Mele Alfred R - El Autoengaño Desenmascarado

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Alfred R.

Mele

El autoengaño desenmascarado

Traducción de Víctor Manuel Santamaría Navarro


Índice

NOTA A LA TRADUCCIÓN ESPAÑOLA (2016)


PREFACIO
CAPÍTULO 1. Introducción: enfoques, paradojas, sesgos y agencia
1. Un primer vistazo
2. Tres enfoques para caracterizar el autoengaño y un par de paradojas
3. Creencia motivacionalmente sesgada y agencia
CAPÍTULO 2. Autoengaño directo cotidiano: algunos procesos psicológicos
1. Deseos y sesgos
2. Un modelo para la evaluación de hipótesis cotidianas
3. Atención y desatención: ¿un problema para el modelo FTL?
CAPÍTULO 3. Autoengaño sin paradojas
1. Condiciones suficientes para caer en el autoengaño
2. Autoengaño al retener una creencia
3. Las paradojas estática y dinámica
4. Casos extremos
5. Conclusión
CAPÍTULO 4. Intentos de demostraciones empíricas del autoengaño estricto
1. Trasfondo
2. Reconocimiento de voz e hipnosis
3. El estudio del agua fría de Quattrone y Tversky: trasfondo
4. ¿Satisfacen los sujetos de Quattrone y Tversky el requisito de la
creencia dual?
5. ¿Trataron de alterar su tolerancia los negadores sinceros de Quattrone y
Tversky?
6. Conclusión
CAPÍTULO 5. Autoengaño retorcido
1. La teoría motivacional de Pears
2. Un enfoque motivacional global
3. Un enfoque puramente emocional
4. Un enfoque puramente cognitivo y sus limitaciones
5. Retorno al enfoque emocional
6. Un enfoque motivacional/emocional híbrido
CAPÍTULO 6. Conclusión
1. Análisis del autoengaño
2. Consideraciones finales
BIBLIOGRAFÍA
CRÉDITOS
A mi padre, Al
Nota a la traducción española (2016)

Me complace mucho que se publique ahora una traducción española de


Self-Deception Unmasked. Cuando escribí el libro, el punto de vista
deflacionario sobre el autoengaño que yo defendía era muy radical. Ahora leo
algunas veces que es la «concepción estándar». En cualquier caso, es, según
mi opinión, un punto de vista muy atractivo. Después de publicar el libro
recibí muy pocas invitaciones para escribir artículos sobre el autoengaño.
Como respuesta, he publicado artículos sobre las relaciones entre el
autoengaño y fenómenos tales como las creencias de tipo conspirativo e
ilusorio, y he explorado con mayor profundidad que en el libro el lugar de las
emociones en el autoengaño. Los lectores de este libro a los que les resulte
posible leer filosofía en inglés, pueden estar interesados en mis siguientes
artículos: «Delusional Confabulations and Self-Deception», en W. Hirstein
(ed.), Confabulation: Views from Neuroscience, Psychiatry, Psychology, and
Philosophy, Oxford University Press, 2009; «Self-Deception and Delusions»,
European Journal of Analytic Philosophy, 2006; «Emotion and Desire in
Self-Deception», en A. Hatzimoysis (ed.), Philosophy and the Emotions,
Cambridge University Press, 2003; «When Are We Self-Deceived?»,
Humana.Mente – Journal of Philosophical Studies, 2012; «Approaching
Self-Deception: How Robert Audi and I Part Company», Consciousness and
Cognition, 2010; «Have I Unmasked Self-Deception or Am I Self-
Deceived?», en C. Martin (ed.), The Philosophy of Deception, Oxford
University Press, 2009.

ALFRED MELE
Abril de 2016
Prefacio

Lo que me motivó a aceptar la amable invitación de Harry Frankfurt a que


enviara un manuscrito para esta serie fue la oportunidad de presentar y
defender de modo sistemático una postura respecto al autoengaño que ha
evolucionado parcialmente a partir de mis primeras tentativas de arrojar luz
sobre el fenómeno. Aunque me baso en trabajos publicados con anterioridad,
aquí se ofrece una defensa mucho más robusta de mis tesis centrales acerca
del tipo de autoengaño que ha recibido mayor atención en la literatura
filosófica y psicológica, y se muestra una nueva e importante dimensión que
se beneficia del trabajo empírico reciente en la evaluación de hipótesis. La
postura general sobre el autoengaño que se presenta aquí es también
considerablemente más comprehensiva que la que había sido capaz de
esgrimir en mis incursiones en el asunto desperdigadas a lo largo de los años.
Me he pasado más tiempo del que deseo reconocer reflexionando sobre el
autoengaño. Mi primer abordaje del asunto (Mele, 1982), un breve
comentario sobre un provocativo artículo de Robert Audi (1982), contiene
algunas de las semillas de la postura que se presenta en este libro. Allí mi
tesis central era que «no hay una analogía estrecha entre el autoengaño y el
engaño intencionado a otro» y que «cuando se rompe nuestra adhesión a esta
analogía, hay bastante menos motivación para postular creencias [verdaderas]
inconscientes en los casos cotidianos de autoengaño» (Mele, 1982, pág. 164).
En Mele (1983), ofrezco una defensa mucho más rigurosa de este punto, una
exposición de las características y condiciones conjuntamente suficientes del
autoengaño, y una solución de la paradoja «estática» del autoengaño que se
subraya en el capítulo 1. Ese artículo fue la base del capítulo 9 de
Irrationality (Mele, 1987a). Hay otro capítulo de Irrationality que se enfrenta
al autoengaño: en el capítulo 10, apoyado en ciertos escritos de psicología
social, ofrezco una solución a la paradoja sobre la dinámica del autoengaño.
Estos dos capítulos son en parte la base de mis artículos «Two Paradoxes of
Self-Deception» (1998b) y «Real Self-Deception» (1997a). El primero se
escribió como ponencia invitada para un congreso interdisciplinar sobre el
autoengaño organizado por Jean-Pierre Dupuy en 1993 en la Universidad de
Stanford y fue publicada posteriormente en un volumen que contiene varios
de los artículos que se presentaron allí. Debido a la naturaleza de la
invitación, no tuve reparo en tomar ideas de Irrationality, pero las extendí en
dos direcciones. Empleé nueva literatura empírica que apoyaba una hipótesis
central que se adelantaba en Irrationality sobre la creencia
motivacionalmente sesgada y, a petición de Dupuy, examiné un ejemplo
literario de autoengaño (mi discusión del capítulo 3 sobre el cuento de Isaac
Bashevis Singer «Gimpel el tonto» deriva en parte de ese artículo). Tiempo
después del congreso en Stanford me invitaron a enviar a Behavioral and
Brain Sciences un artículo que serviría de diana a los críticos. Ese artículo
(Mele, 1997a) es sucesor del texto del congreso, con mayor alcance y más
empírico. Se benefició de dos tandas de corrección realizadas mediante
quince informes de los revisores.
Para este libro he tomado libremente ideas de mi trabajo publicado. Parte
del capítulo 1 deriva de tres fuentes: «Real Self-Deception», Behavioral and
Brain Sciences, 20, págs. 91-102 (Mele, 1997a); mi respuesta a los
comentarios en BBS, «Understanding and Explaining Real Self-Deception»,
Behavioral and Brain Sciences, 20, págs. 127-134 (Mele, 1997b); y
«Motivated Belief and Agency», Philosophical Psychology, 11, págs. 353-
369 (Mele, 1998a). Parte del capítulo 2 deriva de Mele (1997a), Mele
(1998a), y otro artículo: «Twisted Self-Deception», Philosophical
Psychology, 12, págs. 117-137 (Mele, 1999a) 1 . Parte del capítulo 3 deriva de
los mismos tres artículos del capítulo 1 y una fuente adicional: «Two
Paradoxes of Self-Deception», en J.-P. Dupuy (ed.), Self-Deception and
Paradoxes of Rationality, Stanford, CSLI, págs. 37-58 (Mele, 1998b). Parte
del capítulo 4 deriva de las tres mismas fuentes del capítulo 1. El capítulo 5
se basa en Mele (1999a).
Naturalmente, he aprendido de los autores que publicaron respuestas a mi
trabajo previo sobre el autoengaño. Le estoy agradecido a Robert Audi, Kent
Bach, Jim Friedrich, Rainer Reisenzein y Bill Talbott por las valiosas charlas
informales e indicaciones por escrito. También me resultaron útiles los
consejos de dos revisores anónimos.
Concluí la revisión final de este libro mientras disfrutaba en 1999-2000 de
una beca del Fondo Nacional para las Humanidades (National Endowment
for the Humanities, NEH) para Profesores Universitarios. (La beca apoyó el
trabajo sobre otro libro —cuyo título tentativo es Motivation and Agency—
que está bien encaminado en el momento en el que aparece este libro). Buena
parte de la revisión se hizo mientras era profesor visitante del Programa de
Filosofía en la Universidad Nacional Australiana (ANU) de junio a agosto de
1999. Le estoy agradecido al NEH y a la ANU por su apoyo, y al Davidson
College por el año sabático 1999-2000.

1 El editor de Philosophical Psychology, donde apareció Mele, 1998a y 1999a, es Taylor & Francis
Ltd./Carfax/Routledge (http://taylorandfrancisgroup.com).
CAPÍTULO 1

Introducción: enfoques, paradojas, sesgos y agencia

«Una encuesta a profesores universitarios mostró que el 94% creía que era
mejor en su trabajo que el promedio de sus colegas» (Gilovich, 1991, pág.
77). ¿Son los profesores universitarios excepcionalmente adeptos al
autoengaño? Quizá no. «Una encuesta a un millón de estudiantes
universitarios de último curso mostró que [...] todos los estudiantes creían
que estaban por encima de la media» con respecto a su «capacidad para
relacionarse con los demás [...] y el 25% pensaba que estaba en el 1%
superior» (ibíd.). Se podría pensar que quienes contestaban a las encuestas no
eran completamente sinceros en sus respuestas. Entonces, de nuevo, ¿cuántos
profesores universitarios conoce usted que no se crean mejores en su trabajo
que el promedio de sus colegas?
Datos como éstos sugieren que a veces nos engañamos. Y esto plantea
interesantes preguntas. ¿Cómo nos engañamos a nosotros mismos? ¿Por qué
nos engañamos? ¿Qué es engañarse a uno mismo? ¿Es siquiera posible el
autoengaño? Estas preguntas son las que orientan la exposición en este libro.
Algunos teóricos entienden que el autoengaño es en buena medida
isomorfo al engaño interpersonal estereotípico. Esta visión, que ha generado
rompecabezas o «paradojas» tan debatidos, está en la base de influyentes
trabajos sobre el autoengaño no sólo en filosofía, sino también en psicología,
psiquiatría y biología 2 . A la vez que trato de resolver las paradojas más
importantes, defiendo que intentar comprender el autoengaño bajo el modelo
del engaño interpersonal estereotípico es fundamentalmente un error. La
postura que se defiende aquí respecto al autoengaño es deflacionaria. Si
estoy en lo cierto, el autoengaño no es ni irresolublemente paradójico ni
misterioso, y se puede explicar sin acudir a exotismos mentales. Aunque un
teórico cuyo interés en el autoengaño se limitase a los límites externos de
lógica o a la posibilidad conceptual podría ver esto como despojar al tema de
la intriga conceptual, la principal fuente de un interés más amplio y
perdurable en el autoengaño es la preocupación por comprender y explicar el
comportamiento de los seres humanos reales.

1. UN PRIMER VISTAZO

El autoengaño se presenta aparentemente bajo dos formas, «directo» y


«retorcido». Los casos directos de autoengaño han recibido mayor atención
en los trabajos filosóficos y empíricos. En estos casos, la gente se autoengaña
al creer algo que quieren que sea cierto —por ejemplo, que no están
gravemente enfermos, que sus hijos no toman drogas o que un ser querido es
inocente de una acusación criminal—. En los casos retorcidos, la gente se
autoengaña al creer algo que quieren que sea falso (y tampoco quieren que
sea verdad). Por ejemplo, un marido inseguro y celoso puede creer que su
mujer está teniendo una aventura a pesar de que sólo posee evidencias
endebles de esa proposición y a pesar de que no desea que sea el caso que
tenga tal aventura 3 . Si algún autoengaño es retorcido en este sentido, hay al
menos una afirmación relativamente común sobre el autoengaño que es falsa
—la afirmación de que, que S se autoengañe sobre p, requiere que S desee
que p 4 —. Además, el autoengaño retorcido incluso amenaza aparentemente
la afirmación mucho más modesta de que todo autoengaño es motivado o
tiene un componente motivacional 5 . Aunque el antónimo más obvio de
«directo» (straight) es «torcido» (bent), prefiero «retorcido» (twisted) por
cuestiones de estilo. No uso el término de modo peyorativo ni considero que
el autoengaño retorcido sea esencialmente patológico.
En los capítulos 2 y 3 ofrezco una explicación de la naturaleza y etiología
del autoengaño directo cotidiano y resuelvo algunas paradojas comunes sobre
el autoengaño. En el capítulo 4, someto a revisión y rechazo algunos intentos
de demostración empírica de autoengaño «estricto» en el que quien se
autoengaña cree una proposición, p, al tiempo que cree también su negación,
~p. En el capítulo 5, desarrollo un par de enfoques para explicar el
autoengaño retorcido —un enfoque centrado en la motivación y un enfoque
híbrido en el que toman parte tanto la motivación como la emoción— con el
fin de desplegar nuestros recursos para explorar y explicar el autoengaño
retorcido y mostrar que estos prometedores enfoques son consistentes con mi
postura sobre el autoengaño directo.

2. TRES ENFOQUES PARA CARACTERIZAR EL AUTOENGAÑO Y UN PAR DE PARADOJAS

Al definir el autoengaño se pueden distinguir tres enfoques habituales: el


léxico, en el que el teórico comienza con una definición de «engañar» o
«engaño» valiéndose de un diccionario o del uso cotidiano como guía, y
luego lo emplea como modelo para definir el autoengaño; el basado en
ejemplos, en el que se hace un escrutinio de ejemplos representativos de
autoengaño y se intenta identificar las características esenciales que tienen en
común; y el guiado por una teoría, en el que la búsqueda de una definición
está orientada por una teoría de sentido común respecto a la etiología y
naturaleza del autoengaño. También son habituales los enfoques híbridos de
los tres.
El enfoque léxico puede parecer el más prudente. Quienes emplean el
enfoque basado en ejemplos corren el riesgo de considerar un rango de casos
demasiado reducido. El enfoque guiado por una teoría descansa, en sus
manifestaciones más típicas, en hipótesis explicativas de sentido común que
podrían estar desencaminadas: incluso si la gente corriente suele acertar
cuando identifica casos de autoengaño, podría ser poco fiable al diagnosticar
qué ocurre en ellos. En sus versiones más prístinas, el enfoque léxico
descansa fundamentalmente en la definición de «engañar» que ofrece un
diccionario. ¿Y qué podría constituir una mejor fuente de definiciones que un
diccionario?
Las cosas no son tan sencillas, sin embargo. Hay sentidos más débiles y
más fuertes de «engañar» tanto en el diccionario como en el lenguaje
cotidiano. Los lexicalistas necesitan un sentido de «engañar» que sea
apropiado para el autoengaño. ¿Sobre qué base van a identificar ese sentido?
¿Al final han de volver a casos representativos de autoengaño o teorías de
sentido común acerca de lo que ocurre en los casos de autoengaño?
El enfoque léxico es el preferido por los teóricos que niegan que el
autoengaño sea posible (por ejemplo, Gergen, 1985; Haight, 1980; Kipp,
1980). Hay un par de supuestos léxicos habituales:

1. Por definición, la persona A engaña a la persona B (donde B puede ser


o no ser la misma persona que A) para que crea que p sólo si A sabe, o
al menos cree sinceramente, que ~p y causa que B crea que p.
2. Por definición, el engaño es una actividad intencionada: el engaño sin
intención es conceptualmente imposible.

Cada supuesto va asociado a una paradoja familiar sobre el autoengaño.


Si es cierto el supuesto 1, entonces engañarse de tal modo que llegue a
creer que p exige que uno sepa, o al menos crea cierto, que ~p y que uno
mismo se cause la creencia de que p. Como mínimo, uno empieza creyendo
que ~p y luego de algún modo se lleva a sí mismo a creer que p. Algunos
teóricos interpretan que esto implica que, en algún momento, quienes se
autoengañan creen tanto que p como que ~p (por ejemplo, Kipp, 1980, pág.
309). Y afirman que éste no es un estado mental posible: la propia naturaleza
de la creencia impide que uno crea a la vez que p es verdad y que p es falso 6 .
Por tanto, estamos ante una paradoja del autoengaño estática: el autoengaño,
de acuerdo con esta visión, requiere estar en un estado mental imposible.
De hecho, el supuesto 1 no implica que en todos los casos de engaño haya
un momento en el que la persona que engaña crea que ~p y la persona
engañada crea que p. En algunos casos de engaño interpersonal, A ha dejado
de creer que ~p en el momento en el que causa que B crea que p. Imagínese
que el medio por el que A intenta engañar a alguien sea una carta. En su carta,
A trata de engañar a B para que crea que p mintiéndole: p es falso y su
afirmación de p en la carta constituye una mentira. Cuando envía la carta, A
está seguro de que ~p, pero cuando B recibe la carta, A ya cree que p. Si la
mentira de A tiene éxito, A engaña a B para que crea que p de un modo tal,
que respalda el supuesto 1. Pero no hay un momento en el que A crea que ~p
y B crea que p (véase Sorensen, 1985).
Un teórico inclinado a creer que en «el concepto de engaño» hay base para
la afirmación de que quienes se autoengañan creen que p y creen que ~p
simultáneamente, no debe desanimarse por la observación anterior. Bien
puede ser cierto que en los casos estereotípicos de engaño interpersonal haya
un momento en el que A cree que ~p y B cree que p. Y un teórico puede
defender aún que el autoengaño sólo se entiende adecuadamente bajo el
modelo de engaño interpersonal estereotípico.
La afirmación de que el autoengaño ha de entenderse bajo el modelo
mencionado produce una paradoja más respecto al estado de autoengaño. En
los casos estereotípicos de engaño interpersonal hay un momento en el que
quien engaña no tiene la creencia de que p y la persona engañada tiene la
creencia de que p. Si el autoengaño es estrictamente análogo al engaño
interpersonal estereotípico, hay un momento en el que quien se autoengaña
tiene la creencia de que p y no tiene la creencia de que p, una condición
desconcertante 7 , ciertamente.
El supuesto 2 genera una paradoja dinámica, una paradoja sobre la
dinámica del autoengaño. Por un lado, resulta difícil imaginar cómo podría
una persona engañar a otra para que crea que p si la última sabe exactamente
qué trama la primera, y es difícil ver cómo podría resultar más fácil el truco si
quien aspira a engañar y la pretendida víctima son la misma persona. Por otro
lado, normalmente el hecho de que quien engaña tenga o ejecute
intencionadamente una estrategia para engañar facilita el engaño. Si, con el
fin de evitar que resulten boicoteados los propios esfuerzos de autoengaño,
uno no ha de ejecutar intencionadamente ninguna estrategia para engañarse a
sí mismo, ¿cómo podría tener éxito? El reto reside en explicar cómo es que el
autoengaño es en general un proceso psicológicamente posible. Si quienes se
autoengañan se engañan intencionadamente a sí mismos, uno se pregunta qué
impide que la intención rectora socave su propio funcionamiento efectivo. Y
si el autoengaño no es intencionado, ¿qué motiva y dirige los procesos del
autoengaño? 8 .
Un teórico que considere que el autoengaño es un fenómeno genuino
puede tratar de resolver las paradojas dejando los supuestos 1 y 2 sin tocar.
Un camino alternativo consiste en socavar esos supuestos y mostrar la
relevancia de su falsedad para una comprensión adecuada del autoengaño.
Ésa es la línea que propongo.
Los casos estereotípicos en los que se engaña a otro con el fin de que crea
que p son casos de engaño intencionado en los que quien engaña sabe o cree
que ~p es cierto. Reformulados como afirmaciones específicas del engaño
interpersonal estereotípico, los supuestos 1 y 2 serían aceptables. Pero en su
formulación actual los supuestos son falsos. Mediante el uso común de
«engañado» en la voz pasiva en inglés, decimos con propiedad cosas como «a
menos que esté engañado, me dejé las llaves en el coche». Aquí «engañado»
significa «equivocado». Hay un uso correspondiente de «engañar» en la voz
activa. En este uso, engañar es «causar que alguien crea algo falso», de
acuerdo con el Oxford English Dictionary [de acuerdo con el Diccionario de
Lengua Española, «engañar» sería «hacer creer a alguien que algo falso es
verdadero»]. Obviamente, uno puede causar intencionada o no
intencionadamente que alguien crea algo falso; y uno puede causar que
alguien adquiera la creencia falsa de que p incluso aunque él mismo no crea
que ~p. Ayer, creyendo equivocadamente que los libros del colegio de mi hija
estaban en mi escritorio, le dije que estaban allí. Al hacerlo, causé que
creyera una falsedad. La engañé, en el sentido descrito, pero ni lo hice
intencionadamente, ni causé que creyera algo que yo no creía.
Lo que acabo de señalar tiene poca importancia para el autoengaño si los
casos paradigmáticos de autoengaño tienen la estructura de los casos
estereotípicos de engaño interpersonal. Pero ¿la tienen? Los ejemplos
existentes de autoengaño, tanto en el imaginario popular como en la
literatura, presentan a gente que cree falsamente —o ante fuerte evidencia en
contra— que sus cónyuges no tienen una aventura, que sus hijos no toman
drogas ilegales, o que ellos mismos no están gravemente enfermos. ¿Resulta
un diagnóstico plausible de lo que pasa en tales casos que esa gente comience
sabiendo o creyendo la verdad, p, y que intencionadamente se cause la
creencia de que ~p? Si, en nuestra búsqueda de una definición del
autoengaño, nos guiamos en parte por esta clase de ejemplos, podemos
considerar como una cuestión abierta si el autoengaño requiere engañarse
intencionadamente, hacer que uno mismo crea algo que antes sabía o creía
que era falso, poseer simultáneamente creencias en conflicto y cosas por el
estilo. En cambio, si nuestra búsqueda está dirigida por la presunción de que
no hay nada que cuente como autoengaño a menos que tenga la misma
estructura que el engaño interpersonal estereotípico, la cuestión está cerrada
de antemano.
Los teóricos que aceptan los supuestos léxicos 1 y 2 pueden proceder de
cualquiera de las dos maneras cuando se enfrentan a casos que la mayor parte
de la gente consideraría como ejemplos claros de autoengaño. Pueden
suponer que muchos de esos casos no cuentan propiamente como tales debido
a que no satisfacen uno o ambos supuestos. De manera alternativa, pueden
suponer que todos o la mayoría de los casos que generalmente se
considerarían ejemplos claros de autoengaño satisfacen, de hecho, los
supuestos léxicos, incluso cuando parezca que no es así. En cualquiera de
estas alternativas, el autoengaño en su conjunto parece paradójico. Y en la
segunda alternativa, tal y como defiendo, surgen paradojas en casos que
pueden describirse y explicarse de modos que no resultan en absoluto
paradójicos.
Compárese la cuestión de si el autoengaño se comprende adecuadamente
bajo el modelo del engaño interpersonal estereotípico con la cuestión de si la
adicción se comprende adecuadamente bajo el modelo de enfermedad. Parece
que la actual concepción popular de la adicción trata las adicciones como si
fueran, por definición, enfermedades. Sin embargo, el modelo de la adicción
como enfermedad ha sido enérgicamente atacado (véase, por ejemplo, Peele,
1989). Básicamente la cuestión es explicativa, no acerca de supuestas
verdades conceptuales. ¿Cómo puede explicarse mejor el comportamiento
característico de la gente que comúnmente se considera adicta? ¿Es el modelo
de la adicción como enfermedad más exacto o fructífero desde un punto de
vista explicativo que sus competidores? El autoengaño, al igual que la
adicción, es un concepto explicativo. Postulamos el autoengaño en casos
particulares para explicar los datos: por ejemplo, el hecho de que haya
razones excelentes para mantener que S cree que p pese a que sea el caso que
la evidencia que S posee hace mucho más probable que ~p. Y deberíamos
preguntarnos en qué consiste el autoengaño —qué podría ser— si no sirve
para explicar los datos relevantes. Si descubriésemos que los datos que
explica el autoengaño no quedan explicados por un fenómeno que implique la
posesión simultánea de creencias cuyo contenido es mutuamente
contradictorio o actos de engaño intencionados dirigidos hacia uno mismo, el
autoengaño no desaparecería de nuestro mapa conceptual —como tampoco
desaparecería la adicción si averiguásemos que las adicciones no son
enfermedades—.
Es necesario hacer una puntualización sobre la creencia antes de
continuar. En los escritos sobre el autoengaño, normalmente la noción
operativa es la creencia, más que el grado de creencia. En este libro sigo esa
línea, en parte para evitar complejidades innecesarias. Aquellos que prefieran
pensar en términos de grados de creencia deberían leer las expresiones del
tipo «S cree que p» como una abreviatura de «S cree que p en un grado mayor
de 0.5 (en una escala de 0 a 1)» 9 .

3. CREENCIA MOTIVACIONALMENTE SESGADA Y AGENCIA

Es difícil negar que hay creencias sesgadas motivacionalmente. En un


pasaje que cito al comienzo de este capítulo, Thomas Gilovich advierte:
Una encuesta a un millón de estudiantes universitarios de último curso mostró que el 70%
creía estar por encima de la media en capacidades de liderazgo, y sólo el 2% creía estar por
debajo de la media. Por lo que respecta a la capacidad para relacionarse con los demás, todos
los estudiantes creían que estaban por encima de la media, el 60% creía que estaba dentro el
10% superior y ¡el 25% pensaba que estaba en el 1% superior! [...] una encuesta a profesores
universitarios mostró que el 94% se creía mejor en su trabajo que el promedio de sus colegas
(1991, pág. 77).

Si suponemos que la gente que participó en la encuesta fue sincera, una


hipótesis plausible es que la motivación intervino en la formación de muchas
de las creencias señaladas. El conjunto de autoevaluaciones está radicalmente
alejado de los hechos (por ejemplo, sólo el 1% puede estar en el 1% mejor), y
aquello por lo que se preguntaba son cualidades deseables. Puede que
tengamos una tendencia a creer proposiciones que deseamos que sean
verdaderas incluso cuando una investigación imparcial de los datos
inmediatamente disponibles indicaría que son probablemente falsas. Una
hipótesis plausible acerca de esta tendencia es que nuestro deseo de que algo
sea cierto a veces ejerce una influencia que produce un sesgo sobre lo que
creemos. Y hay evidencia de que las creencias acerca de nuestros propios
rasgos «se vuelven más sesgadas cuando el rasgo es altamente deseable o
indeseable» (Brown y Dutton, 1995, pág. 1290).
Ziva Kunda defiende hábilmente la idea de que la motivación puede
influir en «la generación y evaluación de hipótesis, de reglas de inferencia y
de evidencia», y que la «búsqueda de memoria sesgada motivacionalmente da
como resultado la formación de creencias y teorías sesgadas adicionales» que
son coherentes con las «conclusiones deseadas» (1990, pág. 483). En un
estudio especialmente persuasivo, unos estudiantes universitarios (setenta y
cinco mujeres y ochenta y seis varones) leyeron un artículo que afirmaba que
«las mujeres corrían un grave riesgo si tomaban cafeína y se les aconsejaba
fuertemente evitar todo lo que la tuviese en cualquier forma»; que el mayor
peligro era una enfermedad fibroquística, «asociada en sus estadios más
avanzados con cáncer de mama»; y que «la cafeína produce la enfermedad al
incrementar la concentración de una sustancia llamada AMPc en el pecho»
(Kunda, 1987, pág. 642). (Dado que el artículo no amenazaba personalmente
a los varones, éstos fueron tomados como grupo control). Se le pidió a los
sujetos que indicasen, entre otras cosas, «en qué medida estaban convencidos
de la conexión entre la cafeína y la enfermedad fibroquística y de la conexión
entre cafeína y [...] AMPc, en una escala de 6 puntos» (págs. 643-644). En el
grupo de las mujeres, las «grandes consumidoras» de cafeína estaban
significativamente menos convencidas de las conexiones que las «poco
consumidoras». Los varones estaban considerablemente más convencidos
que las «grandes consumidoras»; y había una diferencia mucho menor en la
convicción entre «grandes» y «pequeños» consumidores de cafeína varones
(los grandes consumidores estaban ligeramente más convenidos de las
conexiones).
Dado que todos los sujetos fueron expuestos a la misma información y
puede decirse que sólo las «grandes consumidoras» se sintieron
personalmente amenazadas por ella, una posible hipótesis es que su bajo
nivel de convicción esté motivado de algún modo por el deseo de que el
hecho de tomen café no amenace significativamente su salud (cfr. Kunda,
1987, pág. 644). De hecho, en un estudio en el que se informaba de riesgos
relativamente modestos asociados a tomar cafeína, «las grandes
consumidoras no estaban menos convencidas por la evidencia que las poco
consumidoras» (pág. 644). En consonancia con esa menor amenaza, hay
menos motivación para el escepticismo acerca de la evidencia.
¿Cómo es que las grandes consumidoras acaban por estar menos
convencidas que las otras? Una posibilidad que podría comprobarse consiste
en que debido a que consideran las «conexiones» en cuestión personalmente
amenazantes, estas mujeres (o algunas de ellas) están motivadas para adoptar
una postura hipercrítica sobre el artículo, buscando razones para ser
escépticas respecto de sus virtudes con más ahínco que los demás sujetos (cfr.
Kunda, 1990, pág. 495; Liberman y Chaiken, 1992). Otra posibilidad es que,
debido a la naturaleza amenazante del artículo, ellas (o algunas de ellas) lo
leyeran con menos cuidado que otras, provocando así que les impresionara
menos 10 . En cualquiera de estas opciones, ¿hemos de suponer que las
mujeres tratan de engañarse a sí mismas, o que comienzan considerando el
artículo convincente y entonces tratan de conseguir verlo de un modo menos
convincente? ¿O puede la motivación dar lugar a creencias sesgadas sin la
ayuda de tales intenciones y esfuerzos?
Considérense las dos grandes tesis que siguen a continuación acerca de las
creencias motivacionalmente sesgadas:

1. El enfoque de la agencia: todas las creencias motivacionalmente


sesgadas se producen o protegen intencionadamente. En todo ejemplo
de creencia motivacionalmente sesgada de que p, tratamos de
conseguir la adquisición o la retención de la creencia de que p, o al
menos intentamos que nos resulte más fácil adquirir o mantener la
creencia.
2. El enfoque de la antiagencia: no hay creencias motivacionalmente
sesgadas que se produzcan o protejan intencionadamente. No hay
ningún caso de creencia motivacionalmente sesgada de que p en el que
se trate de conseguir la adquisición o la retención de la creencia de que
p, o se intente que resulte más fácil adquirir o retener la creencia.

