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Antíteses

ISSN: 1984-3356
hramirez1967@yahoo.com
Universidade Estadual de Londrina
Brasil

Caldo, Paula; Fernández, Sandra


Por los senderos del epistolario: las huellas de la sociabilidad
Antíteses, vol. 2, núm. 4, julio-diciembre, 2009, pp. 1011-1032
Universidade Estadual de Londrina
Londrina, Brasil

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=193314422019

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Por los senderos del epistolario: las huellas de la
sociabilidad∗

Down the epistolarium´s path: the traces of sociability

Paula Caldo∗∗
Sandra Fernández∗∗∗

RESUMO ABSTRACT
El presente artículo se propone desarrollar una This article intends to bring in a series of
serie de reflexiones en torno a las posibilidades reflections around the methodological and
metodológicas y teóricas que se abren a partir theoretical possibilities that open up the
del empleo de los epistolarios como fuentes úti- employment of epistles as useful sources for
les para el análisis de la problemática de la so- the analysis of the problem of sociability. Our
ciabilidad. En tal sentido, partiendo del análisis starting point is the analysis of the concept and
del concepto y las posibilidades teórico-meto- the theoretical-methodological possibilities
dológicas aportadas por los estudios de la socia- contributed by the studies from the sociability
bilidad al campo de la historia, nos conduciré- to the field of history. Following that, we will
mos a un estudio de caso, donde el epistolario se conduct ourselves to a case study, where the
plasma como el atajo pertinente para historiar epistle is captured as the pertinent shortcut to
las formas de sociabilidad con sujetos situados study the sociability forms with individuals in a
en un recorte temporo-espacial concreto. concrete space and time.

PALAVRAS-CHAVE: sociabilidad; asociacionismo; KEYWORDS: sociability; association, society;


sociedad; epistolario; amistad. epistle; friendship.

En el presente artículo discutiremos algunos aspectos de la problemática


de la sociabilidad y de sus consecuentes prácticas. Lo haremos, no con la
intención de agotar un debate que estalla y se diversifica en las distintas aristas
de la historiografía mundial; sino para instalar una pregunta de corte
metodológico: cómo utilizar “las cartas” para historiar dichas prácticas.


El presente trabajo fue elaborado en el marco de la participación de ambas autoras en el
Proyecto de Investigación Plurianual otorgado por CONICET Nº 5337/05 “Identidad,
sociabilidad y política. Esfera pública y espacios privados en la Rosario de entreguerras”,
dirigido por la Dra. Sandra Fernández-; como así también en el Proyecto de Investigación y
Desarrollo: “La figura de las maestras Olga y Leticia como parte de la historia intelectual del
litoral argentino, 1935-1950” radicado en el Instituto de Investigaciones de la Facultad de
Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, dirigido por el Dr. Oscar Videla.
∗∗
Doutoranda em História. Professora da Universidad Nacional de Rosario (UNR) e bolsista do
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) / Argentina.
∗∗∗
Doutora em História. Professora da Universidad Nacional de Rosario (UNR) e Pesquisadora
do Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) / Argentina.
Paula Caldo e Sandra Fernández
Por los senderos del epistolario: las huellas de la sociabilidad

Presuponemos que, por los senderos del epistolario, esos conjuntos de misivas
que quedan almacenados en archivos públicos o privados, podemos hallar una
entrada pertinente para abordar las prácticas, formas y contenidos de la
sociabilidad.
En tal sentido, la primera manifestación de nuestro ejercicio teórico
metodológico consistirá en presentar un breve balance del estado actual de la
problemática de la sociabilidad en el campo historiográfico contemporáneo.
Gimnasia que, fundamentalmente, nos permitirá esbozar el concepto y los
principales aportes de la categoría al campo de la historia. Luego, en un segundo
momento, nos circunscribiremos a un estudio de caso donde “el epistolario” se
plasmó como la entrada pertinente para plantear interrogantes alrededor de las
formas de sociabilidad en el pasado. En este segundo apartado, capitalizaremos
las teorías acerca del “género epistolar”, oriundas de la crítica literaria, en un
estudio de caso concreto: la experiencia de las hermanas Cossettini en la ciudad
de Rosario –Argentina–, de 1930 a 1950. Finalmente, tomando una pequeña
punta de la citada experiencia, cerraremos nuestra propuesta con una
aproximación a la problemática de la sociabilidad desde las cartas de viaje de
Olga Cossettini.

La sociabilidad: una categoría útil para la interpretación histórica

En los últimos años, el alcance suscitado en la utilización de la categoría


sociabilidad dentro de la historiografía, en especial la de cuño latinoamericano,
hizo propicia la aparición de balances en torno a los usos historiográficos de este
término visiblemente polisémico.
La amplitud registrada tiene por lo menos tres décadas de desarrollo desde
el impulso otorgado por la historiografía europea, fundamentalmente francesa.
Los tópicos tratados desde los análisis propios de la sociedad de Antiguo
Régimen hasta los más contemporáneos, dedicados a la conformación de los
diferentes espacios de sociabilidad barrial o política, transitan tanto la
sociabilidad típica de la nobleza o de las clases dominantes hasta la sociabilidad
obrera, militante y/o resistente. Se la trató, además, desde los aspectos teóricos
y desde los abordajes empíricos; también se la separó, se la confundió y se la
banalizó.
Paula Caldo e Sandra Fernández
Por los senderos del epistolario: las huellas de la sociabilidad

Es decir, a medida que proliferaban trabajos alusivos a la sociabilidad en


registros temporales y espaciales diversos, en paralelo se fortalecía la
trivialización teórica, conceptual y metodológica. Utilizada desde el sentido
común; confundida con la categoría asociacionismo; o a partir de una mezcla
teórica muchas veces indigesta; la sociabilidad se tornaba un concepto comodín,
un engendro con cuerpo de gigante y pies de pigmeo, blanco de recurrentes
críticas y, finalmente, de difícil definición (NAVARRO, 2006; GUERREÑA,
2006; CANAL, 1997).
Así, el sugerente espacio que la categoría sociabilidad ha ido adquiriendo
en la agenda historiadora no deja de tener sus áreas sinuosas, confusas y tensas.
La sociabilidad, lejos de presentar una textura monocorde y cerrada, se
constituye con un perfil bifronte. Esto es, mientras que uno de sus costados la
muestra como objeto de estudio, el otro la posiciona como una herramienta
metodológica, una categoría útil para el análisis histórico.
En tal sentido, Javier Navarro1, dispuesto a diseñar una genealogía
ilustrativa del proceso de vinculación de la sociabilidad con el campo
historiográfico, dirá:
La primera dificultad para su empleo es la doble condición a la que
alude. Por un lado, como noción con un origen histórico –categoría
normativa empleada por actores del pasado-; por otro, la utilización
que, en el siglo XX, se hace del término como categoría teórica de la
ciencias sociales (NAVARRO: 2006: 100).

