Pred Juan Cal

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hemos orado en vano.

Esto es lo que entendió san Juan al decir: “Si sabemos que Él nos oye en
cualquier cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Jn.5,
15). Esto parece mera superfluidad de palabras pero en realidad es una declaración muy útil para
advertirnos que Dios, aun cuando no condesciende con nosotros concediéndonos lo que le
pedimos, no por eso deja de sernos propicio y favorable; de manera que nuestra esperanza, al
apoyarse en su Palabra, no será jamás confundida ni nos engañará.
Es tan necesario a los fieles mantenerse con esta paciencia, que si no se apoyasen en ella,
no permanecerían en pie. Porque el Señor prueba a los suyos con no ligeras experiencias; y no
solamente no les trata delicadamente, sino que muchas veces incluso les pone en gravísimos
aprietos y necesidades, y así abatidos les deja hundirse en el lodo por largo tiempo antes de
darles un cierto gusto de su dulzura. Y como dice Ana: “Jehová mata, y él da vida; él hace
descender al Seol, y hace subir” (1Sm. 2,6). ¿Qué les quedaría al verse afligidos de esta manera,
sino perder el ánimo, desfallecer y caer en la desesperación, de no ser porque cuando se
encuentran así afligidos, desconsolados y medio muertos, los consuela y pone en pie la
consideración de que Dios tiene sus ojos puestos en ellos, y que al fin triunfarán de todos los
males que al presente padecen y sufren? Sin embargo, aunque ellos se apoyen en la seguridad de
la esperanza que tienen, a pesar de ello no dejan entretanto de orar; porque si en nuestra oración
no hay constancia de perseverancia, nuestra oración no vale nada.

***

CAPITULO XXI

LA ELECCION ETERNA CON LA QUE DIOS


HA PREDESTINADO A UNOS PARA SALVACION Y
A OTROS PARA PERDICION
1. Necesidad y utilidad de la doctrina de la elección y de la predestinación
En la diversidad que hay en el modo de ser predicado el pacto a todos los hombres, y que
donde se predica no sea igualmente recibido por todos, se muestra un admirable secreto del
juicio de Dios; porque no hay duda que esta diversidad sirve también al decreto de la eterna
elección de Dios. Y si es evidente y manifiesto que de la voluntad de Dios depende el que a unos
les sea ofrecida gratuitamente la salvación, y que a otros se les niegue, de ahí nacen grandes y
muy arduos problemas, que no es posible explicar ni solucionar, si los fieles no comprenden lo
que deben respecto al misterio de la elección y predestinación.
Esta materia les parece a muchos en gran manera enrevesada, pues creen que es cosa muy
absurda y contra toda razón y justicia, que Dios predestine a Linos a la salvación, y a otros a la
perdición. Claramente se verá por la argumentación que emplearemos en esta materia, que son
ellos quienes por falta de discernimiento se enredan. Y lo que es, más, veremos que en la
oscuridad misma de esta materia que tanto les asombra y espanta, hay no sólo un grandísimo
provecho, sino además un fruto suavísimo.
Jamás nos convenceremos como se debe de que nuestra salvación procede y mana de la
fuente de la gratuita misericordia de Dios, mientras no hayamos comprendido su eterna elección,
pues ella, por comparación, nos ilustra la gracia de Dios, en cuanto que no adopta
indiferentemente a todos los hombres a la esperanza de la salvación, sino que a unos da lo que a
otros niega. Se ve claro hasta qué punto la ignorancia de este principio (el de poner toda la causa
de nuestra salvación solo en Dios) rebaja su gloria y atenta contra la verdadera humildad.
Pues bien; esto que tanto necesitamos entender, san Pablo niega que podamos hacerlo, a
no ser que Dios, sin tener para nada en cuenta las obras, elija a aquel que en sí mismo ha
decretado.”En este tiempo”, dice, “ha quedado un remanente escogido por gracia. Y si por
gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia; y si por obras, ya no es
gracia; de otra manera la obra ya no es obra” (Rom. 11, 5-6) ' Si debemos remontarnos al origen
y fuente de la elección de Dios para entender que no podemos alcanzar la salvación, sino por la
mera liberalidad de Dios, los que pretenden sepultar esta doctrina, en cuanto en su mano está,
oscurecen indebidamente lo que a boca llena deberían engrandecer y ensalzar, y arrancan de raíz
la humildad. San Pablo claramente afirma que cuando la salvación del pueblo es atribuida a la
elección gratuita de Dios, entonces se ve que Él por pura benevolencia salva a los que quiere, y
que no les paga salario ninguno, pues no se les puede deber.
Los que cierran la puerta para que nadie ose llegar a tomar gusto a esta doctrina, no hacen
menor agravio a los hombres que a Dios; porque ninguna cosa fuera de ésta, será suficiente para
que nos humillemos como debemos, ni tampoco sentiremos de veras cuán obligados estamos a
Dios. Realmente, como el mismo Señor lo afirma, en ninguna otra cosa tendremos entera firmeza
y confianza; porque para asegurarnos y librarnos de todo temor en medio de tantos peligros,
asechanzas y ataques mortales, y para hacernos salir victoriosos, promete que ninguno de
cuantos su Padre le ha confiado perecerá (Jn. 10,27-30).
De aquí concluimos que todos aquellos que no se reconocen parte del pueblo de Dios son
desgraciados, pues siempre están en un continuo temor; y por eso, todos aquellos que cierran los
ojos y no quieren ver ni oír estos tres frutos que hemos apuntado y querrían derribar este
fundamento, piensan muy equivocadamente y se hacen gran daño a sí mismos y a todos los
fieles. Y aún más; afirmo que de aquí nace la Iglesia, la cual, como dice san Bernardo,' sería
imposible encontrarla ni reconocerla entre las criaturas, pues que está de un modo admirable
escondida en el regazo de la bienaventurada predestinación y entre la masa de la miserable
condenación de los hombres.
Pero antes de seguir adelante con esta materia es preciso que haga dos prenotados para
dos clases diversas de personas.

