Tedesco. El Estado y La Educacion

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Educación y sociedad

en la Argentina
(1880-1955)

JUAN CARLOS TEDESCO


Tedesco, Juan Carlos
Educación y sociedad en la Argentina (1880-1955) / Juan Carlos Tedesco; compilado por Darío
Pulfer - 1a ed ampliada - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : UNIPE: Editorial Universitaria, 2020.
Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-3805-54-7

1. Sociología de la Educación. 2. Historia de la Educación. 3. Política Educacional.


I. Pulfer, Darío, comp. II. Título.
CDD 370.1

UNIPE: UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL


Adrián Cannellotto
Rector

Carlos G.A. Rodríguez


Vicerrector

UNIPE: EDITORIAL UNIVERSITARIA


Rosina Balboa, María Teresa D’Meza Pérez y Julián Mónaco
Transcripción del texto, edición y corrección

Diana Cricelli
Diseño de interior y cubierta

Estudio ZkySky
Maqueta de colección

COLECCIÓN IDEAS EN LA EDUCACIÓN ARGENTINA


Serie Materiales para el estudio de la realidad educativa argentina
Darío Pulfer
Director

Imagen de tapa: Collage de facsimilares de las ediciones anteriores de la obra.

Juan Carlos T edesCo


Educación y sociedad en la Argentina (1880-1945)
Ediciones anteriores: Ediciones Solar, 1986; Siglo XXI de Argentina Editores, 2003, 2008 y 2009

La educación argentina 1930-1955


Edición anterior: Centro Editor de América Latina, S.A., 1980

© Herederos de Juan Carlos Tedesco


© Del prólogo colectivo, sus autores
© De la presente edición, UNIPE: Editorial Universitaria, 2020
Paraguay nº 1255 - (C1057AAS)
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
www.unipe.edu.ar

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Todos los derechos reservados.


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transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico,
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ISBN 978-987-3805-54-7
Capítulo IV

El Estado y la educación

e xisTe enTre los auTores que se han oCupado de este período de la historia
argentina un relativo consenso en el sentido de enfatizar el papel que el Estado
jugó en el proceso de desarrollo iniciado en la segunda mitad del siglo XIX.
En la obra de Ferns o en la de Gallo y Conde, por ejemplo, se ha sostenido con
justeza que la participación del Estado en las gestiones para la obtención de
préstamos, la ampliación de tierras productivas disponibles (conseguida a tra-
vés de la lucha contra el indio), el crecimiento del comercio exterior, etc., fue
crucial para el desarrollo obtenido. Los autores coinciden también en que este
desarrollo fue paralelo a la consolidación del sector terrateniente, en la medida
en que toda esa política favoreció, por encima de cualquier otra consideración,
a dicho sector.
Si bien el peso político de los sectores rurales fue decisivo, fueron abogados
y –en menor medida– médicos, quienes se ocuparon de las tareas de gobierno.
Los terratenientes –en cambio– permanecieron como grupo decisivo en cuanto
a la presión para orientar las decisiones, especialmente las de tipo económico.
Sergio Bagú caracterizó a este sector señalando que muy pocos de ellos parti-
cipaban en forma directa de la gestión política, aunque casi todos tenían trato
con los hombres de gobierno.1 Esta profesionalización de la actividad política
permitió el desarrollo cada vez mayor de cierta autonomía de la élite dirigente
con respecto a los sectores sociales sobre los que se apoyaba, autonomía que se
acentuó significativamente por dos características importantes de la vida polí-
tica argentina de esa época: la concentración progresiva del poder y la carencia
de mecanismos efectivos para lograr la participación de la población en la esfera
de las decisiones.

1. BAGÚ, Sergio, Evolución histórica de la estratificación social en la Argentina, Buenos Aires, Universidad
de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Sociología, 1961.
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La concentración del poder se dio tanto desde un punto de vista geográfico


como humano. Buenos Aires, sobre la base de su progreso económico que se
diferencia del resto del país, acentuó su predominio político. La federalización
de la ciudad, saludada en su momento como un triunfo del interior,2 acentuó aún
más ese predominio, al mismo tiempo que otorgó fuentes importantes de poder
al gobierno central. La carencia de mecanismos de participación de la población
en la vida política permitió que esa concentración de poder estuviera fuera de
control, de manera tal que el Estado se convirtió en un organismo desde donde
se tenía acceso a decisiones importantes que, al no ser controladas, podían asu-
mir fácilmente el carácter de arbitrarias. Esta situación dio lugar a negociados
escandalosos y a un grado relevante de corrupción administrativa.3 El período
presidencial de Juárez Celman agudizó esta situación cristalizada en la aparición
del fenómeno denominado del unicato, 4 que expresa claramente la noción de
concentración no controlada del poder.
En repetidas ocasiones los autores han llamado la atención sobre la paradoja
de la coexistencia de formas oligárquicas de gobierno con una ideología libe-
ral. Se propusieron diversas categorías de análisis para explicar ese fenómeno,
tales como «liberalismo no democrático», «despotismo ilustrado», etc., avaladas
todas ellas no solo por las prácticas efectivas de los gobiernos (fraude electoral,
entre otroas), sino por sus postulados ideológicos en el plano político. Diego de
la Fuente, el prologuista del Censo Nacional de 1869, afirmaba en dicha obra,
por ejemplo, lo siguiente:

