Dossier CORREGIDO 6° Literatura
Dossier CORREGIDO 6° Literatura
Dossier CORREGIDO 6° Literatura
Literatura
Argentina
PROFESORA: María Agostina Aguilar
CURSO: 6. ° CO
ALUMNO/A:
52 La literatura, el poder y la política
La literatura y la realidad
El Romanticismo rioplatense
Estos elementos se relacionan con que el relato parte de una observación regio-
nal, argentina y americana, y describe un sector de la realidad, aunque con cierta
mirada idealizada europeizante acerca de qué es lo americano.
• Identifiquen con qué sector social se asocian los comienzos de la narrativa argentina y expliquen
cuáles eran sus objetivos.
• Definan la fórmula acuñada por Sarmiento de civilización y barbarie, y expliquen de qué manera se
reconoce ese planteo en el cuento de Echeverría. Justifiquen con citas textuales.
• ¿Por qué se considera que “El Matadero” es un texto programático de la literatura argentina?
• Identifiquen y expliquen los elementos que colocan al cuento de Echeverría como el texto que funda
la narrativa ficcional argentina.
• Elaboren un listado con los rasgos del Romanticismo rioplatense que aparecen en el cuento.
• El cuento de Echeverría, ¿es un cuadro de costumbres o un cuento realista? Justifiquen su respuesta
con ejemplos textuales.
La estructura narrativa
Las narraciones literarias presentan una estructura común, la estructura narrativa,
y se construyen alrededor de un conflicto. La secuencia de acciones más general o
abarcadora se corresponde con tres momentos: situación inicial, conflicto, y resolu-
ción, desenlace o situación final.
La situación inicial consiste en la presentación de ciertos personajes ubicados
en un tiempo y lugar determinados. Estos elementos suelen presentarse en una si-
tuación de equilibrio. A medida que avanza la narración, ese estado de equilibrio
se rompe por algo que afecta y altera el orden establecido: el conflicto narrativo. A
partir de esta aparición se desarrolla la acción hasta que el conflicto o problema
tenga una resolución, ya sea positiva o negativa. Una vez resuelto el conflicto, se
vuelve a un nuevo estado de equilibrio o situación final.
En muchos cuentos sucede que cuando se resuelve un conflicto se presenta uno
nuevo, de modo que entre la situación inicial y la situación final, los protagonistas
deberán superar varios conflictos. Cada aparición y resolución de conflicto se de-
nomina episodio.
La paradoja
GUÍA DE LECTURA N. ° 1
Capítulos 1 a 7
a) ¿Qué relación hay entre las dos fundaciones de Buenos Aires y los nacimientos de Clara y de su hermana?
GUÍA DE LECTURA N. ° 2
Capítulos 7 a 11
a) Extrae y copia tres citas textuales que reflejen el pensamiento de la sociedad de la época respecto a las clases
sociales y el lugar que ocupaban los esclavos.
b) ¿Por qué surge la posibilidad de que Clara se mude a un convento? ¿Cuál es su postura sobre el tema?
GUÍA DE LECTURA N. ° 3
Capítulos 12 a 15
b) ¿Cómo reacciona Clara a los insultos que recibe Santiago? ¿Qué sucede con su secreto?
PRIMERA PARTE
c) ¿En qué lugar estaba Martín Fierro cuando lo llama el juez? ¿Por qué este lo tomó
“entre ojos”?
d) ¿A qué lugar fue enviado Fierro? ¿Cómo eran las condiciones de vida allí?
e) Según lo leído hasta el momento, ¿qué visión tiene Martín Fierro acerca de los
indios?
ni defender la frontera
Canto V
b) ¿Por qué Martín Fierro decide irse? ¿Hacia dónde se dirige? ¿Con quién se
encuentra?
b) ¿Cuál es la visión de las mujeres que tiene Cruz? ¿Coincide con la de su amigo?
SEGUNDA PARTE
d) Transcribe algunos versos en los que se refleje el estado anímico de Fierro tras el
fallecimiento de Cruz.
b) ¿Cuántos años han pasado desde que Fierro fue enviado a la frontera?
a) ¿Qué les sucedió a los dos hijos de Martín Fierro tras su ausencia?
GUÍA DE LECTURA N. ° 7 (cantos XV a XXIX)
a) ¿Quién llega a la pulpería donde estaban Martín Fierro, sus hijos y Picardía?
c) ¿A qué se refiere el narrador con la frase “tres años de edad era una diferencia que separaba a las
personas entre la vida y la muerte”?
e) ¿Cuál es el papel que tenían los medios de comunicación en el contexto del relato y de la Guerra?
f) ¿Cómo explicarías el hecho fantástico que vivencia Rafael en la habitación de sus padres? ¿Qué
puede haber pasado?
El puente de arena
b) Explica el significado de la siguiente expresión: “El campesino sacudió el árbol de naranjas y, en vez
de frutos dorados, cayeron pájaros sin alas”.
c) ¿Quiénes son los dos personajes que aparecen? ¿Qué diferencias hay entre ambos?
f) ¿Considerás que las diferencias entre el soldado y el prisionero fueron dejadas a un lado? Justifica.
h) ¿Qué opinan acerca de la decisión de los escritores de tomar a la Guerra de Malvinas como contexto
de sus relatos y/o inspiración para escribir?
a) Lectura del cuento “No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja” de Esteban Valentino.
b) En el relato se intercalan dos tiempos distintos y el narrador los conecta a partir de similitudes o
paralelismos. ¿Cuáles son esas similitudes entre un momento y otro?
c) ¿Cuáles son los sentimientos que invaden a Emilio al conocer a Mercedes? ¿Y en la trinchera?
d) A partir de la siguiente frase, explica con tus palabras cómo percibe la guerra el personaje: “¿Así que
esto es la guerra?”, pensó Emilio Careaga. Una forma de estar solo. Una manera de dejar de tener
dieciocho años y meses y pasar a tener yo qué sé cuántos.
e) Después de la lectura y de las reflexiones, ¿cómo podrías explicar el significado del título?
f) ¿Qué opinan acerca de la decisión de los escritores de tomar a la Guerra de Malvinas como contexto
de sus relatos y/o inspiración para escribir?
Clase 63
b) ¿De qué manera aparece reflejada la Guerra de Malvinas en el relato? Incluir dos citas textuales en
la respuesta.
e) La frase pronunciada por el personaje principal al final del relato (“Quería conocer el mar”), ¿a quién
se refiere?
f) ¿Qué opinan acerca de la decisión de los escritores de tomar a la Guerra de Malvinas como contexto
de sus relatos y/o inspiración para escribir?
La maestra
c) ¿Cómo se retratan los vínculos entre las personas de las Islas y las personas del exterior? Agregar al
menos una cita textual en la respuesta.
f) ¿Qué opinan acerca de la decisión de los escritores de tomar a la Guerra de Malvinas como contexto
de sus relatos y/o inspiración para escribir?
T er cer pu e st o d el Pr e mi o “ Lo s
f a vori to s de lo s l e ct or e s”
Ca t eg or í a: Cole gio s
Se cu nd ari o s, p or I BBY - ALI JA
2 0 18 .
Re co me n d ad a en tr e l a s Me jo re s
No vela s Juve nile s d e 20 1 7 p or
I BBY, Mé xi co.
I n cl uí da en tr e l o s Me jo r e s 20
Li b ro s d e L IJ de Ib er oa mé r i ca
2 0 16 . Pr e mi o F un da ci ón
Cu a tr og a to s ( Mi a mi , EEUU )
Se le ccio na d a en tr e lo s Lib ro s
No t abl e s del Mun do d e W hi te
Ra ven s 2 0 16 , o t o rg ad a p or la
Bi blio te ca In t er na ci on al de la
Ju ven t ud , Muni ch , Ale ma n i a .
De t o da s mi s p ro ta g oni sta s Ma ra
e s l a qu e má s me h a co st a do
d e ja r . De sd e no vi e mb r e de 2 0 12
h a sta me d ia do s de 2 0 15 ocu pó
u n l u ga r ce n tr al e n mi s p en sa mi ent o s. Ell a, e n eso s dí a s de
in c er tid u mb r e , l o s po ste rio re s a su huid a , l o s an t eri or e s a su nu e va
r e alid ad . Mi e sfu er zo e stu vo e n l ogr ar u na p ro sa p oé ti ca q ue
p e r mi tie ra l ee r el lib ro d el mo d o ver ti gin oso en q u e Mar a est á
vivi e nd o su vi da , co n e sa fr agilid a d, con eso s er ro re s qu e se
p r od u ce n cu an do un a n o sa be bie n qu é h ace r, cu a nd o l a
p e rce pci ón d el ti e mp o i nt eri or e s t an di fe re n te a la me d id a d el
t ie mp o e xt e rio r. Con t é co n el ap o yo y la gu í a d e u na gr a n p oe t a:
Cla u dia Ma sin , co n qui en l e í la no vela vari a s ve ce s afi n an do su
mu si calid a d.
Sa lió p ubli cad a al ti e mp o q u e se re aliza b a l a ma r ch a má s ma si va
a ni vel na cio n al e n con tr a de la vi ole n cia h a cia la s mu je r e s (l a
ma r ch a con vo ca da po r la ag ru p aci ó n # ni un a me n o s, el 0 3 /0 6 /1 5) .
Ca suali da d es q u e lle van a p e nsar e n e se r ol qu e l o s ar ti st a s
o cu pa mo s si n b u scarl o : el d e e xp re sar lo s p en sa mi en t os col e cti vos
que h abi t an el air e q ue t od o s r espir a mo s .