Uno sospecha que la verdad descansa en algún lugar entre esos dos polos.
Pero ¿cuál de las dos tesis es más probable que se acerque más a la verdad?
Uno de los problemas del enfoque de la agencia es central en la paradoja
dinámica del autoengaño. Los intentos a los que apela esta postura amenazan
con dar lugar a su propia destrucción. Si trato de conseguir creer que soy
buen conductor —no mejorando mis capacidades para conducir, sino
ignorando o minimizando quizá la evidencia de que soy mal conductor
mientras busco evidencia de que tengo grandes destrezas de conducción—,
¿no veré que los «fundamentos» de la creencia a la llego de este modo son
ilegítimos? ¿Y no me encontraré, por tanto, con que sigo aún sin tener la
creencia de que soy buen conductor? Una respuesta esperable es que los
«intentos» o esfuerzos a los que apela el enfoque de la agencia no son
esfuerzos conscientes y, por tanto, no necesariamente se interponen en el
camino hacia su propio éxito del modo que acabamos de imaginar. Si
deberíamos postular intentos inconscientes al tratar de explicar la creencia
motivacionalmente sesgada, y hasta qué punto deberíamos hacerlo, depende
de las alternativas existentes.
El principal problema para el enfoque de la antiagencia también está
conectado con la paradoja dinámica del autoengaño. Aparentemente,
encontramos dificultades al tratar de comprender cómo pueden formarse
creencias motivacionalmente sesgadas —o muchas de ellas— si no es por
medio de esfuerzos del tipo que postula el enfoque de la agencia. Por
ejemplo, ¿cómo puede mi deseo de que sea el caso que soy buen conductor
motivar que crea que soy buen conductor, si no es motivándome para tratar
de conseguir creerlo, o motivándome para intentar que me resulte más fácil
creerlo? 11 . Como mínimo, el enfoque de la antiagencia se enfrenta a un reto
evidente: ofrecer un enfoque alternativo del mecanismo, o de los
mecanismos, por medio de los cuales los deseos conducen a creencias
motivacionalmente sesgadas. Acepto este reto en los capítulos 2 y 3, al
desarrollar una visión sobre la naturaleza y etiología del autoengaño directo
cotidiano, y vuelvo sobre ello en el capítulo 4, al refutar una presunta
demostración empírica de autoengaño «estricto».
Desde un punto de vista ideal, para explorar los méritos de los enfoques de
la agencia y antiagencia, uno comenzaría con análisis que no sean
controvertidos de acción intencionada e intentar. Paul Moser y yo hemos
ofrecido un análisis de la acción intencionada (Mele y Moser, 1994), y
Frederick Adams y yo hemos ofrecido un enfoque del intentar (Adams y
Mele, 1992). Sin embargo, si considerase que estas propuestas no son
controvertidas, la hipótesis de que meramente me autoengaño sería bastante
generosa. Afortunadamente no se necesitan análisis completos de estas
nociones para los propósitos de este libro. Pero es necesario un trabajo
conceptual preliminar.
La cuestión acerca de cuánto control ha de tener un agente sobre un
resultado para que ese resultado pueda contar como intencionadamente
producido ha suscitado visiones sorprendentemente opuestas. De acuerdo con
Christopher Peacocke, «no se discute» que un agente que realice un intento
exitoso «de golpear una bola de críquet para que pase a través de un arco
distante», golpea intencionadamente la bola a través del arco (1985, pág. 69).
Pero Brian O’Shaughnessy mantiene que un novato que de modo similar
consiga dar en el blanco de una diana de dardos no da en la diana
intencionadamente (1980, pág. 325; cfr. Harman, 1986, pág. 92). Para los
objetivos de este libro, podemos soslayar este asunto conceptual
centrándonos en si los individuos que adquieren creencias de que p sesgadas
motivacionalmente intentan lograr la adquisición de la creencia de que p, o
intentan hacer que les resulte más fácil adquirir esas creencias. Si intentan
hacerlo, no es necesario que nos preocupemos por si el éxito de sus intentos
se debe a la suerte o a factores más allá del control de los agentes, para que
sea cierto que consiguen creer que p intencionadamente. (Intentar hacer A, tal
y como yo lo entiendo, no requiere realizar ningún esfuerzo especial para
hacer A. Cuando he tecleado la palabra «especial» hace un momento, estaba
intentando hacerlo, a pesar de que no encontré ninguna resistencia peculiar y
no hice ningún esfuerzo extraordinario para teclearla).
Además, si no intentan hacerlo, no creo que haya ningún sentido aceptable
de «intencionadamente» según el cual consigan creer intencionadamente que
p. Por desgracia, nos enfrentamos aquí a otra controversia en filosofía de la
acción. Algunos filósofos sostienen que se puede decir con propiedad que un
agente que intente hacer A, y reconozca que una consecuencia probable de
hacer A es hacer B, hace B intencionadamente (si hace B), incluso si no trata
de hacer B y si no le resulta en absoluto atractivo hacer B (por ejemplo, como
medio o como fin) e incluso si prefiere que hacer A no tenga como efecto
colateral hacer B (Bratman, 1987, caps. 8-10; Harman, 1976). Otros rechazan
esta idea defendiendo, a grandes rasgos, que dejando a un lado los intentos
mismos, sólo hacemos intencionadamente lo que intentamos hacer (Adams,
1986; McCann, 1986b, 1991; Mele y Moser, 1994; O’Shaughnessy, 1980).
Steven Sverdlik y yo hemos criticado los fundamentos de la primera teoría
(Mele y Sverdlik, 1996), y no voy a reabrir aquí el debate. Para los propósitos
presentes, la cuestión crucial es si las creencias motivadas con las que uno se
autoengaña son (necesariamente, siempre, o por lo común) creencias que
intenta alcanzar o provocar. Los teóricos que apuestan por una respuesta
afirmativa a menudo consideran que el intento involucrado —o las
intenciones asociadas— son inconscientes (Bermúdez, 1997; Martin, 1997;
Talbott, 1995, 1997), y yo supongo, en consecuencia, que los intentos e
intenciones inconscientes son posibles.
Engañarse a uno mismo intencionadamente es posible de modo no
problemático. Sin embargo, merece la pena señalar que los casos no
problemáticos se alejan de los casos de autoengaño cotidiano. Aquí va un
ejemplo: Ike, un bromista olvidadizo que es habilidoso imitando la escritura
de otros, ha engañado intencionadamente a algunos amigos escribiendo a
escondidas entradas falsas en sus diarios. Ike acaba de decidir engañarse a sí
mismo escribiendo una entrada falsa en su propio diario. Consciente de su
mala memoria, escribe bajo la fecha de hoy: «Hoy estuve especialmente
brillante en clase», contando con que olvidaría que lo que había escrito es
falso. Cuando revisa su diario semanas más tarde, Ike lee la frase y se forma
la creencia de que estuvo brillante en clase el día señalado. Si Ike engañó
intencionadamente a otros escribiendo entradas falsas en sus diarios, ¿qué nos
impide sostener que en el caso imaginado se engañó a sí mismo
intencionadamente? Intentó conseguir creer que p, que en aquel momento
sabía que era falso, y ejecutó la intención sin rodeos, causándose finalmente
la creencia de que p. Nuevamente, según una definición estándar, engañar
consiste en causar que alguien crea aquello que es falso; y el que Ike se cause
a sí mismo la creencia en esa falsedad concreta no es algo menos
intencionado que el causar que sus amigos crean falsedades (manipulando sus
diarios) 12 .
Sin duda el caso de Ike les choca a los lectores por ser marcadamente
distinto de los casos comunes de autoengaño, por ejemplo, el caso de la mujer
que cree erróneamente que su hijo no toma drogas (o que está sana o que su
marido no tiene una aventura) ante fuerte evidencia en contra. ¿Por qué es
así? La diferencia más obvia entre el caso de Ike y los ejemplos de
autoengaño cotidiano reside en la naturaleza abiertamente intencionada del
proyecto de Ike. Éste se dispone a engañarse conscientemente y ejecuta
intencionada y conscientemente un plan para hacerlo; los autoengañados
típicos se comportan de un modo bastante diferente 13 .
Esto sugiere que al tratar de construir casos hipotéticos que sean, al mismo
tiempo, casos paradigmáticos de autoengaño y casos de agentes que se
engañan a sí mismos intencionadamente, uno debería imaginar que las
intenciones de los agentes de engañarse a sí mismos permanecen de algún
modo ocultas para ellos. No quiero decir que sea imposible que existan
«intenciones ocultas». Nuestro concepto ordinario de intención puede dejar
espacio, por ejemplo, para intenciones «freudianas», ocultas en alguna
partición mental. Y si hay espacio conceptual para intenciones ocultas que
desempeñen un papel en el etiología del comportamiento, hay espacio
conceptual para intenciones ocultas de engañarnos, intenciones que pueden
influir en nuestro manejo de los datos. Tal y como yo lo veo, la afirmación de
que en el autoengaño ordinario 14 intervienen intenciones de engañarnos,
intenciones de producir o sostener ciertas creencias, o los intentos
correspondientes —normalmente intenciones o intentos ocultos para nosotros
—, es injustificada, pero no es incoherente. Sin negar que sean posibles casos
en los que haya una «intención oculta» de autoengaño o «intentos ocultos» de
autoengaño, un teórico debería preguntarse qué evidencia puede haber (en el
mundo real) de que en el autoengaño cotidiano intervengan intenciones o
intentos de engañarse, o de conseguir que a uno le resulte más sencillo creer
algo. ¿Existen datos que sólo puedan explicarse —o explicarse mejor— bajo
la hipótesis de que en ese tipo de autoengaño operan esa clase de intenciones
o intentos? La respuesta que defiendo en los capítulos siguientes es que no.
Resultará útil distinguir entre los tres siguientes tipos de actividades. Con
respecto a las actividades cognitivas que contribuyen a la creencia sesgada
motivacionalmente, hay diferencias significativas entre (1) las actividades no
intencionadas (por ejemplo, concentrarse sin querer en datos de cierto tipo),
(2) las actividades intencionadas (por ejemplo, concentrarse
intencionadamente en datos de cierto tipo), y (3) las actividades
intencionadas en las que uno se embarca como parte de un intento de
engañarse a uno mismo, o de causarse a uno mismo creer algo, o de
conseguir que a uno le resulte más fácil creer algo (por ejemplo, concentrarse
en datos de cierto tipo como parte de un intento de engañarse de modo que
uno llegue a creer que p). Muchas preocupaciones escépticas sobre la
existencia real del autoengaño están parcialmente motivadas por el supuesto
de que la actividad del tercer tipo es característica del autoengaño.
Hay una importante diferencia entre los tipos de actividad segundo y
tercero que merece destacarse. Imaginemos una niña de doce años, Beth,
cuyo padre murió hace unos meses. Beth puede sentirse reconfortada al traer
a su mente recuerdos agradables de cuando jugaba feliz con su padre, al mirar
fotos familiares de esas escenas y otras actividades similares. Igualmente,
puede encontrar desagradables los recuerdos de su padre dejándola de lado
para jugar a la pelota con sus hermanos, como hacía frecuentemente. De vez
en cuando, puede concentrar intencionadamente su atención en los recuerdos
agradables, detenerse intencionadamente en esas fotos y retirar la atención
intencionadamente de sus recuerdos de cuando quedaba al margen y de las
fotos de su padre jugando solamente con sus hermanos. Como consecuencia
de esas actividades, puede adquirir la creencia falsa e injustificada de que su
padre se preocupaba más profundamente por ella que por nadie. Si bien es
cierto que sus actividades cognitivas intencionadas pueden explicarse, en
parte, por el atractivo motivacional de la hipótesis de que ella era lo que él
más quería, no hace falta explicar esas actividades también por un deseo —y
mucho menos por una intención o un intento— de engañarse a sí misma de
modo que llegue a creer esta hipótesis, de causarse a sí misma esta creencia o
de hacer que le fuera más fácil creer estas cosas. No es necesario que las
actividades cognitivas intencionadas que contribuyen incluso de una forma
relativamente sencilla a una creencia motivacionalmente sesgada, falsa e
injustificada, se guíen por una intención de cualquiera de los tipos que
acabamos de mencionar, ni es necesario que involucren intentos asociados de
manipular lo que uno cree. Las actividades de Beth se pueden explicar bajo la
hipótesis de que estaba buscando experiencias agradables y evitando las
dolorosas sin tratar de influir de ninguna manera en lo que creía. Aún está por
ver que resulte verosímil que un caso como éste cuente como un ejemplo de
autoengaño.
Obviamente, la acción de un sujeto que intenta hacer algo puede tener un
resultado que él no intenta producir. Al tratar de encender la luz en una
cocina desconocida, Al intenta accionar el interruptor que tiene a su
izquierda, y lo consigue. Resulta que ese interruptor está conectado con el
triturador de basura. Así que Al enciende el triturador de basura, pero no
intenta hacerlo. Así mismo, Beth intenta concentrar su atención en ciertos
recuerdos y fotografías, e intenta evitar concentrarse en otras cosas, y lo
consigue. Quizás, al hacer estas cosas, también esté buscando consolarse. Las
actividades cognitivas de Beth la llevan a creer que su padre la quería más
que a nada. Pero, claramente, esto no implica que Beth esté intentando
inducirse esta creencia, o tratando de que le resulte más fácil adquirir esta
creencia —no en mayor medida de lo que implican que Al tratara de activar
el triturador de basura—.
Otra ilustración de la diferencia entre el segundo y tercer tipo de actividad
puede resultar útil: Donald Gorassini ha sugerido que hay una forma
intencionada de autoengaño bastante común (1997, pág. 116). Descrito de
modo neutral desde un punto de vista teórico, lo que Gorassini tiene en mente
son casos en los que una persona que carece de cierta cualidad —por
ejemplo, amabilidad— pero desea tenerla realmente, está motivada para
actuar como si la tuviese, y entonces infiere de su propia conducta que la
tiene. Analicé casos de este tipo anteriormente bajo la rúbrica «actuar como
si» (Mele, 1987a, págs. 151-158). Unas de las cosas que defendía era que la
motivación de un agente para actuar como si p puede tender diferentes tipos
de origen. Aquí van dos ejemplos: Ann cree que puede cultivar en sí misma
el rasgo de la amabilidad actuando como si fuera amable; de ese modo,
debido a que quiere volverse amable, decide embarcarse en un programa
consistente en hacer como si fuera amable, y actúa en consecuencia. Debido a
que a Bob le gustaría ser una persona generosa, le resultan agradables las
acciones que realiza asociadas con ese rasgo; por consiguiente, Bob tiene una
motivación hedónica para actuar como si fuera generoso, y a veces actúa en
consecuencia. A diferencia de Ann, Bob no trata de inculcarse el rasgo
deseado.
Existe considerable evidencia de que a menudo hacemos inferencias
acerca de nuestras cualidades sobre la base de nuestra propia conducta (véase,
por ejemplo, Bem, 1972). Es fácil imaginar que, tras un tiempo, Ann y Bob
infieren, en buena medida a partir de su conducta relevante, que tienen el
rasgo deseado, incluso pese a que de hecho carecen de él. Sin embargo, a
partir del hecho de que esos agentes deseen que p sea cierto, actúen
intencionadamente como si p debido en gran medida a su deseo de que p sea
el caso, y acaben por creer que p en gran parte como consecuencia de su
conducta intencionada, no se sigue que estuvieran intentado engañarse a sí
mismos de modo que llegasen a creer que p o que trataran de que les resultara
más sencillo creer que p. Ann puede haber intentado simplemente llegar a ser
amable y Bob meramente puede haber buscado el placer que le producen los
actos asociados a la generosidad.
En los casos en los que el deseo de que p y la conducta intencionada que
motiva conducen a creencias sesgadas sobre los propios rasgos a través de
una ruta con un mayor componente social, puede hacerse una apreciación que
está relacionada: un adolescente que desease fuertemente que fuera cierto que
es un líder natural, pero que careciera de la admiración de sus iguales, podría
considerar mucho más agradable la compañía de adolescentes más jóvenes e
impresionables. Su elección de compañeros más jóvenes motivada por
razones hedónicas puede dar lugar a una exposición selectiva a datos que
apoyan la hipótesis de que es un líder natural; los adolescentes más jóvenes
podrían adorarle. Esta elección y la retroalimentación social que ayuda a
generar pueden contribuir significativamente a su adquisición de la creencia
sesgada e injustificada acerca de su capacidad de liderazgo. Pero para
explicar lo que sucede en un caso de este tipo no es necesario suponer que el
chico trataba de llegar a creer que era un líder natural o que trataba de
conseguir que le resultara más fácil creerlo.
Las siguientes observaciones de David Pears y Donald Davidson sobre la
adquisición mediante autoengaño de una creencia motivacionalmente sesgada
son expresiones concisas de dos perspectivas diferentes de «agencia» del
fenómeno:
[Hay un] sub-sistema [...] construido alrededor del núcleo del deseo de la creencia irracional
y está organizado como una persona. Aunque es un centro de agencia separado dentro de la
persona completa, es, desde su propio punto de vista, completamente racional. Quiere que el
sistema principal se forme la creencia irracional y es consciente de que no se la formará si se
permite que intervenga la creencia admonitora [esto es, la creencia de que sería irracional que
formase la creencia deseada]. Así que con perfecta racionalidad, detiene su intervención (Pears,
1984, pág. 87).

Su razonamiento práctico es sencillo. En igualdad de condiciones, es mejor evitar el dolor;


creer que suspenderá el examen es doloroso; por tanto (en igualdad de condiciones) es mejor
evitar creer que suspenderá el examen. Dado que hacer el examen es condición de su problema,
esto significa que sería mejor creer que va aprobar. Hace cosas que favorezcan esta creencia
(Davidson, 1985, págs. 145-146).

Ambas posturas descansan en gran medida en la idea de que el único, o el


mejor, modo de dar cuenta de ciertos datos es mantener que la persona, o
algún centro de agencia dentro de la persona, trata de conseguir que la
persona, o algún «sistema» dentro de la persona, sostenga cierta creencia. En
los capítulos siguientes defiendo que podemos dar cuenta de los datos
relevantes de modos más plausibles y menos problemáticos.
Piénsese en un caso de autoengaño similar al que diagnostica Davidson en
el pasaje que acabamos de citar. Carlos «tiene buenas razones para creer» que
suspenderá el examen de conducir (pág. 145). «Ha suspendido las dos últimas
veces y su profesor le ha dicho cosas desalentadoras. Por otro lado, conoce
personalmente al examinador, y tiene fe en su propio encanto» (págs. 145-
146). «La idea de suspender de nuevo el examen es dolorosa para Carlos (de
hecho, a Carlos le resulta particularmente mortificante la idea de suspender
cualquier cosa)». Supongamos que la abrumadora mayoría de los sujetos
imparciales y cognitivamente similares a Carlos a los que se les presentase su
evidencia, creería que Carlos suspenderá el examen y que ninguno de ellos
creería que lo aprobará. (Quizás algunos de esos pares de Carlos que tuvieran
estándares especialmente altos para las creencias, no llegarían a formarse la
creencia). Aún así, con toda la evidencia en contra, Carlos cree que aprobará.
Como era de esperar, suspende.
Si el supuesto léxico 1 sobre el engaño fuera cierto (véase sección 2)
entonces, suponiendo que Carlos se autoengaña al creer que aprobará el
examen, en algún momento creyó que suspendería el examen. Sin embargo,
al acomodar los datos que se presentan en mi descripción del caso no hay una
necesidad evidente de suponer que Carlos poseyera esta creencia verdadera.
Quizá su autoengaño sea tal que no sólo adquiere la creencia de que aprobará
el examen, sino que nunca adquirió la creencia de que suspenderá. De hecho,
al menos a primera vista, parece que esto es cierto en muchos de los casos de
autoengaño. Según parece, al menos algunos padres que se autoengañan
creyendo que sus hijos no han tomado nunca drogas y algunas personas que
se autoengañan creyendo que sus cónyuges no han tenido aventuras, no
creyeron en ningún momento que hubieran pasado estas cosas. Debido al
autoengaño no han llegado a creer la verdad, y quizá nunca lo hagan.
Dicho esto, parece que hay casos en los que una persona que otrora creía
una verdad desagradable, p, más tarde se autoengañó y llegó a creer que ~p.
Por ejemplo, una madre que primero creía que su hijo tomaba drogas,
posteriormente acaba por creer que no las ha tomado nunca y se autoengaña
al creer esto último. ¿Exige este tipo de cambio mental un ejercicio de
agencia del tipo postulado por Pears o Davidson? ¿Queda al menos explicado
de un modo más plausible el cambio mental bajo la hipótesis de que hubo un
ejercicio de agencia de uno de estos tipos? Un teórico que le preste atención a
las descripciones fuertes sobre el papel de la agencia en el autoengaño que
ofrecen Pears y Davidson debería preguntarse, como mínimo, si las cosas son
de hecho tan sencillas.
A menudo se supone que, como ha señalado un filósofo, (1) «los deseos
no tienen fuerza explicativa sin creencias asociadas» que identifiquen los
medios, o medios aparentes, para la satisfacción de los deseos, y (2) esto es
parte de «la propia lógica explicativa creencia-deseo» (Foss, 1997, pág. 112).
Dejando a un lado los casos en los que se hace A que están motivados por
deseos intrínsecos de hacer A (esto es, deseos que toman el que uno haga A
como un fin), la afirmación 1 puede ser parte de la lógica explicativa
creencia-deseo de la acción intencionada 15 . Pero la afirmación no encaja
bien en el ámbito de la creencia motivacionalmente sesgada.
Recordemos la «encuesta a un millón de estudiantes de último curso» que
mostró, entre otras cosas, que «el 25% pensaba que estaba entre el 1% mejor»
respecto a la capacidad de relacionarse los demás (Gilovich, 1991, pág. 77).
Las cifras son sorprendentes, y una hipótesis plausible de ellas conlleva la
idea de que los deseos de que p pueden contribuir a creencias sesgadas de que
p. Si la afirmación 1 fuera cierta, que un estudiante desease que fuera el caso
que él tiene una capacidad superior para relacionarse con los demás, sólo
ayudaría a explicar su creencia de que es superior en esta área en
combinación con alguna creencia instrumental que vincule su creencia de que
es superior en esta área con la satisfacción de su deseo de ser superior. Pero
uno busca en vano creencias instrumentales que a la vez cumplan esa función
y se les puedan atribuir de manera generalizada a estudiantes de secundaria
de modo creíble. Quizá creer que uno tiene una mayor capacidad para
relacionarse con otros pueda ayudar a conseguir que uno sea de hecho
superior en este ámbito, y algunos estudiantes de bachillerato podrían creer
que así es. Pero es altamente improbable que la mayoría de los que albergan
la creencia motivacionalmente sesgada según la cual tienen una mayor
capacidad para relacionarse con otros, tenga, de hecho, esta creencia, en parte
porque desea que sea verdad que es superior en este ámbito y cree que
creyendo ser superior puede hacer que así sea. Y ninguna otra creencia
instrumental parece más prometedora.
¿Deberíamos inferir, entonces, que el deseo de que uno realmente tenga
una capacidad superior para relacionarse con los demás únicamente
desempeña un papel explicativo en relativamente pocas instancias de la
creencia falsa e injustificada de que se es superior en ese ámbito? En
absoluto. Hay evidencia empírica poderosa —parte de la cual se examina en
el capítulo 2—, de que el deseo de que p realiza una amplia contribución
causal en la adquisición y retención de creencias injustificadas de que p. Los
deseos que realizan este tipo de contribuciones forman parte de las
explicaciones causales de las creencias sesgadas pertinentes. Es un error
suponer que el papel característico que tienen los deseos en la explicación de
la acción intencionada es el único papel explicativo que pueden tener los
deseos.
Si Pears o Davidson están en lo cierto, en casos como el de la madre o el
de Carlos, probablemente están operando ejercicios de agencia similares en
un enorme número de estudiantes de bachillerato que creen que, respecto a la
capacidad para relacionarse con los demás, ellos forman parte «del 1%
superior» y en un gran número de profesores universitarios que se creen
mejores en lo que hacen que el promedio de sus colegas. Quizás el
autoengaño sea muy común, pero es altamente improbable que esto sea el
caso respecto de la automanipulación intencionada del tipo que describen
Pears y Davidson. Los teóricos inclinados a aceptar las afirmaciones 1 y 2
acerca de la fuerza explicativa de los deseos estarán predispuestos hacia
alguna versión del enfoque de la agencia respecto a la creencia
motivacionalmente sesgada y el autoengaño. Sin embargo, tal y como voy a
defender, los deseos contribuyen a la producción de creencias
motivacionalmente sesgadas —incluyendo aquí las creencias que uno
mantiene autoengañándose— de diversos modos bastante conocidos que
encajan con el modelo de antiagencia.

2 Véase, por ejemplo, Davidson (1985); Gur y Sackeim (1979); Haight (1980); Pears (1984); Quattrone
y Tversky (1984); y Trivers (1985).

3 En este caso, véase Barnes (1997, cap. 3); Dalgleish (1997, pág. 110); Lazar (1999, págs. 274-277); y
Pears (1984, págs. 42-44). Véase también Davidson (1985, pág. 144); Demos (1960, pág. 589);
McLaughlin (1988, pág. 40); y Mele (1987a, págs. 114-118.

4 Para esta afirmación, véase Bach (1981, pág. 364); Siegler (1968, pág. 161); y Szabados (1974, págs.
67-68).

5 Para esta afirmación más modesta, véase Gardiner (1970, pág. 242); Johnston (1988, pág. 67); Pears
(1984, pág. 42); y Sackeim y Gur (1985, pág. 1365).

6 Aquí (y en adelante) se presupone que se representan de la misma manera los casos de sustitución de
ambas ocurrencias de p. Me abstengo de comentar el rompecabezas de Kripke (1979) acerca de la
creencia.

7 Para una breve revisión de algunas publicaciones sobre esta paradoja, véase Mele (1987b, págs. 4, 8).

8 Una de las respuestas es la partición mental: la parte engañada de la mente no es consciente de lo que
pretende la parte que engaña. Véase Pears (1984; cfr. 1991) para una propuesta detallada de este tipo y
Davidson (1985; cfr. 1982) para una visión de la partición más modesta. Para una revisión crítica de
algunos enfoques particionistas del autoengaño, véase Johnston (1988); Mele (1987a, cap. 10); y Mele
(1987b, págs. 3-6).

9 Por cierto, entiendo el grado de creencia de que p como una cuestión del grado de confianza en que
p. Quien afirma que todas las creencias tienen grados en este sentido no se compromete con la idea de
que las probabilidades (de 0 a 1) estén entre los contenidos de todas las creencias.

10 En cuanto a los efectos de la motivación sobre el tiempo dedicado a la lectura de la información


amenazante, véase Baumeister y Cairns (1992).

11 Han de distinguirse dos usos de «motivar». En uno de sus usos, el que un deseo motive un curso de
acción o una creencia es una cuestión de que constituya una motivación para ese curso de acción o
creencia. Mi deseo de ir hoy a pescar constituye una motivación para que vaya de pesca, incluso si, al
desear más trabajar en este capítulo, renuncio a salir de pesca. En el otro uso, un deseo sólo motiva algo
si desempeña un papel en la producción de esa cosa. En este libro, uso «motivar» en el segundo
sentido.
12 Sobre escenarios «diferidos» de este tipo en general, véase Davidson (1985, pág. 145); McLaughlin
(1988, págs. 31-33); Mele (1983, págs. 374-375; 1987a, págs. 132-134); Sackeim (1988, pág. 156);
Sorensen (1985). En Mele (1983) describo, inspirándome en Pascal, un caso más realista en el que un
ateo infeliz, convencido de que sería mucho mejor creer en Dios, se dispone a causarse a sí mismo
conscientemente la creencia de que Dios existe asistiendo a eventos religiosos, reuniéndose con
personas religiosas y cosas por el estilo (págs. 374-375). Supongamos lo siguiente: que finalmente tiene
éxito; que Dios no existe; y que su evidencia proporciona una mayor justificación para la no-existencia
de Dios que para su existencia. En ese caso, afirmo, este sujeto se engaña a sí mismo y está
autoengañado.

13 Algunos lectores pueden encontrar atractiva la idea de que aunque Ike se engaña a sí mismo, esto no
es un caso de autoengaño en absoluto (cfr. Audi, 1997); Barnes (1997, págs. 110-117); Davidson (1985,
pág. 145); McLaughlin (1988). Imagínese que ese día Ike se hubiera sentido avergonzado por su
actuación en la clase y que conscientemente viera el comentario como algo irónico cuando lo escribió.
Imaginemos también que Ike desease con todas sus fuerzas verse a sí mismo como alguien
excepcionalmente inteligente y que este deseo ayudase a explicar que escribiera la frase. Si, en este
escenario, Ike llegara a creer más tarde que ese día estuvo brillante en clase sobre la base de una lectura
posterior de su diario, ¿se verían muchos de esos lectores más inclinados a ver el caso como un caso de
autoengaño?

14 Pears (1991) reacciona a la acusación de incoherencia, en respuesta a Johnston (1988).

15 Sobre la motivación de una acción intencionada A por un deseo intrínseco de A, véase Mele (1992,
cap. 6).
CAPÍTULO 2

Autoengaño directo cotidiano: algunos procesos


psicológicos

Como señalé en el capítulo 1, los casos estándar de autoengaño presentan


gente que erróneamente cree —a pesar de fuerte evidencia en contra— cosas
que desearía que fueran ciertas: por ejemplo, que sus hijos no toman drogas
ilegales o que ellos mismos están sanos. El autoengaño directo cotidiano es
considerado por lo general como un fenómeno motivado. Si resultase que está
motivado de tal manera que garantizase que quienes se autoengañan
empiezan creyendo que ~p y tratan de engañarse a sí mismos de modo que
crean que p, saldrían reforzados los teóricos que buscan un ajuste perfecto
entre el autoengaño y el engaño interpersonal estereotípico. Sin embargo,
como sostengo aquí y en los dos capítulos siguientes, es probable que lo que
ocurre en el autoengaño directo común sea consistente con el enfoque de la
antiagencia y sea más sutil y menos problemático de lo que implican los
modelos interpersonales. En este capítulo me centro en un conjunto de
procesos que contribuyen a las creencias motivacionalmente sesgadas,
incluyendo creencias que la gente adquiere autoengañándose.

1. DESEOS Y SESGOS

Nuestro deseo de que p puede contribuir de diversas maneras a nuestra


creencia de que p en los casos de autoengaño directo. Veamos cuatro
ejemplos 16 .
1. Malinterpretación negativa. Nuestro deseo de que p puede llevarnos a
malinterpretar ciertos datos como si no contasen en contra de p (o no
contasen mucho), cuando en ausencia de ese deseo reconoceríamos
fácilmente que cuentan (o cuentan mucho) en contra de p. Por ejemplo, Don
acaba de recibir una notificación de rechazo a una propuesta de artículo para
una revista. Espera que su artículo haya sido erróneamente rechazado, y
revisa con cuidado los comentarios que le han hecho. Don decide que los
revisores han malinterpretado cierto argumento crucial aunque complejo y
que por tanto sus objeciones no justifican el rechazo. Sin embargo, resulta
que las críticas de los evaluadores estaban completamente justificadas y, unos
días después, cuando Don relee su artículo y los comentarios de modo más
imparcial, le resulta evidente que el rechazo estaba justificado.
2. Malinterpretación positiva. Nuestro deseo de que p puede llevarnos a
interpretar ciertos datos como apoyo de p cuando en ausencia de ese deseo
reconoceríamos fácilmente que cuentan en contra de p. Por ejemplo, Sid le
tiene mucho cariño a Roz, una compañera de clase con la que estudia a
menudo. Como desea que realmente Roz le ame, puede interpretar su rechazo
a quedar y que le recuerde que tiene novio formal como un intento por su
parte de «hacerse de rogar» con el fin de animar a Sid a que continúe
insistiéndole y demuestre que su amor por ella se acerca al que ella siente por
él. Tal y como Sid interpreta la conducta de Roz, ésta no sólo no cuenta en
contra de la hipótesis de que le ama, sino que es evidencia a favor de la
verdad de la hipótesis.
3. Concentración/atención selectiva. Nuestro deseo de que p puede
llevarnos a no concentrar la atención sobre la evidencia contraria a p y a
hacerlo en cambio en evidencia favorable a p. Recordemos el ejemplo de
Beth, la niña cuyo padre murió de modo prematuro (cap. 1, sec. 3). Debido en
parte a su deseo de ser la favorita del padre, encuentra reconfortante centrarse
en recuerdos y fotografías que la sitúan en el centro del afecto de su padre, y
le resulta desagradable prestar atención a recuerdos y fotografías que sitúen a
otro hermano en esa situación. Consecuentemente, concentra su atención
sobre lo primero y no le presta atención a lo segundo.
4. Acopio selectivo de evidencia. Nuestro deseo de que p puede llevarnos a
pasar por alto evidencia de que ~p fácilmente obtenible, y a encontrar
evidencia de que p mucho menos accesible. Por ejemplo, Betty, que es
miembro de la dirección de una campaña política y cree sin fisuras en su
candidato, ha oído rumores desde la oposición acerca de que éste es sexista,
pero espera que no lo sea. Esa esperanza la motiva a rastrear en sus actas de
votaciones evidencia de su corrección política en materia de género y a
consultarle a la gente de su oficina de campaña acerca de su conducta
personal. Betty puede pasar por alto evidencia de peso y bastante obvia de
que su jefe es sexista —que de hecho lo es— incluso a pesar de que consiga
hallar evidencia menos obvia y con menos peso a favor de su opinión
preferida. El acopio selectivo de evidencia puede analizarse como una
combinación de hipersensibilidad a la evidencia (y a las fuentes de evidencia)
que favorece el estado de cosas deseado, y ceguera —que puede tener, por
supuesto, grados— a la evidencia contraria (y a sus fuentes) 17 .
En ninguno de estos ejemplos la persona sostiene la creencia verdadera de
que ~p y a continuación llega intencionadamente a creer que p. Pero, si
aceptamos que los sujetos hipotéticos de mis ejemplos adquieren de los
modos que hemos descrito creencias relevantes que son falsas e
injustificadas, estamos ante casos comunes de autoengaño 18 . Don se
autoengaña al creer que su artículo fue erróneamente rechazado, Sid se
autoengaña al creer ciertas cosas sobre Roz, etc.
Cuando menos, tenemos una concepción intuitiva de cómo un deseo de
que p puede desencadenar y mantener cada uno de los cuatro procesos que
acabo de describir y que conducen a la creencia sesgada de que p. Esta
comprensión es mayor en el caso en que uno se concentra o presta atención
de manera selectiva. Podemos entender por qué, debido al deseo de que su
padre la quisiera más que nadie, Beth encuentra agradable prestar atención a
las fotografías y recuerdos que la presentan como objeto del afecto de su
padre, y doloroso atender a fotografías y recuerdos que sitúan a otros en el
lugar que ella aprecia. También sabemos que la gente tiende a buscar el
placer y evitar el dolor y que algunas actividades que involucran a la atención
son bastante placenteras o dolorosas. Además, cuando menos tenemos una
comprensión intuitiva acerca de cómo prestar atención selectivamente a la
evidencia de que p puede incrementar la posibilidad de que uno llegue a
adquirir la creencia de que p. Pero ¿cómo es que los deseos desencadenan y
mantienen los dos tipos de error interpretativo y el acopio selectivo de
evidencia, y conducen por tanto a creencias sesgadas de que p? No se trata de
que esas actividades sean intrínsecamente agradables, como puede ser
intrínsecamente agradable centrarse en recuerdos agradables, por ejemplo. La
respuesta reside en otro lugar.
Las creencias que adquirimos o mantenemos autoengañados son una
especie de creencias sesgadas. En el autoengaño el sesgo es, según una visión
muy extendida, motivado. Aun así, resulta instructivo prestar atención a
algunas fuentes de creencia de sesgo no motivado o «en frío». Presento tres
fuentes que se han identificado en la literatura psicológica:
1. Vivacidad de la información. A menudo la vivacidad de un dato para un
individuo es una función de los intereses del individuo, de la concreción del
dato, de su poder para «provocar imágenes» o de su proximidad sensorial,
temporal o espacial (Nisbett y Ross, 1980, pág. 45). Es más fácil reconocer,
prestar atención y recordar datos vívidos que pálidos. Por consiguiente, los
datos vívidos tienden a tener una influencia desproporcionada en la
formación y retención de creencias 19 .
2. El heurístico de disponibilidad. Cuando nos formamos creencias sobre
la frecuencia, la probabilidad o las causas de un suceso, «a menudo podemos
estar influidos por la disponibilidad relativa de los objetos o sucesos, esto es,
su disponibilidad en el proceso de percepción, recuerdo o construcción desde
la imaginación» (Nisbett y Ross, 1980, pág. 18). Por ejemplo, podemos creer
erróneamente que el número de palabras inglesas que comienzan con r supera
con creces el número de las que tienen la r en tercera posición, porque nos
resulta mucho más sencillo formar palabras sobre la base de una búsqueda
por la primera letra (Tversky y Kahnemann, 1973). De un modo similar, los
intentos de localizar la(s) causa(s) de un suceso están significativamente
influidos por manipulaciones que concentran nuestra atención en una causa
potencial específica (Nisbett y Ross, 1980, pág. 22; Taylor y Fiske, 1975,
1978).
3. El sesgo confirmatorio. La gente que evalúa hipótesis tiende a buscar
más a menudo (en la memoria y en el mundo) casos que las confirmen que
casos que las cancelen y a reconocer los primeros más rápido (Baron, 1988,
págs. 259-265; Klayman y Ha, 1987; Nisbett y Ross, 1980, págs. 181-182),
incluso cuando se trata de una hipótesis tentativa (en tanto que opuesta, por
ejemplo, a una creencia que efectivamente se tiene). El fenómeno se ha
observado también en la interpretación de datos relativamente neutros. Por
ejemplo,
los sujetos que comprobaban la hipótesis de que una persona estaba enfadada interpretaron la
expresión facial de esta persona como manifestación de enfado, mientras que los sujetos que
comprobaban la hipótesis de que la persona era feliz interpretaron la misma expresión facial
como manifestación de felicidad (Trope, Gervey y Liberman, 1997, pág. 115).

Las implicaciones del sesgo confirmatorio en la retención y formación de


creencias son obvias.
Consecuentemente, a veces los datos más vívidos o disponibles tienen
mayor valor evidencial; la influencia de tales datos no siempre supone un
sesgo. La principal observación que hemos de realizar es que, aunque las
fuentes de la creencia sesgada pueden funcionar independientemente de la
motivación, la motivación también las puede desencadenar y mantener en la
producción de creencias particulares sesgadas motivacionalmente 20 . Por
ejemplo, la motivación puede incrementar la vivacidad o la prominencia de
ciertos datos. Los datos que cuentan a favor de la verdad de una hipótesis que
uno desearía que fuera cierta podrían interpretarse como más vívidos o
prominentes dado que uno reconoce que cuentan de ese modo; y dado que es
más probable que se reconozcan y recuerden los datos vívidos y prominentes,
éstos tienden a estar más «disponibles» que sus semejantes más pálidos. De
modo similar, la motivación puede influir sobre qué hipótesis se le ocurren a
uno y afectar a la prominencia de las hipótesis disponibles, sentando de ese
modo las bases del sesgo confirmatorio 21 . Dado que es más agradable
contemplar las hipótesis favorables que las desfavorables, y que aquellas
tienden a acudir más rápido a la mente, el deseo de que p incrementa la
probabilidad de que la evaluación de hipótesis se concentre más en p que en
~p (Trope y Liberman, 1996, pág. 258; Trope et al., 1997, pág. 113). La
motivación que desencadena y mantiene el sesgo confirmatorio favorece una
conducta cognitiva que rechazan los epistemólogos. Al menos en algunos
ejemplos efectivos de autoengaño, las falsas creencias adquiridas frente a
evidencia en contra más pesada se pueden producir o mantener en virtud de
fenómenos motivados similares a los descritos. Y el autoengaño, en estos
casos, no requiere en absoluto que los agentes tengan la intención o traten de
engañarse a sí mismos, o que tengan la intención o traten de causarse o
retener ciertas creencias, o que comiencen creyendo algo y acaben por dejar
de creerlo. Obviamente el sesgo en frío no es intencionado y, en
determinados casos, la motivación puede iniciar y mantener el
funcionamiento de mecanismos como los que hemos descrito con
independencia de cualquier intención o intento de engañar.
Mi mención del sustento motivacional del funcionamiento de estos
mecanismos requiere una breve explicación: un deseo fugaz que incremente
momentáneamente la vivacidad o disponibilidad de un dato, o que sugiera
una hipótesis fugaz, no tendrá, en igualdad de condiciones, un efecto ni de
lejos tan fuerte sobre la adquisición de creencias como un deseo de una
duración significativamente mayor. Sid, que desea que Roz se sienta
románticamente atraída por él, puede encontrar evidencia de esta atracción
especialmente vívida y disponible mientras el deseo persista. Con el tiempo,
en parte debido a esas características de la evidencia, puede llegar a creer que
ella le ama. Pero si después de un tiempo cesara el deseo relevante (quizá
porque de repente se enamore perdidamente de Rachel), esperaríamos un
descenso en la vivacidad y disponibilidad de la evidencia en cuestión sobre
Roz y, si el resto permanece igual, un descenso correspondiente en la
probabilidad de que llegue a adquirir la creencia en cuestión.
No es un misterio cómo pueden contribuir el sesgo confirmatorio, el
heurístico de disponibilidad y la vivacidad de la información a los dos tipos
de error interpretativo y a los dos tipos de selectividad que he señalado. El
sesgo confirmatorio tiene efectos predecibles que incrementan la probabilidad
de una interpretación sesgada y de una atención y acopio de evidencia
selectivos. Lo mismo puede decirse respecto a los efectos de la motivación
sobre la disponibilidad y vivacidad de los datos. Pero hay mucha más historia
que contar sobre la creencia sesgada motivacionalmente, como comienzo a
explicar en la siguiente sección.