La democracia, bien entendida, no la hacen sino los instruidos, los que


pueden llamarse ciudadanos, es decir, los que están en aptitud de cono-
cer sus deberes y sus derechos, como miembros de la sociedad consti-
tuida. El ignorante no entiende ni de una ni de otra cosa; el ejercicio que
se le concede o es una superchería o es una espada en manos de un loco.
Y si no, hágase sin engaño efectiva en todo el territorio su votación, y se
verá el resultado. Pudiera ser este bien terrible a la verdad, y sin embargo
sería legal.5

2. ALBERDI, Juan Bautista, Obras escogidas, t. I, Buenos Aires, Luz del Día, 1952-1954.
3. Milcíades PEÑA, en su artículo sobre la Revolución del Noventa, cita el caso de Victorino de la Plaza,
quien, en su calidad de funcionario gubernamental, ofrecía sus servicios a la casa bancaria del barón
Emile de Erlanger, de París, y solicitaba, como retribución a sus servicios, la cuarta parte de los bene-
ficios que él obtuviera en las operaciones (PEÑA, Milcíades, La era de Mitre; de Caseros a la Guerra de
la Triple Infamia, Buenos Aires, Editorial Fichas, 1968, p. 4).
.
4 Una caracterización intuitiva, pero muy aguda, del unicato, es la ofrecida por Juan Balestra: «[...]
Pero el unicato, al confundir en el presidente las calidades de autoridad y de caudillo, lo entregaba
inerme al asalto de los políticos. No podía castigar los abusos con autoridad, quien debía encubrirlos
como aparcero; ni podía negar el presidente lo que el caudillo tenía que prometer. Así llegó a trans-
formarse en una providencia grotesca, encargada de tramitar las ambiciones, ocultar las rencillas y
hasta arreglar las trampas de sus amigos. Bajo la apariencia de un amo se había creado un prisio-
nero; tras de cada entusiasmo estaba el pedido; y tras de cada favor irregular se preparaba como
un humano un desagradecido y muchos descontentos; el prestigio del sistema se mantenía con el
desprestigio del presidente» (BALESTRA, Juan, El noventa: una evolución política argentina, Buenos
Aires, Roldán, 1934).
5. DE LA FUENTE, Diego, Prólogo al Censo Nacional de 1869, p. XXXVIII.
EL ESTADO Y LA EDUCACIÓN 185

Una síntesis de este pensamiento la reflejó el mismo Juárez Celman, en su


discurso de 1887, cuando expresaba que «el gobierno del pueblo y por el pueblo
tiene por condición que el pueblo sea ilustrado».6
Pero la coexistencia de prácticas políticas oligárquicas dentro de un marco
liberal funcionó con significativa fluidez como para pensar en una simple «con-
tradicción». Francisco C. Weffort ha ofrecido recientemente una explicación
muy fructífera acerca de este hecho. En un estudio sobre la Argentina y el Brasil
donde analiza las condiciones para el surgimiento de movimientos populistas,7
ha indicado que esta doble situación se ajusta a los requerimientos de una estruc-
tura económica exportadora y a la necesidad de mantener el dominio y el control
interno impidiendo la participación de otros sectores de la oligarquía y de la
población en general. Así, por su relación con los países dominantes, se impone
a los productores un comportamiento económico que se ajuste a los principios
liberales, mientras que, en el plano interno, la necesidad de mantener el control
del poder para asegurar la estabilidad interna supone la exclusión de gran parte
de la población de la vida política.
Esta ambivalencia, característica de los países dependientes, explica además
la duplicidad del carácter de gran parte de las medidas internas que, con obje-
tivos y funciones manifiestas de tipo «democrático», incorporaron mecanismos
oligárquicos.
A esta altura del análisis puede resultar útil ubicar conceptualmente –aun-
que sea en forma esquemática– la educación dentro de la esfera del poder.
La concentración del poder que tuvo lugar durante este período supone la
posesión por parte de la élite dirigente del manejo de los mecanismos de con-
trol social. Se acepta la definición de control social como «[...] la determinación
externa de las acciones individuales por otros que ejercen el poder de la in-
fluencia»;8 no hay dificultades en analizar la educación en cuanto mecanismo
de control. A través de ella, precisamente, se socializa a las nuevas generaciones
dentro del marco de referencia (valores, pautas, etc.) de los sectores dominan-
tes. Los medios usados para lograr efectivamente ese control son de una gama
muy variada, que va desde la determinación de un currículum hasta la selección
del personal, o desde la difusión de ciertos valores hasta impedir a sectores de
la población el acceso a determinadas esferas del conocimiento. Todas estas son
formas que, de una manera u otra, determinan las acciones individuales de los
sujetos a los cuales afectan. Si bien puede haber diferencias en la forma de ejer-
cer la determinación, los efectos son en todos los casos altamente significativos.
Debido, precisamente, a este carácter de mecanismo de control social que
posee la educación, su manejo es muy codiciado. Los conflictos clásicos entre
control estatal o privado responden a esta causa. Pero para no establecer confu-
siones es preciso distinguir entre dos esferas diferentes:

6. MABRAGAÑA, Heraclio, Los mensajes. Historia del desenvolvimiento de la Nación Argentina redactada
cronológicamente por sus gobernantes. 1810-1910, Buenos Aires, Compañía General de Fósforos, 1910,
p. 201.
7. WEFFORT, Francisco C., «Clases populares y desarrollo social», en Revista Paraguaya de Sociología,
año 5, n° 13, Asunción, diciembre de 1968.
8. BROOKOVER, Wilbur B., Sociología de la educación, Lima, Universidad de San Marcos, 1964, p. 68.
186 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD EN LA ARGENTINA (1880-1945)

a) la educación como mecanismo de control; y


b) el control que se ejerce sobre la educación misma.

Lo que aquí interesa más específicamente es la segunda de estas dos esferas


mencionadas. Eso es así porque en el marco de un régimen oligárquico con
fuertes bases de sustentación en el poder estatal –como es el caso argentino en
el período aquí estudiado–, es válido suponer que se acentúan aquellos rasgos
que tienden a darle el manejo de los medios de control a la élite gobernante.
En este sentido, es posible pensar la discusión de aquella época en lo relativo
a este problema como una discusión centrada en tres modelos claves: el control
estatal, el control privado pero de carácter institucional (la Iglesia, por ejemplo)
o el control popular a través de agrupaciones de vecinos. Estos modelos no eran
defendidos, en su forma pura, por nadie. Todos, sin embargo, mezclaban las
tres formas dando énfasis pronunciado a una de estas alternativas. Así, desde el
gobierno se impuso una política que tendió a dar la mayor cantidad de control
posible al Estado, pero reconociendo (teóricamente) el valor de la iniciativa pri-
vada; la Iglesia, por su parte, no pretendió el control total sobre la enseñanza,
pero quiso darle a esta su propio carácter; los defensores de la educación a cargo
de la iniciativa popular buscaron, por su parte, el apoyo del Estado, porque de
otra manera carecerían de los más elementales recursos para su trabajo. A conti-
nuación, trataremos de describir el movimiento de cada una de estas posiciones
para observar cómo, efectivamente, se impuso la primera de ellas, es decir, aque-
lla que tendió a darle el control de la educación al Estado. Nos valdremos para
ello del análisis de las dos leyes educacionales más importantes dictadas en ese
período: la Ley Nº 1420, que organizó la enseñanza primaria, y la ley Avellaneda,
destinada al ciclo superior. El hecho mismo de tener que valernos de leyes para
nuestro análisis es un indicador elocuente de la tendencia mencionada.

1. EL PROBLEMA DEL CONTROL EN LA ENSEÑANZA PRIMARIA


(LEY N° 1420)

La tradición asigna al debate de la Ley Nº 1420 un papel destacado en la his-


toria de la educación argentina. Este mérito lo obtuvo, paradójicamente, por
haber sido un debate donde se discutió, casi con exclusividad, un solo problema:
el religioso. La significación de esta unilateralidad del debate será motivo de
análisis en un capítulo próximo. Bástenos, por ahora, analizar específicamente
el problema de la relación entre la educación y las autoridades políticas para
determinar la presencia o ausencia de la tendencia a la concentración del poder
en este ámbito.
Como se sabe, el trámite del debate fue, sintéticamente, el siguiente: la Co-
misión de Instrucción Pública de la Cámara de Diputados presentó un proyecto
de ley a través del diputado [Mariano] Demaría, que respondía a la posición de
la fracción católica de la Cámara. Onésimo Leguizamón fue el encargado de res-
ponder desde el sector liberal y de presentar, a su vez, un proyecto alternativo.
El cotejo de ambos permite apreciar que las diferencias, salvo la del artículo sobre
enseñanza religiosa, eran muy escasas. Los dos establecían la obligatoriedad y la
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gratuidad de la enseñanza, preveían la creación de un Consejo Nacional de Edu-


