Cuento S
Cuento S
Cuento S
Hace mucho tiempo vivían los tres cerditos con su papá y su mamá. Eran muy felices todos
juntos, pero cuando los tres cerditos crecieron decidieron viajar y descubrir un mundo
nuevo.
Los tres hermanos caminaron muchos días hasta que encontraron el lugar perfecto donde
quedarse.
El primer hermano estaba deseando terminar su casa para poder salir a hacer nuevos
amigos. Así que rápidamente construyó una pequeña y endeble casa de paja y se fue a
disfrutar y a conocer el vecindario.
El hermano mediano, al ver a su hermano, quiso divertirse también. A toda prisa construyo
una casita de madera, que no tenía pinta de aguantar ni el primer viento de otoño.
Pero el tercer cerdito, el más responsable de los tres, pensó que los amigos y los vecinos
seguirían ahí mucho tiempo. Lo más importante era construir una casa resistente, pues no
todos los animales del vecindario eran tan amigables como el conejo o el gorrión. Había
oído que un lobo feroz merodeaba por los alrededores y si no tenías cuidado te podía
comer de un solo bocado.
Pero una vez terminada resultó ser una gran y robusta casa.
A pesar de haber advertido a sus hermanitos de los peligros del bosque, estos no le
hicieron caso y decidieron seguir jugando y bailando.
Una tarde, mientras el primer cerdito descansaba, alguien llamó a la puerta. Toc, toc.
Toc, toc.
El lobo sopló una vez y volvió a soplar y la casita de madera derribó una vez más.
El lobo llegó justo cuando cerraron la puerta, que le dio en sus enormes narices.
Furioso por no haber conseguido atrapar a los dos cerditos, volvió a llamar a la puerta de la
casa del tercer cerdito.
Toc, toc.
Lo que el malvado lobo no sabía era que los cerditos habían preparado una gran marmita
llena de agua hirviendo sobre el fuego de la chimenea.
Cuando el lobo llegó abajo cayó sobre la marmita y se quemó el trasero con el agua. Los
gritos del lobo se escucharon al otro lado del bosque y fue tanta la vergüenza que sintió al
haber sido vencido por los tres cerditos, que nunca más volvió a verse al lobo feroz
merodear por aquel bosque.
Los dos cerditos construyeron una casa de ladrillos y cemento tan resistente como la de su
hermano y, desde aquel día, todos los animalitos viven felices y ya nadie teme al lobo feroz.
FIN
Hace mucho tiempo vivió, en la ciudad de Londres, una jovencita llamada Wendy, que
siempre estaba contando cuentos maravillosos a sus hermanos John y Michael.
Las historias de Wendy eran realmente fascinantes. Peter Pan y Campanilla eran los
protagonistas de todas las aventuras que se vivían en el país de Nunca Jamás.
Aunque Wendy era una gran narradora de cuentos, también era una joven a la que no le
importaba hacerse mayor y asumir ciertas responsabilidades. Wendy entendía que con su
edad debía cuidar y querer a sus pequeños hermanos.
Una noche, cuando su padre, a quien no le gustaban nada los cuentos de su hija, estaba a
punto de salir a cenar con su madre, Wendy comenzó a contar otra de sus historias sobre
Peter Pan.
– Wendy, quieres dejar ya de contar esas cosas a los chicos – grito enojado su padre.
– Déjalos George, son solo cuentos que nada malo les pueden hacer – dijo su madre con
calma.
Cuando sus padres se hubieron marchado, Wendy, Jorge y Michael, se metieron en la cama
para continuar con la aventura de Peter Pan, donde la habían dejado.
De repente, un fuerte viento abrió la ventana de par en par, asustando a los tres pequeños,
que rápidamente se escondieron en sus camas, cubriendo sus rostros con las sábanas.
Cuando recuperaron algo de valor para destaparse, pudieron ver una silueta, que les
resultaba muy familiar, en el alfeizar de la ventana.
– Hola Wendy – dijo Peter Pan – Llevo mucho tiempo escuchando tus cuentos, escondido
en la ventana. Son maravillosos. ¿Os gustaría venir con nosotros al país de Nunca Jamás?
Los Niños Perdidos necesitan a alguien que los cuide y les cuente cuentos, como las
historias que tú narras cada noche a tus hermanos.
– ¡Si, nos encantaría ir con vosotros! – contestó Wendy – Pero…¿cómo vamos a llegar hasta
allí? Nosotros no sabemos volar.
– Bastará con una pizca de polvo mágico de Campanilla y un pensamiento feliz para que
voléis junto a nosotros – explicó Peter.
