Análisis Sobre La Realidad de Los DDH
Análisis Sobre La Realidad de Los DDH
Análisis Sobre La Realidad de Los DDH
Introducción
2. Un amplio sector de opinión pública reconoce que la Iglesia es firme defensora de los
derechos humanos. Ya Juan XXIII en la primera parte de su encíclica "Pacem in terris",
asume los derechos enunciados en la Declaración Universal y destaca, también, "los
deberes"; sólo cuando entendamos que los derechos del otro son deberes nuestros,
estamos respondiendo al espíritu y a la intencionalidad profunda y al espíritu de la
Declaración Universal.
Desarrollando la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la dignidad de la persona
humana, los dos últimos Papas han destacado en sus encíclicas sobre las cuestiones
sociales, la necesidad de satisfacer no sólo los derechos individuales sino también los
derechos sociales de todos los ciudadanos y de todos los grupos que integran la sociedad.
En esa línea de diálogo con el mundo moderno, el Vaticano II reconoció el derecho de las
personas a ser ellas mismas, pues "Dios ha querido al hombre en manos de su propia
decisión"1. Asimismo, la Declaración "Sobre la libertad religiosa" deja bien patente la
preocupación y el compromiso de la Iglesia no sólo para impulsar la libertad, sino también
para defender todos los derechos fundamentales de la persona humana. Sobre todo en el
primer año de su pontificado, Juan Pablo II insistió en el derecho de todos a la libertad
religiosa "que está en la base de todas las otras libertades, y va inseparablemente unida a
éstas por razón de esa dignidad que es la persona humana"2.
En 1983 la Santa Sede publicó "La Carta de los Derechos de la Familia" que parte de un
supuesto: "Los derechos de la persona, aunque expresados como derechos del individuo,
tienen una dimensión fundamentalmente social, que halla su expresión innata y vital en la
familia". Por eso la Santa Sede, tras haber consultado a las Conferencias Episcopales,
presentó esa Carta "invitando a los Estados, Organizaciones Internacionales y a todas las
instituciones y personas interesadas, para que promuevan el respeto a los derechos de la
familia y aseguren su efectivo reconocimiento y observancia"3.
3. Reconozcamos, sin embargo, que la Iglesia miró con reservas y desconfianza la
"Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano" (París 1789) -no a la
Declaración Americana de 1776-, e incluso adoptó una postura claramente defensiva e
incluso contraria. Salvo algunas excepciones, el episcopado francés y los mismos Papas
durante cien años, hasta finales del siglo xix, no acertaron a descubrir los contenidos
cristianos latentes en los "derechos del hombre" y en "las libertades modernas". No fueron
conscientes de que lo que entonces consideraban un "cúmulo de errores", no era, en el
fondo, otra cosa que la quinta esencia de la sana tradición elaborada por los Santos Padres,
Santo Tomás y la Escolástica -especialmente Francisco de Vitoria y la Escuela Salmantina-,
y partiendo de la filosofía griega, el derecho romano y los contenidos de la Biblia.
Es verdad que la Revolución Francesa presentaba aquel "núcleo cristiano" envuelto en
actitudes y términos antirreligiosos y violentos, que hacían difícil percibir el esfuerzo sincero
en favor del hombre. Pero, de hecho, no pocos de los miembros de la Iglesia -tanto la
Católica como la Reformada- no acertaron a filtrar con una crítica constructiva, los
elementos negativos de la Revolución, y a centrar su atención en los elementos positivos
que la Declaración contenía.4
Por otra parte, contemplando los postulados de aquella Declaración, con la perspectiva
que nos da la distancia histórica, actualmente nos damos cuenta que estaban motivados por
un egoísmo clasista que se levantaba contra el no menor egoísmo clasista de la nobleza y
de una parte importante del clero, y se cimentaba en la corriente filosófica individualista
liberal. Así, las declaraciones sobre derechos humanos, inspiradas, sometidas y pervertidas
por los intereses bastardos de algunas minorías, fácilmente se reducían a una formalidad
vacía de contenido para las mayorías carentes de poder. En el fondo estaba el
individualismo de la nueva clase burguesa que aseguraba los privilegios de unos pocos a
costa de la pobreza y exclusión sufrida por muchos. Ese individualismo hacia imposible una
libertad para todos.5
7. En sintonía con esa corriente humanista, dentro y fuera de la Iglesia, han surgido y
están surgiendo grupos y movimientos en consonancia con la Declaración Universal, que
van más allá de la misma:
- en el clamor de los pueblos, incluso en los económicamente más pobres, que piden no
sólo la supervivencia de las personas, sino también el respeto a su identidad cultural;
- la afirmación de las nacionalidades que reclaman sus derechos colectivos en el ejercicio
de la libertad y de la autodeterminación;
- en la conciencia universal "se afianzan los valores de la libertad, la democracia, una
gran sensibilidad en los derechos humanos, la justicia, la ecología, la dignidad dela mujer,
etc."8;
- a la vez que "se advierte la necesidad de una renovación espiritual y ética"9.
10. Los convenios o pactos de 1966, de contenido socio-político y cultural12, tienen gran
importancia jurídica y política. Pero la garantía real de los derechos individuales en general,
y particularmente de los socioeconómicos y más aún de los sociales, que son condición
necesaria para satisfacción de los primeros, deja todavía mucho que desear. Sin duda, las
situaciones más escandalosas se dan en los países económicamente menos desarrollados
del hemisferio Sur, donde, según el Banco Mundial, 1.116 millones de personas sobreviven
con menos de un dólar diario "per cápita". Pero como ya denunciamos en el documento La
Iglesia y los pobres, «se confirma para España lo que ya se está detectando hace tiempo en
el área de los países desarrollados, en los que se está consolidando una estructura injusta
de la sociedad llamada de los dos tercios, formada por los ricos, los trabajadores con
empleo estable y buenos sueldos, por un lado, y el tercio restante, condenado a una
miserable supervivencia»13.