cación y de consejos escolares de distrito y creaban un sistema de financiación
que daba autonomía al presupuesto educacional. El proyecto liberal introducía
la noción de gradualidad en la enseñanza y, por supuesto, la del laicismo. Pero,
además, y esto es lo que interesa ahora, establecía un sistema de elección de
las autoridades escolares de tipo vertical, donde al Poder Ejecutivo le estaba
reservado jugar un papel decisivo. «El Consejo Nacional de Educación –dice el
Artículo 53, cap. VI– se compondrá de un presidente y de cuatro vocales», y –en
el artículo siguiente– se agrega: «El nombramiento de los consejeros será hecho
por el Poder Ejecutivo por sí solo, y el del presidente con acuerdo del Senado».
Por otra parte, en el Artículo 52 del mismo capítulo se establece que el Consejo
funcionará «[...] bajo la dependencia del Ministerio de Instrucción Pública» y
por un artículo anterior (el Artículo 38 del cap. IV) se otorga al Consejo Nacio-
nal la facultad de nombrar a los miembros de los consejos escolares de distrito.
Mediante este sistema, el Poder Ejecutivo y una de las Cámaras monopolizaban
prácticamente el control de las personas a cuyo cargo estaría buena parte del
gobierno escolar.
El proyecto católico, por su parte, pretendía un aumento en el número de
vocales (ocho en lugar de cuatro) y un cambio sutil en la forma de su elección:
todos serían nombrados por el Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado. En lo
que respecta a la dependencia del Consejo con relación al Ministerio, el proyecto
católico no la mencionaba en ningún momento; y en cuanto a los consejos de
distrito, coincidía en la forma de elección con el proyecto liberal.
Planteadas de esta manera las diferencias, cada sector explicó las razones de
su posición. Los católicos intentaron apropiarse de la defensa del principio de la
autonomía de la educación, dado que en su proyecto el Poder Ejecutivo compar-
tía con el Senado la mayor responsabilidad en cuanto a las elecciones. Así lo ex-
presó el diputado Demaría en el discurso de presentación del proyecto católico:

La Comisión –dijo en esa ocasión– ha tratado de independizar la edu-


cación de todos los otros poderes públicos, convencida de que, por más
honrados que sean los hombres que desempeñan esos altos puestos, hay
momentos en los pueblos en que los gobiernos pretenden servirse de estos
hombres para influir en la sociedad con todos los medios a su alcance. [...]
Es por esto que establece el proyecto que el nombramiento de los ocho
vocales y el presidente, si bien puede hacerse por el Poder Ejecutivo, en
personas de determinadas calidades, debe requerir también el acuerdo
del Senado.9

Onésimo Leguizamón, en su respuesta a Demaría, caracterizó lo propuesto por


los católicos como un intento de crear un sexto ministerio. Dijo Leguizamón:

9. Consejo Nacional de Educación, Cincuentenario de la ley 1420, t. I, Debate parlamentario, Buenos Aires,
1934, p. 14. Todas las citas del debate de esta ley pertenecen a esta edición, que será mencionada en
adelante como Debate parlamentario.
188 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD EN LA ARGENTINA (1880-1945)

No creo [...] que puedan encontrarse mayores garantías de acierto para


la dirección de la enseñanza en una comisión compuesta de tal o cual
número de personas (sin la calidad determinada), por un tiempo con-
siderablemente largo, que las que puede dar al país entero un ministro
de Instrucción Pública, elegido generalmente entre personas de conoci-
mientos notorios y que ejerce sus funciones delante del Congreso y con
la obligación de someter a su criterio la mayor parte de sus resoluciones
de trascendencia.10

