Alma Lawson 01 Un Amor Inmarcesible (Historia Corta)
Alma Lawson 01 Un Amor Inmarcesible (Historia Corta)
Alma Lawson 01 Un Amor Inmarcesible (Historia Corta)
1955…
Oír su risa era la melodía más cálida para sus oídos.
En el viñedo se podía vislumbrar, bajo los primeros rayos del sol, a una
mujer de cabellera negra que ondeaba al son del viento, mientras corría por
entre las matas de vid emitiendo risas y volteando la cabeza de vez en vez
para ver si su amado la alcanzaba.
De momento a otro, el joven hombre que iba persiguiendo a aquella
hermosa mujer, le dio alcance y ambos cayeron al suelo entre risas y
respiraciones agitadas. Ella había quedado debajo del cuerpo robusto de
aquel muchacho que la miraba con amor y evidente deseo.
Sus dedos se enlazaron y el llevó sus manos sobre la cabeza de ella, en
señal de que era dueño de sus movimientos.
Ella reía, no se cansaba de hacerlo, y a él le causaba ternura la situación.
Sin embargo, sentir aquel delgado cuerpo de proporciones justas debajo del
suyo, le había causado un fuerte tirón en su virilidad. La bella mujer amagó
con zafarse de él, pero éste, ávido por tenerla de aquella manera en una
cama, quiso deleitarse con el momento un poco más.
—Bésame, Carlo —emitió de pronto, viéndolo con un brillo diferente
que hasta ese momento no había vislumbrado Carlo en ella.
—Si lo hago, no podré detenerme, Isabella… —replicó, conteniendo la
respiración ante la insinuación de la mujer que despertaba sus instintos más
bajos.
—No quiero que te detengas, amore… —replicó Isabella, relamiéndose
los labios y haciendo tambalear a Carlo de su postura de hacerla suya en la
noche de bodas.
—Isabella, aun no estamos casados —habló con esfuerzo a un
centímetro de su boca.
Si existía algo que Carlo más deseaba en el mundo, era enseñarle los
placeres de la vida a su amada prometida.
—¡Y eso qué, Carlo! La boda es mañana. ¿Cuál sería la diferencia? —
insistió Isabella.
—No me estás ayudando para nada, mi preciosa Bella.
—Entonces, bésame de una vez y deja de seguir poniendo excusas. ¿O
no me quieres lo suficiente?
Carlo rio, negando por aquella absurda pregunta y soltó sus manos para
acariciar la prominente boca de Isabella.
—¿Estás segura, Isabella? —cuestionó para que su bella prometida
entrara en razón antes de que fuera demasiado tarde—. Este no es
precisamente el lugar más adecuado para enseñarte lo que anhelas
aprender… —explicó sugerente, mientras apartaba un mechón de su pelo y
su boca caía con delicadeza sobre los labios de Isabella.
—Es el sitio perfecto, Carlo —replicó, sin darse por vencida.
Carlo, rendido por la situación y el sediento deseo que tenía hacia ella,
se puso de pie ayudándola a hacer lo mismo.
—¿Me estás rechazando? —Los ojos verdes de la muchacha lo vieron
con vergüenza.
—Lo que menos haría en mi vida, en esta y en todas las que tuviera,
sería rechazarte. —Las manos de Carlo se abrazaron a su cintura, sobre la
tela ligera del vestido blanco que llevaba puesto—. Solo iremos a un lugar
un poco más discreto.
El rostro de Isabella se iluminó y Carlo tomó una de sus manos,
apremiándola a que corriera tras él, sin siquiera sopesar en nada ni nadie
que los rodeaba. Llegaron hasta un sauce que se encontraba al terminar las
plantaciones del viñedo, cerca de un arroyo donde al medido día
descansaban los recolectores.
Carlo apresó el cuerpo de Isabella, presionando su espalda contra el
tronco del árbol viejo, cuyas mechas caían alrededor, logrando ocultar sus
cuerpos en su interior. Su pecho subía y bajaba por el deseo que lo estaba
consumiendo, mientras Isabella, sin embargo, sonreía completamente
ignorante de lo que estaba a punto de suceder, y elevó sus manos para
recorrer el rostro de su amado Carlo.