12. En el fondo, y como base estructural del sistema, hay mecanismos de dominación que
se infiltran en el ámbito internacional, en la Unión Europea y en nuestra organización
sociopolítica. Refiriéndonos más en concreto a la sociedad española, en la gestión política
se dan frecuentes violaciones de los derechos de las personas. En la organización
económico-social faltan políticas económicas y sociales adecuadas para salvaguardar los
derechos de todos contra los abusos de los más fuertes. En nombre de la "la racionalidad
económica", se ha creado una mentalidad en la que se justifican todo tipo de medidas
políticas sin tener suficientemente en cuenta los costos humanos. La falta de control sobre
las instituciones económico-sociales, desencadena procesos de corrupción que minan la
confianza de los ciudadanos en las instituciones del Estado. Por otra parte, los medios de
comunicación que fomentan nuestra interdependencia, fácilmente aceptan la ideología del
sistema dominante y no favorecen el crecimiento crítico y responsable de los ciudadanos. No
apoyan suficientemente la puesta en práctica de correctivos sociales para impedir que
millones de seres humanos queden excluidos de tener un mínimo bienestar personal,
familiar y social.
13. Si no se pone freno a estos mecanismos con sus intereses egoístas y sus estrategias
perversas, las mismas Conferencias internacionales tales como la del Cairo, pueden
convertirse en plataformas de dominación donde se impone la ley del más fuerte arrollando
los derechos de los débiles. Para evitar esa perversión, en sintonía con el "Pacto
Internacional" de 1966, nuestra Constitución da prioridad a los derechos civiles, políticos,
económicos, sociales y culturales; también por encima de los postulados que van surgiendo
como imperativos para conseguir el ideal de una sociedad cada vez más justa y solidaria.
Siguiendo esta preocupación, debemos velar todos para que no sea así, y sea posible llevar
a cabo nuestro proyecto democrático. Creemos que la Iglesia puede y debe colaborar con
audacia y prudencia a ensanchar los horizontes de la justicia social, y a intensificar en las
conciencias y en las leyes el grado de obligatoriedad. Por tanto, sin la aceptación real y
práctica de los valores de la justicia, la templanza y la solidaridad, una democracia "se
convierte con facilidad en un totalitarismo visible y encubierto, como muestra la historia"14.
14. Durante las últimas décadas muchos cristianos han comprendido bien que tienen un
deber ante los derechos del otro, y han tratado de ser coherentes. Agentes de pastoral,
personas y grupos, impulsados por su fe cristiana, se han comprometido, y se comprometen
de modo eficaz, en la defensa de los derechos humanos fundamentales de los más débiles.
Ayudan lo que pueden a los países más pobres de la tierra y entregan su tiempo para
subsanar en lo posible tanto deterioro humano en el cuarto mundo. Valoramos también
positivamente sus ayudas económicas y sus prestaciones voluntarias; les animamos a seguir
adelante por ese camino. Pero hemos de ser conscientes de que en orden a erradicar la
pobreza es también imprescindible un compromiso político ordenado a combatir las causas
de la misma.
15. Se está imponiendo en el mundo el capitalismo neoliberal como sistema único, con
una característica muy especial: sus leyes económicas son tan lógicas, impersonales e
inexorables que escapan al control de los mismos gobiernos. De ahí la sensación de
impotencia que puede minar el entusiasmo y el compromiso de los cristianos. La resignación
o complicidad más o menos consciente con el sistema, puede ser hoy, incluso, fomentada
por una especie de renacimiento de lo religioso que, a veces, con una buena dosis de
superstición y fanatismo, ante la intemperie busca refugio en un espiritualismo evasivo,
abdicando de la responsabilidad en la transformación del mundo. La tentación de salvarse al
margen de la humanidad y de su realidad histórica, es amenaza constante para los
cristianos. Si aceptamos con realismo la Encarnación, debemos concluir que dicha
responsabilidad es imperativo del evangelio15.
4. En un horizonte de esperanza
16. Es verdad que hay reparos contra los avances ya conseguidos; pero en los últimos
cincuenta años la sociedad internacional y la sociedad española no sólo han cambiado
mucho, sino que, hablando en general, los cambios han sido a mejor. La misma sensibilidad
reivindicativa en personas y pueblos, que hoy hace intolerable lo soportado sin protesta en
otro tiempo, es un signo positivo. Desde la fe cristiana no podemos ser "profetas de
calamidades", pues creemos que nuestro mundo está habitado por el Espíritu, cuyos signos
descubrimos en los anhelos y logros parciales de nuestro tiempo. En esa convicción
pensamos que este mundo tiene porvenir de vida, y aportamos esperanzados la luz que
gratuitamente hemos recibido.
1. Sumando, no restando
18. Según la revelación bíblica, hombre y mujer han sido creados a imagen de Dios (Gén
1,27). La capacidad de pensar y decidir por su cuenta confiere a las personas una dignidad
y unos derechos fundamentales que tienen algo de divino; de ahí su singularidad y
responsabilidad en el conjunto de la creación. El Evangelio de Cristo sobre Dios que ama
gratuitamente a todos sin discriminaciones y hace suya la causa de los más débiles,
proclama que todos hemos nacido para vivir como hijos de Dios y, en consecuencia, para
convivir como hermanos. Según esta fe, la dignidad y los derechos de las personas deben
ser interpretados en toda su verdad e integridad. Ni siquiera los enemigos quedan excluidos
del amor y atención a sus derechos como personas (Mt 5,44).
Anunciamos de nuevo la buena noticia: Dios quiere la vida plena para todos; que gocen
de libertad, que actúen siendo ellos mismos. Pero quiere también, a la vez, que
descubramos en los demás la imagen del Creador y tratemos de vivir solidariamente
procurando rehabilitar a los más indefensos. En esta fe nos unimos a Juan Pablo II quien ya
en su primera encíclica, escribió: "El profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del
hombre se llama evangelio"18.
3. Responsables en el dinamismo creacional
22. Los anhelos y empeños de nuestra sociedad en favor de los derechos humanos, son
también anhelos y empeños de la Iglesia. Por eso nos unimos a todos los hombres de buena
voluntad en proyectos y tareas que hoy deben ser comunes. Y pedimos particularmente a
las comunidades cristianas que, tratando de vivir el evangelio con verdad, presten su
servicio propio en la sociedad de la que forman parte.
1. Unidos al empeño universal
23. Todos los hombres y mujeres, todos los pueblos, incluidos los más débiles, tienen
derecho a ser sujetos activos y responsables en el desarrollo de sí mismos y de la creación
entera. Por eso cada vez resulta más intolerable que los pueblos pobres no puedan forjar su
propia historia. Incluso en los países económicamente más desarrollados un tercio de la
población cuenta solamente en el momento de dar el voto, quedando luego excluido.
