Por Consiguiente, Conviene Que Haya Uno Que Mande o Reine.: Tema 3 La Construcción de Las Monarquías Medie-Vales

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Tema 3
Por consiguiente, conviene que haya uno que
mande o reine. La construcción de las monarquías medie-
vales

1. El primero. 2. La persona. 3. Los medios. 4. Las asambleas representativas. 5. El mal go-


bierno

1. El primero

Nuestro punto de partida es lo que hemos llamado la poliarquía: ese régimen


político instalada después del colapso del imperio carolingio, que había sido
el último intento de recuperar el modelo político romano. La incapacidad de
los soberanos de responder a la codicia de los grandes del imperio (los con-
des, sobre todo), llevó a estos grandes a usurpar partes de la soberanía pro-
pia de los emperadores y de las facultades a ella asociadas. Durante el siglo
IX estos grandes patrimonializaron poderes y recursos a costa del poder pú-
blico. Ahora bien, ello abrió las puertas a una competición generalizada por
las parcelas de la soberanía y a la apropiación de las facultades asociadas a
ésta. Incluso los simples potentados, lo que las fuentes llamaban los tiranos
seculares, ladrones y rapaces, toda una masa cada vez mayor de guerreros
que asentaron sus poderes en la posesión de los castillos, acabaron por arro-
garse el derecho de actuar como soberanos en miniatura. Este proceso de
desintegración se producía mientras una serie de enemigos exteriores (nor-
mandos, húngaros y musulmanes) amenazaban las fronteras del imperio de
los carolingios hasta finales del siglo X y los soberanos francos se mostraban
cada vez más incapaces de defender estas fronteras.

La competición que era propia de la poliarquía fue siempre una competición


entre aquellos que querían mandar: sobre todo entre aquellos que se consi-
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deraban los primeros (príncipes). La mayor parte de estos primeros descen-


dían de los altos cargos del imperio (condes). Pero también había una com-
petencia entre estos primeros y el soberano: a toda costa estos grandes in-
tentaron evitar que el rey invadiera con su soberanía sus propias soberanías.
Ahora bien, el rey no era un competidor más. El rey era un primero, pero era
un primero que quería mandar y quería mandar más; era un príncipe entre
príncipes. El rey, por otra parte, era más que el señor de unos vasallos. Era
un hombre que ejercía un ministerio (ministerium); lo ejercía sobre una tierra
(terra) y sobre un pueblo (populus).

La construcción de las monarquías medievales vino sostenida siempre por la


aspiración de mandar y mandar más. En esta competencia los monarcas par-
tían con una serie de ventajas: sólo podía haber un rey en cada reino; y solo
a éste se le reconocía la soberanía real vinculada a su ministerio: una serie
de facultades que sólo correspondían a él ejercerlas, un lugar que sólo a él
correspondía ocupar. La recuperación del derecho romano clásico (Código de
Justiniano) desde finales del XII ayudó mucho, en el sentido que contenía una
legitimación del poder imperial que podía hacerse servir para reforzar y am-
pliar las pretensiones de la monarquía medieval. Los legistas al servicio de
los reyes reescribieron este cuerpo jurídico para adaptarlo a las aspiraciones
de su soberano. La conclusión final fue: el rey es emperador en su reino (rex
est imperator in regno suo), esto es, el rey tiene la facultad de ejercer los
mismos poderes que el derecho romano atribuye al emperador.

La construcción de las monarquías medievales implicó una lucha continua de


los reyes con los más diversos poderes que limitaban el ejercicio de las facul-
tades propias de su soberanía. Esta lucha representa la historia política de los
reinos de Occidente a partir del siglo XII. Las guerras ocuparon un lugar cen-
tral en esta lucha; pero lo que no se lograba mediante la guerra podía lograrse
mediante una inteligente política dinástica. En primer lugar, se trató de ase-
gurar el dominio sobre sus propios dominios. Seguidamente el rey aspiró a
imponerse frente a unos príncipes que, en Francia, por ejemplo, se presen-
taron en diferentes momentos de la historia del reino, como potentados riva-
les del monarca. Finalmente, el rey tuvo que asegurar su soberanía frente a
las amenazas de las monarquías vecinas. Es importante tener en cuenta que
entre los poderes rivales hay que incluir también el papado: los enfrenta-
mientos con el obispo de Roma, desde el siglo XI, no se entienden si no se
les considera como episodios de aquella lucha por defender unas soberanías
frente a las pretensiones del papado.

Finalmente: la construcción de las monarquías medievales nunca pretendió


eliminar la poliarquía, la parcelación de las soberanías. Siempre se trató de
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extender, de manera más o menos agresiva, según las circunstancias, la so-


beranía del monarca, sin que por ello se llegaran a eliminar las soberanías de
los competidores. Sólo las revoluciones burguesas del siglo XVIII eliminaron
dicha poliarquía a favor de una soberanía unificada.

2. La persona

El rey era alguien que mandaba y que siempre quería mandar más. Este
mandar más, sin embargo, tenía sus requisitos. En primer lugar, el rey tenía
que ser legítimo: esto quería decir: que por sus venas debía fluir una sangre
particular: el rey debía descender de reyes. La realeza, por lo tanto, se here-
daba (dinastía). Pero la sangre no era suficiente: el rey debía ser consagrado
y coronado en una ceremonia particular; aunque esta ceremonia fue per-
diendo su importancia a medida que se fortalecía el derecho hereditario.

