Articulo Derecho Administrativo Urbanistico 2023 NAA

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EL DERECHO A LA CIUDAD EN EL ESTADO CONSTITUCIONAL Y FUNDAMENTO DEL

DERECHO ADMINISTRATIVO URBANÍSTICO.

Norberto Alvarado Alegría1.

1.- Ciudad, urbanización y derechos humanos.

La ciudad se ha construido como una asociación más o menos autosuficiente que reconoce ciertas
reglas de conducta como obligatorias; la ciudad es, en una escala mínima, el reflejo del Estado moderno
como institución. Estas reglas de conducta, especifican un sistema de cooperación planeado para
promover la satisfacción de las necesidades básicas de aquellos que forman parte de él; se trata de
una acción cooperativa para obtener ventajas mutuas, caracterizada por el conflicto y la identidad de
intereses que plantea la diversidad y la globalización de las sociedades actuales.

Actualmente la mitad de la población mundial vive en ciudades y en el 2050 la tasa de


urbanización en el mundo llegará al 65%. Las ciudades son territorios con gran riqueza y diversidad, el
modo de vida urbano influye sobre la forma en que establecemos vínculos con nuestros semejantes y
con el territorio. Sin embargo, en sentido contrario a tales potencialidades, los modelos de desarrollo
implementados en la mayoría de los países con economías emergentes, se caracterizan por establecer
niveles de concentración de renta y de poder que generan pobreza y exclusión, contribuyen a la
depredación del ambiente, aceleran los procesos migratorios, incrementan la urbanización, generan
segregación social y espacial, y fomentan la privatización del espacio público. Esto favorece la
proliferación de grandes áreas urbanas en condiciones de pobreza, precariedad y vulnerabilidad ante
riesgos sociales y naturales, por lo que las ciudades están lejos de ofrecer condiciones y oportunidades
equitativas a sus habitantes.

La ciudad de la que hablamos es en palabras de Belil, Borja y Corti (2012), la ciudad


posmoderna, o bien la anti-ciudad del neoliberalismo económico, de la urbanización especulativa, de
la sociedad atomizada de la cultura individualista, de la política local débil y del capitalismo inmobiliario
fuerte; una ciudad que no queremos ni aspiramos, pero que tenemos y que estamos obligados a
transformar a través de una ecuación que parece imposible, porque frente a la tendencia reductora de
los derechos humanos que produce la vida urbana, es necesario oponer el derecho a la ciudad.

Bajo este escenario, el derecho a la ciudad se presenta como un derecho humano, social y
exigible, que puede ser positivado como un derecho fundamental, para promover el fortalecimiento del
Estado constitucional. Para ello, se propone que el derecho a la ciudad sea un derecho humano
emergente, que requiere del reconocimiento, descripción y profundidad en los sistemas jurídicos

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Doctor en Derecho, abogado corporativo y profesor universitario.

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nacional e internacional, prima facie, en conexidad con otros derechos fundamentales como: la vida, la
dignidad humana, la igualdad, la autodeterminación y el acceso a la vivienda, para ser garantizado por
las instituciones jurídicas, inclusive para exigirse ante los tribunales. Este reconocimiento implica
enfatizar una nueva manera de promoción, respeto, defensa y realización de los derechos civiles,
políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales.

La ciudad es una institución, un objeto humano producto de la urbanización, que dependiendo


de cómo es construida, gobernada, planeada y gestionada, puede ser un elemento de vital importancia
para garantizar los derechos humanos o, por el contrario, vulnerarlos. Para ello, se aborda el concepto
de derecho a la ciudad desde su ideario filosófico y urbanista; pasando por el contexto internacional;
su relación con los conceptos de vivienda, segregación y espacio público; y la concepción de los
derechos económicos, sociales, ambientales y culturales, considerando que este derecho posee varias
facetas que van del usufructo equitativo de la ciudad, a la problemática urbana de la segregación social
y la privatización del espacio público, pasando por la participación ciudadana y el goce efectivo de los
derechos humanos en el contexto urbano.

Contribuyen a la necesidad del derecho a la ciudad, la falta de políticas públicas, y el


desconocimiento de los aportes que los procesos de poblamiento popular generan en la construcción
de ciudad y de ciudadanía, y violentan la vida urbana con graves consecuencias como los desalojos
masivos y la segregación que se identifican con un nuevo apartheid global (Santos, 2011:74); este
contexto favorece el surgimiento de luchas urbanas que, pese a su significado social y político, son aún
fragmentadas e incapaces de producir cambios trascendentes en el modelo de desarrollo vigente.
Frente a esta realidad y a la necesidad de contrarrestar sus tendencias, se requiere construir un modelo
sustentable de sociedad y de vida urbana, basado en los principios de libertad, igualdad y justicia social,
fundado en el respeto a la diversidad social y cultural, que fortalezcan la inclusión y la dignidad humana,
y proscriba la discriminación en todas sus modalidades.

La proliferación de grandes áreas urbanas que se caracterizan por la existencia de zonas en


condiciones de pobreza, precariedad y vulnerabilidad ante los riesgos sociales y naturales, hacen que
la mayoría de las ciudades en el mundo, y principalmente en Latinoamérica, estén lejos de ofrecer
condiciones y oportunidades equitativas a sus habitantes para desarrollar el ejercicio de los derechos
sociales. La población en su mayoría está privada o limitada, en virtud de sus características
económicas, sociales, culturales, étnicas, de género y edad, para satisfacer sus más “elementales
necesidades básicas” (Zimmerling citado en Vázquez, 2010:153), bajo un criterio objetivo y universal
que permita fijar el límite inferior de la moral y la concepción de una moral objetiva, dentro de su espacio
físico de desarrollo, lo cual afecta severamente su derecho a la vida y a la dignidad. Estas necesidades
básicas, son objetivas en la medida en que se habla de datos empíricos referidos a personas reales y
de universalidad de las necesidades absolutas o básicas, cuando la satisfacción del fin que persiguen

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no requiere de una justificación mayormente elaborada. Se requiere forzosamente de la intervención
del Estado democrático para satisfacer a través de las figuras de planeación y regulación urbana, y de
los servicios públicos, la mayoría de estas necesidades, y para ello, el Estado requiere la construcción
y aplicación de criterios objetivos y universales, lo cual puede afectar, positiva o negativamente, el
acceso a dichos derechos sociales.

Sin lugar a dudas, el derecho a la ciudad es parte de la categoría de los derechos sociales; es
un derecho humano emergente, con alto grado de desarrollo doctrinal en el contexto internacional,
producto de las migraciones urbanas y conurbaciones, que requiere del reconocimiento, descripción,
profundidad y un marco de garantías en el sistema del derecho internacional, para su posterior
incorporación a los sistemas jurídicos nacionales, en conexidad con otros derechos fundamentales para
ser garantizados por el Estado constitucional. Para determinar este escenario, se propone partir de la
postura del liberalismo igualitario, que descansa sobre una concepción objetivista de la moral, que parte
de la idea de que los principios morales se apoyan en consideraciones que, prima facie, cualquier
individuo podría aceptar sin cuestionamientos mayores, para fundamentar el derecho a la ciudad como
un derecho humano, social y exigible.

2.- Origen y desarrollo convencional del Derecho a la Ciudad.

Existen significativas aportaciones en el desarrollo del derecho a la ciudad; la mayoría de ellas han
sido recientemente elaboradas; la tradición griega se vinculó con el concepto de la polis -de la ciudad-
estado-, desde la época clásica, y aparece dotada de un complejo marco constitucional con el que se
articulan las normas de convivencia; se especifica el grado de participación en las tareas públicas; y se
determina su funcionamiento y competencia del gobierno, mediante leyes acatadas por todos. (Barceló
y Hernández, 2014).