L a e di ció n y l a po r ta da me r e ce n un p ár ra f o ap ar t e pu e s tr ab a ja mo s
mu y i n te n sa me n t e co n La ur a L eibi ker y Mar í a Lui sa G ar cía . Es el
t e rce r lib ro qu e e dit o con L a ur a y n os ll e va mo s r eal me n t e bi en e n
e st e tr ab a jo . No s e scuch a mo s y n o s r e sp e ta mo s. La sé du eñ a d e
u n a mi r ad a dif er e nt e a l a mí a y valor o q ue si e mp r e me di ga su
o pi nió n h on e st a ; ta mb i é n qu e me d é to d o el ti e mp o del mu n d o pa ra
r e fle xio n ar y qu e lo co n ver sa d o se asie n te e in t eg re a mi pr opi o
se n tir y pe n sa r. Bu sca mo s y ele gi mo s l a p or t ad a e n e qui po , me
se n tí p ar te , con voz y vo to , du ra nt e tod o el pr oce so d e p ro d ucci ón ,
al g o q ue a gr ad e zco sie mp r e . El re sul t ad o me e n can ta . T o do en
e st a n ovela fu e t an cui d ad o q ue co n mu e ve
“En mi libro, el grito se convirtió en
prosa poética”
La escritora incursionó en el tema de la violencia de género, “que en otras mujeres se volvió
marcha y campaña”. La novela está dirigida, a priori, al segmento de público juvenil, pero
por su calidad y amplitud prescinde de límites para invitar a su lectura.
Entre la gran cantidad de ediciones para el segmento de público juvenil, una novela reciente se
destaca, escrita con una voz poética que es una marca de la autora, y a la vez con el ritmo
urgente que reclaman sus personajes y su acción. Sobresale también por el modo en que aborda
un tema que hoy pende en el aire, como de algún modo lo hace la protagonista de esta novela:
el de la violencia de género. Se trata de La chica pájaro, la última novela de Paula Bombara,
quien ya ha dado muestras de su pluma preciosa y precisa en obras como El mar y la serpiente
y Una casa de secretos, así como en libros de divulgación (Ciencia y superhéroes, la colección
¿Querés saber?, que dirige en Eudeba, entre otros), estos últimos, desde su condición de
escritora y bioquímica.
“La chica pájaro que duerme en el árbol, pendiente de una tela del color del cielo”, como anticipa
la contratapa del libro, es la protagonista de esta historia, que así comienza, en una plaza de
ciudad, con una chica que irrumpe corriendo, huyendo. Se trepa a un árbol, tiende allí la tela de
danza aérea que lleva en la mochila, y ésa será su casa por los próximos días: su nido. Aquello
de lo que huye y que no ha logrado dejar atrás se irá desplegando a medida que se narra una
historia que es a la vez de amor y desamparo, de lazos destructores y redentores, de los que no
pueden sostenerse y de los que se tienden inesperadamente. La encantadora Leonor, una
jubilada que va todos los días a la plaza a practicar yoga, y Darío, un chico que trabaja enfrente,
en una obra en construcción, son los personajes que pronto se relacionan en la plaza con Mara,
la extraña chica pájaro. Editada dentro de la colección juvenil Zona Libre de Norma, si bien
mantiene ciertos elementos que la ligan a la idea de “novela de iniciación” propia de estos
lectores, con La chica pájaro ocurre lo que ocurre con la buena literatura, y con el arte en general:
prescinde de límites de cualquier tipo para invitar a su lectura.
“La historia de Mara apareció muy nítida en mi cabeza unos días después de ser testigo de una
pelea violenta entre dos jóvenes, una chica y un chico, en la calle, hace ya casi tres años; pero
la de la violencia contra los niños y contra las mujeres es una cuestión que me inquieta hace
mucho tiempo”, cuenta Bombara sobre el germen de esta historia. “En los once años que llevo
encontrándome con lectores, en mis viajes y en esos diálogos que suelen darse en tantas
escuelas, en muchas ocasiones me confiaron historias de niños y niñas que crecen en núcleos
familiares violentos, y cada vez volví a casa preguntándome cómo es que un ser humano puede
caer en ese modo de relación.” Sensibilizada y alerta desde hacía tiempo alrededor de este tema,
la escritora cuenta que pudo llevarlo a la literatura después de esa vivencia concreta. Algo y
alguien, entonces, pidió ser escrito: “Recién cuando fui testigo y cuando sentí en el cuerpo la
impotencia de no saber cómo actuar, apareció Mara, mi personaje, pidiéndome ser escrita. Ahí
empecé a pensar cómo contar su historia, empecé a investigar, empezó mi búsqueda”, recuerda.
–Es difícil poner en palabras esta etapa de búsqueda. Entro en un modo muy desordenado de
investigación en el cual se mezcla lo ensayístico (papers, testimonios, estadísticas, ensayos) con
lo artístico (otras obras literarias –narrativa y poesía– pero también otras formas de arte –
performances que encuentro en la web, músicas, pinturas, esculturas, etc– y ambas cosas con
escenas vistas u oídas en la calle. Intentando un orden que no hice en su momento puedo contar
que seguí –y sigo– las notas de Mariana Carbajal, desde que ella comenzó a meterse en este
tema, también leí su libro Maltratadas. Soy lectora de los trabajos de Eva Giberti desde hace
muchos años y acudí a algunos de sus artículos. Leí estadísticas, notas de opinión sobre
noviazgos violentos, escuché testimonios. Busqué novelas, cuentos, series y películas que
tematizaran la violencia contra las mujeres para estudiar sus enfoques. Encontré tanto que me
sentí desbordada. Así que releí aquellas obras que recordaba, intentando darme cuenta de por
qué ésas y no otras me habían quedado en la memoria. La novela La casita azul, casi un clásico
de la LIJ, de Sandra Comino, por ejemplo. La poesía de Sylvia Plath, la de Verónica Viola Fisher.
El cuarto libro de la serie de Terramar, de Ursula Le Guin, Tehanu. Una de esas lecturas añosas,
la novela La mujer que se estrellaba contra las puertas, de Roddy Doyle, terminó apareciendo
en la biblioteca de uno de los personajes.
–Revisité las obras de Louise Bourgeois, de Pina Bausch y de Adriana Lestido: esculturas,
danzas y fotografías. También encontré en una canción de Lisandro Aristimuño el ritmo y la
energía que quería imprimirle al personaje, puse uno de sus versos como epígrafe. Y escenas
callejeras, pedazos de conversaciones escuchadas en el colectivo, noticias tremendas todo el
tiempo, cosas vistas a lo largo de la vida que volvieron a mi memoria mientras investigaba.
–El tema se instaló fuertemente en la sociedad, con la marcha y la campaña “Ni una
menos”, que coincidió con el lanzamiento del libro. Parece que supo tirar de un hilo que
estaba ya lanzado. ¿Lo interpreta así?
–Supongo que sí, que mi sensibilidad frente a este tema andaba en coincidencia con la de
muchas otras personas y el grito que en mí se volvió prosa poética, en otras mujeres se volvió
marcha y campaña. Comencé a trabajar en esta historia a fines de 2012. Fui encontrando
lentamente el modo de contar, la voz de los personajes. Investigué varios meses y luego,
mientras seguía leyendo y consultando diversas fuentes, me aventuré a escribir. Trabajé la
escritura durante dos años. La llevé a la editorial en 2014. Conversamos mucho con mi editora,
Laura Leibiker, y decidí reescribir algunas partes. Los meses fueron pasando y la versión final
estuvo a comienzos de este año. Yo no trabajo con dead lines, sigo el pulso de mi deseo de
escribir y suelto el texto cuando siento que encontré el modo de decir lo que quería decir. En este
caso, el tiempo de maduración del libro coincidió con un movimiento colectivo que se anima a
hablar, a denunciar, que se compromete a acompañar a quien sea víctima de la violencia. Yo
coincido con eso y así procedo desde mi lugar: poner palabras, buscar justicia. Nos sorprendió
a todos que la marcha fuera tan concordante con el lanzamiento de la novela. Fue totalmente
inesperado. En lo particular, hizo que volviera a ciertas conversaciones que tuve con amigas y
colegas, y también con mi madre, que es artista plástica, acerca del rol social del arte en general
y del artista como captador sensible de lo que se está respirando en la sociedad.
–¿Cómo pensó el personaje de Mara? ¿Por qué puede hacer un corte y correr, salir de la
violencia, sin la ayuda de otros?
–Mara apareció una mañana en mi cabeza, no la armé desde una lógica consciente. No sé
explicar cómo la construí. Es imperfecta, comete errores, se arriesga mucho y eso tiene un costo
importante para ella. Yo decidí mantenerla tal cual apareció esa mañana dentro de mí, decidí
que su voz estuviera siempre entrecortada, lo más tensa que pudiera escribirla. En una primera
versión, la novela no tenía interlocuciones directas de Mara. Luego mi editora me animó a que
las incorporara y las dejé fluir, todas mal puntuadas, porque ella respira mal, se traba, le cuesta
contar. Si bien ella siempre fue parte de un núcleo familiar violento, evidentemente hubo algo en
su relación con la madre y los hermanos que permitió que no naturalizara nunca la violencia. No
exploré ese algo. Me alcanzó con sostener que no hay que naturalizar la violencia, nunca hay
que naturalizarla. Luego Mara encontró en la danza aérea, en el arte, un refugio. Y por tener ese
refugio pudo elaborar un plan de escape sumamente precario, pero plan al fin. El impulso de
llevarlo a cabo es casi un momento de locura. Pero una vez que toma la decisión y actúa, no
tiene una vuelta atrás. Se mete en una situación en la cual encontrar a su hermana se vuelve
vital. Y a partir de ese momento cada día cuenta.