24. Este derecho incluye que no sólo se proclamen los derechos individuales para todos
sino que, ya en la práctica, se garanticen los derechos económicos y sociales de todas las
personas y de todos los pueblos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos se
formuló en el primer mundo para defender los derechos individuales; pero, situada en el
contexto económico-social de signo individualista liberal que perdura en la economía de
nuestros días, corremos el peligro de leerla o utilizarla para conseguir únicamente los
propios intereses personales o de grupo, no sólo excluyendo a los más débiles sino también
abusando de ellos. La llamada de atención vale también en el ámbito de las relaciones entre
los pueblos y los Estados:
La organización internacional de los pueblos debe tener como prioridad no sólo objetivos
comerciales sino la defensa de los derechos humanos en todo el mundo. Si no queremos la
destrucción de la humanidad, "es necesario que a la progresiva mundialización de la
economía corresponda siempre más una cultura global de la solidaridad, cuidadosa de las
necesidades de los más débiles"22. Sólo en esa cultura se podrá encontrar solución justa al
apremiante problema de "la deuda externa" que a tantos países pobres impide actuar como
sujetos de su propia historia.
Respecto a la Unión Europea y a la integración de España en la misma, merecen
particular atención dos aspectos relacionados con la solidaridad:
En primer lugar, esa Unión debe tener en cuenta y abrirse a los pueblos más pobres;
debe superar los intereses y egoísmos colectivos en favor de una mayor solidaridad; debe
proceder "con visión planetaria", consciente de que debe estar "al servicio del mundo"23.
Queremos una Europa en que se respire y se practique la solidaridad, tanto para los que
vivimos en este continente como para los que viven en el Tercer Mundo.
Esta Unión Europea también debe garantizar su orientación solidaria dentro de los mismos
pueblos que la integran. Ya en 1993, la Conferencia Episcopal Española manifestó una
cierta sospecha y un deseo que percibía en el pueblo: "Los ciudadanos se preguntan si
poseen información suficiente para corresponsabilizarse en el proyecto; si ha sido
escuchada y si predomina o no la voluntad popular en la dirección de los procedimientos de
integración europea; si predominan las demandas e intereses de los grandes grupos
económicos sobre las finalidades colectivas y el bien común"24.
Si en nuestro proceso económico-político de libertad para todos, no entra la solidaridad
con los más débiles, la libertad que nuestra Constitución proclama como derecho para todos
los españoles, nunca será realidad para un tercio de ellos.
25. Sin caer en una condena simplista del movimiento liberal que incluye muchas
corrientes de distinto signo, sí es inquietante una acrítica y pasiva aceptación de la ideología
neoliberal tal como está funcionando en nuestra sociedad española:
Es urgente que las personas y grupos más ricos superen una visión egoístamente
interesada de su actuación, y desmonten su pasión obsesiva por "tener más" a costa de
quien sea y de lo que sea. No solo hay que mirar a la producción sino a la justa distribución
de los beneficios producidos y a la inversión ordenada a la creación de nuevos puestos de
trabajo. Si no hacemos lo posible por actuar con esa justicia, multitud de ciudadanos
seguirán en una mala situación socioeconómica y no podrán satisfacer los derechos
fundamentales de su dignidad humana. Si, además, no se incorporan correctivos sociales a
los imperativos meramente económicos, el resultado seguirá siendo la miseria para más
pobres y excluidos del bienestar social.
También los más débiles económicamente tienen el peligro de plegarse a la ideología
perversa del sistema que los esclaviza, y así renunciar a ser ellos mismos sujetos de su
propia historia. Deben pasar de la resignación y pasividad, a la confianza en sí mismos y a la
colaboración solidaria para que las cosas cambien. El individualismo puede ser también en
ellos el peor enemigo para su liberación.
No es suficiente el juego de una democracia formal dictada por la Constitución. Se puede
jugar "limpiamente" según las reglas del sistema, y "ensuciarse" con oscuros intereses
personales o de grupo, generando injusticia y aun corrupción en la actuación económica y
en la gestión política. No es tarea fácil para los gobiernos garantizar el debido control para
evitar estos abusos, pero es ineludible si quieren "promover un sistema político y social
fundado en el reconocimiento de la dignidad de todas las personas y en el respeto del
ambiente"25.
29. Siguiendo al Vaticano II, no es suficiente pasar del dogmatismo a la tolerancia bien
entendida y de la excomunión al diálogo. Conscientes de que la Palabra ilumina "a todo
hombre que viene a este mundo" y que el Espíritu "renueva a la faz de la tierra", los
cristianos creemos que en los esfuerzos de nuestros contemporáneos por defender los
derechos de todas las personas y de todos los pueblos, algo nuevo y bueno esta naciendo.
Hecho el debido discernimiento, hemos de acoger los brotes que promueven los derechos
humanos y hacer realidad lo que afirma el Concilio: "Nada hay verdaderamente humano que
no encuentre eco en el corazón de la Iglesia"27. Teniendo bien claro que la Iglesia puede y
debe colaborar a robustecer la dignidad y los derechos fundamentales de la persona
humana, con las consecuencias que se siguen de la creación del hombre por Dios, de la
encarnación del Verbo y del destino eterno del ser humano.
30. En los umbrales del Tercer Milenio Juan Pablo II nos plantea dos serios interrogantes:
"¿Qué responsabilidad tienen los cristianos en relación a los males de nuestro tiempo?
¿Qué parte de responsabilidad deben reconocer frente a la desbordante irreligiosidad, por
no haber manifestado el genuino rostro de Dios a causa de los defectos de su vida religiosa,
moral y social?"28. Como afirmaba el Sínodo de 1971, el mensaje cristiano de amor y de
justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la justicia en el mundo, muy difícilmente
obtendrá credibilidad entre los hombres de nuestro tiempo29. Cualquier espiritualismo
evasivo que se despreocupe de las personas cuya existencia siempre se realiza en una
sociedad concreta, nada tiene que ver con la identidad cristiana. Creemos en un "Dios del
reino" que quiere la vida para todos y es defensor de los pobres. El testimonio sobre el Dios
revelado en Jesucristo exige un compromiso histórico por una organización social en amor y
en justicia.