En la doctrina, se cuenta con trabajos que se han desarrollado por Jacobs (2011), Lefebvre
(1978), Mitchell (2003), Borja 2010) y Gehl (2014), que encuentran conexión con una serie de
movimientos sociales que abarcan desde las manifestaciones por los derechos civiles de 1963, las
protestas del Free Speech Movement en California, el M-15 de España, o las protestas en Brasil
asociadas al tema de la movilidad urbana y la priorización de la infraestructura urbana, como uno de
los componentes más sensibles del derecho a la ciudad. Estos movimientos sociales, ante la
consideración de que la vivienda y los espacios de la ciudad, como bienes de inversión, son
inaccesibles para gran parte de la población, reivindican la idea de que todos los derechos humanos,
tanto los derechos civiles y políticos, como los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales
son derechos imprescindibles para llevar a cabo un proyecto de vida autónomo, fundado en la dignidad
e igualdad de las personas, pero que requieren del acceso y goce de la ciudad, como un derecho

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emergente fundamental que debe ser reconocido y tutelado, para el ejercicio del resto de los derechos
humanos en el Estado constitucional. En este contexto, utilizamos la conceptualización del principio de
autonomía de Vázquez (2010:159):

“[…] El principio de autonomía permite identificar determinados bienes sobre los que versan
ciertos derechos cuya función es poner barreras de protección –“cartas de triunfo” en la
terminología de Dworkin- contra medidas que persigan el beneficio de otros, del conjunto social
o de entidades supraindividuales. El bien más genérico protegido por este principio es la libertad
de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros. De manera específica, entre otros,
el reconocimiento del libre desarrollo de la personalidad; la libertad de residencia y de circulación;
la libertad de expresión de ideas y actitudes religiosas, científicas, artísticas y políticas y la libertad
de asociación para participar en las comunidades voluntarias totales o parciales que los individuos
consideren convenientes […] Sin embargo, esta situación contraviene intuiciones muy arraigadas
en el ámbito del liberalismo. Por ejemplo, si una élite consigue grados inmensos de autonomía a
expensas del sometimiento del resto de la población, este estado, de cosas no resulta aceptable
desde el punto de vista liberal. Por esta razón, es necesario defender un segundo principio, que
limita el de la autonomía personal: el principio de dignidad personal […]”

Si observamos la historia de las ciudades, podemos ver claramente cómo las estructuras urbanas
y el planeamiento han influido sobre el comportamiento. El concepto moderno de la ciudad, deviene de
la Carta de Atenas de 1933, derivada del movimiento del urbanismo comandado por Le Corbusier
(1999) y de su Ciudad Radiante, que tiene como antecedente la Ciudad Jardín de Howard, los cuales
han tenido una inmensa influencia sobre el diseño de nuestras ciudades, imponiéndose la visión
urbanista de la ciudad vertical y sus problemas de movilidad colapsada, espacios públicos erosionados,
zonificación euclidiana y crisis de sustentabilidad.

“[…]La delimitación territorial administrativa de las ciudades fue arbitraria desde el principio o ha
pasado a serlo posteriormente, cuando la aglomeración principal, a consecuencia de su
crecimiento ha llegado a alcanzar a otros municipios, englobándolos a continuación, dentro de sí
misma […] efectivamente, algunos municipios suburbanos han adquirido inesperadamente un
valor, positivo o negativo, imprevisible, ya sea por convertirse en barrios residenciales de lujo, ya
por instalarse en ellos centros industriales intensos, ya por reunir a poblaciones obreras
miserables. […]”.Le Corbusier (1999:21-22).

Fue en 1968 cuando Lefebvre (1978:167) introdujo a la discusión teórica el concepto del derecho
a la ciudad:

“[…] Estos derecho mal reconocidos poco a poco se hacen costumbre antes de inscribirse en los
códigos formalizados. Cambiarían la realidad si entraran en la práctica social… Entre estos

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derechos en formación figura el ‘derecho a la ciudad’ (no a la ciudad antigua, sino a la vida urbana,
a la centralidad renovada, a los lugares de encuentros y cambios, a los ritmos de vida y empleos
del tiempo que permiten el ‘uso’ pleno y entero de estos momentos y lugares, etc.)[…]”

Anteriormente, Jacobs (2013) al explicar cómo funcionan las ciudades en la vida real, aseguraba
que las ciudades son un inmenso laboratorio de ensayo y error, fracaso y éxito, para la construcción y
el diseño urbano, y cómo el aumento masivo del automóvil, y la ideología urbanística del Movimiento
Moderno, que separaba los usos dentro de las ciudades y enfatizaba la construcción de edificios que
terminarían por destruir el espacio y la vida urbana, dando como resultado ciudades sin gente, ni
actividades. Este planteamiento se considera como el grito inicial de una voz que clama por un cambio
en la forma que diseñamos nuestras ciudades. Cinco décadas después, Gelh ha retomado con éxito
estas ideas, al asegurar que la ciudad es el lugar de encuentro por excelencia, más que cualquier otra
cosa, la ciudad es su espacio público, principalmente el espacio peatonal, pues los seres humanos no
pueden estar en el espacio de los automotores, ni en los espacios privados que nos les pertenecen
como colectividad; la cantidad y la calidad del espacio público determinan la calidad urbanística de una
ciudad, por ello, Gehl señala que un espacio público es bueno, cuando en él ocurren muchas
actividades no indispensables, cuando la gente sale al espacio público como un fin en sí mismo, a
disfrutarlo, cuando se apropian de la calle o bien participan en su fabricación. Estos autores y las luchas
urbanas referidas, han logrado posicionar desde la visión urbanística, los conceptos de la ciudad para
la gente y la humanización del espacio público, asegurando que:

“[…] Conseguir calidad urbana es un asunto importante, más allá de que la intensidad del
movimiento peatonal se dé por necesidad o por estímulo. Que la gente se encuentre con un
óptimo nivel urbano a la altura de los ojos, debería ser considerado un derecho humano
fundamental para cualquier parte de una ciudad por donde las personas circulen […] En muchos
lugares […] cruzar la calle no es un derecho humano fundamental sino algo que se debe pedir,
empujando un botón que se encuentra en cada intersección. En algunos casos, hay que apretar
el pulsador hasta tres veces para lograr cruzar. Pretender caminar 450 metros en 5 minutos bajo
estas condiciones es un delirio […]”. (Gelh, 2014:124).

Por su parte Mitchell (2003:17-18), al hablar de las luchas por la recuperación del espacio público,
señala que:

“[...] ‘The right to the city’ is a slogan closely associated with the French Marxist philosopher Henri
Lefebvre […] The most important is Lefebvre´s normative argument that the city is an ‘ouvre’- a
work in which all its citizens participate […] cities were necessarily public –and therefore places of
social interaction and exchange with people who were necessarily different. Publicity demands
heterogeneity and the space of the city –with its density and its constant attraction of new

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immigrants- assured a thick fabric of heterogeneity, on in which encounters with difference were
guaranteed […] The city is the place where difference lives. And finally, in the city, different people
with different projects must necessarily struggle with one another over the shape of the city, the
terms of access to the public realm, and even the rights of citizenship […] But the problem with
the bourgeois city, the city in which we really live, of course, is that this ‘ouvre’ is alienated, and
so not so much a site of participation as one of expropriation by a dominant class (and set of
economic interests) that is not really interested in making the city a site for the cohabitation of
differences. More and more the spaces of the modern city are being produced for us rather than
by us. People, Lefebvre argued, have the right to more; they have the right to the ‘ouvre’ […] More
sharply: ‘The right to the city manifests itself as a superior forms of rights: right to the freedom, to
individualization in socialization, to habitat and to inhabitat. The right to the ‘ouvre’, to participation
and appropriation (clearly distinct from the right to property), are implied in the right to the city […]
The right to the city was the right ‘to urban life, to renewed centrality, to places of encounter and
exchange, to life rhythms and time uses, enabling the full and complete usage of [… ] moments
and places’[…]”

Ciudad, espacio público y ciudadanía, son tres conceptos que bajo la visión de Borja (2010) son
casi redundantes, pues la ciudad es ante todo un espacio público, donde se ejercen los derechos
públicos de la ciudadanía, un espacio abierto y significante, habitado por ciudadanos libres e iguales;
por ello, vale la pena puntualizar que la ciudad es una realidad histórica, geográfica, social, cultural y
política, una concentración humana diversa, dotada de identidad o de pautas comunes y con vocación
de autogobierno; pero también es, desde la filosofía política, un lugar de representación y expresión
colectiva de la sociedad, el espacio material e ideológico donde las libertades se ejercen y los derechos
humanos se exigen democráticamente.

