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IRÈNE NÉMIROVSKY Y CRISTINA

FERNÁNDEZ CUBAS:
DOS VERSIONES DE JEZABEL
A TRAVÉS DE LA TRAGEDIA
ATHALIE DE JEAN RACINE
brae · tomo xcvi· cuaderno cccxiii· enero-junio de 2016

Resumen: El presente trabajo establece las claras conexiones entre la novela de


Iréne Némirovsky y el cuento de Cristina Fernández Cubas no sólo a partir del relato
bíblico sobre la princesa fenicia sino también por el uso, en principio independiente,
de la tragedia de Jean Racine Athalie. Si la autora española elige el nombre de Jeza-
bel para un relato fantástico es porque había leído la escena en que la reina se aparece
como fantasma a su hija con el mismo aspecto con el que había decidido morir fren-
te a su asesino. Ha acabado mezclando la historia bíblica con otra clásica (la de Ifis y
Anaxárete) con el mismo sentido paródico que la comedia de Enrique Jardiel Poncela,
El cadáver del señor García.
Palabras clave: Narrativa y teatro francés y español; mitología clásica y relato bí-
blico.
IRÈNE NÉMIROVSKY AND CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS: TWO VER-
SIONS OF JEZABEL THROUGH JEAN RACINE’S TRAGEDY ATHALIE
Abstract: This paper sets out the clear connections between Iréne Némirovsky’s
novel and the story by Cristina Fernández Cubas, not just on the basis of the biblical
story about the Phoenician princess, but also because of the conceivably independent
use of Jean Racine’s tragedy Athalie. If the Spanish author chose the name Jezabel for
a fantastical story, it was because she had read the scene in which the queen appears
as a ghost before her daughter with the same appearance with which she had decided
to die at the hands of her murderer. She ultimately blended the biblical story with an-
other classic (the tale of Iphis and Anaxarete) with the same parodic sense as Enrique
Jardiel Poncela’s comedy El cadáver del señor García.
Keywords: French and Spanish fiction and theatre; classical mythology and bib-
lical story.
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os novelistas del siglo pasado (una por fortuna lo sigue siendo tam-

D bién del actual) eligieron el nombre de la bíblica Jezabel para titular


uno de sus respectivos relatos. La ucraniana Irène Némirovsky, esta-
blecida en París a los dieciséis años junto a su familia, escribió una novela corta
en cuya portada puso solo la palabra Jézabel (París, 1936) cuando llamaba a su
protagonista Gladys Eysenach, un personaje de ficción en el que pudo proyec-
tar la sombra muy alargada de su madre pero para el que se inspiró en otro
literario del dramaturgo Jean Anouilh. La catalana Cristina Fernández Cubas
(ningún apellido parece propio de su lugar de nacimiento) decidió incluir tam-
bién la misma palabra en el epígrafe de un cuento («La noche de Jezabel») con
el que cerraba el hermoso libro Los altillos de Brumal (Barcelona, 1983) y en el
que bautizaba con ella a uno de sus personajes.
Las dos novelistas no usaron el nombre de Jezabel en vano porque inten-
taron establecer relaciones con la reina de Israel y los personajes con los que
dieron vida a sus respectivas obras. No me cabe duda de que las dos habían
leído los libros del Antiguo Testamento que narran la biografía de la princesa
de una nación (Sidonia) que llegó a ser reina de otra (Israel). Las dos prestaron
especial atención a la crueldad del personaje y a su peculiar manera de afrontar
la muerte que la tradición católica no siempre supo o quiso entender.
En su novela Irène reconstruye la vida de una dama parisina, dudosamente
inspirada en su madre, que al llegar a los sesenta años no sólo no renuncia al
amor sino tampoco a su juventud. Teniendo pareja estable (después de enviu-
dar de su único marido no volvió a casarse para no declarar su verdadera edad)
mató de un disparo a un joven estudiante de veinte años (Bernard Martin) que
le estaba haciendo chantaje no como amante ocasional o gigoló sino como nie-
to del que nunca se había ocupado ni preocupado. Se declara culpable del ase-
sinato ante el tribunal que la obliga a recordar su vida para aclarar su ominosa
acción pero en ningún momento durante el interrogatorio revela su parentes-
co con la víctima: tiene un miedo atroz a dar a conocer sus años (para ocultarlos
ha falsificado la partida de nacimiento) y a admitir que es tan vieja como para
haber sido ya abuela de un muchacho de veinte años.
En un bonito juego de intertextualidad Irène pone en boca de uno de sus
personajes unos versos en francés sobre la reina que justifican el título de su
novela. El personaje que la novelista ucraniana ha elegido para esa función es

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precisamente Bernard Martin, el nieto a quien la protagonista siempre ha ig-


norado para evitar que la llamen y la consideren una abuela. Bernard Martin
recita esos versos para contestar una pregunta que le había formulado uno de
sus vecinos y amigos, Constantin Slotis, sobre la misteriosa dama que lo ha vi-
sitado en su casa (el amigo la cree su amante porque desconoce el parentesco
entre los dos). Es el propio amigo quien los recuerda ante el tribunal que juzga a
Gladys por el asesinato de ese joven de veinte años (Slotis se limita a reproducir
uno de los versos en cuestión al dar por supuesto el resto del episodio):

–«Il m’a récité le songe d’Athalie, monsieur le président.


–Quoi?
–Ma mère Jézabel devant moi s’est montrée…»1

El nieto de la protagonista había elegido para caracterizar a su abuela el pa-


saje más célebre de una de las últimas tragedias de Jean Racine, Athalie (París,
1691), y que debía saberse de memoria por haberlo estudiado en la escuela. El
pasaje de la tragedia francesa fue conocido como el «sueño de Atalía» porque
contiene el diálogo en que la reina Atilia, hija de Jezabel, cuenta a Abner el sue-
ño en que ha visto al espíritu de su madre anunciarle que el Dios de los judíos
estaba preparando contra ella su venganza y a un niño revestido con una tú-
nica resplandeciente clavándole en el pecho una espada hasta la empuñadura.
Atalia describe a su madre como una sombra que aparece con el aspecto pom-
poso que tenía la reina al morir y con un rostro perfectamente maquillado para
combatir el ultraje de los años:

Un songe (me devrais-je inquiéter d’un songe?)


Entretient dan mon coeur un chagrin qui le ronge.
Je l’évite pendant l’horreur d’une profonde nuit.
Ma mère Jézabel devant moi s’est montrée.
1
Irène Némirovsky, Jézabel, París, Librairie Générale Française, 2011, pág. 44; hay traduc-
ción al castellano por José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Anagrama, 2012, pág. 41. Para
las posteriores citas de la novela hemos utilizado siempre las dos ediciones, y nos hemos limi-
tado a consignar el número de la página entre paréntesis inmediatamente después de la trans-
cripción del texto.

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Comme au jour de sa mort pompeusement parée.


Ses malheurs n’avaient poin abattu sa fierté;
Meme elle avait encore cet éclat emprunté
Don’t elle eut soin de peindre et d’orner son visage
Pour réparer des ans l’irréparable outrage […]
Son ombre vers mon lit a paru se baisser;
Et moi, je lui tendais les mains pour l’embrasser…2

En su tragedia Jean Racine representa los últimos días del reinado de Atalía,
la hija de Jezabel, en Judá. Aparte de recibir la visita del espíritu (o la sombra)
de su madre, la reina también ha contemplado en el sueño y en la realidad la
imagen de un niño (es su nieto Joás) que ha de ocupar su lugar en el trono
como digno descendiente de David. En la tragedia Atalia, tras ver y dialogar
con el niño, pide a los tutores que se lo entreguen: el día fijado para hacer efec-
tiva la entrega en el templo de los judíos la reina y sus soldados son rodeados
por los levitas que perfectamente armados la apresan y la conducen fuera del
sagrado recinto para darle muerte con la espada. En varias ocasiones la hija ha
recordado la muerte de su madre pero (salvo en el sueño) no ha mencionado
el acicalamiento con el que la afrontó.
En sus Lecciones de Retórica y poesía (Sevilla, 1828), D. J. Herrera y D. A.
Alvear traducen en castellano casi todos los versos del «sueño de Atalia» para
aducirlos como ejemplo de la descripción sublime:

De noche oscura en el horror profundo


Se apareció delante de mi lecho
Mi madre Jezabel, con el pomposo
Ornamento del día de su muerte.
Humillado no había
su altivez lo espantoso de su muerte;
2
Jean Racine, Bérénice, Phèdre, Athalie, París, Booking International, 1993, págs. 187-188;
Oeuvres Completes, I. Théatre, ed. Raymond Picard, París, Gallimard, 1990, págs. 910-911. Para
la imagen de la reina israelita en el dramaturgo francés, véase Eglal Henein, «De Jocaste a Jéza-
bel: La Politique Maternelle du Compromis chez Racine», Onze nouvelles études sur l’image
de la femme Dans la littérature françoise, París, Tubingen, 1984.

