vale para la culpa. O pudiera ocurrir
que la sensación de estar vivo careciera de alegría, si la priváramos de la
aterradora perspectiva de la muerte. Sin embargo, los existencialistas dan la
impresión de que vivir sin ansiedad equivale a hacerlo sin seriedad. Ser y
no-ser no constituyen tanto una polaridad cuanto una «dialéctica de crisis»,
una oscilación, un bambolearse en el borde que corresponde exactamente al
«temor y temblor» de Kierkegaard[26]. No experimentar este tipo de ansiedad,
no tomar en serio el estar-en-el-mundo de uno mismo y de los demás,
equivaldría a desvirtuar la dignidad propia del que es una persona, a no ser
plenamente humano.
Aquí caemos de lleno en una antigua reyerta entre Oriente y Occidente, ya
que el último ha sostenido siempre que el primero no toma en serio a la
personalidad humana. La esclavitud, la subestimación de las mujeres, el
hambre, millones de muertos de cólera: ¡así es la vida! ¿No es esto lo que
encierra la fórmula budista sarva samskara duhkha, sarva samskara anatma,
sarva samskara amitya, o sea «todos los compuestos (incluyendo a la gente)
están en la angustia, todos los compuestos carecen de yo, todos los
compuestos son efímeros»? Si esto es cierto, ¿la liberación será el arte de
aprender a encogerse de hombros? Naturalmente, las actitudes estereotipadas
de una cultura son siempre un tipo de parodia de las posturas de sus miembros
más dotados. Encogerse de hombros es una caricatura de la serenidad, así
como inquietarse es parodiar a la auténtica preocupación. Nuestra
comprensión se beneficiará si comparamos Oriente y Occidente a un nivel
más elevado; el paralelismo siempre es mejor si lo proyectamos sobre las
obras de arte más espléndidas. Comparemos, pues, los rostros del Cristo y la
Madona de Michelangelo en «La Pietà», en San Pedro de Roma, con la
asombrosa efigie del Buda-que-ha-de-venir, Maitreya, en Horyu-ji, Nara:
¿Qué vemos? ¿Ansiedad? ¿Angustia? Muy por el contrario, en estas tres caras
se nos presenta una mezcla increíble de ternura, sabia tristeza, serena —⁠y a
veces tremendamente confiada⁠— resignación, y todo esto con la ligerísima
insinuación de una sonrisa. Cada rostro es joven, está limpio de arrugas, pero
también inconmensurablemente viejo, en el sentido de que éstos son los
rostros de arquetipos inmortales que lo han visto todo, que todo lo han
comprendido y soportado sin la menor amargura, por un lado, o
sentimentalismo, por el otro. Ninguno de ellos carece de preocupación o pena,
y sin embargo no se advierte la menor huella de culpa o temor.

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¿Las actitudes que expresan estas caras divinas son humanamente
posibles? Pues, en realidad, esta cara es la que lleva mucha gente que ha
muerto, y a esto se debe la extraordinaria nobleza de tantas máscaras
mortuorias. En este punto nos hemos salido, por supuesto, de nuestros límites,
y nada hay que pueda ayudarnos, en la manera que lo hacen la estadística o la
información científica. Pero yo arriesgaría la conclusión de que, en el instante
de su muerte, muchas personas experimentan la curiosa sensación de que
aceptan lodo lo que les ha ocurrido, de que en verdad lo han deseado. No se
trata de desear en el sentido imperioso, no: hay un hallazgo inesperado de
identidad entre lo deseado y lo inevitable.
A esto debería conducirnos el reconocimiento de la inseparabilidad del ser
y el no ser. En esto reside todo el significado de la polaridad, de la vida que
implica a la muerte, del sujeto que implica al objeto, del hombre que implica
al mundo y del Sí que implica al No. Los caminos de liberación suponen que
lo que muchos descubren, tal vez, al morir puede ser descubierto, también, en
la plenitud de la vida. Tal como la liberación encierra un reconocerse a sí
mismo en lo más ajeno, implica el reconocimiento de la vida en la muerte: es
por esto que tantos ritos de iniciación proyectan al neófito a través de una
muerte simbólica. El iniciado acepta tan completamente la certeza de su
muerte que, efectivamente, queda muerto y por lo tanto libre de ansiedad.
Según las palabras del maestro Zen, Bunan:

Aunque vivo, quédate muerto, completamente muerto;


Todo lo que hagas, luego, a tu arbitrio, será siempre bueno[104r].

Es aquí donde Freud y Jung parecen, en ciertos casos, más sabios que los
existencialistas: ellos han comprendido que la muerte es el propósito de la
vida. El no-ser realiza al ser; no lo niega, así como el vacío no niega lo sólido.
Cada uno es la condición para la realidad del otro. Por esto tiene tanta razón
Norman Brown cuando declara que sólo la muerte otorga al organismo su
unicidad individual.

«La preciosa unicidad ontológica de que se jacta el individuo humano


no le es conferida por la posesión de un alma inmortal, sino justamente
por la de un cuerpo mortal… Al nivel orgánico más simple, cualquier
animal o planta tiene condiciones de unicidad e individualidad, porque
muere… Si la muerte otorga individualidad a la vida y si el hombre es el
único animal que reprime la muerte, hemos de deducir que el hombre es
un organismo que reprime su propia individualidad. Así nuestras

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orgullosas consideraciones de humanidad como una especie dotada de
una individualidad negada a los animales inferiores vuelven a ser
erróneas. Los lirios del campo la tienen porque no se preocupan por el
mañana, y nosotros no. Los organismos inferiores viven la vida propia
de sus especies; su individualidad consiste en ser encarnaciones
concretas de la esencia de sus especies en una vida particular que
termina en la muerte»[105r].

Están en lo cierto pues los existencialistas, cuando dicen que el no-ser y la


muerte brindan al ser, a un ser, su autenticidad. Pero la ansiedad es una
represión de la muerte, y todo lo que reprimimos no se aviene a desaparecer,
mansamente, de nuestra vista; se agita por el rabillo del ojo como perpetua
distracción, y el centro visual o la atención vibran terriblemente, porque no
acaban de dejarlo de lado. Si a un nivel popular, caricaturesco, el Oriente no
se cuida de la persona humana, esto no se debe a la liberación, sino más bien
a la doctrina popular de la reencarnación, que proclama que el individuo, el
ego, no puede morir. Liberarse de la reencarnación es poder morir, y por lo
tanto poder vivir.

«El principio de Nirvana —dice Norman Brown, utilizando el término,


al contrario de Freud, en su verdadero sentido⁠— regula aquella vida
individual que disfruta plenamente de su realización y corporiza
concretamente la esencia profunda de su especie, y en la cual la vida y la
muerte se afirman en forma simultánea, pues la vida y la muerte
constituyen, juntas, la individualidad, y la madurez es el todo»[106r].

El origen de cierta idealización de la ansiedad que se percibe en el


Existencialismo hemos de buscarlo, sin duda, en los resabios de la noción
protestante de que sentirse culpable, ansioso y muy serio es bueno. Lo cual es
muy distinto a admitir honestamente que así es como uno se siente,
rompiendo el círculo vicioso de la ansiedad, es decir dejando de estar ansioso
por la ansiedad. La ansiedad consentida ya no es ansiedad, pues su naturaleza
general reside en esta condición de círculo vicioso. Reside en la frustración de
no poder vivir sin la muerte, esto es, de no poder resolver un problema que no
existe. Como advirtió Freud, el ego está constituido por una represión del
Eros y del Thanatos, vida y muerte, y por lo tanto no hay en él más que una
parodia de la auténtica individualidad. Y, como prosigue demostrando
Norman Brown, el Thanatos reprimido se revuelve y aparece bajo la forma
del deseo de matar, o agresividad; por su parte, el Eros reprimido se convierte

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en una fijación del pasado, en una búsqueda de satisfacción por medio de la
repetición de experiencias primarias de satisfacción.

«Bajo circunstancias de represión, lo repetitivo-compulsivo establece


una fijación en el pasado, que enajena al neurótico del presente y lo
induce a una persecución inconsciente del pasado en el futuro»[107r].

El equivalente occidental de la reencarnación es, pues, nuestra obsesión


por la Historia, «un avanzar a la recherche du temps perdu»[108r], infructuoso
intento de movernos hacia un futuro satisfactorio con la lógica de un pasado
indigente. La Historia es, en realidad, un registro de la frustración, y sus
fuentes más tempranas se hallan, como decía Unamuno, en los momentos en
que los hombres comenzaron a almacenar a sus muertos. La Historia es un
negarse a dejar que «los muertos entierren a sus muertos». La Historia, o,
mejor dicho, el historicismo, no es más que un atesoramiento crónico de
desperdicios, con la esperanza de que algún día «resultarán útiles». En este
estado mental, el registro de lo que se hace cobra mayor importancia que lo
que se hace, quedando cada vez menos lugar para la acción y cada vez más
para los resultados. Por esto el Bhagavad Gita define a la liberación como una
acción que no se aferra a los frutos de la acción, pues cuando la vida y la
muerte son completamente vividas, prosiguen sin dejar huellas, en un eterno
presente.
La vida es renovada por la muerte, ya que ésta la libera una y otra vez de
lo que, de otro modo, se convertiría en una carga insufrible de recuerdo y
monotonía. La verdadera reencarnación reside en el hecho de que cada vez
que un niño nace como «yo» —⁠es decir como conciencia humana⁠— se
presenta nuevamente en el mundo con la memoria limpia, con la restaurada
maravilla de la vida. Una aniquilación eterna resulta tan absurda como una
individualidad eterna. Y quien puede dudar de que si la vida humana ha
surgido en esta diminuta fracción de una inmensa galaxia, debe estar
sucediendo una y otra vez, en el terreno de la más pura probabilidad, a lo
largo y a lo ancho de la vasta profusión de nebulosas que nos rodea. Puesto
que allí donde el organismo es inteligente, el medio ambiente ha de serlo
también.
Tal como suele ocurrir con nuestra psicoterapia, el Existencialismo no
toma en consideración, realmente, a la muerte. Más aún, en toda la literatura
psicoterapéutica existe poca o ninguna mención de tratamientos adecuados
para pacientes que se enfrentan a la muerte, y mucho me temo que esto no se
deba a que el problema de la muerte se considera como no problemático. Más

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bien se diría que existe la sensación de que éste es un problema insoluble, un
hecho duro e inevitable, «una verdadera pena». Empero, una vez más, los
existencialistas no andan descaminados. Si la muerte hace al individuo
auténtico, la auténtica psicoterapia será la primera en preparar un enfoque de
la muerte. Cuando un paciente está a punto de morir, o es golpeado en mitad
de su vida por la amenaza de la muerte, el momento no debería considerarse
propicio a las fantasías consoladoras de algún religioso, en cuyas manos se
arroja al paciente para que la muerte le sea explicada. Creo que nadie ha
realizado aún un estudio serio y riguroso sobre el grado en que el miedo a la
muerte interviene en las psicosis y en las neurosis. Ignorarlo o racionalizarlo
equivale a desperdiciar la principal oportunidad de la psicoterapia, pues lo
que la muerte suprime no es el individuo, no es el organismo-medio ambiente,
sino el ego, y, por esto, la liberación del ego es sinónimo de una plena
aceptación de la muerte. Puesto que el ego no es una función vital del
organismo; es algo abstraído de la memoria por la influencia social; es la
substancia hipotética sobre la cual se graba la memoria, la constante que
sobrevive a todos los cambios de la experiencia. Identificarse con el ego
implica confundir el organismo con su historia, colocar en el papel de
principio guía a un registro estrechamente seleccionado e incompleto de lo
que ha hecho, de lo que ha sido. Esta abstracción a partir de la memoria tiene
la apariencia, pues, de un agente concreto y efectivo. Pero es justamente esto
lo que se pierde con la muerte. Uno mismo (yo) como historia llega a su fin, y
esto viene a corroborar que el ego es una «historia», en todos los sentidos.
Aparte del Existencialismo, me parece que uno de los enfoques más
fructíferos del problema psicoterapéutico surge de las líneas iniciadas por
H. S. Sullivan y Frieda Fromm-Reichmann, pues en este caso el contexto
social de la personalidad comienza a recibir un tratamiento realmente serio, y,
como dijo el propio Sullivan, el «sistema del yo» (ego) tal como lo
conocemos actualmente es «el principal obstáculo contra los cambios
favorables en la personalidad»[109r].

«La ciencia general de la Psiquiatría cubre, a mi juicio, un campo que


coincide en gran parte con el que estudia la psicología social, pues la
psiquiatría científica debe ser definida como un estudio de relaciones
interpersonales y éste, en última instancia, requiere el uso de un marco
de referencias conceptuales del tipo del que actualmente denominamos
teoría del campo. Desde este punto de vista, hemos de otorgar al criterio
de personalidad un carácter hipotético. Lo que se presta a un proceso de
estudio es el modelo de los fenómenos que caracterizan a la interacción

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de personalidades en ciertas situaciones recurrentes o campos, que
“incluyen” al observador»[110r].

Por un lado, esta línea de ideas se ha expandido dentro de las actividades


generales de la Washington School, con su interés eminentemente lúcido por
las formas orientales de liberación, manifestándose además en el replanteo de
la psicoterapia como problema de comunicación, «la matriz social de la
Psiquiatría», explorado en distintas direcciones por Jurgen Ruesch[111r],
Gregory Bateson[112r], Anatol Rapoport[113r], Jay Haley[114r] y otros. Esta
última derivación parece estar ganando terreno con marcada lentitud,
particularmente en Europa, donde existe la falsa impresión de que representa
una completa deshumanización de la Psiquiatría, que estudia al hombre por
analogía con las computadoras electrónicas y los sistemas de lógica
matemática. Sin embargo, es precisamente de estos últimos medios de donde
hemos extraído nociones como la de duplicidad conceptual, que, aparte de su
contribución al estudio de las causas de la esquizofrenia, podría muy bien
resultar una de las grandes ideas de la historia de la Psicología.
Después de todo, si el pensamiento matemático nos ha brindado una
comprensión tan profunda de la Física y la Astronomía, sin perjuicio
apreciable para la gloria de las estrellas… ¿Por qué no puede sernos de la
misma utilidad, algún día, para comprendemos a nosotros mismos, sin por
ello deteriorar la dignidad del hombre? En cualquier caso, las matemáticas
han dejado hace tiempo de reducirse a lo meramente mecánico. Lo que se
teme es que una definición matemática de la conducta humana acabe por
convertirlo en una máquina desprovista de toda poesía. Es un error muy, serio
esto de oponer la poesía a las matemáticas, como si se tratara de carne viva
contra resecas osamentas. El problema reside, sencillamente, en que las
matemáticas que se enseñan hoy en día comienzan por los áridos desperdicios
de la aritmética, el álgebra elemental y Euclides, espantando a los poetas
desde el primer paso. La carne palpitante no es substancia o materia sino para
aquellos cuyos miopes ojos no aciertan a ver la belleza de sus estructuras
internas. Llevado hasta sus últimas posibilidades, el pensamiento matemático
puede revelar, en el mundo físico, cosas que lo emparentan asombrosamente
con la música.
También se teme que si se aplicara exhaustivamente este tipo de métodos
al estudio del hombre y al de su mundo, todas sus sublimes unidades
quedarían desintegradas, divididas en trozos discontinuos y prosaicos, y la
«imagen humana» convertida nuevamente en una mera formación de puntos.

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Los que piensan matemática y analíticamente han recorrido una parte del
camino en esta dirección, pero es por esto mismo que fueron los primeros en
descubrir sus limitaciones. Con las palabras de Jurgen Ruesch:

«Las peculiaridades del lenguaje introducen una cantidad de distorsiones


en la investigación psiquiátrica. Cuando se emplean palabras para
describir conductas, acciones y movimientos, que son funciones
continuas, se las despedaza en elementos parciales, como si no fueran
más que repuestas intercambiables de una máquina. La continuidad de la
existencia se fractura, así, en un número de entidades arbitrarias que no
corresponden tanto a una función de la conducta real como a la
estructura del lenguaje»[115r].

Y aunque no sé de nadie que haya pensado en la conducta humana más


analítica y matemáticamente que Gregory Bateson, he aquí lo que nos dice:

«La vieja muletilla de Berkeley esse est percipi, ser es ser percibido,
conduce por un lado a juguetes filosóficos como la pregunta que sigue:
¿El árbol sigue allí, en el bosque, cuando yo no estoy presente para
verlo? Pero, por otro lado, nos lleva hacia el descubrimiento profundo e
irresistible de que las leyes y procesos de nuestra percepción son el
puente que nos une inseparablemente con lo que percibimos: un puente
que unifica sujeto y objeto… Incrementar la percepción del propio
universo científico equivale a afrontar desarrollos imprevisibles en la
propia conciencia del yo. Y desearía subrayar el hecho de que estos
desarrollos siempre son de naturaleza imprevisible… Nadie conoce el
final del camino que se inicia cuando quien percibe y lo percibido se
unifican, cuando se avienen sujeto y objeto a un solo universo»[116r].

Cuando se extravía la realidad del ego aislado no ocurre lo que


aparentemente temía Erich Fromm[117r], es decir, que se perdiera la integridad
del individuo[27]. Hallar que el organismo es inseparable de su medio
ambiente no equivale a perder la claridad de su forma ni la unicidad de su
posición. Además, al eliminar el tipo particular de represión que plantea la
conciencia egótica no se abren, en modo alguno, las puertas a la codicia
descontrolada del «ello». Ya que no es el ego lo que diferencia al hombre de
las serpientes, leones, tiburones o simios; es su estructura orgánica y el tipo de
medio ambiente en el que puede desarrollarse esta estructura. Cierto que
arrojar las culpas de la peculiar violencia y crueldad humanas sobre las
instituciones sociales más que sobre la Naturaleza, no parece romántico ni

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sentimental. También es cierto que los propios hombres han inventado estas
instituciones, pero… ¿No es obvio que un error que al principio parece
minúsculo, imperceptible, puede derivar en una catástrofe final?, ¿lo mismo
que un guijarro que rueda puede desencadenar una avalancha? ¿Quién pudo
imaginar que el error de considerar a los hombres como egos separados
tendría consecuencias tan desastrosas? Es fácil, en cambio, ser
retrospectivamente sabio.
Como notaron los taoístas chinos, no hay en verdad otra alternativa que la
de confiar en la naturaleza del hombre. No por sentimentalismo, ni como
mera expresión de deseos, sino porque resulta la más práctica entre las
políticas prácticas. Puesto que todo sistema de autoritaria desconfianza es,
también, un sistema humano. La voluntad del que aspira a la santidad puede
estar tan corrompida como sus pasiones, y el intelecto tan descaminado como
los instintos. La autoridad y efectividad de un policía lleva la misma carga de
sentido común que la moral pública. La fe en nuestra propia naturaleza
funciona sólo cuando funciona el cincuenta y uno por ciento del tiempo. La
alternativa, como veía Freud, es un agigantamiento del sentimiento de culpa
hasta «una dimensión que los individuos serían incapaces de tolerar».

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5. LA CONTRATÁCTICA

Al psicólogo social lo acecha siempre el peligro de convertirse en un


determinista, viendo en la conducta individual una obediencia al
comportamiento social, en el organismo una respuesta sosa a las condiciones
que presenta el medio ambiente. Si definimos al organismo como un
complejo límite fronterizo —⁠la piel externa, las pieles de los órganos internos,
también, e incluso las propias superficies de células y moléculas⁠— su
conducta consistirá en los movimientos de este límite. Pero el límite del
organismo lo es además del medio ambiente, y por lo tanto sus movimientos
pueden ser lícitamente adscritos a dicho medio ambiente. Los diversos
sistemas descriptivos adjudican estos movimientos, bien a uno de los lados,
bien al otro, y estos cambios en el punto de vista resultan mutuamente
correctivos. Las modas filosóficas alternan el voluntarismo con el
determinismo, el idealismo con el positivismo, el realismo con el
nominalismo, pero jamás se plantea un pleito claro entre estas alternativas
cuando se las examina en su condición de términos opuestos. El concepto que
he venido tratando de fundamentar a lo largo de estas páginas consiste en que
nuestra comprensión será superior si logramos describir a este límite
fronterizo y a sus movimientos como pertenecientes al organismo y a su
medio ambiente, pero sin adscribir el origen del fenómeno a ninguno de los
bandos. La cuestión de qué lado de una superficie curva se mueve primero es
siempre insoluble, a menos que nuestras observaciones se restrinjan a ciertas
áreas limitadas, ignorando algunos factores que intervienen en el cuadro.
Hemos visto que el juego social se basa en reglas convencionales, y que
éstas definen las áreas significativas que hemos de observar y los
procedimientos para adjudicar el origen de la acción a uno y otro lado del
límite. De aquí que todos los juegos sociales otorguen al límite entre el
organismo y el medio ambiente —⁠la epidermis⁠— una especial significación, y
que casi todos vean en el contenido interno de este límite una fuente
independiente de actividad. Tienden a ignorar el hecho de que sus
movimientos también podrían adjudicarse al medio ambiente, pero es que esta

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«ignorancia» es una de las reglas básicas del juego. Empero, cuando el
filósofo, el psicólogo o el psiquiatra comienzan a examinar el
comportamiento humano con algún detenimiento, surge un cuestionamiento
de las reglas y se advierten discrepancias entre las definiciones sociales y los
eventos físicos. Citando nuevamente a Bateson:

«Existe, en apariencia, una especie de progreso en la percepción, a


través de cuyas etapas cada hombre —⁠y específicamente cada psiquiatra
y cada paciente⁠— se desplaza necesariamente, avanzando en este
sentido más unas personas que las otras. Uno culpa, inicialmente, al
paciente, por estos síntomas y fenómenos. Luego, descubre que en estos
síntomas no hay más que una respuesta para (o un efecto de) lo que han
hecho otras personas; y la culpa ya no recae sobre un paciente
identificado sino sobre un cuadro etiológico. A continuación, uno
descubre que las personalidades que integran este cuadro etiológico
pueden sentirse culpables por el dolor que han ocasionado, y advierte
que, al adjudicarse estas culpas, se identifican con Dios. Después de
todo, en términos generales, no sabían lo que hacían: de reconocerse
culpables de sus actos de considerarían omniscientes. A estas alturas,
uno experimenta una indignación más general, piensa que lo que ocurre
a la gente no es digno de los perros, y que las personas se hacen unas a
otras ciertas cosas que los animales inferiores jamás podrían imaginar.
Más allá de todo esto existe, a mi juicio, un estadio que avizoro
pálidamente, caracterizado por el cese de la indignación y el pesimismo,
que dan lugar a otra cosa: la humildad, quizás. Y desde este estadio
hasta todos los que vinieran luego se extiende la soledad»[119r].

