Entre El Cielo y Las Olas

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Pipe Sarmiento

ENTRE EL CIELO
Y LAS OLAS
“La más excitante novela sobre el mar


Foto: Pipe Sarmiento.

Lorenzo Sarmiento, nació en Bilbao en


1952. Licenciado en derecho por la Univer­
sidad de Deusto. Periodista náutico desde
1977, ha colaborado en diferentes medios
de comunicación con artículos y fotografías,
y asistido a las grandes regatas oceánicas
desde distintos puertos del Planeta.
De su primer libro, POR LAS COSTAS
DEL MUNDO, se ha dicho:

VIAJES VACACIONES.
José María Iñigo, periodista y presentador
estrella de la TV: "Habiendo visitado con
atención, capacidad de sorpresa y facultad
para hacer partícipes de sus experiencias a
sus lectores. De todos estos lugares nos deja
referencia exacta y vivida en el libro que
hoy presentamos, pletórico de aventuras y,
sobre todo de mar. EL MAR ES SU PASIÓN,
SU PAISAJE Y HASTA SU OFICIO. La lectura
resulta APASIONANTE, por eso huelga su
recomendación "
Pipe Sarmiento
ENTRE EL CIELO Y LAS OLAS.
3a Edición. Julio 1997
© Lorenzo Sarmiento, 1997
Portada:
Diseño del Catálogo General,
cedido por cortesía de Qfuruho españa. Sa.
número 1 en el mundo en electrónica marina
Contraportada:
Foto: Lorenzo Sarmiento Hueso.
I.S.B.N: 84-92270-0-1
Depósito Legal: 373/97
Impresión:
Impresur, S.L.
Avda. de Italia, 7, Anexo K
Tlf. (956) 65 20 51
11205 Algeciras (Cádiz)

Reservados todos lo derechos de esta edición


para BLG Editores,
39 bis Boulevard des Moulins,
Montecarlo 98000 (Principado de Monaco).
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra,
sin el permiso de los editores.

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Para mi padre: excelente marino, que me transmitió des­
de muy niño un extraordinario mundo de sensaciones que siem­
pre pasaban por la mar.

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Hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que navegan.
Platón

La historia nuclear hasta ahora ha sido una revolución científi­


ca y tecnológica que transformó en realidad el anhelo de entender y
dominar las fuerzas de la naturaleza. Fue la asombrosa consecución de
muchos hombres y mujeres inteligentes. Pero en la actualidad, ya no
importa la inteligencia de los que manejan los temas nucleares, sino su
cordura.
Los Barones nucleares

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PRÓLOGO A UNA NUEVA EDICIÓN

Si al comenzar la escritura de esta obra, alguien me hubiese dicho que se


venderían tantos libros, no lo hubiera creído. Me conformaba con los cuatro o cinco
que vendió el maestro Stendhal de la Cartuja de Parma, en su primera edición. O con
el poco éxito de la obra Moby Dick durante la vida de Melville. Y si para conseguirlo,
me contasen que necesitaría la ayuda de tantas personas, como así ha sido, tampoco
les hubiese podido poner, a priori, un rostro concreto. La magia de la amistad, saltó
por encima de los rencores y envidias que, casi siempre, -corsetean- la capacidad de
admiración de los latinos, y contorneó nuevos amigos nacidos de la fuerza inconteni­
ble de las palabras, de la comunicación y de fa grandeza de espíritu con que algunos
saben tratar a sus semejantes. Y contradijeron al Comodoro, personaje de esta novela,
que huía de la compañía de otros seres humanos. Y me hicieron sentirme pequeño ante
la bondad de tanto desconocido que se embarcó en mi libro y navegó conmigo, inclu­
so, en las tormentas sobre el corazón, para las cuales, ni siquiera los marinos tenemos
maniobra con la que combatirlas.
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CERO

Mientras la estela blanca de su barco se alargaba por la


popa, escuchaba los secos ruidos producidos por las velas: sona­
ban como un estallido, como un coñonazo cercano ampliado por
la resonancia de la bóveda celeste que el amanecer había ido
fabricando a base de nubes bajas y espesa niebla. La mezcla de
todas esas espontaneas melodías no le dejaban conocer si el rui­
do que producía el barco al deslizarse entre las olas era un grave
quejido, o, simplemente, las notas perdidas de un distante y monó­
tono lamento. O quizás sólo gruñía al estirarse las finas láminas
que formaban su casco. Pero, ¿y si estaba confundido y esa con­
junción inarmónica de variados sonidos querían expresar una risa
continua que anunciase la próxima llegada?
Esa mañana no lograba distinguir los movimientos del vele­
ro, a pesar de que los últimos meses había podido sentir las dife­
rentes variaciones de su navegar con suma facilidad. Y él,
cenestésico, prisionero de sí mismo, acompasaba su cuerpo, su
corazón y cuantos sentidos tienen algo que ver con los estados de
ánimo a tan caprichosa sinfonía, dejándose invadir por un ligero
y agitado cabalgar sobre las olas. Pero ese amanecer le atenazaba
una sensación de absoluto vacío. No tenía hambre, ni sed, ni frío;
y lo que era peor, tampoco tenía ganas de llegar a puerto. Su
ánimo se había perdido entre la maraña de unos solitarios pensa­
mientos envueltos, todos ellos, en ansiedades cabalísticas que sus­
tentaban a un dolor inconfesable.
Ciento cuarenta días solo, acechado, perseguido por oscu­
ros intereses que no lograba comprender ni situar en el ámbito de
lo razonable, habían ¡do cambiando su vida. Los valores más fir­
mes y las sólidas convicciones que fueron definiendo un mundo, al
que le había costado media vida adaptarse, estaban a punto de
derrumbarse.
Los destellos de luz que a cada instante recorrían parpa­
deando la altura del palo, le incitaban a cerrar los ojos y estreme­
cerse. Una esfera solar anaranjada, difuminada por las nubes bajas

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como en el final de una película romántica, parecía que pugnaba,
al igual que sus pensamientos, por encontrar una salida airosa a
tan penosa situación.
Le asustaba regresar, aproximarse a tierra. Estaba aterrado
con la posibilidad de tener que enfrentarse a lo que allí le espera­
ba. Pero aún le angustiaba más no volver a encontrar la sensa­
ción de paz y equilibrio que había hallado en ese pequeño barco
durante los días de soledad padecidos. Soñaba y añoraba prolon­
gar ese consciente aislamiento para poder seguir siéndole fiel,
para no tener que fingir o mentir y acompasar sus necesidades
vitales a los desagradables devaneos con la inevitable realidad
que le aguardaba.
Al desplazar las manos por la fina capa de cuero que cu­
bría la rueda del timón, observó sus huesudos dedos: los cubrían
muy poca carne. Habían perdido gran parte del vigor que tenían
acumulados, cuando, cuatro meses atrás, navegaba por esas mis­
mas aguas con rumbo opuesto. También el pantalón azul de lona
estrenado en la ceremonia de salida, al ponérselo hoy, colgaba
sin forma delatando los muchos kilos perdidos; en sus caderas no
quedaba carne donde sujetarlo. Así que, con un trozo de cabo, se
fabricó unos rústicos tirantes. El fuerte olor a humedad que despe­
día la vestimenta, encerrada varios meses en la sentina, no le
permitió deleitarse en el placer de ponerse ropa limpia. La dura
consistencia dada por el salitre a la tela los mantenía tiesos, estira­
dos absurdamente sin que pudieran adaptarse a sus entumecidos
huesos. Por eso, con los movimientos que realizaba, sonaban
crujientes. Parecía como si sus huesos fueran los causantes de la
sintonía de tal inusitada orquesta.
Las nubes fueron bajando al tiempo que se cerraban cada
vez más; dejaron al barco aislado, ciego, navegando por medio
de la pequeña aguja del compás que saltaba entre las diminutas
rayas asignadas a los rumbos
Cuando descendió a la cabina para poner en marcha la
sonda y así ayudar a la estima a situar el barco entre la niebla,
se cruzó de nuevo, como tantas y tantas veces lo había hecho
durante la travesía, con un trozo de espejo que llevaba
siempre sujeto cerca de un cuchillo grande y afilado; arranchado

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de respeto contra la escalerilla de descenso a la cámara. Por una
vez se detuvo junto a él después de tantos días de pasar a su lado
entre los repentinos y constantes brillos viajeros que producía. En
ocasiones, los reflejos eran enviados hacia el interior de la cabi­
na, perdiéndose en ella, después de rebotar torpemente en cuan­
tos objetos encontraban a su paso. Otras, escapaban ingrávidos
por alguna abertura, y se confundían para siempre con las luces
del día.
Tenía la mirada fija en el trozo de espejo y no lograba cono­
cerse. Su cara había cambiado, o eso pensaba después de tanto
tiempo de no verla. Lo que más le impresionaba de ella eran los
ojos: ya no eran los mismos de antes. Y era lógico, se decía.
¿Cómo iban a serlo? Con lo que había pasado. Concebidos para
mirar el mundo en sus variadas formas y colores, durante meses,
se convirtieron en un mero filtro caleidoscópico de exclusivas tona­
lidades azules, que variaban, de los oscuros cobaltos casi grises
de los mares australes, a las pinceladas turquesas y blanquecinas
de unas latitudes bañadas por los cálidos vientos Alisios; pero el
color dominante siempre había sido el azul. Palpó también sus
mandíbulas, como queriendo precisar la carne que le faltaba en
ellas. Le debió parecer mucha, pues sus dedos, se quedaron suje­
tos a los duros huesos de la quijada, sin que en la ligera presión a
la que los sometió pudiesen encontrar el mullido freno de la carne.
El barco se detuvo de improviso. Era como si, de pronto, algo
no le permitiese seguir avanzando. Asomó la cabeza por el porti­
llo, pero sólo vio la fina capa de niebla que le envolvía. La ligera
brisa que le acompañaba desde hacía más de dos horas había
dejado de soplar, y la larga y visible estela que el casco venía
fabricando tras de sí a fuerza de tejer aire y agua, quedó converti­
da en pequeños remolinos que desaparecían quebrados con rapi­
dez, barridos por las ondulaciones del agua al desplazarse. El
murmullo hueco y vacío que producían las velas, apenas permitía
que las sensaciones exteriores llegasen hasta él. Un repentino eco
lejano, que se impuso sobre los variados sonidos que escuchaba,
provocó el que se encaramase sobre la cubierta. En principio le
pareció una sirena, pero cuando trató de escucharlo con más aten­
ción no volvió a producirse. Cazó la escota de la vela mayor para

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que la botavara dejase de hacer ese desesperante ruido indican­
do que estaba detenido. Luego, intentó que recogiese las escasas
briznas de viento que las persistentes nubes bajas apenas deja­
ban circular. Volvió a escuchar el rumor lejano de una sirena, uni­
do al zumbido hueco y monótono de un motor. Pero él era cons­
ciente de que, entre una niebla tan espesa, las alucinaciones po­
dían provocar que escuchase e incluso viera cosas inexplicables.
Pasados unos instantes, en los que sus oídos trataron de si­
tuar el sonido, ya no prestó atención a los lejanos clamores, y
continuó, prisionero de sus pensamientos, en la difícil tarea de
hacer que el barco se moviese en el rumbo correcto.
Otra vez el siniestro ruido se dejó oír entre la niebla; pero
dio la sensación de que lo hacía con más fuerza. Sonó, ¿dónde?
Creyó que a proa, pero no estaba seguro. Caminó hasta la esco­
tilla de estibar velas y escuchó de nuevo... Nada, ni tan siquiera el
rumor del agua al lamer con exquisita dulzura el casco. Aún esta­
ba en aguas seguras, pensó. Había confirmado el rumbo hacía
tan sólo una hora, pero le tentaba reafirmar su posición; sobre
todo, porque apenas podía distinguir el botalón de su barco entre
el espeso puré que le rodeaba.
La maldita sirena repitió su lacónico sonido.
-¡Hay un barco cerca! -exclamó.
Y, aunque se había apartado de las rutas comerciales, con
esa pésima visibilidad alguno había podido despistarse -por eso
llamaba advirtiendo de su presencia-; pero entre la niebla iba a
ser muy difícil poder situarlo. ¡Si tuviera el radar!, se lamentaba;
pero dejó de funcionar meses atrás, cuando, en el primer vuelco
que sufrió, perdió su antena.
Un ligero cosquilleo recorrió su fatig ad o cuerpo
intranquilizándole aún más. De todas las infinitas cosas desagra­
dables que pueden ocurrir en la mar, y son muchas, la niebla es
sin duda la que más impotencia crea. Contra los vientos y las olas
se puede subsistir, y siempre hay defensa si los conocimientos y la
embarcación han sido preparados para armonizar con ellos. Pero
las blanquecinas y envolventes nubes que bajan hasta tocar el
agua, te atrapan en su manto sin que puedas hacer nada para
escapar. Sólo, cuando ella quiere, se eleva lentamente, para dejar

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otra vez al descubierto la pequeñez que representa un navegante
cuando flota entre las viajeras e inquietas olas.
Comprobó la posición del reflector de radar situado en la
perilla del palo. Para su tranquilidad lo vio brillar por los efectos
de las gotas de agua condensada que lo mojaban, y esperó pa­
ciente que, fuera quien fuese el dueño de la sirena que le acobar­
daba, viera el reflejo luminoso que produciría en la pantalla de su
radar. ...
Dos fuertes sirenazos le pusieron la piel de gallina. En ese
momento pasaron por su cabeza multitud de imágenes grabadas
a lo largo de los meses de navegación, y como en una película, se
amontonaron en su mente las feroces escenas de persecución,
llevadas a cabo por gentes que ni tan siquiera sabía qué preten­
dían de él.
Un miedo impotente le invadió. Era una sensación dividida:
no podía conocer lo que le esperaba en puerto respecto a la extra­
ña caja metálica que había descubierto a bordo. Y, por otro lado,
tampoco tenía la seguridad de llegar a él con vida. En ese instante
sólo se le ocurrió otear el inapreciable horizonte, imaginando ver
salir la amenazadora roda de un buque que se precipitaba con­
tra él.
Las brillantes gotas de agua que esparcían las nubes habían
mojado todo lo que le rodeaba, y sus ojos, salinos e irritados, se
entrecerraban intentando enfocar las sombras fantasmagóricas que
frente a él nacían y morían, provocadas por la ansiedad de que
era preso.
Esa vez la sirena dejó muy claro que la distancia que le
separaba de ella era muy pequeña. Dos latigazos sonoros abrie­
ron la gruesa masa nubosa entre la que navegaba. Creyó ver el
agua agitarse por la amura de babor; pero no, era una mala
pasada del subconsciente. Lo había provocado las ganas que te­
nía de encontrar una respuesta que le convenciese de la lejanía
del ruido que le atenazaba. Los rostros de sus seres queridos se
balancearon ingrávidos en una nebulosa íntima y cercana. Sus
cómplices miradas se clavaron en sus ojos como si le agradecie­
sen el hecho de haber podido compartir sus vidas con él, y con la
cantidad de sueños que se empeñó en tocar con las manos.

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En un acto reflejo bajó a la cámara. Metió en una bolsa el
libro de bitácora, en el cual habla descrito de forma detallada los
siniestros avatares de su navegación alrededor del mundo. Tam­
bién introdujo su pequeña cartera de mano. De un pañol situado
¡unto a la litera de estribor, sacó las bengalas y un chaleco salva­
vidas: se lo puso sin pensarlo. Miró por última vez, con cierta
melancolía, el lugar que había sido su hogar durante tanto tiem­
po, y salió de nuevo al exterior. Nada parecía moverse; ni siquie­
ra la superficie de la mar le dejaba entrever una pista de lo que
estaba aconteciendo a su alrededor. Pero él sabía que algo se
acercaba entre la niebla. Casi podía sentir el contacto que en
unos segundos temía se iba a producir. Una opresión en la nuca,
muchas otras veces sentida en su carrera por sobrevivir, fue el
claro reflejo con el que el cuerpo le puso de manifiesto sus temo­
res.
Los ruidos de las velas al flamear y los persistentes golpes de
las drizas rozando contra el palo, eran los únicos sonidos que
envolvían el dramático amanecer en el que estaba inmerso. Pero...,
sí; ahora supo de dónde provenía la infernal sirena: era por ba­
bor. Repetía su agónica llamada. El sonido quería hacerse paso
entre la bruma. De momento parecía que estaba consiguiendo su
propósito, aunque no era capaz de ver quién lo producía.
El cambio en la dirección de las diminutas olas que le llega­
ban, le hizo creer en la posibilidad de que el barco fantasma que
le acechaba fuese el causante de esa variación. El silencio era
aterrador, y la sensación de inminente encuentro que experimenta­
ba, le hacía incluso levantar los brazos para tapar su cara y amor­
tiguar así el golpe que seguro recibiría.
Por su cabeza cruzaron atolondrados pensamientos que no
querían detenerse. Agarrado a un obenque, con la sensación de
ridículo que siempre produce el salvavidas pasado por el cuello,
no podía creer que después de haber surcado los mares más du­
ros del Planeta, pudiera acabar la regata abordado y hundido
por cualquier buque de carga que, presuroso y ciego por la nie­
bla, quería llegar a su destino pasando, incluso, por encima de él.
No podía aceptar que ése fuera el final de su añorada aventura.
Tan sólo le separaban doscientas millas del puerto de Les Sables

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D'Olonne; lugar de su salida hacía ya tanto tiempo, y de la llega­
da horas después, si la niebla no se hubiera interpuesto en su
camino. Se resistía a conformarse con un destino tan estúpido.
Cosa muy distinta, pensaba, hubiera sido sucumbir en alguno de
los temporales de fuerza once que había padecido, o naufragar
por causa de las brutales embestidas de sus perseguidores; al
menos, hubiera sido un final honroso. Pero..., esto no le podía
estar sucediendo, se decía. Había aguantado el frío glacial, el
hambre, la sed y el miedo en todas sus formas de expresión; ¿pero
acabar de esa forma?, golpeado por un barco, aplastado
insignificantemente a pocas millas de conseguir su ansiada meta,
donde podría aclarar el misterio que le había acompañado duran­
te la navegación, le indignaba.
Una brisa acababa de levantarse. Instantes después, dos
nuevos sirenazos retumbaron sobre las velas. Sonaron como un
lamento más que como una advertencia. Y, él, que pensaba que
ya sólo las murmuraciones y las facturas amontonadas en tierra
podrían acabar con su vida, tembló como un junco al ser mecido
por el viento. El calor húmedo que recorrió su cuerpo, se convirtió
en el emisario de sus sentidos. No sabía qué más podía hacer
para denotar su presencia, pero temía que era muy poco. Un arco
iris, descompuesto en tonalidades que se superponían unas a otras,
le envolvió los pensamientos como tapizándolos para que no le
hiciesen daño. El particular Dios de los marinos, pensó, trata de
ayudarme en el trance final.
Por unos instantes le pareció una liberación lo que le estaba
sucediendo. Un leve optimismo nació dentro de él como si le excu­
sara de la responsabilidad de la decisión que la última semana no
había sido capaz de tomar. ¿Será ésta la respuesta a todas mis
dudas? ¿O es que la providencia me premia poniendo ante mí un
atajo a los problemas que no he podido resolver? No lo sabía,
pero ya daba igual; lo único que anhelaba era que llegase de una
vez el fin. Que si la roda de un buque tenía que partirle en dos, lo
hiciese pronto, que no se prolongase la suspensa agonía que pa­
decía, y que los secretos encerrados en la caja metálica que había
en su sentina desapareciesen con él para siempre.

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Pero..., apretando los puños en una actitud normal en él
cuando todo se dislocaba, salió de nuevo de los lúgubres pensa­
mientos que pretendían quebrarle el ánimo, y regresó a la solita­
ria lucha por sobrevivir que había mantenido durante cuatro me­
ses. Bajó a la cabina, cogió de un estante la bocina de gas, aso­
mó la cabeza por el tambucho, y presionó su pulsador hasta que
la fuerza del dedo logró romper su seguro. Un sonido desafinado
se esparció a través de los pocos centímetros que era capaz de
ver. Repitió la presión y aún fue peor. Lo agitó frenéticamente in­
tentando que el gas se reactivase; apretó de nuevo. Un ruido algo
más consistente viajó entonces por el aire, pero no creyó que fue­
se capaz de perforar las opalinas y casi sólidas nubes que le
rodeaban. Durante un rato repitió la absurda operación conscien­
te de que, desde el puente de un barco mercante no podría escu­
charse semejante sonido; pero el acto le sentó bien, aunque sólo
fuese por el hecho de haberlo intentado. De pie, junto al palo,
repitió una y otra vez el pitido, que apenas se alejaba unos metros
del barco. El cruce que se produjo con la potente sirena que le
atormentaba le hizo desistir de su empeño. Al escucharlos ¡untos
aún era más ridículo. La sirena, con su primer golpe de viento le
había hecho estremecer aferrándose al palo en un acto terminal.
Sin embargo, el suave sonido que trató de hacer oir con su boci­
na, le devolvió a la realidad de la verdadera impotencia que sen­
tía. Desesperado, lanzó el recipiente al agua como queriéndose
vengar de su absurdez, y clavó la mirada sobre lo que le pareció
una sombra que rápidamente se precipitaba contra él. Cerró los
ojos y sintió la leve brisa de la mar; pero apenas refrescó su con­
gestionado rostro.
Miró la pequeña balsa que también desde hacía tiempo te­
nía su cabo de apertura anudado al balcón de popa. Visualmen­
te, comprobó la posición de las tres botellas de plástico en las que
había metido, al igual que los antiguos marinos, largas notas rela­
tando lo que le había acontecido; llegarían a algún lugar, se dijo
mientras las lanzaba.
El silencio que reinaba se cortaba: no sabía si producido
por el jadeante respirar que no podía acompasar, o por los latidos
de su corazón que se escuchaban potentes y dislocados. Los inter­

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valos se hacían cada vez más cortos y marcaban las venas de sus
sienes; desde hacía un rato su cabeza se había transformado en
un improvisado tambor. Todo parecía indicar que la vida se aca­
baba. Y se despediría de este bello Planeta Azul sin ver por última
vez los variados tonos de la mar que tanto le habían ayudado a
soportar ese calvario. En los últimos instantes se consoló recordan­
do las vertiginosas cabalgadas que había experimentado en las
sobrecogedoras olas de los Mares del Sur. Pero creyó, y éste fue
uno de sus últimos pensamientos, que lo que más angustia le pro­
ducía en esos momentos finales era morir sin saber quién le perse­
guía, por qué lo hacían y con qué fines habían introducido en su
barco ese recipiente lleno de siglas que intuía aterradoras.
Le vencían pero no le derrotcban. Había luchado hasta la
extenuación y era eso lo que haca sublime su navegación. La
grandeza de su alma quedaría sostenida en el íntimo anonimato
de sus actos: para él, marino solitario, ése era el lugar adecuado.
Y buscó un fugaz acomodo entre las ambiciones que había deja­
do suspendidas a lo largo de su vida, y la realidad que, en ese
instante, dormía sus ansias, mitigaba sus odios, y elevaba al amor
y a la tolerancia al punto álgido de su existir. Las metas conquista­
das podían ser suficientes si, como él, dejaba en el mundo unos
seres a los que transmitió la fuerza inexorable que ejerce la sensi­
bilidad, el respeto a los otros y la inalterable palabra verdad como
único y exclusivo credo para construir mundos solidarios.
La voz que durante los dos últimos meses había tratado de
confortarle, estalló como el chasquido de un rayo a través de la
radio, acompañada de entrecortados carraspeos eléctricos.

Hay una cierta melancolía que se desprende de edificios y


calles, y que se alterna con la imagen tenebrosa que la mar ad­
quiere cuando llega el otoño. Brighton se recogía para una noche
más, en la que, seguramente, las olas y espumas que ponen esa
particular música a su costa, no harían acto de presencia. Una
fina capa de niebla había avanzado desde el Sur resbalando por
los frondosos cerros poblados de hayas y cedros que, como barre­
ras naturales, protegen a sus playas del embate de los fríos vientos

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del norte. Y repartió a su paso un manto en apariencia cálido y
protector, pero que, en realidad, mojaba y cubría con intimidad
exquisita cuanto sobrevolaba.
La mar, influenciada por la bruma, se había detenido en un
pacto con el viento, y esperaba órdenes para entablar de nuevo
ese trajín de siglos vivo, inconformista y seductor.
Las manos de Tatiana Pliseskia se impregnaron del rocío que
las nubes traían, al tiempo que su mente, trataba de abrirse a una
vida nueva en la que amor y dicha no tuvieran que pasar por
tantas pruebas como hasta ahora había tenido que superar. Du­
rante treinta años soportó con resignación cuantos avatares le re­
servó el destino, en una tierra, en la que para tener algo, había
que cerrar la puerta al pensamiento propio. ¿Sería demasiado
pedir vivir en paz con uno mismo? Se preguntaba con la mirada
perdida en los reflejos viajeros que la mar le devolvía cada vez
que se empeñaba en sonsacarle una respuesta. El que brillase no
podía entenderlo como una contestación afirmativa: al contrario,
las aguas le dejaban aún más llena de unas dudas tan vagas e
inciertas, como esa noche, y debido al tiempo, era el destino de
las ondas marinas. Desde niña habían pretendido inculcarle cier­
tos principios entre los que destacaba, sin razonamiento alguno,
la entrega al hombre que sería su esposo. A veces, su madre,
influenciada por las confusas costumbres populares de la Unión
Soviética, le llamaba su amo. Otras, recurría a sus camaradas con
mando, para recrearse en el poder que las mujeres soviéticas po­
dían pasear ante las estúpidas narices de los hombres de$de los
tiempos que Lenin decidió igualarlas en derechos y prerrogativas,
aunque al final, siempre mandase un hombre. Tatiana se revelaba
contra esas maneras, por otra parte, contrarias a los sagrados
usos del comunismo. Si a los de mayor rango y poder se les podía
llamar camaradas, solía decir, como iba a consentir en llamar
amo o señor a su esposo: al hombre que, por propia voluntad,
estaba llamado a compartir su vida. Claro que podía llegar a ser
el dueño de su ser, pero debía alcanzarlo por méritos propios.
Más por una conjunción de entregas mutuas que por imposiciones
y tradiciones amparadas en resabiadas iglesias y maniqueos po­
deres machistas.

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Educada en el coactivo comunismo, siempre se opuso al
sistema de aunar voluntades y someter criterios a base de
represión. Sus deseos pasaban por una igualdad real en la que
las metas, sólo se alcanzasen por la capacidad de cada uno y por
el trabajo realizado. Lo que había visto de América tampoco le
llamaba en exceso la atención. Estaba deslumbrada, sí, por el alo
de bienestar que se desprende de los rostros de gran parte de
sus habitantes, pero, ¿había visto todo? Seguramente no, se decía
cada vez que imaginaba su vida con Nat en el país donde se
cumplen, como en otros, los sueños de unos pocos. El exceso de
materialismo podía ser tan pernicioso como la absoluta carencia
con la que se le había mortificado a su pueblo. La altivez de mu­
chas mujeres, sus brillantes puestos y la moda de que ocupasen
incluso aquellos lugares que no deberían, le habían dejado muy
confusa. ¿Lograría equilibrar sus anhelos, con los, en principio,
coloristas destellos de plenitud que Nat le prometía?
Tatíana amaba la feminidad como una consecuencia glorio­
sa al hecho de ser mujer. Siempre había huido de aquellas que
pretendían matar todo lo relacionado con los sentimientos o la
ternura, y que amparaban en críticas despiadadas y juicios de
valor desde puestos con voz, su firme propósito de parecer efica­
ces por alejadas de la debilidad. Como si la feminidad fuese el
enemigo a combatir. Para terminar, un tiempo después, en los di­
vanes de psiquiatras y psicólogos rotas de tanto fingir y repletas
de un alcohol secreto y silencioso, que sí les permitía llorar y sacar
fuera tanta represión sentimental y tan gran castración de instintos
naturales. Tatiana pensaba que era como querer vestir de renun­
cias al hecho de ser madres; o de ir en contra de las diferencias
que honran a las de su sexo desde que el mundo es mundo, enta­
blando perdidas batallas contra la naturaleza. Pero algunos, pen­
saba ella, querían que el mundo jugase, por un tiempo y por
dinero, a los acertijos, poniendo a prueba la capacidad de los
humanos para mimetizarnos en cosas y actitudes para las que no
fuimos concebidos. Y, más tarde, como suele suceder, a golpes,
duros y crueles, recuperemos el juicio.
Los pocos vehículos que circulaban por el paseo a tan avan­
zada hora de la noche parecían fantasmas sometidos a las más

23
diversas metamorfosis. Y fueron los destellos de sus faros al incidir
patinadores contra los charcos los que la sacaron de su reflexión.
La niebla se había apoderado de la ciudad. Era difícil ver más
allá de un par de metros. Con el cuello del chaquetón subido,
asomada a la terraza de su hotel, y la preocupación y la incerti­
dumbre impresa en su rostro, escudriñaba el manto blanquecino,
entre el cual, en algún lugar, sabía que él se encontraba.
¿Habrá dado con ellos?, o, ¿acabó para mí el breve coque­
teo que he mantenido con una vida mejor?
De los claros ojos de Tatiana salieron unas lágrimas cristali­
nas, ni de hombre ni de mujer, que se mezclaron con las gotas de
agua que desprendían las nubes bajas. Una vez más lloró. No
podía recordar cuántas veces en su vida la impotencia, la alegría,
la complicidad o el dolor, le habían arrastrado hasta ese honesto
desahogo de los sentimientos. Pero notó que esta vez lo hacía de
forma diferente: lloraba con la fuerza que se desprende de la
esperanza. Y su llanto, cada vez más vivo y compulso, acelerado
por la nostalgia y el vacío irrecuperable de la ausencia, se perdió
y vagó en la noche. ¿Llegaría hasta él impulsado por la viajera e
inestable niebla?

24
UNO

En el Puesto de Control de la regata Vendée Globe, situado


en Port Béneteau, en la avenida de la Grande-Armée de París, el
operador de turno tenía la vista fija en los constantes parpadeos
de unos puntos luminosos que aparecían en la pantalla frente a la
que estaba sentado; representaban a casi todos los barcos que
aún seguían en regata. Las señales viajaban desde las embarca­
ciones al espacio por medio de las antenas situadas en ellas. Tras
rebotar en el ya viejo satélite Eurostar, regresaban de nuevo en
forma de ingrávidos y brillantes destellos.
El francés Joubert, el ganador, había llegado al puerto fran­
cés de Les Sables D'Olonne hacía diez días en una arriesgada
cabalgada de tan sólo ciento cuatro jornadas. También lo había
hecho Bernard Gaziello, el monegasco trotamundos, que con su
rápido barco, el Looping, había recorrido las casi 27 .0 0 0 millas
de la austral circunferencia en poco más de ciento diez días. El
americano Tom Devor, con un velero de menor eslora, llegó a
puerto dos días después; totalizando ciento veintidós jornadas
náuticas. Durante la última semanc parecía que el concienzudo
yanqui terminaría por alcanzar al monegasco, pues realizaba
singladuras de casi trescientas millas diarias. Pero no; Gaziello al
sentirle cercano, apretó el invisible acelerador de sus velas, ayu­
dado por la cola de una borrasca.
Los organizadores esperaban ya la llegada del Comodoro;
debía producirse en las próximas horas. Le llamaban así, por ha­
ber ocupado en su club tal cargo durante mucho tiempo, y porque
su apasionada actividad marinera, que se remontaba a su niñez,
le hizo merecedor de tal apodo. Era un hombre de poco más de
cuarenta años, que había pasado los veinte últimos encerrado en
un elegante despacho ejerciendo la abogacía. Cuando llegó a la
línea de salida, nadie lo hubiera dicho: su aspecto desenfadado e
informal le alejaba en exceso de los conspicuas y afectadas com­
posturas de aquellos que hacían de ¡a ley su forma de vida. Para
él, los títulos académicos, sólo eran el bagaje de unos conocimien­
tos que había que utilizar para mejorar la solidaridad, y de paso,

25
comer de ello; no al revés como sucedía con casi todos. Detestaba
a cuantos imbéciles tenía que tratar a diario arrogados en ama­
ños, enchufes y privilegios que sólo perseguían un mejor posición
desde la cual tiranizar a los demás, tras el sucio regusto del poder
cuando no se impone para mejorar la vida de todos. El Comodoro
había tratado de que su trabajo llenase esos días interminables en
los que era difícil permitir a la imaginación que volase más allá de
los libros de derecho y de tantas limitaciones y desconfianzas im­
puestas en sus páginas por los mismos que, más tarde, se servían
de ellos. El tiempo libre que le dejaban sus obligaciones, lo utiliza­
ba en navegar, participando en cuantas regatas podía tomar par­
te. Había cruzado el Atlántico tres veces: una por la ruta del Alisio,
y lo encontró un tanto aburrido. Así que, se inscribió en la Ostar
inglesa para recabar más emociones; y vaya si las encontró: du­
rante tres días estuvo a la capa cerca de Terranova sometido por
un fuerte temporal. La tercera, fue un placentero crucero con su
mujer, de vuelta de las costas de América del Norte.
La tarde en la que su mundo y su vida cambiarían para
siempre, permaneció en la oficina hasta entrada la noche. La sole­
dad más profunda y separadora se perdía entre los estantes reple­
tos de farragosos libros a los que había intentado comprender y
amar sin conseguirlo. Los miró a sabiendas de que era la última
vez que lo hacía, y no sintió nada: ni la menor emoción corrió por
su piel. Sólo vio en ellos normas escritas por otros con la sola
intención de seguir controlando la vida de los demás bajo la apa­
riencia del orden y la decencia. ¿De qué orden y decencia le
hablaban a él?, que se enfrentó a las injusticias de los poderosos,
la prepotencia de los bancos y al abuso de cuantos se amparaban
después en la política y las iglesias para hacer lo que les viniese
en gana. Pasó la mano sobre el archivo que guardaba las carpe­
tas con los muchos y muy variados asuntos que había llevado a lo
largo de su vida profesional, y le vinieron a la cabeza las críticas,
broncas y reproches de aquellos a los que pretendió aconsejar y
ayudar. Ni una sola frase de agradecimiento vino a su mente;
sería porque apenas las hubo, pensó.
Dos títulos colgaban sobre una entelada pared, destacando
como emisarios de advertencias y sabiduría sin probar. Los miró

26
con detenimiento y los descolgó sin emoción. Sobre la tela quedó
un cerco de polvo oscuro y añejo que le pareció la demostración
más palpable y manifiesta de los muchos años perdidos y pasa­
dos bajo la protección de ese reconocimiento de la sociedad a un
saber que, en realidad, los miembros de ella negaban después, al
no dar igualdad de oportunidades para poderlos utilizar. Desde
la puerta de la calle miró hacia el lugar donde había permaneci­
do tantos años de su vida. Quiso encontrar algo de emoción, pero
fue vano el empeño. Aquel lugar se estaba convirtiendo en un mal
recuerdo distante y lejano, incluso, antes de haberlo abandona­
do.
Llegó a la plaza bajo cuya descomunal estatua que la presi­
día, y que representaba a un salvador de no sé qué, tenía aparcado
su coche. Se detuvo unos instantes para observar el impresionante
y majestuoso edificio qué proyectaba una alargada sombra sobre
el empedrado pavimento. Su fachada estaba repleta de adornos
leonados y pequeñas columnas romanas repujadas de frisos y
capiteles que trataban de darle a la construcción la importancia
que los hombres no habíamos poaido otorgarle a base de razo­
nes, hechos, comprensión y palabras. O una magnificencia que
asustase y provocara la entrada en él encogidos, doblegados por
aquellos que nosotros pagábamos, y cuya misión consistía, sobre
el papel, en hacernos la vida más fácil, en lugar de convertirse en
los ávidos fabricantes de los más inrrincados laberintos institucio­
nales. En los cuales, agotados y perdidos, nos sintiésemos peque­
ños, ínfimos, para de esa forma, ser vapuleados mejor.
En aquel magno edificio, donde se repartía la justicia, le
habían dado la razón muchas veces, casi nunca cuando él creía
tenerla. Lo mismo que cuando se la negaron se creyó atropellado
e indefenso. Sentado en un banco de madera bañado por la ama­
rillenta luz de una farola, solo pudo ver una enorme caja de pie­
dra en la cual nos sometíamos, diariamente, a nuestras propias
limitaciones y desatinos.
Al levantarse, el viento que se colaba por las calles adya­
centes, voló los papeles que traía consigo, y que había pretendido
guardar más por romanticismo, que porque precisara de ellos. En
un principio trató de recogerlos, pero algo le incitó a dejarlos

27
volar. ¿Que mejor forma de terminar esa etapa de su vida que
permitiendo el vuelo incierto y dudoso de cuanto decían y repre­
sentaban sus contenidos. Y sería libre de nuevo, como recién pari­
do, para escoger otro camino en el cual se equivocaría menos por
el bagaje de experiencias que acumulaba. Y pensó también en las
firmes ataduras que representan los montes y tierras donde nace­
mos, y que no dejan ver otro paisaje u otros horizontes, y que nos
aprisionan el alma y no la dejan crecer. Y se sintió libre sin la
calificación que los otros habían pretendido hacerle cargar de por
vida, aunque ésta viniese de los hechos y actos de esa juventud
dispuesta para experimentar y encontrar el rumbo.
El año siguiente a su voluntaria renuncia de señor importan­
te, que por cierto generó todo tipo de comentarios malignos e
interesados, lo pasó buscando un patrocinador que le financiase
la participación en la Vendée Globe. No fue tarea fácil; aquellos
amigos que antes le rodeaban, mandaban a sus secretarias que
les disculpasen por estar fuera, o reunidos, u ocupados. Ya no era
el brillante abogado al que, tal vez, habría que recurrir o pedir tal
o cuál favor. Sus ahorros y la ayuda de dos pequeñas empresas a
las que había dedicado menos tiempo que a aquellas que ahora
le ignoraban, lograron completar un reducido presupuesto sufi­
ciente para tener la oportunidad de probarse a si mismo y partir
hacia el lugar donde el cielo se ¡unta con las olas, o donde los
pensamientos e ¡deas se pueden ir tejiendo y rumiando lentamente
a fuerza de ver y sentir.
En la famosa Regata, auténtico Everest de la vela, también
participaba la joven francesa Chrystele Lancelot. Se trataba de
una frágil mujer de aspecto delicado que atesoraba en su cuerpo
y en su mente la destreza necesaria para dominar a su velero.
Aunque ella siempre decía que, era la sutil conjunción de la ternu­
ra y el tacto, lo que permitía que su barco acatara las órdenes y le
obedeciese. Los medios de comunicación le prestaban más aten­
ción que a ningún otro. Sin duda fue el marino más solicitado, y la
que más muestras de cariño recibió.
La extrema dureza que habían soportado los concurrentes a
las anteriores ediciones de la Vendée Globe, estaba ya relatada
en artículos publicados y en varios libros. Los inscritos en la pre­

28
sente, los habían leído hasta la saciedad, por lo que ahora nadie
podía sorpienderse del duro futuro que les aguardaba. De trece
participantes que, al igual que en esta ocasión salieron del puerto
de Les Sables D'Olonne tres años atrás, sólo siete fueron capaces
de llegar a la meta. Los otros, se conformaron con salvar sus vidas.
Sus barcos llegaron destrozados a diferentes puntos del Planeta,
poniendo una vez más de manifiesto la terrible dureza de la com­
petición. Ahora tenían claras y directas referencias de los tormen­
tos pasados por esos pioneros; y casi era peor. Al menos antes,
nadie les había contado las calamidades que padecerían. Los tes­
timonios de largas navegaciones en solitario, vapuleados por te­
rribles borrascas en los mares australes, siempre procedían de las
narraciones de algunos marinos que podían permitirse el lujo de
poner sus pesados barcos a la capa y esperar tiempos mejores.
Era cierto que Bernard Moitessier en 1968, junto a otro
puñado de locos navegantes, decidió participar en la iniciativa
que el periódico inglés, Sunday Times organizó para solitarios
alrededor de la Tierra. Y los resultados no pudieron ser mas
esclarecedores para medir y valorar la dureza de la regata. Nue­
ve hombres tomaron la salida: sólo uno terminó, si dejamos a un
lado la inesperada y voluntaria renuncia de Moitessier, que si­
guió navegando prisionero del hechizo que le causaron las gran­
des mares del sur. El vencedor necesitó trescientos doce días para
completar su singladura. El resto, salvo uno que murió, abandona­
ron por diferentes causas. Pero todos fueron unánimes al manifes­
tar la extrema e inhumana dureza de la prueba.
Pero los barcos con los que ahora se afrontaba esta nueva
edición de la Globe, nada o muy poco tenían que ver con las
embarcaciones de los años sesenta. Mucho más grandes, y sobre
todo más ligeros y veloces, era necesario acompasar resistencia
con reflejos y agilidad, para lograr aguantar sobre la mar más de
cien días a velocidades de vértigo.
La mentalidad con la que se tomó esa primera experiencia
sin escalas fue muy distinta. Sus participantes formaron un selecto
grupo de vagabundos de los mares, que surcaban los océanos
por mero placer y puro romanticismo. Los que ahora concurrían,
eran en su mayor parte profesionales. Algunos, como el Comodoro,

29
simplemente marinos: hombres que navegaban por el puro placer
de hacerlo buscando sus límites.
Pero había otras cosas que los diferenciaban de aquellos
pioneros: los anuncios publicitarios. Al igual que los coches de
fórmula uno llenaban sus cascos, ropas y velas. Tenían que res­
ponder a las expectativas que sus patrocinadores habían puesto
en ellos. Las horas de televisión y el cansado protagonismo en
publicaciones y medios de comunicación, debían compensar las
inversiones millonarios que es necesario realizar, para que esas
sofisticadas máquinas, auténticos bólidos de la mar, puedan par­
ticipar.
Ese día, el resultado de tantos esfuerzos y el fruto de otros
tantos millones puestos a flote, estaban casi todos representados
por unos pequeños puntos luminosos que se reflejaban en la pan­
talla del Centro de Seguimiento de París. El más adelantado debía
ser el Comodoro, aunque el ruso Petrovski estaría cerca. El que sus
luces no parpadeasen era preocupante; aunque ya había ocurri­
do en otras ocasiones. A su zaga, a la izquierda de la pantalla, se
distinguían dos claros parpadeos: destellaban muy juntos separa­
dos apenas por una raya de las muchas que cuadriculaban la
pantalla. Una de ellas, pertenecía a Lanceíot, la joven sirena de
los mares, como le llamaba la prensa. En la esquina de la panta­
lla, abajo del todo, casi en el límite del marco plástico del apara­
to, otro punto luminoso indicaba la posición de un navegante. Se
trataba de Volpe, el italiano loco de Bríndisi, como cariñosamente
era conocido en el mundo de la vela. En un extraño y radical
diseño, temerario en opinión de otros, pero propio de ese pueblo
imaginativo y creador, progresaba muy lentamente debido a la
carencia del palo. Bueno, no era del todo cierto: le quedaba un
pedazo de poco más de tres metros. El simpático italiano había
dicho por radio que, la pizza y los tallarines que su madre prepa­
raba mejor que nadie, tendrían que esperar un poco más.
Quedaron atrás los dos abandonos. O, cuando, en algún
caso, concretamente en dos, los barcos desaparecieron bajo las
descomunales olas de los mares Australes. Sus tripulantes logra­
ron salvar la vida con la ayuda de otros participantes y la Armada
Australiana tras permanecer varios días a la deriva en sus cascos

30
volcados. Pero además de estos percances hubo otros más gra­
ves. Los muertos con que contaba esta regata se elevaban a cua­
tro. Nadie había podido conocer las causas de esos naufragios.
Ni siquiera las razones por las que no activaron los sistemas de
emergencia vía satélite con los que :ban equipados. Tampoco pudo
aclararse por qué las radios de estos participantes, ¡unto a las de
Petrovski y el Comodoro, no eran capaces de emitir.
Estos acontecimientos ensombrecieron la regata, y sumieron
a la organización de la prueba náutica en un caos de preguntas y
llamadas. Sólo Serge Acetó, el director, nervioso y extraño, pare­
cía guardar algo para sí. Su carácter franco y sincero no le permi­
tía ocultar, al menos con cierta convicción, los graves problemas
padecidos durante los últimos meses; pero de momento no podía
hablar.
Era verdad que los vientos soplaron aquellos días con una
fuerza que oscilaba entre los siete y ocho de la escala de Beaufort,
pero no era excesivo para ese tipo de naves, y sobre todo, para
unos expertos marinos. Además, también otros participantes los
habían padecido sin que sus barcos sufriesen demasiados daños.
La marina sudafricana dio por terminado el rastreo de la zona
pocos días después. La organización perdió, entonces, toda espe­
ranza de encontrarlos con vida.
En ese sentido fue el parte que, amañado por su director
Acetó, se distribuyó entre la prensa acreditada. Y como sucede
siempre, la noticia de las muertes atrajo a nuevos medios de co­
municación que, en principio, habían dado poca importancia a la
Globe.
Una llamada del teléfono situado ¡unto a la consola, apartó
por unos instantes al operador del satélite de su labor de vigilan­
cia electrónica.
Descolgó el auricular y contestó:
-Operador de servicio, Lecartier. ¿Quién es?
Al otro lado de la línea, el ¡efe de meteorología de la esta­
ción costera de Nantes decía:
-Tengo malas noticias: una niebla muy densa cubre desde esta
madrugada la costa de la Vendée y Charentes.

31
-Y como es lógico no hay una sola gota de viento -ironizó intuyendo
la respuesta.
-Así es -le respondió.
-Eso va a retrasar la llegada de los participantes. Con las ganas
que tenemos de que acabe este seguimiento; llevamos más de
cuatro meses en ello -manifestó el técnico alargando en exceso
sus explicaciones.
-Pues van a tener que armarse de paciencia unas horas más -le
contestó con cierta sorna el meteorólogo.
-¿Cuánto creen que puede durar ese estado del tiempo? -pregun­
tó el operador.
-Si le digo la verdad, no lo sé. En esta época es rara la formación
de niebla, aunque algunos años, cuando este fenómeno atmosféri­
co ha hecho acto de presencia, se ha prolongado durante muchas
horas; algunas veces incluso días.
-Entonces, esperaremos. No queda más remedio -se resignó el
técnico.
-¿Tienen localizados a los que restan por llegar? -inquirió el hom­
bre del tiempo.
-Con una precisión de metros -puntualizó el operador un tanto
ofendido.
Nada más colgar el auricular y retornar los ojos a su monó­
tono trabajo, entró en la sala el director y organizador de la rega­
ta, el francés Serge Acetó. Su poblado mostacho apenas dejaba
ver su boca, por lo que era difícil saber si hablaba cuando alguien
tenía puestos los auriculares de audio, como le sucedía al hombre
que manejaba la pantalla de seguimiento.
Acetó era un hombre de complexión atlética que había pa­
sado toda su vida en la mar. Primero, como buzo en la prestigiosa
Comex. Después, como navegante profesional. Su legendario
barco, había alcanzado todos los honores y gloria que un marino
puede recibir y desear. Ahora, su vida, seguía unida a la mar,
como no podía ser de otra manera. Alternaba la organización de
regatas, con la construcción naval de catamaranes en su bien pro­
visto astillero. Era uno de esos tipos de mirada franca y directa
que te perforaba con ella si le alejabas demasiado de su mundo
con preguntas estúpidas e inoportunas. Su mujer y sus hijos com­

32
partían el amor por las drizas y cabos, a los que recurrían en
vacaciones y fines de semana: navegaban con todo tiempo por
las aguas del Atlántico. Su vida era una total armonía de vientos,
olas y barcos, que se alternaban er, un discurrir de los años lentos,
excitantes y apasionados. Cada cuatro años, la organización de
la regata Vendée Globe, le llenaba de nostalgias y nuevas emo­
ciones con las que seguir unido a ese reducido grupo de solitarios
del que él formaba parte por convicción y derecho propio. La
sonrisa de su preciosa niña le llenaba el alma, al igual que los
vientos y las olas le ayudaron antes a ocupar en el mundo de la
náutica posición tan destacada.
Paseó su mirada por la sala y tocó el hombro del operario
sobresaltándole. Inclinó la cabeza, separó uno de los redondos
audiófonos y preguntó levantando el tono de su voz:
-¿Qué hay del tiempo?
-M alas noticias -le respondió bajando el volumen de la emisión.
-¿Qué pasa?
-Han llamado de la estación meteorológica de Nantes. Dicen que,
una densa niebla cubre la costa de 'a Chórente y Vendée.
-¡Mierda! -exclamó Acetó golpeando con el puño de su mano
derecha la consola, produciendo en ella una vibración.
-Creen que hay para rato -precisó el operario con cara de cir­
cunstancias.
-¿Cómo va nuestra gente? Acentúa la intensidad de la señal -le
pidió Serge.
El técnico accionó el interruptor que permitía ampliar los
puntos luminosos que el satélite emitía.
Las luces aumentaron de tamaño. También lo hizo su vigor.
Las cuadrículas que indicaban la latitud y la longitud de la zona
por la que navegaban se hicieron más concretas, y los vagos pa­
ralelos que antes aparecían indicados en las bandas con peque­
ños números, se convirtieron en una reducida carta electrónica
elaborada con una precisión fuera de lo común.
-Concreta la posición de Chrystele -ordenó Acetó.
-No creo que podamos mejorarla -le contradijo el técnico.
La pantalla precisó un poco el punto luminoso que represen­
taba el barco de la joven navegante; pero eso era todo lo que

33
podían apreciar. Parecía que su rumbo era el correcto. Pero a
Serge le preocupaba más la situación del ruso Petrovski, y sobre
todo la del Comodoro: desde hacía tiempo no conocía sus posi­
ciones; tampoco si aún seguían con vida. Cuando más concentra­
do estaba en la pantalla, sintió una advertencia interior, algo pa­
recido a una corazonada, pero sustentado en la realidad de va­
rios meses de angustia y preocupación. La niebla aumentaba su
temor: quedarían ciegos e indefensos, pensó para sí.
-Subamos a la consola de GOM E -ordenó Acetó-. Trataremos de
buscarlos; tengo un presentimiento.
GOM E, son las siglas en lengua inglesa de; Experimento de
Vigilancia Global del Ozono. Los técnicos llaman así al nuevo
satélite ERS-1, lanzado hacía muy pocos meses por la Agencia
Europea del Espacio, ESA, desde la isla de Kourou, en la Guayana
Francesa. El nuevo ingenio, fabricado con la colaboración de va­
rios países europeos, puede dibujar en alta resolución y en forma
tridimensional, mapas de cualquier parte de la Tierra; permite ver
hasta los menores detalles de la mar y de la cubierta vegetal del
Planeta.
Dos operarios trabajaban en la consola de GOM E cuando
Acetó y su técnico entraron en la amplia estancia. Tras pasar un
estricto control de seguridad a base de tarjetas y escáner, uno de
ellos se volvió en su silla giratoria y miró a los recién llegados con
rostro interrogante. Acetó fue el primero en romper el tenso y
sepulcral ambiente de la sala, diciendo:
-Buenos días. Perdonen la intromisión. Soy Serge Acetó, director
de la regata Vendée Globe.
El operario siguió mirando como si no entendiera lo que le
decía. Acetó se rascó la nuca con un dedo y repitió:
-Perdone. Me llamo Acetó, dirijo la regata Globe. Ya sabe, la
vuelta al mundo para solitarios.
-¿En qué puedo ayudarle? -preguntó al fin el distante operario.
-Pues verá. Estábamos trabajando con la baliza Argos, donde se
reciben las emisiones del satélite Eurosat, y creemos que dos bar­
cos pueden estar en peligro.
Acetó tragó saliva y trató de exponer sus presentimientos sin
tener que contar todo lo que sabía sobre la azarosa navegación

34
de los dos veleros. Intentando ocular su nerviosismo explicó:
-De hacerlo, deben navegar a la altura de Les Landes. Se me ha
ocurrido que, si no fuera mucha molestia, el nuevo ERS podría
marcar su posición y entorno. Pensamos que las vidas de esos
participantes corren peligro -precisó para otorgar más trascen­
dencia a su inusual petición.
El operador del GOM E, que durante la explicación de
Acetó no había dejado de mirarle ni un solo segundo, dudó unos
instantes y se volvió hacia una enorme pantalla de quizás veinti­
cinco pulgadas sin mediar palabra; a continuación se puso a te­
clear.
Unas azuladas ventanas, en cuyo interior aparecían diferen­
tes latitudes y longitudes, marcaban la posición del satélite. Al
desaparecer los indicativos, una elipse orbitando sobre la Tierra
marcó las coordenadas de GOM E. Tecleó las letras a y e juntas y
el cursor: el ordenador amplió la zona por la que viajaba en esos
momentos el sofisticado artilugio.
Un leve pantallazo introdujo a los ocupantes de la sala en
los eternos hielos de Groenlandia: al menos eso decía que eran
los bloques multiformes que el satélite estaba sobrevolando en ese
instante. En letras grandes y claras aparecían, en la parte inferior
de la pantalla, los nombres geográficos de los lugares por los que
transitaba en su armónico vuelo, detallados con una precisión asom­
brosa.
Por fin, el poco comunicativo operador habló sin volverse:
-El satélite todavía no ha llegado a esa zona, pero lo hará en
unos minutos.
-No se preocupe -trató Acetó de ser amable.
Mientras GOM E seguía su inalterable rumbo a cientos de
kilómetros de altura, se recrearon en las nítidas imágenes que emitía
a su paso: el norte de Irlanda, Escocia y las islas Feroes fueron
destacando en la pantalla teñidas en colores magenta y cyan, al
tiempo que dejaba al descubierto la detallada orografía de esas
tierras.
-Enseguida llegaremos a la zona que le interesa -les avisó el ope­
rador para sorpresa de ambos.

35
-Muchas gracias -celebró Acetó reafirmando su agradecimiento
ante un tipo tan poco dado a confianzas.
Por medio de las teclas del ordenador, GOM E, recibía las
instrucciones que su operador le estaba transfiriendo.
Como por arte de magia el computador destacó en realidad
virtual la posición de varios objetos con forma de barco. A conti­
nuación dibujó las líneas de la costa de Las Landes y la gran bahía
de Arcachon.
En una rápida pasada a vista de pájaro, el satélite aclaró el
contorno de varias embarcaciones. Junto a ellas, otra forma de
diferente tamaño apareció perfectamente definida. Al analizar el
rumbo que seguían esos barcos, se advertía con facilidad que
podían colisionar.
-¿Es posible ampliar esa zona? -pidió Serge con cierto reparo
denotando su estado de ansiedad.
-Está en su mayor resolución -contestó secamente el operario,
volviendo su antipática cara para mirar a su interlocutor.
-Llama a Tráfico Marítimo -ordenó Acetó al técnico que le había
acompañado, mientras anotaba en un papel la posición de los
barcos-. Creo que vamos a tener problemas -añadió hablando
consigo mismo.
El empleado se levantó con parsimonia de la silla giratoria
desde la cual había seguido fascinado los movimientos del prodi­
gioso satélite, e hizo ademán de coger un pitillo; pero la voz de
Acetó sonó seca, estridente y amenazadora.
-¡Corre, joder! Hay barcos en peligro.
-¡N o puede ser! En esa zona hay dos vías perfectamente defini­
das: están separadas por muchas millas.
-¿N o creerás que lo que hemos visto es un rebote o un eco? ¡Co­
rre!, llama a Control de Tráfico.
Olvidándose de sus pitillos y dejando los auriculares sobre
la consola de seguimiento, salió de la estancia y se perdió detrás
de la puerta.
Durante unos instantes, Serge miró el perfil de las embarca­
ciones que comenzaban a difuminarse por el constante movimien­
to del satélite. Poco a poco las nítidas imágenes de la isla d'Oléron

36
sustituyeron a los objetos que a él le preocupaban, tiñendo de
rosa el contorno de su tierra y de azul la orilla de sus playas.
Agradeció al técnico que le había ayudado, y tras apretar
su mano como sólo los marinos saben hacerlo, salió de la sala.
Cuando llegó a la dependencia donde estaba situada la
baliza Argos, y como no conocía bien el funcionamiento de la
complicada máquina, se limitó a mirar atentamente los destellos
luminosos que casi se salían de la pantalla de lo fuerte que habían
dejado colocado el mando de intensidad.
Marcó con un rotulador la posición de los barcos que GOM E
acababa de identificar y, estirando dos dedos de su mano dere­
cha, midió la distancia que los separaba: no abarcaba a tocar los
extremos entre el índice y el pulgar. Al colocarlos sobre la pantalla
sintió el calor que ésta desprendía, al tiempo que un escalofrío
recorrió su espalda.
En la esquina superior derecha, las reglas de latitudes y lon­
gitudes marcaban los trescientos sesenta grados de la esfera te­
rrestre. Presionó el mando diferentes contrastes y, de milagro, el
fondo se tiñó de un azul turquesa claro que sacaba de su verdosa
monotonía a la pantalla. Pero eso era todo lo que podía definir el
viejo sistema Argos en sus desplazamientos por la órbita celeste.
-¡Cincuenta millas! -exclamó en alta voz denotando una cierta
desesperación.
A una velocidad de diez nudos, pensó, en menos de cinco
horas se habrá producido la colisión.
Miró hacia la puerta esperando el regreso del técnico. Por
su cabeza pasaron las múltiples escenas de impotencia que, du­
rante tantas veces, él había sufrido entre la niebla.
El seco golpe que produjo la puerta al cerrar detrás de sí,
dejó ver al especialista del Argos: avanzaba hacia la consola
central con cara contrariada. Acetó le esperaba interrogante. Como
no decía palabra le preguntó:
-¿Y bien?
-Es muy raro: han consultado el radar central y no encuentran
ningún barco que se haya salido de la ruta. Lo han comprobado
varias veces con el mismo resultado negativo.
-Y lo que hemos visto, ¿qué coño es?

37
-No lo sé, pero eso dicen -le respondió encogiendo los hombros.
-¡Un momento! Ellos trabajan con señales radio, ¿no?
-Sí, las estaciones costeras reciben ondas tipo radio.
-Y nosotros, quiero decir, el sistema Argos, al igual que GOM E,
llegan vía satélite, ¿no es así?
-Claro.
-Entonces, podría ser que esa embarcación sólo fuese visible para
los poderosos ojos de GOM E, y que no lo fuera para los radares
convencionales.
-Es difícil que suceda -dudó el técnico-. Cualquier barco tiene la
suficiente cantidad de hierro como para ser detectado por el radar
-puntualizó.
-¿Y si no fuese de hierro?
-¿Cómo?
-Sí, en el caso de que estuviese construido con otros materiales:
madera, fibra, ¿seguiría detectándolas el radar?
-N o, claro que no. Pero lo que hemos visto es una embarcación
demasiado grande como para ...
-La hemos identificado claramente -le interrumpió Acetó-. Des­
pués de haberla visto a través de GOM E no me queda ninguna
duda: navega en rumbo de colisión.
-En control de tráfico no lo comprenden -argumentó el técnico
defendiéndose.
-Pues yo sí. ¡Si aún vive, van a por él! -afirmó con los ojos fijos
-¿A por quién? -inquirió el operario que no sabía a quién se
refería su jefe.
¿Dónde estará Clancy? Se preguntó Acetó para sí apretan­
do las manos sobre el teclado en un desesperado gesto de impo­
tencia; le hubiese gustado poder ayudarle, pensó.
Tomó el micrófono de la radio y habló a los variados cielos
que cubren la mar sin saber si iba a ser escuchado.

38
DOS

En la isla de Jersey, en el aeropuerto de Saint Helier, dos


Rover oscuros esperaban estacionados. Por el intenso tráfico que
cada día recibe esa terminal aérea, pasaban desapercibidos en­
tre los muchos vehículos, que mal aparcados, aguardaban tam­
bién junto a la puerta de llegadas internacionales. Y todo ello a
pesar de las reiteradas órdenes de dos -bobies- que, constante­
mente, ordenaban su retirada sin mucha convicción. Estaba claro
que el carácter isleño, siempre más desenfadado y tranquilo, ha­
bía aumentado la tolerancia de esos policías. Su pasiva actitud
hubiera sido incomprensible en cualquier otra parte del Reino
Unido.
Como casi siempre al comienzo de la primavera, la lluvia
repicaba sobre la cubierta plástica del túnel que cubría la ilumina­
da vía de llegadas. Una interminable cola de taxis típicamente
británicos, grandes y absurdos, pero que siempre divierten a los
turistas, esperaban la llegada de los pocos vuelos que lo harían
esa tarde, ante la impaciencia de sus conductores que veían como
la noche llegaba sin haberles proporcionado las carreras desea­
das.
La puerta automática se abrió: varios grupos de personas,
de diferente aspecto y distintas expresiones en sus rostros, empu­
jando carritos cargados de maletas, comenzaron a salir del edifi­
cio. De uno de los coches bajó un hombre: era corpulento, aunque
su cara quedaba oculta por el descomunal cuello de su abrigo y
por las alas de un sombrero gris que tapaban casi por completo su
rostro, ocultándolo a los reflejos luminosos que provenían de las
marquesinas de la terminal.
Una pareja de rasgos eslavos, rubio él, morena ella, de tez
blanquecina, ataviados con ropas oscuras y caras, se le acerca­
ron, al observar un leve gesto que hizo con la mano izquierda. El
hombre tendría cerca de cuarenta años; su forma de caminar era
ágil y deportiva. La mujer, de una belleza singular, quizás hubiese
cumplido los treinta. Metieron los equipajes en la trasera de uno
de los coche, y partieron con dirección norte.

39
En una extensa rotonda, que separaba la confluencia de
varias vías de acceso al aeropuerto, un Seat estacionado en el
arcén arrancó de súbito. Se situó algunos metros detrás, pero de­
jando que otro vehículo se interpusiera entre ellos: en él viajaba
Nat Clancy.
Durante más de una hora había permanecido en el coche
escuchando la radio y ojeando la edición de tarde de un diario
sensacionalista. Y, no es que a Nat le entusiasmara ese tipo de
periodismo, si por periodísticas podían calificarse las opiniones
de los descerebrados que escribían en él. Lo compró porque al
pasar ¡unto a un puesto de prensa, le llamó la atención su escan­
dalosa portada. En grandes letras se podía leer, incluso en la dis­
tancia, PLUTONIO, UN GRAN N EG O CIO . Nat, que desde hacía
más de un año soñaba por las noches con las ocho fatídicas letras
que componían esa palabra, sintió que su corazón se aceleraba.
Junto a la frase, que ocupaba un tercio de la primera página,
podía verse también la fotografía de un recipiente redondo, de
poco más de diez centímetros de altura y de un diámetro aproxi­
mado a los cinco. En la cara frontal del extraño frasco, había un
adhesivo con el aspa internacional de la radioactividad, aclara­
do en la parte inferior por unas letras que componían la siempre
preocupante palabra: decía, RADIOAKTIVITAT.
El artículo era una basura, como todo lo que publicaba ese
periódico, aunque la historia que narraba le sonó a Clancy fami­
liar. Su contenido no tenía el menor rigor. Es más, equivocaba a la
población tratando de una forma frívola y poco documentada la
amenaza que constituyen los grandes almacenamientos de mate­
rial radiactivo en la antigua Unión de Estados Socialistas Soviéti­
cos. Los autores hacían un espeso refrito con las informaciones
que, todas las emisoras de radio y televisión británicas, venían
dando sobre el asunto las últimas semanas. Pero no aportaban
nada nuevo que no fuesen conjeturas temerarias y calumnias con­
tra dirigentes políticos rusos, sin ampararse en prueba alguna que
acreditase lo que aseguraban como cierto. En un alarde de osa­
día periodística llegaban a afirmar que Sidorenko, ministro ruso
de asuntos atómicos, estaba implicado en una operación que re­
portaría a las bandas mafiosas moscovitas más de trescientos mi-

40
Ilones de dólares. Pero Nat sabía que no era cierto, que la reali­
dad dejaba intuir lo contrario. Los políticos soviéticos bastante te­
nían, por el momento, con organizar el trauma que había supues­
to partir una enorme nación como la Antigua Unión Soviética,
donde tantas razas y etnias convivieron juntas por el temor a las
represiones comunistas. Los culpab es estaban entre la gente del
pueblo llano, pensaba; aunque algunos altos cargos pudiesen
ayudarles en ocasiones; pero, desde luego, ése no era el caso de
Sidorenko, un científico convencido defensor de un estricto control
nuclear en todo el Planeta.
La guerra de Chechenia, las insurrecciones del este, la parti­
ción de los ejércitos y la baja moral del pueblo soviético no deja­
ban mucho lugar a negocios nucleares por parte de los dirigentes.
A Clancy le llamaba especialmente la atención la crítica postura
de muchos países respecto a la firme voluntad del Kremlin de no
permitir la total fragmentación de la República Rusa. Sólo imagi­
nar cómo reaccionaría la Casa Blanca si a uno de los Estados de
la Unión se le ocurriera pedir la independencia, basados en ante­
cedentes históricos y raciales, le hacía reflexionar sobre la ligere­
za con la que las naciones contemplan los problemas ajenos, cuan­
do no afectan a sus más cercanos intereses; aunque la simple
justificación de que eran cosas diferentes, constituía siempre la
fácil excusa para no comprender otros puntos de vista. Pero él
sabía mejor que nadie, o al menos conocía como el mejor, los
oscuros fines y resortes que siempre esconden las posiciones de
los estados respecto a los problemas con terceros. Quizás, los
muchos años que llevaba recorriendo el mundo participando en
todo tipo de intromisiones ilegales, le habían dado una visión más
amplia del problema.
En los Estados Unidos, en cuanto te alejabas unos kilómetros
de las cinco o seis ciudades que a los turistas les gusta visitar,
decía, nadie se preocupa de otra cosa que no fuese el fútbol, el
béisbol, la NBA, y salir de tiendas los fines de semana. Los temas
internacionales en los que la -N avy- o los marines no están impli­
cados, cogen muy lejos a los inventores de la sociedad del bienes­
tar. Por eso, cada cierto tiempo, los políticos tienen que buscar
afanosamente nuevos amigos o enemigos en los que interesar a la

41
población, y poder gastar, así, los millones de dólares atesorados
en armas y artilugios de destrucción, cuya cantidad asciende o
desciende de forma proporcional a la valoración que el pueblo
tenga del presidente de turno, y según se halle, o no, con proble­
mas de imagen y popularidad. Era una pura cuestión de barata y
ruin filosofía política, en la que Nat había perdido ya media vida.
Pero Clancy, que desde hacía unos años era ya ciudadano
del mundo, y que en los últimos meses su vida había dado un
brutal vuelco, sabía que ése no era el camino correcto. Que los
espejismos acaban siempre por evidenciar que, allí donde creía­
mos ver algo, en realidad nunca hay nada. El era partidario de
una culturización más amplia de los ciudadanos de su país: más
profunda en las raíces y menos superficial en las formas. Su pro­
longado contacto con Europa le había abierto el camino hacia un
equilibrio entre los valores materiales y las sólidas reminiscencias
del pasado. El querer ser libres, no tenía que pasar, necesaria­
mente, por esa obsesión de vivir sumidos en una realidad cotidia­
na tangible, en la que cultura y pasado sólo fuesen esa parte
desagradable de la vida que les provocaba el tener que pensar.
Su mundo, diseñado para que fuesen felices, se quedaba un tanto
cojo para casi todos: en ningún país de la Tierra se habían esta­
blecido más desequilibrios de toda índole.
Había que regular la venta de armas basada en unos dere­
chos que los primeros pobladores tuvieron justificados para defen­
der sus vidas, pero que hoy era un lastre insoportable de aguan­
tar. Esa política, dejaba en manos de los particulares su defensa
personal. Y si no, se preguntaba. ¿Para qué tenemos tantos cuer­
pos de seguridad?
Durante el tiempo que había permanecido en el coche, y
tras leer el artículo, había tenido la ocasión de reflexionar. A él no
le podían engañar con esas idioteces sobre la venta de materiales
radiactivos, ahí no estaba el problema. Conocía mejor que mu­
chos la República Rusa y el, en general, apacible carácter de sus
gentes. El pueblo de hoy no tenía la culpa de que sus antepasados
se equivocaran en la elección de una política económica correcta.
El era partidario de ayudarles, y cuanto más mejor. Muchas veces,
discutía con sus colegas de la Central de Inteligencia cuando

42
querían imponer la infantil política imperialista, que sus compa­
triotas paseaban haciendo, incluso, alarde de los graves errores
cometidos con películas estúpidas. Pero que pensara de esta ma­
nera, no era motivo para que no fuera consciente de que en Rusia,
al igual que en otras naciones, especialmente en la suya, había
gente dispuesta a cualquier cosa con tal de enriquecerse; y esto se
acentuaba, si de lo que se trataba era de salir de la miseria. El
rostro de Tatiana, su tierno amor, la primera mujer que se había
instalado en su vida por méritos propios, se le venía a cada instan­
te a la cabeza cuando pensaba en Rusia, y, ello, le animaba a
esforzarse.
Desde hacía unas horas, esperaba los siguientes movimien­
tos de Yolande Potgieter y James Verwoerd: dos miembros de la
alta sociedad de Sudáfrica, cuyos antecedentes soviéticos, les per­
mitían hablar el ruso sin apenas acento. Pertenecían a esas
familias nobles de la rusia de los zares, que después de su caída,
recorrieron el mundo en busca de un país donde refugiarse. La
madre de Verwoerd, Romanof de soltera, había educado a su
hijo en los antiguos esplendores de unos tiempos pasados, sin
poner atención en el daño que produjo en su formación. James se
crió entre los besos de su madre y los puños de su padre. El resul­
tado fue un ser emocionalmente limitado y excesivamente rígido.
Sin quererlo, fue ella la que propició el carácter altanero y despó­
tico de su hijo. Y éste se acentuó al vivir en una tierra donde para
sentirse distinto y superior, tenían a su alrededor a los cientos de
etnias y tribus africanas bajo el despótico gobierno de apartheid,
al que perteneció su padre. Desde luego que no habían podido
escoger un lugar mejor, si de lo que se trataba era de dar
continuismo a las crueles maneras con que los zares rusos se ga­
naron, al igual que los reyes franceses, el terminar sus días asesi­
nados.
La Central de Inteligencia Americana sabía que la pareja se
dedicaba al tráfico de armas. Todavía eran muchos los contactos
que las familias nobles rusas tenían en su tierra de origen, como
para no aprovecharse de los elementos beneficiosos de la
Perestroika. Los hombres que les recogieron no eran desconocidos
para Nat. Se trataba de Chalmers Mackencie y Peter Pringle: dos

43
mercenarios, antiguos militares de Jos prestigiosos boinas rojas
británicos que, a lo largo de su vida, habían intervenido en todo
tipo de actos violentos tanto en Africa como en Argentina y Pakistán
de la mano del Imperio. Dos angelitos, encubiertos por la cínica
decente apariencia con que los anglosajones saben esconder, mejor
que nadie, a sus personajes más siniestros.
Clancy los conocía muy bien. Hacía más de quince años
que había coincidido con ellos en Uganda, en el derrocamiento
del dictador, Idi Amín Dadá, aunque trabajando para distinto jefe.
Desde entonces no había vuelto a tener noticias de ellos. Aunque
la CIA, a la que Nat pertenecía desde hacía más de quince años,
tenía una buena colección de discos de ordenador con las aventu­
ras de estos angelitos. Y esto que, en principio, podía parecer
chocante y que dejaba en mal lugar a la Central de Inteligencia
Americana, podía considerarse hoy como algo normal, sin que
nadie se sintiera ofendido.
La estrecha relación entre Verwoerd y las mafias de la anti­
gua Unión Soviética, que el agente americano había constatado
ya en su ajetreado viaje alrededor de la Tierra, empezaban a
cuadrar muchas cosas que, hasta ahora, no habían estado nada
claras para la puntillosa Agencia. Pero a Nat ya le daba lo mis­
mo; poco le importaban esos asuntos. En realidad, solo ansiaba
terminar esta misión y cambiar de vida.
Desde la caída del comunismo, la ciudad de Moscú se ha­
bía transformado de tal forma, que era imposible seguir por los
antiguos métodos las actividades de los nuevos señores del dinero
soviético. La profusión de los más avanzados destellos bolcheviques,
se mezclaban por las calles con las marcas de la miseria, sin que
al parecer nadie notase el contraste, o, al menos, a persona algu­
na le importase el destino de los otros, antes tan exacerbado por
la palabra camarada. El contraste era tan brutal, como la impre­
sión que supuso para Clancy la primera vez que vio un MCDonald
en el centro de Moscú. El, que durante tantos años había estado
destinado en la Embajada Americana de la Capital, tuvo que acos­
tumbrarse a ver lucir el brillante cartel amarillo y rojo con su parti­
cular levra, junto al mítico edificio del ballet Bolshói. Todo lo que
hacía unos años atrás era impensable que sucediese, ahora podía

44
darse en ese inmenso país. Controlar a la gente se había converti­
do en una auténtica heroicidad, incluso para los policías locales y
las fuerzas especiales, desgajadas de la antigua KGB. Hombres
de la Dirección Central, se habían transformado en agentes de las
Brigadas Antimafia. A la CIA le estaba costando actualizar los
datos sobre delincuentes soviéticos, terroristas y cuantos contactos
utilizaban en otras naciones para dar salida a sus enormes exce­
dentes de armas. Y aunque los norteamericanos habían mandado
a la capital de Rusia a veinte especialistas en identificaciones y
clasificaciones, sin embargo, no habían logrado concluir la lista
que les permitiera seguir controlando, como antes lo hacían, a
casi todos los indeseables de esa nacionalidad.
Muchas veces, entre los agentes más antiguos de la Central
de Inteligencia, hacían bromas sobre lo perfectamente bien con­
trolados que tenían antes a los soviéticos, y las tremendas dificulta­
des que les estaba trayendo tanta apertura y democracia. Pero el
asunto que se traía entre manos no se prestaba a muchas bromas.
El mismo presidente de la Nación, el demócrata Raimond Darch,
estaba preocupado con el destino de los materiales nucleares que
se movían por el Estado Ruso con la misma facilidad con la que se
transportan tomates. El Consejero de Seguridad, Cupertino, esta­
ba obsesionado con el negro futuro que podía representar para el
Mundo, el descontrol nuclear que había en la desaparecida Unión
Soviética.
Y Nat, que conocía de primera mano las inquietudes de
su presidente, seguía desde hacía muchos meses lo que se creía
encabezaba el ejemplo más claro del tráfico nuclear soviético
hacia países de su antigua influencia. Sin ninguna duda, los re­
cién llegados a la isla de Jersey, Potgieter y Verwoerd, formaban
parte de ese restringido club, aunque, por el momento, no podía
probarlo. Por eso, necesitaban el paquete que viajaba en un pe­
queño velero tripulado por un solo hombre y que participaba en
una famosa regata.
En los Estados Unidos habían llegado a la preocupante con­
clusión de que cada día que pasaba, las familias y clanes mafiosos
de la antigua Unión Soviética se perfeccionaban, ayudadas por
sujetos de estados occidentales que, como Verwoerd, habían des­

45
cubierto el filón de sus excedentes nucleares. Pero en realidad
estos grupos nada tenían que ver con los clásicos conceptos de las
mafias italianas y americanas: la unidad venía determinada por
etnias. Así, había grupos mafiosos bielorrusos, georgianos,
chechenos, armenios, azerbaiyanos y kazajas. El único punto en
común que tenían entre ellos era que actuaban de la misma forma
implacable.
Los asesores del presidente sabían que los errores de juven­
tud que estaban cometiendo, y que muchas veces posibilitaba poder
controlarlos, irían evitándose. No en vano, los antiguos laborato­
rios de experimentación nuclear estaban aún provistos de ingentes
cantidades de plutonio y uranio almacenados sin ninguna seguri­
dad.
Mientras Nat repasaba mentalmente todas estas cuestiones,
el tráfico se hacía más denso e incómodo a su alrededor. Abstraí­
do, pensaba en otros objetivos, en otras metas por las que luchar,
en diferentes ideales a los que debía comenzar a ser fiel.
Los Rover circulaban despacio pegados a la izquierda de la
calzada. Al llegar al cruce de Instow, tomaron dirección al puerto.
Tras pasar dos pronunciados toboganes, interrumpidos por circu­
lares intersecciones, torcieron a la derecha. En la lejanía divisóla
silueta de un transbordador iluminado por los reflectores del mue­
lle. A su proa, un barco mercante alumbrado como un árbol de
navidad, movía sus grúas ruidosamente.
Los vehículos se detuvieron ante la impasible mirada de los
guardias de aduanas. Sus ocupantes subieron con rapidez la
escalerilla que el buque tenía colgada por la banda de estribor, y
alcanzaron el puente de popa.
Nat, detuvo su automóvil unos metros antes, colocándolo
justo detrás de una pila de contenedores. Apagó las luces y corrió
hacia el transbordador amparado por la negra sombra que pro­
ducía el casco sobre el muelle. En la compuerta más baja, situada
cerca de la línea de flotación, dos hombres cargaban cajas de
víveres sacándolos de un furgón. Estudió sus movimientos intentan­
do encontrar un espacio que le permitiese colarse dentro. Se dio
cuenta de que los hombres desaparecían en la carlinga dejando
la compuerta del barco libre y expedita. Esperó a que se repitiese

46
la situación un par de veces más, y corrió hasta los tres tablones
que servían de pasarela: los cruzó y se escondió al fondo de la
estancia entre unas cajas.
Desde su escondite, dilucidó sobre el lugar donde se encon­
traba: la única opción era hacia la izquierda; había una puerta
entreabierta. Sin pensarlo, esperó a que los hombres se introduje­
sen de nuevo en la trasera del camión y, con grandes zancadas,
alcanzó el portón. Al traspasarlo, se encontró en el inicio de un
pasillo vacío. Una escotilla le cerraba el paso: la abrió para dejar
paso a una empinada escalera que ascendía en la dirección inte­
resada.
La plataforma que marcaba la posición de una cubierta daba
paso a otro tramo metálico; y así una y otra vez hasta que terminó
en la cubierta de carga de vehículos. El intenso tráfico de coches y
personas que imperaba le permitió pasar desapercibido. En un
cartel, situado ¡unto a una escalera lateral, en el cual podía apre­
ciarse un plano del barco, buscó el acceso a la proa. Trepó todo
lo rápido que pudo sus estrechos tramos. Salió a la amura de
estribor y cruzó por el comedor de primera clase. Se asomó por la
borda y miró al frente buscando en la noche la popa del barco
que el Saint Malo tenía atracado a su proa. Menos aún pudo ver
las cuatro figuras que escasos minutos antes habían desaparecido
en su puente.
Anduvo por la banda de babor hacia proa con pasos lar­
gos, intentando disimular su prisa. Pero una reja le impidió el ac­
ceso hacia la cubierta donde estaban colocadas las anclas. Salvó
con facilidad los escasos dos metros de la separación metálica, y
cayó sonoramente del otro lado. Dos marineros trabajaban con
las maromas, pero no le vieron. Retrocedió unos pasos y se fijó en
la escala que parecía dirigirse hacia el puente.
Al llegar arriba, tras ascender despacio para no hacer rui­
do, corrió hacia el extremo de la brazola: casi caía sobre la popa
del mercante. En principio no vio nada, como tampoco nadie
circulaba por la parte exterior del barco; las grúas se habían dete­
nido. Varias luces quedaban encendidas en las diferentes cubier­
tas y en los ojos de buey de algunas plantas superiores; pero de
sus hombres, nada.

47
De pronto, se fijó en la banda de babor del buque, en
aquella que no era visible desde el muelle. En ella, había abarloada
una embarcación de recreo, de formas lanzadas y potentes moto­
res. Se distinguía por los objetos brillantes situados sobre su cu­
bierta. De vez en cuando, éstos, recibían un reflejo que los delata­
ba. Sin embargo, la embarcación debía estar pintada de color
negro, por lo que era muy difícil apreciar su forma y las auténticas
dimensiones de su casco.
Con lo concentrado que estaba identificando el barco, no
se percató de que el transbordador había comenzado a moverse.
Miraba el trasiego de personas que se había establecido entre la
misteriosa embarcación y el mercante: primero, vio como un hom­
bre rubio de larga melena descendía por una escala hasta la oscu­
ra forma movida por la resaca del puerto. Luego, bajó una silueta
más fina que bien podía tratarse de una mujer. Instantes después,
otras dos figuras bajaron con agilidad.
Nat sintió que el suelo se movía bajo sus pies impulsado por
una fuerza continua. Al momento, se dio cuenta de que el barco
estaba en movimiento; el Saint Malo regresaba a Francia con él a
bordo y sin billete, pensó.
Corrió hacia la parte trasera del puente de botes y volvió a
saltar la separación metálica que le cerraba el paso. Nat observó
angustiado el cercano muelle que se desplazaba ante sus ojos
lenta y pausadamente. No había nadie en el exterior. Por unos
instantes no supo qué hacer. Bueno, sí lo sabía, pero le costaba
tomar la decisión que intuía era la única forma de que Yolande
Potgieter y Willen Verwoerd no se le escapasen de nuevo. Dudó...
Principios de abril, el agua estaría helada; pero al recordar el
terrible daño que provocarían esos desaprensivos, y el peligro en
el que se podía encontrar el marino, si aún seguía con vida, le
animó a saltar desde los más de veinte metros de altura que le
separaban de las heladas aguas del puerto de Jersey.
Mientras caía, pasaron por su cabeza las terribles vicisitu­
des que el Comodoro había padecido y, dedujo que, su improvi­
sado baño, tan sólo era un juego de niños comparado con su
travesía.

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Cuando hizo contacto con la superficie del agua, y debido
a la velocidad con la que entró en ella, no sintió frío; sólo al volver
a la superficie, cuando sacó la cabeza, notó el gélido abrazo de
la mar. Nadó con fuerza hacia el muelle intentando separarse de
la popa del transbordador: sus dos colosales hélices batían el agua
y todo lo que se encontraba a su alrededor, pulverizando cuantos
objetos flotaban en la proximidad de sus aspas.
El grueso chaquetón que llevcba, los zapatos, incluso la
pesada cuarenta y cinco colgada de su costado derecho, le difi­
cultaban el avance. Con cada brazada no se alejaba de los en­
sordecedores remolinos que le rodeaban.
El barco se desplazaba terminando su lenta maniobra, y el
agua que movía al invertir una y otra vez la marcha de sus moto­
res, se había convertido en una clara senda de espumas brillantes,
en las que se reflejaban las luces del muelle, produciendo sesgados
destellos en todas las direcciones.
Fueron estos los que aclararon la noche que envolvía al puerto
de Jersey. Y sobre ellos, destacó el bello rostro de Tatiana y reta­
zos pasajeros de algunas malas acciones de su pasado.
Nat trataba, desesperadamente, de alejarse de los mortales
remolinos, pero su cuerpo le negaba el ímpetu y el estímulo nece­
sario para lograrlo. Las aspas de las hélices se acercaban, y su
corazón, confundido y alterado, quería mantenerlo con vida ante
semejante visión terrorífica. No hubo tiempo para rendir cuentas;
ni siquiera para sufrir el ocaso de la vida y la renuncia a un futuro
siempre incierto y expectante.
Su último pensamiento, antes de sumergirse, fue para ella:
durante los meses pasados a su lado su presencia había ilumina­
do su aletargado ánimo, y su compañía, le convirtió en un ser
privilegiado, en un hombre nuevo alejado de la monotonía y la
vulgaridad de existir.

49
50
TRES

Para poder situar estos hechos y ordenarlos de una forma


cronológica, hay que remontarse seis meses atrás: concretamente,
a Octubre de 1996.
La ciudad de San Petersburgo amanecía lentamente, dejan­
do que los incipientes rayos del sol comenzaran a bañarse en las
frías aguas del río Neva. El histórico crucero Aurora, símbolo de
la Revolución Bolchevique, al darse desde él la señal para el co­
mienzo de la insurrección comunista, aparecía cubierto por los
reflejos dorados que, desde la plazc de la Revolución, le proyec­
taban las altas torres de la fortaleza Pedro y Pablo.
Muy cerca, en el mismo muelle Petrovski, un palo alto y fino,
pero con un estilo y forma que nada renía que ver con la arquitec­
tura que le rodeaba, sobresalía por encima de los vetustos edifi­
cios, haciéndole la competencia en altura a la mismísima aguja
del almirantazgo, en el inicio de la avenida Nevsky. Se trataba de
la moderna y revolucionaria jarcia del Glasnost: el primer velero
ruso de alta competición que participaría en la famosa regata
Vendée Globe. La importancia del acontecimiento había provoca­
do que las autoridades de la ciudad le reservasen un lugar de
privilegio junto al histórico crucero, y así reafirmar el significado
que tenía la participación en tan famosa prueba de su más presti­
gioso navegante: Mijail Petrovski. Un hombre de poco más de
cincuenta años, de complexión atlética y una profusa barba cano­
sa cubriendo su rosácea cara. Tenía un carácter bonachón que
pretendía esconder detrás de unos toscos modales. Pero sus gritos
sólo eran clamores al viento que exageraba con el único fin de ser
escuchado; en el fondo necesitaba sentirse protagonista. Por eso,
quienes le conocían, le querían para siempre. Este hombre era el
encargado de defender el prestigio de la Marina Soviética en el
auténtico maratón marítimo que era la Vendée Globe.
Su grado de vicealmirante con dos cruces, le daba la impor­
tancia y el respeto necesarios para que el pueblo estuviese pen-

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cliente de él. Aunque la economía soviética no estaba para mu­
chas alegrías, la Armada había hecho el esfuerzo de financiar su
aventura con la sola intención de que, poco a poco, se fuera asi­
milando el nombre de Rusia ¡unto al de otros países europeos.
La participación del militar respondía a dos claras finalida­
des: la primera, hacer posible el sueño de Mijail Petrovski de par­
ticipar en tan prestigiosa prueba. La segunda, complacer a los
todavía influyentes oficiales navales de su numerosa Flota. Pero
además era también una mera operación de maquillaje, de nor­
malización de las actividades náuticas rusas después del dramáti­
co fracaso que supuso la participación de un barco ruso en la
pasada vuelta al mundo para tripulaciones, la famosa Whitbread.
El asunto del Fazisi, como así se llamaba el velero, dejó muy
dañado el amor propio de la Marina Rusa. Tantos y tan graves
fueron los percances y humillaciones que sufrió la embarcación,
que tuvo que retirarse en Uruguay, después de hacer las dos últi­
mas etapas gracias a las aportaciones económicas de varias
suscripciones populares abiertas en Australia y Nueva Zelanda;
pero lo más duro fue el suicidio de su patrón, Grischenko. El tema
entró incluso en un Consejo de Ministros. El presidente se vio obli­
gado a prometer una nueva participación ante las duras presiones
del Almirante Propeckt. El conflicto de competencias y la discusión
sobre la propiedad de unas u otras unidades navales de la Arma­
da Soviética, estaban en manos de este malhumorado almirante,
en el que aún seguían reflejándose la mayoría de los jóvenes aspi­
rantes a oficiales que entraban en la Academia Naval Najimov,
situada muy cerca de donde se exhibía el moderno velero,
rebautizado con el nombre de Glasnost.
La llegada a las pantallas de los cines rusos de películas
como Top Gun, habían levantado la moral y acrecentado los sue­
ños de muchos jóvenes, que aún querían ver en su Armada la
posibilidad de emular a Pete Mitchell Y Tom Kasalsky, aunque el
frío glacial de San Petersburgo nada tuviese que ver con las cáli­
das y doradas playas de California.
Todo esto había contribuido a que se financiase la aventura
del vicealmirante Petrovski. Desde hacía una semana, los habitan­
tes de la ciudad, desfilaban por el muelle que lucía el nombre de

52
su nuevo héroe. No era una casualidad que el apellido Petrovski
estuviera esculpido sobre la marquesina que daba acceso al di­
que: su abuelo, otro famoso almirante, había encabezado una
saga de marinos que ocuparon durante décadas muchos y muy
altos lugares en los escalafones de la ahora destartalada Armada
Soviética.
Por eso, cuando el vicealmirante llegaba por las mañanas a
realizar las últimas operaciones de puesta a punto en su barco,
pasaba orgulloso bajo el busto altivo de su abuelo labrado en
bronce, momentos antes de caminar por el muelle bautizado en
honor a su familia.
Petrovski ocupaba gran parte de la ¡ornada en el barco,
ayudado por los entusiastas cade-es de la Academia Naval
Najimov, de la que era director. Juntos, repasaban la jarcia firme
y de labor, sustituyendo y reparando cuantos materiales encontra­
ban defectuosos. El velero, aunque estaba en buen estado, tenía
ya dos vueltas al mundo bajo su orza. Después de adquirirlo, tu­
vieron que reforzar algunas partes de su estructura ya gastada y
sustituir herrajes fatigados por el uso.
Apenas faltaban unas horas para que zarpase el Glasnost,
y todos los ajustes eran pocos para la ilusión que los rusos habían
puesto en el proyecto. Esa tarde se celebraría la ceremonia oficial
de despedida, y por la mañana, muy temprano, Petrovski empren­
dería su larga navegación en solitario hasta el puerto francés de
Les Sables D'Olonne. Allí, todavía tendría una semana para ajus­
tar lo que viese defectuoso.
Mientras tanto, en la dársena, la airosa silueta del velero,
contrastaba con las antiguas líneas del crucero Aurora, bajo la
atenta y curiosa mirada de los transeúntes que, nostálgicos y emo­
cionados por lo que representaban, se habían desplazado hasta
allí para presenciar con sus ojos el abandono de una época y la
llegada de otra que deseaban fuese mejor.

En Kazán, a casi el doble de distancia de Moscú que la


ciudad de Gorki, en unos de sus barrios mejor conservados, des­
tacaban bellos puentes adornados con artísticas farolas de fundi­

53
ción. A pesar del feo aspecto que presentaban sus calles, después
de que un sol tímido y un fuerte viento del sur, hubiesen derretido
casi toda la nieve que desde hacia un mes cubría la región. Por
eso, al mezclarse con el agua, el rutilante color blanco de los
copos aparecía manchado de barro, oscurecidos por el polvo y
la suciedad que los transeúntes llevaban en su calzado, poniendo
en evidencia, una vez más, la difícil convivencia en la que el hom­
bre y la naturaleza deben coexistir.
En la esquina de la calle Gruzinskij con la avenida Ckalova,
en la sucursal que el conocido restaurante moscovita Russkaya
Izbas tiene en esa ciudad, Viktor Yenn e Igor Shilov comían con
dos tipos provistos de corbata, en los que su falta de naturalidad y
el mal gusto que exhibían, dejaba muy claro que se habían vesti­
do de esa forma para la ocasión: unos cuellos de camisa arruga­
dos y unos nudos de corbata deformes y horrorosos los delataban.
Se trataba de Sergei Skorochkin e Irakly Shanidze: dos auténticos
y genuinos hampones relacionados con la banda mafiosa más
importante de Siberia.
Yerin y Shilov, antiguos militares, dedicaban ahora su vida,
sus esfuerzos y los conocimientos acumulados en el manejo de
cabezas nucleares, a su propio enriquecimiento: representaban la
nueva generación de hombres de negocios salidos de los cuadros
del estado, a los que todo brillo exterior les cegaba. Estaban em­
peñados en recuperar el tiempo perdido a toda costa, aunque
para ello tuvieran que trocear su país y después venderlo. La loca
economía de mercado que se había impuesto, sobre todo en Mos­
cú, no les permitía vivir con el depreciado e inflacionista puñado
de rublos que recibían como paga. Ambos soportaban con dolor
la miseria y el hambre reinante en su devaluada Potencia. Ellos,
que durante tantos años habían defendido posturas y criterios ba­
sados en el honor y la dignidad del comunismo, habían terminado
por dejar que se desmoronasen.
Entre largos tragos de vino y sabrosos pedazos de cordero
asado, decía uno de los comensales:
-El negocio puede cerrarse esta misma noche.
-Dejamos claro que ahora no podríamos pagar todo -advirtió
Igor Shilov-. Los sudafricanos no entregarán el segundo plazo hasta

54
que sus clientes revisen la calidad del material. El último lo harán
cuando les digamos dónde pueden recoger la mercancía.
-No creo que el jefe esté dispuesto a soltar el paquete sin recibir
toda la pasta -aclaró Skorochkin con un gesto despectivo.
-¡Joder! Sergei -replicó Shilov-, con una cifra como la que nos
traemos entre manos es imposible un pago al contado. Tenéis la
garantía de nuestra gente.
-Si no es eso. Por mí os lo entregaría. Sé que cumplís vuestros
compromisos; pero nosotros sólo hacemos de mediadores -dijo
Sergei con la boca llena tratando de excusarse.
-Pues, ¡cono!, convence a tu jefe. Si esta noche no volamos a
Petersburgo, la operación no podrá realizarse -le instó Shilov.
-A ver qué puedo hacer. Hemos quedado a las cuatro en el alma­
cén para comprobar las cajas; intentaré ayudaros. Pero recuerda:
si lo logro, no podéis dejarme colgado. Y te voy a dar dos pode­
rosas razones: una, porque acabarían conmigo. Y la segunda,
porque después tampoco vosotros durarías mucho tiempo con vida.
-Déjate de amenazas, Sergei. Sabemos lo que nos jugamos, y lo
que más me tranquiliza es la seriedad de nuestros clientes. Nego­
ciamos con ellos desde hace años; nos necesitamos mutuamente.
No habrá fallos -trató Shilov de apaciguar el ambiente.
-Eso espero. !Oye!, ¿sabes quién es el dest¡natar¡o'de la mercan­
cía? -preguntó Sergei de forma inusual en las relaciones entre
mafiosos.
-La curiosidad es mala en este negocio, amigo. Pero te diré que,
oficialmente, no lo sabemos. Nunca preguntamos lo que hacen
nuestros clientes con el género que compran, pero la importancia
de la mercancía manejada, nos ha hecho abrir los oídos.
-¿Y qué? -preguntó esta vez Irakly Shanidze que aún no había
intervenido en la conversación, y que tenía la comisura de los
labios llenos de grasa.
-Intuyo, -pero no es más que eso, una corazonada ratificada en
chismes que he ¡do recogiendo de aquí y de allá -explicó Shilov—
, que nuestros clientes tan sólo son intermediarios de alguna na­
ción con problemas para enriquecer el uranio de sus centrales
nucleares.
-¿Cómo es eso? -preguntó Skorochkin denotando extrañeza.

55
-Debido a la vigilancia de la OIEA -afirmó Shilov después de
beber de su copa de vino.
-¿Qué cojones es eso de la O I..., como sea? -preguntó ahora
Shanidze.
-Es la Organización Internacional para la Eñergía Atómica. Re­
presenta el máximo órgano de control y supervisión de todas las
actividades nucleares -contestó Viktor Yerin dándose importancia
y girando lentamente entre sus dedos la copa, como queriendo
demostrar con ese leve y circular movimiento sus conocimientos
mundanos.
-¿Cuál es ese gobierno? -le interrogó Sergei.
-Entra dentro de la más pura especulación -precisó Yerin-, Pero
todo hace indicar que se trata de Corea del Norte.
-¡Cómo cojones va a tratarse de Corea! -exclamó Skorochkin ai­
rado-, Fuimos los soviéticos los que montamos la central de
Pyongyang. Si hubiesen querido uranio enriquecido, lo habrían
pedido -añadió antes de limpiarse la boca.
-Veo que conoces muy poco de los pasos que hay que dar para
montar una central nuclear fuera de nuestro territorio -le contestó
Igor-, Una cosa es vender instalaciones para producir energía,
y otra muy distinta es poder usar después el uranio con otros
fines.
-¿Y quién puede controlar lo que haces con él? -preguntó inge­
nuamente Shanidze.
-Espera, no te impacientes -replicó Igor de nuevo-. Al terminar
una central nuclear, y antes de su puesta en marcha, esté en la
parte del mundo donde esté, llegan los señoritos de la OIEA y se
instalan allí durante la vida del reactor. Tratan de impedir justa­
mente eso, que algún listo quiera sacar de ella residuos enriqueci­
dos.
-No tenía ni puta ¡dea. Pensaba que una vez pagada la central
eras dueño de ella -dijo Sergey con un gesto de escepticismo en
su rostro.
-Por eso me inclino a pensar que los coreanos están detrás. Los
americanos les acosan porque sospechan. Y ya sabéis, cuando
los yanquis están detrás de un asunto, normalmente es por algo;
aunque ese algo sea, a veces, muy particular.

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-¡Oye! ¿De dónde viene nuestro material? -preguntó Shilov.
-De Smolensk: sus operarios no cobran desde hace meses.
-Allí hay un reactor RBMK.
-No lo sé -gruñó Shanidze-, y tampoco me interesa.
-Pide la cuenta, Igor -ordenó Yerin con autoridad - . Son casi las
cuatro.
En una mesa un tanto apartada, pero distante escasos me­
tros de la que compartían los soviéticos, Nat Clancy comía en
compañía de una bella mujer de rasgos suaves y mirada melancó­
lica. Se trataba de Tatiana Pliseckaja; uno de los cien contactos
que la CIA mantenía ahora con toda libertad en Moscú, pero que
años atrás, en los tiempos duros, había servido con eficacia a los
intereses del espionaje americano. Tenía con Nat una vieja amis­
tad sustentada en el trabajo y en el respeto con que siempre se
habían tratado.
Aunque estaban situados a una pequeña distancia, no te­
nían posibilidad alguna de saber de lo que hablaban. Los cuatro
componentes de la mesa que vigilaban eran destacados mafiosos
de los bajos fondos, así que su conversación, sólo podría versar
sobre asuntos ¡legales; eso era evidente. De momento, Nat se con­
formaba con saber dónde estaban Yerin y Shilov; tenerles locali­
zados hablasen de lo que hablasen. Por eso, pretendían aparen­
tar que eran dos buenos amigos compartiendo una sabrosa comi­
da en un restaurante de lujo, sin que nada de lo que les rodeaba
les pudiese distraer.
En cambio Tatiana flotaba en compañía del americano, y
nadie podía conocer lo que le acontecía. Cuando él miraba a los
lados en busca del camarero, o, simplemente, disimulaba obser­
vando de reojo a los mafiosos, aprovechaba para contemplarle
con más detenimiento: los rasgos marcados, angulosos y firmes de
su rostro le encantaban, así como sus firmes ojos rasgados que
siempre parecían denotar una pena lejana e irreparable, hasta el
extremo de hacerle caer en una leve y tierna sonrisa que, ensegui­
da, escondía detrás de un gesto cuando él volvía repentinamente
la cara.
Nat Clancy tenía ese aspecto informal que los conservado­
res y progres pretenden lograr a base de combinar ropas exfrava-

57
gantes y que, normalmente, terminan por rallar con el absurdo o
el ridículo: unas de esas imágenes que muchos suelen etiquetar
con la bohemia o la falta de posición, con la sola intención de
esconder el resentimiento que sienten hacia aquellos que son natu­
rales en sus modos y hábitos.
Hacía dos años que habían viajado juntos a Murmansk,
donde Clancy investigaba el posible hundimiento, en aguas del
Caribe, de un submarino soviético de la clase Yankee. En la Base
Naval, donde el americano fue recibido con todos los honores, y
tras beber vodka en exceso forzado por los marinos rusos, Nat
prometió llevarla alguna vez a los Estados Unidos. Quería, le
dijo, que conociera su mundo, que admirase cómo la economía
de mercado, aunque imperfecta, era la mejor forma de vivir en
libertad. Pero ella estaba segura de que lo había olvidado. Como
también lo habría hecho con los torpes abrazos y besos que
intercambiaron, sumidos en los bondadosos e inconscientes efec­
tos del alcohol.
Tatiana se conformaba con verle con la asiduidad con la
que lo venía haciendo los últimos meses. La historia del plutonio se
había convertido en el único vínculo que la unía a Nat. Y lo pasa­
ba mal: sobre todo por las noches cuando, Clancy, le despedía
cortés y formalmente ¡unto a un taxi o, incluso, en el portal de su
casa. Los sueños que pasaban por su cabeza en esos instantes
eran eso, sueños, meros placeres mentales momentáneos, en los
que se recreaba cuando regresaba a su humilde apartamento del
centro de Moscú, mientras la televisión anunciaba ocho productos
americanos inaccesibles, de cada diez anuncios que emitía. Pero
él formaba ya parte de sus anhelos más íntimos, de sus secretas
añoranzas, aunque sabía de antemano que tenía por delante una
ardua tarea.
Su vida no había sido fácil. Durante muchos años trató de
acomodar una sensibilidad de clase culta, a los conceptos de igual­
dad que la nueva situación del país exigió. Pero tanta falsa cultu­
ra, sustentada en utópicas ¡deas, acabaron por desmoronarse.
Proceder en Rusia de las familias nobles, había dejado de ser un
grave pecado, aunque aún podía notar en las miradas de algunos
el resentimiento que les profesaban. Sin embargo, para ella, ha-

58
bia sido relativamente fácil servir a los, en principio, ideales libe­
rales de los norteamericanos. Pero movida por el miedo y un an­
cestral sentido del patriotismo, le había costado tomar clara postu­
ra.
Permanecían en ella intactos los gustos de los cuales, tiem­
pos atrás, sólo algunos habían tenido el privilegio de disfrutar. La
literatura, la pintura y la música, estaban grabados en sus sentidos
como en una sutil película, a la que recurría y visualizaba siempre
que comenzaba a sentirse desgraciada; y eso sucedía casi todos
los días.
Luchaba para no admitir que culturizar, pasara sólo por im­
poner hábitos y costumbres que en realidad nadie sentía. Ella pen­
saba que la verdadera cultura era la que se imponía lentamente
desde niño, ayudando a formar unos gustos firmes hacia los as­
pectos más sensibles de la vida. Esa era la puerta a la educación
que luego hacía más sencilla la convivencia. No creía en el acce­
so a ella creando una falsa igualdad de clases en la que los más
desfavorecidos irrumpiesen de forma violenta arrastrando consigo
siglos de reproches y odios. Eran ellos los que debían hacer el
esfuerzo para alcanzar las cotas de formación y sensibilidad que
las clases acomodadas rusas habían mantenido con mucho es­
fuerzo y trabajo, en lugar de criticar y satirizar aquellos hábitos a
los que, por otra parte, todos aspiraban y emulaban con ridiculas
metas sostenidas en etiquetas y tópicos, compaginados con el mal
gusto y la vulgaridad. Aún así, Tatiana trataba de no mirar con
displicencia a cuantos inútiles del Partido le rodeaban. Ahora que
se veía libre de ellos, se daba cuenta con más claridad que, tan
sólo eran un puñado de borrachos y patanes intransigentes, para
los que cultura y posición, pasaba sólo por fumar los puros más
grandes, sentirse distinguidos por estar rodeados de empleados
mientras ellos perdían el tiempo en cosas vanóles, o beber licores
con etiquetas escritas en francés o en inglés, servidos en finos
vasos de cristal que ni tan siquiera sabían por qué los debían
apreciar. Además de aprender de memoria esa jerga de noveda­
des literarias y pictóricas, presentadas por los de siempre, movi­
das más a golpe de talón, amistad y publicidad que por sus conte­
nidos. Conciertos insoportables de enchufados delirantes, dan­

59
zas de amiguetes radicales, teatro moderno en el que es más im­
portante el mero hecho de innovar que entretener y transmitir, y
todo tipo de actos encuadrados dentro del maniqueo mundo «cul­
tural», en el que lo de menos es la educación sentimental que debe
atesorar todo ser que pretenda ser culto.
Que semejantes personajes y sus actitudes fuesen los res­
ponsables de la destrucción de todo el -glamour- y linaje de tan­
tas familias rusas, aún le afectaba. Sus padres terminaron sus días
confinados en un mísero apartamento, mientras que la antigua
mansión de sus antepasados, en San Petersburgo, se caía a peda­
zos después de que la Central de Suministros Agrícolas la hubiese
abandonado.
Nat, se percató de que iban a pedir la cuenta por el gesto
que Igor hizo con la mano al camarero.
-Paga tú. No te preocupes, te lo devolveré. Nos vemos en el aero­
puerto -dijo Nat antes de desaparecer por la puerta con una son­
risa.
Los rusos salieron instantes después y montaron en un impre­
sionante Mercedes 500, demostrando lo alejados que estaban ya
de los viejos modos del comunismo. Durante cerca de quince mi­
nutos rodaron por calles y avenidas, siempre en dirección norte,
hasta que detuvieron el vehículo delante de un almacén de made­
ra desvencijado. Con el ruido del motor, la pesada puerta se abrió.
Nat se había colocado en la esquina anterior detrás de un
camión, desde donde veía la puerta con claridad. El coche des­
apareció tras ella, retornando la calle al sepulcral silencio que
había mantenido antes.
El local estaba mal iluminado. El centro del mismo lo ocupa­
ban montañas de bidones con las letras anaranjadas y azules de
la compañía petrolera Gulf destacando sobré ellos; apilados de
forma ordenada hasta alcanzar las vigas del precario techo que
lo cubría. En el medio habían dejado un hueco lo suficiente ancho
y largo como para que cupiese una mesa y varias sillas sucias
colocadas alrededor. Sobre la tabla, dos cajas de cartón y varios
extraños recipientes redondos, era todo lo que había.
Yerin y Shilov llevaban dos maletines cada uno sujetos con
fuerza de sus asas. Al parecer uno iba enganchado a la muñeca

60
con una cadena, y terminaba en el cierre de unas esposas conven­
cionales.
Los dos hombres que esperaban en el reducido espacio en­
tre los bidones eran siniestros, gordos y de un aspecto poco tran­
quilizador; vestidos con típicas ropas fabricadas en el este. Fuma­
ban puros habanos que habían impregnado el ambiente de un
desagradable humo blanquecino y espeso.
Irakly Shanidze hizo de introductor de los visitantes.
-Víctor Yerin e Igor Shilov - y los señaló con la mano.
-¿Han traido el dinero? -cortó secamente el siniestro personaje
que tenía en su entreabierta boca el puro más largo.
-No -contestó Viktor-. Tal como quedamos, ahora entregaremos
una tercera parte. Otro tercio, lo haremos efectivo después de que
el destinatario compruebe la pureza del material; el resto, a la
entrega de la mercancía.
-De aquí no sale un sólo gramo si no recibo todo el dinero -
exclamó el más gordo golpeando ruidosamente la mesa.
-Pero... -balbuceó Igor.
-N ada de peros. O el dinero, o no hay trato -repitió soltando una
profusa bocanada de humo.
-Los compradores tienen derecho a comprobar su pureza: de no
ser de alta calidad no les sirve -se defendió Shilov.
-¡He dicho que no!, y nada me hará cambiar de opinión.
Viktor Yerin buscó la mirada de Sergei Skorochkin incitándo­
le a interceder; Irakly Shanidze se adelantó.
-Son gente de fiar. Además, tienen razón: no se compra plutonio
como quien adquiere patatas. Podemos engañarles entregando
material de otra clase.
-¡Cojones Shanidze!, ¿de qué lado estás? No entregaré la mer­
cancía sin antes coger la totalidad del dinero.
-Estamos entre amigos. Hay mucho dinero a repartir en este asun­
to.
-Si no han traído la cantidad convenida, no hay plutonio.
Viktor Yerin miró de reojo a su compañero. Desde que entra­
ron en el siniestro almacén, habían estado sopesando hasta los
más mínimos detalles del mismo por si tenían que recurrir a lo que

61
inevitablemente iba a suceder. La intransigencia del repugnante
tipo que tenían delante lo evidenciaba.
Igor dejó caer la tapa de uno de los maletines y sacó una
metralleta Kalasnikof de la que sobresalía un largo cargador. Víctor
hizo lo mismo corriendo hacia la entrada. Una ráfaga corta se
escuchó en el silencio de la desvencijada estancia.
En el centro quedaron los seis hombres. Uno de los vendedo­
res trató de sacar su pistola, pero tres balas perforaron su pecho y
lo hicieron caer estrepitosamente entre los bidones.
El que se había negado a aceptar tan sólo el tercio del dine­
ro, temblaba con el puro colgado de la comisura de sus labios.
Había perdido su aplomo y altanería. Víctor Yerin dijo:
-Su intransigencia nos obliga a tomar estas medidas. No pode­
mos perder el transporte que sólo tendremos esta noche.
-Tampoco es para ponerse así -trató de tranquilizar el más gor­
do-, Podemos dejar los plazos tal como decís.
Pero Yerin y Shilov sabían muy bien que en estos asuntos no
había segundas oportunidades. Si ahora accedían a lo que pare­
cía una repentina comprensión sobrevenida, solamente, por las
negras bocas de las Kalasnikov, tarde o temprano estarían muer­
tos; para la mafia es imprescindible liquidar a quien traiciona. De
no hacerlo, el prestigio y la solidez de sus turbios negocios se
viene abajo; además del respeto de las otras etnias.
Irakly y Sergey les observaban asustados como queriéndo­
les indicar que todo eso no iba con ellos. Que su parte del trato,
que consistía en ponerles en contacto con los señores de plutonio,
se había cumplido.
Una ráfaga de ametralladora dejó el rechoncho cuerpo del
intransigente fumador de habanos convertido en un auténtico co­
lador, por cuyos agujeros salieron pequeños borbotones de san­
gre. Viktor Yerin dijo dirigiéndose a los intermediarios:
-N o ha quedado otro remedio.
-Hemos intercedido por... -exclamó Sergei Skorochkin antes de
ser interrumpido por su compañero.
-Lo jodido es que dentro de unas horas tendremos a todos los
clanes de Siberia buscándonos.