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ni en su rostro faltaba
el mentido esplendor con que solía
suplir el enojoso irreparable
ultraje de la edad […]
No bien estas palabras espantosas
Articuló cuando hacia el lecho mío
Su sombra se acercaba;
Abrazarla intenté…3

Irène se aprovecha de esta imagen que de Jezabel transmite Racine, a quien


debería haber leído en la universidad de la Sorbona donde obtuvo la licencia-
tura de Letras, para crear al personaje de Gradys Eysenach: la mujer que emplea
métodos artificiales (especialmente, el maquillaje) para mantener intacta una
belleza que el tiempo ya empieza a marchitar. La novelista ucraniana insiste
mucho en presentar a su protagonista no solo adquiriendo los productos más
costosos de cosmética sino también usándolos para disimular la mella que la
edad ha hecho en un rostro que ha perdido el brillo de la juventud.
Pero antes de analizar los pasajes en que Irène describe a su protagonista so-
metida a todo tipo de tratamientos artificiales para vencer la inevitable erosión
de los años y prolongar una juventud que se resiste a perder convendrá tratar
las posibles fuentes (fundamentalmente bíblicas) en las que se ha podido basar
el dramaturgo francés para esa visión tan particular y especial de la madre de
Atalia.
Jean Racine se imagina a Jezabel ya vieja porque debió conocer una tradi-
ción que la presentaba con muchos años. En una célebre receta copiada en un
manuscrito del xv, su autor anónimo la menciona ya como septuagenaria, re-
cuperando la salud y la juventud gracias a un tipo especial de agua:

Aqua miraculosa cum qua regina Iezabel septuagenaria et decrepita et


gustosa et paralitica quod quasi in ipsa totus fere spiritus erat mortuus,

3
D. J. Herrera y D. A. Alvear, Lecciones de Retórica y Poética, Sevilla, 1828, págs. 79-80.

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facta fuit in tantum sana et iuvenis, quod viro quincuagenario voluit


copulari4 .
[‘La reina Jezabel, septuagenaria y decrépita y con gota y paralítica, que
casi todo el espíritu tenía muerto, con el agua milagrosa, fue tan sana y
joven que incluso quiso copular con un varón quincuagenario’].

El dramaturgo francés, para el aspecto con que describe la sombra de Jeza-


bel, ha tenido en cuenta el pasaje del Antiguo Testamento que narra la muerte
de la reina. Cuando sabe que Jehú, al que Yahvé ha ungido como nuevo rey de
Israel, ha entrado en palacio, Jezabel se maquilla los ojos y se arregla los cabellos
para recibirlo (2 Reyes 9, 30):

Venit Hieu Hiezrahel porro Hiezabel introitu eius audito depinxit ocu-
los suos stibio et ornavit caput suum et respinxit per fenestram
[‘Finalmente Jehú entró en Jezrael y al oírlo Jezabel se pintó los ojos con
antinomio y embelleció su cabeza y miró por la ventana’].

La aún reina de Israel sabe que Jehú acude al palacio para expulsarla del
trono y matarla, porque es lo que antes ha hecho con sus dos hijos Joram y
Ococías. Estando en una situación tan crítica la reina decide maquillarse (pin-
tarse las cejas y sombrearse los ojos), y no sabemos por qué lo hace: quizá con
sus armas de mujer pretende seducir o agradar a Jehú, o simplemente intenta
afrontar la muerte con dignidad y valentía (algo que por cierto no supieron
hacer sus hijos). La posibilidad de la seducción debería descartarse porque las
primeras y últimas palabras que la reina le dice al nuevo rey no son nada cari-
ñosas y pretenden irritarlo aún más de lo que ya debía estarlo.
Los comentaristas de la Biblia han querido ver en la frase «ornavit caput
suum» (‘embelleció su cabeza’) una alusión al peinado de los cabellos, que
4
Citan el texto Giuseppe Palmero, «Il corpo femmenile tra idea di bellezza e igiene. Cos-
metici, balsami e profumi alla fine del Medioevo», Scienza Della bellezza: natura e tecnologia
(Atti del II Convegno Della Scuola di Specializzacione in Scienza e Tecnologia Cosmetiche
dell’Università di Siena, Siena, 18-19 ottubre 2002), Siena, 2002, pág. 11; y Chiara Crisciani,
«Premesse e promesse di lunga vita», en Vita luonga. Vecchiaia e durata della vita nella tradi-
zione medica e aristotelica antica e medievale, edd. Chiara Crisciani, Luciana Repici y Pietro
B. Rossi, Florencia, Sismel-Edizioni del Galuzzo, 2009, pág. 80, n. 62.

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«podía haber incluido perfumes, colorantes o trenzas»5 . La frase en cuestión,


como veremos en seguida, dio lugar a interpretaciones varias (algunos optaron
por una traducción muy literal), pero hay autores del siglo pasado (Jean Ar-
nouilh, Irène Nemorovsky y Cristina Fernández Cubas) que pusieron especial
énfasis en el perfume y en las trenzas (o rizos) de los personajes que de algún
modo acabaron relacionando con la conflictiva reina de Israel.
Los pocos autores antiguos que prestaron atención a la escena del asesina-
to de Jezabel la han recreado en consonancia con la imagen de mujer adúlte-
ra y prostituta que habían creído que trasmitían las Sagradas Escrituras. En la
primera mitad del siglo xvi, el franciscano fray Juan de Dueñas insistió en su
Espejo de consolación de tristes (Sevilla, 1543) en el embellecimiento de la reina
(ampliando el relato bíblico), que consideró como una medida para aplacar la
ira de Jehú y evitar la muerte:
Entrando, pues, Hieu en Hiecrahel (según parece en el cuarto libro de
los Reyes), como Iezabel supiese su entrada, afeitó su rostro, hizo sus ce-
jas, alcoholó sus ojos, compuso y adornó su cabeza y púsose a una venta-
na para mirar a Hieu y ser vista dél cuando entrase por las puertas de la
ciudad. Hizo esto pensando de atraerle con su hermosura para alcanzar
dél lo que le demandase y suplicase, y así cuando lo vio dijo: «Ruégote
que tengas paz conmigo». Quiso decir: «Ruégote tengas por bien de
haber misericordia de mí y que no muera como han sido muertos los
hijos del rey con los otros que por tus manos y mandamiento han sido
muertos»6 .

En el último cuarto de siglo Juan de Pineda en sus famosos Diálogos fami-


liares de la agricultura cristiana y Alonso de Villegas en su Fructus sanctórum
entendieron que la reina se había acicalado para agradar o enamorar a su ver-
dugo:
La sancta Escritura también condena los afeites y composturas mujeri-
les […] y en la maldita Jezabel, matadora de inocentes, infamadora de
5
John H. Walton, Víctor H. Matthews y Mark W. Chavalas, El trasfondo cultural de cada
pasaje del Antiguo Testamento, Alabama, Editorial Mundo Hispano, 2004, pág. 441.
6
Fray Juan de Dueñas, Primera, segunda y tercera parte del Espejo de consolación de tristes,
Toledo, 1589, pág. 168.

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buenos y robadora de lo ajeno condena el cuarto de los Reyes en el ca-


pítulo nono, que se adornó la cabeza y alcoholó los ojos por contentar
a Jehú, que la hizo luego matar7 .
Y su madre Jezabel, que se puso a la ventana muy compuesta y afeitado
su rostro queriendo enamorar a Jehú, fue por su mandado echada della
y comida de perros8 .

A principios del siglo xvii en su comedia La mujer que manda en casa


(compuesta entre 1621 y 1625), Tirso de Molina lleva a las tablas la vida de Jeza-
bel, a quien en la escena de su muerte también atribuye su acicalamiento a una
estratagema para conquistar con su belleza a Jehu y de esa manera convertirse
en su esposa. En su versión la reina no se pinta los ojos y arregla el peinado sino
que se pone sus mejores joyas:

¡Ea, desdichas,
Acabad conmigo todas!
Pero la industria me avisa
Remedios con que dilate,
Si no venturas, la vida.
Fiada en mi belleza,
Haré al engaño que finja
Amor a Jehú tirano […]
Prometerele mi esposo,
Y si la belleza hechiza [..]
Dame, Criselia, esas joyas;
Galas del cuerpo se vista
Y el alma lutos secretos,
Pues son sustancias distintas9 .
7
Juan de Pineda, Diálogos familiares de la agricultura cristiana, ed. Juan Meseguer Fer-
nández, Madrid, Atlas, 1963-1964.
8
Alonso Villegas, Fructus sanctórum y quinta parte del Flos sanctórum, ed. Josep Lluis
Canet, Valencia, Lemir, 1988.
9
Tirso de Molina, La mujer que manda en casa, ed. Dawn L. Smith, Londres, Támesis,
1985, pág.157. Para la fecha de la comedia del fraile de la merced, véase Rina Walthaus, «Femme

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Pero antes de ser consciente de que iba a morir Jezabel se sienta en su toca-
dor frente a un espejo en que no sólo se contempla a sí misma sino también a
un hombre armado que la amenaza con su espada y a Nabot muerto con las
heridas de la lapidación que ella misma ha ordenado por no haber correspon-
dido a su amor. Frente a ese espejo se ha quitado las tocas para poder peinarse
el cabello y le ha pedido a su criada Criselia la mejor prenda de su vestuario:

Vuelvan a hacer mis cabellos


Con los del sol competencia;
Que yo sé que en mi presencia
Su luz se corrió de vellos.
Riguridad es tenellos
En prisión mientras que lloro;
Estas tocas sin decoro
son cárcel que los maltrataba;
no es bien que linos de plata
escondan madejas de oro […]
Ve, y el vestido mejor
Me saca, mientras divido
Los cabellos que he ofendido
Y el Asia toda celebra;
Ensartaré en cada hebra
Perlas que al Oriente pido.
Golfos de luz surcará
El marfil de aqueste peine10 .