Sus dedos se deslizaron sobre los surcos de su cara, recorriendo las
líneas de expresión de su prometido. Su frente, sus párpados y nariz,
cayendo con suavidad sobre la boca recta. Por instinto, acarició aquellos
labios que le habían enseñado a besar y Carlo entreabrió su boca para darle
paso al suave tacto de su amada.
Apartó con lentitud la mano de Isabella, y asaltó con violencia aquella
boca que lo enloquecía desde el primer día que la probó.
Ella enroscó sus manos a su cuello, y él deslizó su tacto con fuerza
desde su cintura, hasta sus glúteos y piernas, al tiempo que con maestría
tiraba de la tela del vestido, subiéndolo hasta los muslos de la muchacha.
Sus manos se adentraron bajo la tela, sintiendo por primera vez la carne
firme de Isabella de aquella forma.
Sus palmas descubrieron la piel suave, la carne tersa y caliente de la
mujer, mientras sentía que su virilidad no toleraría demasiado tiempo sin
estar dentro de ella. La imaginaba tibia, estrecha y húmeda, y eso solo
encendía aún más a su cuerpo.
En ese momento, todo desapareció a su alrededor y ambos fueron
conscientes de la piel del otro como nunca antes lo habían hecho. Ella
introdujo, torpe y titubeante, sus pequeñas palmas bajo la camisa
entreabierta de Carlo, recorriendo su torso firme con vellos suaves,
sintiendo los ecos de su acelerado corazón.
Por instinto, fue desabotonando uno a uno esos minúsculos círculos que
unían la prenda de su amado, impidiendo que lo viera como tanto había
anhelado. Él, separó su boca de la suya, admirando el rostro de ella que
estaba con las mejillas sonrosadas, los labios hinchados y entreabiertos, y
los ojos oscuros. Posó su frente sobre la suya y sus dedos subieron hasta el
cordón del vestido, desanudándolo en la cúspide de sus senos y aflojando la
prenda para que cayera de lleno a los pies de Isabella. Sus ojos se
iluminaron al verla de aquella manera tan íntima, que apresuró la labor de la
muchacha y se deshizo él mismo, rápidamente, de sus prendas.
Lentamente, sus manos fueron deslizando por sus hombros aquella
especie de camisola que tenía como ropa interior su amada. Liberó
expectante, como un niño pequeño en espera de abrir un regalo ansiado,
aquellos senos de justas proporciones que resultaron ser tal como lo había
intuido en sus más gloriosos y húmedos sueños.
Sus palmas anidaron con temblor aquellos pezones, logrando arrancar
un quejido de la boca de Isabella, quien había ladeado el rostro, entreabierto
la boca y cerrado los ojos. Su pecho subía y bajaba, haciendo que su
respiración se volviera errática a sus sentidos.
Despacio, la fue recostando sobre el verde pasto, aflojando sus
pantalones al paso, para rodar sobre ella y al fin, fundirse y hacerse uno
solo.
La vio desnuda y sintió que sería lo único que recordaría durante toda su
existencia porque no había visto nada igual en su vida. Desprovistos de
prendas, la boca de Carlo cayó sobre el cuerpo de Isabella, trazando
caminos sobre su tibia piel; caminos que los llevaron a ambos por el
sendero de lo desconocido, porque jamás habían experimentado un
sentimiento parecido al que descubrieron en aquel momento.
Carlo la hizo suya con absoluta delicadeza, e Isabella comprendió que
su vida estaría ligada por la eternidad al hombre que tenía sobre su cuerpo,
danzando en un suave y dulce vaivén que la llevaba a la locura.
Cuando el placer hizo sucumbir sus cuerpos, ambos permanecieron
unidos estrechamente, intentando recuperar el aliento y la cordura que
perdieron en el desenfreno del amor.
—¿Cómo te sientes? —preguntó él, acariciando sus labios hinchados.
Ella sonrió.
—¡Cómo si una carreta hubiera pasado sobre mí!
Ambos rieron.
—Debemos irnos…
—Lo sé, pero no quiero separarme de ti.