3.- El Derecho a la Ciudad en el contexto jurídico internacional.

A nivel internacional, la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes (2004); la Carta


Mundial del Derecho a la Ciudad (2004); y la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad
(2010), así como la Constitución de la Ciudad de México (2017) en su artículo 12 y el Código Urbano
del Estado de Querétaro, son instrumentos de referencia del concepto del Derecho Humano a la
Ciudad, de tipo social, emergente y justiciable, que si bien no tiene fuerza vinculante, sí recogen los
avances y discusiones de los esfuerzos globales por impulsar el derecho a la ciudad. Bajo este
escenario, concebimos el concepto de derechos humanos emergentes, como a aquellos nuevos
derechos subjetivos, que surgen de la evolución de nuestras sociedades, dando respuesta a nuevas
situaciones que habrían sido inimaginables, y a derechos que, a pesar de estar reconocidos

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formalmente en el sistema internacional, se les da un nuevo impulso ampliando su alcance o
extendiéndolos a colectivos que anteriormente no habían sido contemplados.

La constitución brasileña de 1988 y la colombiana de 1991, fueron las primeras normas


latinoamericanas, que otorgaron la categoría de derechos fundamentales a los derechos urbanos y de
gestión democrática del espacio público. Este desarrollo normativo constitucional ha coincidido también
con la aparición de una interesante jurisprudencia que ha permitido revalorizar la idea del derecho a la
vivienda, como un derecho que ha logrado su reconocimiento y protección ante los tribunales,
primordialmente a través de la conexidad con otros derechos fundamentales (Santana, 2012). En el
caso mexicano, se encuentra pendiente la reforma constitucional que busca positivizar el derecho a la
ciudad.

Así, la acción pública de las ciudades se ha ido encaminando hacia la reivindicación de su papel,
en particular del gobierno y los tribunales, como administraciones protectoras de derechos
fundamentales, en contraposición a la acción de los Estados nacionales. Lamentablemente la mayoría
de los casos latinoamericanos se inscriben en una corriente que camina en sentido contrario, como lo
afirma Rodríguez (2011:69):

“[…] el pensamiento legal latinoamericano continúa siendo profundamente restringido a lo local.


Los textos de enseñanza, la investigación y los trabajos de doctrina y teorías jurídicas son hechos
con objetos de estudios y audiencias nacionales en mente […] De manera que sus cartas de
navegación continúan siendo los familiares mapas de los Estados nacionales. Luego de tres
décadas de globalización económica y legal, el búho de Minerva jurídico parece no tener intención
de alzar su tardío vuelo […]”

Resulta necesario distinguir la idea de derechos humanos en la ciudad, del concepto de derecho
a la ciudad, que puede resultar difícil de definir por su falta de concreción y abstracción.
Urbanísticamente, la ciudad puede ser el espacio o territorio donde se asienta una población, que se
articula respecto de ciertos servicios públicos, que son necesidades básicas que requieren de una
satisfacción objetiva y universal, tales como el suministro de energía eléctrica, agua potable, drenaje,
vialidades, plazas, mercados, cementerios, asistencia sanitaria, servicios educativos y transporte
colectivo, inter alia, que permiten la sobrevivencia y la movilidad social; gobernada por una
administración con matices de proximidad, electa democráticamente, entendiendo a la democracia en
su definición mínima (Bobbio, 2000), como la forma de gobierno caracterizada por un conjunto de reglas
primarias o fundamentales, que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas
y bajo qué procedimientos. En este caso, resulta más útil entender a la ciudad como espacio colectivo,
como lugar adecuado para el desarrollo político, económico, social y cultural de la población; es decir,
la ciudad entendida no sólo como urbs, sino también como civitas y polis según Borja (2010). En este

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sentido, la ciudad a la que se hace referencia cuando se habla de derecho a la ciudad, tiene más que
ver con la acción de las autoridades locales que la rigen, que con el espacio o territorio urbano en sí.
Es por ello que la definición de ciudad glocal, resulta muy útil, ya que la reivindicación del derecho a la
ciudad exige un espacio pero sobretodo exige políticas concretas de promoción, respeto y garantía a
los derechos fundamentales. Cuando se reivindica el derecho a la ciudad, también se reivindica el
espacio público colectivo donde se respetan y ejercen los derechos humanos.

Por lo tanto, el derecho a la ciudad es el concepto jurídico, que enmarca la reivindicación de la


garantía y protección de los derechos humanos en la ciudad, es decir, reivindica el papel de las
autoridades locales como garantes de estos derechos, que están consignados constitucional y
convencionalmente. Este papel encuentra un nuevo contexto para los Estados de la comunidad
internacional, pues se enfoca más en la planificación e implementación de políticas públicas de
prevención, que en la acción sancionadora o reparadora, que es propia de los tribunales
constitucionales. Así, el concepto de derecho a la ciudad es un concepto altamente ideológico, y
engloba una serie de derechos constitucionales y convencionales que solamente podemos ejercer en,
y a través, de la ciudad, cuya falta de reconocimiento radica en la falta de concreción dogmática.

Existen ejercicios significativos, como la Carta Europea de Salvaguarda de los Derechos


Humanos en la Ciudad, que define el derecho a la ciudad como “[…] un espacio colectivo que pertenece
a todos sus habitantes (los cuales), tienen derecho a encontrar las condiciones para su realización
política, social y ecológica, asumiendo deberes de solidaridad […]”

La Carta Mundial sobre el Derecho a la Ciudad, producto del Foro de Autoridades Locales de
Porto Alegre, que conceptualiza el derecho a la ciudad:

“[…] como el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad,
democracia y justicia social; es un derecho colectivo de los habitantes de las ciudades, en
especial de los grupos vulnerables y desfavorecidos, que les confiere legitimidad de acción y de
organización, basado en sus usos y costumbres, con el objetivo de alcanzar el pleno ejercicio del
derecho a un patrón de vida adecuado […]”

Y por último, la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad, que define que:

“[…] el Derecho a la Ciudad es el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de
sustentabilidad, democracia, equidad y justicia social. Es un derecho colectivo de los habitantes
de las ciudades, que les confiere legitimidad de acción y de organización, basado en el respeto a
sus diferencias, expresiones y prácticas culturales, con el objetivo de alcanzar el pleno ejercicio
del derecho a la libre autodeterminación y a un nivel de vida adecuado. El Derecho a la Ciudad
es interdependiente de todos los derechos humanos internacionalmente reconocidos, concebidos
integralmente, e incluye, por tanto, todos los derechos civiles, políticos, económicos, sociales,

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culturales y ambientales reglamentados en los tratados internacionales de derechos humanos
[…]”

Siguiendo esta línea, se puede definir en un primer ejercicio, al derecho a la ciudad, como el
derecho de toda persona a vivir dignamente en un espacio público colectivo, con un gobierno elegido
democráticamente, que tenga como centro de sus políticas públicas el respeto de los derechos
humanos, partiendo del reconocimiento, la protección y la garantía en el ejercicio de derechos como:
a) la vida y la dignidad humana; b) el acceso y aprovechamiento del espacio público; c) la movilidad; d)
la seguridad; e) el acceso a la vivienda; y f) el acceso y utilización de los servicios públicos. La
conceptualización de la ciudad así entendida, se encuentra en una de sus fases iniciales de gestación,
que le permitirá convertirse en un derecho subjetivo público; es un derecho humano emergente en
proceso de reconocimiento a nivel constitucional, bajo los términos del concepto de derecho de Guastini
(1999), que se refiere a una pretensión justificada que contiene dos elementos: a) una pretensión
(claim), y b) una justificación que otorga fundamento a la pretensión. En este aspecto, también señala
Prieto (mencionado en Garzón y cols., 2000:501):

“[…] los derechos fundamentales han sido seguramente víctimas de su propio éxito, heredado a
su vez del extraordinario prestigio acumulado por los derechos naturales. Éstos, en efecto
aparecen como dimensión subjetiva y, al mismo tiempo, como la clave de bóveda de aquella
filosofía política liberal que hizo del individuo el centro ya la justificación de toda organización
política, que rehusó ver en el Estado una finalidad propia, trascendente o transpersonal a los
derechos e intereses de cada uno de sus miembros y, por tanto, que concibió el ejercicio del
poder como un proceso que tenía su punto de partida y su juez supremo en la voluntad de
ciudadanos iguales […] En esta extraordinaria fuerza vinculante reside seguramente la
singularidad de los derechos fundamentales. Ellos encarnan exigencias morales importantes,
pero exigencias que pretenden ser reconocidas como derechos oponibles frente a los poderes
públicos; lo cual, desde la perspectiva positivista encierra un reto importante: los derechos, como
el resto del ordenamiento jurídico son obra del poder político y, sin embargo, consisten
precisamente en limitar ese poder [...].”

