Guerrillera Brasileña. Vida y Muertes de Iara Iavelberg
Guerrillera Brasileña. Vida y Muertes de Iara Iavelberg
Guerrillera Brasileña. Vida y Muertes de Iara Iavelberg
Brasil
Virginia Martínez
Desde siempre los Iavelberg y los Roth se profesaron desprecio mutuo. Los primeros
eran rumanos de Besarabia y no ocultaban su origen campesino; los Roth exhibían con
orgullo la condición de ciudadanos de Budapest, el centro cultural del imperio austro-
húngaro. Unos y otros murieron en los campos de concentración nazis y los pocos que
pudieron escapar llegaron muertos de miedo y de hambre a Brasil.*
Iara (1944-1971) nació en San Pablo y fue la primera de los cuatro hijos del
matrimonio Iavelberg-Roth. Inteligente, seductora y caprichosa, sobresalió en la
Escuela Israelita de Cambuci por la sociabilidad y el buen rendimiento escolar.
A los 16 años se casó con Samuel Haberkorn, un brillante estudiante de medicina.
Amplio y blanco traje de novia, tocado, velo y guantes, imposible imaginar algo más
tradicional que la ceremonia que unió a aquella adolescente, casi niña, con el joven de
22 años cuyos padres soñaban un mejor partido para él. La luna de miel fue brevísima
pues al inminente médico lo ocupaban las prácticas y el internado. Absorbido por la
profesión, no dormía en casa más de dos o tres noches a la semana. Tres meses
después de casada, en visita a los padres, Iara les confesó llorando que aún era virgen.
Amor y revolución
El 31 de marzo de 1964 un golpe de Estado derrocó al presidente João Goulart.
Empresarios, propietarios de los medios de comunicación, latifundistas y la jerarquía de
la Iglesia Católica aplaudieron a la salvadora Revolución de Marzo, que vino a ahogar la
amenaza izquierdista.
Con Iara ocurrió lo que con cientos de jóvenes universitarios de la época: la
radicalización. De la indiferencia pasó al cuestionamiento. La asaltó la interpelación del
sabio Hillel, que le habían enseñado las maestras de la escuela judía: “Si no soy yo,
¿quién? Si no es ahora, ¿cuándo?”.
Una parte de la izquierda brasileña criticaba el “teoricismo” y la “conciliación de clases”
del Partido Comunista, el Partidão, como se le llamaba. Había que romper con el
reformismo y sumarse a la lucha armada, única vía de resistencia a la dictadura y de
transformación de la sociedad. Una de las primeras organizaciones nacida como
alternativa al pcb fue Política Operária (Polop), fundada por intelectuales entre los que
estaban los hermanos Emir y Eder Sader, Theotônio dos Santos y Ruy Mauro Marini.
En 1965 Iara entró a la célula clandestina de Polop que funcionaba en Psicología. El
resto ocurrió casi simultáneamente. Se separó, inició una terapia y comenzó a dar
clases en la facultad. Todo era materia de discusión: la moral burguesa, la virginidad,
el amor. Sus cursos fueron un éxito. Cumplía con las tareas militantes pero se aburría
soberanamente en las reuniones políticas. Para Eder Sader era una mujer inteligente
aunque con una débil formación teórica que le impedía destacarse en discusiones que
siempre tenían fuerte carácter ideológico: “Insumisa, faltaba a las reuniones por
motivos que años después yo consideraría saludables. Su rica existencia no podía ser
contenida dentro de un grupo tan restringido y centralizador”.
La criticaban por sus gustos e ideas; también por la forma de hablar y porque dedicaba
tiempo al arreglo personal. Fanática de Geraldo Vandré, Bob Dylan, los Beatles y
Roberto Carlos, le encantaba el cine de Godard, el de Resnais y el Cinema Novo e inició
a sus compañeras en el feminismo y la obra de Simone de Beauvoir.
Nunca se plegó a lo que llamaba el “paupérrimo racionalismo” de los militantes, que
subestimaba lo individual y lo subjetivo: “Una perversión frecuente en la militancia es
la de reprimir la afectividad. No se puede. Los afectos se mezclan en todo, impregnan
lo político. Creer que basta sólo con combatir es el colmo del voluntarismo. Yo me
siento como una marciana insistiendo en el valor de la vida íntima y de las
confidencias”.
En 1966 conoció al presidente de la Asociación de Estudiantes de Derecho de la
Universidad Católica de San Pablo. José Dirceu ya era un militante de tiempo completo
que dominaba las asambleas y el arte de los acuerdos políticos. La relación fue corta y
borrascosa. Aunque también Dirceu se sintió atraído por su gesto seductor, supo
descubrir la fragilidad escondida en Iara, atormentada por saberse estéril, por haber
perdido el olfato y por el asma que intentaba disimular.
