Religión: El Edicto de Milán Y La Realeza Imperial Constantiniana

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RELIGIÓN

EL EDICTO DE MILÁN
Y LA REALEZA IMPERIAL
CONSTANTINIANA

Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña

He aquí uno de los grandes clichés historiográficos. El Edicto


de Milán, promulgado por el emperador Constantino (año 313)
sobre la tolerancia religiosa, marca el comienzo del estado
cristiano medieval. A pesar de todas las dudas y controversias
que se mantienen mil setecientos años después en torno a su
significado y trascendencia real, la historiografía no ha hecho
sino debatir, cuestionar y desarrollar este acontecimiento. Con
independencia de ello, el impacto del Edicto fue decisivo y
para muchos muy por encima del precedente que habría su-
puesto el Edicto de Galerio del 311.

En la introducción al catálogo de la exposición organiza-


da este año en Milán en torno a la conmemoración del
mil trescientos aniversario de este fundamental evento, su
comisaria, Gemma Sena Chiesa, utiliza la expresión falso
storico para calificar al Edicto y simbolo epocale para ex-

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presar la enorme trascendencia que, a pesar de ello, se le


ha atribuido desde la Antigüedad Tardía.
En efecto, el Edicto de Milán puede ser calificado con
propiedad de falso storico desde un cierto punto de vista.
Se trata, en realidad, de un mero documento (litterae) de
disposiciones burocráticas dirigido a los principales digna-
tarios de la administración imperial, que sería confirmado
después por el emperador de Oriente, Licinio, en Nicome-
dia. Pero enseguida se transformó en la narrativa constan-
tiniana brillantemente fabricada por el obispo Eusebio de
Cesarea y, sobre todo, en la leyenda medieval posterior,
en una solemne declaración de intenciones hasta conver-
tirse en la expresión más conocida de aquella revolución
social, espiritual y política que supuso el triunfo del cris-
tianismo en el Imperio Romano y llevará a la formación
de la identidad del Occidente medieval y moderno. A la
luz de esto, sin duda no resulta exagerado utilizar la ex-
presión símbolo epocal para calificarlo.
Tan poderoso será el simbolismo político-religioso de
este documento que obligará en los siglos altomedievales
a la cancillería pontificia a poner sobre el tapete otro, la
llamada Donación de Constantino, resultado de una burda
falsificación, en el que se producía una reinvención de la
figura del emperador. Este documento tuvo tal influencia
que consiguió que en la memoria medieval el autocrático
liberador de la Iglesia, el nuevo Moisés, se transformara en
un humilde y sumiso súbdito del Papado, el palafrenero de
san Silvestre a quien hacía entrega incondicional de todo
el Imperio. El cesaropapismo cristiano del relato eusebia-

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no se vería así contrarrestado por otra exageración de simi-


lar potencia: la hierocracia pontificia. Por supuesto, ambos
extremos tergiversaban el verdadero sentido de lo sucedi-
do en Milán en 313.
Pero no solo la falsa Donación de Constantino (Cons-
titutum Constantini) contribuiría a la cuidadosa recons-
trucción del legado político del emperador por parte de
los círculos intelectuales del entorno pontificio. En este
sentido, cabe resaltar los Actus Silvestri, una colección de
narraciones legendarias entre las que ocupa un lugar rele-
vante un supuesta Vita del papa san Silvestre, contempo-
ráneo (pont. 314-335) de Constantino. La leyenda, forjada
a finales del siglo V, presenta al papa Silvestre como prin-
cipal protagonista de la conversión y bautismo de Constan-
tino e inspirador de su política religiosa (cf. Tessa Canella,
Gli Actus Silvestri. Genesi di un legenda su Costantino im-
peratore, Espoleto, 2006).
En efecto, la versión legendaria que ofrece esta Vita de
un Constantino bautizado en Roma por san Silvestre poco
después del 312 tuvo una enorme fortuna y trascendencia
histórica tanto en Oriente como en Occidente hasta el
punto de que fue la única vigente durante toda la Edad
Media hasta que en el siglo XV se demostró su falsedad
(cf. Ramón Teja, «El poder de la Iglesia imperial: el mito
de Constantino y el papado romano», Studia Historica.
Historia Antigua, 24, 2006).
Con todo, el interrogante que se impone sobre cual-
quier otro es el que planteaba Walter Ullmann en un cé-
lebre artículo publicado en 1976: «¿En virtud de qué auto-
ridad intervino Constantino en la cuestiones relativas a la

