Babel y La Biblioteca, Máscaras Del Mito en La Lingüistica

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BABEL Y LA BIBLIOTECA, MÁSCARAS DEL MITO EN LA LINGÜÍSTICA

Xavier Laborda
(Universidad de Barcelona)

xlaborda@ub.edu

Resumen

Los manuales de historia de la lingüística tratan del mito bíblico de Babel y


del nacimiento de la gramática en Alejandría de manos de Dionisio de
Tracia. Estos pasajes de la historia, que corresponden a épocas diferentes,
remiten a dos problemas fundamentales de la lingüística: por una parte, el
origen del lenguaje y la diversidad lingüística; por la otra, la invención de la
gramática como instrumento para la edición de textos y para el
conocimiento formal de la lengua. Pese a las diferencias, Babel y la
biblioteca de Alejandría tienen en común una naturaleza mítica. Sus relatos
contienen elementos de la ficción y de la realidad que suelen pasar
desapercibidos. El artículo señala estos elementos y establece ciertas
afinidades entre Babel y la biblioteca, de suerte que articulados componen
un ciclo narrativo.

Palabras clave: Babel, Biblioteca de Alejandría, mito, relato, gramática,


institución, Dionisio de Tracia.

Abstract.- Babel and the Library, the myth masks in Linguistics.

History textbooks of linguistics explain the biblical myth of Babel and the
birth of grammar in Alexandria at the hands of Dionysius Thrax. These
passages of history, which correspond to different times, refer to two
fundamental problems of linguistics: first, the origin of language and
linguistic diversity and on the other, the invention of grammar as a tool for
text editing and formal knowledge of the language. Despite the differences,
Babel and the library of Alexandria share a mythical nature. These stories
contain elements of fiction and reality that often go unnoticed. The article
points out these elements and establishes affinities between Babel and the
library, so that it should be considered as a narrative cycle.
Keywords: Babel, Library of Alexandria, myth, story, grammar, institution,
Dionysius Thrax.

Ficción y realidad de dos símbolos universales

El mito es una fuente sutil y controvertida de la historiografía.1 El mito de la


torre de Babel ejemplifica este principio. Sostiene la tradición bíblica que
hubo un tiempo en que “todo el mundo hablaba el mismo idioma”. Sucedió
que los habitantes de la que sería Babel se persuadieron del beneficio que
traería construir una ciudad floreciente y, en su recinto, una torre que
llegara hasta el cielo. “De este modo nos haremos famosos y no tendremos
que dispersarnos por toda la tierra”, se dijeron sus gentes. El libro del
Génesis relata la contrariedad del Señor, cuya voz se escucha en este
pensamiento: “Es mejor que bajemos a confundir su idioma, para que no se
entiendan entre sí”. De ahí que se confundiera el idioma de los habitantes
de la tierra y se dispersaran por todo el mundo. El relato concluye con una
evaluación etimológica: “Por eso la ciudad se llamó Babel”, esto es,
confusión, la confusión de las lenguas.2

Somos mitómanos y los relatos mágicos, que revelan unos orígenes


inmemorables, son una fuente poderosa de la imaginación y del
conocimiento. Pero llega un momento en que el pasado pide un orden y, por
consiguiente, la atención al efecto de dos emblemas fascinantes: la torre de
Babel y la biblioteca de Alejandría. Estos mitos no solo aprovisionan dos
pasajes primordiales sino que acompañan el curso de la historia de la
lingüística, de modo que su simbolismo sigue muy presente hoy. Es
significativo que las ilustraciones de la torre de Babel sean el motivo que
aparece en tantas portadas de sus manuales y monografías. La biblioteca
de Alejandría tendría una consideración similar –ser imagen de cubierta– si
se dispusiera de pinturas tan imaginativas y espectaculares como las que

1
Este estudio se ha desarrollado dentro del proyecto FFI2012–35502, “Globalización y
plurilingüismo social…", financiado por MEC (0FIL).
2
En el Antiguo Testamento se hace referencia a Babel en diversos pasajes. En Génesis 11 se
narra el castigo de la torre. En Génesis 28 aparece el sueño de Jacob con la escalera que,
como un zigurat, asciende al cielo. En Isaías 45-47 el profeta celebra la liberación de los
hebreos por Ciro y clama contra los falsos ídolos en la tierra de arcilla y de alfareros. En
Jeremías 51 el profeta clama contra la “montaña destructora” de Babilonia. Finalmente, el
Apocalipsis 18 anuncia la ruina completa de Babilonia.
proveyó el Renacimiento, con la torre inacabada de Brueghel el Viejo (1563)
o la arruinada de Antonisz (1547).

Torre y biblioteca, he ahí dos símbolos que representan con un éxito


avasallador estadios de la civilización. La torre resume la peripecia de una
proeza humana y el colapso de su empresa, que desemboca en la confusión
de las lenguas, entre otros efectos calamitosos. Babel es al mismo tiempo el
proyecto de una sociedad adámica y la ruina de una descendencia a la que
se ha expulsado del paraíso. Esta parábola del bien y del mal, del antes y
del ahora, es una invención bíblica que toma materiales de la historia real
de Mesopotamia. La torre de Babel, considerada como construcción
portentosa, existió y escandalizó a los redactores del Génesis. Fue el zigurat
de Babilonia, que llevaba por nombre Etemenanki, “casa del cielo y la
tierra”. El provecho teológico que extrajeron de su experiencia los hebreos,
durante el cautiverio en Babilonia, es una lección legendaria de acierto
narrativo.