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-Hay que largarse -se apresuró a decir Yerin cogiendo las cajas
de cartón que había sobre la mesa y que suponía debían contener
el plutonio.
-¿Y nosotros qué sacamos de todo esto? -preguntó desafiante
Sergei apuntando a sus interlocutores con una pistola de cañón
corto que acababa de sacar del cinturón.
-¡Joder, Sergei!, ¿también vosotros?
Igor Silov, que intuyó lo que iba a suceder, no había guarda­
do el fusil ametrallador. Lo sacó de la parte baja de su gabardina
y acribilló a balazos a los poco oportunos mediadores.
Un olor a pólvora flotaba en el cargado ambiente del alma­
cén. De muchos de los barriles apilados goteaban pequeñas
cascadas de viscoso aceite. En un acto instintivo, presionó el gati­
llo de nuevo, dirigiendo esta vez la ráfaga contra los recipientes
situados más arriba: muchos de ellos reventaron derramando su
contenido en ríos viscosos en los que se reflejaban las confusas
formas de la estancia.
Viktor, encontró al fondo de la nave otra pila de bidones en
cuyos costados se leía en lengua inglesa: -gas-.
-¡Ayúdame! -gritó a su compañero.
Entre los dos arrastraron tres de ellos hasta el círculo desocu­
pado donde se encontraban los cuatro cadáveres. Rociaron la
mesa, los cuerpos, y el resto lo desparramaron por el suelo.
Corrieron hacia la puerta llevando consigo las cajas de car­
tón. Después de meterlos en el capó del coche, Viktor se puso al
volante. Igor abrió la pesada puerta y, tras dejar salir el vehículo,
la cerró de nuevo. Junto al reguero de gasolina que había dejado
cerca de la entrada, tiró una cerilla.
Una llamarada negruzca, alimentada por los miles de litros
de aceite y gasolina que habían almacenados, se elevó en el aire
y contrastó con el blanquecino cielo del prematuro anochecer en
la estepa.
El coche se puso en marcha dejando unas pequeñas nubes
de polvo bajo sus ruedas. Cuando pasó frente al lugar donde Nat
estaba estacionado, éste pudo comprobar que los hombres que
vigilaba escapaban solos. El pavoroso incendio que tenía delan­
te, le ayudó a deducir lo que había sucedido.

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En el aeropuerto de Kazán, en su destartalada y poco aco­
gedora terminal, Tatiana esperaba impaciente la llegada de Nat.
Al verle de lejos, con paso firme y el torpe movimiento de brazos
con el que siempre acompañaba su caminar, una sensación de
alivio recorrió su cuerpo. Desde hacía unos minutos, las sirenas
aullaban escandalosamente por la ciudad.
Nat se aproximó sonriente mientras decía:
-¡Cómo se las gastan estos paisanos tuyos! En menos de cinco
minutos se han cargado a unos mafiosos y han provocado el in­
cendio más espectacular que jamás Kazán haya vivido.
-¿Estás bien? -le preguntó ella.
-Sí. A decir verdad un poco sorprendido de la velocidad con la
que esta gente copia los malos hábitos de las mafias internaciona­
les...
-Yo creo que -le interrumpió Tatiana-, la maldad, al igual que la
bondad, es congénita al ser humano. Sólo es preciso apretar has­
ta ciertos límites para que aflore.
-Que mal concepto tienes de tus semejantes -ironizó Nat.
-Es la realidad que me ha tocado vivir la que hace que vea las
cosas de esa manera.
-Un día dejarán de serlo -afirmó Nat besándole en la frente con
un gesto que ella interpretó como demasiado paternal. Pero Tatiana
sintió el cálido contacto de los labios en su piel, estremeciéndose,
y trató, henchida de emoción, que no se le notase.
-Yerin y Shilov están en el aeropuerto. No sé qué pretenden, ni a
dónde van, pero los he seguido hasta aquí -le explicó Nat.
Acababan de sentarse en el bar a tomar un café cuando
éstos hicieron su entrada. Llevaban dos bolsas que parecían pesa­
das a tenor de la fuerza que realizaban, y unos maletines descolo­
ridos.
Antes, Tatiana tuvo tiempo de comprobar las listas de em­
barque de los vuelos que saldrían en las horas siguientes, y de
tomar dos plazas en el mismo avión de los mafiosos. El sistema
para conseguirlo fue sencillo: un billete de diez dólares; una au­
téntica fortuna en la nueva Rusia.
A las siete menos cuarto de la tarde, la deficiente megafonía
del aeropuerto anunció la salida del vuelo 243 de Aeroflot con

64
destino a San Petersburgo. Cuando oyó ese nombre amplificado
por los altavoces, por la mente de Tatiana cruzaron románticos
pensamientos, en los que unos rutilantes y añejos edificios, en los
cuales estaban instalados la mayor parte de los hoteles de la ciu­
dad, se confundieron con ensoñadores paseos a la luz de las artís­
ticas farolas que se alzan a lo largo de los puentes que cruzan el
río Neva, y sobre los que, muchas veces, pasearon los zares tortu­
rados por las inseguridades del amor, intangible bien que, ni si­
quiera ellos, arrogados de todo el poder, pudieron asegurar y
hacer perdurable.
Pero ella, alejada de cuantos símbolos gloriosos habían dado
diferentes nombres a la ciudad, soñaba con poder hacerlo junto a
Nat entrelazando los dedos de sus manos para que se fundiesen
aún más sus carnes, al cobijo de las perennes sombras de edifi­
cios que, seguramente, habrían dejado suspendidos en el aire
retazos de las más sutiles intimidades, y perdidas ráfagas de nos­
talgia para que alguien, algún día, fuese a recogerlas.

65
66
CUATRO

James Verwoerd y Yolande Potgieter esperaban la llamada


telefónica de Yerin y Shilov en la lujosa habitación que ocupaban
en el hotel Crillon de París. Esa tarde no habían salido, a pesar de
que no conocían bien la ciudad, y que estar en la capital france­
sa, siempre era un excitante y maravilloso aliciente; más para unos
sudafricanos a los que esta bella conjunción urbana de armonías
del pasado, que soporta con dignidad el futuro más rabioso, les
quedaba realmente lejos. Pero estaban allí para trabajar, y eso a
ninguno de los dos había que recordárselo. Sus clientes, misterio­
sos coreanos, tenían todo el aspecto de ser policías o funciona­
rios; sin duda ejercían una actividad relacionada con la adminis­
tración. A tenor de sus vestimentas y de los estrictos comporta­
mientos que manifestaban, unido a la especial forma en la que se
desenvolvían, no les quedaba la menor duda.
-En realidad, esos tipos son iguales en todos lados -comentaba
Yolande-, a pesar de que el color y tono de sus pieles es diferente
en cada uno de los lugares donde los hemos padecido.
Todavía no podían comprender cómo Yerin y Shilov se las
arreglarían para introducir en un país como Francia, que protege
sus fronteras con rigor, un cargamento como aquel. Pero el asunto
no era de su incumbencia con tal de que fuese cierto que el mate­
rial radiactivo, podría, como les aseguraban, salir hacia Sudáfrica.
Allí, las cosas serían mas sencillas: tanto desde el punto de vista
policial, como de la proximidad, a través del océano Indico, al
destino final de la mercancía. A los sudafricanos les tranquilizaba
saber que, en ese mar, dentro de las doscientas millas náuticas de
cada poco militarizado país ribereño, los americanos no tenían
jurisdicción. Aunque los coreanos insistían en que tuvieran cuida­
do con ese último traslado.
-Si los yanquis se enteran de nuestro negocio, no lo duden, inter­
vendrán -les decían por teléfono.
El agente con el que trataban, y que por su edad había
sufrido en sus carnes la presencia americana en su tierra, insistía:

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-Los yanquis, cuando no tienen jurisdicción en una zona o en un
asunto concreto, se la otorgan. El arbitrario manejo al que some­
ten al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, siempre ha
sido su patente de corso.
Por eso les aconsejaban que no tomasen el océano Indico
como una mar libre. Al contrario: basta que estuviese desprotegida
del control de otras grandes potencias, para que hicieran lo que
les viniese en gana.
-Sería una catástrofe-insistían-, estropear el negocio en el último
momento.
Cuando era mucho más difícil e incomprensible para ellos
imaginar cómo iban a sacarlo de Rusia; y la cosa se hacía inal­
canzable al trazar una ruta hasta Sudáfrica. El camino natural a
través de Siberia y China era impensable. No sólo por la distan­
cia y el control a los que chinos y soviéticos someten a sus vuelos
internacionales, sino porque desde las sospechas de que Corea
del Norte había tratado de utilizar el uranio enriquecido de su
central de Pyongyang para fabricar armas nucleares, los rusos,
presionados por la OIEA, pasaban severos controles radiactivos a
todo vehículo que salía del país. Acogotados, claro está, por
americanos y japoneses, que habían supeditado la entrega de sus
millonarios ayudas económicas, a la estricta observancia de esas
medidas; y los rusos saben que gran parte de su futuro pasa por
ellas.
Kum Sang, propietario del poderoso grupo financiero
Pechinco, y máxima autoridad en la estrategia montada por el
Gobierno Norcoreano, insistía en no bajar la guardia.
-No hay que confiarse -decía-, Y menos ahora que los traficantes
se saben vigilados por los satélites.
El teléfono de la mesilla de noche sonó. Yolande Potgieter
descolgó el auricular y preguntó en inglés:
-¿ S í?
Recordó que habían convenido no utilizar la lengua rusa.
—Viktor Yerin -se presentó una voz.
La línea se escuchaba lejana. Los continuados y molestos
carraspeos en el sonido le incitaban a separar el auricular de su
oreja.

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A Shilov y Yerin les habían venido muy bien los cursos de
inglés pagados por el antiguo Estado Soviético durante los años
que ambos form aron parte del cuerpo de estrategas
armamentísticos. Los soviéticos siempre supieron que, para espiar
a europeos, americanos y japoneses, la lengua inglesa era una
herramienta imprescindible. Por ese motivo, al igual que los cientí­
ficos y altos cargos de la KGB, hablaban un bonito inglés, cuyas
palabras resbalaban dulcemente unas detrás de otras, ensalzadas
por la escasa utilización que hacen de las erres, y acostumbra­
dos, como están, al musical y siseante idioma ruso.
-¿Tenéis todo preparado? -fue la lacónica pregunta de la impre­
sionante Yolande Potgieter, cuyo cuerpo esbelto y flexible dejaba
muy claro que lo mantenía a base de dieta y deporte.
-Tenemos la mercancía: viajará hacia su destino en la fecha con­
venida. Nos veremos en el punto de encuentro acordado.
El auricular quedó vacío. Yolande guiñó sensualmente un
ojo a su jefe y amante Verwoerd: le confirmó lo que durante todo
el día habían estado esperando. El primer paso para llevar a buen
puerto el siniestro cargamento estaba dado. Y nunca esa conoci­
da expresión marinera se podía ajustar mejor a la realidad de lo
que estaba aconteciendo.

San Peterburgo, ciudad marcada por los sucesivos cambios


de nombre a los que se vio sometida por los caprichos y antojos
de sus gobernantes, aparecía esplendorosa entre la bruma. Junto
a la negra silueta del crucero Aurora, el flamante casco del Glasnost
cabeceaba levemente, mecido por las pequeñas olas que una
embarcación había levantado antes de virar hacia el canal Nevka.
Parecía que, a partir de ahora, dejarían descansar a la ciudad
con el nombre que le dieron a su fundación en 1703. Petrogrado,
en honor del primer Papa, y Leningrado, en memoria del Papa del
Comunismo, Lenin, fueron los cambios que tuvo que soportar, a
pesar de que en el corazón de sus habitantes siempre fue San
Petersburgo. Hoy nadie la llama Leningrado. Es como si renuncia­
sen al hecho de haber sido dirigidos por el antiguo héroe nacio­

69
nal. Y a su nombre, ya maldito, se suma la tradición que dice:
«San Petersburgo está construida sobre los huesos de miles de
trabajadores que allí perecieron». Nunca se debió construir ese
capricho de los zares en un lugar como ése. La mitad del año, la
ciudad está cubierta por los hielos, y los otros seis meses, los mos­
quitos te mortifican al anidar en la singular conjunción de ríos y
canales que la forman.
El muelle Petrovski estaba vacío esa fría madrugada, a
excepción del abrigado marino que hacía guardia delante del
contenedor, en el que las grandes letras de la palabra Aeroflot,
pintadas en él, resaltaban en la penumbra, dando aún más cobi­
jo y amparo a los pertrechos del Glasnost.
El suelo de los alrededores aparecía lleno de restos de,guir­
naldas y coloreadas cintas serpentinas pisoteadas: pedazos de
alegría desbordada y efímera que, durante las últimas horas del
día, habían volado sobre el velero engalanándolo de ilusiones y
añoranzas por unos breves momentos, y de cuantos gestos de
solidaridad fueron capaces de lanzar al aire los habitantes de la
ciudad.
Las cámaras de televisión habían transmitido el acto a todas
las repúblicas que componían la extinta Unión Soviética en un
gesto de tardía reafirmación del orgullo soviético.
En la cubierta del Glasnost, el vicealmirante Petrovski, ata­
viado con su uniforme de gala, del que colgaban todo tipo de
condecoraciones, había brindado repetidas veces con el mejor
vodka su próxima partida, entre los acalorados y ebrios aplausos
de cuantos asistían a la ceremonia.
A los ruidos y prolongados brindis, sucedieron los discursos
de las autoridades: se escucharon palabras cargadas de todos
aquellos antiguos y lejanos pensamientos sobre el orgullo nacio­
nal; ésos que durante tantos lustros hicieron de la Unión Soviética
una nación misteriosa, temida y respetada.
Pero la realidad de los tiempos que vivían se notaba en
todos y cada uno de los actos que esa tarde se habían sucedido:
la presencia de las televisiones extranjeras y los anuncios publici­
tarios de americanos y franceses incluidos en sus emisiones, ha­
cían que, por unos instantes, la gente perdiese la ubicación geo­

70
gráfica del acontecimiento. Sólo las rutilantes cúpulas doradas le­
vantadas por los zares, y que rodeaban vigilantes el singular acto,
les transportaban de nuevo a la ciudad por cuya belleza muchos
suspiraron; a San Petersburgo, como no podía ser de otra forma.
En ninguna parte de la tierra puede verse una conjunción tan fan­
tástica de arquitectura ensoñadora y romántica. Sin duda alguna
el Glasnot partía para su larga singladura de una de las ciudades
más bellas del Planeta. Y esos aromas de refinada armonía, que­
darían con él durante la travesía.
La ligera brisa que se levantó poco después de escuchar los
cuatro toques de las campanas de la cercana catedral Pedro y
Pablo, hicieron sonar las anticuadas drizas metálicas que llevaba
el velero, cuando rozaron contra el palo movidas por el viento.
Por lo demás, un silencio absoluto y una oscuridad azulada, gene­
rada por la tenue iluminación en la que quedaba sumergida la
ciudad en la fría madrugada, alejaban al barco de todo contacto
con la realidad.
En la avenida Fokin, desierta a esas horas, un pequeño utili­
tario Zhiguli circulaba despacio, atento como iba a las evolucio­
nes de una canoa provista de un motor fueraborda que navegaba
por el canal Gran Nevka. El ocupante del vehículo lograba distin­
guirla gracias a una diminuta luz que salía de su popa; era la
conjunción de sus luces de posición. Al estar mal colocadas, emi­
tían un destello confuso: mitad rojo, mitad verde.
La embarcación navegaba muy despacio intentando pasar
desapercibida. Su aparente rumbo le llevaba a la conjunción del
canal Fontanka con el río Neva. Vikfor Yerin la tripulaba. Junto a
él, un joven de poco más de veinte años montaba los reguladores
de buceo en unas viejas monobotellas de marca desconocida.
Estaban pintadas de negro, signo inequívoco de que pertenecie­
ron a las fuerzas especiales.
En Rusia, en los últimos tiempos, todo estaba a la venta:
desde carros de combate y aviones MIG, hasta las botellas de
buceo de sus prestigiosos cuerpos de élite.
Los tripulantes del bote vestían gruesos trajes de neopreno;
cubrían sus cuerpos desde la cabeza a los pies. En la pantorrilla
derecha llevaban unos largos cuchillos submarinos, y en sus muñe­

71
cas, dos voluminosos relojes, cuyas esferas resplandecían en la
noche debido a los dimensionados números fluorescentes pinta­
dos en ellas.
Desde el coche, Igor Shilov les seguía tratando de darles
una utópica protección. Bajo su asiento, una Kalasnikof de cin­
cuenta disparos esperaba cargada por si las cosas se complica­
ban.

Un poco más atrás, rodando a la mayor distancia que era


capaz de mantener sin perderlo de vista, Nat Clancy vigilaba los
movimientos del coche, sin poder comprender ni advertir todavía,
qué se proponían en la gélida nocturnidad rodando por una ciu­
dad dormida. Con unos guantes de cuero y la calefacción del
nada confortable Volga elevada hasta su máxima potencia, espe­
raba paciente en la esquina de la calle Skorojodov a que el Zhiguli
se alejase de nuevo.
Desde que llegaron a San Petersburgo, y después de aban­
donar el aeropuerto de Pulkovo, Igor Shilov y Viktor Yerin se ha­
bían detenido dos veces: una, para cenaren el restaurante Poltava,
llamado así en recuerdo de la batalla que Pedro el Grande mantu­
vo con los suecos, y que le reportó un gran victoria. Y la otra, para
alojarse en el hotel Astoria, donde ellos también se registraron.
La intuición de Tatiana, despertándole en la madrugada con
una llamada de teléfono, le puso en aviso.
-Yerin y Shilov se disponen a salir del hotel -le advirtió con un
tono grave en su voz.
Nat se vistió con rapidez y descendió por las escaleras al
tiempo que el ascensor con los rusos llegaba al vestíbulo.
La recepción estaba desierta, a excepción de un adormila­
do conserje y las mujeres de la limpieza que, durante la noche,
retornan a su pulcro aspecto el siempre cuidado recibidor del
Astoria.
Al salir al exterior, los ochenta metros de altura de la cerca­
na torre de la catedral Isaac, proyectaban una extraña sombra
sobre la puerta. A Nat, en ese momento, le pareció la edificación

72
más alta del mundo. Frente a la entrada principal, una cómoda
área, protegida por barandillas coloreadas, daba espacio de es­
tacionamiento exclusivo a los vehículos de los clientes. Dos figuras
caminaban hacia un desvencijado Zhiguli, y se confundían con
las sombras alargadas que proyectaban una hilera de árboles
cercanos. Nat tuvo que esperar unos segundos, protegido por la
oscuridad de la acera, a que se introdujesen en el coche.
Desde la ventana del cuarto piso del hotel, Tatiana miraba
oculta entre los cortinones de su habitación lo que acontecía en el
exterior.
Para el americano, aunque salió del aparcamiento con unos
minutos de retraso, fue muy fácil seguir las rojas luces traseras del
coche en la quietud en la que estaba sumida la calle Morskaya. Es
más, ese solitario rodar, se podía convertir en su enemigo. Por lo
que tomó precauciones. En realidad localizar las luces en la de­
sierta avenida era muy sencillo. Durante unos instantes apreció la
mayor intensidad de los pilotos de freno. Permanecieron deteni­
dos cerca del puente Iván. Después, el coche se puso en marcha y
continuó rodando por el bulevar Primorski a escasa velocidad.
Nat Clancy divagaba y ordenaba las ¡deas que, los rápidos acon­
tecimientos en los que se había visto envuelto los últimos minutos,
no le habían permitido hacer. No podía comprender cómo Tatiana
pudo saber que los dos mafiosos se disponían a salir; tampoco
tuvo tiempo de preguntárselo. Mientras circulaba despacio, atento
a los destellos encarnados que tenía delante, pensaba en ello.
Desde hacía un rato los dos coches trazaban un circuito en
ambas direcciones del canal Nevka: subían por la calle Kirov,
cruzaban el puente Lermontov, y regresaban de nuevo por la ave­
nida Viborg Fokin.

En las plácidas aguas del canal, la embarcación de Yerin


navegaba casi imperceptiblemente. Al llegar a la conjunción con
el río Neva, de súbito, vieron, a escasos metros de su proa, la
redondeada estructura del crucero Aurora.

73
Detuvieron el motor. Con los remos, impulsaron le ligera em­
barcación contra las chapas remachadas del vetusto casco. Apo­
yando sus manos sobre ellas, retrocedieron unos metros: los justos
para que la popa de la motora quedase oculta por la descomunal
obra muerta del histórico buque. Cincuenta metros detrás, desta­
caba airosa la arrufada proa del Glasnost. Colocaron las botellas
de aire comprimido sobre sus espaldas y ajustaron los pesados
plomos que sobresalían de un fuerte atalaje. Las anillas de los
chalecos salvavidas estaban pintadas de negro, al Igual que to­
das las piezas metálicas del equipo, por lo que no producían bri­
llo alguno.
Se deslizaron por la banda de babor sin hacer ruido, tras
ponerse las aletas y las gafas. Una vez en el agua, abrieron los
grifos de las botellas y probaron los reguladores inhalando y ex­
halando a través de ellos.
Viktor Yerin llevaba consigo una bolsa plástica de fuerte teji­
do: al parecer era muy pesada. Se hundió con ella, al igual que lo
hizo su acompañante transportando una caja verdosa.
Nada más traspasar la fina barrera de la superficie, la oscu­
ridad más absoluta se apoderó del lugar, sumiendo a lo que les
rodeaba en un juego de tinieblas, aclaradas sólo por los reflejos
luminosos que, de vez en cuando y levemente, se introducían en el
agua proyectados por las farolas cercanas. De sus cinturones des­
colgaron dos linternas; pero no las encendieron. Bajaron un par
de metros más. Cuando calcularon que el haz luminoso quedaría
absorbido casi en su totalidad por la propia densidad del agua,
alumbraron al frente. Nadando, se fueron acercando a la direc­
ción establecida en la superficie. Cuando intuyeron la proximidad
del velero, a tenor de la sombra que tenían delante, se detuvie­
ron. La forma alargada de su quilla apareció ante ellos.
Estabilizaron su descenso soplando unas bocanadas de aire en
los chalecos salvavidas. Esto les permitió mantenerse en gravedad
cero: ni subían ni bajaban.
El joven buzo sacó un sólido taladro de mano de la caja
plástica, con el que empezó a agujerear el plomo de la orza en la
parte situada más a popa: allí, el perfil era más fino. Yerin le
iluminaba con la linterna, y producía un pequeño círculo amari-

7A
liento donde las hábiles manos del buzo trabajaban.
En las perforaciones colocó el recipiente que Yerin le entre­
gó. Quedó unido al barco, integrado a él por medio de fuertes
tornillos inoxidables, en cuyos extremos, enroscaron cuatro tuercas
antideslizantes, a las que añadieron una capa de -epoxi- náuti­
co, que impediría su movimiento.
Para que el paquete no produjese perturbaciones que pudie­
ran desajustar alguno de los instrumentos de a bordo, cubrieron
sus ángulos con una pasta fabricada a base de masilla plástica y
brea cáustica. Con las manos protegidas por guantes de goma,
extendieron la mezcla, adaptando el bulto recién colocado a la
aerodinámica forma de la quilla del Glasnost. Por unos segundos,
y antes de emerger, comprobaron y revisaron el resultado del in­
jerto: estaba perfecto. Apagaron las luces, y de nuevo sumieron
en la oscuridad a las frías aguas del Neva.
Manteniendo la profundidad, aletearon en dirección contra­
ria hasta que alcanzaron la quilla del Aurora. Todavía se mantu­
vieron unos centímetros por debajo de ella hasta que la sombra
del casco se colocó justo sobre sus cabezas.
Al emerger, la plácida y brillante superficie del río se vio
transformada por cientos de círculos concéntricos, que se aleja­
ban parsimoniosamente del lugar donde acababan de nacer. Los
buzos se quedaron inmóviles esperando a que las perturbaciones
producidas por el agua se fuesen mitigando. Cuando todo pare­
cía indicar que su presencia no había sido advertida por el ador­
milado centinela, embarcaron por la escalerilla que, previamente,
habían dejado colgada por la popa.
Con toda la rapidez que fueron capaces, se quitaron los
equipos de buceo y remaron hacia el centro del canal. Cubrieron
sus cabezas con gorras que ocultaban sus mojados cabellos.
Un ruido, acrecentado por la quietud reinante, llegó hasta
ellos. El joven buzo sacó de un sobre varios papeles que colocó en
lugar visible, al tiempo que ponía el motor en marcha.
Por el puente Gorki, a la altura del Ermitage, unas luces se
desplazaban a considerable velocidad barriendo la superficie del
agua con potentes destellos luminosos. Uno de ellos rozó la popa
de la embarcación de Yerin. Alguien amplió la intensidad del foco,

75
y una sirena emitió un desgarrado lamento para ordenar que se
detuviesen.

Cuando dobló la esquina de la plaza de la Revolución, Igor


Shilov vio desde el coche la llegada de la patrullera policial: se
aproximaba a la motora a toda marcha.
Cien metros detrás, Nat Clancy no comprendía la razón de
las ocho vueltas que llevaban dadas al improvisado circuito por
las calles de la ciudad. Alternaba su vista entre las coloradas luces
del coche que perseguía y el resplandor que, desde hacía un rato,
comenzaba a aclarar la tranquila superficie del canal. También
escuchó el desgarrador ruido de una sirena, que por unos instante
quebró la noche. Y pensó en los colosales edificios que iba dejan­
do a su paso como enormes tumbas de perpetuaciones imposibles
y caducas grandezas, de mayor tamaño, cuanto más simples eran
las mentes de quienes los mandaron levantar.
Detuvo su coche y contempló el abordaje que la policía rea­
lizaba a un pequeño bote: pero desde allí, tapado por el palacio
Kshesinskaya, era difícil tener una buena visión del acontecimien­
to. Tampoco las luces rojas del Zhiguli que le antecedía le daban
tregua; habían desaparecido. Ante sí, sólo quedó la luz de unos
discretos faroles, que aclaraban los más de trescientos metros de
asfalto solitario que tenía delante.

En la canoa habían parado el motor. Un policía, que


tapaba su cabeza con un grueso pasamontañas de color caqui,
así lo mandó. En sus manos nerviosas, un arma negra y reluciente
oscilaba arriba y abajo cuando gesticulaba a cada orden que
daba.
Viktor Yerin callaba. Había dejado toda la iniciativa a su
joven compañero. Este, señalaba con el dedo las borrosas líneas
de un parte de trabajo submarino, a realizar en el muro de con­
tención del palacio Meshnikov.
En la nueva Rusia podían comprarse hasta los pomposos
impresos del Departamento de Trabajos Públicos. Todo parecía

76
estar en orden, pero al teniente que mandaba la patrulla le intriga­
ba la hora tan temprana que habían escogido para comenzar sus
labores.
El claro acento de la estepa que Viktor tenía cuando pronun­
ciaba las eses le mantenía callado: sólo miraba tratando de per­
manecer sereno.
-¿A qué compañía pertenece, cam ara..., amigo? -preguntó el te­
niente, interrumpiendo la formal palabra con la que antes se trata­
ban.
-A ninguna, señor. Es empresa propia: familiar.
-¿Y por qué a estas horas?
El ¡oven, que tenía bien aprendido el guión que Yerin le
había preparado, explicó:
-Es por el agua.
-¿Por el agua?
-Sí. El trabajo que debemos hacer en el muro es tan delicado que,
durante el día, las malditas embarcaciones que transportan turis­
tas mueven el lodo del fondo y ciegan la visibilidad haciendo
imposible nuestro trabajo; lo intentamos hace días, pero...
-Está bien -dijo el teniente al parecer satisfecho con la explica­
ción recibida.
Dos policías revisaron el bote a conciencia, sospechando
que pudieran esconder alcohol o drogas. Una inusitada invasión
de estos productos estaba poniendo en apuros a las autoridades
sanitarias del recién estructurado Estado Ruso.
-¿N o seréis -churkis-? -insistió el oficial, llamándoles por el nom­
bre con el que identificaban a los mafiosos.
Las serenas explicaciones del buzo, unido a la ausencia de
objetos extraños en el bote, hizo, ¡unto con el frío glacial que
reinaba, que los policías les permitiesen seguir. No advirtieron
que los equipos de buceo chorreaban agua: aunque también
para eso tenían preparada una respuesta.
Yerin suspiró cuando, por fin, la patrullera arrancó sus
motores. Viró en redondo y comenzó a perderse en la noche, de­
jando tras de sí una estela blanquecina de reverberescencias, que
brillaron de forma singular en descompuestos arcos iris, al mez­
clarse con los desechos de la gasolina.

77
La siniestra sombra del Centro de Detenciones IZ 45, llama­
do también Las Crueces, apareció majestuosa cubriendo la Cárcel
Grande, de la que, seguramente, acababan de librarse, semioculta
por una cortina de nubes que la humedad estaba confeccionan­
do.

En el Zhiguli, detenido en la esquina sur de la Plaza de la


Revolución, Igor Shilov también soltó un profundo y prolongado
suspiro. El que no participó del azaroso encuentro fue NatClancy:
había logrado ver de nuevo las luces traseras y, esperaba atento a
que se pusieran otra vez en marcha entretenido con el juego de
sombras que se traían las cúpulas palaciegas, y que para él, eran
mucho más hermosas que las cúbicas y sosas construcciones de la
capital de su país, levantadas, más para impresionar, que porque
tuviesen necesidad de ellas; pero a las que les faltaba la clase que
da la historia lejana y los años transcurridos.

La embarcación de Yerin siguió el curso del Neva hasta casi


su desembocadura. Luego, viró a babor introduciéndose por el
estrecho canal Fontanka, que conduce a la Plaza Repin.
Junto a los restos de unos barcos, utilizados para pasear
turistas, atracaron. Los dos hombres se despidieron con un gesto.
Yerin corrió hacia la cercana calle Turguénev, donde se detuvo
frente a un puesto de periódicos cerrado.
Igor Shilov tardó menos de diez minutos en llegar hasta allí
y detenerse las escasas décimas de segundo necesarias para que
Yerin montase en el vehículo.
Para Nat, en la lejanía de su persecución, no fue más que
otra de las cien paradas que, durante las dos horas que ya dura­
ba el paseíto nocturno por las calles de San Petersburgo, habían
realizado los mafiosos.
Regresaron al hotel a más velocidad. Cruzaron el Kirov, el
puente más largo de la ciudad, tratando de no golpear con los
carriles de los tranvías. Fue un extraño paseo, cuyos motivos Clancy

78
desconocía; pero hubiera asegurado que tenía alguna razón de
ser.
Al pasar por delante de la habitación de Tatiana, se detuvo.
Pensó llamar y aclarar la duda sobre su intuitivo comportamiento.
Cuando tenía los nudillos levantados para golpear, susurró:
-Babushkas, babushkas -repitiendo la tierna palabra que las mu­
jeres reciben en esa tierra.
Tumbado en la cama quiso recomponer el absurdo paseo,
sin que pudiese recordar nada especialmente anómalo que le die­
ra una pista sobre las intenciones de Yerin y Shilov. Minutos más
tarde, el cansancio se hizo presa de él y durmió profundamente,
mientras que el rostro de Tatiana se mezclaba en su inconsciente
con los paisajes nocturnos de la ciudad.
Una música, en la que la balalaica tomaba el mando sobre
otros instrumentos, se esparció por su cabeza, al tiempo que la
imagen borrosa de ella, giraba lentamente al ritmo de la melancó­
lica melodía que interpretaba. Cuando trataba de tocarla, se ale­
jaba etérea con su sonrisa triste y sus ojos ansiosos.
Fuera, en la ciudad, un amanecer prolongado y lento co­
menzó a dejar sitio en el paisaje a las imponentes cúpulas pala­
ciegas que, con tanto empeño, mandaron construir los más altivos
personajes de la nobleza: los zares. Una niebla, que subía desde
los canales, las cubrió. Sólo la parte superior del Departamento
de Medina Forense sobresalía entre las algodonosas nubes. A su
lado, la fina silueta de un extraño palo difícil de acomodar en el
paisaje, se balanceaba. La acumulación de gotas de agua sobre
los dorados tejados y sobre las partes metálicas de la jarcia los
hicieron brillar juntos, como si tuvieran luz propia.

79
80
CINCO

En la dársena de Port Olona, en las Sables D'Olonne, los


estilizados veleros de la regata iban llegando día a día en descui­
dadas bordadas que daban la impresión de que no quisieran arri­
bar. Unos, lo habían hecho hacía semanas, impulsados por benig­
nas condiciones del tiempo poco usuales en otoño. Otros, tripula­
dos por marinos que habían tenido que solucionar problemas de
puesta a punto, o de presupuesto, lo irían haciendo en las horas
venideras.
Serge Acetó, el o rg anizad o r de la Vendée G lo b e,
deambulaba de un barco en otro saludando y entregando comuni­
cados que los regatistas deberían tener en cuenta a la hora de
repartir su tiempo. Para casi todos era una incomodidad y un ver­
dadero fastidio, pero los patrocinadores y la organización marca­
ban las normas de comportamiento y cortesía que todos debían
cumplir antes de zarpar. Después, en la mar, otra vez serían due­
ños de sus actos; por el momento, las conferencias, las reuniones
de patrones, las entrevistas y los actos públicos, les sacaban de
sus más importantes quehaceres. Todo el festejo que se desarrolla­
ba en su entorno era un incómodo espejismo, al que le deseaban
cortedad y prontitud en su paso. Además, para poder aguantar
ese maratón náutico, era necesario tener un carácter muy espe­
cial, o al menos, haber formado uno a base de práctica y trabajo.
Ese era el caso del extrovertido Volpe, para el que tantos meses de
soledad, iban a ser más duros que para el resto de los
participantes.De cualquier forma, el buen humor y la paciencia de
que hacían gala cuantos participaban en el singular acontecimiento,
era una constante. Parcos en p alab ras, pero am ables y
comprensibles con sus obligaciones. Duros y románticos a un tiem­
po. Tenaces, bohemios, soñadores y sustentados a la vez por los
avances de la insensible tecnología; hombres y niños a la par

81
enamorados, tan sólo, de algunas de las cosas que dejaban atrás,
pero ansiosos por descubrir los imprevisibles misterios que depara
la mar en obligado pacto con la vida.
Ninguno podían olvidar que, gracias a las incomodidades
ocasionadas por los apretados programas comerciales de sus
patrocinadores, ellos tenían el privilegio de volar sobre las olas en
rápidos veleros, repletos de cuantos adelantos técnicos el hombre
había sido capaz de diseñar y construir.
El Comodoro, prevenido, puntual y metódico, era uno de
los participantes que con más tiempo de adelanto había llegado.
La arboladura, el casco y los sistemas de navegación, los tenía
probados desde hacía meses; pero en ellos no estaban, general­
mente, los olvidos, decía el marino. Era en esa última semana
antes de la salida, donde había que repasar hasta la saciedad la
interminable lista de acopios, confeccionada a partir del día en el
que tomabas la decisión de participar. Por eso, punteaba los obje­
tos que introducía en el barco: comida, herramientas, repuestos,
útiles de reparación, botiquín, ropa, etc. En su primera participa­
ción en una regata oceánica olvidó algo tan estúpido como el
rempujo para coser las velas; una pieza muy sencilla y de bajo
costo. Su falta, se convirtió en un auténtico martirio las cinco a seis
veces que tuvo que repasar una costura. O, cuando se le rasgó el
ollao del primer rizo de la vela mayor. Ahora que ya había sufrido
en sus carnes las incomodidades y emociones de algunas regatas,
se tomaba su tiempo para repasar con tranquilidad las anotacio­
nes de la lista. Le parecía un lujo poder razonar, sopesar y decidir
después. Acostumbrado como estaba al irracional trajín de aque­
llos que pretenden resumir y comprimir la vida en ordenadores,
máquinas y artilugios de velocidad, se permitía el placer de anali­
zar cuanto le rodeaba con parsimonia; esto es vivir, se decía en
cuantas ocasiones detenía su sosegada marcha y se quedaba col­
gado del vuelo de una gaviota o del ondulado tránsito de una ola
viajera.
Por lo demás, las plácidas aguas de la ensenada, cerrada y
protegida de las olas del Atlántico, subían y bajaban a las embar­
caciones como si de un ascensor al aire libre se tratase. Y era en
el momento de la pleamar cuando la extraña belleza de sus cas-

82
eos destacaba con más intensidad debido a la altura que alcanza­
ban.
La Torre medieval d'Arundel, que protegió siglos atrás a la
población del ataque de los piratas, se levantaba majestuosa de­
lante de la enmarañada y colorida conjunción de mástiles y ban­
deras que, poco a poco, iban cerrando el amplio espacio de la
dársena. Y la austeridad de piedra y pizarra de sus tejados se
confundió en la distancia con visiones que ninguno de los marinos
que atracaron allí sus barcos lustros atrás, podrían haber imagina­
do ni en sus más profundas borracheras. Sólo los tres palos del
buque de instrucción de la Marina Francesa, atracado en el mue­
lle des Chantiers, hubiera podido integrarse en aquel paisaje, en
el cual, los sueños de sus tripulantes, se medían por la osadía o
arrogancia de sus actos. Y en los que, al igual que en estos mo­
dernos marinos, estaba impresa parecida escala de valores, sus­
tentada en idénticos sueños e ilusiones, a pesar del tiempo trans­
currido.
Pero la realidad de los nuevos dueños de los mares era apa­
sionante. No podían competir en belleza, eso no -para que enga­
ñarnos-. Los veleros modernos parecían platillos volantes con sus
impresionantes mangas y sus extraños artilugios de comunicación
sobresaliendo en sus cubiertas. Al final, el único punto en común
con las gallardas goletas de madera eran sus palos: aunque esta
vital pieza de la nave, tampoco tuviese ninguna relación con los
escogidos troncos de árbol que antes se utilizaban.
En ese asunto, el Comodoro era tajante: siempre manifesta­
ba que había que establecer un equilibrio entre las nuevas tecno­
logías y los sagrados conceptos de la construcción naval. Princi­
pios que, por otra parte, y durante muchos siglos, se habían de­
mostrado como válidos. El era partidario de no jugar con los lími­
tes en un medio tan duro como la mar. Por eso nunca había rega­
teado en los rápidos catamaranes y trimaranes, que ya desde los
años ochenta, se pusieron de moda.
-Los barcos de vela tienen que tener una orza para compensar
los esfuerzos a los que se ve sometida la embarcación por la trac­
ción de la jarcia -decía.

83
-No importa su forma. Posiblemente tuvieron razón los que deci­
dieron, un día, reducir superficie mojada en las carenas y alarga­
ron y estrecharon las orzas. Incluso los que añadieron bulbos en
sus extremos para compensar el abatimiento y deriva -añadía en
cuantas ocasiones era preguntado sobre ello.
Cuando hablaba de barcos, movía las manos en diferentes
posiciones, acomodándolas a las formas que describía. Para él no
tenía secretos el configurar quillas en los rastros efímeros del movi­
miento de sus manos en el aire, o el diseño de orzas y jarcias con
los bordes de su imaginación. Ponía tanto sentimiento y calor en
lo que explicaba, que todos acababan por comprender con facili­
dad su náutico e improvisado mimo.
Y esa era la razón por la cual, el Peregrino, siendo un velero
de regatas oceánico moderno, incorporaba infinidad de detalles
y soluciones marineras a la antigua usanza que él había instalado
aumentando el peso de la embarcación. Muchas de ellas, provo­
caban la risa entre sus compañeros más jóvenes, que dejaban en
manos de la prepotente técnica todas y cada una de las partes de
sus veleros.
-Cuando repaso con la mirada la construcción del barco mientras
descanso tumbado en la litera, me da tranquilidad comprobar la
robustez de mi casco -dijo en varias ocasiones cuando le insinua­
ron que el Peregrino era bastante más pesado que el resto de los
barcos participantes.
Y era cierto: por ejemplo, pasaban de cuatro las toneladas
que separaban a la embarcación del Comodoro del velero del
francés Joubert. Y así, se podía establecer una comparación en su
contra con los otros barcos de entre cuatro y seis toneladas. Pero
el Comodoro se reía cuando alguien bromeaba sobre el exceso
de peso que llevaba, y contestaba en clave de humor:
-A la vuelta hablaremos de este asunto. Ahora es pronto. Primero
hay que navegar por allí abajo -decía refiriéndose a los temibles
mares australes.
También había diferencias con la cantidad de instrumentos
electrónicos que llevaba. El Comodoro odiaba los artilugios mo­
dernos que dependían de la electricidad: él era más feliz con un
sextante en las manos, un reloj y unas sencillas tablas náuticas;

84
incluso admitía las calculadoras. Pero los avances de la ciencia se
imponían. Aún así, siempre llevaba su viejo pero cuidado sextante
acomodado en una sólida caja de madera de teca.
Y este medio acuático, que empezó como una simple nece­
sidad del hombre para desplazar por los mares personas y mer­
cancías, se había convertido en el banco de pruebas de cuantos
materiales y utensilios, serán después comercializados por la in­
dustria náutica de recreo.
-Tanto romanticismo que desprenden nuestras gestas, y no
somos más que marinos de pruebas -decía el Comodoro con ese
humor que le caracterizaba.

A escasos kilómetros de allí, en el coqueto aeropuerto de la


Rochelle, un Airbus A 320 de la compañía Air Inter acababa de
tomar tierra. Igor Shilov y Viktor Yerin descendieron del avión con
paso firme. Un poco más atrás, el espectacular cabello de Tatiana
Pliseckia se movía a causa de la fuerza del viento. Detrás de ella,
Nat Clancy cubría sus ojos con gafas de sol, aunque el oscuro día
no incitaba a usarlas.
Dos taxis, casi consecutivos, condujeron a los cuatro hasta
Les Sables D'Olonne. Yerin y Shilov se alojaron en el hotel Atlantic,
en la avenida Georges Godet. Tatiana y Clancy lo hicieron en el
Arundel, en el bulevar Roosevelt, muy cerca de la dársena en la
cual los veleros flotaban airosos.
Por la información que un agente de la Central le había
pasado en el aeropuerto de Orly la hora escasa que esperaron el
enlace con el vuelo que acababan de abandonar, parecía que los
rusos realizaban el viaje con el propósito de servir al vicealmirante
Petrovki. Representarían a su país en los actos oficiales. Las
acreditaciones que habían solicitado, y que la CIA ya conocía,
así lo confirmaban. Y eso que, sin embargo, podía parecer un
tanto ingenuo, era lo único que Nat podía constatar al tratar de
relacionar a la ciudad de San Petersburgo con Les Sables D'Olonne.
Yerin y Shilov salieron del hotel a eso de las seis de la tarde.
Tras ellos, Tatiana caminaba distraída más preocupada de los es­
caparates, ajena a cuanto le rodeaba. Hasta ese momento los dos

85
rusos se limitaban a pasear por el pantalón de la Globe: miraoan
los veleros y a las gentes que se afanaban en ayudar a los nave­
gantes. Ella, que nunca había prestado la menor atención ni a éste
ni a ningún otro tipo de barcos, los contempló por vez primera con
detenimiento: eran bonitos, raros, pero bellos, se decía mientras
que con el rabillo del ojo miraba los rostros de sus tripulantes. Sin
saber por qué le parecieron románticos. Los creyó portadores de
sueños. Observó el tope de sus afilados palos imaginando con
dificultad su complicado funcionamiento. Con las manos, tocó la
tela con la que estaba confeccionado un spinnaquer extendido
que alguien cosía: se maravilló de sus vivos colores, pero aún
quedó más impresionada por la finura del tejido.
El marino que trabajaba en él, le sonrió amablemente con
una expresión que hasta ahora no había apreciado en persona
alguna. Tatiana le devolvió el gesto apurada. Más tarde, le suce­
dió lo mismo con otros participantes. En todos ellos captó retazos
de vida y plenitud como jamás había contemplado. Quizás tuvie­
ran connotaciones ingenuas e infantiles en sus espontáneos y exa­
gerados gestos, pero también reflejaban una seguridad en sí mis­
mos fuera de lo común. Pero lo que más le sedujo de todos ellos,
fue su forma de reír: parecían mofarse del mundo y sus reglas. Sus
carcajadas fueron auténticas provocaciones hacia los más conspi­
cuos.
¿Qué tiene la sonrisa de estos hombres? Se preguntaba. Sus
ojos desprenden ternura y bondad, a la vez que firmeza, equili­
brio y determinación.
Durante una hora transitó por los concurridos muelles ilumi­
nados ya por los focos que, al mezclarse con las luces de la ciu­
dad, los fundían en trazos inciertos y sinuosas sendas plateadas.
Tatiana regresó a su alojamiento. Nat la esperaba en la
salita de juegos leyendo una edición atrasada de People. La bella
rusa se sentó a su lado cruzando sus largas y estilizadas piernas
cubiertas por unas finas medias negras en las que era imposible
encontrar una sola arruga. A la pregunta de Nat, respondió:
-N ada de particular. Han hecho el turista durante toda la tarde.
Bueno, antes de regresar han pasado por la oficina de la carrera
de barcos.

86
-Una carrera ¿eh?
-Si de veleros. Ya sabes, en eso que participa Petrovski. Hay mu­
chos en el puerto, y cantidad de gente mirando.
-Ya -respondió Nat mientras daba un sorbo al tercer café que
tomaba- Se llama regata, no carrera; es horrible llamarlo así.
Luego, añadió de improviso como si la diera por imposible:
-Perdona, ¿quieres tomar algo?
-Sí, un vodka.
-¡Joder¡ -exclamó Nat sorprendido-, a eso le llamo yo franqueza.
-¿Por qué?
-N o conozco muchas mujeres que pidan un vodka con la
rotundidad y naturalidad con la que tú lo has hecho.
-Será que conoces a pocas mujeres -le respondió desafiante.
-Eso debe ser -concluyó él haciendo una divertida mueca con su
cara.
-Pues te aseguro que en mi país, ahora que las viejas inhibiciones
se han superado, actuamos con franqueza. No sé por qué tengo
que pedir café sin en realidad lo que me apetece es vodka.
-No, si en eso tienes razón. Es maravilloso ver como de golpe y
porrazo una mujer rusa salta desde la austeridad más absoluta del
comunismo, a las formas más pervertidas de la sociedad de con­
sumo.
-¿Te molesta? -preguntó con sequedad mirándole fijamente, al
tiempo que dejaba en su cara suspendida una contracción de
duda sensual.
-N o, porqué iba a molestarme -le contestó intentando hacerse el
distante ante los claros impulsos que sentía al contemplar tanta
belleza.
-Pues yo creo que a pesar de que vives, según dices, en el país
más libre de la Tierra, sólo sois una pandilla de hipócritas que
pasáis la mayor parte de vuestra vida reprimidos por unos u otros
motivos.
-¿Eso te parece?
-Sí. En mi juventud no pude comportarme como me hubiese gusta­
do hacerlo, pero ahora que las cosas han cambiado, trato de ser
natural. Es casi un propósito, una fijación que tengo desde que me
levanto. Me parecería una estupidez haber salido de un sistema

87
absurdo y cruel, para caer en otro más estúpido todavía, donde
los códigos de mierda que os habéis fabricado, os tienen castrada
esa libertad que tanto pregonáis a los cuatro vientos.
Nat permaneció unos segundos en silencio concentrado en
la coqueta forma de mover los labios de su compañera. Sus pala­
bras le parecieron razones contundentes, pero su machismo le
hizo buscar otras cosas ajenas a sus argumentos para admirarla.
Bajó un poco la vista, y lo que vio le pareció todavía más hermoso
y convincente: sus piernas se plegaban una sobre otra configuran­
do una inusitada y atrayente ese, en la que principio y fin eran a
cual mas esplendoroso. Luego, dio unas suaves palmaditas mirán­
dole a los ojos, mientras exclamaba:
-Bien por la revolucionaria arrepentida. Bueno, arrepentida no,
todo lo contrario. Creo que la Perestroika se te ha quedado pe­
queña.
-Di lo que quieras, pero si en tu país una mujer no puede pedir
una copa cuando le apetece y debe beber escondida, prefiero el
mío; de momento podemos hacerlo.
-Bueno, pide lo que te apetezca; pero te aseguro que en occiden­
te no verás a muchas mujeres beber vodka para matar el aburri­
miento.
Durante un rato permanecieron en silencio.
-Así que nuestros amigos sólo han hecho turismo -afirmó Nat tra­
tando de cambiar de conversación ante la cara de crispación de
Tatiana.
-Al menos eso parecía. No he visto que hiciesen otra cosa que
pasear y mirar por el puerto -le contestó ella un tanto distante y
contrariada-. Y en cuanto a que las mujeres americanas no be­
ben en público, será porque lo hacen en privado. ¿Dónde está la
diferencia? -añadió.
-No te habrás enfadado, ¿verdad? No he querido molestarte.
Además, tienes razón. A partir de ahora no diré nada sobre los
vodkas que decidas tomar-se justificó Nat poniendo cara de bue­
no y queriendo arrancarle una sonrisa.
Ella se hizo la interesante durante unos segundos. Después,
dejó escapar una risa que a él le produjo escalofríos; pero su
estudiado carácter y la estricta formación recibida, le permitía
controlar en todo momento sus emociones, saliendo siempre airo­

88
so de cuantos compromisos le ponían en ocasiones las mujeres.
Se levantó. Dejó la revista que había conservado en su
mano durante la charla, y se excusó diciendo:
-Estoy agotado; tanto vuelo acabará conmigo. Mañana duerme
tranquila, yo iré a vigilar.
-Bien, contestó Tatiana contrariada-. Nos veremos a la hora de
comer.
Al subir las escaleras que le separaban del primer piso en el
cual estaba su habitación, Nat pensó que tenía que haberle pre­
guntado por qué supo en San Petersburgo que Yerin y Shilov se
disponían a salir; lo haría por la mañana.
Tatiana permaneció unos minutos más en el salón. Se arre­
pentía de haberse enfadado. Si era así como trataba de conquis­
tarle, pensó, no estaba escogiendo el mejor camino. Pero había
veces que su aparente superioridad y el control que tenía sobre
sus actos, le enervaba. No lograba encontrar en su carácter una
sola fisura que le diese una esperanza. Nat estaba tan lleno de
regiones oscuras e insondables que, cuando estaba con él, tenía
la sensación de estar explorando un lugar de la tierra aún por
descubrir.
Miró sus largas piernas y el borde de la corta falda que aún
las hacían más bellas y sensuales, e hizo un gesto con su cara con
el que quiso decir: -ni por estas-. Con el cuidado que había pues­
to al escoger su ropa buscando aquella que le pudiese parecer a
Nat sexi y bonita.
Para no desentonar en exceso, había pasado horas estu­
diando las revistas occidentales. Y eso que su sueldo no llegaba
para mucho. Por las noches, cosía copiando modelos sencillos.
Pero Tatiana tenía ese porte y clase natural que no se necesita
adornar en demasía. Cualquier trapo realzaba su silueta y daba
encanto, candor y esplendor a su persona. Las etiquetas y marcas,
sólo podían perjudicar la naturalidad de quien, como ella, estaba
por encima de las argucias comerciales.
Sus ojos se perdieron en el inalcanzable fondo de un espe­
jo, en el cual, su esplendoroso cuerpo, por otra parte poco perdu­
rable, se reflejó en toda su fragilidad, al tiempo que su mente, más
ávida y vigorosa, trató de introducirse en la cabeza de Nat con la

89
sola intención de conocer sus gustos y deseos. Debería conjugar
esos dos elementos con habilidad, pensó, si de lo que se trataba
era de dar continuidad a sus aspiraciones. Y Tatina intuía que
tendría que dar más preponderancia a la mente, para tener así un
refugio seguro, tanto en las victorias como en las derrotas.

90
SEIS

En los astilleros Grupe MCP, situados ¡unto a la bocana de


la dársena de port Olona, dos hombres acomodaban, apresura­
damente, el interior de un bote zodiac, cuyos flotadores estaban
desgastados y descoloridos por el paso del tiempo y la mucha luz
recibida: introducían en él herramientas y accesorios que coloca­
ban con cuidado en un contenedor plástico. Apilados sobre las
panas de madera que formaban el suelo de la embarcación, dos
equipos de buceo destacaban debido el rabioso color amarillo
con el que estaban pintados. Un poco más a popa, amontonadas
unas sobre otras, se veían las diferentes piezas de unos trajes de
goma. Durante unos minutos se detuvieron para encender sendos
pitillos: los saborearon lentamente sin hablar. En la quietud de la
incipiente mañana, el humo se levantaba suavemente difuminando
su vista al permanecer un corto espacio de tiempo detenido ante
ellos. A través de esa artificial bruma pasajera, la ciudad desper­
taba poco a poco de su nocturno letargo, mientras los ruidos urba­
nos empezaban a hacerse patentes y se acercaban hasta ellos
como en un túnel del tiempo, en el que el pasado, sólo se mantu­
viese en la líquida textura de las aguas.
Unas pequeñas olas, provocadas por el paso de varias
embarcaciones de pesca, lamían con dulzura casi exquisita los
viejos muros produciendo cortas explosiones que resbalaban rui­
dosamente entre sus piedras. Emitían una música primaria de com­
pases torpes y atolondrados, pero que escuchados a esa hora
temprana, sonaban armónicos y elevaban el ánimo y el espíritu de
quien los oyese, para así, poder superar la tiranía de los ruidos
desacompasados fabricados por la ciudad, que inevitablemente
llegarían más tarde.
Cuando terminaron de arranchar la embarcación, llenaron
el depósito de gasolina situado a popa y la cubrieron con una

91
lona; la anudaron a la regala por medio de cabos elásticos.
Al rato, tomaban café en el Casino des Sports a la sombra
de los muelles. No habrían pasado más de diez minutos cuando
Igor Shilov y Viktor Yerin hicieron su entrada. En la mano, hacien­
do un cierto alarde de ello, traían un periódico en el que las letras
en ruso eran manifiestas incluso en la distancia.
Un leve gesto de la mano de Albert sirvió para identificarse.
En un inglés de pronunciación horrible y de elemental sintaxis, en
el que el tiempo de los verbos carecía de importancia, trazaron su
plan.
Era el último día que los veleros de la Vendée Globe perma­
necerían en la dársena. A la mañana siguiente abandonarían Les
Sables D'Olonne para muchos meses, y no tocarían tierra hasta
llegar de nuevo a esta ciudad. En el medio, más de 25.000 millas
náuticas y los míticos cabos de Buena Esperanza, Leeuwin y Hor­
nos. Así que, tan sólo tenían esa noche para trabajar.
El Glasnost había llegado hacía tres días con claras mues­
tras de que su navegación desde San Petersburgo no había sido
todo lo placentera que su tripulante hubiese deseado. Su casco
estaba sucio, y dos candeleros de estribor tuvieron que sustituirlos.
Petrovski, en un primer momento pensó sacar el barco fuera del
agua y proceder a su limpieza, pero la aglomeración de embar­
caciones esperando en la planchada le hicieron cambiar de idea.
En la barra del Casino, Igor Shilov decía en su particular
forma de componer la lengua de Shakespeare:
-No tenemos demasiado tiempo; la fiesta a los participantes será
a las ocho y media. ¿Cuánto suele durar? -preguntó mirando al
más alto de los franceses.
-Un par de horas; estos tipos se acuestan pronto -le precisó Albert.
-Será suficiente -asintió escuetamente Shilov.
-¡Cuidado con el optimismo! -advirtió Yerin, que casi siempre
llevaba la voz cantante-. Pueden presentarse problemas a la hora
de colocar las cajas; no conocemos el interior de los barcos.
-Todos son ¡guales -aseguró Albert tratando de demostrar su ex­
periencia en el mundo de la navegación.
-Estaremos en el astillero a las ocho. Como anochece a las seis,
no habrá problemas con la luz. Esperemos que todos váyan a la

92
recepción -añadió Shilov.
-Irán -afirmó Albert-, es obligado. En ese momento se entrega a
los participantes los últimos documentos. Además, reparten rega­
los y se fotografían ¡untos. No hay duda, asistirán todos. El proble­
ma puede venir por algún hombre que dejen de guardia: en otras
regatas los ladrones hicieron su agosto.
-Por eso digo que tenemos que actuar con cuidado. No hay que
confiarse -replicó Shilov.
-¿Quién bajará a por el paquete del Glasnost? -preguntó Yerin.
-Tú -respondió su compañero, e interrogó con la mirada a los dos
franceses esperando que ellos señalasen cuál de los dos le acom­
pañaría.
Albert hizo un gesto afirmativo con la cabeza indicando
que él sería el segundo buceador. Después dijo:
-Uno bajará. El otro, esperará en el bote con la lista de los barcos
seleccionados para el transporte. Tenéis todo el día para fijaros y
recordar dónde está atracado cada uno de ellos.
-Sincronicemos la hora -pidió Viktor Yerin.
Los cuatro miraron las esferas de sus relojes que parecía se
habían puesto de acuerdo al comprarlos: todos eran similares,
modelos submarinos, aparatosos y provistos de varias agujas,
muchas de las cuales jamás las tendrían en cuenta.
-Nos recogeréis a las siete y media en la puerta del hotel: ésta es
la dirección. Ser puntuales -exigió Yerin entregándoles una nota.
En la distancia, separado poco más de cien metros, Nat
Clancy observaba atento sin poder saber a qué se debía el en­
cuentro que presenciaba y de qué trataban. Con una cámara de
fotos electrónica, que captaba las imágenes por medio de impul­
sos o BITS, provista de un potente zoom, fotografió a los dos
sujetos que hablaban con Yerin y Shilov. Más tarde, mandaría su
contenido a través de su ordenador portátil a Central para que los
identificasen.
Nat abandonó el local y les siguió hasta el hotel. Comió con
Tatiana en un restaurante situado enfrente de donde lo hacían los
rusos. Durante el almuerzo estuvieron solos; el humor de la mosco­
vita había mejorado un poco. En el postre, Nat se decidió a escla­
recer la duda que le atenazaba. Tardó un rato en decidirse. Lo que
iba a hacer estaba en contra de todo lo que le habían enseña­

93
do, y además era peligroso; podía estar jugándose la vida. Aun­
que Tatiana..., no, era impensable. Había algo en ella que le atraía
poderosamente y le hacía sentirse bien en su compañía. Era ese
tipo de mujer que guardaba su opinión para los momentos impor­
tantes, y que por el contrario, callaba en las cosas intranscendentes.
Por eso, en el fondo, no quería conocer la explicación que pudie­
ra darle. Si era contraria a lo que esperaba oír, no tendría más
remedio que mentirle, y destrozaría su relación; incluso tendría
que investigar qué había detrás de esa intuición.
Con un gesto apurado y poniendo cara de disgusto, le pre­
guntó:
-Todavía no sé por qué te despertaste la noche de San Petersburgo.
¿Cómo lo hiciste?
Tatiana acabó de tragar un trozo de su postre, consistente
en deliciosos profiteroles rociados de chocolate caliente, y exage­
ró el tiempo que necesitaba para deglutirlos mientras su cabeza
corría a mil por hora buscando una respuesta. Por fin, con mucha
calma dijo:
-Pura intuición, nada más.
-No me digas que fue sólo eso, no puedo creerlo.
-Pues debes hacerlo. Intuición femenina. Las mujeres tenemos más
desarrollado ese sentido, al igual que la perspicacia o la descon­
fianza. Las de mi sexo, sobre todo las rusas, hemos aprendido a
defendernos con armas a las que sólo nosotras tenemos acceso.
-¿Y cuál es esa artillería? -quiso saber Clancy con cierto sarcas­
mo.
-Pues verás: pasar de la opresión a la libertad. Recomponer tus
ideales sin arrepentirte de todo el tiempo perdido. Aprender a
desear aquello que durante toda tu vida debías de haber odiado,
construir una escala de valores propia en la cual la vida represen­
te algo más que parir y trabajar. Ese ejercicio diario nos hace
distintas. En ninguna otra parte del mundo occidental las mujeres
han sido sometidas a tales presiones.
-Ya -contestó secamente Nat antes de dar un largo sorbo a la
copa de vino que tenía en sus manos.
-No pensarás que te estoy traicionando, ¿verdad? -le preguntó
Tatiana con arrojo.

94
-Espero que no -dijo Nat mirándola a los ojos.
-Parece mentira. Llevo años trabajando con vosotros, entregada a
unos ideales que ni siquiera son los míos, ¿y ahora me vienes con
esto? No puedo creerlo.
-Porque no son los tuyos me preocupo. Además, todo cambia, y
más en tu país. En pocos años nada de lo que antes tenía un valor
ahora significa algo. No tengo ningún motivo para dudar de ti,
pero ese repentino aviso que me hiciste viene martirizándome es­
tos últimos días. Aunque, por otra parte, reconozco que si no hu­
bieras querido ayudarme, ¿por qué me avisaste?
-¡N o dudes, no lo hagas! Ni tú, ni tu maldita Agencia tenéis moti­
vos para ello -concluyó enfadada cambiando radicalmente la ex­
presión de su rostro.
-Perdona si te he ofendido, pero sólo pretendía ser sincero conti­
go. Lo normal es que hubiera pedido una investigación por el
trámite reglamentario.
-Y te lo agradezco, es todo un detalle -ironizó Tatiana-, ¿Te
importa que me vaya al hotel? Estoy cansada.
-N o, desde luego. Pediré la cuenta.
Durante el día, el trasiego por el pantalón que unían el mue­
lle con los barcos fue grande. Los patrocinadores ofrecieron al
público todo tipo de manifestaciones comerciales: desde saltos en
paracaídas, bailes, degustaciones de productos y cuantos espec­
táculos podían atraer la atención de los miles de personas que se
habían acercado al puerto.
Al atardecer, las luces de colores que el Ayuntamiento había
colocado a lo largo del paseo Vertine, en el cual estaban situadas
las casetas, comenzaron a encenderse ordenadamente. Primero
lo hicieron las verdes, envolviendo a la dársena en un tono irreal
que destacaba el cansancio en los rostros de cuantos transitaban
por ella. Un poco más tarde, se iluminaron las rojas, y al confun­
dirse con las primeras, equilibraron la paleta cromática del am­
biente, y devolvieron a la gente tonos más humanos.
Una ligera brisa, fragante y fría, acercó hasta ellos las esen­
cias de la baja mar. El fuerte olor que desprendían las piedras al
quedar al descubierto impregnadas de algas, se esparció por el
puerto como el perfume de Neptuno. Unas nubes gruesas y tor­

95
mentosas cubrieron por fin el sol, dejando que sus colores grises,
se confundiesen por unos instantes con la pizarra de la torre cerca­
na, desde la cual, tiempos atrás, se vieron zarpar para mucho
más tiempo a las románticas goletas, con sus velas cuadras y los
masteleros profusos en banderas, reinos, ilusiones y esperanzas;
muchas veces también de ignorancia, odio y crueldad, decían
algunos marino cuando recordaban a sus antecesores. Y al pen­
sar que, al fin y al cabo, fueron hombres como ellos, les acercaba
y los unía en una sola pasión: navegar, surcar los mares cuanto
más lejos y más rápido mejor, poniendo a prueba su resistencia y
la de sus barcos en absurdas carreras que muy pocos recordarán
en los siglos venideros. Pero ese ha sido y será siempre el auténti­
co carácter de todos aquellos que escogieron el camino de la mar.
Unos, héroes anónimos que lo hicieron para matar sus anhelos y
vivir a gusto consigo mismo. Otros, mercenarios escogidos, famo­
sos por unas horas, que tuvieron que aprender a repartir sus sue­
ños en difíciles equilibrios entre la bohemia y la razón que marcan
los intereses comerciales; pero marinos todos ellos. Una raza, una
forma de vivir, una manera de entender la vida, y unos gestos que
jamás comprenderán quienes sólo se acercaron a la mar a pasar
el verano: o los que jugaron con ella sin profundizar en la servi­
dumbre que acarrea conocerla mejor. Por ello, al llegar la noche,
los tripulantes de los veleros de la Globe, apartados del ruido que
les envuelve durante el día, miraban por unos instantes todo cuan­
to les rodeaba. Era el momento íntimo de la comunión con sus
anhelos, el tiempo de sacar el valor suficiente para partir y alejar­
se así de cuanto en tierra les oprime y no les deja respirar. Los
veleros, contemplados por los ojos de cuantos por allí transitaban,
parecían eso, meros barcos de vela. Eran muy pocos los que po­
dían verlos de forma distinta.
Y mientras la noche se apoderaba de cuantos rincones ha­
bía dejado libres la luz al marcharse, las bombillas multicolores,
los focos y las vistosas farolas que adornaban los muelles de la
ciudad, protegían en silencio, con su resplandor, esa conjunción
singular producida en la dársena, donde hombres, barcos, hui­
das, sueños y sufrimientos, se entremezclaban en un singular pac-

96
fo, cuya cara pública la formaban los intraspasables y serenos
rostros de los regatistas.

Igor Shilov y Víctor Yerin abandonaron el hotel a eso de las


siete y media de la tarde. En la recepción, tapado por una colum­
na adornada de estrafalarios espejos, Nat Clancy esperaba aten­
to desde hacía varias horas. Junto a él, en una mesita de una sola
pata, había dejado los periódicos y revistas leídos durante la lar­
ga espera que estaba soportando.
Por el reflejo de los espejos vio a los mafiosos: se disponían
a abandonarlo. Esperó unos instantes a que estuvieran en el exte­
rior.
Al salir a la calle ya no estaban. Miró a su alrededor, pero
no había rastro de ellos. El coche seguía en el aparcamiento, lo
distinguía desde la puerta, pero, ¿a dónde habrían ido? Se pre­
guntó.
Desde la recepción llamó a Tatiana. La hizo bajar de su
habitación. Una vez ¡untos, decidieron buscar cada uno por su
lado: Nat ¡ría al puerto, ella, miraría por la ciudad; recorrería la
zona por donde habían deambulado durante el día.
Un Renault rojo se detuvo poco después de cruzar la calle
Nicot. Un guardián les pidió el permiso para acceder a la zona
comercial del puerto. Sólo cuando vio el pase que Albert le mos­
tró, permitió que continuaran por Cabaude.
En el extremo del muelle, en un lugar poco iluminado, don­
de alguien había amontonado una considerable cantidad de ca­
jas vacías, estacionaron el vehículo. En la oscuridad buscaron el
cabo que mantenía sujeto a una oxidada argolla un viejo bote de
madera. A golpe de remo cruzaron los escasos metros que les
separaban del astillero. Las palas se introducían una y otra vez
en el líquido produciendo pequeños remolinos, mientras que los
cuatro ocupantes de la embarcación oteaban cuantas formas sur­
gían de improviso del escenario de la persistente negrura.
Cruzaron ante las delatadoras sombras de varios pesqueros
que se mecían al vaivén de un sin fin de sonidos; por la falta de
luz, parecía que los ruidos provenían de todas partes, y su intensi­

97
dad se acrecentaba por el silencio reinante. La noche era negra,
lúgubre, ventosa; pero los lejanos resplandores que provenían del
desierto pantalón donde resaltaban las airosas siluetas de los vele­
ros, enviaban algunas tímidas claridades alargadas, que rápida­
mente eran trasformadas por el viento cuando barría la superficie
del agua.
La fantasmagórica forma en que se había convertido el bote
al mirarlo desde el muelle, atracó junto a unas escaleras. El fran­
cés Albert y el ruso Yerin treparon por ellas. Caminaron a tientas
entre las maderas y hierros apilados en las distintas zonas del
varadero. Junto a la esclusa, oculta por una embarcación mayor,
la zodiac flotaba mecida por una tímida corriente.
Descendieron saltando sobre la lona que cubría el bote. La
levantaron y se pusieron los trajes de buceo. Luego, navegaron
pegados al muelle protegidos por la alargada sombra que pro­
yectaba.
Desde esa posición, Port Olona se alejaba del medio líqui­
do sobre el que casi flotaba, contorneado en los perfiles de su
auténtica dimensión gracias a los destellos que emitían sus luces.
A lo lejos, los veleros de la regata se acercaban poco a poco. La
Zodiac apenas se escuchaba. Unos metros antes de llegar a la
banda de estribor del Glasnost, detuvieron el motor. Recorrieron el
escaso trecho que les separaba impulsados por remos.
Las notas musicales de la cercana fiesta se esparcían con el
viento y traían hasta ellos la algarabía confusa de unas melodías
mezcladas con los ecos de unas voces alteradas por el alcohol y
la forzada alegría dictada por él.
EL pantalón estaba desierto. Al parecer nadie había pensa­
do que también se podía acceder a los barcos por el agua.
Yerin se deslizó por la borda llevando consigo una caja plás­
tica. Una vez en el agua, se colocó las gafas y puso el regulador
en su boca. Desde el bote, Albert abrió el grifo de la botella;
segundos después desapareció.
En la superficie, un pequeño resplandor amarillo se movía
lentamente bajo ella como si se tratase de un pez abisal. Por el
efecto de la refracción, la luz aumentaba de intensidad al llegar
arriba, pero el francés colocaba la zodiac sobre ella cubriéndola.

98
El agua se iluminaba entonces con nuevos y diferentes claroscuros
palpitantes de vida.
Cuando alcanzó la orza, la ansiedad que Yerin había senti­
do durante los largos días de espera, se mitigó. Allí, junto a la
toma de agua del generador, estaba el paquete. Una parte de la
brea que lo cubría había desaparecido, dejando al descubierto la
verdosa tapa del contenedor. Con una llave inglesa, cuyo mango
estaba forrado de goma, desatornilló hasta la mitad las tuercas
de los dos pasadores. El -epoxi- colocado en los extremos para
garantizar la seguridad de la caja, había saturado las roscas de
tal forma, que ahora era imposible girar las tuercas. Apagó la
linterna y ascendió a la superficie. Sacó la cabeza junto a la bor­
da y susurró:
-Albert.
El francés, que controlaba con atención el acceso al pantalón,
se dio un susto de muerte. Volviéndose como un autómata se quejó
en voz baja:
-¡Joder! -exclamó.
-Necesito un sierra metálica. Los tornillos se han atorado. Creo
que hay una en el maletín.
-¡Espera!, miraré.
-¡Date prisa!
Albert enredó durante un rato entre los objetos que ocupa­
ban el recipiente de latón, produciendo unos pequeños ruidos
metálicos que, a Yerin, desde el agua, le parecieron un auténtico
escándalo.
-¡N o hagas ruido! -ordenó.
-Es pequeña.
-Será mejor que bajes conmigo. La partiremos por la mitad y se­
rraremos un tornillo cada uno.
Albert se colocó la botella a la espalda y se deslizó por la
borda. Descendieron lentamente, dejándose caer por el peso de
sus cinturones de lastre. Cuando llegaron junto a la parte trasera
de la quilla, Yerin iluminó la caja y le señaló los tornillos con el
dedo. Durante más de diez minutos serraron los gruesos pasadores
inoxidables, mientras que las burbujas, a causa del esfuerzo, as­
cendían en mayor cantidad a la superficie. Sujetó la caja, e hizo

99
un gesto de calma a su compañero. La sacó del soporte con sumo
cuidado y la introdujo en una bolsa. Colocando el pulgar hacia
arriba indicó que ascendían.
En la superficie, se cercioraron de la quietud que aún reina­
ba en la dársena. El silencio sólo era roto por las lejanas notas
festivas que se perdían en el aire.
-Subiré primero -advirtió Yerin.
Cogió la bolsa de plástico del atalaje y la dejó en el bote.
Después, desató su botella y la sujetó al gancho que colgaba de la
embarcación. Albert hizo lo mismo. El ruso trepó con agilidad por
la mojada superficie de goma. Con sumo cuidado y tras secar con
una toalla el contenedor, lo abrió. En su interior otro recipiente
sellado aparecía seco y cerrado. Lo desenvolvió de una gruesa
capa de un material parecido a la cinta aislante, pero mucho más
grueso; al menos tenía veinte vueltas. Los reflejos metálicos del
aluminio aparecieron a continuación.
La caja que tenían ahora delante era mucho más sofisticada:
fuerte, redonda. En sus extremos podía verse el complicado siste­
ma de cierre de que estaba provista. La fue desenroscando lenta­
mente por uno de sus lados. Al primer giro, una junta Tórica se
estiró desplazándose. El ruido del metal contra el metal siguió a
continuación, hasta que se escuchó el sonido que produce el aire
al entrar en el vacío. Extrajo unas bolsitas de plástico, en cuyo
interior bailaban otros cilindros más pequeños: podían tener el
tamaño de un cartucho de caza y un peso aproximado a los cien
gramos.
Contó hasta cincuenta sobres y los colocó con esmero sobre
la toalla que tenía extendida sobre las rodillas. Albert le miraba
en silencio sin comprender el alcance ni la utilidad de los materia­
les que el ruso manipulaba con tanto cuidado. No obstante pre­
guntó:
-Es peligroso, ¿verdad?
-Lo es -afirmó Yerin.
-¿Puede hacernos daño? -insistió el francés.
-Espero que no -fue toda la explicación que le dio.
Yerin sacó de una bolsa cinco cilindros de parecidas carac­
terísticas al que acababa de abrir pero más pequeños, y desenroscó

100
sus tapas. En cada uno de ellos introdujo diez bolsitas de plástico
después de envolverlos en una fibra acrílica. En uno, sólo metió
nueve. La décima, la guardó en el bolsillo con la misma naturali­
dad que lo hubiera hecho con un paquete de cigarros. Antes de
cerrarlos los sometió a una medición con un contador Geiger que
extrajo de su chaquetón: es una especie de fotómetro cuya aguja
marca la intensidad de la radiación que desprenden los objetos
nucleares. Una sonda de gas a baja presión que produce un pulso
eléctrico que se percibe como un chasquido cuando hay radiación
presente. Apenas osciló cuando sometió los cilindros al minucioso
control. Los cerró. Unas curiosas bisagras los bloquearon cuando
el recipiente alcanzó el punto de vacio tras purgar el aire.
Cada cilindro contenía un kilo de plutonio 239 enriquecido
de una pureza superior al noventa y seis por ciento. Algo aterra­
dor, si se tiene en cuenta que con tres kilos de dicho material,
puede fabricarse una bomba atómica. No obstante, Yerin había
tomado varias pastillas de yoduro de potasio para detener la acu­
mulación del yodo radiactivo en el tiroides; la glándula humana
más sensible a sus efectos.
En principio, hubiera sido más fácil transportar la siniestra
mercancía en un solo barco, pero el plutonio, además de ser muy
radiactivo, se calienta debido a la desintegración progresiva que
emiten sus radiaciones ALFA. Es un material que produce chispas
con mucha facilidad si se frota con partículas de la misma compo­
sición. Ya habían corrido un enorme riesgo transportándolo en un
solo recipiente. Y la verdad es que nadie que estuviera en su sano
juicio lo hubiera almacenado de esa manera. De todas formas, el
sistema empleado para sacar del país tal cantidad de material,
era el único posible, aún asumiendo el poco fiable almacenamien­
to utilizado, le explicó el ruso al marino francés.
El profesor Brodsky, antiguo compañero y asesor científico
en fusiones nucleares, les había advertido del riesgo que corrían y
cuál era la mejor forma de empaquetarlo. Analizó con ellos el
peligro de incendio que tiene el plutonio al ser sometido a la fric­
ción. Y les advirtió del riesgo de usar como correo a los rápidos
veleros de la regata. A pesar de todas esas advertencias, por otra
parte ya sabidas, no podían dejar pasar la insólita oportunidad

101
que les brindaba la Vendée Globe para mover por el mundo la
mortal mercancía.
-Tenemos que darnos prisa -le presionó Albert mirando con impa­
ciencia su reloj.
-Lo sé, lo sé. Pero esto que estoy haciendo es vital -le respondió
Yerin mientras terminaba de apretar los tornillos laterales del últi­
mo recipiente.
En el muelle, junto al astillero Jeantot Marine, Shilov vigila­
ba en compañía del otro francés. De vez en cuando, los faros de
algún coche le hacían sobresaltarse; pero siempre torcían a la
derecha para introducirse en una zona de naves industriales. Ca­
minaban despacio por el borde del espigón. El humo de sus ciga­
rrillos les delataba, pero la brisa que se había levantado lo espar­
cía con celeridad.
En la distancia, las dos sombras apenas eran perceptibles si
no fuese por los pequeños destellos rojizos de sus pitillos que, una
y otra vez, se movían arriba y abajo cuando se los llevaban a la
boca, o por las enormes figuras que componían sus cuerpos en el
volátil aire del puerto.

Nat y Tatiana buscaban por separado, sin que por el mo­


mento lograsen ningún resultado. Clancy, deambulaba sin rumbo
fijo por el muelle Amiral Graviére. La oscuridad reinante apenas le
permitía distinguir otra cosa que no fuera los palos de los veleros
y las cientos de banderas multicolores que los adornaban. Por las
calles, mucho más distraída, Tatiana entraba y salía de los bares y
restaurantes con desgana. Se limitaba a mirar por encima y hacer
que cumplía con lo que le habían encargado. En dos ocasiones
miró a su alrededor, pensando que Nat le pudiese estar vigilando.
Después de lo que acababa de decirle, quizás desconfiase de
ella.
Sentía un malestar interior que le tenía encogido el estóma­
go. Ni siquiera el maravilloso olor a mantequilla que desprendían
cuantos restaurantes revisaba le podía abrir el apetito. Muchas
veces, se volvía alterada víctima del reflejo confuso de alguien
sobre los cristales; pero no era Nat, se trataba de bromas del

102
subconsciente que aterrorizan cuando no se tiene la conciencia
tranquila.

Viktor Yerin cerró los recipientes y los puso en el interior de


una bolsa de buceo. Albert, remaba lentamente guiado por los
reflejos que llegaban desde el muelle. El Barras y Estrellas del
americano Mike Cod, sería la primera embarcación a la que se
aproximarían. El que estuviese situado en el lado exterior del
pantalón les facilitaba su acceso. La baja altura de la borda de la
neumática les ocultó tras el pulido casco. Albert saltó a bordo y
susurró:
-Pásame el recipiente.
-Debes sujetarlo lo más firme que puedas; cuanto menos se des­
place mejor -le aconsejó Yerin mientras sacaba uno de la
bolsa.
-Donde la voy a instalar es imposible que se mueva.
El francés descendió por la empinada escala de aluminio
que conducía a la cámara, tras abrir un poco el tambucho de
acceso, al que no le habían puesto cerradura alguna.
En el interior se podía ver con cierta claridad debido a la luz
que entraba por una claraboya. Todo estaba arranchado y en
orden. Tanteó las panas del suelo y comprobó que estaban sujetas
por unos finos tirafondos. Con un destornillador quitó los pasadores
y dejó la sentina al descubierto. Los plateados tornillos de acero
inoxidable que sujetaban la orza aparecieron lustrosos y firmes.
Durante unos segundos estudió cuál sería el mejor lugar para aco­
modar el recipiente; en principio no lo veía claro. Junto a los per­
nos de la orza le pareció muy arriesgado colocarlo: quien tripula­
se el barco podía comprobar su firmeza. Colocó de nuevo la pana
y levantó la situada más a proa. Al desplazarla, apareció la base
del palo apoyada contra un refuerzo. En su parte inferior había
un hueco de considerables dimensiones, producido por el encastre
del palo sobre el soporte de refuerzo. Del bolsillo de su chaquetón
sacó un rollo de cinta plástica de considerable grosor, y cerró con
ella el agujero por donde había introducido el pequeño contene­
dor. Pero se dio cuenta de que era mejor meter algo que amorti­

103
guase los posibles movimientos del paquete. Descinto el hueco y
metió unos trozos de guata que traía consigo. Por unos instantes
miró el trabajo realizado. Cuando se disponía a colocar la pana
en su lugar, llegó Yerin. Desde lo alto de la escotilla preguntó:
-¿Qué pasa?
-Ya está -le respondió.
-¿Dónde lo has colocado?
-En la base del palo.
-¿Has metido la guata?
-Está hecho.
-Puentea la radio.
Albert se dirigió a la mesa de cartas donde estaban coloca­
dos los sofisticados aparatos de navegación. La radio principal
era visible por sus particulares números de frecuencias, que resal­
taban entre todos los cristales de cuarzo. La desmontó con cuida­
do y extrajo el chip que permitía al micrófono mandar la voz a
través de él. La cerró de nuevo y la colocó en el soporte. Hizo lo
mismo con otras dos unidades de onda corta.
-¿Vamos? -sugirió el francés.
Embarcaron en la zodiac después de otear por unos instan­
tes su entorno. El agua estaba plana como un espejo al haber
cesado la brisa que desde el principio les había acompañado.
Tampoco nada parecía poder inquietarles a lo largo del muelle.
En el pantalón, dos guardas, más preocupados de protegerse del
frío que de su tarea, destacaban en la lejanía.
Remaron tratando de no producir ruido al meter las palas en
el agua. El siguiente barco sería el Peregrino. El casco blanco con
el nombre del ave pintada en sus bandas cabeceaba en el extre­
mo del pantalón.
Albert embarcó con facilidad llevando consigo la bolsa con
el material. Al igual que en el otro barco, el cierre del tambucho
no estaba dado. Tuvo que encender la linterna tapando su foco
con un pañuelo. Comprobó que la distribución del velero era dife­
rente. El suelo no estaba fabricado como el anterior, y no veía el
acceso a la sentina. Reflexionó unos instantes: descubrió una ex­
traña caja situada donde antes había encontrado la base del palo.
Se acercó y levantó una tapa. En ella estaban situadas las bombas

104
de lastre y el grupo electrógeno. En el centro, el palo descendía
hasta apoyarse seguramente en la quilla. Regresó hacia popa y
recorrió con la vista el amplio habitáculo. En una esquina, a ba­
bor, vio un trozo de pana pequeño; estaba sujeto por dos tornillos;
los quitó con facilidad. Cubrían la sonda y la corredera. Le pare­
ció un lugar un tanto arriesgado. Pero al meter la mano por deba­
jo de la pana, comprobó que restaba hueco suficiente para colo­
car el cilindro. Lo introdujo envuelto en guata. Selló la rendija con
pasta de calafatear, y comprobó que no se viese al agacharse.
Después, cerró la pana de nuevo con sus tornillos. En los aparatos
de radio repitió la operación que había practicado con anteriori­
dad, y salió al exterior. Asomando la cabeza por la borda excla­
mó:
-¡Está listo!
-¿Dónde lo has colocado? -preguntó Yerin mientras le ayudaba a
embarcar sujetando el bote contra la banda.
-Debajo de una pequeña pana, a babor, enfrente del retrete; no
tiene pérdida -aseguró el francés.
Remaron hacia el siguiente. Se trataba del Discovery del
canadiense Tobin. Para localizarlo, bastó con seguir las grandes
letras pintadas en su casco. Albert tardó poco más de diez minu­
tos en colocar el contenedor bajo la base de su palo y sabotear los
aparatos de radio, mientras Yerin anotaba en la penumbra la si­
tuación de cada uno de los cilindros en los diferentes barcos.
Luego, le tocó el turno a Linas, uno de los -broker- náuticos
más importantes de Europa. Albert tuvo que forzar un pequeño
candado para poder entrar en la cabina, pero se trataba de una
dificultad mínima en comparación con las puertas y cerraduras
que había tenido que abrir a lo largo de su ya dilatada vida de
maleante. Colocó el cilindro en la popa, bajo el eje del timón,
pegado a dos dimensionados pasantes que lo sujetaban al casco.
Más trabajo tuvo con las cuatro radios que llevaba este prevenido
navegante; pero también las dejó incapacitadas para emitir.
Por último, se dirigieron al velero de dos palos, Bagages
Global, tripulado por el francés Chiapero. Por lo extremo del dise­
ño y la ligereza que habían buscado sus arquitectos, apenas tenía
piezas de recubrimiento en las diferentes estructuras del barco.

105
Cuadernas, contrafuertes, varengas, sentina, sujeción de orza, todo
estaba al descubierto. Introdujo el paquete bajo el soporte de la
mesa de cartas, situada en el medio de la embarcación, y manipu­
ló las radios que colgaban de un mamparo.
El alegre murmullo cercano de la fiesta de despedida llegó
otra vez hasta ellos, al tiempo que remaban despacio alejándose.
Cuando lo dejaron atrás, arrancaron el motor y navegaron a baja
velocidad hacia la dársena pesquera.
Las negras sombras de sus compañeros al caminar sobre el
cercano muelle Archereau, cruzaron delante de ellos, producién­
doles un prolongado escalofrío que alteró sus corazones.
A partir de ese momento, los cinco veleros acababan de
transformarse en peligrosos transportes nucleares. Y seguirían flo­
tando, siempre que la siniestra mercancía permaneciese embarca­
da en ellos.
El ruido de los metales era llevado por el aire hasta conver­
tirlo en un lejano campanilleo, que perduraría en su juego, hasta
que al viento se le antojase.

106
SIETE

James Verwoerd conducía despacio, alternando la vista en­


tre la carretera y los verdes pastos que se sucedían casi sin límites
a ambos lados de la ruta. El sol desaparecía por el oeste entre
nubes amenazantes; quedaban escasos minutos de claridad. A su
lado, Yolande Potgieter, miraba también, aunque sus ojos estaban
perdidos al frente sin que sus pestañas oscilasen.
En la trasera del coche, un hombre rubio de grandes dimen­
siones dormitaba ajeno a la belleza reinante. De vez en cuando,
de su boca torcida salía un ruidoso ronquido acompañado de un
feo gesto de su cara. Yolande se volvía y le golpeaba con la mano
para que cambiase de postura.
Se detuvieron en una gasolinera de la Roche-Sur-Yon para
repostar. Al regresar al coche James preguntó:
-¿Tienes anotado el lugar de la cita?
Yolande rebuscó en su abultado bolso por unos instantes. De
una agenda sacó un cuadernillo en el que leyó en voz alta:
-La Coquille. Está situado..., en la calle de los Bucaneros número
diez -aclaró sin levantar la vista.
-Mira el plano de la ciudad. No tengo la más remota ¡dea de
dónde pueda estar ésa o cualquier otra calle -dijo James arran­
cando.
-Con el movimiento del coche no veo el nombre de las calles.
Para, por favor -pidió Yolande.
Estuvieron detenidos unos instantes bajo la intensa claridad
que daban los múltiples carteles luminosos que llenaban la esta­
ción de servicio como en una diminuta ciudad. La dirección perte­
necía al barrio de la Channe. Más tarde, rodaron por espacio de
treinta minutos hasta que los reflejos de la ciudad se dejaron ver
en la cerrada noche; parecían un enjambre de luciérnagas viaje­
ras que se hubiesen detenido para descansar.
Cuando entraron en Les Sables D'Olonne, siguieron las ins­
trucciones del mapa, y llegaron sin dificultad a la puerta del res­
taurante al filo de las nueve. Su cita era a las diez. Anduvieron por
los alrededores recreándose en las tiendas náuticas del puerto. A

107
la hora convenida regresaron al restaurante En el fondo del local
les esperaban dos hombres. Al parecer, y según les indicó el -
maitre-, eran los señores Williams.
Yerin y Shilov se pusieron de pie y estrecharon las manos de
sus clientes. Viktor miró con cierto descaro la despampanante be­
lleza de la sudafricana, que había dejado el escote de su chaleco
abierto. Shilov fue el primero en entrar en materia tras sentarse.
Esta vez hablaron en ruso; lo hicieron en voz baja.
-Todo ha salido tal como lo habíamos previsto.
-¿La mercancía está embarcada? -quiso saber James en el parti­
cular acento que los habitantes de Sudáfrica dan a la lengua rusa.
-Lo está -afirmó Yerin.
-¿Y la muestra? -pidió Verwoerd.
-Está en el coche -le aclaró Yerin cogiendo la carta para mirar el
menú.
-Entonces, el pago también esperará hasta los postres -precisó el
sudafricano dejando escapar una sonrisa.
-Me parece justo -afirmó Viktor devolviendo el gesto.
-Cenemos, estoy muerta de hambre -sugirió Yolande mirando con
descaro a los cuatro hombres que la flanqueaban en la mesa.
Durante la cena, James Verwoerd se interesó por los enor­
mes pasos que Rusia había dado hacia la economía de mercado.
Los rusos, antiguos militares, fanáticos y racistas, no comprendían
cómo nobles blancos zaristas permitían que un negro les dirigiese.
Yolande trató de justificar la imposición de Mándela ante unas
perspectivas de absoluta guerra civil. James, apuntilló para tran­
quilidad de los soviéticos que, poco a poco las cosas volverían a
su sitio. Y lo hizo diciendo:
-Los negros no son los más amantes del trabajo. Sucede lo mismo
en los Estados Unidos. Casi todos acaban marginándose solos.
Así que tendremos que resistir esta primera oleada de poder...,cafre.
Ya pasará, se lo aseguro.
-¿Qué es eso de cafre? No comprendo -preguntó Shilov.
-Es el nombre que damos a los negros -le explicó Yolande son­
riendo en una enigmática mueca.
-¡Yolande!, no es el momento de mítines políticos, centrémonos en
nuestro asunto -interrumpió Werwoerd queriendo ocultar su exa­

108
cerbado racismo- ¿Cómo serán las entregas?
-Hemos repartido la mercancía en cinco barcos. Ha sido necesa­
rio hacerlo así, por el peligro que supone que las fracciones de
plutonio viajen ¡untas.
-¿En cinco? -preguntó James con sorpresa-. Eso nos va a compli­
car mucho su recuperación -añadió.
-Es la única forma de llevarlo a través de tantas millas con cierta
seguridad -respondió Yerin.
-Es una locura; vamos a convertirnos en ... Además, la localiza­
ción se hará muy difícil -se quejó el sudafricano.
-Lo siento, amigo, pero no hay otra manera. Poner a su disposi­
ción tres kilogramos de plutonio en aguas del Atlántico Sur, aca­
rrea algunas molestias
-¿Qué pasa si uno se hunde, o se retira y entra en puerto?
-Si se va a pique, se acabó el problema. La mercancía jamás
saldrá a la luz. Por eso, hemos incluido cinco kilogramos, para
tener un margen. Lo pactado son tres, ¿no? Por el cálculo de posi­
bilidades es difícil que...
-¿Y si entran a puerto? -le interrumpió Verwoerd.
-Entonces podrán recuperarlo allí donde quiera que lleguen.
-¿Cuándo nos darán la relación de barcos que lo transportan?
-quiso saber James tratando de ocultar su enfado.
-Uno ahora. El resto, en cuanto recibamos la confirmación de la
última parte del pago en nuestro banco de Suiza -dijo esta vez
Igor Shilov con cara de pocos amigos.
En el exterior, se dirigieron al coche de los rusos. Yerin entre­
gó la bolsita con los cien gramos de plutonio. El pequeño objeto
cilindrico envuelto en la cinta de -keblar- brillaba entre sus ma­
nos. El tercer hombre que acompañaba a James y Yolande, y que
durante toda la cena no había dicho una sola palabra, lo tomó en
sus manos y dijo:
-Necesito unos minutos para examinarlo.
Se introdujo en la parte trasera del vehículo y puso sobre sus
rodillas un maletín. Lo abrió y dejó al descubierto un analizador
de pureza que tenía sus marcadores fijos entre los números 38 y
45: indicaban las diferentes categorías de plutonio. Mandó que
cerraran la puerta. Se puso unos guantes y una mascarilla.

109
Desenroscó la tapa del cilindro y extrajo, con sumo cuidado, la
cápsula que contenía el material radiactivo. Lo colocó en el hueco
del medidor y activó el aparato. Unos movimientos alocados de
las dos agujas del extraño reloj, terminaron por detenerse junto al
número 39. El radiómetro, más sensible que el contador Geiger,
giró 180 grados hasta que su aguja quedó fija en el número 5000
milirontgens. Efectivamente, se trataba de plutonio apto para pro­
ducir bombas atómicas. Recogió el material y se asomó por la
puerta, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza dirigido a
Verwoerd.
Con el intercambio de un papel donde Yerin había escrito el
nombre del primer velero, y la entrega por parte de los sudafricanos
de un abultado maletín, se despidieron.

En la recepción del hotel Atlantic de Les Sables D'Olonne,


Tatiana Pliseckia y Nat Clancy esperaban impacientes el regreso
de los rusos: acababan de confirmar que aún se hospedaban allí.
En Washington no habían podido identificar a los compañeros de
Yerin y Shilov. Durante toda la noche no fueron capaces de encon­
trarlos. Tras recorrer los lugares más inauditos de la ciudad, deci­
dieron dejarlo. Regresaron al hotel y esperaron acontecimientos.
La última vez que les vieron estaban en la cubierta del Glasnost
charlando animadamente con el vicealmirante Petrovski. Tatiana
insistía en que habían asistido a la fiesta de los navegantes, pero
allí no los encontraron. Observaron con especial atención a
Petrovski: ataviado con sus mejores galas militares era la comidilla
de la reunión, ante tantas condecoraciones como colgaban de su
pecho. El simpático ruso explicó medio borracho todas y cada
una de las medallas que tenía, y que al parecer había merecido
en diversas misiones secretas por el mundo. Hubo un momento de
tensión cuando el Comodoro, quizás un poco preso de los efectos
de la cerveza, que casi nunca tomaba, le dijo que, las medallas
no serían necesarias, si empleásemos nuestro tiempo en evitar los
conflitos. Pero de algo tienen que comer algunos hijos de puta,
puntualizó en el prolongado silencio que se había hecho en la

110
sala. Acetó, el director de la prueba, repartió unos papeles para
distender el ambiente.
Ya en el hotel, Tatiana trató de tranquilizar a Nat con el
hecho de que aún se hospedaban allí, y que tarde o temprano,
regresarían. Insistía de una forma inusitada. Cuando más lúgu­
bres eran los pensamientos de Clancy, Igor Shilov y Viktor Yerin
hicieron su entrada. Nat cubrió su cara con el periódico Le Mon­
de: el enorme diseño de sus páginas podía muy bien cubrir a dos
o tres personas. Se acercaron a la recepción, y oyó cómo solicita­
ban ser despertados a las ocho.
Nat se despidió de su compañera con un cansado gesto
inclinando arriba y abajo la cabeza.
Tatiana, como siempre, le correspondió con una melancóli­
ca mirada y con una sonrisa serena y voluptuosa. En ese
momento, y con sus ojos, se podían haber escrito varias canciones
de amor; pero no de esas que solamente hablan de entregas y
renuncias estúpidas, no, las estrofas que compuso su rostro eran
concisas y sabían lo pretendían alcanzar.
En la cama, trató de concentrarse en la lectura de un libro
titulado La Naturaleza y la Lógica del Capitalismo. En su desorde­
nada mesilla de noche había otro en cuya portada podía leerse:
La Reforma del Sistema Soviético. Igualdad contra Eficacia». A
pesar de que quiso concentrarse en las inusuales palabras que se
repetían a lo largo de las farragosas páginas del libro, cerró los
ojos tratando de resumir lo leído en sencillos conceptos más cerca­
nos a sus anhelos: confort, equilibrio, igualdad, ausencia de mise­
ria, tranquilidad interior y vida junto a la persona amada. En eso
podía resumirse lo que buscaba entre las complicadas hojas de su
lectura.
Tomó un pequeño libro en cuya portada decía, El Payaso
Rojo. Estaba escrito por Chiricov. Un desgastado calendario de la
TWA servía de marca en la página ochenta y dos. Puso el dedo en
el comienzo del capítulo catorce y leyó: «Así como el viento no se
detiene en su camino, así tampoco cierras tu corazón ante el se­
creto que recibe el nombre de..., amor. Y por las puertas cerradas
penetra este secreto del alma humana, y tú, a manera de esclavo,

111
eres señor de tu propia casa, por servir al amor. Llega por cami­
nos desconocidos y por caminos desconocidos se aleja...»
El libro quedó abierto sobre su pecho, acariciadas las hojas
por los anhelantes y acompasados jadeos de una respiración con
la cual bien se hubieran podido llenar millares de globos colorea­
dos, hasta dejarlos repletos de añoranzas y contenida resigna­
ción, en espera de tiempos mejores.

