Mele Alfred R - El Autoengaño Desenmascarado
Mele Alfred R - El Autoengaño Desenmascarado
Mele Alfred R - El Autoengaño Desenmascarado
Mele
El autoengaño desenmascarado
ALFRED MELE
Abril de 2016
Prefacio
1 El editor de Philosophical Psychology, donde apareció Mele, 1998a y 1999a, es Taylor & Francis
Ltd./Carfax/Routledge (http://taylorandfrancisgroup.com).
CAPÍTULO 1
«Una encuesta a profesores universitarios mostró que el 94% creía que era
mejor en su trabajo que el promedio de sus colegas» (Gilovich, 1991, pág.
77). ¿Son los profesores universitarios excepcionalmente adeptos al
autoengaño? Quizá no. «Una encuesta a un millón de estudiantes
universitarios de último curso mostró que [...] todos los estudiantes creían
que estaban por encima de la media» con respecto a su «capacidad para
relacionarse con los demás [...] y el 25% pensaba que estaba en el 1%
superior» (ibíd.). Se podría pensar que quienes contestaban a las encuestas no
eran completamente sinceros en sus respuestas. Entonces, de nuevo, ¿cuántos
profesores universitarios conoce usted que no se crean mejores en su trabajo
que el promedio de sus colegas?
Datos como éstos sugieren que a veces nos engañamos. Y esto plantea
interesantes preguntas. ¿Cómo nos engañamos a nosotros mismos? ¿Por qué
nos engañamos? ¿Qué es engañarse a uno mismo? ¿Es siquiera posible el
autoengaño? Estas preguntas son las que orientan la exposición en este libro.
Algunos teóricos entienden que el autoengaño es en buena medida
isomorfo al engaño interpersonal estereotípico. Esta visión, que ha generado
rompecabezas o «paradojas» tan debatidos, está en la base de influyentes
trabajos sobre el autoengaño no sólo en filosofía, sino también en psicología,
psiquiatría y biología 2 . A la vez que trato de resolver las paradojas más
importantes, defiendo que intentar comprender el autoengaño bajo el modelo
del engaño interpersonal estereotípico es fundamentalmente un error. La
postura que se defiende aquí respecto al autoengaño es deflacionaria. Si
estoy en lo cierto, el autoengaño no es ni irresolublemente paradójico ni
misterioso, y se puede explicar sin acudir a exotismos mentales. Aunque un
teórico cuyo interés en el autoengaño se limitase a los límites externos de
lógica o a la posibilidad conceptual podría ver esto como despojar al tema de
la intriga conceptual, la principal fuente de un interés más amplio y
perdurable en el autoengaño es la preocupación por comprender y explicar el
comportamiento de los seres humanos reales.
1. UN PRIMER VISTAZO
Uno sospecha que la verdad descansa en algún lugar entre esos dos polos.
Pero ¿cuál de las dos tesis es más probable que se acerque más a la verdad?
Uno de los problemas del enfoque de la agencia es central en la paradoja
dinámica del autoengaño. Los intentos a los que apela esta postura amenazan
con dar lugar a su propia destrucción. Si trato de conseguir creer que soy
buen conductor —no mejorando mis capacidades para conducir, sino
ignorando o minimizando quizá la evidencia de que soy mal conductor
mientras busco evidencia de que tengo grandes destrezas de conducción—,
¿no veré que los «fundamentos» de la creencia a la llego de este modo son
ilegítimos? ¿Y no me encontraré, por tanto, con que sigo aún sin tener la
creencia de que soy buen conductor? Una respuesta esperable es que los
«intentos» o esfuerzos a los que apela el enfoque de la agencia no son
esfuerzos conscientes y, por tanto, no necesariamente se interponen en el
camino hacia su propio éxito del modo que acabamos de imaginar. Si
deberíamos postular intentos inconscientes al tratar de explicar la creencia
motivacionalmente sesgada, y hasta qué punto deberíamos hacerlo, depende
de las alternativas existentes.
El principal problema para el enfoque de la antiagencia también está
conectado con la paradoja dinámica del autoengaño. Aparentemente,
encontramos dificultades al tratar de comprender cómo pueden formarse
creencias motivacionalmente sesgadas —o muchas de ellas— si no es por
medio de esfuerzos del tipo que postula el enfoque de la agencia. Por
ejemplo, ¿cómo puede mi deseo de que sea el caso que soy buen conductor
motivar que crea que soy buen conductor, si no es motivándome para tratar
de conseguir creerlo, o motivándome para intentar que me resulte más fácil
creerlo? 11 . Como mínimo, el enfoque de la antiagencia se enfrenta a un reto
evidente: ofrecer un enfoque alternativo del mecanismo, o de los
mecanismos, por medio de los cuales los deseos conducen a creencias
motivacionalmente sesgadas. Acepto este reto en los capítulos 2 y 3, al
desarrollar una visión sobre la naturaleza y etiología del autoengaño directo
cotidiano, y vuelvo sobre ello en el capítulo 4, al refutar una presunta
demostración empírica de autoengaño «estricto».
Desde un punto de vista ideal, para explorar los méritos de los enfoques de
la agencia y antiagencia, uno comenzaría con análisis que no sean
controvertidos de acción intencionada e intentar. Paul Moser y yo hemos
ofrecido un análisis de la acción intencionada (Mele y Moser, 1994), y
Frederick Adams y yo hemos ofrecido un enfoque del intentar (Adams y
Mele, 1992). Sin embargo, si considerase que estas propuestas no son
controvertidas, la hipótesis de que meramente me autoengaño sería bastante
generosa. Afortunadamente no se necesitan análisis completos de estas
nociones para los propósitos de este libro. Pero es necesario un trabajo
conceptual preliminar.
La cuestión acerca de cuánto control ha de tener un agente sobre un
resultado para que ese resultado pueda contar como intencionadamente
producido ha suscitado visiones sorprendentemente opuestas. De acuerdo con
Christopher Peacocke, «no se discute» que un agente que realice un intento
exitoso «de golpear una bola de críquet para que pase a través de un arco
distante», golpea intencionadamente la bola a través del arco (1985, pág. 69).
Pero Brian O’Shaughnessy mantiene que un novato que de modo similar
consiga dar en el blanco de una diana de dardos no da en la diana
intencionadamente (1980, pág. 325; cfr. Harman, 1986, pág. 92). Para los
objetivos de este libro, podemos soslayar este asunto conceptual
centrándonos en si los individuos que adquieren creencias de que p sesgadas
motivacionalmente intentan lograr la adquisición de la creencia de que p, o
intentan hacer que les resulte más fácil adquirir esas creencias. Si intentan
hacerlo, no es necesario que nos preocupemos por si el éxito de sus intentos
se debe a la suerte o a factores más allá del control de los agentes, para que
sea cierto que consiguen creer que p intencionadamente. (Intentar hacer A, tal
y como yo lo entiendo, no requiere realizar ningún esfuerzo especial para
hacer A. Cuando he tecleado la palabra «especial» hace un momento, estaba
intentando hacerlo, a pesar de que no encontré ninguna resistencia peculiar y
no hice ningún esfuerzo extraordinario para teclearla).
Además, si no intentan hacerlo, no creo que haya ningún sentido aceptable
de «intencionadamente» según el cual consigan creer intencionadamente que
p. Por desgracia, nos enfrentamos aquí a otra controversia en filosofía de la
acción. Algunos filósofos sostienen que se puede decir con propiedad que un
agente que intente hacer A, y reconozca que una consecuencia probable de
hacer A es hacer B, hace B intencionadamente (si hace B), incluso si no trata
de hacer B y si no le resulta en absoluto atractivo hacer B (por ejemplo, como
medio o como fin) e incluso si prefiere que hacer A no tenga como efecto
colateral hacer B (Bratman, 1987, caps. 8-10; Harman, 1976). Otros rechazan
esta idea defendiendo, a grandes rasgos, que dejando a un lado los intentos
mismos, sólo hacemos intencionadamente lo que intentamos hacer (Adams,
1986; McCann, 1986b, 1991; Mele y Moser, 1994; O’Shaughnessy, 1980).
Steven Sverdlik y yo hemos criticado los fundamentos de la primera teoría
(Mele y Sverdlik, 1996), y no voy a reabrir aquí el debate. Para los propósitos
presentes, la cuestión crucial es si las creencias motivadas con las que uno se
autoengaña son (necesariamente, siempre, o por lo común) creencias que
intenta alcanzar o provocar. Los teóricos que apuestan por una respuesta
afirmativa a menudo consideran que el intento involucrado —o las
intenciones asociadas— son inconscientes (Bermúdez, 1997; Martin, 1997;
Talbott, 1995, 1997), y yo supongo, en consecuencia, que los intentos e
intenciones inconscientes son posibles.