En 1967 tuvo lugar el IV Congreso de Polop. A las mujeres les encargaron las tareas de
“infraestructura”: compras y cocina. Iara protestó y agregó con picardía: “Bien digo yo
que al final una sólo puede enterarse de las cosas en la cama”.
Discutieron sobre el carácter y los métodos de lucha de la revolución brasileña. Las
decisiones de la olas ganaron a un sector que se escindió y junto a militantes de otras
organizaciones crearon la Vanguardia Popular Revolucionaria (vpr). Con grandes dudas,
Iara se integró a la vpr.
Valle de Ribeira
El terror que marcó los primeros años de la dictadura brasileña se asentó en una vasta
arquitectura legal: las ideas centrales de la doctrina de la seguridad nacional relucían
en los actos institucionales y en leyes que periódicamente aprobaba el gobierno. Se
suprimió el hábeas corpus, se instaló la pena de muerte y otras medidas que dejaron al
país prácticamente en estado de sitio. Amparados en esa cobertura, los organismos de
represión se lanzaron a la caza del “enemigo interno”.
En julio de 1969, financiada por empresarios brasileños y por multinacionales como la
Ford y la General Motors, se creó la Operación Bandeirantes. En ella trabajaban sin
interrupción los hombres de inteligencia de las tres armas y del dops, la policía política,
coordinando allanamientos, detenciones, torturas e interrogatorios sin plazo.
Acorraladas, las organizaciones guerrilleras se empantanaban en discusiones sobre
táctica y estrategia, sobre la necesidad de replegarse para salvar algo o de
contragolpear. Muchos militantes sabían que les esperaba la derrota y la muerte pero
no podían abandonar la lucha. Pesaba el compromiso con los fusilados en la calle, con
los reventados en la tortura. Cada congreso concluía con una escisión que se unía
temporalmente a la fracción de otro grupo hasta que –como la fisión del átomo– una
nueva fractura expulsaba partes cada vez más pequeñas.
La creación del foco rural seguía siendo la principal convicción de Lamarca. Ni siquiera
participó en el congreso de la nueva vpr. Nombró a Iara como representante, se liberó
del encierro paulista y se fue a montar una base para la formación de cuadros político-
militares en el Valle de Ribeira, al sur del estado de San Pablo.
En enero de 1970 Iara se incorporó al campamento. Lamarca comandaba el grupo con
sólida disciplina. Durante el día, largas prácticas de entrenamiento; en la noche, lectura
de textos políticos y balance de los compromisos personales. Dormían a la intemperie
en hamacas de nailon agrupadas en círculo. Enloquecidos por los mosquitos, todos
tenían la cara deformada. El almuerzo, arroz y frijoles si había, era de madrugada,
único momento en que el humo podía confundirse con la neblina.
Iara tenía los pies destrozados. Tropezaba y caía. Lamarca se cuidaba de no marchar a
su lado pero la protegía con la mirada. “Todo fue conflictivo para ella. En mi opinión no
tuvo ninguna satisfacción en Ribeira”, testimonió Herbert Daniel, militante de la vpr con
quien compartió la experiencia. Se esforzaba por estar a la altura del comandante,
nunca se quejaba, pero sentía, y sufría, el rechazo del grupo. La acusaban de
entorpecer el trabajo colectivo demorando las marchas, le señalaban incontables
debilidades y errores. Un guerrillero se sinceró en secreto con Daniel: “Es aburrida,
posesiva, floja. Y además huele mal”. Muchos años después, Daniel interpretó el hecho
de una manera que nadie hubiera admitido en aquella época: “Su ‘mal olor’ era el olor
de la carne”. Ella y otra compañera, únicas mujeres en una sociedad masculina,
perturbaban sexualmente.
Después de grandes padecimientos, Iara encontró la oportunidad de contarle a
Lamarca que tenía náuseas y sangrados vaginales. Un estudiante de medicina concluyó
que estaba embarazada. Abandonó el campamento. Su etapa de guerrillera rural había
durado exactamente dos meses.
La recuperación física después de Ribeira no fue fácil. Pálida, delgada, la inflamación de
las piernas no cedía. Un médico le diagnosticó hipotiroidismo. La enfermedad, no la
soñada gravidez, causaban el sangrado y la inflamación. Vivía encerrada en locales,
pendiente de los informativos que todas las noches daban cuenta de las caídas de la
organización. La vpr perdía sus mejores cuadros.