31. Los países más pobres y los grupos humanos del "cuarto mundo" tienen cada vez
menos audiencia en nuestra sociedad de bienestar. Parece que se va diluyendo entre
nosotros el fervor por la causa de los pobres que existía hace unos años. Nos estamos
acostumbrando a vivir con los pobres sin preocuparnos de ellos en tanto no pongan en
peligro nuestra seguridad. Es la estrategia del sistema dominante.
Pero los cristianos debemos ser la voz de los pobres y aguijón para nuestra sociedad
instalada y obcecada en falsas seguridades. Y este recuerdo tiene dos versiones: 1) Hacer
ver cómo nuestra libertad burguesa y nuestro consumo superfluo están en relación y son
causa de la opresión y miseria en otros pueblos pobres; 2) Ofrecer en nuestra conducta un
ejemplo de amor y de solidaridad eficaz, mediante una austeridad de vida que diga no al
consumismo y mediante gestos elocuentes de compromiso en favor de los pobres.
34. Para que la Iglesia sea signo transparente, "conviene que nosotros mismos hagamos
un examen sobre las maneras de actuar, las posesiones y estilos de vida que se dan dentro
de la Iglesia"34. Las instituciones eclesiales deben examinar y purificar "las relaciones con
estructuras y sistemas sociales cuya violación de los derechos humanos merecen censura".
Sería lamentable y contradictorio que quienes de palabra denunciamos los atropellos
cometidos contra los pueblos más pobres, invirtiéramos nuestros recursos en empresas o
sociedades cuyas finalidades son de muy dudosa moralidad, oprimen a los más pobres y
contradicen los grandes valores humanos tales como la paz, la solidaridad, la justicia, la
veracidad, la auténtica libertad.
35. Somos conscientes de que las cosas no cambian como nos gustaría y que los
esfuerzos por transformar la sociedad en justicia con frecuencia resultan estériles. Pero
nuestra esperanza cristiana es "teologal"; se apoya en Dios encarnado que actúa en la
evolución de la historia y en el dinamismo de nuestra realidad social. El anhelo por defender
y promover los derechos humanos, así como las prácticas positivas que la humanidad está
llevando a cabo para realizar ese objetivo, son "signos del Espíritu", que mantienen viva
nuestra esperanza. En todo caso el gran signo que tenemos los cristianos es la conducta de
Jesús quien, totalmente comprometido en llevar a cabo el proyecto del Padre, fue capaz de
vivir y morir por amor a los demás.
36. Cuanto más nos entreguemos a la causa de mejorar nuestra convivencia en amor y
justicia, más confiadamente nos abrimos hacia el porvenir que ya se fragua en el tiempo y
cuya plenitud seguimos anhelando: "Los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y
la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro
esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra con el espíritu del Señor, y de
acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y
transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal, reino de justicia,
de amor y de vida; el reino que está misteriosamente presente en nuestra tierra, cuando
venga el Señor, se consumará en perfección"35. Trabajar por la transformación de este
mundo, convencidos de que todo lo que hagamos con amor ya no cae en el vacío, es hoy
"dar razón de nuestra esperanza" (1 Pe 3,15).
¿En nombre de qué podemos afirmar que tal acto humano es bueno o malo, tal conducta justa
o injusta, tal comportamiento correcto o no? Este cuestionamiento no es en principio el de los
valores gracias a los cuales un juicio moral es posible, sino necesario. Los pesimistas no
siempre tienen razón: el veredicto de que nuestra época padece de una desaparición de
valores morales no es tan seguro; incluso ella misma se ha creado algunos nuevos. Pero,
perturbada por los cambios que la afectan, está como obsesionada por el problema de los
fundamentos. ¿Sobre qué, a fin de cuentas, se apoyan los valores y los principios éticos?
Una primera actitud nos invita a partir desde la “desilusión del mundo”, que ve como definitivo
el desmoronamiento de los pilares tradicionales de Dios y la metafísica. Tal postura prefiere
dejar abierta, es decir, sin respuesta, la pregunta sobre los fundamentos, y favorecer nuevos
consensos éticos. ¿En nombre de qué? Para intentar responder a esta pregunta las
generaciones que nos precedieron se apoyaron sobre dos fundamentos. El primero era
religioso: Dios manifestaba su voluntad en su ley (respuesta dada por las grandes religiones
monoteístas). El segundo era metafísico: los griegos (Aristóteles, los estoicos) evocaban la
naturaleza humana, con lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la
conciencia personal. Kant elegiría otra perspectiva, también metafísica: fundó su ética sobre el
bien, buscado en cuanto él mismo (“Hacer el bien porque es el bien”) y percibido como un
imperativo categórico.
Ahora bien, estos dos pilares acaban de derrumbarse ante nuestros ojos. La religión ya no
representa una referencia común a las sociedades occidentales, a diferencia de ciertas
sociedades islámicas. En cuanto a la metafísica, se ha desmoronado a partir de la crisis de la
razón ética, en el siglo XVII; y degeneró en tantas convicciones como conciencias individuales
hay.
En materia de fe y de costumbres habríamos abandonado así la era de las certezas para entrar
en la de las convicciones[1].
Modernidad y secularización
El modelo de la modernidad
1. La explicación de tal cambio cabe en una sola palabra: modernidad. Concepto difícilmente
asible cuando cientos de interpretaciones la entrecruzan. Partamos desde la más simple: la
modernidad designa un modelo (en el sentido americano de pattern) de sociedad que entra en
vigor en el siglo de las luces, primeramente en Francia; luego es impuesto como modelo
dominante en Occidente. Este modelo ejerce hoy su fuerza de atracción sobre todas las
sociedades que se abren a las modas
La modernidad se presenta entonces como una nueva religión que confiere a la técnica un
estatuto mesiánico: nuestros contemporáneos esperan de ella, y sólo de ella, que
mitigue sus sufrimientos y colme sus esperanzas.
del saber, de la técnica y de la producción que precisamente son llamadas “modernas”. Se
habla con razón de la modernidad como una “supercultura” que recubre, para eclipsar o
vaciarlas, las diversas culturas del planeta.
2. El modelo de la modernidad presenta cuatro principales características: en primer lugar, una
evolución perceptible, desde finales de la Edad Media[2] e influenciada por el nominalismo, del
sujeto personal, que se afirma como la realidad del primer mundo. “El mundo moderno se
encuentra (...), cada vez más, copado por la referencia al sujeto que es libertad, es decir, que
sostiene como principio del bien el control que el individuo ejerce sobre sus acciones y su
situación, y que le permite concebir y sentir sus comportamientos como los componentes de
su historia personal de vida, y concebirse a sí mismo como actor”[3].
