Por Consiguiente, Conviene Que Haya Uno Que Mande o Reine.: Tema 3 La Construcción de Las Monarquías Medie-Vales
Por Consiguiente, Conviene Que Haya Uno Que Mande o Reine.: Tema 3 La Construcción de Las Monarquías Medie-Vales
Por Consiguiente, Conviene Que Haya Uno Que Mande o Reine.: Tema 3 La Construcción de Las Monarquías Medie-Vales
Tema 3
Por consiguiente, conviene que haya uno que
mande o reine. La construcción de las monarquías medie-
vales
1. El primero
2. La persona
El rey era alguien que mandaba y que siempre quería mandar más. Este
mandar más, sin embargo, tenía sus requisitos. En primer lugar, el rey tenía
que ser legítimo: esto quería decir: que por sus venas debía fluir una sangre
particular: el rey debía descender de reyes. La realeza, por lo tanto, se here-
daba (dinastía). Pero la sangre no era suficiente: el rey debía ser consagrado
y coronado en una ceremonia particular; aunque esta ceremonia fue per-
diendo su importancia a medida que se fortalecía el derecho hereditario.
En segundo lugar, el rey debía ser virtuoso. Esto quiere decir que al rey se le
exigían toda una serie de virtudes para ejercer su ministerio: debía ser justo,
fuerte, prudente, valiente, discreto … (De ahí los calificativos propios de tan-
tos reyes medievales: Hermoso, Fuerte, Atrevido, Bueno). Desde el siglo XIII
no se concibió que el rey no fuera letrado (sabio), que hubiera recibido una
instrucción en los diversos saberes profanos: un rey sin letras no era otra
cosa que un burro coronado. Gracias a estas diferentes virtudes el monarca
estaba en condiciones de procurar el bienestar, imponer la justicia, asegurar
la paz, castigar a los malhechores y proteger a los necesitados. Evidente-
mente, la Iglesia le encomendó la protección de los religiosos y sus bienes y
les requirió una obediencia filial a sus directrices tanto temporales como es-
pirituales.
Este ser majestuoso, por último, requería además ciertos distintivos, que solo
a él correspondían: unos ropajes de ciertos colores, y fabricados de ciertos
materiales (seda). La majestad también requería ciertas insignias, esto es,
objetos que a menudo tuvieron la propiedad de asentar de manera definitiva
la legitimidad del monarca: la corona, la espada, la esfera, la lanza y el cetro.
Estas insignias se guardaban en lo que era el tesoro. Hasta el siglo XV las
mismas tuvieron gran importancia y jugaron un destacado papel político: Ber-
nard Guenée ha escrito: el poder de un príncipe estaba unido de alguna forma
a la propia existencia de tales insignias. Su poderío aparecía a la vista de
todos tanto más grande cuanto más rico fuesen los objetos.
3. Los medios
La persona del soberano era importante, pero el mandar más que pretendía
también requería unos medios. Sin estos medios, la construcción de los es-
tados monárquicos no hubiera sido posible. Y los reyes dedicaron todos sus
esfuerzos a crear estos medios: la historia política de Occidente fue en buena
medida la historia de crear estos medios con el fin de imponer la soberanía
que reclamaban los monarcas.
Los medios
En primer lugar, los medios materiales, esto es, aquellos medios que debían
permitir al rey ejercer las facultades propias de su soberanía: administrar la
justicia, ejercer la violencia y recaudar impuestos. La construcción de las
soberanías de los estados requería de unas instituciones (administración), un
aparato estatal: unas instituciones que se encargaran de registrar, expedir y
sellar los documentos reales (cancillería), unas instituciones que se
encargaran de la administración de la justicia (tribunales); unas instituciones
que se encargarán de la administración de lo que llegaría a ser desde el siglo
XIV una fiscalidad estatal: Bernard Guenée escribe: En el siglo XIII, los
príncipes faltos de recursos tenían varias posibilidades. Podían imponer una
talla a los hombres de sus dominios; pedir una ayuda a sus vasallos jugando
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Esta fiscalidad permitió sostener los gastos cada vez más exorbitados de las
guerras: unos costes que se explican por la necesidad de contratar un número
creciente de mercenarios y por los costes de unas tecnologías de guerra cada
vez más desarrolladas (artillería). En los siglo XIV y XV las grandes guerras
entre los reinos (la Guerra de los Cien Años, por ejemplo) no solo trajeron
consigo un enorme número de victimas sino también una inversión sin
precedentes de recursos materiales.