Las detenciones arrojaron información sobre la existencia y ubicación de la base de
Ribeira. El ejército envió 1.500 soldados para aniquilar el foco guerrillero. Lamarca
ordenó desmontar el campo. Nueve hombres quedaron en el valle. Al cabo de cuarenta
días de marcha, vadeando ríos, atravesando pantanos, bajo los bombardeos y el asedio
de helicópteros, lograron romper el cerco. Enfrentaron una patrulla, capturaron un
camión militar e hicieron prisioneros. Sirviéndose de los uniformes que les robaron, los
rebeldes burlaron los controles. Un puñado de hombres mal armados y hambrientos,
resueltos al combate, se imponía a un ejército armado a guerra.
“La guerrilla es viable”, declaró Lamarca en un reportaje que dio en la clandestinidad,
después de Ribeira. La realidad al menos ponía en tela de juicio la afirmación. Los
efectos del “milagro económico” y la euforia por el triunfo en el Mundial de 1970
disminuyeron el impacto de la política represiva. Las campañas oficiales, que tanto
amenazaban como inyectaban entusiasmo a la nación –“Brasil, ámelo o déjelo”, “Brasil,
cuente conmigo”–, encontraban eco en la clase media y aun en sectores populares.
Algunos compañeros propusieron sacar a Lamarca del país. Se negó: “El exilio es el
cementerio de la ideología. No me veo en el exterior, esperando la amnistía que me
permita volver. El perdón es para la madre de ellos, no para nosotros”. Nuevas caídas
lo obligaron a abandonar de urgencia el local donde se escondía. Sin cobertura,
deambuló toda la noche hasta que dio con la casa refugio de Iara. La situación revelaba
la extrema fragilidad de la organización: la vpr secuestraba embajadores para
canjearlos por los guerrilleros presos, pero su dirigente, el hombre más buscado de
Brasil, pasaba la noche en la calle.
Iara también eligió quedarse, aunque fuera para morir. La lucha de Lamarca era la
suya. En marzo de 1971 abandonaron la vpr y se integraron al Movimiento
Revolucionario 8 de Octubre (mr-8). Volverían al campo, a crear el foco rural. En junio
Lamarca se instaló en Buriti Cristalino, un lugar perdido del sertão bahiano. Iara partió
a Salvador.
Todos los compañeros que la conocieron dan testimonio de su obsesión por tener un
hijo. Aun en la clandestinidad visitaba médicos, consultaba tratamientos. Se sentía
embarazada. El triunfo de la revolución les permitiría vivir juntos en granjas colectivas,
donde el niño, el “Mini” como lo llamaban, crecería con los hijos de los campesinos.
Cerco y muerte
Solange Lourenço Gomes irrumpió en una comisaría de Salvador al grito de “Soy una
subversiva”. Temblorosa, la mirada perdida, balbuceaba insistiendo en la
autoacusación. Perplejos, los policías optaron por mandarla a interrogar. No mentía.
Formaba parte de la dirección del mr-8 en Salvador. Habló hasta cansarse. En pocas
horas la represión tuvo una idea exacta de la integración del mr-8 en Bahía. También
denunció al marido y presenció, apática, su interrogatorio y tortura.
En agosto Zé Carlos y César Benjamin, militantes del mr-8, hicieron contacto en una
esquina del centro de Salvador. El primero conocía la zona de Buriti Cristalino, de
donde venía trayendo cartas de Lamarca. El segundo era responsable de ubicar a Iara
en un lugar seguro y de entregarle la preciada correspondencia. Fueron emboscados en
la calle. A Zé Carlos lo detuvieron; César pudo escapar pero en su camioneta quedó un
material invaluable: las cartas de Lamarca, redactadas bajo la forma de diario
personal.
Iara pasó a vivir con una pareja de militantes. Aunque los organismos de inteligencia
ignoraban su presencia en la ciudad, la casa estaba bajo vigilancia pues la pareja
estaba entre los denunciados por Solange.
La madrugada del 20 de agosto una lluvia de disparos y el asfixiante olor de las
bombas lacrimógenas despertaron a los habitantes del edificio Santa Teresita, en
Pituba, un barrio acomodado de Salvador. El coronel Luiz Arthur de Carvalho dirigía el
operativo de cerco a la vivienda: “¡Los del 201, entréguense!”, gritó megáfono en
mano.
Los uniformados detuvieron a los dos militantes que vivían con ella y entraron al
departamento. Lo encontraron vacío. Por el balcón del fondo, Iara había alcanzado la
casa vecina. Acurrucada en el cuarto de servicio, con un 38, esperaba lo que viniera.
Después de montar una ratonera en el 201, dejaron salir a los vecinos. Ya en la calle
un niño pidió permiso para subir a buscar unos cuadernos. Cuando entró a su
dormitorio vio a una mujer joven que se incorporaba pidiéndole silencio. Sólo el dedo
índice sobre los labios. Quizás algún otro gesto reforzó la muda súplica de complicidad.