112
OCHO

La mañana del tres de Noviembre de 1996 amaneció vento­


sa y oscura. Parecía como si el cielo se rasgara en grandes trazos
aplomados que descendían hasta tocar los vistosos tejados de pi­
zarra que cubren los torreones de la parte antigua de Les Sables
D'Olonne. De vez en cuando, se escapaba un rayo perdido, y
encontraban en su carrera los palos de los veleros participantes en
la Vendée Globe. En ellos, se transformaban en hilos de oro que
corrían velozmente desde la fogonadura a la perilla, cambiando
de color los airosos perfiles alzados al cielo. Y era en esos momen­
tos cuando la mañana quería sosegarse un poco entre tantas pri­
sas. La vertiginosa actividad presente en pantalones y barcos,
contrastaba con las lentas nubes borrascosas que, cabalgando de
oeste a este a un ritmo pausado y silencioso, parecían querer po­
ner calma en el tenso ambiente que se respiraba desde muy tem­
prano.
La organización había dado ya el primer bocinazo anun­
ciando que faltaba una hora para la salida. Cuando quedasen
treinta minutos, de nuevo sonaría la señal e, irremediablemente,
partiría corazones e implantaría prolongadas ausencias y triste­
zas.
El Comodoro permanecía tranquilo. No había dejado nada
a la improvisación. Desde hacía varios días, su barco, el Peregri­
no, al que había puesto el nombre en honor del más viajero de los
halcones, estaba en estado de revista. Había repasado una y otra
vez la lista: las baterías, embarcadas al final, las verduras y frutas,
la ropa que no quiso que cogiese humedad en el barco, los peque­
ños vicios que podría darse sólo durante las primeras semanas, y
su inseparable cartera de colgar, donde atesoraba todos los pa­
peles de importancia; si es que en realidad alguno lo tenía para

113
él. En un mundo sustentado por la imprevisible mar, poco o nada
contaban las órdenes, las reglas, incluso la identidad de cada
uno: él sabía que partía, y eso era lo único importante. Qué lejos
veía en esos momentos las leyes, los pleitos y cuantas cosas ha­
bían tratado de sustentar una vida demasiado ávida y libre como
para dejarse atrapar por metas ajenas. Al contemplar todo cuan­
to le rodeaba, sintió la victoria adelantada a su gesta. El sólo
hecho de zarpar y escapar de su vida anterior, era la constatación
de un triunfo ya de por sí conseguido. Atrás quedaban los tópicos,
las clasificaciones malignas que habían tratado de cerrarle el paso
a una existencia que significase algo más que nacer, servir y
morir.
En la bañera de popa, sentada junto a él, una mujer le mira­
ba insistentemente como queriendo que su imagen quedara con
ella durante los largos meses que no podría verle. A pesar de que
ya estaba acostumbrada a esas lides, siempre le costaba el mis­
mo esfuerzo aguantar la emoción; pero lo prometió un día y no
estaba dispuesta a incumplir su palabra. Por eso, en algunos mo­
mentos, cuando las lágrimas querían asomarse a sus ojos, traga­
ba saliva, intentando con el gesto absorber las primeras gotas que
pugnaban ya por caer a lo largo de sus mejillas. El Comodoro
parecía ajeno a todos esos cálidos sentimientos, pero en realidad,
también disimulaba sus fuertes emociones concentrando la aten­
ción en pequeños detalles del barco, que le permitían no tener que
quedarse a solas con ella: la mujer que siempre había estado a su
lado, su compañera de tantas navegaciones terrestres sin duda
mucho más difíciles que las realizadas por una mar a la que tanto
amaba. En definitiva, su amor.
De vez en cuando, sólo de vez en cuando, y por unos breves
instantes, sus miradas se encontraban entre la gente que trajinaba
por la cubierta. Y ese leve gesto era suficiente para que sus acele­
rados corazones se acompasaran al ritmo de una también rápida
y angustiada respiración. Se veían vigorosos, casi confiados. La
piel de sus caras se tensaba hasta el aspecto de esa adolescencia
que también habían compartido y de la cual ambos habían apren­
dido por el efecto del amor que se profesaban, y dejaron, por
unos instantes, escapar en un aura la belleza que todo rostro hu­

114
mano contiene, cuando sabemos buscarla y prescindimos de arro­
gancias. Era un gesto de secreta complicidad ajena a ios demás,
un rito que compartían íntimamente, y que sólo ellos podían sentir
y entender por mucha gente que hubiese a su alrededor. Eran, a
fin de cuentas, actos que habían venido conformando una ya dila­
tada vida en común de metas y renuncias, en la que la calidad de
sus hijos, fue su principal objetivo y la mayor de las cimas conquis­
tadas.
Luego, instantes después, el aire, la mar, las escotas y drizas,
se convertían en el disimulo obligado al que el Comodoro regresa­
ba para poder partir y no derrumbarse. La lucha entre su ansiada
conquista, repleta de soledades, pugnaba con la cálida compa­
ñía de aquellos que dieron sentido a su vida. Fueron ellos los que,
al final, asentaron el equilibrio en un ser demasiado volátil y ligero
para ser humano.
Ella, mientras tanto, convertía su dolor y sus temores en
atropellados actos de orden sobre cosas que, seguramente, no
eran necesarias, pero que le permitían descargar las ganas de
salir corriendo que le entraban para vivir en soledad el momento
de la separación.
Y mientras ese cúmulo de secretas e íntimas sensaciones flo­
taban en el aire de la cubierta del Peregrino, el viento arreciaba
sobre las arboladuras. Las enormes velas comenzaban a ser
izadas. Se tensaban los estays hasta los kilos requeridos: muchos
en principio, a tenor de la dura ceñida que se les avecinaba hasta
que dejasen por babor el faro de Las Ballenas, en la isla de Ré.
Lentamente, los dieciseis barcos fueron abandonando el tran­
quilo refugio de la dársena entre gritos de amigos, patrocinadores
y familiares.
Desde lejos, los palos parecían agujas moviéndose una
detrás de otra. Poco a poco, los veleros fueron pasando del silen­
cio, al bullicio ensordecedor concentrado en los muelles del puer­
to. Una multitud fervorosa saludaba moviendo banderas de múlti­
ples colores y diferentes nacionalidades en un pasillo humano de
cobijo y protección.
La regata acababa de comenzar. Las disciplinadas cabezas
de los participantes oían como en un sueño el rumor de las voces

115
y el griterío que les flanqueaba. Pero ellos estaban navegando
sumidos en un mundo que ya no compartían con nadie; aunque
todavía lo hiciesen detrás de un chicote de remolque. Por encima
de los clamores de los aficionados, destacaban los ruidos produ­
cidos por el flamear de las velas cuando, de súbito, tomaban vida
al contacto con el aire. Y de un horizonte confuso, enredado por
los cientos de cables y palos que aprisionaban al cielo, se pasó,
en apenas segundos, a un firmamento en el que predominaban los
blancos destellos del -dacron-, del -maylar-, brillantes materiales
con los que estaban fabricadas las velas que ahora ondeaban
airosas, pero que todavía lo hacían inútilmente.
El extremo del faro norte les marcaba la zona a partir de la
cual deberían navegar solos. Por eso, las embarcaciones de re­
molque largaron las estachas con las que habían ¡alado de los
veleros, y se abarloaron en sus costados para embarcar a los
tripulantes. Precipitados abrazos y muchos gestos de complicidad
quedaron en ellos como el último contacto con sus semejantes.
A partir de ahí comenzaba la regata. Solos ya, tendrían que
poner los barcos en facha y empezar una navegación costera de
cerca de una hora de duración, hasta que la organización diera
la orden para poder cruzar la línea de salida; situada entre dos
boyas encarnadas.
El Comodoro cazó la escota de la vela mayor hasta que la
tela dejó de vibrar. De súbito, recogió el viento que circulaba a su
alrededor. El barco escoró y comenzó un torpe movimiento de
cabeceo hacia delante; abatía debido al mucho trapo que llevaba
izado. Saltó hasta la base palo, y maniobró para poner una faja
de rizos a la vela. Cuando regresó al timón, sintió en sus manos el
acomodo con el que el Peregrino tomaba entonces la mar. Cada
balanceo era más acorde, y el paso de las olas se producía sin la
violencia con la que antes se comportaba.
Aferrado a la rueda, dejó caer el rumbo: el velero recupe­
ró aún mayor vigor cuando recibió el viento en un ángulo más
abierto. Ahora lo podía sentir. Con cada desplazamiento del ti­
món, notaba en sus manos la fuerza contenida en los muchos metros
cuadrados de vela que, aún rizada en un treinta por ciento, lleva­
ba izados. Comprobó visualmente la distancia que le quedaba

116
hasta la boya de desmarque, y se relajó un poco para contemplar
el magnífico espectáculo que le rodeaba. Fue entonces cuando
comenzó a escuchar el ruido limpio del agua rozando contra el
casco. Era un sonido que enseguida ponía en comunicación al
marino con su barco. A través de él llegaba a sentir cada una de
las maniobras, y de esa forma, podía adelantarse a lo que en
cada momento le pedía: el rugir sordo del agua frotando excesi­
vamente la carena y trepando impertinente hasta la borda, le de­
cía que llevaba demasiado trapo. Otro sonido, como el monótono
acompañar tímido y lejano de un agua sin fuerza que apenas
presionaba, le indicaba todo lo contrario: debía aumentar vela si
no quería verse detenido. Pero además de esos dos claros movi­
mientos trascendentes en toda navegación, se establecía también,
a través de los sonidos que provenían de la carena del barco, una
comunión de sensaciones y alertas para las que siempre había
una explicación. Los crujidos, los chirrios, incluso los roces del aire
contra cualquier superficie del velero, las llevaba grabadas dentro
de sí, conformando, sin darse cuenta, una complicada caja de
música en la que, ruidos, sensaciones y advertencias, componían
particulares canciones que le indicaban en todo momento el esta­
do del barco, y para las que siempre tenía preparada una res­
puesta.
Y al final de todo, en los momentos más lúgubres y lejanos
de la distante realidad del mundo, flotando solo en medio del
océano, los ruidos producidos por el agua al chocar contra el
velero se convertían también en un canto, en una espiritual comu­
nicación a través de la cual podía expresar sus sentimientos, lle­
gando incluso a hablar con ellos, a responder a las olas con frases
entrecortadas que en tierra jamás hubiera sido capaz de pronun­
ciar sin ruborizarse.
Era auténtica poesía en movimiento, en la que las rimas se
producían por la concordancia de dos sonidos parecidos del agua,
o por dos leves bramidos de un tren de olas consecutivo que, a
fuerza de escucharlos, terminaban por componer bellas melodías
que sólo él era capaz de escuchar. Todas las vibraciones que escu­
chaba se convertían sin más en los únicos interlocutores de sus
pensamientos, en los cómplices más cercanos de las nostalgias y

117
tristezas que le invadían, y a las que, a veces, también hablaba y
explicaba sus cuitas; esas sensaciones le hacían sentirse demiurgo
entre el cielo y las olas.
Pero las frías ráfagas de viento que barrían constantemente
su rostro, fuero las encargadas de retornarle a la realidad de un
mundo que, para él, empezaba a convertirse, solamente, en agua,
en mar, en pura y brutal naturaleza.
Cientos de velas multicolores, salpicadas por estelas de es­
puma producidas por potentes embarcaciones a motor y transbor­
dadores repletos de gente, les acompañarían durante el tiempo
que aún permaneciesen dando bordadas pegados a tierra, en pro
de un poco de espectáculo, cuyos frutos serían recogidos por los
patrocinadores de su aventura.
Veleros de todas clases y de muy distintos tamaños, cabe­
ceaban entre las olas de la bahía confundiéndose con los torpes
cascos de los yates; autobuses de la mar, como los llamaba el
Comodoro.
También la Marina Nacional se había sumado a la fiesta
que los franceses, pueblo marinero por excelencia, daban a los
participantes, con la intención, decía su director Serge Acetó, de
que se acordasen de ella y recurriesen a sus cálidas imágenes en
los momentos bajos que, inevitablemente, tendrían que pasar en
su solitaria navegación alrededor del Mundo, y les diera fuerzas
para regresar.
Las sirenas, los cohetes, incluso las bengalas de salvamento,
cruzaban por el cielo dejando estelas de humo coloreadas. El
ruido de los motores se mezclaba con el sonoro movimiento de las
velas al trasluchar, o con los gritos de ánimo y apoyo que desde
las embarcaciones emitían sus pasajeros. Todo era un armonioso
caos en el que los protagonistas sólo pensaban en salir de él: que
terminase la festiva concesión a la galería que, incluso, ponía en
peligro la seguridad de sus barcos por las temerarias maniobras
que hacían muchos de los asistentes a la fiesta con la sola inten­
ción de ver a sus ídolos, o lograr esa foto con la que recordar el
acontecimiento. Por eso, aún pudiendo parecer huraños, se aleja­
ban de sus acompañantes, intentando tener mar libre delante de
sus proas.

118
Quince largos minutos aún, pensaba el Comodoro, mientras
que con la vista buscaba el barco de su patrocinador donde esta­
ban embarcados sus familiares. Pero era difícil distinguirlo entre
ese mare mágnum de embarcaciones donde las únicas referencias
eran las letras con su nombre pintado en el casco.
-¡Sí, allí! -exclamó en voz alta-. Son ellos -repitió con sorpresa al
escuchar su propia voz resonando contra la protección quita vien­
tos del tambucho:
Una embarcación de motor navegaba a toda máquina a su
encuentro. Al acercarse, comenzó a distinguir las figuras familia­
res de sus seres queridos: los únicos que, en realidad, contaban
en esos momentos para él antes de partir a enfrentarse con los
mares más duros e inhóspitos. Y aunque otros barcos cargados de
amigos navegaban también cerca, él ya sólo tenía ojos para esas
personas, con las que a su manera, de la única forma que un
marino sabe hacerlo, había compartido su vida. Su relación con
los barcos y la mar había sido casi marital. Por eso, entendía que
en cada velero, hay una parte de hombre y otra de mujer: «Tienen
cosas de ambos sexos de las que los hombres sólo sacamos y
comprendemos su feminidad. Al igual que una mujer aprecia los
elementos masculinos de la embarcación con más facilidad.» solía
decir ante la cara de asombro de quienes le escuchaban.
-Y mientras en el mundo seco se sigue negando el que los hom­
bres tengamos percepciones y partes de mujer, y viceversa, en la
mar se asimila con suma facilidad -añadía-. En el manejo de una
nave de vela tienen que acompasarse sutilezas de ambos sexos
para lograr llevarla a su destino. De nada sirve la fuerza desmedi­
da, ni el carecer de intuición. Como tampoco es útil doblegar los
aparejos cuando lo que se requiere es sutileza y exquisito tacto.
Con esta oposición dejan de funcionar las cosas tanto en el barco
como en la vida. Cuando por falsos machismos o feminismos estú­
pidos, queremos negar y matar la parte de mujer que todo hombre
tiene, o cuando la mujer reprime los componentes masculinos que
lleva dentro, sobreviene el caos -añadía.
Por eso, el Comodoro siempre había colocado a la parte
femenina de su familia en el lugar adecuado que le permitiese
aprender de ella, hasta convertirle en un virtuoso de su conoci­

119
miento. Al transferirlo sobre el velero, le daba un equilibrio y tacto
sin igual.
No era fácil cazar las escotas hasta el lugar exacto prescin­
diendo de la fuerza, ni templar las velas en las encalmadas sino
usabas todo ese cúmulo de sensaciones andróginas que todos so­
mos portadores.
Pero aquella mañana, a pocos minutos de su marcha, las
manos de sus seres queridos se alzaban cálidas derrochando se­
cretas ternuras, alternadas con movimientos de despedida que tra­
taban de tocarlo. Muchas lágrimas pérdidas cayeron sobre la su­
perficie de la mar, humanizándola por unos instantes.
Mientras tanto, las imparables agujas de su reloj avanza­
ban con más rapidez de la que ahora hubiese deseado que lo
hiciesen, hasta el inevitable y separador número doce; sería la
hora de la salida.

120
NUEVE

En París, Acetó, el director de la regata, seguía con preocu­


pación los partes meteorológicos, que desde diferentes lugares de
Europa llegaban a través del ordenador central. Y por una vez
todos eran bastantes parecidos. Le llamó especialmente la aten­
ción el emitido por el prestigioso centro de estudios climatológicos
Hadley, situado en Bracknell, cerca del castillo de Windsor, en el
Reino Unido. Los especialistas de esta institución, donde los mejo­
res meteorólogos de Europa estudian los movimientos de las nubes
y de cuantos fenómenos atmosféricos se producen en nuestro Pla­
neta, no transmitían ese día buenas noticias; anunciaban vientos
de cincuenta nudos en las costas de Galicia, en el extremo occi­
dental de la Península Ibérica. Las preocupantes predicciones eran
acompañadas por una carta náutica de la zona, donde las curvas
isóbaras estaban tan juntas, que apenas se distinguían unas de
otras. Deduciéndose con facilidad, la inusitada intensidad con la
que el viento azotaría esa región y sus aguas adyacentes. Por la
nitidez con la que recibían la situación atmosférica desde los saté­
lites, no cabía la menor duda de que el tiempo iba a empeorar
hasta condiciones terribles en la mar; situación a la que a los
marinos no les gusta someter a sus barcos tan pronto.
Desde luego no sería agradable, decía Acetó a los miem­
bros de su equipo que seguían día y noche las parpadeantes luces
de la baliza Argos, y que todas las embarcaciones participantes
llevaban instalada. Como tan sólo habían transcurrido treinta ho­
ras desde la salida, los veleros navegaban muy juntos, aunque
algunos tomaban ya sobre los otros unas millas de adelanto. Pero
a Serge ya no le cabía la menor duda de que la borrasca caería
sobre los participantes con toda su crudeza.
-¡Joder, qué putada! -decía-, A un día de marcha y ya tenemos
encima un temporal de condiciones extremas.

121
-Es un mal comienzo, jefe -puntualizó el observador de la panta­
lla sin levantar la vista de los puntos luminosos que tenía en medio
del monitor.
-Podemos transmitir un aviso radio -propuso el otro ayudante,
mientras se paseaba con una carpeta por detrás de la consola.
-No hace falta -respondió Acetó- Los facsímiles meteorológicos
de los veleros habrán recibido ya la llegada del frente.
-Pues no les habrá hecho mucha gracia -dijo el tipo que maneja­
ba el ordenador.
-Desde luego que no -precisó Acetó-, Pero qué le van a hacer. En
los mares del Sur vivirán casi a diario con ese tiempo. De todas
formas hay que estar atentos a los movimientos de las balizas: no
dejéis de llamarme si observáis alguna anomalía.
Al cerrar la puerta tras de sí, la sala retornó al verdoso tono
que recibían sus muebles, bañados por la pantalla del ordenador.

Los rusos Igor Shilov y Viktor Yerin volaban camino de Mos­


cú adormecidos en sus asientos de primera clase. En la zona turis­
ta, Nat Clancy, acompañado de Tatiana, se preguntaban una y
otra vez por los auténticos motivos del viaje a Francia de los
mafiosos.
Tatiana trataba de convencerle de la pasión que había le­
vantado en su país la participación del vicealmirante Petrovski en
la regata, y la ayuda que, seguramente, le habrían prestado Yerin
y Shilov; además de representar a la Armada en tan importante
acontecimiento.
-No puede ser. El ejército tiene que saber a lo que se dedican
esos tipos -razonaba Nat.
-Todos son ¡guales. Es una cuestión de oportunidad -trató ella de
convencerle sin atreverse a mirarle.
A Nat se le hacían ridiculas esas razones. Desde hacía va­
rios días analizaba sus desplazamientos. Primero, por Rusia: los
contactos con las mafias siberianas, la explosión del almacén,
todo era confuso. Y segundo, la noche del extraño paseo nocturno
por San Petersburgo, concluso con otro incierto episodio en la

122
villa francesa de Les Sables D'Olonne. Pero lo que aún tuvo menos
justificación fue el asesinato de los dos franceses con los que los
rusos habían cenado días atrás: aparecieron en el agua, tras reci­
bir varios disparos de un arma provista de silenciador, pues, en
las cercanías de la dársena, nadie había escuchado las detona­
ciones. Y aunque Nat intuía que Yerin y Shilov eran los artífices de
esas muertes, tenía claro que no era prudente meterse en historias
que sólo le podría traer complicaciones con la puntillosa policía
francesa.
Todos esos movimientos obedecían a un plan preconcebido,
pensaba Nat. Y sin duda perseguían unos fines que por el mo­
mento eran desconocidos para él; pero sabía que tramaban algo.
Le costaba entender por qué, pero tenía esa corazonada que otras
veces, a lo largo de su dilatada vida profesional, le había puesto
en la buena pista. Por eso no se conformaba con las explicaciones
de Tatiana, basadas con excesiva simpleza en ayudas, interesa­
das o no, a un romántico marino del viejo ejército soviético. O en
una representación oficial, por mucho que estuviese debidamente
acreditada. Y a estas dudas, se unía la desconfianza que sentía
hacia su compañera.
Mientras divagaba con la cabeza reclinada sobre el estre­
cho asiento del avión, miró por el rabillo del ojo el firme y terso
semblante de la moscovita, cuyos entornados ojos dejaban esca­
par de su rostro una serenidad que para él se hacía incomprensi­
ble si verdaderamente le estaba traicionando.

Yolande Potgieter y James Verwoerd pasaban en París los


tres últimos días de su viaje antes de regresar a Ciudad del Cabo.
Terminada la primera parte de su misión, disfrutaban de la Ciudad
Eterna entre restaurantes y discotecas, en las que pasaban la ma­
yor parte del tiempo. Al regreso de Les Sables D'Olonne, estudia­
ron en una carta náutica las distintas posibilidades que tenían de
interceptar a los veleros; realmente, eran inmensas. El papel con el
nombre del primer barco que debían abordar decía: «BARCO,
FOTOLITO. Lugar de transporte de la mercancía, atrás -sin duda
se refería a la popa-, bajo el mando -sería el timón-, pensaron.
Ante la mínima espera de un mes, que era el tiempo que
tardarían los barcos en llegar hasta las aguas cercanas a Ciudad
del Cabo, pensaban disfrutar de la vida. Pero había cinco kilos, y
eso lo sabían sólo ellos; además de los vendedores rusos, a los
que parecía importarles muy poco que fuesen cinco o cincuenta la
cantidad de material radiactivo que habían sacado de Rusia. La
organización para la que trabajaban, sólo conocía la existencia
de los tres kilogramos solicitados, por lo que el resto podría darles
una larga vida de placer, siempre que lograsen recuperar todos
los recipientes. Y mientras que por sus cabezas se paseaban estas
y otras maquiavélicas ideas sobre el destino de dos kilogramos de
plutonio enriquecido, degustaban los más caros vinos franceses
mientras descansaban en una habitación de la segunda planta del
hotel Crillón.
El periódico L'Equipe, que seguía diariamente la evolución
de las embarcaciones participantes en la Globe, era su guía espi­
ritual. La redacción del informativo deportivo, sin ellos saberlo, se
había convertido en su cómplice, al indicarles cada mañana con
una precisión matemática la exacta longitud y latitud de los vele­
ros en el Atlántico. Aunque también ellos tenían medios para co­
nocer su posición: un receptor de satélites portátil, del tamaño de
una máquina de escribir, al que un técnico había conectado la
frecuencia del Argos, estaba encendido sobre una mesita.

El Comodoro navegó durante el día de la salida con dos


rizos en la vela mayor y el trinquete totalmente dado. El viento se
mantuvo constante, lo que le permitió pasar la ¡ornada con relati­
va calma. El barco se movía ligero, airoso, levantando su proa
con facilidad ante las acometidas de unas mares muy formadas
que precipitaban sobre él sucesivos trenes de olas, movidos por
un viento de más de treinta nudos. El barómetro seguía bajando. Y
no es que le asustase especialmente esa situación, pero si el viento

124
aumentaba, la ceñida hasta doblar el cabo Finisterre sería durísi­
ma y, sobre todo, muy lenta.
Al igual que el resto de los participantes, trataba de doblar
la punta extrema de Europa antes de que el temporal alcanzase su
máxima intensidad. Eso le permitiría cambiar de rumbo y poner la
aguja de su compás apuntando hacia el sur. Entonces, largaría las
escotas de sus velas y, navegando al largo, volaría en la buena
dirección.
Se hacía demasiado dura esa prematura demostración de
fuerza, sobre todo, al pensar en las más de veinticinco mil millas
que aún les quedaban por navegar. Pero la situación dependía de
ellos sólo en parte; el resto, en la mar, siempre lo decide el azar.
El marino forzaba la marcha para pasarlo antes de que la
repentina bajada de su barómetro llegara a los 960 milibares, y
la borrasca cayese sobre él como un auténtico mazazo. En veinti­
cuatro horas había recorrido ciento setenta millas, lo que no
estaba nada mal; pero, desde hacía tres horas avanzaba con
más lentitud debido a la ceñida rabiosa que llevaba contra una
mar ya embravecida. Su mente, unida aún a su vida en tierra, era
un imaginario elástico que se estiraba y encogía, alejándole y
acercándole de todo lo que allí dejaba. Aunque él sabía que,
poco a poco, iría separándose de cuantas cosas no fuesen vitales
para subsistir flotando; pero debía conservar otras a las que afe­
rrarse cada mañana para que su vida y su navegar mantuviesen
un cierto sentido. El exceso de reflexión era malo para un marino,
como también lo era la carencia de metas.
Le faltaban trescientas millas para poder arrumbar al sur.
Abrigado con su chaquetón térmico, llevaba el timón protegido
por el práctico quita vientos que el barco llevaba instalado en
cubierta. La noche anterior, la primera que pasaba en competi­
ción, apenas durmió alterado por una mezcla de nerviosismo y
falta de acoplamiento. Sabía que necesitaba un tiempo para adap­
tarse a la espartana vida del barco, para habituarse a los cortos
sueños de una hora, o a los sonidos y ruidos que debían hacerse
parte de él, y poder conocer en todo momento el comportamiento
del velero. El piloto automático hizo un buen trabajo durante la

125
noche, a pesar de los continuos roles del viento. Las alarmas fun­
cionaron a la perfección y, cada vez que sonaron, se levantó de
su duermevela para ajustar el rumbo a los nuevos ángulos por los
que recibía el movimiento del aire.
Estaba preocupado por el funcionamiento de la radio: escu­
chaba conversaciones de otros barcos, incluso de mercantes que
hacían sus rutas por algún punto cercano, pero creía que no po­
día emitir. Dos veces intentó ponerse en contacto por el canal de
emergencia, el dieciséis, abierto siempre a cuantas embarcacio­
nes surcan los mares; pero no lo consiguió. Algo le decía que su
voz no salía del barco. Y el Comodoro, que desde siempre había
odiado todo lo relacionado con la electrónica dentro de un velero,
no era la persona idónea para revisarla. Miraba con rabia y des­
precio los malditos aparatos, caprichos de una técnica, que se
hacía en exceso prepotente para medirse con todo lo que lleva
implícita la mar.
-Mañana lo intentaré otra vez -dijo en alta voz al salir al exterior,
sin que sus palabras se alejasen del entorno apenas unos centíme­
tros debido al viento que las azotaba y las hacía retroceder.
-De todas formas -se consoló hablando consigo mismo-, no hay
problema; para lo que hay que decir. Además, el satélite emite mi
posición y nadie se preocupará -añadió al tiempo que con la
vista buscaba la baliza Argos colocada en la popa de su nave.
El viento continuó subiendo hasta alcanzar rachas de cua­
renta nudos. Por el horizonte montañoso y movedizo que el
Comodoro vislumbraba, unas siniestras nubes se fundían con la
puesta del sol: dejaban escapar formas espeluznantes que no pre­
sagiaban nada bueno. Unas mares imponentes, partidas a su vez
por otras olas entrecruzadas provocadas por el último role del
viento, caían sobre la cubierta, ocultando el botalón y cuantas
cosas había cerca. Pero el Peregrino brillaba con luz propia y
siempre lograba alzar la proa antes de comenzar otro rápido des­
censo por la siguiente ola que le. dejaba ante sí un auténtico preci­
picio.
El aire se iba haciendo espeso por el efecto de los rociones
y la estela del velero se quebraba al instante barrida por las ma­
sas de agua en las que cabalgaba. No podía aguantar más lo

126
tremendos pantocazos que recorrían la embarcación en toda su
eslora como un prolongado calambre. Tomó la decisión de poner
otro rizo a la vela mayor y dar dos nuevos giros al enrollador,
recogiendo al menos otros treinta o cuarenta metros cuadrados de
superficie vélica. Conectó el piloto automático y realizó la manio­
bra muy lentamente pensando cada paso. Tuvo que llegar hasta la
base del palo, protegido por el arnés de seguridad, para cazar
del aparejo que permitía la bajada del gratil.
Con menos vela el barco se comportaba mejor, aunque para
ello hubiese perdido parte de su velocidad; pero no estaba dis­
puesto, ni era prudente, someter al aparejo a esos arduos esfuer­
zos cuando por delante le esperaban muchos temporales como
ése. Aunque, también era verdad que, en el Gran Sur, tomaría las
borrascas por la popa.
La noche cubrió al fin las ingentes montañas que le amena­
zaban. Y lo que en principio podía ser una dificultad añadida, se
convirtió en un descanso, al no tener que ver cada una de las
paredes acuáticas que se precipitaban contra él. -De todas for­
mas tenía que negociarlas, así que casi prefería no verlas-. Se
decía. El piloto automático, al que había fijado el rumbo por me­
dio de su compás, sorteaba con increíble pericia los cruces de la
mar, y sujetaba con fuerza el timón cada vez que emprendían una
vertiginosa surfeada por la empinada pared de una ola.
Desde la protección plástica de cubierta, observaba relaja­
do las fluorescencias que se formaban cuando las gotas de agua
se desprendían de la espuma y salpicaban los puntos metálicos
del barco. Eran pequeños fuegos artificiales que iluminaban sus
retinas dilatadas a fuerza de intentar predecir cómo sería el
nuevo embate de la mar. Un juego apasionante de incertidum-
bres: en la oscuridad de la noche, el barco se elevaba o descen­
día movido por poderes invisibles, de los que, solamente, podía
ver alguna pista; espumas que al pasar mojaban todo cuanto en­
contraban en su camino.
Dos pequeñas luces de posición eran la única identificación
del Peregrino en medio del temporal. La intensidad del viento era
tal que, el ruido al pasar por los obenques emitía un desafinado y
terrorífico concierto, en el que los músicos eran los bruscos flameos

127
de las velas, o los diferentes salientes y agujeros con los que el
viento tropezaba a su paso. La melodía que componían iba cre­
ciendo de tono hasta alcanzar el final de un aria, en la que el
tenor hubiese tenido que forzar al máximo sus cuerdas bucales. Y
era en esos momentos cuando el velero tomaba vida propia y se
alejaba de la influencia que el hombre pudiese ejercer sobre él.

En París, los partes que llegaban eran cada vez peores, y


los organizadores de la regata los miraban preocupados al com­
probar el poco espacio que había entre las líneas ¡sobaras.
La mañana del nueve de Noviembre Serge Acetó había lla­
mado personalmente al centro Hadley, solicitando un parte más
preciso sobre la predicción del tiempo. Su director, consciente de
la importancia de la borrasca que ya tenían encima, envió por fax
un pormenorizado estudio de la evolución probable de la tormen­
ta, suscrito por los mejores especialistas; pero no le dijeron nada
que él no intuyese.
La posición de los barcos le ofrecía la tranquilidad de que
navegaban bastante juntos todavía; en caso de problemas, siem­
pre podrían ayudarse los unos a los otros.
-H ay un destello que no avanza; más bien creo que retrocede -
advirtió el encargado de la pantalla del satélite Argos.
-Esa de ahí -y marcó con un bolígrafo la luz de la que hablaban.
-¿Cuál era su última posición?
En un cuaderno rayado donde el controlador anotaba cada
hora las diferentes posiciones de las embarcaciones, buscó la
referente a la frecuencia 45 H.
-Es Linas. En las últimas tres horas ha retrocedido veinte millas.
-No puede ser con el viento que tiene. Llama por la radio -ordenó
Acetó.
El operario caló la frecuencia dieciséis y solicitó que el Fotolito
saliera al aire respondiendo a una comprobación.
En las embarcaciones de la regata, se escuchó la llamada.
También la oyeron cuantos telegrafista dormitaban en las diferen­

128
tes salas de radio de los mercantes que surcaban ese día el Golfo
de Vizcaya; pero de Linas no obtuvieron respuesta.
La Central Argos de Toulouse acababa de recibir una señal
de socorro activada en la posición 432 45' norte y 10237'oeste.
Como es preceptivo y siguiendo el procedimiento reglamentario
avisaron al CROSSA de París.
Una secretaria entró precipitadamente con el parte en la
sala donde Acetó trabajaba. Lo entregó y abandonó de nuevo el
lugar. El director de la Globe leyó detenidamente el escueto comu­
nicado y exclamó:
-¡Si antes lo decimos! Hay una llamada de socorro del Fotolito.
Está localizada a unas setenta y nueve millas oeste noreste del
cabo Finisterre. Manda la orden de emergencia al MRCC de
Madrid.
El operario puso en marcha el procedimiento de ayuda inter­
nacional a la navegación.

Un helicóptero del SAR español fue avisado. Minutos des­


pués, estaba en el aire a pesar de la terrible inclemencia del
tiempo. Volaba bajo, muy bajo, tratando de que las nubes de la
borrasca no le ocultaran la escasa visibilidad que había.
En un cerrado pasillo formado por las crestas de las olas y la
parte más baja de las nubes, el aparato se desplazaba a doscien­
tos nudos a la hora, y pretendían que la noche, que ya se cernía
por el este, les permitiese llegar hasta la posición emitida por la
baliza.
La intensidad del temporal era tal, que las espumas se eleva­
ban a muchos metros de altura formando una fina capa de agua
que no permitía ver lo que había debajo. Descendieron un poco
siguiendo la aguja del compás; se acercaban rápidamente a los
102 oeste. Volaban en la latitud correcta; 432 norte. El nave­
gante no permitía que el piloto se separase un solo metro de ese
rumbo.
Los siniestros nubarrones repletos de viento y lluvia zaran­
deaban al aparato de forma violenta, pero los experimentados

129
miembros del SAR iban concentrados en su trabajo. En la parte
trasera, el operador radar seguía con la vista los diferentes con­
tactos que recibía; pero de momento no les hacía mucho caso.
Sabía que, la mayor parte de ellos, se debían a los rebotes de las
descomunales olas que se levantaban bajo ellos
-Dos minutos para el contacto -advirtió el comandante. El apara­
to disminuyó la velocidad y quedó al capricho de las duras rachas
de viento que azotaban la zona.
-¡Ahí está! -exclamó al contemplar la pequeña embarcación que
destacaba en medio de un caos de olas.
-Descenderemos; atentos a la velocidad del viento -advirtió el
comandante.
Mientras el helicóptero descendía lentamente sobre el vele­
ro, ráfagas de más de cincuenta nudos lo zarandeaban como si se
tratase de un papel. La escasa visibilidad no les permitía ver entre
la bruma que se había formado con los rociones y la espuma.
-Parece que no hay nadie a bordo -dijo el navegante.
-Eso creo. Con el ruido del rotor estaría a la espera fuera de la
cabina.
-Notifica las novedades a CROSSA Madrid. Diles que apenas
hay visibilidad -ordenó el piloto.
Los dos buzos que viajaban en el aparato miraban con se­
riedad el espantoso estado de la mar, a la que si era necesario,
tendrían que descender para proceder a la recuperación de quien
estuviese en apuros. Pero la voz que sonó por la radio les libró, de
momento, de tan espeluznante baño;
-SAR 201, si no hay ocupante, vuelvan a la base. Mañana con
las primeras luces del día regresaremos.
-Bajaré un poco más -decidió el piloto, al tiempo que adelantaba
el mando de profundidad y compensaba con los pies el timón de
cola.
Cuando revisaban el barco con los potentes rayos infrarrojos
de sus visores, una sacudida mucho más fuerte que las demás hizo
que los bravos tripulantes se mirasen y decidieran emprender el
ascenso.
Con el viento de cola y el mando del motor al setenta por
ciento se desplazaban al doble de velocidad. La mar se precipita-

130
ba ante sus ojos produciendo vértigo. Luego, la noche comenzó a
cubrir el océano y les dejó solos, navegando por medio de sus
instrumentos en medio de la tormenta.

Acetó recibió la noticia de la localización del velero con


agrado, sin embargo, su alegría se vio truncada cuando le comu­
nicaron, instantes después, que a pesar de que el helicóptero es­
pañol había descendido hasta escasos metros de la embarcación,
no había nadie a bordo.
Malhumorado, preguntó al ¡efe del servicio Argos en
Toulouse, con la desconfianza que los franceses ofrecen hacia las
cosas que ellos no controlan.
-¿Seguro que han mirado bien?
-El SAR español es uno de los equipos mejor preparados del mun­
do. No me cabe la menor duda de que sus observaciones son
correctas -le respondió.
-¡Lo serán, joder, lo serán! -exclamó enfadado-. Pensar que sólo
llevamos tres días de regata -añadió.
El teléfono del pupitre de seguimiento sonó perturbando la
sala. El operador cogió el auricular y, tras escuchar unos segun­
dos, se lo entregó a Jeantot diciendo:
-Otra vez el CROSSA.
-¿Sí? -preguntó Acetó.
-H ay otra llamada de socorro.
-¿De dónde viene?
-De una baliza de 406 mHz, captada por el SARSAT Cospas a
las 18,30. La situación es 43943' norte, y 10 e2 1' oeste.
-Puede ser que venga del agua. Corresponde a un equipo de
supervivencia -dijo Acetó-, ¿Cuándo regresarán los españoles?
El operario transmitió su pregunta a Toulouse.
-No lo sé, las condiciones del tiempo son horrorosas. Llamaré de
nuevo; permanezca a la escucha -dijo.
El ¡efe de servicios del CROSSA francés llamó a Madrid de
nuevo. Un oficial de guardia le contestó en correcto inglés:
-M RCC de Madrid.
-CRO SSA de Toulouse al habla. Acabamos de recibir la señal de

131
socorro de una baliza de 406 mHz. Pensamos que puede tratarse
del tripulante del barco de regatas a la deriva. ¿Pueden hacer
algo?
-Un momento, señor, le pongo al ¡efe de guardia.
Un corto espacio de tiempo que pareció infinito, dejó paso
a la clara voz del español.
-S í, Toulouse. Es una locura, pero dicen que van a salir.
-Se lo agradezco, señor; es un acto de valor.
-Espero que no sumemos otra tragedia. Le llamaré con los resulta­
dos.
El ¡efe de servicios francés dijo por el micro que aún tenía
abierto con París:
-(.os españoles dicen que comprobarán la señal.
-¡Bravo por los españoles! -dejó escapar Acetó ante el gesto de
coraje que anunciaban sus vecinos.

Un helicóptero Sea King del SAR, con base en la Coruña,


despegó de nuevo en la terrible noche. Nada más elevarse, los
vientos de sesenta nudos se hicieron sentir, y el limitado techo al
que pudo volar, casi les hizo tocar las crestas de las olas. El capi­
tán Ferrer trataba de mantener la calma de su tripulación, a la que
le había parecido un suicidio despegar con ese estado del tiempo.
-Vigilar el -Horming-, es la única posibilidad que tenemos de en­
contrarle.
En el límite de lo posible, a las 22h 30minutos localizaron
con los sensores infrarrojos la baliza. Con una precisión de centí­
metros, allí estaba, flotando solitaria en medio de la tormenta.
El caos más absoluto llenaba los empañados cristales de la
cabina de la nave. Entre las espumas, una diminuta luz roja par­
padeaba, produciendo esa alteración que siempre transmiten los
destellos encarnados en la noche.

132
DIEZ

El sudafricano Verwoer deambulaba inquieto por la habita­


ción de su hotel con el periódico L'Equipe en las manos. A pesar
de que había cotejado una y otra vez la información que destaca­
ba el diario con grandes letras en su sección náutica, sin embar­
go, no podía creer que fuese el nombre del velero que los rusos le
habían escrito en un papel el que estaba a la deriva ¡unto a las
costas de Galicia, en el extremo oeste de España, en medio de un
duro temporal. Dos veces golpeó una alacena, provocando que
un jarrón estuviese a punto de caer. En su cabeza se amontona­
ban, sin orden, las decisiones que tendría que tomar para hacerse
con el paquete. Y éstas se complicaban aún más ante el descono­
cimiento de cómo recuperar el cargamento en un país extrangero,
y con la incertidumbre de si el barco sería rescatado. Perder ese
kilogramo les cerraba la posibilidad de hacerse con los exceden­
tes del trato. Además, el que alguien lo encontrase, daría la pista
para que hallasen los otros. Tenían que recuperarlo a toda costa,
se decía.
La puerta se abrió con violencia. Una impetuosa Yolande
cruzó el umbral moviendo su larga y brillante cabellera. Desde el
quicio observó los pasos nerviosos de su compañero, por lo que
preguntó:
-¿Qué pasa? -y dejó su bolso sobre una mesita de la sala, al
tiempo que sacaba un cigarro de una plateada pitillera.
James tardó unos segundos en contestar. Los justos para apa­
ciguarse y no expresar toda la indignación que sentía.
-¡Ya tenemos los primeros problemas! -exclamó.
-¿Por qué? -insistió dando una larga y profusa calada a su cigarro.
-El Fotolito está a la deriva cerca de un lugar llamado Finisterre,
en España: su tripulante ha desaparecido.
-¿Cómo lo sabes?
-Por el periódico -contestó James mostrándole el extenso artículo
y la pequeña carta de navegación en la que se veían las diferentes
posiciones de los veleros participantes identificados con números.

133
Yolande miró unos instantes la página, mientras que con el
dedo trataba de seguir la imaginaria derrota del barco hacia la
costa. Luego exclamó:
-Bueno, ¿y qué?, terminarán por llevar el barco a algún lugar.
-Suponiendo que lo rescaten -dudó Verwoerd.
-Mira James, el pesimismo no conduce a ningún lado -Trató de
calmarlo. Abrió el armario y comenzó a meter precipitadamente
su ropa en una maleta deportiva-. ¡Vamos a España! Allí seguire­
mos de cerca los movimientos del velero. Llegaremos los primeros
y recuperaremos nuestro tesoro -añadió.
James, que durante una hora había visto cruzar sobre su
cabeza todo tipo de nubarrones y calamidades, sintió un inmenso
alivio al contemplar la decidida actitud de Yolande, a la que ade­
más, contempló minuciosamente: unos senos perfectamente for­
mados se balanceaban armoniosamente al ritmo de sus movimien­
tos, produciendo sobre la blusa de seda que llevaba ligeros y
sensuales parpadeos luminosos, provocados por la luz que el amplio
ventanal dejaba entrar en la estancia.
Y como ella no era ajena a todo lo que producía su cuerpo
al moverse, acentuó sus movimientos y sintió la mirada de James.
Realmente era una mujer espectacular. Su trasero, redondo
y menudo, se movía con agilidad. Y su rostro, fino y severo, deja­
ba entrever una sensualidad pronunciada y poco afectiva. Al aga­
charse para cambiar sus zapatos, dejó al descubierto sus largas
piernas, ensalzadas y contorneadas por finas medias de color,
que le daban ese aire ingenuo de la adolescencia.
Sin poder aguantar las deliciosas sensaciones que le inva­
dían, James dejó caer el cinturón del batln que le cubría, y avanzó
sigiloso y alterado hacia ella. La abrazó por detrás, apretando su
cuerpo contra las formas que definían las maravillosas y excitantes
cualidades de mujer de su compañera.
Yolande sintió un estremecimiento, al tiempo que su rostro
esbozó una sensual sonrisa. James la vio a través del espejo que
tenía enfrente, y le excitó aún más, si eso cabía ya en su jadeante
estado.
Después, armoniosos balanceos de brazos y manos fundi­
dos, tallaron en el aire cálidas figuras y asombrosas formas

134
esculturales, que cambiaron de color y significado, a medida que
la luz de la mañana fue variando de tono y posición a través de
las cortinas de la habitación, cuando eran movidas, casi imper­
ceptiblemente, por una ligera brisa. Leves gemidos de placer fue­
ron el único acompañamiento musical de tan sutil danza. Durajnte
una hora hicieron el amor con la desesperación de aquellos que
no se aman, que tan sólo se gustan y se necesitan para descargar
sus frustraciones en la pasión de los besos, la penetración, o en
los más alejados abrazos, que resbalan sobre unos cuerpos de­
masiados ávidos de placer, pero en exceso alejados de la ternura
de la mente y el calor de las caricias más íntimas cuando se pa­
sean por la piel escribiendo en ella.

El remolcador Cabo Finisterre navegaba despacio a un ter­


cio de su máquina, rompiendo con su roda las paredes de agua
que tenía que atravesar para lograr seguir avante. Una y otra vez,
quedaba suspendido en el aire al borde de un precipicio líquido
que pretendía partirse por la fuerza de su peso. Pero también
insistentemente y por suerte, las poderosas olas terminaban por
pasar bajo la quilla, alejándose después en el sombrío y amena­
zador horizonte.
El capitán Riquelme, serio, firme y severo en sus gestos, otea­
ba la mar en busca del palo del velero. Esa sería la única parte de
la embarcación que podría sobrepasar la altura de unas mares
tan enormes, se decía.
-¿Qué dice el radar, Enrique? -preguntó.
-N ada por ahora, señor.
-¿Has identificado los falsos rebotes?
-Creo que sí. Sus parpadeos son más débiles -le respondió el
primer oficial.
-Navegante -llamó el capitán.
-Señor -contestó de inmediato desde el otro extremo del puente.
-Dame longitud y latitud.
Consultó el sofisticado equipo de navegación por satélite y
contestó con premura:
-4 3 225', norte, 10212', oeste, señor.

135
-Debemos de estar encima de él. El MRCC nos ha dado esa lati­
tud y una longitud de medio minuto menos. ¡Atentos!
El parte meteorológico de la BBC inglesa coincidía de plano
con el emitido por los profesionales españoles: olas de diez me­
tros y vientos de cincuenta nudos. Visibilidad de poco más de cien
metros.
Durante un cuarto de hora navegaron entre las descomuna­
les crestas que los flanqueaban. Una voz destacó con vigor en el
prolongado silencio en el que trabajaban.
-¡Allí! -exclamó el capitán.
La fina silueta de un palo apareció por un corto espacio de
tiempo sobre el azulado lomo de una ola rompiente. Instantes des­
pués, volvió a desaparecer en otro seno.
Iba a ser muy difícil poder dar remolque al frágil velero en­
tre ese caos de olas, pero no cabía la menor duda de que Riquel-
me y sus hombres iban a hacer lo imposible para lograrlo. Duran­
te largos minutos sopesaron las diferentes formas de realizarlo, y
desde luego todas coincidían en que la única posibilidad pasaba
por dar un seno de más de cien metros al cable de remolque. De
esa forma, dejarían que la embarcación les siguiese. Al jalar, la
línea le haría regresar al rumbo del remolcador; pero al hacerlo
en la distancia los esfuerzos quedarían repartidos.
El oficial dudaba si usar eslinga metálica o estacha de nailon.
Su teoría era clara: el cabo tendería a ceder y flexibilizarse con
más facilidad en cada tirón que se produjera. El cable, por el
contrario, transmitiría con más intensidad la tensión, y podría arran­
car el punto de amarre en el frágil velero. Eso sería otra historia;
encontrar un lugar lo suficientemente fuerte donde afirmarlo que
aguantase las sacudidas de una mar como aquella. El oficial de­
cía:
-¿Dónde coño podemos hacer firme el cabo?. Esos barcos están
hechos de papel.
-N o te creas, son más duros de lo que piensas. He navegado en
barcos de vela. Te asombraría su fortaleza.
-¿Qué tal en las cornamusas de proa? Parece el lugar idóneo -
ironizó el primer oficial.

136
-Si las tiene. Yo lo afirmaría también en la base del palo. Suele
estar apoyado en la orza; forma con ella el punto de tensión don­
de más reforzado está el casco -explicó Riquelme.
-¡Capitán! -llamó el timonel-, lo tenemos por el través.
-Intentaremos cubrirlo con nuestro casco para que el viento lo mueva
lo menos posible. ¿Están preparados los buzos?
-Sí, señor.
-Que vayan con cuidado -aconsejó el capitán saliendo a el ala
de babor para mirar la embarcación que en ese momento se mo­
vía con más parsimonia debido a la pared metálica que se inter­
ponía a su barlovento. El remolcador jugaba con la inversión de
sus hélices para resguardar al velero, al tiempo que se aproxima­
ba lentamente hacia él movido por la intensidad de la borrasca.
Desde la plataforma de popa la altura sobre la mar no era
excesiva. Los buzos esperaban órdenes. Llevaban anudados a
sólidos arneses de seguridad unos cabos que podían desplazarse
a lo largo de un grillete. Este, a su vez, se deslizaba por un cable
unido a un chigre eléctrico.
Cuando el velero estuvo a poco más de diez metros, los dos
buceadores se zambulleron y nadaron los escasos metros que les
separaban de la embarcación a la deriva.
Desde el puente la visión era dantesca. Nadie podía enten­
der de qué materia estaban hechos esos hombres que nadaban
entre las olas de una tempestad, con la misma facilidad que lo
hubieran hecho en una piscina. Sus cabezas aparecían y se ocul­
taban a cada instante, y aunque las aguas habían quedado un
tanto remansadas por la presencia del remolcador, los constantes
cambios producidos por las olas al ser detenidas en su curso, ex­
plotaban bajo la quilla dejando escapar, más tarde, su fuerza
comprimida.
Como el Fotolito se escoraba constantemente, la borda se
hacía más accesible. Agarrándose a los obenques de babor, el
primer buzo logró embarcar. Desde la cubierta ayudó a su compa­
ñero; en pocos segundos estuvo también a bordo. Tiraron de la
guía que llevaban anudada, y una gruesa maroma fue acercándo­
se hasta ellos.

137
El remolcador trataba de que la fuerza de la tempestad no le
aproximase en exceso al velero. Por eso, habían colocado varias
protecciones de goma en su banda de babor.
Los ruidos de la máquina al invertir su giro, resonaban entre
las chapas metálicas que componían las cubiertas del remolcador.
La marinería, aunque estaba acostumbrada a esas lides, no se
divertía cuando la mar tomaba esas dimensiones.
Los buceadores no encontraron cornamusa alguna donde
fijar el cabo de remolque. Por la radio de sus cascos pidieron
instrucciones.
Desde el puente, el capitán fue el encargado de responder­
les. Preguntó extrañado:
-¿N o hay cornamusas?
-N o, señor, no las hay -manifestó el buzo quedando su voz
distorsionada por el pinza miento que producían las gafas de bu­
cear sobre su nariz.
-¿Pero habrá algún punto fuerte en la proa? -inquirió.
-Los únicos que veo son los hierros donde van enroscadas las
velas-aclaró, demostrando sus pocos conocimientos en terminolo­
gía náutica aplicada a los veleros.
-Bien, ¡escucha! Pasa el cabo sobre ellos, y después le das dos
o tres vueltas alrededor de la base del palo.
velero saltaba sobre los fragmentos de las olas que la
obra vi.'a del remolcador no lograba detener. Las dos figuras se
desplazaban sobre su cubierta con dificultad. Para terminar, ce­
rraron los gruesos grilletes que unían los cabos.
El Fotolito quedó sujeto al imponente navio como por un
cordón umbilical.
Ya en el agua, los buzos fueron recogidos al tensar sus lí­
neas de vida. Con la misma facilidad con la que se zambulleron,
regresaron, aunque desde el puente se siguió la operación con la
emoción y tensión requerida.
Poco a poco la roja embarcación comenzó a alejarse del
velero dando su popa a la mar. Al recibirla desde esa dirección,
el bar. o navegó con más comodidad, elevándose y sumergiéndo­
se en los trenes de olas que llegaban por el oeste.

138
Desde el puente, un palo blanco comenzó a alejarse. Todos
miraban con expectación qué sucedería cuando el cabo diese el
primer tirón. El barquito se comportaba como un corcho sometido
a la inercia de las olas. La estacha aún no se veía asomar en el
agua.
Un latigazo, que provocó la explosión de los millones de
gotas de agua que cubrían el remolque, dejó al descubierto la
longitud del cabo. En el otro extremo, el velero recibió la sacudida
y cambió su rumbo, comenzando una dócil navegación en la este­
la de la nave de auxilio. Lentamente, a poco más de cinco nudos,
¡rían ganando las costas españolas. Para el remolcador no supo­
nía el menor esfuerzo jalar de un peso tan insignificante, pero el
durísimo estado de la mar no le permitiría hacerlo con más celeri­
dad.
Desde el puente, elevado varios metros sobre la superficie
del agua, el capitán miraba pensativo los constantes balanceos
del cabo, mientras se admiraba, una vez más, del valor de los
hombres que surcan la mar en esas frágiles embarcaciones.

El Comodoro llenó los depósitos de lastre para que el barco


se asentara un poco más en el agua y redujese un poco su escora.
Los dos tanques situados en las bandas de popa, cambiaban el
líquido del uno al otro por medio de una bomba. Cuando llenó el
de barlovento, la embarcación disminuyó su escora en diez gra­
dos. Un poco más cómodo, el velero se deslizaba por las paredes
de las olas rompiéndolas al llegar contra ellas. El navegador por
satélite marcaba ya la longitud suficiente como para abrir un poco
más las velas y terminar con ese constante y prolongado suplicio
que venía soportando al tener que ceñir con tamaña mar. Cuando
amolló las escotas de las velas, la embarcación tomó nuevos bríos,
que se convirtieron en un prolongado alargamiento de su estela y
en una sensación de pérdida de lastre; ahora el barco se desliza­
ba con auténtica velocidad, pensaba el marino. Era como si hu­
biese cortado la amarra de algo pesado que había venido
remolcando. También los sonidos que oía cambiaron de entona­
ción: de los secos pantocazos y los preocupantes crujidos de la

139
jarcia al paso de cada ola, escuchaba entonces un rozar más
conductor del agua contra el casco. La arboladura dejó de sonar
para permitir, al fin, que el viento se deslizase entre su entramado
de cables produciendo silbidos de aves distintas. El marino los
interpretó como sublimes reconocimientos de conformidad a su
decisión de abrir el rumbo. Era como si el Peregrino le diese las
gracias por haberle liberado de tan férreas ataduras que le ha­
bían obligado a navegar encogido.
El horizonte que contemplaba se había civilizado un poco.
Después de dos días de una mar casi de sobre vivencia, podía
distinguir las crestas de las olas avanzando en pos de la cercana
costa. Al recibir la mar de través, los senos le elevaban hasta casi
salir de ella. En esa posición, y desde esa altura, era cuando
apreciaba, por unos instantes, cuanto le rodeaba. Segundos des­
pués, desaparecía en otro seno; y lo hacía hasta tan abajo, que la
luz del día se mitigaba; pero otra montaña de agua se encargaba
de levantarle y empezar de nuevo el constante movimiento al que,
como en un juego, se veía sometido. Entre las desesperantes subi­
das y las prolongadas bajadas, el velero navegaba a más de
quince nudos aparejado con tanqueta y la mayor disminuida has­
ta el tercer rizo. El Comodoro tomó la decisión de alimentarse.
Desde que había salido de Les Sables D'Olonne, su estómago no
le había permitido plantearse una consideración tan elemental.
Cada vez que lo había intentado, unas nauseas, que subían ins­
tantáneamente por su estómago, le cerraron la posibilidad de ha­
cerlo. En esa ocasión parecía que podría conseguirlo. Es más; al
abrir una lata de atún sintió los estímulos que el apetito deja al
descubierto. Lo comió con pan integral tostado; le pareció todo un
manjar. Terminó su frugal comida con media bolsa de cacahuetes
pelados y unos sorbos de agua.
Un poco más satisfecho, salió a la bañera y repasó de un
vistazo las partes más sensibles de la arboladura: trabajaban bien.
No obstante, tensó un poco la burda de barlovento para que la
tercera cruceta no cimbrease tanto. Con la mano derecha cató la
tensión del estay de popa: estaba firme y afinado como la cuerda
de un violín, y al igual que ese delicado instrumento, su mano, al
apoyarse sobre él, creó una vibración producida por el viento al

140
rebasarlo cambiando de entonación. Sus conocimientos musicales
no eran tan elevados como para distinguir si la leve nota emitida
había sido fa o re; pero estaba claro que sus oídos captaron la
variación.
Y esos actos que, en principio, no tenían ninguna importan­
cia, para él era un perfecto entrenamiento de sus sensibilidades y
reflejos. Seguramente, el tener adiestradas esas percepciones, le
evitaría daños mayores en el barco. Mantener avizor los sentidos
era parte de sus necesidades vitales; más, cuanto más tratase de
prolongar y cuidar su navegación alrededor del Mundo.

En Virginia, en las instalaciones de la CIA, había un verda­


dero revuelo con las preocupantes informaciones que llegaban
desde la embajada de los Estados Unidos en Corea del Norte.
Parecía que la crisis del plutonio llegaba a su punto álgido; y
nadie deseaba que esto sucediese.
Así, como otras veces, los norteamericanos habían utilizado
las provocaciones de terceros países para imponer su voluntad,
en esta ocasión era diferente. Existía una verdadera preocupación
con las intenciones norcoreanas de hacerse con plutonio enrique­
cido. Tenían la certeza de que su único fin era fabricar armas
nucleares.
Los intentos que el Estado Americano había puesto en mar­
cha, habían sido fallidos: incluso las optimistas mediaciones del
ex presidente Cárter fueron vanas.
Por eso, ahora le tocaba el turno a ellos. Y aunque la pobla­
ción estaba muy sensibilizada con las nefastas últimas actuacio­
nes de sus hombres, esta vez estarían de acuerdo. Estaba dema­
siado cerca Panamá y Haití donde se habían hecho las cosas
rematadamente mal como para repetir otra torpeza. Además, en
Corea quedaba aún un cierto sentido de culpabilidad que les ha­
ría actuar con una prudencia especial. Aunque estas generacio­
nes que ahora manejaban los destinos de la Nación más podero­
sa del Planeta, nada tuviesen que ver con aquellos lejanos asun­
tos.

141
El ¡efe Hob- n discutía todos estos extremos con tres de sus
asesores, a los qu«. había mandado llamar para conocer de cerca
lo que se decía en Moscú al respecto.
Clancy salió en la conversación variasL.yeces. Como era el
¡efe de servicios de la Embajada en Moscú, fue el centro de todas
las preguntas. Por teléfono contestaba:
-No creo que haya nada serio en marcha. Al menos no suenan
esos rumores. Nuestra experta rusa así lo confirma. De todas for­
mas puedo estar equivocado, he visto actuaciones raras, pero las
cosas aquí han cambiado mucho; echo de menos los viejos tiem­
pos. Al menos sabíamos dónde y contra quién luchábamos.
-El presidente está muy preocupado. Hasta el extremo que nos ha
dado prioridad en esta operación y plena disposición de cuantas
fuerzas y unidades tenga el país.
-Lo que he visto estos últimos días no me permite fabricar una
conspiración. Y menos una teoría firme que sustente una verdade-
raitrama con plutonio.
-¿Pero tendrás alguna ¡dea? -insistió Hoban.
-S í, pero todo lo que he presenciado es inconexo y carente de
lógica. Por lo menos de la lógica de estos sujetos. Verás: hay mo­
mentos en los que creo que todos se han convertido en meros
mafiosos cuyo único objetivo es enriquecerse. Han muerto esos
altruistas valores soviéticos con los que antes nos combatían. Dóla­
res, parece que son sólo dólares lo que está en juego; y desde
luego no encuentro relación alguna con el problema de Corea.
-Pues por eso estamos más preocupados, Nat. Nos tememos que
sus grandes almacenes atómicos estén siendo utilizados como
moneda de cambio por esos desaprensivos. Cupertino sería feliz
jodiéndonos.
-Lo sé, pero te aseguro que en esta nueva Rusia es difícil predecir
nada.
-Nos extraña la seguridad y la contundencia con la que los
coreanos se han opuesto a todo control. Interpretamos que lo ha­
cen porque tienen detrás el poderío nuclear soviético. Si no, jamás
adoptarían esa postura intransigente con nosotros; nunca lo han
hecho.

142
-Y posiblemente los tengan al lado. No serán los responsables
políticos, pero puedo asegurarte que tendrán cerca a antiguos
militares y científicos de este país que, si han tenido la suerte de
cobrar sus míseros salarios, apenas les alcanzarán para comer.
-Tienes que llegar a alguna parte, Nat. Cupertino, en la Casa
Blanca, quiere tomar el mando de la operación. Yo le he dicho
que lo tenemos todo controlado; estamos en tus manos. En estos
momentos de nada nos sirven los satélites, ni los aviones espías, ni
nada que no sea una información sobre a dónde y cómo tratan de
hacer llegar el plutonio hasta Corea del Norte; porque seguro que
lo están haciendo.
-Te repito Thomas que es misión imposible. Todos los supuestos
traficantes están controlados. Pero sabemos que hay decenas de
ellos nuevos, a los que todavía ni siquiera hemos tenido tiempo de
fichar.
-Pues debes empezar por algún lado, muchacho. Como suceda
algo, nos joderán a todos; Cupertino espera.
-De acuerdo ¡efe, veré lo que puedo hacer, aunque no te prometo
nada; llamaré.
-¡Date prisa Nat! Tenemos poco tiempo.
En el amplio despacho desde el que hablaba había un silen­
cio sepulcral. La puerta se abrió lentamente y una secretaria aso­
mó la cabeza dejando clavadas sus sobredimensionadas gafas
en la visión de todos los asistentes.
-¿Sí, señorita Higgins?
-Tengo un mensaje de prioridad para usted.
-Bien, pase.
La joven secretaria se acercó como si le costase pisar el
suelo de la habitación. Al llegar junto a la mesa de reuniones,
dejó el papel delante de Hoban. Este lo leyó pausadamente; trata­
ba sobre las dudas que estaba despertando un agente adjunto a
la división de Moscú. Las confesiones de un arrepentido soviético,
que trataba de negociar un pasaporte americano, le delataba. De
todo lo que decía, quizás lo más importante era el doble juego de
colaboración que estaba realizando con las bandas mafiosas de
Siberia. En el extremo final del documento había un nombre escri­
to con grandes letras rojas. Decía: Tatiana Pliseckia.

143
El ¡efe Hoban tomó con sumo cuidado la información y no
dijo nada. Más tarde, trataría de averiguar el alcance de esa
afirmación. Por otra parte, al provenir de un traidor que segura­
mente sólo buscaba huir de la miseria, no era garantía
suficiente como para tomar medidas drásticas. Siempre había oído
hablar bien de Tatiana, y ya eran muchos los años de colabora­
ción. De cualquier forma abriría una investigación, y por supuesto
pondría en aviso a Clancy.

En el aeropuerto de la ciudad española de la Coruña, un


DC 9 de la compañía Aviaco estaba tomando tierra entre grandes
turbulencias que provocaban el terror de los pasajeros. Después
de dos intentos, y aprovechando la disminución momentánea de
las rachas de viento, el comandante logró poner las ruedas trase­
ras sobre el asfalto, antes de que otra brutal sacudida, con amena­
za de cizalladura, le sacase de su senda de planeo. El ruido de
las turbinas, colocadas al inverso, acabó con el sufrimiento de
cuantas personas viajaban en el aparato.
Yolande Potgieteryjames Verwoerd descendieron aturdidos
por las escalerillas traseras, mientras el viento trataba de arrancar­
les con su violencia las bolsas que llevaban en las manos.
En la terminal esperaba un tipo con aspecto de pescador
vestido de domingo. Portaba un cartel donde resaltaba mal escri­
to, el nombre de Verwoerd. Decía: Mr. Beboe.
Salieron con rumbo desconocido en dirección a la costa, en
medio de un fuerte aguacero que cegaba toda posibilidad de ver
a más de unos metros. El coche se detuvo junto a la puerta cerrada
de un almacén de pesca. La identificación del lugar era sencilla
debido a las montañas de cajas de madera que había apiladas y
al fuerte olor a pescado que lo impregnaba todo.
Ya en el interior, un hombre que apenas se hacía entender
en inglés dijo:
-Señor Verwoerd, soy Cesar, del clan de los Milanco; estoy a su
disposición. Tengo orden de ayudarles en todo lo que podamos.
-¿No sé si le habrán contado el objeto de nuestro viaje? -pregun­
tó Verwoerd.

144
-No señor.
-Verá; tenemos que encontrar un velero que los servicios de resca­
te marítimo españoles deben traer a puerto; pero no sabemos a
cuál.
-Algo he escuchado esta mañana, pero aún no han regresado.
Se trata del Cabo Finisterre, un remolcador de altura. Con este
tiempo les costará traerlo. Puedo informarme.
-Hágalo -le ordenó James con sequedad-. Mientras tanto -aña­
dió-, necesitaremos alojamiento.
-N o se preocupe, está organizado. Sus referencias en Sudáfrica
son excelentes, señor. Nuestro delegado allí ha insistido en que
les complazcamos -dijo Cesar alargándose en exceso en las ex­
plicaciones.
Cuando salieron de nuevo al exterior, el viento parecía que
estaba bajando de intensidad. Unas nubes un poco más claras,
que avanzaban firmes como si lo hiciesen sobre patines, así lo
presagiaban.
Tras dejarles en un hotel del paseo marítimo, Cesar quedó
en telefonearles. Con el coche vacío emprendió el camino hacia la
oficina de Control del Tráfico Marítimo. A través de las acristaladas
paredes de la torre parecía que estaban en medio de la tormenta,
pero al seguro abrigo de los intensos vientos y de las descomuna­
les olas. El ¡efe de servicio le dio la exacta posición del remolca­
dor, al identificarse como miembro de la Cruz Roja del Mar: esta­
ba aún a más de cincuenta millas de la costa, y por las condicio­
nes atmosféricas reinantes, pensaban que no podrían navegarías
en menos de ocho horas.
Cesar llamó a Verwoerd y le notificó la nueva. Eran las cua­
tro de la tarde, así que hasta las doce de la noche, al menos, el
Cabo Finisterre no atracaría. El español quedó en llamarle llegara
a la hora que llegase.

Nat Clancy había recibido una extraña llamada de Tatiana


que, por el sigilo con que se lo había pedido y el apagado tono
de su voz, le preocupó.

145
Quedaron en verse a las siete y media. Nat pasaría a reco­
gerla. Estrenaba un potente Chrysler todo terreno que los fabrican­
tes de la marca jamás pensaron que pudiesen circular un día por
ese país. Y menos que se vendieran como rosquillas entre los privi­
legiados soviéticos que podían permitírselo.
A la hora convenida aparcó el vehículo frente a la puerta y
esperó, no sin cierta ansiedad, la llegada de su colega.
Tatiana apareció esplendorosa, pero en su rostro se dejaba
intuir un gesto de preocupación que Nat captó rápidamente. Para
romper un poco la tirantez de la situación dijo:
-¿Qué te parece el coche? Genuinamente americano y en el cen­
tro de Moscú.
-Es precioso -apreció ella tocando el cuero de la tapicería-. Y
muy lujoso.
-Pues ya se pueden comprar aquí.
-Como sea con mi sueldo, apenas alcanzará para dos o tres rue­
das.
Nat sonrió y condujo en silencio durante unas cuantas man­
zanas. Los lentos semáforos le hacían detenerse de vez en cuan­
do, sin que todavía se atreviese a preguntarle el por qué de tanto
misterio.
-¿A dónde quieres ir a cenar? Hoy me siento generoso; puedes
escoger el restaurante.
-¿Qué tal McDonalds? -pidió ella.
-¿A eso le llamas cenar bien?
-Cualquiera que te oiga pensará que soy yo la norteamericana.
-N o, si McDonalds está bien, pero para otras ocasiones. No sé:
yo estaba pensando en un íntimo y recogido comedor donde las
velas esparciesen un ambiente cálido, en el que puedas contarme
esos tremendos secretos que te ahogan -dijo Nat haciendo un
esfuerzo por ser locuaz e ingenioso, al tiempo que la miraba
socarronamente.
-No creo que haga falta -le contestó con sequedad-. Para lo que
tengo que decirte, es mejor un frío e impersonal local que no deje
demasiados recuerdos.
-Pues ése no es el mejor lugar. Hay miles de ellos por el mundo.
Harás que cada vez que entre en uno, recuerde las intimidades

146
que piensas contarme -bromeó Nat que seguía tratando de hacer­
se el gracioso para animarla.
Tatiana calló. El coche se detuvo frente a la inmensa M que
lo identifica. Unas hamburguesas de pollo, cerveza y patatas fri­
tas fue todo lo que pidieron. Durante unos minutos ninguno de los
dos abordó el tema de la cita, aunque ella no estaba cómoda con
las constantes bromas que Nat le hacía, sobre las diferencias en­
tre los clientes de la famosa cadena en las distintas partes de la
Tierra.
La rusa agravó las facciones de su semblante y cerró los ojos
unos instantes. Cuando los abrió de nuevo, Nat comprobó que
estaban húmedos, bañados por unas cristalinas gotas de agua
que aún no habían sido capaces de salir de ellos; pero se podía
ver que pronto lo harían. Luego, dijo secamente:
-Te he engañado.
-¿En qué? -preguntó asombrado, echándose para atrás en su
taburete.
-En muchas cosas.
-Bueno, no será para tanto; todos mentimos alguna vez -dijo Nat
tratando de quitar importancia.
-Lo que he hecho es grave.
Comenzaban a resbalar por sus blanquecinas mejillas unas
alargadas lágrimas que pugnaban por detenerse sobre sus pómu­
los, y que sólo eran detenidas por lo marcados que los tenía.
-Sé lo que tramaban Yerin y Shilov -afirmó.
-¡Qué! -exclamó sorprendido Nat. Con el codo estuvo a punto de
tirar su bandeja.
-S í, lo sabía desde el primer momento, y fui incapaz de contárte­
lo.
-¿Pero, por qué, Tatiana, por qué?
-Por dinero, como todos, por miserables dólares.
A Nat parecía que se le saldrían los ojos de las órbitas de lo
firmes que los tenía clavados en el rostro de ella. Su corazón se
había acelerado, y el gesto de su cara contenía una profunda
contracción que dejaba adivinar la seria angustia que comenza­
ba a sentir.
-¡Cuéntamelo!, quizás estemos a tiempo de remediarlo.

147
TaHana frotó sus ojos con la mano despejándolos de unas
lágrimas que aún los hacían más bellos y nobles; suspiró profun­
damente y dijo:
-Hace unos meses, descubrí por azar que, mi hermana Katerina
practicaba la prostitución de una forma habitual. Al parecer se
quedó sin trabajo y no hubo forma de que encontrase otro del que
pudiera vivir dignamente.
-¿Katerina era la médico?
-Sí. Cerraron su clínica por falta de presupuesto. En realidad era
un centro que atendía solamente a la gente gorda del Partido
Comunista. Ahora, ninguno de sus antiguos usuarios quiere tener
relación con él. Y lo que es peor: al desaparecer el Partido, tam­
bién se esfumaron los fondos que aseguraban su existencia.
Tomó un sorbo de su vaso de cerveza y un poco más sosega­
da continuó:
-Durante meses buscó trabajo inútilmente, para al final rendirse a
la evidencia de que iba a ser muy difícil lograrlo. Luego, ya sabes
cómo suceden estas cosas: soledad, depresiones, una amiga que
le habla de salir unas noche a beber con los ejecutivos extranje­
ros, hasta que acabas prisionera del dinero que reporta.
-¿Y tú qué tienes que ver con todo eso?
-N ada y mucho. Al enterarme de su situación fui a verla, y le
convencí de que lo dejara a cambio de ayudarle. Los dos primeros
meses pude hacerlo, pero tú sabes que la inflación en Moscú es
del quinientos por cien, por lo que mis rublos cada día valían
menos. El dinero que me pagáis fuera de Rusia, no podía traerlo;
además, lo he venido guardando para un día poder salir de todo
esto.
TaHana hablaba con una expresión de tristeza e impoten­
cia, que se paseaba por los serenos rasgos de su cara, provocan­
do en quien la observase unas terribles ganas de abrazarla y
consolarla.
Nat la miraba sorprendido; en sus años de relación nunca
la había visto tan abatida, y lo contrastaba con el duro carácter
del que siempre hacía gala. Por primera vez en su vida, notaba
que su aplomo, sometido ya a múltiples pruebas, le fallaba. Em­
pezó a pensar en la posibilidad de que los problemas ajenos le

148
hiciese sentir algo. A pesar de su traición... ¡Qué ganas tenía de
abrazarla!
-Luego, una cosa me llevó a la otra -prosiguió ella-. Necesitaba
dinero y la forma más fácil de conseguirlo fueron Yerin y Shilov.
-¿Y por qué no me lo pediste a mí?
-¿A ti, que ni siquiera te has interesado por mi vida en una sola
ocasión?
-Eso no es cierto -replicó Nat.
-Sí que lo es. Siempre me has tratado con esa prepotencia y con­
descendencia del que se siente superior. Y seguramente lo seas,
pero yo tengo mi orgullo.
Nat no podía ya evitar que la mezcla de pasión y desasosie­
go que sentía se interpusiera entre los dos. Alargó su mano con
timidez y apretó los largos dedos de Tatiana tratando de transmi­
tirle consuelo a través de sus fuertes manos. Tatiana se aferró a
ella, como queriendo sacarle toda la energía y valor que necesita­
ba para continuar.
Por unos instantes permanecieron en silencio mirándose a
los ojos, tratando cada uno de averiguar lo que había detrás de
los otros.
Los finos dedos de Tatiana se deslizaron sobre el brazo de
Nat, que no pudo evitar estremecerse. Luego, ella dijo:
-Bueno, el daño está hecho y no quiero que te sientas obligado
conmigo. No será bueno para tu carrera. Te quiero demasiado
como para permitir que todo esto pueda interferir en tu vida.
-¡Espera! Yo decidiré lo que es bueno o malo para mí -interrum­
pió Nat apretando con más fuerza su cálida mano después de
escuchar sus palabras-. He estado ciego todo este tiempo -se
apresuró a decir casi por obligación-. Los últimos años de mi
vida los he pasado buscando esa estabilidad que me permitiese
seguir ilusionado con lo que hacía, sin darme cuenta de que
estabas a mi lado; que te tenía tan cerca. No, ahora es cuando no
pienso abandonarte.
La moscovita emitió un profuso llanto que ya no fue capaz
de reprimir. Nat en ese momento detestaba ser hombre. Odiaba
los conceptos de fuerza, fortaleza y valentía, todos ellos sujetos a
la tiranía y a la mentira de la virilidad. Pero también sus ojos se

149
humedecieron por primera vez en su vida ante una mujer. Y no le
pareció mal. Todos esos machísimos de que los hombres no lloran,
quedaron enterrados. Los hombres no lloran, pensó, si no tienen
motivos para ello.
Contemplar esa secreta devoción reprimida durante tanto
tiempo, fue motivo más que suficiente para emocionarse. Sobre
todo, pensó Nat, cuando a lo largo de la vida se encontraba uno
muy pocas veces con una situación así. Siempre había escuchado
decir a su madre que, los ojos que lloran no saben mentir, y eso
también le tranquilizó.
-Tenemos que arreglarlo, Tatiana -afirmó intentando aparentar
serenidad.
-¿Cómo? -Hablaré con Central. Les explicaré lo que ha sucedido.
-¿Y si lo supieran ya?
-¿Cómo iban a saberlo?
-N o lo sé, pero ellos siempre se acaban enterando.
-Vamos a hacer una cosa: te irás a los Estados Unidos con mi
hermana. Aquí ya no estás segura. Si Yerin y Shilov se enteran
que les has descubierto te matarán.
-Haré lo que tú digas -le respondió un poco más serena.
-Lo primero que debes decirme es qué se traían entre manos Shilov
y Yerin. Confío en que con esa información lograré parar la cólera
de Washington.
-No era tan terrible. Menos para los Estados Unidos. Por eso tam­
poco me pareció tan grave colaborar.
-¿De qué se trata? -inquirió Nat ansioso.
-Utilizaron el barco de vela del almirante Petrovski para sacar
plutonio; eso es todo.
-¿Y te parece poco? -manifestó Nat pensando en voz alta.
-Sólo era un poquito -precisó ella.
-¿Cuánto Tatiana? ¿Cuánto?
-N o lo sé con exactitud pero dos o tres kilos, creo.
-¿Eso te parece un poquito? Con esa cantidad pueden fabricar
una bomba atómica.
-No lo sabía.
-¿En qué consistía tu trabajo? -preguntó Nat tratando de cal­
marse.

150
-En entretenerte y hacer que vieras que la ayuda prestada por
Yerin y Shilov, se trataba de un simple acto formal; que intervenían
de forma oficial.
-¿Sólo eso? -Sí. Bueno, y que no te enterases que iban a cargar el
plutonio en el velero.
-Entonces, por qué me avisaste la noche de San Petersburgo. Me
hiciste dudar.
-Pues para eso, para que dudaras. Con una evidencia tan clara
de que te había advertido, sería difícil que sospechases de mí -
dijo Tatiana ruborizándose y bajando la vista en un coqueto gesto
de arrepentimiento-. Ellos sabían que estabas detrás, pero lo te­
nían perfectamente estudiado para que no te percatases de nada
-añadió.
-Así que durante cinco días estuve haciendo el imbécil, ¿no?
-Me temo que sí. Y te aseguro que lo siento.
-Bueno, lo importante es que podremos detener el envío del pluto­
nio. Espero salvarte con esta información.
-Gracias -dijo melancólica mientras volvía a coger la mano del
americano para continuar sintiendo todo aquello que le acababa
de abrir ese leve contacto. El calor de la carne le produjo una
complicidad que emanaba de las largas semanas pasadas, sola
con el peso de su traición.
-Deberás hacer lo que yo te diga -dijo Nat.
Estiró su cuello sobre la pequeña mesa hasta alcanzar la
proximidad del rostro de Tatiana. Durante unos instantes se mira­
ron. Dejaron que sus cuerpos se cargasen de múltiples sensacio­
nes placenteras, a las que acompañaron unos acelerados latidos
de sus corazones. Instantes después, sus bocas se unieron por vez
primera en un cálido y tierno beso, en el que los labios fueron los
privilegiados emisarios de futuras y más profundas emociones.
Nat no pudo dejar de sentir el misterioso lazo que cierra la
pasión y los besos, y que borran las más elementales precaucio­
nes. Era como precipitarse por un abismo, a sabiendas de que
podía no tener fondo, y con la certeza de que durante la caída,
sus deseos y actos serían incontrolados. Al final, podía haber algo
mullido donde acurrucarse, o la superficie más dura en la que
golpearse.

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152
ONCE

El teléfono de la mesita de noche sonó impertinente y pertur­


bador. James Verwoerd lo descolgó después de que emitiera cua­
tro llamadas.
-S í -afirmó en su idioma.
-El Cabo Finisterre está atracando -le contó una voz.
-Venga a buscarnos -ordenó-. En diez minutos estaremos en la
puerta del hotel.
El mismo coche que les había recogido en el aeropuerto,
llegó casi al tiempo que ellos salían por la puerta. La noche era
lluviosa y fría, pero parecía que el fuerte viento del día anterior se
había moderado. Las luces del paseo iluminaban la cortina de
agua que cubría la ciudad. Eran las doce y media de la noche y
casi nadie circulaba por ella. A medida que se acercaban al
puerto comercial, los brillos en los muelles se fueron haciendo más
intensos, hasta que las gotas de lluvia que los cubrían, terminaron
por teñirse de amarillo.
Pasaron la puerta de acceso, después de que Cesar presen­
tara un arrugado carnet al guardia que la custodiaba. A Yolande
le parecieron extraños y macabros los triangulares gorros
acharolados de los agentes, y más aún, la juventud de los dos que.
les interceptaron. El coche se detuvo junto a dos enormes grúas en
cuyas patas podía leerse, TITAN. Desde allí, veían los movimien­
tos del remolcador que resaltaba en la noche iluminado como
unos grandes almacenes.
Desde donde estaban no veían la baja popa del barco en
cuya estela debería venir el velero. Rodaron despacio protegidos
por lo intempestivo de la noche hasta quedar en la distancia a la
altura de la nave.
Sí, ahí estaba el palo blanco del velero cabeceando por el
efecto de las olas que producían las hélices de su salvador, cada
vez que las invertían para acercarse un poco más al muelle.
Dos abrigados marineros tiraban de la maroma con la que
lo habían arrastrado. Los fornidos sujetos la pasaron por el noray
que tenían más cercano, afirmándolo. Luego, esperaron que la

153
propia inercia de la embarcación lo acercase al muelle. La manio­
bra había sido impecable: lenta, concisa, dejándose llevar por el
juego de corrientes, vientos e inercias que mueven a todo objeto
que flota en la mar. Las manos del piloto se desplazaron con sumo
cuidado por el timón, acariciándolo, tratando de sentir la obra
viva de la nave en las yemas de sus dedos.
El pulido casco del Fotolito llegó a poca distancia del male­
cón. Uno de los hombres que lo esperaba, afirmó su bichero en un
candelera. La ligereza del velero hizo que se aproximase dócil­
mente. Saltaron a él y fijaron otra estacha por popa. Trataron en
vano de encontrar defensas a bordo, por lo que dos neumáticos
de coche fueron toda la protección que le colocaron. Como había
bastante marejada, cruzaron otras dos amarras a modo de -spring-
para que tensaran de lados contrarios cada vez que la resaca
quisiera que el casco golpease contra el muelle.
Poco a poco las luces del barco de salvamento se fueron
apagando, y los que durante más de media hora habían trajinado
por la cubierta, desaparecieron por los hangares que circunvalan
la dársena.
Cualquiera que no supiese lo que había pasado, pensaría
que el Fotolito era un velero que había huido del fuerte temporal.
No se veía síntoma alguno de daños, y los aparejos se encontra­
ba en perfecto estado.
En el coche todo era silencio. Verwoerd había sacado de su
cartera el trozo de papel donde venía el nombre y la ubicación
del valioso paquete que transportaba el velero. Cesar preguntó:
-¿Necesitan ayuda?
-No. Usted vigile. Nosotros nos ocuparemos de recoger la mer­
cancía -precisó Verwoerd.
-O K -contestó el español, pensando que con esa corta expresión
se acercaba a los escasos conocimientos que tenía de la lengua
inglesa.
Todavía tuvo que pasar otra media hora para que el remol­
cador de altura quedase en silencio. En el puente se podía ver el
tenue reflejo de una luz que, seguramente, correspondería al pre­
ceptivo turno de guardia. Por los muelles no había el más leve
movimiento, y unas nubes muy bajas parecía que pretendían ayu­

154
dar a los sudafricanos. Una niebla espesa y persistente comenzó
a penetrar por cada hueco del recinto portuario, vistiéndolo de un
blanco manto intangible protector. El viento casi se había deteni­
do y había contribuido a que las nubes descendiesen y se conden­
saran sobre las variadas formas del lugar.
Yolande y James bajaron del coche. Antes de alejarse Cesar
les llamó con un siseo de su voz:
-¡Esperen! Tomen esto: se sentirán más seguros.
Verwoerd tomó el arma corta que le entregaba, y la metió
en el cinturón de su pantalón. Estaban a pocos metros del velero,
pero la cerrada niebla que les envolvía, no dejaba ver más allá de
dos o tres metros. Siguieron la dirección establecida hasta ver
entre la bruma la singular forma de su palo. Embarcaron con faci­
lidad y descendieron por la empinada escalera de la cámara.
-¡Qué horror! -exclamó Yolande.
Era un desastre. Los cientos de objetos que había almacena­
dos en sus pañoles, aparecían esparcidos y entremezclados con
las velas; como estaban fuera de sus sacos cubrían toda la cabi­
na.
James miró el papel incapaz de recordar los detalles que
contenía. Decía: «En la popa, bajo el sector, en un compartimento
muy bajo que da paso a las tuercas pasa cascos del timón.»
¡Cómo si lo entendiera! Dijo para sí, al tiempo que miraba para
qtrás buscando la popa.
-Hay que encontrar una tapa que de acceso al timón -precisó
dirigiéndose a Yolande.
El agua cubría medio metro sobre las panas de madera, y
sus piernas avanzaban produciendo un fuerte y desagradable
chapoteo.
Yolande metió la cabeza entre los huecos planos que queda­
ban entre los depósitos de lastre y la cuaderna principal de popa.
Pasó el cuerpo, y vio una pequeña tapadera con un pasador de
plástico. La abrió, e introdujo el foco de su linterna iluminando el
interior. En principio no apreció nada especial cuando recorrió
con la luz la cavidad; pero se fijó que en el fondo había otra tapa.
La levantó e iluminó. Sí, allí, junto a una tuerca, que debía ser la
que sujetaba el timón al casco, había un paquete gris. Introdujo

155
medio cuerpo en el compartimento y estiró la mano casi al límite
de su longitud. Con la punta de los dedos tomó el objeto. Recupe­
ró su posición normal y dijo:
-¡Ya está!, lo tengo.
-¡Cojonudo, nena! Tenemos que coger el libro de bitácora. Es
posible que contenga anotaciones...
-¿Por qué? -le interrumpió extrañada.
-Contactos por radio. Incluso ha podido ver el contenedor.
-¡Es imposible! -replicó.
-Lo cogeremos de cualquier forma. No quiero correr ningún ries­
go.
Abrieron la tapa de la mesa de cartas, y rebuscaron entre
los muchos papeles que había: enseguida dieron con él. Se trata­
ba de un cuaderno forrado de plástico, cuyas hojas estaban raya­
das de forma vertical. Sólo estaba escrita la primera pagina. Lo
hacía con una caligrafía difícil de comprender. La linterna en­
focó la parte derecha del librito donde decía: «Notas.» Allí, en
inglés, Linas había escrito:»Las radios han sido saboteadas. No sé
por qué, pero alguien ha manipulado en ellas. Tendré que revisar
todo el barco.»
James miró a Yolande pavoneándose y reafirmando sus sos­
pechas. Cerró el cuaderno y lo guardó en el bolsillo de su chaque­
tón mientras decía:
-Salgamos de aquí cuanto antes.
Entre el denso puré que les rodeaba tentaron a ciegas hasta
tropezar con el coche detenido.
-Misión cumplida -concluyó Verwoerd entregándole el arma.
-Lo celebro. Y más, que no haya tenido que utilizar esto -dijo
Cesar devolviendo la Magnum a su funda sobaquera.
El coche se deslizaba fantasmagóricamente cortando con su
morro la niebla. El guardia de la caseta le hizo un gesto con la
mano sin tan siquiera abrir la puerta de la garita. Los brillos de su
acharolado gorro quedaron reflejados en el cristal; permanece­
rían en las mentes de los sudafricanos. En la trasera, James quitó
el plástico al pesado objeto y lo miró con detenimiento. La sinies­
tra aspa de la radioactividad resaltaba sobre otras letras que lo
cubrían. Comprobó que estaba herméticamente cerrado, y lo guar­

156
dó en otra bolsa de un extraño material que sacó de su abrigo.
-Usted se encargará de hacerlo llegar hasta Ciudad del Cabo -
dijo Verwoerd.
-Esas son mis órdenes -respondió Cesar metiéndolo en la parte
baja de su asiento-. También me dijeron que me entregaría parte
del precio del transporte -añadió con una duda en su rostro.
El sudafricano miró a su compañera y le hizo un gesto con la
cabeza. Esta, sacó de su abultado bolso un sobre estrecho con el
nombre de un hotel escrito en él mientras decía:
-Habrá otro igual al recibir el juguete. Tengan mucho cuidado.
-Lo tendrán allí antes de quince días. Mañana sale el Pesca Cua­
tro con rumbo a su país. Nuestro gerente en el puerto les avisará.
El automóvil se perdió en la noche dejando sus luces de
situación colgadas por unos instantes en la niebla. Luego, las livia­
nas y blanquecinas nubes envolvieron la ciudad como en un pre­
cioso estuche, luchando con las luces en una invisible pero dura
pugna por imponerse.

157
158
DOCE

La roda del Peregrino cortaba violentamente un agua mucho


más azulada, a la que ahora, el color del cielo le dejaba recobrar
paulatinamente su eterno tono gris azulado. Desde hacía tres días
la intensidad del temporal había remitido, hasta convertirse en
una fuerte marejada que el velero tomaba por el través, y que le
hacía navegar a más de quince nudos levantando ruidosos bigo­
tes de espuma blanca por sus amuras.
La capota celeste se alternaba entre voluminosas nubes y
claros turquesas que permitían al Comodoro entretenerse por las
noches descifrando estrellas y construyendo constelaciones. Buscó
las más importantes. Por supuesto que la estrella Polar seguía bri­
llando más que ninguna otra; al estar sobre el eje de rotación de
la Tierra, se utiliza como referencia a partir de la cual ubicar las
diferentes constelaciones. También es ésa la razón por la que to­
das las demás estrellas giran en su entorno.
A medida que transcurrían las horas, los brillantes astros se
desplazaban. Más tarde, pasada la media noche, cruzaban el
meridiano sobre el que estaban siendo observadas, para descen­
der después por el oeste, volviendo a nacer de nuevo la noche
siguiente como en un continuado parto etéreo y diario. Libra,
Hércules, Cefeo, Virgo, Auriga... Cuando logró ver todas las for­
maciones estelares conocidas, trató de ejecutar con los ojos otras
nuevas. De ello, resultaron enormes animales, o vulgares formas
de objetos comunes.
Con los prismáticos miró la Osa Menor. Aparecía diáfana,
cercana. A través de ellos puso sus ojos sobre la estrella central.
¡Oh sorpresa!, en realidad eran dos estrellas: una azul, la otra
amarilla; pero el espacio infinito aún guardaba para él nuevos
misterios.
-Sí, a su vez se dividen en otras dos de los mismos tonos y forma
-exclamó sorprendido. Aunque este último desdoblamiento ape­
nas era perceptible.
Cuando sus ojos estuvieron exhaustos de penetrar en el os­
curo firmamento, intentó pintar con ellos moviéndolos entre

159
las blanquecinas nebulosas que lechaban un poco la bóveda ce­
leste. Realizó rápidas pasadas que trataban de emular las leves
pinceladas que hubieran sido necesario ejecutar para lograr plas­
mar en un lienzo las desdibujadas matizaciones de una inmensi­
dad inalcanzable que le sobrecogía, y que nadie se hubiera atre­
vido a reproducir con pinturas.
Era un juego al que recurría para distraerse, y que le servía
de ejercicio para los ojos. Al igual que un gato, debían estar siem­
pre diestros a moverse en la noche detectando las menores varia­
ciones que se produjesen en su entorno. A fuerza de apurarlos en
las prolongadas penumbras en las que tenía que vivir durante ho­
ras, sus pupilas se dilataban a una velocidad sorprendente, y pa­
saban, en décimas de segundo, del claro al oscuro.
Durante esas tres noches ventosas en las que unas nubes
errantes se alternaron con el cielo raso, se preguntó muchas cosas
mirando el misterioso firmamento. Y no fue capaz de responder a
otras cuestiones que dejó suspendidas en el aire para afrontarlas
cuando regresara al mundo de los mortales. Ahora no podía ha­
cerlo, se sentía demasiado lejos de ellos. En esos instantes era un
ser mítico, mucho más poderoso y fuerte que cualquiera, que
sobrevolaba con altura la monotonía de la vida, y que se permitía
tutear a la mar, jugar con las estrellas y cambiar el color de las
constelaciones. Al regresar tendría que consultar en los libros y
diccionarios esas sensaciones que estaba experimentando, si es
que, en realidad, alguien las había sentido, y más tarde tuvo la
inspiración como para dejarlo escrito, tratando de que aquellos
que se viesen en su misma fantástica tesitura, pudiesen encontrar
un poco de alivio en esa recién alcanzada superioridad que tanto
le alejaba del mundo seco.
Y puesto esa noche a sacar los valiosos tesoros del inmenso
baúl de los tiempos que todo marino conserva para sí, recordó
una curiosa anécdota, que un pescador de las Azores le contó a
la vuelta de una de sus regatas a través del Atlántico Norte. Le
enseñó porqué, cuando las estrellas centellean en la mar, anun­
cian la llegada del viento. El pescador le explicó que, allí arriba,
se produce un fuerte viento sideral que azuza las altas llamas del
fuego con el que están hechas las estrellas. Y lo hace con mucha

160
intensidad, pero jamás logra apagarlas. Entonces el viento, al ver­
se ridiculizado, desciende sobre la mar para vengarse, y destruye
todo cuanto encuentra, en represalia por no haber podido apagar
ninguna estrella; ni tan siquiera las más pequeñas y bajas que,
normalmente, acompañan a los navegantes los días despejados.
Pero esos pequeños astros no podrían resistir cerca del horizonte
el embate de los vientos huracanados, si no fuese porque un ser
superior los protege. Si no existiese el Dios del horizonte, decía el
viejo marino de Azores, el viento las haría desaparecer una tras
otra. Astuto y vengativo, esperaría a que las estrellas altas se fue­
ran acercando al horizonte con el paso de los siglos para tratar de
apagarlas también. Las consecuencias de la inexistencia del Dios
cuidador de las estrellas serían terribles para los navegantes, al
igual que para el Planeta. Sin ellas, no se hubiera podido navegar
tiempos atrás, y las civilizaciones no se habrían podido desarro­
llar tal como hoy las conocemos; además, añadió el pescador,
muchos de nosotros no hubiésemos nacido, de no haberse podido
usar las socorridas estrellas en tantos y tan variados cantos de
amor.
Y mientras el Comodoro se regodeaba en sutiles historias
marineras, el Peregrino navegaba acostado sobre su amura de
babor, controlado por las casi imperceptibles guiñadas que el bra­
zo del piloto automático le imprimía al timón.
Una solitaria sonrisa escapó de su rostro al recordar los sim­
ples pero bellos razonamientos del marino portugués. Él sabía
que las estrellas que brillan cerca del horizonte, centellean más
que las altas porque la luz que proviene de ellas atraviesa capas
de aire mucho más grueso, y da lugar a ese aumento de la refrac­
ción. Pero en su forzada soledad, era divertido perderse en capí­
tulos pintorescos de cuentos y leyendas, en los que lo irracional e
incomprensible, siempre terminaba en un Dios propicio que, a su
vez, es el resultado y la última consecuencia de todos los misterios
que los humanos no hemos sido capaz de descifrar.
Una estrella fugaz pasó sobre él distrayéndole. Una estrella
está cambiando de sitio, dijo.
Cuando amaneció la vida retornó a su monotonía: las fé­
rreas guardias y los cortos sueños de no más de cincuenta minutos

161
se sucedieron en una ininterrumpida cadena de obligaciones, que
permitían al barco seguir su rumbo, y que la imaginación del
marino no volase demasiado alto como lo había hecho la noche
anterior, impulsado por un firmamento agobiante de esplendor.
Durante largos minutos se quedó mirando los refuerzos que
la vela mayor tenía cosidos en su baluma y en el borde del gratil.
Se preguntó la razón por la cual los fabricantes se negaban a
poner dichos parches. Posiblemente fuese por estética, pues esta­
ba claro que, en mitad del océano, los planteamientos estéticos y
comerciales no servían para mucho; al contrario de unas velas
reforzadas en sus partes más delicadas, aunque afeasen un poco
el aspecto de las mismas ante los cormoranes, delfines y petreles
que le escoltaban, y que, seguramente, serían los únicos especta­
dores que tendría en su singladura.
A medida que descendía a lo largo de la costa portuguesa,
la brisa se iba cerrando por popa, provocando que el velero ya
no marchase tan cómodo como lo venía haciendo, apoyado en su
amura de babor. Al recibir el viento por detrás, el Peregrino se
balanceaba perdiendo la estabilidad. En ese rumbo el piloto auto­
mático tenía que trabajar mucho, y él prestar más atención a las
velas: se desventaban constantemente emitiendo desgarradores
roces contra el estay de proa u otras partes de la arboladura.
Ya no le cabía duda de que había cogido el extremo supe­
rior del Anticiclón de las Azores, y de que descendería airoso, por
un tiempo, entre los limpios y bondadosos vientos que crea. Esa
imaginaria franja sería la que le llevaría con mayor rapidez en la
buena dirección: el sur. Al desplazarse en el sentido de las agujas
del reloj, las zonas de altas presiones mueven el aire al contrario
que las borrascas, y su íntima relación con el buen tiempo, hacían
que el Comodoro se fuese despojando de sus vestimentas. Tam­
bién las intangibles líneas de las latitudes, que sólo los hombres
somos capaces de utilizar en nuestro provecho, iban decreciendo
poco a poco.
Y esa mejoría del tiempo influía en la vida a bordo como un
regalo. Las ropas, las velas y todas y cada una de las partes del
velero, que por los efectos del temporal se encontraban mojadas,
empezaban a secarse, bañadas y aireadas por el cálido Alisio. El

162
apetito también se afianzaba al llegar a esas latitudes, liberando
al estómago de la garra que durante los primeros días de travesía
siempre le oprimía-. Y es que el cuerpo humano es una máquina
perfecta de coordinación, y sobre todo de adaptación al medio
que le rodea, pensaba el marino. Por muy difíciles que sean las
condiciones que tenga que soportar, siempre encuentra un escon­
dido resorte que hace de sobrevivir su principal objetivo, adaptán­
dose a cuantos esfuerzos le sometamos, por mucho que estos sean,
como en el caso de la navegación en solitario, auténticamente
sobrehumanos.
Y esa alegría de volar empujado por vientos templados en­
tre cielos limpios y diáfanos, se veía reforzada por el regalo que el
juego de meridianos y curvaturas, enredados con la propia
redondez de la tierra, le ofrecía el tiempo. Era mágico poderle
ganar minutos a la vida a medida que navegaba. Cuando pasó
por las Islas Canarias, había ganado una hora al imparable
reloj que todos llevamos dentro.
En la lejanía, separado de ellas por algunas millas, quiso
sentir la fragancia de las Islas Afortunadas. Las intuía cercanas,
además de que era obligado el paso entre ellas. Lo hizo respiran­
do hondo. Cerró los ojos, y trató de recordar sus silvestres
redondeces de rocas volcánicas perdidas y solitarias. De los tupi­
dos y verdes campos de plataneros, y de las prodigiosas conjun­
ciones de flores silvestres perennes todo el año de Tenerife, se
decía, seguro que el Alisio tomaba su fragancia. El calor y tibiez
de esa temperatura perfecta que tiene siempre el aire, lo atraparía
de la caliente y volcánica tierra de Lanzarote. Y las nubes bajas
que muchas veces le acompañan, cegando por unos instantes al
cielo, estaba seguro que los vientos Alisios las robaba de las difu-
minadas cumbres de la isla de la Palma. También el bullicio de un
viento escuchado en muchas lenguas saldría de la mezcla de idio­
mas que se da en las Palmas. Para dejarle a Fuerteventura el ho­
nor de darle su soledad; su mágico transitar sin necesidad de que
nadie lo sustente y ayude. De la Gomera, aprendió este viento a
silbar, como lo hacen sus gentes entre la frondosidad de sus va­
lles. Y del Hierro pudo tomar la virilidad y el enfado en que en
ocasiones se manifiesta, al tomar de allí, de sus abruptos y escar­

163
pados barrancos, la dureza con la que también algunas veces
sabe soplar.
Tamaña conjunción de sensaciones llegaba hasta el
Comodoro en ráfagas templadas que, al pasearse por su rostro, le
incitaban a quedarse colgado en ellas. Pero siempre un ruido dis­
cordante le alertaba, aunque luego no fuese más que el resultado
de un roce o la consecuencia de una normal vibración.
Esa confusión cenestésica de íntimas alegrías, le incitaba
también a cuidar con más esmero de su persona, hasta el punto
de afeitarse y recrearse en ello, al tiempo que miraba en el espejo
colocado en la brazola, la perceptible variación de sus facciones
con el paso de los años. El sabía que, después de esta regata, la
comisura de sus labios y el contorno de sus ojos habrían avanza­
do hacia el ocaso al doble de velocidad de lo que lo hubieran
hecho en tierra, en una vida más sosegada. Pero se sentía orgullo­
so de esas arrugas ganadas a base de una vida intensa y mucha
mar, y también, por qué no, pensaba, de haber tenido que entre­
cerrar los ojos miles de horas buscando puertos en la noche, o
soluciones para sus casos, advirtiendo peligros entre las procelosas
mares en las que había dejado jirones de su vida, o en los párra­
fos de tanta norma por complir.
Cuando miraba la estela que abandonaba el Peregrino,
podían entrever muchas cosas: la perfecta línea que destacaba
en el medio, flanqueada por pequeñas olas rompientes, era un
claro signo de que el velero tenía una profunda orza; la estabili­
dad del agua y la falta de perturbaciones en ella, enseñaban tam­
bién el perfecto diseño de la misma. Y todo ello en su conjunto,
indicaba el conseguido equilibrio del timón y lo bien que maneja­
ba al velero.
Y lo que para cualquiera después de unos días habría sido
un aburrimiento, al contemplar la misma mar e idéntico paisaje,
para él no era tal: la mar era siempre diferente. Las formas de las
olas, su color, incluso sus movimientos, variaban diametralmente
en alteraciones que incluso podían producirse en breves espacios
de tiempo. Y ése era también uno de sus atractivos: el misterio y la
intriga de su estado, la incertidumbre de cómo se comportaría en
las horas venideras.

164
Pero los vientos Alisios soplaban casi siempre con la misma
intensidad, incluso por las noches, cuando la luna iluminaba con
toda su fuerza y dejaba delante de la proa plateadas sendas que
reverberaban, y le marcaban el camino. Más, era peligroso creer
a la hechicera y traicionera luna; seguir su rastro de río manso y
plateado podía traerle graves consecuencias. El cambiante rum­
bo de su iluminado trazo, le llevaría hacia el oeste, y caería una
vez más en el engaño que en cada fase de su brillo tiende a los
navegantes.
Muchos de los marinos que no volvieron de sus largas
singladuras, dicen los bretones, quedaron atrapados y perdidos
en la iluminada vía que la luna les enseñaba algunas noches. Pero
también, sugieren otros que fue la causa de que Cristóbal Colón
lograse avanzar hacia el oeste siguiendo su estela.
A esas tardías horas casi siempre navegaba ligero. Cabal­
gaba sobre grandes senos que, a cada instante, le alcanzaban
por la popa. La marcha era silenciosa, etérea, sin producir ape­
nas salpicaduras. El Comodoro, sentado junto al timón con una
taza de cacao en las manos, miraba absorto al infinito, sin que las
leves variaciones en su navegar le hiciesen ni tan siquiera pesta­
ñear. Eran momentos de íntimas filosofías, de recuerdos lejanos y
cálidos que le permitían no estar tan absolutamente solo como
realmente lo estaba. Y aunque su vida había discurrido con una
cierta bondad, venían a su cabeza las inquietudes y angustias que
aún le quedaban por olvidar. Pero estaba lejos, muy lejos, y tenía
varios meses por delante, por lo que trataba de apartarse de sus
miedos y, enseguida retornaba a la realidad, para encontrarse
con la tangible y veloz máquina que debía gobernar.
Durante las interminables noches dormía poco: apenas tres
horas fraccionadas en periodos inferiores a los sesenta minutos.
Pero, a medida que se sucedían los días, su cuerpo se iba acos­
tumbrando a las cortas cabezadas y a las prolongadas vigilias
que le permitían disfrutar más del privilegio de vivir. Máxime, para
quien tenía la posibilidad de volar sobre los mares de la Tierra en
pos de un recóndito sueño.
Un extraño ruido, que destacó sobre todos los rumores que
siempre le acompañaban, le hizo volverse y mirar hacia popa. La

165
rueda del timón se movía solitaria como si fuese dirigida por un
hombre invisible. El velero parecía un buque fantasma. Pero no,
de allí no venía el ruido. Se produjo otra vez. Saltó de su asiento
y subió a cubierta.
No hizo falta que pensara demasiado en lo que estaba pa­
sando. El característico ruido del dacron al rajarse, le hizo mirar
hacia arriba. Efectivamente, junto al ollao del segundo rizo de la
mayor, un corte de poco más de un metro, amenazaba con exten­
derse y alcanzar la parte de spectra de la vela; si lo hacía, se
partiría en dos, y entonces sería una verdadera tragedia.
Para realizar algo tan simple como aferrar la vela, tardó
treinta minutos. Y no es que estuviese perdiendo facultades tan
pronto, sino que las dimensiones de la tela hacían sobrehumano
moverla: tenía más de cien metros cuadrados de superficie.
Se sentó unos segundos para recobrar el aliento, mientras
en su mente trazaba los detalles de la maniobra que tendría que
realizar para meter la enorme vela en la cabina y proceder a su
reparación. Se mareaba sólo con pensarlo. Nunca había tenido
afición a la costura, ni de ésta ni de ninguna otra clase. El desga­
rrón estaba demasiado alto como para coserlo con la vela
engarruchada. Y aunque trataba de ingeniar una forma que le
permitiese hacerlo sin moverla, se daba cuenta que iba a ser im­
posible.
El sol se fue levantando y cambió de tono la plateada senda
que durante la noche había ¡do marcando la luna. Los destellos
nocturnos se transformaron en una iluminada avenida, al modo y
manera de las grandes ciudades, donde la luz central, cobija en
un íntimo resguardo a los edificios y objetos colindantes. También
lo hace con las almas errantes que prefieren el tránsito nocturno
para vivir una vida que la luz les exige en demasía.
Y así, el Peregrino, avanzaba por una calle fluvial anaranja­
da metálica hacia un horizonte de destellos mientras que la noche
se alejaba lentamente por la popa camino de otro lugar al que
cubrir, en la que muchos, sentirían ese falso maquillaje que la
negrura otorga, a los que no saben vivir, gozar y desenvolverse en
la más sincera luz del día.