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Iglesia cristiana, dado que durante gran parte de su vida y


de su reinado no fue, formalmente hablando, un cristiano?
[...] ¿Con qué derecho intervino en las disputas y contro-
versias que prima facie parecían incumbir solo a la Iglesia
cristiana? ¿Qué título lo facultaba como emperador para
convocar sínodos?» (Walter Ullmann, «The Constitutional
Significance of Constantine the Great’s Settlement», Jour-
nal of Ecclesiastical History, 27, 1976, p. 1).
De hecho, no deja aún de sorprendernos que un credo
universalmente válido para todas las confesiones cristia-
nas, como es el de Nicea, fuera establecido por la autori-
dad de un emperador al que ni siquiera se permitía enton-
ces tomar parte en la celebración de la eucaristía por su
condición de catecúmeno. Tal y como subrayara en su día
el historiador alemán Eduard Schwartz, no resulta menos
chocante el hecho de que «ni un solo obispo se atreviera a
expresar una palabra de desaprobación contra esa mons-
truosa interferencia» (Eduard Schwartz, Kaiser Konstantin
un die christliche Kirche, 2.ª ed., Leipzig, 1936, p. 141).

L A D I M E N S I Ó N C E S A R O PA P I S TA
DE LA TEOLOGÍA POLÍTICA CONSTANTINIANA

Por supuesto, la respuesta a estos interrogantes la encon-


traremos en la teología política constantiniana y sus presu-
puestos teóricos cesaropapistas. Con el triunfo del cristia-
nismo en el siglo IV surgió en el seno del orbe romano una
nueva teología del Estado que, partiendo de la idea hele-
nística y veterotestamentaria de la existencia de una estre-
cha relación entre el poder político y la gracia divina, dio
origen a un nuevo discurso sobre la realeza imperial. Esta

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teología política, aunque nueva, se apoyaría en tres anti-


guos arquetipos ya hegemónicos en tiempos del paganis-
mo: la Realeza triunfal (el triunfo militar como señal del fa-
vor divino), la Realeza sapiencial (la sabiduría como señal
de la elección divina) y la Realeza iuscéntrica (el rey juez y
legislador como vicario de Dios Supremo Juez universal).
En efecto, en el siglo IV se definió la realeza imperial
cristiana en Roma como un oficio apostólico (apostolicum
officium), una suerte de ministerio más de la Iglesia que
habilitaba al soberano para arbitrar en los asuntos internos
de esta e incluso convocar y presidir concilios (cf. Michel
Azkoul, «Sacerdotium et Imperium. The Constantinian Re-
novatio according to the Greek Fathers», Theological Stu-
dies, 32, 1971).
Obviamente estamos ante un concepto político-religio-
so cargado por completo de connotaciones cesaropapistas.
A partir de los tiempos de Teodosio II, el título de isapos-
tolos («el igual de los apóstoles») será una de las denomi-
naciones del basileus bizantino en tanto que guardián de
la ortodoxia nicena. No en vano, Constantino el Grande se
había proclamado el decimotercer apóstol de Cristo, y como
tal fue reconocido.
Ahora bien, además de en el ámbito de los siglos in-
mediatamente posteriores al reinado de Constantino, nos
encontramos con una teología política sobre la realeza im-
perial cristiana que no deja lugar a dudas sobre la absolu-
ta preeminencia del emperador en el seno de la res publi-
ca christiana.
Temistio, sin duda el retórico más importante de la
Antigüedad Tardía, recogió de la época helenística el ar-

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quetipo político iuscéntrico del soberano como ley viviente