2. UN MODELO PARA LA EVALUACIÓN DE HIPÓTESIS COTIDIANAS

Algunos modelos útiles y recientes de evaluación de hipótesis cotidianas


están diseñados para dar cuenta de la evidencia de la creencia sesgada
motivacionalmente. El análisis de «evaluación de hipótesis corrientes» de
James Friedrich, conocido como «detección y minimización del error
primario» (primary error detection and minimization, PEDMIN) es uno de
estos modelos (1993). Friedrich sostiene que «de hecho, el principio central
de organización en la evaluación de hipótesis corrientes es la detección y
minimización de errores cruciales» (pág. 299). Los sujetos son «razonadores
pragmáticos más preocupados por minimizar errores cruciales o
equivocaciones que por evaluar en busca de la verdad» (pág. 304). Yaacov
Trope y Akiva Liberman (1996) han propuesto un modelo similar. Por
razones de economía, combino sus ideas centrales en el modelo Friedrich-
Trope-Liberman (FTL).
Según el enfoque de Friedrich, quienes evalúan hipótesis corrientes
proceden como lo hacen en parte porque quieren evitar o minimizar «errores
costosos» (1993, pág. 300). Sin embargo, esto no significa que al evaluar
hipótesis como lo hacen, quienes evalúan hipótesis corrientes ansíen
minimizar conscientemente ciertos errores, o tan siquiera traten de minimizar
inconscientemente esos errores. Friedrich escribe:
Aunque un análisis PEDMIN es en cierto modo un tipo de modelo de «valor esperado de la
información» para la evaluación de hipótesis, eso no significa que estas computaciones se
produzcan de modo consciente y meditado. De hecho, una vez que se delimita el problema y
emergen los errores particulares, las estrategias pueden ser bastante automáticas e inflexibles,
reflejando quizá la intervención de evolucionadas adaptaciones cognitivas a un conjunto de
problemas biológicamente significativo (pág. 317).

Las presiones de selección evolutiva bien pueden haber favorecido el desarrollo de


estrategias de evaluación automáticas que se pongan en marcha una vez que un daño
significativo o un error potencial se vuelven prominentes y primarios (pág. 313).

Compárese este comentario con mis argumentos sobre los mecanismos de


sesgo en frío que se desencadenan y sostienen motivacionalmente.
Respecto a esta conexión resulta útil una consideración ulterior sobre el
sesgo confirmatorio. Dada la tendencia que supone este sesgo, un deseo de
que p —por ejemplo, que nuestro hijo no tome drogas— puede, dependiendo
del resto de deseos que tengamos en ese momento y la calidad de nuestra
evidencia, favorecer la adquisición o la retención de una creencia sesgada de
que p al llevarnos a evaluar la hipótesis de que p, en tanto que opuesta a la
hipótesis de que ~p, y a mantener tal evaluación. El papel del deseo en la
producción de la creencia sesgada consiste en provocar y sostener la
evaluación de una hipótesis específica. Con la hipótesis en cuestión de que
nuestro hijo no está experimentando con drogas, sería más probable que uno
busque, reconozca y preste atención a la evidencia a favor de esta hipótesis
que a la evidencia en su contra, y más probable, así mismo, que interprete
datos relativamente neutros como si apoyasen la hipótesis en lugar de
desafiarla. Esto obviamente incrementará la probabilidad de que uno acabe
por creer (o continúe creyendo) que su hijo no toma drogas. Y aunque el
proceso se desencadena y sostiene por el deseo de que nuestro hijo no tome
drogas, no es necesario suponer que lo que ocurre es parte de un intento de
conseguir alcanzar la creencia de que nuestro hijo no consume drogas, o un
esfuerzo por incrementar la probabilidad de que uno llegue a creerlo, o un
esfuerzo por reducir la probabilidad de que uno crea (falsamente) que su hijo
realmente las toma. Más bien, desde una perspectiva como la de Friedrich, en
un caso como éste la motivación desencadena y sostiene la intervención de
un hábito que es en sí mismo puramente cognitivo.
Unas veces generamos nuestras propias hipótesis y otras veces son otros
los que nos las sugieren, incluyendo algunas muy desagradables. Si de modo
habitual la gente se concentrase principalmente en los ejemplos que
confirman las hipótesis que evalúan, independientemente de lo que estuviese
en juego, esto indicaría que el efecto de la motivación en la constrastación de
hipótesis se restringe al papel que desempeña para influir sobre qué hipótesis
evaluamos (principalmente) y que la motivación no desempeña nunca un
papel aparte para influir en la proporción de atención que le prestamos a la
evidencia a favor de la falsedad de la hipótesis. Sin embargo, Friedrich
presenta evidencia de que el «sesgo confirmatorio» es bastante menos rígido.
Por ejemplo, en un estudio (Gigerenzer y Hug, 1992) se les pide a dos grupos
de sujetos que evalúen «reglas de un contrato social tales como “Si alguien
pasa la noche en la cabaña, entonces esa persona debe traer un haz de leña”»
(Friedrich, 1993, pág. 313). El grupo al que se le pidió que adoptase «la
perspectiva de un guardia de la cabaña que vigilara el cumplimiento» mostró
una «frecuencia extremadamente alta» en la evaluación de casos de
disconfirmación (esto es, de gente que pasaba la noche en la cabaña pero no
traía leña). El otro grupo, al que se le pidió que «tomara la perspectiva de un
visitante que trataba de determinar» si eran los propios visitantes o un club
local quienes aportaban la leña, mostró el típico sesgo confirmatorio. Tal
flexibilidad o variabilidad en las estrategias evaluativas es un indicador de
susceptibilidad a la influencia motivacional (véase Mele, 1995, págs. 35-36).
Esta influencia en la evaluación de hipótesis corrientes no consiste en que la
motivación provoque esfuerzos para alcanzar conclusiones particulares. Ni
tampoco en el enfoque PEDMIN, tal y como yo lo interpreto, quienes
evalúan hipótesis se guían más por una intención de minimizar errores
cruciales que por determinar si la hipótesis es verdadera a o falsa. Más bien,
la influencia de la motivación sobre ellos es tal que tienden a evaluar la
verdad y falsedad de las hipótesis de modo que se minimicen esos errores.
Por ejemplo, los sujetos que adoptan la perspectiva de un guardia de la
cabaña evalúan la precisión de la aseveración condicional buscando
infractores, lo que tenderá a reducir un tipo de error relevante.
Hay una aplicación sencilla del análisis PEDMIN al autoengaño y el
propio Friedrich la articula: sugiere que, al evaluar hipótesis relacionadas con
la autoestima o la autoimagen,
un candidato ideal y preocupante para el error primario es creer que algo que [nos] conduce a
criticar[nos] equivocadamente o a bajar[nos] la autoestima es cierto. Dichos costes son por lo
general muy notables y se pagan de inmediato en términos de malestar psicológico. Cuando hay
pocos costes asociados con los errores del autoengaño (preservar o mejorar de forma
inapropiada la propia imagen de uno mismo), revisar la propia imagen de uno mismo a la baja
erróneamente o no ser capaz de estimularla de un modo adecuado, debería considerarse el
principal error (1993, pág. 314).

El autoengaño podría [...] darse al margen de un [...] método de evaluación que reflejase una
falta de preocupación razonable por los errores asociados con el que uno se conceda a sí mismo
el beneficio de la duda (1993, pág. 314).

Trope y Liberman (1996) ofrecen una visión bastante precisa de los costes
relevantes en la evaluación de hipótesis al construir un modelo de
razonamiento cotidiano que recuerda al modelo PEDMIN de Friedrich. Un
elemento central del modelo de Trope y Liberman es la noción de «umbral de
confianza», o de «umbral», para abreviar. Cuanto más bajo es el umbral, más
escasa es la evidencia requerida para alcanzarlo. Hay dos umbrales relevantes
para cada hipótesis:
El umbral de aceptación es la confianza mínima en la verdad de la hipótesis que se requiere
antes de aceptarla, en lugar de continuar evaluándola, y el umbral de rechazo es la confianza
mínima en la falsedad de una hipótesis que se requiere antes de rechazarla y dejar la evaluación
(pág. 253).
Trope y Liberman sostienen que a menudo los dos umbrales no son
igualmente exigentes y que los umbrales de aceptación y rechazo dependen
«principalmente» «del coste de la falsa aceptación relativo al coste de la
información» y «del coste del falso rechazo relativo al coste de la
información» (pág. 253).
Los diversos costes relevantes se conciben como sigue: el «coste de
información» es simplemente el conjunto de «recursos y esfuerzo» requeridos
para adquirir y procesar «información relevante para la hipótesis» (pág. 252).
El coste de la falsa aceptación de la hipótesis p es una medida de la
importancia subjetiva que tiene para el individuo evitar creer falsamente que
p 22 . Y de modo similar, el coste del falso rechazo de la misma hipótesis
parece ser una medida de la importancia subjetiva de evitar creer falsamente
que ~p 23 .
Obviamente, el coste real de un suceso o de un estado puede divergir
ampliamente del coste que sería razonable esperar en caso de que ese suceso
ocurriese o se diese ese estado. El coste real de que alguien crea falsamente
que p puede resultar bastante sorprendente: un maníaco puede acechar a
escondidas y matar a gente que crea (falsamente, por supuesto) que Virginia
occidental está en el oeste de los Estados Unidos. Ésta no es la noción de
coste que tienen en mente Friedrich o Trope y Liberman respecto a los
«errores inferenciales». Más bien, los costes de la falsa aceptación o del falso
rechazo de una hipótesis, tal y como yo entiendo a estos autores, son los
costes (incluyendo oportunidades perdidas de ganancias) que sería razonable
que un agente esperase tener, dados los deseos y creencias del agente, si el
agente tuviera expectativas acerca de tales cosas. Una vez señalado esto, me
parece bien hacer uso del término de Trope y Liberman, «coste» 24 .
La encuesta que mencioné en el capítulo 1 proporciona una base para un
ejemplo simple de costes divergentes, y más en concreto, para la falsa
aceptación y el falso rechazo de una hipótesis. Es probable que para la mayor
parte de la gente que desearía tener realmente una capacidad de liderazgo por
encima de la media (o ser más simpático que la media, o ser mejor en su
trabajo que el promedio de sus compañeros), el coste de creer falsamente que
no está por encima de la media sea considerablemente mayor que el coste de
creer falsamente que está por encima de la media. Si adoptase la creencia de
que carece de la propiedad en cuestión (sea verdadera o falsa la creencia)
cuando menos pagaría un precio hedónico relativamente inmediato y
significativo, y sería generalmente bastante inocuo que adquiriese la creencia
falsa de que tiene esa propiedad. Nótese que si Trope y Liberman están en lo
cierto, entonces, en igualdad de condiciones, esta gente tendrá un umbral
significativamente más bajo para aceptar la proposición en cuestión que para
rechazarla.
El modelo FTL adopta una «perspectiva pragmática» de acuerdo con la
cual «la evaluación de hipótesis está motivada por el coste de los errores de
inferencia (aceptación o rechazo falso de hipótesis) relativo al coste de
información» (Trope y Liberman, 1996, pág. 240) —o motivada, para ser
más precisos, por aversiones a los costes—. «[L]as hipótesis deseables e
indeseables producen a menudo costes de error asimétricos» (pág. 240). La
suma para un individuo de los costes de aceptar falsamente o rechazar
falsamente una hipótesis p «representa la motivación global del evaluador de
la hipótesis» respecto a la evaluación de p (pág. 252). Dejando a un lado el
coste de la información, «una alta motivación global podría llevar» a la gente
a considerar y evaluar tanto hipótesis deseables como hipótesis alternativas
(Trope y Liberman, pág. 240; cfr. Trope et al., 1997, pág. 116). Aun así, los
costes asimétricos, o las aversiones asimétricas a los costes relevantes,
«sesgarán la evaluación de hipótesis al motivar [a los sujetos] para que estén
más atentos para evitar el error más costoso» (Trope y Liberman, pág. 240;
cfr. Friedrich, 1993). Además, los costes del error también «afectan a la
evaluación de hipótesis [...] mediante la determinación del extremo de los
umbrales de aceptación y rechazo» (Trope y Liberman, pág. 264), y si los
umbrales de aceptación y rechazo de una hipótesis no son iguales, el
individuo llegará «más fácilmente a una conclusión que» a la otra (pág. 252).
Obviamente, los costes del rechazo de una hipótesis verdadera y de
aceptar una falsa son costes relativos a la propia condición motivacional del
individuo. Para los padres que esperan con fervor que su hijo haya sido
erróneamente acusado de traición, el coste de rechazar la hipótesis verdadera
de que es inocente (una angustia emocional considerable) puede ser mucho
más alto que el coste de aceptar la hipótesis falsa de que es inocente. Sin
embargo, para el equipo de agentes de inteligencia de la CIA al que pertenece
su hijo, el coste de aceptar la hipótesis falsa de que es inocente (un riesgo
personal considerable) puede ser mucho mayor que el coste de rechazar la
hipótesis verdadera de que es inocente —incluso si desean que realmente sea
inocente—. Nuevamente, cuanto más bajo es el umbral, más escasa es la
evidencia requerida para alcanzarlo. Así que, si Trope y Liberman están en lo
cierto, sólo con influir en los umbrales de aceptación y rechazo los deseos
pueden influir en algunas ocasiones en lo que acabamos creyendo. Además,
en la medida en que los costes del error moldeados por un deseo influyen en
cómo evaluamos las hipótesis, influyen a su vez en lo que acabamos
creyendo. Volveré sobre ambas cuestiones en breve.

Trope y Liberman, siguiendo a Kruglanski (1989), dividen «el proceso de


evaluación de hipótesis» en dos: la «generación de una hipótesis y su
evaluación» (1996, pág. 240). La generación de una hipótesis que se va a
someter a prueba es sólo cuestión de que la hipótesis venga a la mente. La
evaluación de una hipótesis incluye llegar a tener una noción de sus
implicaciones, hacer acopio de información, «interpretar o categorizar» la
evidencia reunida y realizar inferencias sobre la verdad o falsedad de la
hipótesis sobre la base de la evidencia interpretada (págs. 240-241). Los
deseos pueden sesgar el proceso en cualquiera de las partes de esta división.
Podría resultar útil otra ilustración de la evaluación sesgada
motivacionalmente. Bob desea ser realmente el mejor tercer base de su liga.
En parte debido a ese deseo, tiene un umbral más bajo para creer que lo es
que para creer que no. Bob examina las estadísticas de la competición y
decide, acertadamente, que su mayor rival es Carl. Bob y Carl tienen el
mismo porcentaje de fildeo, pero Carl tiene algunos home runs más (28 frente
a 25), varias carreras impulsadas más (70 frente a 62), y un promedio de
bateo más alto (.370 frente a .345). Sin embargo, el equipo de Carl es mucho
mejor que el de Bob y, como Bob sabe, los jugadores que juegan en mejores
equipos suelen tener más oportunidades de batear, de hacer carreras
impulsadas (porque sus compañeros suelen estar más a menudo en la base) y
de batear home runs (porque, en determinadas situaciones, los lanzadores le
darán una base por bolas intencional a los bateadores excelentes para poder
lanzar a un bateador más débil). Bob tiene en cuenta todo esto y más, y llega
a creer que es mejor jugador que Carl. Sin embargo, resulta que un comité de
expertos decide correctamente que Carl es el mejor jugador, y seleccionan a
Bob como tercera base reserva para el equipo del all-star. También tienen en
cuenta el hecho de que el equipo de Carl es muy superior al de Bob, pero
asimismo se percatan de que Carl bateó muchas menos veces que Bob (250
frente a 320). (El entrenador de Carl a menudo le dio descanso ante equipos
modestos). Están impresionados por el hecho de que, dada esta estadística,
Carl aún superase a Bob en home runs y carreras impulsadas.
Bajo el modelo FTL, que Bob llegue a la conclusión que llega se explica
en gran parte porque tiene un umbral más bajo para creer que es mejor que
Carl que para creer que no lo es, y a su vez esto se explica en gran medida
por su deseo de ser realmente el mejor jugador. Dada la diferencia de
umbrales, la adquisición por parte de Bob de la creencia de que es mejor
jugador exige menor apoyo evidencial que la adquisición de la creencia de
que esto no es así. Quizás el reconocimiento por parte de Bob de que sus
estadísticas son casi tan buenas como las de Carl, junto con su observación de
que los jugadores que juegan en mejores equipos suelen tener más
oportunidades para hacer carreras impulsadas y home runs, sea suficiente
para que Bob supere el umbral de la creencia de que es mejor jugador. Una
vez llegado a este punto, puede que ni siquiera dejase de pensar en las
implicaciones de que Carl haya bateado muchas menos veces.
La creencia de Bob de que es mejor jugador que Carl ciertamente parece
estar sesgada motivacionalmente. Y no es necesario suponer que Bob tratara
de llegar a creer, o intentara que le resultara más sencillo creer, que es mejor
jugador, o que intentara reducir la probabilidad de creer que Carl es mejor
jugador que él. El modelo FTL puede dar cuenta de que llegara a la creencia a
la que llegó sin suponer que se llevaron a cabo semejantes ejercicios de
agencia.
No es necesario abrazar el modelo FTL de puesta a prueba de hipótesis
corrientes en toda su extensión para los objetivos que persigo en este libro. Es
una suerte, porque hay razones para tener cautela con el modelo. Si, como
afirma Friedrich, «quienes evalúan hipótesis corrientes [...] están siempre
motivados en una dirección, en el sentido de que se preocupan por ciertos
errores particulares mientras que ignoran relativamente otros» (1993, pág.
300) 25 , los casos de sesgo confirmatorio han de quedar uniformemente
explicados al menos en parte en términos de motivación PEDMIN —
motivación para minimizar errores cruciales—. Pero con los datos que
discute resulta consistente que, por ejemplo, cuando se evalúan hipótesis de
la forma «Más As que no-As son Bs», una atención desproporcionada a los
As, o a los As que son Bs, constituya a menudo una manifestación no
motivada de un hábito puramente cognitivo y que la motivación PEDMIN (o,
a veces la preponderancia no motivada de determinados errores posibles) 26
explique la atención adecuada desde un punto de vista lógico que le prestan a
los no-A quienes evalúan hipótesis corrientes. En muchas ocasiones el sesgo
confirmatorio presente en oraciones con esta forma podría manifestar un
mecanismo cognitivo por defecto o un hábito que la motivación ni
desencadena ni mantiene; la motivación PEDMIN podría anteponerse a ese
mecanismo por defecto en casos en los que al individuo le resulta importante
detectar una hipótesis falsa 27 .
Aunque Friedrich es consciente de que el razonamiento de quienes
evalúan hipótesis corrientes concuerda a veces con el procedimiento
científico canónico o lógico, sostiene que probablemente esto es un
«subproducto» de la motivación PEDMIN (pág. 313) 28 . Ahora bien, respecto
de muchas proposiciones p, puede sernos indiferente evitar creer falsamente
que p es verdad y evitar creer falsamente que p es falso. En estos casos, si
uno está motivado para evitar un error relevante, podría ser simplemente el
error de adquirir una creencia falsa sobre p, y a veces las circunstancias son
tales que evaluar específicamente la verdad de p no resulta ni más fácil ni
más difícil que evaluar específicamente su falsedad. En algunos de estos
casos, el pensamiento que uno tenga puede concordar con los procedimientos
adecuados y dar como resultado una creencia sobre p. Pero, entonces, ¿por
qué deberíamos suponer que en estos casos nuestro pensar está motivado por
una preocupación por minimizar errores cruciales en lugar de por una
preocupación por descubrir la verdad (de un modo eficiente)? Después de
todo, en estos casos nuestra conducta cognitiva es consistente con cualquiera
de las dos hipótesis motivacionales rivales. Puede sugerirse que, dado que
hay evidencia de motivación PEDMIN en otros casos, hay una presunción a
favor de que esté presente también en estos casos. Pero, a buen seguro, es
posible que los dos tipos de motivación sean relevantes para la evaluación de
hipótesis corrientes —la motivación PEDMIN y la motivación para descubrir
la verdad de una proposición—, e incluso que en algunos casos ambos tipos
estén operativos simultáneamente.
Podría defenderse que la motivación para descubrir la verdad sobre p es
motivación PEDMIN, ya que querer descubrir la verdad sobre p es una forma
de querer evitar ciertos errores, a saber: el error de no creer que p si p es
cierto, y el error de no creer que ~p si ~p es cierto. Pero esta afirmación
socavaría la idea de que la motivación PEDMIN, en tanto que opuesta a la
motivación para descubrir la verdad, está actuando en un momento dado. La
afirmación implica que cuando la motivación para descubrir la verdad se
encuentra operativa, es un caso de motivación PEDMIN.
Los advertencias que acabo de hacer son consistentes con una versión
moderada del modelo de FTL que se ha mostrado bastante útil en la
comprensión del autoengaño cotidiano. En la sección 1 identifiqué cuatro
formas en las que nuestro deseo de que p puede contribuir en los casos de
autoengaño a nuestra creencia de que p: malinterpretación negativa,
malinterpretación positiva, concentración o atención selectivas, y acopio
selectivo de evidencia. Hay un aspecto del modelo FTL que ayuda a explicar
por qué los deseos de que p desencadenan y mantienen a veces actividades
cognitivas de este tipo. La gente tiende a evaluar las hipótesis de formas que
minimicen los errores que son costosos, y, debido en parte al lugar que ocupa
el deseo de que p en la economía motivacional del agente en ese momento, en
ese momento sería un error más costoso en un porcentaje significativo de los
casos creer falsamente que ~p que creer falsamente que p. Por ejemplo,
cuando Don recibe la nota del rechazo del artículo que envió a la revista,
desea que éste haya sido rechazado por error, y su economía motivacional en
ese momento es tal que creer falsamente que fue rechazado con razón sería
más costoso «en términos de malestar psicológico» (Friedrich, 1993, pág.
314) que creer falsamente que fue rechazado por error. Por tanto, dado que su
evidencia para la proposición de que el artículo fue correctamente rechazado
no es abrumadora, tenderá a interpretar los datos de manera que aumenten la
posibilidad de llegar a creer que el texto fue rechazado erróneamente.
Esta tendencia nos ayuda a comprender cómo Don puede adquirir la
creencia de que su artículo fue erróneamente rechazado pese a la considerable
evidencia en contra. Hay otro aspecto del modelo FTL que contribuye
también a su comprensión. Es posible que, como defienden Trope y
Liberman, tengamos «umbrales de confianza» para la aceptación y rechazo
de proposiciones, que esos umbrales estén influidos por nuestros deseos,
cuando menos del modo que ellos identifican a grandes rasgos y,
consecuentemente, que a veces tengamos un umbral de aceptación para una
proposición p considerablemente más bajo o más alto que nuestro umbral de
rechazo para p. Bajo la hipótesis de que Trope y Liberman estén en lo cierto,
es probable que (en el momento relevante) el umbral de Don para creer que
su artículo fue erróneamente rechazado fuera considerablemente más bajo
que su umbral para creer que fue correctamente rechazado. Por consiguiente,
la probabilidad de que llegue a creer que fue erróneamente rechazado
aumenta.
Aunque he ilustrado las dos observaciones que acabamos de ver con el
ejemplo de malinterpretación negativa de Don, las observaciones también se
aplican fácilmente a la malinterpretación positiva y los dos tipos de
selectividad. La evaluación de hipótesis no sólo abarca la interpretación de
los datos, —lo que incluye, a veces, la malinterpretación positiva y negativa
— sino también el acopio de datos y la atención a los mismos. La tendencia a
evaluar hipótesis de forma que se minimicen los errores costosos está
relacionada con cada uno de estos aspectos de la evaluación de hipótesis. Y
ya sea que intervenga uno de los dos tipos de malinterpretación, la
selectividad o alguna combinación de los mismos, el que haya un umbral de
aceptación más bajo para p que para ~p aumenta la probabilidad de que uno
llegue a creer que p.
Nada de esto entraña que quienes evalúan hipótesis corrientes traten de
engañarse a sí mismos o traten de conseguir que les resulte más sencillo creer
ciertas cosas. Evalúan hipótesis de formas moldeadas por los costes de los
errores, que a su vez están moldeados por sus deseos. Dicho de otro modo:
evalúan hipótesis de modos que a ellos les parecen naturales dadas las
circunstancias, y buena parte de lo que hace que sus evaluaciones parezcan
naturales son los costes relevantes moldeados por deseos que tiene el error.
Obviamente la conducta de la gente cuando evalúa hipótesis tiene un efecto
significativo sobre lo que acaba creyendo. En consecuencia, dados los efectos
identificados del deseo sobre la evaluación de hipótesis, el deseo tiene un
efecto en la adquisición de creencias. Este efecto ni exige ni implica un
intento por parte de quienes evalúan hipótesis de engañarse para llegar a creer
ciertas cosas o para que les resulte más fácil creer ciertas cosas.
¿He sido demasiado osado en el párrafo anterior? Piense en un sujeto que
sea reacio a cometer un error costoso en concreto, por ejemplo, el error de
creer falsamente que su hijo es culpable de traición. Se puede sostener que si
esta aversión contribuye causalmente a que el sujeto preste significativamente
más atención a la evidencia que apoya la hipótesis de que es inocente que a la
evidencia contraria, y a que busque principalmente evidencia del primer tipo,
la aversión ha de hacer tal contribución en conjunción con la creencia de que
este tipo de comportamiento tenderá a facilitar que evite cometer el costoso
error en cuestión. Y en consecuencia puede afirmarse que tal comportamiento
se realiza por una razón constituida por la aversión y la creencia instrumental
que acabamos de mencionar, y que este comportamiento se realiza, por tanto,
con la intención de evitar, o de tratar de evitar, cometer ese error.
¿Son correctas estas afirmaciones? Como he señalado, Friedrich se resiste
a esta interpretación de su versión del modelo FTL (1993, págs. 313, 317)
pero, ¿se le puede oponer resistencia? Podemos decir que los umbrales de
confianza están determinados por la fuerza de las aversiones a errores
costosos específicos junto con los costes de la información: dejando a un lado
«el coste de [recoger y procesar] información», cuanto más fuerte es la
aversión que se tiene a creer falsamente que ~p, más alto es el umbral que
uno tiene para la creencia de que ~p. Está claro que, dado un umbral de
confianza más alto para ~p que para p, a igualdad del resto de condiciones, la
creencia de que p es un resultado más probable que la creencia de que ~p,
porque a igualdad de condiciones los umbrales más bajos son más fáciles de
alcanzar que los más altos. Ciertamente esta observación no implica que la
aversión a los errores costosos motive una conducta realizada con la
intención de evitar (o tratar de evitar) tales errores. Sin embargo, bajo el
modelo FTL estas aversiones también tienen efectos en la evaluación de
hipótesis que van más allá de lo que queda recogido en esa observación sobre
la facilidad relativa. Influyen en cómo evaluamos las hipótesis, no sólo en
cuándo dejamos de evaluarlas (debido a que hemos alcanzado el umbral
correspondiente). El caso que estamos investigando es un ejemplo de ello, y
recuerda al estudio en el que los sujetos a los que se les pidió que adoptaran
«la perspectiva de un guardia de una cabaña» mostraron una «frecuencia
extremadamente alta» de evaluaciones de casos en los que no se producía
confirmación, mientras que los sujetos a los que se les pidió que «adoptaran
la perspectiva de un visitante» mostraron el típico sesgo confirmatorio.
¿Se pueden explicar estos efectos adicionales sólo bajo la hipótesis de que,
debido en parte a la creencia acerca de cómo aumentar la probabilidad de
evitar ciertos errores, los agentes adoptan intencionadamente ciertas
estrategias para evitar el error y evaluar de hipótesis tal y como lo hacen con
la intención de evitar, o de tratar de evitar, esos errores? Como he explicado,
los deseos tienen efectos en la vivacidad y la disponibilidad de los datos, que
a su vez tienen efectos en la adquisición de creencias, incluso si el sujeto que
tiene la creencia no intenta producir ninguno de estos efectos. Como indica
Friedrich, los deseos de evitar errores específicos pueden influir de la misma
forma general en el modo en que evaluamos hipótesis. Estos deseos pueden
desencadenar y sostener «estrategias de evaluación automática» (pág. 313) de
modo no intencional, más o menos como el deseo de que p da lugar a una
mayor intensidad de la evidencia de que p o al aumento de la disponibilidad
de evidencia mnémica de que p. Que una persona tenga una mayor aversión
al «falso rechazo» de la hipótesis de que p que a su «falsa aceptación» puede
tener el efecto de que busque principalmente evidencia a favor de p, que esté
más atenta a esa evidencia que a la evidencia a favor de ~p, y que interprete
datos relativamente neutros como si apoyaran p, sin que este efecto esté
mediado por una creencia de que tal conducta la lleve a evitar el error inicial.
La mayor aversión puede simplemente estructurar el asunto de tal manera que
desencadene y sostenga estas manifestaciones del sesgo confirmatorio sin la
ayuda de una creencia de que la conducta de este tipo es una forma de evitar
ciertos errores. De modo similar, tener una mayor aversión que vaya en
dirección contraria puede dar lugar a un enfoque escéptico de la evaluación
de hipótesis que no dependa en absoluto de una creencia que venga a
significar que un enfoque de este tipo aumentará la probabilidad de evitar el
error más costoso. Dada la aversión, se puede esperar una evaluación
escéptica independientemente de que el agente crea que un estilo de
evaluación particular disminuirá la probabilidad de cometer cierto error.
Por lo general la gente suele evaluar la «exactitud» de las hipótesis de
modos rutinarios, habituales. Qué conjunto de hábitos se active o cuál se
active con más fuerza —hábitos asociados con el sesgo confirmatorio o
relacionados con la detección de tramposos, por ejemplo— puede depender
de qué tipo de aversión sea más fuerte. Este patrón no implica que los
agentes, en los distintos escenarios, estén implementando intenciones para
evitar diferentes tipos de errores (evitar el falso rechazo frente a evitar la falsa
aceptación). En la medida en que los casos de evaluación de hipótesis
corrientes se rigen por una intención general, ésta puede consistir en una
intención de localizar, o tratar de localizar, la verdad. Que la forma en que
alguien evalúa una hipótesis particular esté influenciada por aversiones a los
costes que tiene el error no implica que esa persona evalúe las hipótesis con
la intención de reducir la probabilidad de llegar a adquirir una creencia falsa
específica.
A veces hacemos cosas que son medios para ciertos fines sin que las
hagamos como medios para esos fines. Por ejemplo, mientras trabaja en un
artículo filosófico, Ann, una madre normal con un deseo maternal normal
respecto a la felicidad de sus hijos, puede ver cómo sus pensamientos se
desplazan hacia la aparente infelicidad de su hijo y sus posibles causas.
Reflexionar sobre estas cosas puede ser un medio para situarla en posición de
ayudar a su hijo, pero puede que Ann no esté reflexionando como un medio
de colocarse en posición de hacerlo. Sus pensamientos pueden dirigirse al
problema de modo involuntario, al igual que sus pensamientos se dirigen de
vez en cuando al reciente fallecimiento de su madre. Reflexionar sobre un
problema como un medio para situarse a uno mismo en posición de resolverlo
supone, en gran medida, pensar en ello porque uno quiere resolverlo y cree
que reflexionar sobre ello es un medio para este fin. La presente reflexión de
Ann sobre el problema de su hijo puede darse sin el concurso de tal creencia,
al igual que algunos casos de reflexión sobre el fallecimiento de su madre no
se explican ni siquiera en parte por sus creencias instrumentales. De modo
parecido, las manifestaciones conductuales del sesgo confirmatorio pueden
ser un medio para evitar ciertos errores sin que se lleven a cabo como medio
para evitar esos errores. Lo mismo puede decirse respecto a algunos
episodios escépticos de la evaluación de hipótesis.
Se podría pensar que, a pesar del modelo FTL, siempre que ciertos
procesos como la malinterpretación positiva o negativa desempeñan un papel
importante en la producción de una creencia de que p sesgada
motivacionalmente, el agente está tratando de conseguir creer que p, o al
menos trata de conseguir que le resulte más sencillo creer que p. ¿Qué otra
cosa puede explicar, podría preguntarse uno, que el agente malinterprete los
datos relevantes como si apoyasen p o no apoyasen (de modo significativo)
~p?
Piénsese en una aplicación natural del modelo FTL. Si Sid, en el ejemplo
anterior, tiene diferentes umbrales de confianza para la aceptación y rechazo
de la hipótesis de que Roz le ama, también podría tener diferentes umbrales
de confianza para la aceptación y rechazo de la siguiente hipótesis de orden
superior: (H) El rechazo de Roz a quedar con Sid y el que ella le recuerde que
ama a Tim, apoya con más fuerza la hipótesis de que no ama a Sid que la
hipótesis de que lo ama. Si el umbral de rechazo de Sid para H es
considerablemente más bajo que su umbral de aceptación, podría llegar a
rechazar H. Podría ver datos independientes que considera evidencia de que
Roz le ama —por ejemplo, que tome el almuerzo regularmente con él y le
muestre simpatía— como evidencia de no es adecuado interpretar sus
rechazos y recordatorios como algo que apoye la hipótesis de que ella no le
ama. Podría surgir una interpretación alternativa de los rechazos y
recordatorios: Roz está haciéndose de rogar con el fin de invitar a Sid a que
demuestre que su amor por ella se corresponde con el suyo por él. Al tener un
umbral mucho más bajo para aceptar esta nueva hipótesis que para
rechazarla, y tener alguna evidencia en su favor mientras carece de evidencia
concluyente en su contra, Sid podría llegar a creer que es correcta. No hay
una necesidad clara de postular acciones de agencia del tipo que exige el
«enfoque de la agencia» (cap. 1, sec. 3) para explicar que Sid adquiera esta
creencia.
Deberíamos indicar también que el proyecto de explicar que Sid retenga
esta creencia no tiene por qué ser significativamente distinto al proyecto de
explicar su adquisición, incluso si la creencia persiste bastante tiempo. Los
mismos tipos de procesos que intervienen en la adquisición de creencias
motivacionalmente sesgadas e injustificadas pueden desempeñar después un
papel en la retención de esas creencias. Por ejemplo, tras engañarse a sí
mismo creyendo que Roz lo ama, Sid puede preguntarse de vez en cuando si
su creencia es verdadera. En estas ocasiones, los deseos relevantes pueden
primar y moldear los mismos tipos de procesos que intervienen en esa
creencia; y, por supuesto, la prominencia y la disponibilidad de los datos
pueden verse influidas por estos deseos, incluso si Sid no se pregunta si Roz
lo ama. El fenómeno general de mantenerse en un estado de autoengaño no
requiere una explicación que sea de diferente tipo al de una explicación
adecuada de la caída en el autoengaño. Más en concreto, no hay necesidad de
suponer que los mecanismos psicológicos que intervienen normalmente en el
primer fenómeno sean de naturaleza diferente a los que intervienen
normalmente en el segundo. A menudo, por supuesto, la evidencia contraria
de la que uno dispone se vuelve lo suficientemente fuerte como para que la
creencia que uno sostiene cuando se autoengaña no persista.

3. ATENCIÓN Y DESATENCIÓN: ¿UN PROBLEMA PARA EL MODELO FTL?

A veces la gente presta relativamente poca atención a la evidencia


desagradable sobre sí misma que se le presenta. Roy Baumeister y Kenneth
Cairns (1992) descubrieron que, bajo ciertas condiciones, algunos sujetos
empleaban menos tiempo interpretando este tipo de evidencia que
considerando evidencias agradable sobre ellos mismos. Como observaron
Baumeister y Leonard Newman,
el resultado era obtenido [...] sólo si la evaluación era confidencial. Otros sujetos recibieron
retroalimentación idéntica que era presuntamente pública, y esperaban tener que interactuar con
gente que había tenido acceso a una descripción suya. Estos sujetos mostraron el efecto
contrario —esto es, emplearon más tiempo leyendo sus evaluaciones personales cuando eran
más desfavorables que cuando eran favorables—.
Los datos del listado de pensamientos sugirieron que buena parte de ese tiempo extra lo
emplearon en pensar en formas de refutar la retroalimentación desagradable (1994, pág. 12).