–El otro personaje central, Leonor, con la vejez digna que representa, también es muy
fuerte. ¿Cómo lo construyó?
–Es un personaje que apareció bastante tiempo después. Tiene una diferencia de edad muy
grande con Mara. Leonor está cómoda en su soledad y ese cambio que decide darle a su vida,
siguiendo ese impulso de ayudar a Mara, tampoco tiene mucha lógica; pero lo hace. Leonor tiene
un saber que puede ayudar a esa chica y decide arriesgarse y comprometerse sin pensarlo
demasiado. Intuye que Mara le hará bien y que ella le hará bien a Mara, y actúa en consecuencia.
Son dos soledades que intersectan en una plaza y que deciden vincularse. Hablamos mucho
durante la edición sobre estas decisiones ilógicas que toman mis personajes, sobre si debilitaban
o no el verosímil, sobre el efecto emocional que provocan, sobre cómo terminan siendo las que
conducen a los personajes hacia el otro. Yo creo que hay muchos momentos inolvidables de
nuestras vidas en donde decidimos emocionalmente, sin atender ninguna lógica. Suelen ser
decisiones reveladoras; una se dice: “¿Cómo fui capaz de hacer eso?”. También estas decisiones
son las que llevan a actos violentos. En el texto traté de mostrar impulsividad tanto en la violencia
que guía a Maxi como en la empatía amorosa que guía a Leonor.
–La historia tiene un final esperanzador, pero también doloroso porque la madre queda
atrapada en la violencia del hogar. ¿Por qué lo pensó de ese modo?
–La novela termina en un instante en el que Mara siente felicidad. Todo puede oscurecerse al
momento siguiente, no lo sabemos. Pero nos quedamos ahí, suspendidos con Mara en una
felicidad que muy probablemente dure apenas un rato, pues lo que sigue en su vida no es nada
fácil. En versiones previas terminaba de otro modo, pero me hice muchas preguntas sobre qué
es la felicidad mientras escribí la historia. De hecho muchas preguntas aparecían en versiones
anteriores de la novela y fui sacándolas porque no era necesario hacerlas explícitas. Y mi
sensación frente al final que había escrito en un primer momento fue cambiando. Conversando
sobre eso con mi editora apareció la idea de suspender la novela en un instante luminoso, íntimo,
pleno. Me gustó esa apuesta y la tomé, a riesgo de caer en un lugar común. Creo que la palabra
“felicidad” tiene una carga de imposibilidad muy fuerte en la sociedad actual, particularmente
para las mujeres. Y me parece que hay que animarse a sentir lo simple como felicidad. Porque
la definición se refiere a la satisfacción plena, ¿y qué significa “satisfacción plena” en cada
circunstancia? ¿Puedo sentirme plenamente satisfecha cargando esta historia que me tocó,
sabiendo que por delante tengo muchos momentos oscuros por atravesar? Y... es muy subjetivo.
Yo pienso que sí. Quise que la novela terminara con Mara sintiendo eso que para mí es felicidad:
una “satisfacción plena” menos ambiciosa, menos rutilante. Pero igual de valiosa.
FUENTE: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-35993-2015-07-
06.html
#LectoresEnRed. La chica pájaro, la novela de Paula
Bombara, ingresa en la lista White Ravens 2016
La obra, que habla sobre la violencia de género, se alzó con este galardón que otorga
la Biblioteca Juvenil Internacional
“Con La chica pájaro, Paula Bombara ofrece una fantástica y resonante novela
sobre violencia doméstica cuyas facetas se muestran a través de las voces de
varios personajes. El ritmo de su escritura, como un staccato, marca la
respiración de Mara en oraciones cortas y es un espejo del estado psicológico de
su protagonista”, explica el jurado el porqué La chica pájaro (colección Zona
Libre, editorial Norma) fue elegida para integrar la prestigiosa lista de White
Ravens 2016 (selección que realiza la Biblioteca Juvenil Internacional con sede
en Múnich).
"De pronto, Mara ve la oportunidad y abre la puerta del auto. Sale corriendo sin
mirar los semáforos y cruza la avenida. El auto queda detenido. Eso la salva y le
regala minutos. Eso hace posible el escape", así comienza La chica pájaro, con
la huída de esta adolescente que está dispuesta a escapar del dolor, de la violencia,
de la humillación que se vive en casa.
"En la mochila lleva una larga tela turquesa con la que trepa al árbol de una plaza
que pronto se convertirá en su refugió ahí se siente leve como una mariposa",
escribe Bombara. Desde ese lugar tan cerca del cielo conocerá a Leonor, una
jubilada dedicada al yoga, y a Darío, que desde abajo contempla sus movimientos.
FUENTE: https://www.lanacion.com.ar/opinion/lectoresenred-la-chica-pajaro-la-novela-de-
paula-bombara-ingresa-en-la-lista-white-ravens-2016-nid1947132/
TEXTOS LITERARIOS
“La penitencia” de Marcelo Birmajer
Esta historia transcurre durante la Guerra de las Malvinas, entre abril y junio de 1982. Hoy
tengo amigos a los que les llevo tres años, y otros tantos que me llevan tres años a mí. A medida
que pasa el tiempo, las edades son menos y menos importantes: después de los treinta, el mundo
se divide entre mayores y menores de edad, sin hilar fino entre si un amigo tiene cuarenta,
cuarenta y dos o treinta y cinco. Pero por entonces, Rafael y yo teníamos quince años y, por los
motivos que inmediatamente especificaré, tres años de edad eran una diferencia que separaba a
las personas entre la vida y la muerte.
Rafael, como llamaremos al protagonista de esta historia, tenía un hermano mayor que, en abril
de 1982, había cumplico dieciocho años, y no quince, como Rafael, ni como yo. De modo que,
como otros hermanos de mis amigos, fue enrolado por una dictadura asesina para ir a luchar en
esa guerra en el Atlántico Sur.
Rafael nunca había sido revoltoso, ni sus padres tenían mayores motivos de queja respecto de
sus hijos. Pero desde que habían mandado a su hermano Lucas a las Malvinas, Rafael pasaba
mucho tiempo en mi casa, porque los padres le gritaban por cualquier cosa. Como yo iba a una
escuela estatal, coincidíamos chicos de todas las clases sociales, y Rafael era uno de los más
pobres. No era lo que hoy llamaríamos un “pobre”, porque nunca le faltó para comer ni de vestir.
Pero toda la familia, padre, madre y los dos hermanos, vivían en un departamento de dos
ambientes, y eso por entonces era considerado una carencia, al menos de espacio.
El padre de Rafael era sereno en un garaje; pero, desde que Lucas había sido enviado a las
Malvinas, no lograba dormir de día, y se dormía por las noches en el trabajo, hasta que terminaron
echándolo. La madre era cajera en un supermercado. Pasó a mantener a la familia.
Desde el frente casi no llegaban cartas, porque todo era muy desorganizado. Los padres de
Rafael no sabían dónde estaba Lucas ni en qué condiciones. No sabían si lo habían matado, si lo
habían hecho prisionero; ni siquiera si había entrado o no en combate. Como no podían hablar de
lo único que les interesaba, ni siquiera hablaban. Y tampoco soportaban que Rafael hablara.
Cuando hoy repaso las historias que presencié en el ‘82, me cuesta aceptar que fui un
adolescente en un país en guerra, que estuve junto a padres que miraban la televisión esperando
enterarse del destino de sus hijos, que seguía en el diario la suerte de nuestros hermanos en una
tierra que parecía situarse en otro planeta -nuestros jóvenes llegando a las Malvinas como
astronautas a la Luna: sin máscara de oxígeno ni traje para soportar la falta de gravedad-, que
escuchaba al almacenero o al mozo confesar su miedo a que los ingleses bombardearan
Argentina. Es difícil concebir, cuando hoy miro una película de guerra por la tele, que yo estuve
sentado en silencio, en un living, mientras una madre y un padre miraban el noticiero de una
guerra real, donde su hijo era el único protagonista que les importaba y ningún guionista podía
decidir su vida o su muerte. Sólo el destino.
Aquellos fueron días terribles. Yo recuerdo gente llorando a mi lado, en un colectivo, mientras
miraban pasar una marcha de personas que recolectaban dinero para los soldados argentinos.
Recuerdo con precisión a cada uno de los chicos de mi colegio, fueran del curso que fuesen, que
tenían un hermano en Malvinas. Y me acuerdo especialmente de Rafael.
Lo que Rafael me contó varios años después fue que sus padres le habían prohibido abrir la
puerta del cuarto. El padre y la madre de Rafael ocupaban un ambiente de la casa, y Rafael y
Lucas, el otro. Mientras los dos hermanos estaban en la casa, la puerta del dormitorio de los
padres permanecía abierta; pero cuando Lucas fue enrolado, los padres se encerraban en el
cuarto y le prohibían a Rafael abrir la puerta. Rafael pasaba tardes enteras en silencio, en su lado
de la casa. Aunque no era un buen lector, su mayor distracción era la llegada del diario La Razón,
cuya sexta edición pasaba bajo las puertas alrededor de las siete de la tarde. Recibía el diario y
leía primero los chistes, porque le daba miedo leer las noticias de la guerra, miedo enterarse de
que su hermano había muerto. Luego iba avanzando lentamente por la parte de espectaculos,
hacia política nacional y finalmente llegaba a las primeras páginas, todas dedicadas a la guerra.