(nomos empychos) y lo inculcó en su pupilo, el emperador
de Oriente, Arcadio: «Eres la Ley viva —le escribe—, la
Ley divina llegada de lo alto, por encima de las leyes es-
critas».
En tiempos de Justiniano este discurso iuscéntrico lle-
garía a su apoteosis. En todo caso, el origen pagano del
concepto no pareció importar a nadie, si bien ya el filóso-
fo neoplatónico judío Filón de Alejandría (30 a.C.-50 d.C.)
había calificado al profeta Moisés como Ley animada en
tanto que «agente del Logos divino» (De Vita Moysis, I, 23).
Esta «idolización» del emperador romano-cristiano co-
nectó con la tradición judía de la realeza mesiánica y sa-
lomónica. En efecto, la fusión de la tradición helenística
del monarca divinizado, «salvador y bienhechor del pue-
blo» (basileus soter, basileus evergetes), con el imaginario
bíblico de los reyes ungidos de Israel, sabios y santos,
dará lugar a una sacralización del Imperium Christianum
a partir de la extrapolación de la Monarquía divina de
Cristo Pantokrator («el que reina sobre todo») a la realeza
romana posconstantiniana (Frantisek Dvornick, Early Chris-
tian and Byzantine Political Philosophy).
Sería esta una realeza sapiencial con atribuciones sa-
cerdotales según el paradigma del Melquisedek del Géne-
sis, prefiguración del Rex et sacerdos del Antiguo Israel. De
acuerdo con la cosmovisión oriental, siempre «jerárquico-
descendente», el discurso sapiencial bíblico hace de los
reyes de Israel «monarcas sabios» en cuanto «ungidos del
Señor», siendo su sabiduría un «don del Cielo» y no fruto
del estudio. El mejor ejemplo es el rey Salomón, que reci-

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be de Dios la hokhmá (sabiduría) gracias a sus plegarias.


Por tanto, en la realeza bíblica es la Fe y no la Razón la
que reina soberana e indiscutida. El objeto de la sabiduría
es una Verdad revelada, no hallada racionalmente. Es este
un arquetipo teocéntrico y fideísta, de legitimación divina
del poder: sapientia a Deo data. Combinada con la idea
platónica del rey filósofo buscador del Sumo Bien nacería
el arquetipo cristiano del rey sabio.
En el cielo un único Dios y en la Tierra un solo gober-
nante universal: el kosmokrator. Este emperador debe es-
forzarse en realizar una mimesis (imitación) de Cristo, Rey
de reyes, para así convertir el Imperio Romano en un eikon
(imagen) del Reino de Dios, tan universal en la Tierra como
el divino lo es en el Cosmos. Y es que la realeza cristiana
tomó su forma primigenia en estos momentos a partir de
una imagen cristocéntrica y escatológica de un emperador
mesiánico. El emperador romano cristiano, encarnado por
Constantino el Grande, entraba así en la historia de la Sal-
vación con un papel protagonista, ya que en él se cumplían
las esperanzas del pueblo cristiano. En consecuencia con
ello, podía ser presentado con rasgos mesiánicos en tanto
que hyparchos (vicario) de Cristo y nuevo Moisés (cf. Erich
Becker, «Konstantin der Grosse der neue Moses», Zeitschrift
für Kirchengeschichte, 31, 1910).
Así, por ejemplo, en el Peri Basileias (Discurso sobre la
Realeza), compuesto en el año 399, su autor, el obispo Si-
nesio de Cirene, se dirige al emperador Arcadio instándole
a imitar a Dios construyendo y dirigiendo el Estado sobre el
modelo celeste, practicando las virtudes de la justicia y la
filantropía: «El deber os impone —escribe el obispo— no

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deshonrar este título de Rey que lleváis al igual que Dios,


os impone ligaros, al contrario, a este arquetipo divino, in-
undar las ciudades de beneficios sin número y a cada uno
de vuestros súbditos dispensar toda la felicidad posible».

LA REALEZA CONSTANTINIANA
COMO REALEZA SAPIENCIAL CRISTIANA

Este modelo de realeza cristiana «a imagen de Dios», el


emperador como Imago Dei terrena, se articuló en torno a
los topoi de la santidad y la sabiduría del monarca. En
este sentido, Ninoslava Radosevic ha apuntado que el tema
platónico del rey-filósofo fue uno de los más profusamente
utilizados por los panegiristas del siglo IV que compusie-
ron encomios de los primeros monarcas del nuevo Impe-
rio Cristiano (cf. «The Emperor as the Patron of Learning
in Byzantine Basilikoi Logoi», To Ellenikon: Studies in ho-
nor of Speror Vryonis, Jr., eds. Jelisaveta Stanojevich et
alii, Nueva York, 1993).
Esta noción del emperador-filósofo cristiano tenía en
el siglo IV diferentes niveles de significación. En primer
lugar, implicaba un discurso sobre un emperador sabio
idealizado que tomaba las decisiones correctas gracias a
su educación en la paideia clásica. Además de unos cier-
tos rudimentos de la teología cristiana y de la Sagrada Es-
critura, un conocimiento perfecto de la literatura greco-
rromana y una familiaridad con las gestas de los héroes de
la Antigüedad Clásica suponían condiciones necesarias
para un buen gobernante cristiano del siglo IV.
Libanio y Temistio insistieron en sus obras en la im-
portancia que tenía una educación profunda y a concien-