Engañarse a uno mismo intencionadamente es posible de modo no
problemático. Sin embargo, merece la pena señalar que los casos no
problemáticos se alejan de los casos de autoengaño cotidiano. Aquí va un
ejemplo: Ike, un bromista olvidadizo que es habilidoso imitando la escritura
de otros, ha engañado intencionadamente a algunos amigos escribiendo a
escondidas entradas falsas en sus diarios. Ike acaba de decidir engañarse a sí
mismo escribiendo una entrada falsa en su propio diario. Consciente de su
mala memoria, escribe bajo la fecha de hoy: «Hoy estuve especialmente
brillante en clase», contando con que olvidaría que lo que había escrito es
falso. Cuando revisa su diario semanas más tarde, Ike lee la frase y se forma
la creencia de que estuvo brillante en clase el día señalado. Si Ike engañó
intencionadamente a otros escribiendo entradas falsas en sus diarios, ¿qué nos
impide sostener que en el caso imaginado se engañó a sí mismo
intencionadamente? Intentó conseguir creer que p, que en aquel momento
sabía que era falso, y ejecutó la intención sin rodeos, causándose finalmente
la creencia de que p. Nuevamente, según una definición estándar, engañar
consiste en causar que alguien crea aquello que es falso; y el que Ike se cause
a sí mismo la creencia en esa falsedad concreta no es algo menos
intencionado que el causar que sus amigos crean falsedades (manipulando sus
diarios) 12 .
Sin duda el caso de Ike les choca a los lectores por ser marcadamente
distinto de los casos comunes de autoengaño, por ejemplo, el caso de la mujer
que cree erróneamente que su hijo no toma drogas (o que está sana o que su
marido no tiene una aventura) ante fuerte evidencia en contra. ¿Por qué es
así? La diferencia más obvia entre el caso de Ike y los ejemplos de
autoengaño cotidiano reside en la naturaleza abiertamente intencionada del
proyecto de Ike. Éste se dispone a engañarse conscientemente y ejecuta
intencionada y conscientemente un plan para hacerlo; los autoengañados
típicos se comportan de un modo bastante diferente 13 .
Esto sugiere que al tratar de construir casos hipotéticos que sean, al mismo
tiempo, casos paradigmáticos de autoengaño y casos de agentes que se
engañan a sí mismos intencionadamente, uno debería imaginar que las
intenciones de los agentes de engañarse a sí mismos permanecen de algún
modo ocultas para ellos. No quiero decir que sea imposible que existan
«intenciones ocultas». Nuestro concepto ordinario de intención puede dejar
espacio, por ejemplo, para intenciones «freudianas», ocultas en alguna
partición mental. Y si hay espacio conceptual para intenciones ocultas que
desempeñen un papel en el etiología del comportamiento, hay espacio
conceptual para intenciones ocultas de engañarnos, intenciones que pueden
influir en nuestro manejo de los datos. Tal y como yo lo veo, la afirmación de
que en el autoengaño ordinario 14 intervienen intenciones de engañarnos,
intenciones de producir o sostener ciertas creencias, o los intentos
correspondientes —normalmente intenciones o intentos ocultos para nosotros
—, es injustificada, pero no es incoherente. Sin negar que sean posibles casos
en los que haya una «intención oculta» de autoengaño o «intentos ocultos» de
autoengaño, un teórico debería preguntarse qué evidencia puede haber (en el
mundo real) de que en el autoengaño cotidiano intervengan intenciones o
intentos de engañarse, o de conseguir que a uno le resulte más sencillo creer
algo. ¿Existen datos que sólo puedan explicarse —o explicarse mejor— bajo
la hipótesis de que en ese tipo de autoengaño operan esa clase de intenciones
o intentos? La respuesta que defiendo en los capítulos siguientes es que no.
Resultará útil distinguir entre los tres siguientes tipos de actividades. Con
respecto a las actividades cognitivas que contribuyen a la creencia sesgada
motivacionalmente, hay diferencias significativas entre (1) las actividades no
intencionadas (por ejemplo, concentrarse sin querer en datos de cierto tipo),
(2) las actividades intencionadas (por ejemplo, concentrarse
intencionadamente en datos de cierto tipo), y (3) las actividades
intencionadas en las que uno se embarca como parte de un intento de
engañarse a uno mismo, o de causarse a uno mismo creer algo, o de
conseguir que a uno le resulte más fácil creer algo (por ejemplo, concentrarse
en datos de cierto tipo como parte de un intento de engañarse de modo que
uno llegue a creer que p). Muchas preocupaciones escépticas sobre la
existencia real del autoengaño están parcialmente motivadas por el supuesto
de que la actividad del tercer tipo es característica del autoengaño.
Hay una importante diferencia entre los tipos de actividad segundo y
tercero que merece destacarse. Imaginemos una niña de doce años, Beth,
cuyo padre murió hace unos meses. Beth puede sentirse reconfortada al traer
a su mente recuerdos agradables de cuando jugaba feliz con su padre, al mirar
fotos familiares de esas escenas y otras actividades similares. Igualmente,
puede encontrar desagradables los recuerdos de su padre dejándola de lado
para jugar a la pelota con sus hermanos, como hacía frecuentemente. De vez
en cuando, puede concentrar intencionadamente su atención en los recuerdos
agradables, detenerse intencionadamente en esas fotos y retirar la atención
intencionadamente de sus recuerdos de cuando quedaba al margen y de las
fotos de su padre jugando solamente con sus hermanos. Como consecuencia
de esas actividades, puede adquirir la creencia falsa e injustificada de que su
padre se preocupaba más profundamente por ella que por nadie. Si bien es
cierto que sus actividades cognitivas intencionadas pueden explicarse, en
parte, por el atractivo motivacional de la hipótesis de que ella era lo que él
más quería, no hace falta explicar esas actividades también por un deseo —y
mucho menos por una intención o un intento— de engañarse a sí misma de
modo que llegue a creer esta hipótesis, de causarse a sí misma esta creencia o
de hacer que le fuera más fácil creer estas cosas. No es necesario que las
actividades cognitivas intencionadas que contribuyen incluso de una forma
relativamente sencilla a una creencia motivacionalmente sesgada, falsa e
injustificada, se guíen por una intención de cualquiera de los tipos que
acabamos de mencionar, ni es necesario que involucren intentos asociados de
manipular lo que uno cree. Las actividades de Beth se pueden explicar bajo la
hipótesis de que estaba buscando experiencias agradables y evitando las
dolorosas sin tratar de influir de ninguna manera en lo que creía. Aún está por
ver que resulte verosímil que un caso como éste cuente como un ejemplo de
autoengaño.
Obviamente, la acción de un sujeto que intenta hacer algo puede tener un
resultado que él no intenta producir. Al tratar de encender la luz en una
cocina desconocida, Al intenta accionar el interruptor que tiene a su
izquierda, y lo consigue. Resulta que ese interruptor está conectado con el
triturador de basura. Así que Al enciende el triturador de basura, pero no
intenta hacerlo. Así mismo, Beth intenta concentrar su atención en ciertos
recuerdos y fotografías, e intenta evitar concentrarse en otras cosas, y lo
consigue. Quizás, al hacer estas cosas, también esté buscando consolarse. Las
actividades cognitivas de Beth la llevan a creer que su padre la quería más
que a nada. Pero, claramente, esto no implica que Beth esté intentando
inducirse esta creencia, o tratando de que le resulte más fácil adquirir esta
creencia —no en mayor medida de lo que implican que Al tratara de activar
el triturador de basura—.
Otra ilustración de la diferencia entre el segundo y tercer tipo de actividad
puede resultar útil: Donald Gorassini ha sugerido que hay una forma
intencionada de autoengaño bastante común (1997, pág. 116). Descrito de
modo neutral desde un punto de vista teórico, lo que Gorassini tiene en mente
son casos en los que una persona que carece de cierta cualidad —por
ejemplo, amabilidad— pero desea tenerla realmente, está motivada para
actuar como si la tuviese, y entonces infiere de su propia conducta que la
tiene. Analicé casos de este tipo anteriormente bajo la rúbrica «actuar como
si» (Mele, 1987a, págs. 151-158). Unas de las cosas que defendía era que la
motivación de un agente para actuar como si p puede tender diferentes tipos
de origen. Aquí van dos ejemplos: Ann cree que puede cultivar en sí misma
el rasgo de la amabilidad actuando como si fuera amable; de ese modo,
debido a que quiere volverse amable, decide embarcarse en un programa
consistente en hacer como si fuera amable, y actúa en consecuencia. Debido a
que a Bob le gustaría ser una persona generosa, le resultan agradables las
acciones que realiza asociadas con ese rasgo; por consiguiente, Bob tiene una
motivación hedónica para actuar como si fuera generoso, y a veces actúa en
consecuencia. A diferencia de Ann, Bob no trata de inculcarse el rasgo
deseado.