Las leía temblando, y pensando en el momento en que irrumpiría en el cuarto de sus padres para
decirles que su hermano no regresaría. O que simplemente se pondría el diario bajo el brazo y se
iría de la casa para no volver nunca más.
Cierta tarde de fines de junio, Rafael llegó a mi casa con una mochila verde. En la mochila
llevaba una cantimplora y un pulover grueso de lana. Estaba decidido a encontrar el modo de
viajar a las Malvinas para saber qué pasaba con su hermano. Le dije que era imposible: primero,
nadie lo llevaría a las Malvinas. Y, segundo, sus padres estaban desesperados por la suerte de su
hijo, ¿los iba a rematar desesperándolos también por la suerte del otro? Rafael replicó que a los
padres no les interesaba su suerte. Pero yo le dije que no se equivocara: a veces, incluso las
personas que más nos aman no saben cómo comunicarse con nosotros. Creo que Rafael
renunció al viaje simplemente porque no hubo manera de que lo concretara. De algún modo, los
padres se enteraron de su idea y lo castigaron severamente. Hasta aquel día, si bien no podía
abrir la puerta del cuarto de los padres, al menos podía golpear a la puerta o decir algo desde su
ambiente. Pero luego del episodio de la mochila verde le prohibieron hablar o golpear a la puerta ,
y sólo se comunicarían con él cuando ellos lo decidieran.
Unos días después, Rafael estaba en su casa y el diario no llegaba. De la habitación de los
padres no provenía ni un sonido. Se habían hecho las ocho de la noche y todo parecía indicar que
el diariero se había olvidado de aquel departamento. Entonces, apenas unos minutos después,
Rafael irrumpió en el cuarto de sus padres. Desobedeció la orden de no entrar, se rebeló contra la
penitencia y realizó el más prohibido de los actos, según la regla familiar. Pero los padres no
estaban en el cuarto. La situación era imposible, porque él los había visto encerrarse en el cuarto
un par de horas antes. No había ninguna otra salida: el ambiente de Rafael daba a la puerta de
calle. ¿Se habrían encerrado en el armario?
Rafael sacó el diario de debajo de su axila, porque se lo había puesto bajo el brazo para abrir la
puerta, lo extendió en el aire de la habitación, y de pronto los padres aparecieron en la cama. Es
el día de hoy que Rafael no termina de explicárselo a sí mismo, y mucho menos a mí. Entró al
cuarto de sus padres: la cama estaba desarreglada y vacía -aún recuerda el color de las sábanas,
y la huella de las cabezas en las almohadas- el armario cerrado, un silencio fantasmagórico, y los
padres no estaban. El velador estaba encendido, y su luz de por sí mortecina parecía aún más
apagada en aquel cuarto misterioso. Y, en cuanto abrió el diario, la madre apareció, sentada en
una silla, junto a la cama, y el padre al lado, vestido con una camisa sucia y un pantalón viejo. El
velador pareció refulgir hasta alumbrar no sólo el cuarto, sino también el resto de la casa: el diario
decía que la guerra había terminado, y en la página dos, en una fila de conscriptos con la cabeza
gacha, se veía con nitidez a Lucas, vivo, como si les estuviera diciendo que la espera había
terminado, que aquel diario era la única carta que había podido enviarles desde el infierno, y que
pronto llegaría a tierra.
Clase 63
Pablo De Santis
Un sábado de febrero de 1982 entré en la peluquería que estaba enfrente de mi casa. Los peluqueros eran dos: Alberto
y Luigi. Alberto era argentino y cortaba muy bien. Luigi era italiano (había venido a Buenos Aires en 1946, meses después
del fin de la guerra) y cortaba muy mal. Todos los clientes querían atenderse con Alberto. Yo prefería con Luigi, para no
tener que esperar. Esa mañana pasé frente a los tres clientes que esperaban a Alberto y me senté en el sillón siempre
vacío de Luigi:
-Rapado, por favor.
-¿Rapado?
-Me llegó la carta del servicio militar. El lunes tengo que presentarme en el cuartel.
Entre peluqueros y clientes hubo un murmullo equidistante entre la compasión y un vago orgullo viril, del tipo “en la
colimba se hacen los hombres”. Pero pronto la conversación volvió a su cauce natural: el fútbol.
Alberto hablaba todo el tiempo, siempre de Independiente. Luigi no hablaba nunca, excepto cuando decía su frase de
cabecera. Gramaticalmente eran tres frases, pero podemos considerarla solo una. Todos los pequeños problemas y
preocupaciones de los clientes quedaban aplastados por esa sentencia. ¿Quién se habría atrevido a discutirle? La charla
interminable de Alberto nos hablaba de los pequeños placeres y percances que hacen nuestra vida. La frase única de
Luigi nos recordaba el feroz peso de la Historia. Había que escuchar a uno y a otro para tener una mirada equilibrada
sobre el significado de las cosas. Esa mañana alguien se quejó de cuánto costaba la platea en River y agregó que no
podía llegar a fin de mes, aunque febrero fuera tan corto.
Alberto suspiró con fastidio: ese paso del fútbol a la realidad le iba a dar pie a Luigi para salir de su silencio y decir su
frase, que desanimaba a todo el mundo. Así fue. Luigi, sin apartar sus ojos de mi despoblada cabeza, dejó caer su
sentencia de siempre: Ustedes no saben lo que es el hambre.
-Ustedes no saben lo que es el frío. Ustedes no saben lo que es la guerra.
Silencio. ¿Qué podíamos decir nosotros, los que no conocíamos el hambre, el frío, la guerra? Pronto Alberto tiró el
nombre de algún borroso defensor de Independiente y la conversación revivió.
El lunes siguiente antes del amanecer fui en tren hasta el cuartel, en ciudadela. Era el GADA 101. Ya no existe. GADA
quería decir Grupo de Artillería de Defensa Antiaérea. Debíamos ser unos doscientos. La mayoría nos habíamos rapado,
y otros tuvieron que pasar por los peluqueros del ejército, tres soldados clase 62 que se ensañaban con los novatos.
Nos entregaron un bolso grande, un uniforme de combate (color verde), un uniforme de fajina (color marrón), un par
de zapatillas flecha, un equipo de vajilla de aluminio, abollado por generaciones de soldados. Cuando nos llevaron a
elegir borceguíes, los que quedaban eran muy chicos o muy grandes. Tuve que elegir un cuarenta y cinco, cuatro
números que mi pie.
-Rápido, señoritas, rápido - Alentaba un cabo.
Nos llevaron en camiones hasta un campo en Ingeniero Maschwitz. Nos separaron en dos grandes grupos y estos a su
vez en pelotones de ocho soldados cada uno. Armamos la carpa de lona vieja bajo unos altos eucaliptos.
El segundo día me hice amigo de Aguirre, que vivía en Flores y al que también, como a mí, le gustaban los libros. No
podíamos leer, por supuesto, pero al menos podíamos conversar de los libros que habíamos leído. Una mañana le señalé
a dos soldados que yacían en el suelo, a unos veinte metros del campamento. Estaban boca arriba, las manos y los pies
separados y atados a estacas, como en una ilustración del Martín Fierro. Aguirre dijo que si él tenía que pasar todo el
día al sol, inmóvil, con las hormigas caminándole por la cara, se moría. Pero entonces se oyó una voz serena y segura.
-Esos dos son clase 62. A nosotros no nos pueden estaquear.
-¿Por qué no?
Somos clase 63, técnicamente no somos soldados, somos reclutas. Nos vamos a convertir en soldados recién el 20 de
junio, cuando juremos la bandera. Entonces sí van a poder estaquearnos.
El que hablaba era Pedro Lanes. Más alto que Aguirre y yo, lo que no quiere decir que fuera alto. Era uno de los pocos
que había terminado el secundario y pensaba estudiar para contador.
De otros castigos, según aprendimos los días siguientes, no podíamos escapar: cavar pozos en medio de la noche, recibir
patadas de cabos y sargentos, aplaudir cardos. Pero Lanes nunca tomaba aquellas cosas como algo personal:
-Es una parte de la vida. Se pasa.
Una tarde, en un milagroso minuto de paz, mientras cocíamos las medias rotas y reponíamos botones caídos, Lanes nos
preguntó con aire confidencial a Aguirre y a mí:
-¿Se anotaron entre los voluntarios para el curso?
-¿Qué curso?
-Cañones antiaéreos. Empieza apenas volvamos al cuartel.
Nadie me había hablado de nada. Aguirre susurró:
-Mi padre me dio un consejo: “Nunca seas voluntario para nada. Nunca confíes en ellos. Que no se den cuenta que
existís”.
-Yo tengo mis razone para aceptar – Dijo Lanes - Las prácticas de fuego antiaéreo se hacen en el grupo de artillería de
Mar del Plata. En ciudadela no tienen campos de tiro, ahí sí. Sueltan unos grandes globos y les disparan con los cañones.
Si acertás te premian con días de franco.
-¿Y con eso qué? – Preguntó Aguirre
-Quiero conocer Mar del Plata.
Un sargento llamó a Aguirre para que fuera a la cocina a pelar papas. Lanes dijo en voz baja, concentrado en el hilo y la
aguja:
-Yo nunca vi el mar.