Y así lo hicieron los niños. No fue difícil encontrar un pensamiento feliz y, en cuanto
Campanilla los hubo rociado de polvo mágico, los tres hermanos salieron volando detrás de
Peter Pan.
Sobrevolaron Londres y cuando atravesaron las nubes que cubrían el oscuro cielo, divisaron
el país de Nunca Jamás.
Rodeada de un mar desconocido, se situaba la Isla donde vivían los Niños Perdidos.
Una vez en tierra, Peter pidió a Campanilla que acompañase a Wendy y a sus hermanos
junto a los Niños Perdidos.
– Si, Peter, yo los acompaño – contestó Campanilla.
Lo que Peter no sabía era que Campanilla estaba muy celosa por la presencia de Wendy y
no estaba dispuesta a que ninguna chica viniese a sustituirla.
Así que la pequeña hada tramó un plan y se adelantó a los invitados, contando a los Niños
Perdidos que un pájaro muy peligroso se acercaba y que todos tenían que derribarlo.
Los niños comenzaron a lanzar piedras hasta conseguir derribar al enemigo, aunque en
realidad a quien derribaron fue a Wendy.
Cuando Peter se enteró de lo que había hecho Campanilla, la desterró de la Isla. Gracias a
Wendy, Peter Pan redujo el castigo a una semana.
Los Niños Perdidos acogieron con alegría a Wendy y a sus hermanos y les enseñaron su
hogar subterráneo, construido entre las raíces de un árbol.
Todos les advirtieron de que aquel lugar era secreto y de que nunca deberían revelar su
localización al temible Capitán Garfio y a sus piratas. Ellos eran los únicos que habían
crecido en Nunca Jamás y además eran enemigos de Peter Pan y de los Niños Perdidos.
Allí los niños vivían felices y nunca crecían, porque no querían convertirse en adultos
aburridos y tristes. En Nunca Jamás, los niños eran siempre niños y Peter Pan era el jefe, el
niño que jamás crecería ni se iría de Nunca Jamás.
El Capitán Garfio y sus piratas siempre estaban intentando encontrar el escondite de Peter
Pan.
Mientras Peter enseñaba a Wendy el hogar de las sirenas, pudieron divisar al Capitán
Garfio que llevaba prisionera a la Princesa India.
– Seguro que la ha secuestrado para que su padre, el Jefe Indio, le revele el lugar de
nuestro escondite – dijo Peter Pan.
Sin pensarlo dos veces, Peter Pan se lanzó sobre la barcaza y consiguió rescatar a la
Princesa India.
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– ¡Oh, no! ¿Qué he hecho? – dijo Campanilla arrepentida por haber cometido tal
deslealtad.
– No te preocupes – dijo el Capitán Garfio – Yo sólo quiero enviar un regalo a los Niños
Perdidos… ¡jamás les haría nada malo! – insistió.
Claro está que el Capitán Garfio estaba mintiendo, pues en el regalo había metido muchos
explosivos para acabar con Peter Pan y con su escondite.
Pero Campanilla, que no se fiaba del malvado pirata, voló tan rápido como pudo hasta el
árbol perdido, justo a tiempo para quitar a Peter el regalo que había recibido de Garfio y lo
lanzó tan lejos que solo se pudo ver el humo de la explosión.
Campanilla se disculpó con Peter por haber revelado el escondite y Peter comprendió que
Campanilla estaba realmente arrepentida.
Tras organizar un plan de rescate, Peter voló al barco pirata donde se encontraba Wendy, a
punto de ser obligada a saltar al mar desde una tabla de madera.
– ¡Te cogí! – gritó Peter al rescatar a Wendy justo antes de caer al agua
.
– Gracias Peter, pero aún hay que ayudar a mis hermanos – insistió Wendy muy
preocupada.
Y justo en ese momento aparecieron los Niños Perdidos y asaltaron el barco pirata con sus
tirachinas.
Los piratas huyeron lanzándose a los botes salvavidas y no dejaron de remar hasta que se
les perdió de vista en el horizonte.
Garfio y Peter mantuvieron una lucha feroz, hasta que el Capitán cayó al mar, donde volvió
a ser perseguido por el temible cocodrilo.
– Gracias por esta aventura tan increíble – dijeron los tres hermanos.
Los Niños Perdidos, Campanilla y Peter se despidieron de sus nuevos amigos y rápidamente
pusieron rumbo a las estrellas para atravesarlas hasta llegar al País de Nunca Jamás.
FIN
Cuento. “Ricitos de oro y los tres osos”.
Érase una vez una niña a la que todos conocían como Ricitos de Oro.
A la pequeña le encantaba pasear y recoger flores en el campo. Una mañana, Ricitos de Oro
se alejó algo más de lo normal y acabo perdida en el bosque.