—A partir de mañana, mi dulce Bella, me tendrás como una garrapata,
prendido a ti, y te habrás arrepentido de haber deseado eso.
—Espero que eso suceda… —acunó su mejilla y suspiró.
—¿Tienes dudas?
—De ti y de mí, en absoluto. Del destino… tal vez.
—Nuestros caminos lo escribimos nosotros; nadie más. —Le aseguró
Carlo.
Isabella asintió y ambos se ayudaron mutuamente a incorporarse y
colocarse entre risas y besos sus prendas.
Cuando Carlo la dejó cerca de su casa para que siguiera sola y nadie
sospechara que se habían visto, ella prácticamente suplicó las siguientes
palabras a su oído:
—Carlo mío, por favor, hazme sentir de nuevo lo que hace momentos
me enseñaste, ésta noche. Te veo a las diez, luego de que las luces sean
apagadas, en el inicio de la plantación de la hacienda de tus padres. —Besó
su boca fugazmente, y antes de que él protestara ni dijera que si o que no,
ella simplemente corrió como el viendo hacia la puerta trasera de la casona
de sus padres.
Confundido, Carlo simplemente sonrió, negando, y siguió su camino
rumbo a casa, envuelto en una nube de dulce algodón, evocando cada tramo
del cuerpo de Isabella que al fin había sido suyo por primera vez y para
siempre.
***
La noche había caído, y como bien le había pedido su amada, Carlo la
esperó en el lugar indicado a las diez en punto a lomo de su caballo, quien
se encontraba inusualmente inquieto.
Cuando vio a lo lejos una pequeña luz que se acercaba a gran velocidad
hacia él, su corazón de aceleró porque sintió la presencia de su alma
gemela. De inmediato, espoleó a su caballo y fue a su encuentro.
Nuevamente, a la luz de la luna y con las estrellas de testigo, ambos
recorrieron sus cuerpos mutuamente, fundiéndose en los placeres de sus
carnes y corazones, creando un vínculo entre sus almas que jamás iba a
romperse. Tanto él como ella, supieron que indefectiblemente no podrían
seguir su vida sin oír el pálpito del corazón del otro.
—Te amaré en esta vida, en la otra y todas las que tuviera. Y si no existe
la reencarnación, te amaré en la eternidad del paraíso o del mismísimo
infierno, Carlo —confesó Isabella, haciendo que a Carlo le brillaran los ojos
de la emoción.
—Y yo te prometo, que el día en que la vida decida separar nuestros
cuerpos, te buscaré en mis sueños, ya sea en vida o desde mi tumba, hasta
que volvamos a encontrarnos. Te perseguiré por siempre, no te dejaré en
paz jamás porque eres mía y porque soy tuyo, por siempre.
Luego de aquello, disfrutaron del silencio de la noche, perdidos en la
intimidad del otro.
—Es hora de irnos, mi Bella.
—¿Por qué siempre debemos despertar de los sueños más hermosos? —
preguntó, suspirando.
—Este sueño, como bien dices, será eterno a partir de mañana, cuando
me digas «Sí, quiero» en la iglesia del pueblo.
Ambos se fundieron en un profundo abrazo y nuevamente, luego de
aquello, él la ayudó a vestirse con lentitud entre risas y besos.
—¡Te reto a una carrera! —desafió una vez que Carlo la ayudó a subirse
al lomo de su yegua, espoleando su montura que se echó a correr como
alma que lleva al diablo.
—¡Eres una tramposa! —replicó él, subiendo con prisa sobre el caballo
alazán y azuzándolo para alcanzarla.
De pronto, se dio cuenta de que ella iba demasiado rápido y que su
rumbo era hacia aquel lugar donde nadie osaba ir en las noches.
—¡Isabella! —gritó desesperado varias veces—. ¡Isabella!
Ella se detuvo por unos segundos, volteando su caballo y viéndolo con
una sonrisa enorme y sincera.
Carlo pudo divisar aquello gracias al cielo limpio y la luna llena que
alumbraba el lugar.
—¡Isabella, no sigas, detente! —siguió gritando, mientras incitaba y
hostigaba al animal con sus talones para que fuera más rápido y pudiera
evitar una desgracia.