Irène concentra las referencias al maquillaje y acicalamiento cuando el per-


sonaje al que atribuye su uso para combatir los estragos del tiempo empieza a
ser perseguido por el nieto a quien había olvidado por completo y que acaba

forte» y emblema dramático: la Jezabel de Tirso y la Semíramis de Calderón», Actas del V


congreso de la Asociación Internacional del Siglo de Oro (Münster 1999), Madrid-Frankfurt,
Iberoamericana-Vervuert, 2001, págs. 1361-1370.
10
Tirso de Molina, La mujer que manda en casa, ed. cit., pág. 220.

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haciéndole chantaje. La novelista ucraniana también pone énfasis en los arre-


glos que la protagonista llega a hacerse en sus cabellos porque conoce el pasaje
bíblico en que la reina Jezabel también, como hemos podido comprobar, se
adorna los suyos para afrontar la muerte.
La novelista ucraniana ya anticipa al principio de la obra (en el primer capí-
tulo) la característica más importante de Gradys tras haber cumplido los sesen-
ta años y haber conocido a su nieto Bernard Martin. En ese inicio presenta a
su protagonista sentada en el banco de los acusados a punto de prestar declara-
ción ante un jurado que ha de declararla inocente o culpable del asesinato que
ella misma confiesa haber cometido. Después hace intervenir en el juicio a los
diferentes testigos que aportan más información no sólo sobre el suceso sino
también y especialmente sobre la persona que lo ha provocado. Uno de esos
testigos es el vecino y amigo de la víctima, Constantin Slotis, quien confiesa
al tribunal recordar el día exacto en que había visto por primera y última vez
a Gradys. No había podido olvidarlo porque al día siguiente hizo un examen
en el que sacó una pésima nota por culpa de la presencia de la acusada en su
vecindario. Cuando estaba estudiando para ese examen en su habitación le lle-
gó el aroma de un perfume muy intenso que se había colado por debajo de la
puerta. Al oír a la dama abandonar la habitación de la víctima abrió la puer-
ta de la suya para poder identificar la procedencia del aroma. Cuando la cerró,
después de haber visto fugazmente a la persona que lo desprendía, ya no pudo
concentrarse en el estudio perturbado por los intensos efluvios que el perfume
había dejado en su habitación (y eso que la dama nunca llegó a entrar en ella).
Cuando narra las noches en que Bernard Martin acosa a su abuela (el ami-
go y vecino ha recordado una de esas noches), la autora ucraniana multiplica
las referencias a los tratamientos artificiales que se hace ella para engañar al paso
del tiempo y seguir teniendo el mismo aspecto de veinte años antes. Pone tam-
bién especial énfasis en el tinte que utiliza su protagonista para ocultar las canas
y en los peinados que elije para conservar una fisonomía juvenil.
En una de las veces en que lo ha visitado a su casa Bernard Martin ha aver-
gonzado a su abuela no sólo reprochándole que a su edad se obstine en llamar
amante al hombre que suele acompañarla (es Aldo Monti) sino anunciándole
que conoce el terror que tiene a confesar su edad. Al salir a la calle Gladys siente
la necesidad de detenerse en la acera para sacar el espejo y contemplar su rostro

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para comprobar si estaba tan vieja como le había dicho su nieto. Al llegar a su
casa se acuesta y al día siguiente al levantarse de la cama se arranca las cintas
de lana (se las pone para mantener el rostro rígido) para angustiada exclamar
«Quelle déchéance!» y reflexionar sobre la belleza artificial que atesora:

Ces soins, ces secrets, cette jeunesse illusoire, soutenue seulement à force
d’artifices!... Ces crèmes ce fard, cette teinture, ce corset invisible sous les
costumes de bain, l’été… «Pour celles qui n’ont jamais eu la vraie beau-
té, sereine, triomphante, tout cela est supportable, mais pour moi»,
songea-t-elle amèrement (189 y 165).

Nuestra novelista presenta a su protagonista más acicalada que nunca pre-


cisamente la noche en que asesina a su nieto. Si Gladys se pone sus mejores
galas esa noche en principio no es porque piense matar a nadie sino porque
pretende vencer en la batalla que en su transcurso va a dirimirse entre ella y su
rival Jeannine Percier (treinta años más joven) por el amor de Aldo Monti:

Elle, qui n’avait jamais porté d’autres bijoux que ses longs colliers de per-
les, elle avait couvert cette nuit-là de diamants ses bras et sa gorge, car
Jeannine n’avait pas d’aussi belles pierreries […]
Il fallait être belle et qu’à cinq heures du matin, parmi de belles filles fraî-
ches, on ne vît pas les rides paraître sous le maquillage, ni ce masque de
mort qu’ont les vieilles femmes fardées […] Forcer un corps, des jambs
de soixante ans à ne pas connaître la maladie ni la fatigue. Tenir droit
un dos un, lisse, poudré d’ocre, satiné [….] (206-207 y 180).

Como la Jezabel bíblica, Gladys también se había hecho un peinado espe-


cial para esa noche:

Elle regardait dans les glaces le reflet de sa robe blanche, de ses cheveux
teints, mais noués et treces en couronne autour de sa tête, comme au-
trefois… (207 y 181).

Pero Gladys no se ha engalanado con el lujo de su modelo para protago-


nizar un episodio de muerte: no piensa en asesinar a su nieto ni tampoco en

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ser asesinada por él. Sin embargo, en el momento de esa noche en que expe-
rimenta más celos de su rival, recuerda el revólver que lleva en el bolso y que
se había comprado días atrás (pero es ahora precisamente cuando lo menciona
por primera vez):
La jalousie tordait son coeur. Elle serait morte pour arracher à Mon-
ti un sourire, un regard de désir. Elle ressentait un spasme presque vo-
luptueux quand elle regardait Jeannine. Elle songeait au revolver qu’elle
avait acheté, qui était encore dans son sac, sous ses doigts (205-206 y180).

En ese momento nuestra heroína parece incluso dispuesta a cometer un


asesinato: de su rival Jeannine o incluso de su amante Aldo. No justifica en
ninguna ocasión la compra del revólver y su silencio al respecto puede dar pie
a interpretaciones diversas. Pero es posible (y es eso lo que la autora pretende
que creamos) que lo haya adquirido si no para matar a su nieto al menos para
asustarlo y darle algún tipo de lección (o incluso para defenderse de sus acosos
nocturnos).
De alguna manera Irène también está interpretando el episodio final de la
muerte de la reina de Israel como lo habían hecho los autores españoles del
siglo de oro: atribuye al personaje en el que se ha inspirado para el título de
su novela el mismo afán de seducción que Gladys (y no parece que suponga
en las dos una excesiva lujuria que explique su acción, sino un deseo de seguir
ostentando el mismo poder de siempre y preservar un estatus que se resisten a
perder).
Es al cumplir los cincuenta años cuando Gladys empieza a contratar gigolós
en las casa de citas de París. No lo hace por vicio ni tan siquiera por un exceso
de lujuria sino por el deseo de seguir gustando a los hombres y de ocultarles la
edad que tiene:
Peu à peu, cette inquiétude morne qui grandissait en elle l’avait menée
dans les maisons de rendez-vous […] Tu as cinquante ans, cinquante
ans, et jamais tu ne retrouveras ta jeunesse…», ce jour-là, elle alla pour
la première fois dans une maison de rendez-vous, et depuis, chaque fois
que la mélancolie devenait trop amère, chaque fois qu’elle était torturée
par le doute d’elle-même, elle allait passer une hore là (150 y 152; 133 y
135).