Existe considerable evidencia de que a menudo hacemos inferencias
acerca de nuestras cualidades sobre la base de nuestra propia conducta (véase,
por ejemplo, Bem, 1972). Es fácil imaginar que, tras un tiempo, Ann y Bob
infieren, en buena medida a partir de su conducta relevante, que tienen el
rasgo deseado, incluso pese a que de hecho carecen de él. Sin embargo, a
partir del hecho de que esos agentes deseen que p sea cierto, actúen
intencionadamente como si p debido en gran medida a su deseo de que p sea
el caso, y acaben por creer que p en gran parte como consecuencia de su
conducta intencionada, no se sigue que estuvieran intentado engañarse a sí
mismos de modo que llegasen a creer que p o que trataran de que les resultara
más sencillo creer que p. Ann puede haber intentado simplemente llegar a ser
amable y Bob meramente puede haber buscado el placer que le producen los
actos asociados a la generosidad.
En los casos en los que el deseo de que p y la conducta intencionada que
motiva conducen a creencias sesgadas sobre los propios rasgos a través de
una ruta con un mayor componente social, puede hacerse una apreciación que
está relacionada: un adolescente que desease fuertemente que fuera cierto que
es un líder natural, pero que careciera de la admiración de sus iguales, podría
considerar mucho más agradable la compañía de adolescentes más jóvenes e
impresionables. Su elección de compañeros más jóvenes motivada por
razones hedónicas puede dar lugar a una exposición selectiva a datos que
apoyan la hipótesis de que es un líder natural; los adolescentes más jóvenes
podrían adorarle. Esta elección y la retroalimentación social que ayuda a
generar pueden contribuir significativamente a su adquisición de la creencia
sesgada e injustificada acerca de su capacidad de liderazgo. Pero para
explicar lo que sucede en un caso de este tipo no es necesario suponer que el
chico trataba de llegar a creer que era un líder natural o que trataba de
conseguir que le resultara más fácil creerlo.
Las siguientes observaciones de David Pears y Donald Davidson sobre la
adquisición mediante autoengaño de una creencia motivacionalmente sesgada
son expresiones concisas de dos perspectivas diferentes de «agencia» del
fenómeno:
[Hay un] sub-sistema [...] construido alrededor del núcleo del deseo de la creencia irracional
y está organizado como una persona. Aunque es un centro de agencia separado dentro de la
persona completa, es, desde su propio punto de vista, completamente racional. Quiere que el
sistema principal se forme la creencia irracional y es consciente de que no se la formará si se
permite que intervenga la creencia admonitora [esto es, la creencia de que sería irracional que
formase la creencia deseada]. Así que con perfecta racionalidad, detiene su intervención (Pears,
1984, pág. 87).
2 Véase, por ejemplo, Davidson (1985); Gur y Sackeim (1979); Haight (1980); Pears (1984); Quattrone
y Tversky (1984); y Trivers (1985).
3 En este caso, véase Barnes (1997, cap. 3); Dalgleish (1997, pág. 110); Lazar (1999, págs. 274-277); y
Pears (1984, págs. 42-44). Véase también Davidson (1985, pág. 144); Demos (1960, pág. 589);
McLaughlin (1988, pág. 40); y Mele (1987a, págs. 114-118.
4 Para esta afirmación, véase Bach (1981, pág. 364); Siegler (1968, pág. 161); y Szabados (1974, págs.
67-68).
5 Para esta afirmación más modesta, véase Gardiner (1970, pág. 242); Johnston (1988, pág. 67); Pears
(1984, pág. 42); y Sackeim y Gur (1985, pág. 1365).
6 Aquí (y en adelante) se presupone que se representan de la misma manera los casos de sustitución de
ambas ocurrencias de p. Me abstengo de comentar el rompecabezas de Kripke (1979) acerca de la
creencia.
7 Para una breve revisión de algunas publicaciones sobre esta paradoja, véase Mele (1987b, págs. 4, 8).
8 Una de las respuestas es la partición mental: la parte engañada de la mente no es consciente de lo que
pretende la parte que engaña. Véase Pears (1984; cfr. 1991) para una propuesta detallada de este tipo y
Davidson (1985; cfr. 1982) para una visión de la partición más modesta. Para una revisión crítica de
algunos enfoques particionistas del autoengaño, véase Johnston (1988); Mele (1987a, cap. 10); y Mele
(1987b, págs. 3-6).
9 Por cierto, entiendo el grado de creencia de que p como una cuestión del grado de confianza en que
p. Quien afirma que todas las creencias tienen grados en este sentido no se compromete con la idea de
que las probabilidades (de 0 a 1) estén entre los contenidos de todas las creencias.
11 Han de distinguirse dos usos de «motivar». En uno de sus usos, el que un deseo motive un curso de
acción o una creencia es una cuestión de que constituya una motivación para ese curso de acción o
creencia. Mi deseo de ir hoy a pescar constituye una motivación para que vaya de pesca, incluso si, al
desear más trabajar en este capítulo, renuncio a salir de pesca. En el otro uso, un deseo sólo motiva algo
si desempeña un papel en la producción de esa cosa. En este libro, uso «motivar» en el segundo
sentido.
12 Sobre escenarios «diferidos» de este tipo en general, véase Davidson (1985, pág. 145); McLaughlin
(1988, págs. 31-33); Mele (1983, págs. 374-375; 1987a, págs. 132-134); Sackeim (1988, pág. 156);
Sorensen (1985). En Mele (1983) describo, inspirándome en Pascal, un caso más realista en el que un
ateo infeliz, convencido de que sería mucho mejor creer en Dios, se dispone a causarse a sí mismo
conscientemente la creencia de que Dios existe asistiendo a eventos religiosos, reuniéndose con
personas religiosas y cosas por el estilo (págs. 374-375). Supongamos lo siguiente: que finalmente tiene
éxito; que Dios no existe; y que su evidencia proporciona una mayor justificación para la no-existencia
de Dios que para su existencia. En ese caso, afirmo, este sujeto se engaña a sí mismo y está
autoengañado.
13 Algunos lectores pueden encontrar atractiva la idea de que aunque Ike se engaña a sí mismo, esto no
es un caso de autoengaño en absoluto (cfr. Audi, 1997); Barnes (1997, págs. 110-117); Davidson (1985,
pág. 145); McLaughlin (1988). Imagínese que ese día Ike se hubiera sentido avergonzado por su
actuación en la clase y que conscientemente viera el comentario como algo irónico cuando lo escribió.
Imaginemos también que Ike desease con todas sus fuerzas verse a sí mismo como alguien
excepcionalmente inteligente y que este deseo ayudase a explicar que escribiera la frase. Si, en este
escenario, Ike llegara a creer más tarde que ese día estuvo brillante en clase sobre la base de una lectura
posterior de su diario, ¿se verían muchos de esos lectores más inclinados a ver el caso como un caso de
autoengaño?
15 Sobre la motivación de una acción intencionada A por un deseo intrínseco de A, véase Mele (1992,
cap. 6).
CAPÍTULO 2
1. DESEOS Y SESGOS
El autoengaño podría [...] darse al margen de un [...] método de evaluación que reflejase una
falta de preocupación razonable por los errores asociados con el que uno se conceda a sí mismo
el beneficio de la duda (1993, pág. 314).
Trope y Liberman (1996) ofrecen una visión bastante precisa de los costes
relevantes en la evaluación de hipótesis al construir un modelo de
razonamiento cotidiano que recuerda al modelo PEDMIN de Friedrich. Un
elemento central del modelo de Trope y Liberman es la noción de «umbral de
confianza», o de «umbral», para abreviar. Cuanto más bajo es el umbral, más
escasa es la evidencia requerida para alcanzarlo. Hay dos umbrales relevantes
para cada hipótesis:
El umbral de aceptación es la confianza mínima en la verdad de la hipótesis que se requiere
antes de aceptarla, en lugar de continuar evaluándola, y el umbral de rechazo es la confianza
mínima en la falsedad de una hipótesis que se requiere antes de rechazarla y dejar la evaluación
(pág. 253).
Trope y Liberman sostienen que a menudo los dos umbrales no son
igualmente exigentes y que los umbrales de aceptación y rechazo dependen
«principalmente» «del coste de la falsa aceptación relativo al coste de la
información» y «del coste del falso rechazo relativo al coste de la
información» (pág. 253).
Los diversos costes relevantes se conciben como sigue: el «coste de
información» es simplemente el conjunto de «recursos y esfuerzo» requeridos
para adquirir y procesar «información relevante para la hipótesis» (pág. 252).