3. En segundo lugar, nuestras sociedades han llegado a ser más técnicas que realmente
científicas.
La modernidad escoge al técnico como figura emblemático. Ahora bien, éste reivindica una
convicción fundamental. Cuando examinamos la evolución de las sociedades modernas desde
hace más o menos diez siglos, no podemos negar una especie de progreso global para el
hombre: ¿No ha sido la técnica el motor de esta evolución? La conclusión se impone ella
misma: todo progreso técnico conlleva, más o menos directamente pero de manera inevitable,
un progreso humano y moral. Lo que es técnicamente posible ¿por qué no hacerlo? Así, el
paso al acto se hace inevitable[4].
La modernidad se presenta entonces como una nueva religión que confiere a la técnica un
estatuto mesiánico: nuestros contemporáneos esperan de ella, y sólo de ella, que mitigue sus
sufrimientos y colme sus esperanzas. Desde este punto de vista no sería justo decir que la
tecnología moderna es un instrumento neutro y que la moralidad depende de la forma en que
se utilice esta técnica. Ella misma señala una modalidad que es propiamente moral.
Por una parte, confiere al actuar humano una expansión que hace decir a algunos que nos
hallamos ante una moral totalmente nueva (Hans Jonas). Por otra, la utilización de la técnica
moderna requiere una forma de ser y una determinada visión del mundo: en una palabra, una
ideología, que por sí misma ya es moral. “La revolución tecnológica pone en juego lo que
nunca antes había sido cuestionado... (La ética tradicional) de lo próximo y del presente,
circunscrita a la humanidad, se halla desbordada por todos lados por la mutación de un actuar
que toca, ya desde hoy, lo remoto y el futuro, las condiciones naturales de la humanidad, la
esencia del hombre y hasta la misma biosfera”[5].
En una obra publicada en 1961, Louis Armand amonestaba a Occidente, culpable según él de
no ser “demasiado entusiasta con su triunfo. Nunca se dirá bastante lo peligroso que resulta
poner mala cara ante el progreso”[6]. La posmodernidad quizás comience con una actitud de
sospecha ante el progreso en cuanto tal.
4. La modernidad está convencida, en tercer lugar, de que la gran querella surgida en los
albores del Renacimiento entre los antiguos y los modernos se resuelve con el total triunfo de
los segundos y el descrédito de los primeros. El hombre occidental habría entrado en un
período radicalmente nuevo (llamado “moderno” precisamente por eso) en el cual la
enseñanza de los antiguos perdería toda pertinencia[7]. De hecho, asistimos a un eclipsamiento
de la cultura general llamada clásica. Los grandes maestros y los textos-fuertes, largo tiempo
juzgados fundadores de nuestra cultura, se hunden ahora en la noche del olvido[8].
Así, un desafío particular es lanzado a la Iglesia Católica, investido de la misión de custodio del
patrimonio cultural humano. “Lo que me sorprende, en lo concerniente a Europa occidental -
dice Paul Ricoeur-, es la abundancia de las herencias desechadas: judeo-cristiana,
grecorromana, la del Renacimiento y la Reforma, la de las Luces (...). Lo que padecemos, en
primer lugar y a este respecto, es la incapacidad del entrecruzamiento, puesto que es un arte
difícil (...). Cuando hablo de relativizar, quiero decir que el período que va desde el
Renacimiento hasta el siglo XX es un período corto, y que es necesario saber mirar hacia atrás,
hacia esas herencias de las cuales hablé hace un instante. Estoy en contra de una
sobrevalorización de lo que ha pasado hace dos o tres siglos. Es necesario reubicar todo eso en
una historia general de la humanidad”[9]. Y precisamente la modernidad se percibe como un
comienzo histórico absoluto.
5. Finalmente, la modernidad se caracteriza por la secularización.
El proceso de la secularización
1. Hay que analizar la secularización como un proceso histórico que transcurre en tres etapas:
la primera etapa se produce en el siglo XVIII y reviste la forma de un proceso contra Dios
mismo. El historiador Paul Hazard lo describe así: “ ... Se abrió (entonces) un proceso sin
precedentes, el proceso a Dios ( ) y siempre se percibía, por parte de los que lo inauguraron,
una amargura, un rencor; siempre la idea de una responsabilidad incrementada de siglo en
siglo. Ya hacía mucho tiempo que debían haberse pedido cuentas. El Dios de los cristianos
había tenido todo el poder y lo había usado mal. Se le otorgó toda la confianza y Él estafó a los
hombres; éstos, bajo su autoridad, tuvieron una experiencia que no los condujo más que a la
desgracia”[10].
En el siglo XIX, el proceso se transforma en rechazo de Dios. F. Nietzsche ilustró bien esta
segunda etapa que anunciaba: “Dios ha muerto. La crencia en el Dios cristiano cayó en el
descrédito”[11]. Este autor incitó al hombre a despertar en él poderosas fuerzas que la “moral
judeo-cristiana” le había enseñado a refrenar, y que es definida como catálogo “de pequeñas y
grandes tretas, artificios que emanaban un perfume de farmacia doméstica y de cordura de
buena mujer”. Nietzsche dignosticaba que la sociedad europea había entrado en un largo
período de nihilismo: los grandes valores se desvalorizaban “y la reacción espontánea, que
consistía en defender esos grandes valores tanto más vigorosamente cuanto más se
debilitaban, refuerza aún más el nihilismo; ya que esto prueba que esos valores no son más
que valores cuyo único valor es el poder de afirmación que los sostiene desde el exterior. Así
los devela como intrínsecamente dependientes de la voluntad de poder y alienados por su
imperio”[12].
La tercera etapa, en el siglo XX, contempla el advenimiento del “hombre demiurgo”. El
extraordinario desarrollo de los conocimientos científicos[13] y el progreso, más extraordinario
aún, de una técnica que interviene en todos los dominios, han lanzado al hombre a ocupar el
lugar de un dios a partir de hoy ausente. “Desde el presente -escribía J. Rostand- tenemos el
medio de accionar sobre la cosa vital (... ) puesto que hemos penetrado en los arcanos de la
naturaleza”[14]. La ciencia hizo de nosotros dioses, antes de haber merecido ser hombres.