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Para su novela Irène pudo inspirarse no sólo en la tragedia de Racine (de la


que llega a citar un verso, como hemos podido comprobar) sino en una obra
de teatro que posiblemente se había publicado unos años antes. Me estoy refi-
riendo al drama que su autor, el escritor francés Jean Anouilh, tituló también
Jézabel (París, 1932), y que incluyó entre las Nouvelles pièces noires (París, 1946)
junto a Antigona, Romeo et Jeannette y Medee.
En su drama Anouilh representa también a una mujer que abusa de los tra-
tamientos artificiales para mantener intacta una belleza que se resiste a perder
por el implacable paso de tiempo. Esta mujer también asesina a un familiar (en
su caso el marido y no el nieto) porque de su muerte depende la conservación
de su actual amante: Gladys dispara contra Bernard porque su nieto ha cogi-
do el teléfono para contarle la verdad a Aldo Monti y la madre (su autor no le
da ningún nombre) envenena a su marido porque pretende robarle un dinero
que le ha pedido su amante. En las dos obras, además, las protagonistas tienen
una relación conflictiva con sus respectivos hijos: Gladys con Thérese y la ma-
dre con Marc. Los vástagos reprochan a sus progenitoras no haberles dedicado
el tiempo suficiente: Marc incluso llega a una evocación bastante edípica de su
madre (especialmente después de haberla sorprendido cuando tenía once años
en la cama con uno de sus amantes).
Jean Anouilh ha debido también tener en cuenta el «sueño de Atalia» de
su colega y paisano Racine (y también tocayo), pero no lo cita para nada (ni
a él ni a ningún otro autor que pudiera haber utilizado para establecer más
explícitamente la correspondencia entre su protagonista y la reina israelita).
El dramaturgo francés presenta al personaje de la madre con la misma ob-
sesión que Gladys por preservar con tratamientos artificiales una belleza que
ya se empieza a marchitar por la edad (en cualquier caso nunca revela la edad
de su personaje). Pensando en la bíblica Jezabel lo muestra preocupado por el
color y la forma de sus cabellos. La madre encuentra una fotografía de cuando
era joven entre las cartas que guarda su hijo Marc, a quien después hace obser-
vaciones que justifican su identificación con la reina de Jezabel de Racine:

¿Por qué no soy joven ahora? (Un largo silencio). Todavía no soy de-
masiado fea, ¿no es cierto, Marc? […] Cuando me quite los rizadores,

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dentro de un rato, ya verás, con este peinador, claro está, parezco una
loca. Se tiene la edad que se quiere, ¿sabes?, la edad del dinero también11 .

La madre en otra ocasión le pregunta a Marc por los colores que le quedan
mejor a sus cabellos, y el hijo le contesta que habría preferido que conservase
los propios de su edad para haber tenido y tener una comunicación más fluida
con ella:

La madre (delante del espejo) […] ¿Te gusta este rubio veneciano? Creo
que estaba mejor cuando me teñía de castaño. Nunca me dices nada.
Marc: Cuánto más fácil sería hablarte si no estuvieras teñida de rubio
veneciano […] Mamá, ¿y si me dejaras ser un poco feliz a mí también,
si aceptaras ser una vieja, como dices? No es nada feo, sabes, una vieja
que todavía es linda, con hermoso pelo blanco, una vieja que se viste de
negro (42-43).

Cuando al final decide renunciar a la prolongación artificial de su juventud,


La madre menciona los tratamientos que le han permitido conservar la belleza
de antaño (entre los que incluye el rizador y los tintes del cabello):

¡Idiota! Con su rouge y sus rizadores para ser linda. ¡Ya no necesito ri-
zadores! Ya no necesito estar rizada (se arranca los rizadores y los arro-
ja por la habitación) ¡Ah, las lindas mechas!... ¡Ah, el hermoso rubio
veneciano que se volvía rojo porque era tintura barata! […] El mío es
amarillo. Amarillo sucio. Podrá seguir amarillo y duro, y colgar a gusto
sobre mis arrugas (se frota la cara). No más rouge, no más polvos, no
más sombra. Como una vieja, una vieja a quien se deja ser fea y sucia en
su rincón sin decirle nada (73).

Pero no está claro si ha fingido esa renuncia porque con sus acciones y ges-
tos demuestra, como se pone de manifiesto en las acotaciones, estar aún muy
preocupada por su aspecto físico (pero con esas acciones pretende estirarse el
11
Jean Anouilh, Antígona. Jezabel, traducción al castellano por Aurora Bernárdez, Buenos
Aires, Losada, 1956, pág. 70. Todas las citas de la obra remiten a esta versión castellana (no me
consta que haya otra): nos limitamos a partir de ahora a ofrecer entre paréntesis el número de
la página después de cada cita del texto.

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IRÈNE NÉMIROVSKY Y CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS… 253

pelo para taparse la cara y deshacer los rizos que cree que se la hermosean o
embellecen):

(La madre va al espejo, se mira, se estira las mechas sobre los ojos) (79).

Reconoce que al resignarse a ser la vieja que ya es no podrá tener amantes


si no es pagando a gigolós (y parece consciente que su actual amante será el
último):

Fue siempre igual y sin embargo esta vez es el último. Soy una vieja ahora.
Nadie querrá saber nada conmigo, aunque sea más cómodo. Ni siquiera
el viajante de comercio entre dos trenes. Tendré que pagar (73).

Por ese motivo ha decidido envenenar a su marido: ha sido el único modo


de robarle sus diez mil francos y darle la mitad al amante que se los ha pedido.
Como Gladys, ha sido capaz de matar para conservar a su último amante, no
tanto por el sentimiento que podía tener hacia él, sino sobre todo para seguir
sintiéndose eternamente joven.
Para la elección del nombre de Jezabel como título de su cuento Cristina
Fernández Cubas también habrá leído el sueño de Atilia de Jean Racine porque
pensando en sus versos ha debido de tener la idea de utilizar a la reina de Israel
para un relato de espíritus y apariciones. No pudo haber hallado en ningún
otro texto el tratamiento de este personaje como sombra que se presenta en
una noche oscura ante su hija para hacerle saber su futuro más inmediato12 .
Cristina ha dividido su cuento («La noche de Jezabel») en dos partes que
tienen en común dos de los personajes que directa o indirectamente las prota-
gonizan y la actividad que realizan en cada una de ellas: la narradora y su amigo
médico en torno a una o varias historias. En la primera parte el médico cuenta
a la narradora una historia de amor que presenta como ingrediente más llama-
tivo y literario el suicidio del amante ante la puerta de la casa de la amada (es
una nueva versión de la fábula de Ifis y Anáxarete). En la segunda parte, esos
12
Un año antes que su libro el novelista francés Pierre Gripari, conocido también por su
relatos de género fantástico, había publicado el drama La mort de Jézabel en el que presenta
a la reina bíblica también pintándose los ojos y maquillándose para recibir a su asesino (Pièces
poètiques. La mort de Jézabel. Médée, Lausana, L’Age d’Homme, 1982, págs. 61-62).

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dos personajes junto a un tercero (precisamente el que lleva el nombre de Je-


zabel) organizan una cena en casa de uno de los tres (la de la narradora) para
alrededor de una chimenea «contar historias de duendes y aparecidos»13 .
En esa velada cuatro de los seis personajes narran diversas historias: el mé-
dico vuelve a contar la historia que ya ha contado en la primera parte (pero la
narradora sólo reproduce un par de párrafos); Jezabel atribuye a sus bisabuelos
un relato que Edgar Allan Poe había compuesto inspirándose en un retrato en
miniatura de su madre; el inglés Mortimer alude a la decapitación del histórico
Roberto Devereux en 1601 por orden de la reina Isabel I para introducir el tema
de los fantasmas y las apariciones; y finalmente el demacrado joven de ojos ne-
gros (cuyo nombre la narradora no ha llegado a retener pero que días después
leería en un periódico al reconocer su rostro en una de sus instantáneas) inten-
ta explicar los fenómenos extraños que han empezado a ocurrir en la casa (se
había ido la luz y el teléfono se ha quedado sin línea) como manifestaciones
modernas (en la época de la electricidad y de las telecomunicaciones) de los es-
píritus y de las fuerzas ocultas. La narradora y Laura se abstienen de intervenir
en la sesión de relatos: la primera de alguna manera participa recogiéndolos to-
dos y la segunda en cambio solo ha aportado sus sonoras carcajadas mientras
oía contarlos a cada uno de sus intérpretes.
Dos de las cuatro historias referidas en el cuento tratan específicamente el
tema de los fantasmas y justifican el título que ha decidido darle su autora: «La
noche de Jezabel» podría aludir también a la noche profunda (y también os-
cura) en que la reina de Israel se aparece en sueños a su hija Atalía. El personaje
de Jezabel posee algunas de las peculiaridades de la reina de la que ha tomado
el nombre: los mismos aires de superioridad y el afán por coleccionar triun-
fos sobre sus rivales (la de Cristina no ha intentado provocar admiración en
el médico, para vengarse de su amiga del colegio y de la universidad, que es la
13
Cristina Fernández Cubas, Mi hermana Elba y Los altillos de Brumal, Barcelona, Tus-
quets, 201313, pág. 180. Todas las citas, consignadas desde este momento con el número de la
página entre paréntesis, pertenecen a esta edición del libro, que no varía con respecto a la pri-
mera de 1988. Dentro del género del relato fantástico lo ha estudiado exclusivamente Asunción
Castro Díez, «El cuento fantástico de Cristina Fernández Cubas», Mujeres novelistas en el pa-
norama literario del siglo xx, ed. Marina Villalba Álvarez, Cuenca, Universidad de Castilla-La
Mancha, 2000, págs. 237-246 (pero especialmente pág. 241).