El coste de la falsa aceptación de la hipótesis p es una medida de la
importancia subjetiva que tiene para el individuo evitar creer falsamente que
p 22 . Y de modo similar, el coste del falso rechazo de la misma hipótesis
parece ser una medida de la importancia subjetiva de evitar creer falsamente
que ~p 23 .
Obviamente, el coste real de un suceso o de un estado puede divergir
ampliamente del coste que sería razonable esperar en caso de que ese suceso
ocurriese o se diese ese estado. El coste real de que alguien crea falsamente
que p puede resultar bastante sorprendente: un maníaco puede acechar a
escondidas y matar a gente que crea (falsamente, por supuesto) que Virginia
occidental está en el oeste de los Estados Unidos. Ésta no es la noción de
coste que tienen en mente Friedrich o Trope y Liberman respecto a los
«errores inferenciales». Más bien, los costes de la falsa aceptación o del falso
rechazo de una hipótesis, tal y como yo entiendo a estos autores, son los
costes (incluyendo oportunidades perdidas de ganancias) que sería razonable
que un agente esperase tener, dados los deseos y creencias del agente, si el
agente tuviera expectativas acerca de tales cosas. Una vez señalado esto, me
parece bien hacer uso del término de Trope y Liberman, «coste» 24 .
La encuesta que mencioné en el capítulo 1 proporciona una base para un
ejemplo simple de costes divergentes, y más en concreto, para la falsa
aceptación y el falso rechazo de una hipótesis. Es probable que para la mayor
parte de la gente que desearía tener realmente una capacidad de liderazgo por
encima de la media (o ser más simpático que la media, o ser mejor en su
trabajo que el promedio de sus compañeros), el coste de creer falsamente que
no está por encima de la media sea considerablemente mayor que el coste de
creer falsamente que está por encima de la media. Si adoptase la creencia de
que carece de la propiedad en cuestión (sea verdadera o falsa la creencia)
cuando menos pagaría un precio hedónico relativamente inmediato y
significativo, y sería generalmente bastante inocuo que adquiriese la creencia
falsa de que tiene esa propiedad. Nótese que si Trope y Liberman están en lo
cierto, entonces, en igualdad de condiciones, esta gente tendrá un umbral
significativamente más bajo para aceptar la proposición en cuestión que para
rechazarla.
El modelo FTL adopta una «perspectiva pragmática» de acuerdo con la
cual «la evaluación de hipótesis está motivada por el coste de los errores de
inferencia (aceptación o rechazo falso de hipótesis) relativo al coste de
información» (Trope y Liberman, 1996, pág. 240) —o motivada, para ser
más precisos, por aversiones a los costes—. «[L]as hipótesis deseables e
indeseables producen a menudo costes de error asimétricos» (pág. 240). La
suma para un individuo de los costes de aceptar falsamente o rechazar
falsamente una hipótesis p «representa la motivación global del evaluador de
la hipótesis» respecto a la evaluación de p (pág. 252). Dejando a un lado el
coste de la información, «una alta motivación global podría llevar» a la gente
a considerar y evaluar tanto hipótesis deseables como hipótesis alternativas
(Trope y Liberman, pág. 240; cfr. Trope et al., 1997, pág. 116). Aun así, los
costes asimétricos, o las aversiones asimétricas a los costes relevantes,
«sesgarán la evaluación de hipótesis al motivar [a los sujetos] para que estén
más atentos para evitar el error más costoso» (Trope y Liberman, pág. 240;
cfr. Friedrich, 1993). Además, los costes del error también «afectan a la
evaluación de hipótesis [...] mediante la determinación del extremo de los
umbrales de aceptación y rechazo» (Trope y Liberman, pág. 264), y si los
umbrales de aceptación y rechazo de una hipótesis no son iguales, el
individuo llegará «más fácilmente a una conclusión que» a la otra (pág. 252).
Obviamente, los costes del rechazo de una hipótesis verdadera y de
aceptar una falsa son costes relativos a la propia condición motivacional del
individuo. Para los padres que esperan con fervor que su hijo haya sido
erróneamente acusado de traición, el coste de rechazar la hipótesis verdadera
de que es inocente (una angustia emocional considerable) puede ser mucho
más alto que el coste de aceptar la hipótesis falsa de que es inocente. Sin
embargo, para el equipo de agentes de inteligencia de la CIA al que pertenece
su hijo, el coste de aceptar la hipótesis falsa de que es inocente (un riesgo
personal considerable) puede ser mucho mayor que el coste de rechazar la
hipótesis verdadera de que es inocente —incluso si desean que realmente sea
inocente—. Nuevamente, cuanto más bajo es el umbral, más escasa es la
evidencia requerida para alcanzarlo. Así que, si Trope y Liberman están en lo
cierto, sólo con influir en los umbrales de aceptación y rechazo los deseos
pueden influir en algunas ocasiones en lo que acabamos creyendo. Además,
en la medida en que los costes del error moldeados por un deseo influyen en
cómo evaluamos las hipótesis, influyen a su vez en lo que acabamos
creyendo. Volveré sobre ambas cuestiones en breve.
17 En Frey (1986) se revisa literatura sobre «la exposición selectiva». Frey defiende la existencia del
acopio selectivo de evidencia motivado, argumentando que una gran cantidad de datos se explican
mejor por medio de una variante de la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957, 1964).
18 Es natural considerar que Betty se autoengaña si adquiere o mantiene la creencia falsa de que su jefe
no es sexista del modo que he descrito. Esto es así incluso si, debido al acopio motivacionalmente
sesgado de evidencia, la evidencia que realmente posee no pesa más del lado de la proposición de que
su jefe es sexista que en su contra. Vuelvo sobre este tema en la sección 1 del capítulo 3.
19 Para un desafío a los estudios del efecto de la vivacidad, véase Taylor y Thompson (1982). Éstos
sostienen que la investigación sobre el asunto ha estado viciada de varias maneras, pero que los
estudios llevados a cabo en «situaciones que reflejan la competencia informacional que encontramos en
la vida cotidiana» podrían «mostrar la existencia de un fuerte efecto de vivacidad» (págs. 178-179).
20 Este tema se desarrolla en Mele (1987a, cap. 10) al explicar la ocurrencia de autoengaño. Kunda
(1990) desarrolla el mismo tema, prestando especial atención a la evidencia de que la motivación
desencadena algunas veces el sesgo confirmatorio. Cfr. Silver, Sabini y Miceli (1989, pág. 222).
21 Para las interpretaciones motivacionales del sesgo confirmatorio, véase Frey (1986, págs. 70-74);
Friedrich (1993); y Trope y Liberman (1996, págs. 252-265).
23 En el artículo hay una cierta ambigüedad respecto al rechazo de hipótesis. Los pasajes de Trope y
Lieberman (1996, pág. 253) que he citado apoyan la interpretación que he ofrecido, al igual que lo
hacen algunos otros. Sin embargo, Trope y Liberman también escriben: «en la toma de decisiones en
estadística, por convención se establece mucho más estrictamente el criterio de decisión para aceptar
una hipótesis que el criterio para rechazarla» (pág. 254). Aquí, «rechazar» una hipótesis p parece ser
sinónimo de «no aceptar» (o no creer que) p. Y, por supuesto, quien no acepta o cree que p podría no
creer tampoco que ~p. Al no tener evidencia del tiempo actual en Beijing, ni creo que esté lloviendo, ni
creo que no esté lloviendo allí.
24 También me parece bien usar sus términos «falsa aceptación» y «falso rechazo», a pesar de que no
es la aceptación o el rechazo lo que es falso, sino la proposición que se acepta o rechaza.
25 Friedrich no es del todo coherente en esto. Dice que hay situaciones en las que un evaluador de
hipótesis «considera que no hay ningún error en particular que sea primario o importante» (1993, pág.
305). En correspondencia personal, Friedrich me indicó que el pasaje de la página 300 que acabo de
citar es una exageración.
26 Trope y Liberman tienen en cuenta los sesgos cognitivos no motivados en la evaluación de hipótesis
(1996, pág. 260).
27 De hecho, el propio Friedrich sugiere en cierto momento (1993, pág. 305) que «la evaluación de
plausibilidad» es una estrategia «por defecto». Ejemplos de evaluación de plausibilidad son el poner a
prueba la hipótesis de que «las personas que puntúan más alto en el rasgo de extraversión son mejores
vendedores» haciendo comprobaciones para ver si «las personas con alta puntuación en la característica
hipotética de extraversión [...] muestran una alta calidad en la actividad objetivo» (pág. 299) o haciendo
«un análisis somero de co-ocurrencias» de alta extraversión y alto rendimiento (pág. 305). (Nótese que
si las personas más bajas en extraversión fueran incluso mejores vendedores, estas pruebas no lo
detectarían).