En guardia contra los indiscretos y los curiosos. Como quiera que esta materia de la
predestinación es en cierta manera oscura en sí misma, la curiosidad de los hombres la hace muy
enrevesada y peligrosa; porque el entendimiento humano no se puede refrenar, ni, por más
límites y términos que se le señalen, detenerse para no extraviarse por caminos prohibidos., y
elevarse con el afán, si le fuera posible, de no dejar secreto de Dios sin revolver y escudriñar.
Mas como vemos que a cada paso son muchos los que caen en este atrevimiento y desatino, y
entre ellos algunos que por otros conceptos no son realmente malos, es necesario que les
avisemos oportunamente respecto a cómo deben conducirse en esta materia.
Lo primero es que se acuerden que cuando quieren saber los secretos de la
predestinación, penetran en el santuario de la sabiduría divina, en el cual todo el que entre
osadamente no encontrará cómo satisfacer su curiosidad y se meterá en un laberinto del que no
podrá salir. Porque no es justo que lo que el Señor quiso que fuese oculto en sí mismo y que Él
solo lo entendiese, el hombre se meta sin miramiento alguno a hablar de ello, ni que revuelva y
escudriñe desde la misma eternidad la majestad y grandeza de la sabiduría divina, que Él quiso
que adorásemos, y no que la comprendiésemos, a fin de ser para nosotros de esta manera
admirable. Los secretos de su voluntad que ha determinado que nos sean comunicados nos los ha
manifestado en su palabra. Y ha determinado que es bueno comunicarnos todo aquello que veía
sernos necesario y provechoso.