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narradora, con los acicalamientos característicos de Jezabel sino con un relato


que se ha apropiado de otro autor).
De los seis personajes que asisten a la cena en casa de la narradora sólo uno
es claramente un espíritu. Se trata del personaje de Laura, al que la anfitriona
considera prima de Jezabel, porque su antigua amiga le había anunciado en
la playa la posibilidad de tener que cargar con ella (y al no identificarla con
ningún nombre propicia la confusión que acaba produciéndose en la cena).
La narradora no parece recibir a Laura en la puerta de su casa (como al resto de
sus invitados) sino que se la encuentra en el dormitorio cuando sube a buscar
en su cómoda una prenda de abrigo: la ve frente al espejo «ajustándose un
kimono» tan concentrada en la contemplación de su propia imagen que no
había reparado en su presencia. La misteriosa muchacha, que no encarna la
belleza tradicional, porque es «menudita y rechoncha», se presenta diciendo
su nombre y se disculpa por haberle cogido el kimono pretextando tener la
ropa chorreando por la lluvia.
Durante la velada Laura (la presunta prima de Jezabel) llama la atención
por su conducta: emite ruidosas carcajadas al oír los relatos del resto de invita-
dos (incluso cuando la casa se queda a oscuras por haberse ido la luz o incomu-
nicada por haberse cortado la línea telefónica). Cuando la fiesta ya ha decaído
bastante interrumpe sus risas para anunciar su marcha alegando que ya se ha-
bía hecho tarde. Antes de desaparecer por el pasillo se mira frente al espejo para
llevar a cabo dos operaciones dignas de la reina de Israel (y de paso también co-
munica a la anfitriona que al día siguiente le devolverá el kimono):
Se ciñó el cinturón del kimono y, con aire contrito, retocó su peinado
frente al espejo (199).

Cuando esperaba que Jezabel hiciera algún comentario sobre la conducta


de quien aún creía su prima, la narradora no sale de su asombro al oírle pre-
guntar «¿Hace tiempo que conoces a Laura?» (200). Jezabel, al conocer la
confusión de su anfitriona, se muestra un tanto ofendida al atribuírsele algún
tipo de parentesco con una mujer que más bien podía pasar por la casera de
la casa o la mujer de la limpieza. Aclara que su prima se había tenido que que-
dar en su casa «atiborrada de calmantes y barbitúricos, luchando contra un
insoportable dolor de muelas» (200-201).

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La narradora se da cuenta de que Laura no ha hecho ningún ruido al abrir y


cerrar la puerta en el momento de salir de su casa: había dejado la llave puesta en
la cerradura y había tenido que oírse al darle la vuelta. Tampoco ha percibido
el sonido del motor del automóvil en el que la misteriosa muchacha se había
tenido que desplazar para llegar hasta su casa. Llevada por un afán detectivesco
sube al dormitorio donde Laura unas horas antes se había cambiado de ropa:
no halló ni rastro del vestido empapado que se había quitado para ponerse el
kimono.
La narradora regresa con sus invitados y en su compañía sale al porche: an-
tes, con la ayuda de todos, ha de retirar el pesado sillón que había colocado
frente a la puerta para protegerla de las embestidas de la tempestad y debe ha-
cer girar la llave en la cerradura (si el sillón no se ha movido de sitio y la llave
está en la posición en que la había dejado es evidente que Laura no ha salido
por la puerta). Estando ya en el porche la narradora y sus invitados oyen a sus
espaldas un fuerte golpe contra los cristales de una de sus ventanas: al darse la
vuelta comprueban que no lo produce el aleteo de un pájaro (como había creí-
do en un principio la narradora) sino el kimono de Laura que colgaba de un
alambre y era mecido con fuerza por el viento. Obedeciendo a una indicación
de Mortimer los cinco miran hacia el suelo para leer a la luz de las velas y escrito
en las baldosas un mensaje en que Laura agradece la magnifica noche que ha-
bía pasado en la casa que acababa de abandonar. Al regresar a su interior todos
pudieron comprobar que la luz y la línea telefónica se habían reestablecido.
No puede haber apenas dudas sobre el personaje de Laura: es un espíritu
que se ha manifestado en una noche de tormenta. No guarda más relación con
la Jezabel bíblica que la preocupación de estar bien peinada cuando decide re-
gresar al mundo de los muertos del que parece haber llegado. Tiene un aspecto
físico (es baja y gorda) que en ningún momento recuerda el de la reina bíblica.
El personaje de Jezabel presenta también algún misterio pero se deja iden-
tificar con facilidad como amiga de la infancia y de la juventud de la narradora.
Cuando hace acto de aparición en el café del puerto al que ha llegado casual-
mente la narradora precisa que lo primero que vio de su amiga fue una sombra:

Mi amigo preguntaba a un anciano pescador por sus achaques reumá-


ticos…, y, de pronto, una sombra que yo creí un nubarrón me obligó

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a alzar la vista. Jezabel, mi inseparable compañera de colegio…, se halla-


ba de pie ante mí sonriéndome… Fue entonces cuando el cielo se volvió
repentinamente oscuro, un trueno retumbó sobre nuestras cabezas…
(180).

El médico Arganza narra en la primera parte del cuento una historia de


amor que tiene más ingredientes policíacos que fantásticos. Cuando ejercía su
profesión en un pueblo del interior recibe de madrugada la visita de una pareja
de la guardia civil que había ido a buscarlo para proceder al levantamiento de
un cadáver. Siguiendo a la pareja llega al cobertizo de una casa en cuyo interior
se encuentra tendido en el suelo, en medio de un charco de sangre, el cuerpo
de un hombre que aún sostenía con una de sus manos un puñal y que había
dejado bajo la otra un papel arrugado. El médico primero lo examina para con-
firmar que realmente está muerto y después abandona el cobertizo para dar
una vuelta por la plaza. Al regresar al lugar del suceso al cabo de diez escasos
minutos halla a uno de los guardias sorprendido a la vez que aterrado porque
el cadáver ha desaparecido: él sólo se había ausentado «unos minutos» y su
compañero había ido a despertar al juez de paz.
El médico y el guardia se fijan en el rastro de sangre que ha dejado el cadáver
en su misteriosa huida: comprueban que las huellas conducen al interior de la
casa para retornar al cobertizo y perderse luego por las oscuras calles del pueblo.
Siguiéndolas con la luz de una linterna, después de recorrer unos pocos metros,
descubren el cadáver junto a la puerta cerrada de un caserón. El cuerpo del
difunto sólo presenta dos cambios con respecto al que había examinado en el
cobertizo: llevaba puesta una americana nueva y olía a un fuerte perfume. La
narradora insiste en varias ocasiones en el cambio de aspecto del cadáver de la
primera a la segunda vez en que fue hallado y lo plantea irónicamente como si
tratara del motivo tópico del amor post mortem («el extraño caso del cadáver
que se perfuma más allá de la muerte»):

El difunto vestía una americana nueva, una prenda costosa sobre la que
no había dudado en derramar, con generosidad, chorros de perfume de
olor persistente. Como si la localidad se hallase en fiestas o si se dispusie-
ra a asistir a un baile. Pero todo lo que hizo el pobre difunto fue vestirse

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de esta guisa para morir junto a la puerta de una de las casas principales
de la Plaza (176).

Para el aspecto con que el cadáver aparece en su segunda muerte, nuestra


novelista sin duda ha tenido en cuenta el episodio en que la reina Jezabel se
acicala para recibir a quien sabe que la va a matar. De alguna forma en estas
líneas que acabamos de citar descarta la interpretación tradicional del último
gesto que protagoniza el personaje bíblico: puede dar la impresión de que al
emperifollarse la reina pretendía seducir a su rival (o que el difunto del cuento
lo hace para asistir a una fiesta o a un baile) cuando en realidad no tenía más
propósito que morir con cierta dignidad.
Para los cambios que introduce con respecto al texto bíblico (la reina se
limita a sombrearse los ojos y arreglarse la cabeza), Cristina podía haber tenido
en cuenta la comedia de Tirso: Jezabel pide a su criada, como hemos podido
comprobar, el mejor de sus vestidos para lucirlo ante su asesino (el difunto ha
elegido una americana nueva y muy costosa para presumir de muerte); para el
intenso perfume que exhala el cadáver de su cuento, nuestra novelista podía
haberse inspirado en el incluso más intenso que emana el de Gladys Eysenach
en la novela de Irène Nemirovsky cuando la dama parisina visita a su nieto en
su mísera habitación.
Pero para el motivo del acicalamiento después de la muerte, Cristina, que
lo ha formulado más o menos en estos términos, sin duda ha recordado el fa-
moso «sueño de Atalia» en que la difunta Jezabel se aparece ante su hija como
sombra que aún conserva el ornato que llevaba cuando murió:

Ma mère Jézabel devant moi s’est montrée.


Comme au jour de sa mort pompeusement parée,
Meme elle avait encore cet éclat emprunté
Don’t elle eut soin de peindre et d’orner son visage14 .