De pronto, vio una preciosa casita a lo lejos y decidió acercarse para pedir ayuda.
Pero cuando llegó no encontró a nadie. Sin embargo, la pequeña, que era bastante curiosa,
decidió entrar en la casa, aunque nadie le había dado permiso.
Dentro, todo era muy acogedor; había flores y unas preciosas cortinas de encaje. Olía a
sopa recién hecha y, de hecho, había tres platos llenos, que parecía que estaban esperando
a ser comidos.
Ricitos de Oro estaba hambrienta, así que decidió comer algo. Probó la comida del plato
más grande, pero estaba demasiado caliente. Entonces, decidió probar la sopa del plato
mediano, pero estaba muy fría. Sin embargo, la sopa del plato pequeño estaba justo a su
gusto, templada, ni muy fría, ni muy caliente y, casi sin darse cuenta, se tomó el plato
entero.
Después, se sintió algo cansada y se dirigió hacia la chimenea, donde también había tres
butacas perfectas para reposar la comida. Se sentó en la primera, pero era demasiado
blanda. Luego, se acomodó en la segunda, pero era una mecedora de madera y a Ricitos le
pareció tremendamente dura. Al fin se sentó en una butaca algo más pequeña, pero muy
cómoda, ni demasiado blanda, ni demasiado dura. Estaba a punto de echar una cabezadita
cuando la butaca se rompió, tal vez era demasiado pequeña para el peso de la niña.
La pequeña siguió curioseando la casa y, al fin, encontró el dormitorio donde había tres
preciosas camas.
Probó la cama más grande y ancha que había en la habitación, pero era tan blanda que casi
se quedó atrapada en ella. De un salto se pasó a la cama mediana, pero era tan dura que
cuando cayó sobre el colchón se hizo un chichón. Algo dolorida y muy cansada se tumbó en
la cama más pequeña. Esta última era tan cómoda que no pudo evitar quedarse
profundamente dormida.
Papá Oso, Mamá Osa y el Pequeño Osito entraron en su casa y notaron algo extraño.
La familia estaba bastante confusa y se acercó a la chimenea para intentar averiguar qué
estaba pasando.
Entonces, Papá Oso se dio cuenta de que su butaca había sido usada. Mamá Osa también
observó que su mecedora no estaba en su lugar de siempre. De pronto, el pequeño Osito
comenzó a llorar – alguien se ha sentado en mi butaca y la ha roto –
El Osito gritó – seguro que ha sido ella la que se ha comido mi sopa y roto mi butaca y
ahora está estropeando mi cama-
La familia de osos estaba bastante enfadada, pues no sabían quién era aquella niña, ni
porqué había entrado en su hogar.
Con tanto alboroto, Ricitos de Oro se despertó y se encontró con los tres osos que la
miraban fijamente.
Fue tal el susto que se llevó que salió de un salto por la ventana y corrió tanto que
rápidamente encontró su casa.
Cuando Ricitos le contó a su madre lo sucedido, esta le dijo – Siento mucho el susto que te
has llevado pequeña, pero cómo crees que se han debido sentir ellos al ver que has
invadido su casa, roto sus pertenencias y alborotado su dormitorio, sin que nadie te
hubiese invitado –
Ricitos de Oro entendió que no debía tomar las cosas de otras personas o animales sin que
le dieran permiso y, arrepentida por su comportamiento, decidió regalar al pequeño oso su
sofá favorito, en compensación por el que le había roto.
Y así fue como una mañana, cuando la familia de osos volvía de pasear, se encontraron un
precioso sofá en la puerta de su casa…y comprendieron que era Ricitos de Oro, que les
pedía disculpas.
FIN
Cuento. “Hansel y Gretel”.
Pues veréis, hace más de mil años vivía una familia muy, pero que muy pobre: El padre y
sus dos hijos, Hansel y Gretel, y la egoísta madrastra, que no veía el momento de echar a
los dos pequeños de la casa.
– Mujer, saldré a cortar leña y seguro que salimos de esta, – contestó el hombre.
-Es imposible. No podemos salir adelante los cuatro. Hay que echar a los niños de casa; de
lo contrario moriremos los cuatro de hambre.
– Eso ni pensarlo, ¿cómo vamos a dejar a los niños abandonados? – insistió el padre.
Mientras los padres discutían en la habitación, Hansel y Gretel escuchaban desde su cuarto.
La pequeña Gretel lloraba desconsolada. Pero Hansel tuvo una idea. Salió sigiloso de la
casa y cogió muchas piedras, que escondió en el bolsillo de su abrigo.