Me pareció milagroso que hubiera algo que no conociera y yo sí, algo frente a lo cual no sintiera esa alarmante
familiaridad con la que caminaba por la vida.
Durante un mes habíamos llevado los fusiles desde el amanecer hasta la noche. Llegó el día en que hubo que cargarlos.
Nos repartieron veinte balas a cada uno. Marchamos una hora hasta llegar al campo de tiro. Primero con la rodilla en
tierra y luego echados sobre el suelo les disparamos, con viejos y averiados Fals de fabricación belga, a lejanos blancos.
Un teniente felicitó a Lanes, que había sido el mejor tirador de la compañía.
Al día siguiente volvimos al campo de tiro, esta vez para disparar con pistolas. Pero nunca llegamos a hacerlo. Desde
temprano oficiales y suboficiales habían estado conversando entre ellos. En todo el día nadie nos había insultado ni
pateado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué de pronto nos trataban sin furia ni desprecio, como si el invisible pecado que
nos había llevado hasta allí hubiera sido perdonado?
Con Aguirre consultamos a Lanes, que todo lo sabía.
-Acabamos de tomar Malvinas
-¿Qué?
-Lo que oyen. Se suspende todo.
-¿La práctica de tiro?
Nos miró como a niños:
-La instrucción, el campamento, todo. Volvemos al cuartel.
Uno de los subtenientes que estaban a cargo de nuestra compañía nos reunió y confirmó la versión de Lanes. Dio una
pequeña arenga, pero se notaba que estaba nervioso. Otros oficiales, en cambio, lucían exaltados, se abrazaban y reían.
En silencio volvimos al campamento. Desarmamos las carpas y subimos a los camiones. Cuando partimos, ya era de
noche.
Mientras en las tapas de los diarios y en la televisión solo había noticias de triunfo, en el cuartel había constantes
rumores de desastres y muertes. No podíamos saber nada con certeza: no lo teníamos a Lanes. Todos los que sabían
manejar los cañones antiaéreos habían sido movilizados.
Poco después de la rendición me dieron la baja, igual que a casi todos los soldados del país. Volví a la vida civil, dejé de
afeitarme y de cortarme el pelo. Ya había empezado la primavera cuando me encontré en la calle con Aguirre. Antes de
que tuviera tiempo de preguntar, me dio la mala noticia:
Lanes había muerto durante uno de los últimos ataque ingleses, en las afueras de Puerto Argentino.
-Fue poco antes de la rendición, en medio de una retirada. Habían estado tirándoles a los aviones ingleses. Cuando los
proyectiles daban en el blanco, no estallaban. Toda la munición estaba arruinada. Lanes y un soldado clase 62 quedaron
en la retaguardia. Estaban terminando de levantar los equipos cuando una bomba los alcanzó.
Yo tenía diecinueve años: no pensé en padres o hermanos, no pensé en la red que une a cada uno con los demás, en el
daño de una muerte en otras vidas ni siquiera pensé en el otro caído, el soldado clase 62. Pensé en la muerte de Lanes
como un hecho aislado, como si hubiera ocurrido en el interior de un laboratorio o en la superficie de un planeta
distante.
Con Lanes la frase del peluquero Luigi no se cumplía. Él sí había conocido el hambre, el frío y la guerra.
-Le dije que no se ofreciera de voluntario- Dijo de pronto Aguirre-. Que nunca confiara en ellos. Él, que sabía todo,
¿cómo no sabía eso? ¿Por qué aceptó?
La pregunta no era para mí. No era para nadie. Igual respondí:
-Quería conocer el mar.
El puente de arena
Liliana Bodoc
A veces, los cuentos son retumbos y destellos de hechos ciertos. Contamos lo que ocurrió. Otras veces, los cuentos son
pedazos de sueños. Contamos para que ocurra.
El soldado fue tomado prisionero en los últimos días de la guerra. Y aguardaba su destino en un campamento enemigo
situado muy cerca del mar. Ese mismo amanecer había escuchado los sonidos de una escaramuza lejana. Sin embargo,
no alentaba esperanzas en su corazón. Nadie vendría a rescatarlo...
Pertenecía al ejército derrotado, y sólo podía recordar muertos. La guerra que estaba terminando se parecía a cualquier
otra. Corrió la gente hacia el horizonte pero el horizonte era un abismo. El campesino sacudió el árbol de naranjas y, en
vez de frutos dorados, cayeron pájaros sin alas. Se despertó una niña sobre un lecho incendiado. Las fotos se quedaron
solas porque ya no había nadie que supiera sus nombres.
El prisionero caminó hacia la orilla del mar seguido de cerca por un soldado que lo custodiaba. El soldado tarareaba una
canción que el prisionero no podía comprender. Y, aun así, pensó que aquella no parecía una canción de victoria.
Cuando llegaron a la orilla, el soldado señaló el agua. Por primera vez en muchos días el prisionero tuvo ganas de sonreír.
Con apuro desató los cordones de sus botas, se descalzó y corrió hacia el mar sacudiendo los brazos tal como hacía
cuando era un niño. El prisionero había pasado su vida entera cerca del mar, en un sitio donde la tierra era de arena. Y
hasta que la guerra llegó a la pequeña aldea de pescadores, fue feliz con su amada, su red y su bote.
Pero esos días habían quedado atrás, tapados por el humo de una guerra que él no entendía. El prisionero regresó a la
orilla. El soldado le miró la ropa empapada y alzó la cara al cielo como diciendo que aún había tiempo para estar al sol.
Entonces, el prisionero se arrodilló sobre la arena húmeda y comenzó a levantar una montaña. Sus castillos de arena
eran famosos y celebrados en su aldea. Los pescadores se juntaban a su alrededor para verlo trabajar. Y cuando la obra
estaba terminada esperaban juntos, comiendo pescado frito y tomando cerveza, hasta que la marea la deshacía. El
soldado se acercó al prisionero con andar lento, procurando disimular su curiosidad.
Su sonrisa desdeñosa escondía un recuerdo de veranos fríos, junto a un mar que no quería jugar con los hombres. Quizá
por eso, su abuelo le había enseñado a levantar castillos de arena que no se comparaban con ningún otro. Luego
esperaban juntos, abrazados para darse calor, hasta que llegaba la marea.
El soldado observó la obra del prisionero. Al parecer, ese hombre sabía lo que estaba haciendo. Pero, por mucho que
se esforzara, su castillo jamás alcanzaría el esplendor de aquellos que su abuelo le había enseñado a construir.
Animado por los recuerdos, y deseoso de ganar otra batalla, el soldado comenzó su propio castillo.
El prisionero erguía una torre y el soldado trazaba pasadizos. El prisionero levantaba escaleras. El soldado, rampas
zigzagueantes. Con minaretes y campanarios, crecieron los castillos de arena blanca. Y nadie, ni el mar mismo, hubiese
podido decir cuál de los dos era más bello.
El prisionero terminó de moldear la última torre. Y supo que ya no podía hacer otra cosa. El soldado se sacudió las
manos... Eso era todo. Los hombres se miraron en silencio. Muy pronto llegaría la marea a barrer la playa.
El prisionero y el soldado entendieron que solamente había un modo de lograr que la arena se hiciera inolvidable. No
es posible saber cuál de los dos sonrió primero. Y acaso no importe. Pero de ambos lados comenzó a avanzar un puente.
Un magnífico puente de arena que unió dos castillos y a dos hombres a orillas de la guerra.
La maestra
Laura Ávila
Los jueves llegaba el barco. Evina y su abuelo fueron hasta el pueblo a comprar algo de verdura fresca, un rollo de
alambre y un abrigo nuevo. Evina ya tenía once años y todo le iba quedando chico. Cuando llegaron a Stanley, el abuelo
se sorprendió de que el barco no tuviera bandera. Los vecinos se agolpaban en el muelle para mirar qué mercaderías
habían traído del continente.
El abuelo Gavin siguió hasta la barbería y pidió el mismo corte de pelo para él y para ella. Evina no quería, pero igual
se sentó y soportó la tijera del barbero.
Salió a la vereda y se sintió como una oveja esquilada cuando el viento frío le dio en la nuca. Sacudió la cabeza como
un cordero y se puso la gorra de lana.
—Voy a ver la cartelera —le dijo al abuelo, que ahora ocupaba el sillón de la barbería. El viejo Gavin le dio permiso con
un gesto y ella caminó hacia el único cine de Stanley, que estaba en la misma cuadra.
Vio un movimiento raro en la escuela del pueblo. Una chica muy joven apareció en la puerta con un cajón de naranjas.
La rodeaban muchos niños, vestidos con buenos abrigos de colores y mitones. La joven mujer les repartía la fruta con
una sonrisa.
Evina se acercó caminando de costado. Hacía mucho que no probaba una naranja y tenía curiosidad por recuperar el
sabor. Se mezcló con los otros niños y a su turno la mujer le convidó una.
— ¿Estás anotada en la escuela? —le dijo sin perder la sonrisa. Era muy morena, alta y flaca, de pelo castaño largo
hasta los hombros. Se lo había recogido en una trenza, porque el viento de Puerto Stanley era terrible. Vestía una
especie de túnica roja muy gruesa, tejida, como los sarapes que usaban los mexicanos en las películas del Oeste.
—¿Cómo te llamás? —le preguntó a Evina. Una de las niñas, que chupaba su naranja, la señaló con el mentón.