2. La secularización reviste, entonces, dos aspectos esenciales. Por un lado reivindica las
autonomías de las mentalidades y los modos de vida de toda referencia religiosa o metafísica.
Por el otro, afirma la voluntad del hombre de no extraer más que de sí mismo las orientaciones
y normas morales juzgadas convenientes. El tunecino Ali Mezghani la define así: “Del tema de
Dios, subordinado a la fe, es necesario pasar al tema del derecho, subordinado a la ley
humana”[15].
3. Como experiencia histórica, la secularización no se explica sino en relación a la cultura
cristiana, marcada por una profunda ambivalencia. Ésta, en efecto, hizo posible el
extraordinario despliegue de las ciencias y la técnica modernas: una sociedad secularizada no
puede dejar de reconocer tal deuda. Al mismo tiempo, sin embargo, el advenimiento de la
modernidad implicó una crítica a todo pensamiento tradicional, luego, del cristianismo, en
cuanto a su rol de matriz cultural de Occidente[16].
La secularización, hemos dicho, exige una separación radical de toda expresión religiosa o
metafísica, mas no rechaza la religión en cuanto tal, sino su supuesta pretensión de moldear la
sociedad, como lo hizo en el pasado, y de regentar sus costumbres. Cada individuo es libre en
sus convicciones. La religión entonces se torna un asunto exclusivamente privado.
4. En una obra sugestiva, el historiador Marcel Gauchet explica que el cristianismo ha sido “la
religión de la fuga de la religión”[17]. El mundo “está abandonado por sus dioses y por su Dios”
(Martin Heidegger). Lo divino se retiró inexorablemente del mundo. La naturaleza, en el
sentido amplio del término, ya no es más el jardín maravilloso donde Dios se ofrecía a la
contemplación y a la amistosa conversación con el hombre (Gén 2,15-17; 3,8). El universo ha
llegado a ser neutro, indiferenciado, desilusionado, porque la presencia del Otro lo abandonó.
El cristianismo ha sido “la religión de la fuga de la religión” porque contenía el principio de la
separación de autoridades entre Dios y el César, la Iglesia y el Estado, el individuo y el grupo, la
conciencia personal y la ley social. Ahora bien, otras religiones ignoran este principio o lo
rechazan totalmente. El Islam, por ejemplo, reduce a casi nada la conciencia personal y se
presenta ante todo como un orden social establecido. Forzarlo a plegarse a las fuerzas de
secularización tal como las entiende el cristianismo, es no sólo hacerle violencia, sino
desfigurarlo e imponerle la negación de sí mismo. Sería entonces por falta de cultura, pereza
intelectual y sentimiento de superioridad que calificamos de “integristas” las protestas, a
menudo violentas, llevadas a cabo por los musulmanes fieles en contra de las costumbres
occidentales. En realidad, estas protestas no serían ni minoritarias ni marginales, a imagen de
las reacciones integristas, sino que surgirían del corazón mismo de la religión islámica. Un
pensador musulmán lo expresa sin equívocos: “La religión para un musulmán no es asunto de
conciencia y prácticas privadas, como el cristianismo puede serlo para un europeo. Aceptar el
Islam es aceptar un determinado orden social”[18].
5. Ésta es la situación en que nos encontramos. Nuestra época no carece de valores morales.
Por cierto, expulsó (¿para siempre?) los valores tradicionales, calificados como mutiladores por
medio del sacrificio y del deber. Pero la nueva cultura no está vacía: “Se descubre por gran
variedad de rasgos: búsqueda de la calidad de vida, pasión por la personalidad, sensibilidad
ecológica, desafección por los grandes sistemas de sentido, culto a la participación, moda
'retro', rehabilitación de lo local y lo regional, de ciertas creencias y prácticas tradicionales” [19].
Por supuesto, y siempre según este autor “logró la hazaña de atrofiar en las mismas
conciencias la autoridad del ideal altruista, de disculpar el egocentrismo, de legitimar el
derecho de vivir para sí mismo”[20]; pero al mismo tiempo, favorece la eclosión de auténticos
valores morales, tales como la responsabilidad[21], la honestidad, la tolerancia, los derechos del
hombre y la participación democrática en los actos públicos[22]. Nuestra cultura se pregunta
cómo dar a estos valores una base que les garantice la credibilidad, la estabilidad, la
permanencia.
En marzo de 1990 el rey Balduino, de Bélgica, abdicó a fin de no verse obligado a firmar la ley
de despenalización del aborto. El rey prefirió dar prioridad a sus convicciones.
1. La “ética procedimental” designa una corriente que se desarrolló después de los años 30,
principalmente en las sociedades germánica y anglosajona, al punto de imponerse como
postura dominante.
2. Ésta se asienta sobre un doble postulado:
El primero fue tomado en préstamo del sociólogo alemán Max Weber[27], que distingue dos
enfoques éticos: la “ética de la convicción”, que hace referencia, como su nombre lo indica, a
las convicciones personales del sujeto, y se articula en torno al tradicional binomio bien/mal.
Por ejemplo, yo puedo decir que tal acto es bueno para mí porque lo juzgo fiel a mis
convicciones, heredadas del medio social o forjadas en las peripecias de la existencia
individual. El segundo enfoque ético weberiano hace referencia a la “ética de la
responsabilidad”, cuyo campo es, ante todo, la moral comunitaria. Esta ética señala las
aplicaciones, para el grupo, de las decisiones que pueda tomar un sujeto al ejercer sus
responsabilidades. Así puede suceder, como pasa a menudo, que el sujeto se encuentre ante
un dilema entre sus convicciones personales y sus responsabilidades sociales[28]. La “ética
procedimental” indica en este caso otorgar la preeminencia a la ética de la responsabilidad.
Considera sólo la dimensión comunitaria de la decisión moral y abandona a las convicciones
personales los criterios del bien y del mal, a los que esta teoría sustituye por los de
“conveniente” (en inglés right) para el individuo o el grupo, y “no conveniente” (wrong). La
historia reciente abunda en ejemplos famosos.
En 1974, el Presidente de República francesa explicaba que sus convicciones personales le
hacían ver el aborto como intolerable, pero que sus responsabilidades políticas le imponían
intentar circunscribir el mal social que representaba el aborto clandestino, por lo que
promulga entonces la ley de despenalización de su ministra de salud, Mme. Simone Weil,
después de su aprobación por el Parlamento. Colocado en las mismas circunstancias, quince
años más tarde, en marzo de 1990, el rey belga abdicó durante 38 horas, a fin de no verse
obligado a firmar la ley de despenalización del aborto. El rey prefirió dar prioridad a sus
convicciones.