Las referencias iniciales a la expresión sociabilidad, entendida como la


arista de la condición humana representativa de los vínculos relacionales entre
los sujetos, estuvieron referidas en tanto patrimonio exclusivo de un sector
social: la nobleza. Numerosas investigaciones reconstruyeron las prácticas,
conceptos y espacios que la sociabilidad fue conquistando en el seno de tal
estamento durante los siglos XVII y XVIII. Tales formas colectivas dieron origen
a la sociabilidad mundana, propia de los actores que, de espaldas a la corte y con
la vista dispuesta a contemplar el mundo, acompañarán los últimos suspiros del
apogeo histórico de la nobleza (CRAVERI, 2004).
De este modo, la expresión sociabilidad/sociabilité, que en la segunda

1 Aclaramos que el artículo que Javier Navarro (2006) publicó en el dossier de la revista
Saitabi dialoga y cita permanentemente al artículo que Jordi Canal (1997) escribió para otro
dossier con el que, en el año 1997, la revista Historia Social rindió homenaje a Maurice
Agulhon. Por tal motivo y pese a que en nuestra introducción acordamos aludir preferentemente
al dossier de Saitabi, no nos privaremos de citar el artículo de Canal.
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Por los senderos del epistolario: las huellas de la sociabilidad

mitad del siglo XVII había sido un neologismo, ya en el siglo XVIII se ocupó de
delimitar un atributo propio de la “gente civilizada”, naturalmente connotada;
pero, a la par, designó una práctica inherente al vínculo de lo social. El
pensamiento ilustrado sustrajo las características de la sociabilidad mundana de
los recintos de la nobleza y las posicionó como atributo de la civilidad en
general, por lo cual desde allí se piensa en un colectivo; pero, además, continuó
nombrando pequeños grupos de personas que sólo se frecuentan entre sí.
Hasta aquí, la sociabilidad puede delimitarse como aquel conjunto de
prácticas de convivialidad que caracterizaron a ciertas sociedades del pasado.
Sin embargo, los abordajes actuales en torno a la sociabilidad tienden a explicar
la naturaleza eminentemente social que fundamenta aquellas prácticas.
Justamente, en el campo de las ciencias sociales se evidencia la urgencia que
remite a convertir a la sociabilidad en una categoría de análisis. En este punto,
debemos entender a la sociabilidad como un concepto capaz de revelar prácticas
y nudos problemáticos en el campo historiográfico, pero también sociológico,
antropológico, pedagógico, etcétera. Sin dudas, como categoría, la nuestra
camina entre los bordes de las Ciencias Sociales. Como lo afirma Maurice
Agulhon (1994), se trata de una cuestión que, para lograr la plenitud
interpretativa, no debe ser privada de una lectura interdisciplinaria.
Sociedad, sociabilidad, asociacionismo, son expresiones que se involucran
mutuamente, sin llegar a ser sinónimos. Empero, todas encuentran su matriz
común en “la sociedad” y, por ende, en la Ciencia Social que las lleva en el
nombre, la Sociología.
Desde el siglo XIX en adelante, los estudios sociológicos abordaron el
problema de la socialización, las relaciones sociales, la acción social y de las
formas de sociabilidad propias de las sociedades contemporáneas. En este
sentido, podemos citar los trabajos de Simmel, pero también de Goffman,
Gurvitch, Cooley y del propio Weber. Referencias bibliográficas que, hoy en día,
salpican las páginas de las investigaciones historiográficas en torno al problema
de la sociabilidad.
Javier Escalera (2000) revisa e indica algunos señalamientos acerca de la
herencia sociológica que gravita sobre nuestro concepto. Ejercicio que lo remite
a situar a Georg Simmel como uno de los primeros en divisar un espacio
original, que iba abriéndose entre las dependencias burocráticas del Estado y las
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formas de relacionarse: corporativas y de parentesco; el espacio donde se


desplegarían “las relaciones sociales generalizadas”, propias del campo de la
sociabilidad. Si bien esta conceptualización fue reveladora, el mismo Escalera
señala los riesgos que su uso conlleva: la reducción del problema de la
sociabilidad al análisis de una tendencia innata en los individuos. Para Simmel,
las formas de sociabilidad refieren tanto a las reuniones sociales concretas como
a las intenciones que motivan a los individuos a participar en ellas. Empero, en
la mayoría de las lenguas europeas, cuando se habla en términos de sociabilidad
se piensa en “reuniones sociales”, quedando por fuera toda inclinación personal.
Así, el análisis de la forma lúdica de la reunión eclipsa a los intereses de los
participantes. Simmel cuestiona esta línea de interpretación. Para él las
motivaciones de toda reunión social deben buscarse en las inquietudes de los
participantes (SIMMEL, 2002). Pero, que la definición resida en decisiones
voluntarias, que por naturaleza motivan a los varones y mujeres a agruparse,
implica una lectura individualista –de raíz psicológica– del problema. Por lo
tanto, Escalera instala el llamado de alerta e invita a pensar la naturaleza
sociocultural que mueve los hilos de la sociabilidad.
De esta forma, cuando apremia delimitar los sentidos que yacen tras el
concepto de sociabilidad, el mismo Escalera acude a Maurice Agulhon, gesto de
referencia de la comunidad historiográfica en su conjunto. Por ejemplo, la
Revista Historia Social, en su edición Nº 29, destina un dossier en homenaje al
historiador francés bajo el título “Sociabilidad. En torno a Maurice Agulhon”; en
aquellas mismas páginas, Jordi Canal expresa:
La sociabilidad, un concepto proveniente de los estudios sociológicos,
ingresó de lleno entre fines de los años sesenta y la década siguiente,
de la mano de Maurice Agulhon, en el territorio de la historia
(CANAL: 1997: 61).