A su vez, la biblioteca de Alejandría opera como antítesis de Babel. Parte de


unos componentes históricos, con su fundación en el siglo III a.C. por la
dinastía lágida o de los Ptolomeo. Se envuelve de una leyenda de
pervivencia y de incendios fatídicos, que resulta tan imaginativa, fantasiosa,
como la confusión de Babel. Bajo la sombra del faro de Alejandría se suele
concebir un grande y floreciente centro de documentación, sede en la que
se dice que Dionisio de Tracia compuso la primera gramática de Occidente.
No obstante, ninguno de estos detalles se corresponde con la realidad.
Posiblemente tampoco lo sea el incendio de la biblioteca por las tropas de
Cesar en el siglo I a.C. y ni mucho menos por los musulmanes del siglo VI.
Lo llamativo de estos símbolos –la torre y la biblioteca– y sus relatos es la
mezcla de ficción y realidad con que se fragua el imaginario histórico.

Babel, mito y lingüística

La lingüística se ha nutrido de la larga tradición iconográfica sobre el


gigantismo arquitectónico, que arranca de la Edad Media y pervive en el
arte contemporáneo, en obras plásticas como las de Du Zhenjun (2012).
Esta función ornamental es tan simbólica como congruente con el contenido
de su historia. La historia de la lingüística arranca con los mitos religiosos y
se extiende con el debate multifacético sobre la lengua original y la
naturaleza del signo lingüístico. La mejor síntesis del recorrido se halla en el
ensayo de Umberto Eco sobre la búsqueda de la lengua perfecta.

La utopía y la distopía, como caras inseparables de un juicio panorámico, se


reúnen en el relato de Babel. La parábola resume los méritos de la audacia
humana junto con los efectos de la catástrofe por su arrogancia e
imprevisión. El deseo de ascender hasta las esferas celestes conlleva una
pericia arquitectónica y una ambición desmesuradas. Figura en el Génesis el
detalle de esa pericia. Los babilonios fueron constructores hábiles, que
usaron ladrillos cocidos al fuego en lugar de piedras, y asfalto natural en
lugar de mezcla. También indica la intención de su soberbia; los
mesopotámicos proyectaron una torre que llegase hasta el cielo para
hacerse famosos y no tener que dispersarse por toda la tierra. El resultado
doloso es un fracaso social y lingüístico, según enseña la parábola. La
pérdida de la lengua única conlleva la diversidad de lenguas, lo que se ha
interpretado usualmente como el ingreso a un mundo de conocimientos
precarios y comunicaciones frustrantes (Harris & Taylor 1989:42; Law
2003:104).

La universalidad del mito babélico es un prodigio cultural que no se explica


sólo con “la ingenua narración de la torre de Babel”, como la califica V.
Thomsen (1992:13), sino por los precedentes que la inspiran. El relato
babélico es una fusión de mitos ajenos y propios. Probablemente deriva de
otro sumerio, relativo a la equivocidad de la escritura, pero también integra
el mito hebraico de la diáspora. Por otra parte, la intención narrativa de
Babel se beneficia del mito bíblico de Adán y su imposición de nombres a los
animales. Precisamente la persuasión que ejerce el relato de Babel se debe
a su relación con el mito adámico sobre la creación del lenguaje. Ambos
forman parte de un ciclo narrativo que resulta muy sugestivo. En primer
lugar aparece el mito fundacional, mediante la intervención del creador, que
da nombre a los fenómenos naturales, y de Adán, que designa a los seres
animados. Este mito presenta la aparición de las palabras como un acto
creativo único y original, de lo cual se derivan dos implicaciones. La primera
es que la denominación de las cosas es una acción connatural al hombre. El
ser humano tiene la capacidad de atribuir designaciones y actúa en
consecuencia. La segunda refiere que la creación del lenguaje antecede a la
de la sociedad. Según ello, la lengua no es un instrumento que surja de una
necesidad social sino al revés, en el sentido de que su disposición abre la
puerta a la dimensión social.

Justo es tener estas explicaciones míticas por una creación poética y, por
consiguiente, intraducibles al pensamiento dialéctico o científico. Sin
embargo, los historiadores han querido extraer de ellas algunas
observaciones especulativas sobre la monogénesis del lenguaje y el paso de
la lengua original a la diversidad de una sociedad políglota. De estas
explicaciones míticas resulta relevante anotar su afinidad con la primera
obra filosófica sobre el lenguaje, el Crátilo platónico. Sus respuestas
coinciden de manera sorprendente con el mito bíblico. En un principio
intervienen el Señor y el primer hombre de la Biblia o bien, pasando al
campo de la filosofía, “el legislador en materia de las palabras” de Platón. A
estas entidades de la revelación y la racionalidad corresponde el privilegio
de imponer los nombres originales; sus personajes son seres sobrenaturales
y enigmáticos. Por otra parte, la función de las designaciones no es
instrumental, no tiene una finalidad práctica, sino que realiza una tarea
constitutiva del mundo creado; no podría ser de otro modo, puesto que en
el estadio inaugural, que carece de sociedad, la comunicación no existe.
Finalmente, se manifiesta la independencia de la cosa y su nombre, de
modo que la cosa preexiste al nombre. Cuando aparece, el nombre
substituye el gesto de señalar la cosa; la reunión de los nombres es una
nomenclatura con una función subrogada, substituta. La naturalidad de las
palabras no se halla en la vinculación necesaria entre cosa y vocablo, sino
en la capacidad natural del hombre para crear designaciones. Dicho de otro
modo, la palabra no tiene efecto sobre la cosa porque no es una fórmula
esencial, pero refiere un vínculo entre la cosa y la impresión psicológica que
provoca en el hablante.