¿Son inconsistentes con el modelo FTL los resultados obtenidos por


Baumeister y sus colegas? Y la relativa falta de atención a los datos
desagradables bajo la condición de confidencialidad, o la marcada diferencia
entre esto y la atención relativa bajo la condición de no confidencialidad,
¿garantizan la conclusión de que los sujetos bajo la condición de
confidencialidad trataron de producir (o mantener) ciertas creencias o
intentaron que les resultase más fácil llegar a creer (o continuar creyendo) las
proposiciones preferidas?
Empiezo por la primera cuestión. En algunos casos, como predice el
modelo FTL, la gente emplea mucho tiempo y esfuerzo examinando de modo
crítico la evidencia en favor de la proposición que tiene el umbral más alto.
Llamémosles «casos C». ¿Existen casos en los que, aunque los costes
relevantes (incluyendo los costes de información) y los umbrales sean
equivalentes a los de algunos casos C y la gente involucrada no sea menos
capaz de pensamiento crítico, esta gente no obstante responda a la evidencia
en favor de la proposición que tiene el umbral más alto principalmente con
desatención en lugar de con una evaluación crítica? Obviamente esto es una
cuestión empírica, pero a buen seguro es concebible que haya tales casos,
«casos NC». Suponiendo que haya casos NC, ¿refutan el modelo FTL?
No necesariamente. Por ejemplo, en un caso NC, podría haberse alcanzado
ya el umbral inicial más bajo para la creencia de que p y, consecuentemente,
dependiendo de la fuerza aparente de la evidencia de que ~p, se podría
considerar simplemente que esta evidencia no merece atención. Sin embargo,
no estoy interesado en defender el modelo FTL al completo. Supongamos
que para dar cuenta de algunos casos NC ha de modificarse
significativamente. ¿Se seguiría que en algunos casos de este tipo la gente
intenta conseguir llegar a adquirir cierta creencia, o intenta que le resulte más
sencillo adquirir esa creencia?
En absoluto. Baumeister y Cairns (1992) se percataron de que su
experimento daba lugar a una relativa desatención a la información
amenazante sólo en los «represores». (Los sujetos se clasificaron como
represores y no represores en función de cómo respondían a los cuestionarios
sobre ansiedad y «deseabilidad social»). Quizá los represores desatendieron
esta información porque la exposición a ella les pareció muy desagradable.
Tener una aversión a la información desagradable que motive que se
desatienda esa información no es conceptualmente suficiente para que se
tenga un deseo de producir, favorecer o mantener una creencia, que motive la
desatención como parte de un intento del tipo en cuestión. La aversión puede
producir efectivamente desatención sin que haya un intento por parte de la
persona de producir o proteger una creencia, como expliqué en el capítulo 1,
sección 3.
Pasemos al hallazgo de que cuando los represores esperan que se le dé la
información amenazante a alguien con quien van a interactuar, le presten
bastante atención. ¿Muestra esta diferencia entre las condiciones de
confidencialidad y no confidencialidad en la conducta de los represores, que
bajo la condición de confidencialidad los represores intentan —inconsciente
o conscientemente— producir una creencia en sí mismos, o proteger una
creencia que ya poseen, por medio de la desatención? No. Su aversión a la
información desagradable puede quedar superada por un deseo de estar bien
preparados para refutar la descripción psicológica de ellos que le presentan a
la otra persona. Que la aversión quede superada cuando esperan que la
información se haga pública es bastante consistente con que ésta opere bajo
la condición de confidencialidad sin que los represores traten de producir o
proteger las creencias preferidas. Tratar de evitar la desagradable experiencia
de prestar atención a la retroalimentación desagradable sobre uno mismo es
una cosa, y tratar de producir o proteger una creencia agradable acerca de uno
mismo es otra, incluso si en algunas ocasiones los meros intentos de evitar
tales experiencias favorecen la adquisición o la retención de tales creencias.
La preocupación que ha guiado el presente capítulo ha sido explicar cómo
se puede dar cuenta de ejemplos representativos de autoengaño directo
cotidiano —los casos de Don y Sid, por ejemplo— en términos de procesos
psicológicos relativamente bien conocidos y de una manera que no requiera
intención o intento de engañarse a uno mismo, o de conseguir que a uno le
sea más fácil creer algo. La tesis ofrecida se ajusta a lo que en el capítulo 1
denominé enfoque de la antiagencia, no al enfoque de la agencia. La
explicación ofrecida se fundamentará a continuación en los dos capítulos
siguientes, donde también argumento que los modelos de la agencia del
autoengaño directo cotidiano son poco recomendables.
16 Cfr. Mele (1983, págs. 369-370). Cfr. Bach (1981, págs. 358-361), acerca de la «racionalización» y
la «evasión»; Baron (1988, págs. 258, 275-276), acerca de la malinterpretación positiva y negativa y la
«exposición selectiva»; y Greenwald (1988), acerca de los diversos tipos de «evasión». Para otras vías
hacia el autoengaño, incluyendo lo que a veces se denomina «inmersión», véase Mele (1987a, págs.
149-151, 157-158). Acerca de la autoobstaculización, otra posible vía hacia el autoengaño, véase
Higgins, Snyder y Berglas (1990).

17 En Frey (1986) se revisa literatura sobre «la exposición selectiva». Frey defiende la existencia del
acopio selectivo de evidencia motivado, argumentando que una gran cantidad de datos se explican
mejor por medio de una variante de la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957, 1964).

18 Es natural considerar que Betty se autoengaña si adquiere o mantiene la creencia falsa de que su jefe
no es sexista del modo que he descrito. Esto es así incluso si, debido al acopio motivacionalmente
sesgado de evidencia, la evidencia que realmente posee no pesa más del lado de la proposición de que
su jefe es sexista que en su contra. Vuelvo sobre este tema en la sección 1 del capítulo 3.

19 Para un desafío a los estudios del efecto de la vivacidad, véase Taylor y Thompson (1982). Éstos
sostienen que la investigación sobre el asunto ha estado viciada de varias maneras, pero que los
estudios llevados a cabo en «situaciones que reflejan la competencia informacional que encontramos en
la vida cotidiana» podrían «mostrar la existencia de un fuerte efecto de vivacidad» (págs. 178-179).

20 Este tema se desarrolla en Mele (1987a, cap. 10) al explicar la ocurrencia de autoengaño. Kunda
(1990) desarrolla el mismo tema, prestando especial atención a la evidencia de que la motivación
desencadena algunas veces el sesgo confirmatorio. Cfr. Silver, Sabini y Miceli (1989, pág. 222).

21 Para las interpretaciones motivacionales del sesgo confirmatorio, véase Frey (1986, págs. 70-74);
Friedrich (1993); y Trope y Liberman (1996, págs. 252-265).

22 Friedrich utiliza la expresión «errores subjetivamente importantes» (1993, pág. 300).

23 En el artículo hay una cierta ambigüedad respecto al rechazo de hipótesis. Los pasajes de Trope y
Lieberman (1996, pág. 253) que he citado apoyan la interpretación que he ofrecido, al igual que lo
hacen algunos otros. Sin embargo, Trope y Liberman también escriben: «en la toma de decisiones en
estadística, por convención se establece mucho más estrictamente el criterio de decisión para aceptar
una hipótesis que el criterio para rechazarla» (pág. 254). Aquí, «rechazar» una hipótesis p parece ser
sinónimo de «no aceptar» (o no creer que) p. Y, por supuesto, quien no acepta o cree que p podría no
creer tampoco que ~p. Al no tener evidencia del tiempo actual en Beijing, ni creo que esté lloviendo, ni
creo que no esté lloviendo allí.

24 También me parece bien usar sus términos «falsa aceptación» y «falso rechazo», a pesar de que no
es la aceptación o el rechazo lo que es falso, sino la proposición que se acepta o rechaza.

25 Friedrich no es del todo coherente en esto. Dice que hay situaciones en las que un evaluador de
hipótesis «considera que no hay ningún error en particular que sea primario o importante» (1993, pág.
305). En correspondencia personal, Friedrich me indicó que el pasaje de la página 300 que acabo de
citar es una exageración.

26 Trope y Liberman tienen en cuenta los sesgos cognitivos no motivados en la evaluación de hipótesis
(1996, pág. 260).

27 De hecho, el propio Friedrich sugiere en cierto momento (1993, pág. 305) que «la evaluación de
plausibilidad» es una estrategia «por defecto». Ejemplos de evaluación de plausibilidad son el poner a
prueba la hipótesis de que «las personas que puntúan más alto en el rasgo de extraversión son mejores
vendedores» haciendo comprobaciones para ver si «las personas con alta puntuación en la característica
hipotética de extraversión [...] muestran una alta calidad en la actividad objetivo» (pág. 299) o haciendo
«un análisis somero de co-ocurrencias» de alta extraversión y alto rendimiento (pág. 305). (Nótese que
si las personas más bajas en extraversión fueran incluso mejores vendedores, estas pruebas no lo
detectarían).

28 En cierto momento Friedrich concede que «a veces la gente puede [...] ser capaz de ignorar las
preferencias guiadas por el error primario y aplicar reglas normativas» (1993, pág. 317), al mencionar
en una nota (n. 11) que algunos de los sujetos de Gigerenzer y Hug (1992) «(varios estudiantes de
matemáticas y ciencia natural) indicaron que eran capaces de ignorar —con cierta dificultad— la
preocupación por detectar al tramposo y aplicar las reglas formales de las tablas de verdad para todos
los problemas de contrato social que se les presentaron».
CAPÍTULO 3

Autoengaño sin paradojas

Analizar el autoengaño es una tarea difícil; proporcionar un conjunto


plausible de condiciones suficientes para el autoengaño no es tan complicado.
No todos los casos de autoengaño suponen la adquisición de una nueva
creencia. A veces podemos autoengañarnos cuando conservamos una
creencia que no habíamos adquirido autoengañándonos. No obstante, la
literatura se ha centrado principalmente en la adquisición de creencias
mediante autoengaño, y ése es mi enfoque en este libro. En el presente
capítulo planteo una exposición de condiciones conceptualmente suficientes
para que haya autoengaño al adquirir una creencia y presento soluciones a las
principales paradojas del autoengaño, la estática y la dinámica (cap. 1, sec.
2). También examino el fenómeno de caer en el autoengaño al retener una
creencia y abordo algunos casos «extremos» de autoengaño directo.

1. CONDICIONES SUFICIENTES PARA CAER EN EL AUTOENGAÑO

Sostengo que las siguientes condiciones son conjuntamente suficientes


para caer en el autoengaño al adquirir la creencia de que p.

1. La creencia de que p que adquiere S es falsa.


2. S trata de modo motivacionalmente sesgado los datos relevantes, o al
menos aparentemente relevantes, para el valor de verdad de p.
3. El trato sesgado constituye una causa no-desviada de que S adquiera la
creencia de que p.
4. El cuerpo de datos que posee S en ese momento ofrece una mayor
justificación para ~p que para p.
Cada condición requiere ser considerada brevemente. La condición 1
captura un aspecto puramente léxico. Por definición, una persona está
engañada al creer que p sólo si p es falsa; lo mismo puede decirse de estar
autoengañado al creer que p. La condición no implica en modo alguno que la
falsedad de p tenga una importancia especial en la dinámica del autoengaño.
Tratar los datos de un modo motivacionalmente sesgado en ocasiones puede
dar como resultado que alguien crea una proposición improbable, p, que en
realidad es verdadera. En tal caso puede haber autoengaño, pero la persona
no está autoengañada al creer que p, o al adquirir la creencia de que p 29 .
Mi exposición de los diversos modos de caer en el autoengaño constituye
una introducción bastante buena para la condición 2. Mi lista de vías al
autoengaño sesgadas motivacionalmente no pretende ser exhaustiva, pero la
exposición de estas vías proporciona una ayuda para interpretar la noción de
manejo de los datos motivacionalmente sesgados.
La inclusión del término «no-desviada» en la condición 3 está motivada
por un problema común en las descripciones causales de los fenómenos de
cualquier ámbito (véase, por ejemplo, Mele, 1992, cap. 11). Especificar la
naturaleza precisa de la causalidad no-desviada de una creencia por medio del
manejo de datos sesgados motivacionalmente es una labor técnica y
complicada que será mejor reservar para otra ocasión. Sin embargo, buena
parte de este libro proporciona alguna orientación sobre este asunto.
El núcleo de la condición 4 reside en que quienes se autoengañan creen
algo en contra del peso de la evidencia que poseen. No considero que la
condición 4 sea una condición necesaria para el autoengaño. Por ejemplo, en
algunos casos de acopio de datos motivacionalmente sesgado, la gente puede
acabar por creer una falsedad, p, cuando ~p está mucho más apoyada por la
evidencia que tienen disponible aunque, a causa de la selectividad del
proceso de acopio de evidencia, la evidencia que realmente poseen en ese
momento favorece p por encima de ~p. Naturalmente se considera que esta
gente se autoengaña, siempre que las demás condiciones sean iguales. Sin
embargo, algunos filósofos exigen que se satisfaga la condición 4 (por
ejemplo, Davidson, 1985; McLaughin, 1988; Szabados, 1985), y yo no tengo
nada en contra de incluir la condición 4 en una lista de condiciones
conjuntamente suficientes. Evidentemente, en algunos casos puede haber un
desacuerdo legítimo acerca de si el peso de la evidencia para una persona está
del lado de p o de ~p (o apoya a cada una por igual).
Algunos filósofos han defendido que mis cuatro condiciones son
insuficientes porque no capturan el tipo de tensión que es necesaria para el
autoengaño. Tal y como Robert Audi entiende esta tensión, «se representa
por lo común [...] como la afirmación de que p [...] que coexiste con el
conocimiento, o al menos la creencia verdadera, de que ~p» (1997, pág. 104).
Michael Losonsky sostiene que quienes se autoengañan tienen la creencia
falsa e injustificada de que p, carecen de la creencia verdadera de que ~p, y
poseen evidencia a favor de que ~p que permanece «activa» en su
«arquitectura cognitiva» (1997, pág. 122). Esta actividad, sostiene él, se
manifiesta en indicadores de tensión tales como dudas recurrentes o
persistentes, y usa el argumento de que el autoengaño requiere
conceptualmente tal conflicto para respaldar una distinción entre autoengaño
y ejemplos de «prejuicio» o «sesgo» que satisfacen el cuarteto de condiciones
que he ofrecido como conceptualmente suficientes para caer en el
autoengaño. Mike W. Martin menciona una tensión similar, «un conflicto
cognitivo» tal como «sospechar que p y creer que ~p» (1997, pág. 123). Y
Kent Bach sostiene que el autoengaño requiere evitar activamente, o
suprimir, ciertos pensamientos, o librarse de esos pensamientos cuando
ocurran (1997, cfr. Bach, 1998, págs. 167-168).
El cuarteto de condiciones que he ofrecido no implica desde luego que no
haya tensión en el autoengaño. Tampoco afirmo que el autoengaño esté libre
de tensión normalmente. A menudo la satisfacción de mis cuatro condiciones
puede implicar una tensión psíquica considerable. Ahora bien, la cuestión es
si alguno de los supuestos tipos de tensión es conceptualmente necesario para
caer en el autoengaño al adquirir la creencia de que p. La respuesta es que no.
Dados los detalles del caso de Don, por ejemplo, incluso si él no tiene ningún
conflicto psíquico durante el proceso en que adquiere la creencia de que su
artículo fue injustamente rechazado, y mientras sostiene esta creencia, se
autoengaña y cae en el autoengaño al adquirirla. Lo mismo ocurre con los
fanáticos que, sin conflicto psíquico, satisfacen mis cuatro condiciones al
adquirir la creencia fanática de que p.
Algunos teóricos insistirán en que la condición 4 es demasiado débil y
defenderán una versión reforzada que atribuya a S algún reconocimiento de
que la evidencia de la que dispone ofrece mayor justificación para ~p que
para p. A veces se afirma que, al tiempo que nos engañamos al creer que p,
debemos ser conscientes de que nuestra evidencia favorece ~p, aduciendo
que esta conciencia es parte de lo que explica nuestro manejo
motivacionalmente sesgado de los datos (Davidson, 1985, pág. 146; Sackeim
y Gur, 1997, pág. 125). La idea es que sin esta conciencia no tendríamos
ninguna razón para tratar los datos de un modo sesgado, porque los datos no
se verían como amenazantes, y consecuentemente no nos implicaríamos en
una cognición motivacionalmente sesgada. Los defensores de esta tesis
tienden a entender el autoengaño bajo del modelo de la acción intencionada:
el agente tiene una meta, ve cómo promoverla, y trata de promoverla en ese
sentido 30 . Sin embargo, el modelo plantea demasiadas exigencias a quienes
se autoengañan. De nuevo, la cognición sesgada no-motivacionalmente, o en
frío, no se explica bajo el modelo de la acción intencionada, y la motivación
puede cebar y mantener el funcionamiento de mecanismos para el sesgo en
frío de los datos sin que seamos conscientes de que nuestra evidencia
favorece cierta proposición, ni lo creamos. Los sesgos influidos por deseos
pueden dar lugar tanto a que no seamos conscientes de que nuestra evidencia
favorece ~p por encima de p, como a que adquiramos la creencia de que p.
Ésta es una interpretación natural de los ejemplos que ofrecí de la
malinterpretación y de la concentración y atención selectivas (cap. 2, sec. 1).
En cada uno de aquellos casos, la evidencia de la persona puede favorecer la
creencia que no desea que sea verdadera; pero no es necesario suponer que la
persona es consciente de ello para explicar la cognición sesgada de esa
persona 31 . La evidencia de que un escrito académico que uno preparó a
conciencia contiene errores graves, o la de que a quien uno ama no siente lo
mismo por él, puede resultar amenazante incluso si no se tiene la creencia, o
la conciencia, de que esa evidencia es mayor que la evidencia contraria de la
que se dispone.
Annette Barnes sostiene que una condición necesaria para estar
autoengañado al creer que p consiste en que «el propósito de que se crea que
p es la reducción de [algún tipo relevante de] ansiedad» (1997, pág. 117) 32 .
Barnes explica que alguien «tiene un deseo ansioso de que q [...] en el caso
de que desee que q y además le produzca ansiedad que no sea al caso que q»
(pág. 38). Añade: «Cuando a una persona le produce ansiedad que ~q, la
persona (1) no está segura de si q o ~q, y (2) desea que q. De modo que
también es correcto un análisis más sencillo: se tiene un deseo ansioso de q
en caso de que ~q produzca ansiedad» (pág. 39) 33 . Además, en el análisis del
autoengaño que ensaya Barnes, un deseo ansioso de que q ha de entenderse
como un deseo completamente intrínseco: «el individuo desea que q por sí
mismo y no por otra cosa» (pág. 39).
Da la clara impresión de que para Barnes la ansiedad por que ~q es
identificable con una incertidumbre y un deseo relevantes: «Que ~q me
provoque ansiedad significa que tengo incertidumbre sobre si q o ~q y deseo
que q [...] por sí mismo» (pág. 67). Pero uno se pregunta si la ansiedad por
que ~q consiste en todo eso. Si estar ansioso implica sentirse ansioso, la
respuesta es que no. Yo soy un gran fan de los Detroit Lions. Deseo
intrínsecamente que tengan unos buenos registros la próxima temporada y no
estoy seguro de si los tendrán, pero no siento ansiedad por ello. Aunque
durante la temporada pueda sentirme ansioso por la marcha de los Lions,
ahora mismo no tengo esos sentimientos.
Barnes escribe:
El enfoque de Mele difiere del de Mark Johnston y el mío en un aspecto importante.
Mientras que Mele le asigna al deseo el papel causal central, yo sigo a Johnston al asignarle ese
papel al deseo ansioso (pág. 37).

Mele [...] no exige, como sí hago yo, que la ansiedad haga el trabajo motivacional (pág. 57).

Sin embargo, si un deseo ansioso se puede identificar con una


incertidumbre y un deseo complejo del tipo que especifica Barnes, entonces,
tal y como explicaré, el conjunto de condiciones suficientes para el
autoengaño que ofrecí en esta sección sugiere que los deseos que desempeñan
un papel en la producción del consabido manejo «motivacionalmente
sesgado» de los datos, son lo que Barnes llama «deseos ansiosos», y la
postura de Barnes respecto al autoengaño es incluso más similar a la mía de
lo que ella misma se da cuenta.
Nótese que mientras uno cree que p, no puede adquirir la creencia de que
p. Y que si uno tiene la certeza de que p, cree que p. Junto a estas dos
cuestiones obvias, cada una de mis condiciones 1 y 3 implica que, al menos
antes de engañarse a sí mismo, S no tiene la certeza de que p. Ahora bien, a
buen seguro no tener la certeza de que p no implica tener incertidumbre sobre
p. Los ladrillos no tienen ni certezas ni incertidumbre sobre nada. Aun así, mi
condición 2 indica, cuando menos, que más allá de no estar seguros de que p,
las potenciales víctimas de autoengaño tienen incertidumbre acerca de si p es
el caso. Porque es muy plausible psicológicamente que un sesgo motivacional
del tipo en cuestión sólo se produzca en una persona que tenga incertidumbre
sobre p. Así que, según mi enfoque, aparentemente en el autoengaño directo
cotidiano los principales deseos son ansiosos, según la interpretación débil de
«deseo ansioso» que estamos tomando ahora en consideración.
Si Barnes meramente se equivoca cuando cree que la referencia en su
enfoque a un deseo ansioso supone una diferencia importante respecto al mío,
simplemente es que lleva mal las cuentas. Sin embargo, en parte porque está
convencida de que al recurrir a un deseo ansioso añade algo importante, me
inclino a creer que considera que la ansiedad es algo más que un complejo de
incertidumbre/deseo. No estoy seguro de qué podría querer agregarle a la
mezcla, pero un elemento muy natural que podría añadirse sería un
componente afectivo. Podría sostenerse que tener un deseo ansioso de que q
implica sentirse ansioso por que ~q. Y tal vez la «ansiedad por que ~q» —un
estado cuya «reducción [...] es el propósito de la propia creencia de que p» en
todos los casos de autoengaño, según la teoría de Barnes— sea algo
fundamentalmente afectivo que implique en esencia incertidumbre y deseo.
Pero bajo una interpretación de este tipo, ¿está involucrada la ansiedad en
todos los casos de autoengaño y, en este sentido, es la reducción de la
ansiedad siempre «el propósito» de la formación de creencias con las que uno
se autoengaña? 34 . ¿Podría darse el caso de que alguien que desee que p y
tenga la incertidumbre de si p acabe autoengañado al creer que p sin sentirse
en ningún momento ansioso por ~p? Si hay base conceptual para una
respuesta negativa a esta última pregunta, Barnes no nos dice en qué consiste.
Ni ofrece fundamentos empíricos para la tesis de que, en los seres humanos
reales, los deseos ansiosos desempeñan un papel indispensable en el
autoengaño. ¿Resulta conceptual o psicológicamente imposible que llegue a
autoengañarme al creer que los Lions harán una buena temporada antes de
experimentar sentimientos de ansiedad por su temporada? Lo dudo. En
consecuencia, no hago de la presencia de sentimientos ansiosos una
condición necesaria para el autoengaño.
Robert Audi ha sostenido que «el autoengaño no es un concepto histórico.
Si yo estoy autoengañado, mi réplica perfecta también lo está en el preciso
momento de su creación» (1997, pág. 104). Aunque esta tesis no representa
una amenaza para la afirmación de que mis cuatro condiciones son
conceptualmente suficientes para el autoengaño, merece la pena prestarle
atención a esta conexión. Algunos conceptos son históricos en el sentido de
Audi, y yo considero el autoengaño entre ellos. El concepto de «quemadura
solar» tiene un componente histórico. La quemadura solar de mi espalda es
una quemadura solar sólo si se produjo por exposición al sol; una quemadura
producida por una lámpara de calor que parezca y se sienta exactamente del
mismo modo no es una quemadura solar. Algunos conceptos psicológicos son
históricos en este sentido. Considérese el concepto de «recordar» (como
opuesto a «parecer recordar»). Mi réplica perfecta en el momento de su
creación no recuerda haber sido contratado por mi universidad; uno
(realmente) no puede recordar algo que nunca ha sucedido. De modo similar,
tal y como yo entiendo el autoengaño, los seres que no se han engañado no
están autoengañados, ni en un estado de autoengaño, sin importar qué otras
cosas sean ciertas de ellos.

2. AUTOENGAÑO AL RETENER UNA CREENCIA

Las condiciones para el autoengaño que he ofrecido son condiciones para


caer en el autoengaño específicamente al adquirir una creencia. Como
mencioné, sin embargo, las concepciones ordinarias del fenómeno aceptan
que la gente cae en el autoengaño al retener una creencia. Aquí va un
ejemplo. Sam ha creído durante muchos años que su mujer, Sally, nunca
tendría una aventura. En el pasado, la evidencia que tenía en favor de esta
proposición era bastante buena. Estaba claro que Sally le adoraba, nunca
mostró interés sexual por otro hombre, condenaba las relaciones sexuales
extramatrimoniales, era segura, era feliz con su vida familiar, etc. Sin
embargo, las cosas empezaron a cambiar recientemente. Ahora Sally llega
tarde a casa del trabajo una media de dos noches a la semana, con frecuencia
encuentra alguna excusa para marcharse sola de casa después de cenar y los
fines de semana, y un amigo íntimo de Sam le ha dicho que a Sally se la ha
visto en compañía de un tal señor Jones en el teatro y en un club local. No
obstante, Sam continúa creyendo que Sally nunca tendría una aventura. Pero
se equivoca. La relación con Jones no es en modo alguno platónica.
En general, cuanto más fuerte es la evidencia percibida que uno tiene en
contra de una proposición que cree (o «contra la creencia», para abreviar),
más difícil es mantener la creencia. Supongamos que la evidencia de Sam en
contra de la creencia deseada —que Sally no tenga una aventura— no es tan
fuerte como para tornar el autoengaño psicológicamente imposible ni tan
débil como para que resulte inverosímil realizar una atribución de
autoengaño. Probablemente, creer falsamente que Sally es culpable de
infidelidad sería más costoso (en el sentido de la FTL) para Sam que creer
falsamente que es inocente de ello. De modo que si el modelo FTL está en lo
cierto, Sam no sólo tendrá un umbral más bajo para la creencia en la
inocencia de Sally que para la creencia en su culpabilidad, sino que también
tenderá a comportarse de modo que reduzca la probabilidad de cometer el
error más costoso. En un caso de este tipo pueden darse todos y cada uno de
los cuatro tipos de manipulación de los datos que he mencionado (cap. 2, sec.
1). Sam puede malinterpretar positivamente los datos, razonando que si Sally
tuviera una aventura querría ocultarlo y que los encuentros públicos con
Jones indican, en consecuencia, que no mantiene una relación íntima con él.
Puede malinterpretar negativamente los datos, y al hacerlo, incluso involucrar
(sin querer) a Sally pidiéndole una «explicación» de los datos o sugiriéndole
alguna hipótesis aceptable de su conducta para que ella la corrobore. La
concentración selectiva puede desempeñar un papel obvio. E incluso el
acopio selectivo de evidencia tiene un lugar potencial en el autoengaño de
Sam. Puede intentar llevar a cabo una investigación imparcial, pero que,
debido a su deseo de que Sally no tenga una aventura, identifique una
evidencia menos accesible que respalde el estado de cosas deseado, pasando
por alto algún apoyo del juicio contrario que estuviera más a mano.
Nuevamente, el autoengaño cotidiano se puede explicar
independientemente de la suposición de que quienes se autoengañan
manipulan los datos en un intento de engañarse a sí mismos, o en un esfuerzo
por proteger o por producir una creencia deseada. Tampoco hay ninguna
necesidad explicativa de suponer que en algún punto Sam cree que p y cree
que ~p.
Christian Perring ha invitado a sus lectores a tomar en consideración una
versión modificada de este caso, en la que Sam decide no pensar sobre la
evidencia de la infidelidad de Sally e intencionadamente se entretiene con
otras actividades (1997) 35 . «Sam hace esto para mantener la calma y evitar el
dolor de pensar sobre otro divorcio [...] [L]a búsqueda de la verdad ocupa un
segundo lugar frente a su necesidad de mantener un equilibrio psicológico»
(pág. 123). Perring sostiene que, en esta versión del caso, Sam se engaña a sí
mismo intencionadamente. Afirma, asimismo, que en el caso de Sam, «el
autoengaño intencionado no es autodestructivo, pero no lo es debido a la
intención de evitar pensar más sobre la evidencia que se ha ocultado a sí
mismo. Ésta [la intención] es bastante explícita».
Como expliqué en el capítulo 1, un agente puede hacer intencionadamente
algo, A, sin provocar intencionadamente algún resultado que tenga A. El
ejemplo modificado de Perring sobre Sam ofrece otra ilustración de esta
posibilidad: que Sam se abstenga intencionadamente de pensar en la
evidencia puede tener como resultado que siga creyendo (falsamente) que
Sally no tiene una aventura, sin que intencionadamente trate de continuar
creyendo esto y sin haberse engañado intencionadamente a sí mismo. La
pregunta crucial es ésta: ¿Qué consigue Sam al abstenerse intencionadamente
de pensar en esta evidencia? ¿Qué intenta hacer al comportarse así? (véase
cap. 1, sec. 3). Quizá esté intentado proteger su creencia en la fidelidad de
Sally y tratando de engañarse a sí mismo para aferrarse a esta creencia. Si es
así, se cierne la sombra de la paradoja dinámica y se divisa una apelación a
un intento inconsciente. Sin embargo, no hay una necesidad clara de tomar
esta vía explicativa. Nuestros datos hipotéticos sobre la versión que propone
Perring del caso de Sam son totalmente consistentes con la hipótesis de que,
al abstenerse intencionadamente de pensar en la evidencia de ese momento,
Sam meramente intenta, como dice Perring, «mantener la calma y evitar el
dolor de pensar en otro divorcio». El objetivo de Sam puede ser simplemente
posponer por un tiempo el doloroso proceso de reflexionar acerca de
evidencia de una posibilidad dolorosa. Esta hipótesis es totalmente
comprensible y teóricamente no problemática, y no escasea la evidencia
empírica para la afirmación de que la gente siente aversión por el dolor,
incluyendo la reflexión dolorosa. Un teórico que ofrezca la hipótesis
alternativa de la «intencionalidad», carga como mínimo con el peso de
mostrar que no es menos plausible que la que acabamos de mencionar. He de
decir algo más sobre esto tanto en el capítulo presente como en el siguiente.