28 En cierto momento Friedrich concede que «a veces la gente puede [...] ser capaz de ignorar las
preferencias guiadas por el error primario y aplicar reglas normativas» (1993, pág. 317), al mencionar
en una nota (n. 11) que algunos de los sujetos de Gigerenzer y Hug (1992) «(varios estudiantes de
matemáticas y ciencia natural) indicaron que eran capaces de ignorar —con cierta dificultad— la
preocupación por detectar al tramposo y aplicar las reglas formales de las tablas de verdad para todos
los problemas de contrato social que se les presentaron».
CAPÍTULO 3
Mele [...] no exige, como sí hago yo, que la ansiedad haga el trabajo motivacional (pág. 57).
4. CASOS EXTREMOS
5. CONCLUSIÓN
29 Se puede engañar a la gente para que crea algo tal que, al creelo, esa gente no se engaña (cfr. Mele,
1987a, págs. 127-128): A podría ejecutar un complicado plan con el fin de engañar a B para que crea
algo que A desconoce que es cierto. Y A podría provocar de ese modo que B creyese esta proposición,
p. Dado que p es verdad, B no se engaña al creerlo. Aun así, es plausible que A engañe a B para que lo
crea, si A causa que B crea que p en parte engañándolo para que crea algunas proposiciones falsas que
sugieren que p.
30 Véase el bloque de citas de Pears (1984) y Davidson (1985) hacia el final del capítulo 1.
31 Esto no supone negar que a veces quienes se autoengañan creen que p al tiempo que son conscientes
de que su evidencia favorece ~p. Sobre estos casos, consúltese Mele (1987a, cap. 8 y págs. 135-136).
36 También he mencionado una segunda paradoja estática, según la cual el autoengaño requiere tener y
carecer de la creencia de que p simultáneamente. Ésta se basa en una hipótesis más fuerte que sometí a
crítica en el capítulo 1.
38 La condición del equipo que trabaja con Gordon es análoga a la del sujeto del ejemplo que Talbott
explora a este respecto (1995, págs. 60-62). Un hombre tiene motivos de peso para pensar que su coche
podría necesitar frenos nuevos; y, naturalmente, espera que los frenos estén bien, dado el coste que
supone reemplazarlos. A pesar de esta esperanza, termina creyendo que los frenos están fallando. Pero
nótese que el coste de creer falsamente que los frenos van bien (un gran peligro físico) es
considerablemente mayor que el coste creer falsamente que están fallando.
39 Talbott sugiere que hay diferentes órdenes de preferencia en los dos tipos de casos. (Las
preferencias no tienen por qué ser objetos de conciencia, por supuesto). En los casos de autoengaño, la
preferencia relevante más alta que tienen los agentes es creer «que p es verdad, si p es verdad»; y su
segunda preferencia más alta es creer «que p es verdad, si p es falso»; los agentes que se autoengañan
quieren creer que p tanto si es verdad como si no lo es. En los casos alternativos, los agentes tienen la
misma preferencia más alta, pero la segunda preferencia más alta de quienes se autoengañan es la
preferencia más baja de estos agentes: estos agentes tienen una preferencia de rango superior para «no
creer que p, si p es falso». Supongamos, por mor del argumento, que este diagnóstico respecto a la
diferencia entre los dos tipos de casos es correcto. ¿Por qué habríamos de mantener que para dar cuenta
de la diferencia en cuestión —a saber: que en un caso hay un sesgo de los datos motivado y en el otro
no—, debemos suponer que hay una intención de engañarse a sí mismo (o de conseguir que uno mismo
crea que p, o de hacer que le resulte más fácil creer que p) en un caso y no en el otro? Dado nuestro
conocimiento de las diversas formas en las que la motivación puede sesgar la cognición en ausencia de
semejante intención, podemos entender cómo un orden de preferencias puede hacer esto mientras que
otro no. Un agente con el segundo orden de preferencias puede tener una fuerte motivación para
determinar si p es verdadero o falso; y eso puede bloquear cualquier tendencia a sesgar de modo
motivado los datos pertinentes. Éste no sería el caso de un agente con el primer orden de preferencias.
40 Tal y como indiqué en el capítulo 1, sección 2, aquellos que prefieran pensar en términos de grado
de creencia deberían leer mis expresiones del tipo «S cree que p» como abreviatura de «S cree que p en
un grado mayor que 0,5 (en una escala de 0 a 1)».
CAPÍTULO 4
1. TRASFONDO
En esta sección acepto, por mor del argumento, que muchos de los sujetos
de Quattrone y Tversky intentaron, de hecho, alterar su tolerancia en el
segundo ensayo, y defiendo que, incluso si esto es así, no tenemos una razón
de peso para sostener que satisfacen la supuesta exigencia del autoengaño de
tener una creencia dual. En la quinta sección sostengo que no hay ninguna
necesidad explicativa de suponer que ninguno de los que lo niega con
sinceridad estuviera, de hecho, tratando de alterar su tolerancia.
Supongamos que muchos sujetos trataron de alterar su tolerancia en el
segundo ensayo, que sus intentos estaban motivados, y que la mayoría de los
«negadores» negaron sinceramente haber tratado de alterar su tolerancia.
Incluso en el supuesto de que los que lo negaban fueran conscientes de su
motivación para alterar su tolerancia, ¿se sigue que estos sujetos, además de
creer que no «llevaron a cabo a propósito la conducta para conseguir un
diagnóstico favorable», creían también que sí lo hicieron, como afirman
Quattrone y Tversky? ¿Hay algo que impida suponer que los negadores
estaban efectivamente motivados para alterar su tolerancia sin que creyesen,
en ningún nivel, que esto es lo que estaban haciendo? (Mi uso de «sin que
creyesen, en ningún nivel, que [p]» es una elipsis de «sin que creyesen que p
mientras eran conscientes de que tenían esa creencia y sin que creyesen que p
mientras no eran conscientes de que tenían esa creencia»).
El estudio no ofrece ninguna evidencia directa de que los negadores
sinceros creyeran que estaban tratando de alterar su tolerancia. Tampoco
resulta necesario suponer que lo creyeran para explicar su comportamiento.
(La creencia necesaria para poder explicar el comportamiento es una creencia
que viene a decir que una alteración adecuada en la tolerancia en el segundo
ensayo constituiría evidencia de un corazón sano). A partir de los supuestos
de que (1) alguna motivación M que tienen los agentes para hacer algún tipo
de A da lugar a que hagan A, y de que (2) son conscientes de que tienen esta
motivación para hacer A, no se sigue que crean, de manera consciente o no,
que están haciendo A (en este caso, alterar a propósito su tolerancia). Ni se
deduce, a fortiori, que crean, de manera consciente o no, que están haciendo
A por razones que están relacionadas con M. Pueden creer falsamente que M
no tiene influencia alguna en su conducta, al tiempo que no poseen la
creencia contraria.
El siguiente caso ilustra ambos puntos: Ann, que desea conscientemente el
amor de sus padres, cree que la querrían si fuera una abogada de éxito. En
consecuencia, se matricula en la facultad de Derecho; al matricularse está
tratando, inconscientemente, de complacer a sus padres. Pero Ann no cree, en
ningún nivel, que al matricularse en la facultad de Derecho esté tratando de
complacer a sus padres. Ni cree que su deseo de que sus padres la quieran sea
responsable en modo alguno de su decisión de matricularse. Ann cree que se
matricula únicamente por un deseo independiente de convertirse en abogada.
Por supuesto, simplemente he estipulado que Ann carece de las creencias en
cuestión. Pero la idea es que esta estipulación no hace incoherente el
escenario. Lo que sostengo sobre los negadores sinceros del estudio de
Quattrone y Tversky es que, de modo similar, no hay ninguna necesidad
explicativa de suponer que crean, en ningún nivel, que están intentando
alterar su tolerancia con fines diagnósticos, o incluso que crean que están
intentado alterar su tolerancia en absoluto. Estos sujetos están motivados para
generar evidencia diagnóstica favorable y creen (hasta cierto punto) que una
alteración adecuada en su tolerancia en el segundo ensayo constituiría tal
evidencia. Pero la motivación y la creencia pueden dar lugar a la acción
intencionada independientemente de que crean, de manera consciente o no,
que «desarrollan deliberadamente cierta conducta», o que la desarrollan
deliberadamente «para conseguir un diagnóstico favorable» 49 .