Por muy paradójico que esto pueda parecer, los liberales aparecieron como los
negadores de la autonomía de la educación y los católicos como sus defensores
fervorosos. Esta impresión se acentuó cuando intervino en el debate el minis-
tro de Instrucción Pública, Eduardo Wilde, afirmando que, en su opinión, todo
el personal debía ser nombrado exclusivamente por el Poder Ejecutivo.11 Si bien
esta postura fue rechazada, en su conjunto todas las posiciones representaron
un paso atrás en lo que respecta al problema de la autonomía, especialmente
si se considera la legislación existente en esos momentos en la Provincia de
Buenos Aires y las resoluciones del Congreso Pedagógico de 1882.
En la Provincia de Buenos Aires existía, desde 1875, una ley de educación
que establecía la elección popular de los miembros de los consejos de distrito.
La experiencia de este sistema no había sido, por cierto, muy positiva; la elección
popular se había practicado en muy raras ocasiones y con los vicios comunes
a toda elección en ese período, y el funcionamiento de los consejos había sido
muy deficiente desde el punto de vista de la participación popular efectiva. En
su Informe de 1877, Sarmiento afirmaba que los dos años de experiencia en este
aspecto dejaban mucho que desear.

En la práctica –decía el entonces director general de Escuelas– fallan


los resultados, o faltan en muchas localidades vecinos que se interesen
vivamente en el progreso de la educación, o no saben siempre cuáles son
los medios de impulsarla; o bien los que tienen reconocidas aptitudes
no quieren o pueden contraerse a estas atenciones, o últimamente los
partidos políticos, las enemistades y preferencias de aldea o barrio, y la
inasistencia de los unos acaban por embarazar la acción de los que tienen
buena voluntad, suscitar divisiones y abandonar en definitiva la gestión
a un secretario rentado, que se ocupa de llevar las cuentas, pasar las pla-
nillas al Consejo General, y cobrar los salarios de los maestros.12

Esta crítica de Sarmiento no coincidía, sin embargo, con la que provenía de


otros sectores liberales, interesados en combatir a fondo este sistema. Nicanor
Larraín, en las sesiones del Congreso Pedagógico de 1882, expresó en una parte
de su trabajo sobre la «Legislación vigente en materia de educación común»

10. Ibíd., p. 28.


11. Ibíd., p. 371.
12. SARMIENTO, Domingo F., Obras completas, Buenos Aires, Luz del Día, 1948-1956, t. XLIV, p. 334.
EL ESTADO Y LA EDUCACIÓN 189

que «[...] los constituyentes parece que no conocían nuestras poblaciones, que
no consultaron las condiciones económicas de la provincia y, en fin, que se enga-
ñaron creyendo que en materia de escuelas debía tenerse en cuenta el concurso
privado, sin que se contase con el fundamento de una legislación justa y sabia.
Hasta hoy, solo se debe a la iniciativa de los gobiernos cuanto se ha hecho sobre
educación pública. [...] La creación de los consejos escolares es pues un error de
la Constitución provincial que la ley de su reglamentación ha llevado más allá de
lo que permiten la conveniencia y el interés de las escuelas».13
Enfrentando precisamente este tipo de planteamiento, un grupo de congre-
sales intentó retomar el modelo estadounidense de organización escolar y ade-
cuarlo a la estructura local. Francisco Berra y José Pedro Varela –ambos uru-
guayos– sostuvieron una moción donde se establecía la conveniencia de separar
claramente la enseñanza del poder político.

Es preciso –sostenía Varela– establecer terminantemente una especie de


premisa, de principio para todos los pueblos de la tierra que han alcanzado
esta institución que se llama vulgarmente educación común: el éxito de la
educación común será tanto mayor cuanto menor sea la intervención que
tenga en ella el poder político; es decir, separemos del Estado a la escuela y
entreguémosla a la familia, que sirve de base al municipio. [...] Depender del
poder político en materia de educación es casi equivalente a no existir».14

No debe verse en esta segunda posición una tendencia favorable a la enseñanza


privada tal como se la entiende comúnmente hoy, es decir, a cargo de entidades
religiosas o particulares, donde la población tiene poca o ninguna participa-
ción en las decisiones. El modelo de Berra y Varela era el de una educación a
cargo de la iniciativa popular en lo que hace a difusión, administración, con-
tenidos, etc., pero contando con el apoyo estatal especialmente en el ámbito
financiero, de manera que garantizara la difusión dentro de los marcos de la
gratuidad, en la que todos estaban de acuerdo.
Finalmente, el Congreso aprobó una resolución relativa a esta cuestión donde
se decía lo siguiente:

La acción exclusiva de las autoridades escolares nunca podrá ser tan


eficaz como fuera necesario para difundir la educación común, y es por
tanto indispensable, no solo que los padres y tutores cooperen al buen
éxito de la enseñanza, sino que todo el pueblo propenda, por su propio
esfuerzo y por todos los medios a su alcance, a extender los beneficios
de la educación común, fundando sociedades para el fomento de la edu-
cación, empleando la propaganda, las conferencias públicas, formando
bibliotecas populares, etc.15