En segundo lugar, el rey debía ser virtuoso. Esto quiere decir que al rey se le
exigían toda una serie de virtudes para ejercer su ministerio: debía ser justo,
fuerte, prudente, valiente, discreto … (De ahí los calificativos propios de tan-
tos reyes medievales: Hermoso, Fuerte, Atrevido, Bueno). Desde el siglo XIII
no se concibió que el rey no fuera letrado (sabio), que hubiera recibido una
instrucción en los diversos saberes profanos: un rey sin letras no era otra
cosa que un burro coronado. Gracias a estas diferentes virtudes el monarca
estaba en condiciones de procurar el bienestar, imponer la justicia, asegurar
la paz, castigar a los malhechores y proteger a los necesitados. Evidente-
mente, la Iglesia le encomendó la protección de los religiosos y sus bienes y
les requirió una obediencia filial a sus directrices tanto temporales como es-
pirituales.

Sin embargo, la legitimidad y la virtud no eran suficientes aún: el rey debía


ser majestuoso. Era esencial para todo rey de hacer visible a todos su poder
y poner en escena su majestad. Esta majestad requería, de entrada, unos
escenarios: todo rey tenía su trono (solium, thronus), donde se sentaba (el
estar sentado era en sí mismo un distintivo del poder). Este trono estaba
instalado en una sala particular de su palacio. Este mismo palacio era el
marco para lo que se llamará la corte. Un historiador como Bernard Guenée
ha escrito: El pueblo quería ver cada día al príncipe en ‘bella representación’.
He aquí, a finales de la Edad Media, una exigencia nueva. Todavía en el siglo
XIII, en la mayor parte de los Estados de Occidente, los príncipes aseguraban
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mejor la adhesión de sus súbditos si, en medio de su corte ambulante, per-


manecían fieles a una vida simple y a unas costumbres modestas. Pero. bajo
la doble influencia de los modelos bizantino y musulmán, y probablemente
primero en Sicilia, esta idea patriarcal cedió y, poco a poco, se tuvo la con-
vicción de que el lujo y la magnificencia eran necesarios para poner en escena
cotidianamente la majestad del príncipe. A partir de entonces, y tanto más
fácilmente cuanto sus desplazamientos eran cada vez más raros, se desarro-
lló alrededor de cada príncipe un mundo enorme y disparatado encargado de
proveer sus necesidades y de glorificar su majestad: la Casa real.
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En estas Casas reales, donde podían convivir centenares de personas, la vida


se vio regulada desde el siglo XIII por lo que se llama un ceremonial. Los
primero de estos ceremoniales datan del siglo XIV.

Este ser majestuoso, por último, requería además ciertos distintivos, que solo
a él correspondían: unos ropajes de ciertos colores, y fabricados de ciertos
materiales (seda). La majestad también requería ciertas insignias, esto es,
objetos que a menudo tuvieron la propiedad de asentar de manera definitiva
la legitimidad del monarca: la corona, la espada, la esfera, la lanza y el cetro.
Estas insignias se guardaban en lo que era el tesoro. Hasta el siglo XV las
mismas tuvieron gran importancia y jugaron un destacado papel político: Ber-
nard Guenée ha escrito: el poder de un príncipe estaba unido de alguna forma
a la propia existencia de tales insignias. Su poderío aparecía a la vista de
todos tanto más grande cuanto más rico fuesen los objetos.

3. Los medios

La persona del soberano era importante, pero el mandar más que pretendía
también requería unos medios. Sin estos medios, la construcción de los es-
tados monárquicos no hubiera sido posible. Y los reyes dedicaron todos sus
esfuerzos a crear estos medios: la historia política de Occidente fue en buena
medida la historia de crear estos medios con el fin de imponer la soberanía
que reclamaban los monarcas.

Los medios

En primer lugar, los medios materiales, esto es, aquellos medios que debían
permitir al rey ejercer las facultades propias de su soberanía: administrar la
justicia, ejercer la violencia y recaudar impuestos. La construcción de las
soberanías de los estados requería de unas instituciones (administración), un
aparato estatal: unas instituciones que se encargaran de registrar, expedir y
sellar los documentos reales (cancillería), unas instituciones que se
encargaran de la administración de la justicia (tribunales); unas instituciones
que se encargarán de la administración de lo que llegaría a ser desde el siglo
XIV una fiscalidad estatal: Bernard Guenée escribe: En el siglo XIII, los
príncipes faltos de recursos tenían varias posibilidades. Podían imponer una
talla a los hombres de sus dominios; pedir una ayuda a sus vasallos jugando
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con los casos previstos en la costumbre feudal; anunciar su partida a la


cruzada y obtener así la aquiescencia del papado para imponer sobre el clero
un diezmo o una décima; negociar con sus ciudades la concesión de subsidios
a cambio de concesiones más o menos ilusorias. Como todos esos arbitrios
parciales eran insuficientes, intentaron pronto obtener más, pidiendo a todos
sus súbditos que consintiesen en ayudarle. Y así nació, antes o después el
moderno impuesto directo que todos los Estados de Occidente conocieron de
una u otra forma, a finales del siglo XV.