Esta es la soledad de la liberación, cuando ya no se busca la seguridad al


abrigo de la multitud, cuando ya no se presta oídos a las leyes del juego como
leyes de la naturaleza. De modo tal que, trascendiendo al ego, se avanza hacia
una grandiosa individualidad.
¿Quién ha de seguir este sendero, pues? La liberación se inicia en el punto
en que la ansiedad o la culpa suben hasta extremos insoportables, cuando el
individuo siente que ya no puede tolerar su situación como ego, antagonista
de una sociedad ajena, de un universo poblado por el dolor y la muerte (que lo
niegan a él) o por emociones negativas que lo desbordan. De ordinario, no se
hace cargo de que sus males provienen de una contradicción en las normas del
juego social. Atribuye las culpas a Dios, o a las demás personas, o a sí mismo,
ninguno de los cuales es responsable. Se ha deslizado un error, eso es todo,

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cuyas consecuencias nadie pudo haber previsto: un paso equivocado en la
adaptación biológica que, al principio, resultaba muy prometedor. L. L.
Whyte[120r], en su maravilloso relato sobre la forma en que la dualidad del
sistema nervioso del hombre deriva en el dualismo conflictivo que opone la
razón al instinto, escribe:

«El hombre intelectual no tiene más remedio que seguir el sendero que
facilitó el desarrollo de sus facultades mentales y el pensamiento sólo
puede clarificarse separando conceptos estáticos que, al formularse
como tales, dejan de corresponder a sus originales orgánicos, es decir a
las formas de la naturaleza… Los lenguajes europeos, en términos
generales, se expresan por medio de sujetos-sustantivos-nombres, cuyas
acciones son descritas por verbos activos. Un cierto elemento, de
apariencia permanente, es segregado del proceso general, tratado como
entidad y adornado con una responsabilidad activa con respecto a un
suceso dado. Este procedimiento es tan paradójico que sólo una larga
familiaridad con él puede disimular su absurda condición».

De este modo, pues, se abstrae al ego como entidad estática, responsable


de una acción, y a partir de este despropósito comienzan los problemas.
El individuo que quiere liberarse de dichos problemas acude al gurú o al
psicoterapeuta, con preguntas como éstas: «¿Cómo puedo escapar del
nacimiento-y-la-muerte (samsara)?» «¿Qué haré para ser salvado?» «¿Cómo
podré salir de estas terribles depresiones?» «¿Cómo puedo alejarme de la
bebida?» «Tengo mucho miedo de contraer un cáncer… ¿Cómo puedo
librarme del temor?» Todas estas preguntas presuponen la ilusión que
constituye el problema mismo. Pero… ¿Qué puede hacer el terapeuta, o el
gurú? No puede decir algo así como «deje de preocuparse», pues el ego no
domina la situación, y esto mismo parece ser el problema. Tampoco puede
salir del paso con un «acepte sus temores» sin reconocer que el ego es un
agente efectivo que puede aceptar, activamente. Si respondiera, por otra parte,
que «usted no puede remediarlo», daría la impresión de que el ego es una
víctima indefensa del destino. Nada se ganaría declarando que «tu problema
reside en que tú crees ser un ego», porque el individuo siente genuinamente
que lo es y, si lo dudara, replicaría con esta pregunta: «¿Y bien, cómo puedo
dejar de pensar de ese modo?» No hay respuesta directa a una pregunta
irracional, y esta es la razón por la que un maestro Zen replicó, con ligera
descortesía: «¡Cuando conozcas la respuesta, dejarás de formular la
pregunta!» Como ya vimos, casi la única cosa que puede hacer un gurú o

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terapeuta es persuadir al individuo de que actúe en función de su falsa
premisa, siguiendo determinadas direcciones coherentes, hasta descubrir en
qué consiste su error. Para proceder de este modo, debe inducirse al individuo
a participar en un juego, actuando como si su ego fuera real, pero no sujeto al
vagabundeo o sendero circular de la vida ordinaria, que no es propicio a las
experiencias necesarias para esta revelación. El gurú inicia, pues, una
«contratáctica», un juego que contraría las condiciones internas del juego
social.
La génesis de esta idea la debo a la comparación deliciosa y
ostensiblemente satírica que J. Haley trazó entre el psicoanálisis y los
«ploys», o técnicas para la «competencia» social, del humorista británico
Stephen Potter: el arte de la «competitividad»[121r]. Temo que el ensayo de
Haley no fue muy bien recibido entre numerosos terapeutas porque a estos se
les escapó su sentido, creyéndose acusados de dirigir una sofisticada pandilla
o, peor aún, de ser terapeutas a causa de una necesidad inconsciente de
competir con los demás mortales. Estoy seguro de que a Haley le hacía gracia
este malentendido; la intención de su artículo era, sin embargo, una
contribución seria a la teoría psicoanalítica. Dejaré para más adelante el
examen de los detalles en la concepción psicoanalítica de Haley. Es suficiente
consignar, aquí, que si el individuo neurótico, o de sujeción-egótica, insiste en
dominar antagónicamente sus propios sentimientos, o su vida en general, el
analista ha de precipitarlo en un juego de competición del que jamás podrá
salir vencedor. A medida que este juego se desarrolla, aflora la evidencia de
que la lucha del paciente contra el analista es idéntica a la que libra con su
vida, o con los aspectos alienados de sus propios sentimientos. El juego acaba
por la percepción de que el paciente no puede vencer porque las mismas
premisas del juego son absurdas: intenta brindar al sujeto una victoria sobre el
objeto, al organismo un triunfo contra el medio ambiente… quiere derrotarse
a sí mismo. Lo que no es capaz de percibir reside en la implícita unidad que
hay en cada dualidad explícita. Haley arribó a este esclarecimiento tratando
de comprender el psicoanálisis al margen de sus postulados teóricos, por
medio de una simple descripción de lo que ocurre durante el análisis en
materia de comunicación e intercambio interpersonal.
A primera vista, la hipótesis de Haley parece una supersimplificación
tremenda, y así la veía yo hasta que comencé a ponerla a prueba de cara a lo
que sabía sobre las formas orientales de liberación, descubriendo que esta
simplificación es capaz de expresiones casi infinitamente complejas. La
forma de liberación a la que se aplica con mayor claridad la concepción de

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Haley es el Budismo Zen, al que los propios maestros pintan, no sin cierto
humor taoísta, como una especie de ardid fraudulento. Pero los «ploys» de
competitividad no son más que lo que los maestros del Zen han denominado
«viejas triquiñuelas», «trampas» para estudiantes incautos, o, en otras
palabras, los upaya, «habilidosos procederes» que el piadoso Bodhisattva
emplea para propiciar la liberación de los otros.
Básicamente, la posición del maestro Zen consiste en que él nada tiene
que enseñar en materia de doctrina, método, logro, o percepción de ningún
tipo. En palabras que se atribuyen al propio Buda, «el despertar completo e
insuperable no me permitió obtener la menor cosa, y es por esta misma razón
que se le llama despertar insuperable y completo.»[122r] En una ocasión, un
maestro Zen ascendió a la tribuna y ofreció una conferencia consistente en el
más total de los silencios. Cuando lo interrogaron sobre el significado de este
gesto, replicó: «Para explicar las escrituras están los predicadores, para los
comentarios, los comentadores.» ¿Qué explica, entonces, un maestro Zen? No
hay nada que decir, porque no hay problema alguno. Se dice que todo el
contenido del Zen es perfectamente obvio desde el comienzo hasta el fin, y si
algo hay que decir es sólo que «el agua fluye, azul, y la montaña se corona de
verde». Esto no es una mística de la «bella» naturaleza. Preguntado que le
hubieren «qué es el Buda», otro maestro replicó: «¡Mierda seca!» Tampoco
hay en esto un tono panteísta; no es ningún tipo de «ismo» o doctrina. Cuando
lo preguntaron «qué es el Camino (Tao)» respondió Nansen: «El Camino es
tu mente de cada día». «¿Cómo se hace, entonces, para quedar de acuerdo con
él?» «Cada vez que tratas de acordar con él, te desvías». La vida, quiere decir,
no es un problema, de modo que… ¿Para qué pides una solución?
A pesar de todo, el Zen es una disciplina, y de las arduas. Aunque nada
tienen que enseñar, sus maestros aceptan discípulos y establecen seminarios
para su aprendizaje. Todo esto empero, dijo Lin-chi, «es como usar un puño
vacío, o unas hojas amarillas para ilusionar a un niñito.[28] ¿Cómo podrías
extraer jugo alguno de la hojarasca y las ramas secas? Nada hay que podamos
coger fuera de la mente (la conciencia cotidiana) y nada dentro. ¿Qué es lo
que buscas? Vas diciendo aquí y allá que el Tao ha de ser practicado y puesto
a prueba. ¡No te equivoques! Si existiera alguno que pudiera practicarlo,
estaría envolviéndose en el samsara»[123r]. Nuevamente, «en todos lados se
dice que hay un Camino que hemos de seguir, y un método que hemos de
practicar. ¿Qué método dices tú que debe practicarse, y qué Camino ha de
guiarnos? ¿Qué es lo que te falla en lo que utilizas ahora mismo? ¿Qué
agregarás a lo que tienes? Sin comprender todo esto, los estudiantes jóvenes e

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incautos depositan su fe en los hechizos de cualquier zorro viejo que les
promete la liberación: ésta sobrevendría gracias a una extraña doctrina que, en
realidad, no hace más que esclavizar a la gente»[124r]. Ma-tsu, temprano
maestro de la dinastía T’ang, presentó el problema en forma sucinta:

«El Tao nada tiene que ver con la disciplina. Si tú dices que se le obtiene
por medio de la disciplina, acabar con ella equivaldría a perder el Tao…
Si dices en cambio, que no hay disciplina en él, será idéntico a la vida de
la gente vulgar (no-liberada)»[125r].

Pero, justamente porque los maestros del Zen son tan devastadoramente
francos, nadie les cree. En apariencia, ningún problema les preocupa
seriamente. El aspirante a discípulo, en cambio, sí lo tiene, y por lo tanto está
convencido de que debe haber algún camino, algún método para convertirse
en un ser tan en paz con el mundo y consigo mismo como los maestros. Pues
pareciera que los maestros toman el mundo y sus padeceres como si no fueran
más que un sueño, y el aspirante Zen imagina que también él podría sentirse
de ese modo con sólo hallar un método adecuado para transformar su
conciencia. Sin embargo, nadie es admitido en el aprendizaje Zen, a menos
que demuestre una considerable persistencia; se interpone toda clase de
barreras en el camino del aspirante, pero, cuanto más numerosas son aquéllas,
tanto mayor es la avidez del futuro discípulo, cada vez más seguro de que el
maestro atesora un secreto profundamente oculto y sólo está poniendo a
prueba sus condiciones y su sinceridad, antes de admitirlo en una élite. Pero,
de esta forma, el aserto de que tiene un problema es pesadamente descargado
sobre los hombros del propio aspirante. Como suele decirse: «¡Los que van al
psiquiatra deberían Hacerse examinar la cabeza!» En otras palabras, su
problema es su pegunta, es la creencia de que la pregunta que formula tiene
sentido.
Cuando, por fin, el aspirante es admitido por el maestro, se encuentra de
cara a una figura realmente formidable: por lo general se trata de un hombre
mucho mayor, con una espléndida confianza en sí mismo, sereno, por
completo presente y atento, en sus ojos esa especie de chispa que indica que
puede ver a través del estudiante como si fuera de cristal. En la cultura china
y japonesa el maestro Zen es, además, figura de gran autoridad, muy por
encima del padre o el abuelo, y el estudiante le es presentado en
circunstancias eminentemente formales: entronizado el maestro en su burlona
santidad, humildemente prosternado el discípulo a sus pies. Todo se coaliga,
en pocas palabras, para dejar impresa en el estudiante la noción de que, al ser

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admitido, es objeto de la magnánima condescendencia de un personaje que ha
alcanzado alturas de sabiduría que escapan ampliamente a su vista. Esto no es
una pura simulación; o, mejor dicho, representa un dominio singular de cierto
tipo de bluff, que otorga al maestro la seguridad de un eximio jugador de
póquer, o ajedrez.
Estimulada, entonces, la vehemente ansiedad con que el discípulo desea
alcanzar el «despertar», la liberación prometida por el Zen, recibe un koan, o
pregunta Zen, y la indicación de regresar al cabo de un tiempo, con una
respuesta. El koan preliminar es, de hecho, una forma disimulada de la
pregunta que el discípulo ha presentado a su maestro: «¿Cómo alcanzaré la
liberación?» Aunque verbalizada según muy distintas modalidades, la koan
pregunta, de hecho: «¿Quién está formulando la pregunta? ¿Quién desea ser
liberado?» Sólo que se advierte al estudiante que una respuesta puramente
verbal no bastará: debe demostrar, o exhibir de algún modo, concretamente,
este «quien» en acción. El maestro le está diciendo, en otras palabras: «Dices
que tú quieres liberarte. ¡Muéstrame ese tu!» En resumidas cuentas, esto es el
requerimiento de una acción completamente no-premeditada o espontánea,
absolutamente sincera, pero en circunstancias que subrayan tan
poderosamente la autoridad de su cultura que cualquier estudiante chino o
japonés se sentirá incapaz de actuar en ese plano. Este procedimiento, para
decirlo en la jerga actual, «despista» totalmente al aspirante. ¿Cómo puede, en
circunstancias tan formales hacer algo sin tener, primero, la intención de
hacerlo? ¿Cómo puede ocultar sus aspiraciones primordiales de la vista de tan
eximio lector del pensamiento? La formalidad de presentar una respuesta al
koan está rodeada de una serie de rituales preliminares, y cuando el discípulo
toma asiento, por fin, ante su maestro, debe repetir el koan y presentar, luego,
su respuesta. Cuanto más se afana por ser sincero y espontáneo, más se
concentra y se esmera en la invención de su respuesta. Es como afirmar que
un deseo se nos hará realidad si, al pensarlo, logramos evitar la idea de un
elefante verde.
Pero esto no es todo. Entre uno y otro encuentro con el maestro, el
aspirante Zen dedica muchas horas a la meditación, sentado con las piernas
cruzadas en medio de sus compañeros de estudios, en el zendo o «sala de
meditaciones», bajo la vigilancia de atentos monjes cuyas «varas de
advertencia» caen sobre las espaldas de los que se quedan dormidos o entran
en trance. En el Zen, la meditación se propone obtener, primeramente, una
perfecta concentración y un acabado control del pensamiento, contando los
ciclos de la propia respiración y, en segundo término, establecer un período

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durante el que se dedicará toda la atención al koan, en busca de una solución.
A los estudiantes se les exhorta a entregar sus mentes, exclusivamente, al
koan, sosteniendo con todas sus energías la pregunta ante sí, pero más para
mirarla que para pensar en ella, puesto que la solución no ha de buscarse en
una respuesta intelectual.
Cuando vemos todo esto «desde fuera» advertimos que el maestro
«despista» al aspirante, que por su propia voluntad se coloca ante una
pronunciada duplicidad conceptual. En primer lugar, se le pide que muestre su
yo genuino y desnudo en presencia de un representante de la autoridad global
de su cultura que tiene el aire de un agudísimo juez de caracteres. En segundo
lugar, se espera de él una cierta espontaneidad, bajo circunstancias muy
especiales que lo obligan a actuar con deliberación. En tercer lugar, se le
exige que se concentre en algo sin pensar en ello. Cuarto: no está autorizado a
comentar la situación de duplicidad, no sólo porque la respuesta no consiste
en pensar en el koan sino también porque el maestro rechaza, incluso con
brusquedad, todo comentario verbal. En quinto lugar, no se le permite escapar
del dilema entrando en trance. Y todo esto le exige el más poderoso ejercicio
de su voluntad o ego, aunque es perfectamente libre de abandonar el terreno
en cualquier momento.
En una forma maravillosamente sutil, el maestro ha alentado a su
discípulo a comprometerse en la solución de un problema autocontradictorio.
(Por ejemplo, este koan: «¿Cómo es el sonido de una sola mano batiendo
palmas?») El estudiante llega a sentir que debe hallar una respuesta, pero al
mismo tiempo le hacen comprender que no hay forma de dar con ella, porque
todo lo que él hace, pensando, actuando como ego, es rechazado y declarado
falso. Es posible responder al koan, pero tú —⁠el ego⁠— no debes hacerlo. Tú
—⁠el ego⁠— has de meditar, primero, para deshacerte del ego. Como descubrió
Eugen Herrigel, estudiando con un maestro Zen de arquería, lo que se
esperaba de él era que tensara la cuerda del arco sin hacerlo él mismo, sin
deliberación[126r]. Pero recordemos que el problema autocontradictorio hacia
el que han puesto la proa todas las energías del estudiante es el mismo
problema que él trajo, originariamente, a la consideración del maestro, el
mismo que él presentó: ¿Cómo puede mi ego liberarse a sí mismo? Al
formular esta pregunta, el aspirante entabla un juego con el maestro, en el
cual jamás podrá vencer: no ha de competir jamás con su maestro, porque no
le es posible competir consigo mismo. Una sola mano no puede batir su
propia palma.

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El individuo se halla, pues, absorto en una intensa lucha, durante la cual
toda su energía —⁠erróneamente concebida como su fuerza egótica⁠— resulta
derrotada. Pareciera que absolutamente nada que él hiciera sería correcto,
espontáneo o genuino; no le es dado proceder independientemente
(yóicamente) ni con desprendimiento. En el momento de su derrota, empero,
ve lo que esto significa: que él, el agente, no puede actuar, no actúa en verdad,
jamás lo ha hecho. Sólo hay acción: Tao, Está sucediendo, pero ni le sucede a
alguien ni la ejecuta nadie. Al instante deja, pues, de bloquear la acción con
aquel intento de obligarla (puesto que no existe el ego) a efectuarse a sí
misma, de forzarla a ser espontánea, correcta, o generosa. Porque, ahora, no
tiene nada que demostrar y nada que perder, puede regresar junto al maestro y
desenmascarar su farsa.
Sin embargo, el ego es un hábito perceptivo que ha sido asimilado a nivel
muy profundo, y estas intuiciones (satori) aunque intensas y convincentes
mientras acontecen, sufren una suerte de desgaste. Sabedor de esto, el maestro
lleva muchas más triquiñuelas en su manga, y dice: «Ya has alcanzado una
comprensión de la mayor importancia, pero esto es sólo atravesar la puerta.
Para obtener la verdadera comprensión has de practicar aún con más afán.»
Naturalmente, esto es un señuelo para poner a prueba al aspirante y ver si se
deja seducir por él, como si conservara aún un resabio de la noción de que el
Zen le permitirá coger alguna cosa. Por otro lado, el estudiante podría
alejarse, no sintiendo ya necesidad de nuevos estudios. Pero, como que el
maestro ha despertado una duda en su mente, no pasará mucho tiempo antes
de que regrese, arrepentido. En efecto, mientras reste una mínima duda, la
faena no estará cumplida. Así prosigue el juego, un señuelo tras otro, hasta
que por fin el discípulo alcanza la misma posición inexpugnable del maestro.
El maestro no puede perder la partida, claro está, puesto que no le inquieta en
absoluto ganar o perder. Nada pretende probar, ni defender.
¿Debe entenderse esto como posición integral ante la vida, y no sólo de
cara al específico juego del Zen, como si en verdad no le preocupara vivir o
morir? Así es, en cierto modo, pero sólo a causa de que carece de la menor
aspiración al coraje, y por tanto no opone resistencia a sus sentimientos
naturales. No trata de superar su ansiedad, porque esto generaría más
ansiedad. Ningún aspecto de la experiencia, la emoción o el sentimiento le es
ajeno: tampoco proclama para sus adentros que su actitud es ideal. Ha visto
con suficiente claridad que la noción de un agente controlador detrás de los
actos, un pensador detrás de los pensamientos, un sensor detrás de las

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sensaciones, es de carácter ilusorio. Más precisamente, esto se ha visto, no lo
ha visto él, sino que ha sido visto en el actuar, el pensar, el sentir.
Este problema es uno de los más familiares en el campo de la
psicoterapia: me refiero, naturalmente, al «bloqueo» del libre curso de
acciones y pensamientos de un paciente. El Zen llama a esto «duda» o
«hesitación», considerándolo un síntoma primordial del ego, en contraste con
el «avance directo» (mon chih ch’u). El bloqueo no corresponde a la acción
de elaborar un problema; el contrario, es una detención del pensamiento:
como una especie de ansiosa ceguera o parálisis, a través de la desesperación
por vencer o el temor a perder. El bloqueo constituye, pues, una típica
respuesta a la duplicidad conceptual, y en el curso normal de la vida implica
esa breve hesitación que antecede al pensamiento o la acción, que nosotros
confundimos con una sensación real del ego. Es un proceso de recolección de
informaciones, o, digamos mejor, un intento de la corteza cerebral de reunir
información o programarse a sí misma, y la parálisis que le sobreviene cuando
se encuentra incapaz de realizar esta labor. Parte de la faena del maestro Zen
es, pues, hacer todo lo posible para estimular el bloqueo del estudiante, hasta
que deje de preocuparse por si está bloqueado o no lo está. El siguiente relato
ilustra bien lo antedicho:

«Nansen halló a los estudiantes del dormitorio Este en plena querella


con los del Oeste, acerca de la propiedad de un gato. Cogiendo al gato
exclamó: ¡Si alguno de ustedes puede decir una palabra veraz, el gato se
salvará! No hubo respuesta, por lo que Nansen cortó, inmediatamente, el
gato en dos pedazos. Esa misma noche, cuando regresó Joshu, Nansen le
narró lo sucedido, y de inmediato cogió Joshu sus sandalias, púsolas
sobre su cabeza y salió de la habitación. “Si hubieras estado aquí —⁠dijo
Nansen⁠— el gato se habría salvado”»[127r].

El bloqueo de los estudiantes no sólo se debía al estupor producido por tan


súbito requerimiento de una «palabra de verdad» sobre el Zen, sino también a
que los horrorizaba la idea de que un monje budista pudiera sacrificar a un
animal, Pero nada de esto arredró a Joshu[29].
Los occidentales suelen preguntar si es absolutamente necesario el paso
por la noria disciplinaria del Zen, para alcanzar la liberación, o si puede
existir algún otro camino, más eficaz y menos fatigoso. En realidad, esta
pregunta se esconde a sí misma: cuanto más crea usted que la liberación es
algo que usted puede obtener, más duro habrá de trabajar para lograrla. La

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liberación es atractiva hasta el punto de que el propio ego parece constituir un
problema.
Otro ejemplo importante de la contratáctica puede hallarse en la dialéctica
del propio Buda acerca del «camino intermedio», recientemente esclarecida
por A. J. Bahm[131r]. Parece ser que, en tiempos de Buda, y en la región hindú
a que pertenecía, las formas de liberación eran frecuentemente confundidas
con un intento de destruir al ego y sus apetitos por medio de un severo
régimen ascético, que el propio Buda había experimentado, hallándolo inútil.
En cambio, Buda propuso un camino intermedio, entre el ascetismo y el
hedonismo, aunque esto era mucho más que un simple pacto moderador. Este
camino intermedio consiste, en última instancia, en la implícita unidad de los
contrarios, algo así como el «principio reconciliador» de Jung.
Como siempre, es el aspirante quien plantea el problema, y aquí aflora su
deseo de hallar alivio para la angustia (dukha). La réplica búdica afirma que
el deseo (trishna) es la causad de la angustia, y así prosigue el diálogo:

A: ¿Cómo se libera uno, pues, del deseo?