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cia del futuro gobernante, en particular una educación en


la ciencia del buen gobierno (basileias dioikesis), la retóri-
ca (rethorike) y la elocuencia (deinotes logou). De acuerdo
con las exhortaciones de Temistio, los emperadores cris-
tianos debían ser philologoi (literatos) tanto como philopo-
lemoi (amantes de la batalla), recompensando con honores
a los hombres de letras con talento en la misma medida
que a los guerreros heroicos (Orationes, 4, 54a; 5, 63c; 8,
105d; 9, 123b).
En definitiva, el emperador sin educación (agroikoteros
anaphaneis basileus) era visto como un monarca no capa-
citado del todo para el buen gobierno, reduciendo la dig-
nidad imperial a mera ostentación vacía de contenido.
Dentro de esta línea ideológica, se intentó por parte de
algunos polemistas paganos denigrar la figura de Cons-
tantino presentándole como un rústico palurdo, una mera
marioneta de la Iglesia. Resulta particularmente intere-
sante un opúsculo pagano anónimo que se ha conservado,
el Anonymus Bandurii. En este panfleto anticonstantinia-
no se atacaba al primer emperador cristiano esgrimiendo
un epíteto despectivo, pupillus, sin duda cargado de con-
notaciones sapienciales en negativo. Con esto se quería
dar a entender desde la facción pagana que Constantino,
en cuanto pupilo de la Iglesia, era gobernado por otros,
que precisaba de una tuitio (tutela) por parte de un maes-
tro (es decir, un obispo), no estando intelectualmente ca-
pacitado para asumir por sí mismo el gobierno del Impe-
rium Romanum.
Una acusación carente por completo de fundamento,
dado que Constantino, sin llegar a ser un emperador-filó-

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sofo como Marco Aurelio, ha sido definido como el prín-


cipe de mayor formación cultural desde el siglo II. Ade-
más, su fuerte personalidad hizo de él un autócrata poco
dúctil para sus consejeros y dignatarios.
Ciertamente, en el siglo IV, los emperadores cristianos
confiaron su educación o la de sus hijos a preceptores pri-
vados. En este sentido sí que eran «pupilos». Pero no por
ello eran necesariamente «discípulos» o «seguidores» de
sus preceptores. El propio Constantino acudiría al gran sa-
bio cristiano Lactancio, uno de los Padres de la Iglesia lati-
na, para que fuera su preceptor. Una instrucción cierta-
mente no desaprovechada por el emperador si tenemos en
cuenta que el antiguo soldado fue capaz de participar acti-
vamente en griego fluido en los enconados debates teológi-
cos del Concilio de Nicea introduciendo nociones de la
complejidad de la unicidad de sustancia del Padre y el Hijo.
Por consiguiente, bajo ningún concepto Constantino
el Grande fue ni una dócil marioneta de la Iglesia ni tam-
poco uno más de los palurdos emperadores-soldado de la
Roma bajoimperial. Parece ser que se crió en un ambien-
te cultivado de altos funcionarios palatinos. Allí hubo de
recibir una esmerada educación literaria y retórica en la-
tín y griego. Antonio Fontán subraya a este respecto que
el emperador converso «fue el primero de los emperado-
res soldado de su siglo a quien cupo esa fortuna» (cf. An-
tonio Fontán, Letras y poder en Roma, Pamplona, 2001).
A Constantino el Grande se le atribuye un texto teoló-
gico conocido como el Discurso a la Asamblea de los San-
tos (Oratio ad Sanctorum Coetum). Este discurso/sermón
fue pronunciado por el emperador en Tesalónica el Vier-

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nes Santo del año 321 (o 324 según otras dataciones) y


nos es conocido debido a su reproducción por Eusebio de
Cesarea en su Vita Constantini (IV, 32).
Por otra parte, a pesar de que hay autores que dudan de
que Constantino acertara a manejarse con las ideas y fuen-
tes literarias de una obra tan compleja como el opúsculo
teológico que se le atribuye. En efecto, resulta innegable
que es de una cierta complejidad teológica, ya que hay re-
ferencias a la idea platónica del Bien Supremo extraídas
del Timeo y se citan la IV Égloga de Virgilio, la profecía de
la Sibila Eritrea y pasajes de las obras de Cicerón y Calci-
dio, así como del Libro de Daniel (cf. Timothy D. Barnes,
Constantine and Eusebius, Cambridge, Mass., 1981). Esto
ha llevado a algunos autores a negar la autoría constantinia-
na o a sostener que su discurso fue posteriormente revisado
por alguien que mejoró la calidad literaria de su griego.
A pesar de ello, hay autores como Timothy Barnes que
apuntan a que este texto se debió a la propia pluma del
emperador (aunque asesorado por dos de sus más estrechos
colaboradores, el obispo Osio de Córdoba y Lactancio).
Esta hipótesis, formulada por el más solvente de los recien-
tes especialistas en la materia, nos parece la más convin-
cente en el actual estado de nuestros conocimientos.