166
TRECE

El Enterprise, el mayor de los portaaviones que jamás surca­


ra los mares del Planeta, navegaba a veinte nudos. Movía sus más
de cien mil toneladas de desplazamiento contra una mar relativa­
mente en calma. De la clase Nimitz, es una auténtica máquina de
guerra. Dotado con cien aviones de diferentes características, puede
desplegar, en unas horas, la respuesta militar equiparable a una
fuerza aérea de un país de mediana entidad. Su comandante,
Bruce Perry, elegido entre los almirantes de más prestigio de la
Armada Norteamericana, fumaba en silencio una pipa sentado
en su silla de mando en la torre de vuelo.
Las turbinas nucleares que impulsaban sus descomunales hé­
lices, apenas eran perceptibles desde las diferentes cubiertas de
la nave. Una ligera vibración era todo lo que transmitían las bom­
bas de vapor, que eran las que, en realidad, desplazaban al bar­
co hacia delante.
Los hombres de cubierta esperaban impacientes el aterriza­
je de un Grumman EA-óB PROWLER, donde llegaría Nat Clancy
procedente de la base de Patrick's, situada a escasas millas de
Cabo Cañaveral, en Florida.
En la pequeña villa turística y universitaria de Melbourne, se
había alojado con Tatiana en casa de su hermana. Lynn trabajaba
como jefa de aislamientos textiles en la Agencia Espacial, NASA.
O lo que era lo mismo; era una costurera de altos vuelos, como
solía llamarle su hermano.
Nat había madrugado. Antes de salir, abrió despacio la
puerta del dormitorio donde Tatiana descansaba plácidamente
después de unos días de mucha tensión y actividad. La llegada a
los Estados Unidos le había producido un impacto mayor de lo
esperado. La profusión de anuncios luminosos, el orden, la limpie­

167
za, la indumentaria colorista de los transeúntes, las expresiones
de satisfacción en sus rostros, en fin, todo cuanto veía se encontra­
ba envuelto en un alo de eficacia y complacencia, que dejaba
intuir lo simple que debía ser vivir en un país así, a nada que
estuvieses dispuesto a cumplir unas elementales normas de convi­
vencia.
Durante una hora estuvo en silencio intentando asimilar y
comprender tanto destello de bienestar, en tan marcado contraste
con la marcha caótica de su patria.
Nat, la miraba sin decir nada. De vez en cuando, y durante
la hora y media que duró el trayecto desde el aeropuerto de
Orlando, le preguntó varias veces por su estado. Tatiana respon­
día con un gesto que expresaba la deslumbrante actitud que se
estaba haciendo presa en ella.
Al pasar por la aduana, se sirvieron de una entrada espe­
cial que sólo utilizan los funcionarios y agentes especiales. Nat
enseñó el documento firmado por su embajada en Moscú, copia
del cual estaba ya archivado en el ordenador del Cuerpo de Fron­
teras. En principio, y mientras la soviética estuviese bajo la protec­
ción de la Central de Inteligencia, estaba invitada por el Estado.
Más tarde, y terminada su misión, Nat tendría en sus manos su
permanencia en suelo americano. Por el momento ése no era un
asunto para poner en él su energía, pensaba el agente. El almiran­
te Petrovski y el velero en el que viajaba, se habían convertido en
el centro de todas sus ansias y pensamientos.
Contemplar a Tatiana dormida con tanta placidez, adorna­
da por una belleza que la hacía casi irreal, sirvió para cargar sus
fuerzas. Su rostro en reposo le llenó de una ternura tan intensa,
que se preguntó si todos los amantes llegaban hacer suyas, con la
misma avidez, las facciones de sus seres queridos. Grabó en su
memoria las sinuosas y graciosas líneas y contornos de su perfil, y
compuso un texto secreto de una belleza sin par, que trataría de
llevar consigo a donde fuese. Con esa visión, montó en el coche
militar que ya desde hacía un rato le aguardaba.
El reactor se elevó sobre las blancas playas de la costa de
Florida. Dejó por babor las torres de lanzamiento de Cabo Caña­
veral, y fue desapareciendo con rumbo sureste. El piloto había

168
conectado con la torre del portaaviones Enterprise por medio de
un satélite, estableciendo un -homing- de aproximación que le lle­
varla en menos de dos horas hasta la cubierta de vuelo del mismo.
Nat, vestido con el mono reglamentario, quería mantener la
tranquilidad dentro del reducido habitáculo de la cabina poste­
rior, donde, normalmente, vuela el navegante y radarista. Los mu­
chos aparatos que le rodeaban eran instrumentos ajenos: extraños
juegos de números y rayas que se movían arriba y abajo dentro
de misteriosas pantallas verdosas. A través de la cubierta plástica
divisaba un cielo azul intenso que se juntaba por debajo con una
mar del mismo color, que le robaba al firmamento parte de su
intensidad.
Su estómago se precipitaba en convulsas arcadas que se
detenían justo antes de salir. Y eso que el piloto volaba con suavi­
dad tratando de parecer un avión de línea; en la base le recomen­
daron hacerlo, si no quería entregar en el buque una piltrafa hu­
mana. A los aviadores militares les gusta impresionar a sus pasa­
jeros civiles, más cuando se trata de los agresivos miembros de los
servicios secretos.
El corazón se le desbocó cuando el piloto le enseñó desde
la altura la cubierta de la nave donde tendrían que aterrizar. Era
terrorífico ver el diminuto lugar donde se debería posar el avión.
Es más, era imposible hacerlo.
El Grumman EA-óB, giró bruscamente en el aire y descen­
dió más de mil metros. Los ruidos de los aerofrenos al desplegarse
asustaron a Clancy que se sujetó con las manos bañadas en su­
dor. Un grave mareo cerró toda posibilidad de que Nat viese la
toma suicida que se disponía a realizar sobre la cubierto del
Enterprise.
Por un instante abrió un ojo, y trató de sacar el valor que se
le suponía; pero fue incapaz de aguantarlo.
-Estos tíos están locos -dijo en alta voz, al ver el amasijo de hie­
rros sobre el que se precipitaban a más de cien nudos por hora.
Un fortísimo impacto, difícil de explicar con palabras, lanzó
su cuerpo hacia delante, siendo sujetado, en última instancia, por
el cinturón de seguridad, cuando ya creía que sus extremidades se
habían separado definitivamente del tronco.

169
Cuando abrieron la carlinga, intentó ponerse de pie, pero
no pudo: las piernas le flaqueaban. Una sonrisa de complicidad
por parte del piloto, que había vuelto la cabeza, fue todo el pago
a uno de los peores momentos de su vida. Andar sobre cubierta le
dio la misma sensación que si lo estuviese haciendo en tierra;
parecía que caminaba por la Quinta Avenida.
Por unas estrechas escaleras le condujeron hasta el puente.
Para ser un barco tan grande, pensó, todo era muy angosto. El
laberinto de pasillos, compuertas y escaleras que atravesó, le dejó
muy claro cómo había que aprovechar el espacio, para lograr
introducir dentro de aquel ensamblado de chapas una población
de cinco mil habitantes. Al asomar la cabeza sobre las acristaladas
ventanas del puente, pudo contemplar el espectáculo: mas de cin­
cuenta cazas aparecían perfectamente estacionados. F 15, F14,
hasta F1 8 cargados bajo sus alas con siniestros bultos, esperaban
la orden de partida; podía producirse en cualquier momento. Se
olvidó que estaba en un barco en medio del Atlántico.
Alguien le tocó en el hombro, sacándolo de su fugaz con­
templación. Una voz sonó:
-Almirante Perry -y esperó a que se volviese para chocarle la
mano.
-Perdone, señor, pero...
-Le comprendo Clancy, es impresionante, ¿verdad?
-Así es, señor. Nunca pude imaginar que todo esto pudiese flotar.
-Y que no deje de hacerlo -bromeó el almirante estrechando su
mano.
-Por lo menos mientras yo esté embarcado -añadió Nat un poco
más relajado.
-¿Qué tal el vuelo? -ironizó el primer oficial con mala intención.
-El vuelo en sí, bien. El aterrizaje ha sido otra cosa.
-Impresiona, ¿he?
-Y cómo. Es un auténtico suicidio.
Unas risas, producidas por los tres o cuatro pilotos que
estaban en la torre, pusieron la nota distendida.
-Bueno Clancy, al parecer nos vamos a convertir en un comité de
regatas. El Pentágono ya me ha puesto en antecedentes.
-Primero hay que localizarlo. El problema es que su tamaño es

170
diminuto para la inmensidad del Atlántico -dudó Nat.
-De eso no se preocupe. Nos sobran medios para encontrarlo. La
cuestión es otra. ¿Irá el plutonio en ese velero?
-Eso espero, señor. La fuente de información es de toda confian­
za.
-Sí, también me han hablado de ella. Además, creo que es muy
guapa -bromeó el almirante.
-Lo es, señor -afirmó Clancy tratando de disimular el rubor que
había sentido.
-Bien. Descanse un par de horas y nos pondremos a trabajar.
Hemos detectado al velero a noventa millas al sureste de nuestra
posición. Le avisaremos antes de contactar.
-G racias, señor.
Nat, acompañado por un oficial de segundad, recorrió, otra
vez, infinidad de pasillos y salas repletas de hombres, en la que
cada cual realizaba una actividad. Por los efectos de los turnos de
guardia, unos desayunaban, otros comían, e incluso algunos gru­
pos veían cine o televisión. Le explicaron que también otra parte
de la tripulación, aquellos que habían salidos de sus guardias,
dormían. Era el sistema para no encontrarse juntos los cinco mil
tripulantes que llevaba la nave.
En un diminuto camarote, tumbado sobre el camastro, Clancy
pasó el tiempo mirando la conjunción de tubos, cables y acceso­
rios que serpenteaban por las paredes. Trató de dormir sin conse­
guirlo. Cada vez que cerraba los ojos, recordaba con pavor la
aproximación y el posterior aterrizaje que había realizado. En
ciertos momentos, en los que una modorra se apoderaba de él,
era sobresaltado por extraños pitidos o desagradables sirenas que
marcan los tiempos, las obligaciones e incluso la vida de todos los
embarcados.
Dos secos golpes en su puerta le hicieron incorporarse y
decir:
-Sí, ¿quién es?
-Oficial de seguridad Cohén, señor. En unos minutos haremos con­
tacto con el velero -añadió.
Nat abrió la puerta, mientras que con la otra mano cogía la
cazadora militar que le habían entregado en la base.

171
-Podemos irnos -dijo.
El recorrido hasta el puente se le hizo esta vez más corto, al
estar ya habituado al incómodo trajín de un paseo metálico y
asfixiante. Nada más cruzar la puerta de la sala de navegación,
el almirante Perry le dijo:
-¡Allí lo tiene! Parece que lleva buena marcha.
-¿Han comprobado que se trata del Glasnost?
-S í -contestó el primer oficial-. Un helicóptero lo ha sobrevolado.
-¿Cómo piensa acercarse, almirante? -preguntó Clancy sin vol­
ver los ojos que calculaban la distancia hasta el insignificante pun­
to blanco que veía.
-Tenemos varias posibilidades: una, la más fácil, es lanzar una
embarcación y proceder al abordaje. Otra, acercarnos con un
Sea King, sobrevolarlo y descender a un par de hombres sobre él
-explico el almirante.
-¿Y si se resiste? -preguntó Clancy-, No tenemos ningún derecho
a detenerle y abordarle: estamos en aguas internacionales.
-Mire Clancy, si cada vez que tenemos que intervenir en un asun­
to de este tipo tenemos que reunir al Consejo de Seguridad de la
ONU -dijo con sarcasmo el almirante-, no lograríamos prender a
los cientos de delincuentes que pululan por los mares de la Tierra.
-Qué me va a contar a mí -respondió Nat-, no trabajo en un
convento precisamente, pero me preocupa la opinión internacio­
nal. Esta regata es seguida por radio y satélite desde París. Nos
podemos quedar con el culo al aire. Es un barco ruso que
navega por aguas libres. ¿Qué dicen en el Pentágono?
-Que lo interceptemos de cualquier forma. China y Japón nos
apoyarán en el Consejo de Seguridad si se da la alarma. Ellos son
los más temerosos del supuesto poder nuclear norcoreano.
-Como ustedes digan. Espero que la Casa Blanca haya estudiado
las consecuencias.
-¿Y qué pasaría si el plutonio no está a bordo del velero? -pregun­
tó el primer oficial.
-Está. De eso no me cabe la menor duda -respondió Nat.
-Pero tiene que tener una certeza del cien por cien -puntualizó el
almirante-. Caso contrario, tendríamos que dejarle continuar, con
la repercusión que tendría su abordaje.

172
-Creo, señor, que, mis superiores han diseñado también una es­
trategia para comprometer de todas formas al vicealmirante, caso
de que fuese necesario.
-No quiero juegos sucios en mi barco, Clancy . No es un cualquie­
ra. Estamos hablando de una de las familias más importantes de
la Armada Soviética; de un auténtico bolchevique. Y lo que es
peor, de un verdadero líder popular.
Luego, añadió:
-De todas formas tenemos orden de interceptarlo. Si el plutonio
está embarcado, como parece evidente, tendremos el motivo para
ponerlo a disposición de la justicia -concluyó el almirante-. Que
vaya un fotógrafo -ordenó el comandante dirigiéndose al primer
oficial.
-A la orden, señor-contestó disponiéndose a salir de la estancia.
-Yo puedo hacer las fotos -dijo Clancy.
-Usted no puede ir, no es militar.
-Pues por eso, señor. Mezclar a la perversa CIA en esta opera­
ción, siempre dejará una salida airosa al Pentágono y la Armada.
¿No le parece?
-Bien pensado, tiene usted razón. Pero esté alerta, y nada de
tonterías.
En la cubierta, estacionado en la zona delimitada para los
helicópteros, un Sea King emitía un desgarrador ruido que se es­
cuchaba incluso detrás de los fuertes vidrios del puente de vuelos.
Un equipo, compuesto de cuatro marines al mando de un teniente
de operaciones especiales, esperaban la llegada de Clancy senta­
dos en el portillo de acceso al aparato.
Nat salió de nuevo a la cubierta, percatándose del fuerte
viento que había. El cálido Alisio, se mezclaba con los tempestuo­
sos movimientos del aire provocados por las aspas del rotor de la
aeronave. Instintivamente tocó su arma a través de la chamarra y
avanzó con paso firme sobre la recalentada superficie metálica.
En unos instantes estuvieron en el aire. Nada más elevarse,
se dejaron caer sobre el agua por la banda de estribor. Nat se
sujetó con pies y manos a cuantos asideros encontró. El frágil vele­
ro contrastaba con la mole de la que procedían, haciéndolo más
pequeño y vulnerable. Llevaba una buena marcha con sus blancas

173
velas extendidas a modo de alas. Por su popa dejaba una persis­
tente estela que se entrecruzaba constantemente con las olas, y
producía explosiones de espuma, visibles, incluso desde esa altu­
ra.
Casi tocando con las ruedas la superficie del agua, el Sea
King se desplazaba contra el viento a escasa velocidad. El piloto
trataba de calcular la altura de la fina aguja que la embarcación
tenía como palo.
Desde el velero, el vicealmirante Petrovski miraba intrigado
el aparato que se acercaba en vuelo rasante produciendo un es­
cándalo insoportable; perforaba unos oídos acostumbrados des­
de hacía ya mucho tiempo, tan solo, a los rumores de la mar y el
viento. No comprendía nada de los que estaba sucediendo. Des­
de hacía dos horas había visto destacar en el horizonte la mancha
oscura del navio, y sólo unos minutos que distinguió la nacionali­
dad del buque; sólo ese país tiene barcos de esas dimensiones, se
dijo. En principio no le inquietó su presencia: pensó que se acer­
caban por pura curiosidad. Pero a medida que la sobrecogedora
masa del Enterprise llegaba hasta él, su preocupación fue en au­
mento. De momento no interfería en su rumbo, pues el portaavio­
nes se aproximaba por la banda de babor, y el Glasnost recibía el
viento por la de estribor. Pero no le gustaba sentirse acosado por
semejante gigante, ahora que sus pensamientos habían logrado
desconectar de su vida en tierra.
Y llegaron con presteza esos desasosegantes colores plomi­
zo que tantos miedos representan, para no permitirle volar entre
los azules y blancos que desprenden cielo y olas. Con el helicóp­
tero situado a escasos metros sobre el palo, Petrovski se pregunta­
ba qué se proponían. Bajó a la cabina y llamó por la radio para
pedir referencias a la organización de la regata y comunicar el
hecho. Pero la línea de emergencia, el canal dieciséis, bloqueó
toda posibilidad de que su mensaje saliera al aire. La voz firme y
bien modulada de Clancy dijo en correcto ruso:
-Vicealmirante Petrovski; le habla la Marina de los Estados Uni­
dos de América. Tenemos la intención de abordar su barco para
inspeccionarlo. Le rogamos colaboración.

174
El ruso quiso conectar por las otras radios que llevaba, sin
conseguirlo. Las interferencias que los equipos del Enterprise esta­
ban creando, impedían toda comunicación. No querían testigos
de un acto alejado de las normas internacionales.
-No pondrán un pie en mi barco -aseguró el vicealmirante, cono­
cedor de los reglamentos marítimos en materia de abordajes.
-Lo siento, señor, pero si no quiere que lo hagamos con su permi­
so lo haremos a la fuerza. Embarcaremos de toda formas.
-¿Qué buscan? Participo en una regata -replicó.
-Lo sabemos, pero tenemos noticias de que su barco puede trans­
portar material radioactivo.
-¿Qué? Ustedes los yanquis están locos, además de paranoicos -
afirmó el ruso levantando las manos al cielo.
-Le rogamos, señor, que permita el abordaje. Comprobaremos
nuestras sospechas, y si no son fundadas, podrá seguir su singla­
dura.
-¡Joder! Harán que me retrase. ¡Mierda! -replicó indignado-. Está
bien; pero tengan cuidado de no romper nada. Me pondré al
pairo.
Desde el helicóptero comunicaron la conformidad para la
inspección. Pero decidieron llegar a él por la mar. Nat habló de
nuevo por el megáfono.
Una sombra oscura como la noche fue cerrando el diáfano
horizonte que hasta ahora había vislumbrado por la popa, y fue
desplazándose lentamente a barlovento. Cuando el portaaviones
estuvo situado a su través, el viento desapareció y la mar se convir­
tió en un lago, en el cual, las olas fueron poco a poco mitigándose.
Tenía al navio a unos doscientos metros y contemplaba ya todas y
cada una de las partes de su estructura. Incluso distinguía las figu­
ras de los cientos de hombres asomados a las bordas presencian­
do el singular acontecimiento.
El Glasnost se había quedado como muerto, detenido, con
su vela mayor flácida y ondulada. El vicealmirante trataba de arriar­
la. El génova quedó recogido al instante en su enrollador, pero la
imponente mayor se resistía a bajar por culpa de un patín atasca­
do. Maldiciendo con todo tipo de improperios, el marino soviético
logró arriarla. Petrovski esperaba con las manos en la cintura la

175
llegada de tan desagradable visita. No comprendía nada, como
tampoco podía intuir qué le hacía sospechoso. Será por ser ruso,
se dijo. Los americanos tienen que estar haciendo constantes de­
mostraciones de fuerza, enseñando su poder. ¡Qué hijos de puta!
Y pensar que desde hacía un tiempo me caían mejor.
Cuando las dos embarcaciones estuvieron paralelas, un
marinero lanzó un cabo. Nat fue el primero en saltar. En ruso,
saludó.
-Buenos días. Soy Nat Clancy, de los servicios secretos de los
Estados Unidos -y le extendió la mano.
Petrovski dudó unos instantes; no sabía si responder al salu­
do, o comenzar a insultarle por invadir sus reducidos dominios. Su
exquisita educación no se le permitió y, optó por darle la mano
con desgana diciendo:
-Supongo que tendrán un buena explicación para esto.
-La tenemos almirante -aseguró Clancy equivocando a propósito
su graduación.
-Espero ansioso sus razones -le retó sin corregirle y sin moverse
del lugar donde estaba situado.
-Verá, señor. Tenemos fundadas sospechas de que su barco trans­
porta material radiactivo.
-¿Qué tontería es ésa? -respondió esbozando una forzada sonri­
sa.
-Puede ser que usted no lo sepa, y hasta que lo hayan colocado
sin su autorización, pero nos consta que es así.
-¿Pero con quién cojones se creen que están tratando? Soy un
militar de alta graduación de la Armada Soviética que participa
en una competición deportiva; nada más.
-Y no lo ponemos en duda, señor. Pero al parecer han usado su
barco como transporte.
-Eso es una absoluta estupidez. ¿Quién iba a hacer una cosa así?
Además, este barco no tocará tierra hasta que regrese de nuevo a
Francia dentro de unos meses. Así que no sé a dónde voy a trans­
portar...
-Le agradecería almirante que nos permitiese chequear su barco -
le interrumpió Nat-, Tenemos detectores de radioactividad.

176
-Bien. Háganlo; pero les aseguro que alguien pagará por este
atropello.
Dos marines portando sendos medidores Geiger embarca­
ron y desaparecieron en la cabina precedidos por Petrovski. Pasa­
ron el aparato por cuantos lugares fueron precisos, sin que su
sensible aguja oscilase lo más mínimo. Levantaron las panas y se
introdujeron en las grietas más recónditas sin obtener el menor
resultado positivo. Petrovski se quejaba cada vez que habrían de
abrir un tambucho, pero los silenciosos marines no le hacían
caso. Después de treinta minutos de que la máquina no detectara
la más mínima señal de radioactividad, Clancy llamó al puente
por su radio portátil:
-Almirante, no encontramos nada; pero estoy convencido de que
el material está aquí -aseguró.
-¿Y qué sugiere?
-Deberíamos izar el velero y mirarlo a fondo. Puede estar escondi­
do en algún lugar inaccesible desde la cámara.
-¿Pero está usted loco? ¿Cómo vamos a hacer una cosa así? -se
manifestó Perry un tanto aturdido.
-Creo que no tenemos otra alternativa, señor.
-Esto no me gusta nada Clancy. Lo siento, pero no me gusta infrin­
gir diez leyes internacionales a la vez.
-Yo creo que no tenemos más remedio, señor.
-Daré la orden; pero tengan cuidado con el velero, tiene el aspec­
to de ser muy frágil.
-Descuide -aseveró Nat explicando a continuación sus intencio­
nes a Petrovski.
-¡Están locos! -gritó el ruso-, ¿Cómo cojones van a sacar mi bar­
co del agua? Es un acción increíble. Están ustedes violando todas
las leyes de la navegación.
El gasolino fue aproximando el velero hasta el costado del
portaaviones. Un ascensor, que descendía hasta la bodega más
baja, se detuvo. Su extremo derecho estaba provisto de una grúa.
Cuando se acercaron a la estructura del barco, el velero pareció
insignificante, y sus airosas formas, se vieron ocultas por metales
grisáceos y extrañas repisas de las que sobresalían todo tipo de
armas.

177
Petrovski vigilaba angustiado que las crucetas no golpeasen
contra el casco, y que las diferentes partes de la jarcia móvil no se
enredasen con los cientos de salientes que amenazaban al Glasnost.
Dos cinchas, que los buzos pasaron bajo la quilla del
Glasnost, fueron las encargadas de su repentina elevación. El barco
quedó colgado en el aire con ellos dentro. Lentamente fueron ga­
nando altura hasta alcanzar el nivel de la plataforma. La sobrepa­
saron, y la grúa depositó la embarcación sobre una improvisada
cama, que el contramaestre había realizado con maderas y ba­
rras de hierro.
Desde lejos, el espectáculo era más surrealista si cabe. Con­
tra la banda de estribor del Enterprise, el velero pendía. Difumina-
do entre las diferentes partes del casco, apenas era visible en la
distancia.
El almirante Perry había descendido del puente acompaña­
do de su plana mayor y de algunos pilotos que no querían perder­
se tan significado trance. Se acercó a Petrovski, le saludó militar­
mente, al tiempo que se presentó:
-Almirante Perry -y añadió-. Lamento vicealmirante esta situación,
pero el asunto es de suma gravedad.
Clancy tradujo sus palabras ante la malhumorada cara del
ruso, que todavía no había asimilado la surrealista situación en la
que estaba inmerso.
El navegante soviético se encogió de hombros con resigna­
ción ante tamaña demostración de fuerza. Al mismo tiempo, diez
técnicos de máquinas, de entre los muchos que supervisaban las
turbinas nucleares del Enterprise, se afanaron en el velero en bus­
ca de una pista.
Tras desmontar todo el barco, e influidos por los desespera­
dos gritos del vicealmirante, se dieron por vencidos. Allí no había
un solo gramo de plutonio, ni material radioactivo alguno.
Clancy miraba ansioso, preocupado, mientras que Perry le
lanzaba furibundas miradas que muy bien podían traspasarle.
Un joven oficial se acercó a la zona donde esperaba la
plana mayor: dijo:
-Señor, en ese barco no hay rastro de lo que buscamos.

178
-Descanse teniente -ordenó el almirante interrogando a Clancy
con la mirada.
-Le aseguro señor que yo... -balbuceó el agente.
-¡Mierda! Clancy, mierda para usted y para la maldita Central de
Inteligencia. Siempre están comprometiendo a los demás. ¿Se ima­
gina el escándalo que va a montar este hombre? Y con toda la
razón. Menos darle por el culo le hemos hecho de todo.
-Nuestra información era de primera mano -trató Nat de justifi­
carse.
-¿Y ahora qué le decimos? En cuanto le pongamos en el agua
contará lo sucedido. Mañana seremos el blanco de toda la pren­
sa. Quedaremos como unos idiotas e incompetentes.
-Lo siento, pero..., sólo he cumplido con mi deber.
-Un deber que nos va ha meter en el conflicto más serio que he­
mos tenido con Rusia desde la apertura.
El vicealmirante Petrovski, ataviado con su ropa de nave­
gante, sucia y descuidada, contrastaba con los impecables unifor­
mes de los oficiales americanos que intentaban darle una satisfac­
ción. Pero nadie era capaz de frenar su ira. Hablaba de la ONU,
de la Haya, incluso de no sé qué Leyes Olímpicas. Cuando todo
parecía que terminaría en un conflicto de inimaginables conse­
cuencias, una voz sonó:
-Señor, puede venir.
El grupo se desplazó hasta allí, incluido el indignado
Petrovski. No veían nada que no fuese la pulida superficie de la
orza y la despintada pintura en una zona de la obra viva del
velero.
-¿Estos agujeros son normales? -preguntó Clancy que se había
aproximado para examinar más de cerca la carena
Lo repitió en ruso para que Petrovski.se enterase. El marino
pasó la mano por las perforaciones que había en la parte trasera
de la orza, y sobre la levantada patente. La expresión de su cara
cambió. Todos comprendieron que algo raro ocurría; que los lim­
pios agujeros eran también extraños para él. Clancy aseveró:
-Ahí han atornillado algo, ¿verdad?
-Eso parece -le contestó el marino más sosegado-. Lo que no sé
es el qué -dudó, mientras pasaba la mano sobre el casco.

179
El rostro del almirante Perry se relajó en un gesto de satisfac­
ción: de momento se libraba del temporal burocrático. Más tran­
quilo se justificó.
-Entonces, no íbamos tan descaminados.
-No, señor -negó Clancy encontrado un vestigio donde apoyar
sus conjeturas.
También Petrovski quiso ser comprensivo y manifestó su ex-
trañeza. Esas perforaciones, aseguró, jamás las había visto. Es
más; dijo que, antes de botar el velero en San Petersburgo revisó
personalmente la obra viva. La patente antialgas lo cubría todo.
Desde luego que alguien había manipulado.
Mucho más relajados, entre todos trataron de componer la
ruta del Glasnost. Era evidente, Las Sables D'Olonne había sido
su único puerto de destino. En él, debieron recuperar la mercan­
cía.
Petrovski, atónito, no comprendía nada, y se quejaba de
haber sido utilizado como un transporte. Nadie dudaba del sim­
pático personaje que, ahora, incluso bromeaba con lo sucedido.
-Yo creo que lo mejor, vicealmirante, es que continúe. Déjenos
este asunto a nosotros. Hablaremos con su país y les pediremos
que guarden en secreto el incidente. Con su publicación podría­
mos advertir a los mafiosos y perder definitivamente el rastro -
pidió Clancy.
-Tiene razón. Pero aceptaré antes ese whisky, esa ducha y las
millas hacia el sur que me ofrecieron. A fin de cuentas vamos en el
mismo rumbo, ¿no? -contestó con sarcasmo el marino.
Durante más de una hora Petrovski departió sus inquietudes
con los oficiales del Enterprise, y disfrutó de unos lujos que todos
quisieron poner a su disposición.
Clancy llamó a Florida y explicó a Tatiana lo sucedido. Le
decía:
-Que no esté en el barco no quiere decir que no haya estado. Hay
pruebas de que transportó algo.
-Me dejas más tranquila -respondió ella.
-Ahora la cuestión es saber a dónde lo han llevado. Todo indica
que sólo pudieron desembarcarlo en Les Sables D'Olonne. Está

180
claro que Petrovski no sabía nada del asunto; lo utilizaron de co­
rreo.
-Y tú, ¿cuándo vuelves?
-Espero que hoy mismo. Te llamaré para decirte la hora. Aunque,
no sé; despegar de este aparato, supongo que será tan horrible
como aterrizar en él.
Cinco horas más tarde, tiempo en el que el Enterprise había
recorrido más de cien millas con rumbo sur, procedieron a la bota­
dura del Glasnost entre aplausos, vítores y una botella de
champagne. Antes, habían llenado la cámara del velero de cuan­
tos caprichos había en las bodegas del navio de guerra. Nadie
advirtió que su antena de radio fue rota por un desconocido para
que no pudiese transmitir el incidente.
Petrovski, un poco mareado por las esencias de la malta,
vio con pena cómo la gran ciudad flotante se alejaba en el hori­
zonte, mientras facheaba el velero y retornaba a la monotonía de
su vida en la mar. No pudo reprimir una sonrisa al recordar la
amabilidad de cuantos había conocido. Después, su rostro se
transformó en una caja de preocupaciones al sentirse víctima. A
su vuelta, presionaría para poner orden en ese atajo de idiotas
que nos gobiernan, dijo, apartando la vista del punto negro en
que se había convertido ya la nave.
Nat, apoyado en una barandilla del hangar, esperaba la
orden para regresar a Florida. También él miraba el romántico y
melancólico punto blanco que se perdía en el horizonte. Qué be­
lleza desprendían esas pequeñas naves, pensó. Había algo en
ellas que capturaba. ¿Serían sus velas? ¿O se trataba de la ele­
mental filosofía que transmitían quienes las gobernaban? Al igual
que Tatiana, también él captó la mirada cristalina del veterano
marino. El brillo que desprendían sus pupilas cuando hablaba de
la mar jamás lo había visto en persona alguna; tampoco sus ges­
tos, hoscos y gentiles al tiempo. Quizás, pensó, algunos pescado­
res de su villa natal..., pero no: era diferente. En sus ojos no sólo
había cansancio y frustración, no, en la mirada del ruso cabía
también la esperanza, la vida.
Durante un rato dejó su vista fija en el punto blanco que
se alejaba lentamente.

181
Estaba al principio otra vez. O peor; ahora tenía la confir­
mación de sus sospechas: una cantidad sin determinar de plutonio
viajaba como una vulgar maleta por ahí, sin que por el momento
nadie pudiese hacer algo por evitarlo. Y él se sentía responsable
de que semejante cargamento hubiese salido impunemente de
Rusia.

182
CATORCE

Los veleros participantes en la Globe ocupaban toda la aten­


ción de Serge Acetó y sus hombres. En el Puesto de Control de
París, las pequeñas luces que los representaban avanzaban con
firmeza hacia el sur, repartidas a modo y manera de tresbolillo
por la verdosa pantalla del Argos. Desde la fecha de la salida,
sólo una había dejado de parpadear: el Fotolito ya no volvería a
brillar. Su patrón acababa de aparecer en las costas de Vigo, en
España, vestido con su traje de supervivencia y el salvavidas pa­
sado por el cuello. Por lo tanto, eran quince las señales que ahora
se recibían; aunque Acetó sabía por propia experiencia que, a lo
largo de la dura prueba, irían perdiendo parpadeos, igual que los
astros desaparecen del firmamento cuando las nubes comienzan
a cubrir la bóveda celeste. Después del temporal que los partici­
pantes habían superado en el Golfo de Bizkaia, parecía que na­
vegaban sin mayores problemas; veloces, empujados por los cons­
tantes vientos Alisios. Los más adelantados habían dejado las islas
de Cabo Verde por estribor, como era preceptivo. A partir de ahí,
tenían ante sí una de las fases más desagradables de la regata: se
trataba de pasar la zona de calmas ecuatoriales. Para efectuar el
cruce de tan extensa zona del Atlántico en el menor tiempo posi­
ble, los participantes abrían el rumbo hacia el oeste, alejándose
del centro de las calmas para coger su borde oeste; sería el que
antes les llevase un poco de viento a sus vacías velas.
En las zonas intertropicales de convergencia, el incesante
movimiento del aire caliente se refrigera en las alturas, y da lugar
a cúmulos nimbos de monstruoso desarrollo vertical que producen
lluvias torrenciales de corta duración. Para adornar las intermina­
bles calmas, además tendrían que soportar tormentas eléctricas
de proporciones poco usuales. Iba a ser, en definitiva, el enorme
pantano de arenas movedizas que cada uno tendría que superar
con la mayor destreza y fortuna de la que fuese capaz, agudizando
sus conocimientos náuticos y el instinto marinero.
Joubert, el joven francés que participaba por segunda vez
en la prueba, sacaba más de doscientas millas a su más inmediato

183
perseguidor. Se estaba cumpliendo el pronóstico de que su barco,
el Olimpia, era el más rápido. Detrás, a su estela, navegaban
muy ¡untos Gaziello y Devor. Cuatrocientas millas al norte lo hacía
el Comodoro.
La bella Chrystele Lancelot brillaba en la pantalla con la
misma intensidad con que lo habían hecho sus firmes ojos al des­
pedirse de sus familiares y amigos. Su posición era extraordina­
ria, por delante de muchos expertos marinos. Quizás era a la que
más le había costado partir. Y aunque otras mujeres habían abier­
to brecha, a todos les costaba verlas como a ¡guales. No tienen
fuerza para manejar esas grandes embarcaciones, decían unos.
No es un problema de machismo, aseguraban otros; pero, ¿una
mujer? Y dejaban la duda flotando en el ambiente para que cada
uno sacase sus propias conclusiones.
Así las cosas, la única preocupación para los organizado­
res era la falta de señal radio por parte de algunos barcos. Aun­
que sus temores se veían mitigados al constatar los destellos lumi­
nosos de sus balizas. No sabían qué había pasado. Podía ser
normal que fallara una radio, ¡pero las tres que llevaban! Era
ciertamente extraño. Pero Acetó sabía, por haberlo experimenta­
do en sus carnes, que la electrónica en la mar está sometida a
caprichos insondables, a milagrosas interrupciones sin explicación
que siempre sacan de quicio a los marinos. La mar y las chispas
están siempre en profundo desacuerdo, decía. Es como aceite y
agua, o como petróleo y disolvente.

Con un viento cálido y diáfano el Comodoro volaba sobre


un oleaje más amplio, en el que la distancia entre los senos se
acrecentaba cada vez más, dando paso a pronunciados valles
acuáticos en los que la vegetación se veía representada en las
cabrillas blancas que se formaban constantemente por la acción
del viento en las crestas de las olas. Su vida en tierra comenzaba
a pertenecer al pasado más lejano. Las interminables horas pasa­
das en despachos y oficinas sólo eran ya un mal recuerdo del que
quería alejarse sumiéndose más y más en el contorno azul libre y
brutal que le rodeaba. Aveces, persistían escenas de su vida ante­

184
rior que su mente trataba de imponerle a modo de prueba. Eran
escasos segundos, pero suficientes para sentir un escalofrío pertur­
bador. Su existencia discurría ya tan distante a todo aquello, como
lo eran sus nuevos objetivos vitales.
Sentado en la mesa de cartas, pulsaba las teclas de sus
sofisticados aparatos: le daban datos que podrían ayudarle a tra­
zar una derrota entre las desesperantes calmas. Pretendía encon­
trar el paso que le tuviese el menor tiempo desventado. La navega­
ción por satélite le permitía, con la sola acción de apretar un
botón, conocer la estima y recibir la loxodrómica y la ortodrómica
con una precisión de escasos metros. Y ese camino más corto
entre dos puntos que la ruta ortodrómica le marcaba con claridad,
podía no ser el más adecuado cuando uno se encontraba en las
calmas ecuatoriales. Por eso, trataba imperiosamente de encon­
trar, ayudado por los partes meteorológicos, la estrecha senda
marina que, casi de puntillas, le permitiese pasar desapercibido
cuando cruzase el Ecuador Terrestre.
A lo largo de su vida marinera, el sextante había sido el
único compañero de navegación que había tenido a la hora de
situarse; y todavía lo era. En el fondo no se acababa de fiar de
tanto transistor. Eran cosas útiles, sí, decía, pero sólo mientras fun­
cionaban. Y si no, que se lo dijeran a él, con tres aparatos de
radio fuera de servicio. El estaba acostumbrado a vivir en la mar
sustentado por la declinación del Astro Rey. La angulación del sol
con respecto al horizonte en su paseo a lo largo de la esfera
terrestre, le habían dado siempre posiciones precisas y seguras;
por eso le sobrecogía tanta máquina.
-N o hay nada como un sextante con barra de platino -dijo en voz
alta, mientras ponía en el cardan un puchero repleto de lentejas, a
las que añadió unos hermosos trozos de cebolla y un chorrito de
aceite. Picó unas zanahorias y las echó en el puchero, rociándolo
después con sal marina. Al instante un sabroso olor a cocina reco­
rrió la cámara, impregnándola de ambiente casero.
El sol, que trabajaba a destajo para él, le proporcionaba
múltiples servicios: calentaba su cuerpo, cargaba las baterías del
barco a través de los paneles solares, e iluminaba su ruta. Eso sin
tener en cuenta otros regalos menores que le proporcionaba, como

185
los brillos que emitía sobre las partes metálicas dando vida a cier­
tos lugares de la embarcación, que le amenizaban las intermina­
bles horas de inactividad que debía pasar escalando en el tiem­
po. En las caprichosas variaciones de su ánimo, el Astro transfor­
maba el paisaje en la pantalla del más sutil cine al aire libre,
permitiéndole presenciar espectáculos que sólo los marinos tienen
la suerte de contemplar: livianos trazos anaranjados que contras­
taban con los nubarrones de la cercana tormenta. Cielos
aborregados, brillantes, que recogían en ellos los reflejos traseros
de una luz en retirada. O , las explosiones rojas de la mar por el
este, cuando la Esfera Solar comenzaba su lento camino hacia el
cénit. Para terminar, y eso era casi lo más importante, el Astro Rey
le cargaba el cuerpo de una energía necesaria que utilizaría
después para soportar los meses en los que apenas podría servir­
se de él.
Situado a seis grados norte, el Alisio aún le empujaba con
fuerza. Estaba más cerca de Brasil que del continente Africano.
Navegaba de popa, con el balón asimétrico izado. Volaba sobre
la superficie del agua sin apenas permitir que su carena la rozase.
Los colores vivos de la vela daban una nueva dimensión a la nave­
gación. Por un lado se hacía más tensa al tener que vigilar los
movimientos del timón, pero por otro, le devolvía los llamativos
colores a sus ojos, provocándole a ser más osado; incitándole a
pasar un poco los límites. El Peregrino le respondía de inmediato
con los únicos gestos que era capaz de realizar: levantaba la
proa y salía despedido en una vertiginosa planeada que elevaba
el ritmo de su corazón. Además, para que supiese que le gustaba
dislocarse, lanzaba por las amuras ruidosas cortinas de agua que
convertían en una fiesta navegar de esa guisa. Parecía que las
dimensiones de la mar se terminasen si seguía sumido en esas
locas planeadas. La corredera marcaba veinte nudos; era estre-
mecedor pensar que en los mares australes la sobrepasaría en
muchas ocasiones. La redonda forma de la vela hinchada al máxi­
mo de su capacidad, hacía que no apartase la mirada de ella.
Hubo instantes que la veía partirse por la mitad a causa de lo
altanero de su conducta. Era el precio a pagar por haber logrado
convertir en pájaro a más de trece toneladas que pesaba el barco.

186
Dormitaba con la mano apoyada en la rueda, cuando la
sensación de placidez que sentía se le cruzó en el subconsciente
con el desagradable sonido de las velas al rozar contra la jarcia.
Abrió los ojos perdido. En décimas de segundo estaba ¡unto al
palo para ver lo que pasaba a través de sus hinchados párpados.
Estaba detenido. Las estrellas parecía que habían descendido mi­
llones de kilómetros desde sus altivos pedestales, haciéndose más
brillantes y esplendorosas. La temperatura era alta por la falta de
viento, y la superficie de la mar, se estaba transformando en una
balsa de aceite, en la cual las mínimas variaciones eran provoca­
das por los saltos de los peces voladores.
-¡Las calmas! -se lamentó elevando con rabia el tono de su voz.
Escucharse le produjo una extraña sensación que interpretó
en clave de humor; pero la falta absoluta de viento empezaba a
desazonarle; y eso que acababa de llegar al temido lugar.
Arrió el spi y desenroscó el genovés; lo atangonó a estribor,
por colocarlo de algún lado; el viento carecía de dirección. Abrió
la vela mayor y la sujetó a la regala por medio de la retenida.
Aparejado de esa guisa parecía un ave enferma; tenía las alas
extendidas pero no podía remontar el vuelo.
En la predicción del tiempo que le acababa de llegar vía
satélite, quiso encontrar algún dato que le sacase de un pesimismo
que, a cada instante, se hacía más profundo. La corredera marca­
ba un nudo y la temperatura de la cabina se acercaba a los cua­
renta y cinco grados. Por curiosidad midió los del agua; veintio­
cho.
-¡Terrible! -se quejó mientras se quitaba la camiseta y secaba con
ella el sudor que le cubría.
Durante cuatro días se arrastró sobre la parte brillante de un
pulido espejo que le devolvía las conocidas imágenes que le ro­
deaban. La temperatura de la cabina, donde era imposible per­
manecer unos segundos, había subido a cincuenta y cinco gra­
dos, y el aire, que apenas se desplazaba a su alrededor, rozaba
los cuarenta durante todo el día. Por eso, dormía en la cubierta
asomando la cabeza por la borda, en busca de esas ráfagas per­
didas que aliviasen sus recalentados pulmones.

187
Habla cambiado la orientación de las velas en un claro sig­
no de optimismo que por lo menos le permitía no cerrar la puerta
de la esperanza a la llegada del viento. Soñaba con el Anticiclón
de Santa Elena, único compañero de viaje capaz de ayudarle en
tan desesperada situación. Y mientras la total ausencia del viento
le hacía estar más lúgubre que de costumbre, aprovechaba el tiem­
po que no dedicaba a las velas en la lectura y a la divagación. Ice
Bird del sudafricano Lewis, Slocum y su Spray, Siddhartha de Hesse,
y muchos otros, fueron los encargados de aliviarle sus intensas
ansias de volar de nuevo sobre una mar viva y vibrante en la que
las olas le marcasen las pautas, y los vientos le tuviesen ocupado
hasta casi desfallecer. Los veleros no están hechos para esas aguas
en las que se reflejaban los detalles de su jarcia con una precisión
milimétrica. Ni han sido diseñados para deslizarse sobre espejos
aceitosos al capricho de las corrientes, se decía. Le faltaba el vien­
to, único elemento para el que habían sido concebidos.
Lo haría entonces con el pensamiento: pasaría por allí con
nuevas briznas de saber por medio de las sensaciones y experien­
cias de otros. Al igual que Siddhartha, si un ave volaba, él se
convertiría en ella, la tomaría en el alma y pasaría hambre de
ave, hablaría con graznidos y moriría muerte de ave. En fin, en
ese largo transitar solitario y real, aprendió el Comodoro a andar
muchos caminos fuera de su yo. La poca razonada fama de hom­
bres duros que la historia ha atribuido a los marinos, en parte es
incierta. ¿Quién mejor que ellos habían visto las sutiles descripcio­
nes que después al reciclarlas con exquisito tacto elevaron a la
condición de inmortales a los más reconocidos personajes de la
literatura universal? ¿Quién como un marino para glosar las belle­
zas repartidas por lugares y tierras a las que los poetas casi nunca
llegaron? Ellos fueron los emisarios de las sensaciones, prisioneros
como estaban de la palabra; pero sólo de eso, de expresión, de
poder de narrativa, porque lo vivido y los sentimientos siempre los
conservaron.
Muchas veces, pensaba, los marinos han sido los burdos
mensajeros de bellezas a las que los hombres cultos pusieron pri­
mero la letra y la firma después. Pero nadie les podría quitar el
honor de haber sido los pioneros en ver y sentir todas y cada una

188
de esas bellas descripciones que ahora incluían muchos de los
libros más hermosos. ¿En qué narración no se habla de la mar, o
se recurre a ella para expresar elevados estados del ánimo? ¿Qué
autor no ha utilizado alguna vez los reflejos provocados por el sol
o la luna cuando se apoyan en la imaginaria línea del horizonte?
A la mayor parte de los navegantes les falta la palabra para na­
rrar cuanto ven. Pero eso no quiere decir que no lo sientan; ¡lo
sienten, y de qué forma! Pero al poner letra a cuantas cosas bellas
y sorprendentes les suceden en sus navegaciones, normalmente,
encogen el alma llenos de pudor, y tratan de que cada lágrima
emitida por emoción, corra por dentro hacia lugares sólo accesi­
bles para ellos.
Ese no era el caso del Comodoro; al contrario: él necesitaba
que su sensibilidad fluyese como un río desbordado, en el que las
rocas y ramas que se encontraba el agua a su paso, fuesen las
torpes barreras que los hombres trataban de poner a sus pensa­
mientos más libres, y que siempre intentaba esquivar y sortear. Y,
así, huía muchos días cuando la conciencia trataba de imponerle
su tiranía en ese prolongado y inevitable tormento de ser.
Lluvias torrenciales, acompañadas de gran aparato eléctri­
co interrumpieron en muchas ocasiones sus plácidas lecturas, sal­
picando de incertidumbre sus pensamientos y las hojas de algún
libro. Pero el viento brillaba por su ausencia, y las pocas veces
que sopló, lo hizo de forma desordenada. El resultado de todo
ello influía negativamente. Cada cierto tiempo se veía obligado a
cambiar la orientación de las velas. Pero todo sufrimiento acaba
por remitir. Una veces lo hace por el drástico y definitivo paso por
la muerte, y otras, y estas por fortuna son las más, pasa simple­
mente. Como decía Pablo Neruda, recordaba, la mar no era más
que un sueño, un desnudo elemento sin huellas de palabras: dis­
tancia a planeta ninguno te acompaña.
El Comodoro trabajaba en la limpieza de una bomba de
sentina, cuando un rumor familiar llegó hasta sus ávidos oídos. En
principio no quiso reconocer la evidencia que escuchaba. A medi­
da que pasaban los minutos, parecía que ese ruido cercano y vivo
iba en aumento. Había llegado el momento de salir a ver qué
sucedía: cuando asomó la cabeza, contempló la fuerza del viento

189
cumpliendo de nuevo con su trabajo. Por primera vez en muchos
días disfrutó llevando la rueda de su barco.
El aire fresco le hizo abrigarse, y durante horas, mantuvo
esa posición que siempre le relajaba: timonear, conducir su vele­
ro entre las olas intentando que su velocidad fuese siempre la
máxima. El Peregrino parecía agradecérselo levantando jugueto­
nas espumas que brillaban aisladas debido a los juegos de la
noche.

Nat Clancy paseaba cabizbajo por la fina arena de la pla­


ya de Cocoa, junto a la salida norte de la base militar de Patrick's.
Acababa de llegar de su precipitado viaje al portaaviones, y no
tenía ánimo para regresar y encontrarse con la interrogante mira­
da de Tatiana: se sentiría culpable, y no estaba para soportar a
nadie. Quizás había sido en exceso precipitado al haberse com­
prometido tanto con ella, pensaba. Que le ayudase a escapar de
los mafiosos, no tenía porque suponer que pretendía adquirir com­
promisos mayores.
Paseaba descalzo. Quería encontrar un punto de inflexión
entre sus añoradas ansias de libertad y el creciente amor que sen­
tía por ella. Pero no era una tarea fácil. Al contrario, cuanto más
pensaba en las complicaciones que podía acarrearle tal deci­
sión, más se acurrucaba en sus inseguridades, y trataba, a toda
costa, de hallar esa excusa razonable que le permitiese salir in­
demne de cuanto en el fondo sentía y añoraba.
Nat, había logrado conservar durante muchos años, quizás
demasiados, un aparente estado de indiferencia que no corres­
pondía con sus auténticos sentimientos. A fuerza de ejercitarse en
el arte de la simulación, había conseguido exteriorizarlos con cier­
ta convicción. De ¡oven, siempre fue un ser alegre y distendido
que entendía que, lo único trascendente en la vida del hombre era
la propia vida; no los hechos y los actos por los que los demás nos
valoraban, ni las formas y maneras con que la sociedad los en­
vuelve para acomodarlos a sus exclusivos y mezquinos intereses.
Su alegre espontaneidad y su buena educación, le hicieron ganar­
se con facilidad el aprecio de los adultos, aunque esto fuese en

190
detrimento de su reputación entre los jóvenes, que veían en su
éxito la meta inalcanzable que la mayoría de ellos jamás lograría.
Con la dureza y crueldad con la que los adolescentes dicen
las cosas, Nat era atacado con argumentos tan pobres como que,
su simpatía era fingida e interesada; o que su éxito se debía a un
pormenorizado estudio que hacía de sus interlocutores con el áni­
mo de sacar ventaja. Sin quererlo, esas cosas le habían llevado a
establecer un firme propósito: al igual que los otros, fingiría grave­
dad en actos que hasta ahora había considerado intranscendentes.
Entraría en ese mezquino juego, aunque con ello tuviera que apar­
car por un tiempo sus verdaderos propósitos. Sabía que llevaba
en ello un gran peligro. Quizás la práctica en esa forma de com­
portarse, terminara por variar su auténtica personalidad; pero debía
correr el riesgo. No estaba dispuesto a dejar que los otros jugasen
con él, y se aprovechasen de su contagiosa alegría y sus ganas de
vivir. Día a día, construía una escala de valores propia, que escon­
día de todos para no herir susceptibilidades. La compostura de
agente especial que dejaba traslucir, era la perfecta construcción
de un carácter edificado sobre una fuerza de voluntad fuera de lo
común, que había terminado, al menos de momento, por cambiar
su forma de ser; logrando que sus sentimientos y emociones nunca
se exteriorizasen. Y eso que a lo largo de su vida se había conver­
tido en un juego del que siempre había salido victorioso, era hoy
una prolongada pendiente que tenía que salvar sin trampas ni
amuletos. Por una vez en su vida una mujer desbarataba su soco­
rrido refugio y le precipitaba a tomar decisiones.
El rostro de Tatiana aparecía y se ocultaba en las azules
pendientes de las olas antes de que se partieran en la orilla en
millones de gotas. Pero los vivos y profundos ojos de ella seguían
impertérritos entre las blancas espumas sin disgregarse.
Unos niños de pelo casi albino que pasaron ¡unto a él jugan­
do, le sacaron, momentáneamente, de sus lúgubres pensamientos.
¿Y si estaba equivocado? ¿Y si al final el darse a los demás podía
convertirse también en toda una razón para vivir? Durante unos
instantes miró las huellas que los descalzos pies de los pequeños
acababan de dejar en la arena mojada. Un escalofrío recorrió su
cuerpo.

191
-¡La huella! -exclamó en voz baja-, ¿Qué huella voy a dejar yo?
-se preguntó, mientras que su voz se mezlaba con el estruendo de
las olas al desplomarse.
Unas historias sórdidas, casi todas, que a nadie importarán
en el futuro; unos servicios que todo lo más le dejarían una mísera
paga, y dos o tres medallas de hojalata; pero una vida perdida.
Un alma vacía a la que nunca podría enfrentarse para buscar en
ella estabilidad, refugio y consuelo.
-Sí -dijo-. La huella es la clave.
Con la mano palpó los finos y delicados trazos de los pe­
queños pies sobre la arena.
-H ay que dejar huella. Y sino, ¿para qué estamos en este jodido
mundo? -se preguntó elevando el tono de sus palabras y hacien­
do que los niños se volviesen para mirarle.
Nat los contempló como jamás lo había hecho con otros
seres humanos. La graciosa mano de la niña diciéndole adiós, fue
el detonante a una súbita reflexión: regresaría a por Tatiana y
compartiría con ella su vida. Trataría de dejar esa huella que an­
tes no le había preocupado, pero que empezaba a comprender
que podía ser una razón para vivir tan firme, como antes le susten­
taba la indiferencia hacia los demás. Los vapores del compromiso
empezaban a llegarle. Comenzaba a sentir un convencido nihilis­
mo sobre los valores con los que hasta el momento se había defen­
dido de todos.
El sentido de la vida, el final de la misma, el para qué de los
vanos logros terrenales, lo absurdo de crear una familia donde al
final sólo quedaban reproches, olvidándose con demasiada facili­
dad de los esfuerzos y sacrificios cometidos; las dudas del existir.
Todas esas preguntas se acumularon en su mente en un atropella­
do y súbito torbellino que le dejó absorto y paralizado. Eran cues­
tiones que se venía haciendo durante toda la vida, a las cuales no
había sido capaz de responder.
En esa continuidad alegre, ingenua y expectante que repor­
ta un hijo, una vez alcanzado el propio equilibrio, debía residir el
secreto de la madurez, se dijo. Vencidos la mayor parte de los
anhelos y, aparcados ya muchos de los sueños, el mero hecho de
contemplar la apertura a la vida de ese recién llegado, dirigiéndo­

192
le, ayudándole a sortear las dificultades, podría erigirse en toda
una meta a conquistar. Pasearse cada mañana desde el lugar álgi­
do del observador veterano, vigilando a los suyos, apoyándoles
para que encontrasen su camino.
-S í -afirmó- Ese podía ser uno de los ramales del incierto camino:
ayudar, comprometerte, que alguien te recuerde con amor cuando
ya no estés; que te añoren, que noten ese vacío que antes llenaba
tu sola presencia. Que perduren las miradas de ese oteador ave­
zado que fuiste, comprensivo y tolerante, abierto a las cosas nue­
vas del mundo, pero marcando siempre el rumbo inalterable que
deben guardar algunos ideales. Y Nat decidió transferir y mejorar
sus creencias en esos seres expectantes y dubitativos que podían
llegar, con la esperanza, de que fuesen mejores que él.
Con grandes zancadas regresó al coche y condujo ansioso
hasta la casa de su hermana. Trataba de encontrar las palabras
con las que le pediría que compartiese su vida, esos interminables
tiempos callados que, a fuerza de labrarlos, acababan por esta­
blecer entre dos personas una íntima comunicación en la cual las
palabras no suelen ser necesarias.
Y mientras estos y otros pensamientos saltaban por su mente
de forma atolondrada, quería acortar la distancia que le separa­
ba de ella.
En una tienda de flores compró el ramo más grande de
rosas que jamás había visto, pero en el medio, introdujo precipita­
damente tres margaritas gigantes a modo de girasoles. Querían
representar la unión de dos plantas en principio contrapuestas y
que no lucen bien juntas, como sus orígenes, pero que miradas a
través de los ojos de los sentimientos, terminaban por parecer na­
turales. Era la demostración palpable de que al igual que ellos,
rosas y margaritas podían contemplarse juntas, siempre que las
definiciones, temores y prejuicios, ocupasen el lugar que les co­
rresponde. No había nada que la inteligencia afectiva no pudiese
equilibrar, se dijo.
Frente al número 24 de Indian River, saltó del asiento de su
coche impulsado por una necesidad. Lynn abrió la puerta. Por la
expresión de su cara algo había pasado. Nat, nervioso, pregun­
tó:

193
-¿Qué pasa?
-Tatiana se ha ¡do -le respondió lacónicamente.
-¿Sin más? -preguntó por decir algo.
-Ha dejado un sobre para ti.

194
QUINCE

Sólo el perfecto conocimiento de la lengua inglesa y los miem­


bros de su Embajada en Washington permitieron que pudiera salir
de los Estados Unidos. Tatiana usó el inglés para llegar a la capi­
tal americana desde Orlando. Al embajador soviético le contó la
importancia de su misión y el peligro en que estaba sumido el
Gobierno Ruso si no ayudaba a conocer el paradero del plutonio.
En la Delegación Soviética, le facilitaron el pasaporte para poder
regresar en vuelo de Aeroflot a Moscú; allí daría cuenta de sus
pesquisas.
La cerrada lucha entre el FBI, la Casa Blanca y los miembros
de la CIA, le sirvió para que los americanos le permitiesen aban­
donar el país. Su historia era consistente, así como el visado espe­
cial que aparecía estampado en su pasaporte. Era necesario ayu­
dar a las autoridades rusas a poner fin a la escandalosa salida del
material radiactivo. Buscaron a Clancy para consultarle, pero es­
taba ilocalizable. La venganza de ciertos mediocres funcionarios
contra el equipo de Nat, sirvió para que el FBI se apuntara el
tanto, a pesar de algunas reticencias por parte del ¡efe de seguri­
dad Nacional, Cupertino.
Pero Tatiana se encontraba ya volando sobre el Reino Uni­
do. Sabía que su actitud provocaría la ira de Nat, incluso que
podría perderlo; pero se lo debía. Sólo ella podría conectar con
Yerin y Shilov para tratar de conocer el destino final del plutonio.
Mientras repasaba las frases amables y cariñosas que por fin Nat
había pronunciado, le veía vagamente en su duermevela . Estaba
segura que no le iba a perdonar un hecho como ése, pero era la
única posibilidad que tenía de remediar su traición y ayudarle.
Tres horas más tarde, el avión tomó tierra en el aeropuerto
de Moscú. En un taxi se dirigió a su casa. En el portal había dos
hombres que se identificaron como miembros de la Casa Central;
del departamento de lucha contra las mafias.
Les preparó café, y ellos le contaron las últimas operaciones
desbaratadas. Además, hablaron de la explosión de un almacén

195
de aceite hacía unas semanas en Kazán: encontraron los cuerpos
de seis conocidos mafiosos, pero nadie pudo saber qué preten­
dían, ni por qué les habían matado. Tatiana explicó que estuvo
cerca del lugar, pero guardó para sí los nombres de Yerin y Shilov.
Si la Casa Central llegaba antes hasta ellos, estaba perdida. Que­
daron en verse por la mañana. Tratarían de identificarlos entre las
fichas que la policía había venido confeccionando y, que cada
día, se veían en la necesidad de ampliar. Apenas cenó alterada
por los nervios y la tensión. Por la esquina de la ventana de la
salita miró al exterior para comprobar si habían dejado algún
vigilante. ¡Sí!, allí estaba: un Ziguli negro, de aquellos que habían
aterrorizado a la población con los miembros de la KGB en su
interior, intentaba pasar desapercibido entre los coches estaciona­
dos en la calle. Tatiana los había seguido en muchas ocasiones y
conocía su forma de proceder.
Salió por la puerta de atrás cubriendo su cabeza con un
profuso pañuelo que le daba sombra en el rostro. Torció en el
bulevar Puskin y enfiló hacia el norte. Sabía que Yerin y Shilov se
reunían por las noches en el Ratchenko, ¡unto a la Plaza Roja. Al
andar ordenaba sus ¡deas. No sabía si los mafiosos podían cono­
cer su traición; pero era lo mismo, debía arriesgarse; Nat estaba
en entredicho por su culpa. Tenía que encontrar la pista del pluto­
nio, de lo contrario, ambos se verían en serias dificultades. Ahora
que sabía que la amaba, estaba dispuesta a todo. Mientras cami­
naba, imaginaba su rostro proyectado en el reflejo de los escapa­
rates que brillaban a su paso, y dejaba escapar un sonrisa que le
acercaba a él. Los altivos colores de América llegaban hasta ella
como si en realidad nunca hubiese estado allí. Los carteles, las
tiendas, los grandes supermercados repletos de tantas cosas, en
oposición a los destartalados comercios que cruzaba. La abun­
dancia y la placidez de compartirla, el orden y la libertad para
disfrutarlo, nacían y morían en su mente al ritmo de sus pasos.
La soledad y quietud de la noche moscovita, abrazada a los
bellos edificios de la ciudad, le recordó sus largos dedos, y las
dulces presiones a las que había sometido sus manos. Si eso ha­
bía sentido con tan sólo una leve aproximación, ¿qué sentiría el

196
día que le hiciese el amor?, se preguntaba, al tiempo que el rubor
teñía su rostro oculto por los extremos del pañuelo que lo cubría.
Una puerta de madera barnizada, que dejaba escapar por
debajo unos vigorosos destellos azulados, le separaban de un
destino incierto. Al descorrer la pesada y empolvada cortina, vio
a Yerin en la barra hablando con un desconocido. Se aproximó
despacio, decidida; pero aterrada. Puso su mano levemente sobre
el hombro del mafioso y dijo:
-¡Hola Viktor!
El ruso se volvió; al ver a Tatiana preguntó:
-¿Qué haces aquí?
-Tengo que hablar contigo.
-Pues hazlo -dijo displicente.
-N o; en privado.
-Como quieras -respondió bajando del taburete.
En una mesa cercana, iluminada por dos lamparillas de baja
intensidad, se sentaron uno enfrente del otro. Tatiana fue la prime­
ra en hablar.
-Necesito trabajo Viktor, y lo necesito pronto. Los americanos no
quieren que siga con ellos.
-¿Cómo así? Siempre fuiste su niña mimada -respondió mientras
encendía un pitillo.
-Se conoce que ya no les sirvo. Me dijeron que, como no era
capaz de enterarme del tráfico de plutonio, mejor me iba a casa.
-¿Qué saben del asunto? -preguntó el ruso cambiando la expre­
sión de su rostro.
-De momento, no demasiado. Intuyen que estáis trabajando en
algo, pero desconocen las cantidades, el destino y los comprado­
res.
-¿Saben lo del velero? -y trató de no darle importancia a la pre­
gunta.
-No lo creo; ellos están preocupados con el destinatario final.
Durante unos segundos el ruso paseó su mirada por el impe­
netrable rostro de Tatiana: pretendía encontrar alguna razón para
no confiar en ella. Pero sus grandes y claros ojos eran siempre el
mejor aliado que tenía para lograr tranquilizar a todos cuantos
dudasen de sus intenciones.

197
-Creo que has encontrado trabajo -le confirmó el mafioso-, Pero
te advierto que el tema es grave. La menor indiscreción, y te per­
derás las maravillas que promete la nueva Rusia. ¿Entendido? -
añadió sacando un grueso fajo de billetes.
-Entendido -contestó ella bajando los ojos y dejando escapar una
forzada sonrisa de agradecimiento.
-Tendrás que transmitirnos los progresos que los americanos va­
yan realizando.
Viktor fue poniendo en la mano de Tatiana diez billetes de
cien dólares, al tiempo que la miraba con ojos picaros.
—jEs mucho dinero! -exclamó ella intentando demostrar asombro.
-Lo es, pero lo vale si cumples con lo pactado.
-Descuida, lo haré -afirmó doblando los pequeños billetes-. Ha­
cia qué terreno quieres que los oriente.
-A todos y a cualquiera; menos hacia los países asiáticos.
-¿Son ellos los receptores de la mercancía? -interrogó arriesgan­
do más de la cuenta.
-Creo que sí, aunque nosotros trabajamos con intermediarios. Tú
trata de que piensen que los compradores son árabes; americanos
y europeos tienen ahora la paranoia integrista.
-¿Cómo nos pondremos en contacto?
-Nos veremos aquí, por la noche, sobre esta hora -dijo Yerin
levantándose.
-Aquí estaré.
-¡O ye!, por cierto, tu hermanita está muy buena, y se ha integra­
do en la profesión con auténtico fervor -le provocó el mafioso
antes de despedirse.
Tatiana no respondió. Temía que su reacción estropease el
buen camino que acababa de abrir. Pero juró que llegaría el día
en que Viktor Yerin se tragaría esas palabras.
Regresó a casa en un taxi que corrió en la noche. Sólo fue
detenido por las luces anaranjadas y rojas de algunos semáforos
que alumbraban solitarios y puntualmente la recogida ciudad.

Los veleros de la Vendée Globe habían dejado atrás la zona


de calmas ecuatoriales y navegaban a buena velocidad. El prime­

198
ro, Joubert, rozaba ya el paralelo cuarenta. Tal como indicaban
las sencillas reglas de la regata, tenía que dejar por babor el cabo
de Buena Esperanza, y su singladura podría alejarse de ese punto
todo lo que quisiera, pero haciendo que su rumbo coincidiese con
las islas del Principe Eduard: las debería dejar también por babor.
Gaziello y Devor le seguían a poco más de cien millas muy
pegado el uno al otro. Mientras que el Comodoro, quinientas treinta
millas más atrás, había comenzado también a ceñir contra un viento
fresco que le permitía navegar muy rápido. Petrovski, el
vicealmirante ruso, aún no había llegado a la zona de calmas.
Parecía que su rumbo se había hecho más firme y estable. En el
Centro de Seguimiento de París, durante unas horas, habían du­
dado de su situación. Por unos instantes, les pareció que el Glasnost
estuvo detenido. Los intentos que hicieron para comunicar con él,
fueron vanos; pero todo indicaba que había recuperado la norma­
lidad y navegaba hacia el sur.
El Barras y Estrellas, al igual que el canadiense Tobin y el
inglés Follet, navegaban mucho mejor al haberse introducido unas
millas más en el Golfo de Guinea: lo mismo que Bood y el italiano
Volpe. En el medio de ellos la sirena de los mares, Chrystele
Lancelot, perdía algunas posiciones.
Ese año, la zona de calmas ecuatoriales se había desplaza­
do hacia el oeste, facilitando la navegación de aquellos que se
aproximaron al continente Africano. Cerca del paralelo veinte
encontraron el viento que les enviaba el anticiclón de la isla de
Santa Elena.
La pantalla del Argos parpadeaba sin cesar, vigilada por
los atentos ojos de los hombres del Centro. En guardias de cuatro
horas, se sucedían en la supervisión de las embarcaciones. Como
otras veces, Acetó había pedido a los operarios del GOM E, el
fantástico satélite en realidad virtual, que le dejasen comprobar la
posición del ruso durante el tiempo que, al parecer, estuvo deteni­
do. Las pasadas sobre la superficie de la mar que hizo el indiscre­
to ojo del aparato, fueron enturbiadas por la presencia de gran­
des formaciones nubosas de origen tormentoso que le impidieron
dar una buena definición. Aún así, pudo comprobar la presencia

199
de un número de barcos, que la precisa máquina identificó como
naves de guerra.
-¡Otra vez los americanos dando por el culo! -exclamó ante la'
pasividad del operario que le asistía.
De las cuatro personas que ocupaban la habitación, ningu­
na de ellas contestó a su comentario.
-¿Podría precisar un poco más la zona? -pidió Acetó.
-Creo que no. Hay muchas nubes como para apreciar de qué se
trata lo que tenemos en pantalla; debe ser la séptima flota, normal­
mente, ocupa ese lugar.
-Déjelo. Gracias de todos modos. Supongo que la prepotente Navy
habrá estado haciendo de las suyas en algún país ribereño. Lo
importante es que nuestro barco navega ya con rumbo sur.Sería
una estúpida pretensión pedirles explicaciones a los americanos
en aguas internacionales, ¿no le parece?
-Yo desde luego no lo haría -aseguró el técnico.

En Florida, Nat caminaba por el jardín con la nota que


Tatiana le había dejado en las manos. La leyó más de diez veces,
sin que en ninguna de las ocasiones encontrase una variación en
su contenido que le diera una pista sobre las razones de aquella
sobrevenida decisión:»Tengo que hacerlo, es por el bien de los
dos». Era todo cuanto decía. Había llamado a Virginia para pre­
guntar cómo había logrado abandonar los Estados Unidos. Ape­
nas le dieron razones convincentes. Es más, estaba seguro de que
las altas esferas de la Casa desconocían su marcha. Eso tiene que
ser cosa del FBI, o de Cupertino, se decía, mientras recorría como
un autómata el estrecho recinto. La parca nota terminaba: «Ahí,
recibirás noticias mías»; lo que le impedía moverse. Tampoco
sabía en qué dirección hacerlo. Estaba metido en un buen lío. Las
dos llamadas de la Central de Inteligencia pidiéndole datos sobre
el plutonio viajero, no las había podido responder. Es más, no
sabía qué decirles. Menos mal que la Armada había corroborado
la existencia de anomalías en la orza del velero ruso. El almirante
Perry mandó un largo informe explicando el incidente. De lo con­

200
trario, la cabeza de Tatiana y la suya propia, hubieran estado en
más peligro, de lo que en realidad ya lo estaban.
¿A dónde podían haber llevado el material? Esa era la pre­
gunta. En principio le parecía raro que los mafiosos selecciona­
sen un país tan sumamente quisquilloso como Francia. El Glasnost
había sido utilizado para sacarlo de Rusia, eso era evidente. Cómo
y a dónde lo moverían después era otra cuestión.
Cuantas más vueltas le daba, menos salidas encontraba. Ya
sólo le cabía una esperanza: que Tatiana hubiera querido ayudar­
le. ¿Y si trataba de utilizar la relación que tenía con Yerin y Shilov
para conocer el paradero del plutonio? Era una secreta esperan­
za que mantenía encendida para no derrumbarse; pero le hacía
temer por su vida.

Esa noche, el viento había subido un poco, al tiempo que


refrescó. El Comodoro tuvo que dar dos vueltas al enrollador del
génova dos para equilibrar un poco la embarcación. Desde hacía
un rato miraba ensimismado el obenque de sotavento que emitía
reflejos al encontrarse con la luz que salía por el tambucho.
Doscientas dieciocho millas en las últimas veinticuatro ho­
ras: -¡no estaba nada mal!-. Un viento fresco de entre veinticinco
y treinta nudos golpeaba con fuerza sobre un aparejo disminuido:
mayor reducida hasta el primer rizo y génova dos. El barómetro
marcaba mil doce milibares. Hacía unas horas que había cruzado
el paralelo veinte. Sintonizó con la radio de Pretoria y sus precisos
partes meteorológicos. Las previsiones eran poco halagüeñas para
los que navegasen a vela: apenas anunciaban viento.
Los petreles se habían convertido en sus más asiduos com­
pañeros: una y otra vez se posaban sobre distintas partes del bar­
co para recoger con miedo los trocitos de queso que les dejaba.
Mientras observaba a las desconfiadas aves picotear el manjar
que les ponía ante ellas, escuchaba el vibrar de la quilla cuando
el barco aumentaba de velocidad. Era un zumbido seco que se
prolongaba por unos instantes y se transmitía a todo el casco. Con

201
su llegada, los petreles se elevaban al sentir la vibración en sus
finas patas, para posarse al rato expectantes.
Unos bigotes espectaculares de agua en ambas bandas, que
en ocasiones se elevaban varios metros, respondían a un viento
entablado del suroeste que le permitía desplazarse sobre el agua
a más de dieciocho nudos.
Todos esos simples acontecimientos eran los que iban con­
formando su vida a lo largo de los cientos de horas navegadas.
Eran actos intranscendentes sobre tierra, pero que allí, en mitad
de la mar, adquirían un carácter muy especial. Los simpares jue­
gos de las aguas alargándose al paso de cada ola, podían man­
tenerle embelesado durante tardes enteras, al tiempo que se per­
mitía ligeras distracciones sobre aves pasajeras o pensamientos
fugaces que apenas permanecían segundos en su mente. Era muy
difícil poder mantener añoranzas de tierra por mucho tiempo. El
barco, sus velas y el cambiante paisaje marino que le rodeaba,
eran un horizonte protector de sueños adversos y de sobrevenidas
nostalgias.

202
DIECISÉIS

Yolande Potgieter y James Verwoerd seguían con atención


los movimientos de los veleros a través de su pantalla. El hasta
entonces avanzado satélite Argos se había convertido en una de
las unidades más viejas que circundaban la Tierra; su frecuencia
podía detectarse fácilmente con un escáner.
En las proximidades de Ciudad del Cabo, a tan sólo veinte
kilómetros al norte, en Hout Bay, junto a la costa, compartían una
bonita casa de estilo colonial que James había heredado de su
padre. Desde ella se podía ver la interminable y desierta playa de
Seaforth. A su alrededor, extensos campos de viñedos en medio
de montículos redondeados, donde el brezo, las ericas y las bruñías
los decoraban, y se juntaban en la distancia con la mítica Monta­
ña de la Tabla. Esa singular colina, todo un símbolo para los mari­
nos, puede verse desde muchas millas antes de arribar a puerto.
El teléfono sonó, alterando un plácido ambiente perturbado
tan sólo por el ruido del agua al caer desde un surtidor a la pisci­
na. Yolande se levantó de la mesa, donde junto a James, seguían
con atención la evolución de las señales luminosas.
-Sí, ¿quién es? -preguntó en esa cerrada lengua dejada por los
colonos holandeses que es el afrikáner.
-Yolande, ¿eres tú? -preguntó alguien en inglés.
-Sí.
-Viktor Yerin al aparato. ¿Cómo estás?
-Muy bien, gracias-afirmó bajando instintivamente la parte trase­
ra de su bikini, que dejaba al descubierto gran parte de su perfec­
to trasero.
-Mi banco en Suiza me dice que ha recibido la transferencia.
Apunta, te daré el nombre de los barcos que faltan.
-Dime -le instó sacando una libreta de un cajón.
-El Barras y Estrellas; tiene la mercancía bajo el palo, en la zona
que lo une a la quilla. Al igual que el Discovery. ¿Lo has apunta­
do?

203
-Sí.
-Los otros dos son: el Peregrino; el paquete lo tiene en una peque­
ña tapa a la izquierda...
-Querrás decir a babor -puntualizó Yolande demostrando sus co­
nocimientos marineros.
-Eso. No tendréis ningún problema; es la única trampilla que hay
en ese lado.
-Ya la encontraremos, no te preocupes.
-El último se llama Bagages Globall, y tiene el material coloca­
do bajo el soporte de la mesa de cartas; introducido en su hueco.
-Bien, los tengo.
-Será muy fácil identificarlos: todos llevan el nombre escrito con
grandes letras en el casco.
-Nos arreglaremos, puedes estar seguro.
-Otra cosa. Hay cierto movimiento por parte de los americanos.
Tener cuidado.
-¿Movimiento de qué?
-No lo sabemos; pero lo cierto es que los yanquis están haciendo
preguntas.
-¿Qué saben? -preguntó Yolande intrigada.
-No estamos seguro, pero tenemos una información que dice que
están muy preocupados con el asunto del plutonio. Al parecer, el
tema de Corea del Norte se ha convertido en algo transcendental.
-¿Por qué Corea? -quiso saber Yolande para alejar las sospe­
chas.
-¿N o lo has leído? Está en todos los periódicos.
-Aquí leemos pocos periódicos -concluyó.
-De cualquier forma, estar alerta . Tenemos que seguir haciendo
negocios; hay mucho dinero a ganar
-¿Cuándo pensáis salir a su encuentro?
-En dos o tres días. Están ya muy cerca del Cabo; la embarcación
está preparada.
-Suerte -les deseó Viktor-. Llamarnos cuando la mercancía esté
en vuestro poder.
-De acuerdo, saluda a Igor.
James se había acercado hasta la mesita donde estaba si­
tuado el teléfono. Llevaba un rato mirando las estilizadas piernas

204
de Yolande: terminaban en una perfecta conjunción de formas un
tanto arqueadas, que lucían debido al pequeño bikini que lleva­
ba. El sudafricano la rodeó con los brazos por detrás notando las
redondeadas nalgas de su compañera sobre su sexo, y sintiendo
un escalofrío que ya no le abandonaría hasta que lograse hacer el
amor.
Yolande colgó el auricular. Cuando quiso explicar su con­
versación, se vio interrumpida por los dedos de James que cerra­
ban lentamente su boca.
Durante la siguiente hora, ninguno de los dos tuvo ganas de
hablar de plutonio. Los únicos sonidos que salieron de sus bocas,
fueron los jadeos de placer que escapaban de sus labios al hacer
de sus cuerpos uno solo.
Era casi de noche cuando el Toyota salió por la verja que
rodeaba, al igual que a todas las casas de los blancos, la propie­
dad de Verwoerd. Dudu, su fiel guarda, les saludó con la mano
antes de cerrar de nuevo la repujada puerta. El avión que les
llevaría a Johannesburgo salía en dos horas.
-Será fácil -decía Yolande-, Los veleros navegan en el mismo rum­
bo. Pueden desplazarse unas millas al este o al oeste, pero la
zona a buscar es relativamente reducida.
-N o me preocupa -afirmó James- Tenemos un buen barco y una
mejor tripulación.
-Y si no lo lográsemos allí, tenemos todo el jodido océano Austral
para cazarlos-frivolizó Yolande al tiempo que pasaba lentamen­
te su mano sobre la ingle de su compañero.
-Lo importante es que en Soweto tengan preparados los juguetes.
-Los tendrán por la cuenta que les tiene -le respondió ella mien­
tras el vehículo rodaba a más de ciento cuarenta por la sinuosa
carretera de la costa.

Tatiana había pasado el día encerrada en su apartamento


intentando averiguar nuevas y posibles conexiones de Yerin y Shilov
con el hampa. De cuatro llamadas que hizo, dos habían resultado
fallidas. Fue a través de un pariente que trabajaba en el Ministerio
de Asuntos Exteriores por el que descubrió, lo que por otro lado
estaba en todos los periódicos occidentales. Corea del Norte se

205
empeñaba en desafiar a los Barones Nucleares. El miedo con que
Japón contemplaba esa posibilidad, agradaba sobremanera a los
coreanos, pero preocupaba a chinos, paquistaníes, indios y norte­
americanos. No estaban dispuestos a dejar que se salieran con la
suya, por mucho que, mirado desde otro punto de vista, imponer
un poco de miedo a Japón tampoco estaba de más, ahora que se
enfrentaban a una larga y dura guerra comercial. Pero el asunto
era de tal envergadura, que no permitía construir sobre él hipóte­
sis arriesgadas, ni utilizarlo para presiones de otra naturaleza,
que no fuesen impedir a los norcoreanos el acceso a los armamen­
tos nucleares.
Tatiana conocía, vagamente, la viva polémica desatada
entre americanos y asiáticos, pero jamás pensó que podría verse
inmersa en semejante controversia. Y no lo hubiera estado, si Nat
no fuese uno de los responsables directos.
En la televisión del mísero apartamento que habitaba sona­
ba un cantarín anuncio incitando a los moscovitas a comprar co­
ches franceses. Tatiana hablaba por teléfono.
-¿No puedes especificar un poco más? -preguntaba al tiempo
que anotaba letras y números sobre una hoja de papel.
Alguien al otro lado de la línea le debía negar esa posibili­
dad porque ella insistía.
-Eso no me sirve de mucho, Mijail. Necesito conocer qué más
sabe tu ministerio.
-Bueno, lo que voy a decirte es alto secreto, te pido que lo guar­
des para ti. Al parecer, hace dos días, se produjo un extraño inci­
dente en el Océano Atlántico: la Marina Americana interceptó el
velero del vicealmirante Petrovski. Encontraron indicios de que en
algún momento pudo haber transportado material radioactivo.
Instantes después, en los que no aclaró mucho más, colgó el
auricular. Miró el reloj y se puso el abrigo. El invierno, como era
costumbre en Moscú, estaba siendo especialmente duro y largo.
En poco más de quince minutos estaba de nuevo en el lugar de
reunión. Yerin y Shilov le esperaban degustando sendos vasos de
whisky. Al verla entrar se levantaron y le dejaron libre un taburete.
-¿Cómo ha ¡do? -preguntó Yerin.
-Creo que las cosas se complican -respondió quitándose el abri­

206
go y encendiendo un pitillo.
-¿Qué pasa?
-Los americanos saben más de la cuenta -afirmó con seguridad.
-¿Cómo es eso? -preguntó Shilov.
-El barco de Petrovski ha sido interceptado en medio del mar;
pero no han encontrado nada.
-Pues que sigan buscando -dijo Yerin con prepotencia.
-¿Pero no te das cuenta de que ahora moverán sus poderosos
resortes para descubrir la operación?
-Es evidente, pero no lograrán nada. Para cuando reaccionen, el
material estará en manos de su destinatario.
-Corréis un riesgo excesivo -dijo ella para provocar que le dije­
sen quiénes eran los mensajeros, y por medio de qué vía se reali­
zaba el transporte.
-De momento no te preocupes de eso -trató Shilov de tranquilizar­
la pasando su mano sobre la cabeza de Tatiana. Esta, al instante
sintió una profunda repugnancia.
-Tu información es muy valiosa. Espero que sigas poniendo el
oído entre tus amigos americanos. ¿O, ya no son tan amigos? -
preguntó Yerin maliciosamente.
-Quieren prescindir de mí -respondió ella-. Desde la Perestroika,
los espías servimos para poco. Todo lo que antes ocultábamos, y
nos hacía fuertes, ahora sale a diario en la televisión -añadió.
-Mientras sigas dándonos informaciones como la de hoy, encon­
trarás un puñado de dólares con los que poder darte una buena
vida. Si es que no prefieres un hombre que... -se insinuó Yerin
acercando su nauseabundo rostro junto a la pálida cara de la
moscovita. Ella se echó hacia atrás y dijo:
-Por ahora prefiero ser libre -se excusó, mientras buscaba las
palabras precisas que no ofendiesen al mafioso-, Pero si un día
necesito compañía, me acordaré de tu oferta -añadió dejando
escapar una cínica sonrisa.
-Tú te lo pierdes, muñeca -ironizó Yerin que encajó bien la pru­
dente evasiva.
-¿No vais a invitarme a una copa? -preguntó Tatiana para alar­
gar el encuentro.
-¿Qué quieres tomar?

207
-Lo mismo que vosotros.
-Sirve a la señorita, y traeme el teléfono -ordenó Yerin al camare­
ro.
Le dejaron sobre el mostrador un moderno aparato
inalámbrico. Yerin sacó de su cartera un papel y comenzó a mar­
car sobre el teclado. Tatiana, desde la elevada posición que tenía,
vio la nota arrugada: distinguía unos números mal escritos coloca­
dos sin orden. Eran legibles, a excepción de los últimos.
Mientras seguía la vaga charla que mantenía con Igor Shilov,
memorizó los números que fue capaz de ver: estaba el dos; otro
dos y un once. Luego, leía, 79435; pero le faltaban algunas cifras
que Yerin tapaba con su hombro. Tuvo que apartar la vista del
papel para no levantar sospechas. Shilov se volvió para averi­
guar en qué tenía centrado su interés.
Yerin se alejó hacia la esquina de la barra manteniendo una
conversación. Cuando se apartó, Tatiana pudo ver las dos últimas
cifras del número que había marcado: eran dos doses. Tenía el
número completo. Lo repasó mentalmente sonriendo de forma es­
túpida para que Shilov no se percatase de lo que hacía: 27221 1
794 3522. Seguro que había alguna relación con el asunto del
plutonio. Apuró su vaso y se despidió de Shilov. A Yerin, que se­
guía hablando por teléfono, le hizo un coqueto gesto con la mano.
En la calle, apuntó el número con la barra de labios en su muñeca
y tomó un taxi. Pidió que la llevase al locutorio telefónico de la
Plaza Puskin.
La empleada buscó en un raido listín la identidad del prefijo
que Tatiana le había solicitado.
-Sudáfrica, señorita -le dijo.
-¿Sudáfrica? -preguntó sorprendida.
-Sí, eso pone aquí. Lo será por eso, no porque yo haya llamado
alguna vez.
-Y, el 221 1, ¿a qué corresponde?
-Espere... Sí, aquí lo dice; Ciudad del Cabo; es su prefijo provin­
cial.
-Se lo agradezco -dijo Tatiana depositando sobre el mostrador
un flamante billete de cinco dólares.
Así que era Ciudad del Cabo a donde al parecer transporta­
ban la mercancía, conjeturó. Realmente era complicado saber qué

208
relación podía tener ese lejano país con las maniobras de Yerin y
Shilov. Pero al menos tenía una dirección en la que moverse. Reco­
gió la maleta que tenía aún cerrada sobre su cama desecha, y
tomó un taxi con dirección al aeropuerto. Antes de salir, se detuvo
¡unto al teléfono. Pensó llamar a Nat, pero..., ¿sería prudente?
¿No era mejor que investigara antes?
Tuvo la precaución de salir por la puerta trasera y cruzar
dos manzanas antes de parar un taxi. No obstante, miró varias
veces hacia atrás cerciorándose de que nadie la seguía. Por la
hora que era y el escaso tráfico que circulaba por esa parte de la
ciudad, el coche pasaba desapercibido en las mal iluminadas calles
del barrio este. Un poco más tarde, cuando el vehículo se adentró
en la autopista K 12, la oscuridad más absoluta lo cubrió, y lo
apartó de toda luz que pudiese delatarla.

En el limpio y amplio horizonte que vislumbraba por la popa,


el Comodoro distinguió varias formas oscuras que, poco a poco y
durante todo el día, se le iban aproximando. Las vio por primera
vez al alba. Luego, durante la jornada, habían ¡do aumentado de
tamaño hasta convertirse en unos objetos que fueron tomando for­
ma, a medida que el sol los iluminaba desde diferentes ángulos.
Desde luego eran buques de guerra, de eso estaba seguro. Nin­
gún otro conjunto de embarcaciones puede verse en la mar en
semejante formación. No le inquietaban demasiado. En otras
ocasiones, en su ya dilatada vida marinera, los había visto pasar
muy cerca. Incluso, una vez, vio interrumpida su navegación por
la súbita aparición de un submarino, que emergió a escasos me­
tros de su proa. Con un sol en claro camino de retirada por el
oeste, las poderosas naves fueron pasando por su banda de estri­
bor, emitiendo sordos zumbidos, y provocando grandes olas que
al juntarse con las ocasionadas por el viento, chocaban en forma­
ciones piramidales. Algunas manos amables se movieron en la
distancia para dejarle una presencia humana, después de un mes
de haber prescindido de ella. Y la verdad, no había notado su
falta. Es más, hasta ese momento, la voluntaría soledad a la que
estaba sometido le sentaba bien. Quizás era aún preso del har­

209
tazgo de gentes y compromisos que se habla dado las semanas
anteriores a su partida. O, podía ser, y esto era casi lo más proba­
ble, que a medida que se iba separando de la vida en sociedad,
notaba sus benefactores efectos. La soledad le traía los más am­
plios destellos de plenitud y libertad. No tener que explicar, pedir,
o simplemente compartir, era un lujo añadido a su ya privilegiada
situación.
Todavía no había sido capaz de olvidar algunas injusticias
a las que tuvo que enfrentarse en el pasado. El reconocimiento a
su trabajo se mezclaba con pequeñas espinas que aún le queda­
ban clavadas en el corazón. Y aunque nunca había aspirado a
favores populares, ni su carácter se acoplaba a premios y galar­
dones, le quedaba un pequeño desconchado, un trazo de melan­
colía que se adhería a su alma cuando pensaba en el poco éxito
que tuvo su candidatura al reconocimiento deportivo, al que otros
decidieron presentarle. Para él, por los personajes que lo habían
ostentado en el pasado, y sobre todo, porque no existía gesta
deportiva que pudiese encajar mejor con la declaración de princi­
pios del mismo, lo hacían una secreta meta. De forma inconscien­
te, siempre la había añorado. Pero había una diferencia esencial:
todos los grandes deportistas que tuvieron acceso a él por su ab­
negación en la práctica del deporte en el que destacaron, además
de gloria, les había dado dinero. Pero él, que siempre tuvo que
poner de su escaso patrimonio para completar sus proyectos, era
el único que, en verdad, se acercaba a la declaración de princi­
pios de dicho premio.
Al regresar de su primera regata importante, se sintió aban­
donado por todos aquellos que hicieron de su compañía una for­
ma de ganar protagonismo, o el cumplimiento estricto de un ma­
nual de -marketing- anglosajón, en el que sentimientos, orgullos y
humanidades, no cabían entre los farragosos párrafos de sus inte­
resados postulados. Nadie como él había cumplido las exigencias
de semejante galardón: «Premiar el puro esfuerzo deportivo». ¿Y
qué manera más pura había que no hacerlo por dinero? Navegar
en solitario sin otro fin que demostrarse a sí mismo que podía
conseguirlo.

210
Y si los literatos y pintores dejan como señal sus obras para
que las generaciones futuras puedan aprender en ellas, él también
quería transmitir el ejemplo de una voluntad fuera de lo común; de
una capacidad de sufrimiento, que sólo la ignorancia del medio
marino no dejaba comprender y valorar. Pero su esfuerzo no ha­
bía sido vano si tan sólo una persona pudo servirse de su expe­
riencia, decía, seguramente para consolarse. Muchos se apoya­
rían en él tratando de comprobar que, por muy ambiciosas que
sean las metas, siempre pueden conseguirse, si la ilusión, la forta­
leza de espíritu y la calidad del ánimo se juntan en un todo.
La historia no suelen escribirla seres solitarios y aislados, no,
la historia es el registro de los hechos del ser colectivo, solía decir.
Y es tan difícil hacer que un marino acepte ese principio, que por
eso la escasa literatura que profundiza en ellos, siempre ha dedi­
cado capítulos enteros a los hombres de mar para que el mundo
«seco» pueda comprender la mentalidad de estos hombres. La
mar aleja demasiado a quienes viven inmersos y sustentados por
ella como para que después se acuerden de uno, solía decir. Pero
el extraordinario placer de haber logrado despegarse de tantos y
tan variados intereses, le devolvían al medio en el cual, sin recono­
cimientos de nadie, se sentía un auténtico triunfador. Asumiría las
limitaciones que conllevaba la decisión. Pues, la historia, o la cuen­
tan contemporáneos, y entonces no es imparcial, o la narrarán
historiadores que sólo verán la superficie de los hechos, porque
los contemplarán de lejos, sumidos por las brumas del tiempo. Las
heridas en su orgullo, o en su alma, se ¡rían cicatrizando con el
tiempo. Y con el tiempo también, único justiciero para los que de
verdad están en posesión de la razón, se reconocerían sus méri­
tos. Desde niño había oído esas frases más o menos hechas y
probadas que, para él, se olvidaban del presente. El hombre es un
complejo de tendencias más o menos desarrolladas que reflejan
la raza a la que pertenece de la misma forma que un cristal reflecta
las cosas que ponemos delante, le gustaba explicar. Pero si incli­
namos el espejo, podemos hacer que los objetos se deformen y
cambien de aspecto. Así veía cómo se juzgaban las cosas, los
méritos, la gravedad de los hechos o la futilidad de las ¡deas.
Pero aún le quedaba un anhelo: al rizar el rizo con esta
vuelta al mundo sin escalas, sometiéndose a un infierno del cual
todavía ignoraba la altura y el calor que producirían sus llamas,
podía alcanzar ese reconocimiento que se le negaba. No lo que­
ría por vanidad u orgullo, no, no era persona sustentada por tales
sentimientos: él trataba que las generaciones venideras se enamo­
rasen de la mar. Que sacaran esas enseñanzas que transmite a
todo hombre que la transita y, que después en la vida, son fuertes
bastones donde apoyarse, o, al menos, sutiles consuelos donde
dejar descansar el ánimo cuando la duda o la zozobra nos inva­
de. Para él la mar había sido una viva escuela donde se educaban
las sensaciones, las virtudes e incluso las ¡deas. Las velas y el
casco de un barco, decía, pueden convertirse, al ¡untarse con el
viento y las olas, en los más depurados libros de texto. Ahora
bien, hay que tener un buen maestro para aprender a unificar
todo ello y no equivocarnos en la elección del rumbo.
Los premios, en definitiva, sólo son el reconocimiento otor­
gado por unos pocos que deciden y manejan a su antojo los
méritos, estableciendo círculos cerrados, imposibles de flanquear
para la mayor parte de los mortales. Todos los galardones debe­
rían otorgarse por voluntad popular, pues en realidad, y en teoría,
a ella van dirigidos, o al menos de ella se aprovechan, solía decir
el marino:» A mí, cuando leo la prensa, me da la impresión que
doctorados, medallas, galardones, tertulias y festejos, siempre es­
tán protagonizados por los mismos. La gente de la calle lo lee o lo
escucha impasible y distante sin impórtales en exceso lo que
sucede, porque en realidad nada de lo que se traen entre manos
va con ellos».
Pero se había apartado de la disciplina que siempre se im­
ponía en regata. No es que fuese malo divagar sobre sueños o
incluso sobre leves y pasajeras frustraciones, pero no era conve­
niente provocar al subconsciente con pensamientos para los cua­
les no tenía respuesta. El se aferraba a cuanto de positivo daba el
placer de vivir; a tener su mente ordenada y disciplinada para
poder seguir luchando contra el mundo, el cansancio, la añoran­
za y la soledad. No sabía cómo al paso de tanto poder naval se le
habían venido a la cabeza esos pensamientos. Ahora casi se aver­

212
gonzaba de ellos. ¿Por qué le tenían que dar un premio? ¿Había
recompensa mejor y mayor que vagabundear por la mar a su
antojo, libre de ataduras y sujeto solamente a la aguja de su com­
pás? Quizás la explicación a su sobrevenido lapsus reivindicativo
estaba detrás de la p a la b ra poder, reco rd ad a ante la
descorazonadora presencia de tanto buque de guerra, y del
maniqueo uso que de él se hace. Incluso, para entregar lo que
deberían ser honestos y nobles reconocimientos deportivos. Segu­
ro que la prepotente compañía que durante todo el día le había
flanqueado, intimidándole el pensamiento, le hizo revelarse con­
tra cualquier demostración de fuerza, tan alejada, por otra parte,
del libre cabalgar sobre las olas en el que todo marino está inmer­
so.
Cuando los oscuros metales comenzaron a desaparecer de
su vista, las luces que las identificaban brillaron con la llegada de
la noche, y pareció que estuviera acercándose a un puerto acoge­
dor, al que, cuanto más navegaba hacia él, más lejos lo tenía.
Tales disquisiciones le provocaron un extraordinario cansancio que
terminó por dejarle dormido, apoyado sobre la rueda de su bar­
co. Pensar sobre cuestiones mundanas era para él mucho más
arduo y fatigoso que luchar contra todos los elementos desatados,
o con las descomunales y siempre vivas velas del Peregrino.

213
214
DIECISIETE

Realmente era una sorpresa comprobar cómo Sudáfrica ha­


bía dejado atrás sus rencores y se adentraba con firmeza en una
sociedad multirracial. En el avión donde Yolande y James viaja­
ban, negros y blancos compartían las filas de asientos sin que
nadie le diese importancia. Quizás había muchos que se esforza­
ban en aparentar tolerancia, pero el hecho cierto era que, una
imagen imposible de contemplar poco tiempo atrás, se daba aho­
ra en medios de transporte, restaurantes, colegios, hospitales yen
cuantos lugares formaban la nueva Nación.
Ajam es, educado en la más estricta disciplina racista, aún
le costaba mirar con naturalidad a las personas de color. Por eso,
muchas veces, bajaba la cabeza y prefería digerir con calma la
nueva realidad social que se le imponía. Para un blanco descen­
diente de la nobleza rusa por parte de madre, y al que su padre
había formado en los imperialistas principios de una Sudáfrica
sólo para blancos, era especialmente difícil reciclar los rápidos
acontecimientos que, casi a diario, se sucedían, cambiando las
costumbres, los hábitos y dejando que las sonrisas de los blancos,
se entremezclasen con las desinhibidas expresiones de los negros.
Para terminar por constatar que todos tenían los dientes blancos,
la carne roja, y la misma capacidad de sentir.
En el aeropuerto de Johannesburgo alquilaron un coche. Se
detuvieron a dormir en una zona de servicio de la autopista M -2:
no querían adentrarse, de noche, en el peligroso y conflictivo ba­
rrio de Soweto. Por la mañana temprano, transitaron entre cam­
pos áridos y resecos árboles aislados que salpicaban la sabana
como si fuesen pinceladas. Treinta minutos después, circulaban
rodeados de chabolas, gallinas, basura y gente de raza negra. En
la lejanía, entre los desgarbados abedules, se divisaban las
esplendorosas torres de la cercana Johannesburgo, separada de
ese lugar durante mucho tiempo, por intangibles muros, forjados a
base de racismo e intolerancia. En realidad no existe ninguna
ciudad que se llame así, se formó por la conjunción de la palabra

215
que los ingleses utilizan como suburbio y el punto cardinal suroes­
te: las deformaron de tal forma, que todos acabaron por llamar a
la zona, Soweto. Que allí comenzase la lucha contra el apartheid
puede comprenderse con suma facilidad. Una pobreza desteñida
y abandonada flota aún por sus estrechas calles de chabolas,
donde la casa de Mándela, aunque también humilde, destaca
como un palacio de cuento de hadas. Al cruzar junto a una destar­
talada plaza, oyeron el célebre Nkosi Sikelele i Afrika, himno de
la liberación negra, que aún hoy, los marginados repiten como si
quisieran sacar de él las fuerzas necesarias para luchar por un
sitio que los blancos han comenzado a poner a su disposición,
pero que la marginación y la pobreza no les permite aún aspirar
a ellos.
Quedaron ¡unto al hospital Mirrafi; el edificio más importan­
te del barrio. Un coche blanco con dos hombres de color era la
contraseña. No se veía un solo policía, como tampoco hombres y
mujeres de raza blanca.
-¡M ira!, ése debe ser-señaló Yolande mientras que dirigía la mano
hacia la parte frontal del blanco hospital, que resaltaba como un
faro en mitad de la noche entre tanta miseria.
-Me acercaré -dijo James.
Rodeó un descuidado parterre donde las plantas secas cons­
tituían un fallido empeño en dar un poco de dignidad al lugar.
Detuvo el vehículo a la altura del otro. Yolande asomó la cabeza y
preguntó:
-¿Desmond Tutu?
-Eso es -contestó un impresionante negro que más bien parecía
un jugador de baloncesto de la NBA.
-Spencer -dijo escuetamente James estirándose sobre Yolande,
sintiendo en el pecho sus firmes senos.
-Síganme -ordenó el hombre de color acompañando sus pala­
bras con un gesto de su mano.
El utilitario correteó por siniestros vericuetos sumidos en un
abandono y desolación que sus habitantes tomaban con naturali­
dad. Se detuvieron en un callejón de aspecto siniestro. Yolande y
James palparon al mismo tiempo y de forma instintiva, los pesados
bultos que colgaban de sus sobacos, como queriendo encontrar

216
un poco de seguridad ante el macabro espectáculo que tenían
delante.
El descomunal negro que les había recibido, les indicó que
le siguiesen. Descendieron del vehículo y cruzaron bajo el umbral
de una puerta metálica. En una esquina de la estancia, tres hom­
bres de color jugaban a las cartas. Con la llegada de sus invita­
dos se detuvieron y levantaron la vista hacia ellos. Ninguno se
movió; tampoco lo hicieron Yolande y James; la tensión se podía
tocar. La mutua desconfianza que se tenían hizo lenta la negocia­
ción. El gigante destapó con parsimonia unas cajas, y quedó al
descubierto el grisáceo color de las armas. Después dijo:
-Aquí tiene los AK 47. Nadie podrá seguirles la pista: proceden
de los guerrilleros de Namibia.
-Correcto -afirmó James que hacía verdaderos esfuerzos por sa­
car todo su valor-. ¿Y, el precio? -añadió.
-Quinientos rands por cada uno.
-¡Eso es una locura! -gritó Yolande-, Nos hablaron de un máximo
de doscientos.
El negro se agachó y habló a mucha velocidad en un len­
guaje incomprensible con los tres sujetos que permanecían senta­
dos.
-Cuatrocientos rands cada uno -regateó.
-Trescientos, y nos llevamos seis -contraofertó Yolande.
El tipo, miró con sus ojos inyectados en rojo hacia la mesa,
en espera de la confirmación de lo que para él era ya un buen
precio. Con un movimiento casi imperceptible de cabeza, alguien
le autorizó a cerrar el trato.
-O K -exclamó-, ¿Y la munición?
-Cinco cajas -precisó James.
-Eso serán otros trescientos rands.
-Conforme -contestó. Y mandó a Yolande que les pagase.
Introdujeron las armas en el maletero del coche, después de
comprobar los gatillos, los percutores y los muelles que las hacían
tremendamente rápidas en la posición tiro automático. No hubo
despedida de ninguna clase; salir de allí con vida ya era todo un
adiós.

217
Por el mismo camino regresaron hasta la arteria principal
del suburbio. Desde ella divisaron la unión con la vía de circunva­
lación de la ciudad. Tendrían que cruzar el País hasta Ciudad del
Cabo; pero era la única forma de llevar las armas sin verse some­
tidos a controles en estaciones y aeropuertos. Por si acaso, relle­
naron varias guías con sus números de fabricación. Una vez en la
autopista, desmontaron los percutores y culatas para que tuvieran
la apariencia de inservibles, de meros objetos de colección y de­
coración.
Era mediodía. El calor apretaba. Yolande subió el aire acon­
dicionado hasta su máxima potencia y se perdieron entre verdes
sabanas y llanas praderas que se alternaban con un horizonte
abrasado por un sol de justicia.

Tatiana llegó a París sin dificultad. De momento descansaba


en un hotel cercano al aeropuerto de Orly. Su vuelo saldría a las
doce de la noche. Era una locura, pensaba. Sólo tenía un número
de teléfono en Sudáfrica, y sin la certeza de que estuviese relacio­
nado con el asunto del plutonio. Cargaba su vapuleada moral
escuchando tan sólo a su intuición. Esta vez la iba a necesitar, ¡y
cómo! No podía dar marcha atrás. Moscú se había terminado
para ella. Era imposible regresar si quería seguir con vida. Se
había embarcado en un viaje sin retorno, se decía tratando de
recordar las facciones de Nat, para que le diese la fortaleza que
empezaba a faltarle, presa como estaba de la soledad. ¿Y si le
llamaba?, dudó. Pero estaba decidida: no podía implicarle en
meras suposiciones. Tenía un montón de dólares con los que po­
der moverse mejor. Su cuenta corriente en París, alimentada du­
rante años con parte de la paga que los americanos le entrega­
ban, había quedado vacía. Las catorce horas de vuelo que le
separaban de su destino era una distancia mucho mayor al no
saber a dónde se dirigía.

Desde la Embajada Americana en Moscú le dijeron a Clancy


que no habían recibido llamada alguna de Tatiana. A sus insisten­

218
tes preguntas, siempre le respondían lo mismo: «Te llamaremos si
viene o telefonea. Hasta el momento no sabemos nada de ella».
Tampoco sirvieron sus quejas a la Central de Inteligencia por ha­
ber permitido la intromisión del FBI. Al contrario; como respuesta
recibió una bronca: él era el responsable por dejarla en lugar
poco seguro, y por la certeza de que el plutonio había salido de
Rusia ante sus propias narices. Cuando alegó la originalidad del
sistema de transporte empleado, fue casi peor. Había sido una
estupidez por su parte no haber plantado cara a la moscovita
cuando le sobrevinieron las primeras sospechas, se decía Nat.
Su jefe le hizo llegar la declaración del soviético que impli­
caba a Tatiana en la operación. El hizo una tenaz y razonada
defensa de su compañera que, en principio, dejó al director de la
CIA satisfecho. En fin, pensaba Nat, todo se había complicado
hasta extremos inusuales. Y en esta ocasión más que otras veces,
al tener el corazón desgarrado por su falta. Ni siquiera le servía
su cultivada frialdad, ni el desprecio que hasta hacía poco tiempo
sentía por todo aquello relacionado con los sentimientos. Espera­
ría, trataría de tener paciencia y confianza en ella. El jardín de la
casa de Lynn se estaba convirtiendo en una prisión agobiante, en
el que la belleza de las plantas que lo llenaban a rebosar, queda­
ba borrada por sus hondas preocupaciones.

Treinta horas conduciendo fue una verdadera paliza para


Yolande y James. Agotados, se tiraron a la piscina nada más cru­
zar la verja de la casa. La parte más delicada del trabajo estaba
hecha: tenían armas de gran calibre. Con ellas podrían detener a
cualquier velero.
Una llamada de teléfono cerró la cita del día siguiente. Los
dos hombres que les acompañarían eran expertos marinos de su
confianza, a los que jamás un turista les había pagado veinte mil
dólares por un corto crucero. Aunque la diferencia, le dijo Yolande
al capitán, eran los peces que debían pescar. Los hombres de mar
sonrieron cuando les explicaron que eran barcos de vela. Y les
pareció mucho más fácil que los rápidos y escurridizos atunes. Es
lo que llamamos una pesca segura, dijo el maquinista disponién­

219
dose a cargar los tanques de la embarcación a su plena capaci­
dad.
-A las seis en punto estaremos en el muelle -precisó James antes
de colgar.
Después de una cena frugal, durmieron más de diez horas,
sin que la inmediata acción les alterase lo más mínimo.
Con la noche aún cubriendo esa parte de la tierra, recorrie­
ron los escasos kilómetros que les separaban del puerto de Ciu­
dad del Cabo. Un ajetreo encubridor les protegía cuando llega­
ron a los pantalones dedicados a los barcos de recreo. El Devi, un
yate blanco de más de setenta pies de eslora, aparecía radiante,
iluminado por algunas luces de cubierta que permanecían siem­
pre encendidas durante la noche. No tuvieron que llamar a nadie
para advertir de su presencia. Carel Adendof salió al pasillo de
estribor soñoliento y despeinado; su aspecto era desastrado. Ayu­
dó a los recién llegados a embarcar los bultos que traían, y los
acomodó en el salón principal.
-El Devi está listo para zarpar-les anunció el marino poniendo
la cafetera a calentar.
-Nosotros también -dijo James, dándole una palmada en el hom­
bro.
-¿Tenéis la posición de los objetivos?
-Las tenemos, pero podremos ir precisándolas a medida que na­
veguemos -explicó Yolande.
-¿Cómo es eso?
-Con una emisora de seguimiento del satélite que controla la de­
rrota de los veleros. La pondremos en marcha.
Durante unos minutos Yolande y James desembalaron las
tres delicadas piezas que componían el equipo. Lo colocaron so­
bre una mesa, subieron la antena a lo más alto del puente, y la
pantalla se iluminó. James manipuló en el teclado hasta lograr que
la emisión del Argos llegase con nitidez. Los puntos luminosos no
eran demasiado claros, pero a fuerza de mover el mando del
escáner empezaron a brillar con más intensidad.
-El primero ha rebasado ya el Cabo -dijo James sin dejar de
mirar a la pantalla.
-¿Cuántos barcos hay que interceptar?