La síntesis interpretativa del mito revela la sorprendente afinidad entre


relato y argumentación, entre pensamiento legendario y filosófico, entre
mito y logos. La lectura del Génesis y de Crátilo, obras que se adscriben
respectivamente a esos paradigmas, pone de manifiesto la concordancia de
sus postulados: intervención seminal de un dador de nombres, creación de
una única lengua, estadio asocial y, finalmente, función substitutoria del
lenguaje en lugar del acto de señalar las cosas. El neoplatonismo,
promovido por Proclo en el siglo V, vincula con vigor el diálogo de Crátilo a
una concepción cristiana del lenguaje. La tradición medieval ha apreciado
en el Crátilo la afinidad teológica con el origen divino y la naturalidad de las
palabras, dos rasgos de la lengua adámica. Dice el filósofo, Platón, que “ha
existido un poder más grande que el del hombre, el cual dio a las cosas los
primeros nombres y que, por esto, son necesariamente apropiados”. Esta
conjetura no podría convenir mejor al relato bíblico.3

Sin embargo, ¿cómo llega a ser políglota la sociedad monolingüe? En el


Génesis 11 se ofrece como explicación el mito de Babel. La ironía surge al
leer el capítulo anterior, que enumera los descendientes de Noé. Fueron
Sem, Cam y Jafet, quienes después del diluvio tuvieron sus propios hijos,
“se esparcieron por todas partes y formaron las naciones del mundo”, en las
que se hablaba diferentes lenguas. Resulta llamativo que unas líneas antes
del relato de Babel se aporte una explicación contradictoria sobre la
confusión de las lenguas y la diáspora. Al redactor no le pareció mal anudar
dos razones incompatibles, algo que el lector no suele reprochar porque su
atención está cautivada por la dramática historia de la torre.

Babel, realidad histórica

Como en Crátilo, el Génesis apela a la etimología para relacionar el


topónimo y la condena divina. Utiliza la etimología para argumentar sobre el
sentido del fatídico episodio. Leemos que “en aquel lugar el Señor confundió
el idioma de todos los habitantes de la tierra, y de allí los dispersó por todo
el mundo”. A continuación el texto añade que “por eso la ciudad se llamó
Babel”, una explicación que no aclara nada salvo que se lea en la versión
hebrea. El autor del Génesis fuerza un juego de palabras y relaciona Babel
no ya con la raíz babel o bbl, sino con balel o bll, que en hebreo significa
confundir o mezclar. La etimología es falsa y provoca la situación irónica de

3
Para sorpresa de los contemporáneos, el relato bíblico sobre los primeros padres, Adán y
Eva, coincide en buena parte con los últimos descubrimientos de paleogenética (Esteller
2012). Los estudios de mitocondria prehistórica señalan que los humanos descienden de
siete Evas originales, que habitaron el Este de África.
que el redactor confunda los términos, sea a propósito o por impericia, para
establecer un juicio negativo de la ciudad. El término Babel deriva de
Babilonia, que en acadio recibía el nombre de Babilu. Significa la “Puerta de
los dioses”. Una etimología tan enfática atestigua la grandeza que tuvo la
ciudad.4

Los vestigios de Babilonia se hallan junto a la ribera del Éufrates, a noventa


kilómetros al Sur de Bagdad. La ciudad fue el enclave más desarrollado de
su época, capital imperial, en la pujante cultura urbana de Mesopotamia. El
historiador griego Heródoto visitó Babilonia hacia el 460 a.C. Un poco antes
Jerjes había emprendido su demolición (478 a.C.), que por fortuna quedó
inconclusa. En el libro I de Historias Heródoto caracterizó la capital con la
denominación de la “ciudad de arcilla” y describió sucintamente su zigurat.
Se hallaba en el recinto sagrado, junto al templo y las dependencias
sacerdotales. La base de la torre era cuadrada y, según su estimación, cada
lado medía un estadio (unos 174 metros). Contó nueve torres superpuestas
y “alrededor de todas ellas hay una escalera por la parte exterior”, una
descripción que plasmaron libremente los pintores renacentistas con una
rampa helicoidal. En el templo de la cúspide “se encuentra un gran lecho –
continúa Heródoto su exposición–, ricamente adornado, y a su lado una
gran mesa de oro”. Con el tiempo transcurrido hasta hoy, el expolio ha
destruido el monumento y casi ha borrado todas las huellas. La población
moderna de Hilleh, situada muy cerca, está construida con ladrillos
extraídos de las ruinas de Babilonia. El traslado y la trasformación de la
ciudad se asemejan a la tradición del mito, también dinámica merced a la
trasmisión secular del relato y a sus inagotables interpretaciones.

Tras décadas de búsqueda, a principios del siglo XX el arqueólogo alemán


Robert Koldewey identificó la ubicación del zigurat al que se refiere el relato
de la torre de Babel. En su excavación de 1913 delimitó el perímetro y las
características del edificio. Tenía una base cuadrada de noventa y un
metros. En su flanco meridional se hallaban los accesos a la torre. La
escalera central era una rampa perpendicular, de nueve metros de ancho y

4
Las siguientes obras aportan información arqueológica sobre Babel: A. Parrot, La torre de
Babel (Barcelona, Ediciones Garriga, 1962); J. Vicart, La torre de Babel (México, Fondo de
Cultura Económica, 2000); J. L. Montero, Arqueología, historia y Biblia. De la torre de Babel
al templo de Jerusalén (Ferrol, Sociedad de Cultura Valle-Inclán, 2008).
cincuenta y uno de largo, que daba acceso a las primeras terrazas; dos
escaleras más de ocho metros de ancho, adosadas al mismo flanco,
ascendían desde cada extremo. Vista desde el cielo, la huella de la torre
tenía la forma de una parrilla, un nombre prosaico con el que se conocía en
tiempos recientes la colina de Amran Ibn ‘Ali, el enclavamiento devastado
de la antigua torre.