Partiendo de un punto de referencia ineludible como es la obra de Maurice


Agulhon, se buscó ordenar una perspectiva desbordante en estudios que iban
desde las formas de una sociabilidad institucionalizada, en muchos casos
instrumentada por el Estado liberal, hasta las formas prerrevolucionarias de
vinculación social.
En el año 1966, apareció la primera edición de La sociabilité méridionale,
el primero de sus libros dedicado al tratamiento de la sociabilidad provenzal. En
aquel momento, Agulhon estaba abriendo la brecha por la cual correrían y a la
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que acudirían los posteriores estudios que versaron y versan alrededor de esta
temática. Por entonces, las principales preguntas estaban dirigidas al estudio de
la sociabilidad francesa durante el período de transición que pondría punto final
al Antiguo Régimen y abriría paso a la sociedad burguesa. Esta ubicación
espacio-temporal no obstó que, tanto el mismo Agulhon como muchos de sus
continuadores, hicieran trascender la problemática rumbo a otras latitudes,
como también la hicieran avanzar y retroceder en el tiempo.
Agulhon indicó un atajo conceptual innovador por donde acceder y
enriquecer con nuevas luces tanto la historia social como la política. Así, a
medida que pasaba el tiempo y su producción crecía, no se privó de poner en
diálogo el plano teórico con el empírico, para reforzar y reconfigurar su
conceptualización originaria.
Desde Agulhon, la sociabilidad refiere a los sistemas de relaciones cuya
naturaleza, nivel de sujeción de los miembros, número de integrantes y
estabilidad no se hallan estrictamente pautadas, pero que provocan la
vinculación y la gestación de sentimientos de pertenencia-solidaridad entre los
integrantes. Así, el concepto se iba a distinguir por la amplitud y la ambigüedad,
haciendo coincidir en él tanto las experiencias de sociabilidad recreadas en
asociaciones formales –con estatutos, comisiones directivas, locales fijos de
reunión, etcétera–, como así también situaciones de agrupamiento informal,
como los cafés, las tabernas, los paseos públicos, etcétera. Las críticas que este
concepto fue cosechando sirvieron para que su autor lo reformulara y remitiera
exclusivamente a las asociaciones como: “formes de sociabilité spécifiques”
(NAVARRO, 2006: 104).
Tales aproximaciones –e incluso redefiniciones– quedan reflejadas en el
libro de Maurice Agulhon Historia Vagabunda, publicado por primera vez en
1988 y traducido al español en 1994. Un texto que, como lo indica su título, en
cada uno de sus capítulos recorre un abanico de temas. El libro, lejos de seguir
un hilo problemático, resulta ser la compilación de distintos artículos acerca de
diferentes temas abordados por el historiador a lo largo de su carrera. En aquel
deambular, el primer sitio que atrae y detiene el merodeo de la Historia
vagabunda es, justamente, el de las sociabilidades.
Ahora bien, la Historia vagabunda nos muestra un Agulhon preocupado,
ya no por la sociabilidad de los sectores burgueses o de la nobleza, sino por la
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propia de los sectores populares. Esta nueva decisión lo enfrentó con el


problema de los archivos. Si en sus primeras producciones había encontrado
una profusión de documentación, ahora la situación se invertía, viéndose
obligado a recurrir a fuentes de otra naturaleza, entre ellas, las etnológicas.
En primer lugar, corrió la mirada desde los sectores acomodados de la
sociedad hacia los populares. Sin dudas, Agulhon entendía que el trabajo
antropológico opera en clave atemporal y estructural. Precisamente, en esta
doble condición reside la virtud pero también el desborde de la antropología. Es
decir, si bien el análisis sincrónico aporta un conocimiento minucioso sobre los
detalles y relaciones de una cultura determinada, carece de recursos analíticos
para interpretar los momentos que marcan cambios. Para demostrar lo
antedicho, Agulhon discute con la antropóloga Lucienne Roubin el modo de
abordar el problema de las chambrées mediterráneas. La lectura comparativa le
permite afirmar que el trabajo de antropólogos y de historiadores debe lograr
cierta sincronización a los efectos de enriquecer las investigaciones.
Pero, en Historia Vagabunda, Agulhon, además de insistir en el estudio de
las formas de sociabilidad de los obreros, redobla la apuesta teórica y se
aventura a complejizar el concepto. Dirá:
Sin embargo existen diferencias entre la sociabilidad de las clases
superiores y la de la clase obrera –o popular en general–. No existe
asociación, ya sea informal (simple reunión de parroquianos) o formal
(con estatutos o reglas escritas), sin que exista un lugar de reunión
estable. Ese lugar es un bien material, un capital. Para el rico, la
dificultad no es grande. La sociabilidad informal transcurre en los
salones de las residencias aristocráticas o burguesas. La asociación
formal de los varones transcurre en el salón comprado o alquilado
para tal fin. En cambio, el obrero es pobre y vive en la estrechez. En el
estudio de la sociabilidad obrera corresponde que nos preguntemos
antes dónde se ejercía (AGULHON, 1994: 56-57).

La extensa cita nos permite vislumbrar algunas de las principales líneas


que atraviesan la problemática de la sociabilidad. En primer lugar, los sujetos
puestos en acción en los juegos de la sociabilidad, son seres colectivos que se
agrupan de acuerdo con su clase, trabajos, necesidades e intereses. Si bien la
tendencia asociativa es inherente a los individuos, no todos disponen de los
mismos recursos para materializar aquellos sitios de encuentros. El espacio
donde llevar a cabo la reunión resulta sustancial e indicador del nombre y de las
prácticas a ser realizadas. Como Agulhon lo expone, la diferencia entre la
sociabilidad de los burgueses y la de los obreros es material; mientras los
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primeros poseen recursos para comprar o alquilar, los otros deben inflamar la
imaginación para construir puntos de encuentro en lugares tan dispares como
accesibles: un parque, el taller, la taberna o la habitación.
Agulhon dice: “El tema de estudio propuesto es la sociabilidad, entendida
como la aptitud de vivir en grupos y consolidar los grupos mediante la
constitución de asociaciones voluntarias” (1994: 55). Siete años después de
haber explicado que la sociabilidad refería a un “sistema de relaciones”, ahora lo
hace entendiéndola como una aptitud humana que provoca la asociación
voluntaria. Sin dudas, no es igual estudiar la sociabilidad entendiéndola como
un “sistema de relaciones” que como una “aptitud de vivir en grupo”. Mientras
que, en el primer caso, prima la estructura, en el segundo lo hacen los sujetos.
Entonces, las preguntas y las fuentes donde auscultar la problemática son
redefinidas, en un sustancial acercamiento a la etnología.
Asimismo, el desafío es entender a las sociabilidades “en plural”. El plural
no es sólo una consecuencia de las diferentes prácticas y los diversos actores
sociales que la movilizan, sino de una división más sutil que el mismo Agulhon
reconoce. Se trata de la “sociabilidad formal” y de la “informal”. Cuando nuestro
historiador afirma que la sociabilidad refiere a la aptitud que lleva a los sujetos a
agruparse de manera voluntaria en asociaciones, sin dudas está estrechando el
vínculo entre sociabilidad y asociacionismo. Vínculo que se estrecha y se
concentra al diferenciar con claridad tanto los niveles de
formalidad/informalidad de las prácticas como el carácter claramente
institucionalizado de tales relaciones.
De ahí las vaguedades que muchas veces se instalan al disociar los análisis
entre sociabilidad y asociacionismo. Si bien diferentes, ambos conceptos
permiten avanzar sobre estudios alrededor de lo social que arrojan luz sobre
aspectos no sólo inexplorados, sino muchas veces opacados a partir de
abordajes excesivamente montados sobre lecturas institucionalistas de las
formas asociativas de las sociedades contemporáneas.
En sí, las prácticas asociativas institucionalizadas contribuyen a la
formación de los valores propios del liberalismo político –en particular, el
nacionalismo y una visión del mundo según la cual la sociedad puede ser
construida por la voluntad colectiva. Desde esta perspectiva, el proceso histórico
que desemboca en entidades orientadas por la coalición y la representación de
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Por los senderos del epistolario: las huellas de la sociabilidad