Esta fiscalidad permitió sostener los gastos cada vez más exorbitados de las
guerras: unos costes que se explican por la necesidad de contratar un número
creciente de mercenarios y por los costes de unas tecnologías de guerra cada
vez más desarrolladas (artillería). En los siglo XIV y XV las grandes guerras
entre los reinos (la Guerra de los Cien Años, por ejemplo) no solo trajeron
consigo un enorme número de victimas sino también una inversión sin
precedentes de recursos materiales.

En segundo lugar, los medios humanos. El rey necesitaba con gentes que le
permitieran mantener en marcha su administración. Todo rey tenía que con-
tar con un conjunto de oficiales, una burocracia, en definitiva: hombres a los
que remuneraba y que, a cambio, debían ejercer de manera leal sus minis-
terios y defender siempre las aspiraciones del rey. El rey los reclutaba, en un
principio entre la clerecía y la pequeña nobleza. A menudo, recurría a judíos.
Pero, a partir del siglo XIII los reclutaría de manera masiva entre hijos de
burgueses y entre aquellos hombres bien entrenados e instruidos, salidos de
las facultades de derecho de forma masiva desde el siglo XIII. Unos hombres
con unas habilidades muy necesarias para mantener en marcha la adminis-
tración: el dominio de las letras y de los números, el dominio de las leyes…

En tercer lugar, los medios doctrinales. Una soberanía, la construcción de un


estado, necesita siempre una legitimación de su poder y de la autoridad que
reivindica, algo que convenza a los súbditos que la soberanía a la que estaban
sometidos era la mejor de las posibles. El poder en si mismo nunca dura; hay
que hacer que se consienta.

Las doctrinas

Estos medios doctrinales se buscaron y se hallaron en diversas fuentes a lo


largo de los siglos: Una fuente fue siempre la Biblia, con sus reyes que eran
considerados modelo: David y Salomón. Ya Carlomagno se había proclamada
como Nuevo David y Nuevo Salomón. Otra fuente de doctrinas la constituían
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los Padres de la Iglesia. El más influyente, para la reflexión política de Occi-


dente, sería Agustín de Hipona. Aunque Agustín nunca dedicó una atención
específica a la reflexión política, sí desarrolló una serie de ideas acerca de los
orígenes del poder terrenal, la naturaleza de la ley y la persona del soberano.

En la Ciudad de Dios, por ejemplo, Agustín no explica acerca de la autentica


felicidad de los gobernantes (emperadores) cristianos: Esta autentica felici-
dad (vera felicitas) no se halla en un largo reinado o en los triunfos sobre los
enemigos (algo con lo que pueden ser premiados los adoradores de demo-
nios, como dice Agustín): Llamamos realmente felices a los emperadores cris-
tianos cuando gobiernan justamente; cuando en medio de las alabanzas que
los ponen por las nubes, y de los homenajes de quienes los saludan humi-
llándose excesivamente, no se engríen, recordando que no son más que hom-
bres; cuando someten su poder a la majestad de Dios, con el fin de dilatar al
máximo su culto; cuando temen a Dios, lo aman, lo adoran; cuando tienen
más estima por aquel otro reino, donde no hay peligro dividir el poder con
otro; cuando son lentos en tomar represalias, y prontos en perdonar; cuando
tales represalias las toman obligados por la necesidad de regir y proteger al
Estado, no por satisfacer su odio personal; cuando conceden el perdón no
para dejar impune el delito, sino por la esperanza de la corrección; cuando,
puestos con frecuencia en la desagradable obligación de dictar medidas se-
veras, lo compensan con la dulzura de su misericordia y la magnificencia de
sus beneficios; cuando cercenan con tanto más rigor el desenfreno, cuando
son más libres a entregarse a él; cuando prefieren tener sometidas sus bajas
pasiones antes que a país alguno, y esto no ardiendo en deseos de gloria
vana, sino por amor a la felicidad eterna; cuando no son negligentes en ofre-
cer por sus pecados al Dios verdadero, que es el suyo, un sacrificio de humil-
dad, de propición y de súplica. A estos emperadores los proclamamos felices;
ahora en esperanza, y después en realidad, cuando llegue lo que esperamos.

Agustín enseña que lo que llama la ciudad del Hombre, la comunidad política
propiamente humana, es el resultado de una historia. Para Agustín el punto
de partida es el hombre angelical, el estado de inocencia que define al hombre
en el Paraíso Terrenal. Este estado de inocencia concluye, según Agustín, con
la caída del hombre: lo que llamamos el pecado original. Con el pecado ori-
ginal entra el mal en el mundo: el hombre ya no está en condiciones de evitar
el mal si no es con la ayuda de Dios (gracia). Es precisamente este mal el
que hace necesario un gobierno y con él, toda la coacción que éste imple-
menta para obligar a los hombres a no hacer el mal y castigar aquellos actos
que derivan (irremediablemente) de nuestra maldad. Mientras los hombres
eran buenos (virtuosos) no había necesidad de un poder que legislara y cas-
tigara; el Estado era algo superfluo. Las leyes que castigan nuestros actos de
maldad sólo se hicieron indispensables en el momento que perdimos nuestra
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inocencia. La necesidad de una comunidad política se vincula, de esta manera,


al mal (pecado) como algo propiamente humano. Somos mandados por nues-
tra culpa.