El zigurat de Babel tuvo en sus orígenes el nombre de E-temen-an-ki, “casa


del fundamento del cielo y de la tierra”. No era un tipo de edificación único,
puesto que se erigía en las principales ciudades mesopotámicas, con
variaciones de planta –cuadrada o rectangular– y de accesos. Los
arqueólogos han estudiado una docena de ellos, el más antiguo de los
cuales es el zigurat de Ur, mandado erigir por el rey sumerio Ur-Nammu en
el siglo XXI a.C. El más reciente es el de Babilonia, que conoció diversas
etapas de construcción, sobre las cuales dejaron escritas referencias los
últimos reyes que intervinieron: Nabopolasar y su hijo, Nabucodonosor II. A
Nabucodonosor II (604-562 aC), que también edificó la monumental puerta
de Istar, se debe la fase de culminación de la torre, con la superposición de
siete pisos. La estimación es que el zigurat alcanzaba los noventa metros de
altura.5

La envergadura de la torre había de ser imponente, especialmente para un


pueblo como el hebreo, que entre el 587 y el 539 a.C. estuvo esclavizado
en Babilonia. Al desarraigo del exilio se habría de añadir el sobrecogimiento
ante un régimen imperial y una cultura que podía aparecer ante sus ojos
tan esplendorosa como pagana. Paradójicamente la fama de la torre de
Babel se debe a su presencia en el Antiguo Testamento. La supuesta
intención de los babilonios de labrarse un nombre en la historia, según
cuenta el relato, no se cumplió tanto por su gesta arquitectónica como con
la leyenda que difundieron sus cautivos. Los hebreos fueron liberados de los

5
Una descripción de las medidas del zigurat de Babilonia se halla en la tablilla de Esagil (229
a.C.), que reproduce a su vez un original más antiguo. La tablilla cuneiforme (Parrot
1962:18) estipula que los pisos de la torre decrecían en superficie; de la base de 90 metros
de lado se pasaba, en el séptimo piso, a 24 metros. Las alturas eran de 33 metros hasta el
primer piso, 18 hasta el segundo y 6 en los siguientes, salvo el último, que medía 15 metros
de alto. En total, 90 metros.
Como complemento de estas estimaciones cabe tomar la referencia de edificaciones que han
perdurado parcialmente. El zigurat mejor conservado es el de Dur Kurigalzu, cerca de
Bagdad, del que perdura un núcleo que se eleva a los 57 metros. Formaba parte de una
ciudad fortificada y su construcción puede remontarse al siglo XV a.C.
caldeos por el emperador persa Ciro II en el año 539 a.C. Como
consecuencia literaria de su exilio, Babilonia fue un tema recurrente en el
Antiguo Testamento, ya que apareció no sólo en el Génesis sino también en
los libros de los profetas y en el Apocalipsis, bajo el dudoso título de
representar un orden urbano e inmoral.

El mito bíblico, que quedaría fijado en las escrituras a la vuelta a Jerusalén,


no es un discurso de resistencia sino de censura contra una cultura tan
poderosa e implacable como la que conocieron los hebreos en Babilonia.
Parece una ingenuidad presentar como un proyecto revolucionario y, a la
vez, fallido, lo que constituía una tradición de quince siglos en la
construcción de torres escalonadas. A la pericia que pudo aportar la dilatada
historia de los zigurats, entre los siglos XXI y V a.C., se ha de añadir la que
los mesopotámicos desarrollaron en la edificación de templos sobre terrazas
desde el cuarto milenio.6 Una explicación histórica del mito de Babel podría
ser la impresión que causó a los hebreos la noticia de una capital
deshabitada. Se trata de la ciudad de nueva planta que Sargón II mandó
edificar, Dur Sharrukin, la actual Khorsabad, en el norte de Irak. Los
trabajos en palacios, templos y muralla se abandonaron a la muerte de
Sargón en batalla, en el 705, y dejaron un escenario colosal y
fantasmagórico que posiblemente inspiró la metáfora sobre el destino
humano.

El zigurat era una torre escalonada, totalmente maciza, con un santuario en


su cima y otro en la base. La excavación del zigurat de Babilonia mostró
que estaba formado por un núcleo de adobes o ladrillos secados al sol y que
le recubría una capa perimetral, de quince metros de espesor, de ladrillos
cocidos. Los materiales estaban aparejados con mortero de asfalto y esteras
de juncos y cuerdas trenzadas. La etimología del término zigurat, que
procede del acadio, es descriptiva pues refiere un “templo en lo alto”. El
zigurat era un enorme podio que destacaba sobre la llanura aluvial de la
región. Cada zigurat tenía un nombre, como “Casa de la montaña que sube
al cielo”, que destacaba su función religiosa. Se practicaba el culto al dios

6
Sobre la dificultad material de la construcción de un zigurat conviene considerar que se
trata de una obra erigida y modificada en diversos momentos históricos. En la última reforma
del zigurat de Babilonia, se ha calculado que, con los recursos técnicos de la época de
Nabucodonosor y una dotación de mil obreros, se pudo recrecer el zigurat en tres años
(Vicari 2000:71).
supremo, Marduk, con celebraciones que tenían su mayor esplendor en la
fiesta de año nuevo, en primavera. Para propiciar la fertilidad de los campos
se seguía un ceremonial solemne en el que una doncella yacía con la
divinidad, que estaría representada por el rey.

El sentido del ceremonial descubre el simbolismo que atesoraba el zigurat.


Además de la expresión de poder político por su monumentalidad, este tipo
de construcción tenía una función cohesiva o religiosa. Simboliza la puerta
del cielo, el lugar que los hombres han levantado para invocar el acceso de
los dioses a la tierra. Al contrario de lo que afirma el Génesis, no se trata de
un gesto de rivalidad o desafío lanzado por los mesopotámicos sino de
acercamiento reverencial a la divinidad. Según la concepción local, el
universo estaba habitado por los dioses, con sagas en el cielo y en las aguas
primordiales que sostenían la tierra. El zigurat constituía el punto de
encuentro de estos ámbitos. La construcción humana remitía a una imagen
primigenia, la de la montaña como lugar sagrado e inefable. El zigurat
representaba esa montaña esencial en la que se establecía el centro del
mundo, donde se unían mediante una escalinata de adobe las esferas
terrestre y celeste.