intereses particulares –fundamentalmente materiales– compartidos y


formalmente acordados, es visto como un ideal de progreso. La
institucionalización de las asociaciones tenía directamente que ver con que el
Estado asumiera la vigencia de los derechos civiles y de las libertades de
reunión, de opinión y de prensa, y, de esta manera, regulara legalmente tales
formas de constitución social ciudadana. Por ello, también la reunión voluntaria
podía estar formalizada, al consolidarse lazos de cohesión que permitieran a un
grupo mantenerse en el tiempo e intervenir socialmente, sin que por ello
buscaran o recibieran reconocimiento en términos de legalidad institucional.
Al pensar las nociones de sociabilidad y de asociacionismo en la dinámica
propia de un tiempo y de un espacio particulares, aquellas van cobrando
connotaciones singulares. En tal sentido, una primera aproximación teórica nos
brinda los engranajes necesarios para abordar, en las páginas que prosiguen,
algunas de las particularidades alcanzadas por las prácticas asociativas y de
sociabilidad en el marco de la ciudad de Rosario de entreguerras. Espacio, por
cierto, sumamente rico para efectuar tal análisis, en un tiempo durante el cual
las transformaciones sociales y políticas se aceleraban, haciendo posible
observar los cambios bajo un prisma que supera las interpretaciones propias de
fines del siglo XIX.

El epistolario: fuentes para la historia de la sociabilidad

En el año 2006 fuimos invitadas a trabajar en un archivo que surgía en la


ciudad de Rosario.2 Se trataba de un reservorio particular, puesto que reunía
“las colecciones” de documentos que dos maestras rosarinas habían atesorado
durante su desempeño docente. No eran dos maestras cualesquiera. Ellas, Olga
y Leticia Cossettini, para la escucha argentina en general y para la santafesina
en particular, aluden a renovación pedagógica, escuela activa, crítica al
normalismo y a las pedagogías de corte positivista. Entre los años 1930 y 1950,
llevaron adelante, primero en la ciudad de Rafaela3 y luego en la misma Rosario,
un proyecto de escuela activa que revivía en suelo santafesino las mismas notas
de la experiencia de “Escuela Serena” que Lombardo Radice supo implementar

2 Ciudad situada en la zona sur de la provincia de Santa Fe, Argentina.


3 Ciudad situada en el centro-oeste de la provincia de Santa Fe, Argentina.
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en Italia para la misma época. Si estas actividades robustecían la presencia de


las hermanas Cossettini en el recuerdo de los rosarinos, la nota que vino a
solidificarlas fue la cesantía de los cargos de ambas, decretada por la gestión
peronista en el año 1950. En este punto, ellas se volvieron parte del paisaje
histórico rosarino y, en tal sentido, decidieron legar a dicha ciudad las huellas
de sus prácticas.4
Entonces, cuando ingresamos por primera vez al citado archivo,
encontramos cuadernos de clase, programas, trabajos de los alumnos, diarios de
clase, una biblioteca, los manuscritos de libros que nuestras maestras no
llegaron a publicar, pero también otros que sí habían editado, y, junto a tantos
documentos, hallamos “el epistolario”. Desempolvar aquellas cartas,
cuidadosamente atesoradas, nos reveló un atajo que, al tiempo que nos alejaba
del ideal de maestra que reposa sobre ellas, nos acercaba a la historia de dos
mujeres que supieron tejer intensas redes de sociabilidad para sobrevivir en la
cultura de la época. Se trataba de un epistolario sin libro copiador, es decir, un
corpus de cartas que reunía todo la correspondencia que Olga y Leticia
recibieron desde su graduación como maestras hasta los últimos días de sus
vidas. Poco a poco, fuimos descubriendo la caligrafía de prestigiosas docentes y
administrativos de la educación nacional y provincial, pero también la de
Victoria Ocampo, la de Julio Cortázar, la de Fernando Birri, la de la madre de
Jorge Luis Borges, entre otras. Inspiradas por el hallazgo, entendimos que aquel
reservorio nos abría un sendero para hacer operar la experiencia de Olga y
Leticia en la clave de la sociabilidad.
Adolfo Sánchez Vázquez (1992) afirma que la conducta normativa no se
reduce a la moral y el derecho, sino que también existe otro tipo de
comportamiento normativo que no se identifica con estos últimos, y dentro del
cual figuran las formas de la sociabilidad. Se trata, dice el autor, de un

4 En el año 1987 fallece Olga Cossettini, dejando como herencia a su familia y, por medio de
ésta, a la ciudad de Rosario, todos los vestigios que el tiempo le permitió acumular sobre su
práctica pedagógica –entiéndase por ésta no sólo la efectuada en las aulas, sino también sus
producciones editoriales, conferencias, pinturas, correspondencia, etc. Entonces, será su
hermana Leticia quien, impulsada por un grupo de sus ex alumnos/as, decidió hacer de aquella
herencia un lugar de memoria para la sociedad rosarina. Así, se efectúa la donación al Instituto
de Investigación en Ciencias de la Educación, conocido bajo la sigla IRICE. Desde entonces
comenzaron a realizarse tareas de catalogación y conservación de los fondos documentales para
dar forma al Archivo de las hermanas Cossettini. Pero estas tareas cobraron un mayor impulso
cuando, en el año 2006, el archivo pasó a integrar el patrimonio del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
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sinnúmero de actos regidos por las correspondientes reglas o normas de


convivencia, que cubren el ancho campo –y muy extenso en la vida cotidiana–
de los convencionalismos sociales o del trato social.5
Una de estas normas impuestas socialmente, de uso corriente durante
siglos, fue y, correo electrónico mediante, sigue siendo “la carta”. Por lo cual
estamos en condiciones de afirmar que la escritura de cartas es tanto una
práctica, un hecho de la vida social como así también una forma discursiva. No
hay un modelo de carta, más allá de los manuales y las enseñanzas escolares,
que puedan decir cómo escribirlas; hay tantas cartas como autores, y tantas
cartas como lectores. Su carácter “proteiforme”, dirá Nora Bouvet (2006), no la
resume ni en una situación práctica marcada por la presencia o ausencia de
destinatario; ni en una conducta social, al considerarla como una extensión de la
voz; ni en un referente objetivo dado por su contenido; ni en las
determinaciones exteriores promovidas por las circunstancias; ni en una
motivación interior tendiente a rogar, herir, informar o convencer; ni aún en los
caracteres formales propuestos por una retórica, un estilo. Una carta es el
conjunto de esos elementos “puestos en carta”, es decir, menos un estado de lo
escrito que un movimiento de escritura. La autora define a la carta como medio
de comunicación interpersonal a distancia, en forma de diálogo escrito, que
supone un tiempo y un espacio del emisor distintos de los del receptor,
mediados por una brecha temporal y espacial. Al respecto dirá:
Lo epistolar no es entonces sólo un gesto de comunicación sino
también un gesto de escritura. La especificidad de la escritura
epistolar consiste en mantener en una misma tensión el espacio de las
relaciones vividas y el horizonte de un lazo imaginario abierto en la
distancia por lo escrito (BOUVET, 2006, p. 25).