Ella simplemente negó con la cabeza, y de manera lejana él pudo oír el
último te amo de los labios de Isabella, quien, sin siquiera imaginar la
desesperación de Carlo, volteó a su caballo y lo hincó en la ingle con los
talones para que siguiera galopando.
El animal, intuyendo el peligro que se avecinaba, se paró en dos patas,
relinchó un par de veces y siguió corriendo por la insistencia de su ama.
—¡Isabella, nooo! —gritó Carlo, completamente embargado por la
impotencia, mientras veía cómo, tanto la yegua e Isabella, caían por un
precipicio.
—¡Carlooo!
Oyó los últimos gritos de Isabella, mientras se tiraba del caballo e iba
hasta el borde del acantilado, viendo como su amada se estampaba de lleno
contra el suelo.
—¡Isabella! ¡Nooo! —cayó de rodillas sobre la tierra, con lágrimas en el
rostro, sintiéndose culpable por la desgracia que acababa de presenciar.
Corrió como un poseso, bordeando el lugar para llegar hasta donde ella
había caído. Su corazón se negaba a aceptar la idea de que no sobreviviera,
aunque la razón le gritaba que era imposible seguir respirando después de
semejante caída.
Cuando llegó hasta ella, se lanzó a su lado, tomándola entre sus brazos,
mientras notaba que hilos de sangre salían de su oído, nariz y boca.
El empañado rostro de Carlo negaba vehemente ante aquello y su
corazón no quería convencerse de que su alma gemela simplemente, se
había ido.
Su cuerpo, convulso por el llanto, abrazó con fuerza a su amada,
manteniéndose así hasta que los rayos del sol iluminaron la tierra y los
gritos de unos trabajadores se hicieron eco por el lugar.
Sin embargo, Carlo no la soltó, no se separó de su amada en ningún
momento. Ni siquiera cuando los padres de ambos, horrorizados ante
aquella escena, se dispusieron a trasladarlos a la casa de Isabella, en donde
en vez de una boda, se celebraría un funeral.
II
Imposible de aceptar
Sus hermanos y amigos, lo habían apartado del cuerpo inerte a duras penas.
Los músculos de Carlo parecían haberse endurecido alrededor de ella y fue
una misión complicada aflojar los brazos de él.
Sin que él emitiera una sola palabra, lo arrastraron hasta La Soñada para
dejar que la familia Conte se ocupara de preparar el cuerpo de la joven cuya
luz se había apago precipitadamente.
Lo habían despojado de sus prendas y metido a una tina de hierro con
agua tibia, sin que siquiera él pestañeara. Parecía un fantasma, con los ojos
abiertos de los que solo se desprendían lágrimas.
Rendido por el sedante casero que le dieron de beber, había dormido un
par de horas hasta que, sorprendiendo incluso a uno de sus amigos que
velaba sus sueños, se puso de pie corriendo hacia la salida de la casa y en
dirección a la hacienda vecina.
Lo habían perseguido, habían gritado su nombre, pero Carlo solo corría
como si sus pies tuvieran alas.
Al llegar a la entrada principal de la casona blanca, donde incontadas
veces visitó a Isabella, sus ojos se empañaron y cayó de rodillas,
completamente rendido ante la realidad.
No había sido un sueño, ¡no había sido una maldita pesadilla!
Todo había pasado…
Ella… ella lo había dejado.
Sus amigos y hermanos observaron con dolor al hombre atormentado
que parecía debatirse entre seguir respirando o quitarse la vida en ese
preciso momento, en ese mismo lugar.
Lo ayudaron a ponerse de pie, y entre todos lo acercaron hasta la casa de
los padres de Isabella que, cuando lo vieron, simplemente rompieron en
llanto, abrazándose a él y no reprochando nada como imaginó Carlo que lo
harían.
—La están preparando para el funeral… —avisó su madre, con la voz
entrecortada.
—Puedes pasar a verla y… despedirte —acotó el padre de Isabella.
Carlo siguió hasta la habitación de ella, encontrándola tendida sobre la
cama y cubierta con una manta blanca.