El segundo postulado fue formulado más recientemente. En una sociedad culturalmente
abigarrada, donde se entrecruzan diferentes creencias a veces opuestas, los fundamentos
religiosos y metafísicos ya no podrán ser más objeto de consenso social. Como escribe uno de
los teóricos de la escuela de Frankfurt, M. Horkheimer: “La razón humana ya no puede
pronunciarse sobre los fines”. ¿Cómo definir al hombre si su razón “atraviesa por un eclipse?”
(Horkheimer). Otro filósofo alemán, Jürgen Habermas, ve en el lenguaje su característica más
esencial: el hombre es un ser de lenguaje. Es entonces por el intercambio de la palabra que
una sociedad puede llegar al consenso necesario para la formulación y adopción de nuevas
éticas. “Se puede reducir la misma discusión sobre la ética al principio según el cual sólo
pueden ser consideradas como válidas las normas que son aceptadas (o podrían serlo) por
todos aquellos a los que concierne, en tanto y en cuanto ellas formen parte de una discusión
práctica”[29].
3. Según la actual ideología dominante, la democracia representa la forma más acabada de la
evolución de las sociedades humanas. No habría combate moral más imperioso que el de
hacer triunfar este sistema político en todo el planeta. La “ética procedimental” se declara
hasta tal punto persuadida de la excelencia de la democracia, que desea injertarla en la moral;
y así se vale de su método.
La “ética procedimental” comienza por entablar un largo debate, un “intercambio de
palabras”. Cada uno es invitado a exponer su opinión. La tolerancia se transforma en la mayor
virtud del diálogo: yo escucho al otro, aunque sus propósitos contradigan mis propias
convicciones. Se prohibe toda referencia a los conceptos de “verdad” o de “absoluto”, puesto
que éstos quiebran el “intercambio”. La “ética procedimental” rechaza toda intervención
“magisterial”, exterior o superior al grupo considerado; intervención que vendría a dictar
aquellos principios y normas de las cuales se tendría necesidad[30].
Cuando el intercambio ha sido juzgado suficiente, los miembros del grupo, o sus
representantes, se pronuncian por un voto. Ciertamente, este voto constituye una convención
a la vez relativa y provisoria: años más tarde, llamado a pronunciarse nuevamente sobre las
mismas cuestiones, el cuerpo social podría opinar de manera totalmente distinta. Pero hoy
proporciona a la sociedad los principios y normas éticas que le son indispensables en este
momento. La norma no significa ya una exigencia del bien o de la verdad, hablando en
términos absolutos, como en las morales religiosas o tradicionales; sino que otorga
La naturaleza humana tiene horror al vacío. A partir del momento en que la secularización
desterró a Dios, era inevitable que otra instancia asumiera la autoridad y los poderes que Él
detentaba: la sociedad se entroniza así como la nueva potencia tutelar.
La libertad y la dignidad del hombre son el fundamento último de la ley moral en una
sociedad secularizada. El ser humano y el cristiano son éticamente indiferenciables. La ética
se encuentra así liberada de toda atadura de fundamentos de naturaleza religiosa o
teológico. La razón práctica reina por completo.
criterio de lo cristiano: “La fe cristiana tiene tanto más valor cuanto que promociona la
humanidad del hombre lo más posible y luego desaparece”[34].
2. Tales teólogos luchan a favor de una asimilación, por parte de la teología católica, del
concepto de autonomía tal como fue elaborado en el Siglo de las Luces. Sus tentativas se
inspiran en Kant, quien operaba una separación metodológica entre la ética (que respondía a
la pregunta “¿Qué debo hacer?”) y la fe (inspirada por el “¿Qué debo esperar?”)[35]. El deber
moral no saca su justificación de consideraciones religiosas: Kant se sitúa en una posición de
autonomía con respecto a la fe, a pesar de que su comprensión última lo conduce a plantearse
un cuestionamiento sobre ella.
Según estos teólogos, la teología católica reaccionó negativamente ante el concepto de
autonomía durante dos siglos. Prefirió un tratamiento teonómico y defendió así la autoridad
de la fe contra la pretensión científica de la ética[36]. Hoy debe tomar partido por la
secularización e integrar ese concepto, que le es central.
3. Proponen apoyarse sobre el principio de autonomía de las realidades terrenas, que la
constitución conciliar Gaudium et spes definió en estos términos: “Si por autonomía de las
realidades terrenas se quiere expresar que las cosas creadas y las mismas sociedades poseen
sus leyes y valores propios que el hombre debe, poco a poco, aprender a conocer, a utilizar y a
organizar, tal exigencia de autonomía es plenamente legítima: no sólo está reivindicada por los
hombres de nuestro tiempo, sino que corresponde a la voluntad del Creador. Es en virtud de la
creación misma que todas las cosas han sido establecidas según su consistencia propia, su
propia verdad y su propia excelencia, con su ordenamiento y sus leyes específicas”[37]. El
Concilio aplicaba este principio a las ciencias y técnicas; estos teólogos lo extienden también a
la realidad moral.
4. Toda proposición moral, entonces, debe ser fundada racionalmente, y la que no pueda
serlo, resulta inadmisible para la conciencia. Las normas morales no necesitan la autoridad de
las proposiciones teológicas para ser demostradas racionalmente. Los cristianos no necesitan
invocar la revelación para justificar sus principios, sino que trabajan codo a codo con los que
no comparten su fe y no deberían invocar ninguna especificidad en la obra común de hacer a
los hombres libres y responsables y de edificar una ciudad justa y solidaria.
Para todos, la libertad y la dignidad del hombre son el fundamento último de la ley moral en
una sociedad secularizada. El ser humano y el cristiano son éticamente indiferenciables. La
ética se encuentra así liberada de toda atadura de fundamentos de naturaleza religiosa o
teológico. La razón práctica reina por completo.