220
-Cuatro -intervino Yolande-.
-¿Y cómo sabremos cuáles son?
-Acercándonos a ellos: no hay otra forma -precisó Verwoer que
se había vuelto hacia ellos y les miraba fijamente.
-Debemos prepararnos para zarpar si no queremos que se alejen
demasiado -concluyó Carel Adendof.
Antes de que terminase de hablar entró en la sala el capitán
Van der Spuy. Al parecer, se había duchado y acicalado para la
trascendental jornada que les esperaba. Saludó con cierta desga­
na y se sirvió un café al tiempo que preguntaba:
-¿Cuánto calculas que tardaremos en la operación? -dijo diri­
giéndose a James.
-Si todo va bien, un par de días -le respondió James.
-Lo pregunto porque hemos cargado al máximo los tanques de
combustible. Con ellos podremos navegar cinco días, siempre que
nuestra velocidad sea moderada. Después, habrá que regresar a
puerto.
-No creo que sean necesarios tantos -intervino Yolande-, Como
adversarios tendremos a indefensos veleros que opondrán poca
resistencia.
-Eso espero. Este barco puede navegar a veinticinco nudos duran­
te mucho tiempo, pero siempre que tenga cerca un surtidor de
combustible; traga galones de gasoil como si fuera agua.
-Tenemos que ser precisos en las localizaciones. Es el secreto para
ser eficaces -advirtió Verwoerd.
Un zumbido provocó que las tazas que había sobre la mesa
tintineasen con una fuerza inusitada advirtiendo de la próxima
salida. Dos marineros aparecieron por la banda de estribor para
estibar las cosas que pudieran caerse.
Van der Spuy preguntó:
-¿Cual es el primer rumbo?
-3 9 2 sur, 172 este -puntualizó James después de mirar unos instan­
tes sobre la pantalla.
-¡Vámonos!, tenemos unas horas por delante-ordenó el capitán.
-¿Cómo está el tiempo? -preguntó Verwoerd.
-En principio bien, aunque las previsiones para las próximas cua­
renta y ocho horas no son muy halagüeñas.

221
-Para cuando eso llegue, habremos terminado el trabajo -le tran­
quilizó Yolande muy segura de sí misma.
El leve movimiento fue acentuándose. El rumor de los poten­
tes motores se acrecentó hasta transformar, lo que en principio
había sido un tenue sonido, en un verdadero estruendo. El moder­
no centro comercial Victoria y Alfred, todavía dormido, eclipsó
las luces de la espléndida bahía Granger.

Tatiana Pliseckia acababa de aterrizar en el aeropuerto in­


ternacional de Ciudad del Cabo. En su bolso, un papel con un
número de teléfono. Sabía que estaba arriesgando demasiado y
que la posibilidad de encontrar un pista con tan exigua informa­
ción era mínima. Pero estaba confiada, animada a convertir una
corazonada en una verdadera conexión con aquellos a los que
perseguía.
En el moderno edificio de correos situado junto al hotel Nelson
Mount, en la calle Orange Gardens, logró que una ¡oven le ayu­
dase a identificar el número de teléfono que ella le mostraba. Se
había servido de su pasaporte para con la intención de impresio­
nar a la empleada, pero en principio no dio resultado. Después,
probó con una lúgubre historia de amor de culebrón televisivo
más cercana a la realidad, y como suele suceder, fue la que le
otorgó el favor de la joven telefonista.
El número correspondía a una sociedad llamada Paarl
Limited, cuya dirección era 37 Sea Street en Hout Bay.
La rusa apuntó los datos que le daban y salió en busca de
una librería en la cual comprar un plano detallado de la ciudad y
sus alrededores. Fue sencillo encontrar la dirección: no habría más
de veinte kilómetros hasta ese lugar. El viaje se facilitaba al tener
que seguir, tan sólo, la línea de la costa a lo largo de la playa de
Seaforth.
El coche alquilado rodó entre dunas y ásperos escarpados.
Mentalmente estudiaba lo que debía hacer para identificar al titu­
lar del misterioso número. Tendría que esperar a que alguien salie­
se del edificio.

222
El número treinta y siete de Sea Street correspondía a una
mansión rodeada de altos muros a la que iba a ser imposible tener
acceso. Entrar con algún pretexto le parecía una locura; sobre
todo por el claro acento extranjero con el que ella hablaba la
lengua inglesa. Detuvo el coche detrás de unos muros donde se
ocultaban los contenedores de basura. Allí permaneció un tiempo.
De vez en cuando pasaba un vehículo sin que advirtiese de su
presencia. Todo era quietud; un ligero viento movía las ramas de
los árboles cercanos. Eran las doce del mediodía, y por el aspecto
que presentaba la casa, intuyó que tendría que esperar. Un aire
limpio y puro, que llegaba humedecido desde la cercana mar,
envolvía el lugar y lo bañaba con variados perfumes africanos.

223
224
DIECIOCHO

Amplios senos, que se abrían como valles, se sucedían a


medida que el Devi surcaba la mar a más de veinte nudos. De vez
en cuando, el capitán tenía que reducir la marcha para evitar que
la embarcación diese un fuerte pantocazo. Esto sucedía después
de que hubiese dado ya un par de avisos en forma de pronuncia­
das cabezadas, que anunciaban la llegada de una mucho más
violenta. El barco quedaba atrapado entre dos montañas cuartea­
das y deslizantes, con el paso cerrado a proa y a popa. Daba la
sensación de que el día comenzaba a declinar, y el color del cielo
se tornaba de un tono marino tornasolado. Las sinuosas y quebra­
dizas paredes resbalaban sobre sí rompiéndose estrepitosamente
en millones de fragmentos blanquecinos, que terminaban su incier­
ta carrera estrellándose contra las amuras del Devi. En esos mo­
mentos Yolande y James tenían que dejar de mirar a través de sus
prismáticos. Segundos después, el yate se elevaba lentamente hasta
alcanzar la cumbre de la montaña que tenía debajo. En la cima
se detenía, y un ruido desgarrador llegaba hasta el puente,
poducido por el giro en el vacío de sus dos hélices. Los cuentarre­
voluciones se disparaban alcanzando la zona roja. Un leve movi­
miento de los mandos los retornaba a la normalidad. Después, el
barco salía de nuevo lanzado por la pendiente de la ola que llega­
ba. Era un juego al que involuntariamente se veían sometidos. Su
horizonte en las crestas era infinito; todo el que les permitía con­
templar la curvatura terrestre. Pero en la parte baja de los senos
quedaban ciegos, atrapados entre las montañas de agua que les
flanqueaban. Para poder otear la mar, tenían que estar atentos a
la marcha del Devi, y hacerlo justo, cuando la embarcación alcan­
zaba la parte alta de las olas.
El capitán Van der Spuy cotejaba cada diez minutos las po­
siciones que su navegador por satélite le remitía con una precisión
de metros. Carel Adendof, su segundo, trazaba en la carta el
rumbo que llevaban, hasta que una nueva indicación del aparato
corregía sus apreciaciones.

225
Velocidad, tiempo y derrota, eran todos los parámetros que
se necesitaban para trazar una buena estima; pero si además
tenías la oportunidad de verificarla cada cierto tiempo con los
datos que recibías desde el espacio, el juego y la emoción habían
terminado. El ordenador, en el que después se introducían todos
esos datos, se encargaba de procesar las informaciones y señalar
el nuevo rumbo para llegar a la posición que, de antemano, le
habían pedido; también les marcaba el tiempo estimado hasta el
punto deseado, en función de un abanico de velocidades que te
proponía según el estado de la mar. Y guardaba para sí las deri­
vas, declinaciones y corrientes, que sólo tenía en cuenta para in­
formar, pero nunca para mortificar al marino con demasiados datos
y números.
Si seguían navegando a esa velocidad, llegarían hasta el
primer destello luminoso antes de transcurridas tres horas; eso si la
mar no iba en aumento, como realmente estaba sucediendo.
Hacía varias horas que perdieron por la popa la línea de la
costa, en la que había resaltado imponente la montaña de la Ta­
bla. La bruma aumentaba a medida que se alejaban de tierra: les
acompañaba silenciosa en la distancia. Nadie parecía nervioso,
pero todos los tripulantes del Devi llevaban reflejado en el rostro la
duda de una inusitada cacería en un medio tan hostil.
James había descendido a la cámara principal para montar
las armas y cerciorarse de que sus componentes estuviesen perfec­
tamente ajustados. Repasó los percutores, y sacó y metió repeti­
das veces los cargadores, escuchando que, los pestillos que da­
ban a las balas acceso a la recámara, emitiesen el característico
clic con el que suenan cuando todo está en orden. Por la puerta
trasera de la cabina apuntó hacia un supuesto enemigo que sólo
él logró colocar en el umbral de su imaginación.
Yolande se le acercó y le besó, al tiempo que pasó los bra­
zos por su cintura y le oprimió con fuerza.
-Cuando esto termine -le anunció James-, te llevaré lejos de aquí.
Viviremos entre blancos sin que tengamos que soportar la eterna
presencia de tanto negro salvaje y tanta miseria a nuestro alrede­
dor.

226
-Tampoco nos ha ¡do tan mal -alegó antes de darle un sonoro
beso en los labios.
Un murmullo, que aumentó de intensidad en poco segundos,
les advirtió que algo pasaba. Cuando se encaramaban ya por la
escala que les conducía al puente, oyeron la voz de Adendof.
Subieron los incómodos escalones de tres en tres. El capitán tenía
unos prismáticos colocados en los ojos y hablaba para todos en
alta voz:
-Allí tenemos nuestro primer pescado -observó pasando los bino­
culares a James.
Este los tomó y los dirigió hacia el horizonte. Un pequeño
punto blanco aparecía recortado contra el cielo. Verwoerd cotejó
la pantalla de su ordenador, y vio la poca distancia que separaba
a los diferentes puntos luminosos.
-Debe ser el primero -advirtió mirando al capitán.
-Lo es. El resto los tenemos por popa; exactamente al noroeste -
puntualizó Adendof.
-¿Cómo hemos podido alcanzarlos tan pronto? -quiso saber
Yolande.
-Porque durante cinco horas hemos navegado tangencialmente a
sus derrotas -le explicó el capitán.
-¡Ahí lo tenemos! -exclamó James que seguía mirando a través de
los prismáticos.
Yolande sacó del bolsillo trasero de su pantalón una hoja de
papel. En ella aparecían anotados ios nombres de los veleros.
A la distancia que estaban, tardarían en poder leer las letras
de su casco. Los cuatro nombres bailaban en la cabeza de James,
deseoso de que ése fuera uno de ellos. Una captura en tan corto
espacio de tiempo daría moral a la tripulación, pensaba.
El Devi saltaba de forma inusitada al haber aumentado en
cinco nudos su velocidad. Van der Spuy dio un poco más de
máquina ante el inminente contacto. Sabía que, no era lo más
prudente, pero le daba lo mismo; tan sólo serían unas millas.
En el puente todos permanecían en silencio, atentos a la
mancha blanca que poco a poco iba aumentando de tamaño. El
ronroneo de los motores y las cavitaciones de las hélices eran los
únicos sonidos que escuchaban. Profusas cortinas de espuma cruza­

227
ban la proa del Debí, que se defendía de la marcha incorrecta
que le habían puesto, frenándose contra las olas.
Adendof se volvió al capitán con una mirada que no necesi­
tó de más explicaciones. Tenía que reducir máquina si no querían
dañar alguna parte vital de la embarcación. Desplazó el mando
hacia atrás permitiendo que el barco se moviese con más comodi­
dad entre las masas de agua que empezaban a aumentar consi­
derablemente de tamaño.
Verwoerd creyó leer un nombre sobre la blanca amura del
velero. Pero una vertiginosa bajada hasta la sima de un pronun­
ciado seno le dejaron a medio camino. Le pareció haber visto una
a y una m. Al subir de nuevo hasta la cresta exclamó con rabia:
-¡N o es de los nuestros!
-¿Cómo se llama? -preguntó Yolande tratando en vano de identi­
ficarlo con sus prismáticos.
-Olimpia -le aclaró James.
Para los veleros siempre es un peligro cruzarse con los bu­
ques a motor. Y, aunque las leyes de la navegación dan preferen­
cia en las maniobras a las embarcaciones impulsadas por el vien­
to, nadie las observa. Al cabo del año, son muchos los barcos de
vela que desaparecen por estas causas; es la eterna lucha de David
contra Goliat.
El empuje ascensional del agua desplazaba el casco del
Devi hacia arriba: lo dejaba indefenso e inerte por falta de propul­
sión. Una situación como ésa requería un gobierno cuidadoso,
especialmente en el manejo de los mandos. Avante poca, stop. De
nuevo avante para compensar la ola que llegaba.
Por fin la esbelta silueta del Olimpia cruzó ante ellos a me­
nos de trescientos metros.
Verwoer estaba de nuevo concentrado en la pantalla de su
ordenador donde seguían brillando las posiciones del resto de
participantes. Los dos siguientes estaban doscientas millas más
atrás, lo que representaba al menos quince horas.
Aunque el verano reinaba sobre el hemisferio sur, el frío
intenso del atardecer comenzaba a dejarse sentir. El paralelo cua­
renta, cruzado hacía poco más de treinta minutos, les introducía
en un Océano siempre gélido y sobrecogedor. Parecía que hubie­

228
sen cambiado de lugar de navegación. El agua se había tornado
de un color más grisáceo, plomizo, siniestro y desafiante. Dejaron
atrás las paletas de tonos azules que se refractaban contra un
cielo que siempre permitía al agua tomar de él sus variados colo­
res. Apenas quedaban un par de horas de luz. El contacto tendría
lugar en plena noche. No parecía que el estado del tiempo se
desataría en las tres o cuatro horas siguientes, pero la tendencia
era clara; empeoraba. Unas nubes onduladas teñidas de plata,
que bajaban y subían constantemente sobre sus cabezas, así lo
indicaban. También la temperatura comenzaba a descender y la
visibilidad disminuía. Para acabar de confirmar la previsión, un
viento racheado hizo acto de presencia.
La noche llegó con la misma velocidad con la que el viento
aumentó. Un potente foco, situado sobre el puente y que se dirigía
con precisión desde él, era el encargado de iluminar la superficie
de la mar. Las cincuenta toneladas del Devi le daban por el mo­
mento estabilidad y buen gobierno, a pesar de unas olas rompien­
tes y desafiantes de más de cinco metros de altura.
Entre las invisibles nubes, que debían correr alocadas sobre
ellos, de vez en cuando divisaban unas titilantes estrellas, cuyos
alegres brillos eran mitigados por los profusos rociones que la
embarcación elevaba al aire cada vez que una ola les alcanzaba.
Las reverberescencias que el agua efectuaba, se convertían, en­
tonces, en formas efímeras y dislocadas. Pero en el puente todo
era confort y relativa seguridad. No así en la cabina principal
donde habían tenido que trincar los muebles y adornos para que
no saliesen despedidos.
Yolande y James permanecían echados en las butacas con
los ojos abiertos, sintiendo en sus cuerpos los encabritados movi­
mientos del Devi. Había momentos que parecía que saldrían des­
pedidos; pero al tensar las piernas y los brazos, lograban sujetar­
se en el último instante.
Adendof, el segundo, seguía atento el rumbo del compás:
milla a milla se aproximaban a los dos objetos. Cuando sacaba la
cabeza por la escotilla del puente para mirar por los prismáticos
infrarrojos que llevaba colgados del cuello, un aire frío golpeaba
su rostro, al tiempo que las gotas de lluvia barrían su cara. Encen­

229
día el potente foco y miraba en la dirección de la marcha. Las
crestas de las olas, espumeantes y rotas, se acrecentaban al reci­
bir el haz luminoso, dándoles vida propia. Una de las veces, le
pareció distinguir algo entre las espumas: trató de fijar el foco
sobre ello pero...
-¡Sí! -afirmó en voz alta-. Ahí está otro.
Desde la distancia sólo podía apreciarse el destello que pro­
ducían las velas al ser iluminadas por el rayo de luz, pero teñidas
en ese color verdoso característico de los visores infrarrojos. La
intensidad del temporal, que sólo estaba en sus inicios, las ocultó
de nuevo sin que le diese tiempo a precisar otros detalles
-¡James! -llamó Adendof asomando la cabeza por la escalerilla
de acceso al puente.
Este llegó con celeridad.
-¿Dónde? -quiso saber Verwoerd, que resoplaba por la carrera.
-Espera a que la ola lo alce y lo distinguirás.
El capitán Van der Spuy había reducido la marcha y sujeta­
ba al Devi con el timón entre las brutales acometidas que recibía.
Con ese tiempo no podía reducir la marcha en exceso: se queda­
ría al capricho del viento y las olas. Con mano firme manejaba el
mando intentando transmitirle la sutileza de un violinista que
acariciase las cuerdas de un Estradivario.
Asomados al ala del puente, James y Adendof trataban de
precisar las letras. El velero parecía vacío.
-¡N o hay nadie! -aseguró Verwoerd.
-En la siguiente ola lo tendremos totalmente de través..., I..., o,
o... Looping.
-¡M ierda!, no es de los nuestros -protestó James golpeando con
fuerza la manilla de la puerta.
-Entremos a comprobarlo; hay otro muy cerca -dijo el segundo.
Una vez en el interior del cálido puente se centraron en la
pantalla de radar; situaría al velero mejor que el satélite. Estaban
demasiado cerca como para precisar su posición. Los rebotes de
las olas les engañaban constantemente. Pero..., en el centro había
un destello que parecía tener más fuerza que los otros; además, se
movía con más lentitud.
-Ése debe ser -precisó Adendof.

230
-¿Dónde está el que tenemos delante? -preguntó el capitán.
—¡Ahí! -contestó el segundo mostrándoselo en la pantalla-. Pero el
otro no puede estar muy lejos -añadió.
-Amplía la cobertura del radar -ordenó Van der Spuy.
La verdosa pantalla alargó el alcance de las señales lumino­
sas que la llenaban. Era como si se hubiese alejado. Y en realidad
era lo que acababa de suceder. Tras un concienzudo estudio de
los parpadeos luminosos que recibía, de nuevo uno destacó entre
los demás.
-Lo tenemos muy cerca -aseguró el capitán-. Exactamente a ...,
treinta millas al este -precisó después de medir con el transporta­
dor de ángulos el espacio que les separaba del objeto. Pondre­
mos rumbo a él -añadió.
El potente foco seguía barriendo la mar, y los ojos de los
tripulantes continuaban también fijos en el sinuoso y líquido hori­
zonte que debían adivinar frente a ellos.
Entre ansiedades y conjeturas pasaron dos interminables
horas. La señal radar les indicó al fin que tenían el objeto muy
cerca.
-¡A babor! -ordenó Adendof que no se había separado en todo
ese tiempo de la pantalla.
-¿A qué distancia? -preguntó el capitán.
-Menos de una milla.
Cada vez que el haz de luz recorría el espacio que tenían
delante, monstruosas formas acuáticas se precipitaban sobre ellos
anegando la cubierta del barco y ocultándolo bajo las espumas.
Una luz oscilante parecía querer destacar en la noche; pero los
rociones se lo impedían.
-¡Ahí está! -exclamó la sudafricana con sorpresa.
La silueta de algo que se movía sobre la superficie de la mar
apareció ante ellos. Luego, cuando la ráfaga luminosa incidió de
nuevo, pudieron ver los brillos de las velas al contacto con la luz.
El nombre se distinguía con claridad en su amura de babor;
Coffeyville, decía.
-Este tampoco es -anunció James denotando enojo en su voz-,
¡Joder! ¿Dónde están los nuestros?

231
Descartaron los fres veleros que ya habían visto y se centra­
ron en los parpadeos siguientes. En el radio de cien millas había
cuatro luces más: al menos algunos de esos barcos eran sus obje­
tivos. Tenían el mismo rumbo que los anteriores y cruzarían sus
derrotas si mantenían esa posición.
El capitán estaba intranquilo con el cariz que estaba toman­
do el tiempo. Los partes de Ciudad del Cabo compartían sus ma­
los augurios. Una fuerte depresión cruzaría de oeste a este en las
próximas horas. La velocidad del viento subiría hasta los cincuen­
ta nudos, y las olas crecerían hasta alcanzar los doce metros de
altura. Eso sin tener en cuenta que, en aquellas alejadas regiones,
las previsiones meteorológicas siempre solían quedarse por deba­
jo de la realidad.

Tatiana observaba la entrada de la casa desde el interior de


su coche. Durante la prolongada vigilia se había preguntado quién
de ese país podía estar implicado en el asunto del plutonio. Y no
lograba encontrar conexiones convincentes que le acercasen al
centro de la cuestión. Se le hacía difícil relacionar plutonio con
barcos, Sudáfrica, Moscú y Les Sables D'Olonne. Con la precisión
con la que había oído a Nat deducir situaciones, fue imaginando
los posibles vínculos; pero siempre llegaba a la misma pregunta.
¿Por qué allí?, y, ¿cómo mandarían el plutonio hasta Corea?
La cancela de la casa sólo se había abierto para dejar en­
trar a una furgoneta de suministros. Un poco más tarde, el carte­
ro entregó unos sobres en la garita que había situada en la parte
derecha del muro. Por lo demás todo era quietud.
Al llegar la noche, se acurrucó en el asiento, lo reclinó y
trató de conciliar el sueño tapada con el abrigo. Intentó imaginar
su vida en América. Sería fácil olvidar los años de penuria vivi­
dos. Un patriotismo del cual ahora todos renunciaban, incluidos
sus fundadores, era un mal recuerdo y una absoluta pérdida de
tiempo. Los de su clase habían sido también enemigos de esa
estúpida ¡dea de igualdad. Se podría haber dado, solía decir su
padre, pero sólo con la condición de que no hubiesen sido huma­
nos sus protagonistas. No obstante, había algo en las brillantes y

232
redondeadas cúpulas de San Pefersburgo que le hacía recordar­
las con añoranza. Así como el misterioso silencio que aún reina en
ellas, envueltas en tristes historias, que sin conocer bien la razón,
le hacían sentir extraños anhelos, y recorrían su cabeza produ­
ciéndole tristeza de lo que fue, pudo ser y ya nunca sería.
La casa seguía iluminada en la distancia como una antorcha
y, el viento del oeste que acababa de levantarse, movía los faro­
les, desparramando sus hazes luminosos en caprichosas direccio­
nes. Se originaba un ruido cuando pasaba entre los barrotes de la
verja, componiendo una monótona sintonía de Fa, Fa Sostenido, y
a lo sumo algún Sol.

Nat Clancy había pasado la tarde en casa de su hermana


pendiente del teléfono. No sabía por qué, pero tenía la secreta
esperanza de que Tatiana llamase. Desde su embajada en Moscú
no le habían podido dar ninguna información que le complaciese.
Al contrario, las nuevas que le transmitían le ponían aún más ner­
vioso.
Un confidente, que alternaba sus servicios con las diploma­
cias de otros países dijo que, la llamada mafia de Siberia la esta­
ba buscando. Al parecer se sentían traicionados con su desapari­
ción. El saberla perseguida creó en Nat más angustia, si eso ca­
bía ya en su atormentado estado de ánimo. Además, él conocía
mejor que nadie los implacables métodos con los que las bandas
rusas resolvían esas cuestiones.
La tirantez que se respiraba en Washington por las reitera­
das negativas de Laos a reconsiderar su postura permitiendo la
entrada a los supervisores nucleares, caldeaban aún más el am­
biente.
A lo largo del día tuvo que responder a las impertinentes
preguntas del FBI, que intentaban hacerse con el control del
asunto. Como siempre que chocaban estos dos cuerpos de seguri­
dad, al final era la CIA la que acababa por no decir nunca la
verdad; y eso les achacaban. Mientras que los angelitos del super
cuerpo policial parecía que tenían la exclusiva de las buenas ac­
ciones y la total entrega a las causas patrias.

233
-¡Qué cojones harían esos imbéciles sin nosotros! -protestó Nat
en voz alta-. Se creen que todos los males del mundo se cuecen
fuera de Norteamérica. ¡No tienen ni puta idea de lo que pasa! -
prosiguió elevando el tono de su voz-. Y, sino, ahí tienen el atenta­
do de Oklahoma y la granja de Vako para entretenerse con tipos
de casa -ironizó con rabia.
Su hermana, que acabada de entrar en la vivienda, oyó su
voz y le llamó:
-Nat, ¿estás ahí?
-Aquí estoy-contestó quitando instintivamente los pies de la mesa
que tenía delante.
-¿Has sabido algo?
-De momento no hay nada. Me dicen que la están buscando en
Moscú.
-Bueno, eso ayudará.
-No mucho. Los que la quieren encontrar no son precisamente sus
amigos.
-Tranquilízate Nat, nunca te había visto en este estado; y menos
por una mujer -le calmó su hermana bajando el tono de su voz
para que no oyese el final de su comentario.
Había algo en toda esa historia que se le escapaba y, era
quizás eso lo que más rabia le daba. No estaba en el buen cami­
no. Ni en el bueno ni en el malo, se dijo Nat; estaba completa­
mente perdido.

El Devi era un punto luminoso en mitad de una tempestad ya


desatada. El viento había subido a cuarenta nudos, y la mar, se
transformaba en un complicado laberinto donde cada ola ence­
rraba un nuevo y desconocido peligro para una embarcación de
motor. Al contrario de un velero, que puede navegar con
cierta tranquilidad en esas aguas, los yates a motor se convierten
en meros corchos propulsados, en los que sus motores son su úni­
ca salvación.
Adendof fue el primero en apreciar al velero en el radar. No
estaría a más de tres millas, y aunque las pronunciadas olas pro­

234
vocaban todo tipo de rebotes a su alrededor, la señal era clara.
-Se conoce que lleva un buen reflector de radar -aseguró antes
de advertir a James.
Fueron acercándose al buque aún oculto a la vista. El foco
barrió la mar; su pulido casco resaltó entre las olas.
-Desde luego estos tíos tienen dos huevos -dijo el capitán en un
puro acto reflejo.
Sobre un casco rojo pudieron leer la esperada palabra:
Discovery. En la siguiente ola, que elevó al velero hasta casi tocar
las nubes con la perilla de su palo, completaron el nombre. Die­
ron una pronunciada virada por detrás cuando dos olas consecu­
tivas le dejaron espacio. Trató de surfear sin perder la dirección
de la proa. El barco estaba a poco más de diez metros por la
banda de estribor. A pesar de que el foco lo iluminaba de plano,
nadie salía al exterior.
Verwoerd se había puesto un grueso traje de buceo y un
chaleco salvavidas. Por su cintura había pasado un cinturón del
que colgaba un mosquetón de alpinismo. Por él, discurría un cabo
de montaña de vivos colores, cuyo extremo estaba sujeto a una de
las cornamusas de popa. Si lograba embarcar, accionaría el mos­
quetón y permitiría que la cuerda se liberase. Colgado en la rega­
la, agachado como un gato, con el arma cruzada por la espalda
y un pequeño saco de plástico sujeto a la cintura, esperaba el
momento de saltar.
Los desordenados bandazos que daba el Devi, contrasta­
ban con el firme rumbo que mantenía la embarcación impulsada
por el viento.
Dos metros les separan. Si Adendof daba un golpe de timón
en la cresta siguiente, donde ambos buques se detendrían, embar­
caría sin dificultad. La escora a babor que llevaba el velero ponía
más a su alcance la regala.
En la cresta de la siguiente ola, el Devi lo embistió,
desplazándolo un poco de lado y emitiendo un siniestro crujido.
En las décimas de segundo que ambas naves permanecieron jun­
tas, borda con borda, Verwoerd saltó agarrándose a los candele­
ras. Abrió el mosquetón, y el yate se alejó unos metros.

235
Del tambucho de la cabina salió la adormecida figura de un
hombre. No tuvo tiempo de preguntar nada. Para cuando quiso
hacerlo, James le había golpeado con la culata del fusil.
Desde el barco de motor vieron cómo el hombre caía.
Verwoerd saltó dentro y no tuvo dificultad para llegar hasta la
base del palo y meter su mano bajo el mismo. Sacó un pesado
paquete envuelto en materiales plásticos. Lo introdujo en la bolsa
y salió de nuevo al exterior.
Con otra pronunciada ola, que levantó ambos barcos a un
tiempo, los careles quedaron a la par. Rechinaron las bordas y el
palo del Discovery crujió como lamentándose. La luz del foco hizo
que en la cubierta del velero se hiciese de día. James agarró la
regala de popa y quedó colgado de ella. Los barcos se separaron
unos metros; la siguiente ola volvería a juntarlos y lo aplastarían.
Yolande gritó, mientras dos marineros trataban de embar­
carlo tirando de sus brazos. Un cabeceo a estribor tomando iner­
cia, otro leve a babor lanzando la masa del barco, y al siguiente
toparían de nuevo.
Instantes antes de que se produjese el contacto, Verwoerd
salió por el aire jalado por los brazos de los marineros. Luego, un
potente y desagradable crujido indicó lo que hubiera pasado con
su cuerpo si no hubiese podido embarcar a tiempo.
Ya en la bañera, descolgó el arma y dejó salir de ella dos
potentes ráfagas que agujerearon el casco del velero en diferentes
lugares. Las astillas de fibra saltaban por todas partes. Tres, cuatro
y hasta cinco ráfagas más dejaron el casco y la cabina converti­
dos en un verdadero colador; pero de momento el Discovery se­
guía su navegación manejado por el piloto automático. Quiso ti­
rar el palo con varias ráfagas más, pero los impactos no fueron
suficientes como para romper las duras capas de carbono con las
que estaba construido.
Yolande llegó hasta él con una pesada arma en sus manos.
Tenía instalada en su punta una voluminosa granada de fusil. Se la
entregó sin mediar palabra, y James apuntó con precisión a la
parte más baja del casco.
Una estela rojiza iluminó la noche y cruzó la corta distancia
que les separaba. Después, una gran explosión partió el barco

236
por la mitad, dejándolo tumbado sobre su amura de estribor.
Poco a poco la bravia mar fue tragándoselo, dejando cons­
tancia de su presencia por las burbujas y las entrecortadas espu­
mas que barrieron los restos que quedaron a flote.
Con la luz del proyector todo parecía más tétrico. Después,
desapareció en la procelosa mar, ocupando las olas el lugar don­
de antes había estado el velero. El blanco de las espumas y el
negro de las aguas fueron de nuevo el iluminado horizonte que
divisaban.
La tripulación se agrupó alrededor de la pantalla del radar:
otros tres puntos luminosos, situados en un radio de cincuenta mi­
llas, mandaban sus rebotes hasta el aparato.
-Ese de la derecha es el más cercano -aclaró el segundo oficial,
Adendof.
-¿Qué hora es? -preguntó Yolande.
-Las seis de la mañana. Enseguida amanecerá -le respondió el
capitán.
-Será mejor que abordemos a los otros con la luz del día -alegó
James-. No quiero repetir las acrobacias de esta noche.
Con una claridad mortecina, el nuevo día trataba de hacer­
se un sitio entre las nubes bajas y las montañas de agua que cu­
brían el horizonte por el este. A las siete de la mañana apenas
parecía que fuese de día. Las espumas y rociones que impregna­
ban el limpio aire de los mares australes, envolvían el amanecer
en una penumbra triste y angustiosa. No tardarían más de diez
minutos en divisar el próximo velero, advirtió el capitán que ya
tenía marcado en su rostro las largas horas pasadas sin dormir.
Sólo el café y los pitillos les mantenían despiertos.
El verdoso casco del Bagages Globall se acercaba a gran
velocidad. Podía distinguirse en la popa una pequeña figura ves­
tida de rojo. La embarcación hizo una profunda guiñada con la
intención de apartarse del Devi.
-No va a permitir que le abordemos -anunció Adendof.
-Es igual, acercaros. Ya veréis si se detiene -dijo Verwoerd desa­
fiante mientras bajaba a la cabina para coger su arma provista de
mira telescópica.

237
Desde la bañera de popa no tenía tan buena visión. Subió
de nuevo al puente y salió a la brazola de babor. El velero había
cambiado el rumbo y se alejaba de la derrota del Devi.
-¡Ese hijo de puta no nos lo va a poner fácil! -se quejó James
apuntando.
El capitán aumentó la velocidad para aproximarse. Pero el
velero navegada muy rápido en popa cerrada con un genovés
atangonado y la mayor rizada.
-¡Corre demasiado! -advirtió aumentando las revoluciones del
motor.
-Podemos adelantarle -replicó Yolande.
-No con esta mar. Si se aleja más, lo veo imposible -le contestó
Van der Spuy.
Verwoerd seguía concentrado en la mirilla de su arma de
repetición calculando en cada cresta el espacio de tiempo que
había hasta la siguiente. Veía el cuerpo del navegante con razo­
nable claridad, pero se daba cuenta de que el velero era muy
rápido; en pocos minutos les dejaría atrás. No podían permitírse­
lo, pensó.
Del cañón del arma salieron dos proyectiles. El primero fa­
lló, pero el segundo, ayudado por las olas que corrigieron su tra­
yectoria, dio en el blanco. A! instante, la figura roja que se obser­
vaba desde el puente, se dobló sobre sí como un muñeco de goma.
El barco, por el momento, mantuvo su rumbo.
Desconectado el piloto automático, el velero salió en escan­
dalosa orzada. Las manos de su patrón no pudieron retener el
timón en el momento que la nueva ola que le perseguía, lo dejó al
borde de un auténtico precipicio. El Globall se cruzó a la mar, y
sus dos palos tocaron con la perilla la superficie de la pared que
tenía debajo. Todo parecía indicar que iba a volcar. Cuando la
escorada era más pronunciada, se adrizó y orzó al viento, que­
dando detenido con las velas golpeando en cuantos aparejos en­
contraban en su flameo.
El yate recorrió el escaso trayecto que le separaba de él.
Repitieron la operación de abordaje poniéndose a’ su altura. Espe­
raron a que las olas los elevasen para proceder a! contacto. Como
en el caso anterior, James saltó con agilidad. Desapareció unos

238
instantes en el interior, y regresó a cubierta con la bolsa de su
cintura repleta.
El cuerpo sin vida del navegante yacía en un charco de
sangre en el fondo de la bañera.
La operación de regreso fue más precisa. La luz del día les
ayudó. Con el violento choque, el velero se partió por la popa.
Como la vez anterior, apuntó una granada de fusil contra la línea
de flotación. Una explosión, amortiguada por las olas que lo em­
pujaban y cubrían, fueron lo último que vieron del Bagages Globall.

239
240
DIECINUEVE

En París, Acetó vio cómo los destellos luminosos de las bali­


zas de Tobin y Arnaud desaparecían del panel de control, sin que
existiese explicación alguna para ello. Por los diferentes sistemas
de radio quisieron comunicar con ellos, pero fue en vano; nadie
contestó a sus llamadas.
Acetó, al igual que otras veces, pidió al jefe de servicios del
satélite GO M EC que hiciese una aproximación a esa zona para
tratar de localizar a los desaparecidos. Les dio su última longitud y
latitud y la hora a la que dejaron de recibir la señal; pero GOM EC,
en ese momento, viajaba lejos del lugar. Deberían esperar un par
de horas hasta que llegase a esa parte del Globo Terrestre. Ten­
drían que cambiar la trayectoria del aparato; operación hartamente
delicada y costosa. Por eso, la negativa del jefe de operaciones,
vino confirmada después por el director del proyecto.
-Nos aproximaremos cuando el satélite llegue a esa latitud; pero
no le podemos prometer resultados -le advirtió por teléfono.
-Se lo agradezco de todas formas -respondió Acetó habituado
como estaba a tener que dorar la píldora a toda esa legión de
jefecillos y funcionarios, que hacían de su incompetencia el muro
infranqueable a todo pensamiento propio.
-Me temo lo peor -auguró nada más colgar el auricular.
El técnico que le acompañaba le miró con fingida preocupa­
ción sin decir nada: el compromiso y la responsabilidad de lo
acontecido le quedaba muy lejano. A pesar de las personas que
le rodeaban y de los sofisticados aparatos que tenía, Jeantot se
encontraba perdido, y sintió el seco sabor de la soledad.
La sala quedó de nuevo en silencio, sumida en ese tono
mortecino que siempre reflejan las pantallas al impregnar con su
luz las blancas paredes.

-Ahí hay otro -señaló Yolande con alegría.


Y no era para menos. Habían logrado recuperar dos kilo-

241
gramos de plutonio en perfecto estado que, sumados al recogido
en España, hacían tres. El trato estaba cumplido. El resto, serían
su seguro de vida. Y si los primeros eran importantes, éstos últimos
lo eran aún más.
-¡Viene a una endemoniada velocidad! -precisó el capitán que se
esforzaba para mantener el rumbo.
Tenía las manos doloridas de tanto hacer fuerza en el timón
y en los mandos que imprimían revolución a los motores.
-Trataré de que el barco se pare como antes -anunció James, que
ya había cogido su rifle de mira telescópica y se dirigía al ala de
babor.
El velero venía muy rápido. Seguramente a más de veinte
nudos, produciendo enormes bigotes en sus amuras. Daba la sen­
sación de estar impulsado por potentes motores. Nadie lo gober­
naba.
-No tienes a quién tirar -se quejó Yolande, viendo que el barco
pasaría demasiado rápido frente a ellos.
-Iremos a interceptarle -resolvió Adendorf.
El capitán intuyó lo que se proponían: era una locura abor­
darlo; pero era la única solución a mano. El Devi no podía nave­
gar a más de diez nudos con semejante mar.
-¡Vamos a por él! -les animó Verwoerd apretando los dientes y
bajando a la bañera de popa para comenzar la maniobra-. No
os preocupéis; todo lo que se rompa corre de mi cuenta -añadió
antes de desaparecer por las estrechas escaleras.
La proa del Devi se dirigía ya contra la blanca estructura del
velero. Cien metros escasos les separaban. Pero la velocidad del
Barras y Estrellas, así se llamaba el barco, era escalofriante; sobre
todo para una embarcación impulsada sólo por el viento. El pa­
trón seguía sin aparecer en la cubierta.
Se produjo un golpe seco. La inercia del impacto movió apa­
ratosamente ambas embarcaciones, pero la peor parte la llevó el
velero; su banda de babor quedó abierta por una grieta de más
de un metro.
Verwoerd había embarcado ya en él, y corría hacia la popa.
Por el tambucho de la cabina apareció la cabeza del patrón con
expresión de horror en su rostro. Cuando vio al intruso junto a la

242
base del palo, comenzó a proferir todo tipo de insultos. Dos secos
disparos acabaron con la incipiente bronca.
Las embarcaciones, enganchadas, formando una sola, deri­
vaban bajo el impulso de las olas.
James regresó a la cubierta, y logró sujetarse al balcón
de proa cuando el Devi retrocedía invirtiendo el giro de sus moto­
res. Colgado de los brazos, buscó con las piernas una posición
donde sustentarse. Con el impulso, la hebilla de la bolsa que lleva­
ba en la cintura se abrió. El siguiente movimiento provocó que
ésta cayese. Un grito de rabia salió de su garganta cuando notó
que le faltaba. Quiso cogerla en el aire soltando unas de las ma­
nos, pero el peso de su cuerpo le precipitó al agua. Tiró de la
válvula del chaleco salvavidas, y éste se infló de inmediato.
Yolande observaba la escena paralizada por el pánico. Pero
el Devi también estaba en peligro; su velocidad era superior a la
de las olas. Al remontar la vertiente de barlovento de cada una de
ellas, la inercia del barco disminuía, de modo que cuando alcan­
zaban la cresta, tenían sólo un pequeño margen de velocidad por
defecto sobre la ola. Rebasada la cumbre, la proa caía vertigino­
samente, al tiempo que la propia gravedad aceleraba la mar­
cha.
-Lanzar cabos por popa -ordenó el capitán.
Trataba de sujetar la nave y frenar las aceleraciones produ­
cidas por las pendientes. Al mismo tiempo serviría para que
Verwoerd se sujetase a uno de ellos.
Una pasada junto al bulto rojizo que flotaba, bastó para
que el sudafricano se agarrase. El traje de buceo le había salvado
y, aunque sus manos estaban ateridas, conservaron el calor sufi­
ciente para poder tirar del cabo. Adendof le esperaba en la plata­
forma de popa con un bichero.
Embarcar de nuevo fue todo un placer, y mitigó un tanto la
pérdida de la valiosa mercancía. Pasados esos primeros minutos
de ansiedad, James juró en africaner. Cuando se le terminaron los
insultos dijo:
-¡Ahora por cojones tenemos que recuperar el último!
Mientras hablaba, miraba a Yolande que aún no se había
recuperado del susto de verle en el agua.

243
-Lo importante es que estés bien -dijo ésta-, ¿Por qué soltaste la
línea de vida?
-La dejé sujeta a un candelero. Cuando regresé de la cabina, no
me acordé de engancharla.
-Tranquilízate -le animó Yolande acercándose y pasando una mano
por su cintura.
-¿No lo entiendes? Si no hay plutonio, se acabó la buena vida.
-Encontraremos ése último barco -aseguró Yolande para animar­
le.
-¿Cuál falta? -preguntó el capitán.
Yolande repasó la lista arrugada que sacó del bolsillo de su
chaquetón. Después, dijo:
-El Peregrino

244
VEINTE

El Comodoro había superado ya esa fase de la navegación


en la que el cuerpo protesta contra el comportamiento que es ne­
cesario adoptar en un velero de regatas oceánico. Y, ese acopla­
miento, aún se hacía más difícil, cuando su objetivo consistía en
circunnavegar el Planeta sin escalas.
El paso del día a la noche se producía de una forma imper­
ceptible; la actividad era la misma. El sueño había que repartirlo a
lo largo de las veinticuatro horas que la Tierra giraba sobre sí
misma. Para él la única diferencia residía, en que las múltiples
maniobras que realizaba a lo largo de la ¡ornada se ejecutaban
con luz, y podía ver cuanto le rodeaban, o, en plena noche, guia­
do tan sólo por el tacto y la percepción. Pero este hecho tenía
poca importancia. El era capaz de manejar todas las partes del
barco con los ojos cerrados. Además de atender a cuantos ajuste
requerían instrumentos y cabos, sin apreciar la diferencia entre la
claridad y la oscuridad. A fuerza de ejecutarlas, había convertido
las maniobras en precisos actos, en los que el razonamiento ape­
nas tomaba parte. Igual que un ciego, eran sus más elementales
sentidos los encargados de guiarle tanto de día como de noche. El
olfato, el oído, el tacto, y cómo no, la vista, se conjugaban de
forma espontánea, provocando en él respuestas contundentes y
acertadas a los problemas que planteaba la embarcación.
Pero había otras sensaciones y emociones no descritas en
los tratados de biología y psicología que sólo los marinos son
portadores. No tienen nombres concretos con los que describirlas,
y de hacerlo, hubiese tenido que utilizar palabras parecidas a,
sensibilidad, intuición o perspicacia. Pero no era eso, no. En la
mar, cuando se flota liviano entre los senos de las olas, hay que
agudizar sentidos adquiridos en la infancia. El conocimiento de
los ciclos vitales de las mareas había influido en él hasta hacerle
apreciar su influencia en la luna y en el apareamiento de las espe­
cies. La subida y bajada de las aguas no ponen sus huellas y

245
marcas sólo en la geografía de la tierra, decía a menudo, también
cambian los ánimos, el humor y los flujos emocionales de la raza
humana; pero el hombre ha vivido en exceso de espaldas a la mar
como para constatarlo.
La percepción del cambio de tiempo no está localizada en
ninguna parte de nuestro cuerpo, explicaba, pero aquellos que
pasaron la niñez y la juventud ¡unto a la mar, saben adelantarse a
las imprevisibles variaciones climáticas, y la comprenden mejor.
Quizás eran tan sólo perturbaciones en el estado de ánimo más
cercanas a las cenestesia las que lograban descubrir que, una
¡ornada de viento tocaba a su fin. O, a veces, el mero olor del aire
le podía delatar todo un mundo de intrincadas sensaciones. Era
bastante más complicado separar lo meramente placentero de lo
siniestro, de aquello que le acobardaba. La mar de fondo, que él
captaba por simples mecanismos de química interior, la intuía. Al
igual que la llegada de las «tres marías», con su tercera ola mayor
que las otras. Todo ello era natural y previsible. Nadie se lo había
explicado, pero a fuerza de observarlo en las costas de su tierra
natal, lo hizo suyo, alternándolo con las cosas de la vida. De
niño, jugaba con ese libro de colores y pistas que cada mañana la
naturaleza desplegaba delante de él cuando se acercaba a los
fangos y lodos de la orilla. Y ese cruce de sensaciones e intuicio­
nes se podía extrapolar a muchos otros actos marineros. Por eso,
él sabía cosas que no estaban escritas en los libros de naútica, ni
en los extensos tratados que narran el comportamiento de los ma­
res de la Tierra. En su forma de hablar y de observar la mar, se
notaba, pero eran muy pocos los avezados observadores de
inmensidades que podían comprender cómo lo hacía.
Al Comodoro nadie le tenía que decir que la mar de fondo
llegaba antes que el viento. De la misma forma que sabía su ori­
gen: nacía por la acción de las borrascas en los puntos más aleja­
dos de los océanos. Para él estaba claro que, una noche de cielo
estrellado con buen tiempo y luna clara, rodeada de círculos muy
definidos, el amanecer le traería viento del oeste, o si acaso mal
tiempo. Desde crío se había fijado en las pistas que la naturaleza
puso a su disposición. Luego, fue necesario aprender a interpretar­
las leyendo en los inequívocos signos que deja, para que nos

246
apoyemos en ellos y descifremos los apasionantes códigos vitales
que transmite.
Trazos, nubes, senos y vientos podían conjugarse hasta es­
tablecer un imaginario atlas de sensaciones que, un día, le lleva­
rían a surcar los océanos integrado en ellos, aceptando las limita­
ciones que el hombre tiene cuando se acerca a la mar, pero sin­
tiendo esos íntimos efluvios que manda a todos aquellos que la
viven de frente.
Y mientras esos alborozados pensamientos saltaban por las
invisibles conexiones que rodean la mente humana, cómplices sen­
saciones le llegaban al Peregrino cuando cortaba las olas con
ímpetu y alegría.
Alejadas las inquietudes que siempre trataba de dejar atra­
cadas en puerto, y que al menos le costaba un par de semanas
desprenderse de ellas, y superada la zona de calmas, comenza­
ba a sentir la placidez del océano en toda su extensión. La debili­
dad y la inseguridad de estómago y pies había desaparecido
hacía muchos días. Respiraba un aire nuevo, recién fabricado en
las bajas latitudes, alejado de todos cuantos elementos le son hos­
tiles. Y esa realidad de sentirse él mismo, le llevó a reflexionar
sobre la vanalidad de las conquistas terrenales. ¿De verdad le
importaba quién ganase la regata?, o, ¿más bien se había busca­
do un pretexto para perderse por los mares del Mundo vigilado y
protegido, huyendo de la sociedad?, se preguntaba un tanto iróni­
co. Para concluir en su soliloquio que, de esta forma, tenía el
privilegio de poder mirar el mundo y sus gentes desde una pers­
pectiva diferente.
Esa mañana había sufrido dos fortísimos chubascos de vien­
to que lo tuvieron entretenido. Rizó y desrizó en cuatro ocasiones
la vela mayor y, enroscó y desenroscó las tres velas de proa bus­
cando la más adecuada. Al terminar, estaba extenuado, pero se
confortó mirando la buena marcha que por fin había logrado. El
batir nervioso de las velas se detuvo, para dejar paso a un cons­
tante rumor de viento dócil y controlado que llenaba las partes
elevadas al cielo de su velero. Durante varias horas apreció las
colas inusitadamente bajas de los aguaceros tropicales desfogando

247
su contenida fuerza: al menos, le trajeron unos grados más de
temperatura, aunque supo que, seguramente, serían pasajeros.
Por la tarde, antes de la puesta del sol, escuchó por la radio
las preocupantes noticias de la desaparición de tres de sus compa­
ñeros. Como no podía responder, oyó con atención un mensaje
dirigido expresamente para él, en la confianza de que lo escucha­
se. Decía textualmente: «Llamada de socorro para el Peregrino.
Extrema la vigilancia en la posición 40 2 sur, 212 este. No recibi­
mos señales del Discovery, Barras y Estrellas y Bagages Globall.
Repito no red...» La emisión se cortó.
Al Comodoro le indignaba la imposibilidad de responder.
Miró en la carta la situación que le indicaban y la cotejó con el
firme trazo de su estima. Pasaría muy cerca de ese punto. Hizo un
pequeño cálculo, y constató que llegaría de madrugada; posible­
mente entre las cuatro y las cinco de la mañana. Después de
introducir los datos en el ordenador, la máquina le devolvió un
misterioso papel que le indicaba el rumbo que debía mantener si
quería cortar el punto que le señalaban desde París. Dio un repa­
so a las velas con la vista y bajó a descansar. Al cerrar los ojos
para tratar de dormir, no logró conciliar el sueño alterado por las
noticias recibidas. Para conseguirlo, recordó el relato del mítico
marino norteamericano Joshua Slocum. Decía que, el piloto de la
carabela Niña se le apareció en un sueño y le dijo: «Descansa
tranquilo compañero, yo gobernaré tu nave durante la noche». Y
eso hizo; se abandonó a los hados de lo desconocido y de las
tinieblas para dar un poco de reposo a su fatigada mente y a su
vapuleado cuerpo.

El Devi navegaba rumbo al noroeste a escasa velocidad. La


mar gruesa no le permitía hacerlo de otra forma. Durante unas
horas se había hecho un silencio sepulcral en el barco. Sólo el
ronroneo de sus motores y el agua al estrellarse contra el casco,
marcaban unas pautas acompasadas y armónicas. En el puente,
Adendof seguía las precisas indicaciones del radar. Van der Spuy,
a su lado, gobernaba con pausa. Había ocasiones en las que

248
parecía que iban a ser engullidos por las implacables mares que,
de forma invisible, llegaban por la proa. Instintivamente reducía
un tercio la marcha y metía el timón a estribor: trataba de que la
embarcación no se partiese en dos debido al arrufo producido en
el casco. Unos instantes en el aire, y la salvaje cabalgada em­
prendida por la pendiente, la frenaba el capitán con un descenso
por la aleta. Era una peligrosa maniobra en la que se conjugaban
inclinación y sustento con equilibrio. El Devi bajaba derrapando,
sujeto por el escaso metro y medio de calado que tenía su casco,
y dirigido por la mayor intensidad que le daba al motor de babor
para compensar el abatimiento lateral. Y si compaginar todas esas
maniobras era difícil durante el día, en la oscuridad se convertía
en una auténtica ruleta rusa, en la que acertar en el ángulo de
descenso era el mejor premio a recibir. En esa situación, las pupi­
las de Van der Spuy se dilataban para leer en la noche las man­
chas blancas que le llegaban hasta el puente.
Dentro, en la cabina, todos esos movimientos se notaban
de una forma exagerada. Por mucho que habían trincado el
mobiliario y los pertrechos, éstos no aguantaban las fenomenales
sacudidas que se producían cuando impactaban contra las olas.
A pesar de todo, Yolande y James dormían plácidamente.
-Tengo un parpadeo claro y solitario -anunció Adendof am­
pliando el radio de acción del radar.
-¿A qué distancia? -quiso saber el capitán.
-Espera... A poco más de diez millas -le precisó.
-¿Cuál es el nombre del barco que buscamos?
-Peregrino.
Se escuchó.

El Peregrino avanzaba en ceñida abierta con génova dos


enrollado hasta la mitad y la mayor con dos fajas de rizos toma­
dos. Aunque la noche era cerrada, el Comodoro podía distinguir
el porte de las velas con sólo asomar la cabeza por la escotilla. Lo
hizo cinco veces, y todas ellas pudo regresar después al relativo
calor de la cámara. En la parte izquierda de la mesa de cartas

249
tenía encendido el radar. Por las noches lo dejaba funcionando.
Su alarma sonaría en el momento que detectase algún objeto en
un radio de diez millas.
La molesta vibración acústica producida por la alarma del
radar le despertó. Habituado como estaba a esa señal, se incor­
poró de inmediato. Frotó sus ojos y saltó de la litera. Parecía que
la mar había empeorado. Aún estaba cansado por la atenta vigi­
lancia a la que había sometido el horizonte durante la tarde bus­
cando pistas que le indicasen que sus compañeros seguían vivos.
Varias veces su corazón se aceleró por culpa de manchas, reflejos
y objetos a la deriva, para terminar, al ponerse el sol, por admitir
la dificultad de su empeño.
El velero cabeceaba como negando el aparejo que llevaba
izado. Asomó la cabeza por la escotilla y oteó la noche: nada,
sólo las blancas espumas barrían todo aquello que abarcaba su
ángulo de visión. Descendió de nuevo a la cámara y estudió con
detenimiento la pantalla del radar. En el límite sur, en el ángulo
inferior, podía apreciarse una forma de mediano tamaño que al
parecer navegaba a su encuentro. Se concentró en el destello y
estimó la distancia. Para tener más precisión bajó el alcance.
-S í, ahí está, a poco más de nueve millas y en claro rumbo de
colisión -susurró.
Sabía que las largas guardias en los buques mercantes po­
dían terminar en cabezadas. Los pilotos automáticos, sin duda
alguna, ponen en grave peligro la seguridad de los barcos más
pequeños. Pero aquel objeto era reducido, demasiado corto y es­
trecho como para ser la representación gráfica de un mercante.
-Puede tratarse de un arrastrero de altura -se convencía, querien­
do recuperar el tono de su voz en la noche.
Ya en cubierta, lascó la escota del génova al menos un me­
tro y libró otro tanto de la vela mayor. El barco ganó velocidad.
Era como dejar que una mariposa volase sólo con los bordes de
sus alas extendidos, o que lo hiciese en la dirección del viento con
ellas desplegadas.
En la pantalla del radar la desconocida forma también cam­
bió de rumbo.

250
¡Joder! ¿Qué hacen?, se preguntó.
Abrió aún más el rumbo y desenroscó la parte del genovés
que aún llevaba inutilizado. Rumbo de aguja ciento ochenta gra­
dos; completamente al sur.
Esperó..., y, el siniestro punto luminoso también corrigió su trayec­
toria.
-¡Con lo grande que es la mar! -se quejó con un gesto de deses­
peración implorando a los cielos.
De nuevo en cubierta, largó las escotas de las velas hasta
dejar a la embarcación navegando completamente de través. El
velero volaba entre los senos quebradizos y susurrantes de agua
que tomaba por la amura de estribor de forma más suave. A la
altura del palo, los bigotes se acentuaban hasta alcanzar los relu­
cientes tejidos de las velas.
De vuelta a la mesa de cartas, la pantalla de radar seguía
marcando un objeto a menos de seis millas de distancia. El rumbo
seguía siendo de colisión.

En el yate a motor la aproximación se vivía de forma diame­


tralmente distinta. James guiaba con la voz al capitán, que seguía
de forma precisa la ruta opuesta a la del velero. Si él caía cinco
grados, ellos subían otros cinco. Si lo hacía dos, pues variaban
dos en el rumbo contrario. Y así, a cada nuevo movimiento de su
presa.
La pesca había comenzado. Yolande, en el puente, mante­
nía entre sus manos el fusil de repetición con su mira telescópica
montada.
-Ese cabrón quiere escapar; ha cambiado de nuevo el rumbo.
Cinco grados a estribor -ordenó Verwoerd.
-Bien, nosotros navegaremos cinco a babor-replicó el capitán sin
dejar de mirar a través de la noche.
-¿Crees que nos ha detectado? -quiso saber Yolande.
-Seguro; llevará radar -le explicó Adendof.
-Eso complicará las cosas -observó de nuevo Yolande antes de
dar un sorbo a su taza de café.

251
El Devi se encontraba otra vez con la mar en proa cerrada.
Si querían interceptar al velero, tendrían que arriesgarse a pasar
las olas de frente.
-¿Aguantará? -preguntó Verwoerd.
-Claro -contestó secamente Van der Spuy.

El botalón del Peregrino apuntaba hacia las costas argenti­


nas en una clara muestra de huida del peligro. Cada nueva co­
rrección del rumbo, encontraba sistemática respuesta por parte de
su misterioso perseguidor.
Abrigado con el traje polar y una bufanda colorada, el
Comodoro trataba de mantener la calma.
-Todo tiene que ser producto de la casualidad -decía en voz alta
no muy convencido.
Pero la pequeña pantalla seguía mostrando todo lo contra­
rio. Quien quiera que fuese el que le acosaba, había tomado su
rumbo como punto de referencia.
-¡Cuatro millas! -exclamó pensando que alguien podría escuchar­
le.
Con la cabeza asomada por la escotilla, quisó ver las luces
que le señalasen la posición del misterioso barco. Pero..., nada;
ni un reflejo. La noche no se prestaba a muchas contemplaciones:
más de cuarenta nudos de viento, cielo encapotado y una mar de
siete u ocho metros de altura.
Le dolían las manos de trabajar con las escotas; pero en
esos momentos era un mal menor. Sorprendería a su perseguidor
con una maniobra inesperada, pensó: enroscó de nuevo el génova
dos hasta la mitad y lo cazó junto con la mayor hasta el máximo
de ángulo de ceñida que le permitía la dirección del viento. Con el
trasiego y la velocidad con la que ejecutó la maniobra, quedó sin
aliento, extenuado, resoplando. Bajó a la mesa de cartas y vio en
el radar cómo la marca seguía situada en la misma posición. Du­
rante un rato esperó ansioso la nueva reacción que se produciría
en el desconocido barco. De momento, ninguna. ¿Les habría
dado esquinazo? Era pronto para hacer esa afirmación. Los ojos

252
cansados del Comodoro seguían fijos en la pantalla. Un puñetazo
en la mesa dejó claro que el buque también había cambiado de
rumbo.

-Ese hijo de puta quiere escapar. Está llevando el velero como si


se tratase de un barco ligero de regatas. Al menos ha cambiado
cinco veces de rumbo.
-Se ha puesto de nuevo a ceñir -observó Adendof que miraba
absorto la pantalla del radar.
-Dame una granada de fusil -pidió Verwoerd dirigiéndose a
Yolande.
La sudafricana colocó en la punta del arma la voluminosa
granada con la misma naturalidad con la que hubiera puesto un
ramo de flores en un jarrón, y se la acercó.
-En cuanto asome por algún lado dispararé. Luego, tendremos
tiempo de recuperar la mercancía -sugirió James, excitándose ante
la posibilidad de hacer daño de nuevo.
-¿Y si se hunde? -preguntó Yolande.
-Apuntaré a la cabina.
Un fuerte pantocazo provocó que el agua llegase hasta la
parte superior del puente. La proa desapareció de la vista a pesar
del foco que el buque llevaba encendido: al ¡luminar desde atrás,
daba la impresión de que se hundían, que descendían bajo las
aguas. Sólo la llegada de la oscuridad les devolvió a la sensación
de que aún estaban en la superficie.
Cuando emergieron, quedaron encaramados en el lomo de
la descomunal ola que acababan de pasar. Adendof gritó:
-¡A llí!, a estribor; he visto una luz.
-¡Es un yate! -exclamó queriendo confirmar la sombra que veía
en la penumbra.
El casco blanco y reluciente del Devi destacaba cuando las
espumas chocaban contra él. Aparecía y se ocultaba entre los
senos que les separaban. El desagradable ruido de sus motores
retumbó en su cabeza. No había duda; avanzaba en su búsque­
da. ¿Qué pretendían? Se atormentaba con esa pregunta. ¿Serían
de la organización de la regata para comunicarle algo sobre los

253
barcos desaparecidos? No tenía tiempo para elucubraciones, y
por otro lado, la radio estaba abierta en espera de alguna llama­
da; pero el aparato permanecía mudo.
De pronto, y por pura intuición, alejó de su cabeza todos
los pensamientos positivos que hasta ahora había tratado de aco­
modar, y comprendió que estaba en grave peligro. Trasluchó me­
tiendo la rueda a estribor. Dejó que el barco cayese en la nueva
derrota.
Un fogonazo rojo que emitía un rugido aterrador pasó ro­
zando el estay de popa. Cuando cayó en el agua, estalló con una
seca detonación. La intensidad del viento y el fuerte oleaje lo apa­
garon.
-¡M e han disparado! -exclamó desconcertado.
Guiado por un instinto de supervivencia, abrió aún más las
velas. El Peregrino se estremeció, los obenques se tensaron y em­
prendió una vertiginosa carrera.
La inmensa botavara tendía, por el efecto de las olas, a
venirse y trasluchar.
A un descuartelar, volaba sobre las enormes olas. Sólo las
rompientes que provocaba el viento sobre las crestas, detenían un
poco su arriesgada carrera. Por la popa, comprobó que el yate
también había cambiado de rumbo, y quería de seguirle forzando
la máquina.

En el Devi todo era desesperación. El tiro errado y la impo­


sibilidad de aumentar la velocidad sin poner en serio peligro la
seguridad de la embarcación, había alterado a sus tripulantes.
Verwoerd gritaba;
-¡Acércate!, tiraré de nuevo.
-Espera a que estemos en la siguiente cresta. Acompasaré nues­
tros movimientos con los de su barco -le aconsejó el capitán.
Por el este, una incipiente claridad comenzaba a despuntar
entre tonos desgarrados e inquietos que no daban la menor posi­
bilidad de abandonar el pensamiento al sosiego y a la placidez
que normalmente produce la mar. La tensión de la caza, unido al
estrés que provocaba en los ocupantes del yate, cerraba toda

254
posibilidad de tomar conciencia de lo que acontecía a su alrede­
dor.
Los nubarrones que les sobrevolaban se estaban convirtien­
do en espesas formas algodonosas que cambiaban de apariencia
a tenor de la imaginación de quienes las observasen: fantasmas
barrigones y alargados genios como salidos de la lámpara de
Aladino, aparecían entre las nubes soplando con sus enormes bocas
sobre la superficie de la mar. Negros trazos que sólo podían tener
cabida en un cuadro que reflejase el atormentado estado por el
que pasaba el ánimo de su pintor, salpicaban las crestas de las
olas. Las nubes casi podían cogerse con las manos y apretarlas
para que descargasen de una vez por todas el viento que acumu­
laban en sus entrañas. Pero al extender los brazos para llevarlo a
cabo, sólo se podían aprisionar las escasas briznas de aire que
cabían entre los dedos, y producir un leve silbido de mofa al pasar
acelerado por ellos.
La tormenta se reía de aquellos seres diminutos y prepotentes
que flotaban vapuleados al antojo de su descomunal fuerza. Le
bastaría acelerar un poco su empuje para que la superficie de la
mar, retornase de nuevo a la profunda soledad que siempre está
presente en las aguas australes, sin que restase un solo rastro de la
perturbadora presencia humana.

255
256
VEINTIUNO

Las copas de los apreses que marcaban el camino de acce­


so a la residencia de James Verwoerd se agitaban violentamente
llegando, incluso, a tocarse unos con otros. El cielo clareaba ya
por el este, y la segura oscuridad en la que Tatiana se había refu­
giado, comenzaba a traicionarle. El contorno de las cosas era ya
visible, y las variadas formas de la tierra se recortaban por el
oeste en profundos ángulos asimétricos, que determinaban extra­
ñas conjunciones entre el cielo y los montes próximos. La casa
seguía tenuemente iluminada por puntuales faroles: la bañaban
en un sosegado ambiente que incitaba al recogimiento.
Desde su lejana posición, Tatiana apenas podía ver si exis­
tía movimiento en ella, pero a tenor de la calma que había reina­
do, no era probable. Expectante, se despejaba pasando sus finos
y largos dedos por el frasquito de colonia que había sacado de su
bolsa, y los frotaba después por pómulos y cuello. Un denso y
embriagador olor invadió el interior del coche. Bajó un poco la
ventanilla y olió la mañana: el aire puro que llegaba de la cerca­
na mar le barrió la cara y agitó sus cabellos, esparciendo al ins­
tantes la fragancia del perfume, y mezclándolo con los olores de
la mar. Al volverse, notó algo duro y frío apoyado en su nuca. Se
dispuso a mirar en esa dirección, pero una voz grave le invitó a no
hacerlo.
-¡Quieta! y no le pasará nada -advirtió el personaje que tenía
detrás
-¿Quién es usted?, ¿qué quiere? -preguntó ella manteniendo el
aplomo y pronunciando el inglés con el menor acento extranjero
de que fue capaz.
-Eso no importa. ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -insistió el
desconocido.

257
Un tanto confusa pensó en plantear un escusa creíble, pero
lo precipitado de la situación no se lo permitía. Dándose un poco
de tiempo respondió:
-Estaba cansada y me quedé dormida. Ni siquiera sé dónde es­
toy.
-Deme su documentación.
Tatiana buscó por el fondo de su bolso para ganar tiempo y
acomodar sus ¡deas a la nueva situación en la que se encontraba.
Palpó el fino estilete que siempre llevaba camuflado en una estilo­
gráfica; pero decid ¡ó no jugársela. Entregó su pasaporte sin gi­
rar la cabeza y esperó. Sólo escuchó el atolondrado paso de las
gruesas hojas del documento de viaje. Luego, la voz se alzó de
nuevo.
-De manera que es usted rusa.
-Así es -respondió con displicencia.
-¿Qué hace en Sudáfrica?
-Turismo -contestó con rotundidad para parecer convincente.
-De todas formas va a tener que acompañarme.
-¿A dónde?
La expresión de su cara cambió.
-A la casa -dijo el hombre empujando la cara de Tatiana con el
cañón de la pistola en esa dirección.
Una luz de amanecer, ajena a los altos grados que siempre
produce la esfera solar a medida que va alcanzando su cénit, le
bañaba el rostro, tiñiéndolo de ocre y resaltando unas pronuncia­
das ojeras. Ep un principio pensó resistirse y protestar, pero intuyó
que sería inútil: seguramente la habían estado observando duran­
te toda la noche detenida junto a la entrada.

Cuatro días de inactividad pegado al teléfono era más de lo


que Nat podía aguantar. Ansioso y desazonado, trataba de con­
centrarse en una carta de navegación y en varios libros de vela
comprados en el Book Sto de Melbourne. La casual proximidad a
los veleros le había despertando un incipiente interés por ellos. No
podía comprender cómo aguantaban las velas cuando los vientos
y las mares incidían sobre ellas y los hacían tumbarse hasta casi

258
volcar. Se iba familiarizando con los términos marineros: babor,
estribor, cabos, jarcia, eran palabras que empezaban a tener ca­
bida en su memoria. Algunas como proa o popa las conocía,
aunque jamás había prestado la menor atención a nada relacio­
nado con la mar. Siempre la veía de lejos: desde los aviones, pero
nunca le había interesado esa conjunción de partículas de agua
en constante movimiento. Pudiera ser, se decía, que fuese la odi­
sea con el vicealmirante Petrovski la responsable de tan sobreveni­
da curiosidad. De alguna manera el marino ruso le había conmo­
vido con su actitud.
Sobre la mesa de la sala tenía cartas náuticas del Pacífico
Sur y del Océano Indico. Sentado, con sus gruesas gafas de
concha colocadas un poco caídas sobre la nariz, se proponía
descifrar el enigma que suponía para él la forma de transportar
desde Francia a Corea un cargamento de plutonio. Trazó en la
carta de Africa del Sur unas líneas, que saliendo de Les Sables, se
acercaban hasta los puntos más cercanos del Continente Africa­
no. Cada vez le parecía más probable que el peligroso carga­
mento pudiese estar flotando camino de algún lugar. La desapari­
ción de tres veleros en esas aguas, anunciado en prensa y televi­
sión, le habían hecho reflexionar: Ciudad del Cabo era el puerto
más cercano a las derrotas de los participantes en la Vendée Globe.
-Desde allí, podían haber atacado a los veleros, recogiendo des­
pués la mercancía -susurraba.
Pero, por otro lado, ¿cómo iban a arriesgar un material de
ese valor introduciéndolo en frágiles barquitos?
Algo le decía que, de haberlo hecho, ese puerto era el lugar
idóneo para llevarlo a cabo; aunque sólo era una absurda cora­
zonada. Es más, él mismo se reía entre dientes de las conjeturas a
las que estaba llegando. Para distraerse, regresó a las páginas de
un grueso volumen de técnica marinera. Comenzaba a imbuirse
en los finos cascos de los veleros, en sus carenas, en los aparejos
que les permitían moverse. Le asombraba la esbeltez de sus dise­
ños y la gallardía de sus palos. Velas, cabos, aparejos y pertre­
chos se conjugaban en un todo y configuraban un delicado instru­
mento, que tocado por las manos de un experto marino, podía
sonar a través del viento con diapasón y armonía, al tiempo que

259
generaban y transmitían la fuerza necesaria para hacerlo avan­
zar sobre el agua.

Así definía también el Comodoro la vida: unión de fragilida­


des ¡conexas que todos debemos ir afinando en un solo sonido.
Cada vez se apartaba más de su rumbo. Se fugaba sobre
una mar encrespada. La botavara se sumergía la mayor parte del
tiempo y arrancaba una estela paralela que competía en blancura
con la del barco. También el puño del genovés desaparecía en el
agua encendido por las luces bajas de un incipiente amanecer.
Volaba literalmente, sustentado tan sólo por la resistencia de su
orza que se agarraba al agua para no salir despedido por los
aires. El ruido que producía se había convertido en una desa­
finada orquesta en la que faltase el director. Las vibraciones
del aire al pasar por los obenques, y el golpeteo seco que produ­
cían los rígidos tejidos de las velas, trituraban sus oídos. Cada
cierto tiempo, miraba hacia atrás comprobando si le seguían. Con
la marcha que llevaba y el estado de la mar, iba a ser muy difícil
que una embarcación de motor le alcanzase. No obstante, trimaba
todas y cada una de las partes del aparejo con la sola intención
de ganar esos nudos que le hiciesen aumentar la distancia que le
separaba de sus perseguidores.
Un nuevo destello rojizo, seguido de una fuerte explosión,
avanzaba contra él. Las escasas décimas de segundo que tuvo
para reaccionar fueron su salvación. La ráfaga de fuego que le
perseguía cortó de nuevo su derrota perdiéndose en el quebrado
horizonte.
El sudor cubrió su cuerpo, al tiempo que unos húmedos esca­
lofríos subieron y bajaron por su espalda. Suspiró, y miró hacia
atrás: una luz gris de amanecer aclaraba la proa del casco blan­
co de sus perseguidores. Se detuvo y pensó -creo que ésta ha sido
la última oportunidad que tenían de alcanzarme-,
A medida que se alejaba, la frágil silueta del yate se perdía
entre las olas. De vez en cuando, un rayo viajero golpeaba contra
sus blancas estructuras amplificándolo; pero por fortuna cada vez
estaban más separados. Agarrado a la rueda, apretaba el cuero

260
que la cubría haciéndose todo tipo de preguntas. ¿Por qué?¿Quién
quería matarle? Durante toda su vida no había hecho daño a na­
die como para que desearan su muerte. Y por otra parte, ¿quién
se desplazaría hasta esas lejanas latitudes para hundirle? ¿Quién?,
y, sobre todo, ¿por qué?, se repetía. Nunca había comprendido
las razones por las que algunos, en defensa de no sé qué princi­
pios, utilizaban la violencia para someter voluntades. Para él era
tan deleznable ampararse en ella por métodos oficiales, como
usarla a espaldas de dichos caminos. No, en verdad era peor el
primer supuesto, solía decir. La impunidad en la que se esconden
los ideólogos del uso de la fuerza para resolver situaciones, es
aún más peligrosa y descontrolada. ¿A cuál de los dos lados
representerían quienes le atacaban?

El capitán Van der Spuy había dado por finalizada la


caza. El velero era demasiado rápido entre las olas como para
competir con él. El Devi no podía pasar de diez nudos, y eso
poniendo en riesgo la vida de todos sus tripulantes.
Pasados los primeros minutos, durante los cuales Verwoerd
había tratado de persuadirle de que continuaran con la persecu­
ción, se comportaba con más tranquilidad, apaciguado por las
palabras de su amiga.
-Es una locura continuar -le decía-. Tenemos los tres kilos. Si se­
guimos, podemos perderlo todo.
Su explicación era acompañada por movimientos de cabe­
za de Adendof, que confirmaba lo que ella decía.
-El barco no puede aguantar más -advirtió el capitán- Estamos a
dos días de puerto. Por el bien de todos, espero que lo soporte:
hemos sometido a la embarcación a un trabajo excesivo -puntua­
lizó.
-¿N o dijiste que era la mejor de Sudáfrica? -preguntó James iróni­
co.
-Y lo es, pero en la mar hay condiciones en las que hasta el mejor
barco puede fracasar. No estamos en un lago, y, los veleros con
los que nos hemos medido son rapidísimos, además de maneja­
dos por expertos navegantes. Lo siento, James, pero el balance no
ha sido tan malo. De cuatro hemos interceptado tres. Lástima que
se te cayera uno -apuntilló el capitán para justificar el dinero reci­
bido.
Se hizo un silencio sólo roto por el rugir de los motores y por
las constantes salpicaduras que producían las olas.
-Todavía podemos atraparlo -les animó Yolande, que llevaba un
rato mirando la carta de los mares australes.
-¿Dónde? -preguntó Verwoerd poco convencido.
-Aquí -sugirió, señalando Con su dedo índice un pequeño punto
en la carta.
-¿Qué es eso? -quiso saber Adendof.
-Las islas del Príncipe Eduardo. Los veleros pasarán muy cerca de
ellas dentro de unos días.
-¿De cuantos? -inquirió James.
-Lo podemos saber con facilidad -aclaró el capitán-. Coge el
timón -ordenó dirigiéndose a Adendof-, Sigue al setenta.
Con el transportador de ángulos en la mano miró la panta­
lla del GPS. Se acercó a la carta y midió la distancia desde el
punto que le marcaba el satélite a las islas: mil cuatrocientas mi­
llas. A una media de doscientas diarias, los regatistas tardarán al
menos siete días en llegar a sus proximidades.
-Con este barco no podemos ir-precisó el capitán.
-Allí nos procuraremos otro -afirmó Verwoerd.
-Hay un puerto pesquero y una base meteorológica.
Explicó Adendof.
-¿Tiene aeropuerto? -preguntó Yolande.
-Algo parecido. Hay una pequeña pista. Creo que la Sudafrique
Air vuela una vez al día -añadió el primer oficial.
-Espero que un buen puñado de dólares hagan el resto-concluyó
James más optimista.
-Pero si la mar puede comportarse de la forma que habéis visto,
pensar en que allí será mucho peor. Nos adentraremos en los
límites de los cincuenta ululantes. Algo para ver -matizó Van der
Spuy poniendo los ojos en blanco.
Las mentes de todos se concentraron en alcanzar la línea de
la costa que debía estar en la lejanía, oculta entre las montañosas
olas que les flanqueaban.

262
Verwoerd, con los ojos perdidos, intentaba componer el ros­
tro del marino que acababa de escapar a sus disparos con una
destreza nunca vista. La próxima vez no le menospreciaría: pensa­
ría todos y cada uno de sus actos. Extremaría su precisión, se
decía con la mirada fija en aquel caótico horizonte que nunca
había contemplado.

263
264
VEINTIDOS

Durante las largas horas que permaneció encerrada, Tatiana


tuvo tiempo de recapacitar en muchas de las cosas, que por la
propia inercia de su trabajo, habla ¡do dejando apartadas con la
sola intención de no hacerse daño. La vertiginosa actividad de
agente secreto le conducía siempre hacia estrechos callejones sin
salida, en los que era mejor no utilizar con demasiada frecuencia
la sensibilidad o la perspicacia. Era más fácil dejarse arrastrar
por la realidad, a tratar de formar un camino mediante el cual
¡legar a sentirse satisfecha consigo misma; por lo menos alguna
vez. Pero no era posible. En la complicada paleta de posibilida­
des desplegada hasta ese día, no hubo demasiado espacio para
sutilezas y elevados pensamientos; su mundo se mantenía en un
precario equilibrio. Desde niña, cuando el comunismo cerró las
puertas a la libertad y al pensamiento propio, decidió acatarlo,
pero conservando la esencia de su espíritu protegido entre espe­
sos algodones mentales en espera de tiempos mejores. Fue una
batalla ganada al tiempo de la que se sentía muy orgulloso. Pero
Tatiana quería más; sus anhelos no le permitían conformarse con
esos logros pasajeros. Quizás aún no había llegado a ser esa
persona que sobrevolase las posturas contrarias, mitigara envi­
dias y aunara corazones. ¡Casi nada!, decía, dejando escapar un
gesto de serena afirmación en su obligado aislamiento. Tener la
comprensión de los demás. Lograr pasar de puntillas sobre las
vidas ajenas sin despertar resquemores. Su mundo se había de­
rrumbado en varias ocasiones, partiéndose en añicos. Y cada vez
le costaba más recomponer las piezas del complicado rompeca­
bezas. Quizás no valía la pena, dudaba. Podía escapar de todo
aquello arrastrándose a la defensiva, sobrellevando el peso de su
insatisfacción bañado en vodka, y dejando que su mente le sirvie­
se sólo para complacerse. Sí, pensaba, ése podía ser un camino,
a otros les funcionaba; por desgracia a casi todos en su patria.
Pero había algo en ella que le hacía revelarse contra la vía de la
resignación; y más que nunca en ese momento, en el que podía
significar algo para Nat. No, ésa no era la ocasión de ceder.

265
Tendría que sacar fuerzas de su debilidad y seguir luchando, se
decía. No podía saber lo que le deparaba el destino, aunque
intuía que no iba a ser agradable.
En las blancas paredes de su encierro no se veían signos o
marcas que le pudiesen dar una pista sobre la identidad de sus
captores. Dos muebles destartalados y un camastro de madera
eran toda la decoración. Por el estrecho tragaluz situado sobre su
cabeza, tampoco podía ver nada: el tinte opaco de sus vidrios lo
impedía. Dos o tres perros ladraban de vez en cuando. Varias
voces en una extraña lengua repleta de erres los llamaban por sus
nombres. En una mesa había tres periódicos de fechas atrasadas.
Los ojeó para pasar el rato, pero no entendía una sola palabra.
Durante las siguientes horas dormitó dejando vagar sus pensa­
mientos, dando un poco de descanso a su atormentada cabeza,
hasta que se quedó profundamente dormida.
La puerta se abrió lentamente. Una figura corpulenta apare­
ció en el quicio. La movió e hizo un ademán con la mano para que
se levantase. Tatiana se arregló un poco el pelo y la ropa. No
sa b ía cuánto tiempo había estado dorm ida, pero,
sorprendentemente, estaba descansada.
Subió varios tramos de escalera y llegaron a la cocina. La
cruzaron y entraron en una amplia estancia decorada con buen
gusto. Por la cuidada posición de los objetos, dedujo que su pro­
pietario era gente educada. Las señales de abandono y desorden
que reinaban en ella, eran fruto de una estudiada pose. Altivos
personajes en cuadros al óleo enmarcados en rancios artesona-
dos la miraban desde todas las esquinas. Seguramente ingleses,
se dijo, mientras paseaba la vista por la habitación. Retornó la
mirada hacia ellos y apreció que no eran británicos, que aquellas
personas le recordaban a las fotos que le habían enseñado en su
casa: eran nobles soviéticos; sus uniformes les delataban.
Un hombre y una mujer con aspecto descuidado le esperaban.
Ambos tenían los ojos enrojecidos por el cansancio y clavaban
sus claras pupilas en ella. El hombre fue el primero en hablar. En
ruso dijo:
-Veo, señorita Pliseckia, que se ha tomado la molestia de venir a
visitarnos.

266
Tatiana no respondió. Bajó la mirada y esperó.
-De manera que pasaba por aquí y se durmió -ironizó la mujer en
inglés- ¡Zorra! -exclamó.
Tatiana siguió erguida, con ios ojos fijos en los complicados
trazos de una alfombra oriental.
-Sus amigos de Moscú le esperan con impaciencia -añadió
Verwoerd levantándose-, ¿Sabe de quién hablo?
Se acercó a ella y paseó su mirada lentamente a lo largo y
ancho de su cuerpo. Sin duda era una bella mujer, pensó.
-¿Qué se proponía? ¿A qué ha venido?
Tatiana siguió sin responder. James le abofeteó el rostro con
rabia, desplazándola hacia atrás. Ella percibió el olor a salitre y a
mar que despedía su ropa. Acababan de llegar de un barco, de­
dujo.
-¡Contesta! -gritó Verwoerd.
Pero no tenía ningún sentido hacerlo. Intuía, a tenor de las
preguntas que acababan de hacerle, que estaba en el lugar co­
rrecto. Todo engaño sería vano.
-Bien, ya que no quieres hablar, tendrás que hacerlo con Yerin y
Shilov. ¿Sabes? Se han puesto muy contentos cuando les hemos
dicho que estabas con nosotros -le anunció Yolande, a la que se
le marcaban unas profundas ojeras-. Lo están tanto, que mañana
vienen a verte.
La condujeron de nuevo a la húmeda habitación. Al pasar
por la cocina miró un reloj de pared que marcaba las once. Sería
de la noche, se dijo, pues a través de los cristales no llegaba la
luz. Los faros de un coche que alumbró las paredes de la estancia
confirmaron su sospecha.

Cuando el potente destello producido por el foco de cubier­


ta del Devi desapareció por el horizonte, el Comodoro decidió
retornar a su primitivo rumbo; aquel que le llevaba hacia el sures­
te. El corazón aún le latía con fuerza, y la sensación de ahogo que
había experimentado durante la persecución, también estaba re­
mitiendo. Más distendido, analizó lo sucedido; no lograba encon­
trar una respuesta. ¿Eran unos locos? ¿Sólo eso? ¿Unos chalados

267
que se jugaban la vida en una mar enorme por el placer de tirar al
blanco contra un velero? ¿Qué hacer? El ataque podía repetirse,
pero, ¿renunciar al sueño de su vida?, ¿interrumpir su navegación
alrededor del mundo con lo que le había costado zarpar? ¿Fallar­
le a los patrocinadores y a cuantos habían confiado en él? Segui­
rla, pensó con resolución. Si había logrado escapar una vez, po­
dría hacerlo de nuevo.
Con esos pensamientos puso punto final a sus elucubraciones.
El Comodoro nunca alargaba las decisiones comprometidas.
-Cuanto antes las cierras, antes terminas la duda-, se decía, en
ese espartano código de conducta que por fuerza debe imponer­
se todo marino. Una ola rompiente, que avanzaba sin piedad
a su encuentro, le hizo concentrarse en ella y aceleró la resolución
del problema.
Orzó todo lo que las velas se lo permitieron y escaló la ru­
giente masa de agua cuando ya se le venía encima. En la cresta,
arribó unos grados, para descender por la plácida pared trasera
de la ola. Fue como llegar a una fértil llanura después de atrave­
sar escarpadas montañas. Entonces, un horizonte más bajo y re­
gular apareció ante sí. Las atolondradas cimas de las olas que lo
cruzaban incansablemente, se alzaban puntiagudas sobre el gris
del cielo, a modo de teclas que golpeasen la cuartilla en una
acuática máquina de escribir. La a, la e, la o, eran las puntas de
los bastoncitos que se alzaban por las amuras intentando contar
algo. Por el centro, a proa, la m, n,g y f, formaban un baile aloca­
do e irregular tratando de que fueran usadas más que las otras;
pero no era posible. Para poder componer palabras, tenía que
unir consonantes con vocales. Por eso, sus ojos se centraban en
frases intranscendentes que le permitían descansar. Y no sabía
por qué, pero, aunque quería borrarlo de su acuática cuartilla,
sólo lograba escribir con ellas la palabra muerte. Muerte, escrita
con la alternancia de olas altas y bajas, repetía su mente, como si
no quisiera liberarle del suplicio que estaba viviendo. Muerte, por
el reflejo plomizo que le rodeaba. Muerte, por lo lúgubres de sus
pensamientos y por la carencia de ilusiones con las que afrontaba
el nuevo día.

268
Tenía que escapar y relajarse. Pero, ¿cómo? Todos los día
de su vida había intentado comenzarlos sacando lo que de posit
vo podía esperar de ellos: renunciando al abatimiento que crea c .
pensar que ya lo sabes todo y conduciéndolos hacia la emoción
de descubrirlos en su paso, al reconocimiento del mero placer de
vivirlos. Cerró los ojos, y pensó un rato con la intención de cargar
el ánimo. Instantes después, guiado por todas las nostalgias perdi­
das que fue capaz de acumular en su mente, bajó a la mesa de
cartas, colocó en la cinta una casete con el Intermezzo de la ópe­
ra Suor Angélica de Puccini y, esperó a que comenzase. Las firmes
manos de otro marino universal, Herbert Von Karajan, comenza­
ron a conducir los instrumentos como sólo él sabía hacerlo, hasta
conjuntarlos de forma sublime en una cadencia de efluvios
estremecedores y quebradizos que le hicieron sentir la música desde
dentro. Con los primeros compases su ánimo se estremeció como
no atreviéndose a salir lanzado en pos de los sonidos. Pero al
apretarlos contra sí, algo se activó en su interior. Y lo que
antes eran negras nubes de formas siniestras, se transformaron
en cálidos colores que comenzaron a variar de intensidad a medi­
da que las notas musicales iban saliendo de los altavoces. El esta­
do álgido que podía alcanzar su ánimo, se veía acrecentado por
la complicidad que le inspiraba el que el maestro Karajan, hubie­
se estudiado los tiempos y las cadencias de muchas de sus inter­
pretaciones en la misma patria común de la mar.
Un violín rasgando el aire con sus tiernos arpegios desga­
rradores, pintó de turquesa el horizonte. Y las olas, antes picos
movedizos que respondían a lúgubres pensamientos, se transfor­
maron en notas musicales fluorescentes que subían y bajaban
contra el horizonte al ritmo de ella. Cuando crecían al compás de
la música, se alargaban y distorsionaban cambiando de color.
Pero al tocar de nuevo la superficie de la mar, se trasformaban en
formas estrelladas, quebradizas y brillantes, que repartían tímidos
rayos a lo largo de sus etéreas formaciones retornándole la espe­
ranza. El Comodoro miraba embelesado el arco iris luminoso en
el que se había convertido el horizonte por el efecto de la música.
Con la punta de sus dedos mecía la rueda, que había vuelto a
coger para entrar en el tiempo de la melodía.

269
En un instante, y por el efecto mágico de los adagios, había
salido de la incipiente depresión en la que estuvo a punto de caer.
Después, fueron Grieg y su Canción de Solveig, o Vivaldi y su
Largo, los que le acompañaron durante la tarde punteando los Do
sostenido, y elevándolo hasta que su ánimo, repleto de gozos y
armonía, pudo reírse de la inevitable muerte.
Navegaba a través de una mar formada pero nada peligro­
sa. El viento empujaba al Peregrino en una cadencia de pausadas
melodías. No pudo resistir la tentación de pasar la mar al ritmo de
los compases que escuchaba. Orzar y arribar fueron los torpes
pasos de su baile sobre las crestas de las olas, que le permitieron
mecer el cuerpo pegado a la carena de su barco, en un apretado
y sensual lazo que le hacía intimar aún más con esa conjunción de
materiales que para él tenían vida propia. Y mientras el Peregrino
navegaba acunado por la música, el viento iba bajando de inten­
sidad y el horizonte se aclaraba: de nuevo le pareció limpio y
despejado.

Nunca una espera se le había hecho tan larga. Ni siquiera


cuando, hacía ya muchos años, aguardó la lista de acceso a la
CIA. Ni los libros de navegación, ni las cartas naúticas, ni nada
que no fuese pensar en Tatiana lograba calmarle. Tenía que ir a
buscarla, se decía. Pero, ¿a dónde? Lo normal es que estuviese de
nuevo en Moscú: al menos eso quería pensar. Trataba de evitar el
presentimiento de que le hubiese abandonado.
-¡N o lo ha hecho! -susurró, como si tan sólo con esas palabras
reforzase la negativa.
Paseaba de un lado a otro sin encontrar un ápice de sosie­
go. Siguiendo una fugaz corazonada, tomó el teléfono inalámbrico
que había sobre la mesa, marcó el número de la Central de Inteli­
gencia y pidió que le pusieran con Seguimientos Especiales. El
corazón se le aceleró ante la pregunta que tenía que hacer. Cuan­
do una delicada voz de mujer le respondió, dijo:
-Soy el agente Clancy. Mi número es el 7 7 2 ...
-3 3 4 4 -prosiguió la locutora-. Nat, conocería tu voz aunque me
llamases desde el infierno.

270
—¿Claire?
-La misma. En cambio, me entristece que tú no recuerdes la mía.
-No paso por mi mejor momento.
-Bueno, ¿qué quieres? ¿A quién tengo que buscar? -¿Recuerdas
una rusa que vino conmigo hace unas semanas? Se entregó al FBI
después. Es una tontería, pero, creo que nosotros no soltamos tan
fácilmente las presas. ¿La habéis seguido?
-Espera, Nat, lo comprobaré. Dame unos minutos. ¿Dónde estás?
Te llamo en cuanto tenga algo.
-779 8543 de Florida.
-No es un mal sitio.
-Para otro momento, quizás. Gracias, Claire.
Clancy colgó el auricular un tanto abatido mientras miraba
un enorme pelícano que trataba de pescar encaramado a un pos­
te. No habrían pasado más de veinte minutos cuando el teléfono
sonó. El aparato no tuvo tiempo de emitir un segundo timbrazo.
-¿Sí?
-Nat, está localizada. Desde Moscú voló a París; de allí a Ciudad
del Cabo; pero la han perdido. Por el momento nuestros agentes
no logran encontrarla.
-¿Tienes el nombre de los chicos de Sudáfrica?
-Claro, anota; Mark Isham y Jon Hutman. El número de contacto
es el 909 462 1576. Es un celular GMS.
-G racias, Claire, te debo una.
-N o, me debes seis o siete.
-Te juro que pagaré mis deudas.
-Un beso, y cuídate, Nat.
Con la moral más alta, pero también con la preocupación
de que Tatiana no estuviese localizada, metió en una bolsa varias
mudas, unas camisas y salió precipitadamente para el aeropuerto
de Orlando. Tenía que haber alguna forma de llegar a ese país,
se decía, mientras conducía pasando el límite de velocidad.
Por sus costados, una foresta tropical lamía los bordes de las
cunetas trepando por ellas. Largas rectas que invitaban a presio­
nar el acelerador, se perdían entre puentes y trozos de mar que se
alternaban a lo largo de las frondosas islas que atravesaba. En su
mente, un único pensamiento: encontrar a Tatiana.

271
272
VEINTITRES

Serge Acetó junto con los miembros del Servido de Rescates


Marítimos de Sudáfrica se afanaba en organizar una batida por
la zona donde habían desaparecido los tres veleros.
El Argos seguía sin transmitir sus posiciones y, GO M EC, el
todo poderoso satélite de visión infrarroja, se perdía por la zona
en interminables trayectorias, sin que fuera capaz de mandar de­
talles más precisos.
Las constantes llamadas de los familiares tampoco le esta­
ban facilitando las cosas: querían saber qué había ocurrido. Pero,
de momento, Serge no tenía respuestas que estuviesen fundadas
en verificaciones. Llegar hasta la zona de los naufragios iba a
costarles treinta o treinta y cinco horas. Eso si lograban que los
servicios de rescate se hiciesen a la mar con la premura que la
situación requería. Acetó golpeaba la mesa donde estaba situada
la consola con nerviosos movimientos de su estilográfica tratando
de comprender lo que había pasado. La mar era gruesa, lo sabía
por las informaciones facilitadas por otros veleros, pero no al ex­
tremo de provocar el hundimiento de tres expertos marinos. Y,
aunque en el océano nada es previsible y todo puede suceder, no
era lógico. Tendría que esperar hasta que los remolcadores de
Ciudad del Cabo rastrearan la zona, o a que apareciesen de
improviso; ya había pasado otras veces. Pero un barco, decía,
nunca tres y en el mismo lugar. Sus esperanzas eran pequeñas,
aunque no quería reconocerlo en público.
Un joven con aspecto deportivo entró en la sala diciendo:
-Un parte de GOM EC.
-¿Qué dice?
-N o lo sé, no lo he leído.
Acetó abrió con precipitación el sobre; al instante exclamó:
-¡M ierda!, no encuentran nada. A ver qué cono le digo a sus
familiares.
Los miembros del equipo le miraron con atención, casi con
compasión, sabedores que esa responsabilidad no era suya.
-Si al menos hubiese una esperanza -dijo en alta voz, queriendo

273
encontrar una postura que le hiciese no asumir lo peor.
-Pueden estar perdidos -intervino el recién llegado.
-¿Tres días? No es posible. Ha pasado demasiado tiempo.
El director de la regata respiró hondo; quiso encontrar las
fuerzas necesarias para hablar con las familias de los desapareci­
dos. Cuando ya tenía el dedo índice preparado para marcar el
primer número, el teléfono se adelantó a sus intenciones y sonó.
-¿Sí? Acetó al habla.
-Le llamo de Tráfico Marítimo -dijo una voz-. Hemos recibido la
llamada de un buque que navega por el Atlántico Sur. Dice que,
algunos de los barcos que buscamos han podido naufragar.
-¿Cómo es eso?
-Verá: dos barcos en ruta de Buenos Aires a Ciudad del Cabo, a
los que se les había solicitado que vigilasen, han encontrado
restos flotando. Son trozos de fibras, modernos tejidos con los que
se confeccionan las velas, y varios objetos más que mañana des­
embarcarán en Ciudad del Cabo.
-¿Qué harán con ellos?
-Los llevarán a las oficinas del puerto. Pediremos que nos los man­
den.
-Que los analicen -sugirió Acetó para ganar un tiempo que intuía
se terminaba.
Por la cara que puso, los ocupantes de la sala supieron que
las noticias no eran buenas, así que nadie dijo nada; cada uno se
refugió en sus ocupaciones.
-Veré qué puedo hacer.
-Mañana daremos por terminado este asunto -afirmó Acetó.
Cuando telefoneó a las familias de los desaparecidos, éstos,
escucharon cómo dejó abierta una vaga esperanza para el día
siguiente.

-No hay forma de encontrar un barco en la isla Príncipe Eduardo


-anunció Yolande sujetando el auricular del teléfono junto a su
cadera.
De lejos, se oyó la voz de James que preguntaba:
-Ofrece lo que sea.
-No es un problema de dinero, no hay embarcaciones de alquiler.

274
Verwoerd apareció en la sala con una toalla enroscada en
la cintura y el pelo mojado. Quitó de malas maneras el teléfono
a su compañera y se quejó:
-¡Qué coño es eso de que no hay barco!
-No lo hay. No es una cuestión de dinero -le explicó Adendof-,
Además, tampoco tenemos tiempo de llegar hasta allí y organizar
la salida.
-Y, ¿qué se te ocurre?
-He hablado con Van Der Spuy: me dice que la mejor solución son
las islas Kerguelen. Están muchos más alejadas, pero en la ruta
que seguirán los veleros. Desde Perth, en Australia, podría conse­
guir un vuelo. Hace años estuvo trabajando con los franceses en
una explotación minera que hay en la isla principal. Asegura que
manejó una buena embarcación.
-¿Cuántos días tenemos para llegar?
-Los veleros aún tardarán una semana en alcanzar esas latitudes.
-Organizólo. Prepara los viajes y el alquiler del barco. No os
preocupéis por lo que cueste.
Yolande, que durante la breve conversación no había deja­
do de mirarle, preguntó:
-¿Qué piensas hacer con la rusa?
-Que sean Yerin y Shilov quienes decidan. Al fin y al cabo ha
intentado joderles a ellos.

Nat Clancy había logrado tomar un avión con destino a Río


de Janeiro. Desde allí, empalmaría con otro que le dejaría en el
aeropuerto de Ciudad del Cabo. Las interminables horas de vuelo
las pasó dormido con la ayuda de varias pastillas. Un seco golpe
elevó su cabeza unos centímetros; le indicó que acababan de to­
mar tierra. Desde luego que los pilotos brasileños no se habían
tomado muchas contemplaciones a la hora de aterrizar. Más tar­
de comprendió la razón: un fuerte viento le zarandeó cuando se
asomó por la portezuela del avión.
En la terminal, Isham y Hutman le esperaban con la señal
convenida: un Times cada uno bajo el brazo. Como sólo llevaba
una bolsa de mano, tardó escasos minutos en realizar los trámites

275
de entrada. Su pasaporte norteamericano siempre era un seguro
en países, donde los yanquis, representaban ante todo poder y
riqueza.
Isham le comunicó que la compañía de alquiler de vehícu­
los había dicho que el coche de Tatiana estaba estacionado en
una villa, junto a la costa. La policía local también vio el automó­
vil detenido en una lujosa urbanización; al parecer vacío.
-Vamos, chicos. Me temo que todo esto encierra un grave asunto
-comentó Clancy.
Caminaban ligeros entre cientos de viajeros. Nat iba en el
centro, a sus costados, Isham y Hutman parecía que le protegían.
De pronto, dos cabezas se le hicieron familiares. Aparecieron y
desaparecieron entre la multitud. El vuelco que le dio el corazón
no le impidió reaccionar.
-¿Veis esos dos tipos rubios? No los perdáis de vista.
Yerin y Shilov miraban entre la multitud un tanto despista­
dos. Parecía que esperaban a alguien que les fuese a recoger.
Nat y sus acompañantes se situaron ¡unto a una centralita
de teléfonos. Una mujer de proporciones esculturales les hizo un
gesto con la mano. Los americanos les siguieron en la distancia
manteniendo un espacio prudente entre ellos.
Isham se había adelantado. Puso el coche frente a la puerta
de salidas; eso les salvó de perderlos, pues el automóvil de Yolande
esperaba estacionado en doble fila junto a los taxis.
Arrancaron precipitadamente. Hutman controlaba su posi­
ción en un plano. Cuando encontró el lugar por donde circulaban,
preguntó:
-¿Quiénes son?
-Esos tipos nos llevarán a Tatiana; al menos eso espero. Son dos
mafiosos rusos; los vigilé en Moscú. Están relacionados con todo
tipo de tráficos ilegales.
-¿Y qué tienen que ver con la mujer que buscamos?
-Todo y nada -respondió tratando de protegerla.
Los dos agentes no quisieron seguir preguntando. Estaban
habituados a recibir órdenes sin saber las razones de las mismas.
El mercedes gris se detuvo a las puertas de una mansión.
Dos imponentes verjas se abrieron y volvieron a cerrarse tras él.

276
Isham detuvo el coche unos metros más alejado. Hutman exclamó:
-Esta es la dirección en la cual la policía vio el coche la noche de
su desaparición.
-Tatiana ha estado haciendo un peligroso juego con los sujetos
que hemos seguido desde el aeropuerto. Es posible que la hayan
descubierto -aseveró Nat-,
Ansiaba verla, abrazarla, tenerla entre sus brazos y besarla
una y mil veces. Pasear sus labios por las comisuras de unos pár­
pados que aprisionaban los ojos más bellos que jamás hubiera
visto. Por un instante, olvidó cuál era el verdadero propósito de su
misión, y por primera vez en su profesión se centró exclusivamente
en ella y antepuso sus sentimientos.

El borde de la primera depresión antártica comenzaba a


barrer la zona por donde navegaban los regatistas. El francés
Joubert, siempre en cabeza, iba paulatinamente aumentando su
ventaja sobre el resto de los participantes. No sólo era el más
¡oven, sino que además era el más preparado. Su velero, de últi­
ma generación, construido por el grupo FINOT llevaba incorpora­
das todas las novedades surgidas de la laboriosa y potente indus­
tria náutica francesa.
A su zaga, Devor y Gaziello enzarzados en su particular
duelo por arrebatar la segunda posición. La alternaron durante
muchos cientos de millas, pero ahora parecía que el monegasco
había tomado una ligera ventaja. Pero nada estaba decidido en­
tre estos dos expertos navegantes. Si las cosas se desarrollaban
con normalidad, aún tenían por delante muchas millas para lu­
char codo a codo. Detrás del Comodoro venía Petrovski. Navega­
ba rápido, acortando paulatinamente la distancia que le separa­
ba de él. Dos veces creyó ver su palo reflejando brillos viajeros.
Un poco más rezagada, Chrystele Lancelot, la joven bretona
se encontraba por primera vez en su vida con unos elementos
desatados hasta extremos que nunca hubiese imaginado. Su ros­
tro, dulce y decidido, había tomado los colores del aire y la mar,
y sus gestos, jamás perdieron esa exquisita feminidad que las
mujeres francesas prodigan como nadie. Ni siquiera cuando ca­

277
zaba los enormes génovas su pelo se descomponía: un ganchito,
profuso en flores, lo sujetaba en un coqueto moño sobre su nuca.
También el poco favorecedor traje de agua lucía en ella, conser­
vando su sensualidad intacta al abrigo de las olas y los vientos.
Sus finas manos de estudiante de medicina se resentían de las
semanas transcurridas. Pero su ánimo inquebrantable de Bretona
le hacía superarse como en un compromiso sellado con su pasado
marinero y con los grandes hombres de mar que habían llevado
su apellido siglos atrás.
Todavía recordaba emocionada cuando pasó ¡unto a la isla
Canaria de Lanzarote. Le recibió el islote de Alegranza, y le
flanquearon después, como dándole la bienvenida, la Graciosa y
Montaña Clara. Fue un Lancelot el que dio el nombre a esa
porción volcánica de tierra, donde los vientos y la mar han confec­
cionado, a lo largo de los siglos, un clima y un paisaje sin igual.
La sintió cercana, familiar. Era como si una parte de su vida se
prendiese en ella y soñase con regresar. Intuía que alguna vez
volvería, y que de ella sacaría retazos de dicha y felicidad.
Le seguían Bood y el italiano Volpe. El canadiense Tobin, el
americano Mike Cod y el francés Arnaud habían desaparecido
de la pantalla en extrañas circunstancias. Aunque en la mar, las
causas de los naufragios siempre se producen de forma misteriosa
y sobrevenida.
A partir de ahí, la dirección de los vientos debería ser
portante: esto es, les empujarían por la popa en el sentido de su
marcha hasta alcanzar el mítico Cabo de Hornos. El ciclo de de­
presiones sucesivas que se forman en esos mares carentes de toda
influencia de tierra, hace que los vientos sean muy duros, pero a la
vez limpios y constantes.

El Peregrino tomaba la mar por la popa apoyado en lo ge­


neroso de su manga. Esa forma de navegar le permitía abatir
muy poco y asentarse sobre las aguas con firmeza. Su patrón
había aflojado un poco el estay de popa para que el palo se
alzase más recto y permitiese a las velas portar mejor. En su cua­

278
derno de bitácora acababa de anotar: «Hora las 16. Corredera,
8947 millas. Rumbo de aguja, 1452. Rumbo verdadero, 1802.
Viento, oeste suroeste fuerza cinco. Barómetro, 960 milibares. Tem­
peratura de la mar, cinco grados. Mar gruesa. Nubes, encapota­
do. Horizonte, claro. Observaciones: he tenido que cambiar una
pasteca de la retenida; la roldana no giraba».
Aunque la mar era grande no ofrecía ningún problema. En
popa podía aguantar mucho; sobre todo si como él, se sabía utili­
zar la velocidad para escapar de las rompientes más peligrosas.
Por lo demás, era normal subir y bajar por las imponentes pare­
des; al contrario, el Peregrino parecía disfrutar con ello. Durante
la semana que sucedió al atentado, el Comodoro logró superar­
lo, o al menos aparcarlo lejos de sus quehaceres diarios. Sólo por
las noches, cuando la luz emprendía su cada vez más corta retira­
da, recordaba. Sin quererlo, miraba incansablemente el horizonte
de una forma que antes nunca lo había hecho. En las puntiagudas
olas, con cuyas formas antes jugaba para entretenerse, ahora
sabía que el peligro podía acechar entre ellas. En gran medida la
mar había cambiado para él. No podía seguir viéndola de la
misma manera. Los antes sutiles movimientos de las aguas, se ha­
bían convertido en oscuras trampas donde podía estar agazapa­
do el enemigo.
Los días sucedieron a las noches; las vigilias y guardias tam­
bién dieron paso a sueños de no más de cincuenta minutos. La
temperatura del aire había descendido hasta los tres grados, y la
humedad invadía toda la embarcación. A partir de ese momento
y durante muchas semanas, sabía que, cada vez, las condiciones
en las que iba a discurrir su vida serían más duras y extremas. La
humedad, el frío, el cansancio y la tensión del atentado sufrido, se
juntaban en un estado de ánimo del que solamente una moral
inquebrantable podía salir airosa. Si de por sí era difícil superar
las meras condiciones deportivas de la prueba, ahora, tras el ata­
que, la regata tomaba una nueva dimensión. A la dureza extre­
ma, a las calamidades, a sus pensamientos adversos, tendría que
sumar la vigilancia del horizonte.
Y por éste, apareció el palo de Petrovski un frío amanecer.
Sus velas fueron tomando forma durante toda la mañana al tiem­

279
po que se acercaba. El Comodoro las vio llegar con rabia: no le
gustaba que le pasasen. Pero quizás esta vez era diferente. Su
mente seguía prisionera de los avatares sufridos. No obstante,
trimó el aparejo en numerosas ocasiones tratando de sacarle al
Peregrino todo lo que llevaba dentro.