4.- Globalización, gentrificación y espacio público.

El peso del componente inmobiliario de las recientes crisis financieras y su impacto en las condiciones
de vida de millones de personas, ha generado un escenario de reclamo, tanto del derecho a la vivienda,
como al más amplio derecho a la ciudad. Lejos de resolver los problemas planteados en materia de
vivienda, espacio público y movilidad, las fórmulas neoliberales los agravaron. Los recortes materiales
de los derechos laborales y de los derechos sociales urbanos han comportado una reconfiguración

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decisiva del espacio público y de las condiciones de acceso al mismo, así como intensos procesos de
especulación y de segregación espacial. Estos procesos han tenido un impacto ambiental y social
considerable, ya que han favorecido la irrupción de nuevas zonas urbanas, a costa del desplazamiento
de las clases populares a zonas degradadas y la precarización de sus condiciones de vida. El
desmantelamiento de las políticas sociales también ha favorecido el aumento de la delincuencia y de
los conflictos urbanos; se han alentado las demandas de una gestión represiva y punitiva de la nueva
inseguridad urbana, como las políticas de “tolerancia cero”, que tienen fundamento en los textos de
Kelling y Coles (1997), y Jakobs (2006).

Abordar un concepto tan amplio como el del derecho a la ciudad resulta complejo; las primeras
teorizaciones sobre el tema surgen ante la crisis de las políticas tradicionales del Estado del bienestar
social, en torno a la vivienda. El derecho a la vivienda, es algo más que el acceso a un bloque de
concreto ubicado en la periferia de la ciudad. Esta concepción se agrava con las crisis económicas, el
descenso de la inversión pública, las políticas de desregularización, la venta del suelo público, el
aumento de la especulación y la segregación espacial, que en menor o mayor grado, han generado
exclusión social, segregación espacial y desigualdades que se identifican con el desmembramiento del
tejido social. Paralelamente, la ciudad como institución, se ha levantado como un actor que se organiza
y articula con otras ciudades con objeto de hacer frente a los retos que plantea la globalización desde
el ámbito local.

Algunas ciudades entienden que se tiene que dar respuestas a los retos de la globalización en
virtud del principio de proximidad con la población, a través de políticas públicas de bienestar y de la
garantía de los derechos fundamentales consignados a nivel constitucional. Es decir, cambiar el
paradigma de la ciudad-negocio, al paradigma de la ciudad-derecho. Es así como surgen en la
comunidad internacional, el concepto de la ciudad glocal asociado al derecho a la ciudad, como
reivindicación de los movimientos urbanos. Estos movimientos tienen en común la reivindicación de la
realización de los derechos humanos en la ciudad, como garantía para poder transformar las
sociedades, en espacios más justos, solidarios, equitativos y respetuosos de las diferencias; en esferas
geográficas y jurídicas más inclusivas, donde el espacio público urbano es un escenario relevante para
el cambio social, sobre todo cuando más de la mitad de la humanidad vive actualmente en una ciudad
o núcleo urbano.

Para el 2025 la ONU (http://www.onuhabitat.org, 2014), estima que dos tercios de la población
mundial, vivirá en suelo urbano, lo cual representa un gran reto según el Foro Europeo de Autoridades
Locales:

“Junto con los movimientos sociales, para enfrentar los retos de la globalización, el desafío de las
autoridades locales es construir un mundo diferente, partiendo del plano local, contribuir a la

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emergencia concreta de propuestas ciudadanas en las políticas públicas, comprometerse a favor
de los derechos fundamentales de los ciudadanos, del servicio público, del derecho a un
desarrollo sostenible y solidario de su espacio territorial.” (Ayuntamiento de Saint-Denis,
2003:115)

La ciudad como derecho se constituye como contrapoder de las contradicciones de la


globalización económica. Los efectos y negaciones propios de la globalización, tienen su reflejo más
claro en las ciudades; las instancias nacionales han resultado ser en la mayoría de los casos, ineficaces
a la hora de proteger ciertos derechos, o de garantizar los servicios públicos, ya que los principios de
proximidad y eficacia que rigen la provisión de los primeros, están directamente relacionados con la
actuación de los gobiernos municipales y de las ciudades, que por naturaleza responden a muchos de
estos retos. Una ciudad glocal puede identificarse por la aplicación de los principios de subsidiariedad
y de proximidad que aportan un valor añadido a la acción de la autoridad local. Se le asigna al
neologismo glocalización, el matiz de híbrido de las palabras globalización y localidad, y se puede
conceptualizar perfectamente a partir de la frase “piensa globalmente y actúa localmente”, acuñada por
el Foro Mundial de Porto Alegre. Así, la ciudad glocal se caracteriza no por su tamaño, ni por su
situación geográfica, ni económica, ni poblacional, sino por las acciones de su gobierno local,
claramente influenciadas por las actividades de su sociedad civil organizada. En este sentido, Guillén
(Institut de Drets Humans de Catalunya, 2011: 18), define una ciudad glocal como:

“[…] aquel municipio, del Norte o del Sur, consciente de los problemas globales que nos afectan,
dirigido por unas autoridades locales que implementan políticas públicas en su territorio
encaminadas a subsanarlos o al menos a no empeorarlos, y que actúan con una clara vocación
internacional, que canaliza tanto como impulsa las demandas de su sociedad civil
organizada[…]”.

El espacio público democrático es un espacio expresivo, significante, polivalente, accesible y


evolutivo. Es un espacio que relaciona a las personas y que ordena la convivencia social, que marca a
la vez el perfil propio de las colonias, barrios y zonas urbanas, así como de la continuidad de las distintas
partes de la ciudad. Este espacio es el que hoy está en crisis, su decadencia pone en cuestión la
posibilidad de ejercer el derecho a la ciudad. Las dinámicas dominantes en las ciudades del mundo
desarrollado tienden a debilitar y privatizar los espacios públicos. La crisis del espacio público es
resultado de las actuales pautas urbanizadoras: excluyentes y privatizadoras que producen espacios
fragmentados, lugares mudos, tierras de nadie, guetos clasistas, barrios amurallados, zonas marcadas
por el miedo o la marginación. El espacio público prácticamente desaparece, los ciudadanos quedan
reducidos a habitantes atomizados y a clientes dependientes de múltiples servicios con tendencia a
privatizarse, como la vivienda, la seguridad, los servicios públicos, los mercados, etcétera. Los espacios
públicos pierden sus cualidades ciudadanas, para convertirse en vialidades de alta velocidad que

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fomentan el uso de automóviles, en áreas turísticas vedadas o de difícil accesibilidad, centros
administrativos vacíos, en calles y colonias cerradas, o en plazas vigiladas en las que se suprimen los
elementos que favorecen el estar, o se crean obstáculos físicos para evitar la concentración de
personas. Las calles comerciales animadas y abiertas se substituyen progresivamente por centros
comerciales en los que se aplica el derecho de admisión, y las zonas que no se transforman siguiendo
estas pautas, devienen en espacios de exclusión olvidados y a veces criminalizados, en otras palabras,
se gentrifican desplazando a los sectores populares, que terminan como empleados de servicio.