B: ¿Realmente quieres librarte de él?
A: Sí y no. Quiero librarme del deseo que causa mi angustia;
pero no deseo librarme del deseo de librarme de ella.
B: La angustia consiste en no obtener lo que uno desea. Por lo
tanto, deja de desear más de lo que tienes o puedes
obtener.
A: Pero aún sentiré angustia en caso de no lograr desear sólo
aquello que poseo o puedo obtener.
B: Pues no quieras lograr nada por encima de lo que puedes o
habrás de poder en el futuro.
A: ¡Pues aún me queda la angustia si no logro eso!
B: No desees, entonces, lograr más que eso que tú puedes
lograr. Etc.

Esto no es una conversación real, continua. En cada paso, el aspirante ha


ido experimentando las recomendaciones de Buda, tanteando por medio de la
meditación el grado hasta el que puede dejar de desear, deseando dejar de
desear, y así de seguido. Hay que notar que la parábola de este diálogo no
sigue un trazado circular sino convergente, y que cada paso es una meta-paso
con respecto al anterior. En cada nivel superior progresivo, el aspirante va
aprendiendo a sopesar la distancia entre su deseo excesivo y angustiante y lo
que es posible de realización concreta. De este modo, llega a aceptar las cosas

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tal como son, aunque, a cada paso, las cosas tal como son incluyen —⁠más y
más⁠— sus propios sentimientos hacia ellas, y sus propios sentimientos acerca
de sus propios sentimientos, etc. Como muestra Bahm, las diversas etapas
concuerdan con los estadios de la meditación (jhana) descritos por los más
tempranos documentos búdicos.

«Los jhanas pueden interpretarse como graduaciones en el proceso de


cambio, desde la preocupación por los medios hasta el goce de los fines.
Cada nuevo incremento en la generalidad de la aceptación acarrea un
crecimiento en el contenido de lo que se experimenta como fin. Los
jhanas son grados de liberación de la ansiedad. Demarcan niveles de
esclarecimiento o iluminación, relativos a la generalidad incorporada al
goce actual. Los jhanas son grados sucesivos conforme decrece el
propio deseo de interferir deliberadamente el cauce natural de los
acontecimientos. Los jhanas gradúan el desplazamiento del interés, de
lo que debiera ser hacia lo que es»[132r].

En otras palabras, puesto que cada estadio-jhana refiere la aceptación de


lo que es, incluyendo cada vez más los propios sentimientos acerca de lo que
es, ha de llegar un punto en que la esfera de lo que es (el mundo) se
identificará con la esfera de los propios sentimientos o deseos acerca de
aquello (el ego). El aspirante había comenzado con una búsqueda de alivio
para su angustia acerca del mundo del nacer-y-morir (samsara) como trampa.
Pero, al final del camino, he aquí que sólo halla una trampa… ¡Y nadie
atrapado en ella…!
Otra forma expositiva del camino intermedio del Budismo es el celebrado
sistema Madhyamika de Nagarjuna (200 d. C.). A primera vista, parece un
giro puramente filosófico e intelectual, con el exclusivo propósito de
desbaratar cualquier formulación racional que pudiera presentársele. Tomado
en un sentido estrictamente lógico y académico, el Madhyamika no es más
que una refutación sistemática de toda opinión filosófica clasificable entre las
«cuatro proposiciones» de la lógica hindú: a) es b) no es c) es, pero también
no es, y d) ni es ni deja de ser; o también: a) ser b) no-ser c) ambos ser y
no-ser y d) ni ser ni no-ser. De este modo, por ejemplo, a) podría declarar al
Ser o Substancia como realidad última, a la manera de Santo Tomás de
Aquino, b) descartaría esto como mera cosificación de un concepto, al estilo
Hume; c) conforme al espíritu sintetizador de Hegel, afirmaría ambos
términos, subrayando su mutualidad; y d) implicaría alguna forma de
agnosticismo o nihilismo. Pero, puesto que el lenguaje es dualístico, o

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relativista, toda afirmación o negación sólo tiene significado en relación con
su propio opuesto. Todo enunciado, toda definición, establece un límite o
frontera; clasifica algo, y por lo tanto puede demostrarse, siempre, que lo que
se halla dentro del límite debe coexistir con lo que está fuera. La propia idea
de ilimitación, incluso, carece de sentido si no es en contraste con la de lo
limitado. La dialéctica Madhyamika utiliza esto como método infalible para
señalar la relatividad de toda premisa metafísica; y de aquí, pues, que liarse en
una discusión con estos dialécticos equivalga inevitablemente a perder la
partida.
Pero la intención del Madhyamika no es la de crear un sistema perfecto
para vencer en las discusiones. Se trata, decididamente, de una terapia, una
contratáctica liberadora, y constituye uno de los antecedentes históricos de la
técnica Zen. Al igual que el terapeuta o el maestro Zen, el dialéctico
Madhyamika no formula proposiciones ni plantea problemas. Espera que uno
vaya a él, y por supuesto el problema que se plantea en un principio puede no
parecerse en nada a una cuestión metafísica. El sistema supone, sin embargo,
que casi todas las personas, incluidas las más incultas, tienen premisas
metafísicas, poseen una opinión a menudo inconsciente a la que se aferran y
que subyace en las raíces de su seguridad psicológica. Por medio de un
cuidadoso interrogatorio, el dialéctico descubre en qué consiste esta opinión y
luego estimula al estudiante para que la formule y la defienda. Naturalmente,
esta defensa es un fracaso, y, en la medida de la dependencia emocional de
este estudiante con respecto a su opinión, comienza a sentirse inseguro, no
sólo intelectual sino también psicológicamente, y aún en un plano físico.
Busca, pues, una nueva premisa a la que aferrarse, pero, a medida que va
refugiándose en estas nuevas alternativas, el dialéctico las desbarata una a
una. A estas alturas, el estudiante comienza a experimentar una especie de
vértigo, pues siente carece de base sobre la cual pensar y actuar, situación ésta
que corresponde obviamente a la incapacidad de hallar un agente-ego. Puesto
que no cuenta con un lugar desde donde tomar posición, tampoco existe sitio
donde pueda ser, Librado a sus propias fuerzas en medio de tantas
dificultades, podría muy fácilmente perder la razón, pero siempre cuenta con
la presencia del gurú para tranquilizarlo, no por medio de razonamientos sino
por su personalidad, un testimonio de que es posible atravesar esta crisis y
dejarla atrás con saldo ganancioso (y no pérdida) para la propia cordura. Estas
contratácticas suponen siempre que los contendientes no son iguales, que el
gurú es maestro y que, por lo tanto, esta partida es un ejercicio de aprendizaje

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y no una batalla real. El estudiante así lo entiende, puesto que solicita la
instrucción por el gurú.
Otra forma de contratáctica, de uso frecuente en el yoga, y de la cual
contamos también con una exposición bastante amplia en conexión con el
sabio taoísta Lieh-tzu[133r], gira en torno a la tarea de lograr un perfecto
control de la mente. El gurú conduce al estudiante a la comprensión de que el
problema no radica en el mundo exterior sino en sus propios pensamientos,
sentimientos y motivaciones. El dolor y la muerte pueden cuidarse solos si el
estudiante sé cuida de su propia mente, y por lo tanto se le exhorta a bloquear
por completo su actividad mental. Al mismo tiempo, se da al estudiante la
impresión de que el gurú puede leer sus pensamientos, de modo que no hay la
menor posibilidad de ocultar sus divagaciones de los vigilantes ojos del
maestro.
Aquí, la duplicidad conceptual es obvia, no sólo porque la mente que ha
de ser controlada es la misma que está tratando de ejercer el control, sino
también porque el estudiante resulta «perturbado» y dolorosamente inhibido
al saber que se lo vigila. La desventaja de este método, causante de que el
yoga se convierta tantas veces en una vía muerta, reside en que puede
degenerar muy fácilmente en un mero trance hipnótico profundo. Por esto los
textos antiguos del Zen desalientan, con tanta reiteración, todo intento de
bloquear completamente la actividad mental, diciendo que, si esto es
liberación, en los bloques de madera y de piedra hay verdaderos Budas[134r].
Sin embargo, un gurú capacitado guiará siempre los pasos al estudiante, en su
programa de control mental, hacia un círculo vicioso, recordándole por
ejemplo que no se está concentrando de verdad, sino que está pensando en
tratar de concentrarse, o llevándolo de hecho a un centrarse en la
concentración, a una percepción de la percepción, o exigiéndole que se
concentre en algún objeto sin abrigar, previa o inconscientemente, la
intención de hacerlo. La premisa que el gurú está desafiando es la suposición
del alumno de que existe realmente un conocedor de su conocimiento y un
controlador o pensador de sus pensamientos. Mientras subsista esta
suposición, no habrá concentración perfecta, pues uno se dividirá siempre «en
dos mentes»: el conocedor y el conocimiento.
Cuando, por fin, el estudiante descubre que «el» no puede controlar su
mente en absoluto, y que cualquiera que sea el afán con que se ejercite en la
concentración, será siempre «con intención» y que el gurú lo sabe, abandona,
se rinde; en las palabras de Lieh-tzu, «deja que su mente piense como le
plazca», pues, simplemente, no tiene otra alternativa. De aquí deduce que su

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mente siempre está concentrada; el pensador está siempre completamente
unido a sus pensamientos y absorto en ellos… ¡Pues no existe nada más que
la sucesión de pensamientos![30]. El desear la concentración no hace más que
incorporar un efecto oscilatorio a la sucesión de pensamientos, porque es un
intento de obligar al pensamiento a pensarse a sí mismo. Podemos pensar en
el pensamiento por medio del meta-pensamiento, comentando nuestros
propios pensamientos en un nivel superior; pero no podemos pensar en el
pensamiento sobre un mismo y único nivel. Cuando la confusión de este
efecto oscilatorio deja de presentarse, cuando, en otras palabras, el yogui deja
de tratar de pensar en un pensador, sus poderes naturales de concentración se
benefician enormemente. No hay ya «interferencias», en un sentido
electrónico, provenientes del presunto pensador.
Una técnica similar es la de alentar al estudiante a detener el vagabundeo
de su mente, pensando sólo acerca de los eventos del presente inmediato. El
pensamiento parece separarse del tiempo a causa de que las imágenes de la
memoria nos permiten revisar eventos en sucesión y proyectar su curso
futuro. Gracias a esta aparente capacidad de mirar ora el presente, ora el
pasado, ora el futuro, la sensación de que existe un pensador constante, al
margen del flujo de los acontecimientos, cobra visos de realidad. Parece
posible y razonable, entonces, un esfuerzo por reparar sólo en el presente.
Pero, a medida que el estudiante persevera, descubre que el presente real es
asombrosamente escurridizo. Durante el mismísimo microsegundo en que
observa un hecho presente, éste se convierte en una imagen del recuerdo, y
pareciera que, si los hechos no dispusieran de tiempo para grabarse en la
memoria, no habría modo de conocer nada en absoluto. Pero, si el
conocimiento supone este lapso de tiempo, ¿no hemos de deducir que todo
conocimiento lo es del pasado, y que lo que llamamos conocimiento del
presente no es más que una referencia al pasado inmediato? El objetivo
prefijado se torna imposible, pues el presente se reduce a una nada
infinitesimal. Sin embargo, en la medida en que este experimento fracasa
puede decirse que alcanza su mayor éxito, sólo que en una forma inesperada.
Pues el estudiante se ha encontrado con que las imágenes de la memoria son,
de por sí, acontecimientos del presente, y, en consecuencia, no hay más
conocimiento que el conocimiento del presente. Lo han burlado, pues,
induciéndolo a tratar de hacer lo que de todos modos ocurre por sí mismo. La
ilusión que lo hacía caer en la trampa se ha disipado: si todo conocimiento es
conocimiento del presente, no existe observador alguno al margen del flujo de
los hechos.

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El denominador común de todos estos métodos resulta, ahora, claro:
instan al estudiante a demostrar el poder y la independencia de su presunto
ego, y él cae en la trampa cuando cree que esto es posible. Al cerrarse la
trampa, su sentimiento de indefensión cobra caracteres críticos, simplemente
porque su sensación habitual de que es capaz de actuar desde su propio centro
ha sufrido una conmoción total. Siempre que persista una identificación,
aunque ligerísima, con un ego observador, le parecerá reducirse más y más a
las dimensiones de un testigo pasivo e inerte. Sus pensamientos, sentimientos
y experiencias cobran la apariencia de una serie de eventos mutuamente
condicionados, en la cual no puede intervenir efectivamente, puesto que su
intervención resulta motivada por uno o más eventos observados, y no ya por
el ego. Los pensamientos y sensaciones son condicionados por otros
pensamientos y sensaciones, y el ego «recortado» a mudo observador.
Finalmente, como en el ejercicio de concentrarse sólo en el presente, se pone
en duda hasta su propia capacidad de observar. O tal vez su propia pasividad
resulta contrariada por una invitación a ser pasivo, a contemplar y aceptar,
sencillamente, lo que ocurre. Pero, entonces: ¿Cómo va uno a aceptar lo que
ocurre cuando entre las cosas que ocurren se cuentan sentimientos de
resistencia contra la vida, de no-aceptación; o si resulta que, en realidad, uno
acepta la vida con el propósito de competir con ella?
En este punto, la imaginería Zen pinta al estudiante como un mosquito
que muerde a un toro de acero, o como un hombre que acaba de tragar una
bola de hierro al rojo vivo que no puede escupir ni digerir. Una ligera presión
sobre este punto… y se registra un repentino «salto» en la conciencia. Ha
desaparecido el ego con que uno podía identificarse. En consecuencia, la
sensación de yo se desplaza desde el observador marginado hacia todo lo que
es «observado». Se siente como si uno fuera todo lo que uno conoce, como si
uno hiciera todo lo que ve que sucede, pues el conflicto entre sujeto y objeto
ha desaparecido. Al comienzo, esto puede resultar desconcertante y
perturbador, porque no se encuentra un punto independiente desde donde
actuar sobre los acontecimientos y controlarlos. Puede compararse al
momento en que uno aprende a montar una bicicleta por primera vez, o a
nadar: esta flamante habilidad parece suceder por sí misma. «¡Mira, mamita,
la llevo sin manos!». Pero, apenas se consume el impacto de la novedad,
surge la posibilidad de manejar fácilmente esta nueva dimensión de la
conciencia.
En el lenguaje psicoterápico, estamos ante el fin de la alienación, no sólo
la que siente el individuo hacia sí mismo, sino también la que sufre con

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respecto a la naturaleza. Este nuevo estado de cosas podría describirse,
también, como auto-aceptación, o integración psicológica. Aunque esta
terminología parezca anticientífica, y cualesquiera fueran sus presuposiciones
acerca de la biología de la razón y el instinto, es sin duda esto mismo lo que
Jung imaginaba como saldo final de la terapia.

«Uno debe ser capaz de dejar que las cosas sucedan. He aprendido del
Oriente lo que significa la frase Wu-wei: literalmente, “no-hacer, dejar-
ser” que es muy distinto a no hacer nada… La región de oscuridad en la
que uno cae no está vacía; es la “madre pródiga” de Lao-tsé, la
“imagen” y “simiente”. Una vez limpia la superficie, las cosas pueden
crecer desde las profundidades. La gente siempre cree haberse
extraviado cuando arriba a estos abismos de la experiencia. Pero toda
vez que no saben cómo proseguir, la única respuesta, el único consejo
que tiene sentido es: “espera a ver lo que el inconsciente puede decir
sobre esta situación”. Un camino es solamente el camino, cuando uno lo
encuentra y lo sigue por sí mismo. No existe una prescripción general
sobre “el modo en que debe hacerse”.»[136r]

La «región de oscuridad» y «el inconsciente» son, por supuesto, este


mundo extraño de polaridad en el que vivimos como organismo-medio
ambiente en lugar de sujeto-en-guerra-contra-objetos-extraños, y este mundo
sólo es oscuro e inconsciente porque ha estado reprimido por nuestra forma
convencional de ver las cosas. Este es, también, con bastante claridad, el
modo de conciencia que Norman Brown y Herbert Marcuse indican como
resultado lógico del psicoanálisis, desarrollado con una consistencia de la que,
aparentemente, carecía el propio Freud.

«Freud describe el contenido ideacional del sentimiento egótico


primario superviviente como una ilimitada extensión y unidad con el
universo (sentimiento oceánico). Considera que este sentimiento
oceánico tiende a restablecer el “narcisismo ilimitado”. La intrigante
paradoja de que el narcisismo, entendido habitualmente como un escape
egoísta de la realidad, se conecte aquí con una sensación de unicidad
con el universo, revela la nueva hondura de esta concepción: más allá de
todo auto-erotismo inmaduro, el narcisismo denota una relación
fundamental con la realidad que puede generar un orden existencial
comprehensivo. En otras palabras, en el narcisismo podría palpitar el
germen de un principio de realidad diferente: la catexis libidinal del ego
(el propio cuerpo) puede convertirse en fuente y depósito de una nueva

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catexis libidinal del mundo objetivo transformando este mundo en un
nuevo modo de ser.»[137r]

Doquiera que algo de este carácter emerge de la tradición freudiana, se


supone que la nueva relación entre el hombre y su mundo ha de ser erótica:
no el erotismo especializado del aparato genital, sino un erotismo difuso,
como el narcisismo primario o el «polimorfismo perverso» del cuerpo
infantil. Los psicoanalistas adscritos a lo que yo denominaría tendencia del
huevo-duro ven este chapoteo dentro del sentimiento oceánico y la mística
una pura regresión, expresión del egotismo global del niño que soslaya
completamente todo problema real o divergencia de intereses entre el yo y los
demás. Pero el narcisismo sólo es necesariamente idéntico al egotismo cuando
suponemos que el conflicto entre el organismo y su medio ambiente precede
biológicamente al desarrollo mutuo de ambos términos de la polaridad, y esto
no surge del estado actual de nuestros conocimientos. Hasta un analista de
orientación tan egótica como Erik Erikson puede decir, con referencia a los
«más tempranos encuentros del hombre con su fiel pasado infantil»:

«Finalmente, el cristal deja ver al puro yo en sí mismo, el núcleo no


creado de la creación, el centro —⁠como si dijéramos, pre-parental⁠—
donde Dios es pura nada: ein lauter Nichts, en las palabras de Angelus
Silesius. El misticismo oriental designa a Dios con expresiones
similares. Este puro yo se ve, ahora, libre de su enfermedad, del
conflicto entre lo bueno y lo malo, libre de su antigua sujeción, y no
depende, ya, de las guías de la razón y la realidad. ¿Pero debemos hablar
de regresión cuando el hombre busca, en este punto, nuevamente, los
más remotos hallazgos de su fiel pasado, lanzado como está en pos de
un futuro eterno y largamente acariciado?… Si hubiera en esto una
regresión parcial, se trataría de un proceso regresivo que, volviendo
sobre la huella de senderos firmemente establecidos nos retornaría a un
presente amplificado y transparente.»[138r]

Antes había afirmado:

«Desde el más antiguo poema Zen hasta la más reciente formulación


psicológica, surge con claridad que el conflicto entre lo cierto y lo falso
es una enfermedad de la mente».[139r]

Dado un cierto acento erótico y deleitoso de este nuevo sentimiento hacia


el mundo, los occidentales que se inclinan por el misticismo oriental abrigan

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serias dudas de que la liberación sea una condición «puramente» espiritual.
Ellos se dan la mano con Freud y los psicoanalistas huevos-duros en su básica
desconfianza hacia el mundo y la alienación del organismo, olvidando que
cuando India y Tíbet buscaron un símbolo supremo de la reconciliación de los
opuestos escogieron a shakta y shakti, el dios y la diosa, la figura y el fondo,
el Sí y el No, el eterno intercambio: usando la imagen más erótica que pudiera
concebirse.
Pero he tratado de mostrar que todo aspecto ascético, espiritual y anti-
mundano de las formas de liberación no es más que un desafío al ego: un
señuelo o jugarreta de judo para incitar al estudiante a probar que su yo
central es un agente o alma independiente que puede lidiar con el mundo. La
dura disciplina de los senderos orientales de liberación representa una derrota
en toda la línea de esta ambición y conduce a una nueva identificación de la
propia vida y ser, no ya con el «yo» enclaustrado en su pellejo, sino con el
campo organismo-medio ambiente. La hostilidad esencial del ego hacia el
organismo físico y el mundo se disuelve gracias a una reductio ad absurdum,
en la cual se emplean los medios más idóneos para embarcar a la conciencia
egocéntrica en una acción coherente con sus propios presupuestos. ¿Hasta qué
punto, entonces, las distintas variedades de la psicoterapia realizan esta
misma tarea, por distintos que resulten sus objetivos declarados?[31]
Pienso que la hipótesis de Haley puede demostrar que muchas escuelas
psicoterapéuticas separadas por amplias diferencias teóricas utilizan el mismo
modelo estratégico que liga al gurú con su discípulo. Sin embargo, parece
que, en muchos casos, la psicoterapia se sirve de esta estrategia en un plano
diferente, tal vez menos radical, y a menudo con el propósito de fortificar al
ego, y no ya de disolverlo. De todos modos, hay excepciones en esto último, y
la confusión terminológica da lugar a ciertas dudas sobre la exacta diferencia
entre un ego fuerte y responsable, por un lado, y un individuo único e
integrado por el otro.
Haley parte[140r] de la suposición de que los síntomas psicopatológicos
deben estudiarse a la luz de su funcionamiento en un determinado contexto
social. En otras palabras. ¿Cómo es que síntomas aparentemente involuntarios
como, digamos, la ansiedad, la jaqueca, la depresión, el alcoholismo, las
fobias o los estados letárgicos, permiten a sus víctimas relacionarse con las
demás personas? Este autor adivina en dichos síntomas una índole estratégica:
merced a ellos, una persona puede controlar a otras sin asumir
responsabilidades por hacerlo; algo así cuando una madre impide que su hija
se case, convirtiéndose en un ser que depende desesperadamente del cuidado