Por lo que respecta a la historia que cuenta el médico llama la atención el


tema de la doble muerte: un hombre parece suicidarse primero en el coberti-
zo de una casa que en ningún momento llega a identificarse y después ante la
14
Jean Racine, Bérénice, Phèdre, Athalie, París, pág. 188; y Oeuvres Completes, pág. 911

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puerta del caserón en que vive el alcalde de sesenta años con su bella esposa
de veinte. El médico y también la pareja de la guardia civil deciden ocultar el
traslado del cadáver de un lado a otro y certifican que la muerte ha ocurrido
en el segundo lugar. Los vecinos del pueblo, que ignoran la primera parte de
la historia, difunden dos versiones del trágico suceso:
Algunos aseguraban haber visto desde sus ventanas cómo el joven deses-
perado, momentos antes de expirar, intentaba aferrarse a la aldaba y pe-
dir auxilio. Otros lo rebatían con energía. Porque no pedía auxilio. Se
limitó a pronunciar un nombre de mujer y acariciar, en su caída, el por-
tón que nunca en vida le había sido abierto (176-177).

En la primera versión, unos vecinos consideran que su paisano ha sido ase-


sinado junto a la puerta de la alcaldesa: la víctima se aferra a la aldaba para ha-
cerla golpear a la vez que grita pidiendo auxilio a quienes viven en el caserón;
otros, en cambio, parecen haber visto las mismas dos acciones (acercamiento a
la puerta y gritos antes de expirar) pero las interpretan de manera muy diferen-
te: su paisano, que convertido en un nuevo Ifis se ha suicidado ante la casa de
su amada (la alcaldesa de veinte años), se deja caer junto a su puerta no para gol-
pearla sino para acariciarla a la vez que pronuncia al exhalar el último aliento el
nombre de la mujer que lo ha desdeñado (porque igual que Anaxárete nunca
le abrió la puerta)15 .
Para la segunda versión la autora sin duda ha recordado la fábula de Ifis
y Anaxárete, pero también ha tenido en cuenta las poéticas formas de morir
15
La vida muchas veces imita la literatura, como he podido comprobar al leer en un perió-
dico de Quito (el Extra) la noticia del suicidio de un muchacho que presenta todos los ingre-
dientes de la fábula de Ifis y Anaxárete, incluido el paraclausithyron (literalmente, ‘al lado de
la puerta cerrada’). Me limitó a resumir la crónica que Vanessa Silva escribió el 18 de julio de
2011 sobre el trágico suceso. Lenin Cuenca, de 25 años, bajó del taxi en que había llegado a las
8:00 a la calle Ulpiano Becerra (en Calderón), se detuvo frente a una casa, golpeó varias veces
su puerta y, al comprobar que nadie se la abría y después de hacer varias llamadas con el móvil
(que tampoco le fueron contestadas), sacó un revólver y se quitó la vida de un solo disparo. El
habitante de la casa frente a la que se había suicidado Lenin, Efran Pachecho, el padre de una
adolescente de 16 años de la que estaba enamorado el difunto, abrió la puerta y se encontró
con el cadáver del muchacho a un lado de la entrada. La otra hija de Efrain (Andrea) declaró
que no entendía por qué el suicida estaba tan obsesionado con su hermana «si ella siempre le
dijo que no» (http://www.extra.ec/ediciones/2011/07/18/cronica).

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de Orfeo y Céix, quienes en su último aliento de vida pronuncian el nombre


de sus esposas16 . Para la primera versión, además de conocidos dramas rurales
(véase n. 19), ha llegado a recrear algunos elementos del mito de Medea, pro-
totipo de la mujer asesina y vengativa. La esposa de Jasón mata primero a la
prometida de su marido y después a los hijos que ha tenido con él: los habitan-
tes de Corinto, lugar en el que la hechicera había decidido instalarse junto a su
familia, la obligan a abandonar la ciudad en el carro de serpientes aladas que le
había regalado su abuelo Helios17 . La muchacha del pequeño pueblo en que su
viejo marido es el alcalde también debe marcharse tras cometer el asesinato de
su amante, pero lo hace en un tren y no en un medio de transporte equivalente
al carro alado (como podría ser un avión).
Entre las dos versiones sobre el trágico suceso, los vecinos acaban decantán-
dose por la del asesinato, porque han llegado a saber que el cartero había recogi-
do cartas en el buzón del pueblo dirigidas a una de las casas del mismo pueblo
16
Para la fábula de la Ifis y Anáxerete en la literatura española, véase Vicente Cristóbal,
Mujer y piedra. El mito de Anaxárete en la liteatura española, Universidad de Huelva, Huel-
va, 2002, y Bienvenido Morros Mestres, «Fortuna literaria de unos versos de Ovidio (Meta-
morfosis, xiv, 718-725): ecdótica e interpretación», Bulletin Hispanique, 116, 2015, en prensa,
y «Interpretación y sentido de unos versos de Ovidio: a propósito del suicidio por amor y de
ecdótica», Nueva Revista de Filología Hispánica, 62 (2014), en prensa. Para el tema del aman-
te que al morir pronuncia el nombre de la amada, Bienvenido Morros Mestres, «La Favola
di Leandro e d’Ero de Bernardo Tasso: fuentes y contaminación con otras fábulas», Studi
Rinascimentali, 11, 2013, págs. 173-198; y «La moralización del Leandro de Boscán: orígenes, di-
fusión e interpretación de una fábula», Studi Aurea, 7, 2013, págs. 199-266. Para la muerte de
Orfeo en la literatura antigua y contemporánea, véase Bienvenido Morros, «El Orfeo homo-
sexual en Los placeres prohibidos de Luis Cernuda», Crítica Hispánica, 35,2, 2013, págs. 87-102,
y «’Diré amargamente cómo te amo’: el deseo prohibido de Luis Cernuda por Serafín Fernán-
dez Ferro», Rivista di Filologia e Letteratura Ispaniche, 16, 2013, págs. 289-323, y «La muerte
de Orfeo en un poema de Los placeres prohibidos de Luis Cernuda.» Minerva. Revista de Fi-
lología Clásica, 27, 2014, 239-269.
17
Para el mito de Medea, véase Andrés Pociña y Aurora López, Versiones de un mito des-
de Grecia hasta hoy, Universidad de Granada, Granada, 2002; y «Versiones poco conocidas
del mito de Medea, I: El seguro contra naufragio de Hoyos y Vincent», Lógos Hellenikós: ho-
menaje al profesor Gaspar Morocho, ed. Jesús María Nieto, Universidad de León, León, 2003,
pp. 729-737. También es muy útil el trabajo de Estela Martínez Cabezón, «El mito de Medea
en las letras hispanas (siglos xiii-xviii)», tesis doctoral dirigida por Jorge Fernández López,
Universidad de La Rioja, 2012.

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y habían descubierto pétalos de rosas esparcidos sobre la tierra en que estaba


enterrado su paisano: dejan de llamarlo «suicida enamorado» para calificarlo
«amante ofendido». Se reafirmaron en su versión después de oír el testimonio
de una anciana que medio ciega aseguraba haber visto en una noche oscura a
una mujer envuelta en una capa negra merodear el lugar donde habían apare-
cido los pétalos de rosas: acabaron identificando a la mujer en cuestión (que el
narrador denomina «loca fantasía») «con los remordimientos de la malma-
ridada» (178). Al descartar el suicidio de su paisano, sufragaron una serie de
misas por su alma y supusieron que la última palabra que salió no tanto de su
boca como de su corazón fue el nombre de Jesús18 .
Nuestra novelista está dando a entender que los habitantes del pueblo lle-
gan a la conclusión (absolutamente errónea) de que la alcaldesa había corres-
pondido al amor de su pretendiente y de que había propiciado directa o indirec-
tamente su muerte. También la autora podría estar sugiriendo que esos habi-
tantes también han deducido que la propia alcaldesa ha asesinado a su amante:
cuando deciden tratarlo de «amante ofendido» es porque creen que su pai-
sano ha acabado siendo rechazado por la alcaldesa; cuando justifican el espar-
cimiento de los pétalos de rosa, que también se lo atribuyen erróneamente a
ella (una vieja se la imagina pero no la ve en el lugar en que aparecen las flores),
como los remordimientos propios de la malcasada es porque interpretan que la
alcaldesa ha querido rendir algún tipo de homenaje (en su condición de esposa
que no es feliz en su matrimonio) al amante al que no habría tenido más reme-
dio que matar (el difunto le habría podido hacer chantaje por no resignarse a
su desamor).
El narrador de la historia, el médico Arganza, el único que junto a la pareja
de guardias civiles la conoce en todos sus términos, parece acabar dando por
buena la versión que los vecinos del pueblo han forjado a partir de falsos testi-
monios (lo son los que aseguran haber visto morir al hombre en la puerta de
18
El motivo del moribundo que pronuncia la palabra Jesús al exhalar el último aliento
aparece ya en Soledades de la vida y desengaños del mundo (1658) de Cristóbal de Lozano. En
la soledad segunda Clemencia decide poner fin a su vida tras la muerte de su marido y en el
instante de rendir su alma dice la palabra Jesús: «La última razón articulada/ (que fue decir
Jesús) cuando en mis brazos/ llegué a mirar cadáver lo que amaba,/ su rostro celestial hecho
pedazos,/ muertas las luces con que me alumbraba» (pág. 54).