El aristotelismo

Las ideas de Agustín de Hipona dominaron el pensamiento político hasta el


siglo XII y más tarde tampoco le faltaron partidarios. Pero, a partir del siglo
XIII la reflexión sobre lo político tomó otros rumbos con la recepción de los
Antiguos: de los grandes juristas del derecho romano clásico y, sobre todo,
del que sería el gran maestro griego de la reflexión política: Aristóteles, autor
de dos tratados fundamentales: la Ética a Nicómaco y la Política. Las doctrinas
de Aristóteles determinaron inspiraron buena parte de la reflexión política de
los siglos XIII y XIV realizada por maestros como Tomás de Aquino, Juan de
París, Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham.

¿Por qué es importante Aristóteles y qué enseña? De entrada, enseña que el


hombre es un ser social, esto es, un ser que no puede sobrevivir solo; por
eso el hombre es también un ser político (zoon politikon), esto es, un ser que
ordena su vida social recurriendo a su capacidad de razonar. Precisamente
porque vive en sociedad necesita de un orden político, de una comunidad
política que permita convivir a sujetos con intereses y necesidades muy dife-
rentes, incluso encontrados. Es importante comprender que esta condición es
para Aristóteles una condición natural del hombre: un hecho humano, que
requiere un orden humano, por lo tanto, una ley humana. Es esta ley humana
(que en la Edad media se distingue de la ley divina y de la ley natural) la que
sostiene la comunidad política y al Estado. Esta ley humana se define según
el maestro Tomás de Aquino como: la ordenación de la razón para el bien
común, hecha y promulgada por el que tiene cuidado de la comunidad. La ley
humana, por lo tanto, tiene un requisito (la ordenación de la razón), una
finalidad (para el bien común) y un responsable (hecha y promulgada por el
que tiene cuidado de la comunidad). Para Tomás de Aquino, como para una
mayoría de maestros, se sobreentendía que este responsable era el rey.

Un aristotélico

Las ideas políticas de Tomás de Aquino las podemos hallar en diversas de sus
obras: en su Suma de teología, desde luego, pero también en otras más es-
pecíficas como en su Comentario sobre la Política de Aristóteles y en su tra-
tado titulado De la realeza (De regimine principum): ésta última, una obra
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inacabada, que comenzó a escribir a mediados del XIII (posiblemente a peti-


ción de un rey de Chipre, quizás Hugo II de Lusignan). Este tratado es lo que
se conocía convencionalmente como un espejo de príncipes (un género lite-
rario que pretendía la instrucción, en este caso de los príncipes). Lo que To-
más explica se basa en las categorías aristotélicas y con éste afirma el carác-
ter natural de la comunidad política.

Pero corresponde a la naturaleza del hombre ser un animal sociable y político


que vive en sociedad, más aún que el resto de los animales, cosa que nos
revela su misma necesidad natural. Pues la naturaleza preparó a los demás
animales la comida, su vestido, su defensa, por ejemplo, los dientes, cuernos
garras o, al menos, velocidad para la fuga. El hombre, por lo contrario, fue
creado sin ninguno de estos recursos naturales, pero en su lugar se le dio la
razón para que a través de ésta pudiera abastecerse con el esfuerzo de sus
manos de todas esas cosas, aunque un solo hombre no se baste para conse-
guirlas todas. Porque un solo hombre por si mismo no puede bastarse en su
existencia. Luego el hombre tiene como natural el vivir en una sociedad de
muchos miembros.

Además, no duda en argumentar la superioridad de la monarquía sobre otras


formas de gobierno. Los argumentos de que la sociedad se gobierna mejor
por uno que por muchos son variados; recurren incluso a la naturaleza: Por
otra parte, lo que se da según la naturaleza se considera lo mejor, pues en
cada uno obra la naturaleza que es lo óptimo; por eso todo gobierno natural
es unipersonal. Entre muchos miembros hay uno que se mueve primero, el
corazón; y en las partes del alma una sola fuerza preside como principal, la
razón. Las abajas tienen una reina y en todo el universo se da un único Dios,
creador y señor de todas las cosas. Y esto es lo razonable. Toda multitud se
deriva de uno. Por ello si el arte imita a la naturaleza, y la obra de arte es
tanto mejor cuanto más se asemeja a lo que hay en ella, necesariamente
también en la sociedad humana lo mejor será lo que sea dirigido por uno.

Tratándose de un espejo el tratado de Tomás de Aquino recuerda toda una


serie de deberes que se le han de exigir al buen gobierno, sin olvidar de
exponer cuál es el premio que conviene a un buen rey. Entre los posibles se
cuentan el honor y la gloria, aunque el premio que realmente ha de esperar
el buen gobernante es el que recibirá de Dios y que no es otro que la felicidad
celeste.

Las implicaciones
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El aristotelismo político, tal como lo hallamos expresado en Tomás de Aquino,


tuvo importantes implicaciones para lo que podemos definir como un proceso
de secularización del orden político (humano); aunque no todas estas impli-
caciones pueden ser interpretadas como intencionadas por maestros como
Tomás de Aquino. En primer lugar, permite distinguir lo político y lo religioso;
permite postular una separación de lo que es el Estado y la Iglesia, la ley
divina y la ley humana. En segundo lugar, permite que el orden político (hu-
mano) reivindique escapar de la tutela eclesiástica, esto es, de la tutela que
reivindicó desde el sigo XI el papado sobre los poderes temporales y sus as-
piraciones a la soberanía.