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exclusivo de su hija a causa de algún tipo de invalidez. La madre quiere decir
que no es ella quien requiere las atenciones de su hija; es la enfermedad. La
hija no puede, entonces, abandonar a su madre sin incurrir en una inhumana
crueldad e ingratitud; pero tampoco puede quedarse sin negar su
independencia y su amor por un hombre. Además, la hija no puede decir:
«pero estás usando esta enfermedad para controlarme», sin ofender o
perturbar a su madre, pues esta última no puede, sencillamente, sentirse
responsable por sus síntomas. De ahí que la hija soporte una doble atadura.
Desde Freud, se ha considerado que la política sensata es indagar el propósito,
o la función, de los síntomas psicopatológicos, ya en un contexto impersonal
dado por las relaciones sociales, ya en el contexto intrapersonal del super-ego,
el ego y el id. La naturaleza eminentemente conjetural de esta última
constelación otorga mejores probabilidades a la primera, en el sentido de que
ésta brinda un campo de estudio más promisorio.
Haley procede, luego, a señalar que en cualquier situación social en que
un individuo coloca a los demás frente a duplicidades conceptuales, recibe un
pago en la misma moneda; es decir, que los demás muestran un
comportamiento similar. En el ejemplo antes citado, la madre ansia el amor
de su hija, pero ésta no puede decir «me quedo en casa porque así lo deseo y
porque te quiero». Se ve obligada a decir que actúa involuntariamente, pues
su madre está mala. En rigor, lo que la hija está implicando es que ama a su
madre porque no tiene otro remedio, y que en realidad no lo desea. Así que
ahora también la madre se encuentra ante una duplicidad conceptual. No
puede recibir amor de su hija sin advertir que no es verdadero amor; y, sin
embargo, tampoco puede decir: «después de todo, veo que no me quieres»,
sin que la hija le responda: «¿y por qué crees que me estoy cuidando de ti?»
Además, ella no puede echarle en cara que «sólo estás cuidándome para no
sentirte avergonzada»; si así hiciera, negaría lo que ella desea, que es amor;
daría por perdida su propia partida. De esta forma se perpetúan sus síntomas.
Puesto que ella debe enfermarse involuntariamente, su hija ha de amarla
involuntariamente. Para obtener lo que desean, ambas están haciendo lo que
no desean. Se encuentran sumergidas en el conflicto y la amargura, atrapadas
en el círculo vicioso de un problema que no tiene solución.
Llegados a este punto, cabe hacer una pausa para indagar en lo más
profundo de esta paradoja. ¿Qué pretendemos cuando rogamos que nos amen
voluntariamente? Sin duda, no solicitamos un amor emanado del sentido del
deber, que es lo que normalmente recibe el nombre de responsabilidad. El
amor forzado, o deliberado —⁠cuando el ego trata de dominar las emociones⁠—

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es exactamente lo que no deseamos. Seguramente, lo que estamos requiriendo
es que la otra persona nos ame porque no puede evitarlo, que nos ame
involuntariamente, pero que el ego no se resista a dicha emoción. Queremos
que el individuo goce con su sentimiento involuntario hacia nosotros.
Deberíamos evitar la confusión diciendo que este amor no es voluntario sino
espontáneo. Ahora bien; lo espontáneo es aquello que sucede por sí mismo, el
tzu-jan taoísta, o «así, de por sí», que ocurre sin esfuerzo alguno. La
espontaneidad no es acción propia del ego, en absoluto; muy por el contrario,
se trata de un acto no bloqueado por el mecanismo de control social llamado
ego. Si alguien dice «te amo con todo mi corazón», quien habla no es el ego.
Está diciendo que es delicioso amar espontáneamente, sin bloqueos ni
conflictos con las nociones socialmente implantadas acerca del propio rol, su
identidad y deber. Cuando alguien ama primero por una cuestión de deber y,
luego, comienza esto a gustarle, podemos bien sospechar que ha comenzado a
gozar de la seguridad de ser obediente, de sentir nuevamente el calor de la
aprobación paternal[32].
En esto reside la profunda confusión de tantas de nuestras convenciones
éticas y conyugales. A la sociedad le asiste todo el derecho de establecer
controles a la expresión de la espontaneidad, diciendo por ejemplo que «en
tales ocasiones, y en tal sentido, tú no debes ser espontáneo». Pero declarar
que uno «debe ser espontáneo» equivale a enunciar la neta contradicción que
alienta en la misma raíz de toda duplicidad conceptual. La hipnosis puede
producir, por sí, una espontaneidad aparentemente obediente, y ésta es, tal
vez, la razón de por qué las «curas» basadas en la simple hipnoterapia
resultan tan superficiales y efímeras.
Si, como supone Halevy la tarea del terapeuta consiste en romper las
duplicidades conceptuales impuestas al paciente, cesando así, también, el de
imponerlas a los otros, su objetivo básico será lograr que el paciente advierta
el despropósito de exigir espontaneidad. Con este fin embarca,
conscientemente o no, al paciente en una duplicidad conceptual de carácter
terapéutico. Esto último se debe a que, en realidad, el terapeuta no desea
dominar al paciente para sus propios fines, y a que se dirigirá el proceso de
modo que salte a la vista su propia contradictoriedad. Abreviando, el paciente
se encuentra complicado en una relación que no puede definir ni controlar,
por más que lo intente con todas sus fuerzas.
Desde el mismo comienzo, el paciente ha de presentarse como parte
ofertante. Debe confesar su necesidad de ayuda; debe pagar por el privilegio
de una consulta; debe humillarse, reconociéndose incapaz de dejar de hacer

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cosas que no quiere hacer, desprovisto del menor control sobre su propia
conducta. En este instante, toda terapia sensata recurre al judo. El terapeuta no
niega los síntomas diciendo: «¡Deja de estar nervioso!». Tampoco contraría
los sentimientos del paciente, que piensa debería controlar la situación
diciendo: «Y bien, no puedes hacer nada…» Cualquiera de estas respuestas
pondría fin a la relación, allí mismo. Pero el terapeuta toma partido por el ego
del paciente y en contra de los síntomas; acepta la definición del problema
que le da el paciente y le permite —⁠cosa que las demás personas, quizás, no
suelen hacer⁠— estar fuera de control. Obtenido el permiso del terapeuta para
estar enfermo, al mismo tiempo se reconforta al paciente y se lo coloca bajo la
autoridad del terapeuta.
Supongamos, pues, que el método terapéutico fuera una de las variantes
del psicoanálisis. El terapeuta supondrá, entonces, que la dificultad del
paciente tiene razones inconscientes. Poco importa si las describe como
traumas infantiles reprimidos o factores ocultos en las relaciones
interpersonales. El caso es que cabe decir, o bien que «usted tiene dificultades
porque no se comprende a sí mismo», o bien que «usted no desea, realmente,
controlar sus síntomas». En cualquier caso, se duda de la idoneidad del ego,
sólo que a un nivel nuevo y superior, pues aunque el terapeuta admite que el
ego está descontrolado, se pregunta si «realmente» desea asumir el control, o
si ha definido correctamente el problema. El paciente puede aceptar o
rechazar este enfoque, pero en este último caso el terapeuta no lo contradirá.
Preguntará, simplemente: «¿Por qué está tan ansioso por negar esa
posibilidad?» Implicará, así, que el paciente se resiste al tratamiento,
reforzando indirectamente la sugestión de que no desea «de verdad» ponerse
sano. Aún más indirectamente, puede deslizar que el deseo del paciente de
conservar sus síntomas es de carácter inconsciente, o que aquéllos son un
producto del «inconsciente», que actúa como una suerte de segundo yo, más
poderoso que el ego.
La idea del «inconsciente» permite al paciente expresarse y hablar sobre sí
mismo sin asumir responsabilidades por lo que dice. Este modelo de
comunicación es idéntico, naturalmente, al uso de los propios síntomas para
controlar relaciones humanas. «Esta cosa está ocurriendo, pero yo no lo estoy
haciendo y no pueden culparme.» Al suponer la existencia de una mente
inconsciente, el terapeuta acepta y alienta este modelo de conducta, pero al
mismo tiempo evita que el paciente lo utilice para controlarlo a él. Por un
lado, el terapeuta gana autoridad como intérprete de esta comunicación
indirecta. Haya o no interpretación, al paciente se le da a entender que sus

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sueños y libres asociaciones resultan inteligibles al terapeuta en una forma
como no lo son para él mismo. Por otro lado, el paciente queda,
aparentemente, a cargo de la situación, puesto que se le pide que él mismo
exponga, inicie los temas de discusión y presente todo el «material
inconsciente» que le plazca. Pero, precisamente porque todo esto es lo que le
ha aconsejado el terapeuta, su control de la charla no es más que obediencia al
terapeuta, y por medio de este judo el paciente cae en una duplicidad
conceptual. Por más que intente controlar la situación y servirse de la
comunicación desde «el inconsciente» para escudarse de hallazgos
desagradables, no deja de hacer todo esto bajo la dirección del terapeuta. En
otras palabras, por más que intente derivar la responsabilidad hacia el
terapeuta —⁠«usted me dirá lo que debo hacer; usted me curará, dígame qué
me ocurre, etc.»⁠— el hecho es que esta conducta es ordenada sin
complacencia. En el caso de una transferencia, por ejemplo, el analista
deviene una figura parental de la cual depende el paciente sin poder
conferirle, realmente, la responsabilidad. Pero jamás se formula una negativa
redonda a asumir responsabilidades, pues esto despojaría al paciente de su
estímulo para controlar al terapeuta. Este sortea, pues, dicha responsabilidad,
indirectamente, diciendo: «Yo debo ayudarle a usted a descubrir lo que usted
desea realmente», o «esperemos a ver lo que surge de su inconsciente». En
suma: el terapeuta dirige al paciente para que ése trate de controlar la
relación, pero bajo la apariencia de que todo ocurre conforme a la iniciativa
del propio paciente.
En el caso de que el paciente intente controlar al terapeuta, se halla
inmediatamente ante la respuesta de un «ploy» de judo que, a la vez, frustra el
intento y provoca un nuevo esfuerzo. Se le autoriza y alienta, además, a
realizar el intento en su forma característica: inconsciente e
irresponsablemente, como por ejemplo narrando sus sueños o asociaciones
libres, que devienen, así, extensiones de sus síntomas involuntarios,
descripción ampliada y enriquecida de conductas que él no reconoce como
propias. Naturalmente, él describe todo este «material subconsciente» con la
esperanza de que el terapeuta le diga lo que significa, o de que ocasione un
diagnóstico, gracias al cual el terapeuta le recetará medicina. El terapeuta
nunca se niega, directamente, a esto. Pero solicita más sueños y más
asociaciones libres, como si éstas pudieran permitirle dilucidar lo que ha
sucedido en el pasado, o conducirle hasta regiones más y más hondas del
subconsciente. Al mismo tiempo, dirige al paciente hacia una asunción de la

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situación por medio de preguntas como: «Y bien… ¿qué cree usted que
significa este sueño?»
A su debido tiempo, la duplicidad conceptual del paciente se torna crítica.
No puede salirse de ella abandonando la relación, porque el terapeuta ha
definido esta hipotética actitud como resistencia al tratamiento, o como una
confesión de que en realidad no desea mejorarse. No puede obligar al
terapeuta a que tome decisiones por él, porque la relación se ha definido
siempre en función de una terapéutica que apoya, pero no dirige. No puede
romper la situación por medio de una agresión, atacando al terapeuta, pues
éste jamás da la cara: acepta el ataque, sencillamente, manteniéndose laxo
ante el endurecimiento del otro, o preguntando por sus motivaciones. Por
ejemplo: «¿Tal vez no le gusto a usted porque le recuerdo a alguien?» De
acuerdo con Haley, al llegar a este punto crítico de frustración el paciente
debe rendirse, pero no puede darse por vencido abandonando el tratamiento.
Sólo le cabe una rendición que consista en un cambio de comportamiento.
¿Qué hacer, entonces?
Haley considera que, dado que el paciente ha venido «ofreciendo» sus
síntomas en dirección al terapeuta, sólo puede escapar al yugo del control
terapéutico, perdiendo todo interés en sus síntomas y dejando de «ofrecerlos».
Otra alternativa sería reconocer que ha estado intentando infructuosamente
controlar al terapeuta —⁠lo mismo que a otras personas⁠— por medio de su
oferta de síntomas; pero, en este caso, ha de adscribírselos como conducta
propia, asumir su responsabilidad. El judo del terapeuta ha provocado, en el
paciente, una conducta coherente con sus síntomas, hasta el punto de hacerle
descubrir que esta conducta resultaba por completo inadecuada e infructuosa.
Pero se me ocurre que debemos agregar algo a todo lo dicho. Durante
todo este proceso, el terapeuta ha puesto a prueba dos premisas que el
paciente daba inicialmente por ciertas. Premisa primera: que algunas de sus
acciones son propiamente suyas, proceden directamente de su ego. Premisa
segunda: que otras acciones suyas no son propiamente suyas, pues suceden
espontáneamente y en contra de su voluntad. El terapeuta socava la primera
premisa cuando inquiere si la conducta que el paciente cree voluntaria lo es
realmente: «¿Quiere usted, de veras, ponerse bueno?» «Me pregunto qué
quiere usted decir, en el fondo, cuando afirma que yo no le gusto.» Socava la
segunda premisa atribuyendo una intención a la conducta involuntaria,
sugiriendo que los sueños expresan deseos ocultos, buscando significados en
los gestos automáticos del paciente. He aquí, también, un caso de duplicidad
conceptual, pues todo esto implica que cualquiera que sea la conducta del

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paciente, voluntaria o involuntaria, ésta le dejará desnudo, con todas sus
defensas transparentes a los ojos del terapeuta. Si abandona la partida será
acusado de resistencia. Si guarda silencio o intenta burlar la maniobra
encerrándose en sí mismo, recibirá la insinuación (con toda delicadeza) de
que también esto es revelador, y que debe haber algo que desea ocultarse a sí
mismo con extrema ansiedad.
La otra cara del hecho de que el paciente está tratando de controlar al
terapeuta consiste en un intento de obtener ayuda sin verse precisado a tomar
conciencia de sí mismo. Lo que él es en realidad guarda tan escasa
concordancia con su propia auto-imagen que no se atreve a descubrirlo, y sin
embargo no hubiera concurrido al tratamiento de no tener noticias, al menos
aproximadas, de esta discrepancia. El terapeuta «despista» al paciente,
sugiriendo que no puede ocultarse verdaderamente, pero indicando a la vez
que su propia actitud es de total aceptación y cordialidad. Obviamente, esta
situación no queda establecida durante el curso de una sola consulta; se
desarrolla a través de la interacción de las dos personas, a lo largo de un
período de tiempo. A medida que avanza la relación, el paciente descubre que
todos sus intentos de bloqueo y ocultamiento del yo son absurdos, que está
encerrado en una situación de la que el único escape es, simplemente, ser lo
que es, sin restricciones. Un paciente conformista puede imitar la
espontaneidad, por supuesto, y convertirse en un auténtico chorro de
asociaciones libres, pero un terapeuta perceptivo detectará y saldrá al paso de
todo artificio hasta que el paciente no pueda ya bloquearse o escudarse.
A esta altura, el paciente abandona, simplemente, la simulación. No es
que aprenda a «ser él mismo» como si esto fuera una cosa que uno puede
hacer; más bien aprende que no puede ser otra cosa que él mismo. Ahora
bien; esto no es más que otra forma de decir que ha dejado de identificarse
con su ego, con la imagen de sí mismo que la sociedad le ha inculcado
compulsivamente. Como resultado del enfrentamiento entre el terapeuta y
aquellas dos premisas, su comportamiento deliberado y su conducta
involuntaria se unen en una sola entidad, y él advierte que su conducta total,
su organismo, es ambas cosas a la vez, y ninguna de ellas: es espontánea. Se
puede dar a esto el nombre de integración de la «personalidad», realización
del «yo», o, incluso, el de desarrollo de una nueva «estructura egótica»; pero
en absoluto corresponde al sentido normal del ego como agente directivo
detrás de las acciones. El saldo final de la terapia es parecido, al menos en
principio, al de la liberación. El individuo se ha integrado en su propio mundo
«exterior», es decir, se ha integrado con sus aspectos involuntarios y

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espontáneos. Sin embargo, todavía no queda plenamente superada la fractura
entre el organismo, como conjunto, y su medio ambiente. El resultado
terapéutico «occidental» no desafía, como las sendas orientales de liberación,
las convenciones perceptivas mediante las cuales se proyecta a sonidos y
visiones fuera del organismo. Todavía, los movimientos del límite organismo-
medio ambiente son atribuidos a la iniciativa del organismo.
Uno de los pocos enfoques relativamente similares, en Occidente, es la no
muy conocida Terapia Gestalt. En un trabajo así titulado, Perls, Hefferline y
Goodman afirman:

«No tiene sentido definir a un ente que respira sin el aire; ni a un


caminante sin la gravedad y el suelo; ni a un irascible sin obstáculos, e
igual sucede con todas las funciones animales. La definición de un
organismo es la definición del campo organismo-medio ambiente; y el
límite de contacto es, por así decirlo, un órgano específico de percepción
de la flamante situación en el campo… En el caso de una planta
estacionaria, la membrana osmótica es el órgano de la interacción que
sostienen organismo y medio ambiente; ambas partes, de un carácter
obviamente activo. En el caso de un animal complejo y móvil, ocurre lo
mismo, aunque por ciertas ilusiones de la percepción nos resulte más
difícil concebirlo. Las ilusiones, para insistir con este término, proceden
simplemente de que el elemento móvil atrae la atención en grado
superior al fondo estacionario, y lo más nutrido o complejo lo hace en
perjuicio de lo relativamente más simple. Pero, en el límite mismo, la
interacción proviene de ambas partes.»[141r]

Podríamos preferir la «transacción» de Bentley a esta «interacción», pero


por lo demás es ésta una perfecta descripción del factor creador de ilusión que
alienta en el búdico avidya: la ignorancia. El trabajo teórico de estos autores
es magnífico, pero cuando se traslada al terreno específicamente terapéutico
la técnica se vuelca excesivamente en un intento deliberado de sentir la
relación. El abordaje experimental contra las ilusiones de separatidad resulta
mucho más convincente, pues la experiencia final del campo organismo-
medio ambiente es una revelación, y no ya una construcción artificial. En
general, sin embargo, el énfasis unilateralmente psicológico de la terapia
occidental es lo que obstruye una ulterior extensión liberadora.
Si, entonces, la técnica esencial de la terapia estimula las falsas y
neuróticas suposiciones del paciente, de modo que cuanto más se aferra él a
ellas, tanto más se encuentra atrapado por la duplicidad conceptual, pareciera

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importar muy poco el tinte freudiano, junguiano, rogeriano, existencial,
interpersonal o simplemente ecléctico de la teoría empleada. La extrema
teoría no-directiva de Carl Rogers actúa según el principio del judo forzando
las duplicidades conceptuales con tanta nitidez como la más directiva de todas
ellas, digamos por ejemplo la de John Rosen[142r]. Tan pronto como dos
personas entran en relación, resulta sencillamente imposible para una de ellas,
el terapeuta, mantenerse en actitud tan pasiva como para servir de mero
espejo del paciente. Como señala Haley, con sólo aceptar lo que el paciente
dice o hace se implica ya un permiso para su conducta, y, por tanto, un
control de la misma.

«Cualquier cosa que un terapeuta diga o deje de decir, en respuesta a un


paciente, ha de circunscribirse a la conducta de este último. Aun cuando
el terapeuta dijera “no pienso decirle qué debe usted hacer”, ante un
paciente que ha pedido orientación, estaría ordenándole al paciente que
no le preguntara qué hacer. Si un paciente se duele ante un terapeuta y
éste guarda silencio, ello constituye, inevitablemente, un mudo
comentario sobre el comportamiento del paciente.»[143r]

¿Qué situación puede superar, pues, en duplicidad conceptual, a ésta del


terapeuta que dirige al paciente por medio de su actitud completamente no-
directiva? El judo directivo de Rosen no es más que una aplicación distinta
del mismo principio. Por ejemplo, ordenando al paciente manifestar sus
síntomas, y aún exagerarlos, toma control de lo que el paciente hace, aun
cuando no los manifieste efectivamente…, pues el contexto de la situación es
terapéutico, y de este modo el terapeuta pretende erradicar los síntomas. ¡Su
apuesta siempre gana!
Todo esto parece una tremenda supersimplificación de la terapia, pero es
de la mayor importancia comprender que el principio no puede usarse en la
forma simplificada en que acabo de describirlo. En primer lugar, porque el
paciente advertiría el juego con demasiada facilidad y rechazaría el desafío.
En segundo lugar, porque su aplicación como contrapartida de las maniobras
específicas de pacientes particulares requiere una gran versatilidad, práctica y
percepción de caracteres, aunque más a la manera de un novelista o de un
vendedor astuto, que a la de un psicólogo teórico. Vimos que las formas
orientales de liberación hacen gran uso de los upaya, medios idóneos y
«mañosos» para estimular a los estudiantes. La descripción de sueños, la
producción de fantasías y asociaciones libres, y la discusión de su simbolismo
son, a mi juicio, una variedad de upaya. Es una cháchara, necesaria y

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terapéutica, y sería de gran ayuda si los terapeutas lo comprendieran así. La
dificultad de sistemas teóricos como el de Freud o el de Jung, reside en que
los pacientes salen de la terapia creyendo en aquéllos como en religiones.
«Dar religión» puede constituir, a veces, una terapia efectiva, si no liberadora,
pero cuando la atención de los terapeutas recae exclusivamente sobre,
digamos, el simbolismo onírico, se pierde de vista no sólo la técnica esencial
de la terapia sino también el contexto social de la psicopatología.
Con esto no quiero decir, por supuesto, que los sistemas teóricos
freudiano y junguiano sean pura cháchara carente de valor científico. No cabe
duda de que las hipótesis que han tenido valor científico en el pasado pueden
tenerlo menos hoy en día, pero el caso es que, en gran medida, estas teorías
funcionan durante la terapia como cháchara. Vimos por ejemplo, que al
notificar a un paciente que posee una «mente subconsciente» lo habilitamos
para comunicarse indirectamente con el terapeuta, sin verse obligado a sentir
que el responsable de lo que está diciendo es él: es el subconsciente. Esto
puede no ser aceptable para los freudianos y junguianos recalcitrantes, pero si
alguien pretende el título de científico no puede adoptar una rígida línea
partidista. Para cualquier terapeuta es muy perjudicial la fijación de un punto
a demostrar, pues esto supone un interés personal en ganarle la partida a su
paciente. Hemos visto, con referencia al maestro Zen, cómo éste puede jugar
su partida con eficiencia justamente porque ganar o perder le da igual.
Cuando falta esa idoneidad esencial, la psicoterapia degenera en un juego de
poderes, durante el cual el terapeuta somete a sus desdichados pacientes al
yugo de interminables duplicidades conceptuales, por los años que le plazcan,
y para su exclusiva satisfacción personal.
Esta visión global de la psicoterapia conserva ciertos elementos de las
teorías clásicas. Parece correcto definir al ego como construcción del
principio de realidad (convenciones sociales) que ejerce una represión sobre
procesos vitales que, a raíz de esto, se tornan más o menos inconscientes.
Parece válido suponer que en la formación de la sensación egótica son de
inmensa importancia los efectos del aprendizaje infantil, aun cuando puede no
ser necesario evocarlos durante la terapia. En consecuencia, es cierto que la
actitud del niño hacia su padre y su madre determina sus actitudes hacia otras
personas durante su vida adulta, y que lo induce a emitir y recibir exigencias
de espontaneidad forzada. Parece cierto también que, al menos para la cultura
occidental, la represión de la sexualidad constituye una de las fuentes
principales de conductas psicopatológicas. Además, la insistencia de Jung
sobre la terapia como reconciliación de los opuestos, aceptación y asimilación