5. Los teóricos de la autonomía de la ética se defienden de la doble sospecha de falso
liberalismo y agnosticismo religioso: explican que la autonomía de la razón práctica no
conduce a una libre disposición de sí, ya que ésta insiste en la responsabilidad que cada uno
tiene ante los demás. No debe ser interpretada como una especie de autarquía respecto de lo
religioso. Admiten que el camino de la moral recibe gran claridad expuesto a la luz de la
Revelación: “La autonomía de la ética y la ortopraxis de la fe forman la moral de los cristianos
(... ) En la fe tenemos un motivo de esperanza concreta, y por ella comprendemos lo que es
el sentido del deber, lo que significa que no sólo podemos justificar las proposiciones éticas
sino que podemos ver, además, su sentido último[38].
6. La teoría de 1,a autonomía de la ética no cuestiona la competencia del Magisterio como tal
en materia moral. Admite, de hecho, que defina y recuerde los valores morales
fundamentales, pero señala que no podrá intervenir sino de manera subsidiaria y desde
ningún punto de vista como ¡instancia legislativa en los diversos dominios de la moral
particular. En todo momento deberá mantener una conducta argumentativa; la adhesión
solicitada dependerá, entonces, de la fuerza y la pertinencia de los argumentos empleados.
Ante la importancia que ha cobrado esta teoría y el peso de sus consecuencias, el Magisterio
no podía quedarse callado: debía intervenir. Él la examina largamente, entonces, en la
encíclica Veritatis Splendor (VS 32, 55-56).
La teoría de la autonomía conduce a una interpretación “creativa” de la conciencia moral: crea
los principios a la luz de los cuales apreciará el valor de los actos humanos. La conciencia es un
santuario, mas la secularización lo ha vaciado de toda presencia religiosa y cerrado a toda
manifestación de la trascendencia. Es el hombre quien ocupa ahora ese lugar desalojado de la
presencia divina, y, solo, dialoga allí consigo mismo, con su propia representación del deber y
de la responsabilidad. En caso de conflicto de deberes, la misma conciencia se encarga de
conceder las excepciones a la regla, y así llevar a cabo, de buena fe, actos calificados por la ley
moral como intrínsecamente malos (VS 56).
Después de haber recordado que existe, en efecto, una justa autonomía de las realidades
terrestres (VS 40), y que el hombre está en manos de su propia opinión, la encíclica ofrece un
corto tratado acerca de la conciencia moral. Ésta es, por cierto, un santuario, pero
precisamente, como todo santuario, está habitado por la presencia divina bajo la forma de la
ley. Lo que parecía ser un diálogo del hombre consigo mismo en su intimidad, es en realidad la
más fundamental de todas las experiencias morales: un encuentro contemplativo con Dios
mismo, la fuente del bien (VS 58). La conciencia, entonces, no es legislador supremo en
materia moral: juzga los actos a la luz del bien que resplandece en lo más íntimo de su ser. Es
la “norma inmediata de la moralidad personal” (VS 60), mientras que la ley divina es la norma
universal y objetiva de la moralidad.
Modelada por la psicología personal, la conciencia adolece de las fragilidades y flaquezas del
sujeto. No es jueza infalible, y puede equivocarse, ya sea de mala o buena fe (VS 62). No puede
comportarse como una instancia autónoma, sino que necesita remitirse primordialmente a
una ley recibida (y no que ella se autoentrega); una ley a la vez íntima, puesto que está inscrita
en lo más profundo del ser humano (ley natural) y exterior, que la Iglesia interpreta de una
manera auténtica por su Magisterio. “La Iglesia se pone siempre, y únicamente, al servicio de
la conciencia, ayudándola a no apartarse de la verdad sobre el bien del hombre, pero, sobre
todo en las cuestiones más difíciles, a alcanzar más seguramente la verdad y a permanecer en
ella” (VS 64).
Ética y trascendencia
1. Tomando parte en la “desilusión del mundo”, la “ética procedimental', y en cierta medida
las “morales de la autonomía”, afirman que la coherencia social, cultural y ética de la
comunidad humana sólo puede reposar sobre las bases de una estricta inmanencia. Toda
apertura establecida con perspectivas a un más allá, aunque sea a título de hipótesis, está
excluida de todo intercambio público, relegada al ámbito de las convicciones personales y
privadas de cada uno. La secularización desaloja la noción de trascendencia: “Yo subrayaría
(... ) esa afirmación de que este mundo en el que vivimos no deja lugar a nada ni detrás de sí ni
en el más allá. Este mundo es el horizonte total de ser, no hay otro dominio que le sería
trascendente (... ). Este mundo es la sola fuente y el solo contexto de todas las normas éticas o
políticas. La fuente de los valores morales y sociales, así como la legitimidad política, no puede
buscarse en un más allá. Ésta se encuentra en los seres humanos, hombres y mujeres que se
interrogan para elaborarlos”[39].
2. El peligro de una ética de la desilusión del mundo reside precisamente en esto: privada de
horizontes, está expuesta al riesgo de encerrarse en una especie de narcisismo
autocomplaciente. La trascendencia se presenta entonces como la más grande interrogación
del hombre. Desde sus remotos orígenes griegos, ésta se percibe como el corazón mismo de la
cuestión moral. Olvidando su patrimonio, la modernidad se arriesga a conducir la moral hacia
una regresión fatal. ¿Es posible pretender una gestión ética, cualquiera que sea, sin referirse a
la finalidad de todo proyecto humano, individual o colectivo? Pensarlo conduce a reducirla a
un interminable y finalmente decepcionante análisis de los comportamientos humanos. Las
éticas del consenso reducen la ética a un simple problema de ciencia humana.
3. Otros críticos van más lejos: ¿La cuestión moral puede declararse autónoma con respecto a
una búsqueda religiosa? ¿No es religiosa ya en su esencia? Parece ser que por primera vez en
la historia de la humanidad una cultura humana se piensa a sí misma sin referencia a Dios.
¿Esta autonomía no sería mortífera para su sentido moral? El cineasta judío Serge Moati,
realizador del filme La haine antisémite, declaraba en una entrevista: “Cuanto más se aleja uno
de Dios, más se hunde en la barbarie”. Un cardenal francés, también de origen judío, se
preguntaba en el curso de una emisión televisiva “si el Siglo de las Luces no conducía
directamente a Auschwitz”. El escritor François Fejtö, judío también, reconocía que “en
materia de ética soy, efectivamente, conservador. El judaísmo nos ha enseñado el vínculo que
existe entre trascendencia y ética. ¿Cómo comprender la historia del mundo sin el sentido de
lo sacro? Quítenlo y no quedará más que ruido y furor”[40].