En segundo lugar, los medios humanos. El rey necesitaba con gentes que le
permitieran mantener en marcha su administración. Todo rey tenía que con-
tar con un conjunto de oficiales, una burocracia, en definitiva: hombres a los
que remuneraba y que, a cambio, debían ejercer de manera leal sus minis-
terios y defender siempre las aspiraciones del rey. El rey los reclutaba, en un
principio entre la clerecía y la pequeña nobleza. A menudo, recurría a judíos.
Pero, a partir del siglo XIII los reclutaría de manera masiva entre hijos de
burgueses y entre aquellos hombres bien entrenados e instruidos, salidos de
las facultades de derecho de forma masiva desde el siglo XIII. Unos hombres
con unas habilidades muy necesarias para mantener en marcha la adminis-
tración: el dominio de las letras y de los números, el dominio de las leyes…
Las doctrinas
Agustín enseña que lo que llama la ciudad del Hombre, la comunidad política
propiamente humana, es el resultado de una historia. Para Agustín el punto
de partida es el hombre angelical, el estado de inocencia que define al hombre
en el Paraíso Terrenal. Este estado de inocencia concluye, según Agustín, con
la caída del hombre: lo que llamamos el pecado original. Con el pecado ori-
ginal entra el mal en el mundo: el hombre ya no está en condiciones de evitar
el mal si no es con la ayuda de Dios (gracia). Es precisamente este mal el
que hace necesario un gobierno y con él, toda la coacción que éste imple-
menta para obligar a los hombres a no hacer el mal y castigar aquellos actos
que derivan (irremediablemente) de nuestra maldad. Mientras los hombres
eran buenos (virtuosos) no había necesidad de un poder que legislara y cas-
tigara; el Estado era algo superfluo. Las leyes que castigan nuestros actos de
maldad sólo se hicieron indispensables en el momento que perdimos nuestra
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El aristotelismo
Un aristotélico
Las ideas políticas de Tomás de Aquino las podemos hallar en diversas de sus
obras: en su Suma de teología, desde luego, pero también en otras más es-
pecíficas como en su Comentario sobre la Política de Aristóteles y en su tra-
tado titulado De la realeza (De regimine principum): ésta última, una obra
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Las implicaciones
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Los orígenes
A partir del siglo XIII los soberanos en sus reinos fueron enfrentándose
a asuntos cada vez más importantes y cada vez más complejos: la acuñación
de la moneda y la guerra, la administración, las finanzas y el ejército: para
afrontarlos, tuvo en cuenta las nuevas realidades y quiso asegurarse un
apoyo más amplio que el de su curia de vasallos. Fue entonces cuando se
decidió convocar unas asambleas que tuvieron un carácter muy diferentes a
las reuniones del príncipe con sus vasallos. En cuanto a las circunstancias en
las que nacieron estas asambleas, fue algo habitual que surgieran en mo-
mentos de crisis: un príncipe que moría sin herederos, urgencias financieros,
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Los principios al margen, estas asambleas fueron dando sus primeros pasos
desde la primera mitad del XIII. A la curia de los vasallos sólo habían asistido
clérigos y caballeros. La novedad de nuestras asambleas fue la convocatoria
de los burgueses (generalmente, los burgueses de las ciudades que eran se-
ñorío del monarca). En principio, estos burgueses fueron allí sólo a titulo per-
sonal y consultivo. Más tarde, sin embargo, fueron elegidos elegidos por sus
pares y participaron en las reuniones como representantes de su ciudad. En
el reino de León una asamblea celebrada el año 1188 fue la primera en in-
corporar burgueses. Fue en el marco de estas asambleas que las ciudades
lograron participar en la política del reino y su peso político fue en aumento
en la medida que contribuyeron con sus recursos y de manera cada vez más
destacada a las necesidades del príncipe. Para designar estas asambleas que
decían representar a la comunidad del país, se recurrió al término tradicional
curia; de este derivaron los términos cortes y corts empleados en los reinos
hispánicos. A veces, como en la Corona de Aragón, se empleó la expresión
generalem curiam (cort general). El término parlamentum, por su parte, se
difundió a partir del siglo XIII y serviría para designar las asambleas repre-
sentativas en reinos como Inglaterra, Saboya, Escocia, Nápoles y Hungría.