Se acercó temblando, sentándose al borde del lecho, admirando su rostro
apacible y su cabellera negra como la noche, extendida sobre la almohada.
Parecía dormida, parecía que solo había viajado al mundo de los sueños.
—Despierta, mi Bella. Despierta de una vez… —susurró sin pensarlo,
con la esperanza de que sus párpados se abrieran y esos refulgentes ojos
verdes lo vieran vivaces como siempre lo habían hecho.
—Está muerta, muchacho… —Una mujer mayor habló de pronto, y
Carlo cerró sus ojos, intentando no gritar por tanto dolor—. Ayúdame a
vestirla. —Se acercó despacio, con un hermoso vestido blanco largo de
encajes—. Este es el vestido que ella usaría hoy para ser tu esposa, pero
dada las circunstancias, lo usará para su funeral.
El muchacho tomó aquella tela, abrazándose a ella y llorando sin
consuelo.
—¿Por qué ella? ¿Por qué no fui yo? —Se preguntó, a lo que la anciana
abuela de su difunta prometida, respondió:
—Estaba trazado en su destino, muchacho. No es culpa de nadie…
Carlo, a duras penas terminó de vestirla y prepararla para el funeral.
El pecho se le estaba por reventar de tanto dolor y se sentía un miserable
por seguir respirando, cuando su amada y dulce Isabella se había ido por no
haber impedido que siguiera un camino que no debía.
Cuando la sepultaron, Carlo perdió la conciencia, pero, cuando se
recuperó, no se dejó convencer de no permanecer durante toda la ceremonia
al pie de su tumba.
Las personas se iban retirando del cementerio, mientras él seguía de pie,
llorando y tirando flores sobre el ataúd, al tiempo que la tierra ocultaba
despacio los rastros de la madera.
Estaba por anochecer y habían pasado cinco horas desde su sepultura.
Sin embargo, Carlo parecía no tener intención de moverse de allí. Sin más,
nuevamente sus hermanos tuvieron que sacarlo a rastras del cementerio.
III
Recuerdos tomentosos
Los días pasaban con sus noches, semanas y meses, y no existía un solo
momento en que Carlo no oyera la desesperada voz de Isabella, gritando su
nombre mientras caía por el barranco.
Sus noches se habían vuelto pura pesadilla, y en más de una ocasión
había amanecido al borde del acantilado en donde ella había perecido.
Seis meses después, aun ardido y sintiéndose culpable, había bebido
hasta no ser dueño de sus propios impulsos. Con la botella en una mano y
unas rosas en la otra, caminó en medio de la noche hasta la tumba de su
amada Bella.
—¿Por qué tuviste que irte? ¡¿Por qué, maldita sea, tuviste que
dejarme?! Yo… yo no estaba listo, Isabella… —cayó de rodillas —. Yo no
estaba listo para asumir tu partida… aun no lo estoy, amor mío. ¿Por qué
me dejaste? ¿Por qué fuiste tan egoísta para partir sin mí? ¡Dime de una
jodida vez, Isabella! Tú juraste permanecer a mi lado por siempre y me has
dejado solo, sumido en la locura por tu muerte. ¿Qué clase de amor es ese?
¡Dime! ¡Qué clase de amor es ese!
Las lágrimas lo asaltaron sin tregua, y hundió su rostro entre sus manos,
buscando respuesta a tantas preguntas.
Después de un par de horas, ya agotado y sin lágrimas que derramar, se
puso de pie dispuesto a partir del cementerio, cuando de pronto oyó un
murmullo, seguido de tres golpes secos.
«¡Carlo, Carlo, ayúdame, Carlo!»
Él, sacudió la cabeza y se frotó los ojos para ver bien.
Se acercó hasta la tumba de la mujer, prestando atención sin oír
absolutamente nada.
Miró la botella y negando, la lanzó contra el suelo, haciéndola trizas
—Estoy alucinando, debo parar. Emborracharme no me la devolverá;
solo me hará enloquecer… —musitó para sí mismo, volteándose dispuesto
a marchar nuevamente.
«¡Carlo, Carlo sácame de aquí, Carlo!»