2. La advertencia de san Agustín


“Hemos llegado al camino de la fe”, dice san Agustín,”permanezcamos constantemente
en ella, y nos llevará hasta la habitación del rey de la gloria, en la cual todos los tesoros de la
ciencia y de la sabiduría están escondidos. Porque el Señor Jesús no tenía envidia a los discípulos
que había exaltado a tan gran dignidad cuando les decía: Aún tengo muchas cosas que deciros,
pero ahora no las podéis sobrellevar (Jn. 16,12). Es preciso que caminemos, que aprovechemos,
que crezcamos, para que nuestros corazones sean capaces de aquellas cosas que al presente no
podemos entender. Y si el último día nos cogiere aprovechando, allá fuera de este mundo
aprenderemos lo que no pudimos entender aquí.
Si reina en nosotros el pensamiento de que la Palabra de Dios es el único camino que nos
lleva a investigar todo cuanto nos es lícito saber de Él, y la única y sola luz que nos alumbra para
ver todo cuanto es menester que veamos, fácilmente nos podrá refrenar y detener, de tal manera
que no caigamos en ninguna temeridad. Porque sabremos que en el momento en que traspasemos
los límites señalados por la Escritura, vamos perdidos, fuera de camino y entre grandes tinieblas;
y, por tanto, que no podremos hacer otra cosa que errar, resbalar y tropezara cada paso.
Ante todo, pues, tengamos delante de los ojos, que no es menos locura apetecer otra
manera de predestinación que la que nos está expuesta en la Palabra de Dios, que si un hombre
quisiera andar fuera de camino por rocas y peñascos, o quisiese ver en medio de las tinieblas. Y
no nos avergoncemos de ignorar algo, si en ello hay una ignorancia docta. Más bien,
abstengámonos voluntariamente de apetecer aquella ciencia, cuya búsqueda es loca y peligrosa, e
incluso la ruina total. Y si la curiosidad de nuestro entendimiento nos acucia, tengamos siempre a
mano para retenerla aquella admirable sentencia:”Comer mucha miel no es bueno, ni el buscar la
propia gloria es gloria” (Prov.25, 27). Porque tenemos motivo para detestar este atrevimiento, ya
que no puede hacer otra cosa que precipitarnos en la ruina y la perdición.

3. 20. Los tímidos descuidan una parte de la Escritura


Hay otros, que queriendo poner remedio a este mal se esfuerzan en sepultar todo recuerdo
de la predestinación; por lo menos enseñan que los hombres se deben guardar de cualquier
cuestión sobre la predestinación, como de algo muy peligroso. Y aunque esta modestia de querer
que los hombres no se metan en investigaciones sobre los secretos misterios de Dios, sino con
gran sobriedad es mucho más digna de alabanza, sin embargo como descienden demasiado bajo,
de poco aprovecha al espíritu humano, a quien no es fácil vendarle los ojos.
Por tanto, para guardar también aquí la mesura y el orden debidos, es preciso que nos
volvamos a la Palabra del Señor, en la cual tenemos una regla ciertísima para una debida
inteligencia. Porque la. Escritura es la escuela del Espíritu Santo en la cual ni se ha dejado de
poner cosa alguna necesaria y útil de conocer, ni tampoco se enseña más que lo que es preciso
saber. Debemos, pues, guardarnos mucho de impedir que los fieles quieran saber todo cuanto en
la Palabra de Dios está consignado referente a la predestinación, a fin de que no parezca que
queremos defraudarlos o privarles del bien y del beneficio que Dios ha querido comunicarles, o
acusar al Espíritu Santo de haber manifestado cosas que hubiera sido preferible mantener
secretas.
Permitamos, pues, al cristiano que abra sus oídos y su entendimiento a todo razonamiento
y a las palabras que Dios ha querido decirle, con tal que el cristiano use tal templanza y
sobriedad, que tan pronto como vea que el Señor ha cerrado su boca sagrada, cese él también y
no lleve adelante su curiosidad haciendo nuevas preguntas. Tal es el límite de la sobriedad que
hemos de guardar: que al aprender, sigamos a Dios dejándole hablar primero; y si el Señor deja
de hablar, tampoco nosotros queramos saber más, ni pasar más adelante.
El peligro que éstos temen no es tampoco de tanta importancia que por eso debamos dejar
de oír todo cuanto el Señor quiera decirnos. Célebre es el dicho de Salomón: “Gloria de Dios es
encubrir un asunto” (Prov.25,2). Mas como la piedad y el sentido común nos enseñan que esto
no se debe entender en general de todas las cosas, debemos hacer alguna distinción para no
engañarnos bajo pretexto de modestia y sobriedad, y contentarnos con una ignorancia brutal.
Esta distinción en pocas y muy breves palabras la establece Moisés, cuando dice: “Las cosas
secretas pertenecen a Jehová, nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros
hijos para siempre” (Dt.29, 22). Vemos, pues, cómo él exhorta a su pueblo a que se aplique al
estudio de la Ley, porque Dios ha tenido a bien manifestársela. Pero, no obstante, mantiene a ese
mismo pueblo dentro de los límites y términos de la enseñanza que se le había dado, en virtud de
esta única razón: que no es lícito a los mortales la curiosidad de saber los secretos de Dios.