—Ella no es del pueblo, teacher. No le dé fruta.
—Me llamo Evina. Evina Campbell. Soy de Goose Green.
—Ah, eso es en el camp. Yo soy Emilia, la nueva maestra.
Evina no sabía si tenía que devolver la naranja por no ser de la escuela de Stanley. La maestra entró en el modesto
edificio y reapareció enseguida con un cuadernillo y una cajita nueva de lápices de colores.
—Tené, Evina Campbell, es para que vayas leyendo hasta que lleguemos a Goose Green. Y ante los ojos de los demás
alumnos, le dio una naranja extra.
—Para el camino —le dijo, guiñándole un ojo.
Evina le agradeció los regalos con una sonrisa, guardó lápices y cuadernillo en el bolsillo de su saco raído y se volvió a
paso lento a la barbería.
El abuelo discutía con el barbero, que le estaba terminando el corte:
—Que yo sepa, nadie los llamó.
—Están haciendo cosas interesantes, Campbell. Hasta un aeropuerto nuevo construyeron. Y venden gas envasado,
más barato que la garrafa de la FIC.
—El gas envasado es para los flojos. La turba es buena, por algo está por toda la isla —respondió el abuelo.
Se sacudió el pelo sin mirarse al espejo, le pagó al barbero y salieron a la calle. En la vereda de la escuela no se veía a
nadie. Evina pensó que estarían adentro, empezando las clases. Le ofreció una de las naranjas al viejo y le clavó el
diente a la suya, con cáscara y todo. El jugo helado y dulce la llenó de energía. El viejo la miró asombrado.
—¿De dónde las sacaste?
—Me las regaló un marinero —improvisó Evina.
El abuelo fue a la tienda escocesa y le compró un abrigo impermeable color topo, tres talles más grande, un enterizo
térmico azul y unas botas de goma.
En el muelle consiguieron lechugas, alambre, morrones, azúcar, café, licor. Ya aprovisionados se tomaron el hidroavión
de regreso a Goose Green.
La campiña quedaba muy lejos de Stanley. Ellos vivían en una granja alquilada, casi sin vecinos, cuidando las ovejas del
dueño de una estancia.
Tenían una vaca con cuernos para la leche, un pequeño establo para la esquila y un jardín de invierno, un cuartito todo
de vidrio a un costado de la casa.
Casi no entraban al jardín de invierno. Antes el abuelo intentaba cosechar unos tomates en canteros. Pero ahora
estaba sucio y abandonado, con fantasmas de plantas decorativas y macetas rotas, pintadas con esmaltes de uñas.
Esa tarde cenaron carne de cordero hervida con papas, escuchando la radio de onda corta que tenían en la granja.
Había una sola emisora que transmitía desde Puerto Stanley, aunque solo pasaba música y noticias de Londres, de la
BBC.
El abuelo alimentó la estufa con panes de turba seca y la casita se llenó de calor. Se tomó una copa de licror y tocó el
banjo para Evina, porque estaba de buen humor.
Ella lo que quería cuando él cantaba y tocaba su banjo. El pelo del abuelo brillaba con la luz del fuego de la cocina y
los ojos se le ponían alegres. Era toda una ocasión, porque el abuelo Gavin no estaba alegre casi nunca.
Una vez en su cuarto, a solas, Evina ajustó la lámpara de parafina, se sentó en la cama y se atrevió a mirar el cuadernillo
que le había regalado la maestra. Intuía que a su abuelo no le gustaría que estuviera mirándolo, pero había aguantado
todo el día y quería ver de qué se trataba.
Tenía unos dibujos hermosos, pero gran parte del texto estaba escrito en español. Español, el idioma del continente.
Evina, que apenas si sabía leer en inglés, reprimió un suspiro de desilusión. En algunas páginas solo tenía líneas de
puntos, como para completarlo a mano.
Se levantó y se miró en el pedazo de espejo que tenía colgado en su habitación. Vio una chica rubia, de pelo muy corto.
Nunca, en sus once años de vida, había usado el pelo largo.
Se puso una chalina sobre la cabeza e intentó imaginarse que el pelo le pasaba por los hombros, como el de la maestra.
Terminó arrancándose la chalina y apagó la lámpara de un manotazo.
Esa semana el abuelo y Evina dieron vuelta la tierra para plantar nabos, cortaron panes de turba para secar, prepararon
el forraje para que comieran las ovejas, palearon la última nieve de ese invierno para despejar el camino. Todo anduvo
bien hasta que volvió el hidroavión. El piloto fue desde la laguna a la granja y llamó golpeando las manos.
Evina estaba arreglando la cerca cuando el abuelo recibió al piloto. El viejo la llamó con un grito que hizo que se
pinchara con el alambre y se olvidara del arreglo. Las ovejas aprovecharon el descuido y se fugaron al cerro.
El abuelo la esperaba con el piloto. Apenas ella llegó corriendo, el viejo le mostró un nuevo cuadernillo.
—¿Qué es esto? —le dijo, furioso.
El piloto vio la cara de Evina y quiso defenderla, diciendo:
—La maestra de español anotó a su nieta en la clase. Sabía su nombre y apellido, y ustedes son los únicos Campbell
en Goose Green. Me pidió que le dejara este librito. Es para aprender a distancia…
El abuelo no quiso ni tocar el cuadernillo. Le indicó a Evina que se vistiera para ir a Stanley y se tomaron el hidroavión.
Apenas bajaron en el muelle, la agarró del brazo y la llevó casi en el aire hasta la puerta de la escuela.
Golpeó enojado hasta que la propia señorita Emilia le abrió. Tras ella se asomaron una decena de cabecitas curiosas.
—¡Hola! ¿Vienen a la clase? Usted debe ser el padre de Evina —le dijo, tendiéndole una mano llena de anillos.
El viejo no le devolvió el saludo. Sin levantar la voz, pero con frío como el viento que cortaba la calle, le dijo:
—El padre de Evina se volvió a Londres cuando terminó su contrato de trabajo. Yo soy su abuelo, el único que se ocupa
de ella. Y no quiero que ninguna recién llegada del continente le llene la cabeza.
Evina vio cómo la sonrisa de la maestra se apagaba. Sintió que se le estrujaba el corazón:
—Pero yo quiero venir a la escuela, abuelo — murmuró, casi sin querer.
El abuelo Gavin gruñó.
—Ni lo sueñes, Evina Campbell. Yo te enseño todo lo que hace falta para vivir en las islas.
Los alumnos de la señorita Emilia lo miraban como si fuera un monstruo. A Evina le dio vergüenza salir corriendo.
El viejo señaló a la maestra con un dedo.
—No le mande más porquerías del continente. Evina es una falklander, no necesita sus lecciones.
La maestra suspiró. Trató de recuperar su sonrisa.
—Hay lecciones para adultos también, señor Campbell. Puede tomar una si quiere.
Ahora fue el turno del abuelo de huir. La joven mujer aquella, con su poncho rojo y sus anillos, lo enojaba y lo ponía
nervioso.
Apenas pisó la granja, Evina se encerró en el jardín de invierno. Miró el sol frío y amarillo de la isla a través de los
vidrios sucios. Agarró un pedazo de franela, lo enjabonó y limpió todos los cristales. Recuperó las macetas que no
estaban rotas y les cambió la tierra. Después se sentó en un banquito de madera a ver caer la tarde.
Su abuelo apareció con el té. Como sabía que estaba enojada, él mismo lo había preparado. Tocó el vidrio con los
nudillos y Evina abrió la puerta sin mirarlo.
—Hace frío acá, vamos a la cocina. Evina no le contestó, así que el abuelo trajo el brasero de turba y lo adecuó al jardín
de invierno. Ella prendió una lámpara y despejó la mesita.
El abuelo sirvió el té y ajustó la perilla de la radio. Estaban pasando música country,
— ¿No te gustan los scones?
Ella no le contestó.
El viejo Gavin meditó en silencio. Era un hombre muy callado y le costaba decir las cosas.
—Estas macetas las pintó tu madre —dijo por fin.
Evina levantó la vista, sorprendida. El abuelo nunca le hablaba de ella.
—Cuando naciste te quiso mucho, pero a medida que fue pasando el tiempo se dio cuenta de que te había tenido muy
joven. Tu madre quería estudiar, conocer otras partes del mundo. Irse, huir, en una palabra.
Ella tomó un sorbo de té. haciendo silencio para que él pudiera seguir.
—Las islas no son para cualquiera, Evina. Hasta ella, que era mi hija, se sentía fuera de lugar en Goose Green.
—Ella es tu hija, abuelo.
El abuelo se rascó la coronilla, mirando el fueguito de la lámpara.
—Sí. Pero no pudo ser isleña. Cuando conoció a ese extranjero, en Stanley… No valía gran cosa, pero yo supe que se
iba a ir con él al continente.
El abuelo Gavin se quedó callado, tomando su té. Evina le miró las manos, cuadradas, lastimadas por el frío y el rigor
del trabajo.
—Yo no me voy a ir, abuelo. —le dijo—. Yo también soy de las islas.
Le mostró sus propias manos, finas pero también marcadas por las labores de la granja. El abuelo le acarició los dedos
con torpeza. Evina le sonrió.
—Pero quiero aprender otras cosas también. Idiomas nuevos, frutas nuevas, lecturas… Cosas que nos sirvan para ser
de acá, pero compartiendo…
El abuelo Gavin dijo que sí con la cabeza, después terminaron su té.