Esperaron a que la noche se cerniese sobre la urbanización.


Ataviados con ropas deportivas oscuras aguardaban el momento
de entrar. Al recorrer el perímetro de la finca, advirtieron unas
pequeñas cámaras de televisión colocadas en el muro. Inutilizar­
las no iba a ser sencillo.
Cuando se disponían a bajar del coche, un furgón de repar­
to se detuvo ante la verja de entrada. Un joven descendió del
vehículo y lentamente se encaminó hacia el interfono. Pero Isham
fue mucho más rápido; en la distancia llamó su atención. El chico
se detuvo. Para cuando se dio cuenta, Nat le había golpeado por
detrás en la cabeza. Comprobaron el interior de la furgoneta y
descubrieron que sólo llevaba pizzas. Isham cambió su ropa por
la del repartidor, y Nat y Hutman se escondieron en la trasera.
-Pizzas -anunció Isham por el telefonillo con intención de no pro­
nunciar más palabras que le pudiesen delatar por el acento.
-Abro -dijo un desinteresado guardián.
La furgoneta recorrió los cuatrocientos o quinientos metros
que le separaban del edificio principal. Con la mirada, Isham buscó
la puerta de servicio: la encontró en la-parte norte de la casa.
Ahora tenían que adivinar en qué lugar estaba encerrada Tatiana.
No iba a ser fácil concretarlo: las dimensiones de la casa dejaban
por delante una tarea complicada.
Nat descendió por la trasera del furgón desplazándose con
rápidos movimientos. Se encaminó hacia la espesura del jardín.
Unas plantas le taparon al instante. El reflejo luminoso que le lle­
gaba venía de la parte frontal del edificio. Unas voces lejanas
resonaban con más fuerza a medida que se acercaba a él. Escu­
chó con bastante claridad una conversación en ruso, pero sólo le
llegaban frases entrecortadas por otras voces. Escuchó cosas como:

280
¿qué hacemos con ella? ¿Cuánto sabe? O , ¿qué pretendía? Clancy
intuyó que podían estar hablando de Tatiana. Eso le animó, pues,
por el momento, estaba viva, y seguramente muy cerca de allí.
Rodeó la casa por la parte izquierda cubierto por un seto. La
mansión estaba encendida en sus dos plantas: alternaba ventanas
iluminadas con otras apagadas. En la parte baja, unos tragaluces
rectangulares fueron la mejor opción que encontró para entrar. Se
arrastró hasta llegar a uno de ellos. Presionó con las manos, y el
cristal cedió; se conoce que el cierre no estaba echado. Introdujo
su cuerpo hasta quedar suspendido al otro lado. Siguió resbalan­
do hasta que sus manos no dieron más de sí. Saltó y cayó un par
de metros. Sus piernas golpearon en un suelo duro.
La estancia parecía estar vacía. Un olor a humedad la im­
pregnaba. Dejó pasar unos segundos para que sus ojos se acos­
tumbrasen a la oscuridad, y tanteó la pared hasta llegar a una
puerta cerrada. Con lentitud movió el pomo. La hoja cedió dejan­
do entrar una débil claridad. La luz provenía de una bombilla sin
lámpara que brillaba cerca de una escalera al final del corredor.
Nat se dirigió hacia otra puerta y trató de abrirla: pero no pudo,
estaba cerrada con llave. Tanteó la siguiente con el mismo resulta­
do. Durante unos instantes miró la cerradura y comprobó que era
un modelo antiguo de gruesa llave; se accionaban por una uña
metálica: al presionar sobre ella, saltaba el cierre. De su bolsillo
sacó una navaja: escogió el punzón y hurgó con habilidad en el
agujero.
La puerta tardó muy poco en abrirse. El olor a humedad era
acentuado. En un rincón destacaban veinte o treinta cajas de ma­
dera, en las que con grandes letras ponía vino en francés. Volvió a
cerrarla y se encaminó a la siguiente. Un ruido le hizo detenerse.
Esperó unos instantes; pero todo siguió en calma. Junto a otra
puerta repitió la operación con el punzón. Al abrirla, un aroma
familiar llegó hasta él. En la parte opuesta, bajo el ventanuco, se
adivinaba en la penumbra una forma parecida a una cama. Nat
se acercó despacio con el corazón desbocado. Cuando llegó jun­
to a la silueta que había tendida en ella, contempló el rostro de
Tatiana. Dormía plácidamente, bañada por un luz blanquecina
que provenía de una incipiente luna.

281
Puso la mano en su boca y la movió levemente intentando no
asustarla demasiado. Tatiana abrió los ojos y se encontró con el
rostro de Nat pegado al suyo. Los cerró de nuevo con placer y
estiró sus brazos para acariciarle. Por un instante se fundieron en
un tierno arrullo que provocó el que sus corazones latiesen al mis­
mo tiempo desbocados. Cuando apretaron sus cuerpos, ambos
notaron los jadeos armónicos producidos por la emoción, y hasta
ellos llegó un sentimiento de posesión y ternura, que sólo se produ­
ce cuando la pasión logra embargar a los sentimientos.
Sin hablar, salieron de la estancia y regresaron por donde
Nat había llegado. Ya en el exterior, caminaron agachados hasta
la puerta principal. Faltaban escasos metros para alcanzar la ver­
ja de entrada. Tras ella, Isham y Hutman, que habían salido con la
furgoneta para no levantar sospechas, les esperaban. Unos ladri­
dos, que iban aumentando de intensidad, se acercaban hasta ellos
a medida que corrían. Nat sacó su pistola y gritó:
-¡Corre Tatiana, corre hasta la verja! ¡Trepa por ella! Yo te cubri­
ré.
Pero Tatina no hizo caso y detuvo su carrera. Sólo la firme
voz del americano le incitó a continuar.
-¡Corre!, sáltala.
Para cuando terminó la frase, dos fieros perros doberman
cayeron sobre él. Uno le mordió la mano izquierda, el otro,
pretendía hacerlo en el cuello. Nat se zafó del de atrás dándole
un certero disparo. El aullido de dolor que resonó en el jardín
también lo oyeron en la casa. Con la empuñadura del arma gol­
peó varias veces; pero no logró zafarse.
Mientras tanto, Tatina llegaba ya a la parte alta de la verja.
El perro seguía haciendo firme, al tiempo que unos pasos resonan­
do sobre las hoj^s secas del suelo se acercaban a gran velocidad.
En un último esfuerzo, Nat golpeó con el pie la cabeza del ani­
mal, derribándole. Fueron las décimas de segundo precisas para
que pudiera poner distancia. Un certero disparo dejó al perro
tumbado en la hierba; pero tenía encima las voces y no le iba a
dar tiempo de saltar la puerta. Corrió a lo largo del muro hasta
una zona donde la piedra descendía para dejar paso a una case­
ta. Tomando impulso, saltó sobre ella sujetando sus manos ensan­

282
grentadas en el borde del techo. Con un balanceo pronunciado
puso los pies en el tejado. Luego, cuando ya tenía a la vista a dos
fornidos tipos provistos de largos rifles de caza, se dejó caer ha­
cia el otro lado.
Isham y Hutman le arrastraron hasta el coche y lo metieron
dentro. Nat encontró las maravillosas formas del cuerpo deTatina,
en el cual se apoyó. Sus finos dedos le acariciaron la cara mien­
tras el coche volaba en dirección a la autopista. Al parecer nadie
les seguía.
La cabeza de Nat se mecía entre el vientre y los muslos de
Tatiana. El calor que desprendía su cuerpo se mezclaba con el
aroma de su fresco perfume. Cerró los ojos y pasó los brazos bajo
sus piernas. Las apretó contra sí con fuerza como queriendo ha­
cerla suya para siempre. Tatiana sintió en su piel, incluso a través
de la ropa y las medias, el deseo y el cobijo contenidos en aque­
llos abrazos desesperados. Una mueca de placer escapó de su
rostro.

Los cuarenta rugientes empezaban a hacer gala de su nom­


bre. El Peregrino, aparejado con tanqueta y mayor rizada, nave­
gaba de popa surfeando sobre las descomunales olas que una
fuerte depresión traían desde el oeste.
La temperatura en la cabina era de cuatro grados: el agua
ni siquiera llegaba a esa cifra. Abrigado con el traje polar y
gruesos guantes, el Comodoro escudriñaba la noche guiándose
por las estrellas. A pesar de la ropa de abrigo, la humedad que
llegaba hasta él a través de sus pies era espantosa. Desde hacía
una semana no había estado seco un sólo segundo. La ropa seca­
ba mal por el efecto del salitre, y se le quedaba un punto de
humedad que, al ponérsela de nuevo, le provocaba sensaciones
desagradables. También la comida empezaba a estropearse; era
muy difícil mantenerla en un lugar donde la sal y el moho estaban
adheridos a todas partes. Y si soportar esas calamidades era ha­
bitual para un marino, por lo menos le quedaban tres meses
más hasta tocar un puerto. Pensar en cosas que le alejasen de lo

283
que aún le quedaba por la proa era la única solución y el refugio
obligado al que recurría si no quería enloquecer. Vivir cuatro me­
ses mojado, helado, bañado por la sal y la humedad, era una
prueba que casi nadie podía superar. Si a ese estado de cosas se
le sumaba unos vientos, que en ocasiones podían alcanzar los
setenta nudos, unas olas rompientes de veinte metros de altura,
aderezado todo ello por ballenas, icebergs, hielo y granizo, la
combinación no podía ser más aterradora. Es más: aquellos que
surcaron los mares alguna vez en condiciones duras, serían inca­
paces de comprender cómo podían aguantar semejante suplicio
por el mero hecho de navegar.
Tendría que haber otras razones, decían algunos. No hay
ser humano capaz de luchar contra tantos elementos adversos por
puro instinto deportivo. Y así era: los participantes en la Vendée
Globe eran en su mayoría una escogida mezcla de soñadores
solitarios, a los que la vida mundana, saturada de incomprensión,
les dolía cada mañana. El Comodoro fabricaba cada día un sen­
cillo camino en el cual, los deseos no superasen en exceso a la
realidad. Establecía un equilibrio entre lo que quería oír, y lo que
realmente le decían. Con ello, imperaban los acomodos a las zo­
zobras. El mero hecho de pensar en la muerte, no era un final del
todo trágico, sino el camino lógico donde terminaba la vida cuan­
do se traspasan los límites. Pero la plenitud que alcanzaba despe­
jaba sus temores hacia ella. La férrea voluntad que manifestaba,
tampoco habían podido ser entrenada en divanes de psiquiatras
o en mesas de adivinos. Su fortaleza procedía de una vida de
forja, en la que desde niño había llevado cuerpo y mente hasta
extremos de estimarse a sí mismos de forma incomprensible para
los demás. Por eso, nadie que no fuese marino podía entender la
gesta. Aquellos que se acercaban a ellos y los utilizaban como
meras mercancías de cambio, en las que pretendían imponer crite­
rios políticos o comerciales, se quedaron al fin sin nada. No
entendieron ni un ápice de lo que por fortuna había pasado por
su lado; excepción hecha de un poco de folklore náutico. Pero
jamás tendrían la suerte de compartir las hazañas, de saborear la
amistad por el puro placer de hacerlo, porque su dimensión se
escapaba a sus miserables, mercantiles e interesados postulados.

284
Entender a estos hombres sólo podía hacerse desde plantea­
mientos más ambiguos y generosos. Desplegados los más ele­
mentales sentidos de la tolerancia y de la capacidad de admira­
ción, había que meterse también en el mundo de los sueños, de
las hazañas, y así poder empezar a descubrir un poco de su esen­
cia.
Y era esa la razón por la cual sólo dieciseis hombres en
toda la Tierra habían logrado acaparar semejantes aptitudes y
participar en la Globe. Y también por eso, los siete que con ante­
rioridad terminaron la prueba, se habían refugiado en la mar de
nuevo. Eran tantos y tan fuertes los estados de ánimo que podían
alcanzar en esas aguas negras y lejanas, que al final les era muy
difícil vivir lejos de ellas sin someter su espíritu al sabor que deja la
superación.
Algunos, anunciaron en la regata anterior que participaron
que aquella sería la última; y por supuesto no lo había cumplido.
Una fuerza que les supera, que va más allá de sus férreas volunta­
des, les hace regresar siempre. Para ellos es muy difícil vivir sin
experimentar los grados extremos de la resistencia humana, sin la
adrenalina invadiendo sus venas y golpeando en sus sienes con
intensidad. Es más lo que les ofrece la mar, que las constantes
miserias humanas en las que tienen que verse sometidos a diario,
dentro de un mundo que casi nadie ama lo suficiente como para
recrearse en él, y que todos utilizan para conseguir míseros lo­
gros, tan efímeros y pasajeros como la propia vida del hombre,
decía el marino:
-Nosotros, al menos, antes de cerrar los ojos, habremos tratado a
las fuerzas de la naturaleza de tú a tú. Y experimentando que, el
hombre, débil y frágil ante ella, puede vencerla con unos dones,
que muy pocos deciden cultivar.
En definitiva, el Comodoro miraba las estrellas sintiéndose
pequeño, ínfimo entre las grandes olas y el inalcanzable firma­
mento, pero grande, inmenso sobre sí mismo, cuando constataba
lo que en realidad estaba superando. Que los demás no fuesen
capaces de verlo no era lo más importante. Nacemos y morimos
solos, decía, y estos logros han de servir para fortalecer nuestro
ánimo y estima propia. Y así, cuando nos enfrentemos al último

285
acto humano, la gran navegación por el más allá, estar prepara
dos.

El efecto que produjo el rescate de Tatiana hizo que rusos y


sudafricanos extremasen los pasos que tenían previsto dar. Ahora
sabían que alguien estaba sobre la pista del plutonio, y que la
rusa, aunque no conocía los pormenores de la operación, podía
aproximarse atando cabos.
Actuarían con extrema prudencia. Cambiaron los planes que
en principio habían trazado. Los tres kilogramos recién recupera­
dos viajarían a Corea del Norte en un barco mercante. Yerin y
Shilov los acompañarían. No fue fácil convencerles; a fin de cuen­
tas ellos habían cumplido con su parte del trato. Pero la imprevista
aparición de Tatiana hacía peligrar la operación. James Verwoerd
y Yolande Potgieter ¡rían a las islas Kerguelen para tratar de recu­
perar el cargamento que aún seguía en el velero, y que ponía en
peligro la seguridad de todos ellos. Al menos, eso dijeron a los
rusos. Intuían que Tatiana no estaría lejos. Era un testigo peligroso
que podía dar al traste con futuros negocios.
Desde Perth a las islas Kerguelen hubo que volar cinco ho­
ras sobre unos negros nubarrones que presagiaban un complica­
do aterrizaje. La Compañía Australiana de Minas era la única
pobladora del archipiélago. La actividad había venido reducién­
dose los últimos años, y los minerales allí extraídos, cada vez se
hacían más costosos. Además, encontrar mano de obra que estu­
viese dispuesta a vivir seis meses al año en esas áridas y despo­
bladas islas, era imposible. Aumentando mucho la paga podían
conseguirlo, pero entonces no había negocio. Así, que, la decre­
pitud de los yacimientos minerales de las Kerguelen iba en aumen­
to.
Van der Spuy, capitán mercenario de la marina, y que du­
rante los últimos veinte años de su vida había vagabundeado por
los mares, pasó un duro invierno en ellas, capitaneando una des­
tartalada embarcación a motor reconvertida de un viejísimo dra­
gaminas australiano. Haciendo uso de sus influencias, y ante el
poco caso que los franceses tenían para con sus posesiones

286
antarticas arrendadas a los mineros, logró que el bimotor de la
compañía los condujese hasta ellas. Prometió llevar a un importan­
te empresario sudafricano: podría estar interesado en ciertas
concesiones mineras, dijo. Aportaría capital, y quién sabe si lo­
graba traspasarle el arrendamiento con un pingüe beneficio, ex­
plicó a los concesionarios.
El plan consistía en embarcar en su viejo dragaminas, y re­
correr algunas de las doscientas islas rocosas del archipiélago,
con el fin de hacer análisis geológicos del subsuelo. A nada que
encontrasen algo, les garantizaba una explotación a varios años
vista.
El pequeño aeroplano no era capaz de subir más de cinco
mil metros de altura. Las perturbaciones meteorológicas chocaban
contra ellos con toda su crudeza. El aparato era zarandeado como
un corcho en el agua. Sólo cuando traspasaron la última barrera
de nubes bajas y tocaron tierra en la diminuta pista de aterrizaje,
sus ocupantes se relajaron. Un todo terreno esperaba ¡unto a un
desvencijado hangar. Les condujeron al puerto directamente. Con
asombro y consternación, Yolande y James apreciaron el estado
de abandonado de la embarcación.
-¡Es horrible! -se quejó Yolande.
-Pero tiene buenos motores y es muy marinero -observó el capitán
Van der Spuy tratando de justificarlo.
-Ya los puede tener. De lo contrario no sé... ¿Flotará? -ironizó
Verwoerd.
-No es para tanto. Durante seis meses fui su capitán, y puedo
aseguraros que siempre se comportó de forma marinera: desde
luego mucho mejor que el Devi -precisó.
Se instalaron en unos espartanos camarotes donde la made­
ra y el lujo brillaban por su ausencia. La chapa y la pintura era
toda la decoración existente. Zarparían por la mañana. James
había traído consigo el sofisticado aparato que localizaba la fre­
cuencia del Argos. Lo colocó en el puente, junto al radar. Desde
hacía unos minutos había empezado a emitir. En la persecución
anterior habían anotado la frecuencia del Peregrino, y sería más
fácil seguirlo.
-¡Ahí está! Es ese punto luminoso. Comprueba la frecuencia en

287
hercios -pidió James dirigiéndose al capitán.
Colocó el transportador de ángulos sobre la pantalla y pre­
cisó el rumbo que llevaba el velero. A continuación pasó los datos
a la carta de navegación que tenía delante. Van der Spuy marcó
con un lápiz el rumbo que ambas embarcaciones tendrían que
seguir para encontrarse.
-Tenemos día y medio por delante. Pasará ¡unto a nosotros con
una precisión de metros.
-¡Fantástico! -exclamó Verwoerd excitado-, ¿Qué tiempo ten­
dremos?
-Me conformaría con que no fuese pésimo -respondió Van der
Spuy mientras encendía el facsímil meteorológico. El aparato co­
bró vida y rumió el resultado con pequeños saltos de luces y soni­
dos. Luego, un papel térmico comenzó a salir por la única ranura
que tenía visible.
-No es como para pegar saltos de alegría, pero sobreviviremos.
Ésta es una embarcación fea, pero todo un barco, os lo aseguro -
añadió el capitán.
Nada más abandonar la protección del acantilado que cir­
cundaba al puerto, el viejo dragaminas comenzó a cabecear de
forma exagerada. El sordo ruido de sus anticuados motores era
controlado por un viejo lobo de mar, que lograba, casi de mila­
gro, que los cilindros siguiesen conteniendo a sus pistones. A pe­
sar de la anticuada estampa de la nave y del mal estado de la
misma, su velocidad era airosa. Su forma de navegar detectaba
la característica carena de los navios de guerra: pronunciada y
afilada para partir las olas y poco manguda para ganar nudos.
Unas mares levantándose como rascacielos por las amuras
del buque parecía que se los tragarían a su paso; pero la embar­
cación siempre salía del trance. Un cielo tormentoso y amenazan­
te les acompañaba desde entrado el nuevo día. La pantalla del
ordenador, y la más precisa del radar, emitían su luz característi­
ca, ajenas a lo que sucedía a bordo.

El Comodoro descendía por los imaginarios círculos parale­


los. Hacía días que había entrado en la peligrosa línea de los

288
cincuenta grados de latitud sur. Por el momento se mantendría en
su extremo. Más tarde, superado el cabo Lewin, tendría que tomar
la decisión de seguir bajando para acortar camino, o navegar por
el límite de los vientos portantes y recorrer unas cuantas millas
más.
Su vigilia se centraba en los hielos que, a partir de esas
latitudes y durante el verano austral, flotaban en las aguas. Icebergs
enormes del tamaño de manzanas de casas. Growlers, o peque­
ños témpanos de hielo sumergidos aún más peligrosos, que par­
tían en dos a un velero con extremada facilidad, sin que el marino
pudiera percatarse de su presencia hasta que ya los tenía debajo.
El radar se hacía ahora imprescindible. Y como siempre sucede
en la mar, no podía hacer uso de él: días atrás, una ola rompiente
tumbó al Peregrino, clavando su palo en las aguas. No tuvo unos
resultados muy malos: algunos desperfectos, pero la antena de su
radar desapareció.
Un frío inhumano y la oscuridad penetrante y cegadora del
temporal no le permitieron reaccionar. Ahora tendría que detectar
los peligros helados con el olfato y el socorrido instinto marinero.
De los dos, el olfato era el mejor. La descomposición que sufre el
agua de los icebergs, hace que emitan un olor a podrido carac­
terístico.
El viento estaba entablado en cuarenta nudos y soplaba por
la popa con toda la crudeza de un movimiento de aire desatado.
Durante gran parte del día se mantenía a la rueda. Por la noche,
cada cincuenta minutos se levantaba de la litera advertido por su
despertador interior. Aterido de frío, se ponía el traje polar, cuyo
interior seguía húmedo y repleto de escarcha. Con una horrible
sensación de desasosiego salía a cubierta. Allí, un viento endemo­
niado y helado le azotaba la cara y le bloqueaba las manos.
Repasaba el estado de las velas, el timón automático, y trataba de
adivinar la evolución del viento y las olas. Después, regresaba a
la cabina. Comprobado el rumbo, volvía al relativo calor de la
litera; y así, cada hora. Había veces que era tanto el frío y el
malestar sentido, que si la mar se lo permitía y lograba colocar el
cazo en el cardan de la cocina, se preparaba algo de beber. La
mayor parte de las veces tenía que desistir del empeño y tomarlo

289
frío: mezclado con esa garra de hielo en que se había convertido
su estómago, notaba poca mejoría.
Nunca quiso reconocer que su aventura tuviese esa parte dé
sufrimiento gratuito. No dejaba sitio en su mente para que las
ansias de terminar se juntasen con el trabajo que debía realizar.
Jamás consentía, posiblemente para poder sobrevivir, que el peso
de las millas y la incertidumbre de las que le faltaban por recorrer,
se mezclasen con el mantenimiento de su estado de ánimo.
Cuando recordaba las tediosas y frías salas de los juzga­
dos, en las cuales había pasado media vida, le venían a la cabe­
za los expectantes rostros de todos aquellos cuyas existencias de­
pendían del ánimo y los criterios, siempre humanos, parciales y
sesgados, de quienes juzgaban. ¡Cuántas cosas dejamos al albe­
drío de los otros! Y todavía pensamos que somos dueños de nuetras
vidas, había dicho en ocasiones. En la mar, por el contrario, se
aterraba por causas naturales que no dependían de las miserias y
odios entre unos y otros. Recordando todo aquello, casi era un
consuelo pasar los tormentos que padecía. Allí, se sentía por enci­
ma de los que centraban el existir en la gravedad de los actos, las
fingidas composturas y los atávicos privilegios, que después envol­
vían como sumo cuidado para que perdurasen, en intolerancia,
rigidez e hipocresía. El espíritu de un marino se acercaba más a
vivir la realidad del paso del tiempo, a mirar el cielo y agradecer
su mera presencia, a analizar la esencia de las cosas y a marcar­
se un rumbo.
Y en eso estaba el Comodoro cuando el ruso Petrovski
dejó ver Su palo en la distancia. Durante varios días jugaron al
gato y al ratón enzarzados en una particular regata. A veces, se
alejaban por unas horas ocultos por la oscuridad. Pero al amane­
cer, de nuevo se encontraban flotando entre la quebradizas olas.
Competían, pero también se acompañaban. Después de una se­
mana de cuidadosas maniobras y recelos compartidos, el Peregri­
no aventajó al Glasnost en doscientas millas.

290
VEINTICUATRO

Por unos instantes vio en el quebrado horizonte que tenía a


proa una mancha oscura, situada allí donde ningún objeto podía
estar. Levantó la cabeza de nuevo y no había nada, se dijo
retornando a sus quehaceres de limpieza de la cabullería en los
que estaba inmerso. Una llamada interior, cualidad de la que siem­
pre hacen gala los hombres de mar, le incitó a alzar la vista y
recorrer pausadamente el horizonte. Otra vez esa sombra oscura
dejó un retazo de su presencia entre las portentosas mares que le
rodeaban.
-¡Ahí hay algo! -exclamó.
Atento, sereno, pero con el corazón encogido, esperó a que
la siguiente ola elevase al objeto que, ahora, estaba seguro tener
delante.
-¡Mierda! -gritó bajando a la cabina.
Tomó sus prismáticos y recorrió el espacio que cubría su
derrota.
-¡Un barco de guerra! -exclamó.
Pero..., ¿qué hacía allí?, se preguntaba. Navegaba a poca
máquina. Es más, parecía detenido en medio del caos de olas que
se cruzaban ante él por los efectos de un ligero role del viento. La
velocidad del Peregrino era alta: dieciséis nudos. Recibía el viento
por babor sobre un aparejo generoso. No quiso recurrir a la inser­
vible radio, pues de nada le valdría. No obstante, la dejó en la
única posición que funcionaba: la escucha. De momento nadie
quería comunicar con él y, eso era lo extraño. Miró el rumbo de
aguja que el piloto automático mantenía imperturbablemente des­
de hacía dos días. Había abandonado la ortodrómica escasas
millas al sur tratando que le empujase el borde de la depresión en
la que estaba inmerso. El casco del antiguo dragaminas se veía
diáfano y claro. El Comodoro pensó que le faltaba algo para
acreditarlo como un buque de guerra, pero no lograba percatarse
de lo que era. Desconectó el piloto automático. Con todos sus
sentidos en alerta roja esperó el inminente encuentro. Eran las

291
diez de la noche, pero la claridad se mantenía: quizás un poco
difuminada por las espumas al romper. La nave de guerra se mo­
vía lentamente, manteniendo su afilada proa contra la mar. A
medida que se acercaba, veía con más claridad su obra viva pin­
tada de color granate y los cristales teñidos de un puente vacío.
Cuando apenas faltaba una milla para que se cruzasen, se dio
cuenta de lo que carecía para identificarlo como un buque de
guerra: las grandes letras y números que siempre llevan pinta­
das en sus amuras y son obligadas referencias en ellos. Por si
acaso, metió la caña a estribor y trasluchó la botavara para reci­
bir el viento por la otra amura.
En la grisácea embarcación no hubo respuesta. Su afilada
proa continuaba partiendo las olas que le llegaban con un violen­
to cabeceo longitudinal que estremecía toda la nave.

James, agachado como un felino, con el arma en la mano


provista de la voluminosa granada de fusil, esperaba la orden de
Van der Spuy para disparar.
-Dejemos que se confíe -dijo Yolande, mirando a través de unos
prismáticos las evoluciones del velero.
-Ha trasluchado -apuntó Adendof-, pero aún está a tiro; aunque,
creo que es mejor esperar a que nos de su flanco.
-Tiene que pasar cerca -advirtió James-. No le queda más reme­
dio.

Pero el Comodoro desconfiaba ya de todo cuanto flotase.


Por eso, tenía las escotas de las velas preparadas para huir en
cualquier dirección. El viento de cuarenta nudos que soplaba, hacía
al Peregrino inalcanzable. Y por otro lado... ¿Y si era la Marina
Australiana?, se preguntaba nervioso e indeciso. Quizás estaba
despreciando la última ocasión de comunicar con otros seres hu­
manos hasta pasado el Cabo de Hornos.
Con las dudas limitándole las decisiones, gobernaba con
precisión.
-Pero... ¡No! Los barcos de guerra llevan letras y números en sus

292
amuras -repetía en alta voz como queriendo convencer de ello al
aire y a las nubes.
Miró a popa, el viento estaba entablado. Dudó en lanzar el
spinnaquer de tormenta; algo ganaría, pero, también era cierto
que las posibilidades de salir orzando aumentarían.
-De través siempre puedo maniobrar mejor -dijo hablando consi­
go mismo-. Largaré un rizo -añadió.
En la tensa espera que supuso comprobar la siguiente
maniobra del buque, calculó mentalmente las diferentes evasivas
que podría poner en práctica en el caso de que fuese atacado.
Sus ojos, repletos de miedo y sal, se entrecerraban queriendo adi­
vinar su incierto futuro. En algunos momentos deseó que permane­
ciesen apagados y que sólo recibiesen la ingerencia de sus sue­
ños y deseos; pero ni un trazo de la realidad.
-Tengo que largarme de aquí. Si fuese la Marina Australiana, des­
pués de comprobar que no puedo emitir, habrían realizado el
preceptivo código morse con señales o, el de banderas -le habló
al barco resuelto, al tiempo que cazaba la vela mayor y ponía
rumbo sur.

-¡Se escapa! -fue el grito que Verwoerd escuchó por boca del
capitán cuando vio la maniobra evasiva.
-No lo permitas-le animó James asomando el arma por la brazola
de babor.
El viejo buque rugió estrepitosamente cuando aumentaron
las revoluciones de su motor. Al atravesarse a la mar, convirtió su
derrota en una desbocada cabalgada. Todos tuvieron que sujetar­
se con brazos y piernas a cuantos asideros encontraron para no
salir despedidos.

El primer disparo quedó corto. Una explosión dejó sus mar­


cas a escasos metros de la popa del Peregrino. En una rápida y
arriesgada reacción se la ¡ugó: si corría, el siguiente impacto cae­
ría sobre él. Sólo tenían que corregir un poco la puntería con el
alza. Trataría de sorprenderlos.

293
Tensó el estay de popa, largó las burdas y viró en redondo.
La botavara barrió el aire en un ángulo de ciento ochenta grados
entre estruendos y chirrios provocados por el violento y repentino
desplazamiento del carril del escotero. La tanqueta se plegó sobre
el palo y la embarcación quedó a la capa, detenida.
Efectivamente, el proyectil pasó de largo y a sotavento. De
no haber realizado esa arriesgada maniobra de frenada, en la
que se jugó el palo, estaría hundiéndome, pensó. Al tirador le
había bastado con adelantar un poco el disparo, corrigiendo la
falta en alcance del anterior.

-¡Mierda, mierda! Ese hijo de puta sabe lo que se hace -juraba


Verwoerd histérico-. Dame otro proyectil.
-Tira al medio, es mejor hundirlo a que escape -le aconsejó
Yolande.
-Tiro a donde puedo, ¡cojones! -le contestó petrificándola con la
mirada.

Viró en redondo y dejó que las velas fuesen tomando viento


de nuevo. Instantes después, salió despedido hacia el sur. La can­
tidad de trapo que llevaba izado, hizo que la embarcación per­
diese velocidad. El agua rugía sobre la regala de babor y trepaba
por ella hasta inundar la bañera. Aparejado de esa guisa, no
podría resistir mucho tiempo.
La rueda estaba dura, muy dura, pero el nervio del Peregri­
no comenzaba a salir. Leves y ligeros toques bastaron para que
las trece toneladas de su desplazamiento las pudiera sentir en la
punta de sus dedos. Veinte nudos marcaba la corredera. El barco
se había convertido en un bólido que rugía por sus cuatro costa­
dos, impulsado por unas rachas de viento que iban en aumento.
Parecía que en la ola siguiente ya no podría controlarlo.
Por la popa fue perdiendo la silueta del dragaminas. Rociones
blancos que se mezclaban con las crestas rompientes de las olas,

294
fueron, a partir de ese momento, la única referencia que tuvo de
sus perseguidores.

-¿No puedes dar más velocidad a este trasto? -preguntaba James.


-N o, es todo lo que tiene -respondió Adendof.
-¿Regresamos? -preguntó el capitán esperanzado que la respues­
ta fuese afirmativa.
Se hizo un corto y tenso silencio interrumpido por el bramar
de una mar montañosa que los zarandeaba en exceso.
-jRegresamos! -concluyó James.

El Comodoro vio con relativa claridad la amura de estribor


del dragaminas. Al mostrarse clara y nítida, comprendió que vira­
ban. Una cansada sonrisa salió de su rostro. Dudó qué hacer:
¿ganaría algún puerto? o, ¿volvería a rumbo y continuaría en re­
gata? Dio un respiro a su fatigado cuerpo y se quedó observando
cómo la proa del Peregrino golpeaba una y otra vez contra el
agua en frenéticas carreras de las que siempre salía airoso. Su
respiración, poco a poco, fue recuperando el ritmo acostumbra­
do, y como otras veces cuando el esfuerzo sobrepasaba la barre­
ra de lo humanamente soportable, dejó escapar de sus ojos unas
solitarias lágrimas, contorneadas y forjadas a base de angustia y
sufrimiento. La soledad, el cansancio y la infinita impotencia que
sentía le hicieron estremecerse. Con los ojos húmedos miró al cielo
tratando de encontrar respuesta. Las gotas de agua se mezclaron
con unas lágrimas secretas que purificaron su vergüenza. Y le vi­
nieron a la cabeza unas palabras del escritor canario Benito Pé­
rez Galdós de su libro Trafalgar. Decía el maestro: «No es impro­
pio el llanto en las grandes almas; antes bien, indica el consorcio
fecundo de la delicadeza de sentimientos con la energía del ca­
rácter. Mi amo lloró como hombre, después de haber cumplido
como marino».
Sus enrojecidos ojos seguían fijos en el inalcanzable hori­
zonte que fluctuaba por su proa. A cada desesperado intento de
apaciguar su ánimo para seguir en la lucha que se había impues­

295
to, le surgían más dudas y brotaban nuevas lágrimas silenciosas
que le descansaron y vaciaron de miedos ei alma. Y quedó preso
unos instantes de las únicas cuestiones que nadie, y menos un
marino, deben considerar cuando está inmerso en un logro o en
una difícil singladura: dudar y renunciar.
Al posar la vista sobre el calendario que tenía colgado en el
panel de instrumentos, advirtió que estaba viviendo la noche del
veinticuatro de diciembre: Nochebuena. En principio le entró
una añoranza melancólica de turrones, polvorones y risas conta­
giosas; pero el Comodoro siempre había entendido esos actos
como un fruto de la necesidad de encontrar afectos por parte de
quienes sólo se acercan a ellos en fechas establecidas: decía: «La
Navidad es sobre todo un recurso comercial. El amor a la familia
y a tus semejantes hay que repartirlo durante los trescientos sesen­
ta y cinco días del año. De lo contrario, un atracón de sentimientos
forzados durante más de diez días de celebraciones, pueden pro­
ducir empachos de consecuencias nefastas y contrarias.
Quizás estaba jugando en exceso a los héroes, pensaba. Y
eso que para él, el heroísmo sólo era una forma más de enseñar
su pundonor, nunca de acrecentar ganancias o cumplir metas im­
posibles. Y era ese pundonor el que le retenía la duda y le atoraba
la mano cuando estaba a punto de largar las velas para regresar
a un mundo más real, en el cual, la vida, se entrelazase con la de
los otros en nudos difíciles y lazos imposibles, la mayor parte de
las veces.
Había una sublimidad en sus gestos, una gallardía en su
llanto silencioso, que le daba una enorme grandeza y lo situaba
entre esos pocos personajes que todas las generaciones coloca­
mos por encima de la envidia.

296
VEINTICINCO

-Los veleros son la clave -observó Tatiana acercando su cara a la


de Nat.
-¿Por qué lo dices? -preguntó él tratando de que expusiera lo que
pensaba.
-Está claro, Nat, ¿no te das cuenta?
-Cómo llegas a esa conclusión. A mí también se me ha pasado
por la cabeza, pero no tengo una sola prueba que lo acredite -le
respondió un tanto escéptico.
-En la casa donde he estado detenida había dos personas -le
explicó Tatiana-, un hombre y una mujer sudafricanos. Al parecer
trabajan con Yerin y Shilov...
-¿Y qué tiene que ver con los barcos? -le interrumpió Nat.
-En primer lugar sabemos que Yerin y Shilov pusieron el plutonio
en el velero del vicealmirante Petrovski, y, que, hasta Francia, fue
transportado por él. Vosotros, al revisar el Glasnost, sólo encon­
trasteis señales de que alguien había manipulado en su orza; pero
ni rastro del plutonio. Bien. Ahora, viajan hasta aquí, y los encon­
tramos junto a unos sudafricanos que el día que me interrogaron,
y por su aspecto y olor, llegaban de un viaje por mar. Para com­
pletarlo, tú me dices que han desaparecido tres veleros en estas
aguas sin causa que lo justifique. No sé, pero para mí está claro,
Nat.
-Lo que dices tiene sentido; pero me faltan datos -advirtió Nat
quedándose colgado de su mirada azul tan ligera y cristalina como
la brisa de la mar.
-¿Qué más quieres? -le provocó ella partiendo el aire con su ex­
tremada sensualidad.
-No lo sé, Tatiana, pero son meras suposiciones -contestó Nat
acariciándole el cabello y reprimiéndose de las emociones que en
realidad le abordaban.
-Pero es todo lo que tenemos -insistió ella inclinando la cabeza y
mirándole con una coquetería sabida y conquistada de las estre­
llas.

297
-Llamaré a la organización de la regata. Es posible que me den
alguna información que nos permita acercarnos más -dijo Nat
concentrándose en el trabajo para olvidar así lo que Tatiana co­
menzaba a significar para él.
Se levantó cuidando de que su mano izquierda no rozase
con nada; la mordedura del perro le había producido una profun­
da herida.
La salita del hotel estaba vacía. En una esquina había un
teléfono protegido por un panel que le daba un poco de intimi­
dad. Marcó el número de la Central de Inteligencia y esperó: la
jovial voz de Claire respondió con cierto soniquete.
-Quién es. Deme su número de identidad antes de responder -
pidió con una frase preparada.
-Claire, Nat al habla.
-Hola Nat, ¿dónde estás?
-En Sudáfrica, y me hace falta tu ayuda de nuevo.
-Tú dirás.
-Tienes que encontrar el teléfono y el nombre de la persona que
dirige en París la regata Vendée Globe: es una competición para
veleros tripulados en solitario. En Europa es muy famosa, sobre
todo en Francia.
-Bien. Veré lo que puedo hacer. ¿Sabes Nat? Con la vida que
llevas ha sido mejor no haberme casado contigo.
-Tú te lo pierdes. No sabes las noches que pasamos quienes vivi­
mos colgados de un hilo. Siempre es la última. Por eso, en cada
una de ellas nos entregamos de pleno.
-Me mareo, Nat, no sigas. Lo que veo ante mí me deprime.
-Te llamaré en una hora, pequeña.
-Muy bien -respondió la eficiente Claire antes de colgar sintiendo
en su rostro y en su pecho el efecto de las palabras de Nat.
Tatiana le esperaba junto a Isham; éste no había dejado de
acompañarlos. Durante el tiempo que Nat dio a su Central para
que localizasen el teléfono, evaluaron los diferentes caminos que
había podido seguir el plutonio; pero no llegaron a conclusión
alguna.
Nat nunca pensó que pudiese acariciar a una mujer en pre­
sencia de sus compañeros de trabajo; pero lo estaba haciendo.

298
Miró su reloj, faltaban quince minutos para que la hora hu­
biese transcurrido. No pudo esperar más. Se acercó el teléfono y
repitió la llamada.
-óClaire? -prequntó.
-S i, ¿Nat?
-¿Lo has averiguado?
-Claro. ¿No soy la mejor?
-Desde luego que lo eres. Dime.
-Se llama Serge Acetó. El lugar donde trabaja es el Puesto de
Control de París. El teléfono es el, 33 1 5632489.
-Te quiero Claire.
-Sólo por el interés, lo sé.
-Pero te quiero. Gracias, le diré que te llame para que pueda
confirmar mi identidad.
-O ye, ¿respecto a esa última noche...? Cuídate.
Nat colgó con una sonrisa y marcó el número de Francia. En
inglés pidió hablar con el señor Acetó: añadió que era muy urgen­
te. Tardó varios minutos en ponerse. En ese característico acento
que los franceses le dan a la lengua inglesa preguntó:
-¿Quién es?
-Señor Acetó, me llamo Nat Clancy. Pertenezco a la Central de
Inteligencia Americana. Sé que mi llamada puede sonarle a bro­
ma, pero le aseguro que el asunto es de extrema gravedad. Le
llamo desde Sudáfrica, concretamente de Ciudad del Cabo. Le
daré mi código de seguridad para que pueda comprobar mi iden­
tidad y después me llame.
El americano le dictó el teléfono privado de contacto en Was­
hington, su código y el número del hotel; añadió la extensión don­
de se encontraba. El francés, un tanto perplejo, asintió con mono­
sílabos y colgó.
El aparato no tardó más de diez minutos en sonar. Nat, que
seguía de pie ¡unto a él, contestó con premura.
-¿Sí? -preguntó sabiendo quién era.
-Señor Clancy, gracias por llamar. He comprobado su identidad,
y desde luego es auténtica. Dígame, estoy un tanto sorprendido.
¿Qué relación puede tener la Globe con la poderosa CIA?
-N ada y todo, señor Acetó.

299
-Usted dirá.
-Tenemos la certeza de que algunos barcos de su regata han po­
dido ser utilizados para transportar material radiactivo -le explicó
con crudeza.
El silencio del auricular sólo fue comparable con la cara de
perplejidad que puso al marino francés. Tragó saliva y preguntó:
-¿Está usted seguro?
-Bueno, ése es el problema. No tengo pruebas que lo acrediten,
pero...
Acetó le interrumpió diciendo:
-Espere, espere; lo que usted dice podría estar relacionado con la
misteriosa desaparición de tres veleros cerca de donde usted se
encuentra.
-Ha nosotros también nos ha dado que pensar.
-N o comprendemos las razones: la mar no era nada especial.
Además, que tres de ellos se perdiesen a un tiempo es, sin duda,
un extraño acontecimiento.
-Eso pensamos -le respondió Nat que acababa de hacerle un
gesto positivo con la mano a Tatiana.
-jUn momento! -replicó Acetó-, Hay unos restos de naufragio.
Están en las dependencias del puerto de Ciudad del Cabo. Si le
parece llamaré para que se los entreguen y compruebe si le sugie­
ren algo.
Después de anotar la dirección y la persona a contactar, se
despidieron hasta unas horas más tarde. Acetó le dio el número
de su teléfono GMS para que pudiera localizarlo en cualquier
momento.
En unas sobrias dependencias, pertenecientes a los Servi­
cios de Salvamento Marítimo, les entregaron una caja de cartón
pesada. Acetó acababa de llamar para que se la diesen. Firma­
ron en un emborronado cuaderno y prometieron devolverla horas
después.
Isham les condujo a un pequeño laboratorio situado bajo la
Montaña de la Tabla, desde cuya puerta se divisaba una magnífi­
ca vista de la ciudad. A él llevaba la Central de Inteligencia los
objetos de los que pretendían sacar información. Su propietario
era un americano que residía allí desde hacía años. Les pasó a

300
una sala repleta de ordenadores y tubos de ensayo, y preguntó:
-¿De qué se trata?
-Al parecer, son restos de veleros, pero queremos constatar ese
extremo, y que nos diga si aprecia alguna otra anomalía. -Empe­
zaremos por este trozo -dijo sacando un pedazo de material plás­
tico flexible.
Lo colocó bajo un potente microscopio electrónico. Al rato
afirmó:
-Sí, efectivamente, se trata de keblar: es un tejido con el cual,
entre otras cosas, se fabrican las velas modernas. No ha permane­
cido demasiado tiempo en el mar. Puede verse que es nuevo.
-Mire éste otro -dijo Nat al tiempo que le entregaba un trozo de
material pesado y ennegrecido por sus bordes.
Lo colocó de nuevo bajo el lente del microscopio y se entre­
tuvo en él unos minutos. Lo pasó de un lado. Luego, del otro. Lo
roció con un líquido, y todavía permaneció cierto tiempo obser­
vándolo. Cuando levantó la vista del preciso instrumento, miró a
Isham fijamente; después, aseveró:
-Efectivamente, pertenece a una embarcación fabricada con fi­
bra de carbono; un material muy resistente. Tampoco ha permane­
cido en el agua demasiado tiempo.
-¿Puede ser parte del casco de un velero? -preguntó Nat.
-Sin duda. Pero hay algo más: la embarcación a la que pertene­
ció este pedazo, fue atacada con armas de fuego.
-¿Cómo? -replicaron los cuatro casi al unísono.
-Está muy claro. Al analizar los bordes, se puede apreciar que
han sido quemados por el efecto de la pólvora. Sin duda fue un
arma potente -explicó mientras señalaba los extremos de la pie­
za.
-Esto confirma mi teoría -afirmó Tatiana alterada y contenta por el
hecho de ser útil.
-Casi cierra el círculo -concluyó Nat hablando consigo mismo.

El límite de los sesenta grados de latitud sur no estaba muy


lejano. A pesar de los peligros que conllevaba esa decisión, el
Comodoro se encontraba más seguro a medida que el Peregrino

301
descendía empujado por rachas de viento que, en ocasiones, lle­
gaban a los cincuenta nudos.
Dos impresionantes icebergs del tamaño de una manzana
de casas habían quedado por la popa hacía tan sólo una hora.
Las resacas que golpeaban contra ellos arrancaban ingentes tro­
zos de hielo, y provocaban un ruido sobrecogedor cuando entra­
ban en el agua. El color blanco de la nieve se tornaba en verde
azulado al convertirse en hielo, y aguantaría de ese color hasta
que se desplomase; entonces, cambiaría de nuevo su tonalidad.
Las frías y cortantes aristas de las paredes flotantes se teñían del
color que el cielo quisiera pintarlas cada mañana: verdes, grises,
azules y blancas eran las tonos que la refracción de la luz les
propinaba; pero fuesen del color que fuesen, siempre conserva­
ban el mismo peligro. El Comodoro podía embelesarse contem­
plando la imponencia de esas verdaderas islas flotantes que cam­
biaban de forma y dimensión a medida que navegaban silencio­
sas hacia el norte. Rotas y desgajadas del Continente Antártico,
comenzaban en verano un lento flotar movidas por las olas y las
corrientes, transformando su fisonomía por el capricho de los vien­
tos, la temperatura y los estados de la mar.
Como no podía poner el radar en funcionamiento, colocó su
litera en la protección quita vientos donde estaba instalada la mesa
de cartas. La postura no era muy cómoda, pero desde allí podía
advertir cualquier trozo de hielo que derivase por su derrota en la
claridad de las inexistentes noche. A partir de ese momento, las
cabezadas fueron aún más cortas, lo que influyó en su estado de
ánimo. Los párpados se le caían durante el día, y una desazón
interior comenzaba a carcomerle el ánimo. Las largas horas de
observación de la mar, las alternaba con lecturas marineras. Recu­
rría siempre a esos libros porque, en ellos, siempre encontraba
narraciones de auténtico valor que le animaban a continuar. Otro
tipo de lecturas puestas de moda, en las que se agudizan en exce­
so las vulgares pasiones, terminaban por aburrirle: todos los pro­
tagonistas eran desgraciados, raros, obtusos, y sus amores más
tortuosos y enrevesados aún que los que en realidad viven los
sufridos lectores. Irreales transfugismos de principios, supuestas
verdades mesiánicas, perversiones sexuales, y páginas enteras en

302
las que los verdaderos perversos, tratan de normalizar, a través
de la divulgación popular, las conductas más sórdidas. Muchas
veces, durante otras singladuras, se había estremecido con la du­
reza de algunos relatos de aventuras. Pero ahora, él podía ser el
vivo ejemplo para quien quisiera enterarse de lo que era una con­
ducta de supervivencia.
Una sombra blanquecina apareció a menos de una milla.
Se levantó y miró con los binoculares: era un pequeño fragmento
de iceberg que derivaba impulsado por el viento. Cambió unos
grados el rumbo en la pantalla del piloto automático y comprobó,
una vez más, cómo el barco le obedecía. El Peregrino arribó el
botalón en la nueva dirección dejando el fatal témpano por ba­
bor. De vuelta al abrigo de la burbuja miró la temperatura: cinco
grados bajo cero.¡Así no podía mover las manos!, exclamó. A
pesar de los guantes que cubrían las cortaduras y ampollas que
llenaban sus dedos, era un auténtico suplicio maniobrar con los
cabos. Había cambiado las escotas de la trinqueta por otras más
gruesas. Al no tener que cerrar tanto la mano al tirar de ellas,
sentía alivio. Pero la de la mayor era imposible de sustituir. Por
eso, la sujetaba con las falanges anteriores de los dedos tratando
de no rozar las palmas.
Otro destello verdoso pasó ante él a través del rayado plás­
tico de la cabina. Se levantó de nuevo y oteó el horizonte. En
principio no encontró nada anómalo. Cuando recorrió, centímetro
a centímetro, las aguas que tenía delante, vio de qué se trataba:
un growler navegaba hundido. Solamente los embates del agua
contra su pulimentada superficie pudieron hacerlo visible. Sobre­
salía apenas unos centímetros cuando las olas lo elevaban. Nadie
que no fuese un experto marino podría haberlo detectado.
El cabo Lewin se acercaba en la carta de navegación. Tres
días más y lo sentiría en la lejanía de su babor. ¿Se refugiaría en
él?,o , ¿sería tan sólo otra meta superada?
Dos meses en la mar: la mayor travesía que había realiza­
do. ¿Que cómo se sentía? Ni él mismo lo sabía. Su estado de
ánimo era una explosiva mezcla de pesimismo, libertad y rabia
que le hacían tomar decisiones contradictorias en apenas minutos.
Había momentos en los que pensaba refugiarse para siempre en

303
los hielos australes y no regresar. Pero las cálidas imágenes de su
familia le hacían cambiar de parecer. Si no fuese por ellos, se
decía, no valdría la pena regresar. La inmensa soledad que disfru­
taba en una mar privada en la que se sentía el rey, era compensa­
ción suficiente al hecho de saberse hombre. Nunca sería más libre
ni más poderoso, pensaba. Libre, para arribar u orzar cuando le
viniese en gana llevando su velero a lugares remotos en los cuales
la destructiva presencia del hombre no hubiese dejado su perni­
ciosa huella. Poderoso, por lograr conjugar sus temores al son de
sus anhelos y por haber vencido a las ataduras con las que nace­
mos. Tratar a la mar enorme de tú. Mitigar y aprovecharse de un
viento endiablado para cambiar de lugar. Desplazarse entre mon­
tañas blancas amenazantes que formaban ante él una particular
cadena montañosa ¿Podía existir mayor poder y libertad?
Con aprensión paso ¡unto al extremo del témpano sumergi­
do, y pudo contemplar sus dimensiones. Bajo el agua se veían
varios metros de hielo verdoso y afilado que se movía impetuosa­
mente por el efecto de las olas. Sobrecogía mirarlo.
De vez en cuando le gustaba sorprenderse e interrumpir su
silencio escuchando el ruido de su voz. Cuando no lo hacía duran­
te días, le parecía que no era la misma, que había cambiado.
Luego, gritaba y hablaba con diferentes entonaciones para com­
probar si encontraba su antigua voz. A veces, le salían aquellos
lejanos tonos atiplados que su voz tuvo en la niñez, y, sin darse
cuenta, añoraba todo lo que le recordaba a esos tiempos pasados
al abrigo de las decisiones y las responsabilidades. Jugando con
las palabras siempre terminaba por cantar alguna vieja canción
marinera. Se reía de lo mal que lo hacía. El frío y sobre todo su
mal oído, le provocaban el que desistiera del intento. Pero todos
esos actos intranscendentes eran los que le permitían pasar el tiempo
sin que sus ojos estuviesen fijos en las lentas agujas del reloj, o en
las más firmes páginas del calendario.

Acetó no podía moverse de París: esa fue la razón por la


cual acordaron seguir hablando por teléfono. Se tuteaban. Nat le
había comunicado el resultado de los análisis. El francés sintió la

304
confirmación de sus sospechas, aunque nunca pensó que pudiera
tratarse de un asunto tan grave.
-¿Por qué contra pacíficos navegantes? -preguntaba.
-Porque era el mejor medio de pasar desapercibidos -le decía
Clancy.
-Ya, pero...
-No pasan fronteras, no levantan sospechas; realmente han sido
astutos -aseguró el americano.
-Pero todo ha terminado y, al parecer, se han salido con la suya:
si los hundieron es porque antes habían recuperado la mercancía.
-Me preocupa que aún queden veleros con plutonio en su interior
-dijo Nat.
-Y que le vamos a hacer. No les puedo pedir que desmonten sus
barcos en esas aguas terribles -se justificó Acetó.
-N o, no digo eso. Estoy pensando en un denominador común que
nos acerque a cuántos veleros lo podrían llevar a bordo; sobre
todo para protegerles.
-No se me ocurre nada -le respondió el francés.
-¿No hay ningún hecho extraño que se haya dado en varias em­
barcaciones a la vez?
Serge mantuvo el aparato en silencio mientras movía unas
hojas de papel. Su característico sonido llegó hasta Nat.
-¡La radio! -puntualizó alterado.
-¿Qué?
-Sí, la radio. Verás: desde la salida hubo cinco barcos que no
pudieron comunicar con nosotros. Cuatro están hundidos; pero
queda uno.
-¿Cuál?
-El Peregrino.
-Lo importante es poder entrar en comunicación con él y advertir­
le.
-¿Quieres decir que ese hombre está regateando con plutonio a
bordo? -preguntó el francés.
-Es lo más seguro -le respondió Nat con rotundidad.
Durante los instantes que Acetó miró la pantalla del Argos,
la línea quedó vacía.
-Navega -advirtió Acetó poco después-. El satélite que los tiene

305
localizados las veinticuatro horas del día lo confirma.
-Está en peligro -afirmó el agente americano.
-Pero en las aguas por donde navega es difícil atacarle; por eso
no lo habrán hecho ya. Ninguna embarcación puede seguirle en
ese infierno de olas y vientos huracanados.
-Harán lo imposible por recuperarlo. Y, te aseguro que no espera­
rán al final. Sería volver a pasar fronteras -dijo Nat viendo ya
con claridad la operación.
-Ahora lo entiendo -exclamó el francés, que acababa de llegar a
las mismas conclusiones-. Han usado los veleros para llevar el
cargamento hasta Sudáfrica. Desde allí, y por el Indico, las cosas
no son demasiado estrictas a la hora de transportarlo hasta algún
lugar de Asia.
-Q uizás intentaron recuperarlo y no pudieron -conjeturó Nat.
¡Oye!, que no pueda hablar no significa que no escuche -dijo de
improviso.
-Lo normal es que las radios estén completamente saboteadas.
-No crees que si fuera así habrían sospechado desde la salida.
¿No sería más seguro haberles desconectado sólo la posibilidad
de llamar? -precisó Nat-, No sé, te digo lo que yo haría. Y te
aseguro que en ¡legalidades soy toda una autoridad.
-Lo supongo -le respondió Acetó en un tono más jocoso.
-¿Habría forma de comprobarlo? -preguntó Nat desconocedor
como era del mundo de las ondas aplicado a la mar.
-Se me está ocurriendo una idea -propuso Acetó-, Podemos tra­
tar de llamarle. Si nos escucha, le pediré que cambie de rumbo
durante un rato: con su movimiento podríamos entablar una espe­
cie de lenguaje morse.
Clancy cambio la entonación de su voz para decir:
-Tengo orden de que todo esto no salga a la luz. Cualquier indis­
creción puede ponerles en aviso -le advirtió.
-Entendido, amigo. Mis años en la Comex me enseñaron mucho
sobre secretos de estado -le contestó el marino.
-Pero, tampoco el Comodoro debe saber de qué se trata -dijo
Nat acentuando el tono de misterio de su voz-. Si lo supiese, lo
tiraría por la borda. Necesitamos esa prueba -añadió sin saber la
respuesta a esta última petición.

306
-Ya, pero...
-Le protegeremos -insistió Nat.
-¿Y quién le protegerá de las radiaciones?
-Los recipientes en los que está contenido el plutonio son de máxi­
ma seguridad. Los rusos lo habrán dispuesto así. Además, si viaja­
ron colgados de la orza del barco ruso ...
-Pero... -repitió Acetó-. Lo que me pides es una grave responsabi­
lidad para mí.
-N o habrá problemas -aseguró Nat sabiendo que conocía muy
poco sobre esos recipientes.
Acetó consintió con desgana lo que Nat le pedía. Compren­
día sus razones y, ciertamente, dudaba de los efectos de la radia­
ción; aunque su único deseo era proteger al Comodoro.

El Madagascar, un carguero de veinte mil toneladas, espe­


raba atracado en la dársena oeste del puerto de Ciudad del Cabo.
La tranquilidad parecía reinar en él. Apenas se veía movimiento a
bordo. Unas luces estaban encendidas en la cubierta y en el
puente.
Isham y Hutman deambulaban por los muelles sin una direc­
ción concreta. Sólo sabían que el plutonio podía viajar por mar
rumbo a cualquier lugar; era como encontrar una aguja en un
pajar. Habían repasado la lista de los barcos que estaban atraca­
dos en las dársenas y comprobado sus destinos: América del sur,
Europa y distintos puertos de Africa. Solamente tres de ellos reco­
rrerían el Océano Indico, y eran éstos el objeto de su vigilancia.
Confiaban en que Yerin y Shilov se dejasen ver acompañados por
la impresionante mujer, difícil de olvidar, que los recibió. También
tenían la fotografía de James Verwoerd. La policía sudafricana
sospechaba desde hacía tiempo de él, pero hasta el momento no
habían podido probar nada que no fuese una vida de potentado
sin trabajo conocido alguno. Era cierto que provenía de una cono­
cida familia, pero sin fortuna suficiente como para que llevase una
vida de millonario. Oscuros favores pendientes entre el ejército y
la banda de Verwoerd, a los que seguramente habían suministra­
do armas soviéticas, lograron que la policía de Ciudad del Cabo

307
no se implicase en el asunto. Pero, al presionarles, no les quedó
más remedio que permitir la actuación de los agentes americanos.
Aunque les recomendaron que no hicieran demasiado ruido.
Que la Central de Inteligencia Americana te debiese un fa­
vor era importante, dijo el jefe de policía De Ker.
El coche avanzaba lentamente. Cada cierto tiempo, sobre
todo cuando alcanzaban la altura de los barcos sospechosos, se
detenían.
-Es una locura -decía Isham.
-N i que lo digas. Aquí no encontraremos nada -contestó su com­
pañero que no paraba de fumar.
-Espera..., viene alguien. Unas luces se acercaban por la izquier­
da pegadas a unos desvencijados almacenes.
El vehículo se detuvo. Permaneció estacionado durante diez
minutos. En la distancia podían ver el reflejo de una luz, pero no
era suficiente como para identificar a sus ocupantes.
-¿Tienes los prismáticos infrarrojos? -preguntó Isham. Su compa­
ñero buscó debajo del asiento. Un tosco estuche de cuero guarda­
ba un modelo militar. Los sacó y se los entregó.
-H ay cuatro personas..., esos pelos los conozco. ¡Son ellos! -
exclamó Isham con rotundidad.
-¿Estás seguro?
-H ay un tipo que de espaldas se parece al ruso..., y ..., una mujer.
-Puede ser la Potgieter. ¡Joder, qué buena está! -exclamó Hutman
con tono morboso.
Isham les seguía sin separar los ojos de los binoculares.
-¿Se mueven? -preguntó su compañero.
-Van hacia ese barco. Es el último que anotamos. Se llama ...
-Espera, está apuntado -le respondió Hutman-, Madagascar -
exclamó un poco después.
-Ahí lo tenemos, muchacho. Esperaremos a que zarpe, y será un
asunto de la Navy.
Isham golpeó la mano de su compañero con fuerza demos­
trando su alegría. Luego preguntó:
-¿Crees que llevarán la mercancía?
-Seguro. La teoría de Clancy se está cumpliendo.

308
Dos personas ascendieron con paso ligero por la pasarela
de popa. Isham, que había colocado el coche mucho más cerca,
pudo ver con claridad a Yerin y Shilov embarcando.

En Washington, en la Central de Inteligencia, el Comité de


Seguridad Nuclear estaba reunido. En la sala se respiraba una
tensión especial. Parecía que el asunto de Corea del Norte podía
tocar a su fin. Aunque la visita del ex presidente Cárter había sido
un éxito diplomático, no acababan de fiarse. Era la tercera vez
que los coreanos negaban su intención de desarrollar armas nu­
cleares.
Las autoridades de Japón, que incluyen en su Constitución la
prohibición expresa de fabricar ese tipo de armamento, estaban
realmente asustadas. Eran muchos siglos de litigios, y muy corta la
distancia que les separaba de ese país como para poder dormir
tranquilos.
-Los agentes en Sudáfrica confirman que la mercancía ha salido a
bordo de un buque con bandera liberiana llamado Madagascar.
En él, viajan los rusos que al parecer vendieron la mercancía. -
explicó el todo poderoso jefe de Seguridad Nacional, Cupertino.
-Supongo, señor, que el plutonio estará debidamente almacena­
do -preguntó el director de Servicios Nucleares-, De no ser así, la
radioactividad se extenderá por todos aquellos lugares por donde
pase el barco -aclaró.
-Eso nadie puede asegurarlo. Usted sabe mejor que yo que los
soviéticos están haciendo verdaderos disparates con el material
nuclear, que ponen en peligro a muchas naciones; incluida la nues­
tra.
-¿Qué dice la Casa Blanca? -preguntó el director de la CIA.
-El presidente está extremadamente preocupado con el asunto y
ha dado órdenes expresas al Pentágono; pero eso es competencia
del almirante Sercof. Almirante, si tiene la amabilidad.
El militar tardó unos instantes en comenzar a hablar. De for­
ma pausada aseguró:
-Ya hemos tomado medidas; por supuesto cumpliendo las órdenes
recibidas del presidente. El portaaviones Enterprise está ya en el

309
Indico. Le acompaña su grupo de combate. Tenemos órdenes de
intervenir sobre el Madagascar e interceptar el plutonio.
-Gracias almirante -dijo el director de la Agencia-. El agente
Clancy nos pide que actuemos con sigilo. La última parte del car­
gamento está en un pequeño velero que participa en una regata.
-El asunto se presenta más fácil que en otras ocasiones, señores.
Nos moveremos por aguas internacionales: en ellas no tenemos
que..., digamos consultar nuestras actuaciones -ironizó el almi­
rante.
-Bien. No tengo que decirles que el tráfico de materiales nuclea­
res provenientes de la antigua Unión Soviética es una verdadera
amenaza para el Mundo. Estamos ante un caso de extrema impor­
tancia. Trabajemos juntos para acabar con ello. Que hayan utili­
zado una regata para esos fines, nos demuestra la sagacidad e
imaginación de los traficantes -dijo el jefe Cupertino levantándo­
se.

-El cabo Lewin está muy lejos del lugar por donde pasará el vele­
ro.
Decía Verwoerd, que trataba de establecer, esta vez, un plan
más preciso. Las posibilidades de atraparle se terminaban, y él lo
sabía.
-La otra opción es la isla Stewart, en el extremo sur de Nueva
Zelanda -explicó Adendof.
-También está lejos de nuestro objetivo. Tardaremos días en llegar
al punto de intersección con su derrota.
-Pues no quedan otras alternativas.
-¿Qué pasa con el Cabo de Hornos? Por allí navegará casi tocan­
do tierra -intervino Yolande.
-Hay una mar espantosa. Con un barco de motor jamás podre­
mos acercarnos a un velero de regatas oceánico -respondió
Adendof.
-¿Y por qué tenemos que ir en un barco de motor? ¿No sería
mejor contar con un velero más grande y rápido? -sugirió Yolande
mirando con cierto sarcasmo a sus compañeros.

310
-¡Joder!, tienes razón -exclamó James-. ¿Cómo no lo hemos pen­
sado antes?

Serge Acetó repetía una y otra vez la llamada.


-Peregrino, Peregrino, aquí Puesto de Control en París. Sabemos
que no puedes emitir. Si nos escuchas cambia tu rumbo en la di­
rección que el viento te lo permita. Peregrino, Peregrino...
Los seis ojos que había en la sala estaban fijos en el punto
luminoso que representaba el barco del Comodoro. Al ampliar al
máximo la ganancia del aparato, quedó solo en medio de la pan­
talla. Los precisos trazos de las longitudes y las latitudes parecían
una tela de araña.
-Peregrino, aquí... -repetía Acetó sin saber si su voz era escucha­
da.

El Comodoro dormía sentado con la cabeza apoyada en la


mesa de cartas: desde hacía treinta minutos descansaba. Durante
las últimas horas tuvo varias averías. Era increíble comprobar cómo
materiales sobredimesionados de acero inoxidable y de alta cali­
dad, eran destruidos sin aparente esfuerzo por la mar y el viento.
El frío y el granizo que cubría la cubierta hacían que cada
movimiento fuese torpe y lento. El hielo fijado bajo los tornillos y
muelles se había instalado de forma perenne. La radio se escucha­
ba turbia y lejana. Alguien decía:
-Peregrino, Peregrino.
Pero el marino estaba agotado. Unos fuertes ronquidos sa­
lían de su boca por el efecto de la postura que mantenía.
-Aquí el Centro de Seguimiento de Sate...
Un latigazo, parecido al restallar de un rayo sobre la tierra
mojada hizo que el barco se estremeciese. Del humo de un sueño
demasiado oscuro para ser recordado, el Comodoro se despertó
como movido por un resorte. Cerró su traje polar y salió a la
bañera sonámbulo. El sonido de la radio se había detenido.
Oteó la jarcia y descubrió con desagrado lo que sucedía: la
escota de la trinqueta se había partido y golpeaba contra el estay
de proa. El extremo del cabo, al igual que una serpiente de casca­
bel, se enroscaba y desenroscaba en los obenques movido por un
viento infernal. Era muy peligroso sujetarlo. Tendría que ir a proa.
La perspectiva no era halagüeña: olas de más de diez metros
zarandeaban al velero. El sólo hecho de mirar hacia proa era
aterrador. Cuando llegaba la embestida de la mar, el pulpito y el
botalón desaparecían bajo el agua varios segundos

-Su derrota no experimenta el menor cambio -decía el operador


del satélite.
-Tranquilo, puede estar dormido o en cubierta. Tendremos que
seguir llamando; al menos, durante la próxima hora.
-Peregrino aquí...
Repetían incansablemente desde París, sin saber si su llama­
da era escuchada.
Acetó miraba fijamente el aparato como si pretendiese ayu­
darle a responder, y repasaba su conducta cuando, en regatas
anteriores, él había participado.

El Comodoro enganchó la clavija del arnés de seguridad en


la línea de vida que recorría el barco de proa a popa. Pero se dio
cuenta de que le faltaba el cuchillo. Bajó a la cámara y lo buscó.
Al ir a subir, escuchó la lejana voz de la radio. Le pareció que
decía Peregrino. Se detuvo, la miró y esperó unos instantes.
-Peregrino, aquí el... -sonó la hueca voz.
-¡Dice, Peregrino! -exclamó en voz alta.
Descendió hasta la mesa de cartas y movió el mando del
filtro de interferencias. Aclaró un poco la señal y escuchó.
-Si me oyes cambia de rumbo en la dirección que te lo permita el
viento...
El sonido no era muy bueno, pero podía comprender el
mensaje. Dudó qué hacer: ¿cambiaría la escota de la trinqueta, o
atendía la llamada primero? Los golpes que daban los diez metros
de cabo contra la jarcia le desasosegaban: era como si se los
diesen a él. La escota de la trinqueta se había convertido en una

312
furiosa serpiente que ondulaba a latigazos sobre cuantos objetos
encontraba a su paso. El ruido que producía era terrible, y pare­
cía que todo se estaba rompiendo. Pero el Peregrino navegaba
relativamente cómodo subiendo y bajando olas montañosas que
parecía pretendían tragarle. Su bien diseñado casco se desplaza­
ba con la misma agilidad que un experto surfista.
Caló el piloto y bajó a la burbuja. Puso el volumen de la
radio en la máxima posición y escuchó. Con el rabillo del ojo
siguió vigilando el trabajo del piloto automático.

En el Puesto de Control de París la tensión iba en aumento.


Los componentes del equipo miraban ansiosos los puntitos lumi­
nosos desparramados por la pantalla del Argos.
-Comodoro, aquí Acetó. Escucha con atención. Estás en peligro.

El marino hizo un gesto de afirmación mientras decía:


-Ya sé que estoy en peligro. A mí me lo vais a decir.
Fuera, la mar rugía incontrolada, y se veía perturbada por
la presencia de un hombre que utilizaba esa fuerza para huir de
los peligros que le acechaban. Tan sólo el control al que era ca­
paz de someter a su mente podría ayudarle en tan desigual bata­
lla.

313
314
VEINTISÉIS

Hacía varios días que las islas Mauricio quedaron por la


popa. En una expectante navegación en círculo, el Enterprise y su
grupo de combate no querían entrar en las aguas jurisdiccionales
de la colonia francesa. Aunque hubieran conseguido el permiso
del Mando de la Defensa en París, preferían no implicar a terceros
países. El asunto del plutonio se planteaba, en principio, como un
pulso entre Corea del Norte y los Estados Unidos. Dos F18 se
desplazaban incansablemente sobre la zona en vuelo rasante,
haciendo vibrar la aturquesada superficie de la mar. Desde ellos,
el fondo marino podía distinguirse con toda precisión. Los pilotos
veían con nitidez las partes arenosas y los corales de barrera que
circundaban los islotes, y se recreaban sobre una mar cristalina y
transparente. No pasaban de trescientos nudos. Tampoco era ne­
cesario imprimir más régimen a las turbinas. Para cuando se da­
ban cuenta, estaban ya en el límite de la zona a controlar.
-¿Lo ven? -preguntaba el almirante Bruce Perry desde la torre de
vuelo.
-Negativo, señor-respondió el navegante que manejaba el preci­
so aparato de radar instalado a bordo del caza.
-Informen cuando lo tengan a la vista.
-Recibido.
En realidad los preparativos en el portaaviones eran esca­
sos. Se trataba de interceptar a un indefenso mercante y reducir a
dos sujetos. Nada, para semejante máquina de guerra. No obs­
tante, el jefe de marines estaba preocupado. Reunido con el almi­
rante decía:
-Preferiría que tomásemos el buque; recuperar tan sólo la mercan­
cía nuclear, nos hará actuar con demasiadas precauciones.
-Y tendrá que tomarlas -observó el almirante-. Deberá cerciorar­
se de que el plutonio esté a bordo del Madagascar y recuperarlo.
Advierta a sus hombres de lo que hay. Escoja a los mejores.
-A la orden -contestó el oficial antes de abandonar la pequeña y
agobiante sala metálica.

315
Las turbinas nucleares del Enterprise apenas se escuchaban
en el exterior. Sus lentos movimientos parecían producidos por un
motor imaginario. Un sol de justicia ponía al rojo vivo los miles de
metros cuadrados de chapa que formaban la nave. En las cubier­
tas inferiores, los marineros libres de servicio descansaban y juga­
ban a las cartas.
-El Pentágono dice que el Madagascar acaba de pasar frente a la
isla principal. El satélite lo ha identificado. En unos minutos estará
a la vista de nuestros cazas -informó el radio.
-Llamen a zafarrancho de combate -ordenó el almirante.
Un desagradable sonido invadió la totalidad del buque, al
tiempo que las naves de apoyo recibían el mensaje.
-Aquí, Budú Uno. El objetivo está a la vista. Navega a quince
nudos con rumbo nordeste. Tiempo para la intersección, cuarenta
minutos -informaron desde el aire.
-Recibido, Budú Uno. Regrese al portaaviones -ordenó el oficial
de vuelo.
La redondeada proa del Madagascar apareció a las doce,
justo al frente. Su bulbo partía la mar con potencia y provocaba
dos olas laterales que recorrían la eslora del buque y se perdían
después por la popa.
Tres helicópteros Sea king despegaron con varios pelotones
de marines a bordo. Dos corbetas ligeras navegaban a más de
veinticinco nudos hacia el buque de carga. En pocos minutos, las
dos libélulas metálicas estuvieron sobre el Madagascar. Con un
potente megáfono y por el canal dieciséis de su radio, le ordena­
ron detenerse.
-¡Pare sus motores! Solicitamos permiso para abordar -ordenó
alguien.
-¿Qué cojones quieren? -protestó el capitán por el micrófono
exterior asomado al ala del puente.
-Pertenecemos a La Marina de los Estados Unidos, y pretendemos
hacer una inspección rutinaria.
-¿Con qué derecho? El capitán de marines dudó: esa era una
pregunta para la que no estaba preparado. Por la radio habló
con la torre del Enterprise.
-Señor, me preguntan que, ¿con qué derecho les abordamos? No

316
sé qué contestar.
-Dígales cualquier cosa. La ONU, no sé, capitán. De todas formas
lo haremos.
-A la orden, señor.
El joven oficial volvió la cara hacia el sargento que sujetaba
el megáfono. Lo tomó y gritó:
-La ONU. Sí, la ONU -repitió con muy poca convicción. El mari­
no esperó unos instantes antes de responder. Luego, dijo:
-Aterricen sobre las cubiertas señaladas con los números dos y
tres.
Vaya mierda. Estos jodidos yanquis están en todas partes,
se dijo el capitán antes de abandonar el puente y bajar por la
escala.
Los aparatos aterrizaron ruidosamente sobre las zonas se­
ñaladas, separados escasos metros de las grúas de carga. El
Madagascar había reducido su marcha, pero la inercia que traía,
no le permitiría detenerse hasta tres o cuatro millas después.
Dos pelotones de marines descendieron y tomaron posicio­
nes a lo largo del buque.
-Deme la lista de carga, por favor -pidió el oficial de marines.
-Vayamos al puente, allí podremos hablar-sugirió amigablemen­
te el capitán.
Ambos subieron por las escalerillas exteriores hasta alcan­
zar el ala de estribor.
-Mire, sé que ustedes detienen a quien se les antoja -dijo el capi­
tán-, pero le aseguro que este barco es completamente legal. Trans­
portamos madera a Japón.
-¿N o se detendrán en ningún otro puerto?
-Haremos una escala para repostar en el sur de Corea -explicó el
marino.
-Verá -dijo el oficial apartando al capitán hacia el extremo del
puente para que el timonel y el segundo oficial no pudieran oírle-
. Estamos buscando a dos rusos: se llaman Igor Shilov y Viktor
Yerin.
-En este barco sólo navega mi tripulación, y puedo asegurarle
que hay gente de todo el mundo, pero ninguno es ruso.
-Nos consta que lleva a los rusos a bordo; lo sabemos. Por eso

317
tiene dos opciones: una, nos los entrega con sus pertenencias y
pueden seguir su ruta. Dos, echamos a pique el barco con todos
ustedes dentro.
-¿Cómo coño va hacer una cosa así? -preguntó el marino lleván­
dose las manos a la cabeza.
-Con aviones cazas, por ejemplo. O si lo prefiere, con misiles
Tomahavk. No creo que haya problema en que usted escoja -
respondió el marine con sarcasmo.
-¡Están locos! Este barco pertenece al estado de Liberia.
-Lo sabemos. Por cierto, me informaron antes de venir, que las
autoridades de ese país apoyarán cualquier decisión que tome­
mos; incluso por escrito. Al parecer nos deben unos cuantos miles
de millones de dólares; ya sabe cómo es eso de la política.
-Mire: a mí este asunto me da igual. No voy a jugarme la vida y
el barco por dos rusos de mierda. Lo malo será después; estoy
seguro que tomarán represalias.
-No se preocupe. Pasarán el resto de sus vidas en una cárcel de
seguridad americana. Realizaremos la detención en nuestras
aguas jurisdiccionales. ¿Le deja eso más tranquilo?
El capitán bajó la cabeza y trató de dar la impresión que
pensaba, aunque la decisión estaba ya tomada: era claro que no
iba a enfrentarse con la flota americana.
-¡Sígame! -le pidió-. Será mejor que coja a un par de hombres;
los rusos estarán armados.
El marine ordenó que subieran cuatro soldados. Anduvieron
por estrechos pasillos en los que las armas tropezaban con esqui­
nas y tuberías emitiendo desgarradores ruidos, como un anticipo.
Se detuvieron delante de una puerta de madera. El capitán
del barco la golpeó sin demasiada violencia mientras decía: -
Señor Plovski, tengo que hablar con usted. ¿Puede abrirme?

Cuando Yerin y Shilov advirtieron la llegada de los helicóp­


teros, metieron los recipientes con los tres kilogramos de plutonio
en una bolsa de cuero y salieron con sigilo del camarote. El mate­
rial radiactivo era incómodo de transportar por el peso adicional
de los complicados estuches donde estaba guardado. En principio

318
no sabían a dónde ¡r, pero intuyeron que la mayor seguridad la
encontrarían bajando. Cuando llegaron junto a la escotilla que
daba paso a la sala de máquinas, se detuvieron.
-Hay demasiados hombres -advirtió Shilov nervioso.
-Iremos por allí.
Los dos moscovitas continuaron descendiendo tramos de es­
caleras que retumbaban con sus precipitados pasos.
-No podemos bajar más -advirtió Yerin.
Tenían delante una escotilla provista de complicados cierres
roscados. La estudiaron con atención. Un fuerte olor a grasa y
humedad lo invadía todo. La pesada puerta se abrió de improvi­
so. Por la rendija que quedó al desplazarla, apareció un hombre
sucio y andrajoso.
-¿Qué cojones hacéis aquí? -preguntó sobresaltado-. Esta sec­
ción está prohibida -añadió.
-¿Dónde estamos? -exclamó Shilov aparentado estar perdidos.
-En los ejes. No podéis pasar-insistió el viejo marinero-. ¿Quién
coño sois vosotros?, nunca os he visto en...
Para cuando quiso terminar la frase había recibido un
certero disparo entre los ojos, amortiguado el ruido por un volumi­
noso silenciador. Cayó al suelo. Yerin lo colocó debajo de la esca­
lera. En la bodega había un barullo ensordecedor producido por
el rozar de los ejes contra los cojinetes que los alineaban.
-Esperaremos aquí -dijo Shilov-. Cierra la puerta por dentro, es­
conderemos la bolsa.
-¿Si no podemos escapar, qué haremos con esto? -preguntó Yerin.
-Lo tiraremos. Si no lo encuentran sólo podrán acusarnos de poli­
zones. A fin de cuentas nosotros ya hemos cobrado. Busca un
lugar por donde hacerlo si fuera necesario.

El capitán del barco golpeaba insistentemente la puerta. Harto


de hacerlo, le propinó una patada. Los marines tomaron posicio­
nes en el corredor.
No hubo respuesta al ruido provocado por el batir incontro­
lado de la puerta.

319
-Aquí no hay nadie. Han escapado -afirmó con asombro la máxi­
ma autoridad del Madagascar.
-No habrán podido ir muy lejos. Hay que encontrarlos -dijo el
jefe de marines.
-Llame a todas las cubiertas -ordenó el capitán dirigiéndose al
primer oficial- Cualquiera que los vea que lo diga. Que no hagan
nada por detenerlos, son peligrosos; seguramente irán armados.

320
VEINTISIETE

No podría navegar mucho tiempo en ese rumbo: ceñir con


esa mar era imposible. En los últimos minutos tuvo que saltar va­
rias veces hasta la bañera para ayudar al piloto automático a
gobernar. La radio seguía sin emitir. Por si acaso no quiso focar
los mandos; ni siquiera el filtro de ganancia. Esperaba que la
transmisión se reanudase. Siempre que había tratado de mejorar
una comunicación la había dejado peor.
-¡Jodidas radios! -exclamó nervioso y ansioso por escuchar de
nuevo un sonido humano.
Por primera vez en dos meses se había sentido cerca de
tierra. Al escuchar su nombre tomó conciencia de su extremada
soledad. Renegaba de los hombres, pero..., a veces, los añoraba.
Una imprevista orzada dejó al velero tumbado. Cientos de
cosas salieron de sus lugares de estiba y se esparcieron con es­
truendo por el interior de la cámara. Arrastrándose, salió a la
bañera. El agua comenzaba a anegarla. Los imbornales no eran
capaces de evacuarla. El palo estaba apoyado en la mar; no te­
nía gobierno, y la serie de enormes olas que avanzaban por estri­
bor amenazaban con volcarle por completo. En medio de la con­
fusión, logró mantener la cabeza clara. Largó la escota de la vela
mayor para que el agua retenida en ella saliese, y esperó: el bar­
co no se adrizaba. Se arrastró hasta el palo y cortó la retenida. En
posición tan singular, con la cubierta convertida en una pared,
logró enroscar el trinquete; pero el Peregrino no se recuperaba.
Con un presentimiento, se introdujo en la cámara y accionó la
bomba de lastre. ¡Eso era! Con el improvisado cambio de rumbo
había olvidado llenar el depósito de barlovento; imploró para que
funcionase. El ruido que se produjo bajo sus pies indicó que lo
hacían. Una sacudida estremeció la nave. Asomó la cabeza por
el tambucho, y vio lo que había pasado: una ola descomunal,
venida de otra dirección, seguramente de vuelta de chocar contra
un iceberg, acababa de pasar reventando en la cubierta. El palo

321
había desaparecido de su vista; solamente las crucetas de estribor
eran visibles. La escena era aterradora y le paralizaba.
El velero comenzó a adrizarse. Al principio lo hizo lenta­
mente, pero cuando el agua abandonó la vela mayor, el peso de
la orza cumplió con su cometido y levantó de nuevo la jarcia
hacia los negros nubarrones que cubrían el cielo. Las manos le
dolían, y las botas, llenas de agua helada, atenazaban los dedos
de sus pies.
-Ahora no puedo rendirme -decía una y otra vez dándose áni­
mos.
-ISuena radio, suena! -repetía en un prolongado susurro.
Pero el aparato seguía mudo. No podía saber si en París
habían detectado los más de noventa minutos que puso la embar­
cación con rumbo noroeste. No había sido mucho tiempo. ¿Sería
el suficiente para que el satélite precisara la variación en su derro­
ta? Fue todo lo que pudo hacer. Seguir ciñendo con esa mar caó­
tica había tumbado al Peregrino. En el fondo tuvo suerte, se decía.
-Pero no sonará esa maldita radio -repetía en un sonido apenas
audible-.Nunca funcionan cuando deben hacerlo.
Las características interferencias volvieron de nuevo al apa­
rato. Un lejano, Comodoro, se escuchó en la burbuja. Pero desde
donde estaba no podía oírlo por mucho que seguía atento en la
distancia. El ruido de aquella parte del Mundo representaba la
potencia de un coro de más de mil voces. De vez en cuando baja­
ba la cabeza y la introducía por el pequeño portillo de acceso a la
cámara.
-Centro de Seguimiento... -sonó.
Lo hizo con más fuerza y claridad que las veces anteriores.
-Hemos apreciado su cambio de...
Inesperadamente la intensidad de la emisión había subido
de tono. El marino, que estaba atento a cualquier sonido que
proviniese de la cabina, escuchó el desagradable gorgojeo que
acompaña a toda transmisión en la mar.
Conectó el piloto automático y descendió con agilidad.
El altavoz prosiguió emitiendo su lejana llamada.
-Creemos que en el interior de tu barco hay un objeto que... De­
bes conservarlo -fue todo lo que pudo escuchar.

322
Unos carraspeos interrumpieron la comunicación. El
Comodoro permanecía con la oreja apoyada en el aparato.
-¡Vamos, vamos! -le animó, queriendo sacar la tensión acumula­
da.
-Es posible que seas atacado -escuchó-. Te protegeremos.
-Es todo un consuelo -afirmó el distendiendo un poco el gesto de
su rostro.
-Como toda la ayuda que me den sea como la que he tenido
hasta ahora, me habré hundido antes -se quejó por el micrófono
aún sabiendo que nadie le escuchaba.
La radio ya no emitió más. No entendía nada. ¿Un objeto
en su barco? La verdad es que era difícil, se decía. Conocía cada
parte de la embarcación. El resto del mensaje tendría que intuirlo.

Nat Clancy y Tatiana llevaban dos agotadores días siguien­


do a los sudafricanos. Restaurantes, discotecas de moda, carreras
de caballos y partidos de polo, fueron las laboriosas actividades
a las que se dedicaron Yolande y James. Ellos, por el contrario,
pasaron largas horas en el interior del coche acunados por un
canal de radio estival. No era la forma en la que habían soñado
pasar su primeras horas ¡untos, pero las implicaciones que tenían
en el asunto del plutonio les hizo posponer las ansiadas manifesta­
ciones de amor que deseaban intercambiar. No obstante, agarra­
ban sus manos y no dejaban pasar la ocasión para besarse y
abrazarse en cuantos lugares no eran observados. Parecía que
ambos acababan de encontrar esos labios y ese cuerpo al que
podrían estar eternamente unidos sin notar cansancio o satura­
ción. Para Nat, el sólo hecho de rozar las caderas de Tatiana y
sentir su sexo contra ella, era todo una dislocada aventura, ade­
más de un preludio de lo que sería cuando, al fin, hiciesen el
amor. Aunque, por otro lado, pensaba Nat, era una lástima inte­
rrumpir esa cadena sucesiva de deseos suspendidos que, segura­
mente, superarían en el tiempo y en la mente a los más reales
placeres conquistados. Para ella era igualmente excitante sentir el
vigoroso cuerpo de Nat contra el suyo. Atrapar con su boca sus
tiernos y carnosos labios cuando se desplazaban lentamente reco­

323
rriendo el contorno de su rostro. Pero el trabajo era el trabajo. No
parecía que la pareja sudafricana tuviese intención de ir a ningún
otro lado. Para Nat, si seguían los pasos que él y Acetó pensaban
que darían, era normal su aparente calma. En las aguas por las
que navegaba el Comodoro no tenían forma de abordarle. Su
barco era más rápido que cualquier embarcación a motor. Ten­
drían que esperar a tenerlo cerca de tierra. Y eso no se produciría
hasta que alcanzase el Cabo de Hornos, un mes después. -Por
eso están relajados -le decía a Tatiana cuando preguntaba las
causas de tanta inactividad.
Por el gesto de sus rostros, nada parecía que inquietase a
Yolande y James. Es más: reían y se divertían como si los graves
acontecimientos que estaba provocando la posición de Corea del
Norte y la salida clandestina del plutonio de la antigua Unión
Soviética no fuese con ellos. Pero la procesión iría por dentro,
decía Nat, que había logrado convencer a Cupertino de que la
Navy, por el momento, no abordase al velero.
-Si esperamos un poco -le dijo-, atraparemos a toda la banda.
Sólo hay que tener un poco de paciencia.
-Tu culo y el de tu amiga están en juego, Clancy -le amenazó
Cupertino antes de colgar.

Desde hacía varios días no tenían noticias de Yerin y Shilov.


Los coreanos de Pechinko llamaban insistentemente preguntando
por el lugar y la fecha de la entrega. Era una cuestión de orgullo,
les decían. Nuestra Nación no puede quedar en ridículo ante la
opinión mundial. Si dijimos que podemos fabricar armas nuclea­
res, es porque podemos hacerlo, repitieron en reiteradas comuni­
caciones.
Las últimas llamadas no fueron tan amables: incluso llegaron
a amenazarles. No podían comprender, dijeron, que un material
de tal valor fuese tratado como un vulgar bulto. Pero Verwoerd les
respondió diciendo que, el secreto del éxito era justamente ése:
moverlo como una mercancía más.
A las reiteradas preguntas de los miembros de la organiza­
ción mafiosa sobre el medio de transporte empleado, contestaban

324
con evasivas. Les aseguraron que el material había llegado a
Sudáfrica con normalidad y perfectamente protegido, pero que un
pequeño ajuste en la última parte del recorrido, estaba retrasando
la entrega.
Verwoer había actuado conforme a lo establecido. Era el
único miembro de la organización que tenía línea directa con el
invisible ¡efe Isman, con el que coincidía en el amor por la buena
vida, en la más absoluta falta de escrúpulos y, sobre todo, en su
extremada crueldad.
Liberado ya del cargamento por la intervención de Yerin y
Shilov, tenía que cerrar el asunto de una vez para no levantar
sospechas; y eso sólo se produciría con la entrega.
Mas tarde, quedaría para él un kilogramo de plutonio para
venderlo entre los muchos aspirantes al poder nuclear, repartidos
por Asia y el Oriente Medio; sería su propina.

Nat recibió en su hotel la llamada de Acetó. Hutman le sus­


tituía esa mañana en las aburridas guardias ante la casa o el club
de Verwoerd.
-El Comodoro ha recibido el mensaje -le comunicó el director de
la regata.
-Así podremos protegerle -se alegró Nat con un gesto hasta aho­
ra extraño en él.
-De eso quería hablarte, -prosiguió el francés- ¿Cómo lo hare­
mos?
-No te preocupes, tenemos a la CIA y al Pentágono de nuestro
lado; ¿no es suficiente garantía?
-Claro. Pero, a veces, las mares del sur pueden hasta con los
arrogantes y poderosos barcos de guerra. Te lo digo por experien­
cia; las he surcado muchas veces
-No será para tanto. Trata de tranquilizarle, háblale de vez en
cuando para que se sienta protegido. El resto, corre de nuestra
cuenta.
-N o creas que son tipos muy comunicativos. Ni siquiera sé cuánto
tiempo tendrá la radio encendida.
-Es igual, sigue hablándole; le darás moral.

325
-Estoy preocupado con el peligro que supone navegar con un
kilogramo de plutonio. No sabes cómo se mueve un velero en las
aguas australes. Cualquier rotura, una fisura, y llenaremos su cuer­
po de radioactividad. Es algo que no puedo quitarme de la cabe­
za.
-Comprendo lo que dices, pero sin el material no podremos de­
mostrar al Kremlin la veracidad de nuestras afirmaciones. Lleva­
mos años aterrados con el tráfico nuclear en la antigua Unión
Soviética, y, siempre nos responden que son paranoias nuestras.
-Ya pero...
-Al final -le interrumpió-, podría tratarse de la vida de un hombre
para salvar a millones. El juego del plutonio tiene que acabar.
Nunca se nos ha presentado una ocasión tan clara para demos­
trarlo.

Los marines emprendieron una rápida batida por cada una


de las partes del barco. El Madagascar permanecía quieto, sus­
tentado por una leve brisa y unas olas casi imperceptibles. Acaba­
ban de revisar la estructura de popa y comenzaban a descender
hacia las sentinas mirando cubierta por cubierta. Por el momento
no había rastro, ni siquiera una pista que les pudiese dar una ¡dea
de su paradero. Era como si el barco se los hubiera tragado; pero
sabían que estaban a bordo. Habían tenido la precaución de
recontar los botes y balsas salvavidas por si hubieran escapado
en una de ellas; pero no, estaban todas.
El oficial de marines se adelantó con el jefe de máquinas y
cuatro hombres más. Observaban atentos la pesada puerta que
tenían delante. El maquinista decía:
-Esta escotilla conduce a los ejes: será difícil que la hayan traspa­
sado.
En la parte inferior de la escalerilla, un reguero de sangre
identificaba el lugar donde había caído el engrasador. Un joven
marine vio la mancha y exclamó:
-Señor, ahí hay sangre -y señaló el rastro aún mojado. Un hom­
bre metió la cabeza por el hueco situado detrás del arranque de
la escalera.

326
-¡Han matado a Ted! -exclamó con tono apagado al regresar a
su antigua posición.
-No pueden estar muy lejos -advirtió el teniente.
El grupo tomó posiciones junto a la entrada. Quisieron abrir
la escotilla sin resultado. El espesor de la chapa no permitía oír a
través de ella. No sabían qué hacer. La escotilla se cerraba desde
dentro, aunque en la parte exterior podía apreciarse el hueco donde
encajaba la manilla de emergencia.
El maquinista sacó la llave maestra de un compartimento
situado junto al extintor de incendios. La introdujo: sonaron unos
muelles comprimidos, y se abrió. Por la rendija se veía claridad.
Desconfiaban; dudaron en traspasar el umbral. Con el extremo de
una barra metálica empujaron la escotilla. Una ráfaga de ametra­
lladora acribilló el metal. El estampido de los proyectiles rebotan­
do contra la escotilla se expandió por el corredor.
El capitán del barco y el resto de marines al mando de un
sargento descendieron precipitadamente por los sonoros pelda­
ños.
Un silencio sepulcral siguió a la algarabía provocada por
las armas. Nadie se atrevía a traspasar el quicio.
-¿N o habrá otra entrada? -preguntó el oficial de marines.
-En realidad no es una puerta -contestó el jefe de máquinas-,
pero quizás alguien pueda pasar a través de las reductoras desde
la sala de máquinas. Los ejes vienen desde allí protegidos por
unos tubos. Con dificultad, pero es posible cruzar.
-¡Vamos! -ordenó sin pensarlo dos veces el militar-. Spencer,
Norman, vengan conmigo.
Subiendo dos cubiertas llegaron a la entrada principal de
la sala de máquinas. Las turbinas podían verse en medio de ella,
rodeadas de un entramado de pasarelas que daban acceso a las
diferentes partes de los motores. En lo más bajo, dos reductoras
conectaban con las terminales perforadas de los ejes. Mirando
sobre ellos podían distinguirse dos puntos de luz en sus extremos.
Sería difícil, pero intentarían deslizarse sobre ellos hasta alcanzar
la última sentina. Fueron resbalando sobre la pulida superficie
impregnando sus manos y ropa de la consistente capa de grasa
que los cubrían. El solo hecho de pensar en lo que pasaría si los

327
ejes se pusieran a girar, era aterrador. El punto luminoso iba au­
mentando de tamaño. Al llegar al extremo, el capitán se detuvo.
Por la radio, advirtió al grupo situado en la escotilla, que estaban
en posición. Dispararían desde la entrada para llamar su aten­
ción.
Unas ráfagas de fusil ametrallador les marcó el momento de
actuar. Los tres marines salieron arrastrándose de la protección de
los ejes. Enseguida vieron a los rusos: estaban de espaldas, con­
testando al fuego entablado desde la escotilla principal.
El capitán dudó qué hacer: ¿disparaba sin mediar palabra,
o les daba la oportunidad de rendirse asumiendo el peligro que
conllevaba la decisión? Pero su formación militar no le permitió
disparar por la espalda. Gritó:
-¡Dejen las armas!
La voz les cogió por sorpresa. Se volvieron disparando. Un
grito de dolor salió de la boca de uno de los soldados; la bala
había atravesado su hombro derecho. Pero dos potentes ráfagas
de fusil llenaron de perforaciones los cuerpos de los dos soviéti­
cos, que se derrumbaron sobre su propio charco de sangre.
Quedaron con los ojos abiertos, inmóviles, muertos. Los dos
grupos se encontraron sobre ellos. Atendieron al soldado herido y
buscaron la peligrosa mercancía. Miraron por todas partes sin
resultado alguno. El capitán del buque decía:
-Tiene que estar aquí, en el camarote no la dejaron. El jefe de
máquinas, al que todavía no se le había pasado el susto, vio algo
negro debajo de uno de los ejes en la última sentina. Se agachó y
gritó:
-¡Está aquí!
La bolsa de cuero impregnada de grasa quedó sobre el piso.
Se acercaron y la miraron con cierta aprensión, a pesar de que
muchos desconocían su contenido y los efectos que producía el
material en ella guardado; pero había algo que le daba un aspec­
to siniestro y tétrico.
-¡Tiraron lo que contenía! -dijo de pronto una voz.
Un hombre de cierta edad, manchado de grasa, que salió
de la parte más baja del buque, apareció ante ellos.
—¡Roberts! -le llamó el jefe de máquinas.

328
-Vi como io tiraban -dijo-: lo hicieron por aquí.
Y desapareció de nuevo detrás de un mamparo. En la parte
más recóndita de la pequeña cavidad señaló un pasa cascos pro­
tegido por una llave de bola, que se utilizaba para vaciar la sen­
tina de las bocinas. Estaba junto al lugar donde el primer maqui­
nista había encontrado la bolsa.
El capitán puso la mano en el grueso tubo flexible sin apre­
ciar ninguna anomalía. Pero el marinero se acercó y tiró con faci­
lidad de la manguera dejando un hueco de más de cuarenta cen­
tímetros de diámetro al descubierto. Pudieron comprobar cómo los
tornillos que sujetaban la abrazadera habían desaparecido. El
interruptor de la bomba de achique estaba visible y al alcance.
Guardaron la bolsa en una mochila para proceder más tar­
de a su examen: seguramente, encontrarían rastros de radioacti­
vidad en ella.
-Misión cumplida, señor -se escuchó la voz del teniente hablando
por su radio con el Enterprise-. El material lo han arrojado al mar;
hay prueba de ello.
Minutos después, los helicópteros despegaron ruidosamente
de la improvisada pista, y ascendieron imponentes en el aire con­
tra un cielo azul añil al que costaba mirar sin entornar los ojos.
En la distancia, la sombra del portaaviones aparecía sinies­
tra y majestuosa esperando la llegada de sus pájaros.
Una brisa leve había comenzado a soplar. El verano tocaba
a su fin, y los monzones, con sus tempestuosas lluvias y tormentas,
pronto cubrirían esas plácidas aguas. Para cuando sucediese, el
Enterprise y su grupo de combate, estarían imponiendo su
arbitraria ley en otras aguas de la Tierra en nombre de no sé qué
derechos y deberes.
Las leves vibraciones que producían los motores del Mada-
gascar, fueron poco a poco aumentando de régimen. En el puen­
te, el capitán, miraba cómo los helicópteros se alejaban con la
misma velocidad con la que habían llegado.
En el frigorífico, los cadáveres de Yerin y Shilov estaban ya
cubiertos de escarcha. Serían entregados a la embajada rusa del
puerto de destino. El almirante Perry le había aconsejado decir
que, eran dos polizones que intentaron secuestrar el barco. Unos

329
minutos antes, la CIA y el Pentágono habían marcado la estrate­
gia. Se trataba de que sus cómplices no se alertaran, y al mismo
tiempo, permitiese a Clancy seguir con su trabajo.
A la pregunta que el ¡oven oficial de marines le hizo sobre el
daño que el material nuclear podía causar al medio ambiente,
respondió el almirante: -El fondo del mar está lleno de basura
radiactiva, sin que hasta el momento nos hayamos preocupado
mucho por ella.
-Ya, señor, pero cuando lo ves..., la cosa cambia; impresiona y
da que pensar.
-Un poco más, apenas se notará, capitán -añadió antes de col­
gar.

330
VEINTIOCHO

El Comodoro empezó la búsqueda de tan importante carga­


mento. No sabía cuál era su forma ni tampoco su tamaño, pero
conocía al milímetro cada pañol del barco. Así que, detectar lo
que no formaba parte de él, sería sencillo. El estado de la mar no
le permitía hacerlo con facilidad. Empezó por la proa. Desde ese
lugar, un tercio del velero estaba formado por tres compartimentos
estancos, pero no mostraban síntoma alguno de haber sido modi­
ficados. Siguió hacia atrás: revisó el generador, y tampoco vio
nada que le llamase la atención. Cuando iba a inspeccionar el
entorno del palo, el Peregrino se elevó de forma inusual y dio un
fuerte pantocazo. El Comodoro subió a cubierta.
El viento había rolado, y la mar se estaba transformando en
peligrosas pirámides. Los choques de tamañas masas de agua
repercutían sobre la estructura de la embarcación provocando
siniestros ruidos.
-Me falta velocidad -decía tratando de encontrar una salida al
inquietante comportamiento del velero.
Y era verdad: las conjunciones opuestas de olas estaban
formando una mar montañosa, en la que era imposible seguir un
rumbo. Lo que antes habían sido profundos senos por los que el
barco se deslizaba vertiginosamente, se había convertido en una
superficie caótica que lo vapuleaba.
Revisó la cocina: era el último lugar que le quedaba; pero
tampoco encontró el supuesto objeto.
-¿Dónde coño estará? -se preguntaba.
La isla Heard quedó solitaria por la popa, y aunque había
pasado a más de trescientas millas de ella, en una navegación
oceánica siempre es un acontecimiento saber que hay tierra cer­
ca. A medida que pasaron los días los vientos volvieron a enta­
blarse en la buena dirección, y el Peregrino recuperó su rápido
cabalgar en las majestuosas olas australes, azotado en cuantos
elementos sobresalían unos centímetros de su cubierta. Los icebergs
y los glowers aparecían y se ocultaban entre los senos de agua
como siniestras pesadillas que siempre tensaban el corazón del

331
marino. Había bajado hasta los 58 grados de latitud sur, allí don­
de las tormentas ocultan al sol por espacios de tiempo intermina­
bles. Apenas le quedaba ropa seca que ponerse, y los víveres
estaban cubiertos de una fina capa de moho que debía quitar con
cuidado cada mañana. Dentro del barco la temperatura no supe­
raba los cuatro grados, y la ropa permanecía todo el tiempo
impregnada de humedad. Pero era tal el cansancio acumulado
durante las largas e iluminadas jornadas, que le daba igual, agra­
decido del mínimo confort que le reportaba. Su fortaleza, y el
equilibrio que poseía eran los encargados de transmitir al cuerpo
las órdenes para que siguiera moviéndose. Si no fuese por ellos,
pensaba, hacía muchas semanas que hubiese abandonado. El
sufrimiento podía soportarlo siempre que la ilusión por lo que ha­
cía estuviera intacta; pero no lo estaba. Los ataques, como una
manifestación de miedo añadido, le habían golpeado duramente.
Tener que luchar contra elementos que no fuesen las olas y el vien­
to, le habían hecho reconsiderar el por qué de continuar. En reali­
dad era ese dudar en las causas y razones de su singladura lo
que, últimamente, le tenía atenazado todo el día. Parecía que la
mar estuviese tiernamente besada por la melancolía, y que los
sufrimientos más frágiles y quebradizos saliesen de su caparazón
para sentir la vida desde más abajo. Cerca de esa superficie de la
mar que sólo desciende y obedece a la influencia de la luna y los
vientos; pero jamás porque lo quieran los hombres.
¿Pero había otras opciones? No, se contestaba cada vez
que esa pregunta rondaba por su mente. En realidad era en la
mar donde se sentía más seguro. Allí, al menos, podía defenderse
con los medios que él mejor conocía. Por otra parte, el simple
hecho de pensar en algún puerto, casi le aterraba más. Acercarse
a tierra era aproximarse a sus desconocidos enemigos. Una vez
más se estaba saliendo de los estrictos códigos de conducta que
se imponía cuando hacía largas travesías. Era muy difícil no pen­
sar en ello. Antes, sólo tenía que preocuparse de la mar, del
viento, del Peregrino; a lo sumo de la vida: pero ahora...
Un movimiento leve y sinuoso recorría la parte baja de su
litera. Soñaba, pensó acurrucado en su saco de dormir. En la os­
curidad de la cabina, los bruscos movimientos del barco provoca­

332
ban el desplazamiento de algo bajo su litera. Extendió la mano y
tocó agua. Durante más de un minuto se quedó inerte, sin reaccio­
nar, dudando entre los sueños en los que pretendía perderse, y la
dura realidad que le acechaba y trataba de indicarle algo.
Un sonoro chapoteo le hizo despertar del todo. Saltó de la
litera y se encontró sumergido hasta las rodillas en un líquido hela­
do que se movía a cada nuevo bandazo que daba la embarca­
ción.
-¿Qué es esto? -gritó, con un hilo de voz que sólo el terror redujo
hasta convertirlo en un lamento.
El agua inundaba el Peregrino. En la cabina flotaban cien­
tos de objetos mezclados con las provisiones y ropa. Paralizado
por el pánico, el Comodoro logró controlarse y emprender una
rápida búsqueda de la causa que había producido esa
catástrofe. Miró primero los pasa cascos del retrete, fregadero,
tomas de agua salada, e imbornales; pero no encontró ninguno
roto o defectuoso. Metió la cabeza en el agua: le apretaba en las
sienes como si estuviese repleta de alfileres. Se sumergió y tanteó
los lugares por donde el velero pudiese tener contacto con ella.
Pero nada; al parecer todo estaba bien. No lograba comprender
cuál era la causa. No había más agujeros, pensaba, mientras
repasaba mentalmente cada una de las partes de la embarcación.

La CIA y el Pentágono no estaban dispuestos a consentir que


un barquito de vela, pusiera en peligro la recuperación de la úni­
ca prueba que les podía quedar de todo ese incidente.
-A mí, el tipo que lo maneja me importa un huevo -decía Cupertino
por teléfono.
-No tienes que recordarme qué es lo más importante -le respon­
dió el almirante Sercof-, Es una paradoja que una vida tenga
algún significado en un asunto como éste -añadió.
-Clancy pretende atrapar a toda la organización cuando, segu­
ramente, le ataquen en el Cabo de Hornos.
-Es un riesgo que no sé si deberíamos correr -respondió el almi­
rante.