Los ojos inmensos y congestionados, el silbido del pecho asmático… Asustado, el niño
retrocedió, cerró la puerta y la trancó por fuera. Lo último que escuchó en la
desesperada carrera por ganar la salida del edificio fue el inútil forcejeo de la mujer
para vencer la resistencia de la puerta que acababa de convertirse en una lápida.
Lo que siguió es oscuro, enigmático. El comunicado oficial dice que Iara se pegó un tiro
en el pecho. La cargaron todavía con vida en la camioneta de un vecino. Murió camino
al hospital. En el auto quedaron manchas de sangre y una sandalia.
En poder del diario de Lamarca y con las informaciones que, por cuentagotas, iban
arrancándole a Zé Carlos, los militares mapearon la región y montaron el cerco.
Destrozado, Zé Carlos los oyó preparar, eufóricos, el operativo. Querían capturar al
capitán el 25 de agosto, Día del Soldado, y exponer el cuerpo en el Regimiento de
Quitaúna.
La madrugada del 28, unos cuarenta hombres armados con metralletas entraron en
Buriti Cristalino y transformaron al pueblo en sitio de horror: torturaron campesinos,
fusilaron animales, destruyeron viviendas. “¿Dónde está?”, rugían.
Olderico Barreto disparó su arma cuando oyó la orden de salir del caserío. Quizá los
tiros advirtieran a su hermano Zequinha y a Lamarca, que estaban en el campamento.
Así fue. Los dos lograron salir de la base y marcharon, la noche entera, guiados por el
baqueano Zequinha.
Diez días después llegaron a la propiedad de un primo de Zequinha que, tras darles
cobijo, voló a denunciarlos para ganarse la recompensa ofrecida al que entregara a los
“terroristas”. Una niña, que vio partir al delator, les dio la alarma. Caminaron días y
noches hasta que desembocaron en la caatinga, el desierto brasileño, campo abierto,
suelo raso y espinoso. Lamarca no podía tenerse en pie. Unos campesinos los vieron
avanzar casi arrastrándose. Parecían dos espectros. Zequinha cargaba sobre la espalda
al esquelético capitán. Lamarca ordenando que lo dejara, que al menos uno tenía que
salvarse; Zequinha negándose, que el que es amigo en la vida lo es también en la
muerte.
El 17 de setiembre llegaron a un pueblo cuyo nombre no figura en los mapas. Alguien
sospechó de esos dos desarrapados, tendidos bajo un árbol. Inmediatamente se puso
en marcha la cadena de pequeñas delaciones en la que cada uno puso lo suyo,
buscando protagonismo en la entrega.
“Capitán, están aquí”, gritó Zequinha cuando los vio llegar. Lamarca trató de
incorporarse e instintivamente buscó el 38. Las ráfagas de metralleta lo sacudieron.
Después, tres tiros en el pecho y el último, a quemarropa, en el corazón. Zequinha
corrió, los insultó, se defendió a pedradas. Murió gritando “Abajo la dictadura”. Los
cadáveres fueron llevados a Brotas de Macaúbas. Arrastrados por la calle, quedaron en
exposición en una cancha de fútbol. Los soldados se divertían pateándolos. Cada tanto
se detenían para dar vivas y disparar al aire y retomaban el juego.
Último combate
La dictadura ocultó la muerte de Iara más de un mes. Dicen que congelaron el cadáver
con la intención de atraer a Lamarca. En setiembre, los Iavelberg recibieron una
llamada anónima informándoles del hecho. Al día siguiente la televisión confirmó la
noticia: Iara se había suicidado el 20 de agosto, nadie se había interesado en reclamar
el cuerpo.
La llevaron al cementerio israelita de San Pablo. Siguiendo la tradición judía que
consideraba el suicidio como un crimen contra Dios y contra el hombre, la enterraron
con deshonra, de espaldas al resto de las sepulturas, contra el muro exterior.
En 1996, los tres hermanos Iavelberg pidieron a la comisión administradora del
cementerio autorización para exhumar el cuerpo. Buscaban probar que Iara había sido
asesinada. La sociedad administradora del cementerio rechazó el pedido. Casi diez años
después, la Comisión Especial de Muertos y Desaparecidos Políticos aprobó por
unanimidad la responsabilidad del Estado en los hechos. Aunque no pudieron llegar a
una conclusión definitiva sobre las circunstancias de su muerte, consideraron que había
sido un suicidio forzado. En 2005, el cuerpo de Iara salió del ala reservada a los
suicidas y fue enterrado en el panteón familiar.
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