Carlo, completamente seguro de lo que había oído esta vez, cayó de
lleno sobre la tumba, cavando con sus uñas incesantemente.
—Isabella, ¿puedes oírme? —preguntó sin obtener respuesta—. Te
sacaré de allí, amore. Te sacaré de allí —siguió cavando, hasta que las uñas
se le ensangrentaron por las astillas de la tierra.
De pronto, oyó los ladridos de un perro, y aunque se detuvo por un
instante, prosiguió inmediatamente, restándole importancia a quien sea se
acercaba.
—¡¿Qué estás haciendo, muchacho?! —preguntó un anciano con la voz
agitada.
—La voy a sacar de aquí, la tengo que sacar. Ella está viva, ¡está viva y
me pide ayuda! —respondió sin dejar de cavar.
—¿Cómo es posible? Esa tumba se encuentra allí desde hace seis meses,
y es absurdo que alguien estuviera vivo dentro de su ataúd —dijo con
asombro. Carlo, despacio, fue deteniendo sus manos y vio al anciano que lo
miraba con pena—. A veces, es imposible aceptar la partida del ser amado,
pero es un ciclo que nos tocará cumplir a todos. Tal vez, el ciclo de —miró
la lápida— Isabella, ya se cumplió, y estoy seguro que a ella no le gustaría
verte de esta manera, sin que tu estés cumpliendo tu propio ciclo para
reunirte con ella en la eternidad, cuando tu misión aquí en la tierra haya
terminado.
Carlo se miró las manos, completamente horrorizado, y luego vio la
tumba a medio cavar. Era como si hubiera estado en trance y no se había
dado cuenta de lo que estaba haciendo.
—Ve a tu casa, muchacho. Ve y vive lo que debas vivir, hasta que tu
misión aquí en la tierra la hayas cumplido. Entonces, y solo entonces, tu
alma sin que siquiera tú lo pidas, volará al encuentro de tu amada Isabella.
El anciano ayudó a Carlo a ponerse de pie y lo apremió a que saliera del
cementerio.
Carlo vagó durante toda la madrugada con lágrimas empañando sus
ojos, entre las matas de vid, hasta llegar nuevamente al borde de aquel
barranco.
Al día siguiente, los trabajadores que ya estaban habituados en verlo por
allí en un estado deplorable, lo acercaron hasta la casa grande donde lo
mantuvieron encerrado para hacer que entrara en razón.
Sin embargo, su alma seguía siendo atormentada en sueños por aquella
bella voz y ojos verde fuego que lo llamaban sin cesar para unirse a ella.
***
El año se había consumido como una estrella fugaz. Las malas lenguas
comenzaban a decir que Carlo De Luca, había perdido la razón y que vivía
encerrado, maniatado para no cometer un pecado.
Las lunas seguían pasando, pero el infinito amor que él sentía no moría,
no se marchitaba y latía en su pecho más vivo que nunca.
En una ocasión ya no toleró aquel desgarrador sentimiento de vacío que
se había adueñado por completo de él, y decidido a acabar con su suplicio,
corrió hasta el barranco.
El día estaba gris, tal y como su alma se sentía por dentro.
Aspiró una bocanada de aire y el olor a humedad inundó sus pulmones.
Cerró sus ojos, y extendió los brazos de par en par, sintiéndose por primera
vez en mucho tiempo, otra vez con ella.
El viento le daba de lleno en el rostro y sonrió; Carlo sonrió después de
un año de lágrimas.
Ella lo llamaba y él no la dejaría esperando. Ya estaba listo, ya no había
más nada que lo atara a aquel lugar. Poco a poco se acercó a la orilla,
dispuesto a liberar a su alma de su cuerpo.
—Ya voy a ti, mi amada… —susurró, al tiempo que se acercaba más y
más al borde del precipicio—. Al fin estaremos juntos de nuevo.
Cuando su cuerpo estaba a punto de caer, Carlo sintió un fuerte impacto
que lo hizo desplomar de espaldas al suelo.
Completamente aturdido, miró todo el lugar a su alrededor, como si
apenas se percatara de que estaba nuevamente allí, una vez más, intentando
dejar de vivir. Se puso de pie y buscó al responsable de que no hubiera
acabado con su miserable existencia de una vez por todas.