El hidroavión volvió con garrafas de gas envasado del continente, revistas, comidas enlatadas y ropa.
Evina eligió una blusa para la primavera y el abuelo se la compró sin chistar. También encargaron semillas de tomates
y plantas ornamentales para el jardín de invierno, un galón de remedio para la sarna de las ovejas y una petaquita de
licor. A la tarde, cuando empezaba el viento frío, encendían la Vox que pasaba un programa de jazz, alimentaban la
estufa de la turba y ella se ponía a leer el único cuadernillo que le había quedado de la maestra.
No había caso, no entendí nada, pero al menos podía pintar las ilustraciones con lápices de colores y no tenía que
esconderse para leerlo. Uno de esos atardeceres de primavera, la radio dejó de transmitir noticias de Londres y la voz
clara y alegre de la señorita Emilia se oyó por toda la granja.
—Esta es la clase de español para los niños del camp. Vamos a transmitir los martes y los jueves. Evina Campbell de
Goose Green, espero que me estés escuchando con tu abuelo. Todos pueden aprender, si quieren. Soy la maestra de
Puerto Stanley, en directo para todas las islas Falklands, para todas las islas Malvinas.
No dejes que una bomba dañe el clavel de la bandeja
Esteban Valentino
Cuando Emilio Careaga vio por primera vez a Mercedes Padierna pensó que algo no andaba bien, que un ser tan
maravillosamente bello no debía andar por allí con toda esa forma de mujer arriba suyo con el solo propósito de hacerlo
sufrir, de hacerle sentir que él era tan irremediablemente lejano a ella, que ella era tan absolutamente imposible para
él.
“Porque –pensó– si algo sé con certeza en este mundo es que esa chica no es para mí. Bah, esas chicas jamás son para
uno. Las cosas nunca son perfectas, siempre hay un detalle que funciona mal. Las chicas lindas son lindas pero al final
de la fiesta se las toman con otro”.
Emilio Careaga tenía quince años recién cumplidos; Mercedes Padierna, catorce ya algo transitados, y formaban parte
del grupo de invitados a la fiesta de una prima de Emilio que él casi nunca veía. Mercedes se había pasado toda la noche
en un rincón apartado del salón y parecía con más ganas de irse que de seguir dejándose admirar. Los compañeros de
Emilio, que habían logrado acceder al baile gracias a cuidadas falsificaciones de la única invitación original, lo rodearon
con sus vasos en la mano, miraron a Mercedes y empezaron a darle lecciones de cómo actuar en estos casos.
–Vos mirá y aprendé, Negro –le dijo el Colo.
– ¡Tenés que aprender rápido, Careaga, porque si no la segunda lección va a ser en la morgue! –gritó el sargento Vélez
en medio del ruido infernal que los rodeaba.
Afuera de la trinchera, la llanura de Goose Green era el mejor simulacro de la peor pesadilla de cualquier ser humano.
Las balas de mortero caían por todos lados y, por más novato que fuera, Emilio Careaga sabía que para su trayectoria
parabólica no había trinchera que sirviera. Si el disparo caía adentro era el fin y le bastaba mirar hacia cualquiera de sus
costados, a sus compañeros muertos o con piernas o brazos de menos, para convencerse. Hacía apenas cuarenta y
cinco días que había llegado a Malvinas en ese mayo del 82, pero al menos esa lección –no sabía qué número sería en
la lista de Vélez– la conocía de memoria. Tampoco pudo preguntárselo porque quince minutos después el sargento
quiso hacer una salida y se quedó en la boca de la trinchera con la cara hacia arriba, a menos de tres metros de Emilio
Careaga, que ahora estaba solo, lleno de amigos heridos o muertos que lo miraban y con los morteros que seguían
jugando a las escondidas con sus ganas de seguir vivo.
“A ver, Emilito –decía la bomba–, ¿te encuentro, no te encuentro? Booooommmmm. Pucha, no te encontré. Bueno.
Otra vez será. Ya vendrá el piedra libre, Emilio, en ese agujero lleno de agua sucia, y entonces no te va a poder librar
nadie para todos los compañeros. Ya vendrá, Emilito, ya vendrá. Yo puedo tomarme mi tiempo. Busco lento, pero tengo
muchos ojos. A ver ahora, a ver, a ver... Boooooooommm-mmm... Piedra li... No... pero, sangre... Otra vez sangre... No
eras vos... Me equivoqué de nuevo... Bueno ¿seguimos jugando? Dale. Ahora me toca a mí. Sí, ya sé que soy un poco
tramposa. Siempre me toca a mí”.
–Ahora me toca a mí –dijo Jorge. El Colo se había acercado hasta Mercedes, la había invitado a bailar y se había ganado
el no más contundente que recordara en su larga historia de conquistador. Jorge era el número dos en la lista de los
irresistibles del curso. “Él sí va a ganar –pensó Emilio–. Él seguro que sí. Si el Colo falló debe haber sido por una
distracción momentánea, pero ahora Jorge va preparado y a él no se le va a escapar esa frutillita con crema”. Desde
chico tenía esa costumbre de comparar todo con la comida y, ahora que había crecido, su hábito se había vuelto casi
manía.
“Bah, no es tan terrible, después de todo”, se dijo mientras miraba a Jorge que empezaba su ataque final sobre la
posición de Mercedes. “Cuestión de tiempo, ahora”, volvió a pensar Emilio. Los minutos que pasaron, ya demasiados
para otra seca negativa, parecieron darle la razón. Pero no. Mercedes había sido más amable, había consentido que
Jorge hablara todo lo que quisiera pero el resultado había sido el mismo. Bailar, ni loca. Y además ¿sabés qué? Lo que
quiero en realidad es estar sola. ¿Me disculpás?
–Esa piba es más difícil que un teorema –dijo Jorge con la mirada inundada de derrota. Alejandro copó la parada. Miró
a sus compañeros de toda la vida con cierto aire de superioridad y se dirigió hacia Mercedes con la idea de demostrar
que la estrategia de Jorge y el Colo había sido equivocada y que en cambio la suya sería la correcta. Se paró delante de
ella y le dijo en voz baja. –Ya sé que lo que más querés ahora es estar sola. Está bien. Permitime estar aquí a tu lado sin
decir nada. Yo tampoco quiero estar con nadie pero me parece que estar con vos va a ser una forma de sentirme menos
solo.
“¿Qué hago ahora que estoy solo con estos chicos vivos que me miran pero sobre todo con estos chicos muertos que
me miran?”, se dijo Emilio Careaga desde sus dieciocho años y meses llenos de terror y ganas de dormir. Empezaba la
noche, los morteros ingleses se habían callado y solo algunas ráfagas de ametralladora cruzaban la llanura de vez en
cuando para que lo que quedaba de los chicos argentinos recordara que la pesadilla seguía allí. Uno de sus compañeros
de infierno, con una esquirla de granada clavada en su rodilla derecha, se arrastró en la oscuridad hasta ponerse a su
lado.
–Che, Negro, ahora que Vélez no está más, me parece que vos estás al mando. A Emilio Careaga le pareció casi gracioso
que justo él tuviera que escuchar una frase así, tan cerca del ridículo. Lo único que quería era dormir y una voz con una
esquirla en la rodilla le decía que a partir de ese momento tenía que empezar a decidir.
–¿Al mando de qué, Flaco? ¿Vos me estás cargando? Si yo soy el único entero y vos que apenas podés arrastrarte sos
el que me sigue.
–Bueno, si hay que rendirse, alguien tiene que hacerlo.
“¿Así que esto es la guerra?”, pensó Emilio Careaga. Una forma de estar solo. Una manera de dejar de tener dieciocho
años y meses y pasar a tener yo qué sé cuántos. Y encima esta voz llena de esquirlas me dice que tengo que encontrar
una forma de sacarlos de aquí. Y digo yo, ¿cómo se rinde uno?
–Me rindo, Loco –dijo Alejandro–. Esa mina es un témpano. Le largué el mejor verso que se me ocurrió y no le saqué ni
una sonrisa. El único que faltaba era Emilio, pero él ya había resuelto que Alejandro iba a ser el último en fracasar ante
las murallas de Mercedes Padierna. Su razonamiento era simple. Si estos que eran su ejemplo de éxito ante las mujeres
habían fallado, él no tenía ninguna posibilidad de triunfo. Pasaría el resto de la noche soñándola de lejos y dejaría que
el futuro le agregara una nostalgia más a su lista de amores que no fueron.
Un par de horas más tarde, Emilio seguía con las ganas clavadas en Mercedes, cuando ese milagro de catorce años
empezó a caminar hacia el lugar donde él estaba parado. Fue muy cuidadoso en eso de decir que Mercedes caminaba
hacia el lugar que ocupaba y no hacia él, porque lo segundo le parecía territorio de su fantasía y no de lo que estaba
pasando. Pero fuera como fuese, Mercedes Padierna ya estaba a tiro de caricia. Y entonces alguien le susurró a Emilio
lo que debía hacer y lo que debía decir. Alguna fuerza ajena a su intención inicial de permanecer paralizado le movió su
brazo y se lo llevó hasta una bandeja de copas de jerez con claveles que un mozo transportaba por el salón. Emilio
manoteó una de las flores y poniéndosela delante de los ojos claros de Mercedes Padierna le pudo decir con un rocío
de sonidos que le salió de la garganta:
–Tomá. Es para vos. Mercedes Padierna se quedó dura delante del clavel. Lo tomó entre sus manos y se permitió la
primera sonrisa de la fiesta. Miró a Emilio a través de la flor y le respondió con una mezcla de suavidad y firmeza.