4. 30. Otros se escandalizan de todo


Confieso que la gente maliciosa encuentra en seguida en esta materia de la predestinación
motivo para acusar, discutir, morder y burlarse. Mas si hemos de temer su petulancia y
desvergüenza, ya podemos callarnos y sepultar los artículos principales de nuestra fe, de los
cuales no dejan ni uno sin contaminarlo con sus blasfemias. Un espíritu rebelde y contumaz se
mofará no menos insolentemente al oír decir que en la esencia única de Dios hay tres Personas,
que si oye que Dios creó al hombre previendo lo que había de ser de él. Ni tampoco dejará de
burlarse, si se le dice que hace poco más de cinco mil años' que fue creado el mundo; porque
preguntarán cuál es la causa de que la virtud y potencia de Dios hayan estado durante tanto
tiempo ociosas y sin hacer nada. En fin; no será posible afirmar nada de lo que no se rían y hagan
burla.
¿Para evitar estos sacrilegios debemos por ventura dejar de hablar de la divinidad del Hijo
y del Espíritu Santo? ¿Hemos de callar la creación del mundo? Muy al contrario; la verdad de
Dios no solamente en este punto, sino en todas las cosas, es tan poderosa, que no teme las malas
lenguas de los impíos, como lo demuestra muy admirablemente san Agustín en el libro que tituló
Del don de la Perseverancia.' Porque vemos que los falsos profetas, blasfemando e infamando la
doctrina de san Pablo no han podido conseguir que él se avergonzase de ella.

40. Otros, en fin, se inquietan por las consecuencias psicológicas de la predestinación. En cuanto
a lo que aducen algunos, que esta doctrina es muy peligrosa, incluso para los mismos fieles,
porque es contraria a las exhortaciones, porque echa por tierra la fe, y porque revuelve y hace
desfallecer el corazón de los hombres, todo esto que alegan es vano.
El mismo san Agustín no disimula que le han reprendido por todas estas razones, porque
explicaba con toda libertad la predestinación; pero él los refutó suficientemente, como era capaz
de hacerlo.

Respuesta. En cuanto a nosotros, como se nos objetan muy diversos absurdos respecto a
esta doctrina, será muy conveniente que respondamos a cada uno de ellos oportunamente. Por el
momento sólo deseo conseguir de todos los hombres en general, que no escudriñemos ni
queramos saber lo que el Señor ha escondido y no quiere que se sepa; y que no menospreciemos
lo que Él nos ha manifestado y declarado en su Palabra; y ello, para que por una parte no seamos
condenados por nuestra excesiva curiosidad, y de otra, por nuestra ingratitud. Porque dice muy
bien san Agustín ~ 2 que con toda seguridad podemos seguir la Escritura, la cual, como una
madre con su criatura, va poco a poco conociendo nuestra debilidad, para no dejarnos atrás.
En cuanto a los que son tan cautos y tímidos, que querrían que la Palabra de Dios fuese
del todo sepultada y jamás se hablase de ella para no perturbar a los corazones tímidos, ¿bajo qué
pretexto, pregunto yo, pueden ocultar su arrogancia cuando indirectamente tachan a Dios de loca
inconsideración, como si no hubiera visto antes el peligro, que ellos con su prudencia creen que
van a evitar?
Por tanto, todo el que hace odiosa la materia de la predestinación clara y abiertamente
habla mal de Dios, como si inadvertidamente se le hubiera escapado manifestar algo que no
puede menos de hacer gran daño a la Iglesia.

