El Arte Del Saber Ligero

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El arte

del saber ligero


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En cu b iert a: ilu st ració n © Lan d is Blair


D iseñ o gráf ico : G lo ria G au ger
I l u s t r a c i o n e s i n t e r io res: f igu ra 1, D iet rich , Jan e S. ( 19 86) Tiny Tale Gets Grand.
E n g i n e erin g an d Scien ce, 49 ( 3 ) . p p . 24 - 26 . ISSN 0 0 1 3 - 7 8 1 2
h t t p s://reso lver.calt ech .ed u /Calt ech ES:49.3.Tale,
r e p r o d u c i d a co n el p erm iso d el Calif o rn ia In st i tute of Technology;
f i g u r a s 2 , 8 , 9 , p ág. 30 en d o m in io p ú b lico ; f iguras 3 , 4 , 5 y 6 ,
p o r c o r t e s í a d e Th e Ho u gh t o n Lib rary, Harvard College L ibrary;
f i g u r a 7 , d e u n an u n cio d e P acq u et Lin es, línea de cruceros
d e la d écad a d e 1970 , en Th e N ew York Times
© Xavier Nu en o , 2023
© D el p o sf acio , P h ilip p e Ro ge r,
p o r co rt esía d e su au t o r
© De la t rad u cció n d el p o sf acio , Xavier Nueno,
p o r co rt esía d e su au t o r
© Ed icio n es Siru ela, S. A., 202 3
c/ Alm agro 25 , p p al. d ch a.
28010 Mad rid .
Tel.: + 34 91 355 57 20
www.s iru ela.com
ISBN: 978-84-19744-47-0
D ep ó sit o legal: M- 18.009-2023
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Xavier Nueno

EL ARTE
DEL SABER LIGERO
Una breve historia
del exceso de información

Posfacio de Philippe Roger

Biblioteca de Ensayo 137 (Serie Mayor)


A Helena López
Índice

1. Cómo reducir una biblioteca 13

2. D
 isjecta membra: hacia un régimen
de conservación 31

3. Lectores con tijeras: una arqueología del fichero 69

4. Retórica para terroristas o las noches en blanco


de la literatura 105

5. El arte de la reducción ilustrado:


apuntes sobre la biblioteca del futuro 137

6. La biblioteca del amateur: un arte del olvido 171

Posfacio: La Biblioteca de Pandora, por Philippe Roger 215


Agradecimientos 227
Bibliografía 231
«Así, cuando se haya prendido fuego a todos
los libros que hay en el mundo, la biblioteca
estará sin duda más presente que nunca. En
cierto modo son los libros que se escriben los
que impiden que la biblioteca se extienda has-
ta las dimensiones del mundo».
PASCAL QUIGNARD,
«De la biblioteca», Pequeños tratados
1
Cómo reducir una biblioteca

«Si las imágenes del presente no cambian,


cambiemos las imágenes del pasado».
CHRIS MARKER, Sans soleil (1983)

En 2013, un grupo de científicos europeos almacenó una


pequeña biblioteca en una cadena de ADN.

Los sonetos de Shakespeare.


El artículo de Watson y Crick sobre la estructura mole-
cular del ADN.
Una fotografía del Instituto Europeo de Bioinformática.
Un fragmento de veintiséis segundos del discurso de Mar-
tin Luther King, «I have a dream».
La transcripción del algoritmo de Huffman que se utiliza
para comprimir información.1

A primera vista, podría parecer una colección acciden-


tal, aunque para los científicos que la concibieron tenía
un sentido programático. Como un mensaje en una bo-
tella, los documentos de esta biblioteca molecular tenían

1
Nick Goldman et al., «Toward Practical High-Capacity Low-Main-
tenance Storage of Digital Information in Synthesised DNA», 2013,
pp. 77-80.

