Variaciones Del Monstruo Nuevos Modos de
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Variaciones Del Monstruo Nuevos Modos de
Año 2022
© AA.VV.
“Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras”,
escribe Adolfo Bioy Casares en su prólogo a la Antología de la literatura
fantástica, el volumen ya clásico que compiló junto con Silvina Ocampo y
Jorge Luis Borges en 1940. Esta afirmación sitúa a lo fantástico en el origen
no ya de la literatura, sino del lenguaje: es tan antiguo como la humanidad.
Incluso antes de desarrollar la escritura, las personas han representado sus
temores bajo las formas particulares de esta clase de ficción. La aparición
de esta antología intervino en los debates que entonces tenían lugar entre
quienes configuraban la élite literaria y cultural del país, en su mayoría
proclives a valorar la novela realista por sobre las obras breves de géneros
considerados menores; la perdurabilidad de la compilación a lo largo del
tiempo, mientras tanto, confirma la centralidad que ha tenido desde
entonces la literatura fantástica en la tradición literaria argentina. Esta
publicación, que reúne en un mismo libro obras de autorxs argentinxs y
extranjerxs, sin dudas fue central para causar interés y atención en el género
en nuestro país.
En su tradición, la literatura fantástica se definió por la presencia de un
elemento sobrenatural que estructura y da forma al relato. Como explica
Tzvetan Todorov en su canónica Introducción a la literatura fantástica, en
un mundo cotidiano y similar al nuestro irrumpe algo imposible, algo que
no puede explicarse bajo las leyes lógicas que supuestamente gobiernan “lo
real”. Con estrategias narrativas variadas, se instala en el texto una clara
confrontación entre realidad e irrealidad, a partir de la inclusión de lo que
no puede ser pero es y está ahí, operando de repente sobre lo conocido sin
llegar a entenderse del todo. Pensemos en ciertas narraciones de Borges,
Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Enrique Anderson Imbert, Antonio Di
Benedetto, José Bianco, y, más acá en el tiempo, de Angélica Gorodischer,
Aurora Venturini, Marcelo Cohen, Sergio Bizzio, Iosi Havilio, Samanta
Schweblin, Mariana Enríquez, Federico Falco o Luciano Lamberti, por
nombrar solo algunxs.
Una parte significativa de la narrativa argentina de las primeras décadas
del siglo XXI muestra cierta continuidad en relación con esa herencia: el
fantástico es un género que se ha sostenido en el tiempo, amplio y vital, que
se sigue escribiendo y leyendo hoy bajo diferentes modalidades y derivas.
Hay una convivencia entre producciones clásicas, esto es, obras “de
género” que responden a convenciones típicas, y otras de configuraciones
renovadas que retoman claves de la tradición y las subvierten para crear
formas nuevas. Formas nuevas de concebir lo fantástico en sí mismo, desde
ya, pero también de ver lo real. Estas derivaciones menos convencionales se
manifiestan en un arco de modos y efectos que va de lo inquietante al terror,
del fantasy al gore, de lo extraño a lo siniestro. En este sentido, si bien es
posible registrar la vigencia del modelo clásico, notamos que las narrativas
actuales más bien participan de ese modelo —en el sentido que Jacques
Derrida le da al término— sin pertenecer exclusivamente a él, es decir,
recurren a convenciones genéricas para ponerlas en discusión y ensayar
nuevas posibilidades formales. Lo que persiste en todas estas
manifestaciones es el intento por desestabilizar una percepción
automatizada de las cosas, la puesta en evidencia de la extrañeza inherente
al mundo que nos rodea y, en consecuencia, la voluntad de disolver las
categorías divisorias estrictas, como ficción/realidad o real/irreal, tanto
entre géneros literarios como en lo que respecta a nuestra relación con lo
real.
Los proyectos literarios de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978),
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) y Luciano Lamberti (San
Francisco, Córdoba, 1978) constituyen modulaciones particulares dentro de
un gran conjunto de obras que indagan el problema. ¿Qué se juega en la
experiencia estética frente a lo inexplicable, lo extraño o lo insólito? ¿Cómo
se explora lo real desde lo fantástico? ¿Qué aspectos del presente se cifran
en las modulaciones renovadas de esta forma literaria? Desde sus
características específicas, me interesa leer en estos proyectos posibles
respuestas en común a estas preguntas: lo aterrador habita en lo cotidiano;
los modos de lo fantástico constituyen un lenguaje narrativo que permite
acercarse a algunos de los rasgos más porosos y ambiguos de la vida
contemporánea; un lenguaje donde lxs lectorxs buscan —y muchas veces
encuentran— soluciones posibles a los enigmas de lo real que sean
operativas para comprender el mundo. Son textos que, a la vez que
inquietan, tranquilizan, porque le ponen lenguaje y le dan forma a lo
indecible.