Como muestra el estudio Quattrone y Tversky, a veces la gente no
reconoce conscientemente por qué hace lo que hace —por ejemplo, por qué
indican ahora una determinada estimación del dolor—. Dado que un
reconocimiento o creencia inconsciente de que «desarrollan deliberadamente
cierta conducta para conseguir un diagnóstico favorable» no ayuda a explicar
en modo alguno el comportamiento de los negadores sinceros, ¿por qué
suponer que dicho reconocimiento o creencia está presente? Si se pensase que
los seres humanos adultos normales siempre reconocen —al menos en algún
nivel— lo que motiva su conducta, uno optaría por la hipótesis de la creencia
dual de Quattrone y Tversky sobre los negadores sinceros. Pero Quattrone y
Tversky no ofrecen ninguna defensa de la tesis general que acabamos de
mencionar. A la luz de sus resultados, una defensa convincente de la tesis
habría de demostrar que siempre que esos adultos no reconocen de modo
consciente qué hacen, creen sin embargo correctamente que hacen x, aun sin
ser conscientes de que lo creen. No es una tarea fácil.
Quattrone y Tversky sospechan que (muchos de) los negadores sinceros se
autoengañan creyendo que no trataron de alterar su tolerancia. Adoptan el
análisis del autoengaño que hacen Sackeim y Gur (1984, pág. 239) e
interpretan sus resultados en consecuencia. Sin embargo, una interpretación
de sus datos que evite el supuesto de la creencia dual que acabamos de
someter a crítica y que presuponga, con Quattrone y Tversky, que los sujetos
intentaban alterar su tolerancia, comporta una concepción menos exigente del
autoengaño. Uno puede sostener (1) que los negadores sinceros, en parte
debido al deseo de vivir una vida larga y saludable, tenían motivación para
creer que tenían un corazón sano; (2) que esta motivación (junto con la
creencia de que una alteración al alza o a la baja en la tolerancia constituiría
evidencia a favor de la proposición que deseaban que fuera verdadera) les
llevó a intentar alterar su tolerancia; y (3) que esta motivación también les
llevó a creer que no alteraron deliberadamente su tolerancia (y a no creer lo
contrario). Se puede considerar que se autoengañan al mantener sus creencias
motivadas y falsas de que no estaban intentando alterar la tolerancia mostrada
sin que crean también que estaban tratando de hacerlo 50 .
¿Cómo condujo la motivación de los sujetos a que creyesen que no
trataron de alterar su tolerancia (una creencia que ahora estoy suponiendo que
es falsa por mor del argumento)? Quattrone y Tversky ofrecen una sugerencia
(pág. 243):
El mecanismo fisiológico del dolor puede haber facilitado el autoengaño en este
experimento. La mayoría de la gente cree que las respuestas del corazón y los umbrales del
dolor no están por lo general bajo el control voluntario del individuo. Esta extendida creencia
favorecería la afirmación de que la alteración no podría haber sido a propósito, ya que ¿cómo
«mueve uno los hilos»?
Hasta ahora he asumido, por mor del argumento, que los sujetos en
cuestión trataban de alterar su tolerancia con el fin de «tener un diagnóstico
favorable» y he defendido que, pese a eso, no tenemos una buena razón para
suponer que los sujetos creyeran que estaban intentado alterar su tolerancia, a
la vez que creían que no estaban intentado alterarla. En esta sección, ataco la
afirmación de Quattrone y Tversky de que, de hecho, los sujetos trataran de
hacer esto.
Recordemos el modelo FTL de evaluación de hipótesis cotidianas que se
describe en el capítulo 2. Es de suponer que los sujetos de Quattrone y
Tversky prefieran tener un corazón sano que uno enfermo, y es plausible que
para muchos de ellos el coste, en el sentido de FTL, de creer falsamente que
estaban enfermos del corazón (una angustia psicológica importante) fuera
considerablemente mayor, dadas las circunstancias, que el coste de creer
falsamente que sus corazones estaban sanos 51 . Por lo tanto (tomando en
consideración los costes de información), cabría esperar que muchos sujetos
presentaran umbrales confianza mucho más altos para creer que sus
corazones estaban enfermos que para creer que sus corazones estaban sanos.
Piénsese en un sujeto representativo durante el segundo ensayo. Se
encuentra frente a la cuestión de si el dolor que está experimentando en ese
momento resulta intolerable. Si se le ha hecho creer que el aumento de la
tolerancia permite diagnosticar un corazón sano, entonces es perfectamente
posible que tenga un umbral de confianza más alto para creer que su dolor
actual es intolerable, que para creer que es tolerable 52 . Ahora bien,
ciertamente la noción de dolor intolerable no es una noción precisa, y cuando
el dolor de una persona aumenta gradualmente, no resulta ni mucho menos
obvio para esa persona a partir de qué momento exacto el dolor se ha vuelto
intolerable. Teniendo en cuenta esta observación y aceptando la diferencia en
los umbrales de confianza que acabamos de mencionar, cabría esperar que
esta vez al sujeto le llevase más tiempo llegar a la convicción de que su dolor
es intolerable. Y si, como es de esperar, el sujeto está evaluando la hipótesis
deseable de que su dolor actual resulta tolerable, entonces teniendo en cuenta
las cuestiones acerca de la imprecisión y de la fenomenología de la
intolerancia del dolor, no deberíamos sorprendernos de descubrir un elemento
común del sesgo confirmatorio, a saber: la interpretación por parte del sujeto
de los datos «ambiguos» como si apoyaran la hipótesis que se está
sometiendo a prueba 53 . De modo similar, bajo el modelo FTL, uno esperaría
que muchos de los sujetos llevados a aceptar que la disminución de la
tolerancia es un indicador de un corazón sano, sometieran a prueba la
hipótesis de que su dolor actual es intolerable y en esta segunda ocasión
llegasen antes a la creencia de que su dolor es intolerable. En ninguno de los
casos hay una necesidad evidente, a la hora de explicar los datos, de sostener
que estos sujetos intentaban llegar a creer ciertas cosas. Dado que no existe
un claro primer momento en el que el dolor que aumenta gradualmente se
haya vuelto intolerable, y teniendo en cuenta los umbrales de confianza
postulados, no es necesario tal ejercicio de agencia para explicar la variación
en las estimaciones de dolor entre los ensayos.
El experimento de Quattrone y Tversky ofrece evidencia potente de que
muchos de los sujetos tenían creencias motivacionalmente sesgadas acerca de
la intensidad de su dolor en el segundo ensayo. Sin embargo, la evidencia de
que estos sujetos estuvieran intentando alterar su tolerancia en un esfuerzo
por alcanzar o mantener la creencia en la salud de sus corazones es bastante
débil. El modelo FTL da cabida a sus creencias motivadas sin postular tales
ejercicios de la agencia 54 .
6. CONCLUSIÓN
41 Nótese que creer que p y creer que ~p al mismo tiempo —es decir, Bp & B~p—, es distinto a creer
la conjunción de las dos proposiciones: B(p&~p). No siempre sumamos dos más dos. Además, se da
por supuesto que los elementos comunes a p y ~p se representan del mismo modo (véase cap. 1, nota
5).
42 Véase Demos (1960); Foss (1980); Gur y Sackeim (1979); Haight (1980); Kipp (1980); Paluch
(1967); Quattrone y Tversky (1984); Sackeim y Gur (1978, 1985); Siegler (1968); y Trivers (1985).
43 Dejando a un lado el autoengaño, uno podría pensar que las situaciones que representan un
comportamiento habitual de cierto tipo son escenarios prometedores de «creencias duales». Las
personas que, como yo, llevan reloj casi todos los días, tienen el hábito de mirarlo cuando quieren saber
la hora. Por supuesto, el hábito no es tan simple como sugiere esta descripción. Nunca llevo un reloj
cuando juego a ráquetbol y, a veces, después de un partido, quiero saber si tengo tiempo para otro
partido. Pero entonces no me miro la muñeca izquierda (donde llevo el reloj). Se podría considerar que
esto indica que mi hábito de comprobar el reloj es, de modo más preciso, el hábito de mirar mi muñeca
izquierda cuando quiero saber qué hora es y creo que mi reloj se encuentra ahí. Ahora bien, muy de vez
en cuando, olvido ponerme el reloj. Me lo dejo en casa un día en el que por lo demás llevo a cabo mis
actividades normales. En uno de esos días, estando sentado en mi oficina y deseando saber la hora,
puedo mirar mi muñeca izquierda. Puedo hacerlo un par de veces a lo largo del día, a pesar de que me
he dado cuenta de que mi reloj no está en donde suele estar. (Después de un rato, me sorprendo a mí
mismo cuando estoy a punto de mirar y encuentro lo que estaba a punto de hacer de algún modo
divertido). Podría suponerse que mi conducta impulsada por el hábito muestra que creo que llevo reloj.