5. La doctrina de la predestinación se funda en. la Escritura y en la experiencia


Nadie que quiera ser tenido por hombre de bien y temeroso de Dios se atreverá a negar
simplemente la predestinación, por la cual Dios ha adoptado a los unos para salvación, y a
destinado a los otros a la muerte eterna; pero muchos la rodean de numerosas sutilezas; sobre
todo los que quieren que la presciencia sea causa de la predestinación. Nosotros admitimos
ambas cosas en Dios, pero lo que ahora afirmamos es que es del todo infundado hacer depender
la una de la otra, como si la presciencia fuese la causa y la predestinación el efecto. Cuando
atribuimos a Dios la presciencia queremos decir que todas las cosas han estado y estarán siempre
delante de sus ojos, de manera que en su conocimiento no hay pretérito ni futuro, sino que todas
las cosas le están presentes; y de tal manera presentes, que no las imagina con una especie de
ideas o formas - a la manera que nos imaginamos nosotros las cosas cuyo recuerdo retiene
nuestro entendimiento -, sino que las ve y contempla como si verdaderamente estuviesen delante
de Él. Y esta presciencia se extiende por toda la redondez de la tierra, y sobre todas las criaturas.

1º. La elección de las naciones. Pues bien, Dios ha dado testimonio de esta
predestinación, no solamente respecto a cada persona particular, sino también a toda la raza de
Abraham, a la cual ha puesto como ejemplo para que todo el mundo comprenda que es El quien
ordena cuál ha de ser la condición y estado de cada pueblo y nación. “Cuando el Altísimo”, dice
Moisés, “hizo heredar a las naciones; cuando hizo dividir a los hijos de los hombres, estableció
los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel. Porque la porción de Jehová es
su pueblo; Jacob la heredad que le tocó- (Dt. 32,8-9). Aquí se ve claramente la elección; y es que
en la persona de Abraham, como en un tronco seco y muerto, un pueblo es escogido y apartado
de los demás, que son rechazados. Pero la causa no aparece, sino que Moisés, a fin de suprimir
toda ocasión de gloriarse, enseña a sus sucesores que toda su dignidad consiste únicamente en el
amor gratuito de Dios. Porque pone como razón de su libertad, que Dios amó a sus padres y
escogió a su descendencia después de ellos (Dt.4, 37). Y en otro lugar habla todavía más
claramente: No por ser vosotros más en número que todos los pueblos os ha escogido, sino
porque Jehová os amó (Dt. 7,7-8). Esta advertencia la repite muchas veces: -He aquí, de Jehová,
tu Dios, son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra y todas las cosas que hay en ella.
Solamente de tus padres se agradó Jehová para amarlos, y escogió su descendencia después de
ellos, a nosotros, de entre todos los pueblos” (Dt. 10, 14-15). Y en otro lugar les manda que sean
puros y santos, porque son elegidos como pueblo peculiar de Dios (Mt. 26,18-19). Y lo mismo
en otro pasaje repite que el amor que Dios les profesaba era la causa de que fuera su protector
(Dt.23, 5). Lo cual los fieles también confiesan a una voz: Él nos eligió nuestra heredad. la
hermosura de Jacob, al cual amó (Sal. 47,4). Pues ellos atribuyen a este amor gratuito todos los
ornamentos con que Dios les había adornado. Y esto no solamente porque sabían que no los
habían adquirido por ningún mérito suyo, sino también porque conocían que ni el mismo santo
patriarca Jacob tuvo virtud suficiente para adquirir para sí y para su posteridad tan singular
prerrogativa y dignidad. Y para mejor suprimir toda ocasión de orgullo y de soberbia, les echa en
cara a los judíos que ninguna cosa han merecido menos, que ésta de ser amados por Dios, puesto
que eran un “pueblo duro de cerviz” (Dt.9, 6).
También los profetas hacen muchas veces mención de esta elección para más afrentar a