4. Las asambleas representativas

Entre las obligaciones que tenía un vasallo respecto a su señor se incluían el


auxilium y el consilium. El auxilium era la obligación de seguir al señor a la
batalla; el consilium era la de asistir con su consejo al señor en las decisiones
relevantes que este debía tomar. Los príncipes nunca dejaron de requerir
estos servicios de sus vasallos; en todas partes los soberanos se rodearon de
hombres de su confianza, con la experiencia necesaria para apoyarle en sus
tareas de gobierno. Y siempre se consideró un buen príncipe aquel que
requería el consejo de su curia de los vasallos para las decisiones en los
asuntos importantes. Para los vasallos, la necesidad de requerir su consejo
era también una manera de limitar el poder del príncipe. La curia de los
vasallos se ha de distinguir tanto del consejo, que sería a partir del XIV uno
de los pilares del estado monárquico, como de las asambleas representativas
estamentales que se difundieron en Occidente a partir del siglo XIII.

Los orígenes

A partir del siglo XIII los soberanos en sus reinos fueron enfrentándose
a asuntos cada vez más importantes y cada vez más complejos: la acuñación
de la moneda y la guerra, la administración, las finanzas y el ejército: para
afrontarlos, tuvo en cuenta las nuevas realidades y quiso asegurarse un
apoyo más amplio que el de su curia de vasallos. Fue entonces cuando se
decidió convocar unas asambleas que tuvieron un carácter muy diferentes a
las reuniones del príncipe con sus vasallos. En cuanto a las circunstancias en
las que nacieron estas asambleas, fue algo habitual que surgieran en mo-
mentos de crisis: un príncipe que moría sin herederos, urgencias financieros,
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desastres militares … Una situación difícil, por lo tanto, en la que la monarquía


necesitaba la ayuda del país. A veces la iniciativa fue del príncipe, a veces fue
de los súbditos.

La historia posterior de estas asambleas, la evolución de estas instituciones,


fue diversa de un reino a otro, respondiendo a la diversidad de las historias
políticas. Sin embargo, hubo rasgos que todas compartían, entre ellos unos
principios fundamentales, requisitos para su propia existencia. Entre estos
principios había uno heredado del derecho romano que se postularía una y
otra vez: lo que a todos afecta ha de ser aprobado por todos (quod omnes
tangit ab omnibus approbetur).

Los principios al margen, estas asambleas fueron dando sus primeros pasos
desde la primera mitad del XIII. A la curia de los vasallos sólo habían asistido
clérigos y caballeros. La novedad de nuestras asambleas fue la convocatoria
de los burgueses (generalmente, los burgueses de las ciudades que eran se-
ñorío del monarca). En principio, estos burgueses fueron allí sólo a titulo per-
sonal y consultivo. Más tarde, sin embargo, fueron elegidos elegidos por sus
pares y participaron en las reuniones como representantes de su ciudad. En
el reino de León una asamblea celebrada el año 1188 fue la primera en in-
corporar burgueses. Fue en el marco de estas asambleas que las ciudades
lograron participar en la política del reino y su peso político fue en aumento
en la medida que contribuyeron con sus recursos y de manera cada vez más
destacada a las necesidades del príncipe. Para designar estas asambleas que
decían representar a la comunidad del país, se recurrió al término tradicional
curia; de este derivaron los términos cortes y corts empleados en los reinos
hispánicos. A veces, como en la Corona de Aragón, se empleó la expresión
generalem curiam (cort general). El término parlamentum, por su parte, se
difundió a partir del siglo XIII y serviría para designar las asambleas repre-
sentativas en reinos como Inglaterra, Saboya, Escocia, Nápoles y Hungría.
En el reino de Francia las asambleas eran designadas como estados y se dis-
tinguían los Estados generales y los Estados provinciales. En un comienzo los
prelados, nobles y burgueses se sentaban juntos a deliberar. Sin embargo,
en ciertos países cada uno de estos grupos comenzó a sentarse y a deliberar
aparte constituyendo lo que se calificaría como estados y brazos. En la ma-
yoría de los reinos los estados fueron siempre tres: así, en las cortes (gene-
rais) del reino de Portugal el primer estado correspondía al braço del clero;
el segundo estado correspondía al braço de la nobreza y el tercer estado
correspondía al braço del povo (cidades). Las respectivas decisiones contaban
como una sola voz. Este fue el paso de una asamblea representativa a una
asamblea de estados.
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El diálogo

En ocasiones las asambleas no eran mucho más que los escenarios para la
propaganda del príncipe. La celebración de una asamblea al comienzo de su
reinado equivalía a conceder a los reunidos el privilegio de la presencia real.
En otras ocasiones el príncipe utilizaba las asambleas para proclamar sus de-
cisiones y promulgar sus leyes. Pero al margen de este papel pasivo, lo cierto
es que los convocados también aspiraban a tratar del bien común y de la
utilidad del reino (bono statu et reformacione terre). Esta aspiración general
se expresaba siempre en ocasiones concretas, cuando se trataban problemas
precisos y, en primer lugar, militares. Pero tratar problemas militares era
plantear problemas de dinero. A partir de 1300 importará la necesidad del
reino, una expresión que se refería a la obligación que tenía todo príncipe de
hacer la guerra para defender su tierra y pedir para ello el consejo y, sobre
todo, la ayuda financiera prevista por la costumbre. El príncipe pudo intentar
recaudar una ayuda sin el consentimiento de los súbditos; pudo intentar re-
caudarlas incluso en tiempos de paz. Todo sin éxito. Hacia 1350 tuvo que
aceptar que sólo podía pedir una ayuda en caso de necesidad y que para ello
necesitaba el consentimiento de las asambleas. Estas necesidades eran sobre
todo militares. Y las guerras, a partir del XIV, se convirtieron en algo cada
vez más costoso y sobre todo en algo permanente. Los soberanos ya nos las
podían financiar de lo suyo, o sea, con los recursos de sus dominios. Las
guerras tuvieron que financiarlas sobre todo mediante unos impuestos (ayu-
das y subsidios) que pagarían sus súbditos. Pero era en las asambleas donde
se votaban estos impuestos, cuya necesidad y urgencia los monarcas inten-
taron justificar para así lograr el consentimiento de las asambleas. Y en todos
los reinos las peticiones de ayuda se reiteraron año tras año en los siglos XIV
y XV.