3. LAS PARADOJAS ESTÁTICA Y DINÁMICA

Vuelvo a las conocidas paradojas del autoengaño descritas en la sección 2


del capítulo 1. Las soluciones que ofrezco para las dos paradojas que
destaqué allí están implícitas en lo que ya he comentado.
El supuesto principal que motiva la paradoja estática primaria es, de
nuevo, éste: por definición, la persona A engaña a la persona B (donde B
puede ser o no ser la misma persona que A) de modo que crea que p sólo si A
sabe, o al menos cree sinceramente, que ~p y causa que B crea que p 36 . Ya he
argumentado que el supuesto es falso y he atacado dos afirmaciones
conceptuales sobre el autoengaño relacionadas: que todos los que se
autoengañan saben o creen sinceramente que ~p mientras se causan (o antes
de causarse) la creencia de que p, y que simultáneamente creen que ~p y
creen que p. En muchos casos de autoengaño cotidiano, la creencia falsa de
que p no viene precedida por una creencia verdadera de que ~p. Más bien, el
manejo de los datos influido por un deseo da como resultado que el sujeto no
adquiera la creencia verdadera y que él o ella adquiera (o retenga) la creencia
falsa. Y, como argumentaré más en profundidad en el capítulo 4, carecemos
de fundamentos sólidos para sostener que haya casos de autoengaño en los
que se posean las dos creencias.
Vamos ahora con la paradoja dinámica. He aquí una versión abreviada: si
los que se van a autoengañar no tienen una estrategia, ¿cómo pueden tener
éxito? Y si tienen una estrategia, ¿cómo puede su intento de llevarla a cabo
no boicotearse a sí mismo en los casos cotidianos? Ahora bien, se puede
conceder que el autoengaño es típicamente estratégico, al menos en el
siguiente sentido: cuando la gente se engaña a sí misma lo hace, por lo menos
generalmente, embarcándose en una conducta potencial de autoengaño,
incluyendo una conducta cognitiva de los tipos catalogados en el capítulo 2,
sección 1 (esto es, los dos tipos de malinterpretación y los dos tipos de
selectividad). Este tipo de conducta se puede considerar, en un sentido amplio
del término, estratégica, y los distintos tipos de conducta pueden verse como
estrategias de autoengaño. Tales estrategias se dividen a grandes rasgos en
dos tipos, dependiendo de su locus de operación. Las estrategias de sesgo
interno se ocupan de la manipulación de los datos que uno ya posee. La
malinterpretación positiva y negativa son estrategias de este tipo. Las
estrategias de control de entrada se ocupan del control que (hasta cierto
punto) se tiene de qué datos se adquieren 37 . El acopio selectivo de evidencia
es un ejemplo claro. También hay estrategias combinadas, que implican tanto
un sesgo interno como el control de entrada. Uno puede, por ejemplo,
concentrarse de modo selectivo tanto en ciertos datos que ya posee como en
aspectos del mundo externo. ¿Dependen estos tipos de estrategias de
autoengaño para ser efectivos, de que los agentes los empleen en un intento
de engañase a sí mismos o en un esfuerzo por que les resulte más fácil creer
una proposición que desean que sea verdadera? Si es así, ¿cómo puede el
intento no socavarse a sí mismo? ¿No se interpondrá en el camino el
conocimiento que tienen los agentes de lo que tratan de conseguir? Y, si los
potenciales autoengañados no tratan de engañarse a sí mismos, o hacerse más
fácil creer ciertas cosas, ¿cómo es posible que lo logren? Ésta es una
enunciación más completa de la paradoja.
La solución que se halla implícita en lo que he venido defendiendo admite
una formulación simple. En primer lugar, en los casos cotidianos de
autoengaño las estrategias que hemos considerado no se vuelven ineficaces
cuando los agentes las ejercen intencionadamente sabiendo cuál es su
propósito; porque, en los casos cotidianos, quienes se autoengañan no
pretenden ni engañarse a sí mismos ni hacerse más fácil creer cosas. En
segundo lugar, precisamente porque podemos comprender cómo funcionan
los procesos causales que intervienen en los casos cotidianos de autoengaño
sin que el agente orqueste intencionadamente el proceso, evitamos también el
otro elemento de la paradoja. Paso ahora a una defensa más profunda de esta
solución.
La evidencia de que los agentes deseosos de que p sea el caso finalmente
lleguen a creer que p a causa de un manejo sesgado de los datos se considera
a veces como un apoyo a la afirmación de que estos agentes trataron de
engañarse a sí mismos. Aparentemente, este sesgo es a veces una conducta
intencionada relativamente sofisticada, y se puede suponer que este tipo de
conducta ha de guiarse por una intención de este tipo. Sin embargo, como he
argumentado, en los ejemplos de autoengaño cotidiano (por ejemplo, el caso
de Sam de la sec. 2) la conducta sofisticada puede explicarse por medio de
una hipótesis más modesta que no requiera que los agentes posean
intenciones relevantes: por ejemplo, las intenciones de engañarse a sí mismos
de modo que lleguen a creer que p, de causarse a sí mismos creer que p, o de
hacer que sea más fácil para ellos creer que p. Una vez más, los estados
motivacionales pueden provocar y mantener la cognición sesgada que resulta
común en el autoengaño sin la ayuda de tales intenciones. En el caso de Sam,
una poderosa atracción motivacional hacia la hipótesis de que Sally no tiene
una aventura —en ausencia tanto de un fuerte deseo de determinar la verdad
de la cuestión, como de evidencia concluyente de la infidelidad de Sally—
puede provocar y mantener la línea de razonamiento descrita anteriormente y
la otra conducta que protege la creencia. Una intención explícita, o
consciente, de engañarse así a uno mismo de modo que llegase a creer en la
fidelidad de Sally tendería a socavar el proyecto; y no es necesario que haya
una intención oculta de engañar para que se produzcan esas actividades. Lo
mismo ocurre con las intenciones más modestas mencionadas en este párrafo.
Incluso concediendo esto, se puede sostener que para explicar por qué se
produce un sesgo motivado de los datos en algunas situaciones, pero no en
otras situaciones muy similares, se requiere la suposición de que en los casos
de autoengaño siempre, o típicamente, intervienen intenciones del tipo en
cuestión (Talbott, 1995, págs. 60-62; cfr. Talbott, 1997; Bermúdez, 1997).
Volvamos a Don, que se autoengaña creyendo que su artículo fue
erróneamente rechazado. En algún momento, mientras revisa su artículo, Don
podría haber deseado que realmente el texto estuviera listo para su
publicación, que no fuera necesario más trabajo. Dada la acumulación de
trabajo atrasado sobre su escritorio, podría haberlo deseado simplemente de
un modo tan fuerte como después deseó que fuera cierto que el texto era
injustamente rechazado. Además, la situación evidencial de Don en esos dos
momentos puede haber sido muy similar: por ejemplo, puede que su
evidencia de que el texto estaba listo no haya sido más débil que su posterior
evidencia de que el texto era injustamente rechazado, y su evidencia de que el
texto no estaba listo podría no haber sido mayor que su posterior evidencia de
que el texto era correctamente rechazado. Incluso, podemos suponer que,
aunque Don se engañó creyendo que el artículo era injustamente rechazado,
no se engañó al creer que el artículo estaba listo para su publicación: continuó
trabajando en él —buscando nuevas objeciones que refutar, aclarando su
prosa, etc.— durante una semana más. Podría decirse que para dar cuenta de
la diferencia en las dos situaciones, hemos de suponer que en la primera
situación Don trató de que le resultara más sencillo creer en la proposición
preferida (sin ser consciente de ello), mientras en la otra no tuvo tal intención.
Si la ejecución de estrategias de sesgo que producen autoengaño fuera una
consecuencia no pretendida de estar en un estado motivacional y evidencial
de cierto tipo —continúa el argumento—, entonces Don se habría
involucrado en este tipo de estrategias o en ambas ocasiones o en ninguna:
una vez más, para dar cuenta de la diferencia en su conducta cognitiva entre
la primera y segunda ocasión, tenemos que suponer que la intención de sesgar
sus creencias intervino en un caso y no en el otro.
Este argumento tiene poca consistencia. Si Don tiene la intención de
producir un sesgo en uno de los dos momentos mientras que en el otro no,
entonces, presumiblemente, hay alguna diferencia en las dos situaciones que
explica esta diferencia. Pero si hay una diferencia, D, entre las dos
situaciones, aparte de la diferencia en la intención que presupone el
argumento, es necesario un argumento a favor de la afirmación de que D no
puede explicar por sí misma que Don sesgue los datos de modo que se
autoengañe en una situación y no lo haga en la otra. Dado que una diferencia
de intención a través de situaciones (presencia en una vs. ausencia en la otra)
requiere alguna diferencia adicional entre las situaciones que explicase esta
diferencia, ¿por qué deberíamos suponer que no hay diferencia entre las
situaciones que pueda explicar el que Don sesgue los datos en una y no en la
otra de una manera que no dependa de su intento de sesgar los datos en una
pero no en la otra? ¿Por qué habríamos de pensar que la intención está
implicada en el explicación de la diferencia primordial que tenemos que
explicar? ¿Por qué no puede en cambio explicarse la diferencia primordial,
por ejemplo, porque Don tenga un fuerte deseo de evitar creer erróneamente
que el texto está listo (o de evitar la presentación de un artículo que no esté
listo aún) y que después tenga a lo sumo un deseo débil de evitar el error de
creer que el artículo fue injustamente rechazado? Tal deseo puede bloquear,
en el primer caso, cualquier tendencia a sesgar los datos de forma que apoye
la hipótesis de que el artículo está listo para su publicación.
El modelo FTL de hipótesis corrientes está directamente relacionado con
las cuestiones que acaban de plantearse. Volvamos al agente de la CIA —
llamémosle Gordon— que fue acusado de traición (cap. 2, sec. 2). Su equipo
de agentes de inteligencia puede desear con mucha fuerza que
verdaderamente sea inocente. Después de todo, sus vidas corren mucho
menos peligro si Gordon es inocente que si les ha traicionado, y alguno de
ellos puede tenerle bastante cariño. Aun así, tal vez muchos de los que tienen
más o menos la misma evidencia que los padres de Gordon no lleguen a la
conclusión que alcanzan los padres de Gordon, esto es, que Gordon es
inocente. En lugar de eso, pueden concluir que es culpable. Bajo las
condiciones descritas, ¿por qué podría su equipo no llegar a la misma
conclusión que sus padres? ¿Intentaron o trataron sus padres de que les
resultara más fácil creer que es inocente, mientras que su equipo no lo hizo?
Aquí es importante tener en cuenta una distinción entre el coste de creer
que p y el coste de creer falsamente que p. Este último coste, y no el primero,
es directamente relevante en el modelo FTL para la determinación de los
umbrales de confianza. Para los padres de Gordon, el coste de creer
falsamente que su hijo es inocente puede que no difiera mucho del coste de
creer que es inocente (independientemente de la verdad o falsedad de esta
creencia). Podemos suponer que la creencia de que es inocente no tiene
ningún coste para ellos. De hecho, la creencia es una fuente de consuelo, y
creer que Gordon es culpable sería bastante doloroso. Además, puede que
creer falsamente que es inocente no les plantee a los padres ninguna amenaza
significativa desde un punto de vista subjetivo. Sin embargo, respecto de los
compañeros del equipo de Gordon las cosas son muy diferentes: para los
demás compañeros agentes, en tanto que reconocen que sus vidas están en las
manos de Gordon, el coste de creer falsamente que él es inocente puede ser
enorme, pese a que quieran con todas sus fuerzas que realmente sea
inocente 38 . En consecuencia, según el enfoque FTL, podemos esperar que los
umbrales de los colegas de Gordon diverjan ampliamente de los de sus
padres. Sus padres tienen un umbral mucho más bajo para aceptar la hipótesis
de que Gordon es inocente que para rechazarla, mientras que a la vista de los
costes relativos de la «falsa aceptación» y «falso rechazo» para sus
compañeros agentes, uno esperaría que sus umbrales fueran en buena medida
lo contrario. De modo que tenemos aquí una diferencia significativa y
relevante desde un punto de vista explicativo entre los padres y los
compañeros de Gordon que representa una clara alternativa a la supuesta
diferencia del tipo que Talbott reivindica. En el modelo FTL, dada la
diferencia de umbrales, no hay necesidad de suponer que los padres de
Gordon intentaron ni trataron de sesgar sus procesos cognitivos con el fin de
explicar por qué, a diferencia de los compañeros de Gordon, creyeron que él
era inocente de traición (véase cap. 2, sec. 2) 39 .
Es de suponer que al menos algunos intencionalistas no quedarán
satisfechos. Pueden afirmar (1) que hay pares de casos en los que las
personas implicadas tienen umbrales de confianza y evidencia totalmente
similares, pero una persona —la que se autoengaña— termina creyendo que p
y la otra no lo hace. Y pueden afirmar (2) que, para dar cuenta de la
diferencia, hemos de suponer que quien se autoengaña tuvo una intención
relevante —intención de conseguir la adquisición de cierta creencia, o de que
le resultara más fácil adquirir esa creencia, o algo similar—, que no tuvo la
otra persona. Ahora bien, si la afirmación 1 es cierta, entonces los umbrales
de confianza, los deseos y otros estados psicológicos que dan cuenta de los
umbrales, así como la evidencia, no lo son todo en la historia explicativa. Por
supuesto, no dije que lo hiciesen. La inteligencia y la formación intelectual,
por ejemplo, también son relevantes. Actualmente nadie es capaz de
proporcionar una explicación adecuada y completa de la etiología de
autoengaño. La complejidad del fenómeno excede nuestro conocimiento.
Antes de que vuelva a este punto, ha de hacerse hincapié en un asunto
relacionado:
Considérese la afirmación de que lo que explica la diferencia entre los dos
miembros de la pareja de casos en cuestión consiste en que quien se
autoengaña intentó conseguir creer que p y la otra persona no tuvo esa
intención. Ahora bien, muchas de las cosas que nos proponemos hacer no las
hacemos. Dejemos a un lado las intenciones que abandonamos antes de
llegue momento de la acción y los casos en los que no vivimos lo suficiente
como para ejecutarlas. A menudo, no somos capaces de realizar acciones
intencionadas que tratamos de llevar a cabo. Precisamente hoy, Helen trató de
embocar un tiro fácil en su mesa de billar favorita y falló. Un poco antes, Al
intentó coger un taco de 21 onzas [595 gr] de la estantería, pero en cambio
sacó un taco de 19 onzas [530 gr] por error. No veo ninguna razón para creer
que las intenciones que tiene la gente de conseguir adquirir ciertas creencias,
de hacer que les resulte más fácil adquirir ciertas creencias, o de engañarse a
sí mismos para llegar a creer que p —sus «intenciones B», para abreviar—
sean más eficaces que sus intenciones de realizar acciones simples como las
mencionadas. De hecho, debería pensar que es mucho menos seguro que se
ejecutasen sus intenciones B, dada la relativa dificultad de las tareas. Si esto
es correcto, entonces la posición intencionalista se enfrenta a su propio
«problema de selectividad» (Bermúdez, 1997). Si la gente tiene intenciones
B, hay casos en los que logran hacer lo que se proponen (por ejemplo, en el
caso de Ike en el cap. 1, sec. 3) y casos en los que no. ¿Por qué la gente que
tiene estas intenciones adquiere las creencias oportunas en algunos casos pero
no en otros? Los intencionalistas no han respondido a esta pregunta, que es
una ligera variante de una pregunta que algunos de ellos le plantean a sus
adversarios. Por supuesto, un intencionalista podría prestarse a responder la
pregunta con la afirmación de que las intenciones B son eficaces en los
primeros casos, pero no en los otros. Sin embargo, obviamente eso plantea
una cuestión del mismo tipo: ¿por qué en algunos casos son efectivas las
intenciones B y en otros no?
Los intencionalistas pueden tratar de construir una historia explicativa más
robusta que contenga intenciones B y otros elementos, incluyendo elementos
que supuestamente expliquen por qué las intenciones efectivas se ejecutan
con éxito mientras que las otras no. Irónicamente, la identificación de los
elementos adicionales puede apoyar la idea de que no hay necesidad de
insistir en la presencia de las intenciones B en el autoengaño típico. Los
elementos adicionales combinados con deseos pertinentes, umbrales de
confianza, evidencia, nuestro bagaje de conocimientos sobre diversos sesgos
y argumentos similares, pueden hacerlo sin la ayuda de las intenciones B.
Llegados a este punto, parece que los defensores de la tesis de que el
autoengaño, o bien es un engaño intencionado, o bien requiere un intento de
aumentar la probabilidad de que uno crea una proposición que desea que sea
verdadera, necesitan confiar en ciertas tesis que versan sobre el lugar que las
intenciones o los esfuerzos de sesgo ocupan en la explicación del propio
autoengaño, más que sobre el lugar que éstos y aquéllos ocupan en la
explicación de las diferencias a través de las situaciones. Ya hemos evaluado
afirmaciones de este tipo aquí, y las hemos encontrado insuficientes.
Ejecutar conscientemente una intención de engañarse es posible, como en
el caso de Ike (el hombre que alteró su propio diario y se describe en el
capítulo 1, secc. 3); pero estos casos están alejados de los ejemplos
paradigmáticos de autoengaño. También es posible ejecutar una intención
«oculta» de engañarse a sí mismo, o hacer que nos resulte más fácil creer
algo; pero, como he argumentado, no hay una buena razón para sostener que
tales intenciones intervengan en el autoengaño paradigmático. Parte de lo que
he argumentado, en efecto, es que algunos teóricos han hecho del autoengaño
algo teóricamente más desconcertante de lo que realmente es, imponiendo
sobre los fenómenos un concepto problemático de autoengaño. Reforzaremos
el argumento en el capítulo 4.

4. CASOS EXTREMOS

No creemos toda proposición que nos gustaría que fuera verdad. Me


gustaría que fuera cierto que actualmente soy capaz de correr una milla en
menos de cuatro minutos y completar un maratón en menos de tres horas.
Aun así, no creo que sea capaz de hacer estas cosas; de hecho, sé que no lo
soy. El modelo FTL es totalmente coherente con este argumento general.
Incluso si mi umbral de confianza para una proposición que deseo que sea
verdadera, p, es mucho más bajo que mi umbral para ~p, puede que no sea
tan bajo como para que la evidencia a favor de p me haga alcanzar ese
umbral. Sin embargo, parece que hay casos directos de autoengaño en los que
la brecha entre la evidencia más débil para la proposición que deseo que sea
verdadera, p, y la evidencia más fuerte para ~p, es bastante grande. Algunos
lectores pueden inclinarse a suponer que incluso si gran parte del autoengaño
cotidiano no implica un intento de engañarse o un esfuerzo por hacer que
resulte más sencillo creer una proposición que se desea que sea verdadera, los
casos del tipo del que acabamos de mencionar deben implicar tal esfuerzo.
Pueden pensar que una concepción del tipo que he ido avanzando está
condenada al fracaso en estos casos extremos. Una vez más, existe el peligro
de que este tipo de ejercicios de agencia se socaven a sí mismos. Y es
predecible la respuesta de que ese peligro se evita con la suposición de que
los agentes no hacen estos ejercicios de modo consciente. En casos como
estos, ¿resulta más plausible una explicación de «agencia» que incluya un
intento inconsciente o una explicación del tipo ofrecido por el modelo FTL?
Podría resultar instructiva una breve reflexión sobre algunos casos
extremos de autoengaño. Considérese el siguiente caso, tomado de un cuento
de Isaac Bashevis Singer, «Gimpel, el tonto» (Singer, 1953).
Una noche, Gimpel, un hombre crédulo, entra en casa después del trabajo
y ve en la cama «una figura de hombre» junto a su esposa. Inmediatamente se
va, con el fin de evitar montar un escándalo que despertase a su hijo, o al
menos eso dice. Al día siguiente, su esposa, Elka, lo niega todo, dando a
entender que Gimpel debía de estar soñando. Su rabino le ordena a Gimpel
que abandone la casa, y Gimpel obedece. Con el tiempo, Gimpel comienza a
echar de menos a su esposa e hijo. Su añoranza parecer motivar el siguiente
razonamiento: «Dado que ella niega que sea así, ¿estaba teniendo sólo una
visión quizá? Las alucinaciones ocurren. Ves una figura, un maniquí o algo
así, pero cuando te acercas no es nada, no hay nada ahí. Y si eso es así, estoy
cometiendo una injusticia con ella». Gimpel rompe a llorar. A la mañana
siguiente, le dice a su rabino que estaba equivocado acerca de Elka.
Después de una deliberación de casi un año, un consejo de rabinos le
informa a Gimpel de que puede regresar a su casa. Está eufórico, pero como
no quiere despertar a su familia, entra en casa en silencio después de su
jornada vespertina de trabajo. Como era de esperar, ve a alguien con Elka en
la cama, cierto joven aprendiz, y despierta accidentalmente a Elka. Fingiendo
que no ocurre nada extraño, Elka le pregunta a Gimpel por qué le han
permitido visitarla y luego le pide que salga fuera a ver si la cabra estaba
bien, dándole a su amante la oportunidad de escapar. Cuando Gimpel regresa
del patio, pregunta por el muchacho que ya no está. «¿Qué muchacho?» —
pregunta Elka. Gimpel se lo explica, y Elka insiste una vez más en que tiene
que haber sufrido una alucinación. Entonces el hermano de Elka le asesta a
Gimpel un violento golpe en la cabeza dejándolo inconsciente. Cuando
Gimpel se despierta por la mañana, se topa con el aprendiz, que se le queda
mirando con aparente asombro y le aconseja buscar una cura para sus
alucinaciones.
Gimpel llega a creer que se ha equivocado otra vez. Se muda a vivir con
Elka y vive feliz con ella durante veinte años, a lo largo de los cuáles ella da a
luz a muchos hijos. En su lecho de muerte, Elka le confiesa a Gimpel que le
ha engañado y que los hijos no son de él. Gimpel, en papel de narrador,
declara: «Si me hubieran dado un estacazo en la cabeza no podría estar más
desconcertado». «¿De quién son?» pregunta Gimpel, totalmente confuso.
«No lo sé», responde Elka. «Fueron muchos... pero no son tuyos». Gimpel ve
la luz.
En más de una ocasión, Gimpel llega a creer que Elka se ha mantenido
fiel. Y pese a que Elka y otros han tratado de engañarle para que lo creyera, el
lector no puede evitar considerar la creencia que tiene Gimpel en su fidelidad
como motivada (al menos en parte) por sus sentimientos hacia ella y por su
deseo de que le hubiera sido, de hecho, fiel. Además, Gimpel sostiene esta
creencia incluso frente a evidencia muy fuerte en contra. Así que esto parece
ser un caso extremo de autoengaño del tipo que exigía mi reciente pregunta.
Para explicar el que Gimpel adquiera su creencia en la fidelidad de Elka,
¿hemos de suponer que intentó conseguir creerlo, o que trató de que le
resultara más sencillo creerlo?
No. A medida que la separación del Gimpel y Elka se alargaba, la
extrañaba más y más, y la evidencia de la infidelidad se hizo menos vívida.
El coste de creer falsamente que Elka le había sido infiel se vuelve cada vez
más claro y doloroso. Así, según el modelo FTL, uno esperaría un descenso
significativo en el umbral de confianza de Gimpel para la hipótesis de que
Elka le había sido fiel. Dado el umbral más bajo y la evidencia de infidelidad
más debilitada, que Gimpel adquiera la creencia en la fidelidad de Elka
parece una posibilidad genuina, y no hay una clara necesidad de suponer que
haya adquirido esta creencia por medio de ejercicios de agencia
inconscientes. Quizá si otras personas más brillantes hubieran estado en la
piel de Gimpel no habrían llegado a su misma conclusión sobre Elka, pero es
difícil ver por qué habría de pensarse que una explicación de la creencia de
Gimpel «basada en la agencia» es más plausible que la explicación generada
por el modelo FTL.
También habría de señalarse que a pesar de que hay momentos en los que
Gimpel cree que Elka se ha acostado con otro hombre y momentos en los que
cree que nunca lo ha hecho, Singer no da a entender en ningún momento que
Gimpel mantuviese simultáneamente ambas creencias. Tampoco necesitamos
hacer esta suposición para apoyar el juicio de sentido común de que Gimpel
se autoengañaba. Podemos entender cómo, debido a la concentración
selectiva y cosas similares, una persona puede abandonar la creencia de que p
y adquirir después la creencia de que ~p. Esto parece ser lo que ocurre en el
caso de Gimpel. En primer lugar, él cree que Elka le es infiel. Entonces,
influido por la atención motivada hacia hipótesis escépticas, abandona esa
creencia, evitando aparentemente cualquier creencia sobre el tema. Más tarde,
debido en parte a un ulterior tratamiento motivado de los datos, adquiere la
creencia de que siempre le ha sido fiel —creencia que sólo abandona cuando
comprende el significado de la confesión de Elka—.
Amélie Rorty (1988, pág. 11) ha ofrecido un presunto ejemplo de
autoengaño que podría parecer que aboga enérgicamente en favor de la
presencia de creencias verdaderas inconscientes en algunos casos de
autoengaño. Puede que no sea un ejemplo tan extremo como el de Singer —
después de todo, Gimpel sorprendió dos veces a su esposa en la cama con
otro hombre y, sin embargo, no creyó lo que vieron sus ojos—, pero presenta
un personaje que es considerablemente más brillante que el bobo de Gimpel.
La Dra. Androvna, especialista en cáncer, «ha comenzado a malinterpretar e
ignorar síntomas [suyos] que incluso el estudiante más joven de medicina
reconocería como síntomas inequívocos de las últimas etapas de una forma
de cáncer actualmente incurable». No ha sido nunca ni una persona que
protegiese particularmente su vida privada ni muy planificadora en el ámbito
financiero, pero ahora «rechaza los intentos [de sus amigos] de hablar acerca
de su estado [y] aunque es joven y no es en absoluto adinerada, está
elaborando un detallado testamento». Es más, «no habiendo escrito cartas
habitualmente y siendo despegada en cuestiones de afecto, se ha puesto a
escribir efusivas cartas a parientes y amigos lejanos, insinuando despedidas, e
instándoles a visitarla pronto».
Si hubiera leído la historia de Rorty fuera de contexto, habría estado
seguro de que Androvna sabía —de modo bastante consciente— que tenía
cáncer, pero no quería revelárselo a los demás. Sin duda esa hipótesis le da
sentido a los detalles que describe. (La historia de Singer, por otro lado, hace
plausible que Gimpel se autoengañara: probablemente, durante muchos años
creyó que Elka siempre le había sido fiel, sin creer también lo contrario. Por
supuesto, Singer tuvo el lujo de contar con espacio de sobra para desarrollar
una buena historia). Aun así, es concebible que Androvna esté autoengañada.
Si lo está, ¿qué explica el testamento detallado y las efusivas cartas? Algunos
sugerirán que, «en el fondo», Androvna sabe que se está muriendo, y que este
conocimiento explica esas actividades. Suponiendo que en las circunstancias
que describe Rorty resulte concebible que Androvna no crea conscientemente
que tiene cáncer, ¿es también concebible que tampoco lo crea
inconscientemente?
Sí, lo es. El que Androvna no crea, inconscientemente o no, que tiene esa
enfermedad es consistente con que crea conscientemente que existe una
posibilidad significativa de que lo tenga, y esa creencia, junto a los deseos
adecuados, puede llevarla a dejar un testamento, escribir las cartas y evitar
preguntas. (Nótese que puede autoengañarse al creer que sólo existe una
posibilidad significativa de tener cáncer). Algunos teóricos preguntarán, tal
vez con cierto tono de satisfacción, si, dadas la descripción que hace Rorty
del caso y la suposición de que Androvna no tiene la creencia consciente de
que tiene cáncer, es más probable (1) que «en el fondo» crea que tiene la
enfermedad (tiene una creencia sobre el cáncer de «tipo 1») o (2) que crea
conscientemente que existe una posibilidad significativa de que tenga cáncer
sin que crea además, en el fondo o como sea, que lo tiene (tiene una creencia
sobre el cáncer de «tipo 2»). Aquí es relevante la tasa de base de información.
Mis alumnos saben que hay muchísimos más obreros que abogados. Sin
embargo, cuando les pregunto si es más probable que un hombre que lleve
buen traje y corbata sea un abogado o un obrero, la mayoría de ellos
responde: «un abogado» —al menos hasta que se pone de relieve la
importancia de las tasas de base. ¿Cuáles son las frecuencias relativas de las
creencias de tipo 1 y de tipo 2 (es decir, creencias inconscientes «en el
fondo» y creencias de que hay una posibilidad significativa de que p, pero
que no llegan a ser creencias de que p)? 40 . Hasta que no se tenga al menos
una cierta base para una respuesta a esta pregunta que nos ayude a suscribir la
idea de que en el fondo Androvna cree que tiene cáncer, no se puede estar
seguro de que tenga esa creencia. Nótese que es bastante evidente que
tenemos gran cantidad de creencias de tipo 2 en las que nos basamos para
actuar. Para muchos de nosotros, tales creencias ayudan a explicar por qué
contratamos un seguro de hogar, por ejemplo, o por qué cogemos un
paraguas para ir a trabajar cuando leemos en el periódico de la mañana que
hay una probabilidad de lluvia del 30%. ¿Existe algo que, de un modo
parecido, se acerque a evidencia fuerte en el caso de las habituales creencias
de tipo 1? Si es así, no soy consciente de ello (el capítulo 4 trata esta
cuestión).
Uno puede preguntarse por qué Androvna no busca atención médica si
cree que hay una posibilidad significativa de que tenga cáncer. Recordemos
que sabe que el tipo de cáncer en cuestión es incurable; puede no ver mucho
sentido en consultar a compañeros especialistas en cáncer.
Independientemente de ese detalle, sin embargo, sabemos que el
aplazamiento de la búsqueda de atención médica es, por desgracia, un
fenómeno muy familiar, y no requiere creencias de tipo 1. La gente a menudo
espera demasiado tiempo para actuar de acuerdo con creencias de tipo 2 en
esta situación. Por último, al igual que en el caso de Gimpel, no hay una
necesidad evidente de suponer que Androvna estuviera intentando engañarse.
Que no llegue a creer que tiene cáncer es sorprendente, pero no más
sorprendente que el que Gimpel no llegue a creer lo que ven sus ojos.

5. CONCLUSIÓN

Los partidarios de la idea de que el autoengaño es esencialmente (o


normalmente) intencionado pueden buscar apoyo en una distinción entre
autoengaño y pensamiento desiderativo (wishful thinking). Pueden afirmar
que aunque el pensamiento desiderativo no requiere una intención de
engañarse, el autoengaño difiere de él precisamente en que es intencionado.
Esto puede interpretarse o bien como una norma lingüística estipulativa o
bien como una afirmación sustantiva. De acuerdo con la primera lectura, el
teórico simplemente expresa una decisión de reservar el término
«autoengaño» para un fenómeno real o hipotético que exige una intención de
engañarse a uno mismo o una intención de producirse a uno mismo una cierta
creencia. Un teórico de este tipo puede pasar a preguntar acerca de la
posibilidad del fenómeno y sobre cómo se pueden explicar los casos de
autoengaño en el sentido estipulado. De acuerdo con la segunda lectura, el
teórico propone una tesis sustantiva conceptual, la tesis de que los conceptos
(o nuestros conceptos ordinarios) de pensamiento desiderativo y autoengaño
difieren en el sentido mencionado.
Ya he sometido a crítica la tesis conceptual sobre el autoengaño. Es el
turno de comentar el pensamiento desiderativo. Si el pensamiento
desiderativo no es creencia desiderativa, hay una diferencia obvia entre
pensar desiderativamente que p y estar autoengañado al creer que p. Sin
embargo, si el pensamiento desiderativo es creencia desiderativa —en
concreto, creencia sesgada motivacionalmente y falsa— entones, si no se
solapa con el autoengaño (una suposición que se desafía en Mele, 1987a, pág.
135), la diferencia puede residir en la fuerza relativa de la evidencia relevante
en contra de la proposición que se cree: quienes presentan pensamiento
desiderativo pueden hallar contraevidencia más débil que quienes se
autoengañan (Szabados, 1985, págs. 148-149). Esta diferencia sólo requiere
una diferencia de intención si la fuerza relativa de la evidencia en contra de la
proposición que creen quienes se autoengañan es tal como para que la
adquisición o la retención de estas creencias dependa de la intervención de
una intención oportuna. Esta tesis sobe la fuerza evidencial relativa es, como
he explicado, falsa.
El trabajo conceptual sobre el autoengaño guiado por la idea de que el
fenómeno ha de ser en gran medida isomorfo con el engaño interpersonal
estereotípico ha generado algunas paradojas conceptuales muy discutidas.
Pero he defendido que también nos ha alejado de una comprensión adecuada
del autoengaño directo cotidiano. El engaño interpersonal estereotípico es
engaño intencionado; el autoengaño ordinario, como he argumentado,
probablemente no lo es. Si fuera intencionado, intervendrían intenciones e
intentos «ocultos»; y carecemos de una base sólida para afirmar que en el
autoengaño cotidiano operen tales intenciones o intentos. Además, en el
engaño interpersonal estereotípico hay un momento en el que quien engaña
cree que ~p y el engañado cree que p; pero, como he explicado, no hay una
buena razón para sostener que quienes se autoengañan crean que ~p y crean
que p simultáneamente. A la luz de estos argumentos, uno debe buscar un
modelo explicativo de autoengaño que se separe de los modelos de la
explicación de la conducta intencionada. Ofrezco un modelo de este tipo.
Incluso en un caso de autoengaño tan extremo como el de Gimpel, no hay
necesidad de suponer que el agente trató de engañarse, o de causarse a sí
mismo el creer la proposición deseada, o de conseguir que le resultase más
fácil creer esa proposición. Sin duda, algunos lectores juguetearán con otros
casos extremos con los que poner a prueba mi postura. Obviamente, resulta
imposible examinar una serie infinita de casos de autoengaño que en los
aspectos relevantes sean supuestamente isomorfos con el engaño
interpersonal estereotípico. En el siguiente capítulo, sin embargo, argumento
en contra de los principales intentos de demostraciones empíricas de esta
clase de autoengaño.

29 Se puede engañar a la gente para que crea algo tal que, al creelo, esa gente no se engaña (cfr. Mele,
1987a, págs. 127-128): A podría ejecutar un complicado plan con el fin de engañar a B para que crea
algo que A desconoce que es cierto. Y A podría provocar de ese modo que B creyese esta proposición,
p. Dado que p es verdad, B no se engaña al creerlo. Aun así, es plausible que A engañe a B para que lo
crea, si A causa que B crea que p en parte engañándolo para que crea algunas proposiciones falsas que
sugieren que p.

30 Véase el bloque de citas de Pears (1984) y Davidson (1985) hacia el final del capítulo 1.

31 Esto no supone negar que a veces quienes se autoengañan creen que p al tiempo que son conscientes
de que su evidencia favorece ~p. Sobre estos casos, consúltese Mele (1987a, cap. 8 y págs. 135-136).

32 Mi análisis de la posición de Barnes deriva en parte de mi reseña a su libro (Mele, 1999b).

33 Por razones de uniformidad estilística, he sustituido el «no-q» de Barnes por «~q».


34 Si el autoengaño se explica mejor en parte en términos de nuestra tendencia a evaluar hipótesis de
manera que se minimicen «errores cruciales», entonces el tipo de reducción de la ansiedad en el que
Barnes insiste —es decir, la reducción de la ansiedad que uno siente en ese momento— no es el único
problema, ya que los errores cruciales no se limitan a errores que no logran reducir la ansiedad actual.
Por ejemplo, resultan bastante relevantes los errores de los que es razonable esperar que produzcan
malestar psicológico. Además, este tipo de errores lo puede tener gente que no tiene en ese momento
sensación de ansiedad sobre el tema en cuestión. (Dion Scott-Kakures [s.f.], centrándose en el
autoengaño retorcido, ofrece una poderosa crítica de la afirmación de Barnes de que el propósito de
autoengaño es reducir la ansiedad).

35 Comento un caso de este tipo en Mele (1987a, pág. 130).

36 También he mencionado una segunda paradoja estática, según la cual el autoengaño requiere tener y
carecer de la creencia de que p simultáneamente. Ésta se basa en una hipótesis más fuerte que sometí a
crítica en el capítulo 1.

37 Pears identifica lo que he denominado estrategias de sesgo interno y de control de entrada y


considera «actuar como si algo fuera así con el fin de generar la creencia de que es así» como una
tercera estrategia (1984, pág. 61).

38 La condición del equipo que trabaja con Gordon es análoga a la del sujeto del ejemplo que Talbott
explora a este respecto (1995, págs. 60-62). Un hombre tiene motivos de peso para pensar que su coche
podría necesitar frenos nuevos; y, naturalmente, espera que los frenos estén bien, dado el coste que
supone reemplazarlos. A pesar de esta esperanza, termina creyendo que los frenos están fallando. Pero
nótese que el coste de creer falsamente que los frenos van bien (un gran peligro físico) es
considerablemente mayor que el coste creer falsamente que están fallando.

39 Talbott sugiere que hay diferentes órdenes de preferencia en los dos tipos de casos. (Las
preferencias no tienen por qué ser objetos de conciencia, por supuesto). En los casos de autoengaño, la
preferencia relevante más alta que tienen los agentes es creer «que p es verdad, si p es verdad»; y su
segunda preferencia más alta es creer «que p es verdad, si p es falso»; los agentes que se autoengañan
quieren creer que p tanto si es verdad como si no lo es. En los casos alternativos, los agentes tienen la
misma preferencia más alta, pero la segunda preferencia más alta de quienes se autoengañan es la
preferencia más baja de estos agentes: estos agentes tienen una preferencia de rango superior para «no
creer que p, si p es falso». Supongamos, por mor del argumento, que este diagnóstico respecto a la
diferencia entre los dos tipos de casos es correcto. ¿Por qué habríamos de mantener que para dar cuenta
de la diferencia en cuestión —a saber: que en un caso hay un sesgo de los datos motivado y en el otro
no—, debemos suponer que hay una intención de engañarse a sí mismo (o de conseguir que uno mismo
crea que p, o de hacer que le resulte más fácil creer que p) en un caso y no en el otro? Dado nuestro
conocimiento de las diversas formas en las que la motivación puede sesgar la cognición en ausencia de
semejante intención, podemos entender cómo un orden de preferencias puede hacer esto mientras que
otro no. Un agente con el segundo orden de preferencias puede tener una fuerte motivación para
determinar si p es verdadero o falso; y eso puede bloquear cualquier tendencia a sesgar de modo
motivado los datos pertinentes. Éste no sería el caso de un agente con el primer orden de preferencias.

40 Tal y como indiqué en el capítulo 1, sección 2, aquellos que prefieran pensar en términos de grado
de creencia deberían leer mis expresiones del tipo «S cree que p» como abreviatura de «S cree que p en
un grado mayor que 0,5 (en una escala de 0 a 1)».
CAPÍTULO 4

Intentos de demostraciones empíricas del autoengaño


estricto

Algunos psicólogos han ofrecido supuestas demostraciones empíricas de


autoengaño, basadas en una concepción estricta del fenómeno que requeriría
que (en algún momento) quienes se autoengañan creyesen que p y creyesen
que ~p simultáneamente 41 . Al constatar que el influyente trabajo en esta área
no ha conseguido su objetivo y por qué, sale reforzada la posición sobre el
autoengaño directo cotidiano defendida en los dos capítulos anteriores. A esta
supuesta exigencia en el autoengaño la denomino «requisito de la creencia
dual». La condición correspondiente —es decir, creer que p y creer que ~p
simultáneamente— es la «condición de la creencia dual».