13. LARRAÍN, Nicanor, «Legislación vigente en materia de educación común», en El Monitor de la Educa-
ción Común, n° 738, Buenos Aires, junio de 1934, pp. 105-106.
14. Ibíd., pp. 51-52.
15. Ibíd., p. 269.
190 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD EN LA ARGENTINA (1880-1945)

El modelo de institución dentro de este esquema era el de las sociedades de


amigos de la educación, desde donde los miembros de las comunidades lo-
cales impulsaran el desarrollo de una enseñanza adaptada a las necesidades
de la misma comunidad. En 1882, el mismo año de celebración del Congreso
Pedagógico, Sarmiento saludaba con estas palabras la creación de la primera
Asociación de Amigos de la Educación Popular, formada en la localidad de
Mercedes:

Es este el primer ensayo, y lo auguramos feliz, de asociarse voluntaria-


mente y sin la injerencia del poder público, para promover la educación
del mayor número. [...] En la ciudad capital de Buenos Aires nunca se
pudo formar una. La función del gobierno en este respecto fue casi
siempre quebrar la acción individual, hasta que debía llegar el tiempo
en que se hiciese la educación común asunto de distribuir empleos y dar
canonjías a cuantos ocho y nueve quedaban sobrantes de la baraja polí-
tica, bajo la impresión [de] que en cosa tan mínima todos son aptos y aun
sobresalientes, echándose a imaginar instituciones los que no pudieron
ser abogados o no quisieron tomarse la molestia de poner cataplasmas,
como el barbero fígaro a la mula de don Bartolo.16

Es muy difícil probar hasta qué punto el gobierno obstaculizó realmente la


iniciativa popular del tipo que alude Sarmiento. Si bien esta iniciativa no podía
surgir espontáneamente, debido a la falta de tradiciones de ese tipo en la pobla-
ción del país, la tendencia oficial a controlar la participación popular, al mismo
tiempo que se adecuaba más a las condiciones reales del momento –y por lo
tanto no promovía ningún cambio–, reforzaba el proceso de centralización
del poder y de paternalismo estatal en las funciones públicas. El Estado llegó
a dudar, inclusive, de la capacidad de sus propios organismos descentraliza-
dos para llevar a cabo esa tarea. En su Memoria ministerial de 1883, Eduardo
Wilde señalaba que, si bien teóricamente era inaceptable que el Estado tuviera
a su cargo lo referente a la instrucción pública, ello era inevitable. «Pensar de
otra manera –decía– y dejar en la actualidad exclusivamente librada la suerte
de la educación común a la acción de los particulares, de los municipios y aun
de las provincias es exponerse a tener en poco tiempo un Estado sin ciudada-
nos aptos, aunque con numerosos habitantes».17
En este ambiente, el debate de la Ley Nº 1420 representó el triunfo de las
tendencias que negaban la posibilidad de una autonomía real entre educación
y poder político. Ninguno de los dos sectores (católicos y liberales) reivindicó la
legislación bonaerense. Onésimo Leguizamón la elogió como forma ideal, pero
manteniéndola en su forma abstracta, para luego enumerar todos los defectos
de su aplicación concreta, de la cual resultaba que la elección popular estaba

16. SARMIENTO, D.F., Obras completas, op. cit., t. XLVII, pp. 159-160 (bastardilla nuestra). Véase también
t. XII, pp. 155, 161 y ss.
17. Memoria presentada al Congreso Nacional de 1883 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción
Pública, Buenos Aires, Imprenta y Litografía La Tribuna Nacional, 1883, pp. XXXV-XXXVI (bastardilla
nuestra).
EL ESTADO Y LA EDUCACIÓN 191

teñida de mayores riesgos políticos que la elección vertical desde el Estado.


«Debe pensarse –expresó Leguizamón– que el resultado de una elección popu-
lar (como lo han acreditado el sistema de la Provincia y algunos otros) no daría
resultados satisfactorios; la elección no respondería tal vez a los verdaderos
méritos de los candidatos, ni a las verdaderas condiciones de consagración de
los vecinos por el tiempo de que dispongan, por su amor a la enseñanza y las
escuelas, sino a lo que puede responder una elección hecha en esa forma por
objetos de ambición».18
Leguizamón quería salvar la incoherencia de sus postulados liberales con
la negación de la elección popular como sistema legítimo de expresión, propo-
niendo un sistema donde los consejeros se designarían por sorteo sobre una
lista de veinte personas propuestas por el Consejo. Los católicos no lo apoyaron
y, como muy bien lo expresó Demaría en esa ocasión, ninguna de las dos propo-
siciones (la del sorteo o la de la elección por el Consejo) tenía nada que ver con
la elección popular. Ya el Consejo se las arreglaría, agregó, para que aparezcan
«[...] designados por la suerte aquellos que sean los mejores o los que él hubiera
nombrado de antemano».19
Si ninguna de las dos tendencias representaba la defensa del principio de
autonomía de la educación, el intento católico de apropiarse de este principio fue
una mera maniobra política destinada a dar mayor participación al Senado, que
era, precisamente, el lugar donde los católicos tenían más fuerza.