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de la Sombra, el aspecto oscuro y reprimido de la propia naturaleza, todo esto
resulta bastante central en la idea de liberación. El problema reside siempre en
que la aceptación de uno mismo no puede expresarse con un acto deliberado;
ello sería tan paradójico como besar nuestros propios labios. Pero la
contratáctica pone en peligro la posibilidad concreta de rechazarse uno
mismo, y finalmente no construye, sino que revela la totalidad del hombre
como hecho ineludible.
Desde este punto de vista podemos conferir, también, una nueva
significación al tema freudiano de la sexualidad y la motivación inconsciente:
se trataría más de una estrategia terapéutica que de un hecho psicológico. En
una cultura sexualmente fastidiosa, la sugerencia de que las motivaciones
reales de las personas puedan tener un tinte netamente sexual resulta de
particular eficacia como desafío contra el ego. Tan sólo a causa de que la
sociedad ve algo degradante o malvado en la sexualidad, según este criterio,
las motivaciones reales de los seres humanos serían exactamente lo opuesto a
sus intenciones conscientes; de lo que se deduce que el ego no tendría el
menor control sobre las cosas que lo rodean. Cuando el individuo está
fuertemente identificado con su ego, esta idea despierta una resistencia
inmediata, y entonces le basta al terapeuta con señalar que el paciente no
tendría motivos para negar tan enérgicamente esta interpretación si no fuera
cierta. Se lo acorrala, pues, en la posición de negar su ego por el mismo acto
de afirmarlo, y la duplicidad conceptual así planteada es muy efectiva porque
él no puede negar honradamente la existencia del sentimiento sexual y su
inevitable atracción. Si la intención del terapeuta consistiera en hostigar y
acosar al paciente, podríamos sentir que su estrategia le ha brindado una
ventaja muy deshonesta. Pero, de hecho, la imposición de esta duplicidad no
hace más que desnudar aquella otra duplicidad conceptual que ya ha sido
proyectada sobre el paciente por la sociedad en que vive. Jamás habría caído
en la «trampa» del terapeuta si no lo hubieran burlado antes, desposeyéndolo
de su yo y sus propios sentimientos cuando aceptó la ficción de que él era su
ego, o su alma, y no su organismo total.
Para huir de la celada tendida por el terapeuta, el paciente sólo puede
dejar de defenderse de sí mismo, y al abandonar esta defensa cesa,
simultáneamente, su identificación con el ego. Pero esto sólo puede suceder
en la medida en que el paciente advierta con claridad que el terapeuta se haya
aceptado genuinamente a sí mismo. De todos modos, cabe concluir en que el
terapeuta representa una filosofía que no es la de la sociedad, y que detenta,
como si dijéramos, la autoridad de la naturaleza, más que la autoridad de los

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hombres. Pero esta autoridad deviene una entidad superior sólo en tanto y en
cuanto se demuestre que la autoridad social encierra una auto-contradicción
de la cual se encuentra libre la autoridad natural, una contradicción interna de
carácter tan fundamental que su perpetuación podría destruir a la sociedad, y
llevar a los hombres a la locura.

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6. INVITACIÓN A LA DANZA

Aquello de que «por sus frutos los conoceréis» suele entenderse como
que, en última instancia, ha de juzgarse a los hombres por su conducta moral,
y a las filosofías de la vida por sus consecuencias morales. Pero la única
definición de moralidad que, hoy en día, puede concitar una aceptación
general es: aquella conducta propicia a la supervivencia de la sociedad.
Vemos en los frutos de la acción y el pensamiento una utilidad nutricia;
pueden resultar estupendos en cuanto a sabor y textura, pero esto es un factor
secundario. La cuestión reside en que contengan las vitaminas adecuadas, y el
sabor sólo es importante en la medida en que facilita la digestión. En este tipo
de moral, la función del juego es hacer más tolerable el trabajo, que a su vez
constituye una carga, no porque exija más esfuerzos que el juego sino porque
implica una lucha contra la muerte. El trabajo que conocemos nosotros está
contaminado por el temor a la muerte, pues el trabajo es aquello que debe
hacerse con el objeto de sobrevivir, y sobrevivir, continuar, es la necesidad
última e irreductible. ¿Es que no resulta obvio que la supervivencia, cuando
se la considera necesaria, se convierte en una carga? La vida es, por sobre
todo, un proceso espontáneo, y, como ya hemos visto, comandar la
espontaneidad, proclamar que uno debe vivir, es en esencia la contradicción
básica que nos impone a todos una duplicidad conceptual.
Tomar partido es, siempre, el paso inicial de un juego, y escoger a la vida
contra la muerte, al ser contra el no ser, es sólo simular que dichos términos
son separables. Sin embargo, nos los presentan como opción definitivamente
seria. Los prototipos del ser y el no-ser son, sin duda, la materia y el espacio,
la forma y el vacío, y tal vez era inevitable que pensáramos en la materia
como beneficiaría de una existencia transitoria y fugaz, en medio del infinito
y la nada eterna. Pero parece un hecho cierto que la moderna astronomía y la
cosmología se están aproximando a una visión del universo según la cual el
espacio ya no sería un contingente inerte de las galaxias, sino parte integrante
de su forma. La forma delimita al espacio tanto como éste la delimita a ella.
Hablando metafóricamente, es como si el espacio y la forma coexistieran

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sobre la superficie de una esfera, de modo tal que resulta bastante arbitrario
determinar qué es el fondo y qué la silueta. La vida, o proceso formativo, no
está ocurriendo en medio de un continuum ajeno, que es de por sí no-vida.
En el sueño de la «ignorancia», de la atención estrecha que no ve el
conjunto de las cosas, nuestra mirada es capturada por una silueta más que
por el fondo o contrafigura. Pero, con el despertar de la liberación,
comprendemos que estas opciones entre «opuestos» separan lo inseparable.
Según las palabras del maestro Zen Seng-ts’an:

«El perfecto Camino (Tao) es sin dificultad.


Salvo que evita escoger y optar…
Si quieres asir la llana verdad,
No te cuides de lo que es bueno o malo.
El conflicto entre lo bueno y lo malo
Es la enfermedad de la mente.»[144r]

La idea no es dejar de elegir, sino elegir con perfecta conciencia de que en


realidad no hay elección posible. La filosofía oriental abunda en estas
aparentes paradojas: actuar sin acción, pensar sin pensamiento, amar sin
apego. Sencillamente porque en un universo relativo toda opción es
puramente deportiva. No por esto deja uno de sentir urgencias. Saber de la
relatividad de la luz y la oscuridad no nos permite mirar el sol fijamente y sin
pestañear; conocer la relatividad de arriba y abajo no nos autoriza a caer hacia
arriba. Sentir urgencia pero sin compulsión: he ahí una forma paradójica de
describir cómo un sentimiento puede manifestarse espontáneamente, sin
afectar a su autor ocasional.
¿Cuáles son, pues, los frutos de la liberación, si ésta lo libra a uno de la
moralidad de la supervivencia, y del miedo a la muerte? Nada más natural que
sentirnos perturbados por la idea de que ciertas personas que viven entre
nosotros pudieran no tomar en serio el juego social. ¿Cómo se comportarán,
si en última instancia no creen en nuestras normas? La pregunta también le
cabe a la psicoterapia, y se la viene formulando una y otra vez desde que
Freud identificó la neurosis con la represión. Ni Freud ni los psicoanalistas
han enfrentado realmente esta pregunta, pues jamás consideraron seriamente
la posibilidad de erradicar la represión. En conjunto, han tomado partido por
el super-ego y el ego, a favor del principio de realidad y en contra de ello.
Pero al mismo tiempo han suavizado el conflicto, y el efecto social de la
doctrina de Freud puede considerarse tremendo, no sólo por haber promovido
una mayor libertad sexual sino por haber cambiado nuestras ideas sobre la

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responsabilidad individual. Toda la aceptación de que los pervertidos,
delincuentes y criminales son enfermos, más que pecadores, y necesitan
psicoterapia más que castigo, ha de ser acreditada directamente a Freud, y se
ha convertido en una característica de toda la reforma socia liberal y
«progresista». A pesar de todo, muchos temen que la ética freudiana esté
socavando seriamente a la sociedad, pues como resultado de ella son cada vez
más las personas que no aceptan una responsabilidad plena por sus acciones.
La culpa por el propio comportamiento puede ser transferida indefinidamente,
y con el bueno y viejo sentimiento de culpa parece que no sólo se ha perdido
un efectivo disuasor del mal sino también un cierto sentido de la dignidad
humana.
Freud fue siempre —no lo olvidemos— un dualista, en su concepción de
la naturaleza humana, y mientras perviva una incompatibilidad básica entre el
instinto y la razón, entre Eros y civilización, ha de subsistir un problema
moral insoluble, ante el cual sólo la represión pareciera funcionar como
respuesta viable. De aquí que, al definir el problema de la educación, dijera
Freud:

«El niño debe aprender a controlar sus instintos. Garantizarle un


completo libre albedrío, gracias al cual obedecería a sus impulsos sin la
menor restricción, es imposible. Resultaría de gran valor instructivo,
como experimento para psicólogos infantiles, pero a los padres les haría
la vida imposible, y dañaría seriamente a los propios niños. La
educación debe andar su camino, pues, entre el Scylla de dar libre juego
a los instintos y el Charybdis de frustrarlos.»[145r]

Puede ser necesario dividir al niño contra sí mismo con el propósito de


instruirlo en ciertos modelos de comportamiento social, pero si el niño no
descubre en algún momento posterior de su vida que esta división era, como
el mito de Santa Claus, una triquiñuela, se convierte en una personalidad
permanentemente alienada. Cuando estas personalidades, a su tumo, educan
niños, les imponen la división ignorando su carácter de triquiñuela, y por lo
tanto no hay humor, a veces ni siquiera una elemental cordialidad, en sus
admoniciones. Pues, ante un niño recalcitrante, el adulto alienado reacciona
con auténtica furia; no comprende que educar niños equivale a jugar con
ellos.
El problema práctico de la represión como enfermedad humana no exige,
por tanto, que dejemos de disciplinar a nuestros hijos. Más simplemente, la
cuestión es comprender, mientras les enseñamos a pensar en sí mismos como

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dualidad de ego e instinto, controlador y controlado, que todo esto no es más
que pura estrategia. El problema práctico corresponde a los adultos, y es
idéntico al planteado por Norman Brown, con indudable maestría, en su libro
Life Against Death: ¿No es tiempo, ya, de que llevemos las ideas de Freud
hasta sus últimas consecuencias, aprendiendo a vivir sin represión? A primera
vista, esta pregunta es una enormidad, y a esto se debe precisamente la fuerte
impresión causada por el académico y sofisticado libro de Brown. Sin
embargo, si pudiéramos responderla afirmativamente, los frutos de la
liberación serían realmente frutos. Los resultados que el moralista práctico
espera de todo cambio de la conciencia, de la visión mística por excelencia,
no son en realidad verdaderos frutos. Lo que pretende es auto-sacrificio,
coraje y dedicación, como medios para la continuidad de la vida social. Pero
carece completamente de sentido vestir a los desnudos, alimentar a los
hambrientos y curar a los enfermos, para que hagan lo mismo por otras
personas. La moralidad práctica, cristiana o judía, capitalista o comunista, es
provisión para un futuro: perpetua renuncia o postergación. Este es un futuro
del que nadie podrá gozar jamás, porque cuando llega el momento todos han
perdido la capacidad de vivir el presente. De aquí que la prueba de la
liberación no resida en las buenas acciones; la prueba de las buenas obras
consiste en que expresan la liberación: en la capacidad de ser todo lo que uno
es sin represión ni alienación. En el principio de que «el sabat fue hecho para
el hombre, y no el hombre para el sabat» la función de la conducta moral es
siempre secundaria y subordinada.
¿Pero subordinada a qué? Uno recibe la impresión de que las formas de
liberación, al igual que el Cristianismo Católico, conciben al summum bonum,
el verdadero fin del hombre, como una contemplación eterna, un gozo de la
divinidad espiritual e incorpórea, en una vida futura, más allá de la muerte.
Sin embargo, cuando se comprende más profundamente a los caminos
orientales de liberación, se advierte que el nirvana no viene luego, ni está más
allá ni separado del nacimiento-y-la-muerte (samsara) sino que, para decirlo
con las palabras del maestro Zen, Hakuin:

«Esta misma tierra es el País del Loto de la pureza. Y este mismo


cuerpo, el Cuerpo de Buda.»[146r]

La eternidad es ahora, y a la luz de una visión irreprimida, el organismo


físico y el mundo físico resultan idénticos al mundo divino. Pero esto no
puede verse mientras se considere a la vida como un trabajo-contra-la-muerte.
Dice Brown:

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«Esta incapacidad de morir, irónica pero inevitablemente, arroja a la
humanidad fuera de la realidad de vivir, que para todos los animales
normales es, al mismo tiempo, morir; el resultado es una negación de la
vida (represión)… La absorción de la vida humana en esta guerra contra
la muerte implica, a través de la misma ironía inevitable, un dominio de
la muerte sobre la vida. La guerra contra la muerte cobra la forma de
una preocupación por el pasado y el futuro, de modo que se pierde el
tiempo presente, el tiempo de la vida.»[147r]

De aquí en más, el negocio de la vida tiene por administrador al principio


neurótico de repetición-compulsión y se expresa en una persecución de la
supervivencia, de más y más tiempo disponible para que algún milagro nos
permita aferrar aquello que se nos escapa en el presente. Es así, pues, como,
partiendo de Freud, Brown arriba a la misma conclusión que Hakuin:

«Si vinculamos —cosa que Freud no hizo— la compulsión-repetición


con el repetido teorema freudiano de que los procesos de los instintos en
el id son intemporales, entonces la vida reprimida está en el tiempo y la
vida no reprimida sería intemporal o eterna. Así, el psicoanálisis,
llevado de nuevo a su conclusión lógica y transformado en una teoría de
la historia, reúne las aspiraciones religiosas eternas. El Sabbath de la
Eternidad, ese tiempo en que el tiempo ya no existirá, es una imagen de
ese estado que es la meta última de la compulsión-repetición en el id
intemporal. El psicoanálisis viene a recordarnos que somos cuerpos, que
la represión es del cuerpo, y que la perfección sería el reino del Cuerpo
Absoluto, y que la eternidad es el modo de los cuerpos no
reprimidos.»[148r]

El objeto final del psicoanálisis debe definirse, por lo tanto, como


verdadera Resurrección del Cuerpo, cosa muy diferente a una hipotética
reanimación de los cadáveres,

«El objeto del psicoanálisis —aún pendiente, y consciente a medias⁠— es


devolver nuestras almas a sus cuerpos, regresarnos a nosotros mismos,
superando así el estado humano de auto-alienación… Lo que el
psicoanálisis ortodoxo ha efectuado en realidad es una restauración del
dualismo cuerpo-alma, según la nueva modalidad que le es propia,
hipostasiando un “ego” que, con sus “mecanismos de defensa”, sigue
batallando contra el “id”. A la sublimación se la describe ligeramente
como un “exitoso” mecanismo defensivo. Al substancializar el ego, el

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psicoanálisis ortodoxo reconoce la autoridad de Freud, quien comparaba
la relación entre el ego y el ello con la de un jinete y su cabalgadura:
metáfora ésta que se remonta al Fedro de Platón y perpetúa el dualismo
platónico.»[149r]

De modo que el psicoanálisis ortodoxo se ha aliado con el principio de


realidad y la ética de la supervivencia. No le concierne «la unión con los otros
y con el mundo que nos rodea, basada no en la ansiedad y en la agresión sino
en el narcisismo y la exuberancia erótica»[150r], sino un anticlímax anémico,
un impacto sordo, lo que Phillip Rieff denomina «hombre psicológico».

«La idea psicológica de normalidad carece de heroísmo. Imaginemos


una sociedad dominada por ideales psicoterapéuticos. Considerado
desde un punto de vista no individual sino sociológico, el psicoanálisis
expresa una tiranía popular que no hubiera imaginado el mismísimo
Tocqueville. En la inminente democracia de los enfermos, todos podrán
hacer de médicos de los demás, hasta cierto punto, y a nadie se permitirá
la temeridad de creer que puede sanar definitivamente. El hospital
hereda de la iglesia y el parlamento su papel de institución arquetípica
de la cultura occidental.»[151r]

Esta es la consecuencia insípida y opaca de una media tinta que no supera


ni trasciende los opuestos, sino que los compromete a un pacto, a un cauteloso
tratado entre el jinete y el caballo, el alma y el cuerpo, el ego y el id.
Como hemos visto, la falla del psicoanálisis ortodoxo proviene del
dualismo de Freud, y, por tanto, del temor de que el cuerpo humano, libre de
represiones, se convierta en un animal salvaje, chapoteando y rumiando en el
pantano de sus propios excrementos. Biológica y morfológicamente, el
hombre puede ser un animal, pero no un caballo, ni un tigre ni un babuino. La
singular estructura de su cerebro y su organismo le permite disciplinarse,
simulando, sencillamente, que este auto-control se basa sobre un dualismo
real de cuerpo y alma, ego y ello. La farsa puede resultar útil como medida
temporaria, como dispositivo pedagógico; pero convertida en fórmula
permanente del sentimiento humano supone una prolongación artificial del
tutelaje infantil, una renuncia a crecer, que provoca el aborto de todas las
disciplinas de la cultura. Cuando la simulación se mantiene a nivel
inconsciente y es tomada por realidad, el alma, así abstraída del cuerpo es
aislada también del órgano de gozo: contrae un crónico temor a ser física, a
entregarse a la espontaneidad física. Como resultado, el hombre identificado

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con su alma siempre está frustrado y necesita más tiempo. Dado que sabe que
su cuerpo morirá, su forma corruptible se convierte en un enemigo. Las
disciplinas del arte y la ciencia se alistan, pues, al servicio de la guerra contra
la muerte, contra el cuerpo y contra la espontaneidad. También la moralidad
se convierte en un siervo del alma desencarnada.
Pero todo lo que batalla contra el cuerpo y la muerte se torna muerte, es
decir, se torna incapaz de espontaneidad y por lo tanto de auténtico deleite. La
persecución de satisfacciones futuras plantea, en consecuencia, un círculo
vicioso, y el progreso cultural se transforma en un transcurso de intentonas
cada vez más imperiosas de resolver este problema auto-contradictorio. La
respuesta no es abandonar las disciplinas del arte, la ciencia y la moralidad a
la manera «beat». El problema real se plantea en términos de poner estas
disciplinas a las órdenes de la espontaneidad. Pues, cuando Eros se encuentra
dominado por la razón, en lugar de expresarse por la razón, la cultura se
pronuncia, simplemente, contra la vida, y el organismo humano debe
someterse cada vez más a las necesidades de organizaciones mecánicas,
postergando todo goce en nombre de la utilidad.
Cuando las disciplinas culturales funcionan al servicio de Eros, la ética
deja de ser un cuerpo de reglas de represión para Convertirse en técnica de
expresividad: la moralidad se configura como una estética de la conducta.