1. TRASFONDO

En un artículo reciente (Mele, 1997a), reto a mis críticos a que ofrezcan


evidencia convincente de la existencia de ejemplos de autoengaño que
satisfagan el requisito de creencia dual. Dejando explícitamente abierto que la
posesión simultánea de un par de creencias cuyo contenido proposicional es
mutuamente contradictorio sea conceptual y psicológicamente posible (págs.
98-99), argumento que los trabajos empíricos más influyentes sobre el tema
no dan una respuesta satisfactoria al desafío y que no hay ninguna necesidad
explicativa de postular «creencias duales» ni en los casos familiares de
autoengaño ni en los estudios empíricos comentados. Debido a que algunos
de los investigadores que aceptaron mi desafío no fueron lo suficientemente
cuidadosos como para centrarse en la condición de la creencia dual,
comenzaré eliminado algunas líneas de respuesta poco prometedoras antes de
considerar los estudios más pertinentes.
La clave de algunas de las respuestas a mi desafío reside en que ciertos
resultados empíricos o teóricos proporcionan apoyo directo o indirecto a la
idea de que las operaciones mentales se disponen en capas, tienen particiones
o están segmentadas de tal manera que favorecen la posibilidad o
probabilidad de que alguien crea que p mientras cree también que ~p. A mí
mismo me gustaría ver pruebas convincentes de que en algunos casos de
autoengaño se cumple esta condición de creencia dual. Tal evidencia
resolvería una importante pregunta acerca del autoengaño, e incluso podría
proporcionar apoyo indirecto a mi propia creencia de que si hay autoengaño
de la variedad que exige el requisito de la creencia dual, está muy alejado de
los casos cotidianos. Sin embargo, como digo, la supuesta evidencia que he
visto no resulta convincente.
Resulta apropiado hacer algunas observaciones conceptuales preliminares.
En primer lugar, el amplio conjunto de proposiciones que cree una persona en
un momento dado puede incluir perfectamente inconsistencias. Por ejemplo,
las proposiciones que alguien cree ahora mismo podrían incluir un conjunto
del siguiente tipo: si q entonces (r o s); q, t y u; si (t o u) entonces ~r; si u
entonces ~s. Lo que me interesa es que alguien crea que p (por ejemplo, que
Bob robó el coche de Ann) a la vez que cree que ~p (que Bob no robó el
coche de Ann), ya que muchos han defendido que precisamente esta
condición es necesaria en el autoengaño 42 . En segundo lugar, la posesión de
un cuerpo de evidencia que proporcione una mayor justificación para ~p que
para p no debería confundirse con creer que ~p. No siempre creemos las
proposiciones que justifican nuestra evidencia. En tercer lugar, algunas
personas usan el término «creencia» para referirse tanto a lo que se cree (por
ejemplo, que Bob robó el coche de Ann) como al estado mental asociado (por
ejemplo, la creencia de Ann de que Bob le robó el coche). Mientras los dos
sentidos no se confundan el uno con el otro, la discusión puede continuar sin
problemas. Las proposiciones p y ~p son lógicamente contradictorias; es
decir, es lógicamente imposible que tanto p como ~p sean verdaderas. Esto
no implica que sea lógicamente imposible creer que p y creer que ~p al
mismo tiempo.
Stephanie Brown y Douglas Kenrick ofrecen supuestos ejemplos de
proposiciones lógicamente contradictorias que una persona cree al mismo
tiempo (1997, pág. 109). Uno de ellos es el siguiente: S puede creer «que el
alcohol es tan tóxico como la estricnina» al tiempo que cree también «que
unas gotas de una bebida espirituosa pueden tener todos los beneficios de la
ambrosía» (traducción: un poco de alcohol puede hacer que uno se sienta
bien). De hecho, las dos proposiciones no son lógicamente contradictorias:
que el alcohol es tóxico como la estricnina es compatible con que sea cierto
que un poco de alcohol puede hacer que uno se sienta bien. Tampoco hay
ninguna contradicción lógica en las proposiciones involucradas en ejemplos
similares a aquellos: por ejemplo, la combinación de «S no tiene una
aventura» con proposiciones que constituyan evidencia de (pero que no
impliquen) que S tiene una aventura.
Brown y Kenrick ofrecen otro tipo de ejemplo que no resulta convincente
por otra razón. Escriben: «Podemos llegar a creer que el “amor libre” es una
idea espléndida mientras estamos excitados sexualmente [...] y creer
exactamente lo contrario después de ver una película sobre el SIDA» (pág.
109). Ahora bien, sin duda, no pretenden afirmar que nunca abandonamos
ninguna de nuestras creencias (en cierto momento creí muchas cosas que ya
no creo). Así que, ¿por qué deberíamos suponer que cuando la gente del
ejemplo llega a creer que el amor libre no es una cosa espléndida, aún cree
que es una cosa espléndida? Por otra parte, si poseen al mismo tiempo un par
de creencias pertinentes sobre el amor libre, una positiva y otra negativa, ¿por
qué habríamos de mantener que los contenidos proposicionales son
lógicamente contradictorios? Tal vez crean que en la medida que el amor
libre es agradable, se puede decir algo en su favor, y al mismo tiempo crean
que en tanto que el amor libre es muy peligroso, hay mucho que decir en su
contra. Estas dos proposiciones son consistentes entre sí.
Tim Dalgleish defiende que hay «casos de autoengaño emocional no
excepcionales [...] [que] pueden implicar la posesión de dos creencias
contradictorias (p y ~p) al mismo tiempo» (1997, pág. 110). Sostiene que «un
individuo puede tener una creencia proposicional p al mismo tiempo que
tiene una comprensión emocional de orden superior de la situación que es
consistente con ~p». Sin embargo, afirmar que S tiene una comprensión de
orden superior que es consistente con ~p, o con que S crea que ~p, no supone
afirmar que S cree que ~p. Cabe suponer que no creemos muchas de las
proposiciones consistentes —es decir, que no se contradicen— con nuestras
comprensiones emocionales de las cosas. (Que haya vida inteligente en Marte
no contradice la comprensión emocional que tiene Al de la reciente muerte de
su madre, ya que esa comprensión no tiene relación con Marte; pero Al no
cree que haya vida inteligente en Marte). Así, Dalgleish debe ir más allá, y lo
hace.
Sostiene que alguien podría creer que su hermano es honesto al mismo
tiempo que «tiene la sensación de que en realidad es un farsante». Pero ¿esta
«sensación» implica o equivale a la creencia de que su hermano es un
farsante, o se trata de una mera sospecha de que es un farsante o de una
creencia de que hay evidencia de que es un farsante? Dalgleish afirma
también que las «conversaciones cotidianas» indican que este tipo de
«conflicto paradójico» es común: la gente suele decir cosas como: «Sé y creo
que tengo éxito en el trabajo, porque sólo hay que ver la evidencia, pero en el
fondo sigo creyendo que soy un fracaso» (pág. 111). Sin embargo, hay que
tener cuidado al interpretar tales aseveraciones. Las afirmaciones de este tipo
bien pueden ser metafóricas. Además, las conversaciones cotidianas están
influidas por teorías cotidianas, muchas de las cuales pueden estar
gravemente equivocadas.
Una defensa corriente de la afirmación de que las personas que se
autoengañan satisfacen la condición de la creencia dual parte de la premisa de
que se comportan de maneras que entran en conflicto. Por ejemplo, se alega
que aunque quienes se autoengañan como Sam (en el cap. 3, sec. 2) le
aseguran sinceramente a sus amigos que sus cónyuges les son fieles,
normalmente tratan a sus cónyuges de formas que manifiestan desconfianza.
Ésta es una cuestión empírica sobre la que no me puedo pronunciar. Pero
supongamos, por mor del argumento, que la afirmación empírica es cierta.
Incluso en ese caso, careceríamos de motivos suficientes para sostener que,
además de creer que sus cónyuges no tienen una aventura, quienes se
autoengañan también creen, al mismo tiempo, que sus cónyuges la tienen.
Después de todo, el presunto hecho empírico puede explicarse bajo la
hipótesis alternativa de que, además de creer que sus cónyuges son fieles,
estos autoengañados creen también que existe una posibilidad significativa de
que estén equivocados al respecto. La mera sospecha de que el cónyuge tiene
una aventura no equivale a la creencia de que él o ella la tengan. Y uno puede
tener sospechas de que p, al tiempo que cree que ~p.
Un revisor anónimo de mi artículo (Mele, 1997a) sugirió que el fenómeno
de la «visión ciega» (blindsight) implica la presencia de un par de creencias
cuyos contenidos proposicionales son mutuamente contradictorios. Hay
evidencia de que algunas personas que creen ser ciegas pueden ver
(Weiskrantz, 1986). Desempeñan ciertas tareas mucho mejor (y, en algunos
casos, mucho peor) de lo que lo harían si estuvieran simplemente tratando de
adivinar, y se toman medidas para asegurarse de que no se están ayudando de
cualquier otro sentido. Supongamos que algunas personas con visión crean,
de hecho, que son ciegas. ¿También creen que ven (que no son ciegos)? Si
fuera cierto que todas las personas con visión (incluso aquellas que creen ser
ciegas) creen que ven, la respuesta sería que sí. Pero precisamente la
evidencia de la «visión ciega» es evidencia en contra de la verdad de esta
proposición universal. La evidencia indica que, bajo ciertas condiciones, hay
gente que tiene la capacidad de ver sin creer que la tiene y que ve algo sin
creer que está viendo.
El mismo revisor apeló a un caso mucho más mundano del siguiente tipo:
Ann adelantó unos minutos su reloj para ser puntual. Semanas después,
cuando le preguntamos la hora, Ann mira su reloj y nos dice lo que ve: «las
11:10». Entonces le preguntamos si su reloj está en hora. Si recuerda haberlo
adelantado, podría responder con sinceridad: «No, está adelantado; en
realidad aún no son las 11:10». Ahora bien, en el tiempo t, cuando Ann dice
«son las 11:10», ¿cree ambas cosas, que son las 11:10 y que no son las
11:10? Hay varias posibilidades alternativas. Por ejemplo, aunque quizá no
haya olvidado que adelantó su reloj, su recuerdo de haberlo hecho no es
saliente para ella en t y no infiere en t que no son las 11:10; o quizás ha
adoptado la estrategia de actuar como si su reloj estuviese en hora y en
realidad no cree ninguna de sus lecturas. (Defender una respuesta
prometedora a la siguiente pregunta queda como ejercicio para el lector: ¿qué
constituiría evidencia convincente de que, en t, Ann cree que son las 11:10 y
cree que no son las 11:10?) 43 .
2. RECONOCIMIENTO DE VOZ E HIPNOSIS

Ruben Gur y Harold Sackeim proponen el siguiente conjunto de


condiciones «necesarias y suficientes» para el autoengaño:

1. El individuo mantiene dos creencias contradictorias (p y ~p) 44 .


2. Estas dos creencias contradictorias se mantienen simultáneamente.
3. El individuo no es consciente de que mantiene una de las creencias (p
o ~p).
4. El acto que determina cuál de las creencias es objeto de consciencia y
cuál no, es un acto motivado (Sackeim y Gur, 1978, pág. 150; cfr. Gur
y Sackeim, 1979; Sackeim y Gur, 1985).

Debido a que Sackeim y Gur adoptan una concepción de la acción


intencionada según la cual una acción se lleva a cabo intencionadamente sólo
si el agente «la ha planeado, la ha considerado, o la espera», y a que, a
diferencia de David Pears, por ejemplo (véase cap. 1, sec. 3), no desean
postular subagentes, «no afirman que el “acto motivado” [mencionado en la
condición 4] sea intencionado» (1978, pág. 150). Aun así, dicen que los actos
en cuestión son «actos en los que se decide qué creencias se respaldan y a qué
creencias no se les presta atención» (pág. 149) 45 . Por tanto, están ofreciendo
una concepción «agencial» del autoengaño relativamente estándar (cfr.
Sackeim y Gur, 1997). Naturalmente, Sackeim y Gur sostienen que el agente
«no reflexiona sobre los propios actos» de toma de decisiones en cuestión
(1978, pág. 149).
La evidencia que aportan Sackeim y Gur acerca de la ocurrencia del
autoengaño, tal y como definen el fenómeno, la proporcionan los estudios de
reconocimiento de voz. En un tipo de experimento, los sujetos que
erróneamente afirman que una voz grabada no es la suya, muestran sin
embargo respuestas fisiológicas (por ejemplo, respuestas galvánicas de la
piel) que están correlacionadas con el reconocimiento de voz. «El
autoinforme del sujeto se utiliza para determinar si se mantiene una creencia
particular», mientras que «los índices conductuales, medidos mientras se
realiza el autoinforme, se utilizan para indicar si se mantiene también una
creencia contradictoria» (Sackeim y Gur, 1978, pág. 173). (Los
experimentadores también intentan establecer que se satisface la condición
motivacional).
No está claro, sin embargo, que las respuestas fisiológicas demuestren que
se da una creencia (Mele, 1987b, pág. 6) 46 . Además de creer que la voz no es
la suya (si asumimos que las respuestas son sinceras), ¿creen también los
sujetos que es la suya, o simplemente presentan las respuestas fisiológicas
que a menudo acompañan a la creencia de que uno escucha su propia voz?
Tal vez en estos casos sólo haya una sensibilidad subdoxástica (de doxa,
«creencia»). El umbral para la reacción fisiológica ante la voz propia puede
ser inferior al de la cognición (incluyendo la creencia inconsciente) de que la
voz es la propia. Además, otro equipo de psicólogos (Douglas y Gibbins,
1983; cfr. Gibbins y Douglas, 1985) obtuvo resultados similares con las
reacciones de los sujetos ante las voces de conocidos. De modo que, incluso
si las respuestas fisiológicas fueran indicativas de creencia, no demostrarían
que los sujetos tengan creencias «contradictorias». Tal vez los sujetos crean
que la voz no es la suya a la vez que «creen» que es una voz familiar.
Irving Kirsch sostiene que muchas personas hipnotizadas adquieren
«creencias contradictorias» (1997, pág. 118) 47 . Ofrece la siguiente evidencia.
Muchas gente «que mostró una aparente incapacidad para doblar un brazo
[...] indicó [1a] que habían tratado de doblar el brazo y también [1b] que
podrían haberlo doblado si realmente hubieran querido». De modo similar,
mucha «gente que mostró amnesia sugestiva [...] afirmó [2a] que anotó cada
sugerencia que pudo recordar y [2b] que podría haber recordado las
sugerencias si realmente hubiera querido». Si esta gente creyera lo que
afirma, debemos preguntarnos si las proposiciones que creen son
contradictorias.
No hay ninguna contradicción lógica en la conjunción de 1a y 1b.
Considérese la siguiente analogía: después de perder un partido de tenis
ajustado, se podría creer (3a) que uno trató de ganar y (3b) que habría (y por
lo tanto podría haber) ganado si realmente hubiera querido ganar. No hay
ninguna contradicción en este par de proposiciones: de hecho, uno podría
creer razonablemente que habría ganado si hubiera intentado ganar con
bastante más fuerza y que si hubiera tenido un deseo mucho más fuerte de
(«realmente quisiera») ganar lo habría intentado con mucha más fuerza.
Nótese que 3a y 3b tienen la misma forma que 1a y 1b: dado que la primera
pareja no es contradictoria, tampoco la segunda pareja lo es. Y a pesar de que
normalmente resulta bastante fácil doblar un brazo, puede que en este
contexto la analogía del tenis no sea descabellada. A estas personas
hipnotizadas podría haberles parecido que doblar el brazo requería mucho
esfuerzo, y más esfuerzo del que querían realizar.
Los datos a comparar acerca de la amnesia pueden interpretarse del mismo
modo, aunque las afirmaciones que se citan en la literatura sean menos
precisas. Entiendo que los sujetos anotaron cada sugerencia que recordaron
conscientemente, que trataron de recordar, y que podrían haber recordado
más sugerencias si hubieran deseado hacerlo con más fuerza. Esto es un
conjunto de proposiciones consistente.

3. EL ESTUDIO DEL AGUA FRÍA DE QUATTRONE Y TVERSKY: TRASFONDO

George Quattrone y Amos Tversky defienden en un elegante estudio


(1984) que el autoengaño realmente satisface las cuatro condiciones de
Sackeim y Gur. En este estudio, treinta y ocho individuos universitarios
sumergieron primero un «antebrazo en un recipiente por el que circulaba
agua fría hasta que no pudieron soportarlo más» (1984, pág. 240). «Cada
cierto tiempo [cinco segundos] decían un número del 1 al 10 para expresar su
malestar»; una calificación de 10 designaba «ese punto en el que los sujetos
preferían no soportar el frío durante más tiempo» (pág. 241). Después
pedaleaban en una bicicleta estática durante un minuto. A continuación,
durante un breve «período de descanso», a los sujetos se les dio una «mini-
clase sobre Psicofísica» en la que se les indujo a creer que la gente tiene uno
o otro de los dos «complejos cardiovasculares diferentes conocidos como
corazones de Tipo 1 y de Tipo 2» y que una menor y mayor esperanza de
vida se asocian, respectivamente, a «grados crecientes» de corazones de Tipo
1 y Tipo 2 (pág. 241). Se asignó a los sujetos aleatoriamente a uno de dos
grupos. A la mitad «se les informó de que un corazón de Tipo 1 [enfermo]
aumentaría la tolerancia al agua fría tras el ejercicio, mientras que un corazón
de Tipo 2 [sano] disminuiría la tolerancia» (pág. 240). Al resto se les dijo lo
contrario. Por último, los participantes se sometieron de nuevo a la prueba del
«agua helada», tras lo cual completaron un breve cuestionario. Se les
preguntó, entre otras cosas, por la siguiente cuestión (pág. 241): «¿Trató
usted de alterar deliberadamente la cantidad de tiempo que mantuvo su mano
en el agua después de hacer ejercicio?» 48 .
Como se predijo, los sujetos a los que se les dijo que la disminución de la
tolerancia se correspondía con un diagnóstico de un corazón sano «mostraron
significativamente menos tolerancia» en el segundo ensayo, «mientras que
los sujetos de la condición de aumento mostraron significativamente más
tolerancia» en esa prueba (pág. 242). Veintisiete de los treinta y ocho sujetos
mostraron el cambio que se predijo. Sólo nueve sujetos indicaron que habían
intentado alterar su tolerancia. Y sólo dos de los nueve que lo admitieron
(22%) infirieron que tenían un corazón de Tipo 2 (sano), mientras que veinte
de los veintinueve que «negaron» haberlo hecho (69%) infirieron que tenían
un corazón de Tipo 2.
Quattrone y Tversky sostienen que la mayoría de los sujetos intentó alterar
su tolerancia en el segundo ensayo. La mayoría de los sujetos negó haberlo
intentado, y Quattrone y Tversky argumentan que muchos de los sujetos
creían que no intentaron alterar su tolerancia a la vez que creían que
intentaron alterarla. Defienden, además, que estos sujetos no eran conscientes
de que tenían la segunda creencia, quedando explicada la «falta de
consciencia» por su «deseo de aceptar el diagnóstico que implicaba su
conducta» (pág. 239).

4. ¿SATISFACEN LOS SUJETOS DE QUATTRONE Y TVERSKY EL REQUISITO DE LA


CREENCIA DUAL?

En esta sección acepto, por mor del argumento, que muchos de los sujetos
de Quattrone y Tversky intentaron, de hecho, alterar su tolerancia en el
segundo ensayo, y defiendo que, incluso si esto es así, no tenemos una razón
de peso para sostener que satisfacen la supuesta exigencia del autoengaño de
tener una creencia dual. En la quinta sección sostengo que no hay ninguna
necesidad explicativa de suponer que ninguno de los que lo niega con
sinceridad estuviera, de hecho, tratando de alterar su tolerancia.
Supongamos que muchos sujetos trataron de alterar su tolerancia en el
segundo ensayo, que sus intentos estaban motivados, y que la mayoría de los
«negadores» negaron sinceramente haber tratado de alterar su tolerancia.
Incluso en el supuesto de que los que lo negaban fueran conscientes de su
motivación para alterar su tolerancia, ¿se sigue que estos sujetos, además de
creer que no «llevaron a cabo a propósito la conducta para conseguir un
diagnóstico favorable», creían también que sí lo hicieron, como afirman
Quattrone y Tversky? ¿Hay algo que impida suponer que los negadores
estaban efectivamente motivados para alterar su tolerancia sin que creyesen,
en ningún nivel, que esto es lo que estaban haciendo? (Mi uso de «sin que
creyesen, en ningún nivel, que [p]» es una elipsis de «sin que creyesen que p
mientras eran conscientes de que tenían esa creencia y sin que creyesen que p
mientras no eran conscientes de que tenían esa creencia»).
El estudio no ofrece ninguna evidencia directa de que los negadores
sinceros creyeran que estaban tratando de alterar su tolerancia. Tampoco
resulta necesario suponer que lo creyeran para explicar su comportamiento.
(La creencia necesaria para poder explicar el comportamiento es una creencia
que viene a decir que una alteración adecuada en la tolerancia en el segundo
ensayo constituiría evidencia de un corazón sano). A partir de los supuestos
de que (1) alguna motivación M que tienen los agentes para hacer algún tipo
de A da lugar a que hagan A, y de que (2) son conscientes de que tienen esta
motivación para hacer A, no se sigue que crean, de manera consciente o no,
que están haciendo A (en este caso, alterar a propósito su tolerancia). Ni se
deduce, a fortiori, que crean, de manera consciente o no, que están haciendo
A por razones que están relacionadas con M. Pueden creer falsamente que M
no tiene influencia alguna en su conducta, al tiempo que no poseen la
creencia contraria.
El siguiente caso ilustra ambos puntos: Ann, que desea conscientemente el
amor de sus padres, cree que la querrían si fuera una abogada de éxito. En
consecuencia, se matricula en la facultad de Derecho; al matricularse está
tratando, inconscientemente, de complacer a sus padres. Pero Ann no cree, en
ningún nivel, que al matricularse en la facultad de Derecho esté tratando de
complacer a sus padres. Ni cree que su deseo de que sus padres la quieran sea
responsable en modo alguno de su decisión de matricularse. Ann cree que se
matricula únicamente por un deseo independiente de convertirse en abogada.
Por supuesto, simplemente he estipulado que Ann carece de las creencias en
cuestión. Pero la idea es que esta estipulación no hace incoherente el
escenario. Lo que sostengo sobre los negadores sinceros del estudio de
Quattrone y Tversky es que, de modo similar, no hay ninguna necesidad
explicativa de suponer que crean, en ningún nivel, que están intentando
alterar su tolerancia con fines diagnósticos, o incluso que crean que están
intentado alterar su tolerancia en absoluto. Estos sujetos están motivados para
generar evidencia diagnóstica favorable y creen (hasta cierto punto) que una
alteración adecuada en su tolerancia en el segundo ensayo constituiría tal
evidencia. Pero la motivación y la creencia pueden dar lugar a la acción
intencionada independientemente de que crean, de manera consciente o no,
que «desarrollan deliberadamente cierta conducta», o que la desarrollan
deliberadamente «para conseguir un diagnóstico favorable» 49 .
Como muestra el estudio Quattrone y Tversky, a veces la gente no
reconoce conscientemente por qué hace lo que hace —por ejemplo, por qué
indican ahora una determinada estimación del dolor—. Dado que un
reconocimiento o creencia inconsciente de que «desarrollan deliberadamente
cierta conducta para conseguir un diagnóstico favorable» no ayuda a explicar
en modo alguno el comportamiento de los negadores sinceros, ¿por qué
suponer que dicho reconocimiento o creencia está presente? Si se pensase que
los seres humanos adultos normales siempre reconocen —al menos en algún
nivel— lo que motiva su conducta, uno optaría por la hipótesis de la creencia
dual de Quattrone y Tversky sobre los negadores sinceros. Pero Quattrone y
Tversky no ofrecen ninguna defensa de la tesis general que acabamos de
mencionar. A la luz de sus resultados, una defensa convincente de la tesis
habría de demostrar que siempre que esos adultos no reconocen de modo
consciente qué hacen, creen sin embargo correctamente que hacen x, aun sin
ser conscientes de que lo creen. No es una tarea fácil.
Quattrone y Tversky sospechan que (muchos de) los negadores sinceros se
autoengañan creyendo que no trataron de alterar su tolerancia. Adoptan el
análisis del autoengaño que hacen Sackeim y Gur (1984, pág. 239) e
interpretan sus resultados en consecuencia. Sin embargo, una interpretación
de sus datos que evite el supuesto de la creencia dual que acabamos de
someter a crítica y que presuponga, con Quattrone y Tversky, que los sujetos
intentaban alterar su tolerancia, comporta una concepción menos exigente del
autoengaño. Uno puede sostener (1) que los negadores sinceros, en parte
debido al deseo de vivir una vida larga y saludable, tenían motivación para
creer que tenían un corazón sano; (2) que esta motivación (junto con la
creencia de que una alteración al alza o a la baja en la tolerancia constituiría
evidencia a favor de la proposición que deseaban que fuera verdadera) les
llevó a intentar alterar su tolerancia; y (3) que esta motivación también les
llevó a creer que no alteraron deliberadamente su tolerancia (y a no creer lo
contrario). Se puede considerar que se autoengañan al mantener sus creencias
motivadas y falsas de que no estaban intentando alterar la tolerancia mostrada
sin que crean también que estaban tratando de hacerlo 50 .
¿Cómo condujo la motivación de los sujetos a que creyesen que no
trataron de alterar su tolerancia (una creencia que ahora estoy suponiendo que
es falsa por mor del argumento)? Quattrone y Tversky ofrecen una sugerencia
(pág. 243):
El mecanismo fisiológico del dolor puede haber facilitado el autoengaño en este
experimento. La mayoría de la gente cree que las respuestas del corazón y los umbrales del
dolor no están por lo general bajo el control voluntario del individuo. Esta extendida creencia
favorecería la afirmación de que la alteración no podría haber sido a propósito, ya que ¿cómo
«mueve uno los hilos»?

Y nótese que la creencia de que no se intentó alterar la cantidad de tiempo


que se dejó la mano dentro del agua antes de notificar una estimación de
dolor «intolerable», basada (en parte) en una creencia sobre la habitual
incontrolabilidad de «las respuestas del corazón y los umbrales de dolor», no
tiene por qué ser completamente fría o carente de motivación. La motivación
de algunos sujetos podría hacer que la creencia de «falta de control» resultase
muy prominente, por ejemplo, al mismo tiempo que desvía también la
atención de las señales internas de que estaban tratando de alterar su
tolerancia, incluyendo la intensidad del dolor. Además, debido a los deseos
pertinentes, es de esperar que los negadores sinceros tengan umbrales de
confianza significativamente más altos para la aceptación de la hipótesis de
que están tratando de alterar su tolerancia que para el rechazo de esa
hipótesis.
Casualmente, al igual que Quattrone y Tversky, el biólogo Robert Trivers
(1985, págs. 416-417) respalda la definición que ofrecen Gur y Sackeim del
autoengaño y afirma haber encontrado evidencia convincente del autoengaño
así concebido. Trivers sostiene que el autoengaño ha «evolucionado [...]
porque la selección natural favorece formas cada vez más sutiles de engañar a
los demás» (pág. 282; cfr. págs. 415-420). Sabemos que
la mirada huidiza, las palmas sudorosas y las voces roncas pueden ser indicativas del estrés que
acompaña al conocimiento consciente de que uno está intentando engañar. Al volverse
inconsciente de su engaño, el engañador le esconde estas señales al observador. Él o ella pueden
mentir sin el nerviosismo que acompaña al engaño (págs. 415-416).

No podemos evaluar en este lugar la tesis de Trivers adecuadamente, pero


ha de señalarse que la plausibilidad de la tesis no depende en modo alguno de
que el autoengaño requiera la presencia de creencias cuyo contenido
proposicional sea mutuamente contradictorio. Un autoengaño que satisfaga el
conjunto de condiciones suficientes que ofrecí en el capítulo 3 sin satisfacer
el requisito de la creencia dual no es una herramienta menos eficaz para
engañar a otros. La propuesta de Trivers descansa en la idea de que los
agentes que no creen conscientemente la verdad (p) tienen ventaja frente a los
agentes que sí lo creen a la hora de conseguir que otros crean la falsedad
pertinente (~p); la consciencia de la verdad tiende a manifestarse de formas
que lo delatan a uno. Pero nótese que una creencia inconsciente de que p no
proporciona en absoluto ninguna ayuda a este respecto. Aún más, tal creencia
puede generar señales fisiológicas relevadoras de engaño (recuérdense las
manifestaciones fisiológicas de las presuntas creencias inconscientes en los
estudios de Gur y Sackeim). Si las creencias verdaderas inconscientes
convirtieran a quienes se autoengañan en engañadores interpersonales menos
sutiles de lo que serían sin estas creencias, y si el autoengaño evolucionó
porque la selección natural favorece la sutileza en el engaño a los demás,
mejor evolucionará según mi modelo que según el modelo de «creencia dual»
que Trivers acepta.

5. ¿TRATARON DE ALTERAR SU TOLERANCIA LOS NEGADORES SINCEROS DE


QUATTRONE Y TVERSKY?

Hasta ahora he asumido, por mor del argumento, que los sujetos en
cuestión trataban de alterar su tolerancia con el fin de «tener un diagnóstico
favorable» y he defendido que, pese a eso, no tenemos una buena razón para
suponer que los sujetos creyeran que estaban intentado alterar su tolerancia, a
la vez que creían que no estaban intentado alterarla. En esta sección, ataco la
afirmación de Quattrone y Tversky de que, de hecho, los sujetos trataran de
hacer esto.
Recordemos el modelo FTL de evaluación de hipótesis cotidianas que se
describe en el capítulo 2. Es de suponer que los sujetos de Quattrone y
Tversky prefieran tener un corazón sano que uno enfermo, y es plausible que
para muchos de ellos el coste, en el sentido de FTL, de creer falsamente que
estaban enfermos del corazón (una angustia psicológica importante) fuera
considerablemente mayor, dadas las circunstancias, que el coste de creer
falsamente que sus corazones estaban sanos 51 . Por lo tanto (tomando en
consideración los costes de información), cabría esperar que muchos sujetos
presentaran umbrales confianza mucho más altos para creer que sus
corazones estaban enfermos que para creer que sus corazones estaban sanos.
Piénsese en un sujeto representativo durante el segundo ensayo. Se
encuentra frente a la cuestión de si el dolor que está experimentando en ese
momento resulta intolerable. Si se le ha hecho creer que el aumento de la
tolerancia permite diagnosticar un corazón sano, entonces es perfectamente
posible que tenga un umbral de confianza más alto para creer que su dolor
actual es intolerable, que para creer que es tolerable 52 . Ahora bien,
ciertamente la noción de dolor intolerable no es una noción precisa, y cuando
el dolor de una persona aumenta gradualmente, no resulta ni mucho menos
obvio para esa persona a partir de qué momento exacto el dolor se ha vuelto
intolerable. Teniendo en cuenta esta observación y aceptando la diferencia en
los umbrales de confianza que acabamos de mencionar, cabría esperar que
esta vez al sujeto le llevase más tiempo llegar a la convicción de que su dolor
es intolerable. Y si, como es de esperar, el sujeto está evaluando la hipótesis
deseable de que su dolor actual resulta tolerable, entonces teniendo en cuenta
las cuestiones acerca de la imprecisión y de la fenomenología de la
intolerancia del dolor, no deberíamos sorprendernos de descubrir un elemento
común del sesgo confirmatorio, a saber: la interpretación por parte del sujeto
de los datos «ambiguos» como si apoyaran la hipótesis que se está
sometiendo a prueba 53 . De modo similar, bajo el modelo FTL, uno esperaría
que muchos de los sujetos llevados a aceptar que la disminución de la
tolerancia es un indicador de un corazón sano, sometieran a prueba la
hipótesis de que su dolor actual es intolerable y en esta segunda ocasión
llegasen antes a la creencia de que su dolor es intolerable. En ninguno de los
casos hay una necesidad evidente, a la hora de explicar los datos, de sostener
que estos sujetos intentaban llegar a creer ciertas cosas. Dado que no existe
un claro primer momento en el que el dolor que aumenta gradualmente se
haya vuelto intolerable, y teniendo en cuenta los umbrales de confianza
postulados, no es necesario tal ejercicio de agencia para explicar la variación
en las estimaciones de dolor entre los ensayos.
El experimento de Quattrone y Tversky ofrece evidencia potente de que
muchos de los sujetos tenían creencias motivacionalmente sesgadas acerca de
la intensidad de su dolor en el segundo ensayo. Sin embargo, la evidencia de
que estos sujetos estuvieran intentando alterar su tolerancia en un esfuerzo
por alcanzar o mantener la creencia en la salud de sus corazones es bastante
débil. El modelo FTL da cabida a sus creencias motivadas sin postular tales
ejercicios de la agencia 54 .

6. CONCLUSIÓN

Al criticar los intentos de demostraciones empíricas de la existencia de


autoengaño basados en el modelo agencial de Sackeim y Gur sin ofrecer
evidencia empírica de que los sujetos no tengan «dos creencias
contradictorias» ¿he sido injusto con los investigadores? Recordemos la
situación dialéctica: los investigadores afirman que han demostrado la
existencia de autoengaño basado en el modelo en cuestión. Yo he señalado
que no la han demostrado. Los tests que emplean para evaluar la existencia
de «dos creencias contradictorias» en los sujetos resultan, por las razones
ofrecidas, inadecuados. No deseo afirmar que sea imposible que un agente
crea que p y al mismo tiempo crea que ~p. Mi tesis es que no hay necesidad
explicativa de postular tales creencias, ni en los casos familiares de
autoengaño ni en los supuestos casos citados por estos investigadores, y que
se pueden ofrecer explicaciones de los datos alternativas y plausibles
apelando a mecanismos y procesos relativamente bien conocidos.
No he afirmado que creer que p y creer al mismo tiempo que ~p sea
conceptual o psicológicamente imposible. Pero no he encontrado un ejemplo
convincente de ese fenómeno en ningún caso de autoengaño. Algunos
lectores pueden sentirse inclinados a sugerir que en la literatura acerca de la
personalidad múltiple se pueden encontrar ejemplos. Sin embargo, ese
fenómeno, si es genuino, plantea cuestiones espinosas acerca del yo en el
autoengaño. En estos supuestos casos, ¿se engañan las personas a sí mismas,
con el resultado de que creen que p y al mismo tiempo que creen que ~p? ¿O
más bien estamos ante engaño interpersonal o, en todo caso, ante algo que se
le parece más a eso que al autoengaño? 55 . Éstas son preguntas para otra
ocasión. Nos alejan del autoengaño ordinario.
¿Tengo un prejuicio en contra de los enfoques agenciales del autoengaño?
Tal vez, pero no lo creo. Estoy dispuesto a conceder que hay una enorme
cantidad de procesamiento de información que es inconsciente (por ejemplo,
en la percepción). Sin embargo, esta concesión no implica ciertamente que
haya una gran cantidad de acciones intencionadas inconscientes —por
ejemplo, intentos inconscientes de engañarnos, de causarnos una creencia en
ciertas cosas, o de que nos resulte más fácil creer estas cosas—. Ni implica
que exista ninguno de estos esfuerzos inconscientes.
Hay mucha evidencia a favor de la existencia de los procesos y fenómenos
a los que he apelado al desarrollar la postura que ofrezco como explicación
del autoengaño directo cotidiano, una posición que da cuenta de este género
de autoengaño sin acudir a esfuerzos inconscientes del tipo mencionado, y lo
justo es decir que no hay nada que se aproxime de modo comparable a
evidencia de peso en favor de que se den estos esfuerzos inconscientes.
Podemos explicar ejemplos representativos del autoengaño directo y
cotidiano, incluidos casos tan extremos como el de Gimpel (cap. 3, sec. 4),
sin apelar a esfuerzos ocultos de este género, y debido a que la evidencia de
que se produzcan tales esfuerzos es, en el mejor de los casos, muy débil, me
inclino fuertemente a evitar apelar a ellos en una explicación de este tipo de
autoengaño. Por las razones que acabo de ofrecer, no parece que esta
inclinación sea un prejuicio.
Concluyo reiterando el desafío que he mencionado al principio de este
capítulo. Reto a los lectores inclinados a pensar que existen casos de
autoengaño en los que quien se autoengaña cree que p y cree que ~p
simultáneamente a que proporcionen evidencia convincente de la existencia
de tal autoengaño. Como he mostrado, los trabajos empíricos más influyentes
sobre el tema no han dado una respuesta satisfactoria a este reto. Tal vez
algunos lectores puedan hacerlo mejor. Sin embargo, si mis argumentos de
los dos capítulos anteriores van bien encaminados, estos casos serán casos
excepcionales de autoengaño y no la norma.

41 Nótese que creer que p y creer que ~p al mismo tiempo —es decir, Bp & B~p—, es distinto a creer
la conjunción de las dos proposiciones: B(p&~p). No siempre sumamos dos más dos. Además, se da
por supuesto que los elementos comunes a p y ~p se representan del mismo modo (véase cap. 1, nota
5).

42 Véase Demos (1960); Foss (1980); Gur y Sackeim (1979); Haight (1980); Kipp (1980); Paluch
(1967); Quattrone y Tversky (1984); Sackeim y Gur (1978, 1985); Siegler (1968); y Trivers (1985).

43 Dejando a un lado el autoengaño, uno podría pensar que las situaciones que representan un
comportamiento habitual de cierto tipo son escenarios prometedores de «creencias duales». Las
personas que, como yo, llevan reloj casi todos los días, tienen el hábito de mirarlo cuando quieren saber
la hora. Por supuesto, el hábito no es tan simple como sugiere esta descripción. Nunca llevo un reloj
cuando juego a ráquetbol y, a veces, después de un partido, quiero saber si tengo tiempo para otro
partido. Pero entonces no me miro la muñeca izquierda (donde llevo el reloj). Se podría considerar que
esto indica que mi hábito de comprobar el reloj es, de modo más preciso, el hábito de mirar mi muñeca
izquierda cuando quiero saber qué hora es y creo que mi reloj se encuentra ahí. Ahora bien, muy de vez
en cuando, olvido ponerme el reloj. Me lo dejo en casa un día en el que por lo demás llevo a cabo mis
actividades normales. En uno de esos días, estando sentado en mi oficina y deseando saber la hora,
puedo mirar mi muñeca izquierda. Puedo hacerlo un par de veces a lo largo del día, a pesar de que me
he dado cuenta de que mi reloj no está en donde suele estar. (Después de un rato, me sorprendo a mí
mismo cuando estoy a punto de mirar y encuentro lo que estaba a punto de hacer de algún modo
divertido). Podría suponerse que mi conducta impulsada por el hábito muestra que creo que llevo reloj.
Podría suponerse, asimismo, que debido a que me he dado cuenta de que no lo llevo, también creo, al
mismo tiempo, que no lo llevo. Una vez más, no afirmo que creer que p y creer al mismo tiempo que
~p sea conceptual o psicológicamente imposible. No tengo la necesidad teórica de insistir en que las
«creencias duales» estén ausentes en este escenario. Tal vez las dos creencias diferentes se almacenen
en dos compartimentos mentales diferentes. Pero no estoy convencido de que así sea. El hábito
operativo puede ser el hábito de mirar mi muñeca izquierda cuando quiero saber qué hora es y estoy en
situaciones en las que suelo llevar reloj (y encuentro conveniente mirar mi muñeca izquierda). El hábito
no tiene por qué implicar la creencia de que el reloj está en mi muñeca. Lo mismo puede decirse de un
hábito que incluya las condiciones recién mencionadas y la condición adicional de carecer de la
creencia saliente de que no llevo reloj. (Otra posibilidad es que quizá sólo continúe olvidando que no
llevo el reloj).