13
algo de carta a la posteridad. Su mensaje: un día toda la
cultura humana podrá ser almacenada utilizando esta
nueva tecnología. La biblioteca contenía los dos elemen-
tos esenciales para poder ser replicada: la descripción de
la estructura del ADN y el algoritmo para transcribir un
código binario a otro genético. Los sonetos de Shakespea-
re indicaban que su misión era conservar el conocimiento
de la humanidad; el discurso de Martin Luther King, que
la tecnología traería un mundo mejor, quién sabe si, final-
mente, un mundo feliz.
El ADN es el sistema que utiliza la naturaleza para trans-
mitir información de manera fiable y duradera. Las cade-
nas de ADN están conformadas por cuatro letras distintas
G, T, C, A. Cada documento de esta pequeña biblioteca
fue primero transcrito en código binario. Acto seguido, en
el laboratorio se sintetizó una cadena de ADN en la que
las primeras dos letras —G, T— correspondían al cero,
y las segundas —C, A—, al uno. El resultado: un código
genético que podía ser secuenciado y descodificado para
almacenar toda la memoria del mundo.
Como afirmaba el físico Richard Feynman en la confe-
rencia que inaugura la investigación en nanotecnología:
«Hay espacio de sobra al fondo» (1961). El mundo de lo
infinitamente pequeño puede albergar cantidades gigan-
tescas de información. «¿Por qué no podemos escribir los
veinticuatro volúmenes de la Enciclopedia británica en la
cabeza de un alfiler?», se preguntaba el genio americano.

Veamos lo que supondría. La cabeza de un alfiler tiene un


dieciseisavo de pulgada de diámetro. Si se amplía en 25.000

14
diámetros, el área de la cabeza del alfiler es entonces igual
al área de todas las páginas de la Enciclopedia británica. Por
lo tanto, lo único que hay que hacer es reducir el tamaño
de todos los escritos de la Enciclopedia 25.000 veces. ¿Es eso
posible? El poder de resolución del ojo es de aproxima-
damente 1/120 pulgadas, es decir, aproximadamente el
diámetro de uno de los puntitos de las finas reproduccio-
nes en medio tono de la Enciclopedia. Pero cuando se lo
divida 25.000 veces, seguirá teniendo un diámetro de 80
angstroms, es decir, 32 átomos en un metal ordinario. En
otras palabras, uno de esos puntos seguiría conteniendo
en su área 1.000 átomos. Así, cada punto puede ajustarse
fácilmente en tamaño según lo requiera el fotograbado,
y no hay duda de que hay suficiente espacio en la cabeza
de un alfiler para escribir toda la Enciclopedia británica.2

Al terminar la conferencia, Feynman ofrecía un premio


de mil dólares a quien lograra escribir una página de libro
a escala 1/25.000. El texto, que, naturalmente, sería invisi-
ble al ojo, debería poder ser leído utilizando un microsco-
pio electrónico. Durante veinticinco años, el reto quedó
sin resolver hasta que en 1985 un estudiante doctoral de la
Universidad de Stanford quiso demostrar el poder del haz
de electrones de su laboratorio y escribió la primera pági-
na de la Historia de dos ciudades (1859) de Charles Dickens
en la cabeza de un alfiler. Parece ser que la mayor dificul-
tad para el estudiante no fue escribir el texto, sino encon-

2
Richard Feynman, «There’s Plenty of Room at the Bottom», en
Horace D. Gilbert (ed.), Miniaturization, 1961.

15
Figura 1: Tom Newman escribió la primera página
de la novela Historia de dos ciudades de Charles
Dickens con un haz de electrones. La reducción
de tamaño es de 25.000 a 1 y cada letra tiene solo
unos 50 átomos de ancho. (Fuente: J. S. Dietrich,
«Tiny Tale Gets Grand», Engineering & Science,
enero 1986. pp. 24-26).

trarlo. El mundo de lo infinitamente pequeño tiene estas


cosas: ocurre que el pajar puede perderse en la aguja…
No deberíamos dejarnos confundir. Feynman no creía
que la mejor manera de almacenar el conocimiento fuera
escribirlo todo muy pequeñito. La idea de que las biblio-
tecas podían reducirse a través de la compresión gráfica
tuvo su momento de auge en los años cuarenta con la in-
vención del microfilm, pero este había quedado obsoleto