Podría suponerse, asimismo, que debido a que me he dado cuenta de que no lo llevo, también creo, al
mismo tiempo, que no lo llevo. Una vez más, no afirmo que creer que p y creer al mismo tiempo que
~p sea conceptual o psicológicamente imposible. No tengo la necesidad teórica de insistir en que las
«creencias duales» estén ausentes en este escenario. Tal vez las dos creencias diferentes se almacenen
en dos compartimentos mentales diferentes. Pero no estoy convencido de que así sea. El hábito
operativo puede ser el hábito de mirar mi muñeca izquierda cuando quiero saber qué hora es y estoy en
situaciones en las que suelo llevar reloj (y encuentro conveniente mirar mi muñeca izquierda). El hábito
no tiene por qué implicar la creencia de que el reloj está en mi muñeca. Lo mismo puede decirse de un
hábito que incluya las condiciones recién mencionadas y la condición adicional de carecer de la
creencia saliente de que no llevo reloj. (Otra posibilidad es que quizá sólo continúe olvidando que no
llevo el reloj).
45 Algunos filósofos rechazarían por conceptualmente incoherente la afirmación de que hay actos de
decisión no intencionados. Véase, por ejemplo, McCann (1986a).
47 También sugiere que pueden «no ser conscientes de [...] la discrepancia entre las dos creencias»
(cfr. Bermúdez, 1997).
48 Quattrone y Tversky tomaron medidas para reducir la probabilidad de que los sujetos mintieran para
impresionar a los experimentadores. Se les dijo a los sujetos que lo único que indicaría los tipos
corazón serían las alteraciones en la tolerancia y que ni el experimentador presente durante el primer
ensayo ni el otro que administraba el segundo ensayo conocerían los resultados del otro ensayo. El
experimentador del segundo ensayo se presentó como un secretario que «no sabía nada de las hipótesis,
la descripción o la base del estudio» (1984, pág. 24). Y los cuestionarios se cumplimentaron de forma
anónima.
49 Tal y como se sigue de esto, al desafiar la afirmación de que quienes niegan con sinceridad tengan
la creencia en cuestión, no desafío la idea popular de que los intentos se explican, al menos en parte, en
términos de creencias y deseos pertinentes.
50 Obviamente, el que los sujetos cumplan las condiciones suficientes para el autoengaño que se
ofrecen en el capítulo 3, sección 1, depende de la fuerza relativa de su evidencia a favor del par de
proposiciones pertinente.
51 Los costes relativos dependerán en parte de sus creencias acerca de lo que se puede hacer para
curarse de enfermedades del corazón y acerca de las medidas para afrontarlas. Además, podríamos
esperar que los sujetos sin señales previas de enfermedad cardíaca respondan de manera diferente a los
hipotéticos sujetos con evidencia previa significativa de que tienen problemas del corazón.
52 Lo mismo se aplica a su umbral para creer que su dolor presente es tan intenso como el dolor al que
le asignó un «10» en el primer ensayo, comparado con el umbral para creer que su dolor actual es
menos intenso que el dolor anterior.
53 Cfr. el argumento acerca de la interpretación de las expresiones faciales del capítulo 2, sección 1.
54 Es interesante que Trope y sus colaboradores (Trope et al. 1997, pág. 122) asuman,
innecesariamente, que los sujetos de Quattrone y Tversky estaban «realizando un esfuerzo» para ajustar
su tolerancia.
55 Se han planteado preguntas similares acerca de hipótesis particionistas que no llegan a postular
personalidades múltiples. Véase, por ejemplo, Johnston (1988) y Sorensen (1985).
CAPÍTULO 5
Autoengaño retorcido
Sostiene además que cuando los sujetos persisten «en el uso de estrategias
cognitivas que deberían saber que son sesgadas, [...] éstos [...] se
autoengañan, son ignorantes y son responsables de esta ignorancia, si esas
estrategias cognitivas dar lugar a una creencia falsa» (pág. 185) 66 .
Tal y como se concibe por lo común el autoengaño, si S se autoengaña al
creer que p, y D es el conjunto de datos relevantes directamente disponibles
para S, entonces si D estuviera directamente a disposición de pares cognitivos
imparciales de S (incluida gente meramente hipotética), aquellos que
concluirían que p es falso superarían en número de un modo significativo a
quienes concluirían que p es verdad. Llamemos a esto «la prueba del
observador imparcial». Los pares cognitivos que comparten ciertos deseos
relevantes con S —tal y como el cónyuge de alguien puede compartir con él
su deseo de que su hijo no esté gravemente enfermo o que no esté
experimentando con drogas— a menudo pueden adquirir la misma creencia
injustificada que S, dados los mismos datos. Pero, nuevamente, los pares
cognitivos pertinentes para el propósito actual son observadores imparciales.
Al menos, uno de los requisitos mínimos para la imparcialidad en este
contexto es que uno no comparta ni el deseo de S de que p ni que tenga un
deseo que ~p. Otro posible requisito para la imparcialidad es que uno no
prefiera evitar uno de los siguientes errores sobre el otro: creer falsamente
que p y creer falsamente que ~p. Considero que la pertinencia de la prueba
del observador imparcial está implícita en el marco conceptual que da forma
a los juicios de sentido común acerca de lo puede y no puede constituir un
ejemplo de autoengaño 67 .
Supongamos que la madre (que yo llamo «Dolores») cuya hija murió de
leucemia «es consciente por lo general de que [sus] juicios sociales podrían
estar demasiado sesgados por procesos perceptivos/cognitivos». Supongamos
también que a la creencia angustiante de Dolores se le da una «explicación
puramente perceptiva/cognitiva». Y considérese la siguiente historia sobre
ella: Dolores sabe que al gato de la familia se le diagnosticó leucemia tiempo
antes que a su hija. Más tarde, un vecino le cuenta otro caso en el que a un
niño se le diagnosticó leucemia no mucho después que al gato de la familia.
Dolores, una mujer de inteligencia promedio que completó la educación
secundaria, tiene ahora una hipótesis sobre la muerte de su propia hija. Le
pregunta a familiares, amigos y vecinos si saben de algún caso en el que un
diagnóstico de leucemia a una mascota familiar precediese a que se le
diagnosticase la misma enfermedad a un miembro de la familia, y se entera
de algunos casos adicionales. Dolores concluye que la leucemia de su hija fue
causada por el contacto con su gato enfermo, y los intentos del médico por
disuadirla no le convencen en absoluto. No confía en él ni en la comunidad
médica en general: después de todo, no lograron salvar a su hija.
Dolores es culpable de hacer un razonamiento chapucero, pero tal y como
se presenta la historia, si se le da una «explicación puramente
perceptiva/cognitiva» a su creencia, es difícil sostener una acusación de
autoengaño. Probablemente, muchos de los pares cognitivos imparciales de
Dolores llegarían a la misma conclusión que ella cuando se les presenta su
evidencia. Ellos no contarían como personas autoengañadas. Esto indica que
tampoco Dolores se autoengaña, dado que la explicación de su creencia, al
igual que la de ellos, es estrictamente de tipo «perceptivo/cognitivo».
¿Qué sucede con el caso de Knight acerca de Susan, la mujer que se
subestima? Debido a que el autoesquema de Susan es un asunto puramente
«perceptivo/cognitivo», sus hipotéticos pares cognitivos lo compartirán, en el
sentido de que el esquema que tienen de Susan casará con el autoesquema
que tiene ella. Supongamos que los datos disponibles para Susan fueran
puestos a disposición de sus pares cognitivos imparciales. ¿Qué creerían estos
observadores acerca de las capacidades, logros y otras cualidades de Susan,
si, como afirma Knight, las subestimaciones que hace Susan de sí misma
quedan adecuadamente caracterizadas mediante una «explicación puramente
perceptiva/cognitiva»? Prácticamente las mismas cosas que cree la propia
Susan, sospecha uno. Después de todo, es probable que los efectos del
esquema sobre la atención, la organización, el recuerdo, etc., que se producen
en Susan también se produzcan en estos hipotéticos pares. (Si se asumiera
que el autoesquema de Susan tiene una importante dimensión no perceptiva y
no cognitiva, todo sería totalmente distinto, pero entonces las creencias con
las que Susan presuntamente se autoengaña no se explicarían de un modo
puramente «perceptivo/cognitivo»). El hecho de que los pares relevantes de
Susan tenderían a estar de acuerdo con ella es un indicio significativo de que
sus propias subestimaciones no motivadas no representan casos de
autoengaño. Probablemente los observadores imparciales que hemos
imaginado no se autoengañarían al llegar a las conclusiones a las que
llegarían. Eso indica que Susan no se autoengaña al llegar a las mismas
conclusiones.