POSTERIDAD DE LA IMAGEN
DE LA REALEZA CONSTANTINIANA

En la Plena y Baja Edad Media, en el contexto del enfren-


tamiento entre el Papado y el Sacro Imperio, la Donatio
Constantini fue un arma dialéctica, esgrimida por los cano-
nistas hierocráticos, de un lado, y por los publicistas impe-

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riales, de otra parte. Ejemplos de esta instrumentalización


dialéctica los encontramos en las polémicas sostenidas a
través de la publicística por Juan de París, Egidio Romano,
Juan de Viterbo, Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua
o el propio Dante en la Divina Comedia.
En este contexto de polémica teórica, la Donatio Cos-
tantini, sostén por excelencia de la hierocracia pontificia,
fue analizada y juzgada negativamente desde la perspecti-
va teológico-jurídica pero también desde la investigación
histórica. En este sentido, la bien conocida revisión críti-
ca del documento por parte del humanista Lorenzo Valla
(De falso credita et ementita Constantini donatione) no fue
sino una más de las denuncias de la falsificación que apa-
recerían en el siglo XV.
Pero, ya a mediados del siglo XIV, de la figura de Cons-
tantino sometida al pontificado transmitida a la Alta Edad
Media por la leyenda hagiográfica del Actus Sylvestri y la
propia falsificación del Constitutum, apenas quedaba ya
nada y se puede concluir que para entonces la figura del
primer emperador cristiano era ya, sobre todo para los de-
fensores de la monarquía, la del Constantino triunfante y
autócrata, el glorioso restaurador (restitutor) de Roma bajo
una nueva fe. De la leyenda del humilde palafrenero de
san Silvestre, tan incómoda para los defensores medieva-
les de la superioridad temporal del Imperio sobre el Papa-
do, apenas quedaba nada al entrar en la Edad Moderna.
Posteriormente, durante los siglos XVIII y XIX, Constan-
tino el Grande fue objeto de su particular «leyenda ne-
gra» por parte de un sector anticlerical de la historiogra-
fía. Desde la influyente Decline and Fall of the Roman

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Empire del francmasón Edward Gibbon, se han vertido


numerosas descalificaciones sobre la figura del primer
emperador cristiano. Por ejemplo, Burckhardt le definió
en su día como un «asesino egoísta e irreligioso». Incluso
autores rigurosos como Alföldi le han considerado un «su-
persticioso», mientras que André Piganiol le ha descrito
como «un pobre hombre que anda a tientas» y Henri Gré-
goire le caracteriza como «un segundón sin cultura».
En cuanto a la acusación, tantas veces repetida, que
hacía de la conversión de Constantino un mero acto de
cálculo y de cinismo político, la historiografía anglosajona
de la segunda mitad del siglo XX la ha desmontado con
solvencia señalando los elementos estrictamente religio-
sos presentes en ella (cf. A. H. M. Jones, Constantine and
the Conversion of Europe, Londres, 1949, y Norman H.
Baynes, Constantine the Great and the Christian Church,
The Raleigh Lectures, Oxford, 1972).
En la figura histórica de Constantino el Grande descu-
brimos hoy a un tenaz y metódico hombre de estado, impla-
cable con sus enemigos sí, pero también a un capaz militar,
a un eficaz arquitecto del Estado tardorromano, además de
un hombre culto y muy religioso, sinceramente comprome-
tido con la causa de la Iglesia y cuyo largo principado supu-
so una autentica refundación cristiana de Roma.
De hecho, el inmenso éxito del sueño medieval del
Imperio Romano como Sacro Imperio Cristiano, el princi-
pal de los mitos políticos que la Edad Media legó a la
posteridad (con brillantes epígonos como Carlomagno o
Carlos V), no se puede comprender en su justa medida
sin la alargada sombra de Constantino el Grande. 

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