Pronto las asambleas no se contentaron con consentir los impuestos que ne-
cesitaba el monarca para sus guerras. Paso a paso fueron haciéndose con
unas prerrogativas que les permitieron controlar las recaudaciones, tasar los
subsidios, verificar las cuentas, seleccionar los recaudadores… Más aún, la
concesión de las ayudas se condicionó a que los príncipes escucharan las
quejas (gravamina) que les eran presentadas por parte de sus súbditos si
consideraban que sus derechos no eran respetados por el soberano, que éste
había atentado contra sus libertades (privilegios). A partir de aquí las asam-
bleas pudieron asumir un papel legislativo y constituirse como una institución
en cuyas sesiones serían negociadas todos los asuntos importantes del reino:
asuntos como la sucesión al trono y las alianzas matrimoniales, las declara-
ciones de guerra, los preparativos de las empresas militares, las treguas y
los tratados de paz, las mutaciones monetarias, la administración del reino y
el ejercicio del cargo por parte de los oficiales reales… En la Corona de Aragón
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las Cortes jugaron un papel decisivo en la elaboración de las fueros (furs) y


constituciones (constitucions) porque el consentimiento para recaudar un im-
puesto y cualquiera de sus iniciativas políticas se hacía depender de que el
monarca atendiera los agravios (greuges) que presentaban los brazos y re-
parase cualquier atentado a las libertades de la tierra. Bernard Guenée es-
cribe: Así, en numerosos países de Occidente, las asambleas representativas,
creadas en el siglo XIII para resolver diversos problemas judiciales, militares
o monetarios (acerca de los que continuarían interesándose en lo sucesivo)
impusieron a los príncipes del siglo XIV el principio de no poder cobrar el
menor subsidio sin su consentimiento. Se apoyaron en este consentimiento
necesario para hacerse reconocer un papel legislativo.

A través de las asambleas representativas, se institucionalizó un diálogo entre


el monarca, por una parte, y la comunidad del reino, por otra. El hecho fue
un momento importante en la historia que llevará a los Estados modernos;
Bernard Guenée afirma que estos Estados nacieron cuando se institucionalizó
el diálogo entre el rey y la comunidad del reino a través de las asambleas
representativas. Gracias a dicho diálogo la comunidad logró hacer oír su voz
frente a una monarquía cada vez más exigente, que, como tal, no se cues-
tionaba, pero cuyo ejercicio del poder se quería regular y limitar. Los benefi-
cios de este diálogo para la comunidad eran tanto mayores cuanto más ur-
gentes eran las necesidades del príncipe. El diálogo, evidentemente, lo sos-
tenían unos cometidos (bien común) y unos intereses muy específicos. Las
asambleas representativas no fueron nunca instituciones democráticas en el
sentido de dar voz a todo el pueblo de una tierra. La defensa de las libertades
fue sobre todo una defensa de ciertos privilegios. Los intereses que se defen-
dieron en estas instituciones (sobre todo frente a cualquier cuestionamiento
real) fueron siempre los intereses ciertos estados, concretamente los intere-
ses de la nobleza, sobre todo de la alta nobleza (barones), los intereses de
los prelados (obispos y abades) y los intereses de las oligarquías de las ciu-
dades reales. Hay que a tener en cuenta esta realidad, por mucho que los
estados pretendieran hablar y actuar en nombre del pueblo y defender los
intereses de la tierra. Los agravios que se denunciaban fueron siempre los
los agravios cometidos contra los intereses de dichos estados.

Las facultades que ejercieron las asambleas representativas les dieron fuerza.
Pero esta fuerza también dependía de su eficacia. Unos progresos importan-
tes se lograron a la hora de definir los mecanismos para la toma de decisiones
(decisión por mayoría). Asimismo, cuando se creó la figura del portavoz, un
hombre cuya experiencia y elocuencia contribuyó a asegurar la continuidad
de la institución. La eficacia dependió asimismo de la duración de las sesio-
nes, de su frecuencia y de su regularidad. La frecuencia puede considerarse
decisiva, porque sobre todo ella permitía una participación política continua
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y una actividad legislativa regular. En general, el monarca fijaba tanto la con-


vocatoria (fecha y lugar) de las asambleas como el temario a discutir. El grado
de eficacia y la fuerza de cada asamblea varió de un reino a otro. Hubo reinos
donde las asambleas se reunieron de manera irregular y raramente; en ellos
las asambleas no lograron desempeñar un papel político relevante. En el otro
extremo estaban aquellos reinos donde las asambleas fueron frecuentes y
regulares; en éstos las asambleas fueron un actor político relevante, condi-
cionando la vida política del reino. A veces, incluso emanaron de ellas unas
comisiones que impusieron al príncipe algo así como un diálogo ininterrum-
pido. De esta manera, lograron ejercer una fiscalización permanente de las
decisiones del soberano y asumir la recaudación de los impuestos que se
habían votado: comisiones de este tipo fueron la Generalitat en el Principado
de Cataluña (1413) y la Generalitat en el reino de Valencia (1418); en ambos
casos la deputació permanente logró jugar un papel político esencial a lo largo
del siglo XV (y más tarde).