El simbolismo de la torre conecta intensamente con la mitología universal y,


de modo particular, con la propia epopeya mesopotámica de Gilgamesh.
También lo hace con aspectos teológicos, sobre la trascendencia y la
escatología. Por consiguiente no sorprende que la torre de Babel aparezca
en un nuevo pasaje bíblico, Génesis 28, a propósito del sueño de Jacob.
Éste vio en sueños una escalera que ascendía hasta el cielo, por la que
subían y bajaban los ángeles. El sueño de Jacob, que conduce a la
manifestación de dios, representa con gran fidelidad el sentido del zigurat,
puerta del cielo. El nombre propio del zigurat de Babilonia era Etemenanki o
“casa que es el fundamento del cielo y la tierra”. Su sentido impregna la
vibrante escena de la escalera de Jacob.

Las imágenes de la torre y la montaña sagrada se funden en una sola


realidad, el lugar mítico cuya cima frecuentan los dioses porque se halla
cerca de su morada. Para el redactor del Génesis la torre es una montaña
artificial que sirve a un credo de idólatras. De ahí que en las escrituras se
presente como un desafío intolerable que recibe su castigo, con la confusión
de lenguas, la ruina de la ciudad y la diáspora de sus habitantes. Babilonia
quedó descrita como la ciudad montaña, un símbolo destructivo que estuvo
habitado por ídolos contrarios al dios verdadero. El mito de Babel condenó a
los antiguos captores del pueblo hebreo, explicó la pérdida de la lengua
original y sabia, y juzgó la diversidad de las lenguas como un castigo moral.

La gramática de Alejandría

La sociedad políglota puede parecer una realidad fragmentaria y


abrumadora, como presenta el mito babélico. La presenta como la
consecuencia de un mal moral, que consuma la pérdida del paraíso
lingüístico. Sin embargo, invirtiendo el juicio, también puede concebirse
este mundo políglota como una realidad compleja que plantea retos
comunicativos y aporta recursos valiosos para la diversidad cultural y la
creación de mundos; tal es la tesis de Umberto Eco en el ensayo
historiográfico de La búsqueda de la lengua perfecta (1993). Las posturas
son claras y parecen irreconciliables. No obstante, la enseñanza de la
confrontación se halla al considerar precisamente aquello que las une. En
ambas posturas podemos reconocer la importancia de los signos y los
símbolos para interpretar la realidad. Más concretamente, plasman la
construcción cultural de significado a través de la lengua y la narrativa.

La instancia que da explicación de esta identidad formal es el programa


filológico y su metalenguaje, la gramática. El escenario de la creación de la
gramática es la biblioteca de Alejandría, en el mundo helenístico. El
programa filológico postula la lengua como realidad análoga, es decir, un
código que está sometido a reglas y regularidades. Su objetivo es la
descripción de la lengua, que históricamente se realiza mediante la
clasificación de las partes de la oración, de sus flexiones y de la
construcción sintáctica. La teoría gramatical se inscribe en el panorama más
amplio de la filología, que se ocupa de la interpretación y edición textuales
(Law 2003:53).

Según la tradición, la primera gramática occidental fue obra de Dionisio de


Tracia, la Téchnē grammatiké, a finales del siglo II a.C. La figura de Dionisio
está vinculada a la legendaria biblioteca de Alejandría, en la que floreció la
filología helenística durante generaciones. Los datos sobre Dionisio de
Tracia son escasos e inciertos, por lo que los historiadores de la lingüística
han mantenido un acalorado debate sobre su autoría de la Téchnē
grammatiké o Arte de la gramática. Se le atribuye una vida longeva,
aproximadamente entre 170 y 90 a.C. Aunque nació en Alejandría, el
sobrenombre de Tracia podría derivar del origen paterno. Fue discípulo de
Aristarco de Samotracia, el que fue director de la biblioteca entre el 160 y el
131 a.C. y uno de sus últimos eruditos.7

Dionisio conoció tiempos convulsos políticamente, que conllevaron el ocaso


cultural de Alejandría. A la muerte de Ptolomeo VI (145 a.C.) el régimen
pasó por momentos de debilidad. El sucesor de Aristarco, al frente de la
biblioteca, fue Cydas, un militar de inciertos méritos pero probada lealtad a
la monarquía. Dionisio emigró a Rodas, una sede en la que se formaron
gramáticos que enseñaron luego en Roma. Aquí se pierde el trazo de
Dionisio, sin pistas sobre su relación con la gramática que nos ha llegado.

La Téchnē grammatiké es un prodigio de concisión, claridad y madurez, por


lo que se la tiene justamente como la fundadora del arte gramatical. Se
compone de veinte secciones muy breves, que ocupan diecisiete páginas de
lo que hoy correspondería a una edición de bolsillo. Arranca con la definición
de la disciplina: “La gramática es el conocimiento de lo dicho sobre todo por
poetas y prosistas”, de la cual los comentaristas han destacado el término
“conocimiento” o sus correspondientes “empeiria” y “scientia” del original en
griego y su versión latina. El interés de la definición radica en que establece
una disciplina académica, que se separa de la técnica para enseñar a leer y
escribir, de la que se tiene noticia desde el siglo VI a.C.