44 A efectos de uniformidad estilística, he sustituido el «no-p» de Sackeim y Gur por «~p».

45 Algunos filósofos rechazarían por conceptualmente incoherente la afirmación de que hay actos de
decisión no intencionados. Véase, por ejemplo, McCann (1986a).

46 En un ensayo posterior, Sackeim concede esto (1988, págs. 161-162).

47 También sugiere que pueden «no ser conscientes de [...] la discrepancia entre las dos creencias»
(cfr. Bermúdez, 1997).

48 Quattrone y Tversky tomaron medidas para reducir la probabilidad de que los sujetos mintieran para
impresionar a los experimentadores. Se les dijo a los sujetos que lo único que indicaría los tipos
corazón serían las alteraciones en la tolerancia y que ni el experimentador presente durante el primer
ensayo ni el otro que administraba el segundo ensayo conocerían los resultados del otro ensayo. El
experimentador del segundo ensayo se presentó como un secretario que «no sabía nada de las hipótesis,
la descripción o la base del estudio» (1984, pág. 24). Y los cuestionarios se cumplimentaron de forma
anónima.

49 Tal y como se sigue de esto, al desafiar la afirmación de que quienes niegan con sinceridad tengan
la creencia en cuestión, no desafío la idea popular de que los intentos se explican, al menos en parte, en
términos de creencias y deseos pertinentes.

50 Obviamente, el que los sujetos cumplan las condiciones suficientes para el autoengaño que se
ofrecen en el capítulo 3, sección 1, depende de la fuerza relativa de su evidencia a favor del par de
proposiciones pertinente.

51 Los costes relativos dependerán en parte de sus creencias acerca de lo que se puede hacer para
curarse de enfermedades del corazón y acerca de las medidas para afrontarlas. Además, podríamos
esperar que los sujetos sin señales previas de enfermedad cardíaca respondan de manera diferente a los
hipotéticos sujetos con evidencia previa significativa de que tienen problemas del corazón.

52 Lo mismo se aplica a su umbral para creer que su dolor presente es tan intenso como el dolor al que
le asignó un «10» en el primer ensayo, comparado con el umbral para creer que su dolor actual es
menos intenso que el dolor anterior.

53 Cfr. el argumento acerca de la interpretación de las expresiones faciales del capítulo 2, sección 1.

54 Es interesante que Trope y sus colaboradores (Trope et al. 1997, pág. 122) asuman,
innecesariamente, que los sujetos de Quattrone y Tversky estaban «realizando un esfuerzo» para ajustar
su tolerancia.

55 Se han planteado preguntas similares acerca de hipótesis particionistas que no llegan a postular
personalidades múltiples. Véase, por ejemplo, Johnston (1988) y Sorensen (1985).
CAPÍTULO 5

Autoengaño retorcido

Mediante lo que he llamado autoengaño «directo», la gente se autoengaña


creyendo algo que desea que sea cierto. Los trabajos filosóficos y
psicológicos sobre el autoengaño se han centrado en este fenómeno.
Aparentemente, existe también un tipo de autoengaño más desconcertante, si
bien mucho menos común, un autoengaño de tipo «retorcido». Como
mencioné en el capítulo 1, podría quedar ejemplificado por un marido
inseguro y celoso que cree que su esposa tiene una aventura a pesar de que
sólo posee evidencia relativamente débil a favor de esa proposición y a pesar
de que quiere que sea falso que la tenga (y quiere también que no sea cierto).
Aunque la cuestión de cómo se explican los casos de autoengaño retorcido
es en gran parte empírica, se puede hacer algún avance filosófico. Aquí
desarrollo un par de enfoques para explicar el autoengaño retorcido sacados
en parte de la literatura empírica: un enfoque centrado en la motivación y un
enfoque híbrido que incluye tanto la motivación como la emoción. Mi
objetivo es poner de manifiesto los recursos que tenemos para explorar y
explicar el autoengaño retorcido, y mostrar que hay enfoques prometedores
consistentes con la posición que he avanzado sobre el autoengaño directo.
Ariela Lazar ha sugerido que en tanto que mi explicación del autoengaño
directo no da cuenta también del tipo retorcido, resulta «un aspirante débil a
la hora de explicar cualquier tipo de autoengaño» (Lazar, 1997, pág. 120).
Esto podría parecer plausible bajo el supuesto de que todos los casos de
autoengaño se explicasen del mismo modo. Sin embargo, la apreciación
resulta poco convincente, incluso si concedemos ese supuesto, como se hará
evidente en la sección 2. Entre las cuestiones que abordamos aquí está la de si
resulta adecuado ofrecer una explicación del mismo tipo para los casos de
autoengaño directo y retorcido.
1. LA TEORÍA MOTIVACIONAL DE PEARS

Por definición, en los casos retorcidos las personas que se autoengañan


creyendo que p no desean que p. Sin embargo, esto deja la puerta abierta a
que sus creencias de que p estén motivadas por algún otro deseo. De hecho,
uno puede pensar que si las creencias pertinentes no están motivadas, o bien
resultan inexplicables o sólo lo son de formas que son inconsistentes con un
diagnóstico de autoengaño.
David Pears (1984), que concibe el autoengaño bajo el modelo de engaño
interpersonal, ofrece una explicación motivacional de que el marido celoso e
inseguro adquiera la creencia falsa e injustificada de que su esposa tiene una
aventura a pesar de que desee que sea inocente de los cargos. Sugiere que el
hombre desea «elimin[ar] a todos los que rivalizan» por el afecto de su
esposa y que (sin suponer que el esposo esté pensando conscientemente en
estos términos) el valor de su creencia, inspirada por los celos, en la
infidelidad de su esposa reside en su capacidad, en combinación con su deseo
de que ella le sea fiel, para llevarle a tomar medidas que reduzcan la
probabilidad de que tenga aventuras, por ejemplo, aumentando su vigilancia
(1984, págs. 42-44). Si Pears está en lo cierto, el hombre está (de modo
inconsciente) motivacionalmente inclinado a creer que su mujer le es infiel a
causa del papel que la creencia puede desempeñar en la eliminación de sus
rivales, y esta atracción motivacional contribuye a explicar por qué adquiere
la creencia.
Generalizando a partir del diagnóstico que hace Pears de este caso,
obtenemos la siguiente explicación parcial: en casos en los que S se
autoengaña de modo retorcido creyendo que p, S desea que ~p y desea algo,
x, asociado a ~p, pero está motivado para creer que p debido a que esa
creencia conduce a que S logre x. Por supuesto, aunque algunos casos de
autoengaño retorcido se puedan explicar en esta línea, uno tiene derecho a
preguntarse si se pueden explicar todos, la mayoría, o muchos de ellos; e
incluso en el escenario que selecciona Pears, su propuesta es cuestionable.
Está claro que la adquisición de la creencia de que el propio cónyuge tiene
una aventura no es el único camino para aumentar la vigilancia sobre las
actividades extramaritales de ese cónyuge y las medidas preventivas
asociadas; la creencia de que hay evidencia de que el cónyuge tiene una
aventura podría ser suficiente para que una persona celosa lo llevase a cabo.
Además, si en algunas ocasiones la gente se autoengaña de modo retorcido
subestimando sus propias capacidades, talentos, carácter moral, inteligencia,
atractivo y cosas por el estilo, los esfuerzos por explicarlo postulando deseos
específicos cuya satisfacción sea provocada por estas subestimaciones
pueden parecer aún más cuestionables (véase Knight, 1988, págs. 182-184).
A buen seguro, es posible que algunas de estas personas tengan, por ejemplo,
un miedo al fracaso especialmente agudo y que sus subestimaciones reduzcan
la probabilidad de que traten de hacer frente a tareas difíciles, promoviendo
así la satisfacción de un deseo de evitar el fracaso. Pero no disponemos de
evidencia convincente de que las explicaciones de este tipo del autoengaño
retorcido resulten siempre adecuadas.

2. UN ENFOQUE MOTIVACIONAL GLOBAL

En el modelo FTL para la evaluación de hipótesis cotidianas (véase cap. 2,


sec. 2) hay implícito un interesante diagnóstico motivacional de lo que ocurre
en el autoengaño retorcido, y no es necesario aceptar el modelo en toda su
extensión para extraer de él una base parcial de cara a una posible explicación
de este fenómeno. Recordemos que, en el modelo de FTL, el «coste» de un
error para un individuo depende de los intereses y deseos del individuo.
Mientras que para mucha gente puede ser más importante, quizás, evitar la
adquisición de la creencia falsa de que su cónyuge tiene una aventura que
evitar la adquisición de la creencia falsa de que no la tiene, para cierta gente
celosa e insegura bien podría ser cierto lo contrario. La creencia de que el
cónyuge es infiel tiende a causar un malestar psicológico significativo 56 . Aun
así, para algunas personas puede ser tan importante evitar creer falsamente
que sus cónyuges les son fieles que ponen a prueba la hipótesis en cuestión
de tal forma que son menos propensos a llegar a la creencia falsa en la
fidelidad de sus cónyuges que a la creencia falsa en la infidelidad de sus
cónyuges. Además, para estas personas los datos que sugieren infidelidad
pueden ser particularmente sobresalientes y los datos contrarios bastante
débiles, en comparación.
¿Por qué habría de estar alguien en el estado psicológico que acabamos de
describir? Recordemos la propuesta de Pears de que la creencia falsa e
injustificada que tiene el hombre celoso acerca de la infidelidad de su esposa
está motivada por un deseo de eliminar rivales por el afecto de su esposa.
Don Sharpsteen y Lee Kirkpatrick indican que «el complejo de los celos» se
puede considerar como un mecanismo «para el mantenimiento de relaciones
estrechas», y que parece estar «provocado por la separación, o la amenaza de
la separación, de las figuras de apego» (1997, pág. 627). Ciertamente puede
que, dado cierto perfil psicológico, el fuerte deseo de mantener la relación
con el cónyuge desempeñe un papel a la hora de convertir el posible error de
creer falsamente que el cónyuge es inocente de infidelidad, en un error
«costoso» en el sentido de FTL, incluso más costoso que el error de creer
falsamente que el cónyuge es culpable de infidelidad. Después de todo, el
primer error puede reducir la probabilidad de que uno tome medidas para
proteger la relación frente a un intruso. (Las especulaciones de Pears sobre el
autoengaño retorcido se pueden considerar como un complemento del
enfoque implícito en el modelo FTL en tanto que proporciona hipótesis
acerca de qué provoca que los potenciales errores relevantes sean costosos
para los agentes).
El análisis FTL de la evaluación de hipótesis corrientes sugiere una visión
«unificadora» del autoengaño; en concreto, la idea de que, en todos los casos
de autoengaño, tanto directo como retorcido, la tendencia a minimizar los
errores que resultan costosos dado el perfil motivacional efectivo de la
persona desempeña un papel explicativo central. El modelo FTL respalda mi
postura acerca del autoengaño directo, como explico en los capítulos
anteriores. Pero ¿realmente los fenómenos que son centrales para el modelo
FTL están implicados en todos los casos de autoengaño?
Ésa es una pregunta difícil. La respuesta correcta depende, entre otras
cosas, de la fuerza de la evidencia a favor de la verdad de la hipótesis FTL y
de los méritos de los enfoques alternativos para explicar el autoengaño.
Vuelvo ahora sobre una de las alternativas.

3. UN ENFOQUE PURAMENTE EMOCIONAL


En los casos ordinarios de autoengaño directo, tal y como entiendo el
fenómeno, al menos parte de lo que sucede es que el deseo de que p hace que
a la persona le resulte más fácil creer que p al llevarle a aumentar la
vivacidad de la evidencia de p, acentuar la prominencia de varios recuerdos
propios que apoyan p, dar pie a considerar hipótesis de apoyo de p (sentando
así las bases para el sesgo confirmatorio), y cosas por el estilo. A veces, estos
efectos producidos por un deseo de que p contribuyen a la adquisición o la
retención de una creencia falsa e injustificada de que p.
Si los deseos pueden hacer esto, tal vez las emociones también puedan 57 .
En ausencia de un deseo de que su esposa le sea infiel y del deseo de creer
que es infiel, ¿pueden los celos de nuestro hombre inseguro respecto a su
esposa volver significativamente más vívida de lo que sería en otro caso la
evidencia de la que dispone de que aparentemente tiene una aventura, y hacer
que su evidencia contraria palidezca en comparación? ¿Pueden los celos
llevarle a centrar su atención en recuerdos infrecuentes de una esposa
misteriosa o aparentemente dada al flirteo, a expensas de prestar atención a
recuerdos que compitan con los anteriores y que un espectador imparcial
consideraría mucho más reveladores? ¿Podría mantener la hipótesis de que su
esposa tiene una aventura en gran parte porque es celoso, creando así
involuntariamente el escenario para una intervención del sesgo confirmatorio
que aumente la probabilidad de que crea que es infiel?
Hay evidencia empírica de que las emociones pueden operar de este
modo 58 . Por ejemplo, como señala Douglas Derryberry, existe evidencia de
que «los estados emocionales facilitan el procesamiento de los estímulos
congruentes» y de que «en [este] efecto están involucrados procesos de la
atención» (1988, págs. 36, 38) 59 . Tener celos de tu cónyuge puede hacer que
estés más atento, por ejemplo, a los recuerdos del tipo mencionado. Y el
hallazgo de este resultado que Derryberry considera poco sorprendente tiene
un precedente filosófico. Ronald de Sousa ha argumentado que las emociones
nos permiten sortear la parálisis de la sobrecarga informativa, influyendo en
la «saliencia» (según su terminología) de nuestros datos. Escribe: «Durante
un tiempo variable, aunque siempre limitado, una emoción limita el rango de
información que el organismo tendrá en cuenta, las inferencias realmente
extraídas de entre las infinitas posibles, y el conjunto de opciones vivas entre
las que elige» (1987, pág. 195). A pesar de que Sousa ve esto como la
principal contribución funcional de la emoción a la vida racional, también
admite que puede fracasar (por ejemplo, pág. 198).
Quizás en el autoengaño retorcido las emociones desempeñen papeles
paralelos a algunos de los que le atribuí al deseo en el autoengaño directo. A
la idea de que así sea y de que los deseos no constituyan causas importantes
del autoengaño retorcido la denomino «hipótesis E». (Más adelante tomaré en
consideración una hipótesis emocional menos estricta acerca del autoengaño
retorcido).
Los teóricos que se sienten atraídos por la idea de que todos los casos de
autoengaño están sujetos al mismo tipo de explicación general pueden buscar
unidad allí donde la hipótesis E parece instar a la diversidad. Mientras que
Pears representa el deseo (motivación) como elemento esencial para el
autoengaño en sus variedades retorcida y recta, otros pueden buscar un modo
de hacer que la emoción sea central (véase Lazar, 1999). Tal vez, por
ejemplo, lo que desempeña un papel explicativo central en los casos de
autoengaño directo de que p no es un mero deseo de que p, sino más bien el
temor a que ~p 60 . De hecho, algunos defensores del enfoque acerca del
autoengaño directo que pone de relieve el papel del deseo pueden considerar
esto como una amable ampliación de su ruta explicativa, porque se puede
entender que el temor a que ~p está constituido en parte por el deseo de que
p 61 . También se puede sugerir que la aversión al miedo a que ~p, o a la
sensación de ansiedad asociada, contribuyen al autoengaño directo. El
autoengaño directo podría servir a menudo para reducir el miedo o la
ansiedad 62 .
Este intento de lograr unidad postulando un ingrediente explicativo común
dirige los focos hacia una pregunta que surgiría en cualquier caso: nuestro
hombre celoso quiere que su esposa no tenga realmente una aventura y,
presumiblemente, en algún momento teme que la tenga. ¿Por qué le conducen
sus celos a la creencia de que le es infiel y no le lleva más bien su miedo (o
deseo) a la creencia de que le es fiel? Si sus celos afectaron su atención, a su
formulación de hipótesis o a la prominencia de su evidencia de tal forma que
contribuyeron a que adquiriese la creencia de que su mujer le es infiel, ¿por
qué no afectó, en cambio, su miedo —o su deseo de que no tenga una
aventura— a estas cosas de tal modo que contribuyese a que adquiriera la
creencia de que su esposa le es fiel? O si no, ¿por qué su miedo no bloqueó
los potenciales efectos relevantes de sus celos, dando como resultado que su
evidencia se acabara imponiendo?
Son preguntas difíciles. La especulación filosófica no va a producir, me
temo, respuestas que inspiren confianza precisamente, ni tampoco se
encuentran disponibles esas respuestas en la literatura empírica sobre la
emoción. Necesitamos saber más de lo que se sabe actualmente acerca de los
efectos de las emociones sobre la cognición. Sin embargo, estas
observaciones no anulan por sí mismas la hipótesis E. Dejan abierta la
posibilidad de que en algunos casos de autoengaño retorcido, o incluso en
todos, la emoción desempeñe un papel explicativo importante, incluso sin la
intervención de deseos.
Un teórico podría considerar la posibilidad de poner el modelo FTL a
trabajar para responder las preguntas que acabamos de plantear de manera
que resulta desfavorable para el enfoque emocional. En un caso típico de
celos románticos donde hubiera ciertos motivos para sospechar de la
infidelidad, la creencia de que la pareja romántica tiene una aventura
probablemente causaría malestar psicológico, pero también podría favorecer
las posibilidades de que uno diera los pasos necesarios para salvar la relación.
Podría decirse (1) que lo que el agente termina por creer está determinado por
una combinación de (a) la fuerza de su evidencia a favor y en contra de la
proposición de que su pareja tiene una aventura y (b) qué error está más
motivado para evitar y (2) que b está determinado por las fuerzas relativas de
su aversión al malestar psicológico que le genera creer que su pareja tiene
una aventura y de su deseo de mantener la relación. Esta visión de las cosas
puede ser, sin embargo, demasiado simple. Quizá las características
particularmente emocionales de los celos puedan influir en lo que el agente
cree de una forma que no dependa del deseo (motivación). Además, incluso
si el deseo y la fuerza del deseo son relevantes para lo que el agente acaba
creyendo, esa relevancia es consistente con la verdad de una versión
modificada del enfoque emocional que otorga tanto a la emoción como a la
motivación un papel en la explicación de algunos casos de autoengaño
retorcido. Exploro un enfoque modificado a partir de este tipo en la sección 6.
Uno puede preguntarse si un fenómeno que se explique por la emoción, tal
como sugiere la hipótesis E, puede considerarse realmente como autoengaño.
Si nuestro hombre celoso cree que su mujer le es infiel a causa de los efectos
que tienen sus celos en la prominencia de su evidencia o en la concentración
de su atención, ¿se ha engañado a sí mismo, o simplemente ha caído en las
garras de procesos fuera de su control? Nótese que puede plantearse una
pregunta paralela sobre las creencias falsas e injustificadas de que p
motivadas por deseos de que p de los modos que describo en los capítulos 2 y
3. Pero si algunos de los ejemplos que ofrezco en ese sentido se consideran
propiamente como casos de autoengaño, entonces incluso si las creencias
falsas e injustificadas se producen de la forma en que sugiero que lo hacen, la
intervención de los propios procesos pertinentes en la producción de una
creencia no impide que la adquisición de esa creencia constituya un caso de
autoengaño. Por lo tanto, si la presente cuestión plantea un desafío específico
para la hipótesis E, parece que el problema depende de los desencadenantes
emocionales particulares y de los soportes de los procesos pertinentes, no de
los procesos mismos. Puede pensarse, por ejemplo, que a pesar de que (a
menudo o a veces) no carecemos de capacidad para controlar los efectos que
tienen nuestros deseos de que p en lo que creemos acerca p, sí que carecemos
de ella respecto a lo que creemos acerca de p cuando estamos poseídos por
las emociones que supuestamente dan como resultado un autoengaño
retorcido sobre p.
¿Es esto correcto? Habría que señalar que tenemos cierto control sobre
qué emociones tenemos en un momento dado y sobre la intensidad de
nuestras emociones 63 . Contenemos el desagradable sentimiento de lástima
por los personajes de una película recordándonos a nosotros mismos que son
sólo personajes (cfr. Koriat, Melkman, Averill y Lazarus, 1972, págs. 613,
617). La mujer que considera inaceptable su ira contra su hijo puede
disolverla o atenuarla forzándose a concentrar sus pensamientos en un
momento entrañable con el niño. El empleado tímido que cree que sólo puede
reunir valor para exigir un aumento de sueldo si se enfada con su jefe, puede
enfadarse deliberadamente representándose vívidamente injusticias que ha
sufrido en la oficina (cfr. Skinner, 1953, pág. 236; Tice y Baumeister, 1993,
págs. 401-402). Éstos son ejemplos de control interno sobre las propias
emociones. Muchas emociones y sentimientos están sujetos también a control
externo: control a través de la propia conducta manifiesta. Jill sabe que si, por
la razón que sea, quiere enfadarse, una llamada telefónica a su madre surtirá
tal efecto. Jack supera la depresión leve llamando a su hermana.
Hay un vivo debate en psicología social acerca de hasta qué punto están
bajo nuestro control las fuentes de la creencia sesgada 64 . También hay
evidencia de que algunas fuentes destacadas de sesgo son en cierta medida
controlables. Por ejemplo, la gente puede reducir los efectos del sesgo
«simplemente esforzándose en reunir más información» (Baumeister y
Newman, 1994, pág. 7), los sujetos instruidos para realizar «búsquedas de
memoria simétricas» son menos propensos que otros a ser presa del sesgo
confirmatorio, y la confianza de los sujetos en sus respuestas a las «preguntas
de conocimientos» se ve reducida cuando se les invita a dar motivos para
dudar de la exactitud de esas respuestas (Kunda, 1990, págs. 494-495).
Probablemente, la gente que es consciente del sesgo confirmatorio puede
reducir el sesgo de su pensamiento dándose a sí misma la instrucción
anterior; y a veces nos recordamos a nosotros mismos el considerar los pros y
los contras antes de tomar nuestras decisiones acerca de la verdad de
proposiciones importantes —incluso cuando estamos tentados a hacer lo
contrario—. El alcance de nuestro autocontrol respecto a lo que creemos es
una cuestión empírica que necesita una mayor investigación de este tipo. Sin
embargo, que tenemos cierto control sobre la influencia de las emociones y la
motivación en nuestras creencias es algo indiscutible; y ese control es un
recurso para combatir el autoengaño.
Sería precipitado, entonces, suponer que los celos de nuestro hombre
celoso le llevan inevitablemente a creer que su mujer le es infiel. Como he
señalado en otro lugar, no es necesario que los celos conviertan al agente en
un autómata (Mele, 1987a, pág. 117). Un hombre celoso puede saber que es
propenso a hacer inferencias injustificadas con respecto a la fidelidad de su
esposa y tratar de evitar que esto suceda cuando alberga las sospechas
pertinentes. Podría tratar de ejercer autocontrol buscando que su esposa le
tranquilice, o exponiendo a amigos su sospecha y los endebles fundamentos
en que descansa, con el fin de generar apoyo destacado para la hipótesis de la
fidelidad. En cualquier caso, sea de hecho verdadera o falsa la hipótesis E,
probablemente no se puede argumentar que es falsa basándose en que no hay
ningún supuesto caso de autoengaño emocional retorcido en el que hubiera
estado en manos de la persona el tomar medidas razonables tales que, de
haberse tomado, se habría evitado el autoengaño. La hipótesis E mantiene
aún sus opciones, e incluso si algunos casos de autoengaño retorcido se
explican (en parte) por la motivación, como en el modelo FTL, otros podrían
explicarse en cambio apelando a la emoción.

4. UN ENFOQUE PURAMENTE COGNITIVO Y SUS LIMITACIONES

Martha Knight (1988), en respuesta a Irrationality (Mele, 1987a), ofrece


un enfoque cognitivo de algunos presuntos casos de autoengaño retorcido que
corre en paralelo a mi propio enfoque motivacional del autoengaño directo y
al enfoque emocional del autoengaño retorcido. Knight analiza un par de
ejemplos 65 . Uno muestra la formación y la retención de una creencia
injustificada y angustiosa de que se es personalmente responsable de un
hecho trágico (pág. 182). El otro es un caso de manual de subestimación
crónica de uno mismo asociada a una baja autoestima (pág. 183).
Knight analiza el caso de una madre (mencionado en Chodoff, Friedman y
Hamburgo, 1964) que se culpaba por la muerte de su hija por leucemia (pág.
182). A pesar de los «intentos de disuadirla» por parte de un médico, la
madre siguió creyendo que «su hija “cogió” leucemia por los tumores de una
mascota de la familia» y que podría haber evitado la enfermedad de su hija
echando a la mascota de casa. Knight examina y rechaza un par de
explicaciones motivacionales sobre la formación y la retención de esta
creencia angustiosa: la madre «inconscientemente deseaba tratar de aumentar
su sensación de control con el fin de convencerse a sí misma de que se
pueden evitar los eventos dañinos si se toman las medidas oportunas»; «se
quería castigar por alguna transgresión del pasado». Knight se muestra
escéptica respecto a los méritos de cualquier explicación motivacional en este
escenario.
En el caso de la subestimación de uno mismo, Knight argumenta
explícitamente en favor de una explicación cognitiva. Escribe:
La estructura del propio autoesquema puede, en parte, producir atención selectiva hacia la
información relevante para el esquema, la organización de esa información en categorías que ya
se encuentran en el esquema del yo y, como resultado, del recuerdo selectivo de información
relevante para el esquema [...] En particular, es especialmente probable que se advierta, procese
y recuerde la información consistente con el esquema, mientras que la información inconsistente
con el autoesquema, o que es irrelevante para él, es probable que se pase por alto o, si se
advierte, se procese menos profundamente, y se recuerde peor (pág. 183).

Y sostiene que las típicas creencias crónicas, negativas e injustificadas que


una persona tiene acerca de sí misma y que son relevantes en la persona que
se subestima no están motivadas: «este ejemplo parece quedar mucho mejor
explicado por una explicación perceptiva/cognitiva [...] que por una
motivacional» (pág. 183).
Si, como sugiere Knight, en ambos casos es mejor ofrecer una
«explicación puramente perceptiva/cognitiva» de las creencias relevantes, ¿es
posible considerar alguno de ellos como un caso de autoengaño?
Nuevamente, decir que alguien se engaña al creer que p no es, en uno de los
usos del término, más que decir que lo que cree es falso. La gente que se
causa a sí misma creencias falsas —y, por lo tanto, en este sentido se engaña
— no tiene por qué ser culpable de autoengaño. He aquí una ilustración
sencilla: Al es relativamente competente en aritmética, sabe que a veces
comete errores aritméticos, y es capaz de evitar muchos errores repasando las
operaciones. Justo ahora, mientras ayuda a su hija con sus deberes, sumó mal
accidentalmente una larga columna de números y, sin repasarlo, anotó la cifra
a la que llegó. Al se ha causado a sí mismo el tener una creencia falsa sobre la
suma. Sin embargo, a menos que la historia sea más larga, resulta
descabellada una acusación de autoengaño. El autoengaño es más que una
mera creencia falsa auto-causada.
La adquisición por parte de Al de la creencia falsa respecto a la suma
queda mejor caracterizada por una «explicación puramente
cognitiva/perceptiva» y no representa un caso de autoengaño. ¿Debemos
pensar que en los casos de Knight las cosas son distintas? Por supuesto,
podríamos pensar que la mejor explicación de lo que sucede en sus casos no
es puramente «perceptiva/cognitiva» y que éstos implican autoengaño
(Chodoff et al. [1964, págs. 746-747] ofrecen una explicación motivacional
de la creencia de la madre. Más adelante la comento brevemente). Pero
supongamos que llegásemos a descubrir que el primer elemento de este
pensamiento conjuntivo es falso. ¿Deberíamos seguir aceptando el segundo
elemento de la conjunción? Knight sostiene que sí:
Una persona que, por lo general, sea consciente de que sus juicios sociales podrían estar
excesivamente sesgados por procesos perceptivos/cognitivos puede ser capaz de ejercer un
control considerable sobre ellos [...] Entonces, en principio algunas personas son capaces de
ejercer el tipo de control que les permitiría examinar y controlar sus estrategias cognitivas. Si en
lugar de eso persisten en el uso de estrategias sesgadas para buscar, combinar y recuperar
información, con la consecuencia de que sus estrategias cognitivas sesgadas les llevan a extraer
conclusiones falsas sobre la verdad de p, diríamos que su creencia falsa es el resultado del
autoengaño (1988, pág. 186).

Sostiene además que cuando los sujetos persisten «en el uso de estrategias
cognitivas que deberían saber que son sesgadas, [...] éstos [...] se
autoengañan, son ignorantes y son responsables de esta ignorancia, si esas
estrategias cognitivas dar lugar a una creencia falsa» (pág. 185) 66 .
Tal y como se concibe por lo común el autoengaño, si S se autoengaña al
creer que p, y D es el conjunto de datos relevantes directamente disponibles
para S, entonces si D estuviera directamente a disposición de pares cognitivos
imparciales de S (incluida gente meramente hipotética), aquellos que
concluirían que p es falso superarían en número de un modo significativo a
quienes concluirían que p es verdad. Llamemos a esto «la prueba del
observador imparcial». Los pares cognitivos que comparten ciertos deseos
relevantes con S —tal y como el cónyuge de alguien puede compartir con él
su deseo de que su hijo no esté gravemente enfermo o que no esté
experimentando con drogas— a menudo pueden adquirir la misma creencia
injustificada que S, dados los mismos datos. Pero, nuevamente, los pares
cognitivos pertinentes para el propósito actual son observadores imparciales.
Al menos, uno de los requisitos mínimos para la imparcialidad en este
contexto es que uno no comparta ni el deseo de S de que p ni que tenga un
deseo que ~p. Otro posible requisito para la imparcialidad es que uno no
prefiera evitar uno de los siguientes errores sobre el otro: creer falsamente
que p y creer falsamente que ~p. Considero que la pertinencia de la prueba
del observador imparcial está implícita en el marco conceptual que da forma
a los juicios de sentido común acerca de lo puede y no puede constituir un
ejemplo de autoengaño 67 .
Supongamos que la madre (que yo llamo «Dolores») cuya hija murió de
leucemia «es consciente por lo general de que [sus] juicios sociales podrían
estar demasiado sesgados por procesos perceptivos/cognitivos». Supongamos
también que a la creencia angustiante de Dolores se le da una «explicación
puramente perceptiva/cognitiva». Y considérese la siguiente historia sobre
ella: Dolores sabe que al gato de la familia se le diagnosticó leucemia tiempo
antes que a su hija. Más tarde, un vecino le cuenta otro caso en el que a un
niño se le diagnosticó leucemia no mucho después que al gato de la familia.
Dolores, una mujer de inteligencia promedio que completó la educación
secundaria, tiene ahora una hipótesis sobre la muerte de su propia hija. Le
pregunta a familiares, amigos y vecinos si saben de algún caso en el que un
diagnóstico de leucemia a una mascota familiar precediese a que se le
diagnosticase la misma enfermedad a un miembro de la familia, y se entera
de algunos casos adicionales. Dolores concluye que la leucemia de su hija fue
causada por el contacto con su gato enfermo, y los intentos del médico por
disuadirla no le convencen en absoluto. No confía en él ni en la comunidad
médica en general: después de todo, no lograron salvar a su hija.
Dolores es culpable de hacer un razonamiento chapucero, pero tal y como
se presenta la historia, si se le da una «explicación puramente
perceptiva/cognitiva» a su creencia, es difícil sostener una acusación de
autoengaño. Probablemente, muchos de los pares cognitivos imparciales de
Dolores llegarían a la misma conclusión que ella cuando se les presenta su
evidencia. Ellos no contarían como personas autoengañadas. Esto indica que
tampoco Dolores se autoengaña, dado que la explicación de su creencia, al
igual que la de ellos, es estrictamente de tipo «perceptivo/cognitivo».
¿Qué sucede con el caso de Knight acerca de Susan, la mujer que se
subestima? Debido a que el autoesquema de Susan es un asunto puramente
«perceptivo/cognitivo», sus hipotéticos pares cognitivos lo compartirán, en el
sentido de que el esquema que tienen de Susan casará con el autoesquema
que tiene ella. Supongamos que los datos disponibles para Susan fueran
puestos a disposición de sus pares cognitivos imparciales. ¿Qué creerían estos
observadores acerca de las capacidades, logros y otras cualidades de Susan,
si, como afirma Knight, las subestimaciones que hace Susan de sí misma
quedan adecuadamente caracterizadas mediante una «explicación puramente
perceptiva/cognitiva»? Prácticamente las mismas cosas que cree la propia
Susan, sospecha uno. Después de todo, es probable que los efectos del
esquema sobre la atención, la organización, el recuerdo, etc., que se producen
en Susan también se produzcan en estos hipotéticos pares. (Si se asumiera
que el autoesquema de Susan tiene una importante dimensión no perceptiva y
no cognitiva, todo sería totalmente distinto, pero entonces las creencias con
las que Susan presuntamente se autoengaña no se explicarían de un modo
puramente «perceptivo/cognitivo»). El hecho de que los pares relevantes de
Susan tenderían a estar de acuerdo con ella es un indicio significativo de que
sus propias subestimaciones no motivadas no representan casos de
autoengaño. Probablemente los observadores imparciales que hemos
imaginado no se autoengañarían al llegar a las conclusiones a las que
llegarían. Eso indica que Susan no se autoengaña al llegar a las mismas
conclusiones.
Si hemos de darle una «explicación puramente perceptiva/cognitiva» a las
típicas subestimaciones de sí misma que hace Susan, entonces la presencia
del autoesquema al que Knight le asigna un papel destacado en la explicación
de las subestimaciones que Susan hace de sí misma ha de recibir
probablemente una explicación que no sea ni emocional ni motivacional. Si
la motivación o la emoción desempeñan un papel en la explicación del
autoesquema de Susan, bien podrían desempeñar un papel en la explicación
de sus propias subestimaciones. Ahora bien, Susan está gravemente
equivocada respecto de sí misma, y podemos suponer que tiene capacidad
para revisar el ofensivo esquema que tiene de sí misma. Pero si hemos de
darle una «explicación totalmente perceptiva/cognitiva» a su autoesquema y a
sus falsas creencias asociadas acerca de sí misma, ¿cómo es que el control
(no ejercido) que puede ejercer sobre sus «procesos perceptivos/cognitivos»
supone un mayor apoyo para la acusación de autoengaño de lo que supone el
control (no ejercido) que Al podría haber ejercido sobre el proceso que le
conduce a su creencia aritmética falsa? Tal vez, como Knight sugiere, a
Susan se le puede hacer responsable de no examinar críticamente y modificar
su autoesquema, a pesar de que el hecho de que no lo haga no se explica ni
siquiera en parte por factores motivacionales o emocionales. Pero eso no
supone que se autoengañe al mantener las creencias falsas que mantiene
inspiradas en el esquema. Si lo hiciera, Al se autoengañaría al mantener su
creencia aritmética falsa inspirada en la adición: si a Susan se le puede
responsabilizar de la omisión señalada, a Al se le se puede responsabilizar de
que no repasase la suma. Y, de nuevo, está claro que Al no se autoengaña al
creer lo que cree sobre el problema de aritmética.
Antes afirmé que la pertinencia de la prueba del observador imparcial está
implícita en el marco conceptual que da forma a los juicios de sentido común
acerca de lo que puede o no considerarse como una instancia de autoengaño.
El hilo de pensamiento de los párrafos precedentes apoya esta afirmación.
¿Por qué no consideramos que los pares cognitivos imparciales de Dolores y
de Susan se autoengañen? ¿Y por qué estamos tan seguros de que Al no se
autoengaña al adquirir su creencia aritmética? Una respuesta plausible es que
no consideramos que estas personas se autoengañen porque vemos sus
creencias como adquiridas imparcialmente. Esto implica que consideramos
que para caer en el autoengaño al adquirir de una creencia ha de requerirse
una parcialidad relevante. Y si estamos en lo cierto respecto a eso, es
oportuno evaluar la satisfacción de un requisito del autoengaño preguntando
si la mayoría de los pares cognitivos imparciales de S (incluida gente
meramente hipotética) adquirirían la misma creencia que S con su misma
información. Si lo hicieran, eso apoya la afirmación de que S también es
imparcial y, por tanto, no se autoengaña. Si adquiriesen la creencia contraria,
tenemos motivos para sostener que S satisface al menos un requisito para el
autoengaño.
Los lectores pueden sentirse inclinados a ver autoengaño en el caso de
Dolores o en el de Susan, y pueden estar incorporando elementos
motivacionales o emocionales en el trasfondo de las historias. Vale la pena
señalar que, dada la ubicuidad de la motivación en la evaluación de hipótesis
corrientes en el enfoque PEDMIN de Friedrich, los defensores de este
enfoque se comprometerían con la idea de que la motivación interviene en
estos casos, sean o no ejemplos de autoengaño. Naturalmente, uno se
pregunta qué podría explicar que Dolores tenga una motivación más fuerte
para evitar creer falsamente que no es responsable de la muerte de su hija que
para evitar que creer falsamente que es responsable. Después de todo, la
primera creencia, sea verdadera o falsa, parece ser mucho más reconfortante.
Del mismo modo, uno se pregunta por qué Susan sería más reacia a
sobreestimar sus logros y capacidades que a subestimarlos. Hay respuestas
comunes. Tal vez, como mencionó Knight, para Dolores resulte
especialmente importante no subestimar su capacidad para prevenir eventos
trágicos. O, como sostenían Chodoff et al., podría haber tenido una
«necesidad urgente» de una «explicación significativa y comprensible» que
socavase la hipótesis personalmente inaceptable de que la «niña había sido
alcanzada aleatoriamente por un golpe al azar, impersonal» (1964, págs. 746-
747); para algunas personas, la creencia en la «aleatoriedad» podría ser más
dolorosa que la creencia en la «responsabilidad personal». Y quizá Susan esté
especialmente preocupada por no ponerse en situaciones embarazosas, por
sobreestimarse. Por muy plausibles o implausibles que puedan ser estas
hipótesis motivacionales, si son verdaderas en estos casos, las mujeres
podrían estar autoengañadas. Pero si ninguna explicación (parcialmente)
motivacional o emocional de sus creencias falsas es correcta, no parece que
las dos mujeres se autoengañen más que Al.