Este modelo de urbanización es un producto de la convergencia de intereses públicos y privados


característicos del actual sistema financiero, con legislación favorable a la urbanización y al boom
inmobiliario resultante del proceso especulativo. Los gobiernos locales facilitan estas dinámicas, pues
compensan la insuficiencia de recursos en relación a las demandas mediante la venta de suelo público,
la permisividad urbanística y el cobro de las licencias de construcción. Estas pautas de urbanización
vienen reforzadas por el afán de distinción de las clases altas y medias que buscan marcar su imagen
diferenciada y privilegiada, y a la vez una falsa sensación de protección en los complejos urbanos
cerrados como áreas exclusivas. El desarrollo urbano así concebido, ha aumentado la segregación
social y la distancia o separación física; nunca como ahora las regiones urbanas han expresado en su
realidad visible la desigualdad y la exclusión de los estratos de población de menos recursos. La ciudad
que históricamente había sido un elemento integrador, ahora tiende a la exclusión; recordemos que las
ciudades nacieron y se desarrollaron para ofrecer protección al intercambio de bienes y servicios, para
que unas colectividades de poblaciones diversas por sus orígenes y actividades, pudieran convivir
pacíficamente en un mismo territorio; las murallas que facilitaban la defensa frente a los enemigos
externos, estaban destinadas a hacer realidad el axioma burgués de que “el aire de la ciudad nos hace
libres”.

El espectacular auge de desarrollos habitacionales cerrados para sectores medios y altos en


las periferias metropolitanas, es un fenómeno que cuestiona la existencia misma de la ciudad y de las
sociedades. Los muros no solo expresan la exclusión, también contribuyen a legitimar las políticas
represivas sobre los sectores populares y el control del poder sobre los espacios públicos. Primero, se
califica a una población de extraños a los que conviene separar por su diferencia y por su potencial
peligrosidad; luego, se les reprime, especialmente si se hacen presentes en el espacio público; y
finalmente, se decreta que el espacio público abierto es en sí mismo peligroso, se desarrolla la cultura
del miedo y se vigila a toda la sociedad. Es la criminalización de los colectivos sociales a los que se
quiere negar su existencia, y que desaparezcan de la vista de los ciudadanos homogeneizados, o serán
penalizados. Esta forma de actuar, que es contraria al concepto del derecho a la ciudad, sin duda
violenta los principios de igualdad, dignidad y autonomía de las personas, ya que devalúa a todos
aquellos que carecen de capacidades o que en su diversidad no se ajustan a un parámetro de proyecto

12
de vida, por su condición social, económica, de edad y de preferencia sexual, inter alia. Sin duda, éste
es uno de los ejemplos más significativos que se identifican con una nueva forma de fascismo (Santos,
2011:29), que opera en cinco ámbitos, de los cuales interesa resaltar: a) el apartheid social que crea
zonas salvajes -barrios pobres-, y zonas civilizadas -ciudades fortaleza sitiadas por cinturones de
miseria-; y b) el fascismo paraestatal que tiene que ver con la retirada del Estado, dejando el espacio
libre a particulares que se apropian de bienes públicos y espacios territoriales.

La ciudad es ante todo el espacio público, el espacio público es la ciudad. Es a la vez condición
y expresión de la ciudadanía, de los derechos ciudadanos. Parafraseando a Sandel (2013), podemos
afirmar que la ciudad es el espacio colectivo más idóneo para la nueva educación cívica que requiere
la vida moderna, para impulsar los valores democráticos de libertad e igualdad. La crisis del espacio
público se manifiesta en su ausencia y abandono, en su degradación, en su privatización o en su
tendencia a la exclusión. Sin un espacio público socialmente articulador, la ciudad se disuelve, la
democracia se pervierte, y el proceso histórico que hace avanzar las libertades individuales y colectivas
se interrumpe o retrocede; la reducción de las desigualdades, la supremacía de la solidaridad y la
tolerancia como valores ciudadanos, se ven superados por la segregación y la exclusión. Desde la
visión de Borja (2010), la calidad del espacio público es un test fundamental para evaluar la democracia
ciudadana y el derecho a la ciudad. Es en el espacio público donde se expresan los avances y los
retrocesos de la democracia, tanto en sus dimensiones políticas como sociales y culturales. El espacio
público entendido como espacio de uso colectivo es el marco en el que se tejen las solidaridades y
donde se manifiestan los conflictos, donde emergen las demandas y las aspiraciones, y se contrastan
con las políticas públicas y las iniciativas privadas. El espacio público como la materialización más
acabada del derecho a la ciudad, reivindica y denuncia todo lo que universal y objetivamente requieren
las personas para satisfacer sus necesidades básicas en el espacio físico colectivo de convivencia y
de desarrollo de su plan de vida, pero no sólo de manera estática sino dinámica, que permita además
a las personas desarrollar sus capacidades, en el afán de conseguir una “vida significativa” para sí
mismas en el contexto de Nussbaum (2012).

El espacio público expresa la democracia en su dimensión territorial; es el espacio de uso


colectivo; es el ámbito en el que los ciudadanos pueden, o debieran, sentirse como tales, libres e
iguales. El lugar donde la sociedad se escenifica, se representa a sí misma, y se muestra como una
colectividad que convive, que muestra su diversidad, sus contradicciones y expresa sus demandas y
conflictos. Es donde se construye la memoria colectiva y se manifiestan las identidades múltiples y las
fusiones en proceso. Hay que valorizar, defender y exigir el espacio público como la dimensión esencial
de la ciudad, impedir que se especialice, sea excluyente o separador, reivindicar su calidad formal y
material, promover la accesibilidad y la polivalencia de espacios abiertos o cerrados susceptibles de
usos colectivos diversos, conquistar espacios vacantes para usos efímeros o como espacios de

13
transición entre lo público y lo privado. Un gobierno democrático de la ciudad debe garantizar la
prioridad de la calle como espacio público esencial, pero regulado, sin que sea objeto de apropiación.
También en el espacio público, se reivindican derechos y se desarrolla el enfoque de las capacidades,
no específicamente urbanas en sentido físico o geográfico, sino en sentido jurídico, como los derechos
fundamentales y las capacidades políticas y sociales. La igualdad político-jurídica de todas las personas
inicia en la ciudad donde residen. Todas estas reivindicaciones, estos derechos, están vinculados
directamente al derecho a la ciudad, y si no se obtienen todos a la vez, los que se posean serán
incompletos, limitados y se desnaturalizarán. La ausencia o limitación de algunos de estos derechos
tienen un efecto multiplicador de las desigualdades humanas. Por ello se requiere el reconocimiento
político y jurídico del derecho a la ciudad, como fundamento de su tutela jurisdiccional, para su eficacia
política y social.

5.- Los Derechos Sociales como derecho subjetivo en el Derecho Administrativo.

El concepto de derechos humanos se utiliza para diferenciar a una especie de derechos en


particular, que se distinguen del resto de normas, mandatos y prerrogativas, porque son inherentes
al hombre y están estrechamente ligados con las exigencias que derivan de los principios que
asumimos universales como el respeto a la vida, la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, porque
son a la vez, evidentes y necesarios, para que el ser humano logre alcanzar su pleno desarrollo
personal y colectivo, son inalienables e imprescriptibles porque los poseen los seres humanos por el
solo hecho de nacer, y aunque generalmente suelen estar implícitos en los derechos constitucionales,
no siempre coinciden, como el derecho a la ciudad. Estos derechos son generales, universales,
imprescriptibles, inalienables, permanentes, progresivos, incondicionales, absolutos, internacionales
y de amplia protección no sólo por las instancias nacionales, sino por organismos internacionales.
Ewald (citado por Abramovich y Courtis, 2014), caracteriza a los derechos sociales por: a) ser un
derecho de grupos y no de individuos, puesto que el individuo sólo goza del derecho si pertenece
dentro del grupo; b) ser un derecho de desigualdades, que pretende constituirse en instrumento de
equiparación, igualación o compensación; y c) hallarse ligado a una sociología, orientada a señalar
cuáles son las relaciones sociales pertinentes, que ligan a los distintos grupos sociales e identifican
sus necesidades o aspiraciones, en franca oposición a la filosofía del derecho clásico de la propiedad
privada.

Para Álvarez (1998:21) los derechos humanos se pueden definir como:

“[…] Aquellas exigencias éticas de importancia fundamental que se adscriben a toda persona
humana, sin excepción, por razón de esa sola condición. Exigencias sustentadas en valores

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o principios que se han traducido históricamente en normas de Derecho nacional e
internacional en cuanto parámetros de justicia y legitimidad política […]”.