—¡¿Acaso estás loco?! ¡Podrías haberte matado! —Le gritó una voz de
mujer.
Al enfocar sus ojos en el lugar de donde provenían aquellas palabras,
Carlo abrió los ojos de par en par.
Se trataba de una joven con cabellos rojizos y rizados que se
alborotaban al son del viento. Se veía molesta, furiosa y confundida al
mismo tiempo.
—¡Pues eso mismo era mi propósito! ¡¿Quién te has creído para
entrometerte en asuntos ajenos?! —retrucó él, dejando completamente en
jaque a la muchacha—. ¿Acaso no sabes que soy Carlo, el demente que
busca matarse para unirse a su amada en el más allá?
—Estás loco, realmente… —susurró la mujer, cabreada—. Pues no me
des las gracias y sigue con lo que estabas haciendo. No tienes idea de
cuantas personas desearían tener la oportunidad de vivir, y tú, que te miras
sano y fuerte, piensas desperdiciar tu vida por algo que de seguro tiene
solución. —Se volteó para marcharse.
Carlo bajó los hombros, avergonzado.
Regresó aturdido a su casa y trató de entrar en razón, mientras en su
cabeza retumbaban las palabras de la joven temeraria que lo había
reprendido como nadie en su vida.
No había sido fácil. Pasaron un par de años, muchos lugares nuevos,
libros y noches en vela intentando apaciguar su dolor para volver a ser él.
Lo había conseguido a duras penas y aquella pelirroja fue su salvación. Sin
embargo, en su pecho vivía intacto aquella llama que siempre sería su amor
por Isabella.
IV
Actualidad…
—¿Qué ocurrió con la joven que le salvó la vida? —preguntó Dalia, con los
ojos empañados en lágrimas.
—Al parecer, el destino sí existe, Dalia, y esa joven se convirtió en mi
esposa unos años después.
—Entonces, ¿pudo olvidar a Isabella?
—Para nada. —Negó con la cabeza—. Amé a mi esposa, la quise y fui
muy feliz a su lado, pero mi amor por Isabella es algo completamente
distinto: es un sentimiento que no morirá jamás, que simplemente
sobrevivirá a cualquier otra mujer, al paso de los años, a la vejez y la muerte
misma. Aún la amo, como el primer día que la conocí.
—Es muy romántico.
—Y doloroso —acotó Don Carlo—. Cuando se ama de esa manera, uno
puede perder los sentidos y la cordura en un pestañeo. El amor a veces
duele más de lo que imaginamos.
—Al menos, pudo ser feliz…
—Tal vez no como lo había imaginado, pero sí que lo fui. Ahora,
ayúdenme a ir a la cama que quiero estar lúcido para cuando Antonio y tú
den el «Sí» en el altar, como lo hubiera deseado hacer yo al lado de mi
amada Isabella.
Antonio y Dalia ayudaron a su abuelo a ir a la cama, lo arroparon y
luego, a pesar de que lo tenían prohibido, fueron a la alcoba del joven para
dormir abrazados y disfrutar del sentimiento que los unía.
***
Unos días después, entre uno que otro detalle, se celebró la peculiar boda de
Dalia Conte y Antonio De Luca en la hacienda La Soñada, pero esos
detalles me los guardaré porque es parte de otra historia.
La cuestión es que Don Carlo disfrutó a placer de la unión de los
jóvenes y sintió en su propia piel aquel amor innegable que ambos se
profesaban mutuamente.
—Creo que mi misión aquí, ha terminado mi amada Isabella… —
susurró, acomodándose en su reposera luego de haber disfrutado de la
maravillosa y escandalosa fiesta de los novios—. Es hora de unirnos en el
infinito y cumplir, después de tantos años, la promesa mutua que nos
hicimos.
Cerró sus ojos despacio, y con una sonrisa en su recta boca, el último
suspiro se desprendió de él, al igual que su alma, quien salió en busca de la
mujer que tanto había amado y añorado durante toda su existencia,
haciendo que ese amor inmarcesible se hiciera inmortal en la eternidad.