A la definición le sigue la descripción de las partes de la gramática. Son


seis: lectura cuidada, explicación de las figuras poéticas, interpretación de
términos raros, etimología, analogía y, en último lugar y la más importante,
crítica de los poemas. Pero aquí surge un problema. La proclamación del

7
Es un tópico enumerar la lista de los bibliotecarios de Alejandría, una información que sirve
para disimular la falta de información sobre la institución y que crea la ilusión de fortaleza y
pervivencia. Los responsables de la biblioteca fueron –con algunas diferencias según las
fuentes–Demetrio de Falero (de ca. 295 hasta el 282 a.C.), Zenodoto de Éfeso (hasta ca.
260), Calímaco de Cirene (hasta ca. 240), Apolonio de Rodas (hasta ca. 230), Eratóstenes de
Cirene (hasta el 195) Aristófanes de Bizancio (hasta el 180), Apolonio el Idógrafo o el
Clasificador (hasta ca. 160) y Aristarco de Samotracia (hasta el 131 a.C).
programa filológico no se corresponde con el contenido de la Gramática,
puesto que sólo desarrolla los conceptos que han quedado fijados como
puramente gramaticales. La lectura en voz alta era una actividad corriente y
necesaria, que requería pericia para interpretar unos documentos
gráficamente difíciles. La escritura carecía de letras minúsculas, así como de
la mayoría de signos de puntuación y de espacios entre palabras y párrafos.
De ahí que la primera tarea del gramático sea enseñar a leer, con atención
“al gesto, a la prosodia y a la distinción de las palabras”. Para ello distingue
las letras griegas, en sus variedades vocálicas y consonánticas, las sílabas y
las palabras.

Al llegar a la sección de la palabra, la número once, se accede a la clave de


la gramática concebida como morfología. Establece las partes de la oración
y culmina así el horizonte de análisis. El gramático define la oración como
“la combinación de palabras en prosa que expresa un sentido completo”. A
continuación distingue sus partes, las ocho partes que inauguran el canon:
nombre, verbo, participio, artículo, pronombre, preposición, adverbio y
conjunción. En las secciones siguientes define estas categorías léxicas con
criterios semánticos y enumera sus variedades y las flexiones o
“accidentes”. Se completa de este modo una gramática de la palabra o
morfológica que desarrolla un programa normativo. Se sobreentiende que
su aplicación es la edición de textos, a pesar de que no trate de las partes
culminantes que anunciaba en su inventario inicial, como la explicación de
figuras y la crítica de poemas.

Los críticos han señalado aspectos de la Gramática que no son apreciables


en una primera lectura. Su estructura varía respecto de la que se describe
en la sección inicial y puede concebirse dispuesta en cuatro áreas (Bécares
2002:18). La primera es la lectura y la técnica de recitación. Le sigue la
ortografía, que agrupa las partes de la etimología y la analogía, para
corregir la escritura de los textos. La tercera área es la explicación o
exégesis, que consiste en la explicación de las figuras poéticas o tropología
y de términos desusados o glosografía. Concluye el programa con la edición
del texto, o área crítica en la que el filólogo se pronuncia sobre la validez de
una forma léxica, un verso o un pasaje.
Llama la atención que no haya acuerdo entre los historiadores sobre el
termino más importante de la Gramática de Dionisio. Se trata de “analogía”,
la que aparece como la quinta parte de la disciplina. Una corriente
interpreta la analogía como el principio de regularidad que orienta la labor
del gramático, en el sentido de concebir la lengua como una realidad
compuesta por regularidades y, por lo tanto, reductible a normas de un
modelo descriptivo. Esta misma corriente reconoce en la descripción de las
partes de la oración el contenido que Dionisio atribuye a la analogía. Según
ello, analogía equivale a morfología, pero, como defienden otros
historiadores, la tradición inmediatamente anterior a Dionisio señala otro
sentido (Law 2003:56). Así es puesto que Aristófanes de Bizancio y
Aristarco de Bizancio, el maestro de Dionisio, refieren la analogía a un
ámbito más reducido. La conciben como condición de afinidad o
comparación entre palabras, por razón de género, flexión de caso o de
derivación, coincidencia silábica o prosódica. La función de la analogía sería,
pues, establecer relaciones de paradigma léxico para conmutaciones
textuales. Esta concepción limitada podría ser la cabeza de puente de un
proceso que conduciría a una ribera plenamente gramatical.

Leyenda del fundador

Las dos posturas sobre el sentido de analogía manifiestan una discordancia


profunda de la historiografía. La explicación de su causa es sencilla pero
muy incómoda: la autoría y la datación de la Téchnē grammatiké no son
correctas (Law & Sluiter 1995). A finales del siglo pasado se llegó a la
conclusión de que no era una obra elaborada enteramente por Dionisio, en
el siglo II a.C. Posiblemente sea fruto de la intervención de diversos autores
a lo largo de siglos. Las referencias más antiguas conducían a manuscritos
bizantinos del s. V y la primera edición impresa apareció en el s. XVIII. No
sorprende que los historiadores reconocieran en una obra coherente y de
gran calidad la piedra angular de la gramática. Un erudito como Dionisio,
formado en biblioteca de Alejandría, concordaba con el perfil del fundador.
Le avalaba la tradición de dos siglos de filólogos alejandrinos, iniciada por
Demetrio de Falero hacia el 295 a.C.
Si bien la invención de la gramática deslumbra cuando se distingue como la
obra de un erudito prestigioso, la historia muestra rasgos de un proceso
dilatado e incierto, que no encajan con este patrón legendario. La relación
de contribuciones anteriores a Dionisio se inicia en el período ático, con
sofistas como Protágoras –géneros y modos verbales–, Gorgias –lexicón de
términos inusuales–, Pródico –sinonimia–, Hipias –prosodia– y Antístenes –
etimología–. A este mismo período corresponde el análisis aristotélico que,
en De interpretatione, trata del signo lingüístico, las partes del discurso, la
metáfora y la lógica categorial. La diversidad y acierto de los estudios
lingüísticos de Aristóteles ha de incluir también su Retórica, el primer
tratado sobre el discurso y la comunicación. A este bagaje se suman las
valiosas aportaciones de los estoicos sobre el signo y la morfología.