Se detectan distintas maneras de nombrar las formas literarias que, bajo
estrategias específicas, desbordan hoy los límites del realismo. Un recorrido
por el escenario de la crítica y del periodismo actual puede mostrar los
intentos por nombrar la diversificación del fantástico en clave nacional:
“gótico argentino contemporáneo” y “terror argentino” (referidos a Mariana
Enríquez y Luciano Lamberti), “neofantástico” (Samanta Schweblin),
“terror social” (Mariana Enríquez, Samanta Schweblin). Etiquetas similares
se atribuyen también a las obras de otrxs autorxs de esta generación:
“gótico pampeano” (Diego Muzzio), “fantástico villero” (Leonardo Oyola,
Gabriela Cabezón Cámara), “distopía argentina” (Martín Castagnet, Hernán
Vanoli), “distopía social” (Pedro Mairal, Pablo Plotkin, Juan Diego
Incardona). A algunxs lxs sitúan también en modulaciones extrañadas del
realismo: “realismo alucinado” o “realismo delirante” (Félix Bruzzone),
“fantástico casi realista” (Federico Falco), “realismo biografista de perfil
fantástico” (Camila Sosa Villada). Estos intentos de clasificación
evidencian que, más allá de sus modos particulares, subyace a estas
narrativas un impulso común que nos permite asumirlas como
modulaciones del fantástico.
Pájaros en la boca, publicado en 2009, es el libro de cuentos que situó a
Samanta Schweblin en el panorama literario nacional. Incluye historias
como “Conservas”, un relato que despliega la posibilidad de retrasar la
maternidad, en el que la protagonista decide rebobinar su embarazo, mes a
mes, hasta conseguir que el bebé en crecimiento sea “algo pequeño, del
tamaño de una almendra” que ella escupe por la boca y guarda en un vaso
de conservación hasta el momento indicado, porque, según dice, “había
tanto que hacer antes de su llegada”. O “Mariposas”, una historia en la que
unxs niñxs, sin explicación, salen de la escuela convertidxs en esos
preciosos y débiles insectos. O “El hombre sirena”, en el que la fantasía se
instala desde la primera oración: “Estoy sentada en el bar del puerto,
esperando a Daniel, cuando veo al hombre sirena mirarme desde el muelle”.
Más que la mera existencia de un hombre mitad humano y mitad pez, lo que
sorprende es el contraste: frente a la elegancia y majestuosidad que se
espera de un ser mitológico, este hombre sirena reproduce los modos
vulgares de un tipo de barrio, con “calle”, que se asume ganador. Desde el
bar, la mujer lo ve sentado en el muelle y va a su encuentro, con la fuerza de
un imán. Al llegar, la escena es de una naturalidad e intimidad
sorprendentes. En estos relatos la autora indaga asuntos y modos de
representación que aparecieron ya en su primera obra, El núcleo del
disturbio, de 2002, en la que predomina el fantástico de formas más
clásicas.
Pero Pájaros en la boca también incluye cuentos en los que el elemento
fantástico se reconfigura y da lugar a manifestaciones más suavizadas de lo
incómodo o, incluso, de lo terrible. “Irman” representa la paralización que
puede suponer una mínima modificación a esa especie de coreografía
cotidiana que despliega cualquier pareja en su día a día. “Mi hermano
Walter” pone en evidencia que cuando se lleva al extremo la aparente
normalidad familiar se consigue que muestre sus matices más inquietantes,
sus posibilidades menos explícitas. Walter, sumido en una profunda
depresión, no acompaña la ritualidad de la familia y entonces todo
alrededor de él se vuelve extraño.