Si nos situamos en la bisagra de los siglos XIX y XX, rápidamente


advertiremos que el intercambio epistolar resultó el modo más difundido y
adecuado para encontrarse-contactarse a la distancia. Y si bien las mujeres
encontraban poca aceptación en los círculos editoriales y letrados, no sucedía lo
mismo respecto a las escrituras de la intimidad. Junto a los diarios íntimos, las
libretas de notas con consejos de belleza o economía doméstica y los secretarios,
las cartas se postularon como uno de los espacios permitidos para la escritura

5 Sánchez Vázquez define al trato social como “una conducta normativa que trata de regular
formal y exteriormente la convivencia de los individuos en la sociedad, pero sin el apoyo de la
convicción y adhesión íntimas del sujeto (característico de la moral) y sin la imposición
coercitiva del incumplimiento de las reglas (inherentes al derecho)” (1992: 99).
Paula Caldo e Sandra Fernández
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femenina.
Sin dudas, las maestras, por su condición letrada, no quedaron al margen
de la escritura epistolar. Pensemos en las jovencitas que debieron trasladarse
del pueblo a la capital provincial, de la casa paterna al internado, persiguiendo
el objeto de realizar sus estudios. También hagámoslo en el caso de esas mismas
muchachas, que se asentaron luego en lugares impensables para ejercer la
docencia, como les sucedió a las ya legendarias maestras estadounidenses
traídas al país por Sarmiento. Todas, encontrándose lejos de su terruño y sus
afectos, empuñaron la pluma para capitalizar las potencialidades de la escritura
epistolar y, de ese modo, estar cerca de la distancia. Tampoco debemos
desatender el hecho de que la burocracia, que fue calando su espacio dentro de
los engranajes del sistema educativo, alimentó la escritura de epístolas de
carácter administrativo o formal.6
En este marco, el recurso frecuente a la escritura de cartas por parte de las
hermanas Cossettini queda situado y fundido en el paisaje socio cultural de la
época. Así contamos hoy con la cantidad de epístolas que, conservadas y
ordenadas por Leticia Cossettini, conforman el epistolario del archivo.7
Suponemos que ellas son un recorte, el considerado conveniente y
representativo, entre tantas otras que se habrán escrito y que hoy se perdieron
en los vaivenes del tiempo. Lo creemos así porque el gesto de la consignación
lleva, en su reverso, los necesarios usos del olvido o, en palabras de los
archiveros, criterios de selección.
Ahora bien, ya situándonos frente al material y a los efectos de realizar una
descripción interpretativa del mismo, comenzamos esbozando cierta
información numérica. El epistolario cuenta con casi 1.900 cartas, a las que se
suma un corpus de telegramas. Cartas y telegramas, repetimos, en su mayoría
recibidos por Olga y Leticia. En el conjunto, las únicas cartas escritas por las
hermanas son aquéllas enviadas a sus familiares más directos e incluso entre
ambas, durante sus viajes o por motivos laborales que las apartaron de la ciudad

6 Para ampliar información acerca de la problemática de la feminización de la tarea docente en


Argentina, consultar: Mabel Bellucci (1994); María Matilde Ollier y Leandro de Sagastizábal
(1994); Pablo Pineau (2005); Dora Barrancos (2000) y Beatriz Sarlo (1998).
7 La intención de ordenar y conservar de Leticia resulta clara cuando encontramos, al revisar
las cartas, marcas, incorporaciones de datos, que la letra de Leticia imprime, tiempo después,
sobre las epístolas con la intención de fecharlas y clasificarlas. Observación que realizó en una
entrevista informal Javiera Díaz, quien se desempeña como encargada de la catalogación del
Archivo Cossettini.
Paula Caldo e Sandra Fernández
Por los senderos del epistolario: las huellas de la sociabilidad

de Rosario. Esta primera observación nos permite establecer una tipología


bifronte inicial para caracterizar al grupo de epístolas. Uno de esos frentes se
compone de las cartas escritas por otros, entre las cuales encontramos
fundamentalmente el perfil público y profesional de las Cossettini. Allí se les
escribe a las maestras, a la directora, a las colegas, a las autoras de libros o a las
“queridas maestras” –estas son las expresiones de los niños.
El otro frente reúne a las cartas escritas por ellas, donde hallamos a las
hijas, las hermanas, las tías, las mujeres. Por ejemplo, cuando Olga escribe a su
madre y hermana desde Estados Unidos, no habla de proyectos educativos sino
de moda –formatos de sombreros–, de paisajes que la deslumbran –viendo una
ciudad cubierta de nieve por primera vez–, de comidas, museos, de su visita a
los estudios de Walt Disney, de la larga espera que experimentó para conocer al
presidente, de su deslumbramiento ante algún seductor neoyorquino. Aquí,
aparece el perfil de la mujer letrada viajera, avistando una cultura que le resulta
extraña por todos sus flancos, ante la cual se asombra, cuestiona, admira y
describe escribiendo.8
Recapitulemos. A grandes rasgos, nos permitimos desdoblar el archivo en
dos grupos, las cartas escritas por otros a ellas y las que ellas escribieron a sus
familiares. Esta división se funda no sólo en la calidad de emisor-escritor, sino
también en el modo particular en que cada grupo de cartas combina los
elementos del dispositivo o matriz de la escritura epistolar.9 Las cartas escritas
por ellas a sus familiares se distinguen de las otras por los temas cotidianos que
abordan, pero también por el tipo de papel, por el descuido en la prolijidad de la
letra –incluso muchas tienen tachones–, por el tuteo, porque algunas veces se
olvida consignar la fecha. En cambio, en las cartas escritas por otros, sí podemos
delimitar las marcas de cierto estereotipo de escritura epistolar, por el tipo de

8 Cartas de Olga en su viaje a Estados Unidos a fines del año 1941 y los primeros meses del año
1942, en Archivo Cossettini.
9 Nora Bouvet entiende que la escritura de una carta pone en funcionamiento una matriz o
dispositivo colectivo de enunciación particular que proporciona los modos de convertirse en
enunciador; de construir al otro como destinatario y de organizar el tiempo, el espacio y la
temática de la escritura epistolar. En este sentido, “modelos, fórmulas, topos, lugares comunes,
intertextos, toda una retórica, un manual, un archivo: el archivo epistolar, eco de múltiples usos
privados y públicos y de múltiples perspectivas que lo han conformado a lo largo del tiempo”
(BOUVET, 2006: 65). El modo en que cada escritor emplea los elementos del citado dispositivo
representa indicios para rastrear los distintos tipos o estilos epistolares: la carta de amor, la
administrativa, la profesional, la intelectual, la esquela familiar, de condolencias, de saludos, de
visita, etcétera.
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encabezado, el papel membretado, el sello oficial, la fecha rigurosa, el nombre