Como sucedió con la retórica de Aristóteles, la gramática de Dionisio era


heredera de una compleja tradición. La diferencia respecto a los
predecesores ajenos a la biblioteca de Alejandría se halla en la finalidad de
las investigaciones. Para los áticos de la sofística y el Liceo o los helenistas
del estoicismo y escepticismo, el lenguaje tenía interés al vincularlo con el
saber y la filosofía. A su vez, la invención de la gramática surgió como
respuesta práctica a unos problemas de clasificación y edición de textos.
Una de las dificultades formales, como el transcurso del tiempo había
descubierto inapelablemente, fue fijar el significado de palabras, giros y
versiones. Esta actividad fue el emblema de un movimiento mucho mayor,
el de la extensión por el Mediterráneo del griego como lengua común o
koiné, al servicio de la administración pública y para la distinción de las
élites locales (Harris & Taylor 1989:53).

Tales son la tradición y las circunstancias que acompañaron a Dionisio de


Tracia, un heredero más afortunado por la tradición que por una institución
que declinó hasta el colapso en su época. Aun coincidiendo con un fin de
ciclo, no pudo hallarse un escenario más selecto que la biblioteca de
Alejandría para alumbrar la Téchnē grammatiké. Sin embargo, esta
suposición es correcta sólo en parte, porque estudios recientes han
cuestionado la identidad de parte de la gramática. Los historiadores
atribuyen a la autoría de Dionisio las cinco primeras secciones, en las que
presenta la gramática, que ocupa una décima parte del conjunto. Es incierta
la época en que se añadió las secciones siguientes, analíticas, de carácter
morfológico, que puede llegar hasta el siglo V de nuestra era. Resulta
inquietante que en una obra fundacional la datación esté sujeta a un lapso
tan largo, de seis siglos, y que los redactores posteriores sean anónimos.
El desacuerdo sobre el papel de la analogía en la gramática, como
indicábamos, se explica con la teoría de las fases de redacción de la obra.
En la primordial, las partes de la gramática en las que figuraba la analogía
constituyen una declaración de intenciones, puesto que su contenido no se
cumple ni en la obra íntegra. Por otra parte, la identificación de la analogía
con la morfología de las partes de la oración tiene sentido al considerar la
obra al completo, una interpretación que parece impropia para el tiempo de
Dionisio (Law 2003:54). Estos factores no desmerecen el valor de la
gramática, pero deforman la idea de que la primera gramática occidental
surgió como modelo del programa filológico. Contradiciendo el relato
altisonante, hay que reconocer que el modelo que analiza la lengua en tanto
que realidad análoga, es decir, sometida a normas o regularidades, no
surgió de la biblioteca. Hubo aportaciones de esta institución, pero el mérito
que se le ha atribuido es un tributo reverencial.

Máscaras del mito

La leyenda del fundador se alimenta de otra mayor sobre la que está


literalmente edificada, la biblioteca de Alejandría.8 La historia de la
biblioteca de Alejandría forma parte de una categoría exclusiva de relatos
universales, como el de la torre de Babel, que sugestionan el imaginario
colectivo por su sentido civilizador. Alejandría y Babel son semejantes por la
fascinante mezcla de realidad y ficción, de la que resultan unos mitos que
parecen refractarios a la crítica histórica. Tienen en común el escenario
primordial de la gran ciudad, el imperio como orden político, la función

8
De la abundante pero irregular bibliografía sobre la biblioteca de Alejandría destaca por su
sentido crítico la obra de Hipólito Escolar, La biblioteca de Alejandría (Madrid, Gredos, 2001).
Otros títulos consultados son éstos: L. de Castro Leal, La Biblioteca de Alejandría (Barcelona,
Laia Libros, 2008); P. de Jevenois, Biblioteca de Alejandría. El enigma desvelado (Badajoz.
Esquilo, 2009); R. Macleod. The Library of Alexandria (Nueva York, I. B. Tauris, 2000); J. J.
Riaño, Poetas, filósofos y bibliotecarios. Origen y naturaleza de la antigua Biblioteca de
Alejandría (Gijón, Trea, 2005).
institucional de los edificios y, finalmente, el destino trágico del símbolo,
que sucumbe a la ambición humana o a la destrucción del fuego.

La ciudad de Alejandría fue sede de maravillas para el mundo antiguo. Al


fundarla Alejandro Magno en el 330 a.C., se inmortalizó la proeza del
nacimiento de una ciudad cosmopolita. La capital meridional del imperio
helenístico, erigida según el modelo ático, fue símbolo de la razón y del
poder. Al faro monumental, una de las siete maravillas de su era, se suman
dos instituciones relacionadas, el museo y la biblioteca de Alejandría.
Fueron instauradas en el 295 a.C. por Ptolomeo II, miembro de la dinastía
que heredó de Alejandro Magno Egipto, donde reinaron como faraones
hasta los tiempos de César y Cleoplatra VII.

A pesar de la importancia que tuvieron en la Antigüedad los


establecimientos del museo y la biblioteca para el conocimiento, nos ha
llegado muy poca información de ellos, una carencia que han suplido los
historiadores con tanta imaginación como credulidad. El Museo era un
edificio pequeño que albergaba a eruditos apadrinados por el rey. La
Biblioteca era la colección de papiros y pergaminos, almacenados en
armarios o habitaciones del Museo (Escolar 2001:96-109). No era por lo
tanto un edificio independiente ni sus fondos se hallaban en una sala, pues
en la época se leía en voz alta, lo cual desaconseja la confluencia de
lectores.