Así, en esta obra Schweblin plantea una estrategia que será central en
Siete casas vacías, de 2015: prescinde del elemento sobrenatural, antes
definitorio para lo fantástico y, en contraposición, propone la intensificación
de lo cotidiano o la cotidianización de lo insólito. Lo imposible pierde
fuerza frente a lo habitual, que aparece transformado por un elemento o
evento posible o conocido pero que desconcierta. En este libro hay una
opción por lo insólito como forma de indagar el terror de lo cotidiano. En
los siete cuentos lo que inquieta y atemoriza tiene formas conocidas, quizás
demasiado conocidas; en ellos, la casa, locus moderno asociado por
antonomasia con la protección y la familiaridad, se convierte en el espacio
privilegiado para la indefensión. Desde ese contexto, se confirma el miedo
que pueden suscitar situaciones inesperadas pero posibles, como caminar en
bata por la ciudad de Buenos Aires al escapar de una pelea de pareja, o que
una nena esté sin bombacha bajo el vestido en la sala de esperas de un
hospital mientras habla con un hombre, o que una mujer obsesiva y con un
auto desvencijado entre a casas ajenas de barrios privados a juzgar su buen
gusto en la decoración, o que otra mujer reciba regularmente en su patio la
ropa del hijo muerto de su vecino, o que un par de hijxs desaparezcan por
unos minutos y sean encontradxs desnudxs con sus abuelxs seniles, también
desnudxs. Predomina, entonces, una normalidad enrarecida, perturbada por
algo que desconcierta, descripta con un lenguaje preciso, desde una mirada
consciente de los acontecimientos, lo que potencia el efecto de
extrañamiento.
Como vemos, en Schweblin conviven la modulación de lo fantástico
bajo la forma de lo insólito y la que actualiza la tradición sin apartarse del
componente sobrenatural. En esta última, mantiene ciertas estrategias
formales y de composición propias del género, como la aparente falta de
conexión lógica entre causas y efectos, el recurso a lo imposible, la
simultaneidad y la alteración de tiempos y espacios, pero los asuntos
manifiestan las preocupaciones y miedos contemporáneos: la violencia
inherente a las relaciones familiares, la posibilidad latente de abuso, la
hostilidad de la vida urbana, el lado siniestro de la maternidad, los vínculos
humanos mediados por las tecnologías, la catástrofe ecológica.
Otros son los monstruos de Mariana Enríquez, figura principal de la
literatura argentina contemporánea de terror. La autora publicó
tempranamente Bajar es lo peor, al promediar la década menemista, y
Cómo desaparecer completamente, tres años después de la crisis de 2001.
Dos novelas protagonizadas por adolescentes consumidos por el
desencanto, por la agresividad y la degradación humana, asuntos que serán
constantes en su producción: la violencia en el seno familiar como
reproducción de la violencia inherente a las sociedades posmodernas, la
descomposición social, la brutalidad de la vida urbana y de la rural, la
dimensión hostil de los lazos interpersonales, el trasfondo histórico-político
de los horrores argentinos. Componentes grotescos y góticos arraigados en
esas monstruosidades contemporáneas pueblan sus universos de fin de
siglo.
La publicación de Los peligros de fumar en la cama, de 2009, le dio a
Enríquez más visibilidad dentro de la escena literaria nacional. El volumen
reúne cuentos en los que despliega el repertorio clásico de los relatos de
terror: ambientes ominosos, espectros, fantasmas, poderes sobrenaturales,
prácticas ocultistas, presencias inexplicables, muertos que reaparecen. Pero
se trata de elementos que se reconfiguran en escenarios del presente y, por
eso, actualizan el miedo. Hay una indagación en lo cotidiano desde lo
sobrenatural, el componente imposible aparece para contrastar con una
normalidad de por sí enrarecida, impregnada de horrores normalizados, tan
dañinos como estos otros. El efecto es la transgresión de la mirada
cristalizada sobre los hechos cotidianos, ya desestabilizada de antemano.
Irrumpe lo irreal para mostrar, por contraste, que lo terrible habita entre
nosotros y que sus consecuencias bordean los márgenes de lo posible.
“Todo comenzó unos quince días después de la llegada del carrito. A lo
mejor había empezado antes, pero hizo falta la acumulación de desgracias
para que el barrio sintiera que la secuencia era extraña”. Así, en el cuento
“El carrito” el barrio se ve maldecido por la intromisión del carrito, que
parece expandir su magia justiciera después de que su dueño, un linyera, un
“negro de mierda”, se ve obligado a abandonarlo ahí porque los vecinos lo
echaron a golpes. “La Coca se comió a su gato, y después se suicidó. Hubo
que ir a la sede de la Obra Social de la avenida para que se llevaran el
cuerpo y lo enterraran gratis”. La “macumba” del carrito pudre del todo la
convivencia, se expande “algo contagioso que había traído de la villa”. En
“Chicos que faltan”, una asistente social trabaja en un barrio marginal el
archivo de desapariciones de adolescentes. Durante años registra
burocráticamente esas estadísticas y observa cómo los casos se apilan. En
general se trata de mujeres “que huían de un padre borracho, de un
padrastro que las violaba de madrugada, de un hermano que se les
masturbaba en la espalda, de noche”. De repente, chicxs desaparecidxs
empiezan a aparecer, vuelven de la muerte sin evidencias de daños físicos,
son ellxs, aunque extrañadxs. De este modo, la figura del desaparecido,
omnipresente en la historia argentina, funciona en Enríquez como la
actualización del doble, del fantasma, del espectro propio del fantástico
tradicional.