A la mañana siguiente, la madrastra cogió a los niños y los llevó al bosque. Encendió un
fuego y les dio un pedazo de pan a cada uno.
– Quedaos aquí mientras vuestro padre y yo vamos a trabajar, – les dijo la madrastra.
Los niños obedecieron, pero al caer la noche se dieron cuenta de que nadie los iba a
recoger.
Entonces Hansel se levantó y le dijo a su hermana – tranquila Gretel, he dejado caer unas
piedras al venir para que encontremos el camino de vuelta –
El padre estaba tan contento de verlos, que no pudo contener las lágrimas.
Hansel y Gretel escucharon la discusión y Hansel se levantó de la cama para recoger más
piedras, por si volvían a llevarlos al bosque.
Pero en esta ocasión, la malvada mujer había cerrado la habitación para que el niño no
pudiese recoger piedras.
Entonces, la madrastra volvió a llevarlos al bosque, aunque en esta ocasión fueron mucho
más lejos. De nuevo, encendió un fuego y les dio un pedazo de pan a cada uno.
– Quedaos aquí mientras vuestro padre y yo vamos a trabajar. – les dijo la madrastra.
Los niños obedecieron y, al caer la noche, entendieron que de nuevo la madrastra los había
abandonado en el bosque.
Pero cuando los pequeños intentaron buscar las migas de pan, se dieron cuenta de que los
pájaros se las habían comido.
Tristes y solos, los pequeños comenzaron a caminar intentado encontrar algo que les
pareciera familiar para llegar a su hogar. Sus esfuerzos no sirvieron de nada y, al amanecer,
cayeron rendidos junto a un árbol.
Cuando despertaron, pudieron ver, entre los árboles, una casita. Se acercaron para pedir
ayuda y cuál fue su sorpresa, cuando se dieron cuenta de que la casita estaba hecha de
chocolate, mazapán, azúcar y todos los dulces que podían imaginar.
Los hermanitos comenzaron a comer sin pensar en quien podía vivir en aquel dulce lugar.
Tenían tanta hambre que no podían pensar en nada más.
De repente, una anciana mujer, de voz dulce y aspecto endeble, salió de la casa y los invitó
a tomar unos pasteles y un poco de leche.
La anciana los acostó en una limpia y cálida cama y los pequeños durmieron tranquilos.
Pero al amanecer, cuando todo estaba en calma, la anciana agarró del brazo a Hansel y le
encerró en una jaula.
Agarró a la niña y le dijo, tú me ayudarás a dar de comer a tú hermano hasta que esté bien
gordito y, entonces, me lo comeré guisado.
La bruja, que andaba mal de la vista, pedía a Hansel que cada día sacase un dedo para ver si
había engordado. El niño, había cogido un hueso de las comidas que le servían y lo hacía
pasar por su dedo.
La malvada anciana no entendía como podía seguir tan delgado con la cantidad de comida
que le estaba dando.
Harta de esperar a que el niño engordase, un día, decidió que se comería a los dos
hermanos, para compensar la delgadez de ambos.
Hizo a la niña que encendiera el fuego para el caldero y que avivase el calor del horno para
el pan.
Pero Gretel temió que lo que iba a suceder era que la vieja se los iba a comer.
Cuando la bruja le dijo – niña, abre la puerta del horno y comprueba si hay suficiente calor
–, la pequeña se hizo la despistada – Pero señora, yo no tengo fuerza para abrir esta gran
puerta–
La bruja, que ya estaba harta de tanta torpeza, se acercó al horno y lo abrió por sí misma.
Fue en ese momento de despiste, cuando Gretel empujo a la bruja dentro del horno y cerró
la puerta para que no pudiera salir de ahí.
Corrió junto a su hermano para decirle que había acabado con la malvada bruja y los
pequeños se abrazaron de alegría.
Volvieron a la casa para coger algo de comer e intentar regresar a su casa. Fue entonces
cuando encontraron piedras preciosas y joyas escondidas en los cajones de la casa de la
anciana. Se llenaron los bolsillos de aquellos tesoros, cogieron unos trozos de pan y
huyeron de aquel lugar.
Caminaron todo el día, hasta que Hansel vio algo que le resultó familiar – ya estamos a
salvo hermanita, he recordado el camino de vuelta a casa –
Los pequeños llegaron a su casa, donde su padre los recibió con gran alegría y amor, pues
la malvada madrastra, a la que el padre había echado de casa, los había llevado al bosque
sin su consentimiento.
Entonces, los niños comenzaron a sacar todas las piedras preciosas que traían guardadas
en los bolsillos. Los tres rieron y se abrazaron muy felices por haber vuelto a reunir a su
pequeña familia.
FIN