333
-Mirado desde otro punto de vista, igual es mejor. Acabaremos
de una vez con Isman y su banda -dijo Cupertino-. Lleva muchos
años jodiéndonos.
-De acuerdo. Esperaremos hasta Hornos. Después, el velero será
nuestro.

Una luz llegó hasta la atormentada mente del Comodoro.


-¡La corredera! -gritó-. Seré imbécil -añadió.
Se precipitó por la banda de babor y buscó la pequeña
pana de madera que tapaba el acceso al terminal del instrumen­
to. Iba a ser imposible desatornillarla bajo el agua, así que, tiró
con todas sus fuerzas del borde. Esta, cedió con facilidad. Tanteó
con las manos nervioso, queriendo sentir sobre ellas la corriente
que produce el agua cuando entra a presión. Pero, no: el terminal
estaba en su lugar y la rosca perfectamente apretada.Ahora sí
que no entendía nada.
En varias ocasiones palpó un objeto revestido de algo res­
baloso, pero en medio de la tensión que vivía no le prestó aten­
ción. El siniestro paquete quedó solitario sobre las panas.
Subió los escasos peldaños que le separaban de la burbuja
donde estaba situada la mesa de cartas. Hasta allí no había llega­
do el agua todavía. Miró la carta de navegación que tenía sobre
la mesa y comprobó con terror que le separaban mil millas del
puerto más cercano. Por su cabeza desfilaron las imágenes de sus
seres queridos. Trató con ello de almacenar las fuerzas suficientes
para tomar la decisión que inevitablemente tendría que adoptar.
Llegaba el final de su vida, y quiso encontrar un acomodo entre
sus frustradas ambiciones y la realidad que le había tocado vivir.
Dormidas ya las ansias por llegar, y acostados los grandes odios
o los grandes amores, se refugió en el rostro de su mujer: esa
muda sufridora de sus anhelos que siempre le había seguido allí
donde el había pretendido llegar. Pero también, ella fue la única
que recibió el ímpetu desbordado de su amor de juventud, y a la
única que permitió pasearse por el rastro brillante de casi todos
sus sueños.

334
El Peregrino se hundía. De momento seguía moviéndose,
pero no lo haría durante mucho tiempo. Navegaba a menos velo­
cidad debido a los diez mil litros de agua que había embarcado.
¿Accionaría la llamada de socorro de su baliza? Se preguntaba.
Lanzar la balsa salvavidas sería otro esfuerzo vano. ¿Qué haría?
Su cabeza no estaba para grandes disquisiciones. El agotamien­
to, el frío y por qué no, el miedo que sentía, le bloqueaban toda
posibilidad de razonar. Pero tuvo que tomar una decisión: si el
barco se hundía lo haría con él. No estaba dispuesto a morir, de
todas formas, derivando en una pequeña balsa de goma que pro­
longase su agonía. El que pensara de esa manera no le apartaba
de su férrea decisión de luchar hasta las últimas consecuencias.
Bajó de nuevo a la cabina. Con el agua por la cintura fue
palpando el casco de la embarcación. Recorrió con las manos las
cuadernas, las varengas y los refuerzos adicionales situados en
los lugares donde la jarcia lo somete a más tensión; pero tampoco
encontró la avería.
Una fugaz ¡dea pasó por su atormentada mente: no había
revisado el terminal de la sonda.
-S í, sabía que faltaba un pasa cascos -dijo. Pero, ¿dónde
estaba? Tenía la cabeza embotada por una mezcla de sentimien­
tos y sensaciones que no le dejaban actuar con la serenidad que
la situación requería.
-¡Bajo el depósito de agua dulce! -pensó en alta voz, acercándo­
se al lugar donde estaba situado.
Intentó moverlo con las manos, pero era imposible. Conte­
nía cien litros de agua. Nadó apoyando sus piernas contra el
mamparo del baño hasta llegar a la cocina. Allí, buscó bajo el
fregadero la pequeña hacha. Con ella en la mano, regresó junto
al depósito de babor. Puso una linterna en su boca y se detuvo.
Reflexionó sobre lo que iba hacer: si lo rompía perdería un mes de
agua dulce. Sin ella le sería imposible alcanzar el final de su
singladura. Y por otro lado, para qué le servía si se estaba hun­
diendo. Con la herramienta en la mano dudaba. Un seco golpe
terminó con toda posibilidad de volverse atrás. Era tanta el agua
contenida en el barco, que apenas se notó la que el depósito dejó
escapar. El líquido, movido por los bruscos bandazos del velero,

335
recorría la cabina trepando hasta las partes más elevadas de la
misma. Sumergido, tanteó sin tener que mirar por dónde lo hacía.
Puso la mano sobre la pieza de la sonda y, enseguida, notó que
estaba levantada; unos borbotones lo acreditaban.
-¡Eso es! -gritó sacando la cabeza del agua.
Cuando puso la mano sobre la improvisada reparación de
corcho y madera, no sintió ya la fría corriente que antes le había
pasado entre los dedos, pero ahora sus problemas eran otros:
tenía que sacar los miles de litros acumulados.
El peso de tanto líquido había enterrado al Peregrino. Al
perder velocidad, era más vulnerable a los constantes embates de
la mar. Estaba helado, y lo peor era que toda la ropa estaba
mojada. Subió a la bañera y observó los titánicos esfuerzos que el
piloto automático tenía que hacer para seguir controlando la nave.
La mar y el viento estaban entablados y el color del cielo no presa­
giaba cambio alguno. Con un gélido aire barriéndole el rostro,
recuperó el concepto de realidad en la que estaba inmerso. Dejó
de sentir frío, y la sola posibilidad de continuar navegando, le
generó un calor interior que le animó al instante.
Lejos de renunciar, agarró la barra de la bomba de achique
manual, la introdujo en su agujero y comenzó a moverla arriba y
abajo con desesperación. Durante horas achicó sin que apenas se
notase. Dos o tres veces tuvo que bajar a comprobar la posición
del parche pensando que había sido expulsado: pero no, estaba
en su lugar. A medida que la línea de flotación afloraba, el velero
fue recobrando su brío y movilidad sobre las olas.
Tres días tardó en sacar el agua. Durante ese tiempo, ape­
nas pudo comer otra cosa que no fuesen latas y alimentos
liofilizados, tratando de no perder las escasas energías que la
humedad y el frío le habían dejado. Tampoco durmió en exceso.
Se preguntaba cómo podía soportarlo. Sólo una fortaleza sobre­
humana y unas ansias de seguir con vida fuera de lo común, po­
dían mantenerlo en pie. Agua, frío, hambre y sed, se aunaban en
un sólo lamento. Las provisiones, la ropa, las herramientas y re­
puestos, todo quedó esparcido por las panas a medida que el
agua fue saliendo. Repugnantes amasijos de harina mezclados
con mermelada, o pequeñas montañas de galletas deformadas y

336
pegadas a puñados de sal, eran todo cuanto le quedaba de una
bien provista despensa.
Y mientras toda esa sinfonía de desgracias acontecía en su
entorno, jamás se preguntó lo que cualquier mortal se hubiese
preguntado: ¿qué hacía allí? ¿Qué pintaba él en medio de unas
mares inhumanas y unos vientos desatados que vapuleaban hom­
bres y barcos hasta destruirlos? Seguramente su respuesta hubiera
estado cerca de la sin razón; pero los espíritus como los suyos no
se desplazaban por la faz de la Tierra al antojo de órdenes o
ideales de otros. El navegaba por propia convicción tratando de
encontrar sus límites. Y aunque en ocasiones llegaba a rozarlos,
nunca eran tan fuertes como para apartarle del empeño de supe­
rarse. Los recuerdos de una vida sometida en exceso a normas le
reafirmaba.
-¿Premios y reconocimientos a mí? -repetía cuando llegaba a esas
situaciones, recordando heridas aún sin cicatrizar-. Qué mayor
recompensa que seguir vivo -añadía, regresando a sus ocupacio­
nes.
Y en los escasos intervalos que paraba de bombear para
tomar aliento, miraba la mar: enorme, poderosa y ajena a cuan­
tos sufrimientos habrían dejado flotando por allí los pocos marinos
que se atrevieron a navegar por el lugar donde nacen los vientos,
en el que las olas crecen de tal forma, que casi se juntan con el
cielo. No sabía si sentir terror o embeleso. La grandiosidad de lo
que tenía delante le sobrecogía, pero también era esa siniestra
belleza la que le incitaba a seguir. Allí, alejado de todo, se sentía
hombre. Y esa individualidad que le sustentaba se acrecentaba
hasta convertirse en la única razón de su existir.
La mar, negra ya de tanto tiempo de no ver el sol, le llamaba
siniestra con sus abruptas rompientes. Pero el Comodoro solamen­
te escuchaba de ella la transformación que de sus sonidos hacía,
convirtiéndolos en otros más armónicos y acompasados que le
marcaban el pulso y estimulaban los latidos de su vibrante cora­
zón.
Comparar aquel sufrimiento con las constantes trampas que
le habían puesto sus semejantes en la más ardua vida en tierra,
era como tratar de asemejar la casualidad con el destino. Por ello,

337
aunque algunas veces rozaba el límite de lo humanamente sopor­
table, su ánimo se encontraba intacto y firme cosigo mismo. Los
mayores placeres suelen sacarse de los actos más irreflexivos; y,
desde luego, de los más simples. Querer vestir de razones la vida
entera, ha sido la estúpida meta de quienes, siempre, marcharon
de ella por la puerta de atrás. Lo que allí sentía era el paradigma
de la libertad, la paradoja del hombre cuando vive con los otros,
el triunfo del espíritu sobre la razón.
Tras la reflexión, dudó si aquello era cierto. Y concluyó pen­
sando que, daba lo mismo si no lo era. Sentir, vivir y soñar, siem­
pre debe anteponerse en los marinos a obedecer, servir y seguir.

338
VEINTINUEVE

El Stanlager, velocísimo ketch de ochenta y cuatros pies, via­


jaba ya desde Auckland con destino a Punta Arenas, en el extre­
mo sur de Chile. Su actual propietario, un cervecero cuya fortuna
tenía unos orígenes poco claros, recibió la llamada de su amigo
Verwoerd. Le pidió prestado el barco por un corto periodo de
tiempo. El cervecero no preguntó por las razones de tan repentina
necesidad, le debía favores, pero intuyó que había algún tráfico
ilegal de por medio. Por ello, exigió a James la firma de un contra­
to de alquiler que le exonerase de toda responsabilidad. El patrón
lo tendría que poner el sudafricano.
La nave era una maravilla de la técnica. Diseñada por el
prestigioso arquitecto naval, Bruce Farr, se conservaba en perfec­
to estado, cuidada por una tripulación y el dinero de su propieta­
rio; un verdadero fanático de la vela, en un país en el que, las
regatas, tienen más aceptación que los partidos de fútbol.
En la Base Naval de Punta Arenas sabían de su llegada.
Antiguos militares pertenecientes a la Junta de Defensa del dicta­
dor Pinochet, habían intercedido para que nadie hiciese pregun­
tas inoportunas. Las excelentes relaciones que Verwoerd mantenía
con ciertas bandas paramilitares de Santiago de Chile, hicieron el
resto. Sus afines ¡deas sobre justicia, patria y equidad, les hacía
compartir sus ideas, y olvidarse de esas razones más poderosas
que suele dictar el corazón de la gente bien nacida, y que deben
situar a los humanos en el mismo plano de igualdad.
Fueron muchas las ocasiones en las que James les propor­
cionó armas y diferentes artilugios bélicos de los saqueados arse­
nales de la antigua Unión Soviética. Dos tenientes y un sargento

339
del Ejército Chileno, esperaban la llegada de tan importante hués­
ped.

Nat Clancy y Tatiana tuvieron que hacer verdaderos esfuer­


zos para encontrar un avión que les llevase hasta la austral Punta
Arenas. Un agente de la CIA, que seguía de cerca la evolución de
la ambigua situación política Chilena, les embarcó en un bimotor
propiedad de una compañía maderera. También les prestarían un
todo terreno para moverse en su hipotético reportaje fotográfico.
Nombrar a la National Geografic, siempre surtía efecto. Sobre
todo, si se les prometía beneficiarse de una publicidad que alcan­
za a millones de lectores en todo el mundo.
Nat tuvo que comprar, con cargo a su tarjeta de crédito, un
voluminoso equipo fotográfico, muchos de cuyos utensilios no sa­
bía utilizar. Pero se trataba de dar la imagen de un consumado
reportero, y eso, al menos, lo iba a lograr. El aspecto de Nat,
decidido, jovial y desenfadado, le ayudaba.
Nada más tomar tierra, apreciaron la temperatura que ge­
nerosamente reparte en verano la climatología del sur: no haría
más de tres o cuatro grados. Unas estrías blanquecinas cubriendo
parte del cielo, indicaban que pronto llegaría un cambio a mucho
peor. El verano tocaba a su fin, y las nevadas, en ocasiones, se
adelantaban provocadas por las borrascas Antárticas. La cordille­
ra Sarmiento, una estribación de los Andes, se elevaba majestuo­
sa cubierta de nieve. Su cimas se hacían quizás más inaccesibles
si cabe, pues, el viento, barría las cumbres en un interminable
trasiego que las alejaba del mundo civilizado. El saber que mu­
chas de ellas jamás fueron pisadas por el hombre, las separaba
aún más.
Un aspecto cuidado e internacional imperaba entre las poco
sólidas construcciones de pescadores y mineros que en su mayor
parte ocupaban la ciudad. El confort pertenecía, como no podía
ser de otra forma, a políticos y militares. La dársena del puerto era
fácil de encontrar. Una extensión azulada confunde al visitante.
Nadie puede pensar que esas aguas pertenezcan ya al mítico

340
paso de Magallanes; su anchura es extraordinaria. El puente de
una vieja patrullera destacaba recortado contra la intensa tonali­
dad de una mar en calma, en la que el olor de las mareas perfu­
maba las orillas con la mayor fuerza de sus resacas.
En un céntrico hotel de estilo confuso, Tatiana y Nat dejaron
sus cosas. El Pentágono también había preparado el encuentro:
desde Río Gallegos, importante base naval Argentina, zarparía
una fragata: en su puente estaban instalados dos oficiales de la -
Navy- Los argentinos, olvidada la ayuda que los americanos
habían prestado a la flota inglesa en la Guerra de las Malvinas,
colaboraban. La parte de su sangre italiana, les hace adorar en
demasía todo lo que viene de la mitificada USA, sueño de
tantos inmigrantes y tumba de muchos de ellos, perdonando con
excesiva facilidad las afrentas recibidas. Sólo algunos militares,
por cuyas venas circulan aún los estigmas españoles que les que­
dan, sustentados en el orgullo y la dignidad, estaban en contra de
esa política de acercamiento. No podían olvidar la imagen del
crucero General Belgrano ardiendo impotente entre el fragor de
los gritos de gran parte de sus jóvenes ocupantes, por reivindicar
algo que les pertenece por derecho y por situación geográfica.
Llegarían en dos días, le dijeron a Nat. Se presentaría al
capitán de fragata Pereira Iraola.
En una ciudad tan alejada del normal discurrir de los asun­
tos mundanos, se sentían seguros. Deambularon con sus cámaras
de fotos por las limpias calles de la villa, y se perdieron por el
puerto en aburridas vigilancias. Tatiana tapaba su cabeza con
pañuelos y gorros con la intención de que no pudiesen reconocer­
la. Excursiones de turistas y grupos locales de marineros se alter­
naban en un atardecer templado, que prolongaría sus horas de
luz hasta muy avanzada la noche. Algunos mercantes en ruta ha­
cia el océano Pacífico se juntaban con otros en singladuras al
Atlántico.
-Cada vez menos -les dijeron.
-Antes de la apertura del Canal de Panamá, la ciudad ocupó
lugares de gloria en la historia de los asentamientos y desarrollos
costeros. El tráfico marítimo entre los dos océanos circuló por sus

341
muelles. Fueron años de progreso, que al pasar, dejaron penali­
dades y sacrificios, hasta que la población se acomodó a la nueva
situación, les contó el camarero de un bar.
Vieron a veleros de todas las épocas navegando en busca
de las islas privilegiadas. Allí, descansaban y compartían sus teso­
ros y hallazgos. Luego vino el vapor, que también se sirvió de ellos
para aprovisionarse de combustible para sus calderas. Más tarde,
los modernos buques autosuficientes y altaneros, apenas pidieron
nada a sus habitantes; el problema fue que tampoco dejaron nada.
Nat fotografiaba convencido de su tarea sin reflexionar en
que su actividad era solamente una forma de encubrirse. Agarra­
do de Tatiana, buscaba los mejores ángulos, repitiendo una y otra
vez la toma cuando no la consideraba correcta. Por la cámara vio
retazos de paisajes y gentes que, seguro, eran el preludio o el
epílogo de muchas historias que contar. A través del objetivo des­
cubrió un mundo diferente: mucho más personal, más íntimo, en
el que el campo de visión de las lentes delimitaban y constreñían
la vida y los gestos de aquellos que observaba, o, el acomodo de
los paisajes a su particular gusto. Y, ese día, comprendió la sutil
diferencia entre mirar y ver. Nat descubrió también el inicio de la
escritura a través de las imágenes. De ellas podía sacar miles de
argumentos vitales, se dijo. Pero para escribir, había que apren­
der a mirar primero.
En ocasiones hacía que la moscovita posase: la colocaba
entre objetos que para él ofrecían contrastes marcados y ensalza­
ban al mismo tiempo la singular belleza de su compañera. Tatiana
se reía con su actuación, aunque era consciente de que sin querer­
lo, Nat se había centrado en ella, apartándose de todo lo demás;
y le gustaba. Si era capaz de olvidar sus estrictos modos de agen­
te secreto, con el tiempo, lograría que los abandonase para siem­
pre.
El americano se interesó también por los diez o doce vele­
ros, que llegados de todo el mundo, esperaban los partes meteo­
rológicos favorables para continuar sus singladuras. Unos, lo ha­
rían hacia el este, otros, al oeste. No comprendía cómo esas dimi­
nutas embarcaciones podían venir desde tan lejos: Francia, Espa­

342
ña, Noruega, Australia y otras muchas nacionalidades compo­
nían la singular flotilla. Sus ocupantes tenían en el rostro grabadas
las expresiones más cercanas a la felicidad y la paz interior que
jamás había visto. ¿Será que flotar reconforta de tal forma? Le
preguntó Nat a Tatiana. Ella le respondió que, vagar por los ma­
res, sin mayor compromiso que soportarse a uno mismo y llevar su
barco al puerto deseado, debía ser una auténtica gloria; máxime,
cuando la mayor parte de las metas que los humanos venimos
fabricando, no se soportan a sí mismas.
-¿Estarías dispuesta a perderte unos años de esa forma? -le pre­
guntó Nat una de las veces.
-De niña -dijo-, veía las velas pintadas en lienzos o en libros de
cuentos que mis padres habían conservado para mí; siempre me
hacían volar y estremecerme. La sola contemplación de esos pe­
queños triángulos blancos destacando sobre fondos de variados
tonos azules, me daban la perfecta sensación de paz y sosiego
que buscaba. Encerrada en Moscú, tuve pocas oportunidades de
verlos de cerca. El día que pude colocarme frente al mar, me so­
brecogió su belleza, su serenidad, su grandeza, la armonía de sus
movimientos; y, quizás, lo que más me impresionó fue el silencio
que encierra, y que sólo se rompe con sus propios sonidos; claro
que iría.
-Pues navegaremos. No sé qué me ha pasado, puede ser que la
relación con la regata, por primera vez, me haya hecho prestar
atención a esos extraños barcos llenos de cuerdas coloreadas.
¿Sabes? Cuando te fuiste de Florida, compré unos libros de vela:
los estudié un poco para tratar de comprender cómo funcionan.
Me parece apasionante: moverse impulsado sólo por el viento.
Cuando regresemos a los Estados Unidos compraremos uno y
aprenderemos a navegar -dijo Nat apretándola contra sí para
reforzar sus palabras.
-Me parecería un sueño -le contestó ella besándole dulcemente
en los labios.
Y se olvidaron de lo que les había traído hasta esa alejada
parte de la Tierra. Se abrazaron como dos enamorados que dis­
frutasen de un viaje inesperado. Tatiana encogió su nariz y se

343
sumergió en el cuerpo de Nat, mientras su cabeza volaba más
cerca de esas tintineantes y lejanas estrellas que antes le parecían
inalcanzables.

El Stanlager acababa de hacerse visible tras la punta de


Santa Inés. Aún tardaría una hora en atracar en el puerto.
Los seis hombres que componían su tripulación arranchaban
y aclaraban cabos. Catorce días de vertiginosa empopada fueron
suficientes para alcanzar desde Nueva Zelanda el Continente
Americano.
La flamante embarcación apenas había notado el esfuerzo.
Tampoco quisieron forzarla izando velas excesivamente grandes.
Se contentaron con que su velocidad fuese estable.
Yolande y James esperaban junto con Adendof en la barra
del pequeño náutico que posee la ciudad. Contaban que, se em­
barcarían para cumplir uno de los anhelados sueños de su vida:
cruzar a vela el mítico Cabo de Hornos.
Los dos oficiales de la marina chilena que les acompaña­
ban, les decían:
-Se va a llevar usted una decepción. Sólo es un roca negra y alta
desprovista de toda vegetación.
-Pero es un punto de referencia para todo marino. El navegante
que no lo cruza, no puede descansar en paz -decía Verwoerd con
cinismo.
-¡Mire! Allí llega el velero que están esperando -dijo uno de ellos.
-¡Es inmenso! -exclamó Yolande.
Se detuvo antes de expresar lo que estaba pensando; con
ese velero daremos caza a cualquier otro.
A medida que se acercaba se hacía más grande. Sus dos
palos se alzaban airosos y dejaban adivinar con facilidad los
muchos metros de vela que serían capaces de arbolar.
-¡Qué maravilla! -exclamó el oficial chileno de más graduación.
-Sí, es ciertamente bello -asintió Yolande.
El velero atracó al muelle reservado para uso militar. Justo
detrás de la vetusta patrullera a cuya dotación pertenecían los dos
marinos.

344
Yolande y James se acercaron y embarcaron. Adendof les
recibió; era el patrón. El capitán Van der Spuy ya había tenido
suficiente. Además, no entendía una sola palabra de barcos de
vela. Los fuertes marinos escogidos en Australia estaban dispues­
tos. Adendof les había recomendado no hacer preguntas y dedi­
carse sólo a navegar.

En la distancia, entre abrazos y besos apasionados, Nat


vigilaba el horizonte con el rabillo del ojo. Observó, cómo las
afiladas y deslumbrantes líneas del Stanlager se acercaban. Tam­
bién vio a los sudafricanos embarcar, enredado en arrullos y bro­
mas románticas.
Tatiana, olvidada de todo contacto con el mundo, se había
perdido en la pasión de los besos. Tenía que recuperar los años,
en los que, deseando hacerlo, tuvo que esconder sus sentimientos.
Apenas era consciente de que estaba en la calle; lo que le rodea­
ba era lejano e indiferente. Jugaba con sus manos y su boca sin
que nada de lo que sucedía le importase. Y aunque las noches
siempre fueron auténticas sinfonías de amor, era demasiado el
tiempo a recuperar. Descubrir en Nat esa sensibilidad que le ha­
cía dislocarse cuando hacían el amor, le excitaba aún más. Nun­
ca sintió una plenitud como la que conseguía con él. Anhelaba el
momento de regresar al calor cómplice de la cama y dejar que sus
instintos la condujeran a través de sus cuerpos en busca de nuevas
sensaciones. Aunque otras veces, el mero contacto de cualquier
parte de su anatomía, el sólo hecho de tenerlo cerca, le
reconfortaba también. Tatiana acercaba la sexualidad a los afec­
tos y sentimientos y, era en esos momentos, cuando sus juegos
amorosos se hacían sublimes.¿Sería eso el verdadero amor? Se
preguntaba. Era como una borrachera prolongada en la que los
efectos del alcohol acrecentasen la química de su cuerpo. Jamás
había sentido nada parecido. A su cabeza venían las imágenes
de unas noches pasadas sumidos en jadeos y besos. Recordaba
con los ojos cerrados muchos de los instantes vividos. Los amplia­
ba difuminados detrás de una fina gasa que convertía las escenas
de amor en una singular danza que se alejaba cuando trataba de

345
perturbarla para que fuera como había sido: con su bagaje de
animales y humanos, pero al abrigo de lo que cada uno hubiera
querido que fuese.
Nat quiso que Tatiana fuese regresando a la realidad. Le
movió la cabeza hacia los elevados palos del velero que sobresa­
lían en la distancia sobre los edificios cercanos.
-¡Está ahí! -exclamó ella saliendo de su ensoñador estado.
-Hace un rato que llegó -le anunció Nat.
-¡N o es verdad! -dijo por toda respuesta.
-Lo es. Además, los sudafricanos están a bordo.
-¿Se harán a la mar? -preguntó sin darse cuenta de los exactos
términos marineros que había empleado, mientras se arreglaba el
pelo.
-Según nuestros cálculos, el Comodoro llegará a estas aguas den­
tro de tres días.
-¿Y, si lo hacen?
-Los encontraremos. Esta vez sabemos a dónde se dirigen.

Aunque Acetó mantenía un contacto regular con Clancy, lle­


vaba dos días sin saber de él. Le tenía preocupado. Nat le advir­
tió de su viaje y de la dificultad que tendría para comunicarse,
pero había pasado mucho tiempo.
El punto luminoso que el Argos interpretaba como el velero
del Comodoro, avanzaba a buena velocidad. Durante unos días
se desplazó con lentitud, pero parecía que había recuperado el
ritmo de nuevo. Acetó quería saber las medidas de protección que
el Gobierno Norteamericano había dispuesto para cuidar de la
seguridad de marino. Lo sentía como cosa suya. Todos eran ami­
gos, además de compañeros. Había navegado con ellos y en su
contra. No podría perdonarse que, por dar cobertura a los planes
de la CIA, le sucediese algo. También le preocupaba el posible
daño que la radiación pudiera ejercer sobre él. Quedaban aún
muchos días de tensión por delante, y lo que era peor, demasia­
das jornadas de incertidumbre.
Los demás participantes progresaban a buena velocidad. El
francés Joubert volaba ya por el Atlántico sur camino de casa.

346
Tras él, Gaziello llevaba doscientas millas de ventaja sobre un
corajudo Devor que tuvo muchos problemas con su timón. Por de­
trás del Comodoro, el vicealmirante Petrovski hacía buenas
singladuras muy pegado a él. También habían perdido el contac­
to con su barco. Al parecer, su radio tenía problemas. Otro más,
pensaba Acetó, relacionándolo con los desaparecidos. No logra­
ba quitárselo de la cabeza. Quería hablarlo con Clancy. ¿Porqué
Petrovski se había quedado mudo?
-Lo podré hacer si me llama -razonaba nervioso en voz alta al no
tener noticias suyas.
Chrystele Lancelot, progresaba por encima de toda previ­
sión. Estaba plantando cara al inglés Bood, y no le permitía que
se le acercase una sola milla. Por la radio había ratificado su
posición. Estaba contenta, y su estado de ánimo seguía firme y
resuelto. El italiano Volpe también continuaba en regata, pero al
parecer se lo estaban tomando con mucha filosofía: progresaba
poco. Cuando le preguntaron por radio si tenía problemas, con­
testó que no. Luego, si no navegaba más deprisa, era porque no
lo quería hacer, conjeturaba Acetó. Este marino pertenecía a ese
grupo de concurrentes a la Vendée Globe, para los que terminar
su vuelta al mundo en solitario y sin escalas, era el mayor premio
a recibir. Y no era para menos. Hasta el momento sólo quince
personas en todo el Planeta lo habían conseguido en regata.
En principio, el marino francés confiaba en las promesas de
Clancy, pero no le conocía lo suficiente. Una relación por teléfono
con un agente de la prepotente y siniestra CIA, no era garantía
como para que estuviese del todo tranquilo. Aún así, no tenía otra
salida. Hacerlo público supondría la suspensión de la prueba y
las reclamaciones de todos los patrocinadores del evento. Eso, sin
tener en cuenta los daños psíquicos y morales que podría causar a
los navegantes, superados ya dos tercios de la regata.

El grisáceo estuche apareció sobre las panas al achicar el


agua que ocupaba el interior del Peregrino. Al principio el
Comodoro no advirtió de su presencia. Estaba demasiado ocupa­

347
do como para fijarse en uno de los cien objetos que aparecían
sobre las panas.
Colocó pasta sellante en la reparación de fortuna que reali­
zó bajo el agua, y la mezcló con varios componentes químicos
que convertían al material empleado en un sólido apósito. El cor­
cho y la cuña de madera los cortó al ras del casco, pero los dejó
dentro como medida de precaución. Luego, repasó todos los pasa
cascos de la embarcación: apretó sus roscas, y las dejó visibles
para no sufrir nuevas averías. Cuando fue a reapretar la rosca de
la corredera, vio el paquete: era negro, de unos veinte centímetros
de largo por diez de ancho; unos extraños cierres lo flanqueaban.
En su cara delantera leyó la palabra radioactividad bajo un aspa
de sinistro aspecto. Lo dejó con aprensión de nuevo, y miró en la
distancia. Su primera reacción fue tirarlo por la borda, pero recor­
dó que le habían dicho que era importante conservarlo.
-¿Y si me provoca un montón de taras? -se pregunto mirando el
aspa con desagrado.
Auque, quien lo hubiese colocado allí sabría lo que se ha­
cía. Estará cubierto de una buena protección, aseguraba, tratan­
do de confortarse y de salir del profundo miedo que le provocaba
su sola presencia. No sé lo que es, ni para qué sirve, pensó. Más,
radioactividad le sonaba pavoroso. Pero el Comodoro era hom­
bre de palabra y, aunque no había tenido tiempo de darla, el
hecho de haberlo aceptado mentalmente, suponía ya asumir el
compromiso. Lo envolvió en trozos de vela, y lo colocó en la parte
más alejada que pudo.
Tras el desastre provocado por el agua, hizo un recuento de
víveres. No demasiados, por cierto; pero racionándolos podría
llegar. El mayor problema era el agua: apenas le quedaban cin­
cuenta litros. Estaba situado aproximadamente a ese mismo núme­
ro de días del puerto de llegada, considerando que pasara con
suerte la zona de calmas ecuatorianas. Iba a ser muy difícil, por
no decir imposible, vivir con un litro de agua al día; el cuerpo
necesita algunos más. Su única posibilidad pasaba por recoger
agua de la lluvia, ayudado por cubos y velas. Era la alternativa a
tener que detenerse en las costas de Argentina o Brasil, y ser por
ello descalificado.

348
Tenía que aguantar, se decía. Con lo que había pasado,
estaba obligado a resistir. Además, si como le prometieron por
radio, le protegían, su moral volaría hasta la meta.
A medida que se acercaba a tierra miraba con preocupa­
ción el horizonte. Y aunque sabía que el Cabo de Hornos no era,
precisamente, un lugar fácil y concurrido, sería el punto más cer­
cano de la costa por el que pasaría. El cansancio le hacía confun­
dir las crestas de las olas con buques fantasmas que le amenaza­
ban. Sus ojos buscaban constantemente al enemigo. Y, siempre,
acababa rendido, tumbado sobre la mesa de cartas en breves
cabezadas de quince o veinte minutos. En casi todas ellas, llega­
ba hasta su mente el miedo a prolongar su sueño y empalmarlo
con la parecida muerte. Por eso, sólo dormitaba en una superficie
frágil, que se rompía cada vez que su cansancio trataba de con­
ducirle a un estado más profundo y renovador.
Al despertar, el hambre le atenazaba el estómago y le que­
braba el ánimo. La sed que padecía, tampoco le ayudaba mucho,
pero su inquebrantable fuerza de voluntad, y sobre todo, la espe­
ranza de llegar a su destino, le animaban a soportar tamaño in­
fierno. No lograba encontrar una postura en la que las úlceras y
llagas no le atormentasen. Las habían provocado el constante
contacto con el agua y el frío. Se hacían insoportable, y no tenía
nada para aliviarse. Su cuerpo respondía por impulsos pre-esta-
blecidos, en los que sus pensamientos no intervenían para nada.
De hacerlo, se hubiera abandonado al capricho de esas mares
negras que pretendían tragárselo. Pero alcanzar su meta era algo
más que un reto deportivo. Evidenciaba, la posibilidad que tiene
el hombre de luchar contra sí mismo, de superarse en las condicio­
nes más extremas, aunque no medie fama y fortuna en ello. Le
estaba costando más de lo previsto. Jamás pensó que las dificulta­
des pudiesen alcanzar ese punto. Y es que nunca se le pasó por la
cabeza que, a la dureza de tal singladura, se le sumase un ataque
con armas de fuego
Unas sombras, producidas por las nubes sobre los blancos
lomos de las olas le hicieron alterarse. Con los prismáticos colga­
dos del cuello parecía esperar el momento. Barrió el horizonte con
el corazón encogido tratando de adivinar lo que escondía cada

349
masa de agua; pero siempre contenían lo mismo, más agua desor­
denada y oscura que seguía presurosa el curso de los vientos y la
dirección de las corrientes.
El barómetro estaba bajando alarmantemente.
-¡Lo que faltaba! -exclamó, anotando la última medición.
Si el hecho de que el barómetro descendiese era un claro
signo de mal tiempo, en aquellas latitudes, donde normalmente se
mantenía ya de por sí subterráneo, era especialmente preocupan­
te, más, si esto sucedía cuando se aproximaba a tierra.
Los marinos saben asumir las consecuencias de los tempora­
les con paciencia y resignación si están alejados de toda costa
que los perturbe. Pero si estos hechos se dan en las proximidades
de la costa, las cosas se toman de otra manera. Remontar al viento
en condiciones extremas siempre es difícil y arriesgado. Y, si la
parte que se debe superar es el Cabo de Hornos, las perspectiva
puede ser aterradora. En el Estrecho de Drake los vientos se
encañonan apretados por la costa, arbolando olas monstruosas
que se levantan verticales a más de veinte metros de altura. Las
provoca el escaso fondo y las corrientes. Esa conjunción de cir­
cunstancias son las que han dado tan mala fama al mítico Cabo.
Pero el Comodoro prefería que hubiese un poco de movi­
miento. Si volvía a ser atacado y la ayuda no llegaba, se defende­
ría mejor en esas condiciones, en las cuales los barcos de motor
son meras cáscaras de nuez sustentadas por unas máquinas giran­
do a la defensiva.
El cielo cada vez se cernía más negro por la popa, y los
destellos de un sol lejano y apagado, escapaban entre las nubes
como despidiéndose de él para mucho tiempo. El Comodoro no
era supersticioso, pero tomaba en consideración las marcas y sig­
nos que la naturaleza le dejaba ver a modo de advertencias: sa­
bía que le daban tiempo para que reaccionase. ¡Aquellas nubes!,
¡su dramática forma!, ¡la conjunción casi sublime de rayos y luces
sobre la mar!, no podían presagiar nada bueno, decía torciendo
el gesto de su curtido y agrietado rostro.
Si en la naturaleza hay algo que pueda transformarse con
más rapidez, de la belleza y el placer más profundo, al horror

350
más desgarrador, eso, es la mar, decía cuando alguien hablaba
sólo de la parte hermosa que reflejan los océanos.
-Al igual que las mujeres más bellas -añadía, la mar esconde
peligros en los que caemos arrastrados por su resplandor.

351
352
TREINTA

Era impresionante sentir en las manos cómo el Stanlager


pasaba las olas: parecía que las sobrevolaba, que su carena ape­
nas se apoyaba en ellas. Los generosos metros cuadrados de ve­
las que llevaba izados en sus dos palos, se apreciaba entre los
dedos. Que una masa como aquella respondiese a las órdenes
con el solo hecho de mover un poco la rueda del timón, era sor­
prendente. Apenas el viento subió a diez nudos, la nave inició
una ligera escora, seguida de un suave cabeceo que se acentua­
ba a medida que pasaba la mar. Sus movimientos eran pendulares,
cadentes y acompasados. En realidad constituía el resultado de
muchas horas de ordenador, que era quien había diseñado su
carena.
Yolande y James estaban absortos en la forma de compor­
tarse el velero. Por primera vez podían contemplar la magia que
supone navegar a vela: avanzar sobre el agua empujados por el
viento, jugando con él para subir o bajar en la distancia. Opo­
niéndose a su marcha ciñendo, o haciéndole tu aliado para que te
empuje hacia tu destino; es el triunfo de la inteligencia humana.
Pero lo que más les impresionaba era la ausencia total de ruidos
discordantes. Había sonidos leves que incidían sobre las partes
metálicas de la jarcia, pero lo hacían de forma sutil y acompasada.
Eran ruidos que bien podían asimilarse a los sonidos íntimos que
se producen al hacer el amor: acompañan pero no molestan. Al
contrario, terminan por crear la atmósfera adecuada; se entremez­
clan con los latidos de un corazón que, normalmente, no quiere
delatarse.
Pero su asunto estaba lejos de las románticas apreciaciones
de un mero discurrir raudos y veloces sobre la mar. La tripulación
sabía que debían dar caza a un velero; nadie dijo de quién se
trataba. Sólo supieron que el objeto a recuperar era de incalcula­
ble valor. Los sudafricanos dejaron caer, como una vaga posibili­
dad, que podían utilizar armas de fuego. Ninguno puso objecio-

353
nes. Es más, atrapar al rápido velero, se convirtió en un reto. Ten­
drían que demostrar su bien ganada fama de excelentes marinos.
Navegarían hacia el sur hasta tener al través el cerro Luis de
Saboya. Alcanzado éste, esperarían al abrigo de la isla Hoste.
Siempre tendrían la población de Ushuaia para refugiarse, en el
caso de que el Peregrino se retrasara. Cuando apareciese en la
pantalla de radar, el paso Lenox les permitiría acercarse, en poco
tiempo, al Cabo de Hornos.
El fax meteorológico de la embarcación no pintaba nada
bueno. Unas ¡sobaras apretadas hasta casi convertirlas en una
sola, dejaban adivinar la intensidad del viento que predecían.
-El tiempo puede estropear la operación -advirtió Adendof que
permanecía sentado en la bañera trasera con el papel en las ma­
nos.
-Al contrario -le contradijo Peter, un mocetón de casi dos metros
de altura que manejaba con precisión los interminables metros de
vela que llevaban izados.
-¿Por qué? -quiso saber el sudafricano.
-Este barco necesita viento y mar para alcanzar su máximo poten­
cial. Es ahí donde es superior al resto. ¿Ves cómo navega?, pues,
aún lo hace mejor en condiciones extremas.
-¡Cojonudo! -exclamo Verwoerd golpeando con la mano la tapa
del tambucho.
Junto a él, Yolande, miraba en silencio el sincronizado com­
portamiento de los tripulantes. Se admiraba contemplando la velo­
cidad con la que cambiaban las velas de amura. O , cómo, obser­
vando la parte alta de las mismas, podían saber si tenían que
cazar o lascar las escotas. Pero comprobaba que, a cada ajuste,
el barco ganaba velocidad; a cada toque, a cada nueva manio­
bra, el Stanlager mejoraba su navegar. Para Yolande era todo un
misterio. ¿Cómo podría manejarse un barco de ese tamaño, em­
pujado sólo por el viento y dirigido por vulgares cuerdas de colo­
res? La mejor respuesta era que lo hacía, y Yolande se alegraba
de ello. Esta vez no podían fallar. Necesitaban recuperar el mate­
rial; defendían sus propios intereses. En algunos momentos le ve­
nía a la cabeza una cierta preocupación: estaban engañando al
poderoso Isman, el señor del tráfico de armas en los países africa-

354
nos. Enfrentarse a él podía ser peligroso. Pero James demostraba
tanta arrogancia, que nada malo podría ocurrirle a su lado.

El comandante Pereira Iraola condujo a Tatiana y Nat hasta


la cámara de oficiales de la fragata. Dos hombres de mediana
edad, vestidos con chalecos azules de la Armada Argentina, les
esperaban: eran del Pentágono. Tras un rápido intercambio de
formalidades, entraron en el fondo del asunto.
-Me temo que la meteorología será adversa -anunció el capitán.
-Pero este barco es muy grande -observó Nat ignorante.
-No es una cuestión de tamaño, se lo aseguro -le respondió-. Un
velero oceánico navega mucho mejor que cualquier barco de gue­
rra. Le diré más: lo hace con más velocidad y seguridad que cual­
quier otra nave.
-¿Incluso con mucha mar? -volvió a preguntar Nat.
-Eso se acentúa con mares arboladas. En ellas, estos barcos ape­
nas pueden hacer otra cosa que defenderse con la máquina. Pero
un gran velero... ¡Ah!, un velero oceánico es otra cosa -respon­
dió el marino argentino dejando entrever en sus palabras la admi­
ración que sentía por ellos.
-No lo puedo creer-dudó Nat-, ¿Es más seguro un pequeño bar­
co de vela que este monstruo?
-No es un problema de seguridad. Yo creo que este barco es
seguro, pero en condiciones extremas ellos lo pasarán mejor que
nosotros; se lo puedo garantizar.
-De todas formas, confío capitán, que podremos dar protección a
nuestro hombre. De lo contrario, correrá un gran peligro.
-No puedo prometerle nada, señor Clancy, pero haremos todo lo
que esté de nuestra mano. La Marina Argentina conoce mejor que
nadie estas aguas.
-Y se lo agradecemos -asintió Nat mirando a sus dos compatrio­
tas que todavía no habían dicho una sola palabra.
-Para nosotros es más importante recuperar el paquete que lleva
ese velero, que cualquier otra cosa -observó uno de los militares
americanos.
-Sí, ya es tiempo de advertir a la humanidad que está en peligro.

355
Desde que los soviéticos decidieron desmantelar su País, no han
cometido más que tropelías con sus ingentes materiales nucleares
-añadió el otro enviado del Pentágono.
A Clancy le parecieron demasiado duras esas palabras.
Dejaban entrever lo poco que les importaba la vida del Comodoro.
Por eso, aún no conociendo muy bien por qué lo hacía, y sabien­
do que se la jugaba, advirtió:
-No quiero que olvidemos la seguridad de su tripulante. He dado
mi palabra a los franceses de que le protegeremos.
-Usted sabe qué es lo realmente importante. Deje a los franceses
en paz. También ellos nos dieron palabra de que no harían más
pruebas nucleares. Si tiene alguna duda llame a Cupertino -repli­
có el militar que había hablado primero.
-Lo protegeremos, descuide -medió Pereira que había comprendi­
do con agudeza los diferentes puntos de vista de sus invitados. Y
es que la mar acaba por hacer cómplice de ella a cualquiera,
pensó el marino argentino-. Zarparemos a las seis -añadió antes
de abandonar la cámara.

El baile había comenzado. Desde hacía unas horas el viento


aumentaba paulatinamente. El anemómetro rozó los cincuenta
nudos, y la mar crecía, sacudiendo dentelladas acuosas tan fero­
ces como las de un animal hambriento. El Comodoro estaba can­
sado, realmente fatigado. Llevaba unos días malos, influenciado
por la falta de agua y la escasez de comida. El tener que racionar
sus alimentos influía negativamente en su ánimo. Seguía luchando
para que su barco navegase al máximo de sus posibilidades, pero
al no tener el aliciente de la comida, su vigor venía decayendo.
También su salud se notaba mermada e influía en su rendimiento.
En la maniobra que antes empleaba treinta minutos, ahora la rea­
lizaba en sesenta. Y si hacía unos días hubiera escogido un
spinnaquer para navegar más rápido, ahora se conformaba con
la tanqueta atangonada.
Pero el Peregrino seguía su rumbo gobernado por el piloto
automático. La caída del barómetro era ya un hecho, y la cerca­
nía del Cabo de Hornos se dejaba sentir en el ambiente. A medi­

356
da que el velero se acercaba, la mar cambiaba de forma y direc­
ción. Por el escaso fondo que tiene la zona, el color de las aguas
se tornaba más plomizo y atornasolado. Sólo la presencia de los
cormoranes humanizaban su solitaria singladura. Pero esa proxi­
midad de tierra que siempre alegraba a quien, como él, venía de
varios meses de no verla, era un motivo más de inquietud. El día
anterior a doblar el Cabo, lo pasó mal. Un olor a podrido invadió
el ambiente de la cámara hacia las tres de la madrugada. Sabía
de qué se trataba. Escudriñó la mar para abrirse paso en ella;
pero apenas era capaz de ver unos metros entre las olas. El firma­
mento estaba cubierto, y los pronunciados senos no daban la menor
oportunidad de precisar en la distancia; pero, él sabía que algo
grande y helado navegaba cerca. No podía verlo, pero lo
sentía.
Una fina capa de nieve caía sobre cubierta transformando
al velero en una mancha blanca en la que los pantallazos de su
linterna se alargaban y estiraban cambiando de color las superfi­
cies donde incidían. Un frío intenso y húmedo recorrió su piel. A
pesar de que estaba abrigado con el traje polar, las briznas de
aire que pasaban a través de las costuras y cierres perforaban su
carne. Escudriñaba con los sentidos hasta que sus ojos quedaban
bloqueados por la nieve que se acumulada sobre sus párpados. El
nauseabundo olor a agua podrida cada vez era más fuerte. De
pronto, guiado por un presagio, saltó al timón, quitó el piloto auto­
mático, y cazó la escota de la vela mayor. El Peregrino remontó al
viento con violencia; un acantilado de hielo pasó por estribor. El
corazón se le aceleró hasta casi salir de su pecho. Se había salva­
do por muy poco. Durante unos instantes aún, el azulado coloso
se dejó ver por la amura: al menos tenía doscientos metros. Las
olas del Pacífico se precipitaban sobre él trepando hasta su cima.
Luego, la resaca regresaba para estrellarse contra la siguiente
onda, formando espectaculares pirámides de agua que, sin que­
rerlo, realizaban extrañas figuras movidas por un viento desata­
do, que siempre terminaba por doblegarlas y aplastarlas.
La mar seguía creciendo hasta un tamaño pocas veces visto.
El choque que producían los grandes senos contra la plataforma
continental del extremo sur, hacía que creciesen rápidamente mul-

357
Hplicando su altura. Lo malo era, que, la distancia entre ellos no
se había hecho mayor, y el descenso por las líquidas paredes se
hacía más vertiginoso. El Comodoro trataba de que la proa no se
clavase bajando de costado y serpenteando en la subida. En oca­
siones era empujado con tal ímpetu, que el timón no tenía fuerza
para controlar los alocados movimientos a los que se veía someti­
do el velero.
Desconectado el piloto automático, gobernaba en la noche
guiado por el compás y por un instinto que le hacía sentir bajo sus
pies la forma y el tamaño de cada ola. Había metido tres rizos en
la vela mayor, y la trinqueta la llevaba enroscada casi en su tota­
lidad. Aún así, planeaba a más de veinte nudos descendiendo
paredes interminables.
Cada vez que llegaba a la parte baja de una ola, quedaba
protegido del viento. Parecía que, por unos instantes, la mar se
detenía y el viento dejaba de soplar. Pero al rato, ascendía violen­
tamente hasta la cresta de una nueva montaña, en la que los ele­
mentos se habían vuelto a desatar con toda su crudeza. Y era en
esos momentos cuando más temía por su barco. Mientras se
moviese, podía gobernarlo con dificultad, pero cuando se detenía
y el viento no incidía sobre sus velas, quedaba al capricho de la
mar. Al contrario de todo lo que había leído, tenía necesidad de
correr. La velocidad era su aliada, el impulso su ánimo y el viento
su salvación. El Peregrino no podía quedar atravesado a una mar
semejante. Si sucediese, pasaría por ojo, encapillaría trenes de
olas, y haría de su zozobra un acto vano, intranscendente y solita­
rio.
Las rompientes que llegaban por la popa le avisaban. Enton­
ces, tensaba sus músculos y esperaba atento; la carrera había
comenzado. Metía la caña a estribor o babor, según la dirección
de la masa de agua, y descendía arqueando las piernas para no
perder el equilibrio. Cuando estaba a punto de alcanzar lo más
profundo del seno, sentía en las manos la entrada en el agua del
botalón del barco; le avisaba. Debía virar un poco más y esperar
las décimas de segundo necesarias para que la propia ola
comenzase el recorrido inverso. Sus sentidos se disgregaban tra­
tando de dar prioridad al más conveniente. Se desataba una lu­

358
cha entre el oído, la vista, el tacto y la intuición. Eran instantes de
máxima tensión. Un poco antes, o un poco después, era la diferen­
cia entre vivir o morir.
Y así, una y otra vez. En una situación de sobre vivencia
como ésa, lo de menos era comer o beber. Por suerte, ese estado
de ansiedad le mantenía el estómago encogido. Era la única ven­
taja que sacaba, pues, realizar cualquier otra cosa que no fuese
gobernar al Peregrino, se hacía absolutamente imposible.

El velero australiano se acercaba de través hacia el punto


luminoso que tenían centrado en la pantalla del radar. A pesar de
su eslora, le era muy difícil progresar con semejante tiempo.
-¿Lo lograremos? -preguntaba el sudafricano.
-No lo sé -dudó Adendof que asumía la dirección de la cacería.
Dos hombres ocupaban la bañera de popa. Los otros, abri­
gados con los trajes polares, se acurrucaban en la de drizas, ¡unto
al palo, para proteger sus cuerpos de las intensas chaparradas
que les llegaban. El agua barría la cubierta y se precipitaba des­
pués en rugientes cascadas por la amura de sotavento.
El barco no estaba a más de cinco millas, pero sabían que
era imposible divisarlo. Trataban de rodearlo para intimidarlo y
conducirlo hacia aguas más calmadas donde proceder a su abor­
daje; acontecería nada más pasar la Isla de los Estados.
-Deberíamos arriar la mesana -sugirió un tripulante.
-Perderemos velocidad -protestó otro.
-Mejor que la perdamos, a quedarnos sin palo -sentenció Adendof
dejando clara su postura.
Arriar la vela no fue fácil. El barco navegaba mejor. La caña
se había descompensado un poco al tener el plano vélico adelan­
tado, pero pasaba la mar con menos violencia.

En la fragata de la Armada Argentina las cosas no iban


mucho mejor. Avante poca era la marcha seleccionada. Cuando
asomaron la proa entre la isla Hermite y la roca de Hornos, sintie­
ron el azote de la auténtica mar Austral.

359
-No sé cómo vamos a dar protección a nadie con estas olas -
decía el capitán Pereira-lraola-, Bastante tendremos con cuidar
de nosotros. ¿Ve lo que le decía? Con una mar así, un velero
oceánico se desenvuelve mucho mejor.
-Señor: en el radar tenemos dos barcos. He filtrado las interferencias
producidas por las olas y me quedan dos objetos -dijo el radio.
-¿Posición?
-A las dos, señor. Apenas les separan cinco millas.
-¿Distancia?
-Cincuenta millas, señor.
-Son ellos -interrumpió Nat.
-Tendremos que esperar a que se acerquen. Avanzamos con mu­
cha lentitud -precisó el capitán.
-¿Cuánto tiempo? -preguntó uno de los militares americanos.
-Supongo que navegarán a más de quince nudos. Algo más de
dos horas -le respondió.
El puente recibía los constantes embates de las olas. Los
parabrisas no eran capaces de limpiar las ingentes cantidades de
agua que lo cubrían. Nat no se mareaba, Tatiana tampoco; pare­
cía que hubiesen navegado toda su vida. En cambio, los observa­
dores del Pentágono tenían el rostro lívido y compungido. La mos­
covita miraba con sus claros ojos el sobrecogedor espectáculo de
fuerza que tenía delante. Nadie hablaba: todos estaban centra­
dos en su trabajo. Sólo Nat deambulaba de la consola del radar
al puente de mando aferrándose a cuantos puntos de apoyo en­
contraba. A proa, la noche. Ni una luz, ni un signo de vida que al
menos les diese el respiro de sentirse acompañados.

El Comodoro vigilaba el ángulo de descenso en las olas.


Una luz apareció por babor. ¿Sería la baliza del Cabo? Se pre­
guntó. En la siguiente cresta volvió a verla.
-No, está demasiado baja -razonó en voz alta.
Una imponente rompiente, que anegó la bañera, le obligó a
concentrarse de nuevo en la mar. Se había distraído, y no podía
permitírselo. Instantes después, volvió a ver la luz por babor; se
movía en la distancia. Por la forma de hacerlo pensó que se trata­

360
ba de un velero. Fijándose con más atención, comprobó los brus­
cos balanceos que realizaba: era como si estuviese situada en el
tope de un palo.
-¡Es un velero! -gritó. Su voz se mantuvo unos segundos colgada
en el aire glacial, que por su densidad, seguramente las bajaba
en lugar de elevarlas.
-El ruso me ha cogido -añadió, dejando escapar un suspiro. Casi
tenía olvidada la competición con los otros. Luchaba contra sí mis­
mo, contra los elementos y con los misteriosos atacantes; con eso,
tenía bastante.
El punto luminoso seguía acercándose. Las pronunciadas
paredes de las olas lo ocultaban por cortos intervalos de tiempo.
El tamaño de la luz había crecido. Apreció un foco que penetraba
hacia él.
No les separarían más de trescientos metros. El Comodoro
podía ver entre los rociones las velas de su contrincante. Pero eran
demasiado... No sabía, pero apreciaba algo raro en ellas. De
cualquier forma, era un velero. El hecho de distinguir velas fue
para él tranquilizador. Ni por un momento pensó que pudiera
tratarse de un barco enemigo: siempre ha existido una complici­
dad entre todos los navegantes a vela de la Tierra.
Previendo que podían llamarle por radio, la conectó y puso
el volumen al máximo de su intensidad. Aunque no debía hacerlo,
dejó el portillo de la cabina entreabierto para poder escuchar. Los
escasos instantes que soltó el timón fueron de auténtica pesadilla.

-No te acerques más -ordenó Adendof al timonel.


El Stanlager recibía el viento de popa. La mar lo vapulea­
ba, pero se comportaba de forma más estable. Tenían que contro­
lar las violentas surfeadas por las pendientes de las olas, aunque,
el impulso de tantas toneladas, le hacían navegar asentado, mo­
viéndose en una fuga constante.
-Si seguimos a esta velocidad le adelantaremos -advirtió Adendof.
-Rizaremos mayor-dijo el jefe de maniobras.
Y comenzó un peligroso ajetreo sobre cubierta entre
chaparradas de agua y ruido- desgarradores de flameos. Pero

361
entre cuatro hombres experimentados la maniobra se hizo con
relativa facilidad. El velero redujo su marcha y pudo emparejarse
al Peregrino. La luz de navegación que el Comodoro había encen­
dido en la perilla del palo, era la única referencia que tenían de
él.
-Mantendremos la distancia hasta entrar en aguas mas calmadas
-ordenó Adendof.

-¿Podría hablar con Francia, capitán? -pidió Nat de improviso.


-¿A Francia? -preguntó, mientras que los dos militares yanquis le
miraron arqueando las cejas.
-Advertiré a la Central de la Vendée Globe que el Comodoro
tiene visita; por si pueden avisarle por radio -se explicó Nat sin
mirar la cara de sus paisanos.
-Lo intentaremos: dele el número al operador.
A la cabeza del Comandante Pereira-lraola le llegaron las
cálidas escenas de amor de una ya lejana luna de miel pasada en
la ciudad del Sena. Por qué no se prolongarían en el tiempo
todas las emociones sentidas, se preguntó, para recurrir a ellas en
los momentos bajos.
No tardaron más de cinco minutos en entablar la conversa­
ción.
-¡Acetój Nat al aparato.
-Me alegro de oírte. ¿Dónde estás?
-En el Cabo de Hornos.
-Estarás mareado -se mofó el marino.
-Esto es impresionante. Escucha: el Comodoro tiene compañía. Lo
advertimos en el radar. El capitán dice que debe ser otro velero,
pues, con la mar que hay, un barco de motor del tamaño que
apreciamos no lo aguantaría. ¿Podrías llamarle por radio?
-Lo intentaré, pero..., en mi pantalla no hay ningún otro velero de
la regata en su cercanía.
-Entonces, van a por él.
Tatiana se estaba dando cuenta del esfuerzo que Nat reali­
zaba para proteger al marino. Se hubiera acercado a él para

362
besarle, pero tuvo que conformarse con una tierna y sensual mira­
da de aprobación.

Cuando se aproximó a la costa, el viento se apretó todavía


más contra el siniestro Cabo y aumentó su fuerza. El anemómetro
estaba atascado en la cifra sesenta nudos. El Peregrino navegaba
a más de veinte entre un caos de olas que empezaban a no tener
una clara dirección. Al Comodoro le pareció escuchar una voz,
pero el aturdimiento que producía el viento, no le permitía distin­
guir los sonidos con claridad.
-¡Es la radio! -exclamó conectando el piloto y asomando la cabe­
za por el tambucho.
-¡Peregrino, Peregrino!, aquí París. Es posible, digo que es posi­
ble... un barco...
Un silencio, y de nuevo los desagradables crujidos electróni­
cos. Pero él intuyó el resto del mensaje. La radio continuó con sus
desgarradores sonidos pero sin emitir palabras.
Sacó la cabeza al exterior y miró en la tiniebla las luces de
su misterioso acompañante. La carencia con la que las veía era
cada vez más pronunciada. Con esta mar no me atacará, pensó,
pero en cuanto estemos al abrigo de la Isla de los Estados... Voy a
hacerles correr. Sin agua ni comida tengo pocas posibilidades de
llegar, y si me matan, tendré muchas menos; no hay nada que
perder -añadió-. Rozaremos los límites, Peregrino, compañero;
veremos dónde los tienes tú y dónde los tengo yo.
Dudó en largar un rizo a la mayor o poner el spinnaquer de
tormenta. Era una temeridad, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Se decidió por el balón. Era una vela de cuello estrecho y tejido
de Soft Norlam de 2.2. El puño de driza no llegaba a tope de
palo, y disponía de un cabo reenviado a la proa para evitar el
balanceo. Estaba seguro que estallaría, pero mientras lo hacía,
les demostraría lo que era navegar.
Fue una aventura colocar la maniobra. El piloto automático
aguantaba el rumbo con dificultad y por medio de robóticos movi­
mientos. Varias veces quedó la nave al través, pero la rápida inter­

363
vención del Comodoro la salvaron de un fin seguro.
El estruendo que produjo la vela al ir saliendo del calcetín
que la protegía, sólo fue comparable con el susto que produjo en
el marino verla portar. Al instante, el Peregrino levantó su proa,
asentó su desplazamiento en la popa y comenzó una desenfrena­
da carrera sacando la mitad de la carena del agua. Los bigotes
que levantaba por las bandas llegaban hasta la primera cruceta,
y la rueda, apenas había que tocarla. La vela tiraba de la manga
máxima del barco sujeta por dos fuertes pastéeos. El velero de­
mostró entonces la finalidad para la que fue concebido: planear y
volar empujado por vientos portantes. En la noche, sólo el ruido
que producían sus velas al retener tantísimo viento desatado y las
vibraciones del casco, eran capaces de identificarlo.
A partir de ese momento el miedo abandonó su cuerpo, y la
tensión de una navegación extrema elevó su ánimo. Con precisos
movimientos de la rueda, ganaba la carrera a las gigantescas
olas que le perseguían. El Peregrino volaba delante de ellas sin
permitir que sus amenazantes crestas rompientes le alcanzasen. A
cada nuevo impulso que recibía, había una reacción por parte del
velero que acentuaba la planeada y lo alejaba del peligro.

-Ha aumentado la marcha -decía el timonel.


-Nos ha visto -afirmó Verwoerd.
-Bien, daremos más vela. Ese bastardo no podrá escapar.
En el Stanlager todo el mundo se puso a maniobrar.
Quitarían un rizo a la vela mayor y darían la mesana de nuevo.
Pero los cortos senos, provocados por el escaso fondo sobre el
que navegaban, atrapaban al velero entre ellos: tenía demasiada
eslora como para pasar francos los consecutivos trenes de olas.
Lo que en otra mar hubiese sido una ventaja, en ésta, la falta
de fech, o distancia entre ellos, le impedían recuperarse. Para
cuando la proa llegaba al seno, la popa estaba ya elevada por la
siguiente.
-Necesitamos más velocidad -pidió el timonel.
-Daremos el balón de tormenta ordenó el ¡efe de maniobras.
-No sé, es demasiado.

364
-Esta mar tan corta nos está jodiendo. Tenemos que planear para
colocarnos delante de las olas. De seguir así, sólo lograremos
volcar .
-Medir la maniobra al centímetro. El tiempo no está para bromas
-advirtió Adendof.
Con un estruendo parecido a un cañonazo, el balón de tor­
menta voló al viento. El tremendo tirón que produjo sobre el palo,
transmitió un fuerte temblor a toda la embarcación. El velero ganó
velocidad. Un ruido de agua agitada se mezcló con los bramidos
de un viento desatado que trataba de impedir el gesto de arrogan­
cia de su tripulación. Intentaba partir la vela en infinitos pedazos,
para que volaran y equiparasen a las lejanas estrellas, que de vez
en cuando se dejaban ver al paso de las nubes.

Tatiana y Nat no podían comprender que alguien navegase


por esas aguas por el mero placer de hacerlo. Pero, por otra par­
te, les subyugaba lo que estaban presenciando. Nunca en su vida
habían tenido la oportunidad de contemplar a las fuerzas de la
naturaleza desatadas hasta esos extremos. En la relativa seguri­
dad del puente de la fragata, miraban sobrecogidos la guerra
desatada entre la mar y el viento. Cada uno actuaba con todas
sus fuerzas, arrojándose agua, o, un aire movido a velocidades
de vértigo.
Y lo que alguien creo para que se complementase, allí, en
las cercanías del Cabo de Hornos, no tenía sentido. Las olas no
nacían por los impulsos del viento, ni éste lograba sujetarlas en el
aire en complicados equilibrios para que no cayesen antes de
llegar a la costa. No, en el Cabo Maldito, las mares se sustentan
solas, y son empujadas por instintos diabólicos y asesinos que
rompen toda lógica y comprensión.

365
3ó6
TREINTA Y UNO

Los barcos eran dos puntos luminosos distantes entre ellos


por escasas millas; quizás no llegase a una. Lo escarpado de las
olas y la influencia que ejercían sobre las embarcaciones, coloca­
ban a las luces en posiciones inverosímiles para tratarse de obje­
tos que flotaban. Pero siempre recuperaban las alturas antes de
perderse entre las nubes rasgando el cielo con sus perillas.
El timonel del Stanlager no veía nada que no fuese el reflejo
del balcón de proa de su barco. Por él se guiaba en la noche
intentando, en todo momento, que permaneciese el mayor tiempo
fuera del agua; y no lo conseguía. Los embates de la mar llegaban
con estruendo una y otra vez hasta la bañera de popa, cubriendo
la eslora del velero. Había momentos que permanecían en preca­
rio equilibrio, colgados al borde de un interminable abismo: el
barco dudaba, se paraba un poco como queriendo evitar el peli­
groso descenso que le esperaba. Luego, a término del vertiginoso
trayecto, sus cuadernas crujían cuando alcanzaba lo más profun­
do del seno.
El paso del aire a través de la jarcia firme componía la me­
lodía de una desafinada orquesta a la que su director hubiera
abandonado; y la de labor, se estiraba apenas perceptiblemente
para los ojos, sufriendo en silencio la acción de los elementos.
El balón portaba tenso, hinchado por el empuje de más de
cuarenta nudos de viento desatado. Las escotas habían tomado la
forma y tensión del acero.
-¡Va a reventar! -exclamó Adendof.
-Que lo haga -contestó Verwoerd poseído ya de los embriagadores
efectos que producen las velas cuando portan al máximo de sus
posibilidades.
-H ay margen -aclaró el timonel.
-Lo haya o no, tenemos que atrapar a ese cabrón -insistió
Verwoerd.
El rugir de la mar se confundía con el estruendo seco y con­
tundente que provocaba el velero al desplazarse sobre el caos de

367
agua y viento en el que estaba inmerso. Mantenían la distancia
con la luz que perseguían, pero no la acortaban. Casi se salía de
su estela cuando planeaba. Pero al concluir las vertiginosas
cabalgadas, de súbito, se veía frenado por su propia eslora. A
pesar de haber dado el spinnaquer para ganar esa punta de velo­
cidad que les adelantase a las olas, no lograban el efecto desea­
do. La maniobra hubiera servido en cualquier mar del Planeta,
pero se hacía insuficiente para las caóticas aguas del Cabo de
Hornos.

El Peregrino, por el contrario, había asimilado mejor sobre


su carena el considerable aumento de velocidad que supuso lan­
zar el spí de tormenta. Tenía el tamaño justo para caber en los
profundos valles, sin que la proa o la popa quedasen en falso
equilibrio. Esa era la razón por la cual, el Comodoro, dejaba que
la nave descendiese en un ángulo no mayor de veinte grados.
Cuando llegaba al final de su carrera, esperaba paciente el envite
de la masa de agua que le precedía. Después, todo era cuestión
de que el viento y las olas hiciesen su repetitivo trabajo: empujarlo
y proyectarlo de nuevo delante de unas olas que le alejaban del
peligro.
Entretenido como estaba, no se dio cuenta de que la luz de
posición, encendida en la perilla de su palo, era su peor enemigo.
Con precipitación, enganchó el piloto automático y desapareció
por el tambucho de la cabina con la intención de apagarla. Tardó
escasos segundos, pero suficientes para que el velero comenzase
una peligrosa orzada. Por fortuna, llegó a tiempo de sujetar la
rueda antes de que la embarcación se hiciese ingobernable. Con
la yema de los dedos desplazó el timón a sotavento: trató de que
el propio cabeceo lo metiera de nuevo en el rumbo correcto.
He tenido suerte, dijo para sí, mientras la proa regresaba
dócilmente en el sentido requerido, no sin antes dejar en el cuerpo
del marino un escalofrío seco y prolongado que recorrió su anato­
mía de un extremo al otro.
A partir de ese momento, la forma de tirar de la rueda entre
sus manos fue la encargada de guiarle en la noche a través de la

368
tempestad. No veía las velas, tampoco el palo, ni nada que pudie­
ra ayudarle a manejar su barco, pero podía sentirlo. Agudizó los
oídos, tensó los sentidos, y logró situarse sobre los terribles soni­
dos que producían el viento, la mar y el barco. A partir de ese
instante, sólo escuchó al Peregrino: el rozar del casco, el paso del
aire por los obenques transmitiéndole su dirección e intensidad, y
el crujido a papel arrugado de las velas cuando se desventaban.
Además, escucho a su corazón. Al principio lo confundió con el
alma y le hizo razonar en exceso. Luego, hasta él sólo llegaron
los latidos del motor de su cuerpo que rateaba como el viejo motor
de un vehículo.

-¡La luz ha desaparecido! -exclamó Verwoerd.


-No podrá ir muy lejos -dijo Adendof-,
-Apenas falta una hora para que amanezca -matizó el timonel-.
Cuando esto suceda, lo tendremos a la vista.
-¿Cómo puede correr tanto? -quiso saber Yolande-, Nuestro bar­
co es mucho mayor.
-No es una cuestión de tamaño -le explicó el timonel-. Nos falta
tripulación para sacarle todo su potencial.
-¿Para qué? -insistió.
-Para poder izar el trapo que nos hiciese adelantarnos a la mar.
Casi lo logramos, pero tenemos demasiada eslora para movernos
en olas tan empinadas. ¿Ves? -dijo tratando de ver por estribor-.
La proa y la popa siempre están apoyadas en dos olas. Eso nos
impide pasarlas y planear libremente delante de ellas.
-¿Y él lo hace? -preguntó ingenuamente Yolande, señalando la
hipotética posición del Comodoro.
-Seguro; su barco es más pequeño y se comporta mejor con una
mar tan corta. Nuestra única opción consiste en dar más vela.
-¿Y jugarnos el palo? -intervino Adendof.
-Si no lo hacemos lo perderemos. Quedan horas antes de que el
temporal remita. No sucederá hasta que estemos protegidos por
la Isla de los Estados -dijo el timonel sin apartar la vista de la
proa.
-¡H ay que cogerle! -les animó James alterado y nervioso.

369
-Bien, tú pagas -concluyó Adendof mirando a Verwoerd. Éste hizo
un gesto afirmativo.
A su voz, la tripulación comenzó a tirar de drizas y a cazar
escotas. Izaron la vela de mesana y largaron un rizo de la mayor.
Ajustaron la dirección del tangán que controlaba el spinnaquer y
abrieron unos grados el rumbo. La maniobra se hizo con relativa
facilidad.
El velero se contrajo, tensó su jarcia, y voló. Las escotas,
manejadas por expertos tripulantes, suprimían al instante los flameos
que producían las velas cuando caían por la pendiente de las
olas; pero les faltaban manos.
Todos tensaron sus músculos cuando el Stanlager puso al
descubierto el enorme plano vélico de que podía hacer gala. Un
estremecimiento sordo y sonoro invadió la embarcación, al tiem­
po que, una cortina de agua se elevó por las bandas cubriendo la
mar de unas espumas recién fabricadas. El grueso palo se
cimbreaba emitiendo sonidos amenazantes. Los obenques de bar­
lovento se alargaban. Todo era fuerza y tensión en el enorme vele­
ro. Un hombre en cada rueda sujetaban y corregían los posibles
errores en el rumbo.
Las olas comenzaron a quedar atrás. El Stanlager estaba
ganando la batalla a la mar. Con el nuevo impulso, empezaba a
adelantarse a las olas que le llegaban. También sus movimientos
se hicieron más ordenados, más suaves y armónicos con el medio
que les rodeaba.
Entre las tinieblas que envolvían al siniestro Cabo, el velero
había comenzado una brutal carrera, empujado por cuarenta nu­
dos de aire en movimiento. Abajo, en la mesa de cartas, el radar
pintaba de color verde las formas de la solitaria Piedra, orgullo de
algunos navegantes y terror de casi todos.

Esconderse detrás de la Isla de los Estados era la única posi­


bilidad que le quedaba. El Comodoro sabía que, esta vez, no
tendría escapatoria huyendo a vela: el barco que le perseguía era
mucho mayor y, seguramente, estaba manejado por una fripula-

370
ción adiestrada. Tendría que jugársela: se acercaría a tierra acor­
tando entre la Isla y la costa. ¿Qué perdía con intentarlo? Las otras
soluciones le conducían a un mismo destino: la muerte.
Consultó en la carta de navegación la exacta posición del
paso, y cotejó los escollos y las sondas que lo rodeaban. Pegado
a tierra había muy poca agua. En la parte más estrecha de un alto
promontorio, entre dos bajos señalados con claridad, seguramen­
te por sobresalir en la superficie, apreció un estrecho corredor.
Con una mar como ésa, era una locura navegar por allí, pero...
Una luz plomiza comenzaba a dibujar por el este los oscu­
ros nubarrones que cubrían la bóveda terrestre ese siniestro ama­
necer. Era casi imposible distinguir dónde estaba la línea que se­
paraba la mar del cielo. Fundidos en un mismo tono formaban
un telón sin fin en el que la única animación venía dada por los
desordenados despuntes que daban las olas cuando trazaban fan­
tasmagóricas formas.
Apenas le quedaban diez millas para tener al través el Ne­
gruzco Promontorio. Por la popa, creyó ver el reflejo de algo me­
tálico que parpadeaba en la distancia. Miró fijamente para afian­
zar la súbita corazonada que le llegaba; pero sólo las rompientes
llenaron el espacio que abarcaba su vista. Llevaba más de cuaren­
ta horas sin dormir y su cuerpo había llegado al límite de la exte­
nuación. A pesar de todo, sacaba fuerzas para mantenerse firme
al timón. Al mirar para atrás, de nuevo descubrió el siniestro
reflejo. Esta vez lo vio con claridad. Por la intensidad del mismo,
no podía estar muy lejos. Cazó un poco la escota del spi y subió
unos grados al viento para recobrar nuevos bríos.
A medida que se acercaba al extremo oeste de la Isla de
Hornos la mar iba creciendo. Las olas se hacían cada vez más
encrespadas. El rugido que producían al caer sobre las piedras de
la costa se mezclaba con el del viento cuando barría todo lo que
encontraba a su paso. Un eco terrorífico llegaba hasta él retum­
bando en sus oídos como un auténtico mazazo.
Una montaña líquida de más de quince metros de altura se
aproximaba por la popa rugiendo y lanzando rociones. La miró
impotente. Tensó los músculos de su cuerpo y la esperó. Cuando
llegó sobre él, la descomunal masa de agua levantó el velero por

371
los aires como si fuera de papel, y lo lanzó por un precipicio en el
que el fondo apenas era perceptible.
La difuminada luz de un oscuro amanecer austral envolvía la
escena de presagios adversos. El Peregrino arrancó violentamente
surfeando por la pendiente en un precario equilibrio. La cortina de
agua que se alzó por sus bandas, fue la señal de que había supe­
rado sus límites. En el incipiente despuntar del día, la velocidad de
la nave parecía aún mayor. Daba la impresión de que nunca iba
a llegar al fondo, que se deslizaba por un abismo infinito. La vi­
bración de la orza y las cavitaciones que producía el timón llega­
ban hasta sus manos invadiéndole de una tensión inusitada, pero
también de un irreflexivo placer. Jamás había sentido esa sensa­
ción. Con los ojos cerrados dejaba que su estómago le marcase el
final de cada planeo.
El botalón tocó la pulida superficie, apoyándose en ella,
pero el muro acuático que le flanqueaba lo hizo desaparecer. Una
seca contracción dejó al palo vibrando. El Comodoro lo miró con
aprensión rogando que sus cables resistiesen. El Peregrino quedó
detenido, desventado, inerte, sin vida. La imponente cresta que se
alzaba sobre él, aguantaba sujeta por un rebote del viento que
provenía de la cercana costa.
Cuando todo parecía que iba terminar, el velero comenzó a
deslizarse de nuevo movido por la fuerza invisible de la pendien­
te. Casi vertical, con el palo y las crucetas barriendo la superficie,
la masa de agua pasó bajo su quilla. Respiró profundamente. Miró
por la popa, y descubrió el casco del barco que le perseguía.
-¡Se han acercado! -exclamó en un sonido apenas perceptible.
Podía distinguir su color y los tonos chillones de su spinnaquer de
tormenta.
-Dos millas y... -susurraba.

En la fragata Argentina el comandante Pereira iraola trata­


ba de mantener la confianza de una asustada tripulación, que
veía, a cada instante, como medio barco desaparecía bajo el
agua.

372
-Señor, el radar indica que los buques se han aproximado a una
milla.
-Están a punto de atacarle -exclamó Clancy.
-Todavía no lo han abordado. Una milla, con una mar como ésta,
es una distancia considerable -respondió Pereira.
-¿N o podemos hacer nada? -preguntó el americano.
-Estamos demasiado lejos. Le dije que esos barcos son muy rápi­
dos; en cambio nosotros, ya lo ve, nos desplazamos como cor­
chos.
-¿A qué distancia los tenemos? -preguntó Nat.
-Veinte millas. Para cuando lleguemos habrán recorrido cuarenta
más -puntualizó el segundo oficial.
-No crea que va a ser fácil abordarle -intervino el capitán de
nuevo-. Si como usted ha dicho tienen que recuperar un valioso
material, esperarán hasta encontrarse al abrigo de la Isla de los
Estados.
-Tiene razón. Con hundirlo no conseguirán nada-observó Tatiana
que seguía empeñada en aliviar la maltrecha conciencia de Nat.
-En tanto se acercan a aguas más tranquilas, otra fragata ha sali­
do ya de Río Gallegos. Puede ser que les intercepten antes del
abordaje. Me dicen que, allí, la mar es manejable.
Tatiana miró a Nat con dulzura, pero también con determi­
nación buscando seguridad en sus ojos; pero él estaba absorto en
la grandeza del espectáculo que les rodeaba.
Unos rayos perdidos vagaban a tropezones sobre una caó­
tica superficie. Cada vez que se cruzaban con una cresta, ilumina­
ban las espumas que el viento le arrancaba. Dejaban pequeños
arco iris que pretendían desdramatizar el ambiente sin conseguir­
lo.

373
374
TREINTA Y DOS

Las presiones de la CIA sobre el Estado Francés estaban


convirtiendo al Puesto de Control en un verdadero infierno. Acetó
sólo quería que su hombre regresara a puerto. Pero a los agentes
americanos poco parecía importarles la vida del Comodoro. No
podían comprender las reglas por la que se regía la Vendée Globe.
Les parecía una estupidez que no pudiesen recuperar el plutonio
hasta que el velero traspasara la línea de llegada. El marino fran­
cés insistía en explicarles que cualquier contacto exterior, incluido
la recogida de un objeto, excluía de la prueba; estaba en el regla­
mento. Y, si era así para unos, también debía serlo para él. Se
permitía recoger náufragos; incluso era una obligación, pero no
les estaba permitido ayudarles después en las tareas del barco.
Mientras pudiese, no consentiría que lo descalificaran. El
Comodoro no se lo merecía después de tantos meses en la mar.
Terminar la regata sería la justa recompensa a tanta angustia y
sufrimiento. Afrontando el Atlántico, le quedaría la parte más sen­
cilla de la travesía. Por eso, insistía en que se limitasen a proteger­
le. No había surcado los mares más inhóspitos del Planeta para
verse ahora, por causas ajenas, humillado con una descalifica­
ción.
Los insensibles agentes se quejaban argumentando que, es­
taba en juego poder demostrar los ataques que los soviéticos esta­
ban realizando a la seguridad mundial con su insensato tráfico de
materiales nucleares. Pero Acetó les respondía diciendo que el
marino no era culpable de ello; terminar la regata sería su único
premio, y él estaba allí para que lo consiguiese.
El francés había circunnavegado el mundo en tres ocasiones
y sabía de lo que hablaba. Por eso les aconsejaba paciencia, al
tiempo que les decía: «Cuanto más celosa sea la vigilancia a la
que le sometan, más posibilidades tendrán de recuperar la ansia­
da mercancía». Pero Acetó desconfiaba de las malas artes con las
que generalmente actúan todos los servicios de inteligencia.

375
-Señor -llamó uno de los operarios del Argos-. Hay algo que no
encaja. La señal de la baliza del Comodoro proviene de un lugar
imposible.
-¿Cómo es eso?
-He transportado su posición a la zona por donde navega y pare­
ce que emite desde tierra.
-No puede ser -dijo Acetó acercándose al monitor.
Pero asi era. El punto que representaba al Peregrino en el
sofisticado aparato, transmitía desde una posición absurda.
-Debe de estar muy cerca de la costa. Es posible que, para ganar
tiempo, esté pasando por el interior de la Isla de los Estados; aun­
que, es una soberana locura -añadió.
O, para huir de sus enemigos, pensó para sí tratando de
que su preocupación no fuese advertida por sus compañeros.
-Pues algo así debe de estar haciendo -ratificó el operador.
-Esperaremos; si emite, es que sigue flotando. En una hora debe­
rá alejarse.
Si no lo hunden antes, pensó de nuevo el director de la rega­
ta.
-Sigue atento a su evolución y llámame si se produce algún cam­
bio -ordenó Acetó antes de abandonar la sala.

Apenas doscientos metros separaban a los dos veleros. Des­


de el Peregrino podía verse con claridad las figuras anaranjadas
que se movían por la cubierta del Stanlager. Su proa era una
imponente máquina de romper agua.
-¡Llevan demasiada vela! -exclamó el Comodoro mirando de reojo.
El paso se acercaba a una velocidad de vértigo. La mar
rompiente flanqueaba a los veleros y los movía incontroladamente.

Un avión Nimrod de la Marina Argentina sobrevolaba la


zona. Aparecía y se ocultaba entre las nubes borrascosas. Desde
el aire, la visión era aún más aterradora: dos diminutos puntos
blancos navegaban en absurda singladura hacia la costa. Desde
esa altura el paso entre las rocas apenas se divisaba, y lo que se

376
veía de él, estaba formado por espumas, olas y contraolas que se
movían silenciosas por la acción de las resacas, y terminaban su
carrera lamiendo los oscuros contornos de los acantilados. Unas
potentísimas ráfagas de viento lo zarandearon con fuerza, y preci­
pitó la decisión de regresar que el comandante ya había tomado
debido al pésimo cariz que presentaba el tiempo.

El Comodoro, miró al cielo alertado por el ruido de los mo­


tores con la vana esperanza de encontrar ayuda; pero las nubes
lo tapaban. Y por otra parte, de poco le serviría que fuesen testi­
gos impasibles de su desgracia, pensó.
Volvió la vista a la entrada del angosto paso que había es­
cogido, y contempló con horror la barra de olas rompientes que lo
formaban. En principio, la única posibilidad de salir con vida con­
sistía en surfear; aún así, le parecía un suicidio.
El rugido ensordecedor de la mar rota le hizo apretar las
manos sobre la rueda. Una cortina de agua cegaba sus ojos, pero
los negros promontorios que constituían su punto de referencia,
seguían firmes en sus pupilas; era como si estuviesen grabados en
ellas. Una y otra vez se preguntaba qué hacer. Esconderse no le
iba a servir de nada, los tenía demasiado cerca. Les tendería una
trampa.

-¡Está loco! ¿A dónde se dirige? ¿No pretenderá pasar entre


aquellos promontorios? -preguntaba Adendof aterrado.
-Eso parece -respondió un agitado timonel que manejaba la rue­
da al límite de sus fuerzas.
-N o podemos cruzar por ahí -gritó Adendof que en sus muchos
años de marino nunca había presenciado un acto tan descabella­
do-, Zozobraremos -sentenció.
-Si él pasa, nosotros también lo haremos -concluyó el sudafricano
Verwoerd.
El caña y los cinco miembros de la tripulación se miraron
entre sí con los rostros lívidos por el pánico. En sus regatas por
todos los mares de la Tierra nadie les había arrastrado hasta una

377
situación como aquella. Expectantes, esperaban la orden del pa­
trón para maniobrar.
Durante unos instantes se desató una duda: nadie se atrevía
a tomar la decisión. Los farallones se acercaban vertiginosamente.
Estaban llegando al punto de no retorno. Sólo Verwoerd, posible­
mente por su desconocimiento de las cosas náuticas, animaba a
seguir adelante. Yolande permanecía impertérrita, sin que por su
cuerpo pasase la más mínima sensación de miedo.

La proa del Stanlager casi rozaba la pronunciada estampa


de popa del Peregrino. La vela de sus enemigos le desventaba,
restándole la velocidad que le hacía falta.
-¡Pasar, cabrones, pasar! -gritaba en alta voz con unos roncos
sonidos que sacaba de sus entrañas.
Para animarles a caer en la trampa que les estaba tendien­
do, no podía hacer otra cosa que no fuese encomendarse al crea­
dor, en un último acto de sumisión a quien tuvo el acierto de dise­
ñar, según dicen unos, esa naturaleza que él tanto amaba.
Una masa oscura, que desprendía ingentes torrentes de es­
puma por sus amuras, le adelantó por babor produciendo un es­
truendo seco a velas sobrehinchadas y tejidos a punto de reventar.
Apenas quedaban doscientos metros para alcanzar la bocana del
paso. El coloreado balón de proa del Stanlager destacaba en el
reducido horizonte que el Comodoro tenía delante como un extra­
ño arco iris incompleto y moviente. Podía distinguir a sus enemi­
gos, y apreciar el voluminoso cañón de un arma que sobresalía
por estribor: se movía arriba y abajo buscándolo.

-¡N o tires James! -gritó Adendof-. Si lo das el barco se estrellará


y no podremos recuperar la mercancía.
-Me da igual -respondió-. Acércate más; saltaré y lo gobernaré.
-Estás loco, James -exclamó Adendof- No sabes hacerlo; nos
hundiremos todos.

378
-¡Acércate! -gritó fuera de sí volviendo el arma contra él.
-No lo hagas, James -pidió Yolande.

La silueta del barco tapaba las rompientes de la entrada. Si


lograban pasar, cosa poco probable, se quedarían sin viento.
Entonces, a lo mejor tenía tiempo de bordear el promontorio, pen­
só el Comodoro

379
380
TREINTA Y TRES

-Uno de los objetos que teníamos localizado en el radar ha des­


aparecido, señor -advirtió el oficial de comunicaciones de la fra­
gata argentina.
-Se acabó -susurró Clancy.
-¿Qué va a pasar con nuestro paquete? -preguntó uno de los
enviados del Pentágono.
-Nunca lo encontraremos -le respondió Nat de mal humor.
Tatiana se percató de lo que estaba pensando y apretó su
mano.
-Se habrá estrellado; navegaba demasiado pegado -dijo el en­
cargado del radar.
-Regresemos; dejemos de jugarnos la vida en estas aguas -con­
cluyó el capitán.
-¿No hay forma de rescatar la mercancía? -insistió el militar nor­
teamericano.
-De momento no. Cuando pase el temporal trataremos de locali­
zar el naufragio desde el aire; pero le aseguro que no encontrare­
mos nada. Ese lugar es terrible: las olas lo habrán destrozado -
explicó Pereira-lraola.
-¿Podría hablar con París de nuevo? -preguntó Clancy con cierto
reparo mirando al comandante.
-Lo intentaremos.
La fragata esperó el paso de varios trenes consecutivos de
olas hasta que el piloto encontró una disminución en la carencia
de los mismos. Se producía de forma regular cada cierto tiempo.
Entonces, viró en redondo.
De popa, la navegación se hizo más confortable y segura.
Los rostros tensos de los tripulantes se relajaron un poco y fueron
recobrando su tono.
Nat permanecía serio y contrariado pensando en lo que iba
a decirle al francés. Le había confiado la seguridad del marino, y
no había podido hacer nada por ayudarle.

381
El tenue hilo de humo que dejaban escapar los motores de
la fragata por su chimenea, permanecía pocos segundos en el
aire. Enseguida era barrido por las fortísimas ráfagas de viento
atemporalado que azotaban las proximidades del Faro del Fin del
Mundo.
Seguramente, el calor que desprendió la nave en su ruta de
regreso, fue toda la vida que por allí discurrió en mucho tiempo.
Las nubes plomizas, la mar caótica y los siniestros promonto­
rios lamidos por las espumas, fueron la última visión que Tatiana y
Nat tuvieron del Cabo. Pero el americano supo que un día regre­
saría. En el fondo se sentía celoso de las sensaciones que el
Comodoro debería haber experimentado en esas terribles aguas,
y que sólo él y unos pocos más, tendrían el privilegio de revivir en
sus mentes. Pero tuvo que llegar hasta allí para comprender lo que
significaba el arte de navegar a vela. Cruzar el Cabo de Hornos
en una pequeña embarcación en medio de una tempestad como
aquella era algo cercano al desatino o al surrealismo. Pero solo
esa lucha con uno mismo podía elevar al hombre por encima de
los vanos logros pasajeros, pensó. Nat comprendió entonces el
auténtico valor de la victoria. El Comodoro podía haber sido ven­
cido, pero no derrotado. Mientras pudo hizo frente a su destino, y,
seguramente, luchó hasta el límite de sus fuerzas. Entendió por fin
que, en realidad, era eso lo que contaba para ellos y lo que les
separaba de las vacuas ambiciones. Vio con claridad la diferente
escala de valores que movía a estos hombres y mujeres, los princi­
pios a los que eran fieles y la insultante libertad de sus actos. Lejos
de ataduras, de normas que no cumplen quienes las dictan;
ingrávidos sobre los problemas mundanos. En fin, admiró tanto su
forma de vivir, que envidió aún más la manera que escogían de
morir: más libres todavía si cabe; sin ceremonias, sin ritos ni
fariseísmos. Solos, bajo el medio que tanto amaron. Y ese senti­
miento de admiración y comprensión le acercó a él, a las razones
de su navegar, incluso, a las de su muerte.

-IEstá orzando! -gritó el caña con desesperación.


-¿Cómo? ¡Nos ha engañado! No quiere cruzar por el estrecho -

382
confirmó el patrón advirtiendo la trampa. ¿
Pero los expertos navegantes no se dieron cuenta, hasta muy
tarde, del rebote que produjo el viento cuando chocó contra el
acantilado.
Todo se desarrolló en décimas de segundo: el spinnaquer
del Steinlager se hincho por el reverso, enganchándose en las
crucetas y partiéndose en mil pedazos.
El palo se balanceó a estribor y se inclinó luego a babor
para terminar precipitándose al agua, arrastrando velas, cabos,
obenques, drizas y cuantas piezas habían servido para sujetarlo.
Sobre la cubierta se hizo un amasijo informe de cosas de
entre las que salían gritos de dolor emitidos por algunos tripulan­
tes que habían sido heridos por el aparejo.
Yolande y James se refugiaron en la cabina, y Adendof,
quedó paralizado por el terror observando las olas rompientes
que les perseguían y alcanzaban emitiendo un estruendo enloque­
cedor. Las rocas del paso bailaban ante sus ojos, pero era inca­
paz de hacer nada. El timonel pretendía gobernar el velero herido
entre las rompientes. Quería cruzar la barra, pero el palo, la
jarcia y la vela mayor, que flotaban por la banda de babor, ha­
cían de freno y les restaba la necesaria velocidad para conseguir­
lo. La parte rota del palo golpeaba una y otra vez contra el alumi­
nio del casco abollándolo y poniendo en grave peligro a la em­
barcación.

El Comodoro vio entre las olas cómo el palo se precipitaba


al agua. De su cara escapó un gesto de victoria y complacencia.
Y mientras su voz apenas alcanzaba sus propias orejas, la
mar se hacía un poco más manejable al ir ganando profundidad.
Largó la driza y permitió que saliese libre y diáfana. Recu­
perar la vela hubiera sido una estupidez, además de imposible.
Estaba rota, y, ¡qué cono!, se dijo; la vela se había ganado el
descanso eterno. Derivaría por las aguas más duras del Mundo.
Terminaría pulverizada contra la costa como un símbolo de su

383
gallardo comportamiento. ¿Y dónde podría hacerlo mejor que en
el mítico Cabo de Hornos?

Movido de través por las olas y rompientes, el Steinlager era


arrastrado contra las piedras. Dos tripulantes fueron robados por
la mar perdiéndose para siempre. El resto, esperaban el desenla­
ce encerrados en el interior agarrados a cuantos puntos de apoyo
encontraban.
Un amasijo de agua y objetos llenaban la cabina. Pero,
incomprensiblemente, seguían a flote, al tiempo que esperaban la
última sacudida contra una roca que partiese la embarcación y
pusiera fin al tormento.
En su carrera, el casco era zarandeado como un barquito
de papel. Castrado, sin su palo, parecía un objeto extraño
semitapado por las blancas espumas que se confundían con el
claro color de su cubierta. La jarcia que llevaban a remolque ha­
cía de lastre y les impedía moverse al ritmo de las resacas.

384
TREINTA Y CUATRO

En la Casa Blanca no pusieron buena cara cuando recibie­


ron la llamada del Pentágono. Los militares embarcados en la fra­
gata argentina confirmaban el hundimiento del velero, pero des­
aprobaron la extraña actitud del agente Clancy. Cupertino decía:
-Me da igual lo que digan. Hay que mandar a alguien para que
supervise si efectivamente se hundió el barco.
-Pero, señor, allí no tenemos medios para sobrevolar el Cabo de
Hornos; menos aún en plena tormenta. Clancy está en la zona, él
puede ocuparse.
-Arréglese como pueda. Quiero la constatación de que el mate­
rial se ha hundido. En cuanto a Clancy, es mejor que regrese. Me
dicen del Pentágono que ha adoptado una extraña postura protec­
tora con ese marino; antes quiero hablar con él.
-N at siempre ha sido un buen agente, uno de los mejores. Bien,
veré lo que puedo hacer -respondió el director de la Central de
Inteligencia.
-Verá, no. Tendrá qué -precisó irritado el ¡efe de Seguridad Na­
cional antes de colgar.
Cupertino miró airado el auricular y sacó una libreta de un
cajón. Tomó el teléfono, y marcó un número de Argentina; espe­
ró... Instantes después dijo:
-Tenéis que ocuparos de un asunto.

En el puente de la fragata Argentina, Tatiana y Nat escon­


dían a los ojos de los otros ocupantes del puente de la nave su
profundo pesar por lo que, cada vez con más fuerza, les parecía
inevitable: el Comodoro se había hundido.
En la distancia, apoyada contra el mamparo de estribor,
Tatiana brillaba con luz propia. Nat la observaba sin todavía po­
der creer todo lo que sentía por ella. Era una mujer que deslumbra­
ba aunque ella no se lo propusiese, y que hacía que quien la
acompañaba, pareciese muy superior a lo que en realidad era,
por el mero hecho de haber logrado atraer junto a sí una mujer tan

385
fuera de lo común. Su rostro, tenía un atractivo natural sobre el
que el tiempo ejercería un día su influencia, pero nunca borraría
su extremada sensualidad. Al contrario de esas mujeres que pro­
vocan elogios pero no deseos, ella rezumaba pasión. Cada ges­
to, cada postura, todo era un ritual para Nat que, perdido y ensi­
mismado, no podía quitarle los ojos de encima. Tatiana se daba
cuenta y disimulaba con un juego de distracciones que parecían
situarla lejos de aquel lugar. Pero no era cierto. Sentía la mirada
sobre cada una de las partes de su cuerpo. Pero no le traspasaba,
ni le ofendía como sucedía con otras. Al contrario, resbalaba dul­
cemente por su anatomía agrandándola y cubriéndola de secretas
ternuras que sólo podía compartir con él.
Con los pronunciados cabeceos que daba la nave, los pies
de ambos casi se lanzaban a un baile inesperado. Pero los ojos
de los otros querían penetrar en sus vidas sin la menor esperanza
de que pudiesen comprender nada: empezaban a despegarse de
un mundo al que habían estado demasiado tiempo sujetos.

386
TREINTA Y CINCO

Toda la compresión de las mares contenidas por el Cabo de


Hornos se fueron diluyendo a medida que se alejaba de él. Las
olas recuperaron movimientos más armónicos y dejaron entre ellas
el espacio suficiente para que el Peregrino pudiera acomodarse.
El desordenado cabalgar del barco remitía, como también lo hizo
la angustia y el miedo del Comodoro. Y percibió el soplo del alma
cuando se siente libre, y palpó, con la punta de los pensamientos,
el vigor del espíritu cuando sobrevuela las contrariedades, y su
rostro, como espejo de sus sentimientos, se dulcificó en una con­
tracción que invadió sus ojos de un brillo inusitado.
La llegada de petreles y gaviotas revoloteando curiosos en
las proximidades de su palo le alegraron un poco, y le indicaron
lo cerca que estaba de tierra. Una mar oscura, casi negra, le
rodeaba. Sólo las desiguales pinceladas blancas de algunas cres­
tas rompientes la a cla rab a n , emitiendo viajeros destellos
desacompasados y profusos, que le daban la sensación de que
estuviese navegando por el interior de un cuadro impresionista.
Pero el profundo y seco terror experimentado le había dejado
firmes huellas en el rostro y en el alma. Las marcas externas qui­
zás eran las menos importantes; no había marino que no tuviese
la cara señalada por las arrugas, el salitre y el viento que pasó
por ella. Pero el daño en el alma era mucho peor; ese rastro sería
más difícil de limpiar; seguramente, permanecería y se haría cos­
toso vivir con él. A partir de ese momento iba a ser muy complica­
do conciliar el sueño sin verse sobresaltado por los ataques que
se acumulaban en su mente. La fatiga, la sed, el agotamiento y el
poso vacío de impotencia que deja el miedo cuando pasa, fueron
los variados estados de ánimo en los que cayó durante las jorna­
das que precedieron.
A medida que remontaba hacia el norte, las noches se alar­
garon de nuevo, aunque era incapaz de dormir una hora comple-

387
ta: las alarmas se atrasaban con respecto a su intuición. Al abrir
los ojos, siempre miraba por la popa tratando de encontrar algu­
na luz amenazante en su estela de plata. Pero no; las únicas seña­
les de vida que veía, correspondían a las reverberescencias del
agua o a los altivos petreles posados en las crucetas, que le obser­
vaban desde las alturas con displicencia.
Muchas veces, dejaba el plato de su parca comida junto
a la fogonadura del palo y esperaba atento la reacción del ave.
Cuando descendía, dejándose caer, mitigando su bajada con unos
leves aleteos, esperaba. Antes de comer, el animal le miraba inte­
rrogante. Al Comodoro se le escapaba un gesto de afirmación
con la cabeza, animándole a ello. Sólo entonces el veloz pajarillo
picoteaba una y otra vez los exiguos restos hasta que dejaba el
plato vacío. Terminado el festín, levantaba el vuelo y se alejaba en
el horizonte, no sin antes dar dos o tres pasadas sobre la embar­
cación.
-¡M e da las gracias! -decía el marino.
Tres meses en la mar, sin compartir ni tan siquiera uno de los
pensamientos o experiencias que había vivido, era realmente duro;
incluso para un hombre acostumbrado a sustentarse en su mundo
interior. Por eso, las relaciones con los petreles componían los
únicos actos sociales que un marino podía tener a mano. La más
pura de las amistades, decía: tú me alimentas y yo te hago compa­
ñía. El Comodoro notaba el calor que desprendía el cuerpo del
ave cuando se aproximaba a ella, y le reconfortaba. Eran dema­
siados meses de sentir solamente el agua, el frío y los vientos. Que
otro corazón palpitase cerca del suyo era todo un acontecimiento,
aunque éste perteneciese a un errante y viajero petrel. Y algo que
carecía de importancia en el mundo seco, tomaba allí un significa­
do especial. Los latidos de cuantos nos rodean, no pueden valo­
rarse hasta que alcanzas los límites de la soledad, sentía el marino
elevando su mirada hacia las raudas aves.
Siempre son estos pájaros los que acompañan a los nave­
gantes. Es como si quien dispuso el orden de las cosas los hubiese
colocado para ese fin. Ellos eran también los encargados de avi­
sarles de la proximidad a tierra, ai tiempo que lazos de unión con
el distante mundo al que ya casi ni pertenecía. No escuchar cada

388
día las canalladas de que se hacían eco los medios de comunica­
ción, era todo un consuelo y un descanso para cualquier concien­
cia que le doliese la maldad, el egoísmo y las conquistas materia­
les de unos pocos, aunque para ello tuvieran que ponerse al mun­
do, con todo el bagage de sentimientos y llantos con el que gira
en un puro clamor, por sombrero.
A pesar de que el viento seguía soplando fresco, la mar se
había ordenado hasta convertirse en una superficie navegable.
Sentía los Vientos Pamperos procedentes de las llanuras Argenti­
nas.
La cubierta había vuelto al orden, las escotas y drizas acla­
radas y colocadas sobre sus winches o cornamusas. La sensa­
ción de acomodo dejaba en él remansos de paz. Ese estado de
cosas le producían una cierta placidez. La cabina era ya otra
cosa, a excepción de la mesa de cartas, en cuyo interior los obje­
tos que la llenaban guardaban un perfecto y escrupuloso orden; el
resto era un auténtico desastre. Todavía quedaban trozos de comi­
da aplastada contra los mamparos de cuando se inundó el barco.
La verdad es que no había tenido tiempo para limpiarlo; ni tampo­
co demasiadas ganas.
Seguía racionando el agua hasta extremos de auténtica an­
gustia. De los chaparrones de las últimas semanas, había recupe­
rado un líquido, que al ser recogido por las velas, tenía un fuerte
sabor salado; lo guardaba en un bidón como último recurso. La
comida tampoco abundaba: latas con guisados que calentaba al
baño maría y pasta húmeda y blanda, componían todas sus exis­
tencias. Los últimos días apenas se acordó de comer. La tensión y
el miedo le revolvieron el estómago hasta quedar totalmente enco­
gido. Empezaba a notar el cansancio y la carencia de fuerzas que
le producía la falta de alimentos.
-Tengo que encontrarme bien por si vuelven a atacarme -decía
levantando la voz para reafirmar su pasable estado.
Después de tanto tiempo de no oírse, la entonación de sus
palabras le sonó ridicula; creía que había perdido fuerza.
Mientras estaba entretenido con sus juegos sonoros, un bri­
llo lejano marcó un punto en el quebrado horizonte. El Comodoro

389
miró repetidas veces para cerciorarse de que no fuese un juego de
luces y reflejos sobre el agua de la mar. El corazón le dio un
vuelco y su pulso se elevó hasta sentir los latidos en la cabeza.
Durante un rato navegó estremecido: no podía tratarse del barco
que le había perseguido; vio cómo su palo se precipitaba al agua.
Pero ... ¿Y si era otro enviado por la misma gente?
No se le ocurría ninguna estrategia para huir de nuevo. La
mar era manejable, al igual que el viento, lo que no le permitía
idear otro tipo de maniobra que le ayudase a escapar. ¿Qué
haría? Repetía. Su mente permanecía en blanco, fatigada y tortu­
rada por tantas preguntas como se venía haciendo los últimos
meses. Cuando la cabeza le iba a estallar de tanto sentir su impo­
tencia, advirtió que el destello procedía de un barco grande, cuyo
color empezaba a crecer lentamente por la banda de babor. Lo
observó unos minutos.
Entonces, gritó:
-¡Un barco mercante!
El petrel de turno que esperaba ansioso su comida, dio un
pequeño vuelo asustado por la potencia del sonido.
La nave fue aproximándose mecida por las olas. Una voz,
que salía de un megáfono, le preguntó si estaba bien y si necesita­
ba algo.
El les respondió que su estado era bueno y que necesitaba
millones de cosas, pero que las reglas de la regata en la que
participaba, le impedían recibir ayuda exterior.
Una bandera verde y amarilla, adornada en el medio por
una esfera terrestre, flameaba airosa al viento como rindiéndole
homenaje. La proximidad de tanta gente asomada en los diferen­
tes puentes del barco, le provocó el que añorase a los humanos;
pero sabía que era una enfermedad pasajera. En cuanto se mez­
clase de nuevo con ellos, y a los pocos días, desearía regresar a
su privilegiada soledad, en la cual, tenía tiempo de escuchar a su
corazón.
La distancia que le separaba del buque le impidió alargar
las explicaciones. Dio el nombre del barco, y le prometieron ra­
diar su posición a la Organización de la Regata. Después de acla­

390
rarles que su radio no podía emitir, se despidieron con saludos
efusivos y gestos que sólo pueden valorarse y sentirse desde la
inmensa soledad de la mar.