En Las cosas que perdimos en el fuego, de 2016, se puede ver, como en
Schweblin, la decisión de sondear el lado siniestro de lo real aunque
prescindiendo de lo fantástico típico. En esta serie de cuentos se mezcla el
paganismo con los horrores urbanos a los que la costumbre vuelve
imperceptibles: la pobreza, la marginación social, las violencias. Los
monstruos tienen la forma de un hombre común, de un policía, de una
mujer embarazada que vive en la calle. “No quiero escuchar las historias de
terror del barrio, que son todas inverosímiles y creíbles al mismo tiempo”,
dice la protagonista de “El chico sucio”. Finalmente, en Nuestra parte de
noche, novela ganadora del premio Herralde 2019, se combinan el terror,
que aparece bajo las formas de lo inimaginable, con otro tipo de espantos,
más cotidianos y palpables. La Orden, que representa el mal absoluto, es
una sociedad secreta, conformada por familias de alta alcurnia muy
poderosas, que a través de rituales atroces se contacta con La Oscuridad con
el objetivo de conseguir la vida eterna. La novela indaga en la relación entre
un padre, dotado con la capacidad de ser médium de La Orden, y su hijo,
que, al modo de una maldición, hereda ese don doloroso y cruel. El clima
está enrarecido porque el inicio del relato se sitúa en los últimos años de la
dictadura militar, y el control social y la violencia estatal son perceptibles
por los personajes. Los desaparecidos, la represión, la desocupación y la
crisis económica, la incertidumbre de la recuperación de la democracia, la
aparición del sida, componen, entre otros hitos de la historia argentina
reciente, un escenario en tándem con el paganismo, los monstruos amorfos,
los rituales y sacrificios, las apariciones espeluznantes, las prácticas
sexuales ritualizadas. Esta yuxtaposición entre la serie sociopolítica y los
fenómenos sobrenaturales que puntúan el relato es un procedimiento central
de la poética narrativa de Enríquez. Nuestra parte de noche constituye un
momento de consumación de esta propuesta en torno al verosímil, según la
cual las propiedades fácticas de lo real y lo sobrenatural, en un movimiento
calculado y preciso, pero, como tal, por momentos lineal, se muestran
intercambiables: las atrocidades que efectivamente sucedieron en Argentina
parecen paranormales y, a la vez, junto a ellas, los fenómenos inexplicables
por las leyes naturales no resultan del todo extraños.
Tal como sucede en las narrativas de Schweblin y Enríquez, en las
historias de Luciano Lamberti interviene lo fantástico bajo la forma de
fuerzas y eventos sobrenaturales, pero se presentan también en su obra, y en
la más reciente sobre todo, torsiones hacia lo insólito. El autor cordobés
publicó en 2022 Gente que habla dormida, un libro que reúne la trilogía El
loro que podía adivinar el futuro (2013), El asesino de chanchos (2014) y el
inédito Pequeños robos a la luz de la luna. Son cuentos de terror que
reúnen las más terribles perversiones y horrores y las perturbaciones
propias de los miedos cotidianos. En las primeras líneas de su último libro
leemos: “Soy el hombre de la máscara que noche tras noche se mete en la
casa de sus vecinos”.
El espacio rural y los pequeños pueblos “del interior” son los lugares
infernales donde Lamberti sitúa sus relatos. En esos escenarios enturbiados
y en apariencia calmos se despliegan las acciones de personajes
enloquecidos y crueles. El repertorio es amplio: freaks, degenerados,
sádicos y sátiros, pero también hijxs maltratadxs, personas abandonadas,
violentadas con sutileza y persistencia. Así, en el cuento “La avispa”,
incluido en Pequeños robos a la luz de la luna, escuchamos la voz
monocorde del narrador cuando dice, en el inicio, “Padre: un día te picó una
avispa. Estábamos en el campo, haciendo no me acuerdo qué. Cuando nos
quedábamos solos no era inusual sentirnos incómodos, como si todas las
formas mutuas en que nos despreciábamos corrieran como anguilas debajo
de nuestra conversación, bastante parca por cierto”. El hijo irá viendo
impávido cómo se le cierra la garganta al padre alérgico. La indagación en
el costado siniestro de las relaciones familiares es una constante en las
ficciones de terror del presente.
En un ensayo, incluido en el libro de 2018 Plan para una invasión
zombie, Lamberti plantea la idea del “cover literario”, que consiste en la
transposición del procedimiento del cover musical al campo de la literatura.