Por su parte López (en Squella y López, 2013:97) señala que:

“[…] Los derechos humanos son exigencias éticas que deben cumplirse por respeto a la
libertad y a la dignidad de los seres humanos. Pero hay cosas que no sólo deben hacerse,
sino que también tienen que hacerse porque se refieren a exigencias muy radicales. Los
derechos humanos son exigencias morales radicales, concretamente aquéllas que se refieren
a la virtud moral de la justicia. Son exigencias éticas de justica, en el sentido de que el sujeto
pretende disponer de lo propio, lo necesario, lo que a cada uno corresponde, lo justo, para
existir y ser tratados como seres libres […]”.

Dentro de la génesis y evolución de los derechos humanos, se encuentran los llamados


derechos económicos, sociales y culturales, también llamados doctrinariamente como derechos de
tercera generación, o bien, obligaciones positivas del Estado, que tienen su origen en la incorporación
de derechos sociales en las constituciones modernas. Este catálogo de derechos sociales logró
posicionarse internacionalmente, con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales; y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, que junto con la
Declaración Universal de Derechos Humanos integran la Carta Internacional de Derechos Humanos.
En Latinoamérica el Protocolo de San Salvador (1998), logró una ampliación de estos derechos para
la región de América Latina y el Caribe, al agregar al catálogo, los derechos a un ambiente sano y
de protección a la niñez, ancianos y personas con capacidades diferentes. Como indica Bobbio
(citado por Squella y López, 2013:70):

“[…] el elenco de los derechos humanos se ha modificado y va modificándose con el cambio


de las condiciones históricas, esto es, de las necesidades de los intereses, de las clases en
el poder, de los medios disponible para su realización, de las transformaciones técnicas […]
los derechos humanos son derechos históricos, es decir, nacen gradualmente, no todos de
una vez y para siempre, en determinadas circunstancias, caracterizadas por luchas por la
defensa de nuevas libertades contra viejos poderes […]”.

Ahora bien, los derechos sociales dentro de los que proponemos se clasifique el derecho a la
ciudad, requieren de ciertos modelos de organización estatal, de una serie de precondiciones de
carácter psicológico y de una base axiológica que permita reconocer el deber moral de hacernos
cargo de las necesidades de los demás, lo cual no se encontraba hasta hace algunos años
desarrollado en los textos constitucionales nacionales y que ha requerido del derecho internacional
para su realización (Carbonell y Ferrer, 2014). Pero adicionalmente, estos derechos sociales
demandan también, la existencia de los presupuestos necesarios para dotar de eficacia y

15
materialización a dichos derechos humanos y a las normas constitucionales que los contienen, de tal
manera que para su ejercicio y justiciabilidad directa, se hace indispensable la existencia del Estado
social democrático, como promotor de los derechos de carácter social, a través de principios como
la libertad, el respeto a la vida, la dignidad, la igualdad y el mínimo vital.

Los derechos sociales son derechos fundamentales, es decir, derechos subjetivos con un alto
grado de importancia. Pero lo que distingue a los derechos sociales de otros derechos fundamentales
es que son “derechos de prestación en su sentido estrecho”, es decir, derechos generales positivos a
acciones fácticas del Estado constitucional, situación que en ningún sentido le resta la connotación de
fundamental. El carácter general de los derechos sociales se refleja en cuatro planos para ser
reconocido: a) el titular del derecho (todas las personas son titulares del derecho); b) el objeto, los
derechos sociales fundamentales son constitucionales (es decir, no simples derechos legales); c) a una
situación fáctica que puede ser alcanzada mediante la creación de derechos especiales; d) en la
fundamentación filosófica, los derechos sociales son derechos humanos cuyo carácter se ha fortalecido
mediante su positivización.

En este sentido los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA) han
ganado terreno en el derecho internacional como derechos humanos, principalmente a través del
principio de progresividad, Abramovich y Courtis (2014:47), han señalado que “[…] la obligación de
progresividad constituye un parámetro para enjuiciar las medidas adoptadas por los poderes
legislativo y ejecutivo en relación con los derechos sociales, es decir, se trata de una forma de
carácter sustantivo a través de la cual los tribunales pueden llegar a determinar la constitucionalidad
[…]”, y ahora también la convencionalidad de ciertas medidas o acciones de carácter positivo de los
Estados frente a los sujetos acreedores de estos derechos. Actualmente los DESCA están
empezando a ser entendidos como derechos plenamente exigibles, para ello, se requiere de una
sólida teoría jurídica y la implementación de nuevos mecanismos procesales que permitan su
exigibilidad no sólo administrativamente sino jurisdiccionalmente.

Alexy (2000:482) señala que “[…] Los derechos a prestaciones en sentido estricto son
derechos del individuo frente al Estado a algo que –si el individuo poseyera medios financieros
suficientes y se encontrase en el mercado una oferta suficiente- podría obtenerlo también de
particulares. Cuando se habla de derechos sociales fundamentales […] se hace primariamente
referencia a derechos a prestaciones en sentido estricto […]”. Las prestaciones referidas por Alexy,
son acciones concretas y materiales, medibles económicamente o mediante bienes y servicios para
satisfacer las necesidades primarias de los seres humanos, y que están ligadas a bienes que se
consideran colectivos pero individualizables como la salud, la vivienda o el agua potable; es decir,
los DESCA que se contienen tradicionalmente en normas programáticas dentro de los cuerpos
normativos constitucionales, son mandatos de optimización (Carbonell y Ferrer, 2014:33), puesto que

16
postulan la necesidad de alcanzar ciertos fines, pero dejan de alguna manera abiertas las vías para
lograrlos. Según Alexy (2000:86) los mandatos de optimización “[…] están caracterizados por el
hecho de que pueden ser cumplidos en diferente grado y que la medida debida de su cumplimiento
no sólo depende de las posibilidades reales sino también de las jurídicas […]”.

Ahora bien, el verdadero conflicto de los DESCA reside en su baja posibilidad material de
exigirse individualmente al Estado, y de lograr que sean ejecutables directamente a través de la
actividad jurisdiccional nacional, sobre todo cuando su exigencia conlleva la solicitud de actuación
del Estado para preservar, proteger o fortalecer derechos humanos primarios como la vida, la
dignidad o la seguridad. Ahí es cuando los derechos sociales se tornan en fundamentales, cuando su
desconocimiento pone en peligro o vulnera derechos fundamentales, configurándose una unidad que
reclama protección íntegra, pues las circunstancias fácticas impiden que se separen ámbitos de
protección por no contar con el rango de derecho fundamental dentro del texto constitucional. En este
contexto, los DESCA han ganado un lugar como derechos exigibles principalmente a través de la
actividad de los organismos y tribunales internacionales de derechos humanos, y están dando la
batalla en los tribunales constitucionales nacionales para ser reconocidos como exigibles y
ejecutables, pues todavía hoy en día, hay inexistencia dentro de varios ordenamientos jurídicos
nacionales, de las vías procesales idóneas para hacerlos exigibles así como de los medios de
defensa en contra de las violaciones de los DESCA. Sin embargo, que estas instituciones procesales
no existan o sean deficientes, no significa que los DESCA no existan o no puedan ser exigibles, pues
existen las vías de protección internacional de los derechos humanos; así la Corte Interamericana de
Derechos Humanos (1994) ha señalado de manera esclarecedora que:

“[…] La labor interpretativa que debe cumplir la Corte en ejercicio de su competencia


consultiva busca no sólo desentrañar el sentido, propósito y razón de las normas
internacionales sobre derechos humanos, sino, sobre todo, asesorar y ayudar a los Estados
miembros y a los órganos de la OEA para que cumplan de manera cabal y efectiva sus
obligaciones internacionales en la materia […]”citado por Abramovich y Courtis (2014).