Serge Acetó recibió con alegría la llamada del mercante


testimoniando la posición y buen estado del Comodoro. Aunque
su destello luminoso así lo había indicado, siempre era extraordi­
nario comprobar que navegaban. Verse sujeto a los misteriosos
parpadeos de un artilugio situado a miles de kilómetros de altura,
era todo un acto de fe.
En la sala de prensa de la organización se escuchó un mur­
mullo cuando el director indicó el paso del marino junto a las
costas uruguayas.
La satisfacción fue aún mayor cuando anunció la posición
del francés Joubert: se encontraba atravesando la zona de cal­
mas ecuatoriales, pero al parecer lo hacía con relativo buen vien­
to.
Gaziello se había escapado de su inmediato perseguidor,
Devor. Y el ruso Petrovski, navegaba cincuenta millas detrás del
Comodoro, en tensa espera para adelantarle. Chrystele Lancelot
sobrepasaba al inglés Bood por más de cien millas a la altura de
las Islas Malvinas, y se acercaba al ruso con decisión.
El singular Volpe, el desenfadado italiano, iba a otro rit­
mo. Todavía se encontraba a más de mil millas del Cabo, sin que
su progresión pareciese importarle demasiado.
Acetó no había contado a nadie las peripecias que rodea­
ban a la singladura del Peregrino, ni las razones de los naufra­
gios. Así lo había establecido con el Ministerio de Asuntos Exterio­
res Francés y con los representantes de la CIA en París.
-Es una cuestión de sorpresa -le dijo un tipo alto y delgado que se
presentó como diplomático.
Pretendían desenmascarar a los soviéticos. Los desagrada­
bles discursos con amenazas incluidas que su presidente estaba
repartiendo ante las cámaras de televisión de medio mundo por la
participación de la OTAN en la antigua Yugoslavia, se verían aca-

391
liados en cuanto pudiesen demostrar la procedencia del plutonio
que llevaba el velero.
Como todo hombre de mar, claro y directo, al marino fran­
cés le estaba costando mucho ocultar ese estado de cosas. Por
eso, terminaba las conferencias de prensa en el menor espacio de
tiempo posible. Creía que, de esa forma, se le notaba menos todo
lo que ocultaba. Cuando llegó a su despacho recibió la llamada
urgente de Nat C lan cy. La voz se escuchaba distante y
distorsionada. El americano decía:
-Lo siento, no he podido cumplir con mi promesa.
-¿Qué quieres decir? No te entiendo.
-El Comodoro se ha hundido -dijo lacónico.
-¿Cómo dices?
-Que el barco del Comodoro ha naufragado.
-Acaba de llamar un buque mercante que ha estado hablando
con él. Se encuentra bien y regresando a casa.
-En el radar vimos cómo uno de los barcos desaparecía y pensa­
mos... ¡Joder!, me alegro que esté con vida, te lo aseguro -mani­
festó Nat cambiando la expresión de su cara.
-Una vez más ha escapado -fue la respuesta del francés.
Tatiana, complacida, jamás pensó que persona alguna pu­
diese dar un cambio tan radical. Era como si la mar estuviera
moldeando un ser distinto, que las olas y los vientos le hubiesen
dado una nueva conciencia. Desde que la rescató en Ciudad del
Cabo se expresaba con palabras tiernas. Se fijaba en los destellos
que provocaban las luces y en los variados tonos del cielo. Daba
importancia al anochecer; marcan pautas vitales irrecuperables,
le decía. Y se regodeaba contemplando y descifrando estrellas.
Un día, le dijo que, éstas, eran las que mostraban a los humanos
la pequeñez de sus miras y logros, y que eran muy pocos lo que
se atrevían a levantar la vista hacia ellas para reflexionar. Tatiana
estaba convencida de que era la primera vez que Nat se percata­
ba de la presencia de todas esas cosas. Hasta sus ojos estaban
cambiando: ahora había algo en ellos que sólo recordaba haber
visto en la mirada de aquellos marinos que repasaban sus velas
en el muelle de Les Sables D'Olonne, o en los semblantes de los

392
vagabundos de los mares con los que había conversado en Tierra
del Fuego. ¿Podía la mar cambiar de tal forma a un ser humano?
¿Sería verdad que el océano había ablandado los sentimientos de
Nat hasta el extremo de permitirle sufrir por el destino de otros?
Debe ser cierto que en los hombres de mar se dan los sentimientos
más puros y primitivos del hombre, se dijo: sobrevivir y amar a la
naturaleza con todas sus fuerzas, porque de ella dependen.
Clancy cortó la comunicación para que los militares de su
país no se percatasen de lo que Acetó le acababa de contar.
Intentaba dar un poco de aire al Comodoro para que descansara
y se alejase de allí a toda vela. Después, ya vería. Aún les queda­
ban dos días de navegación hasta Río Gallegos. Absorto, con la
mirada perdida y el micrófono todavía en la mano, no sabía la
razón, pero sentía una complicidad especial con el marino que
huía de sus enemigos manejando tan sólo telas y cabos. En el
fondo envidiaba su fortaleza y admiraba su saber. Ese era el ca­
mino, se dijo: ser fiel a uno mismo. Luchar por algo que sea la
consecuencia y el final de un reto personal, sin tener que convertir­
se en la meta de las ambiciones de otros. En esta jodida vida,
pensó, era conveniente volar con el ánimo y el pensamiento no
demasiado alto, para así poderlo hacer solo y por convicciones
propias. Por primera vez se introdujo en el mundo y en los senti­
mientos de la persona que le ocupaba en su trabajo. Los años
pasados en la Central de Inteligencia no le permitieron hacerlo
antes: o quizás, no había encontrado el detonante que le motivase
a realizarlo. Las gentes que cruzaron por su vida habían sido medios
para conseguir unos fines; meras comparsas pasajeras que, nor­
malmente, terminaba por despreciar al alejarse demasiado de ellos
en sus íntimas convicciones. Pero el Comodoro era distinto. Se
trataba de un ser indefenso que además de ponerse a prueba,
estaba dando toda una lección de coraje, y que podría ayudar a
otros, como estaba haciendo con él, a despertar sensibilidades.
Al igual que un maestro, el marino enseñaba el espíritu de supera­
ción y el compromiso de la única forma que podía hacerlo, mane­
jando cabos y velas. Resistiendo y aguantando el sufrimiento has­
ta cotas inimaginables.

393
Y al tiempo que Tatiana y Nat sacaban sus propias conclu­
siones, la mar les ayudaba regalándoles un anochecer memora­
ble, en el que el sol se apoyó un poco sobre las brillantes y alar­
gadas ondas de las olas. Lo hizo lo justo para dejar resbalar un
rayo verdoso que se propagó ante sus ojos tiñéndolos de ensoña­
ción.

394
TREINTA Y SEIS

En la CIA conocieron la noticia: el Comodoro se había sal­


vado; sus agentes en la capital francesa así lo confirmaban. Y
tenían muy claro que, a la primera ocasión, recuperarían el mate­
rial radiactivo del velero. Como era lógico, les importaba muy
poco que llegase o no a puerto, o que fuese descalificado; su vida
también era intranscendente.
Dudaron en encomendar a Clancy el asunto. Pero los mu­
chos años pasados en la Casa y los meses que llevaba en ello, le
acreditaban como el más idóneo. Nat recibió la orden con rabia,
aunque no con sorpresa; conocía muy bien los métodos de sus
colegas y sabía que no abandonarían su presa. La misión era
precisa: recuperar el plutonio a toda costa y a la mayor brevedad
posible. De momento, se lo ocultó a Tatiana para no intranquilizarla.
A esas alturas del periplo, al igual que él, deseaba que el Comodoro
terminase su navegación.
En el vuelo que les condujo desde Orlando a Washington
hablaron poco. Parecía que sus mentes, embarcadas por separa­
do con el marino, navegasen por lugares dispares en pos de sue­
ños diferentes.
Cupertino estableció el plan a las pocas horas de su llega­
da. Desde Azores, socorrido por los miembros de la base naval
que la Fuerza Aérea Americana tiene en esas islas, le intercepta­
rían. Recogido el paquete, y siempre que no les crease proble­
mas, le permitirían seguir su derrota.
Clancy dudó si contar sus órdenes a París: luego de pensar­
lo largamente, decidió no hacerlo.
-Estoy en Washington, he llegado hace dos horas - explicaba
Clancy.
-De momento no hay novedad: navega cerca de la zona de cal­
mas ecuatoriales -le dijo Acetó.

395
-¿Qué sabes del velero que intentó atacarle en el Cabo de Hor­
nos? -preguntó Nat.
-Las noticias son confusas. Esa parte de la Tierra está alejada de
todo cuanto rodea a la información. No obstante, un reportero de
France Presse y un miembro de mi equipo han volado a Río Galle­
gos para obtener noticias de primera mano.
-¡Oye! -interrumpió Nat cambiando el tono de su voz-, quería
comentarte una cosa.
-Tú dirás.
-¿Qué pasaría si le parásemos en secreto ¡unto a las islas Azores
y recogemos el paquete?
-Pues que le abríamos jodido bien jodido -le respondió Acetó sin
pensarlo.
-Nadie va a enterarse -trató Nat de justificar sus palabras sabien­
do que forzaba las cosas.
-Se enterará él; con eso será suficiente. Veo que todavía no com­
prendes la mentalidad de esa gente.
-No te creas, comien ...
-No, no terminas de hacerlo -le cortó-. Para un nevegante solita­
rio poco importa lo que piensen los demás de sus conquistas; vivi­
mos con lo que conseguimos para nosotros mismos. No tiene nada
que ver con los alardes de la vida en sociedad; ni siquiera con
otras gestas deportivas. En la mar, el marino tiene que estar orgu­
lloso íntimamente, no tiene a quien mentir o exagerar las dimen­
siones de sus logros. Sólo él sabe si de verdad ha superado la
prueba que se puso delante y se tuteó con la mar. ¿No lo compren­
des?
-Empiezo a hacerlo, amigo, pero he estado tan lejos de ese mun­
do, que todavía me cuesta recordar que existen palabras como
honor, dignidad y lealtad a unos ideales propios.
-Pues reflexiona. Ahora que has presenciado a lo que nos enfren­
tamos cuando navegamos alrededor del Mundo, acabarás por
entenderlo. ¿Crees que podríamos hacerlo si no estuviéramos sus­
tentados en nuestra propia estima? La mar se vive de forma dema­
siado dura y solitaria como para adentrarse en ella buscando sólo
reconocimientos y aplausos.
-Te aseguro que haré todo cuanto esté de mi mano por ayudarle,

396
pero sabes que trabajo para la máxima expresión del poder arbi­
trario -le respondió Nat con cierta resignación.
-Agradezco el hecho de que lo intentes. Yo también estoy someti­
do a presiones. De todas formas, cuando nos veamos, navegare­
mos juntos y así terminarás de comprender lo que trato de decirte
-concluyó Acetó.
Nat dejó el auricular lentamente y buscó a Tatiana con la
mirada. Esta, en la distancia, intuía la lucha que se estaba des­
atando en su interior. Se estaba convirtiendo en ese punto de refe­
rencia que todo hombre necesita cada día para apoyar en él sus
dudas, alegrías o zozobras; o para encontrar meros reconocimien­
tos. Los silencios de Tatiana, así como sus firmes ojos, empezaban
a ser verdaderas fuentes de energía para él.

Tirar la baliza Argos por la borda le produjo un alivio indes­


criptible. ¿Cómo no se había dado cuenta de que el artilugio
electrónico dibujaba en el aire su derrota?, se preguntaba. Había
sido un estúpido no haciéndolo antes. Sin ella, el Comodoro se
sentía más libre y ligero; era como si acabara de cortar el cordón
umbilical y naciese de nuevo a la vida expectante. Nadie podría
saber su rumbo con la precisión que hasta ahora lo venían ha­
ciendo; conocerían uno equivocado. Colocó la baliza Argos en
un trozo de madera que tomó de la caja del generador, y la dejó
flotar. La vio derivar hacia el oeste movida por los vientos Alisios.
Durante un rato leyó el grueso libro de instrucciones de la
baliza de emergencia como para encontrar la respuesta que le
ayudase a tomar una decisión: fuera la que fuese suponía asumir
nuevos riesgos. Se animó a conectarla, y confió en el buen juicio
de Acetó, que estaba al tanto de sus desgracias. Pero le quedaba
una duda: ¿advertiría por qué se había desprendido de la baliza
Argos? ¿Comprendería el sentido de accionar ésta? De todas for­
mas era cuanto podía hacer. Confiaría en Acetó y en su experien­
cia.
Un prolongado chubasco golpeó con fuerza contra la cu­
bierta limpiándola de sal y llenando los cubos que tenía colgados
de la botavara para recoger agua.

397
Las heridas y llagas que cubrían sus labios se resintieron
cuando pasó la lengua sobre ellas al pensar que por fin podría
beber.

Serge Acetó intuía que la CIA se la jugaría; no le cabía la


menor duda. Las palabras de Clancy parecían sinceras, pero él
sólo era un eslabón en la cadena. Por mucho que pretendiese
ayudarle, seguramente, se vería en situaciones que no podría con­
trolar. En la mesa de su despacho repasaba las cartas náuticas de
la zona por donde navegaban. El teléfono sonó. El controlador de
guardia le dijo:
-La señal del Comodoro se mueve hacia el oeste.
-¿Estás seguro?
-Lo estoy-afirmó quien le llamaba.
Acetó corrió a la sala contigua y observó la brillante panta­
lla en el lugar donde le señalaba el operario; efectivamente, el
destello se desplazaba al oeste.
Se quedó pensativo con los ojos perdidos sobre el cristal.
No podía ser. Sólo habían transcurridos cinco días desde la lla­
mada de Clancy, y el Peregrino todavía no navegaba junto a las
Azores.
-¡Serán cerdos! -juró-. No han podido esperar.
El operario le miraba sorprendido sin entender una sola
palabra de lo que decía.
-¡Bastardos! -exclamó con rabia.
Las letras de su insulto quedaron suspendidas en la sala du­
rante unos instantes.
El operario que trabajaba en la pantalla volvió la cabeza
sin saber a quién se refería.

-Espero Clancy que esta maldita historia termine pronto -así se


expresaba Cupertino mientras le entregaba una gruesa carpeta-.
Supongo que no será demasiado para usted detener a un desar­
mado barquito de vela -añadió irónico.
-N o, señor-dijo conteniendo su rabia.

398
-Contará con la ayuda de la Base de Azores para todo lo relacio­
nado con el transporte.
-De acuerdo, señor.
-Su avión espera en Dulles. ¿Le acompañará la rusa? -preguntó el
¡efe de Seguridad Nacional con cierto desprecio.
-Así la tendré controlada -contestó Nat para salir de la situación.
-No la pierda de vista. Aunque, será una carga para usted.
No lo sabe cuanto, pensó Nat al tiempo que salía del des­
pacho del poderoso personaje. En la antesala, entretenida con un
cuadro espantoso de diseño, ella le esperaba. Le vio llegar cabiz­
bajo, y comprendió que le estaban sometiendo a demasiadas pre­
siones. Ante la observación atenta de dos cursis secretarias cuyos
pelos eran idénticos a los de la famosa muñeca Barbie, no quiso
hacer ninguna manifestación de cariño que pudiera comprometer­
le; pero en su interior deseó abrazarle.
Tardaron poco más de cuatro horas en aterrizar en el aero­
puerto de San Miguel, en medio de una gran chaparrada. Dos
militares les esperaban a pie de un pista demasiado corta para
tomar tierra en ella con cierta tranquilidad.
Apenas dejaron sus bolsas en el hotel, salieron de nuevo
hacia la base americana. Un sonriente, y al parecer feliz coman­
dante, les recibió con esa desafección que tratan de inculcar los
militares americanos, aunque minutos después arrasen un pobla­
do repleto de mujeres y niños. El oficial puso a su disposición
helicópteros de diferentes clases: grandes, medianos, pequeños;
rápidos y lentos. Todo parecía estar dispuesto para interrumpir las
últimas millas del Comodoro.

Cupertino, que desconfiaba de las intenciones de Nat, y


que lo enviaba a las Azores para equivocarlo y mantenerlo entre­
tenido, mandó a sus fieles perros que buscasen el barco del
Comodoro. El Departamento de Defensa Americano recibía la señal
del satélite Argos con precisión, y estaba claro que no pensaba
comunicarlo a la CIA.
Los militares que acompañaron a Clancy en la fragata fue­
ron contundentes en su informe. Decían: «El agente Clancy está

399
influenciado por el solitario marino». Contaba las manifestaciones
que hizo cuando iban a su encuentro en el Cabo de Hornos, y las
formales promesas a un francés, director de la prueba en la que
participaba el velero.
-Este cabrón de Clancy no va a jugar con mi culo -decía Cupertino.
Al parecer la rusa lo ha amariconado -añadió utilizando un con­
currido grupo de palabras del argot con el que se expresaban
entre ellos.
-H ay que recuperar ese plutonio a toda costa -pedía el almirante
Sercof-. Los romanticismos náuticos tendremos que dejarlos para
otra ocasión. ¿Sabe, Cupertino? A mí también me gusta el mar y
admiro a esos solitarios, pero ahora que los Coreanos están fuera
del juego, hay que rematarlo poniendo en las narices de los idio­
tas del Kremlin el material radiactivo. Después, ya tendremos tiem­
po de navegar.

400
TREINTA Y SIETE

Una llamada de teléfono advirtió a Serge Acetó de que la


baliza de emergencia del Comodoro se había activado. Al menos
está vivo, pensó el francés cuando escuchó la noticia. Es posible
que haya lanzado la balsa salvavidas y derive en la Corriente del
Golfo. Pero, por otra parte, no tenía mucho sentido. Si le habían
atacado, lo normal era que lo matasen. La imprudencia de no
hacerlo la podían pagar cara. Durante un rato permaneció ante la
pantalla del Argos tratando de descifrar el misterio. Sólo era una
corazonada, pero como marino sabía que, especialmente ellos,
en la mar, vivían sustentados por sus instintos. Y si se trata de una
estratagema? Se preguntaba.
-jEso es! -susurró de improviso-. Ha tirado la baliza para que no
puedan seguir su rumbo; el Argos les llevará hacia una dirección
equivocada -añadió en alta voz-, Pero, entonces... ¿Para qué
acciona la de salvamento?
Ese hecho no le dejaba comprender lo que tramaba.
-¿Y si pretende que no emprendamos una minuciosa búsqueda
que lo delataría? Quiere decirme algo, de eso estoy seguro -mur­
muraba-; pero qué.
Acetó decidió llamar al Sarsat de Toulouse para que no en­
viasen el mensaje de socorro a los países de la zona. Argumentó
que había conectado por radio con el barco emisor, y que era una
falsa alarma. Dijo que, la baliza había caído accidentalmente por
la borda.
El ¡efe de la estación llamó a los servicios de salvamento
cercanos al posible siniestro. Les explicó el motivo de la alarma, y
dejó claro que no la tuviesen en cuenta.
Por la noche, caminando por Monmatre, entre las estrechas
callejuelas en las cuales los restaurantes perfumados de finas vian­
das se aprietan unos contra otros, y las destartaladas tiendas de
libros cerradas con ese glamour que sólo logran las librerías de la
Capital Francesa, esparcían su rancio olor a moho y a volátiles

401
palabras, Acetó se preocupaba por la decisión que había toma-
do. ¿Y si estaba a la deriva? ¿Y si era cierto que había naufraga­
do? El sería el responsable de su muerte.
-¡N o puede ser! -se convencía hablando solo y alzándose por
ello en el centro de atención de varios transeúntes que le miraron
con la extrañeza poco acentuada de quienes viven constantemen­
te rodeados de excentricidades.

Unos atenuados lamentos dejaban al descubierto que aún


quedaba alguien con vida. El Stanlager, empotrado entre dos pe­
ñas, había terminado su arrogante carrera.
La soledad absoluta de esas costas alejadas del mundo, no
permitieron que persona alguna advirtiese el fatídico final al que
lo condujo la imprudencia de su tripulación.
Los tres sobrevivientes se arrastraron durante varios días hasta
tropezarse con un mísero poblado de indígenas; aquellos que
Magallanes y sus hombres bautizaron con el nombre de patagones
por el tamaño de sus pies. Y fue el fuego que identificó a sus
tierras el único capaz de reanimarles un poco. Tenían heridas por
doquier: unas más graves que otras, pero todas sangrantes e in­
fectadas. La dieta de raíces y plantas a la que se vieron sometidos
durante varios jornadas, no les había sentado bien a quienes, por
otra parte, se alimentaban de forma sofisticada.
Yolande se dolía de la pierna derecha: algo muy pesado la
tuvo aprisionada durante varias horas. James y el fuerte mocetón
que controlaba las velas estaban llenos de cortes y magulladuras.
Los otros componentes de la tripulación habían desaparecido.
Aún tardaron tres días en llegar a un poblado que disponía
de un viejo Jeep, y que les condujo de regreso a Punta Arenas. Las
autoridades militares les atendieron con esmero y les procuraron
los medios necesarios para regresar a su país.
Tras describir su accidente como una fatalidad y someterse
a una revisión médica, les trasladaron a Santiago de Chile. Desde
allí volaron a Johannesburgo en un vuelo comercial con escala en
Buenos Aires.

402
Cuando estuvieron acomodados en el avión repasaron lo
sucedido. Hasta ese momento, aturdidos, confusos y enrabietados,
no habían nombrado el accidente.
-¿Cómo estás? -preguntó Verwoerd cortésmente.
-Bien: la pierna ya no me duele tanto -respondió la sudafricana.
Le paso la mano por los muslos dirigiendo sus dedos hacia
el pliegue de sus ingles, al tiempo que decía:
-De buena hemos escapado. Yo tuve la culpa -añadió-: ordené
forzar demasiado.
-Ya no tiene importancia. El hecho cierto es que el barco escapó.
Da igual quién tuvo la culpa.
-Demos por terminado el asunto; habrá otros negocios -concluyó
James.
-N i hablar; todavía podemos atraparle. No podemos abandonar.
Es nuestra recompensa.
-Nunca te das por vencida, ¿eh?
-Será que siempre lo he tenido más difícil que tú.
-Pero esta vez se ha terminado -le advirtió Verwoerd con un gesto
de autoridad.
Yolande acató de mala gana la decisión de su compañero.
Durante el resto del vuelo apenas hablaron.
Para sorpresa de ambos, el jefe Isman esperaba su llegada
acompañado por dos fornidos guardaespaldas. Verwoerd, extra­
ñado por su presencia, miró a Yolande con cara de preocupación.
El hombre de confianza que había recibido la orden de James
para que fuese a recogerles, encogió los hombros tratando de
expresar que él no sabía nada.
Con una mueca, Isman ordenó que le siguieran. En el inte­
rior de un Jaguar les dio la mala noticia:
-La operación se ha venido abajo. No sabemos lo que ha pasa­
do, pero Yerin y Shilov han sido entregados muertos a los soviéti­
cos. En Seúl, la gente de Pechinko interrogó al capitán del Mada-
gascar. Este les contó una historia que más bien parece salida de
la imaginación de un guionista de cine.
-¿Y el plutonio? -preguntó Verwoerd.
-No hay rastro de él. Según el capitán del barco, Yerin y Shilov lo
tiraron al mar cuando se vieron acorralados por los marines ame-

403
ricemos. Pero el problema es otro: los coreanos han pagado el
precio y de momento no tienen nada. Así que alguien tendrá que
poner ese dinero.
-Nosotros hemos seguido tus órdenes, no creo que se nos pueda
pedir más -respondió James.
-Eras el responsable de la operación. ¿Cuándo crecerás?, James.
¿No pensarás que voy a devolver un dinero que no he cobrado?
Nuestra parte la pagarían a la entrega.
-Los rusos sabrán dónde está.
-¿Qué rusos, James, qué rusos? Están muertos, a ver si te enteras.
-Yo no tengo esa cantidad.
-Pues tendrás que buscarla -le amenazó Isman.
-¿De cuánto se trata? -preguntó nervioso Verwoerd.
-Un millón de dólares.
-¡Joder!
-Lo tenemos -intervino Yolande-, Todavía queda un barco nave­
gando. En él, viaja un kilogramo de ese material.
-Lo sé: para eso ha venido el comité de bienvenida. Quiero pen­
sar que este repentino viaje, del que a! parecer regresáis muy
cansados y magullados, ha sido para defender los intereses de
nuestra sociedad.
-N o es lo que tú crees -trató de explicar James.
-Me da igual. ¡Escucha amiguitoh sólo te lo diré una vez: recupe­
ra ese cargamento y habremos saldado nuestras cuentas. De no
hacerlo, te pondré en manos de los coreanos. No sabes cómo se
las gastan con aquellos que les dan por el culo.
Yolande y James no pudieron conciliar el sueño en toda la
noche a pesar de la acumulación de cansancio que traían. Sobre
una carta de navegación pretendían encontrar el lugar idóneo
para actuar. Pero la verdad era que, los lugares desde donde
hacerlo, se les iban terminando. Quisieron hacerse con un equipo
de rastreo de satélites como el que habían perdido en el naufra­
gio. Quien podía proveerlo, tardaría unas semanas en conseguir­
lo, y no tenían ese tiempo.
Una llamada al periódico deportivo L'Equipe les advirtió de
la progresión de su enemigo. Los últimos datos facilitados por la
organización le situaban cerca de las islas Azores. Y aunque Acetó

404
emitía el parte cambiando la verdadera posición del Comodoro,
siempre estaba obligado a dar una para la tranquilidad de fami­
liares y seguidores.
Las costas españolas eran accesibles. Cesar, su contacto
gallego, les podría ayudar; pero pasaría muy alejados. Tenían
que encontrar un lugar cercano a su derrota y de vigilancia relati­
va en sus fronteras.
-Mira esas islas -le señaló Yolande en la carta náutica.
-¿Y si esperamos a que llegue a Las Sables D'Olonne?
-No podemos arriesgarnos -prosiguió Yolande que, más entera,
había tomado el mando de la operación-. Puede haber encontra­
do el paquete y entregarlo según toque puerto. Debe ser antes. -
añadió.
-Las islas a las que te refieres se llaman, Jersey, y ..., sí, ése es el
lugar -afirmó James con rotundidad besándola después y recupe­
rando al instante ese infantil optimismo que le surgía cuando veía
una salida a sus problemas.
-¿Conoces a alguien en ellas? -preguntó Yolande.
-N o, pero en Londres están Chalmers Mackencie y Peter Pringle;
dos auténticos cabrones.

405
406
TREINTA Y OCHO

Nat Clancy sobrevolaba la isla Terceira en ruta a Faial, la


más occidental del archipiélago portugués de Azores. Unas nubes
finas y alargadas repletas de borreguitos cubrían su techo de
vuelo. El helicóptero apenas se movía cuando cruzaban los
intangibles trazos blanquecinos. El viento era moderado sobre la
superficie de la mar, lo que provocaba salpicaduras sobre ella
que nacían y morían en segundos, pero que dejaban la superficie
del océano decorado con un trasiego sostenido, sólo comparable
a la confusión de su ánimo.
El navegante del aparato miraba con atención su pantalla
de radar. Tatiana, esplendorosa, más segura de sí misma, volaba
ajena a todo cuanto le rodeaba absorta en sus pensamientos. Lo
que había cambiado su vida, pensaba. En apenas unas semanas
había pasado de ser una moscovita sumida en la nostalgia y en la
desesperación, a recorrer el Mundo junto al hombre que amaba.
Sólo aguardaba ya a que la aventura terminase para poder co­
menzar de nuevo, y que todo lo sufrido hasta ese momento, le
sirviese para encauzar sus emociones y alcanzar la necesaria es­
tabilidad y equilibrio requeridos para compartir la vida.
De vez en cuando Nat la retaba en la distancia interrogan­
te, como queriéndole preguntar si estaba bien. Ella le contestaba
con una coqueta expresión de sus ojos que era capaz de provocar
en él los deseos más fuertes; pero entre tanto uniforme no era el
lugar idoneo para sumergirse en intimidades, se decía. Ambos se
divertían con ese juego de sensualidades que se traían cuando
estaban acompañados. La sola presencia de ella, le daba a Nat
las fuerzas que, en ocasiones, le faltaban para hacer aquello que
debía.
El aparato describió una amplia curva y descendió. La villa
de Horta, contrapuesta a la de Magdalena en la isla del Pico,
resplandecía con las primeras luces del alba. El color blanco de
sus casas se teñía de púrpura por los efectos de un sol cercano

407
que nacía en el horizonte acuático en el que se reflejaban.
-Tenemos un velero a las diez -advirtió el piloto.
-¿Dónde? -preguntó Nat.
-¡Allí! -aclaró el comandante al tiempo que lo señalaba.
El blanco rutilante de unas velas destacaron sobre la oscu­
ra superficie por la que navegaba, teñidas también de los colo­
res dorados que siempre regala la mañana llenos de buenos pre­
sagios cuando las nubes no lo impiden. Se balanceaba armónico,
elegante, perseguido por un rastro brillante, que su casco y el aire
venían tejiendo en el agua ayudados por el despuntar del sol.
Desde las alturas parecía un pájaro que hubiese descendido con
las alas extendidas a posarse sobre las aturquesadas aguas de la
mar.
Fue la primera vez que Nat pudo contemplar el barco del
Comodoro. La descripción que tenía de él era precisa. Desde su
posición apenas podía distinguir las claras muestras de cansancio
que ofrecía su casco. Al contrario, desde allí el Peregrino parecía
fuerte y seguro. Nat lo contempló durante un rato sin decir pala­
bra. ¡Qué belleza!, pensó, y sobre todo, ¡qué libertad debería
sentir quien lo manejase!
Entre las velas apareció la figura de un hombre que saluda­
ba con la mano. Nat respondió al saludo ingenuamente, pero
enseguida se dio cuenta de su estúpida actitud y bajó avergonza­
do el brazo.
Tatiana lo apreció risueña, y comprendió la secreta compli­
cidad que, por unos instantes, había nacido en él. Pero cuando
contempló los preparativos para el abordaje, cambió la expresión
de su rostro. Esperaba que en cualquier momento Nat identificase
a la embarcación y procedieran a detenerla. Pero él seguía absor­
to mirando cómo la proa del Peregrino cabeceaba una y otra vez
al paso de cada ola. Mentalmente repasó las breves lecciones de
navegación recién aprendidas, y pudo entender por qué llevaba
las velas colocadas a un lado en función de donde soplaba el
viento. Era un crimen enjaular a un pájaro tan hermoso, pensó. La
magnificencia que desprendía sería sólo el preludio de lo que
debía sentir quien lo gobernaba y lo hacía desplazarse a su anto­

408
jo. Y comprendió al fin que, era más importante el puro anhelo de
un hombre empeñado en una lucha desigual, que todos los sucios
intereses mundanos.
Todos en el aparato esperaban que Nat hablase, pero pare­
cía que la identificación del barco no iba con él, que alejado y
distante, miraba a un lugar diferente.
De súbito, Nat descubrió que lo que veía no era un ensoña­
dor paisaje formado por agua y un velero surcándola entre nubes
algodonosas: fue entonces cuando pudo advertir el alo y la esen­
cia que rodeaba a una navegación como aquella. Por primera
vez apreció las sensaciones que el marino debía experimentar, y
se transportó con el pensamiento: embarcó con el Comodoro y
escuchó sus cuitas, sus desgracias. Y entendió el severo código al
que se someten quienes surcan la mar en soledad, e hizo suyos los
principios que les mueven a hacerlo. ¿Cómo iba él a convertirse
en el verdugo de algo que comenzaba compartir?
Cuando más ensimismado estaba con la filosofía que le ha­
cía ver sobre la mar algo más que un solitario velero, el piloto
preguntó:
-¿Es ése el que buscamos?
Tatiana le miró, dejando escapar de su rostro la preocupa­
ción que sentía por el destino del marino. Pensó que allí se termi­
naba el breve coqueteo que Nat había venido manteniendo con el
romántico mundo de las velas.
-Es ése -insistió el piloto.
-No -respondió con sequedad.
Nat había tomado una decisión arriesgada pero por prime­
ra vez era suya: Lo dejaría volar a su destino para que pudiese
cumplir su sueño. Era lo menos que podía hacer por quien tanto
estaba cambiando su vida.
-¿Está seguro?
-Completamente -afirmó de nuevo volviendo el rostro hacia ella.
Tatiana le regaló una sonrisa que dejó ridiculizada la sen­
sualidad y el misterio que puede desprenderse de la famosa
Gioconda.
Para Nat fue el mejor premio que pudo recibir. Detrás de
esa enigmática sonrisa supo que aún tenía que descubrir infinitas

409
sutilezas, que si las ganaba, les podría acercar hasta convertirlos
en uno solo. Y si eso se producía sobre un velero, las sensaciones
podrían elevarse hasta alcanzar la sin razón.
Después de una hora de sobrevolar las apartadas Islas At­
lánticas, regresaron a la base. Continuarían al día siguiente. Des­
de un teléfono Nat habló con el ¡efe Cupertino. Sólo fue capaz de
decir:
-No hemos tenido suerte, señor. Mañana peinaremos de nuevo la
zona.
Cupertino le deseó suerte para el día siguiente esbozando
una malvada sonrisa.

Al ver el helicóptero militar sobre la perilla de su palo, el


Comodoro se animó un poco. Al menos me protegen, pensó. No
pasaba por su mejor momento. La cercanía de las islas Azores le
trajeron recuerdos de anteriores navegaciones; pero no lo hacía
en las mismas condiciones, ni su ánimo era el de entonces. Dos
días sin apenas beber agua le tenían deshidratado. Y para comer,
sólo dos exiguas latas de atún habían compuesto su dieta. Entre la
bruma de la mañana miraba los picos de las islas, temeroso de
que la pesadilla sufrida por los ataques se repitiese. Eran ya po­
cas las millas a navegar. Creía que podría soportarlo.
Las emisiones por la radio se habían hecho más claras y
frecuentes. La voz de Acetó le animaba a resistir con cálidas pala­
bras. También confirmó que el marino francés entendió el mensaje
cuando accionó la baliza de emergencia; ahora, sólo él conocía
su derrota. Y lo que para el Comodoro siempre había sido un
privilegio, vagabundear por los mares del Planeta, comenzaba a
convertirse en una lenta agonía que se alargaba al igual que lo
venían haciendo los senos del Atlántico. No veía el momento de
arribar, de abrazar a sus seres queridos y de refugiarse por unos
días en las montañas, en las cuales el color verde fuese el único
protagonista en unos cansados ojos que, cada vez que los abría,
solo eran capaces de ver diferentes tonos azulados y grises. Pero
su férrea convicción le seguía guiando por la mar como la Estrella
Polar lo hacía con él. Una y otra vez lograba salir de los pensa­

410
mientos que no le eran propicios y los sustituía por deseos
desdibujados detrás de la apariencia de los sueños.

Acetó seguía las evoluciones del Peregrino ¡unto a los bar­


cos que restaban por llegar. Joubert ya lo había hecho para el
delirio de los franceses que le dieron una merecida y calurosa
bienvenida. Gaziello y Devor arribarían tan apretados como ha­
bía sido la regata para ellos. Parecía que el monegasco lograría
la segunda plaza. Detrás lo haría el Comodoro, el eje de sus pre­
ocupaciones. Era sorprendente que aún siguiese en regata y ocu­
pando esa extraordinaria posición; aunque el ruso Petrovski casi
le había dado alcance.
Desde que hacía unos días vio cómo progresaba la señal
luminosa de su barco, comprendió que había acertado en su arries­
gada decisión de no permitir su búsqueda: el Comodoro navega­
ba de regreso y lo hacía veloz. Pero él había avanzado unos años
hacia la vejez conteniendo tanta angustia solitaria.
Acababa de regresar de Les Sables D'Olonne de la gran
fiesta que le habían dispensado a Joubert, y esperaba impaciente
la llamada de Clancy. Le invadía un cierto sentido de culpabilidad
por haber dudado de él cuando la baliza Argos del Comodoro
cambió de rumbo. A eso de las ocho le pasaron la llamada de un
tal Clancy; un extranjero, le dijeron. Acetó preguntó apresurado
en inglés nada más colocar el aparato en su oreja:
-¿De dónde llamas?
-De la costa inglesa; de un lugar llamado Brighton. Tu portátil, al
parecer, está desconectado.
-Lo olvidé en Les Sables. Oye, Clancy, creo que debo disculpar­
me. Pensé que...
-N ada de disculpas, sé lo que pensaste, y no te lo reprocho. Toda­
vía no he terminado de asimilar por qué lo hice.
-Yo hablaba de... Pero, ¿qué hiciste? -preguntó desorientado.
-Dejé marchar al Comodoro.
-¿Le viste?
-Le sobrevolamos unos minutos; no tuve valor para detenerlo.
-Yo creo que fue lo contrario: has tenido el coraje de dejarle se­
guir.
-Lo que sí puedo decirte es que la decisión me sentó bien. Jamás
pensé que mi vida de agente secreto terminaría atrapado en emo­
ciones ajenas.
-Creo que, ahora, sí has comprendido la elemental filosofía que
rodea a todos cuantos surcamos los mares; somos una gran fami­
lia.
-Será eso, amigo, aunque reconozco que debo profundizar en
ello. Pero, dime, ¿qué novedades tienes?
-Fundamentalmente una y no muy afortunada por cierto, aunque
tú ya la sabrás. Recuerdas el barco que trató de abordarlo en el
Cabo de Hornos...
-¿El Stanlager?
-El mismo. Han aparecido tres tripulantes; no saben sus nombres.
La Armada Chilena lleva el asunto con mucho secreto; pero el
hecho cierto es que tres se salvaron. Al parecer, ha sido la CIA
quien los ha localizado.
-¿Seguro que han sido ellos? -preguntó Nat nervioso.
-Eso me han dicho.
-Aquí ocurre algo raro. Ayer hablé con Central y nadie me dio
esa información.
-Pues debes estar alerta.
-¿Qué sugieres? -preguntó Nat desconcertado por la noticia.
-Que le sigas protegiendo. Te contaré un secreto -dijo sabiendo
lo que arriesgaba-. El Comodoro ha utilizado su baliza de emer­
gencia para no ser localizado. Su receptor Argos navega hacia el
oeste, pero él, como has visto, vuelve a casa; sólo yo tengo su
frecuencia.
-¿Así que no pueden localizarlo?
-No se me ocurre otra forma que no sea volando todo el maldito
océano. Aunque, seguramente, alguien volverá a intentarlo;
ahora tiene más enemigos. Tenemos que pensar en dónde tratarán
de hacerlo.
-No existen mucho lugares ya: Inglaterra o España.
-Sí, pero desde dónde.
-El problema es que ya no puedo contar con el Pentágono y sus

412
costosos juguetes. Les he dicho que sigo buscando. Están decidi­
dos a interceptarlo a toda costa. Ahora entiendo la amabilidad de
Cupertino. No sé cuánto tiempo tendré.
-¿Te apartarán del caso?
-Ya lo han hecho, estoy seguro. Estarán persiguiendo la baliza. A
mis colegas les importa un huevo tu regata, sus ideales, la vida del
Comodoro y todo lo que no sea salirse con la suya.
-¡Tienes que evitarlo! -le rogó el francés.
-No sé cómo. ¿Cuántos días crees que tardará en llegar?
-Según nuestros cálculos, y si sigue el viento del oeste que viene
impulsándole, aproximadamente tres.
-Veré lo que puedo hacer. ¿Sabes, amigo?, se me acaban las
escusas.
-Bueno, cuando te echen de la CIA, siempre tendrás un puesto de
trabajo con nosotros. Ahora eres un experto en regatas, y creo
que un marino en potencia.
-No sabes cuánto; te llamaré mañana -concluyó Nat sonriendo.

413
414
TREINTA Y NUEVE

El hambre y la sed le torturaban hasta extremos jamás sen­


tidos. El cuerpo, que no quería perder todas sus reservas, le pedía
constantemente alimentos, sin que el Comodoro pudiera hacer nada
por remediarlo. Sus tambuchos y pañoles estaban vacíos. Había
repasado cada rincón del barco tratando de encontrar esas cosas
olvidadas que siempre quedan en toda embarcación. Pero no tuvo
suerte; ni tan siquiera las repugnantes cajas con alimentos
liofilizados. Calculaba poder aguantar hasta puerto si el viento
seguía soplando fresco por la aleta. Cada vez le quedaban me­
nos fuerzas, y el sólo hecho de pensar en hacer nuevas manio­
bras le atormentaba. La falta de vitaminas estaba haciendo estra­
gos sobre su piel, y la deshidratación que padecía, en ocasiones
le incitaba a ver visiones. No podía comprender cómo de lo que
antes podía sacar entretenimiento y compañía, se habían conver­
tido en objetos inanimados que, según a la hora que los contem­
plase, le provocaban unos u otros temores. Dos noches seguidas
se asustó con la sombra del palo al desplazarse por el efecto de
unas nubes que se interpusieron en el camino de la luna. Y la
apacible senda de plata que antes le hacía soñar y dislocarse, se
transformó en un aterrador sendero plagado de peligros, en el
que las crestas de las olas se convirtieron en feroces animales que
le acechaban. Y, aunque el Comodoro sabía que eran alucinacio­
nes, producto de su debilidad, sufría amargos momentos cuando
estaba inmerso en ellas.
Quizás, cuando me aproxime a la meta, se decía, en un
soliloquio apenas audible regresen esos sentimientos que antes
me embargaban.
Alguna otra vez había llegado a padecer la hartura, siem­
pre pasajera, que produce el océano cuando se navega de segui­
do, pero jamás con la intensidad con la que ahora lo hacía.
El color de las velas se había transformado en un tono oscu­
ro que distorsionaba el bucolismo que siempre desprenden los

415
veleros. Y el otrora brillante y pulido casco, aparecía repleto de
ronchones y despintados, dándole el aspecto de un ave herida.
Pero lo que de verdad estaba roto en esa conjunción de metales,
tela y carne, era su ánimo. El era el verdadero perdedor entre
todos esos materiales. Recomponer su barco sería cuestión de días,
al igual que sus velas, pero su corazón y sus sentimientos no te­
nían repuesto; había sufrido demasiado. Iba a ser una ardua ta­
rea en la que por una vez en su vida tendría que recurrir a los
otros para lograrlo. Ya no le serviría su férrea voluntad, ni su espí­
ritu inquebrantable de hombre de mar. Debería refugiarse en los
brazos de sus personas amadas para entre todos mecerlo, acu­
nándole el alma para sacarle las angustias, el terror y cuantos
resquicios le quedasen de una gesta que, casi había quebrado los
límites de alguien, que apenas se dio cuenta que los tenía.
Nada como el cuerpo de una mujer para encontrar de nue­
vo los anhelos perdidos. Ninguna medicina mejor que los besos
para transmitir en silencio y de un sólo golpe su regreso a la
condición de hombre, olvidada y perdida al rozar los límites de lo
soportable.
Cuantos miedos quedaron en la estela del Peregrino a medi­
da que avanzaba: había regado todo un océano de ellos. Y sería
tan difícil poder narrarlos, que prefirió silenciarlos. Con él mori­
rían muchos secretos que no sabía cómo acomodarlos en su inte­
rior. La mente humana está entrenada para sobrevivir, por eso nos
esconde las cosas cuando sobrepasan el límite de lo soportable,
disertaba el Comodoro que se empeñaba en encontrar una expli­
cación a su continuada agonía en pos de... En realidad, para
qué. Pero en el curso de la constante zozobra de sentimientos que
otorga la vida, había preferido aferrarse a su soledad y sujetarse
solo. Y ahora no se quejaba, y no lo hacía, porque había sido el
camino escogido.
Su cansada vista oteaba el horizonte en busca de enemi­
gos. Los barcos con los que se cruzaba su derrota eran pacíficos
pesqueros que vaciaban la mar con razones o sin ellas, o atolon­
drados mercantes en busca de su destino de dinero.
Durante esa tarde el cielo se fue oscureciendo hasta alcan­
zar tonos realmente macabros: desde luego que no presagiaba

416
nada bueno. En unos minutos los truenos comenzaron a retumbar,
y los rayos siguieron a los ruidos, dibujando con sus trazos que­
brados, enloquecidos cuadros del más peculiar de los estilos. Res­
tallaban cerca electrizando la superficie de la mar y la hacían
hervir. Daba la impresión de que millones de peces fluorescentes
se habían concentrado bajo ella.
El Comodoro miraba con cierta preocupación la galleta de
su palo. Si los rayos siempre buscan las partes más elevadas, en
aquella soledad plana e interminable el único que se alzaba era
el suyo. Los latigazos eléctricos se sucedían anunciados por po­
tentes truenos. Era como si toda la furia del firmamento se empe­
ñase en humillarlo.
Durante la tormenta, el viento se detuvo por completo, y las
velas, flamearon mecidas más por la expansión de los ecos, que
por los movimiento del aire. Cada vez que un nuevo rayo resplan­
decía en el quebrado horizonte, las nubes variaban de tono y
permitían que el marino abriese un poco más sus entornados ojos.
Las cascadas de tonalidades grisáceas que desprendía en esos
momentos el cielo, dejaban humillada a la más completa gama de
colores. Eran matices nunca vistos que se reservaba el cielo para
sí, y que sólo los marinos pueden ver, seguramente, como premio
al coraje de vivir la tormenta en la mar. Pero la naturaleza se
vengaba después no permitiéndoles reproducir aquellos tonos que
sus ojos habían contemplado. Era una forma de humillación para
enseñarnos que no todo lo que se nos antoja podemos hacerlo
nuestro.
Y mientras el cielo explotaba ante sus ojos, el Peregrino se
mecía paralizado por el miedo. Los chasquidos cruzaban sobre su
jarcia con una sutileza tan exquisita que, con el tiempo, cuando su
corazón se acompasó con los intervalos entre los ruidos y las lu­
ces, disfrutó viendo el espectáculo.
La falta de fuerzas, provocada por el hambre y la sed, le
hacían vivir sus últimas horas a bordo con ansiedad. Ni siquiera
los rayos le acobardaban. Llegar era su única obsesión.
Entre los clamores de la tormenta, por babor, apareció el
palo de un velero.

417
—jPetrovski! -exclamó en alta voz. Al menos ahora los rayos ten­
drán la opción de escoger a cuál de los dos barcos fulminan,
pensó con humor.
Bajó a la mesa de cartas, y advirtió que el piloto rojo de su
baliza de emergencia estaba apagado. Había estado demasia­
das horas encendido.

Dos miembros de la CIA, disimulados detrás de la inocente


apariencia de jugadores de golf, ataviados con estrambóticos
pantalones de cuadros, esperaban en el aeropuerto de Heathrow
la llegada de Yolande Potgieter y James Verwoerd. El agente
Hutman, desde Sudáfrica, había confirmado su embarque en el
vuelo 731 de British Airwais.
Nat Clancy recibió la llamada en la habitación de un pre­
cioso hotel Victoriano, situado ¡unto a la playa de Brighton. Sumi­
do aún en los efectos del sueño, descolgó el auricular y preguntó:
-¿Sí?
-Nat, Robert Leckie al aparato. Tus amigos han aterrizado sin
novedad. Esperan la salida de un avión con destino a las Islas del
Canal.
-¿A qué hora llegarán?
-N o lo sé, despegarán a las siete. Creo que el vuelo dura poco
más de treinta minutos.
-Te la debo; pero te ruego que no transmitas a la Casa nada de
esto.
-Descuida, Nat, hoy por ti...
-G racias, amigo -y colgó el aparato sin hacer ruido.
La persistente lluvia que golpeaba los cristales de su ventana
le daban a la mañana un acentuado carácter romántico. Se volvió
en la cama y contempló el sensual rostro de Tatiana, que divaga­
ba entrelazando pensamientos y sueños que daban un tono espe­
cial a sus ojos. Unos leves movimientos de sus labios, cuando tra­
taron de hablar, hicieron que Nat se excitase y los sellara con un
largo beso. Sirvió para abrir sus cuerpos y lanzarlos por una pen­
diente en la que el final no tenía límites. Gimieron al ritmo del

418
agua al repiquetear sobre los vidrios y, al igual que ellos, se moja­
ron en cálidos abrazos mareados de placer. Sus manos y sus de­
dos se convirtieron en emisarios de sus sentidos, apreciando a
través de ellos las naturales redondeces de sus cuerpos y la tersura
de la piel. Era como robar la esencia del otro, como si con la
penetración se entregasen y culminasen todas aquellas cosas que
ni las palabras y los deseos pueden transmitir. Sus lenguas, mucho
más ávidas, degustaron el sabor húmedo de los besos, y aprecia­
ron la sal que desprenden los cuerpos cuando se dislocan. Y era
ese sentido de posesión que siempre ha dominado a los hombres
y mujeres, el que propiciaba la cadena de sobrecogedores orgas­
mos que experimentaban. Con los ojos entrecerrados miraban los
gestos de ese otro ser ajeno a él, que le permitía retornar a los
principios de la vida y extraer el placer más exquisito y puro, que
sólo los hombres hemos denigrado con estúpidas teorías ajenas a
lo que de por sí significa esa radiante concesión a los sentimien­
tos.
Fueron tales los desatinos cometidos y las pasiones que qui­
sieron doblegar, solía decir Nat, que incluso algunos, en nombre
de su propia perversión y estupidez, terminaron por hacerlo peca­
do. O lo que es lo mismo,'prohibido.
¿Cómo iba una conducta humana, por una vez elevada al
grado más puro de la sinceridad y la entrega ha convertirse en
una falta? Pensaba Tatiana.
-Han sido tantos y tan variados los aspectos de la vida que han
querido marcarnos que, incluso el amor, ha sufrido sus consecuen­
cias; pero siempre escapó de las imaginarias ataduras a las que
algunos quisieron someterlo. Por eso nuestra historia está tan re­
pleta de amores que saltaron sobre las barreras de la intolerancia,
que terminaron por hacerlo grande -le decía Nat en un susurro-.
Se da especialmente en los marinos: su rabiosa libertad la adere­
zan con historias de amor aún más libres y variadas.
Tatiana sonrió y cubrió su cuerpo con sus brazos tratando
de hacerlo aún más suyo. Nat se estaba acercando a ellos con el
cuerpo y con el alma, pensó para sí.
Luego que el amor les hubo cargado de las energías sufi­
cientes para continuar, se desperezaron durante unos instantes.

419
Nat llamó a recepción para conocer el horario de los transborda­
dores que realizaban el trayecto con las Islas Jersey. Tatiana quiso
convencerle de que su compañía era necesaria, pero él no se lo
permitió.
-A partir de hoy vivirás alejada de todo esto. Mi acentuado ma-
chismo no me permite que me superes en el trabajo -dijo Nat
sonriéndole, pero dejando en ella la preocupación y el miedo-.
Mañana estaremos libres de todas estas ataduras, te lo prometo -
añadió besándola de nuevo.
Segundos después estaba en la ducha. Tomaría el barco de
las tres. Llamó a la Central en Washington para dar novedades. Le
dijeron seca y cortantemente que había sido relevado del caso;
que regresase.
Nat sintió que se le helaba la sangre. Unas horas más y lo
habría conseguido. Decidió seguir adelante. Nadie le había pro­
hibido que siguiese a los sudafricanos. Y si ellos le llevaban has­
ta... Pero, qué más le daba ya; éste sería su último servicio.
-Lo que me temía que iba a pasar, ha sucedido -anunció Nat
apesadumbrado-, me han apartado del caso; ya es oficial.
-¿Y qué harás? -preguntó el francés Acetó.
-Continuar. Tengo localizados a los sudafricanos; seguramente le
abordarán a la desesperada.
-A mí me preocupa más tu gente -observó Acetó.
-Llama al Comodoro por radio, y adviértele de la posibilidad de
que helicópteros, camuflados bajo la apariencia de unidades civi­
les, pretenderán detenerlo. Díie que navegue, que escape mane­
jando las velas como sólo él sabe hacerlo. Yo me ocuparé de los
sudafricanos.
-Así lo haré, amigo. Cuídate.
Acetó le ocultó a Nat, con la sola intención de no agobiarle
más, que la baliza del Comodoro había dejado de emitir.
-Nos veremos en Las Sables D'Olonne. No sé cómo llegaré, pero
allí estaré.
-G racias, Clancy, los navegantes estaremos siempre en deuda
contigo -afirmó el francés un tanto emocionado.

420
-Me lo cobraré, descuida; tendréis que convertirme en uno de los
vuestros.
-Será coser y cantar: tienes la madera, y eso es lo más importan­
te.
Tatiana le besó largamente como queriendo dejar impresos
en sus labios todas las palabras que la emoción y el miedo no le
permitían transmitir.
-Mañana nos veremos en Les Sables. Ponte esas medias rojas que
tanto me gustan. Te prometo que será una noche especial -asegu­
ró Nat antes de embarcar.

Un helicóptero blanco cruzado por una franja anaranjada,


recorría el cielo del Golfo de Vizcaya con todos sus sistemas de
alerta y búsqueda conectados.
La tarde iba tocando a su fin y los nubarrones que cubrían la
mar, adelantarían el crepúsculo. Cuatro personas oteaban las
aguas incansablemente sin obtener ningún resultado. Cuando en­
contraron la baliza Argos del Comodoro, flotaba arrastrada por
el Alisio cerca de las islas Bermudas. No era fácil saber qué había
ocurrido, como tampoco lo fue para los satélites de rastreamiento
militar que el Pentágono había puesto a su disposición. Detecta­
ron una señal solitaria que llamaba pidiendo ayuda, y que, al
parecer, nadie atendía; pero había dejado de emitir hacía unas
horas.
Sobrevolaron tres veleros: ninguno de ellos correspondía a
la identificación dada. Cuando estaban a punto de dar por termi­
nada la búsqueda por ese día, divisaron el barco descrito. En su
casco aparecían con claridad las letras que componían, Peregri­
no.
Descendieron hasta situarse sobre la perilla del palo y trata­
ron en vano de hablar con él emitiendo por el canal dieciséis. Con
un megáfono le ordenaron detenerse; su tripulante no obedeció.
Con los patines de la aeronave le intimidaron, colocándolos
sobre el palo y empujando sobre él. El velero nataba la embes­
tida de aquel bicho volador, y se balanceaba a una y otra banda

421
con el peligro de que, en una de ellas, se enredasen las diferentes
partes de su jarcia en los patines.

Nada más escuchar el estruendo de sus rotores, el Comodoro


entendió que era a él a quien buscaban.
No supo cómo lo hizo, pero sacó fuerzas y se aprestó a
luchar. Recibía el viento por la aleta y navegaba a más de quince
nudos: una buena velocidad para ponérselo difícil, pensó. Tendría
que esquivarles durante treinta o cuarenta minutos tan sólo; la luz
tocaba a su fin y la noche protectora le cubriría al menos hasta la
mañana siguiente. Sabía por Acetó que pretendían recuperar el
paquete. Aunque también, podía tratarse de sus viejos enemigos
del Océano Austral.
Izar un spinnaquer en su estado fue todo una heroicidad,
pero el Peregrino como siempre que le azuzaba, sintió la vela en
sus entrañas y despegó de súbito ganando varios nudos. El
Comodoro manejaba la escota y la braza con la movilidad de un
robot: apenas sentía lo que le transmitían los cabos, pero daba lo
mismo, el velero volaba sobre el agua perseguido por un siniestro
pájaro que no podía creer lo que veía.
Cuando el hombre colgado de un arnés trataba de alcanzar
la jarcia, el Comodoro metía el tangán unos centímetros, cazaba
la escota, y el velero salía orzando a una increíble velocidad.
Para aderezar su desgracia de mayor sabor, el Glasnost, el
velero de Petrovski, le alcanzaba con rapidez. El ruso, en la dis­
tancia, no entendía nada de lo que sucedía. Era inusual ver un
helicóptero volando tan bajo sobre la perilla del palo del Comodoro.
Estos fotógrafos, pensó, lo que tienen que hacer para ganarse la
vida.
La llegada de la noche puso fin al agotador juego. Durante
otra hora le intimidaron con sus focos, pero el marino orzó y arri­
bó cuantas veces fue preciso, alejándose de ellos.
El ensordecedor ruido del motor comenzó a perderse en la
distancia. Largó la última driza de proa libre, y el balón voló con
ella: no tenía fuerzas para recogerlos. Tumbado sobre la mesa de
cartas recobró el aliento. Dos sorbos de agua fue todo el

422
premio que pudo recibir a su titánico esfuerzo. Pero ei Peregrino
siguió en la noche su solitaria cabalgada acercándole a su añora­
do destino. En la penumbra, el Glasnost, se emparejó con él. El
Comodoro vio sus luces de posición. Un gesto de rabia llenó su
fatigado rostro. Si el viento sigue así, mañana al atardecer llega­
ré, se dijo, antes de quedar profundamente dormido sobre la car­
ta de navegación.

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424
CUARENTA

Naf nadaba entre los remolinos que producían las hélices


del transbordador. Desde que saltó al agua, y a pesar de sus
denodados esfuerzos, no lograba separarse de ellas. Se quitó los
zapatos y el abrigo. Liberado del peso que suponían las prendas
mojadas, comenzó a moverse mejor. A medida que se alejaba del
buque, notaba cómo la succión decaía y le liberaba; fue entonces
cuando realmente pudo nadar. En la lejana oscuridad veía la popa
de la embarcación en la cual Yolande y James habían embarca­
do. Cuando apenas le faltaban cincuenta metros para alcanzarla,
escuchó el estruendo de sus motores; le sobrecogieron. Aceleró el
ritmo de sus brazadas hasta extenuarse. Parecía que la nave
estaba en marcha y no iba a llegar. Si no lo lograba, su trabajo de
tantos meses habría sido en vano.

En Washington estaban indignados con la actuación de


Clancy. Nadie entendía qué le había pasado. Hasta el momento
había sido un firme baluarte para la Agencia y un fiel servidor de
los intereses de su País.
-Ha debido ser esa rusa -decía Cupertino poniendo un énfasis
despectivo cuando pronunció las palabras, esa rusa-. Ya se sabe,
amigo; cuando las faldas se meten por el medio, perdemos la
cabeza. Torres mayores cayeron; Julio Cesar, Napoleón...
Una secretaria entornó la puerta y asomó la cabeza mani­
festando cierto apuro. Decía:
-Señor, perdone que le interrumpa: en el departamento de enla­
ces tienen algo importante que comunicarle.
-Enseguida voy -respondió poniéndose la chaqueta y entregán­
dole al almirante Sercof un expediente-. Hazme el favor; estudia
esto, regreso en unos minutos -añadió.
En la sofisticada sala de comunicaciones de la Casa Blanca
le esperaban dos acalorados funcionarios con un papel en las
manos.

425
-Lo han localizado. Incluso, han volado sobre él, pero la noche les
ha impedido abordarlo.
-¡Joder! Tienen que hacerlo. El presidente está indignado. ¿Cómo
coño no somos capaces de detener a un indefenso velero? -conje­
turó irritado.
-Dicen que corre como un loco.
-Pero es un velero tripulado por un sólo hombre -replicó celoso de
que un tipo de su edad se comportase de esa manera.
-Pues navega muy rápido, señor; al menos eso nos han dicho.
-¿Cuándo saldrán de nuevo?
-Al amanecer.
—Diles que deben interceptarlo antes de que toque puerto. No quiero
que los franceses se pongan medallas; menos ahora que podrían
utilizarlo para exculpar sus pruebas nucleares en el Pacífico.

Clancy alcanzó la parte alta de los alerones de planeo se­


gundos antes de que la embarcación comenzara a moverse. Saltó
sobre ellos y comprobó que la popa tenía una estrecha repisa que
le ocultaría a la vista de sus tripulantes. Jadeante, intentaba sere­
narse: se mareaba por la falta de aire en sus pulmones.
La noche cubría la dársena del puerto, y los reflejos lejanos
de algunas farolas, llegaban hasta él en trazos amarillentos que
podían delatarle. Se acurrucó contra la estampa de la embarca­
ción y cubrió su aterido cuerpo con los brazos. El frío iba calando
en su anatomía paralizándole las extremidades. Para animarse,
pensaba en las duras condiciones en las que había tenido que
vivir el Comodoro durante su singladura alrededor del Mundo. Y,
a cada nuevo escalofrío, lo entendía menos. Era inhumano pensar
en que alguien pudiese resistir esas condiciones durante un perio­
do tan prolongado de tiempo, cuando él, en apenas minutos, creía
morir de frío.
La embarcación había ido paulatinamente subiendo el régi­
men de sus motores y volaba a más de treinta nudos sobre las
olas. Los rociones y espumas que levantaba, la cubrían de proa a
popa.
Nat asomó la cabeza para mirar a través del lejano reflejo
que, como toda luz, llevaba encendida la cabina. Dos hombres

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corpulentos ocupaban la toldillo de popa. En el puente, había dos
personas más. Serían los sudafricanos, pensó. Eran ellos quienes
gobernaban.
El yate estaba construido con fibra de vidrio, y sus líneas
esbeltas, quedaban ocultas por el oscuro color con el que estaba
pintado. ¿A qué endiablada velocidad irían?, se preguntaba. Es­
taba aterido por el frío, y eso que la mampara le quitaba el con­
tacto con el gélido aire de la noche.
Encontró un chaleco salvavidas plegado dentro de una bali­
za de salvamento. Le sirvió para atenuar los calambres que sentía,
preso de la humedad que desprendía su ropa mojada y de los
constantes rociones que le llegaban por las bandas.
Pasaron dos largas horas en las que Clancy creyó que ha­
brían recorrido cuarenta o cincuenta millas. Los cabeceos que pro­
ducía la nave eran terribles, y parecía que se detendría de súbito
cuando quedaba en el aire sustentada por la leyes de la grave­
dad. Nat se agarraba con pies y manos a cuantos salientes había
en la plataforma. Miró su reloj: eran las cuatro de la mañana. Su
cuerpo se había habituado al escaso calor que le proporcionaba
una ropa aún húmeda, pero que debido al fuerte calor que des­
prendían los motores, se hacía soportable.
Era el momento de actuar, se dijo. Se acercaba el amanecer
y no podría luchar contra cuatro. Durante el trayecto había esta­
blecido un plan. Enroscó un voluminoso silenciador en su pistola,
y fue asomando la cabeza por encima del mamparo de popa
hasta colocarse sobre Pringle y Mackencie. La noche y el ensorde­
cedor ruido que producían el coro de motores y olas le daban una
magnífica cobertura. Disparó dos veces. Los lamentos que salie­
ron el aire apenas fueron audibles.
Esperó unos minutos y arrastró los cuerpos. Cuando los tuvo
sobre la repisa que le había servido de protección, los empujó al
agua. El chapoteo que produjeron fue una armonía más entre los
cientos de salpicaduras que emitía la embarcación al pinchar las
olas.
Los sudafricanos, separados por varios metros de distancia
y encerrados en el puente, estaban atentos al manejo de la pla­
neadora. El radar, situado entre sus asientos, marcaba con preci­

427
sión los barcos que, por ambas bandas, se dirigían y salían del
Canal de la Mancha. Sus posiciones eran confirmadas por los
brillantes destellos que emitían sus luces de posición. Rozaron va­
rios pesqueros que faenaban en la soledad de la madrugada en
los roqueos bretones. Viraron hacia el sur dejando por babor la
punta de Raz y el resplandor de la ciudad de Brest en la distancia.
Redujeron un poco la potencia de las máquinas y, el apara­
to acomodó su navegar a una mar más tranquila y ondulada.
Una franja blanquecina avanzaba por el oeste a un ritmo
pausado. Al principio pensaron que se trataba de humo, pero no
podía ser. Redujeron un más la marcha; lentamente se fueron intro­
duciendo en un espeso puré que comenzó a dejarles gotas de
agua sobre el parabrisas de su puente de mando. Navegaban
atentos a la pantalla del radar. Belle lie era el único obstáculo
importante a salvar. La niebla los cubría y les facilitaba las cosas.
La mar se había detenido hasta convertirse en una superficie acei­
tosa en la que apenas era perceptible el movimiento del agua y les
permitía navegar de nuevo a más de treinta nudos.
-¡Que asco de tiempo! -se quejó James.
-¿Por qué? -replicó Yolande-, nos dará cobertura. Además, sin
viento, el velero no podrá huir.
-Tienes razón.
-Voy a despertar a los chicos.
Yolande llamó por el ¡nterfono: lo intentó durante unos minu­
tos. Como no hubo forma de que le atendiesen, bajó a la toldillo.
El compartimento estaba vacío. No entendía nada. Desconcerta­
da regresó al puente. Por la cara que traía James intuyó que pasa­
ba algo. Esperó a que ella hablase.
-No están -dijo.
-¿Qué no están? -preguntó James torciendo el gesto.
-Han desaparecido -afirmó ella tajante.
-¿Cuándo hablaste con ellos la última vez?
-En el puerto, antes de salir. Les vi sentarse en los asientos de
popa...
-Se acojonaron en el último momento -quiso pensar James.
-¿Pero cómo desembarcaron? Es imposible.
-No lo sé, Yolande, ¡joder!, pero no están; ¿no es así?

428
-Desde luego.
-Que más da; nos bastamos para acabar con ese barquito de
mierda -concluyó él.
Preocupados, pero sin tener la menor idea de lo que en
realidad había ocurrido, siguieron su desenfrenado navegar guia­
dos por los precisos ojos del radar. Cada vez que distinguían en él
un punto luminoso próximo, accionaban la sirena a modo de ad­
vertencia.
Amanecía muy despacio, produciendo ese desazón carac­
terístico de las noches de insomnio. Las espesas nubes que abra­
zaban a la nave, no permitían que los rayos del sol llegasen hasta
ellos. Había instantes en los que la claridad intentaba colarse a
través de la niebla para acelerar el proceso; pero no lo conse­
guía.
Durante varias horas más volaron sobre un mar bella, por
plana y radiante, hasta que advirtieron un punto luminoso que,
después de observarlo durante un tiempo, no se desplazaba.
-Es un velero -afirmó Yolande-, No se ha movido desde hace más
de veinte minutos.
-¿Estás segura?
-Llevo mucho rato fijándome en él.
-¡Vamos a por él!

El Comodoro escuchó la voz de Acetó en la lejanía de su


puente;
-«Resiste amigo, resiste -sonaba la radio-. Esta noche estarás en
casa. Te protegeré...»
Pero había cerrado ya los ojos en espera de la inminente
colisión. Sin viento era un objeto a la deriva que no podía escoger
su rumbo ni controlar su destino.
La sirena sonó de nuevo muy próxima. Una sombra baja y
alargada asomó por la banda de babor de su barco. La silueta de
una figura desplazándose por su proa llegó hasta él. Sintió alivio
al ver que no le abordaban y, que de momento, no se producía
golpe alguno.

429
Unas voces le decían algo. Las palabras no le llegaban con
la debida claridad. Poco más tuvo que comprender cuando distin­
guió el objeto metálico que llevaba en la mano el hombre que le
apuntaba.
-Queremos el paquete -escuchó.
-¿Qué paquete? -preguntó, por decir algo.
-Usted sabe de lo que hablo -replicó la voz que salía de entre la
niebla.
El Comodoro no pensaba plantar batalla. Se sabía en infe­
rioridad. Además, sus fuerzas tampoco estaban para muchos alar­
des. En otras condiciones me hubiera gustado encontrar a ese
cabrón, pensó, retomando ese carácter que le estaba permitiendo
concluir con vida su aventura.
Hizo un gesto con la mano para indicar que lo cogería,
pero la figura que le apuntaba, lo interpretó de diferente forma, y
realizó una serie de disparos que partieron el amanecer y se cla­
varon en diferentes partes del velero.
El marino se tiró de bruces ocultando su cabeza detrás de la
base del palo. Otra figura se movió entre la niebla y acompañó
con sus disparos a la primera. Los proyectiles perforaron la burbu­
ja de protección quita vientos que cubría su mesa de derrota.
Cuando ya lo daba todo por perdido, oyó varias detonacio­
nes en otra dirección: parecía que provenían del mismo barco,
pero sonaron más lejanas. Un grito de dolor, seguido del chapo­
teo que produce el agua al recibir un objeto pesado, las silenció.
Luego, una voz de mujer se escuchó clara y concisa. Decía:
-¡Tire el arma! ¡Dese la vuelta! Hágalo con cuidado.
El Comodoro veía entre la espesa niebla los contornos de un
cuerpo fino de mujer que apuntaba a otro más voluminoso. Por la
procedencia de los disparos anteriores, intuyó que alguien había
tratado de ayudarle. No entendía nada. Al meter la mano en el
bolsillo de su chaquetón, palpó las bengalas de señales que había
cogido de la cámara cuando pensó que naufragaba. Tomó una, le
quitó el seguro y apuntó hacia el centro de la misteriosa embarca­
ción. Cuando la accionó, un rastro anaranjado surcó los escasos
metros que les separaban.

430
Yolande vio interrumpido el disparo que pretetendía hacer,
sobrecogida por la lengua de fuego que le alcanzaba. Fueron los
segundos justos para que Nat se tirase a la cubierta y rodase
sobre sí mismo. Las persistentes nubes bajas les envolvían, dejan­
do al descubierto solamente sus contornos .
El Comodoro gritó sin saber a quién se dirigía:
-¡Salta, salta! Voy a disparar otra.
De nuevo la estela rojiza de la bengala voló hasta la embar­
cación a motor. El fuego prendió en la popa. Las llamas comenza­
ron a propagarse. Nat, que advirtió lo que pasaría cuando alcan­
zase el combustible, saltó sobre los mandos y aceleró al máximo.
El yate levantó su proa y rugió sin rumbo perseguido por una
aureola roja que, por momentos, crecía de tamaño.
El Comodoro vio, con alivio, cómo la bola de fuego en que
se estaba convirtiendo el barco de sus atacantes se alejaba entre
la niebla produciendo unos cercos coloreados que le dejaron
absorto. Una inmensa explosión le indicó el fin de su enemigo.
Entre las nubes se divisaron variados destellos que pintaron el
amanecer de los colores del anochecer. Todo había terminado;
ahora sí que parecía que iba a poder tocar puerto.
¿Pero, por qué uno de ellos había tratado de ayudarle? No
lo entendía.
Cuando más pensativo estaba, escuchó una voz que prove­
nía del agua; le llamó por su apodo:
-¡Comodoro, Comodorol -Sonó la llamada.
-¿Dónde está? -preguntó.
-Aquí, veo su popa.
-Acérquese, le ayudaré a embarcar-dijo el marino.
-¡No! Tíreme la balsa, ya vendrán a recogerme.
-¿Pero qué dice? -inquirió extrañado.
-Le descalificarán si recibe ayuda exterior. ¡Siga! Le falta muy
poco.
-¿Quién coño le ha dicho eso?
-Acetó -contestó el americano asomando la cabeza sobre la tran­
quila superficie.
-Suba, lo ha entendido mal: no podemos recibir ayuda exterior,
eso es cierto, pero tenemos la obligación de recoger a los náufra­

431
gos. ¿No es usted un náufrago? -preguntó risueño.
-Seguro -respondió Nat acercándose.
Embarcó por la popa y apretó la mano del Comodoro d¡-
ciéndole:
-Me llamo Clancy, Nat Clancy, pertenezco a la CIA, bueno o
pertenecía, qué más da -le aclaró gesticulando.
El marino le dio ropa seca impregnada de un fuerte olor a
humedad, que Nat recibió como si se tratasen de prendas de Paco
Rabanne.
-Me ha salvado la vida -dijo.
-N o, me la ha salvado usted a mí -replicó Clancy.
Durante un rato se observaron sin apenas dirigirse la pala­
bra.
Nat, pudo por fin comprobar el aspecto del hombre que
durante tantos meses le había ¡do cambiando la vida. Y la verdad
es que sólo era un hombre, de eso no le cabía la menor duda. Su
estado físico no parecía que pasara por el mejor momento, pero
su gesto, dejaba intuir la fortaleza de un veterano de la mar, a la
que seguramente habría llegado después de haberse forjado como
un veterano de la vida. Unos ojos inteligentes y firmes le aguanta­
ban la mirada; desprendían esas ya conocidas expresiones: com­
prensión y firmeza. El Comodoro tenía el aura serena del héroe
que tuvo el coraje de dinamitar su propia estatua.
Charlaron sobre el largo periplo que le había llevado por el
mundo detrás suyo, y Nat le explicó las razones por las que había
sido perseguido. No pareció impresionarle mucho y le entregó el
paquete.
Lo miraron con detenimiento y cierta aprensión. Pensar que
ese pequeño objeto había cambiado tanto su vida, pensó Nat
absorto en las aspas coloradas que lo decoraban. Tomaron la
decisión de tirarlo, ahora que todavía estaban lejos de la costa.
De lo contrario se verían en la obligación de entregarlo a los fran­
ceses, y éstos, harían un maniquéico uso de ello, propagando a
los cuatro vientos que, ese paquete, era más peligroso que las
pruebas nucleares que ellos realizaban en el Pacífico, y que nin­
gún marino apoyaba y compartía.
-Entregarlo a los míos para que culpen a los rusos -dijo Clancy-

432
, tampoco es justo. Los americanos tenemos que dejar de proteger
los intereses de aquellos con los que nos enriquecemos, y a los
que les facilitamos los medios técnicos para fabricar estos repug­
nantes artilugios.
-Tirémoslo entonces -sugirió el Comodoro- ¿Pero no es peligro­
so? -preguntó.
-Está sellado -observó Nat dándole vueltas en su mano-. No muy
lejos de aquí -añadió-, en la falla de Irlanda, está uno de los
mayores depósitos de residuos radiactivos. Esto que tiramos es un
grano de arena, y aunque tampoco deberíamos hacerlo, en este
caso es lo mejor.
El pesado objeto desapareció dejando tras de sí unos círcu­
los concéntricos que se perdieron en la distancia a medida que
aumentaban de tamaño.

Acetó caminaba por la estancia del Puesto de Control con


largas zancadas que denotaban su nerviosismo.
Sabía que Nat intentaría ayudar al Comodoro, pero no te­
nía forma de conocer si lo había conseguido. Navegando a una
media de diez nudos, el Comodoro llegaría a Les Sables D'Olonne
al atardecer. Si se daba prisa, cogería un avión a Nantes. La
respuesta a todas sus dudas estaría en los muelles de la histórica
ciudad marinera.

Un helicóptero Bell, con aspecto de inofensivo, volaba sobre


la espesa niebla, pegado a ella y guiado por sus aparatos.
Sobre el blanquecino puré que las nubes habían cocinado
esa mañana, la visibilidad era infinita y sólo se perdía por la pro­
pia curvatura terrestre. Parecía que flotasen sobre un lago de es­
pumas en el que las crestas de las nubes trataran de alcanzar el
firmamento. Un azul intenso los cubría y permitía que los rayos de
un sol cada vez más potente, se reflejasen sobre los costados de la
nave, produciendo destellos que punteaban sobre la niebla a
medida que avanzaban.

433
-Tengo una posición radar muy débil -advirtió el piloto.
-Puede ser nuestro objetivo -precisó el navegante-, los veleros
despiden muy poca señal.
-Con la niebla no podemos acercarnos.
-Creo que durará poco. En cuanto el sol levante, se irá diluyendo.
No había terminado de decir esas palabras cuando en la
compacta masa nubosa comenzaron a producirse aberturas. En
una de ellas, y entre las redondeadas formas de los nimbos, apa­
reció la estampa de un velero que comenzaba a perturbar el agua
con su estela. Era la más perfecta imagen de placidez jamás vista:
sobre un fondo oscuro, resaltaban las velas, y hacían juego con
ellas las blancas salpicaduras que producía su carena al despla­
zarse.

Nat, en silencio, sentado en la bañera, pudo al fin contem­


plar lo que tanto tiempo le había rondado por la cabeza: el
Comodoro, renacido de sí mismo, ojeroso y magullado, movía las
escotas con agilidad. Por las ropas que le había entregado, Nat
dedujo que al menos había perdido un treinta por ciento de su
masa corporal. Pero allí lo tenía, otra vez ensimismado en hacer
que su barco anduviese lo más rápido posible. ¿Pero es que nunca
se cansa? Se preguntaba Clancy, imposibilitado como estaba de
ofrecerle ayuda. Había momentos que se levantaba con la inten­
ción de echarle una mano, pero al recordar las reglas de la regata
se detenía. Le dolía su dolor y su impotencia. El Comodoro se veía
a veces incapaz de terminar una maniobra con la prestancia que
hubiera querido hacerlo; pero siempre lograba acabarla. Exte­
nuado, pero la concluía, y le miraba satisfecho y orgulloso des­
pués. Nat le observaba maravillado. Era la conjunción más per­
fecta que jamás hubiese visto de fortaleza y tesón, de amor pro­
pio, de agotamiento y superación. El también sintió el comienzo
del leve volar del Peregrino cuando la brisa regresó y comenzó a
destejer la niebla. Fue un constante acelerar a medida que el
marino movía chigres y cazaba escotas. Toda una concentrada
lección de artes marineras que recibió admirado tratando de com­
prender lo que hacía y por qué lo hacía. Ahora que el velero

434
empezaba a rugir impulsado por un viento de más de quince nu­
dos, Nat pudo sentir las íntimas emociones que habían hecho del
Comodoro un vagabundo de los mares en constante búsqueda de
una razón para vivir, más fuerte, que todos los vanos motivos que
los humanos veníamos confeccionando para no profundizar en
exceso en nosotros mismos.
Cuando más ensimismado estaba con el mágico navegar
del barco, escucharon el siniestro ruido producido por las turbinas
de algo que se acercaba por el cielo.
Casi al unísono, alzaron la vista.
-¿Son ellos? -preguntó el Comodoro.
-Son los míos.
-Ya no hay nada que ocultar; dejaremos que se acerquen -dijo el
marino con cierta inocencia.
Clancy miraba la aproximación del helicóptero escondido
en la cabina. En su rostro se marcaba un gesto de preocupación.
Sin disminuir su velocidad, el Comodoro permitió que el
aparato se aproximase. A la altura de la perilla del palo, un hom­
bre con un megáfono en la mano decía:
-Entréguenos la caja, y podrá continuar.
-No lo tengo -gritó el marino con toda la fuerza que fue capaz de
acumular-. Lo tiré hace días -inventó sobre la marcha.
Pero el insoportable ruido de las aspas batiendo el aire, no
permitían que sus palabras se alzasen. Le bajaron un pequeño
contenedor en cuyo interior había un pizarrín. El Comodoro escri­
bió lo que acababa de contar.
En la aeronave lo leyeron incrédulos. Dudaron qué hacer.
Por un momento vacilaron; parecía que sus intenciones no eran
buenas.
La presencia en cubierta de Nat les dejó perplejos.
-¿Qué haces ahí? -gritó uno de sus compañeros moviendo los
brazos.
-Hemos llegado tarde. Hace semanas que lo tiró; puedo confir­
marlo.
Como tampoco podían escuchar lo que decía, mandaron la
pizarra de nuevo.

435
Que subiese al helicóptero y regresara con ellos fue la res­
puesta que obtuvo. Incluso le echaron un cable con arnés para
izarlo.
Clancy miró al Comodoro antes de tomar la decisión. Intuía
que necesitaba su presencia, que su aliento le daría las fuerzas
necesarias para concluir.
El marino no hizo ni un gesto, pero en su mirada quedó
implícito que prefería que se quedase. Su silenciosa compañía le
ayudaría a superar las escasas, pero quizás más duras horas de
regata, ahora que había sentido la intensidad de un aliento cer­
cano.
Con un gesto del brazo, Nat les animó a marcharse. No sin
antes escribir en la pizarra; «Decirle a Cupertino que he llegado
antes que nadie, y que me prepare la cuenta con las horas extras
que me debe».
Sorprendidos por su decisión, la nave se elevó y comenzó a
perderse en el limpio horizonte barrido por el viento.
Apenas quedaban unas millas para llegar a puerto. Ambos
querían serenar sus ánimos oteando en la distancia los visibles
promontorios de la cercana costa. Clancy, que permanecía en la
cubierta un momento en el que el Comodoro bajó a la mesa de
cartas, distinguió a proa las oscuras velas de -keblar- del ruso
Petrovski. Conocía la imagen y se le hizo familiar. No fue necesa­
rio que le dijese nada: también él las vio a través del plástico quita
vientos; al menos les llevaba cinco millas de ventaja.
Hasta ese momento, el Comodoro había tenido que repartir
sus maltrechas fuerzas entre la navegación y el acto de conser­
var su vida. Pero ahora, y casi por primera vez en muchos meses,
podía dedicarse solamente a navegar. Era verdad que el Peregri­
no estaba fatigado, al igual que él, pero la simple contemplación
de una vela en su proa siempre le había estimulado a medir su
barco.
-En realidad es la única vanidad que le queda a un marino en la
lejanía de su gesto y en la soledad de su empeño -le explicó a
Clancy.
Sacó el último balón que le quedaba: era una vela extrema­
damente fina que todavía no había tenido la ocasión de utilizar.

436
Durante un rato pensó en la driza que necesitaba para izarla;
pero no le quedaba ninguna libre. Como poseído por el demonio,
desenroscó la trinqueta y la arrió tirando de ella hasta casi desfa­
llecer; necesitaba su driza.
En la bañera, Clancy le miraba perplejo. No comprendía
qué inusitada pasión le había entrado por ganar a Petrovski. Qué
más daba quién llegase el primero, se decía sin acabar de com­
prender qué mueve a estos hombres. Lo importante es que llega­
ba. ¿No era suficiente premio?
Pero el Comodoro había colocado el tangán, y se disponía
a ¡zar la vela.
El estruendo que produjo al abrirse cogió desprevenido a
Clancy, que se asustó. Notó el tirón que produjo sobre el barco y
se agarró a un candelero de forma inconsciente.
El Peregrino, herido y fatigado, con su vestuario roído y de­
sastrado, voló de nuevo y por última vez sobre una superficie ru­
gosa que se había formado a fuerza de tropezarse unas olas con
otras. Lo guiaba las expertas manos de su cómplice, de aquel que
mejor lo comprendía.
La silueta del Glasnost se acercaba poco a poco acrecenta­
da por la retirada de un sol cansino y poco convencido de calen­
tar, que brillaba a finales del invierno. En su jarcia, y de forma
súbita, apareció también su coloreado balón azul y blanco que
oscureció aún más el tenue horizonte que tenían delante.
-¡También saca el spiJ -exclamó el Comodoro.
-¿Le pasaremos? -preguntó Clancy imbuido ya en la regata.
-Te lo aseguro -fue toda la respuesta que recibió.
-¿Por qué, Comodoro? -preguntó bajando la voz con la intención
de que no le oyese.
Pero el marino lo escuchó y dijo:
-Es la única vanidad que se nos permite cuando navegamos. Con
la mar nunca hay que prodigarla, siempre te gana ella. Pero con
otros veleros, es un vicio que tenemos, un juego pueril que nos
reconforta de otras conquistas que no pretendemos. Nos gusta
medir a los barcos y comprobar cuál navega mejor; lo hacemos
más por ellos que... En realidad, otra vez se convierte en una
lucha con nosotros mismos. Y aunque creas que algunos marinos

437
no lo hacen, obsérvalos con el rabillo del ojo: les verás siempre
con su mirada fija en cualquier vela que aparezca en el horizonte.
-Presumimos -continuó-, como una madre lo hace con un hijo al
que cree guapo, aunque en realidad no lo sea. Los marinos siem­
pre miramos a esa porción de vida que es nuestro barco con arro­
bo y veneración.
El Glasnost crecía ante ellos. Su amplia popa casi podían
tocarla con el botalón. El ruso quería escapar de la firme desventada
que el balón del Peregrino le estaba ocasionando. Arribaba y
orzada para librarse de tan incómoda compañía; más, ellos se­
guían su rastro de espuma blanca sin despegarse.
Petrovski largó unos centímetros la braza para que el tangán
se apoyara sobre el estay de proa y pudiese navegar más de
través. Orzó tanto, que el Peregrino se coló por su estribor. El ruso
pretendió situarse detrás, para en esta ocasión ser él quién
desventase. El Comodoro, que lo intuyó, había cazado la escota
del spi hasta casi tocar su puño en el chigre que la manejaba. La
espectacular orzada le hizo ganar barlovento y sacar de rumbo al
Glasnost, que se quejó con un pronunciado y feo flameo de sus
velas.
Cuando creyó que estaba fuera de la influencia del aparejo
del barco ruso, volvió al rumbo de popa que el viento le permitía.
Nat estaba sobrecogido admirando esa conjunción de ex­
periencias acumuladas que luchaban en singular duelo. Era ver­
dad, no se miraban a los ojos.

438
CUARENTA Y UNO

Hacía ya un rato que las sombras comenzaban a invadir


los huecos que el sol dejaba cuando iba desapareciendo por el
oeste. El puerto de Les Sables D'Olonne se teñía, como cada
tarde de invierno, de confusos colores que todavía no terminaban
de asentarse sobre las pizarras de sus torreones o sobre la dárse­
na de su puerto. Era como si la vida tratara de detenerse y se
apoyase en aquella arquitectura evocadora para hacernos pen­
sar en la levedad de la vida y en lo precipitado del comportamien­
to del tiempo, cuando, marca la diferencia entre unas u otras ge­
neraciones.
El frío podía sentirse en toda su intensidad acentuado por la
humedad y por unas ráfagas de viento que llegaban desde la mar.
Una colorida multitud se agrupaba en los diques y muelles espe­
rando ansiosos lo que parecía inevitable que sucedería ese atar­
decer: la llegada del Comodoro. Era el cuarto barco que cruzaría
la imaginaria línea de llegada, situada entre dos boyas colora­
das.
Muchas embarcaciones se habían hecho a la mar para acom­
pañar en las últimas millas al marino. Entre ellas se encontraba la
alquilada por su patrocinador con la intención de que sus familia­
res pudieran acercarse a él los primeros.
También Serge Acetó, director de la regata, esperaba ner­
vioso, de pie, sobre la proa de un remolcador. Su figura esbelta, a
la que una ligera brisa le movía los extremos de la ropa, se recor­
taba contra el horizonte, cubierto ya por un cielo aborregado e
incandescente.
Parecía que la marea quería respetar al Comodoro, pero
siempre que llegase en los próximos sesenta minutos. Y en reali­
dad, ¿qué era esa fracción de tiempo comparada con las miles de
horas pasadas desde el día de su partida?, pensaba Serge. De no
existir la memoria, el tiempo carecería de sentido, solía decir. Pero
sus ojos estaban perdidos en lontananza en busca de ese triángu-

439
lo blanquecino que le indicase que, el martirio al que se había
visto sometido en secreto durante más de cuatro meses, termina­
ba.
Otras muchas miradas, menos ávidas y advertidas, espera­
ban también la llegada del marino. Y, aunque ninguna de ellas
conocía los hechos que habían rodeado su azarosa navegación,
buscaban también un punto blanco en el horizonte.
Por fin, destacando contra un cielo a n a ra n ja d o y
esperanzado^ comenzó a dibujarse la silueta del Peregrino. Na­
vegaba ligero, impulsado por un viento flojo que, al igual que el
sol, se aprestaba a retirarse. Pero era como si el aire, en singular
pacto, se hubiera puesto la tarea de llevar al fatigado barco hasta
su añorado destino antes de recogerse. Detrás, a su zaga, separa­
do por apenas una milla, otra vela multicolor flotaba en el aire.
Un griterío alegre y festivo se elevó cuando las velas fueron
creciendo en el horizonte. Los cohetes, las bengalas y cuantas
cosas pudieron lanzarse para llamar su atención volaron enga­
ñando a las incipientes estrellas que, apagadas aún, querían ha­
cerse un hueco en tan singular fiesta. Las mismas manos que me­
ses atrás se agitaron tristes en la distancia, se movían ahora al son
de un ritmo diferente. Y aquellas lágrimas que un día llenaron de
nostalgias y tristezas la superficie de la mar, regresaron esa tarde
para cubrir de alegría lo que antes tiñeron de llanto. Demostrando
que, los humanos, podemos sentir de igual forma pero por diferen­
tes motivos.
Y el Comodoro, al que los ojos se le cerraban por el cansan­
cio y el sueño, buscó a su gente para reposarlos sobre algo tierno
y cercano. Pero fue la cómplice mirada de Acetó lo primero que
toparon. Fue un leve encuentro de apenas segundos, pero suficien­
tes para intercambiar entre ellos muchos sentimientos y experien­
cias compartidas. Los agujeros de bala en la cubierta de plástico
de la cabina del Peregrino quedaron patentes; sólo él supo cuál
era su explicación.
La franca sonrisa del marino bretón dejó escapar las horas
de tensión acumuladas en las solitarias tardes del PC de París; y le
faltarían palabras, pobres mensajeros de sus fuertes emociones,

440
para expresarle todo aquello que compartía: su valor, su ánimo,
su coraje y gallardía.
En la bañera, sentado en una esquina para no quitarle un
ápice de protagonismo, Nat Clancy observaba emocionado el
singular premio de emociones que recibe el que como el Comodoro,
se atreve a tutear a la mar. Sentía en su piel los saludos, las
palabras de ánimo y las miradas de admiración. ¿Y cómo no iba
hacerlo? En el fondo él era parte de la regata. Durante los meses
transcurridos alrededor del Planeta se había ¡do convirtiendo, sin
él saberlo, en el guardián de sus sueños, en el protector invisible
de su singladura. Por eso, todas esas manifestaciones de admira­
ción y cariño también iban dirigidas a él, y Nat las sentía en su
piel.
El encuentro con Acetó en la distancia se hizo de forma
natural, como sólo los hombres de mar saben hacer las cosas: no
hicieron falta palabras. Cada uno comprendió quién era el otro,
no fueron necesarias presentaciones. El francés le regaló un senti­
do gesto en el que quedó implícito cualquier tipo de reconocimien­
to. Y comprendió que Nat, había quedado preso ya de aquello
etéreo que desprenden las velas y los cabos. El agente americano
lo agradeció con una sonrisa; le salió del alma al sentirse admiti­
do. Pero los tres hombres supieron que, desde ese momento, esta­
ban unidos por un secreto código. Allí donde estuviesen, encontra­
rían siempre el apoyo de los otros, aunque éste solo llegase por
medio de volátiles pensamientos. La complicidad de quienes sur­
can los mares a vela, y de quienes comparten una particular visión
del Mundo y de sus gentes, se encargaría de mantenerlos unidos.
Y esa ubicación especial que desde los comienzos de la
historia de la humanidad todos han asignado a los marinos, es la
que los coloca fuera de los tratados de filosofía, les hace poseer su
propio lenguaje para redactar sus periplos, y por qué no, su raza
cuestiona los más elementales principios de la biología.

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442
CUARENTA Y DOS

La prensa de medio Mundo recogía una noticia singular:


«Corea del Norte había logrado fabricar armas nucleares.»
El peligro que representaba para la humanidad que países
como ése fueran poseedores de armamento atómico, era enorme.
Sustentados aún por rencillas fronterizas, por la incultura, la insen­
sibilidad y muchas heridas aún sin cicatrizar, jugarían a los pode­
rosos y pondrían en peligro a toda la faz de la Tierra.
La tripulación y un capitán de la m arina mercante
sudafricanos parecían los responsables de tamaño desatino; pero
nadie pudo probarlo. La radioactividad que la CIA detectó en las
bodegas de un carguero llamado Madagascar, así lo insinuaban.
Ellos sabían por qué los contadores Geiger saltaban alocadamente.
En un banco de la ciudad suiza de Lugano, nadie quiso
preguntar de dónde provenía la ingente cantidad de dinero que
un viejo capitán depositó en una cuenta numerada. Tampoco a
nadie importó su procedencia; a fin de cuentas se trataba de dine­
ro.

443
444
CUARENTA Y TRES

El Comodoro escuchaba los discursos de varios políticos y


personalidades del mundo del deporte y las finanzas que, entu­
siasmados y pletóricos aunque nunca se hubiesen acercado al
mundo de la mar a otra cosa que no fuese bañarse y medrar,
resaltaban sus virtudes, así como sus logros y conquistas. Pero él
sabía que todo lo que decían carecía de fiabilidad, que sólo eran
palabras vacías apuntaladas por la afección social con la que,
normalmente, se toman estos acontecimientos que superan la ca­
pacidad de comprensión de quienes los patrocinan.
Una mueca de socarrona sonrisa salió de su cara cuando
escuchó: «Siempre será el héroe en el que deberemos reflejar­
nos». Lo seré, pensó el marino en ese soliloquio que se había
traído a lo largo de tantos meses, mientras ellos puedan sacarle
partido a la repercusión que ha causado mi aventura.
Y al tiempo que las palabras sonaban grandilocuentes y eran
llevadas después por el viento hacia el recóndito olvido, el
Comodoro soñaba ya con regresar a la mar: el lugar que nunca le
hacía falsas promesas, ni trataba de utilizarlo. Allí donde se había
formado como ser humano, y donde podía, mejor que en cual­
quier otro lugar, sentirse un ser privilegiado.
Miró con cariño a su mujer y a sus hijos, y les sonrió con una
de esas expresiones que ya sólo pueden encontrarse en los mue­
lles de escasos puertos del Mundo.
El retorno a la vida sosegada sería arduo. No podía consen­
tir el entorpecer los dictados del corazón, por lo que decidió dedi­
carse a aquello que mejor hacía: vivir y seguir navegando. Y para
atemperar el ánimo, y no salir disparado detrás de cada luna
nueva fantasmeada por una nube errante, o de cada magnífico
anochecer que le dislocaba, se dedicó a contar historias, para de
este modo, poder vivir todas aquellas vidas que la extensión y
límites de la suya propia no le permitía hacerlo.

445
Escondido tras la música y los libros más bellos, entabló una
perfecta relación con el tiempo y las existencias ajenas que le
sirvieron para comparar su experiencia y acabar por aprender
que, la vida, sólo es el refugio apropiado para llenar ese alma
que nos rifan al nacer, y el continuado soporte de las dudas más
persistentes. Desde entonces, sólo trató de tocar la temida meta
con el borde de los pensamientos, y los sueños y recuerdos, los
transformó en toneladas de merengue blanco, azucarado y festi­
vo, que sólo sabía dulce si la lengua, movida por los sentidos,
estaba dispuesta a apreciarlo: de lo contrario, su sabor sería siem­
pre agrio, y era mejor no probar.

446
CUARENTA Y CUATRO

Junio quizás era el mejor mes para navegar por las cristali­
nas aguas de Les Sables D'Olonne. Un clima templado y un sol
que no quemaba en exceso, se hacían ideales para que Tatiana y
Nat practicasen el arte de la vela.
Un desenfadado Comodoro y un risueño Acetó pretendían
que fueran asimilando los ingentes conocimientos náuticos que
poseían sin atragantarles con demasiadas palabras nunca oídas,
o con maniobras complicadas.
-Por qué siempre nombráis al mar en femenino? -preguntaba
Tatiana.
-Los marinos lo hacemos así, porque pensamos que la mar es
femenina -respondió el Comodoro-. Al igual que la mujer, es des­
conocida e imprevisible, fuerte y dulce. En la mar nacen los vien­
tos, las olas, y nuestros sueños y anhelos de libertad pueden cum­
plirse siempre. Lo mismo que de la mujer nacemos a una vida de
esperanza en la que nuestro camino nunca está escrito. Se aseme­
jan también en que, tanto la mujer como la mar pueden matarte y
dejar que parte de ti, tu barco o tu alma, sigan navegando hasta
que otros los recojan, o se desintegren contra los acantilados del
dolor.
-Y sobre todo Tatiana -le interrumpió Acetó-, porque cuantos más
temores y heridas dejan la mar y las mujeres en nuestra piel, más
las amamos y deseamos volver a ellas.
Tatiana y Nat se miraron unos instantes, y como todos, deci­
dieron admirar la belleza de las palabras, pero tomar poca con­
ciencia de ellas: se amarían y navegarían por la mar y por la vida
sorteando los escollos.
-¿Y qué pasa cuando la mar la navegan las mujeres? -preguntó
con perspicacia.
-N ada, que sucede lo mismo, sólo que se invierten los papeles -
aseguró Acetó.
-Pero no nacemos del hombre a la vida -dijo ella con precipita­
ción.

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-En Rusia no lo sé, pero aquí todavía es necesario un hombre
para que alguien nazca; aunque ahora sea suficiente, tan sólo,
parte de él -le respondió el francés risueño-. En la navegación de
recreo hace muchos años que se acabó el machismo. Son dema­
siadas las lecciones de valor y fortaleza que las mujeres nos han
dado.
-Entonces, puede que lo intente yo también -dijo Tatiana.
-Como Nat siga sujetando de esa forma la escota, tendrás que ser
tú la que gobierne vuestro barco. Ni en diez años podrás partici­
par en la Vendée Globe, Nat -apuntilló Serge.
-Lo que pasa es que quieres confundirme: lo estás haciendo mal
-le replicó Clancy.
-¿Cómo? ¿Que yo lo hago mal? -preguntó el francés airado-. Es
increíble, todavía me vas a enseñar a navegar; los americanos
sois terribles.
-N o te cabrees hombre, pero cuando navegué con el Comodoro
le vi hacer esto de otra forma -dijo Nat volviéndose hacia él.
El Comodoro le miró, observó a Tatiana después, y soltó una
carcajada mientras decía:
-Está bien, Nat; veo que al igual que en la vida en seco quieres
resumir las artes de la navegación en un apretado conjunto de
normas que le quiten esa libertad que nosotros perseguimos. Pero
te diré algo, amigo: cada marino tenemos nuestra manera de ha­
cer las cosas. Las maniobras coinciden siempre, pero la forma de
ejecutarlas marcan el carácter de cada uno. Es en ellas donde el
marino y el hombre se definen y ganan aún más en individuali­
dad. Fíjate cómo maniobra un hombre o una mujer su barco, y
sabrás muchas cosas de su personalidad.
Y la tarde fue recogiéndose por el oeste para dejar paso al
silencio y a la oscuridad que las gentes de la mar utilizan mejor
que nadie para observar la bóveda celeste; sintiendo siempre el
temor de que un día no muy lejano, la estupidez de los humanos y
los rápidos logros que tratamos de conseguir, sean los causantes
de verse privados del privilegio que supone poder pasar la vida
sustentados entre el cielo y las olas.

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El astronauta Neil A rmstrong, el primer hombre que pisó la luna,
a su regreso, hizo una pregunta que nadie le supo responder: «¿Por qué
llamamos a nuestro mundo, Planeta Tierra, si en realidad desde lejos es
azul debido a la mayor cantidad de mar que loforma ? ¿No deberíamos
llamarlo, PLANETA MAR?»

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EPÍLOGO

El protagonista de este libro es la mar. El Comodoro, al igual


que los otros personajes de esta ficción, es un ser imaginario que
surgió de vivir y contemplar durante más de cuarenta años la mar.
Su gesta, su peculiar y elemental filosofía de vida nació de la
emoción, de los anhelos, quizás, de muchos sueños ya irrealiza­
bles. De tanto mirar a la mar queriendo arrancarle sus secretos
puede que la haya humanizado en exceso; pero ese era el reto:
tibiarla, para así acercarla a todos aquellos que sólo ven en ella
un flujo de agua temida en constante movimiento camino de nin­
gún lugar. Yo también tuve que superar el alejamiento, y por qué
no, el miedo reverencial que nos crea cuando no la conocemos lo
suficiente.
Los marinos, al igual que los habitantes del mundo «seco»,
pueden comportarse de muy diferentes formas y maneras: unos,
son vagabundos soñadores a los que el peso de la civilización les
oprime de tal forma, que tienen que alejarse de ella para hallar su
rumbo, encontrase así mismos y no desfallecer. Los hay que, por
su profesión, surcan los mares al mando de grandes buques mer­
cantes. Los hay rudos y altivos que esconden sus complejos detrás
de burdos gestos con la intención de no derrumbarse. Otros, llega­
ron a la mar sin saber por qué. Muchos, navegan por el simple
placer de hacerlo y, algunos, los más, tan sólo pretenden sacar de
ella lo suficiente para vivir, sin que apenas tengan tiempo de ver
todo lo bello que ocurre sobre su superficie, porque en la defensa
de su existencia está toda su conquista.
Una parte de los militares que navegan en las poderosas
unidades de guerra, seguro que pueden emocionarse con los
bellos anocheceres que tienen el privilegio de contemplar en el
curso de sus guardias en las noches estrelladas, mientras se pre­
guntan mirando a un firmamento inalcanzable y realmente pode­
roso: A quién vigilamos? ¿De qué nos defendemos los humanos?
De entre estos tipos de gente de mar, también los hay que
navegan por el sólo hecho de competir, por medirse, por retar a

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los otros, matando, muchas veces, frustraciones y carreras perdi­
das en despachos, tertulias o de su propia vida.
Pero estas peculiaridades del comportamiento de los hom­
bres de mar, se reparten de igual forma entre las emociones de
unos y otros. No es la mar la que marca a cada marino, es la
emotividad de cada navegante, su grado de sutileza y perspica­
cia, la que determina la forma de verla y sentirla. Por eso,
muchos compartirán mi manera de apreciarla: será que han pasa­
do por las mismas emociones. Al igual que otros, quedarán ajenos
a ciertas observaciones; pero todos hablamos de lo mismo, de
idéntica mar. Cambia la apreciación con que la sentimos, inter­
pretamos y vivimos; pero esto no la limita, la enriquece, le da, si
cabe, mayor libertad para disfrutarla al antojo de cada uno.
Alejados como están los llamados «intelectuales» de la mar,
como asi también lo estuvieron escritores y editores desde los ini­
cios de las letras, este libro nace de años atenazado y alejado de
cuanto sobre ella escuchaba, prisionero, como siempre he que­
rido permanecer, de una particular forma de entenderla. Escribir
este relato ha sido el recurso último, casi el desesperado rescate
que pretendo pagar para recobrar al fin mi propia vida. Compo­
ner esta historia ha sido más el fruto de un prolongado sueño
nacido en los lodos y riberas de la ría de mi Plencia casi natal,
cuando niño, dejaba vagar la imaginación en búsqueda, siem­
pre, de un camino acuático a seguir, que la severa reflexión de un
petulante tratado oportunista.
Acercar la emotividad desde mis particulares puntos de vis­
ta sobre la mar, fue el reto. Compartir valores en desuso, princi­
pios anticuados, pero que al final todos acabamos anteponiendo
cuando los vientos nos soplan contrarios, ha sido el código etico
de aquel que, sabiéndose humano, anhelaba conquistarlos, por­
que en el simple acto de añorarlos y desearlos, nacía ya la gran­
deza de empezar a vivirlos.
El periplo del Comodoro es mi forma de sentir y entender la
mar. Vestirlo de aventuras y emociones entre seres humanos, es
sólo un pretexto para recabar la atención hacia ella de muchos
más, y de esta forma, hacernos oír los marinos. Que no la utilicen
como la mayor parte de poetas y escritores sólo para aprove­

452
charse del fácil bucolismo que desprende mientras escriben de
espaldas a ella. 0, por qué no, para enamorar a aquella mucha­
cha con largos paseos ¡unto a sus orillas doradas por el
crepúsculo, acunados por su variado sonar.
Si descubres la mar, querido lector, todos esos «trucos su­
cios», que por cierto todos cuantos hemos vivido cerca de ella
hemos utilizado alguna vez, te serán devueltos con naturalidad en
infinitos momentos de verdadero placer al cobijo de sus luces,
amparado por unos sonidos que te ayudaran a decir con
naturalidad aquello que te proponías. Al final, quedarás embru­
jado por sus elementales y limpias enseñanzas. Su fuerza serena
permitirá que tu cabeza descanse cuando logres coger el paso
lento y armónico con el que ella se desplaza.
Conocerás gentes oliendo a pescado, sal y mar que te acer­
carán a la naturaleza, a los códigos éticos, a los compromisos
vitales, únicas esencias de lo que realmente perdura, porque la
mar es una unión, un pacto entre la vida y el sufrimiento. Al térmi­
no, acabará por sacar lo mejor de ti: crecen los ánimos, se aúnan
conductas y, hasta pueden nacer los actos heroicos, aquellos que
jamás pensamos que podíamos realizar por los demás.
No es valiente quien no tiene miedo a la mar, lo es, quien
logra superarlo, por haberse molestado en conocerla mejor.

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EDITORES
Montecarlo
PRINCIPADO DE MONACO
A R T E F O T O G R Á F IC O .
"C o n una p ro s a c la ra , a tra ctiv a y
a m e n a , P ip e S a rm ie n to va p o rm e n o ri­
z a n d o a tra vés d e a n é c d o ta s e in tere­
sa n te s re la to s. E x c e le n te s fo to g ra fía s d e
e x te rio re s ilustran S U BU EN H ACER
LIT E R A R IO , c o lo c a n d o a la o b ra en su
co n ju n to en un h íb rid o d e IM A G E N Y
LIT ER A T U R A DE S IN G U L A R B E LL E Z A .
S a rm ie n to d e s c r ib e , co n e sa su tile za
q u e le c a ra c te riz a , sin o lv id a r una d e las
fa c e ta s p o r la q u e es r e c o n o c id o en
nu estro p a ís , la fo to g ra fía su b m a rin a , d e
la cu a l, un a v e z m ás, h a c e a la rd e d e su
m a e stría y d o m in io ".

SC U BA.
" ...A d e m á s d e resu ltar d e fá c il lectu ra y
d e s a b e r c a p ta r e l in terés d e l q u e e c h a un
v ista z o a l lib ro , a los q u e o s g u ste la m ar y
los lu g a re s re m o to s y a s a b é is q u e to d o
e sto , y m u ch o m ás, lo p o d é is e n co n tra r en
este lib ro ".

ALTAIR.
"La literatura v ia je ra , e s e g é n e ro tan
b ie n re p re se n ta d o en el m e rc a d o
a n g lo sa jó n p o r a u to re s co m o M a tth ie sse n
o Van d e r Post, n o e stá m uy cu ltiva d a en
nu estro p a ís . P ip e S a rm ie n to , a b re una
cu ñ a en e s e d e sie rto co n la p u b lic a c ió n d e
é ste su C U A D E R N O D E B IT Á C O R A " .
Pocas veces se ha utilizado la mar para
aunar tantas y tan diversas pasiones y
sentimientos. EL COMODORO, un valeroso
marino que acaba de abandonar su vida de
abogado, participa en la famosa regata para
solitarios, sin escalas alrededor del mundo, la
VENDEE GLOBE. Durante su singladura por los
océanos más inhóspitos del Planeta, es atacado
por desconocidos enemigos. Desde París,
SERGE ACETO, director de la prueba, tratará
de conducirlo hasta la meta ayudado por NAT
CLANCY, un agente de la CIA que sigue de
cerca el tráfico de plutonio de las mafias rusas,
para el que los principios por los que había
venido luchando comienzan a desmoronarse al
contacto con la mar. TATIANA, una sensual
moscovita, que observa incrédula el cambio de
su compañero, le ayudará en el empeño.
Intrigas, suspense y valores en desuso, se
enredan con las más tiernas historias de amor, y
nos acercan a la mar como nadie antes lo
había hecho.

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