del destinatario –ya no querida mamá o hermana–, la prolijidad –algunas son
mecanografiadas–, el cuidado en el orden en que se exponen las ideas.
Ahora nos preguntamos: ¿son legítimos los rótulos que empleamos para
nombrar-distinguir los componentes de esta tipología? Rótulos cuyo sentido
alude a la propiedad de la escritura epistolar. En otras palabras, ¿tienen dueños
las cartas? Este último interrogante instala uno de los dilemas del género
epistolar. Ya lo dijo Bajtín: el otro está en nosotros cuando hablamos y, por
ende, cuando escribimos (2002). Esta aseveración es aún más palpable en el
caso de la escritura de cartas. Éstas, perteneciendo a los géneros discursivos
primarios, comparten la simpleza de los enunciados orales, coloquiales y
cotidianos. Toda carta es una señal que se envía en la búsqueda de la respuesta
de un destinatario identificado con nombre y domicilio. En este sentido, para el
análisis, debemos pensar siempre a la carta como parte de un diálogo
fragmentado, donde la respuesta se construye recién cuando el texto escrito
transitó por el circuito postal y tuvo a bien llegar a manos del sujeto cuyo
nombre encabeza el texto. Por este motivo, quien elabora una carta imagina
frente a sí a su interlocutor, prefigura sus gestos, reacciones, expresiones, el
espacio donde la recibe, abre y lee, para posteriormente tramar el enunciado.
Monta y controla esta escena imaginaria, para luego lanzar su escrito al
encuentro de su destinatario. Pero, en aquel viaje, las cartas, por el azar al que
quedan libradas, pueden traicionar al autor: perdiéndose, transformándose,
llegando a las manos equivocadas. En este sentido, se vuelven objetos difíciles
de asignar a un propietario en particular (BOUVET, 2006).
Entonces, volvemos a preguntar-nos: ¿tienen dueños las cartas? ¿Tienen
dueños estas estrofas de un diálogo fragmentado? O, en otros términos,
¿quienes se carteaban con las hermanas Cossettini imaginaron que hoy, aquí,
íbamos a estar leyendo sus epístolas y hablando de historia a partir de ellas?
Probablemente no. Ahora sabemos, gracias a los críticos literarios, que las
cartas son huellas que rebotan en las manos de sus hacedores originales y se
lanzan al futuro y a lectores inciertos.

La sociabilidad durante el viaje. Las cartas de viaje de Olga


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Entre septiembre de 1941 y mayo de 1942, Olga Cossettini viaja a Estados


Unidos gracias a la obtención de una beca Guggenheim. Desde el preciso
instante en que ella se anoticia de haber sido beneficiada con la beca, no dudó y
decidió realizar el viaje. Como directora de una escuela experimental rosarina,
pero, fundamentalmente, como mujer activa y curiosa, entendía que viajar al
país del norte era una posibilidad, imposible de desaprovechar, para recorrer
escuelas y conocer formas didácticas originales. En consecuencia, el clima de
guerra que, por entonces, caracterizaba y asustaba al mundo no la amedrentó.
Asimismo, aunque todo lo hacía temer, en septiembre del año 1941 Estados
Unidos no había ingresado formalmente en la gran conflagración, hecho que
invitaba a viajar a nuestra maestra.
Es importante contar que, cuando “El Argentino” zarpa del puerto de la
ciudad de Buenos Aires, la maestra, ahora viajera, emprende la escritura de sus
“Apuntes de viaje para todos los que me quieren y a quienes quiero”. Aquel
corpus de 18 cartas resulta ser una escotilla apropiada para husmear en las
formas de sociabilidad que nuestra maestra desplegó para sobrevivir en tierras
lejanas; pero también para resignificar los vínculos dejados en Argentina.
El viaje a Estados Unidos es el primero que Olga realiza sola, sin
familiares, colegas o amigos/as. Entonces, en medio de un grupo de gente
extraña y rumbo a un país desconocido, la mujer se reconoce como viajera y se
dispone a buscar amigos. Con tal propósito, elabora una nueva sociabilidad
pautada por la novedad, la diversidad y su propia soledad. Repetidas veces ella
dirá:
Vuelvo al interior del barco y oigo voces de idiomas distintos: inglés,
español, francés, portugués. A pesar de las diferencias, aquí las gentes
se sonríen y se buscan. En la mesa me siento frente a un viejo profesor
de Chicago y junto a un matrimonio santafesino. Somos amigos.10

Ella dice: somos amigos, pero no se conocen, ni siquiera comparten el


mismo idioma. Sin embargo, su relato presupone un denominador común: la
situación de viaje. En consecuencia, por estar obligados a convivir durante
algunos meses en medio del océano, se miran, sonríen y tejen amistad. En este
sentido, las prácticas de sociabilidad son auxiliadas por el concepto de amistad,
en tanto buena disposición al diálogo, camaradería, cordialidad, a los efectos de
poder vivir en un espacio donde todo es extraño.

10 Carta 19 de septiembre de 1941, a bordo de “El Argentino”.


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El barco, al igual que el viaje, son lugares de paso. Olga, como viajera, sabe
quién es, qué hace, con qué fin viaja y adónde tiene que regresar, pero, pese a
ello, los meses de la odisea la convierten en viajera y la predisponen a labrar
nuevos vínculos y relaciones. En este punto, es preciso traer a cuento el
concepto ya citado de sociabilidad, según el cual la sociabilidad es “la aptitud de
vivir en grupos y consolidar los grupos mediante la constitución de asociaciones
voluntarias” (AGULHON, 1994: 55). Asociaciones que pueden ser formales –con
estatutos, reglamentos, comisiones ejecutivas, etcétera– o informales –las
reuniones en los cafés, restaurantes, parques, etcétera–. Justamente, el viaje en
general y el barco en particular son espacios de sociabilidad informal, donde los
protagonistas necesitan trazar relaciones voluntarias. Y Olga, sin representar
ninguna excepción, llama a estas relaciones: amistad.
En tal sentido, nos aventuramos a afirmar que las cartas de Olga se
detienen en dos momentos y espacios de sociabilidad: el tiempo transcurrido en
el barco y su estadía concreta en Estados Unidos. Como ya dijimos, el barco es
un lugar donde todos/as los/as que allí coinciden están de paso. Olga comienza
sus apuntes de viaje ni bien ingresa al barco. Este gesto nos habla de la soledad
y de la añoranza que la mujer experimenta. El deseo de escribir cartas que
rápidamente lleguen a destino implica, por un lado, mantenerse ligada a una
tradición –la escuela Carrasco, su familia en Rosario– y, por otro, al escribir lo
que hace, al leer en el manuscrito de cada carta su nueva situación, va
construyendo el antídoto que le permitirá afrontar y reconocerse en la nueva
circunstancia. Escribir podría implicar escribirse-identidicarse en una nueva
condición, la de viajera. Alguien dijo que la identidad es la respuesta a una
pregunta práctica: quién hizo qué (ARFUCH, 2002); y Olga, en cada carta,
ejecuta un ensayo de respuesta a esta interrogación. Es decir, en cada carta se
describe viajera.
A su vez, ella afirma, desde su primera carta, que “todos son amigos”. Pero
en la oración contigua alude a las diferencias idiomáticas que la separan de sus
compañeros de mesa y del personal doméstico del barco. Durante los primeros
días de su viaje, la afecta un terrible mareo que la obliga a recluirse en su
camarote; entonces dirá:
El mareo me ha tenido mal casi hasta llegar a Santos. Atribuyo el
malestar a la fatiga de los últimos tiempos. La mucama que me atiende
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es muy simpática y muy buena. Nos entendemos bien y es mi primera


amiga de a bordo.11

Superado aquel primer escollo físico, se incorpora al grupo de los viajeros:


Como he descansado bien pienso que el malestar ha pasado y que
seguiré la travesía bien. Tengo buena compañía y la vida en el barco es
tranquila y muy cómoda. Mi compañera de camarote es una
paraguayita de 22 años que va a reunirse con su marido en New York.
Hemos hecho grupo con gente santafesina y dos muchachos porteños
que van becados uno a New York y otro a Canadá.12

Al tiempo que se aleja de su país, va acostumbrándose a vivir de paso;


primero tuvo que superar el mareo y luego acostumbrarse a la comida:
A las ocho todo el mundo se ha desayunado y está en cubierta. Poco a
poco voy acostumbrándome a la comida americana. El menú del
desayuno tiene por lo menos cuarenta platos, de manera que hay para
elegir. Abundan los helados y las tortas en todos los menús y las salsas
están a la orden del día.13

Y finalmente, incorporada a la vida cotidiana del barco, dirá:


En el barco somos todos amigos, Americanos del Norte y del Sud (…)
La esperanza puesta en los Estados Unidos. Todos somos amigos. Por
la mañana nos reunimos en cubierta y jugamos, nadamos y
conversamos hasta la hora del almuerzo. Por la tarde asistimos a
funciones de cine que son muy buenas o caminamos en cubierta
siempre en grupo. El barco es grande y ofrece al viajero comodidades y
ventajas. En mi mesa nos sentamos: un matrimonio joven santafesino
y un profesor de la Universidad de Chicago. Ochenta años y una salud
magnífica unida a una clarísima inteligencia y elevada mentalidad. Es
hijo de un pastor protestante y esta mañana lo sorprendí sentado al
piano acompañándose en unas viejas canciones e himnos religiosos
con una voz clara y bella... Son mis compañeros también varios niños
americanos, argentinos y brasileros todos de viaje hacia New York.
Pero hay a bordo un personaje que merece mencionarse. Es el mozo
que atiende nuestra mesa. Un escocés con 40 años de vida en el mar.
Su magnífico humor que usa oportunamente y con gran sentido de la
broma mantiene en permanente alegría las horas de la comida. Se ha
convertido en una especie de director que dispone las comidas, las
tortas y los helados que más nos convienen en cada comida, que nos
hace bromas y chistes, claro está, todo en inglés.14

Llegar a New York implicó dejar atrás esos lazos de amistad consolidados
en el barco y lanzarse a la búsqueda de otros nuevos. En aquella gran ciudad,
que la conmovía por sus progresos y magnitud, ella no se sentía totalmente sola,
puesto que percibía el respaldo de la Beca de la Fundación Guggenheim y de las
autoridades de aquella institución. En consecuencia, su primer acto en el país

11 Carta 19 de septiembre de 1941, a bordo de “El Argentino”.


12 Carta 23 de septiembre de 1941, a bordo de “El Argentino”.
13 Carta 25 de septiembre de 1941, a bordo de “El Argentino”.
14 Carta 5 de octubre de 1941, a bordo de “El Argentino”.
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del norte fue acudir a aquellas oficinas. Donde es recibida con cordialidad y
encuentra a Susana, quien será la encargada de guiarla por aquel territorio.
Junto a la agitada agenda que la aguardaba: cargada de visitas a escuelas,
museos, conferencias y entrevistas, la esperaban también nuevas amistades.
Una de ellas era Marie Carrol:
Ayer llegamos con Susana a la casa de Marie Carroll, amiga de Susana
y que vive a 9 millas de la capital. Su casa en medio del bosque de
robles, pinos, y álamos, es encantadora. Algo del encanto y la
simplicidad de estos sueños de niña imaginándonos en una casa en el
bosque a través de los cuentos. Los pájaros cantan al amanecer en coro
que me recuerdan al nuestro. Los manzanos cargados de frutas
maduras y el prado verde y pequeño que va inclinándose hasta el linde
del bosque, dos vaquitas paciendo. He regresado al día siguiente a la
ciudad para volver a casa de Marie al sábado por la tarde y hacer
tallarines el domingo.15

La comida es uno de los momentos del día en que Olga accede al encuentro
de amigos norteamericanos.
Algunos ricos de esta ciudad acostumbran algunas veces al año a
invitar a los estudiantes de International House a pasar una tarde o un
fin de semana en sus propiedades y hacen ellos mismos los honores de
la casa. Hoy fuimos invitados por los DODGE –lo escribo en grande
para significar los millones– a pasar la tarde en una de sus casas de
campo a pocas millas de New York. Una magnífica casa del siglo XVIII
con un maravilloso parque a orillas del Hudson. El matrimonio Dodge,
una hija y algunos parientes nos esperaban y poniendo la casa a
nuestra disposición atendían a los invitados familiarmente mientras
que las señoras… en cada sala junto a una mesa de dulces y bebidas
calientes servían ellas mismas a sus invitados. La casa está llena de
recuerdos, viejos recuerdos de familia, retratos, muebles, utensilios y
vitrinas repletas de objetos recogidos de sus viajes. Simple el ambiente
y cálida la acogida. El otoño en el parque es un ensueño.16

Conoce la sociabilidad burguesa, pero también se introduce en las veladas


de los intelectuales:
Los buenos amigos que encuentro en todas partes me invitan para
conocer diversos aspectos de la educación en la ciudad y me invitan a
cenar. Anoche he pasado una deliciosa velada en casa de una vieja e
ilustrada maestra –65 años– alegre como un pájaro. Me rodeó de
tanto afecto que me sentí conmovida. Después de la cena llegó un
joven americano especialmente invitado para que exhibiera la
estupenda colección de fotos escolares que tomara en Sud América el
año pasado. Un estupendo artista. Participaron de la velada un pastor
protestante y su mujer, un profesor de arte del colegio y su señora. Fue
una noche feliz.17