Bajo este aspecto las garantías jurisdiccionales de un derecho social pueden ser aún más
efectivas que las de un derecho de libertad, pues las violaciones al primero pueden ser reparadas con
su ejecución aunque sea tardía. La gran cantidad de obstáculos que hoy enfrenta el ejercicio de los
derechos sociales, como la indeterminación de la prestación debida; la resistencia del poder judicial
para resolver cuestiones de apariencia política; la ausencia de mecanismos y garantías procesales, y
la insuficiencia presupuestal, han llevado a que los DESCA sean considerados tradicionalmente como
meras normas programáticas o políticas, cuando en verdad son derechos humanos que pueden
ejercerse de manera individual o colectiva, según su nivel de exigencia. Por ello es que en la opinión
de Abramovich y Courtis (2014) y, de Carbonell y Ferrer (2014), los derechos sociales pueden

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hacerse exigibles a través de estrategias que permiten la superación de los obstáculos mencionados,
para que cada vez más, los tribunales nacionales impongan el cumplimiento del derecho no
satisfecho o la reparación del derecho violado con pronunciamientos innovadores y originales, o bien
a través de estrategias de tutela indirectas, pues no siempre la jurisdicción tiene los alcances como
instrumento adecuado, para la plena garantía de los derechos sociales, (Ferrajoli en Abramovich y
Courtis (2014).

Ejemplos de estas estrategias de tutela indirecta son la implementación de medidas


legislativas que crean las instituciones y las reglas para la materialización de los DESCA, y las
suministran de recursos presupuestales en los montos máximos posibles, en atención al principio del
mínimo vital; la participación social en la construcción de las políticas públicas para promover el
ejercicio de los DESCA; la implementación de sistemas de contraloría social y recursos legales para
defenderlos constitucionalmente. Todo ello fundado en el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, que en su artículo 2 obliga a los Estados Partes a adoptar
medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales,
especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr
progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas
legislativas, la plena efectividad de los derechos reconocidos. Para Abramovich y Courtis (2014, 79-
80) “[…] significa que el Estado tiene marcado un claro rumbo y debe comenzar a ‘dar pasos’, que
sus pasos deben apuntar hacia la meta establecida y debe marchar hacia esa meta tan rápido como
le sea posible. En todo caso le corresponderá justificar por qué no ha marchado, por qué ha ido hacia
otro lado o retrocedido, o por qué no ha marchado más rápido […]”

6.- La Ciudad en el Estado Constitucional y Democrático de Derecho.

El derecho a la ciudad es actualmente un paradigma que permite evaluar el grado de democracia


participativa de los movimientos sociales urbanos que requieren el espacio público para expresarse, y
la calidad de éste condiciona la existencia y la potencialidad de los derechos humanos como
satisfactores de las demandas o necesidades de las personas. Así surgieron la mayoría de los derechos
políticos y civiles, partiendo del Speakers Corner en el Hyde Park de Londres; por ello Mitchell (2003)
nos provoca volver la vista y el interés, a este preciado espacio de libertad e igualdad.

El derecho a la ciudad es un derecho humano social emergente; esta categorización viene


utilizándose desde hace varios años para referirse, habitualmente, a aquellas aspiraciones que todavía
no están codificadas como derechos fundamentales. Son reivindicaciones legítimas en virtud de
necesidades básicas que requieren de un cauce diferenciador al de otros derechos humanos ya
reconocidos o positivados, porque están basados en el dinamismo de la sociedad y en la movilidad del

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derecho internacional, vinculados a la adaptabilidad de los principios de dignidad, autonomía e igualdad
humanas, que refiere Vázquez (2010). De lo anteriormente señalado se puede identificar al menos tres
características de los derechos humanos emergentes: a) son derechos nuevos; b) son una extensión
de contenidos de derechos humanos ya reconocidos; y c) son derechos extendidos a colectivos que
históricamente no los han disfrutado.

En este contexto la hipótesis se confirma, al concluir que el derecho a la ciudad se muestra en


principio como un derecho humano, en su carácter de valor axiológico o paradigma que permite ubicar
la condición humana en un valor moral superior. En un segundo momento, el derecho a la ciudad se
podrá mostrar como derecho fundamental, en su concreción como un derecho subjetivo público, en el
paso del valor moral a la norma jurídica, de la mera obligatoriedad moral a la exigibilidad jurídica, que
adquiere relevancia tal y como lo asegura Álvarez (1998).

El derecho a la ciudad implica la necesidad que el principio del desarrollo urbano de la vida debe
permitir la inclusión, sin discriminación y excepción, de todos aquellos que habitan en la ciudad. Sin
embargo, no basta una noción jurídica como el derecho a la ciudad para dar respuesta a esta necesidad
y a los retos que la ciudad contemporánea implica. Sobre la base de los planteamientos del derecho a
la ciudad es necesario reforzar el papel que deben jugar las ciudades en la garantía a todos sus
habitantes del goce colectivo de la riqueza, la cultura, los bienes y el conocimiento (Correa, 2010).

Es así como el principio de la dignidad humana, como pilar fundamental del texto constitucional
y principio orientador del catálogo internacional de los derechos humanos, ha sido una base esencial
en materia de garantía y protección efectiva de los DESCA, que permite definir a un Estado como
constitucional, democrático y social, en la medida que este modelo de Estado exige como elemento
primordial para su eficacia y efectividad, la afiliación de estos derechos. Resulta contrario a un Estado
constitucional democrático, la clasificación del derecho a disfrutar de la ciudad, como un derecho
meramente prestacional, sujeto a las partidas presupuestales y a las difíciles decisiones financieras del
Estado para afrontar su realización, o bien que se deje a los particulares la decisión de planeación
especulativa de la ciudad y la privatización de los espacios públicos.

El derecho a la ciudad y su materialización en el espacio público, permiten construir un orden


político aceptable, que procure a todos sus ciudadanos un nivel de umbral aceptable, de las diez
capacidades centrales que identifica Nussbaum (2012), y que sin duda están estrechamente ligadas al
concepto de la ciudad como un derecho humano: la vida; la salud física; la integridad física; los sentidos,
imaginación y pensamientos; las emociones; la razón práctica; la afiliación; la relación con otras
especies; el juego; y el control sobre el propio entorno en sus dos vertientes: la política y la material. El
derecho a la ciudad es hoy, el concepto integrador de los derechos humanos y la base de exigencia de
estos derechos en un marco constitucional y democrático, que requiere del reconocimiento, descripción

19
y profundidad en el sistema jurídico nacional, prima facie, a través de la conexidad con otros derechos
fundamentales como: la vida, la dignidad humana, la igualdad, la autodeterminación y el acceso a la
vivienda, pero con la solidez de un derecho fundamental que pronto puede configurar su propia
autonomía jurisdiccional. Ello, en virtud de que el derecho a la ciudad se configura como la justificación
que otorga fundamento a la pretensión humana de la ciudad como espacio público, y del espacio
público como elemento material y simbólico donde el resto de los derechos humanos en conexidad, se
pueden ejercer para reducir la desigualdad social y elevar la calidad de vida, desde un paradigma
comunitarista.

El Estado constitucional debe dedicarse a la tarea de emprender proyectos y políticas públicas


útiles capaces de satisfacer las necesidades del individuo y su familia; un Estado democrático que no
debe limitar la protección constitucional de los derechos fundamentales, obligado a garantizar todos los
derechos, incluidos los derechos sociales sin ninguna restricción como el derecho a la ciudad y la
apropiación del espacio público, que simboliza el ágora moderna para el ejercicio de los derechos
humanos de cualquier naturaleza. Pero tener un derecho exigible y justiciable en los instrumentos
internacionales y en la legislación nacional resulta apenas una de las estrategias deseables. Es
necesario que el derecho a la ciudad permee las políticas públicas, los instrumentos de planeación
urbana y las prácticas institucionales de la participación social.

En el Estado constitucional, la Constitución emerge como norma suprema del ordenamiento


jurídico, dejando de ser símbolo para convertirse en norma de aplicación directa, que motiva la
aplicación directa de los derechos independientes de la ley en un pluralismo social y democrático
(Nieto,2003). Para Zagrebelsky (1997:40) lo que caracteriza al Estado constitucional es ante todo la
separación entre los distintos aspectos o componentes del derecho que en el Estado del siglo XIX
estaban unificados o reducidos en la ley. De manera complementaria, Guastinni (citado por Carbonell,
2007) entiende por Constitución: a) ordenamiento político de tipo liberal; b) conjunto de normas jurídicas
fundamentales; c) código de materia constitucional, y d) texto normativo de un régimen político
particular.