«La disciplina estética instaura el orden de la sensualidad contra el


orden de la razón. Incorporada a la filosofía de la cultura, esta noción
propone una liberación de los sentidos que, lejos de destruir la
civilización, le daría una base más firme y aumentaría notablemente sus
potencialidades. Operando a través de un impulso básico —⁠el impulso
del juego⁠— la función estética “aboliría la compulsión y colocaría al
hombre, tanto moral como físicamente, en la libertad”. Armonizaría los
sentimientos y afectos con las ideas de la razón, despojando “a las leyes
de la razón de su compulsión moral” y “reconciliándolas con los
intereses de los sentidos”.»[152r]

Marcuse, citando en este caso a Schiller, parece revivir un


«desacreditado» idealismo de los románticos del siglo dieciocho, aquel
optimismo naturalista que, según se supone, fue desmentido por las dos
guerras mundiales. Pero de ningún modo puede decirse que las guerras y
revoluciones de los tiempos modernos sean una consecuencia de la falta de
represión civilizada. No son más que explosiones de furia sádica, provocadas
invariablemente por la civilización represiva; son su precio, sólo que una

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civilización tecnológica ya no puede pagarlo. Pero, por esta misma razón
—⁠arguye Marcuse⁠— no tiene necesidad de pagarlo. Pues la tecnología, que
da a estos estallidos un poder destructivo casi demencial, también permite
prescindir de la represión: en principio, elimina la necesidad del trabajo y la
rutina. Sin embargo, no se permite que la tecnología proceda a la abolición
del trabajo porque:

«Entre todas las cosas, el trabajo duro se ha convertido en una virtud, a


pesar de que nuestros remotos antepasados nos advertían su carácter de
maldición… Deberíamos preparar a nuestros niños para que ellos, a su
vez, criaran hijos libres de la necesidad neurótica de trabajar. La
necesidad de trabajar es un síntoma neurótico. Es una muleta. Es un
intento de resultar valioso aunque no exista la menor necesidad del
propio trabajo.»[153r]

Cuando se utiliza la tecnología —curioso contrasentido⁠— para aumentar


los empleos en lugar de librarse de ellos, el trabajo se convierte en una
creación artificial de rutinas cada vez más inútiles, una producción
interminable de cosas que ya no son bienes de lujo, para la gratificación
física, sino chatarra con pretensiones. La tecnología actúa, así, contra Eros, y
como resultado el trabajo se aliena más y más, y crece la necesidad de una
descarga violenta. Como dice Marcuse, «al ligar las actividades humanas en
líneas de armado industrial, oficinas y comercios, con necesidades instintivas,
se glorifica la deshumanización, se la convierte en placer»[154r]. El tipo de ser
humano que se somete a esta cultura es, casi literalmente, un zombie. Se lo ve
dócil y «maduro» a la manera melancólica y sosa de nuestra burguesía; es
prácticamente incapaz de toda exuberancia o alegría; cree estar bailando
cuando en realidad se bambolea por un salón; cree que se está entreteniendo
mientras contempla pasivamente a un par de musculosos bribones en una
sesión de lucha; se cree académico e intelectual porque ha aprendido a
comentar con discreción «y todas las reservas del caso» una pieza teatral
intrascendente; peor aún, cree haberse revelado contra todo esto porque ahora
lleva barba y un parche raído en los pantalones. ¡Este es el único movimiento
apreciable de disentimiento, aparte la protesta contra la segregación racial,
que actúa, hoy en día, en los Estados Unidos![33]
Esta no es, por supuesto, una opinión ponderada y equilibrada, sino una
expresión de sentimientos, pero no carece de fundamentos bastante visibles.
La tragedia reside en que tanto las sendas orientales de liberación como la
psicoterapia se han visto complicadas en la guerra contra la muerte, y por lo

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tanto en la alienación del cuerpo y la espontaneidad. Mientras el swami y el
monje se envenenan con su propia medicina y, pecando de falsa modestia, no
se atreven a ser, simplemente, liberados, el «hombre psicológico» —⁠terapeuta
o paciente graduado⁠— anda con solemne equilibrio sobre la cuerda floja: ni
demasiado Logos ni demasiado Eros. Como dice Rieff:

«Esencialmente negativa, la normalidad es un ideal escurridizo. Se


requiere una calma estoica para atraparlo. Nadie logra pillar lo normal,
pero todos deben actuar como si pudieran. El hombre psicológico,
tampoco puede olvidarse de sí mismo, en su búsqueda de lo normal,
pues su normalidad consiste en un cierto tipo de conciencia del
yo.»[155r]

Así como el yogui está siempre en el camino de la liberación, como atado


a una noria, existe en analistas y analizados una tendencia a la permanente
«vigilancia», a sospechar siempre de sí mismos, evitando todo
comportamiento inconsciente fuera del consultorio. La ausencia de
espontaneidad que campea en cualquier reunión de psicoterapeutas es uno de
los espectáculos más penosos de este mundo.
La cuestión de cómo sería una sociedad de personas liberadas es, tal vez,
académica. ¿Qué pasaría si toda la gente de Manhattan decidiera coger el
mismo tren hacia New Haven? Sin embargó, así como las ideas de Freud,
aunque deformadas, tuvieron una enorme influencia social, no es imposible
que otras ideas, derivadas de las formas orientales de liberación y de
interpretaciones revolucionarias del psicoanálisis, como la de Norman Brown,
puedan generar cosas mucho más perturbadoras, enérgicas y exuberantes que
la Generación Beat. Algunas de sus perversiones populares serán
devastadoras, pero, aun así, muy preferibles a las profecías del Brave New
World de Huxley o el 1948 de Orwell, e incluso a gran parte de la siniestra
chatarra que hoy en día nos rodea. Aún no se ha demostrado, ni mucho
menos, lo que afirmaban Richard La Piere [156r] y otros: que la ética freudiana
fomentaría la irresponsabilidad social. Todos los moralistas de la historia han
asegurado que las cosas iban de mal en peor…
«La delincuencia ha existido, desde los tiempos en que el hombre
comenzaba a tratar de civilizarse a sí mismo, estableciendo ciertos códigos
sociales de conducta. John Locke, el gran educador inglés deploraba la
delincuencia, hace trescientos años, en los mismos términos en que lo
hacemos hoy. Un sacerdote egipcio grabó sobre una piedra, hace seis mil

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años: “Nuestra tierra ha degenerado… Los niños ya no obedecen a sus
padres”.»[157r]
La acusación de La Piere sobre la «subversión de la personalidad
americana», es decir de la laboriosa ética protestante, debida a la concepción
freudiana de la naturaleza humana, se vuelve contra sí misma. Al proclamar la
creciente necesidad de hombres de empresa e ideales para afrontar los
problemas que acumula para nosotros la civilización tecnológica, se olvida
que fueron precisamente hombres de empresa, hombres idealistas, quienes,
muy ajetreados con la guerra y la muerte, crearon el problema que ahora se
quiere solucionar. Claro está que no hemos de abandonar el problema, pero
sería una locura seguir forcejeando con él, sin cambiar el propio espíritu que
lo creó: el espíritu de alienación con respecto a la naturaleza, la ceguera
ecológica.
Si la ética freudiana ha tenido un efecto desmoralizador, esto no se debe a
que haya revelado las corrientes inconscientes que escapan al control del ego.
Lo que ocurre es que ha conservado la noción de ego como experimentador
subjetivo, títere de los instintos y del condicionamiento social por partes
iguales. El único resultado ha sido un aislamiento aún mayor del hombre-
como-ego, distanciado de su vida orgánica por un lado y de sus congéneres
por el otro. Es que un ego impotente se encuentra más alienado que aquel que
cree controlar la situación. El psicoanálisis ocupa una posición paradójica,
pues representa un paso en la dirección correcta pero demasiado corto. Se lo
ataca por la pobreza de sus resultados, y sin embargo, ha desvelado
muchísimos hechos que sus enemigos no pueden negar.
Pero el problema ético cobra decisiva importancia en cuanto se lo plantea
adecuadamente. La liberación no es un alma que se libera de su cuerpo; es
despertar de una ilusoria fractura táctica entre cuerpo y alma, que parece
haber sido necesaria para la disciplina social del joven. Así, la razón y la
cultura no son alistadas contra Eros sino a su servicio, a las órdenes del
cuerpo «polimórficamente pervertido» que conserva, siempre, la
potencialidad de una relación plenamente erótica con el mundo, no sólo a
través del sistema genital sino de toda su capacidad sensorial. La liberación
restaura un «narcisismo primario» no ya del organismo hacia sí mismo, sino
en el campo organismo-medio ambiente. Cabe preguntar entonces, cómo se
expresaría éticamente este «narcisismo»; en otras palabras, en qué consistiría
la ética espontánea de Eros, en contraposición con la ética de la
supervivencia.

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Podemos simplificar las cosas pensando en la conducta ética como
lenguaje, ya que, al igual que el propio lenguaje, el arte y la música, es una
forma de comunicación. Pero, entre todos los moralistas religiosos o no, hay
una tendencia de tratar a la ética como lenguaje muerto, usándola como se usa
el Latín en la Iglesia Católica. En otras palabras, la autoridad muestra una
resistencia mucho mayor contra el cambio ético que contra innovaciones
comparables en el lenguaje y las artes. Sin embargo, las formas de expresión
ética cambian, sólo que las versiones oficiales sólo reconocen estos cambios
por medio de una reinterpretación ligeramente forzada de antiguas normas,
como los Diez Mandamientos. No podemos garantizar, obviamente, que la
ética de Eros no acabe expresándose en estos términos, propios de la Edad del
Bronce.
El hombre siempre ha tenido el hábito de buscar una autoridad externa
para validar sus normas éticas: las leyes naturales, las leyes de Dios. Jamás
nos hemos sentido suficientemente libres como para basar nuestros principios
éticos, simplemente, en lo que nos gustaría hacer y que nos hicieran: hemos
temido que una conducta experimental de este tipo nos hiriera en forma
imprevisible. Hasta cierto punto, tiene sentido mantenerse fiel a lo que ha
funcionado bien en el pasado (siempre que haya sido efectivamente así) pero
esto no implica, obviamente, atribuir una sabiduría superior a las
formulaciones del pasado. Está perfectamente bien que usted crea que «Mamá
siempre tiene razón» hasta que usted se convierte en Mamá, pero esa
constante atribución de una sabiduría misteriosa a la antigüedad está
íntimamente ligada a nuestra incapacidad de superar la niñez. Olvidamos que
los ancestros que tan gratuitamente nos impresionan también fueron incapaces
de superar la infancia y, justamente por esa razón, reverenciaron a la
autoridad con una actitud que nosotros heredamos.
A pesar de todo, la tradición ética es similar a la del lenguaje: un simple
medio para que, a gente se entere de las reglas. Debe uno respetar, pues, a la
tradición ética, como respeta al acervo lingüístico o artístico: no por
sacrosanto sino porque es la única forma de comunicarse con los otros. Si yo
quisiera proponer una innovación en el lenguaje, y lograr que me la aceptaran,
debería exponer su significado según los términos y en el contexto del
lenguaje actual, pues un cambio completamente abrupto sería ininteligible. En
la cultura occidental, por ejemplo, las reglas de la pintura y la música han
cambiado mucho más rápidamente que las del lenguaje hablado, de modo
que, una y otra vez, el público sufre el impacto de pinturas y composiciones
que le parecen incomprensibles. Las más tempranas sinfonías de Beethoven

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provocaban tanta consternación, al ser oídas por primera vez, como las obras
de cualquiera de los grandes modernos, y la primera reacción ante esta clase
de comunicaciones no es, generalmente, que parecen difíciles, sino que son
malas. El público siente que el artista ha perdido el control de su técnica. Pero
luego, cuando tratamos de comprender lo que está haciendo, descubrimos que
ha enriquecido enormemente nuestra experiencia. El problema del artista
reside en evitar un cambio excesivamente radical de las reglas, que pudiera
suprimir todos los puentes por los que el público sigue los pasos del artista.
Siempre habrá puristas y conservadores dispuestos a insistir en que
existen normas absolutas de ortodoxia idiomática y técnica estética. Porfiarán,
por ejemplo, que el oído tiene una estructura fija a la que sólo se adecua un
conjunto de reglas musicales, y a cualquiera que declare gozar de música
compuesta según otras reglas le acusarán de poseer oídos pervertidos, o de
engañarse a sí mismo. Hay quien pretende, incluso, congelar el lenguaje
inglés en la forma en que lo hablaba, digamos, la clase alta de Londres en el
1900; aunque… ¿Por qué no el 1800, o aún el 1600? No podemos negar que
ciertas lenguas muertas, como el sánscrito y el latín eclesiástico, tienen
utilidad técnica, pero los lenguajes de uso cotidiano cambian, quiérase o no.
El trabajo del gramático y el lexicógrafo consiste en mantener el orden
durante el cambio: no dictar leyes, sino estabilizar el cambio lingüístico,
informando a todos los miembros de una sociedad sobre las reglas en uso.
Nuestra cultura hereda de Roma y Jerusalén una filosofía ética análoga al
código legal, más que a la common law[34]. Toda vez que nos preguntamos
qué debemos hacer en la voluntad de Dios o en las leyes naturales, y
buscamos una autoridad para convalidar nuestras normas éticas, presumimos
la preexistencia de un modelo, como si fuera un código legal, o como rieles y
caminos a los que debiera adaptarse la conducta humana. Esto es mucho más
que exigir a la conducta humana una coherencia con su propio pasado: debe
abstenerse de brincos ininteligibles. La common law, por el contrario, se hace
a sí misma a medida que avanza; sienta precedentes, pero estos jamás son
inalterables, pues en última instancia no derivan de un libro de normas sino
del sentimiento intuitivo que un juez tiene de la equidad y el juego limpio:
como hombre, y no como máquina. La ley codificada supone un modelo
establecido de una vez y para siempre; la common law, en cambio, se
desarrolla libremente y sin embargo es coherente consigo misma, como
ocurre en la evolución de una lengua viva.
Ahora bien: si la liberación implica una subordinación de la razón al Eros,
en contraste con la actual subordinación de Eros a la razón, corresponde

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obviamente a la common law, más que a la codificada. La autoridad suprema
en materia humana no reside, pues, en formulaciones verbales sobre lo que
debe y lo que no debe hacerse, sino en el orden del organismo-medio
ambiente, un orden que jamás podrá ser formulado plena o definitivamente
por medio de leyes. Pretender que la descripción científica descubra el
modelo que rige a la naturaleza equivale, realmente, a creer que la ley, o la
formulación verbal, precede a la conducta física, según la antigua noción de
que Dios dijo al universo lo que debía hacer. Pero si reparamos en que la
naturaleza, lejos de conformarse a un modelo, es un modelo, nos desharemos
de un escalón redundante y confuso de nuestro pensamiento. Decir que la
razón se subordina a Eros equivale, simplemente, a decir que ella es
programación, información, que presta servicio a Eros suministrándole una
descripción de la acción espontánea. Es así, y no de otro modo, como la
descripción científica sigue el modelo natural; no sienta reglas, como rieles,
que la naturaleza deba seguir, pues el modelo se desarrolla libremente. La
información y la descripción, sólo confieren al fenómeno humano un
desarrollo más ordenado. La razón y la ciencia, entonces, son servidoras de
quien siempre conserva el papel de autoridad de la acción: el cuerpo, cuyo
orden no es mecánico, sino orgánico[35].
Dijimos que la common law se basa, en última instancia, sobre la
ecuanimidad intuitiva del juez. Cada caso es único, y ningún código, o
conjunto de principios fijos, puede atender a todas las eventualidades. El
factor decisivo es, entonces, algo mucho más sutil y complejo que cualquier
formulación normativa: el cerebro del juez, auxiliado por normas y
jurisprudencia. La ley de código, así como la ética autoritaria y
tradicionalista, subvierte la jerarquía natural. Otorga mayor confianza y
autoridad a la estructura relativamente cruda y rígida de las normas verbales
que a la infinitamente más fluida y compleja del cerebro, el organismo y el
campo en que conviven. La liberación nos devuelve a la jerarquía natural, y
digo «jerarquía» porque en este modelo la razón y las normas verbales ocupan
una posición subordinada, pero no son eliminadas de raíz.
Existen, pues, dos razones esenciales para comparar la ética con el
lenguaje y el arte. La primera, para subrayar su carácter estético, afirmando
que deben funcionar como técnica expresiva de Eros, o de lo que Marcuse
denomina «el orden de la sensualidad», dándole así el lugar que le
corresponde en la jerarquía. La ética se subordina, pues, a la espontaneidad,
como en la descripción que ha hecho Lao-tsé de los niveles ascendentes del
orden natural:

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«El modelo (o ley) del hombre es la tierra;
El modelo de la tierra es el cielo;
El modelo del cielo es el Tao;
El modelo del Tao es la espontaneidad.»[160r]

De aquí se deduce una segunda razón: indicar que la función de la ética no


es directiva, sino sugestiva y consejera. No es posible prescribir su uso
creativo, así como no podemos redactar instrucciones simples para realizar
obras maestras de la plástica o la poesía. Pero, así como no existe un uso
inspirado del lenguaje sin ayuda de un cierto conocimiento del lenguaje, Eros
no puede expresarse éticamente en el seno de una sociedad reprimida, sin una
cierta familiaridad con las convenciones de la sociedad, con los canales
abiertos a la comunicación y sus obstáculos.
En verdad, la gozosa tarea que espera a una ética de la espontaneidad, por
difícil que parezca, consiste casi literalmente en cortejar a las personas hasta
sacarlas de sus defensivas conchas. ¿Pero dónde se ha intentado esto
seriamente por el Este o por el Oeste? Las fuerzas que abogan por el cambio
social no parecen tener intención de convocar a Eros en su ayuda. La tiranía
del masoquismo civilizado (que victimiza a sus propios explotadores) no
puede ser derrocada por una revolución armada como supone el comunismo.
Lo que se obtiene por la fuerza también por la fuerza ha de mantenerse y por
esta razón, si de algo nos habla la cultura comunista, es de una carga contra la
vida más intensa aún más estricta que la ética de la supervivencia. Por otro
lado, el idealismo social de Gandhi o el de los Cuáqueros también encierra
una forma de violencia, de violencia espiritual contra el cuerpo: una llamada
al masoquismo del «auto-sacrificio». Admirables, devotos y sinceros como
son sus seguidores, el amor que expresan combina deber y piedad, es un amor
espiritual desprovisto de erotismo y de alegría, y por lo tanto no expresa al
hombre total. Los idealismos que produce la civilización no son más que
revueltas del alma alienada contra la muerte, y puesto que llaman a la
hostilidad, al temor, a la piedad (que también es temor) o al deber, jamás
movilizan la energía de la vida misma —⁠Eros⁠— que tiene, por sí sola, poder
suficiente para que la razón se manifieste en la práctica.
Si algo podemos aprender de la historia, ello es que las admoniciones,
advertencias y predicaciones han resultado un absoluto fracaso ético. Pueden
ser útiles como parte de la cháchara con que se fomenta la maduración de los
niños y su aprendizaje de las convenciones adultas, pero como medios
generales de inducción del cambio social sólo confirman y congelan las
actitudes que nos mantienen en guerra. El psicoanálisis en el Oeste y las

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formas de liberación en el Este deberían permitimos ver que el único camino
efectivo es un llamado a Eros, sin el cual Logos —⁠la razón, el sentido del
deber⁠— carece de vida. El problema reside en que el hombre civilizado ha
aprendido a sentir un miedo tan profundo hacia Eros que se mofa de cualquier
proposición acerca de un amor social de carácter erótico; esto le sugiere la
imagen de algo viscoso, lúbrico, servil y obsceno, que prefiere aplastar como
a un insecto detestable. Ya hemos visto que esto se debe, en parte, a que su
conocimiento de lo erótico se restringe al área genital y no irradia el campo
sensorial en su conjunto; por eso imagina que la camaradería erótica no es
más que una orgía sexual colectiva. A nivel más profundo, el miedo a lo
erótico es el resentimiento del alma disociada contra su cuerpo mortal, debido
a su incapacidad de ver que la muerte no es un problema para el organismo
sino para la propia alma. Por eso, gran parte del comportamiento espontáneo
del organismo nos resulta vergonzosa: desmiente al ego y ofende a su señorío
sobre el cuerpo.
Pero, para apelar a Eros, el psicoanálisis debe superar los resabios de
antagonismo en su propia actitud hacia la cultura, desterrar una jerga que aún
insinúa que lo erótico es desagradable. Muy a menudo, la interpretación
psicoanalítica de la cultura suena como una fábula. Descubre simbolismos
eróticos en todas las creaciones deliberadas del arte, la ciencia y la religión,
como diciendo: «¡Desde luego, sois bastante marranos!» Pero la detección
freudiana del elemento erótico en todo lo que se supone espiritual y sublime
constituye, en realidad, una maravillosa revelación. Demuestra que, por más
que lo intentemos, es imposible reprimir la espontaneidad o disimular el
hecho de que el hombre es un organismo vivo. No hay motivo de vergüenza
en el reconocimiento de que nuestras imágenes y concepciones más etéreas
poseen un simbolismo erótico. La psicoterapia y la liberación se completan en
el momento en que se desmoronan la culpa y la vergüenza, cuando ya no se
obliga al organismo a justificarse por ser un organismo, y cuando el individuo
se adueña, por fin, de su conducta inconsciente. Pero el psicoanálisis no
aclara, en la práctica, que lo erótico cala más hondo que lo genital. Más allá
del juego del pene en la vagina está el juego del organismo en su medio
ambiente: el polimorfismo erótico del cuerpo original del hombre, tal como
sale del útero materno.
De ningún modo ha de creerse que «polimorfismo erótico» es un término-
disfraz para el hedonismo, para una mera persecución del placer en todos los
frentes. Como dijo Coomaraswamy, la espontaneidad (sahaja) es un «sendero
de no-persecución», en tanto que la persecución del placer implica el asalto

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de un organismo contra su medio ambiente, con el objeto de «extraerle algo»,
como si el medio ambiente no fuera una parte del propio organismo. Como el
orgasmo, el deleite de este erotismo debe «venir», sin presiones. No existe
ejercicio de auto-consciencia alguno para el relajamiento o la apertura de las
sensaciones que pueden producir este gozo, salvo como upaya, una técnica
que demuestra que no se lo puede comandar. El polimorfismo erótico no
puede ser cultivado ni venerado; se desarrolla por sí mismo cuando el alma
regresa al cuerpo y el individuo deja de identificarse con el ego. De este
modo, el adulto recobra lo que el Zen denomina «dotes naturales», las que
poseía cuando niño, razón por la cual los taoístas ven en el cuerpo infantil un
modelo del cuerpo del sabio. Según las palabras de Chuang-tzu:

«¿Puedes ser como un niño recién nacido? Esta criatura llora el día
entero, y sin embargo, su voz no enronquece; esto es porque no ha
perdido aún la armonía natural… El bebé mira las cosas durante todo el
día sin pestañear; esto es porque sus ojos no están enfocados sobre
objeto particular alguno. Va sin saber dónde va, y se detiene sin saber lo
que hace. Se sumerge en sus alrededores y se mueve junto con ellos.
Estos son los principios de la higiene mental.»[161r]

Esto es idéntico al «narcisismo primario» de Freud, y al decir de Norman


Brown:

«Freud no sólo afirma que el sentimiento humano del ego abarcó, en el


pasado, al mundo entero, sino que también Eros impulsa al ego a
recuperar dicha sensación: El desarrollo del ego consiste en un
alejamiento del narcisismo primario y culmina en el vigoroso intento de
recuperarlo. En el narcisismo primigenio, el yo se encuentra unido a un
mundo de amor y placer; de aquí que la aspiración última del ego
humano consista en restaurar lo que Freud denomina narcisismo
ilimitado, uniéndose nuevamente al mundo entero en el amor y el
placer.»[162r]

La versión adulta, o madura, del narcisismo primario, es naturalmente la


«conciencia cósmica», o el paso de la percepción egocéntrica al sentimiento
de que la propia identidad es el campo total del organismo en su medio
ambiente. Pero para que esto no se reduzca a un estado puramente
contemplativo, para que el hombre liberado pueda regresar al mundo como
Bodhisattva, debe buscar los medios para expresar su sensación de «unicidad
con el mundo todo, en amor y placer». Puesto que estos medios son estéticos,

Página 147
su postura ante el mundo es, como sugiere Marcuse, idéntica a la de Orfeo;
«el sacerdote, el vocero de los dioses» que domestica a hombres y animales
con la seducción y la magia de su arpa. Su método no es el del predicador, ni
el del político, sino, en el sentido más amplio, el del artista. En el sistema de
valores de una civilización basada en la supervivencia compulsiva, el artista
es marginal. Se lo considera un mero decorador que nos entretiene mientras
trabajamos. Como trovador errante, actor, payaso o poeta, puede pasar por
todas partes: nadie lo toma en serio. «Su lenguaje —⁠dice Marcuse⁠— es canto,
y su trabajo, juego».
Los estados totalitarios, sin embargo, no ignoran la peligrosidad del
artista. Aunque por razones negativas, están en lo cierto cuando declaran que
todo arte es propaganda, y que el arte que no apoya al sistema está contra el
sistema. Saben intuitivamente que el artista no es un excéntrico inofensivo
sino un individuo que, bajo el disfraz de la trivialidad, crea y revela una
realidad nueva. Si, entonces, no ha de ser despedazado como el Orfeo del
mito, el artista liberador debe estar capacitado para ejercitar la contratáctica y
mantenerla en un buen escondite, como el judo del Taoísmo y el Zen. Debe
ser «todas las cosas para todos los hombres» pues, como se deduce de la
historia del Zen, absolutamente cualquier disciplina puede servir como senda
de liberación: hacer jarrones, diseñar jardines, disponer flores, construir casas,
servir té, e incluso usar la espada; no es necesario declararse psicoterapeuta o
gurú. El artista es él, haga lo que haga, no sólo en el sentido de hacerlo
bellamente, sino en el sentido de representarlo, de jugar a ello. Para usar la
expresiva jerga del mundo jazzístico, «whatever the scene, he makes it». Sea
lo que fuere aquello que hace, lo baila, como un lustrabotas negro cepillando
unos zapatos. Lo hace con swing.
No es casual que uno piense en el negro americano, su música y su
lenguaje, en este punto. El conserva los vestigios de una cultura plenamente
erótica, y es mucho más este elemento que el color de su piel o su contextura
corporal lo que tanto repugna a la subcultura anglosajona. Resulta casi
milagrosa la experiencia de escuchar cómo un predicador negro y su
congregación convierten la religión sureña más interactivamente bíblica en
una irresistible danza de sublime despropósito. Es algo así como una
excepción a lo observado por Jacob Boehme, en el sentido de que