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ya por entonces. En los años sesenta, no había ninguna
duda de que la mejor manera para comprimir una biblio-
teca no era miniaturizarla, sino transformarla en unos y
ceros. A Feynman le interesaba la posibilidad de mani-
pular signos a muy pequeña escala —que estos fueran
tipográficos o código binario hacía poca diferencia—. De
hecho, si en lugar de símbolos alfabéticos utilizáramos un
sistema binario, los 24 millones de libros que contenían las
principales bibliotecas del mundo por entonces podrían
registrarse en un milímetro cúbico. Toda la memoria del
mundo cabría en un píxel. En una mota de polvo, que es
la unidad más pequeña que podemos percibir. «Realmen-
te, ¡hay espacio de sobra al fondo!», concluía Feynman.
La compresión genética va un paso más allá del mun-
do de la microfísica y convierte las moléculas del ADN
en un código programable. La posibilidad de almacenar
información a esa escala supone un avance comparable
al que en su día representó la invención del libro o la
película. Cada genoma humano contiene dos cadenas en
forma de doble hélice con un total de seis millones de ba-
ses. Esas bases —guanina, timina, citosina, adenina— las
representamos con sus respectivas primeras letras. Si con-
sideramos que cada letra es un bit —un cero o un uno—,
una sola cadena puede almacenar unos 0,75 gigabytes. Se
estima que un milímetro cúbico de ADN podría contener
unos nueve terabytes de datos, lo que supone una com-
presión de escala notable respecto de los sistemas que
utilizamos hoy en día.
Para los promotores de la compresión genética, es ur-
gente adoptar esta tecnología dada la avalancha de da-

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tos que estamos viviendo en los últimos años. La llamada
nube es una infraestructura descomunal —tal vez la ma-
yor que hayamos conocido jamás— por la que circulan
en todo momento cantidades masivas de datos. Algunas
estimaciones sugieren que en los últimos dos años se ha
producido el noventa por ciento de toda la información
en la historia de la humanidad. Un sinfín de productos
—desde coches hasta juguetes sexuales— incluyen senso-
res que retransmiten y almacenan datos en tiempo real
sobre el ambiente en el que están y el uso que se les da.
El mundo está streaming. Las empresas acumulan estos
datos con el objetivo de explotarlos comercialmente en el
futuro, aunque en realidad, la inmensa mayoría de lo que
se conserva no tiene ninguna aplicación útil.
Es difícil dimensionar cuánta información consu-
mimos porque las medidas de las que disponemos nos
dicen muy poco. Los internautas estadounidenses des-
cargaron, solo en 2012, cerca de cuatro zettabytes de da-
tos. Un zettabyte equivale a un sextillón de bytes. Imagí-
nese una cifra con 36 ceros. No estamos acostumbrados
a pensar números tan grandes, así que para atribuirle
contenido podemos compararla con algo que nos resul-
te más conocido. La versión digital de Guerra y paz ocupa
unos dos megabytes, de modo que un zettabyte equivale
a 5 × 1014 copias de la novela de Tolstói. Supongamos
una medida estándar para esas copias, unos doce cen-
tímetros de grosor: si apiláramos todos esos volúmenes,
podríamos hacer ocho viajes de ida y vuelta desde el Sol
hasta Plutón. Tendríamos que viajar durante tres días a
la velocidad de la luz para recorrer esta torre de Babel

18
poblada por infinitas princesas Kuraguinas y príncipes
Bezújov.3
A finales de los años noventa, cuando se comenzó a ha-
blar de la nube para referirse al modelo de almacenamiento
de datos distribuidos en servidores y accesibles a través de
internet, este término tenía resonancias ecológicas. Hoy,
en cambio, pensamos en la nube como un fenómeno at-
mosférico que tiene consecuencias planetarias preocupan-
tes. Cualquier interacción con una inteligencia artificial
como Siri o Alexa —hacer un encargo, pedir una canción,
encender una luz— pone en movimiento una economía
global basada en la extracción de recursos materiales y la-
borales que permanece en buena medida fuera de toda re-
gulación. Lejos de ser inmaterial, la nube es un fenómeno
meteorológico que está teniendo un impacto directo sobre
el cambio climático o el incremento de la desigualdad.4
Ante esta explosión de datos, las bibliotecas molecu-
lares prometen una nueva tecnología que nos permita
conservarlo todo. Su capacidad nos permite acariciar el
viejo sueño de que nada se pierda, de que todo pueda ser
almacenado y recuperado en el futuro. Estas colecciones
infinitas son el remedio contra el tiempo, una especie de
back up planetario que nos permitirá volver sobre nues-
tros pasos. ¿Para qué elegir?, preguntan los científicos en