los judíos por haberse apartado de ella tan vilmente.
Como quiera que sea, respondan ahora los que quieren ligar la elección de Dios a la
dignidad de los hombres, o a los méritos de las obras. Al ver que una nación es preferida a las
demás, y comprender que Dios no se movió por consideración de ninguna clase a inclinarse a
una nación tan pequeña y menospreciada, y lo que es peor, de gente mala y perversa, ¿van a
emprenderla con Dios porque tuvo a bien dar tal ejemplo de misericordia? Mas con todas sus
murmuraciones y lamentos no podrán impedir la obra de Dios; ni arrojando contra el cielo su
despecho, cual si fueran piedras, herirán ni perjudicarán Su justicia; antes bien les caerán en la
cara.
Se les recuerda también a los israelitas este principio de' la elección gratuita cuando se
trata de dar gracias a Dios, o de confirmarse en una esperanza respecto al futuro. “Él nos hizo, y
no nosotros a nosotros mismos; pueblo suyo somos, y ovejas de su prado” (Sal. 100, 3). La
negación que emplea no es superflua, sino que se añade para excluirnos a nosotros mismos, a fin
de que entendamos que de todos los bienes de que gozamos no solamente es Dios el autor, sino
además que Él mismo se ha movido a hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros
que las mereciera.
Nos exhorta también a que nos contentemos con el solo beneplácito de Dios, diciendo:
“Descendencia somos de Abraham, su siervo, hijos de Jacob, sus escogidos” (Sal. 105,6). Y
después de haber enumerado los continuos beneficios que habían recibido como fruto de su
elección, concluye que Dios se ha portado tan liberalmente con ellos por haberse acordado de su
pacto. A esta doctrina responde el cántico de toda la Iglesia: Tu diestra y tu brazo, y la luz de tu
rostro dieron esta tierra a tus padres, porque te complaciste en ellos (Sal. 44,3). Sin embargo
hemos de notar que cuando se hace mención de la tierra, se da como señal y marca visible de la
secreta elección de Dios, por la que fueron adoptados.
A la misma gratitud exhorta David al pueblo: “Bienaventurada la nación cuyo Dios es
Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para sí” (Sal. 33,12). Y Samuel los anima a tener
esperanza: “Jehová no desamparará a su pueblo, por su grande nombre; porque Jehová ha
querido hacernos pueblo suyo” (I Sm. 12,22). De la misma manera se anima a sí mismo David,
pues viendo su fe asaltada, se arma para poder resistir, diciendo:”Bienaventurado el que tú
escogieres y atrajeres a ti para que habite en tus atrios” (Sal. 65,4).
Mas como la elección que de otra manera permanecería escondida en Dios ha sido
ratificada, tanto con la primera libertad del cautiverio de los judíos, como con la segunda y con
otros diversos beneficios que tuvieron lugar, la palabra elegir se aplica algunas veces a estos
testimonios manifiestos, los cuales, sin embargo, llevan implícita esta elección. Como en Isaías:
'Jehová tendrá piedad de Jacob y todavía escogerá a Israel- (Is. 14, l). Porque hablando del futuro
dice que la reunión que verificará del resto del pueblo, al que parecía haber desheredado, será
una señal de que su elección permanecerá firme y estable, aunque parecía que ya había perdido
su fuerza y valor. Y cuando en otro lugar dice: “Te escogí, y no te deseché” (Is. 41,9),
engrandece el curso ininterrumpido de su amor paternal, que con tantos beneficios y mercedes
había mostrado. Y aún más claramente lo dice el ángel en Zacarías: “Y Jehová poseerá a Judá su
heredad en la tierra santa, y escogerá aún a Jerusalén” (Zac.2,12), como si al castigarla
ásperamente la hubiese reprobado, o que el destierro y cautiverio hubiese interrumpido la
elección, que siempre queda en su integridad e inviolable, aunque no siempre se vean las señales.