Lo describe como una intervención en un objeto del pasado, “el gesto de
tomar lo cristalizado y darle una forma nueva”. Es posible hacer un uso
libre de esta idea de Lamberti para pensar las transformaciones del
fantástico en la narrativa argentina actual. Un género central en la historia
de la literatura nacional, difícil de considerar “menor” dada la amplia
genealogía que repasamos al comienzo de estas notas, es revisitado de
forma creativa con el pretexto de que constituye un prisma particularmente
adecuado para observar el mundo contemporáneo.
Con un lenguaje sobrio y una escritura que parece despojada de trucos,
los relatos de Lamberti logran, por contraste, potenciar el efecto de
perturbación: “Ahora estaba comiendo un brazo. Había sido seccionado a la
altura del hombro, una mano colgando laxa de un extremo, y él lo sostenía
frente a su boca como una gran mazorca de maíz. Ya no era él. La
transformación estaba completa. Tenía una gran cabeza de loro sobre los
hombros. Con el pico desgarraba pedazos de piel y carne y los masticaba
con evidente placer”. Escenas como esta, que aparecen en El loro que podía
adivinar el futuro, pueblan los mundos de terror lambertianos.
¿Qué sucede en la experiencia estética frente a lo inexplicable o lo
insólito? Estos proyectos artísticos recurren a las variaciones de lo
fantástico para explorar la amplitud de lo real. La construcción
históricamente variable de lo fantástico define, de algún modo, una idea
fechada de normalidad; y frente a la normalidad rutinaria y fordista que
presentaba el fantástico de los años 60, estxs autorxs contraponen una cuya
función es la de contener lo siniestro. Hacen foco en la perplejidad en la que
nos movemos, iluminan la cotidianeidad enloquecedora, dan nombre y
forma a los monstruos de nuestro presente. Así, quizás el efecto de lectura
se relacione con el reconocimiento en estas obras de un real más real, más
cercano a las experiencias de lo cotidiano, sembrado de incertidumbres, en
el que no todo tiene explicación y las preguntas por la posibilidad de lo que
está sucediendo son constantes. Las modulaciones contemporáneas del
fantástico se caracterizan por un efecto doble y paradójico: desconciertan al
tiempo que tranquilizan. Hacen emerger con toda su fuerza presencias
inquietantes en lo real para señalar su participación en lo que nos rodea, y
no como excepciones. Al actualizar la idea de lo normal de cada época
actualizan también sus miedos. Al nombrar y moldear esos miedos de
maneras precisas producen un efecto de inquietud, pero a la vez de
acomodamiento y sosiego.
“Mi comodidad solo es mi aventura”, dice Charly García. Por eso
leemos estas historias. Para darle nombre, de algún modo, a nuestra forma
de vivir, situada entre la rutina contenedora y la sospecha. El fantástico
contemporáneo amplía el repertorio de estrategias que nos permiten
transitar esta aventura.
Obras mencionadas
Enríquez, Mariana. Bajar es lo peor [1995], Galerna, Buenos Aires, 2017.
—. Cómo desaparecer completamente, Emecé, Buenos Aires, 2004.
—. Los peligros de fumar en la cama, Emecé, Buenos Aires, 2009.
—. Las cosas que perdimos en el fuego, Anagrama, Buenos Aires, 2016.
—. Nuestra parte de noche, Anagrama, Buenos Aires, 2019.
Lamberti, Luciano. El loro que podía adivinar el futuro, Nudista, Cosquín, 2013.
—. El asesino de chanchos, Nudista, Córdoba, 2014.
—. Plan para una invasión zombie, China Editora, Buenos Aires, 2018.
—. Gente que habla dormida, Random House, Buenos Aires, 2022.
—. Pequeños robos a la luz de la luna, Random House, Buenos Aires, 2022.
Schweblin, Samanta. El núcleo del disturbio, Destino, Buenos Aires, 2002.
—. Pájaros en la boca, Emecé, Buenos Aires, 2009.
—. Siete casas vacías, Páginas de Espuma, Buenos Aires, 2015.
Bibliografía citada
Bioy Casares, Adolfo. “Prólogo”, en Borges, Jorge Luis, Ocampo, Silvina y Bioy Casares,
Adolfo (eds.), Antología de la literatura fantástica, Sudamericana, Buenos Aires, 1940.
Derrida, Jacques. “La ley del género”, trad. Ariel Schettini, en Glyph n° 7, 1980. En línea:
https://bit.ly/2X1scac
Todorov, Tzvetan. Introducción a la literatura fantástica [1970], Premia, México, 1981.