5. RETORNO AL ENFOQUE EMOCIONAL

Incluso si el enfoque cognitivo del autoengaño retorcido ensayado por


Knight presupone una concepción excesivamente inclusiva de autoengaño,
mi crítica da pie a una cuestión importante acerca de la perspectiva
emocional. Si Dolores y Susan no se autoengañan bajo la hipótesis de que sus
creencias relevantes tienen una «explicación totalmente
perceptiva/cognitiva», ¿por qué habría de considerarse que se autoengañan
bajo la hipótesis de que estas creencias tienen una explicación emocional del
tipo esbozado en la sección 3? Allí critiqué la afirmación de que la posición
emocional falla porque no tenemos la posibilidad de controlar la influencia de
las emociones en lo que creemos. Knight sostiene, en efecto, que tenemos un
control equiparable sobre la influencia de nuestros autoesquemas en nuestras
creencias. Concedido esto, ¿existe una diferencia crucial entre los enfoques
emocionales del autoengaño retorcido y los «perceptivos/cognitivos» a la luz
de la cual podamos aceptar razonablemente el primer punto de vista, mientras
rechazamos este último?
Recordemos al marido celoso. Sugerí que sus celos podrían aumentar la
vivacidad de su evidencia de que su esposa tiene aparentemente una aventura
a la vez que tornan su evidencia competidora más pálida de lo que sería en
otro caso, le llevan a centrar su atención en recuerdos infrecuentes de una
esposa dada al flirteo y misteriosa a expensas de prestar atención a recuerdos
más reveladores, o preparan el terreno para que opere el sesgo confirmatorio
que aumenta la probabilidad de que crea que ella le es infiel. Según el
enfoque de Knight, los autoesquemas pueden tener los mismos efectos.
Supongamos que un hombre, John, se ve a sí mismo como el tipo de persona
que puede ser traicionado sexualmente por sus parejas, que esta
autoconcepción es injustificada, y que no se explica ni siquiera en parte por
factores motivacionales o emocionales. Ante la misma evidencia acerca de su
esposa que la que tiene nuestro hombre celoso sobre la suya, John puede,
debido a los efectos de su autoesquema sobre su evidencia, adquirir la
creencia falsa de que su esposa tiene una aventura —una creencia a la que se
le da correctamente una «explicación puramente perceptiva/cognitiva»—. Si
las dos mujeres que Knight describió no se autoengañan, en el supuesto de
que yo esté en lo cierto acerca de la etiología de sus falsas creencias, entonces
tampoco John lo hace. Pero si John no se autoengaña, ¿por qué deberíamos
pensar que su homólogo celoso lo hace?
Volvamos a lo que he llamado «la prueba del observador imparcial». Los
pares cognitivos imparciales de John que son relevantes tienen el mismo
esquema acerca de John que el que él tiene de sí mismo, incluyendo la
concepción de sí mismo como el tipo de persona que es probable que sea
traicionado sexualmente por sus parejas. En resumen, el esquema que tienen
ellos de John es el autoesquema de John. ¿Qué concluirán probablemente
cuando se les den los datos relevantes adicionales que posee John? Al igual
que en el caso de Susan, es probable que concluyan lo mismo que concluye
John sea esto lo que sea: después de todo, John y los otros poseen los mismos
datos, son pares cognitivos y, al igual que los demás, John es, por hipótesis,
imparcial. Esto indica que John no se autoengaña al creer que su esposa tiene
una aventura del mismo modo que sus pares imaginarios no se
autoengañarían al creerlo.
¿En qué se diferencia el caso de la contraparte emocional de John?
Apliquemos la prueba del observador imparcial a otro hombre, Jeff. Dados
los datos que Jeff posee, su creencia de que su esposa tiene una aventura no
está justificada. Es probable que sus pares cognitivos imparciales, que
reciben los mismos datos, vean que así es y consideren que la esposa de Jeff
no tiene una aventura. Así que Jeff pasa la prueba para la satisfacción de una
condición necesaria del autoengaño que John no pasó, y una posible hipótesis
de por qué él y sus compañeros imparciales no concuerdan es que los celos
de Jeff juegan un papel al sesgar su pensamiento.

6. UN ENFOQUE MOTIVACIONAL/EMOCIONAL HÍBRIDO

En esta sección, me encamino hacia la posibilidad de un enfoque híbrido


motivacional/emocional del autoengaño retorcido. En el modelo FTL, la
gente tiende a evaluar hipótesis de modos que minimicen los «errores
costosos», y qué errores resultan costosos puede ser una función de los
deseos y las emociones relevantes. Un deseo de que p puede contribuir, dado
cierto perfil psicológico, a que un agente tenga una mayor motivación para
evitar la creencia falsa de que ~p que para evitar creer falsamente que p, lo
que a su vez puede contribuir al autoengaño directo sobre p; y no hay razón
para negar que una emoción como la ansiedad por p pueda desempeñar algún
papel aquí. En los casos retorcidos de autoengaño al creer que p, bajo el
modelo FTL, qué errores le resultan más costosos al agente depende de
ciertos deseos, pero no del deseo de que p. Por ejemplo, en el caso de Dolores
podría resultar central el deseo de explicación de la muerte de su hija que
socavase la hipótesis, personalmente inaceptable, de que la niña «había sido
alcanzada de modo aleatorio por un golpe al azar, impersonal», y en el caso
de Susan, podría jugar un papel destacado el deseo de minimizar intentos
fallidos embarazosos. La motivación de Dolores para evitar creer falsamente
que la muerte de su hija fue un suceso aleatorio podría haber sido más fuerte
que su motivación para evitar la creencia falsa de que ella misma fue
parcialmente responsable de la muerte, y Susan podría haber tenido mayor
motivación para evitar la creencia falsa de que es competente en ciertos
ámbitos que para evitar creer falsamente que no es competente en esos
ámbitos. Esto es totalmente coherente con que la emoción haya tenido algo
que ver en el sesgo. Quizá lo que sesga el pensamiento de Dolores no sea el
deseo por sí solo, sino el deseo junto con su aversión a la ansiedad que
experimenta al contemplar la hipótesis «aleatoria» como candidata a la
creencia. Y quizá Susan estaba predispuesta por un estado motivacional y
emocional complejo, que incluía ansiedad ante el fracaso y el deseo de evitar
el fracaso que implica esa emoción.
De acuerdo con la hipótesis E (presentada en la sección 3), la emoción
tiene efectos de sesgo sobre la cognición que caminan en paralelo a algunos
efectos de sesgo de la motivación. Además, la hipótesis E niega que la
motivación desempeñe un papel importante en la producción del autoengaño
retorcido. En este sentido, Tim Dalgleish escribe: «No resulta apropiado
sugerir que las personas celosas deseen o estén motivadas para descubrir que
sus parejas les son infieles; más bien, su estado emocional está preparando
los sistemas de procesamiento pertinentes para reunir pruebas de manera
parcial» (1997, pág. 110). Pero ¿qué incluye este estado emocional? ¿Podría
incluir motivación relevante?
Un par de psicólogos que se mencionaron anteriormente, Don Sharpsteen
y Lee Kirkpatrick, sugieren, de modo verosímil, que «el complejo de los
celos» —es decir, «los pensamientos, sentimientos y comportamientos
típicamente asociados con episodios de celos» (1997, pág. 627)— es «una
manifestación de motivos que refleja preocupaciones tanto sexuales como de
apego» (pág. 638). Los celos están estrechamente ligados a los deseos
(motivación) que las personas celosas tienen con respecto a sus relaciones
con las personas de las que están celosos. Es una perogrullada decir que si a
X le es indiferente su relación con Y, X no tendrá celos de Y 68 . (Tenerle
envidia a alguien es otra cosa. Para una discusión útil acerca de la diferencia,
véase Farrell, 1980, págs. 530-534). De hecho, es posible que los celos
románticos estén en parte constituidos por el deseo de tener una estrecha
relación romántica con la persona en cuestión o, en su defecto, que tal deseo
sea una parte importante de la causa de tales celos 69 . En caso de ser así,
entonces si los celos que tiene Jeff de su esposa afectan al centro de su
atención, a la vivacidad de su evidencia y a la hipótesis que formula acerca de
su esposa, es de esperar que la motivación tenga algún papel en ello. Como
ya he mencionado en el apartado 2, Sharpsteen y Kirkpatrick observan que
«el complejo de los celos» se puede considerar como un mecanismo «para el
mantenimiento de relaciones estrechas» y que parece estar «provocado por la
separación, o la amenaza de separación, de figuras de apego» (1997, pág.
627). Esto sugiere que los efectos de los celos se explican en parte por un
deseo de mantener una relación estrecha; ese deseo puede estar implicado en
la cognición sesgada de Jeff. El deseo, dado su contexto psicológico —que
incluye, de modo importante, los celos asociados a él—, puede ayudar a
aumentar la saliencia de la evidencia de las amenazas para que se mantenga
la relación de Jeff con su esposa, ayudar a cebar el sesgo confirmatorio de
manera que favorezca la creencia de que ella tiene una aventura, y así
sucesivamente. Volviendo al modelo FTL, el deseo, dado el contexto
mencionado, puede contribuir a que Jeff tenga una mayor motivación para
evitar creer falsamente que su esposa le es fiel que para evitar creer
falsamente que le es infiel y, en consecuencia, contribuye a que tenga un
umbral más bajo para aceptar la hipótesis de que su esposa tiene una aventura
que para aceptar la hipótesis contraria.
Debido a la estrecha conexión entre emociones y deseos asociados,
evaluar empíricamente casos de autoengaño en los que la emoción, y no la
motivación, desempeñe un papel de sesgo promete ser difícil. También sería
un reto la elaboración de experimentos conceptuales convincentes. Por
ejemplo, si todas las emociones, o todas las emociones que probablemente
podrían sesgar creencias, están constituidas en parte por deseos, sería difícil
demostrar que existen creencias que estén sesgadas por una emoción, o por
alguna característica de una emoción, que no estén sesgadas en absoluto por
deseos, incluyendo aquí los deseos que constituyen las emociones que las
sesgan. Se considera que los celos, como ya he explicado, probablemente
tengan un deseo como elemento constituyente, o al menos como causa
parcial. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con el amor, el odio, el miedo, la
ansiedad, el éxtasis, la envidia, el asco, el orgullo, la tristeza, la desolación, el
terror, la ira, la alegría y la pena. Sería difícil demostrar que existen casos de
autoengaño en los que una de estas emociones desempeña un papel de sesgo,
pero en los que el deseo asociado no lo hace. Incluso si hay una conexión
conceptual entre tipos de emociones y tipos de causas motivacionales, más
que entre tipos de emociones y tipos de constituyentes motivacionales, habría
que ofrecer argumentos de que las emociones dan lugar en algunas ocasiones
a casos de autoengaño en los que sus causas motivacionales no realizan
ninguna contribución de sesgo. Además, incluso si se pudiese encontrar una
emoción que no estuviera ni parcialmente constituida ni parcialmente causada
por un deseo (los casos típicos de sorpresa son así), la hipótesis E requiere
que su contribución al autoengaño retorcido tampoco sea causalmente
mediada por un deseo y, de modo más general, que no contribuya a tal
autoengaño en tándem con cualquier otro deseo que dé lugar a un sesgo. Por
supuesto, la hipótesis E requiere asimismo que ningún caso de autoengaño
retorcido incluya deseos entre sus causas significativas. La hipótesis es
obviamente excesiva.
La hipótesis E debe distinguirse de lo que puede llamarse «la hipótesis de
la emoción directa», la hipótesis de que en algunas ocasiones las emociones
contribuyen directamente al autoengaño, incluyendo el de tipo retorcido, en
el siguiente sentido: hacen contribuciones que, en ese momento, no hacen los
deseos ni son causalmente mediadas por los deseos. Esta hipótesis es
consistente con la idea de que la motivación está implicada en la producción
de todos los casos de autoengaño retorcido: tal vez las emociones siempre
hagan sus contribuciones directas a este tipo de autoengaño junto a causas
motivacionales. La hipótesis es consistente también con la afirmación de que
a veces la emoción contribuye a un caso de autoengaño retorcido que no
incluye deseos como causas significativas.
Sería un error perder de vista las contribuciones potenciales de las
emociones al autoengaño mientras se subrayan las dificultades a las que se
enfrenta un defensor de la hipótesis E. Puede ser que en algunos o muchos
casos de autoengaño, incluyendo el de tipo retorcido, las operaciones de
sesgo las desempeñen tanto las emociones como los deseos íntimamente
relacionados con las emociones —ya sea como parte del conjunto, como una
causa o efecto parciales, o como respuesta a las emociones (como en el caso
del deseo de librarse de la ansiedad que se siente en ese momento)—. En
algunos de estos casos, las funciones de sesgo que desempeñan las emociones
pueden ser «directas», en el sentido que acabamos de definir. Tal vez una
emoción pueda cebar el sesgo confirmatorio o aumentar la relevancia de los
datos congruentes con la emoción sin que lo haga meramente en virtud de
que un deseo constituyente desempeñe este papel y sin que el efecto esté
causalmente mediado por un deseo. Por ejemplo, si Carl está enfadado con
Dan por una ofensa reciente, su ira podría sugerir una hipótesis acerca del
comportamiento actual de Dan congruente con la emoción (por ejemplo, que
Dan se está comportando de modo ofensivo), que ceba así el sesgo
confirmatorio, y podría aumentar la relevancia de los datos que le prestan
cierto apoyo a esta hipótesis. Si la ira incluye un deseo como constituyente,
ése es, más o menos, el deseo de arremeter contra el blanco de la ira que uno
tiene. Posiblemente, la ira pueda desempeñar por sí misma las funciones de
sesgo que acabamos de mencionar —en lugar de que los desempeñe en virtud
de este deseo constituyente, por ejemplo—, y de manera que no dependa de
la mediación causal de un deseo 70 .
Volvamos al celoso Jeff. Si sólo estuviésemos al tanto de su evidencia
relevante y de su deseo de mantener una relación estrecha con su esposa, y no
tuviéramos más información sobre él, no estaríamos en buena posición para
comprender su creencia de que su esposa tiene una aventura. Al parecer,
personas con evidencia mucho más fuerte de infidelidad —evidencia que
justifica una creencia en la infidelidad— creen a menudo que sus cónyuges
son inocentes de infidelidad, a pesar de que, al igual que Jeff, desean
fuertemente el mantenimiento de relaciones estrechas con sus cónyuges. La
información de que Jeff es celoso nos ayuda a encontrar dónde agarrarnos
para poder explicar su creencia en la infidelidad. Sus celos son una parte
importante del contexto psicológico en el que adquiere la creencia. Es posible
que los celos de Jeff desempeñen un papel en la producción de su creencia
sesgada que no desempeñe el deseo pertinente por sí solo.
Si, como he sugerido, una emoción puede desempeñar la función de sesgo
directo en el autoengaño, queda abierta la posibilidad de que una emoción
pueda contribuir a un caso de autoengaño que no tenga a los deseos como
causas significativas. Es concebible, quizá, que Carl se autoengañe al abrazar
la creencia de que Dan se está comportando de modo ofensivo, ahora que el
proceso que da lugar a esta creencia muestra que su ira desempeña la función
de sesgo que he descrito, y que Carl no tiene en este caso deseos que
desempeñen una función de sesgo. En el supuesto de que Carl crea que Dan
se está comportando de manera ofensiva a pesar de tener mayor evidencia de
la falsedad de esa hipótesis que de su verdad, a un defensor del modelo FTL
le resultará muy fácil suponer que Carl tenía un umbral más bajo para aceptar
esa hipótesis que para rechazarla, que la diferencia en los umbrales se
explica, al menos en parte, en términos de deseos relevantes, y que esta
diferencia ayuda a explicar que Carl adquiera la creencia que adquiere. Pero
esta suposición está sujeta a debate, y no trataré de resolver el problema aquí.
Un enfoque híbrido motivacional/emocional del autoengaño retorcido, y del
autoengaño en general, que afirme la posibilidad de que haya un sesgo
motivacional directo en ausencia de causas motivaciones de la creencia
sesgada, tiene posibilidades.
No voy a tratar de solucionar aquí la potencial disputa entre un enfoque
puramente emocional de algunos casos de autoengaño retorcido y una
perspectiva híbrida motivacional/emocional que le atribuya una influencia de
sesgo a un deseo relevante en todos los casos de autoengaño retorcido.
Afortunadamente, dados mis propósitos en este capítulo, y en este libro,
puedo permitirme tener la mente abierta acerca del potencial conflicto recién
mencionado y acerca de las disputas entre enfoques híbridos y enfoques
estrictamente motivacionales de algunos casos de autoengaño retorcido. El
autoengaño retorcido supone un desafío desde el punto de vista teórico, pero
no es inexplicable. Como he mostrado, tenemos diversos recursos a los que
echar mano para explorar y explicar el fenómeno. Además, las posturas
motivacional e híbrida sobre el autoengaño retorcido esbozadas aquí son
totalmente compatibles con mi propio enfoque del autoengaño cotidiano y
directo.

56 H. H. Price escribe que en las novelas victorianas, «las damas asumieron la obligación moral de
creer que sus maridos y prometidos eran impecablemente virtuosos» y que algunos han «considerado
que existía una obligación moral de creer que todos los miembros de su familia eran personas de la más
alta excelencia, o al menos de gran excelencia» (1954, págs. 13-14). Muchas personas pueden tener
creencias que son compatibles con el principio aparentemente más razonable de que es mejor no pensar
mal acerca de los miembros de su familia a menos que, y hasta que, tengan evidencia abrumadora de
mala conducta por su parte. Muchas de esas mismas personas pueden tener creencias que son
coherentes con un principio mucho menos generoso consistente en pensar mal acerca de las personas
con las que no tienen vínculos especiales. Esto no quiere decir, por supuesto, que haya mucha gente que
acepte explícitamente principios de este tipo. Una aversión al malestar psicológico puede contribuir
significativamente a explicar la tendencia a otorgarle el beneficio de la duda a los seres queridos.
57 Dalgleish (1997) sugiere esto explícitamente.

58 Véase, por ejemplo, Butler y Mathews (1983); Derryberry (1988, 1991); Kitayama y Howard
(1994); Klinger (1996); y Tesser, Pilkington y McInstosh (1989).

59 Para una revisión del «efecto de congruencia con el estado de ánimo» véase Blaney (1986).

60 Acerca de la ansiedad por que ~p en este contexto, véase Johnston (1988) y Barnes (1997).

61 Véase, por ejemplo, Davis (1988) y Lyons (1980, pág. 64).

62 Éste es un tema central en Johnston (1988) y Barnes (1997). Cfr. Tesser et al. (1989).

63 Defiendo esta tesis en Mele (1995, cap. 6). En el presente apartado tomo ideas de la pág. 106 de
dicho capítulo.

64 Para una revisión instructiva, véase Kunda (1990). Sobre la efectividad de diversos incentivos para
aumentar la precisión, véase Trope y Liberman (1996, págs. 254-256). (En este punto, tomo ideas de
Mele, 1995, pág. 97).

65 Knight también discute lo que parece ser un presunto caso directo (1988, pág. 184).

66 Vale la pena preguntarse por qué la gente persistiría en el uso de estrategias cognitivas que no sólo
«debería saber que están sesgadas» sino que consideran de hecho sesgadas. Hay una gran variedad de
posibilidades. Una de ellas consiste en que algunas personas consideran que los métodos heurísticos
comunes, a pesar de que no ser totalmente fiables, son perfectamente adecuados para el uso ordinario.
Puede que crean que las estrategias más fiables pero más lentas se deben reservar para casos especiales
en los que lo que está en juego es relativamente importante. Cuando esta gente, usando
inconscientemente tales métodos heurísticos, llega a creencias falsas que no tienen para ellos ninguna
importancia motivacional o emocional particular, resulta excesivo hacer una acusación de autoengaño.

67 Un revisor sugirió que esta prueba es injusta para los ateos, ya que la gran mayoría de los
observadores (reales) sería teísta. Sin embargo, que los observadores elegibles sean imparciales es una
restricción importante. Mi conjetura es que a lo sumo un pequeño porcentaje de los teístas no tiene
ningún interés motivacional en que su credo sea cierto.

68 He notado cierta confusión acerca del uso de «celoso» en el habla ordinaria. Si una mujer está
celosa porque su marido está coqueteando con otra mujer, ¿está celosa de su marido o de la otra mujer?
De Sousa expresa el uso adecuado de manera sucinta: «la persona de la que uno está celoso desempeña
un papel en los propios celos totalmente distinto al que desempeña el rival a causa de quien uno está
celoso» (1987, pág. 75).

69 En el caso de Jeff, como en muchos casos, el deseo puede ser, más en concreto, de una relación
romántica estrecha y exclusiva.

70 También merecen mencionarse las contribuciones de la emoción al autoengaño que no son


«directas». El amor de una mujer por su marido, o su temor a no poder vivir sin él, pueden hacer una
contribución causal significativa a su deseo de que él no tenga una aventura y, por lo tanto, a su
autoengaño sobre esto. Si ese deseo aumenta la saliencia de la aparente evidencia que tiene de su
fidelidad o ayuda a determinar sus umbrales de confianza relevantes, las emociones que contribuyen al
deseo desempeñan un papel indirecto en ello. Las emociones también pueden participar en la
explicación de algunos casos de autoengaño debilitando la propia motivación para evaluar la evidencia
cuidadosamente, incrementando así la probabilidad de que las propias creencias sean indebidamente
influidas por los propios deseos. La pena y la tristeza pueden hacer esto.
CAPÍTULO 6

Conclusión

En este libro me he ocupado mucho más de cuestiones explicativas del


autoengaño que de cuestiones conceptuales relativas a ese fenómeno. He
puesto el foco en la explicación de autoengaño. Aunque he ofrecido una
colección de condiciones conjuntamente suficientes para que pueda decirse
de alguien que es presa del autoengaño al adquirir la creencia de que p (cap.
3), no he ofrecido una enumeración de condiciones individualmente
necesarias y conjuntamente suficientes para ello. La razón principal de que
haya evitado esta última tarea es que, dada su difícil naturaleza y las
limitaciones de espacio, un verdadero intento de llevarla a cabo habría
cambiado el enfoque previsto en este libro. No me opongo al análisis
conceptual, pero, al igual que la mayor parte de la audiencia multidisciplinar
que tenía en mente, creo que las cuestiones explicativas sobre el autoengaño
son más interesantes. Sin embargo, llegados a este punto puede resultar
apropiado decir algo sobre la forma general que podría tener un análisis
conceptual del hecho de que alguien caiga en el autoengaño al adquirir la
creencia de que p.
Obviamente, un análisis de la noción que acabamos de mencionar no
agotaría el problema conceptual. Por ejemplo, también habría que prestar
atención al hecho de caer en el autoengaño al retener la creencia de que p y a
la permanencia en el autoengaño al continuar creyendo que p. Habrá de
dejarse para otra ocasión la discusión analítica de estas nociones.

1. ANÁLISIS DEL AUTOENGAÑO

Las condiciones conjuntamente suficientes que ofrezco para que alguien


caiga en el autoengaño al adquirir la creencia de que p son, de nuevo, las
siguientes:

1. La creencia de que p que adquiere S es falsa.


2. S trata de modo motivacionalmente sesgado los datos relevantes, o al
menos aparentemente relevantes, para el valor de verdad de p.
3. El trato sesgado constituye una causa no desviada de que S adquiera la
creencia de que p.
4. El cuerpo de datos que posee S en ese momento ofrece una mayor
justificación para ~p que para p.

En el capítulo 3, sección 1, expliqué por qué la condición 1 debería


considerarse una condición necesaria y por qué la condición 4 no. Tal vez
una adquisición de una creencia falsa de que p adecuadamente sesgada sea a
la vez necesaria y suficiente para caer en el autoengaño al adquirir la creencia
de que p. Si eso es así, la principal tarea del analista es la de construir una
explicación correcta de la adquisición de creencias adecuadamente sesgadas,
es decir, de la adquisición de creencias que estén sesgadas de una manera
adecuada para el autoengaño. La tarea supone, de hecho, un desafío. Entre
otras cosas, el analista tendría que elaborar un análisis de la adquisición de
creencias sesgadas, encargarse de los problemas que plantean las cadenas
causales desviadas, y hacer frente a cuestiones sobre grados de sesgo.
La pregunta central acerca de los grados es sencilla. ¿Cuán sesgado ha de
estar un proceso de adquisición de creencias para que la creencia falsa
resultante se considere «adecuadamente» sesgada? Es altamente improbable
que haya consenso acerca de la especificación precisa de un umbral del grado
de sesgo en un análisis de autoengaño. Probablemente, el concepto ordinario
de autoengaño es vago en esta dimensión, del mismo modo que el concepto
ordinario de calvicie es vago respecto al grado mínimo de pérdida de cabello
suficiente para la calvicie. En el capítulo 5, esbocé lo que he llamado «la
prueba del observador imparcial» —una prueba sobre la satisfacción de una
condición necesaria del autoengaño— y sugerí que la pertinencia de la prueba
queda respaldada por el concepto ordinario de autoengaño. De nuevo, el
complejo condicional relevante es el siguiente: «si S se autoengaña al creer
que p, y D es el conjunto de datos relevantes directamente accesibles para S,
entonces si D fuera directamente accesible para los pares cognitivos
imparciales de S (incluyendo personas meramente hipotéticas), aquellos que
concluirían que es falso que p superarían en número de un modo significativo
a aquellos que llegarían a la conclusión de que es verdad que p». Ésta es una
prueba para un tipo de sesgo. A la luz de la discusión en la que se presentó la
prueba (véase cap. 5, secc. 4 y 5), el tipo de sesgo en cuestión podría
denominarse en términos generales «sesgo motivacional o emocional».
Aunque ha habido mucho que decir acerca de las causas y procesos del sesgo,
he dejado abierto que no es necesario un tratamiento motivacionalmente
sesgado de los datos para el autoengaño y que, en algunos casos, las
emociones desempeñan labores de sesgo sin que ningún deseo lo haga. ¿En
qué proporción deben superar en número quienes concluyen que es falso que
p a quienes llegan a la conclusión de que p es verdad para que la superación
sea significativa? Dudo que el concepto ordinario de autoengaño proporcione
una respuesta precisa, pero sugiero que la noción de prueba del observador-
imparcial será útil al reflexionar tanto sobre grados de sesgo que intervienen
en el autoengaño, como sobre el propio sesgo.
Las cadenas causales desviadas le plantean problemas interesantes en
diversas esferas al proyecto de proporcionar un análisis causal de ciertos
conceptos (por ejemplo, los conceptos de acción, acción intencionada,
memoria y percepción). El proyecto de proporcionar un análisis causal de
caer en el autoengaño al adquirir la creencia de que p no es una excepción. Es
importante entender, como trasfondo, que la desviación causal es una noción
relativa al interés. He aquí una ilustración sencilla: Vera, que es experta en el
uso de armas de fuego, tiene la intención de alcanzar un determinado blanco.
Apunta con cuidado y dispara. Su disparo, sorprendentemente, resulta
tremendamente desviado. Para mayor sorpresa aún, la bala rebota en una
pared de piedra y en un tubo de metal y se dirige al blanco. Desde el punto de
vista de la física, no hay nada extraño o desviado en la secuencia causal. Pero
desde la perspectiva de alguien que trate de emitir juicios sobre la acción
intencionada, sí lo hay. Debido a la caprichosa cadena causal que une el
disparo intencionado de Vera con que la bala dé en el blanco, decimos que
ella no dio intencionadamente en el blanco.
Tómese en consideración la siguiente adaptación de un ejemplo que
discute Robert Audi (1997, pág. 104). Debido a que tiene la esperanza de que
un accidente aéreo fuera causado por «un fallo mecánico» y no por un acto
terrorista, Bob reúne evidencia sólo de un tipo. Busca personas que puedan
apoyar la primera hipótesis causal y evita plantearle la cuestión a personas
que puedan apoyar la segunda. Entre las personas a las que Bob aborda sobre
el tema está Eva, una amiga que ha rechazado abiertamente una gran
diversidad de hipótesis terroristas. Pero resulta que Eva cree que en esta
ocasión estuvieron implicados terroristas, y que una bomba terrorista causó el
accidente. Eva convence a Bob de que así es, a pesar de que, de hecho, el
accidente fue causado por un fallo mecánico y la evidencia directamente
disponible para Bob apoya con más fuerza la hipótesis verdadera que la falsa.
En este caso el enfoque de Bob en la obtención de pruebas está sesgado
motivacionalmente. Su enfoque sesgado le condujo hasta Eva, que le
convenció de que el accidente fue causado por una bomba. En consecuencia,
su creencia falsa de que una bomba es lo que causó el accidente fue en parte
producto de su enfoque motivacionalmente sesgado. Aun así, si no hay nada
más relevante, Bob no se autoengaña al creer que el accidente fue causado
por una bomba. Pero, ¿por qué no? ¿Cómo se explica que sea falso que se
autoengañe acerca de esto, a pesar de que su creencia fue causada en parte
por su enfoque motivacionalmente sesgado en el acopio de evidencia?
La respuesta corta es que la ruta que va desde el acopio de evidencia
motivacionalmente sesgado de Bob hasta su adquisición de la creencia
pertinente es desviada. El proceso sesgado en cuestión no da lugar a la
creencia falsa de Bob del modo que le correspondería al autoengaño (del
mismo modo que el acto intencionado de disparar que realiza Vera no da
lugar a que la bala dé en el blanco de la manera que correspondería si hubiera
dado intencionadamente en el blanco). La estrategia selectiva de Bob para el
acopio de evidencia en este caso —un ejemplo de acopio selectivo de
evidencia a favor de p debido a un deseo de que p— supone una estrategia de
un tipo que contribuye al autoengaño, llevándole a uno, en ese caso, a pasar
por alto evidencia fácilmente obtenible a favor de que ~p mientras se
encuentra evidencia menos accesible a favor de que p, conduciéndole así a
creer que p (cap. 2, sec. 1). Su estrategia —nuevamente, un ejemplo del
acopio selectivo de evidencia a favor de que p motivado por el deseo de que
p— es de una clase que conduce al autoengaño al aumentar la probabilidad
subjetiva de la proposición que el agente desea que sea cierta, no aumentando
de la probabilidad subjetiva de la negación de esa proposición. Por eso es por
lo que la conexión causal entre el enfoque selectivo de Bob para la obtención
de evidencia y su adquisición de la creencia de que la bomba causó el
accidente se considera desviada. Como indica la discusión del caso de Bob,
un tratamiento adecuado del problema de las cadenas causales desviadas en el
presente contexto sería una empresa de gran envergadura, lo que requiere una
cuidadosa investigación de la amplia diversidad de rutas «normales» hacia el
autoengaño.
En resumen, un protoanálisis del concepto central de esta sección podría
adoptar la siguiente forma: S cae en el autoengaño al adquirir la creencia de
que p si y sólo si p es falso y S adquiere la creencia de que p de «manera
pertinentemente sesgada». La discusión anterior sugiere que dicha pertinencia
es un asunto que tiene que ver, por una parte, con el tipo de sesgo, el grado de
sesgo y el que las conexiones causales entre procesos y eventos de sesgo no
sean desviadas, y con la adquisición de la creencia de que p, por la otra.

2. CONSIDERACIONES FINALES

Defender una postura sobre el autoengaño le hace a uno preguntarse por


sus propios resultados. ¿He sobrestimado los méritos de mi propio punto de
vista o subestimado los méritos de los puntos de vista opuestos por culpa de
sesgos motivacionales o emocionales? ¿Están sesgados algunos de mis
argumentos, debido tal vez a que tenga cierto interés en la verdad de las tesis
sobre el autoengaño que he defendido en el pasado? Espero y creo que la
respuesta a ambas preguntas es que no, pero los jueces han de ser los lectores.
Hay al menos un comentarista que ha interpretado mi trabajo previo como
una defensa de la postura de que, de hecho, no existe el autoengaño (Gibbins,
1997, pág. 115). Ésa no era mi intención entonces, ni lo es ahora. Creo que el
autoengaño es bastante común, pero también creo que bajo el modelo de
engaño interpersonal no queda conceptualizado correctamente y que las
«posturas agenciales» no lo explican de un modo plausible. Algunos
afirmarán, por motivos léxicos o conceptuales, que si no hay autoengaño
intencionado o el autoengaño no implica que la persona crea que p y crea que
~p al mismo tiempo (la «condición de la creencia dual» discutida en el cap.
4), entonces el autoengaño no existe en absoluto. Espero no autoengañarme al
considerar persuasivas mis críticas a los presuntos fundamentos léxicos y
conceptuales de esta afirmación condicional.
No he tratado de demostrar aquí que no haya autoengaño «estricto». En
lugar de eso, he ofrecido un marco explicativo que dé cuenta del autoengaño
cotidiano directo y del retorcido, y he sostenido que, mientras hay
considerable evidencia acerca de la existencia de los procesos y fenómenos a
los que he apelado al construir ese marco, no hay ningún tipo de evidencia
con un peso comparable de que haya «creencias duales» o se produzcan
intentos inconscientes del tipo en el que confían quienes defienden los
modelos agenciales del autoengaño. A pesar de mi crítica a la investigación
que pretende demostrar la existencia de autoengaño «estricto», incluyendo
algunos experimentos bastante ingeniosos, le daría la bienvenida a cualquier
evidencia convincente de que tal autoengaño existe. Debido a que su
existencia tendría interesantes implicaciones acerca de la mente humana,
espero con impaciencia estudiar los futuros esfuerzos por producir fuerte
evidencia a favor de tal tipo de autoengaño.
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Título original: Self-Deception Unmasked

Edición en formato digital: 2016

Ilustración de cubierta: Paul Delvaux, Mujer en el espejo (1948)


© Foundation Paul Delvaux, Sint-Idesbald-SABAM Belgium / VEGAP 2016

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