La tradición ha trasmitido estimaciones acríticas sobre el volumen de


manuscritos que guardaba la biblioteca. Los antiguos llegaron a barajar la
exorbitante cifra de 400.000 documentos, lo cual no se sostiene si se
considera la producción literaria de la época y la carestía de unos materiales
tan suntuarios. Escolar (2001:132) argumenta que una cantidad razonable
podría ser la de 50.000 rollos, que equivale a unas doce mil obras. Un fondo
documental de esta magnitud es admirable y no necesita exageraciones sin
medida. Sin embargo la leyenda sobre la grandiosidad de la Biblioteca,
indiferente a la crítica, no sólo la representa como un centro fastuoso sino
perdurable durante siglos, como si una institución que simboliza la
ilustración antigua fuera imperecedera. Los hechos históricos indican que a
partir del siglo II a.C., desde Ptolomeo V, la monarquía sufrió un declive,
que intensificó la conquista romana en el 166 a.C. de los territorios helenos.
El patronazgo de la biblioteca por el poder real fue disminuyendo, al tiempo
que la función política de la biblioteca fue perdiendo su razón legitimadora.9

En tiempos de Dionisio de Tracia la decadencia de la biblioteca se agudizó


hasta el punto de que, como sabemos, él mismo tuvo que emigrar de
Alejandría. La lista de los bibliotecarios que dirigieron la institución se agota
con el nombre de Aristarco de Samotracia. Un siglo después, la guerra civil
romana provocó el asalto de César al puerto de Alejandría (48 a.C.) y la
quema de las naves de Ptolomeo XIII, aliado de Pompeyo. Este incendio,
narrado por César en su Guerra civil, ha servido para alumbrar una
conjetura que se ha tomado por un hecho. Visitantes como el geógrafo
Estrabón, que llegó a la ciudad veinte años después de la muerte de César,
escribió que el incendio se había propagado a la ciudad y que de resultas
destruyó la “Gran Biblioteca”. ¿Cómo si no podía explicarse la desaparición
de un centro de tal importancia? La causa es plausible y tiene la fuerza de
achacarse a un estadista inmortal. En vano se ha intentado contradecir la
tesis del incendio, a pesar de que los contemporáneos de César, como
Cicerón, no mencionaron la ruina de la biblioteca y a pesar de la escasa
inflamabilidad de los edificios de la ciudad, de piedra y argamasa.10

Sin competir con la leyenda del fuego, la desaparición de la biblioteca es un


enigma simple. La capitalidad imperial de Alejandro y de su sucesor,
Ptolomeo I, instauró un ideal panhelénico que deslumbró por sus obras e
instituciones. El museo y las bibliotecas –la principal y la de Serapis– fueron
un centro de conocimiento y de exaltación real, en lo que se aprecia dos
causas convergentes. El acopio y estudio de las obras griegas promovía el
conocimiento de la lengua griega. El prestigio institucional propaló la
grandeza del monarca. Se le presentó como bienhechor, el libertador frente
a los persas, el mecenas de eruditos y filólogos. La helenización y la

9
La comprensión de la biblioteca de Alejandría resulta nítida al identificar su modelo, que
contrasta con los inmediatos. El modelo mesopotámico, que le precede, tiene una función
administrativa o de archivo. También es anterior la biblioteca “homérica”, que tiene una
función científica y docente en centros como la Academia platónica o el Liceo aristotélico.
Con posterioridad a Alejandría, con el encargo de César al gramático Marco Terencio Varrón
en el 47 a.C, la biblioteca pública romana inaugura un modelo realmente abierto a un
colectivo amplio.
10
La intervención de César en Alejandría no se limitó a la guerra y la política, puesto que
añadió el ingrediente novelesco de sus amoríos con Cleopatra, de los que nació Ptolomeo XV
Cesarión. Aunque en el incendio sólo ardiera un navío civil, como parece, cargado con
papiros nuevos para la exportación, la figura de César suministró material para crear una
leyenda oprobiosa contra él.
exaltación real fueron los propósitos a los que sirvió el Museo alejandrino.
En definitiva, el Museo fue el instrumento para agrupar intelectuales con
cuyo esfuerzo se propagó la imagen benéfica del monarca.

El gran éxito de la empresa alejandrina convirtió su Biblioteca en el modelo


de la Antigüedad. Su recuerdo se ha convertido en un mito perenne que
proclama la grandeza del espíritu y que, al mismo tiempo, advierte sobre su
indefensión ante los desastres del fuego o de la barbarie. Ante este símbolo
del fulgor y la fragilidad del saber, poco importa que la desaparición de la
Biblioteca se debiera a una consunción tan lenta y prosaica como la que
pudo provocar el declive monárquico, el deterioro inexorable de los fondos y
la dispersión de los sabios. Esperar que hubiera perdurado su esplendor
durante siglos es una pretensión comprensible, pero sólo merece un juicio:
confundir la realidad con el deseo sólo es admisible si por lo menos crea una
leyenda universal.

Los filólogos alejandrinos compusieron un tipo de obra muy rentable para su


memoria. Fueron las listas de los autores elegidos, aquel repertorio que
Cicerón calificó de “clásicos” y que los ilustrados del XVIII denominaron el
“canon”. La Biblioteca de Alejandría no fue la biblioteca de Babel, aquel
laberinto del saber universal que imaginó Borges, pero redactó listas de
clásicos y cuidó de sus obras con la ayuda de conceptos gramaticales. La
lingüística ha identificado sus orígenes remotos en un escenario tan insigne
como éste, del que cualquier criatura ha oído hablar, y a Dionisio de Tracia
como su fundador. En las obras de historia de la lingüística aparecen dos
capítulos sin excepción. Por un lado, de la tradición bíblica se toma el mito
de Babel como explicación literaria de la diversidad de las lenguas. Por el
otro, se refiere la fundación de la gramática alejandrina –aún admitiendo la
ventana de seis siglos en su composición– como fruto de la razón para dar
cuenta de la lengua.

Llama la atención al lector la sutil combinación de mito y logos, de relato y


de realidad, que se atribuyen separadamente a Babel y Alejandría. Sin
embargo, es más importante lo que identifica ambos capítulos, esto es su
naturaleza simbólica. Simbolizan la fundación, un escenario fulgurante que
se desdobla en eros, en construcción, pero también en muerte, en confusión
y perecimiento. La historia de la lingüística ha escogido para su arranque
dos bloques narrativos soberbios, extraídos de sendos mitos universales.

Bibliografía

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