–Gracias.
Y agregó. – ¿Querés bailar?
Emilio Careaga recordaba esa noche de oscuridad y silencio a su novia Mercedes Padierna y se preguntaba si ella sabría
que ahora que la esquirla le había dicho que tendría que ser él quien los sacara a todos de ese pozo inmundo. Estaba
pensando en ella, en aquella noche que se animó a darle el clavel y en lo importante que fue para su vida que ella se lo
hubiera aceptado y sobre todo que lo hubiera invitado a bailar.
“Cuando me dijeron que tenía que venir a Malvinas yo ya había sido recreado por vos, Mercedes, y entonces venir a la
guerra con tu recuerdo fue también venir con aquel clavel que me hizo tanto mejor de lo que era. Ahora se largó a llover
a cántaros, Mercedes, y ya no me importa. Mi amigo herido está llorando y yo lo tomo en mis brazos para decirle que
está bien, que no se preocupe, que esta lluvia que nos empapa a los dos y a los otros que también se fueron acercando
hasta donde estamos nosotros no nos va a matar, y le acaricio la frente y le vuelvo a decir que no se preocupe, que yo
los voy a sacar vivos de esta zanja cada vez más llena de agua y que si hay que rendirse lo vamos a hacer juntos y reúno
a todos y les digo que ahora hay que esperar a que amanezca. Me acuerdo de una canción de Sui Generis y empiezo a
cantarla en voz muy baja. Los demás me escuchan y, cosa rara, nadie me pide que me calle. A ver, vamos, me echó de
su cuarto / gritándome / no tienes profesión / tuve que enfrentarme a mi condición / en invierno no hay sol. Y ya sé que
no, Mercedes. Hay esta maldita lluvia que nos congela y hay tu recuerdo menos mal”.
–Bueno, bailemos –contestó Emilio. Y al final de esa noche le dijo a Mercedes Padierna: – ¿Sabés? En unos días me voy
al sur de vacaciones y me gustaría que me extrañaras. Ella le sonrió con todo el cuerpo y le dijo que ya vería.
La claridad estaba llegando a Goose Green y a un grupo de muchachos empapados que miraban con miedo el horizonte.
Una constelación de fusiles empezó a acercarse a lo que quedaba de la trinchera y Emilio Careaga supo que esa mañana
se terminaba para ellos la guerra y que ahora sabía algo más de sí mismo. Mientras seguía acariciando el pelo de su
compañero se dijo que él había nacido, entre otras cosas, para que Mercedes Padierna le repitiera para siempre que
esos fusiles podían ser el fin del mundo pero que no lo serán, amor, no lo serán porque una vez, cuando tenías quince
recién cumplidos, estiraste el brazo y sacaste un clavel de una bandeja para dármelo.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
JULIO CORTÁZAR
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y
se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la
vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la
mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un
arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo,
dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada
había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él
se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la
sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala
azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.
En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba.
El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía
nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle
central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se
lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y
la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue
como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar
la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo
alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su
derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no
tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de
costado.» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse
a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al
policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda
la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte;
unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.
«Natural —dijo él—. Como que me la ligué encima...» Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al
llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una
camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y
deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando
una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el
brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las
contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el
pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le
acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la
mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía
nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se
movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de
hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no
apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
«Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño,
en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor
rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al
corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a
su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más
temía, y saltó desesperado hacia adelante.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados
los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de
líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para
verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas
tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como
estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente
en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del
caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada —pensó—. Me salí de la calzada.» Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se
agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada
podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios
musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los
bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro,
la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la
selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el
rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y
su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,
vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el
aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces
un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la
pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan
cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se
vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le
dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al
mismo tiempo tenía la sensación que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera
tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.
El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi
un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y
era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba
apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el
olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió
las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo.
El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su
amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del
final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían
traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que
gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a
venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían
ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las
mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el
dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó
antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de
plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado,
siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los
acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del
techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo
nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El
pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía
no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua
tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el
alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que
cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño
profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella
de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque
el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la
altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se
cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y
cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza
colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe
vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban
para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a
salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada
del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los
párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso
había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas
de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de
metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo,
también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba
con los ojos cerrados entre las hogueras.
FIN
CASA TOMADA
en Bestiario
Fotografía: © Sara Facio
© Julio Cortázar, 1956 y herederos de Julio Cortázar
Esta licencia ha sido concedida gratuitamente por los herederos del autor.
Final del juego es un libro publicado por Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.
de Ediciones y sus derechos están protegidos por la ley.
Av. Leandro N. Alem 720, (1001) Ciudad de Buenos Aires
www.alfaguara.com.ar
N
os gustaba la casa porque aparte de espaciosa y an-
tigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba
los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo
que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la ma-
ñana, levantándonos a la siete, y a eso de las once yo le
dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me
iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre pun-
tuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos
platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en
la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para
mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la
que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther an-
1
tes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro,
simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesa-
ria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían
al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos;
o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente
antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie.
Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tan-
to, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en
esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era
así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento por-
que algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma
de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores
y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas
salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar va-
namente si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y
de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto
qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer
2
un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se
puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de
abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pen-
saba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida,
todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido,
mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las
horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas
yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde
se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
3
puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la
cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía
uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión
de un departamento de los que se edifican ahora, apenas
para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de
la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble,
salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se
junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciu-
dad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una
ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire,
un momento después se deposita de nuevo en los muebles
y los pianos.
4
yando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro
lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de
vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
–Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado
la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos
cansados.
–¿Estás seguro?
Asentí.
–Entonces –dijo recogiendo las agujas– tendremos
que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tar-
dó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un
chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
5
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se sim-
plificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve
y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos
de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a
la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pen-
samos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el
almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de no-
che. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener
que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a
cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio
de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo
para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los li-
bros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar
la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para
matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en
sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene
que era más cómodo. A veces Irene decía:
–Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un
dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un
cuadradito de papel para que viese el mérito de algún se-
llo de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
6
ganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche
se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respi-
rar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día
eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agu-
jas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filaté-
lico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte
tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasia-
do ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrum-
pan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a
soñar en alta voz, me desvelaba enseguida).
7
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando
claramente que eran de este lado de la puerta de roble,
en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde em-
pezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la
hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y
nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
–Han tomado esta parte –dijo Irene. El tejido le col-
gaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se
perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían que-
dado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
–¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? –le pregunté
inútilmente.
–No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil
pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las
once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene
(yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de
entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a
algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada.
8
Cartografía Cortázar
Entre nosotros y en estos años lo que cuenta no es ser un escritor latinoamericano
sino ser, por sobre todo, un latinoamericano escritor.
Julio Cortázar, “Clases de literatura”
Cortázar lúdico: Muchos de sus textos invitan al juego. La novela Rayuela es el caso
más emblemático: desde la página inicial el autor ofrece la posibilidad de seguir
una lectura lineal u otra que se bifurca en un recorrido a los saltos. También
allí se presenta el glíglico, lenguaje e invención del amor. “Final del juego”,
“Graffiti” y “Continuidad de los parques” son otros textos que proponen esta
línea en complicidad con el lector, ya sea desde la trama, la materialidad de la
palabra, la construcción de personajes. Se trata de jugar sin solemnidad pero
de la manera más seria posible.
Cortázar político: En una de sus clases, Cortázar se refiere al impacto que su primera
visita a Cuba (1962) produjo en su concepción política del mundo. La interven-
ción en Nicaragua y su colaboración con la defensa de los derechos humanos, en
particular denunciando los crímenes de la dictadura en la Argentina, lo ubican
en un alto nivel de compromiso. Este posicionamiento puede rastrearse en textos
como Reunión y El libro de Manuel, sobre el que cedió derechos para solventar gas-
tos de defensa de los presos políticos argentinos.
Cortázar poético: Lo poético desborda su prosa. Alto el Perú, Los autonautas de la cos-
mopista, Salvo el crepúsculo, Último round se apoyan en el ritmo poético. Prosa del
observatorio suma la fotografía y construye una visión poderosa que va más allá del
verso. Rayuela en su conocidísimo capítulo 7 sintetiza esta propuesta. La música
Colección: Cortázar: 100 años también, fundamentalmente el jazz, conduce muchos textos como “El persegui-
Fotografía: © Sara Facio
dor”, Pameos y Meopas y nuevamente Rayuela. En todos ellos se cuela una mirada
extrañada del mundo que no se atiene a estructuras sino que las reinventa.
© Julio Cortázar, 1951 y herederos de Julio Cortázar
Esta licencia ha sido concedida gratuitamente por los herederos del autor.
Bestiario es un libro publicado por Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. Cortázar cronista de su tiempo: Él nos ubica en un rol de lectoras y lectores activos
de Ediciones y sus derechos están protegidos por la ley. y presentes. Las referencias a las noticias, a los lugares, a los conflictos, a la
Av. Leandro N. Alem 720, (1001) Ciudad de Buenos Aires libertad de prensa son constantes en su prosa, que da cuenta de un hombre
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comprometido con su tiempo, atento observador de la realidad. Así, Nicaragua
tan violentamente dulce y La vuelta al día en ochenta mundos son testimonios vitales
República Argentina, mayo de 2014 para la sociedad actual.
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