«… nadie comprende ya el lenguaje sensual, mientras en cambio los


pájaros en el aire, y las bestias de la selva, sí lo comprenden, conforme a
sus especies. El hombre debe reflexionar, pues, sobre lo que le han
robado, y sobre lo que ha de recuperar en su segundo nacimiento. Pues,

Página 148
en el lenguaje sensual, todos los espíritus hablan entre sí: no necesitan
otro idioma que éste, el idioma de la naturaleza.»[163r]

No quiero idealizar al negro, porque, dadas las actuales circunstancias, la


cultura afro no es más que un vago chispazo de lo que yo estoy tratando de
sugerir, y sobrevive a través de tremendas vicisitudes y miserias. Quiero decir
que es posible dejar de tomar en serio el universo y la vida humana, que
podemos dejar de decirnos que debemos representar nuestro papel; como si
estuviéramos en carrera hacia algún ideal futuro que debemos alcanzar a
cualquier costo. Esta sensación equivale para usar nuevamente la jerga
jazzística, a una «very far-out scene»: una alienación tan intensa que el
despertar plantearía un contraste asombroso.
Las formas de liberación dejan muy en claro que la vida no va a ningún
lado, pues ya está allí. En otras palabras, está jugando, está actuando, y
quienes no juegan con ella se han perdido, simplemente, la gracia de este
juego. Como dice Lewis Mumford:

«La belleza, por ejemplo, ha jugado un gran papel en la evolución, y no


podemos explicarla, como pretendía Darwin, como un simple recurso
práctico para el apareamiento y la fertilización. Abreviando: es tan lícito
concebir mitológicamente a la naturaleza, a la manera de un poeta que
trabaja con metáforas y rimas, como pensar en ella en plan de eximio
mecánico, tratando de ahorrar material, uniendo los cabos sueltos para
hacer una faena eficiente y barata.»[164r]

Ambas concepciones pueden ser igualmente lícitas, en el sentido de que


no hay motivo para no jugar con ambas, aunque jugar al juego de que no
estamos jugando conduce a los círculos viciosos, frustraciones y
contradicciones de la duplicidad conceptual: ése es un juego que no vale la
pena. En la medida en que los niños juegan a no estar jugando, el juego de
«policías y ladrones» acaba con lágrimas y narices sangrantes, es decir, que se
acaba el juego. La música, la danza, el ritmo: he aquí formas artísticas que no
tienen otro objeto que ellas mismas; participar plenamente en ellas equivale a
dejar de lado todo pensamiento sobre un futuro necesario: decirle al ritmo que
«debe» hacer esto o lo otro implica matarlo, detenerlo. El músico se siente
bloqueado cuando está ansioso por tocar correctamente sus notas. En ambos
sentidos, deja de jugar[36]. Sólo puede perfeccionar su arte si prosigue
tocando, si practica sin tratar hasta que llega el momento en que el ritmo
adecuado se interpreta solo.

Página 149
Toda realización perfecta en el arte o la vida va acompañada por la
curiosa sensación de que está ocurriendo por sí sola: de que no es forzada,
estudiada ni deliberada. No quiero decir con esto que todo aquello que
sentimos que ocurre por sí solo sea una realización perfecta; la maravilla de la
espontaneidad humana reside en que ha desarrollado los medios de la
autodisciplina, que sólo se torna represiva cuando percibe que el agente
controlador está separado de la acción. Pero la sensación de que la acción
avanza por sí misma, de que no la efectúa un agente ni la sufre un tercero, es
una auténtica percepción de la vida como proceso puro, en el cual no hay
sujeto movilizador ni objeto movilizado. El proceso sin fuente ni destino, el
verbo sin sujeto ni objeto: esto no expresa una carencia, como podría sugerir
la partícula «sin», sino la sensación «musical» de que la melodía y el ritmo
despliegan sus alas.
La música es nuestra aproximación más sugestiva al «lenguaje sensual»
de Boehme, ya que, al contrario del lenguaje corriente, no se refiere a nada
que esté fuera de ella misma, y, aunque tiene frases y modelos, carece de
oraciones que separen al sujeto del objeto, y de formas del discurso que
limiten las cosas y los hechos. Aunque en principio nos parecen «abstractas»,
la música y la matemática pura están más cerca de la vida que los lenguajes
útiles, concebidos para indicar significados ajenos a ellos mismos. El lenguaje
corriente se refiere a la vida; en cambio, la música vive. Pero la vida misma se
aviene al comportamiento propio del lenguaje corriente cuando se la vive con
un propósito ajeno a ella misma, cuando el presente sirve al futuro, o cuando
se explota al cuerpo en beneficio del alma. Esta forma de vida se define, pues,
como «fuera de sí» —⁠insana⁠— y puesto que la vida tiene una conducta
similar a la de las palabras, se torna tan vacía como las «meras palabras». No
tiene otro recurso que avanzar más y más hacia el futuro, al que
aparentemente se refiere el presente, sólo para descubrir que también allí, el
significado ha de buscarse más allá.
El artista liberador representa el papel de Orfeo, viviendo al modo de la
música y no ya al modo del lenguaje. Toda su actividad es una danza, un
ritmo por el placer del ritmo, y de esta forma se convierte en un torbellino que
absorbe a otros dentro de sus giros. Cautiva la atención de los otros una y otra
vez, induciéndolos a un ritmo en el cual la supervivencia deja de alzarse como
criterio de valor. Es a través de esta atracción, y no por dirección o comando,
que se lo reconoce como maestro en los senderos de la liberación. Es bastante
fácil convertirse en un mártir, lanzando abiertos desafíos y juicios sobre la
existencia mundana. Resulta demasiado simple satisfacer la vanidad de estar

Página 150
en lo cierto, exhibiendo la propia falta de inhibiciones y escandalizando a una
sociedad reprimida. Pero el arte sublime, el upaya, de un legítimo
Bodhisattva, sólo es accesible a quien ha llegado más allá de toda necesidad
de justificación personal, pues mientras exista algo que deba probarse, un eje
al que aferrarse, no habrá verdadera danza.
Desde el punto de vista de la genuina liberación, no hay personas
inferiores. Puesto que el ego jamás ha existido concretamente, aquellos que
están más cautivados por su ilusión no hacen más que seguir jugando. El
hecho de que tomen en serio su juego, e ignoren estar jugando, es
reverenciado por el Bodhisattva como una partida de extremo abandono y
grandes riesgos. Puesto que el mundo es juego, no hay modo de ir contra él.
Las contradicciones más violentas, las declaraciones más firmes de que el
juego es cosa seria, los más absurdos intentos de forzar la espontaneidad y los
círculos viciosos más amplios jamás pueden ser otra cosa que formas
extremas del juego, formas extremadamente «alejadas»; Llegada a este punto,
la represión civilizada acumula el poder de Eros, como se acumula el agua
tras una presa. El juego del escondite prosigue, porque Eros continúa
ocultándose y revelándose en cada racionalización, en las imágenes más
deliberadamente espirituales y celestiales. Por esto, el Bodhisattva no puede
asumir, en modo alguno, una postura condescendiente, o suponer que su
liberación, su conocimiento de que el mundo es juego, le confiere una
superioridad sobre los demás. Él trabaja para la liberación de los hombres
sólo por la compasión que le inspiran, por la agonía que sienten cuando el
juego es inconsciente, cuando la seriedad se representa hasta un grado
extremo. No es tanto el Bodhisattva como la propia intensidad de la situación
lo que genera aquella compasión, pues la más intensa oscuridad es, por
naturaleza, simiente de luz, y en toda batalla explícita hay también un
implícito amor.

Página 151
ALAN WILSON WATTS (Chislehurst Kent, 6 de enero de 1915 - Mt.
Tamalpais California, 16 de noviembre de 1973) fue un filósofo británico, así
como editor, sacerdote anglicano, locutor, decano, escritor, conferenciante y
experto en religión. Se le conoce sobre todo por su labor como intérprete y
popularizador de las filosofías asiáticas para la audiencia occidental.
Escribió más de veinticinco libros y numerosos artículos sobre temas como la
identidad personal, la verdadera naturaleza de la realidad, la elevación de la
conciencia y la búsqueda de la felicidad, relacionando su experiencia con el
conocimiento científico y con la enseñanza de las religiones y filosofías
orientales y occidentales (budismo Zen, taoísmo, cristianismo, hinduismo,
etcétera).
Alan Watts fue un conocido autodidacta. Becado por la Universidad de
Harvard y la Bollingen Foundation, obtuvo un máster en Teología por el
Seminario teológico Sudbury-Western y un doctorado honoris causa por la
Universidad de Vermont, en reconocimiento a su contribución al campo de
las religiones comparadas.

Página 152
Notas

Página 153
[1] Cf. Alan Watts, El libro del tabú, en esta misma colección. (N. del E.) <<

Página 154
[2]
Bajo el título de «Contributions from Related Fields», un American
Handbook Psychiatry (Basic Books, New York, 1959) ha publicado ensayos
completos de Eilhard von Domarus, sobre «religiones» orientales, y de
Avrum Ben-Avi sobre Budismo Zen. <<

Página 155
[3] En su soberbio ensayo «Human Law and the Laws of Nature», en el Vol. 2

de Science and Civilization in China, Joseph Needham ha demostrado que, a


causa de la influencia taoísta, principalmente, el pensamiento chino jamás ha
confundido el orden natural con el de la ley. Como forma de liberación, el
Taoísmo arroja luz sobre la manera en que los hombres proyectan sus
instituciones sociales sobre la estructura del Universo. <<

Página 156
[4] Esto podría compararse a una alteración en el nivel de aumento de una

lente, que nos permitiera observar a los miembros individuales de una colonia
de microorganismos en lugar de su comportamiento genérico. <<

Página 157
[5] Yo, por ejemplo, como «filósofo independiente», no podría estar diciendo

lo que digo si fuera realmente independiente. «Mis» ideas son inseparables de


lo que Northrop Frye llama «el orden de las palabras», o sea la totalidad
orgánica de literatura y discurso que está desarrollándose, ahora, en el mundo.
<<

Página 158
[6] El término del original inglés es «housing», y presenta la particularidad,

frecuente en este idioma, de valer como sustantivo y verbo, según su


ubicación en la frase, cosa que en castellano es más inusual y afectada. El
autor ha querido sugerir un reemplazo semántico de los sustantivos (o
«cosas») por verbos («acciones») sin sujeto ni objeto directo. (N. del T.) <<

Página 159
[7] Por cierto, me resulta difícil leer las narraciones de la Última Cena sin

quedarme con la sensación de que Jesús ordenó a Judas que lo traicionara. <<

Página 160
[8] El propio Mead no utiliza el término «ego» en este sentido, pues lo aplica

al «Yo», más bien que al «mí». Pero, puesto que también asocia el «Yo» con
el organismo, parece haber aquí cierta incoherencia, pues el ego es
considerado, casi invariablemente, como algo que está en el organismo, como
el conductor de un automóvil, o un hombrecillo que, dentro de la cabeza,
pensara pensamientos y viera visiones. El producto social es justamente esta
percepción del ego. <<

Página 161
[9] A pesar de haber reunido buena cantidad de evidencias en favor de esta

hipótesis, el mencionado autor no pretende haberla demostrado. Otras


investigaciones proponen para la esquizofrenia una explicación química, en
términos de estados de intoxicación, pero estos dos criterios no se excluyen
necesariamente. La tensión generada por una situación de duplicidad
conceptual podría estar relacionada con la producción de la toxina. <<

Página 162
[10] Como, por ejemplo, cuando una madre requiere el amor de su hijo pero se

repliega ante las expresiones de afecto. <<

Página 163
[11] Algunos juzgarán temeraria esta afirmación, pero siempre me ha parecido

sugestivo el hecho de que las demostraciones de poderes ocultos resulten, casi


invariablemente, triviales en sus logros: por ejemplo, romper tazas a distancia,
hacer que los vasos caigan de sus aparadores o desplazar pequeños objetos en
el aire. <<

Página 164
[12] El Budismo es, por supuesto, una matriz de muchas escuelas diferentes,

cuyos puntos de vista divergen, formalmente, y en sus formas estrictamente


populares estas escuelas no son caminos de liberación, sino meras religiones.
Por lo tanto, cuando uso la palabra «Budismo» sin calificación ulterior, debe
entenderse que me refiero a la escuela Madhyamika de Nagarjuna, descrita
por T. R. V. Murti[29r] como filosofía central del Budismo. Acerca de la
realidad del mundo, escribe Murti: «El Absoluto no es una realidad
contrapuesta a otra, lo empírico. El Absoluto visto a través de las formas
mentales (vikalpa) es fenómeno (samsara o samvrta, literalmente “cubierto”).
Este último, liberado de las formas mentales sobreimpresas (nirvikalpa,
nisprapanca) es lo Absoluto. La diferencia es de carácter epistemológico
(subjetivo) y no ontológico. Nagarjuna declara, por tanto, que no hay la
menor diferencia entre el mundo y lo absolutamente real. Aunque
trascendente al pensamiento, el Absoluto se encuentra en la experiencia, es
inmanente.» En Wittgenstein: «El mundo, no como es, sino que es, es lo
místico… Lo inexpresable, pues, que se muestra; es lo místico»[30r]. <<

Página 165
[13] Podría incluir, también, al Sufismo Islámico y algunos aspectos del
Jainismo, pero estos son temas que no he estudiado en forma comparable a
los anteriormente mencionados. <<

Página 166
[14] La hipótesis de una cadena individual de karma, como entidad diferente

del alma (jivatman) fue invocada por Nagasena y muchos otros en defensa de
la reencarnación física y literal como doctrina búdica. ¿Pero cómo se
explicarían las conexiones entre una cadena kármica vigente, digamos, de
1600 a 1650, y la siguiente encarnación de la misma cadena, entre 1910 y
1975? ¿Qué sistema de relaciones permite a la cadena mantener su identidad
durante el ínterin? Yo no niego que tal sistema pueda existir. El caso es que el
problema de su existencia no es importante para una correcta comprensión del
Budismo. De acuerdo a la filosofía Madhyamika de Nagarjuna, la cadena
lineal, eslabonada, causal, entre «cosas», es puramente conceptual (vikalpa) y
descriptiva. Murti[34r] forzó las ideas Madhyamika para asimilarlas al
pensamiento kantiano, incurriendo en la extraña confusión de afirmar que la
intención de Nagarjuna no era aplicar esta crítica de la causalidad al mundo
fenoménico sino al nouménico. Pero… ¿Cuál de estos dos corresponde al
mundo físico? Está claro que ambos. Sólo que el mundo fenoménico, en el
cual rige la causalidad, equivale al mundo físico descrito en tanto que
fenómeno, como si estuviera compuesto de cosas y eventos separados. Se
evitaría la mar de confusiones con sólo mantener clara una idea: las cosas y
los fenómenos son unidades descriptivas, y no fracciones reales de lo que
estamos describiendo. <<

Página 167
[15] Cosa que, efectivamente, hacen: pensar sobre pensamientos, hablar un

lenguaje sobre el lenguaje, ahora conocido por meta-lenguaje. El pensamiento


es corregido, no ya por el pensador, sino más bien por nueva actividad
pensante a un nivel superior. <<

Página 168
[16] Tengo por razonablemente demostrado que algo que se aproxima a este

cambio de la percepción, la comprensión de que en las sensaciones no hay


más que estados del propio organismo, es lo que produce el ácido lisérgico
(LSD-25). Muchas drogas suspenden inhibiciones útiles, pero parece que el
LSD suprime una de muy dudoso valor, y de aquí que su aplicación
terapéutica debiera experimentarse sobre la hipótesis de la acción mencionada
como fenómeno principal. En otra parte[57r] he expuesto con pleno detalle las
similitudes parciales entre la experiencia del LSD y la «conciencia cósmica».
<<

Página 169
[17] Este lugar no es propicio para examinar el muy especial problema que

constituye el uso tántrico de la sexualidad, en la disciplina concreta de


liberación. El lector puede recurrir a Dasgupta[58r], Eliade[59r] y
Woodroffe[60r] en busca de exposiciones eminentemente serias, y a mi propia
interpretación[61r], más conjetural. Pero, en cuanto a la permisividad sexual
del Bodhisattva o liberado, muchos textos son perfectamente explícitos. Por
ejemplo, en el Chandyoga Upanishad, 8123, se lee: «El hombre se emancipa
de la identificación corporal para asumir su forma real, hacia la gran
iluminación. Un hombre tal está mejor entre sus semejantes, vive como un
rey: come, juega, goza de mujeres, posesiones y familia, sin identificarse con
su cuerpo.» En el Subhashita samgraha, 47: «Los tontos piensan en la
liberación como en algo enteramente distinto del goce de las cosas del
mundo; pero todo aquello que resulte grato y sublime a los oídos, al tacto, a la
vista, al olfato, al paladar, al conocimiento, es por completo bueno El drama
de este mundo ha de ser tenido por perfectamente puro, por naturaleza»[62r].
Saraha-pada, 19: «Sin meditar, sin renunciar al mundo / Puede uno quedar en
casa, acompañado por su propia mujer. / ¿Puede llamarse a eso conocimiento
perfecto —⁠dice Saraha⁠— / si uno no se libera con el goce de los placeres
sensoriales?[63r]». La moderna espiritualidad hindú, particularmente en las
clases afectadas por la educación de estilo occidental, está teñida de un
pesado puritanismo (presumiblemente) inglés; la mejor exposición de este
problema es la de A. K. Coomaraswamy[64r]. <<

Página 170
[18] En inglés hay una rima: «I, a stranger, and afraid, / In a world I have

made.» (N. del T.) <<

Página 171
[19] No sería honrado decir esto sin confesar que yo mismo he trabajado en el

mismo estado de ignorancia, como podrá ver cualquier lector bien informado
de The Supreme Identity. <<

Página 172
[20] Ignoro si la completa aceptación del angst de que hablan los
existencialistas supone, indirectamente, la anulación de la angustia: superarla
gracias a un permitirle ser. Rollo May[77r] afirma que el propósito de la
terapia existencial consiste en capacitar al paciente para experimentar su
propia existencia, su ser-en-el-mundo, en forma plena y auténtica. Cuando
uno no confronta su existencia con la constante posibilidad de la no-
existencia, la da por sentada, es decir, no la toma en serio. ¿No es éste el viejo
principio cristiano que recomendaba «vivir cada día como si fuera el último»?
Tal vez; pero todavía difiere claramente de la serenidad de aquel que está «ya
muerto», que aspira decididamente a no ser. Es lamentable que May no
examine este punto: ¡Es uno de los escasísimos representantes de esta escuela
cuyos escritos empiezan a ser legibles! <<

Página 173
[21] ¡Cuántas veces, sin embargo, se acercó a milímetros del punto! Baste

recordar, particularmente, su pequeño y notable ensayo sobre «The


antithetical Sense of Primal Words» (Contenido antitético de los vocablos
primarios)[83r] en el cual examina los estudios de Kart Abel sobre la polaridad
de palabras como aquella ken del antiguo Egipto, que significaba, a la vez,
fuerte y débil. Freud había notado una ambivalencia o polaridad similar en el
simbolismo onírico. «Los sueños —⁠escribió en el ensayo mencionado más
arriba⁠— muestran la curiosa tendencia de reducir los opuestos a una unidad, o
de representarlos como si fueran una misma cosa.» Luego cita a Abel: «Es
evidente que en este planeta todo es relativo y sólo tiene existencia
independiente en la medida en que se lo discierne en sus relaciones con otras
cosas… El hombre no ha podido trazar siquiera sus concepciones más simples
y antiguas de otro modo que en contraste con sus contrarios; fue sólo
gradualmente como aprendió a separar los dos términos de la antítesis y a
pensar en el uno sin comparación consciente con el otro.» <<

Página 174
[22] El autor se refiere a la generación «beat» de los EE. UU., un fenómeno

intelectual típico de la posguerra, que prefiguraba en muchos aspectos a la


contracultura y al movimiento hippie, del que fue antecedente directo a
imagen y semejanza, sólo que en escala reducida. En su novela Los
vagabundos del Dharma, Jack Kerouac —⁠uno de los mentores literarios del
movimiento, junto a Mailer, Ferlinghetti y Allen Ginsberg, este último
trasvasado a la era hippie⁠— describe a ciertos jóvenes que ya hace veinte años
gastaban barbas y melenas, llevaban ropas arcaicas (botines, camisetas
descoloridas, bolsos de cuero), devoraban mejunjes macrobióticos,
practicaban la trashumancia, el drop-out o marginación de la sociedad de
consumo, la sexualidad colectiva, la agrupación tribal, el retorno a la
naturaleza, y perseguían la experiencia del satori, pues eran devotos del Zen.
(N. del T.) <<

Página 175
[23] Cada cual a su modo, Groddeck[90r], Reich[91r], Marcuse[92r] y N. O.
Brown[93r] ejemplifican los interesantes resultados que pueden obtenerse
siendo más freudiano que Freud, llegando hasta el final del camino y fiándose
del «ello». El trabajo de Groddeck parece haber caído en la oscuridad, y es
extraño que Brown no lo mencione. <<

Página 176
[24] Me he referido a los «fenómenos subjetivos» propios de esta experiencia

en otra ocasión[96r], demostrando que son más bien incidentales a su


contenido específico, como la sensación de alivio que se produce al
solucionar un problema difícil. <<

Página 177
[25] Lo más aproximado en materia de equivalentes podríamos buscarlo en la

expresión del Budismo Mahayana alaya-vijnana o «almacenaje de


conciencia» que designa, específicamente, a la totalidad de samskaras o
modelos habituales de actividad psicofísica. La conocida objeción, formulada
frecuentemente por Coomaraswamy y otros, de que los psicólogos
occidentales no saben distinguir entre el inconsciente y el superconsciente, no
parece de gran ayuda. Podrían obtenerte resultados si se trazara un contraste
entre el inconsciente y la conciencia expandida. <<