En el reino de Francia las asambleas eran designadas como estados y se dis-
tinguían los Estados generales y los Estados provinciales. En un comienzo los
prelados, nobles y burgueses se sentaban juntos a deliberar. Sin embargo,
en ciertos países cada uno de estos grupos comenzó a sentarse y a deliberar
aparte constituyendo lo que se calificaría como estados y brazos. En la ma-
yoría de los reinos los estados fueron siempre tres: así, en las cortes (gene-
rais) del reino de Portugal el primer estado correspondía al braço del clero;
el segundo estado correspondía al braço de la nobreza y el tercer estado
correspondía al braço del povo (cidades). Las respectivas decisiones contaban
como una sola voz. Este fue el paso de una asamblea representativa a una
asamblea de estados.
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El diálogo
En ocasiones las asambleas no eran mucho más que los escenarios para la
propaganda del príncipe. La celebración de una asamblea al comienzo de su
reinado equivalía a conceder a los reunidos el privilegio de la presencia real.
En otras ocasiones el príncipe utilizaba las asambleas para proclamar sus de-
cisiones y promulgar sus leyes. Pero al margen de este papel pasivo, lo cierto
es que los convocados también aspiraban a tratar del bien común y de la
utilidad del reino (bono statu et reformacione terre). Esta aspiración general
se expresaba siempre en ocasiones concretas, cuando se trataban problemas
precisos y, en primer lugar, militares. Pero tratar problemas militares era
plantear problemas de dinero. A partir de 1300 importará la necesidad del
reino, una expresión que se refería a la obligación que tenía todo príncipe de
hacer la guerra para defender su tierra y pedir para ello el consejo y, sobre
todo, la ayuda financiera prevista por la costumbre. El príncipe pudo intentar
recaudar una ayuda sin el consentimiento de los súbditos; pudo intentar re-
caudarlas incluso en tiempos de paz. Todo sin éxito. Hacia 1350 tuvo que
aceptar que sólo podía pedir una ayuda en caso de necesidad y que para ello
necesitaba el consentimiento de las asambleas. Estas necesidades eran sobre
todo militares. Y las guerras, a partir del XIV, se convirtieron en algo cada
vez más costoso y sobre todo en algo permanente. Los soberanos ya nos las
podían financiar de lo suyo, o sea, con los recursos de sus dominios. Las
guerras tuvieron que financiarlas sobre todo mediante unos impuestos (ayu-
das y subsidios) que pagarían sus súbditos. Pero era en las asambleas donde
se votaban estos impuestos, cuya necesidad y urgencia los monarcas inten-
taron justificar para así lograr el consentimiento de las asambleas. Y en todos
los reinos las peticiones de ayuda se reiteraron año tras año en los siglos XIV
y XV.
Pronto las asambleas no se contentaron con consentir los impuestos que ne-
cesitaba el monarca para sus guerras. Paso a paso fueron haciéndose con
unas prerrogativas que les permitieron controlar las recaudaciones, tasar los
subsidios, verificar las cuentas, seleccionar los recaudadores… Más aún, la
concesión de las ayudas se condicionó a que los príncipes escucharan las
quejas (gravamina) que les eran presentadas por parte de sus súbditos si
consideraban que sus derechos no eran respetados por el soberano, que éste
había atentado contra sus libertades (privilegios). A partir de aquí las asam-
bleas pudieron asumir un papel legislativo y constituirse como una institución
en cuyas sesiones serían negociadas todos los asuntos importantes del reino:
asuntos como la sucesión al trono y las alianzas matrimoniales, las declara-
ciones de guerra, los preparativos de las empresas militares, las treguas y
los tratados de paz, las mutaciones monetarias, la administración del reino y
el ejercicio del cargo por parte de los oficiales reales… En la Corona de Aragón
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Las facultades que ejercieron las asambleas representativas les dieron fuerza.