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262 BIENVENIDO MORROS MESTRES

la casa del alcalde). En un primer momento Arganza reproduce la imagen que


sus conciudadanos acaban obteniendo de la alcaldesa:

y la imagen de la virtuosa veinteañera, a quien hasta hacía muy poco,


todos compadecían, fue cobrando con irremisible rapidez los rasgos de
una bíblica adúltera, de una castiza malcasada, de una perversa devora-
dora de hombres a los que seducía con los encantos de su cuerpo para
abandonarlos tras saciar sus inconfesables apetitos (177-178).

Al final es la narradora quien advierte la evolución que la historia ha expe-


rimentado con el paso de los años en boca de su amigo, quien la ha acabado
convirtiendo en un auténtico drama rural:

El extraño caso del cadáver que se acicala y perfuma más allá de la muer-
te pasaba a desempeñar un papel secundario; y la desgraciada e indefen-
sa alcaldesa, cuya hermosura se acrecentaba por momentos, terminaba
erigiéndose en la víctima-protagonista de odios ancestrales, envidias so-
terradas y latentes anhelos pasionales y escandalosos acontecimientos.
Arganza había conseguido arrinconar lo inexplicable a favor de un sim-
ple, común y cotidiano drama rural (179)19 .
19
El relato del médico Arganza contiene, en efecto, muchos ingredientes del drama rural.
El más llamativo es el de la esterilidad de la protagonista como causa importante de su infelici-
dad: «precisamente la vivienda del alcalde y su mujer, una agraciada muchacha obligada, por
la pobreza, a entregar su juventud a un arrugado sesentón y a quien la Naturaleza no había
consolado de su infortunio con el regalo de la esperada descendencia» (176). Es la misma si-
tuación que plantea Federico García Lorca en su tragedia Yerma con la única diferencia de la
persona asesinada: si Yerma decide asesinar a su marido porque por su peculiar concepto de la
honra no puede engañarlo con el hombre al que ama, el pastor Víctor, la mujer del alcalde, en
cambio, por no compartir ese mismo concepto de honra, mata a su amante después de haber-
se entregado a él (y quizá lo mata porque tampoco le ha dado hijos). Cuando la narradora del
cuento de Cristina Fernández asegura que Arganza en su versión de la historia había «arrin-
conado» lo inexplicable que había en ella «en favor […] de un drama rural» (179) lo hace
pensando también en los ejemplos del género ofrecidos por Jacinto Benavente, y en concreto
en la protagonista de La Infanzona, quien al final acaba asesinando al padre de su hijo, que
no es, como suponía todo el pueblo, un criado y amante suyo sino su propio hermano (véase
Jacinto Benavente, Dramas rurales. Señora ama-La Malquerida-La Infanzona, ed. Eduardo
Galán, Editorial Magisterio Español y Casals, Madrid, 1994, págs. 207-260).

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El médico acepta una versión adulterada del suceso porque ha ocultado la


primera parte de la historia: la aparición del cadáver en el cobertizo de una casa
con un cuchillo en una mano y con un papel en la otra pero sin llevar aún pues-
ta la americana nueva y perfumada. La narradora deja claro que su amigo ha
quitado importancia a esta parte de la historia porque le ha otorgado un «pa-
pel secundario»: no se está refiriendo al hallazgo del cadáver la primera vez en
otro sitio sino al aspecto que ofrecía junto a la puerta del caserón de la alcaldesa.
Pero al formular esta parte de la historia como el «extraño caso del cadáver que
se acicala y perfuma más allá de la muerte» está llamando la atención sobre la
metamorfosis que experimenta el cadáver del cobertizo a la puerta del caserón
de la Plaza. Da entender que el hombre ya estando muerto decide vestirse con
su mejor prenda y perfumarse para acudir a una segunda cita con la muerte: en
un cuento sobre espíritus y aparecidos no debe sorprender que se abogue por
esta versión del suceso.
Pero tampoco conviene descartar una explicación más lógica y racional de
tan «extraño caso»: el difundo podía no estar muerto del todo y haberse le-
vantado del cobertizo para entrar en la casa, que debería ser la suya, ponerse la
americana nueva, perfumarse y morirse definitivamente en la Plaza. En este su-
puesto es casi seguro que el misterioso amante acabara suicidándose: primero
lo intenta en el cobertizo de su casa y luego se remata frente a la puerta del ca-
serón de su amada (para morir como Ifis y otros amantes que lo han imitado).
Es posible que Cristina Fernández Cubas para esta historia que narra el
médico haya tenido en cuenta una de las primeras comedias de Enrique Jardiel
Poncela, El cadáver del señor García, estrenada el 21 de febrero de 1930 en el
Teatro de la Comedia de Madrid. El dramaturgo madrileño también ofrece una
versión especialmente cómica de la fábula de Ifis y Anaxarete al presentar a su
personaje, el señor García, intentando suicidarse no en la puerta sino dentro
de la casa de su amada. El médico forense que ha de examinar el cadáver para
certificar la muerte del señor en cuestión (antes uno de los vecinos, llamado
Hipo y de profesión médico, tras auscultarle el corazón, ya lo había hecho) se
niega a hacer su trabajo porque recuerda una mala experiencia que tuvo con
otro cadáver que también se había suicidado pero no en casa ajena sino propia.
Necesita contar con cierto detalle ese caso porque sospecha que pueda volver
a repetirse con el muerto al que de momento aún no se ha acercado:

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Pues una noche… No; sí, necesito contarlo; necesito contarlo para con-
vencerme de que aquello no fue una pesadilla… Pues, una noche avisa-
ron al Juzgado de la calle de Espoz y Mina que un señor se había sui-
cidado en su propio domicilio […] Cuando yo acudí, el juez no estaba
allí, porque había tenido que ir antes a un incendio. Llegué. La casa era
triste y lóbrega. Era en el último piso, y la escalera, tortuosa y empinada
[…] El suicida, que estaba en la miseria, se hallaba en una habitación de
techo abuhardillado y telarañoso […] Me acerqué, y cuando ya estaba a
su lado, entonces, ¡se apagó la luz! […] Y ahora viene lo más horrendo,
lo más asqueroso… Encendimos la luz de nuevo, me rehice y me acerqué
otra vez al suicida. El sereno se acercó también. Y ya iba a ponerle una
mano encima…, cuando…, cuando se ¡levantó! […] Fue un caso de mala
pata; porque cinco minutos después se moría de veras y me pudo evitar
aquel trago. Pero desde entonces, a mí, suicidas, no. Yo no reconozco
suicidas. No los reconozco más que de lejos y con la nariz20 .

El forense al final de la comedia debe obligatoriamente cumplir con su obli-


gación porque el juez que lleva el caso ha descubierto que el señor García no se
ha suicidado ni lo han matado de un disparo (quiere saber realmente de qué ha
podido fallecer). Cuando el forense está a punto de tocar su cuerpo, pidiendo a
Dios que no vuelva a repetirse el caso de la calle de Espoz y Mina, el señor Gar-
cía se incorpora del diván en el que estaba tendido. El juez había averiguado
que los sonidos que los vecinos habían identificado como disparos de una pis-
tola no eran tales sino neumáticos de un coche que habían estallado esa noche.
El señor García cuenta que hacía semanas que había planificado el suicidio en
casa de su amada (al enterarse por los periódicos que ella iba a casarse con otro)
y que una noche, al ver abierto el balcón, lo escaló y entró en la salita donde
estaba dispuesto a pegarse un tiro: cuando ya se había llevado la pistola a la sien
y estaba a punto de apretar el gatillo oyó tres tiros y cayó desmayado sobre el
diván. También él, como el resto de los vecinos, había confundido los reven-
tones de unos neumáticos con los disparos de una pistola. La situación es aún
20
Enrique Jardiel Poncela, Tres comedias con un solo ensayo. «Una noche de verano sin
sueño», «El cadáver del señor García», «Margarita, Armando y su padre» y un Ensayo
sobre Teatro seguido de la «Historia» de las tres comedias, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999,
págs. 166-168.