En definitiva, como escribe Guenée: Hubo, pues, asambleas y asambleas: en


unos lugares fueron tan breves, tan raras y tan irregulares que sólo desem-
peñaron un papel episódico; en otros, sus reuniones, más frecuentes y más
regulares, hicieron de ellas una verdadera institución; a veces, incluso ema-
naron de ellas unas comisiones que impusieron al príncipe un diálogo perma-
nente. Aún contando con estas asambleas, la vida política era todavía muy
diferente a la que existe en nuestros modernos regímenes parlamentarios:
por ejemplo, nunca los servidores del príncipe fueron responsables ante ellas.
Sin embargo, tuvieron en todas partes el peso suficiente como para que el
príncipe debiese contar con ellas. Por tanto, uno de los caracteres esenciales
de los Estados de Occidente en los siglos XIV y XV fue el hecho de que entre
el príncipe y el país se estableciese un activo diálogo por medio de unas
asambleas que representaba a todo el país.

La decadencia

Hacia mediados del siglo XV las asambleas representativas comenzaron a


perder peso; en algunos casos incluso desaparecieron. En muchos casos de-
jaron de ser interlocutores de un diálogo y se convirtieron en auxiliares. Las
razones que explican esta decadencia son diversas: las asambleas eran ins-
tituciones costosas para los súbditos. Las partes tenían que estar convencidas
de su utilidad, de su necesidad para el bien respectivo. Sin embargo, hacia
1450 los príncipes habían logrado a menudo asegurar los recursos fiscales
que necesitaban para sus empresas. En un reino como Francia, el monarca
logró recaudar los impuestos que necesitaba sin reunir los estados; la segu-
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ridad fiscal hizo innecesaria convocar las asambleas representativas y solici-


tar su consentimiento. Y la decadencia se hizo evidente sobre todo cuando
las asambleas dejaron de guiarse por unos intereses compartidos, esto es,
cuando el clero y la nobleza lograron el privilegio de escapar de los impuesto
exigidos por el soberano: lo que ocurrió en el reino de Francia pero también
en los reinos de la Península Ibérica: la decadencia de las Cortes quedó san-
cionada cuando los dos primeros órdenes esquivaron definitivamente el pago
del impuesto, cuando su peso recayó por entero en las ciudades, cuando el
rey pudo enfrentar a un orden contra otro y cuando se contentó con convocar
a ciudades cada vez menos numerosas (Guenée). El bien común se perdió de
vista y las asambleas acabaron por convertirse en instituciones que se limi-
taban a defender con acritud sus privilegios.

5. El mal gobierno

El buen gobierno como enseñaban tanto Tomás de Aquino como los demás
maestros era aquel gobierno que anteponía el bien común (la utilidad común)
al bien privado. El mal gobierno, por lo tanto, era aquel gobierno que ante-
ponía el bien privado al bien del conjunto de los miembros de una comunidad
política. Para designar este mal gobierno y para designar al mal gobernante
se recurrió a dos términos de origen griego: la tiranía y el tirano. Ya en el
siglo XII se desarrollaron toda una serie de reflexiones que oponía la figura
del rey a la figura del tirano.

El tirano

En un tratado escrito el año 1498 por el dominico Girolamo Savonarola


(muere 1498), titulado Tratado sobre la República de Florencia, se dirige con-
tra el régimen que la familia de los Medici había instalado en la ciudad de
Florencia.

En este tratado Girolamo Savonarola nos explica que en las cosas humanas
es necesario el gobierno y también cuál se dice buen y cuál mal gobierno.
Savonarola explica que la razón de ser del gobierno es el cuidado del bien
común, consistente en que los hombres puedan vivir juntos pacíficamente
practicando las virtudes y acceder así más fácilmente a la felicidad eterna; de
aquí que pueda definirse a un buen gobierno como aquél que, con la mayor
diligencia posible, busca conservar y aumentar el bien común, conduciendo a
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los hombres a las virtudes y al vivir recto, y en particular al culto divino; y es


un mal gobierno el que descuida el bien común y atiende a su bien particular,
no preocupándose de la virtud de los hombres, ni de su vida moral más que
en la medida en que le es útil a su bien particular: y tal gobierno se denomina
'tiránico'.