Los días de Olga transcurren entre museos, conciertos, recitales, caminatas

15 Carta 10 de octubre de 1941, New York, Estados Unidos.


16 Carta 4 de noviembre de 1941, New York, Estados Unidos.
17 Carta 20 de marzo de 1942, Nashville, Estados Unidos.
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y charlas. Sin embargo, en aquellos paseos no se priva de tomar el té frente a la


residencia presidencial, esperando que salga el presidente Roosevelt, de
recorrer aquellas calles, de conocer alguna estrella y de mirar vidrieras. Todo
esto está expresado en sus cartas:
Acabo de ver al presidente Roosevelt y a su señora saliendo de su casa
rumbo al Royal Park. Lo vimos porque vimos un grupo de gente frente
al parque de la residencia presidencial y preguntamos qué sucedía.
Nos dijeron que pronto saldría el presidente. Nos unimos al grupo y al
poco tiempo salió. Lo recibimos con aplausos y él nos dedicó toda su
amplia y bella sonrisa unida a su saludo con la mano. Por prescripción
medica pasa sus fines de semana alejado de toda actividad. Su salud
está quebrantada y se debe mucho a su pueblo y a los pueblos de
América… Después de este felicísimo y ensoñado momento…18

Conocer a Roosevelt es para ella un hecho feliz, de ensueños. Sin dudas,


aquel hombre representa la imagen del estadista demócrata que custodia el
orden de este país en particular y de América en general.19 ¿Será que Olga ve en
él al presidente del Imperio?
Pero Olga no sólo admira a Estados Unidos por sus mandatarios, sino
también por sus barrios, lugares emblemáticos y estrellas de cine:
Ayer no hubo clase por celebrar el nacimiento de Washington. Caminé
todo el día y conocí “Beverly Hill” barrio aristocrático que fue y que
posiblemente sigue siendo refugio de algunas estrellas. Barrio
magnífico de residencias típicamente californianas, preciosos jardines
y calles arboladas de álamos y palmeras. Pero el acontecimiento más
grato del día fue que impensadamente descubrí “la cafetería” donde se
paga el consumo “si usted quiere”. Recuerdo que leímos en La Prensa
un comentario de Obligado sobre estas “Cafeterías” únicas en los
Estados Unidos y creo que en el mundo. No es posible hacerles crónica

18 Carta escrita desde Washington, sin fecha.


19 La posición de Olga no es del todo inocente. En principio, Olga había crecido en una familia
ligada al Partido Demócrata Progresista (PDP). Fundado como Liga del Sur por Lisandro de la
Torre en 1908, el PDP era un partido liberal que representó en sus orígenes a los intereses de
los propietarios rurales santafesinos. Con el correr de los años, el partido amplió sus bases
sociales, logrando adherentes dentro de los pequeños productores rurales y los sectores medios,
en especial los ilustrados, y, por sobre todo, en los grandes centros urbanos de la provincia.
Desde su ideología liberal, el PDP se opuso a la recalcitrante política conservadora de los
gobiernos nacionales de la década del treinta. Luego del golpe de 1930, el PDP ganó las
elecciones de 1931, llegando al poder provincial merced a una progresista constitución
sancionada en 1921; hasta que, finalmente, el Estado nacional decide intervenir la provincia en
1935. Su marcada ideología liberal no sólo llevó al partido y a sus integrantes a enfrentarse con
el gobierno conservador, sino que, además, lo convirtió en uno de los abanderados de la
denuncia antifascista, razón por la cual, ya en la década del cuarenta (1946), integrará la
coalición que enfrentaría en las elecciones a Juan D. Perón. Por otro lado, la ciudad de Rosario,
ámbito de acción de la maestra Cossettini, fue una caja de resonancia singular de la Guerra Civil
Española. La sociedad rosarina dividió sus apoyos entre republicanos y franquistas. Los
primeros recibieron la explícita solidaridad del arco de izquierda encabezado por el PC y el PS,
pero también del Partido Radical y el PDP, a los que se sumaron distintas entidades sindicales –
entre ellas las agrupaciones de maestros, quienes apoyaron sin pruritos al bando republicano.
(VIDELA, 2006; FERNÁNDEZ y ARMIDA, 2000).
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de lo que eso es y Obligado se quedó corto en los detalles.20

Finalmente, además de la tradición gubernamental y de los espacios de la


cultura, Olga se deslumbra con la moda. Cuando ella, en compañía de Susana,
recorre las calles comerciales, queda fascinada ante las vidrieras y desea
comunicar lo que ve a su querida hermana Leticia. Entonces aflora la mirada
femenina de la viajera, provocándola a enunciar:
He visto en algunas vidrieras las primeras modas primaverales. ¡Hay
cosas preciosísimas! Chaquetas muy largas, sombreros pequeños
llenos de flores o vuelos de tul montados sobre el ala. Estampados con
dibujos enormes que me imagino que harán furor entre las mujeres.
Sobre todo las muy maduras que gustan usar sombreros verdes llenos
de plumas o de flores llamativas. No se preocupan por las arrugas ni se
tiñen el pelo pero se visten como primaveras bien florecidas.21

Estos tres segmentos, extraídos de distintas cartas de Olga, nos revelan


que ella admira la sociedad y la cultura estadounidenses porque aquel país es el
espacio donde se concentra el poder: político, económico y simbólico. Su
lectura, lejos de ser crítica, es reivindicativa. En tal sentido, ella se enorgullece
por haber conocido al presidente que dirige el destino del país más poderoso de
América y del mundo. Pero también siente el mismo halago al acceder al barrio
donde viven las estrellas y a las vidrieras de tiendas que direccionan la moda.
Olga rescata la actitud de las señoras estadounidenses que hacen uso de la moda
sin urdir estrategias para ocultar el paso del tiempo.

Un breve cierre

Con este trabajo pretendimos poner en escorzo el análisis de un objeto de


estudio como el epistolario “Cossettini”. La plasticidad de las cartas es
sustancial para abordar una línea de trabajo que tiene como objetivo poner en
superficie los indicadores de vínculos relacionales.
De este modo, trabajamos en pos de elaborar la secuencia que reúne no
sólo la línea conceptual obtenida a partir de la sociabilidad, sino los recursos
metodológicos indispensables para pensar tal sociabilidad puesta en carta.
Las cartas traducen como pocas fuentes este tipo de situaciones
relacionales signadas por la transitoriedad (aparente o real) del encuentro. Son
incandescentes puntos de contacto en las formas del vínculo social establecido

20 Carta 22 de febrero de 1942, Los Angeles, California, Estados Unidos.


21 Ibidem.
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por fuera de las formas intitucionalizadas o formalizadas como redes familiares,


empresariales, políticas, entre otras. Las cartas permiten la visualización de
prácticas y usos propios de la sociabilidad que superan los límites mencionados
más arriba. Las cartas son las huellas escritas de otro tipo de sensibilidad social,
más ligada a lo subjetivo, que, en permanente tensión entre autor/a y
receptor/as, nos habilita a bucear por otro universo: los lábiles marcos de la
sociabilidad informal.

Bibliográfía

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contemporánea. México: Instituto Mora, 1994.
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Corpus documental

COSSETTINI, Olga y COSSETTINI, Leticia. Obras completas. Rosario:


Ediciones AMSAFE, 2001.
Serie epistolario del Archivo Cossettini, IRICE-CONICET, Rosario.

Colaboração recebida em 31/03/2009 e aprovada em 07/07/2009.

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