Que el derecho a la ciudad esté integrado por una serie de derechos correlativos, significa que
cada uno de estos, también son autónomos, que están positivados en instrumentos internacionales y
constitucionales, y que pueden ser reclamados y exigidos en forma individual o colectiva por los
mecanismos judiciales diseñados para tal efecto. No obstante su autonomía, todos están en relación
de interdependencia con el derecho a la ciudad, es decir, entendidos cada uno de ellos desde su faceta
colectiva, como prestación debida a los habitantes de la ciudad, integran el contingente del derecho a
la ciudad. En este contexto, el derecho a la ciudad implica la acción colectiva que el Estado
constitucional democrático impulse para procurar una ocupación socialmente equitativa,
económicamente sustentable y políticamente igualitaria del territorio urbano.

20
De esa forma, en el ejercicio de ese derecho, los ciudadanos tendrán razones para
comprometerse con el cuidado de los bienes públicos y el patrimonio urbano colectivo que permiten
habitar la ciudad y hacer de ésta un lugar habitable. El ejercicio del derecho supone, al mismo tiempo,
que los ciudadanos puedan exigir a la autoridad que rinda cuentas acerca de las acciones implicadas
en una habitabilidad justa y equitativa entre los diversos sectores de la población. No puede dejarse de
lado que, establecer el derecho a la ciudad, favorece las condiciones de habitabilidad pacífica, de
apropiación y uso responsable de los bienes públicos, de respeto a la legalidad para no afectar a
terceros dentro del ámbito urbano, así como de participación ciudadana para la avenencia de conflictos,
la articulación e integración de las demandas en la planeación del desarrollo urbano y la gobernabilidad.

7.- Derecho Administrativo Urbanístico.

A nivel constitucional el momento clave para el derecho urbanístico se identifica con la reforma
publicada el 6 de febrero de 1976 en el Diario Oficial de la Federación, que modificó los artículos 27,
73 y 115 para introducir expresamente en el texto de la constitución la denominación de “asentamientos
humanos” en relación con la ordenación de los centros de población, la utilización del suelo y la
ordenación de los asentamientos humanos como una actividad esencial del Estado mexicano. Desde
entonces se han iniciado una serie de adecuaciones al marco legal, comenzando por reconocer en la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, la existencia de los procesos de urbanización
y de conurbación (metropolitanos), la necesaria la actuación de las instituciones públicas en el proceso
de planeación, y regulación de la fundación, conservación, mejoramiento y crecimiento de los centros
de población, que se pueden apreciar en los artículos 1°, 4°, 25, 26, 27, 73, 115 y 122 de la propia
constitución.

Sin embargo, hoy se hace necesaria la interpretación garantista del artículo 4° de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, desde la óptica del Derecho Administrativo, para consolidar
el concepto y alcances del derecho a la ciudad y complementarlo con los derechos a la alimentación,
a la salud, al medio ambiente sano, al acceso al agua potable, a la vivienda digna y decorosa, al acceso
a la cultura y al disfrute de los bienes culturales, a la cultura física y a la práctica del deporte. El derecho
a la ciudad, entendido en dos sentidos: por un lado, como la oportunidad de habitar en centros urbanos
cuyo desarrollo ha sido debidamente planeado y, por tanto, de acceder a los bienes públicos colectivos
y disfrutar de sus beneficios y, a la vez por otro lado, como la responsabilidad compartida por todos los
habitantes de contribuir, de manera equitativa y permanente, a la respectiva producción, mantenimiento
y preservación de tales bienes y beneficios, incluido el medio ambiente, la infraestructura, el
equipamiento y los servicios urbanos prestados. Se trata de un derecho social estrechamente vinculado

21
a los derechos económicos y políticos y que, por tanto, forman parte de los derechos humanos
fundamentales de toda persona.

Ahora bien, que el derecho a la ciudad esté integrado por una serie de derechos correlativos,
significa que cada uno de estos derechos, también son autónomos, que están positivizados en
instrumentos internacionales y domésticos, y que pueden ser reclamados y exigidos en forma
individual, social o colectiva por los mecanismos judiciales o administrativos previstos para tal efecto.
No obstante, todo está en relación de interdependencia con el derecho a la ciudad, es decir, entendidos
cada uno de ellos desde su faceta colectiva, como prestación debida a los habitantes de la ciudad,
integran el contingente del derecho a la ciudad, que además requiere de otros más como el derecho a
la movilidad y, el de acceso y disfrute del espacio público.

En este contexto, el derecho a la ciudad implica la acción colectiva que el Estado impulse para
procurar una ocupación socialmente equitativa, económicamente sustentable y políticamente igualitaria
del territorio urbano y metropolitano. De esa forma, en el ejercicio de ese derecho, los ciudadanos
tendrán razones para comprometerse con el cuidado de los bienes públicos y el patrimonio urbano
colectivo que permiten habitar la ciudad y hacer de ésta un lugar habitable. El ejercicio del derecho
supone, al mismo tiempo, que los ciudadanos puedan exigir a la autoridad, encargada de su
administración, que rinda cuentas acerca de las acciones implicadas en una habitabilidad justa y
equitativa entre los diversos sectores sociales de la población. No puede dejarse de lado,
adicionalmente, que establecer el derecho a la ciudad, en esos términos, favorece las condiciones de
habitabilidad pacífica, de apropiación y uso responsable de los bienes públicos colectivos, de respeto
a la legalidad para no afectar a terceros al ejercer los derechos subjetivos administrativos dentro del
ámbito espacial de las ciudades, así como de participación ciudadana para la avenencia de conflictos,
la debida articulación de las demandas y la integración de ellas en la planeación del desarrollo urbano
que a todos concierne y afecta.

Luego entonces, el derecho a la ciudad es un objeto compartido por el gobierno y la sociedad, es


una realidad del Estado moderno, que ya tiene un tiempo considerable en la agenda pública. La
gobernabilidad, resulta complicada en las ciudades modernas, porque el mercado inmobiliario, ha
asumido en algunos casos, el carácter de ordenador de la estructura social, desplazando al Estado, y
perdiendo éste su fuerza política como instancia de planeación, coordinación y regulación. En el
desarrollo urbano, la gobernabilidad tiene como reto conciliar la escasez de los suelos urbanizables,
con las crecientes necesidades de vivienda, infraestructura y servicios públicos de la población, en
constante crecimiento demográfico. Esto lo advertía Jesús Reyes Heroles, al señalar tajantemente que
la urbanidad en las relaciones sociales, es requisito para la convivencia pacífica, por ello el nuevo
paradigma desde el derecho a la ciudad, debe ser que todo barrio, colonia, fraccionamiento y

22
asentamiento humano, cuente con las superficies necesarias para la ordenación de la vida individual y
en comunidad.

La Ley General de Asentamientos Humanos; Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano en su


artículo 4 fracción I, y en Querétaro el Código Urbano local, ya positivizan el Derecho a la Ciudad, como
parte de la normatividad administrativa del sistema jurídico nacional y local.

Entonces, el derecho a la ciudad es un objeto compartido por el gobierno y la sociedad, es una


realidad del Estado constitucional, que ya tiene un tiempo considerable en la agenda pública. La
gobernabilidad, resulta complicada en las ciudades modernas, porque el mercado inmobiliario, ha
asumido en algunos casos, el carácter de ordenador de la estructura social, desplazando al Estado y
perdiendo su fuerza política como instancia de planeación, coordinación y regulación. En el desarrollo
urbano, la gobernabilidad tiene como reto conciliar la escasez de los suelos urbanizables, con las
crecientes necesidades de vivienda, infraestructura y servicios públicos en constante crecimiento.

Así, el derecho a la ciudad implica ampliar el enfoque tradicional orientado solamente a mejorar
la calidad de vida desde la vivienda y el barrio, para trascenderlo a una escala más amplia: la del
ejercicio de todos los derechos humanos en la ciudad; al acceso en condiciones de libertad e igualdad
a la ciudad, e intervenir en los procesos participativos para la gobernabilidad, planeación y gestión
democrática de la ciudad, y esto es un gran reto para el Derecho Administrativo mexicano.

8.- Referencias Bibliográficas.

Ayuntamiento de Saint-Denis. (2003). Actas del Foro Europeo de Autoridades Locales.


Álvarez, M. (1998). Acerca del concepto derechos humanos. México: Mc Graw Hill.
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Económica-UNAM.

23
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