Sigue a estas explicaciones un apartado sorprendente en el que Savonarola


trata de la maldad y pésimas cualidades del tirano: Entre otras muchas cosas
nos explica hasta qué grado está el tirano está dominado por las más diversos
vicios y hasta qué punto estos vicios lo acaban por una persona llena de
maldad: debido a que las sospechas, las tribulaciones y los diversos temores
están siempre royéndole el corazón, se refugia en los placeres como medicina
para sus aflicciones: por eso mismo, pocas veces o casi nunca se encuentra
un tirano no entregado a la lujuria y a las delectaciones carnales … bajo el
tirano no existe cosa estable, porque todo se rige según su voluntad, la cual
no sigue el dictado de la razón, sino de sus pasiones. Por lo que todo
ciudadano bajo él vive expuesto a su soberbia, toda propiedad peligra por su
avaricia, toda castidad y honra femenina vive pendiente de su lujuria. No le
faltan desde luego rufianes y alcahuetas que de un modo u otro conducen a
las mujeres e hijas de los ciudadanos al mortal sacrificio: y en especial en los
grandes convites palaciegos, en donde suele haber pasajes secretos hacia los
aposentos; allí se conduce a las mujeres sin que se percaten, de modo que,
una vez dentro, se ven sin remedio cogidas en su lazo. Y esto por no hablar
de la sodomía, a la cual muchos tiranos son hasta tal punto propensos, que
no existe joven algo agraciado en la ciudad que se pueda sentir a salvo.

Lo que llama la atención es que estamos ante un discurso que es tanto un


discurso político como un discurso moral: un personaje con todos los vicios:
desde la avaricia hasta la lujuria, esta última en su peor versión (sodomía).

Los remedios

Pero, ¿qué se puede hacer cuando no ha sido posible evitar la tiranía? Todos
los maestros enseñan que hay que castigar a tirano. Pero, ¿en qué consiste
este castigo? Muchos enseñan que hay que resistir (ius resistendi), llegando
incluso a defender el tiranicidio, la muerte violenta del mal gobernante. Pero,
la mayoría (entre ellos Tomás de Aquino) no llega a este extremo y se con-
tenta con proclamar la necesidad de deponer el tirano: el desorden que podía
conllevar el tiranicidio les resulta menos soportable que el mal gobierno. To-
más de Aquino en su tratado sobre la monarquía considera: Realmente, si el
tirano no comete excesos, es preferible soportar temporalmente una tiranía
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moderada que oponerse a ella, porque tal oposición puede implicar peligros
mucho mayores que la misma tiranía.

Pero, ¿quién sería el encargado de deponerlo? La institución que podría asu-


mir esta responsabilidad serían las asambleas representativas que decían re-
presentar a la tierra y al pueblo ante el soberano. Sin embargo, hay que tener
en cuenta, en primer lugar, que estas asambleas representativas eran de
hecho poco más que instituciones que las clases privilegiadas hacían servir
para defender sus particulares intereses frente a las pretensiones de la mo-
narquía. Su capacidad de consentir los impuestos que necesitaba el soberano
las hacía más o menos fuertes. En segundo lugar, aún conscientes de su
poder, estas asambleas no disponían ni de instrumentos ni de procedimientos
para proceder contra un tirano. (A diferencia de nuestros parlamentos que
disponen de los mecanismos necesarios para sancionar a todos aquellos que
no respetan las leyes que sostienen la convivencia democrática).

Por lo tanto, ¿qué quedaba? Más allá del recurso a Dios, como propone Tomás
de Aquino: él puede realmente convertir el cruel corazón del tirano en
mansedumbre. Quedaba, la apelación a la conciencia del rey, mejor dicho, la
educación del príncipe. Todo un género literario, los espejos de príncipes,
tratados nunca demasiado extensos, tenían la función de instruir al joven
príncipe en el arte de gobernar y de inculcarle tanto lo que eran los principios
del buen gobierno como lo que se ha llamado un horror al mal gobierno.
Desde el siglo XII hasta el siglo XVI, estos espejos de príncipe repetían una
y otra vez la necesidad de alejarse de la tentación de la tiranía: la de
considerar sólo el bien privado.

Cuando en el año 1516 Erasmo de Róterdam escribió su Educación del


príncipe cristiano para la instrucción del príncipe Carlos de Borgoña (el futuro
Carlos V), conminó a su pupilo que se imaginara al tirano como una enorme
y repugnante bestia formada por una mezcla de dragón, de lobo, de león,
todas partes con seiscientos ojos, dentada por doquier, temible por sus
encorvadas uñas y su vientre insaciable, ahíta de vísceras humanas, ebria de
sangre humana, que vigilante sin cesar acecha las fortunas y vida de todos,
hostil a todos, pero especialmente a los buenos, calamidad fatal del mundo
entero, execrable y odiosa para todos los que aman la república. Que no
puede ser soportada a causa de su ferocidad ni eliminada sin gran catástrofe
para la ciudad, por su maldad armada de escoltas y riquezas.

Lecturas para profundizar en el tema de la sesión: Bernard Guenée, Occidente durante los
siglos XIV y XV. Los estados, Barcelona: Labor 1985; Joseph R. Strayer, Sobre los orígenes
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medievales del estado moderno, Barcelona: Ariel, 1986; Pietro e Ambrogio Lorenzetti, edición
de Chiara Frugoni, Florencia: Scala Group, 2002; Patrick Boucheron, “La fresque de Bon
Gouvernement d’Ambrogio Lorenzetti”, Annales. Histoire, Sciences Sociales, 60/6 (2005),
1137-1199; Quentin Skinner, El artista y la filosofía política. El buen gobierno de Ambrogio
Lorenzetti, Madrid: Trotta, 2009

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