Si hemos de darle una «explicación puramente perceptiva/cognitiva» a las
típicas subestimaciones de sí misma que hace Susan, entonces la presencia
del autoesquema al que Knight le asigna un papel destacado en la explicación
de las subestimaciones que Susan hace de sí misma ha de recibir
probablemente una explicación que no sea ni emocional ni motivacional. Si
la motivación o la emoción desempeñan un papel en la explicación del
autoesquema de Susan, bien podrían desempeñar un papel en la explicación
de sus propias subestimaciones. Ahora bien, Susan está gravemente
equivocada respecto de sí misma, y podemos suponer que tiene capacidad
para revisar el ofensivo esquema que tiene de sí misma. Pero si hemos de
darle una «explicación totalmente perceptiva/cognitiva» a su autoesquema y a
sus falsas creencias asociadas acerca de sí misma, ¿cómo es que el control
(no ejercido) que puede ejercer sobre sus «procesos perceptivos/cognitivos»
supone un mayor apoyo para la acusación de autoengaño de lo que supone el
control (no ejercido) que Al podría haber ejercido sobre el proceso que le
conduce a su creencia aritmética falsa? Tal vez, como Knight sugiere, a
Susan se le puede hacer responsable de no examinar críticamente y modificar
su autoesquema, a pesar de que el hecho de que no lo haga no se explica ni
siquiera en parte por factores motivacionales o emocionales. Pero eso no
supone que se autoengañe al mantener las creencias falsas que mantiene
inspiradas en el esquema. Si lo hiciera, Al se autoengañaría al mantener su
creencia aritmética falsa inspirada en la adición: si a Susan se le puede
responsabilizar de la omisión señalada, a Al se le se puede responsabilizar de
que no repasase la suma. Y, de nuevo, está claro que Al no se autoengaña al
creer lo que cree sobre el problema de aritmética.
Antes afirmé que la pertinencia de la prueba del observador imparcial está
implícita en el marco conceptual que da forma a los juicios de sentido común
acerca de lo que puede o no considerarse como una instancia de autoengaño.
El hilo de pensamiento de los párrafos precedentes apoya esta afirmación.
¿Por qué no consideramos que los pares cognitivos imparciales de Dolores y
de Susan se autoengañen? ¿Y por qué estamos tan seguros de que Al no se
autoengaña al adquirir su creencia aritmética? Una respuesta plausible es que
no consideramos que estas personas se autoengañen porque vemos sus
creencias como adquiridas imparcialmente. Esto implica que consideramos
que para caer en el autoengaño al adquirir de una creencia ha de requerirse
una parcialidad relevante. Y si estamos en lo cierto respecto a eso, es
oportuno evaluar la satisfacción de un requisito del autoengaño preguntando
si la mayoría de los pares cognitivos imparciales de S (incluida gente
meramente hipotética) adquirirían la misma creencia que S con su misma
información. Si lo hicieran, eso apoya la afirmación de que S también es
imparcial y, por tanto, no se autoengaña. Si adquiriesen la creencia contraria,
tenemos motivos para sostener que S satisface al menos un requisito para el
autoengaño.
Los lectores pueden sentirse inclinados a ver autoengaño en el caso de
Dolores o en el de Susan, y pueden estar incorporando elementos
motivacionales o emocionales en el trasfondo de las historias. Vale la pena
señalar que, dada la ubicuidad de la motivación en la evaluación de hipótesis
corrientes en el enfoque PEDMIN de Friedrich, los defensores de este
enfoque se comprometerían con la idea de que la motivación interviene en
estos casos, sean o no ejemplos de autoengaño. Naturalmente, uno se
pregunta qué podría explicar que Dolores tenga una motivación más fuerte
para evitar creer falsamente que no es responsable de la muerte de su hija que
para evitar que creer falsamente que es responsable. Después de todo, la
primera creencia, sea verdadera o falsa, parece ser mucho más reconfortante.
Del mismo modo, uno se pregunta por qué Susan sería más reacia a
sobreestimar sus logros y capacidades que a subestimarlos. Hay respuestas
comunes. Tal vez, como mencionó Knight, para Dolores resulte
especialmente importante no subestimar su capacidad para prevenir eventos
trágicos. O, como sostenían Chodoff et al., podría haber tenido una
«necesidad urgente» de una «explicación significativa y comprensible» que
socavase la hipótesis personalmente inaceptable de que la «niña había sido
alcanzada aleatoriamente por un golpe al azar, impersonal» (1964, págs. 746-
747); para algunas personas, la creencia en la «aleatoriedad» podría ser más
dolorosa que la creencia en la «responsabilidad personal». Y quizá Susan esté
especialmente preocupada por no ponerse en situaciones embarazosas, por
sobreestimarse. Por muy plausibles o implausibles que puedan ser estas
hipótesis motivacionales, si son verdaderas en estos casos, las mujeres
podrían estar autoengañadas. Pero si ninguna explicación (parcialmente)
motivacional o emocional de sus creencias falsas es correcta, no parece que
las dos mujeres se autoengañen más que Al.
56 H. H. Price escribe que en las novelas victorianas, «las damas asumieron la obligación moral de
creer que sus maridos y prometidos eran impecablemente virtuosos» y que algunos han «considerado
que existía una obligación moral de creer que todos los miembros de su familia eran personas de la más
alta excelencia, o al menos de gran excelencia» (1954, págs. 13-14). Muchas personas pueden tener
creencias que son compatibles con el principio aparentemente más razonable de que es mejor no pensar
mal acerca de los miembros de su familia a menos que, y hasta que, tengan evidencia abrumadora de
mala conducta por su parte. Muchas de esas mismas personas pueden tener creencias que son
coherentes con un principio mucho menos generoso consistente en pensar mal acerca de las personas
con las que no tienen vínculos especiales. Esto no quiere decir, por supuesto, que haya mucha gente que
acepte explícitamente principios de este tipo. Una aversión al malestar psicológico puede contribuir
significativamente a explicar la tendencia a otorgarle el beneficio de la duda a los seres queridos.
57 Dalgleish (1997) sugiere esto explícitamente.
58 Véase, por ejemplo, Butler y Mathews (1983); Derryberry (1988, 1991); Kitayama y Howard
(1994); Klinger (1996); y Tesser, Pilkington y McInstosh (1989).
59 Para una revisión del «efecto de congruencia con el estado de ánimo» véase Blaney (1986).
60 Acerca de la ansiedad por que ~p en este contexto, véase Johnston (1988) y Barnes (1997).
62 Éste es un tema central en Johnston (1988) y Barnes (1997). Cfr. Tesser et al. (1989).
63 Defiendo esta tesis en Mele (1995, cap. 6). En el presente apartado tomo ideas de la pág. 106 de
dicho capítulo.
64 Para una revisión instructiva, véase Kunda (1990). Sobre la efectividad de diversos incentivos para
aumentar la precisión, véase Trope y Liberman (1996, págs. 254-256). (En este punto, tomo ideas de
Mele, 1995, pág. 97).
65 Knight también discute lo que parece ser un presunto caso directo (1988, pág. 184).
66 Vale la pena preguntarse por qué la gente persistiría en el uso de estrategias cognitivas que no sólo
«debería saber que están sesgadas» sino que consideran de hecho sesgadas. Hay una gran variedad de
posibilidades. Una de ellas consiste en que algunas personas consideran que los métodos heurísticos
comunes, a pesar de que no ser totalmente fiables, son perfectamente adecuados para el uso ordinario.
Puede que crean que las estrategias más fiables pero más lentas se deben reservar para casos especiales
en los que lo que está en juego es relativamente importante. Cuando esta gente, usando
inconscientemente tales métodos heurísticos, llega a creencias falsas que no tienen para ellos ninguna
importancia motivacional o emocional particular, resulta excesivo hacer una acusación de autoengaño.
67 Un revisor sugirió que esta prueba es injusta para los ateos, ya que la gran mayoría de los
observadores (reales) sería teísta. Sin embargo, que los observadores elegibles sean imparciales es una
restricción importante. Mi conjetura es que a lo sumo un pequeño porcentaje de los teístas no tiene
ningún interés motivacional en que su credo sea cierto.
68 He notado cierta confusión acerca del uso de «celoso» en el habla ordinaria. Si una mujer está
celosa porque su marido está coqueteando con otra mujer, ¿está celosa de su marido o de la otra mujer?
De Sousa expresa el uso adecuado de manera sucinta: «la persona de la que uno está celoso desempeña
un papel en los propios celos totalmente distinto al que desempeña el rival a causa de quien uno está
celoso» (1987, pág. 75).
69 En el caso de Jeff, como en muchos casos, el deseo puede ser, más en concreto, de una relación
romántica estrecha y exclusiva.
Conclusión
2. CONSIDERACIONES FINALES
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