Página 178
[26] Gregory Bateson[103r] ha explorado, al menos de forma preliminar, las

posibles conexiones entre estados emocionales oscilatorios como la ansiedad


(temblor), el sollozo y la risa, por un lado, y situaciones de la vida en las que
se da una paradoja lógica, por el otro. Una campanilla eléctrica oscila porque
su estructura ha sido diseñada de modo tal que, cuando la corriente queda
conectada, se desconecta a sí misma, lo cual, a su vez, la vuelve a conectar. Si
implica a no, y no implica a si. Bateson señala la similar propiedad vibratoria
del enunciado «estoy mintiendo», que es falso si es cierto, etc., así como del
mecanismo general de la duplicidad conceptual. Pero, si esto prosiguiera
hasta la tala misma de la vida… ¿Deberíamos reír o temblar? <<

Página 179
[27] Los desacuerdos de Fromm con Sullivan acerca de la realidad del «yo» se

basan en la confusión semántica por la cual términos como «yo», «ego»,


«persona», «individuo», «ser», son usados en forma indiscriminada e
intercambiable. De otro modo, nos resultaría inconcebible el profundo interés
por el Budismo Zen demostrado por Fromm[118r] <<

Página 180
[28] El niñito llora porque desea oro, y de aquí que lo ilusionen unas hojas

amarillas. <<

Página 181
[29] Las anécdotas Zen de este tipo, llamadas «pregunta-respuesta» (momio)

son incontables, y quienes se interesen por un estudio exhaustivo de la forma


en que se desarrolla realmente este juego pueden consultar a Reps[128r],
Suzuki[129r] y Watts[130r]. <<

Página 182
[30] Dice, por ejemplo, el maestro Zen Ma-tsu: «Según un sutra, no hay más

que un grupo de elementos que se han reunido para hacer este cuerpo.
Cuando él surge, son sólo aquellos elementos que surgen. Cuando sucumbe,
no hay más que ciertos elementos que sucumben. Empero, cuando estos
elementos surgen, no dicen yo estoy naciendo, y cuando mueren no afirman
yo estoy muriendo. Así ocurre, también, con nuestros pensamientos iniciales,
y los que vienen luego, y los que están entre unos y otros: los pensamientos se
suceden sin estar ligados entre sí. Cada uno se da en absoluta quietud.»[135r]
<<

Página 183
[31] El problema escapa a los alcances de este libro, pero yo me pregunto lo

siguiente: Si hay una discrepancia entre las teorías psicoterapéuticas y la


forma en que funcionan concretamente, ¿no podría existir, al menos, la
potencialidad de una eficiencia igualmente inconsciente en el Cristianismo, de
modo que éste pudiera convertirse en camino de liberación? La orden de
Jesús, aparentemente dirigida al ego, «amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón y con toda tu alma y con toda tu mente» constituye una enfática
duplicidad conceptual. «Tú debes ser sincero.» Si se las considera medios
idóneos (upaya) en lugar de preceptos positivos, estas palabras podrían
entenderse, también, como un desafío al ego y sus sueños de perfección Jesús
desafiaba, sin duda, la rigidez de los fariseos, pero parece que hemos olvidado
un desafío similar que dirigiera a los cristianos. <<

Página 184
[32] En cuyo caso el objeto amoroso deviene un padre o madre substitutivo, y

la relación implícitamente incestuosa, de aquí la culpa, y la génesis de un


circulo vicioso. <<

Página 185
[33] Este libro fue publicado por primera vez en 1961, antes de los Beatles, los

Hippies, Woodstock, la Contracultura, el auge de la New Left, etc. (N. del T.)
<<

Página 186
[34] Fuente específica del derecho inglés constituida por las costumbres
generales e inmemoriales que los jueces ingleses reconocen en sus decisiones.
Es la jurisprudencia de los tribunales, que se ha ido transformando a través
del tiempo para adaptarse a las nuevas necesidades, siguiendo criterios de
equidad. (N. del T.) <<

Página 187
[35] Para una exposición más completa de las diferencias entre el orden
mecánico y el orden orgánico, consúltese Watts[158r] y también la brillante
exposición de Needham[159r] acerca de la relación entre las ideas chinas sobre
el orden natural y la legislación china. <<

Página 188
[36] Dos sentidos de la palabra «play» en inglés, jugar y representar en el

escenario. (N del T.) <<

Página 189
Referencias bibliográficas

Página 190
[1r] A. W. Watts, «The Way of Zen», Pantheon, New York, 1957. <<

Página 191
[2r] P. Teilhard de Chardin, «The Phenomenon of Man», Harper, New York,

1959, pp. 43-44. <<

Página 192
[3r]
J. Needham, «Science and Civilization in China», vol. 2, Cambridge
University Press, 1956. Ver secciones 10, 13, 16 y 18. <<

Página 193
[4r] «Cheng-tao ke», 11, tr. D. T. Suzuki, «Manual of Zen Buddhism», Kyoto,

1935, p. 108. <<

Página 194
[5r] C. G. Jung, «Psychology and Religion: West and East», Collected Works,

vol. II, Bollingen Series 20, Pantheon, New York, 1958, p. 476. <<

Página 195
[6r]
N. O. Brown, «Life Against Death: The Psychoanalytical Meaning of
History», Wesleyan University, 1959, páginas 170-171. <<

Página 196
[7r]
R. Wilhelm and C. G. Jung, «The Secret of the Golden Flower»,
Routledge, Londres, 1931, p. 83. <<

Página 197
[8r]
G. Murphy, «Personality: A Boisocial Approach to Origins and
Structure», Harper, Nueva York, 1947. <<

Página 198
[9r] A. F. Bentley, «Inquiry into Inquiries», Beacon, Boston, 1954, p. 4. <<

Página 199
[10r] L. Wittgenstein, «Tractatus Logico-Philosophicus», Routledge, Londres,

1960, Sec. 6.37. <<

Página 200
[11r] Ver referencia 10, 6,371. <<

Página 201
[12r] Ver referencia 10, 6.5, 6.51, 6.52, 6.521. <<

Página 202
[13r] J. Dewey y A. F. Bentley, «Knowing and the Known», Beacon, Boston,

1949. <<

Página 203
[14r] A. Angyal, «Foundations for a Science of Personality», Commonwealt

Fund, Nueva York, 1941. <<

Página 204
[15r] E. Brunswik, «Organismic Achievement and Environmental Probability»,

Psychological Review, vol. 50, 1943. <<

Página 205
[16r] Ver referencia 8, p. 891. <<

Página 206
[17r] Ver referencia 10, 6.35. <<

Página 207
[18r] Tao Te Ching, 2, <<

Página 208
[19r] A. Strauss, editor. «The Social Psychology of George Herbert Mead»,

Phoenix, Chicago, 1956. <<

Página 209
[20r] Ver referencia 19, pp. 257-258. <<

Página 210
[21r] Ver referencia 19, pp. 258-259. <<

Página 211
[22r] Ver referencia 19, p. 257n. <<

Página 212
[23r] G. Bateson, con D. D. Jackson, J. Haley, y J. H. Weakland, «Towards a

Theory of Schizophrenia», rev. Behavioral Science, vol. 1, 4, Octubre de


1956, pp. 251-264. <<

Página 213
[24r] S. Radhakrishnan, «The Bhagavad Gita», Harper, Nueva York, 1948,

p. 177. <<

Página 214
[25r] W. James, «A Pluralistic Universe», Nueva York, 1909, p. 380. <<

Página 215
[26r] De «Freud: The Mind of the Moralist», por Philip Ricff. Copyright 1959

por Philip Rieff. Reproducido por autorización de Viking Press, Inc. pp. 
153-154. <<

Página 216
[27r]
E. Cassirer, «Substance and Function and Eeinstein’s Theory of
Relativity», Dover, Nueva York, 1953, p. 398. <<

Página 217
[28r] G. Murphy, «Human Potentialities», Basic Books, Nueva York, 1958,

pág. 8. <<

Página 218
[29r]
T. R. V. Murti, «The Central Philosophy of Buddhism», Allen and
Unwin, Londres, 1955, p. 141. <<

Página 219
[30r] Ver referencia 10, 6.44, 6.522. <<

Página 220
[31r] «Wu-men Kwan», 49. P. Reps, «Zen Flesh, Zen Bones», Tuttle, Rutle y

Tokyo, 1957, p. 161. <<

Página 221
[32r] A. David-Neel, «Secret Oral Teachings in the Tibetan Buddhist Sects»,

Maha-Bodhi Society, Calcutta, páginas 99-101. <<

Página 222
[33r] Ver referencia 32, pp. 101-102. <<

Página 223
[34r] Ver referencia 29, p. 167. <<

Página 224
[35r] T. W. y C. A. F. Rhys Davids, traductores, «Dialogues of the Buddha»,

Luzac, Londres, 1951, Parte II, p. 65. <<

Página 225
[36r] A. K. Coomaraswamy, «Recollection Indian and Platonic, and The One

and Only Transmigrant», Suplemento del «Journal of the American Oriental


Society», vol. 64, 2, 1937. <<

Página 226
[37r] M. H. Erickson, J. Haley y J. H. Weakland, «A Transcript of a Trance

Induction with Comentary», publicado por el «American Journal of Clinical


Hypnosis», vol. 2, 2, 1959. <<

Página 227
[38r] R. O. Kapp, «Towards a Unified Cosmology», Basic Books, Nueva York,

1960, pp. 57-58. <<

Página 228
[39r] «Shih niu T’ou», 10. <<

Página 229
[40r] Lin Yutang, «The Wisdom of Laotse», Rabdom House, Nueva York,

1948, p. 41. <<

Página 230
[41r] Ch’u Ta-kao, trad. «Tao Te King», Buddhist Society, Londres, 1937,

p. 44. <<

Página 231
[42r] «Chuang-tzu», 2. Ver referencia 40, pp. 48-49. <<

Página 232
[43r] «Chuang-tzu», 13. H. A. Giles, trad., «Chuang-tzu», Shanghai, 1926, pp. 

166-167. <<

Página 233
[44r] «Chuang-tzu», 14. Ver referencia 43, pp. 184-185. <<

Página 234
[45r] «Chuang-tzu», 4. <<

Página 235
[46r] «Chuang-tzu», 4. <<

Página 236
[47r] «Chuang-tzu», 22. Ver referencia 43, p. 289. <<

Página 237
[48r] «Tao Te King», 18. Ver referencia 41, p. 28. <<

Página 238
[49r] «Chuang-tzu», 6. Ver referencia 43, pp. 69-70. <<

Página 239
[50r] Ver referencia 3, sec. 10, f y g <<

Página 240
[51r] «Tao Te King», 23. Ver referencia 41, p. 33. <<

Página 241
[52r]
D. T. Suzuki, «Zen and Japanese Culture», Bollingen Series 64,
Pantheon, Nueva York, 1959, láminas 1, 16, 58, 60, 63. <<

Página 242
[53r] «Chuang-tzu». Ver referencia 40, p. 129. <<

Página 243
[54r] «Chuang-tzu», 19. Ver referencia 43, pp. 238-239. <<

Página 244
[55r] D. T. Suzuki, «Living by Zen», Rider, Londres, 1950, página 137. <<

Página 245
[56r] De «The Cocktail Party», copyright 1950 by T. S. Eliot. Reproducido por

autorización de Harcourt, Brace & World, Inc. Nueva York, 1952, p. 307. <<

Página 246
[57r] A. W. Watts, «This Is It», Pantheon, Nueva York, 1960, ensayo final. <<

Página 247
[58r]
S. B. Dasgupta, «Introduction to Tantric Buddhism», Universidad de
Calcuta, 1950. <<

Página 248
[59r]
M. Eliade, «Yoga: Inmortality and Freedom», Bollingen Series 58,
Pantheon, Nueva York, 1958, especialmente en páginas 264-265. <<

Página 249
[60r] J. Woodroffe, «Shakti and Shakta», Luzac, Londres, 1929. <<

Página 250
[61r] A. W. Watts, «Nature, Man and Woman», Pantheon, Nueva York, 1958,

pp. 190-195. <<

Página 251
[62r] Ver referencia 58, p. 203. <<

Página 252
[63r] D. Snellgrove, trad, y E. Conze, ed., «Buddhist Texts», Cassirer, Oxford,

1954, p. 226. <<

Página 253
[64r] A. K. Coomaraswamy, «The Dance of Shiva», Noonday, Nueva York,

1957, pp. 124-134. <<

Página 254
[65r] Ver referencia 6. <<

Página 255
[66r] Ver referencia 64, p. 131. <<

Página 256
[67r] R. Guénon, «Introduction to the Study of the Hindu Doctrines», Luzac,

Londres, 1945, p. 112. <<

Página 257
[68r] Ver referencia 6, p. 316. <<

Página 258
[69r] G. Bachelard, «La Formation de 1'esprit scientifique», Paris, 1947, pp. 

250-251. <<

Página 259
[70r] G. Kepes, «The New Lanscape», Theobald, Chicago, 1956. <<

Página 260
[71r] A. N. Whitehead, «Adventures of Ideas», Mentor, Nueva York, 1955, pp. 

250-251. <<

Página 261
[72r] S. Freud, «Civilization and Its Discontents», Hogarth, Londres, 1930,

p. 144. <<

Página 262
[73r] Ver referencia 6, p. 322. <<

Página 263
[74r] L. L. Whyte, «The Next Development in Man», Holt, Nueva York, 1948.

<<

Página 264
[75r] Ver referencia 10, 5, 5423. <<

Página 265
[76r] Ver referencia 71, p. 172. <<

Página 266
[77r] R. May, «Existence», Basic Books, Nueva York, 1958, pp. 86-90. <<

Página 267
[78r] G. Mora, «Recent American Psychiatric Developments», incluido en el

«American Handbook of Psychiatry», 2 volúmenes, Basic Books, Nueva


York, 1960, p. 32. <<

Página 268
[79r] Ver referencia 5, p. 339. <<

Página 269
[80r]
S. Freud, «Beyond the Pleasure Principle», Hogarth, Londres, 1955,
p. 56. <<

Página 270
[81r] Ver referencia 72, pp. 121-122. <<

Página 271
[82r] Ver referencia 74, pp. 238-239. <<

Página 272
[83r] S. Freud, «On Creativity and the Unconscious», Harper, Nueva York,

1958, pp. 55-62. <<

Página 273
[84r] Ver referencia 5, p. 484. <<

Página 274
[85r] Ver referencia 5, pp. 504-505. <<

Página 275
[86r] Ver referencia 7, p. 80. <<

Página 276
[87r] C. G. Jung, «Modern Man in Search of a Soul», Routledge, Londres,

1936, pp. 118-119. <<

Página 277
[88r] A. H. Maslow, «Motivation and Personality», Harper, Nueva York, 1954,

pp. 292-293. <<

Página 278
[89r] Ver referencia 88, pp. 291-292. <<

Página 279
[90r] G. Groddeck, «The Book of the It» y «The World of Man», C. W. Daniel,

Londres, 1935 y 1934. <<

Página 280
[91r]
W. Reich, «The Sexual Revolution», Orgone, Nueva York, 1945.
También «Character Analysis», Orgone, Nueva York, 1949. <<

Página 281
[92r] H. Marcuse, «Eros and Civilization», Beacon, Boston, 1955. <<

Página 282
[93r] Ver referencia 6. <<

Página 283
[94r] M.-E. Harding, «Psychic Energy», Bollingen Series 10, Pantheon, Nueva

York, 1947, p. 1. <<

Página 284
[95r] C. G. Jung, «The Development of Personality», Collected Works, vol. 17,

Bollingen Series 20, Pantheon, Nueva York, 1954, p. 53. <<

Página 285
[96r] Ver referencia 57, cap. 1. <<

Página 286
[97r] Ver referencia 52, p. 353. <<

Página 287
[98r] «Lin-chi-lü». <<

Página 288
[99r] Comunicación personal. <<

Página 289
[100r]
R. May, «The Existencial Approach», publicado en el «American
Handbook of Psychiatry», 2 vols. Basic Books, Nueva York, 1959, vol. 2,
p. 1349. <<

Página 290
[101r]
L. Binswanger, «Ausgewählte Vorträge und Aufsätze», Bern, 1947.
Citado en la referencia 100. <<

Página 291
[102r] Ver referencia 77, pp. 18-19. <<

Página 292
[103r]
J. Ruesch y G. Bateson, «Communication: The Social Matrix of
Psychiatry», Norton, Nueva York, 1951, cap. 8. <<

Página 293
[104r] Ver referencia 55, p. 124. <<

Página 294
[105r] Ver referencia 6, pp. 104-105. <<

Página 295
[106r] Ver referencia 6, p. 106. <<

Página 296
[107r] Ver referencia 6, p. 92. <<

Página 297
[108r] Ver referencia 6, p. 93. <<

Página 298
[109r]
H. S. Sullivan, «The Interpersonal Theory of Psychiatry», Norton,
Nueva York, 1953, p. 169. <<

Página 299
[110r] H. S. Sullivan, «Tensions Interperson and International», en H. Cantril,

editor de «Tensions that Cause War», Universidad de Illinois, 1950, p. 92. <<

Página 300
[111r] J. Ruesch, «Disturbed Communication», Norton, Nueva York, 1957. J.

Ruesch y W. Kees, «Nonverbal Communication», Universidad de California,


1956. Ver también referencia 103. <<

Página 301
[112r] G. Bateson, «The New Conceptual Frames for Behavioral Research»,

incluido en «Proceedings of the Sixth Annual Psychiatric Institute»,


Princeton, 1958, pp. 54-71. Ver también referencia 23. <<

Página 302
[113r]
A. Rapoport, «Mathematics and Cybernetics», en el «American
Handbook of Psychiatry», 2 vols., Basic Books, Nueva York, 1959, vol. 2,
p. 1743. <<

Página 303
[114r] J. Haley, «The Art of Psychoanalysis», ETC, vol. 15, 1958, pp. 190-200.

También «Control in Psychoanalytic Psychotherapy», en «Progress in


Psychotherapy», Grune y Stratton, Nueva York, 1959. <<

Página 304
[115r] J. Ruesch, «The Trouble with Psychiatric Research», AMA, «Archives

of Neurology and Psychiatry», vol. 77, 1957, p. 96. <<

Página 305
[116r] G. Bateson, «Language and Psychotherapy», en «Psychiatry», vol. 21,

pp. 96 y 100. <<

Página 306
[117r] E. Fromm, «The Sane Society», Rinehart, Nueva York, 1955, p. 143. <<

Página 307
[118r] E. Fromm y D. T. Suzuki, «Zen Buddhism and Psychoanalysis», Harper,

Nueva York, 1960. <<

Página 308
[119r] Ver referencia 116, pp. 99-100. <<

Página 309
[120r] Ver referencia 74, pp. 57-67. <<

Página 310
[121r] Ver referencia 114, «The Art of Psychoanalysis». <<

Página 311
[122r] Vajracchedika, 22. <<

Página 312
[123r] «Lin-chi-lü». <<

Página 313
[124r] «Lin-chi-lü». <<

Página 314
[125r] «Ku-tsun-hsü Yü-lu», 1.6. <<

Página 315
[126r] E. Herrigel, «Zen in the Art of Archery», Pantheon, Nueva York, 1953.

<<

Página 316
[127r] «Wu-men kwan», 14. <<

Página 317
[128r] P. Reps, «Zen Flesh, Zen Bones», Tuttle, Rutland y Tokio, 1957. <<

Página 318
[129r] D. T. Suzuki, «Essays in Zen Buddhism», 3 vols., Rider, Londres, 1949,

1950, 1951. <<

Página 319
[130r] Ver referencia 1. <<

Página 320
[131r] A. J. Bahm, «The Philosophy of Buddha», Harper, Nueva York, 1958.

<<

Página 321
[132r] Ver referencia 131, p. 98. <<

Página 322
[133r] L. Giles, «Taoist Teachings», Murray, Londres, 1925, páginas 40-42.

También en referencia 1, p. 22. <<

Página 323
[134r] Ver referencia 1, pp. 93-94. <<

Página 324
[135r] Ver referencia 125, 1.2.4. <<

Página 325
[136r] C. G. Jung, «The Integration of Personality», Rinehart, Nueva York,

1939, pp. 31-32. <<

Página 326
[137r] Ver referencia 92, pp. 168-169. <<

Página 327
[138r] E. Erikson, «Yung Man Luther», Norton, Nueva York, 1958, p. 264. <<

Página 328
[139r] Ver referencia 138, p. 263. <<

Página 329
[140r] J. Haley, «Control in Psychoanalytic Psychotherapy», en «Progress in

Psychotherapy», Grune y Stratton, Nueva York, 1959, pp. 48-65. <<

Página 330
[141r] F. S. Peris, R. F. Hefferline y P. Goodman, «Gestalt Therapy», Julian

Press, Nueva York, 1951, p. 259 y ss. <<

Página 331
[142r] J. Rosen, «Direct Analysis», Grune y Stratton, Nueva York, 1953. <<

Página 332
[143r] Ver referencia 140, p. 59. <<

Página 333
[144r] «Hsin-hsin ming». Ver referencia 1, p. 115. <<

Página 334
[145r]
S. Freud, «New Introductory Lectures on Psychoanalysis», Norton,
Nueva York, 1933, pp. 203-204. <<

Página 335
[146r] Hakuin, «Zazen Wasan». Ver D. T. Suzuki, en referencia 4, p. 184. <<

Página 336
[147r] Ver referencia 6, p. 284. <<

Página 337
[148r] Ver referencia 6, p. 93. <<

Página 338
[149r] Ver referencia 6, pp. 158-159. <<

Página 339
[150r] Ver referencia 6, p. 307. <<

Página 340
[151r] Ver referencia 26, p. 355. <<

Página 341
[152r] Ver referencia 92, pp. 181-182. <<

Página 342
[153r]
C. B. Chisholm, en «The Psychiatry of Enduring Peace and Social
Progress», «Psychiatry», vol. 9, 1, 1946, p. 31. <<

Página 343
[154r] Ver referencia 92, p. 221. <<

Página 344
[155r] Ver referencia 26, p. 355. <<

Página 345
[156r] R. LaPiere, «The Freudian Ethic», Duell, Sloan y Pierce, Nueva York,

1959. <<

Página 346
[157r]
A. M. Johnson, «Juvenile Delinquency», editado por el «American
Handbook of Psychiatry», 2 vols., Basic Books, Nueva York, 1959, vol. 1,
p. 840. <<

Página 347
[158r] Ver referencia 61, pp. 51-69. <<

Página 348
[159r] Ver referencia 3, sec. 18. <<

Página 349
[160r] «Tao Te King», 25. <<

Página 350
[161r] «Chuang-tzu», 24. En referencia 40, pp. 85-86. <<

Página 351
[162r] Ver referencia 6, p. 46. <<

Página 352
[163r] J. Boehme, «Mysterium Magnum», cap. 35, pp. 59-60. <<

Página 353
[164r] L, Mumford, «The Conduct of Life», Harcourt, Brace, Nueva York,

1951, p. 35. <<

Página 354
Página 355

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