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IRÈNE NÉMIROVSKY Y CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS… 265

más cómica porque el señor García se ha equivocado de balcón y ha entrado


en la casa de otra dama que no era su amada sino una vecina suya.
Las historias que representa Enrique Jardiel Poncela en su comedia y la que
relata el doctor Arganza en el cuento de Cristina Fernández Cubas tienen bas-
tantes puntos en común como para sugerir la posible influencia (más o menos
directa) de una sobre la otra. El dramaturgo madrileño incluye en su obra dos
historias que el forense que las protagoniza se encarga de presentar como casi
idénticas. La historia principal (la que abarca la comedia entera) contiene in-
gredientes que aparecen también en el relato de Cristina: un médico certifica
la defunción de un cuerpo que en un caso no está muerto y que en el otro
también podía no estarlo.
Jardiel Poncela pone en boca del forense una historia aún más similar a
la que cuenta Cristina. El forense y Arganza llegan a reconocer el cadáver de
un suicida en dos ocasiones (es verdad que el forense apenas llega a tocarlo).
Los dos médicos han de esperar muy poco tiempo entre uno y otro reconoci-
miento: cinco minutos el forense y diez Arganza. Los dos médicos padecen
algún tipo de trauma psicológico al creer muerto a quien en un caso no lo está
y en el otro podría también no estarlo.
El dramaturgo y la cuentista conceden también importancia a la nota que
en casi todos los suicidios escribe el protagonista antes de poner fin a su vida.
El señor García y el misterioso personaje al que atiende Arganza la empiezan
prácticamente con la misma frase: «No se culpe a nadie» y «A nadie se cul-
pe». Es verdad que son frases que pueden haber tomado de cualquier escena
similar (o incluso de la propia lengua coloquial) pero su aparición en obras que
tratan paródicamente el mismo tema podría sugerir la posibilidad de que una
influyera directamente sobre la otra21 .
Teniendo en cuenta la historia del dramaturgo madrileño no es descabe-
21
La frase que utiliza el misterioso personaje de Cristina CORDE sólo la documenta en dos
obras (y las dos literarias): El abuelo (novela en cinco jornadas) (1897) de Benito Pérez Galdós
y El curandero de su honra (1926) de Ramón Pérez de Ayala. Los suicidas de estas novelas (la
primera lo es pero dialogada), Pío Coronado y Tigre Juan, son muy diferentes al señor García
y al anónimo amante de nuestro cuento. El primero ni tan siquiera pretende suicidarse por
amor, y ninguno de los dos planea poner fin a sus vidas en casa de la amada (se podría decir
que Tigre Juan sí lo hace porque comparte la suya con su esposa pero tampoco es lo mismo).

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llado pensar en la posibilidad de que el cadáver del cuento estuviera aún vivo
cuando el médico lo examina y lo da por efectivamente muerto. En el fondo
Arganza habría podido reconocer su error no sólo por silenciar ese primer ha-
llazgo del cadáver (a la policía también le conviene ocultarlo porque su obliga-
ción era vigilarlo en todo momento) sino por dar crédito a una versión de la
historia absolutamente falsa.
Para el movimiento del cadáver de un lugar a otro con el cambio de aspecto
ya indicado podría haber aún una segunda versión racional pero no demasia-
do lógica porque señala a la alcaldesa como autora del crimen (que es la versión
que el pueblo y el médico acaban defendiendo por razones muy distintas). En
ese supuesto el médico no habría cometido ningún error al certificar la muerte
del cadáver y habría sido el asesino el que habría trasladado el cadáver del cober-
tizo a la Plaza del pueblo aprovechando los minutos en los que el guardia civil
y el médico se habían ausentado del lugar del crimen: antes de dejarlo frente al
caserón del alcalde el asesino habría entrado en la casa del cobertizo (que sería
la de la víctima) le habría puesto su mejor americana y lo habría perfumado22 .

22
Para el tema de la falsa muerte Cristina Fernández Cubas habría podido inspirarse en la
novela policiaca Jezebel’s Daughter (Leipzig, 1888). Madame Fontaine, que encarna el papel
de Jezabel, es la viuda de un médico y químico que utiliza con fines criminales las dos clases de
venenos de la familia de los Borgia que su marido había logrado recomponer en un laboratorio
alemán: le administra el más letal de los dos a la señora Wagner, quien la ha amenazado con
denunciarla si en un par de días no devuelve los 5.000 florines que ha robado (con esa suma
de dinero Madame Fontaine pretende saldar las deudas contraídas en vida de su marido). La
señora Wagner parece haber muerto tras beber la copa de vino con el veneno pero el médico
encargado de certificar su defunción para el entierro no lo hace porque sospecha que su muer-
te no ha sido por causas naturales (demora su entierro porque pretende provocar la apertura
de una investigación legal sobre el caso): estando en el depósito de cadáveres la señora Wagner
vuelve a la vida. El médico había creído firmemente que la resucitada estaba muerta porque
no había percibido en su cuerpo ninguna señal de vida. El fiel servidor de la señora Wagner,
Jack Straw, un retrasado mental liberado del manicomio londinense de Bedlam, le había dado
a su ama un antídoto para el veneno que la había sumido en una especie de estado cataléptico
que había confundido al médico. Tanto Cristina como Colins deciden (quizá por separado)
que el personaje que han caracterizado como Jezabel intente asesinar a otro que de manera
inesperada retorna a la vida (y solo en el caso español para volver a morir al cabo de pocos mi-
nutos). Los dos autores (inglés y español) han elegido en parte el género de la novela policiaca
como escenario de unas obras que tienen como protagonista a una mujer que representa una

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La persona que habría asesinado al amante y que se habría tomado la mo-


lestia de mover su cadáver podría ser el alcalde o la alcaldesa. Los dos podían
tener un móvil (el alcalde como marido deshonrado y la alcaldesa como la ama-
da hastiada que no halla mejor modo de deshacerse de una amante persistente
y quizá chantajista), pero obrarían contra sus propios intereses al depositar el
cadáver frente a su casa porque se señalarían a sí mismos como los asesinos.
Cualquiera de los dos podía haber trasladado el cuerpo sin vida del amante
con la intención de simular su suicidio: pretenderían de ese modo convertir a
la víctima en un nuevo Ifis. Para aceptar esta versión de los hechos habría que
justificar la falta de referencias por parte de los vecinos al puñal y al papel ha-
llados junto al cadáver en su primera aparición. El papel se lo deja o la víctima
o el asesino porque el médico al regresar al cobertizo después de su corto pa-
seo por el pueblo se encuentra al guardia civil sosteniéndolo con una mano
temblorosa y con el rostro desencajado por la desaparición del cuerpo sin vida
del amante. El papel no se vuelve a mencionar ninguna vez más (ni tampoco
el puñal): está claro que el médico y los guardias se han encargado de hacerlos
desaparecer porque sólo habrían aparecido en el cobertizo y nunca en la Plaza.
Si los hechos sucedieron como acabamos de explicar habría sido una gran
torpeza por parte del asesino haber dejado en el lugar que mató al amante el
puñal y el papel con los que había pretendido simular su suicidio. Si los veci-
nos hubieran sabido que la víctima había dejado una nota en que pedía que no
se culpara a nadie de su muerte no habrían sido tan partidarios de inculpar a
su alcaldesa. En su versión de los hechos han acabado inventando una historia
de amor en la que dotan a su protagonista de unos rasgos que sin duda recuer-
dan los de la reina Jezabel. Cuando evoca el prototipo de una adúltera bíblica
para significar el concepto que sus conciudadanos tienen de la joven alcaldesa
el joven médico está pensando sin duda en la reina cuyo nombre aparece en el
título del cuento del que también es protagonista. Es posible que la alcaldesa
fuera más Anaxárete que Jezabel, más la «virtuosa veinteañera» que «una bí-
blica adúltera» (177), pero la ocultación de pruebas ha propiciado que entre
sus paisanos prevaleciera más la imagen de la segunda que de la primera.

de las versiones de la reina bíblica (la que ordena el asesinato de otras personas contrarias a sus
intereses).

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Cristina Fernández Cubas ha podido inspirarse en la historia que el forense


cuenta en la comedia de Poncela para crear una bastante similar: su personaje
decide suicidarse en su propio cobertizo pero, al no haberse suicidado del todo,
se levanta, entra en su casa y se dirige en seguida a la de la amada para morir
frente a su puerta y así responsabilizarla a ella de su trágico final: por eso deja la
nota en el cobertizo de su casa (al decidir que su cadáver lo encuentren frente al
caserón de la alcaldesa ya no necesita aportar ningún texto para aclarar la causa
de su muerte). Si a última hora opta por vestirse su mejor prenda y perfumarse
es porque prevé que la amada puede ser de las primeras personas en contemplar
su cadáver al salir de su casa por la mañana (es al menos la previsión que hace Ifis
cuando se cuelga en la puerta de la casa de Anaxárete): pretende en la muerte
ser un digno amante de una alcaldesa que nunca le abrió el portón de su casa.
De la mano de dos excelentes narradoras (mejor la catalana que la francesa)
hemos reconstruido las distintas versiones que se llegaron a difundir de una de
las figuras más controvertidas del Antiguo Testamento: la reina a la que sus
súbitos acabaron asesinando. La novelista francesa se interesó por una Jezabel
que intentaba prolongar el divino tesoro de la juventud con el empleo de tra-
tamientos artificiales (especialmente el maquillaje y el peinado de los cabellos);
la narradora catalana, en cambio, quiso reivindicar la Jezabel que en una no-
che de profundo terror decidió aparecerse en forma de espíritu a su hija Atalia
(por eso llama a su cuento «La noche de Jezabel», en alusión a la noche en que
un cadáver vaga por las calles de un pueblo y especialmente a la noche en que
unos personajes se reúnen para contar historias de aparecidos). Las dos autoras
ofrecieron esas singulares versiones del personaje bíblico a partir de uno de los
pasajes más citados del dramaturgo francés Jean Racine: «el sueño de Atalia».

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