2. AUTONOMÍA Y DEPENDENCIA EN LA ENSEÑANZA SUPERIOR

El trámite de discusión y sanción de la ley Avellaneda ya había sido descripto


con precisión.20 Como se recordará, Nicolás Avellaneda, entonces miembro de
la Cámara de Senadores y rector al mismo tiempo de la Universidad de Buenos
Aires, presentó un proyecto de ley que constaba solamente de cuatro artícu-
los de carácter muy general, dejando para los estatutos que posteriormente
se dictaría cada universidad los aspectos más detallados de administración
y gobierno. El argumento que Avellaneda esgrimió para justificar un texto de
esa naturaleza fue el de la posibilidad de su sanción. Si se hiciera un proyecto
–sostenía–, las Cámaras tardarían mucho tiempo en estudiarlo y discutirlo,
retardándose sensiblemente la organización definitiva de las universidades
nacionales. Pero por detrás de este argumento «administrativo», la significa-
ción real de un texto tan general era otorgar a las universidades un amplio
margen de autonomía para dictar sus propias formas de funcionamiento. Ave-
llaneda reconoció este carácter de su proyecto a poco de iniciado el debate.
«Sería inútil negarlo y debo confesarlo desde el primer momento –dijo en su

18. Consejo Nacional de Educación, Debate parlamentario, op. cit., p. 329.


19. Ibíd., p. 333.
20. Debate parlamentario sobre la ley Avellaneda, con introducción de Norberto Rodríguez Bustamante,
Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Departamento Editorial, 1959.
192 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD EN LA ARGENTINA (1880-1945)

intervención del 23 de junio de 1883–. Este proyecto tiende a constituir bajo


cierta autonomía al régimen de nuestras universidades.»21
La manera de garantizar esta autonomía residía no solo en la brevedad y ge-
neralidad del texto, sino en algunas disposiciones contenidas en él. Dos de ellas
interesan muy particularmente porque fueron, además, las que ocuparon mayor
espacio en el debate:

a) el régimen de concursos para la provisión de cátedras; y


b) la participación de los profesores en la composición de las facultades.

El primero de estos puntos fue discutido con mucha amplitud en la Cámara


de Senadores. Wilde fue quien encabezó la oposición al sistema de concursos
propuesto por Avellaneda en su proyecto de ley y planteó, como sustituto, el
sistema de elección por el Poder Ejecutivo a través de una terna de candidatos
presentada por las facultades y aprobada previamente por el consejo superior
de la respectiva universidad. En el curso del debate, tanto Wilde como Avella-
neda trataron de hacer girar el eje del problema alrededor de disquisiciones
históricas y no políticas. Fue otro senador, entonces, quien planteó el problema
en sus términos verdaderos. «El profesor que se nombra por el Poder Ejecu-
tivo –dijo el senador Baltoré en la sesión del 23 de junio–, cualquiera que sea
la forma que se establezca, puede ser separado por el mismo Poder Ejecutivo, y
este es bastante motivo para que no tenga la tranquilidad necesaria aquel que
se dedica a la enseñanza».22
A pesar de la oposición de Wilde, la Cámara de Senadores aprobó, por diez
votos contra nueve, la adopción del régimen de concursos. El proyecto pasó en-
tonces a la Cámara de Diputados, donde se replanteó la discusión, pero ahora
en un ambiente mucho más «oficialista» que el anterior, lo cual permitió que se
rechazara el sistema de concursos y se lo reemplazara por el de la terna a deci-
sión del Poder Ejecutivo. Pero, además, este marco oficialista permitió a Wilde
expresar con mucha mayor claridad su posición frente a la autonomía universita-
ria. «Nuestras universidades –dijo en esa ocasión– no pueden vivir por sí solas:
es un hecho. Viven del poder público; si el poder público no les da los medios de
subsistencia, no pueden subsistir, si no se les paga su presupuesto, tienen que
cerrar sus aulas. [...] No tienen fondos propios. Por consiguiente no se puede
invocar todavía su independencia.»23
Esta manera de concebir el problema de la autonomía universitaria equivale
a su negación como principio. La única forma que existe para que una univer-
sidad tenga medios propios de subsistencia es cobrando la matrícula y esto la
convertiría en una entidad privada más. Es decir, que si la universidad estatal
recibe recursos del Estado tiene, según Wilde, que seguir subordinada a los re-
querimientos, las orientaciones y el control estatal. Y no cabe duda de que una