3
David Weinberger, Too Big to Know: Rethinking Knowledge Now That
the Facts Aren’t the Facts, Experts Are Everywhere, and the Smartest Person in
the Room Is the Room, 2012.
4
Kate Crawford y Vladan Joler, «Anatomy of an AI System», Virtual
Creativity, vol. 9, n.º 1, 2019, pp. 117-120.

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los vídeos promocionales de esta tecnología. Que sean
las generaciones venideras las que decidan por sí mismas
lo que es útil para ellas. El secreto contra todo lo que se
pierde en la historia estaba en el fundamento mismo de
la vida. Para ello, la biblioteca tiene que inocularse en
el código genético. La naturaleza lleva millones de años
utilizándolo para transmitir la complejidad del mundo
orgánico. ¿Por qué no lo haríamos nosotros?

Este ensayo trata sobre el mito cultural de la biblioteca.


Sobre el papel que ha jugado en la tradición occidental
la pulsión por conservarlo todo. Me interesa entender de
dónde procede el deseo de acumular obsesivamente las
huellas del presente. El sueño de crear bibliotecas univer-
sales ha jugado un papel central en el imaginario de la
cultura occidental. Pero ese deseo va acompañado de otro
—su reverso— que es una pulsión por liberarnos del pa-
sado y verlo arder a nuestras espaldas. La sospecha de que
estamos atenazados a la biblioteca, de que esta se ha exten-
dido hasta la raíz misma de la vida, despierta un deseo de
romper todos nuestros lazos con ella.
Al lado de la tradición que desea aumentar siempre las
colecciones de la biblioteca, hay otra, menor, que advierte
de los peligros que corremos de vernos sepultados por el
pasado. El imaginario de una biblioteca desbordante ha
jugado un papel decisivo en la tradición escrita occiden-
tal, comparable, por su enraizamiento en la producción y
su extensión en el campo literario, a esa «ansiedad de la
influencia» que Harold Bloom situaba en el centro de las

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operaciones de relevo entre las generaciones poéticas. La
ansiedad de la sobreabundancia ha sido experimentada
de manera más o menos consciente en todas las épocas,
articulando formas de lectura y prácticas de escritura cuya
influencia no ha sido investigada hasta ahora.5
Escribo este ensayo en un momento en el que vivimos
una auténtica obsesión por el pasado. A pesar de la páti-
na cool con la que se nos presentan las economías digita-
les, estas se sostienen en la idea de que la mejor manera
para decidir nuestro futuro nos la dictan las tendencias
históricas. Al fin y al cabo, los datos son solo un registro
compulsivo y constante de nuestra actividad. Son nume-
rosos los estudios que advierten de los riesgos que en-
traña convertirse en una «cotorra estocástica». Este es el
término que empleaba la ingeniera Timnit Gebru en un
artículo polémico sobre las consecuencias de entrenar in-
teligencias artificiales con las bases de datos que tenemos.
A menudo, estas bases de datos acarrean los prejuicios de
las personas que las produjeron —hombres blancos en
su mayoría—, que utilizaron la medición para producir
un mundo a su imagen. La obsesión con la idea de que el
pasado contiene la clave para el futuro nos hace repetir
nuestros errores. Peor aún, nos permite presentarlos bajo
una forma racionalizada en la que la agencia humana —
la capacidad de decidir si esto es lo que queremos— ha
sido totalmente sustituida por una retórica objetiva.6

5
Harold Bloom, The Anxiety of Influence. A Theory of Poetry, 1997.
6
Emily M. Bender, Timnit Gebru, Angelina McMillan-Major y
Shmargaret Shmitchell, «On the Dangers of Stochastic Parrots: Can

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