Pero esta fuerza también dependía de su eficacia. Unos progresos importan-
tes se lograron a la hora de definir los mecanismos para la toma de decisiones
(decisión por mayoría). Asimismo, cuando se creó la figura del portavoz, un
hombre cuya experiencia y elocuencia contribuyó a asegurar la continuidad
de la institución. La eficacia dependió asimismo de la duración de las sesio-
nes, de su frecuencia y de su regularidad. La frecuencia puede considerarse
decisiva, porque sobre todo ella permitía una participación política continua
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La decadencia
5. El mal gobierno
El buen gobierno como enseñaban tanto Tomás de Aquino como los demás
maestros era aquel gobierno que anteponía el bien común (la utilidad común)
al bien privado. El mal gobierno, por lo tanto, era aquel gobierno que ante-
ponía el bien privado al bien del conjunto de los miembros de una comunidad
política. Para designar este mal gobierno y para designar al mal gobernante
se recurrió a dos términos de origen griego: la tiranía y el tirano. Ya en el
siglo XII se desarrollaron toda una serie de reflexiones que oponía la figura
del rey a la figura del tirano.
El tirano
En este tratado Girolamo Savonarola nos explica que en las cosas humanas
es necesario el gobierno y también cuál se dice buen y cuál mal gobierno.
Savonarola explica que la razón de ser del gobierno es el cuidado del bien
común, consistente en que los hombres puedan vivir juntos pacíficamente
practicando las virtudes y acceder así más fácilmente a la felicidad eterna; de
aquí que pueda definirse a un buen gobierno como aquél que, con la mayor
diligencia posible, busca conservar y aumentar el bien común, conduciendo a
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Los remedios
Pero, ¿qué se puede hacer cuando no ha sido posible evitar la tiranía? Todos
los maestros enseñan que hay que castigar a tirano. Pero, ¿en qué consiste
este castigo? Muchos enseñan que hay que resistir (ius resistendi), llegando
incluso a defender el tiranicidio, la muerte violenta del mal gobernante. Pero,
la mayoría (entre ellos Tomás de Aquino) no llega a este extremo y se con-
tenta con proclamar la necesidad de deponer el tirano: el desorden que podía
conllevar el tiranicidio les resulta menos soportable que el mal gobierno. To-
más de Aquino en su tratado sobre la monarquía considera: Realmente, si el
tirano no comete excesos, es preferible soportar temporalmente una tiranía
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moderada que oponerse a ella, porque tal oposición puede implicar peligros
mucho mayores que la misma tiranía.
Por lo tanto, ¿qué quedaba? Más allá del recurso a Dios, como propone Tomás
de Aquino: él puede realmente convertir el cruel corazón del tirano en
mansedumbre. Quedaba, la apelación a la conciencia del rey, mejor dicho, la
educación del príncipe. Todo un género literario, los espejos de príncipes,
tratados nunca demasiado extensos, tenían la función de instruir al joven
príncipe en el arte de gobernar y de inculcarle tanto lo que eran los principios
del buen gobierno como lo que se ha llamado un horror al mal gobierno.
Desde el siglo XII hasta el siglo XVI, estos espejos de príncipe repetían una
y otra vez la necesidad de alejarse de la tentación de la tiranía: la de
considerar sólo el bien privado.
Lecturas para profundizar en el tema de la sesión: Bernard Guenée, Occidente durante los
siglos XIV y XV. Los estados, Barcelona: Labor 1985; Joseph R. Strayer, Sobre los orígenes
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medievales del estado moderno, Barcelona: Ariel, 1986; Pietro e Ambrogio Lorenzetti, edición
de Chiara Frugoni, Florencia: Scala Group, 2002; Patrick Boucheron, “La fresque de Bon
Gouvernement d’Ambrogio Lorenzetti”, Annales. Histoire, Sciences Sociales, 60/6 (2005),
1137-1199; Quentin Skinner, El artista y la filosofía política. El buen gobierno de Ambrogio
Lorenzetti, Madrid: Trotta, 2009