21. Ibíd., p. 91.


22. Ibíd., p. 114.
23. Ibíd., p. 182.
EL ESTADO Y LA EDUCACIÓN 193

de las formas de control más eficiente es manejar el mecanismo de selección de


los docentes.
También con relación al segundo de los puntos antes mencionados, la Cámara
de Diputados se mostró más inclinada que la de Senadores a limitar los márge-
nes de autonomía. El Senado había aprobado la propuesta de Avellaneda en el
sentido de que al menos una tercera parte de los profesores participaría de la
composición de las facultades. Si bien esto ya equivalía a excluir a los dos tercios
restantes, la Cámara de Diputados entendió que era demasiado y resolvió que esa
tercera parte sería el límite máximo de participación docente. En esto, como bien
lo señaló Rodríguez Bustamente, no hubo casi excepciones. Tanto católicos como
liberales estuvieron de acuerdo en la exclusión de la mayoría de los profesores,
rechazaron de plano una propuesta en el sentido de dar cabida a los graduados24
y, por supuesto, ni siquiera se mencionó a los estudiantes.
Este sistema de gobierno fue la base para la constitución de camarillas oli-
gárquicas y extrauniversitarias en las facultades, que generaron las violentas
reacciones del movimiento reformista de 1918.
Un primer balance de las descripciones precedentes parece confirmar la
afirmación según la cual el Estado tendió a concentrar en sus manos uno de los
medios más eficaces de control sobre la educación: la elección de las personas
encargadas de dirigirla. En la ejecución de esta tendencia contó con la oposición
circunstancial de sectores desplazados que no reivindicaban la tendencia con-
traria sino una adecuación a sus propias conveniencias de poder.
Pero el Estado llegó no solo a controlar los sistemas de elección de perso-
nal sino que, prácticamente, se constituyó en la única agencia educativa. Los
sectores que –por su importancia– pudieron en cierta medida competir con él
fueron las comunidades extranjeras y la Iglesia. Pero, como veremos enseguida,
su acción fue decreciendo y quedaron finalmente bajo control estatal. Como se
recordará (véase Capítulo I), la función que en el programa de Sarmiento tenía
este monopolio estatal de la enseñanza era una función activa. Esa función era,
básicamente, la de ejercer una política de modificación de las orientaciones clá-
sicas con el objetivo de impulsar tendencias pragmáticas que en los sectores
rurales dominantes no aparecían espontáneamente.
Sin embargo, los hechos no se dieron de ese modo. El cuasi monopolio esta-
tal de la enseñanza implicó no solo el mantenimiento sino la consolidación de
las orientaciones clásicas. Las deformaciones que esto trajo fueron advertidas
en repetidas ocasiones, lo cual permitió la aparición de nociones sorprendente-
mente claras acerca del papel planificador que puede ejercerse desde el Estado.
Sarmiento, por ejemplo, en una de las muchas ocasiones en que señaló el peligro
de aumentar indefinidamente el número de abogados y médicos, señalaba que
ya en esa época «[...] la economía política se desarrolla rápidamente y puede
irnos diciendo poco a poco con gran precisión y certeza, la conveniente propor-
ción entre las cuatro profesiones que llamamos agrícola, mecánica, comercial e
industrial».25

24. Ibíd., p. 210.


25. SARMIENTO, D.F., Obras completas, op. cit., t. XLIV, pp. 200-201.
194 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD EN LA ARGENTINA (1880-1945)

La élite dirigente mantuvo, frente a objeciones de este tipo, una actitud pre-
tendidamente liberal. «Los gobiernos encargados de difundir la instrucción,
obligados a ello por el convencimiento y por la ley –decía Wilde en 1884– tie-
nen que permanecer como meros espectadores ante los males relativos y par-
ciales que ella engendra y deberán esperar, como espera la sociedad, que la
misma naturaleza del conflicto corrija sus defectos si alguna vez han de ser
corregidos».26
Una posición de este tipo, en realidad, no tiene nada de prescindente.
El Estado no fue indiferente a las orientaciones de la enseñanza y, como vimos en
los capítulos anteriores, participó activamente en la promoción de algunas y
en el desaliento de otras.

26. Memoria presentada al Congreso Nacional de 1884 por el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción
Pública, Buenos Aires, Imprenta y Litografía La Tribuna Nacional, 1884, pp. 166-167.

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