6. 20. La elección en el seno mismo de las doce tribus de Israel


Añadamos ahora un segundo grado de elección, que no se extiende tanto, a fin de que la
gracia de Dios se vea y conozca más en particular, en el hecho de haber Dios repudiado a
algunos de la misma raza de Abraham y haber mantenido a otros en el seno de su Iglesia para
mostrar que los conservaba como suyos.
Ismael al principio fue igual que su hermano Isaac, puesto que el pacto espiritual no
menos había sido sellado en su cuerpo con el sacramento de la circuncisión. Es separado Ismael,
y después Esaú, y finalmente una infinidad de gente, y casi todo Israel. La posteridad se suscitó
en Isaac (Gn.21,12); la misma vocación continuó en Jacob. Un ejemplo semejante demostró Dios
reprobando a Saúl (I Sm. 15,23; 16, l); lo cual en el salmo se ensalza sobremanera: -Desechó”,
dice, “la tienda de José, y no escogió la tribu de Efraín, sino que escogió la tribu de Judá” (Sal.
78,67). Lo cual la historia sagrada repite muchas veces, para que con este cambio se vea bien
claro el admirable secreto de la gracia de Dios.
Confieso que Ismael, Esaú, y otros semejantes, por su culpa fueron excluidos de la
elección; porque se puso como condición que por su parte guardasen el pacto de Dios, el cual
ellos deslealmente traspasaron. Sin embargo fue un singular privilegio de Dios que tuviera a bien
preferirlos a todas las gentes, como se dice en el salmo: “No ha hecho así con ninguna otra de las
naciones; y en cuanto a sus juicios, no los conocieron” (Sal. 147,20).
No sin motivo he dicho que hay que advertir aquí dos grados; porque ya en la elección de
todo el pueblo de Israel mostró Dios que cuando Él usa de su mera liberalidad no tiene nada que
ver con ley alguna, sino que es libre y obra como le agrada; de modo que por ningún concepto se
le puede exigir que reparta su gracia por igual a todos; ya que la misma desigualdad muestra que
su liberalidad es verdaderamente gratuita. Por esta causa el profeta Malaquías, queriendo agravar
la ingratitud del pueblo de Israel, les reprocha que no solamente han sido escogidos entre todo el
género humano, sino que perteneciendo a la casa sagrada de Abraham y siendo puestos aparte,
no obstante han menospreciado vilmente a Dios, que era para ellos un padre liberal y munífico.
“¿No era Esaú hermano de Jacob?, dice Jehová. Y amé a Jacob, y a Esaú aborrecí” (Mal. 1, 2-3).
Dios da por supuesto aquí como algo evidente, que habiendo sido ambos hermanos engendrados
de Isaac, y siendo por consiguiente, herederos del pacto celestial y ramas de una raíz santa, sin
embargo los hijos de Jacob estaban tanto más obligados, en cuanto que habían sido elevados a
tan alta dignidad; mas, puesto que habiendo rechazado a Esaú, que era el primogénito, su padre
Jacob, que era inferior a su hermano según el orden natural, fue no obstante hecho único
heredero, les acusa de doble ingratitud, quejándose de que ni siquiera con este doble lazo han
podido ser mantenidos en sujeción.

7. 30. La elección de las personas particulares


Aunque se ve ya claramente que Dios en su secreto consejo elija a aquellos que le agrada,
rechazando a los demás, sin embargo no queda del todo expuesta su elección gratuita, mientras
no descendamos a cada persona en particular, a las cuales Dios no solamente ofrece la salvación,
sino que además la sella de tal manera, que la certidumbre de conseguir su efecto no queda en
suspenso ni dudosa. Estos son contados en aquella posteridad única que menciona san Pablo
(Rom. 9,8; Gál. 3,16.19-20). Porque si bien la adopción fue puesta en manos de Abraham, como
en un depósito, como quiera que muchos de sus descendientes fueron cortados, como miembros
podridos, a fin de que la elección consiga su eficacia y sea verdaderamente firme, es necesario
que subamos hasta 1,1 cabeza, en la cual el Padre celestial ha unido entre sí a los fieles y los ha
ligado a sí con un nudo indisoluble.
De esta manera se mostró el favor gratuito de Dios en la adopción del linaje de Abraham,
lo cual negó a otros; pero la gracia que se ha concedido a los miembros de Cristo tiene otra
preeminencia de dignidad, porque habiendo sido injertados en su Cabeza, jamás serán cortados
ni perecerán. Por eso san Pablo argumenta muy bien del texto de Malaquías, poco antes aducido,
y en el cual Dios, invitando a sí a un cierto pueblo y prometiéndole la vida eterna, tiene sin
embargo una especial manera de elegir a una parte del mismo, de suerte que no todos son
elegidos realmente con una misma gracia. Lo que dice: amé a Jacob, se refiere a toda la
descendencia del patriarca, la cual Malaquías opone a los descendientes de Esaú. Pero esto no
impide que en la persona de un hombre se nos haya propuesto un ejemplo de elección, que en
modo alguno puede frustrarse, sino que siempre llega a su pleno efecto. No sin causa advierte
san Pablo que los que pertenecen al cuerpo, de Jesucristo son llamados “un remanente” (Rom.
11, 5), puesto que la experiencia demuestra que de la gran multitud que forma la Iglesia, la
mayoría de ellos se extravía, y se van unos por un sitio,, otros por otro, de forma que no quedan
sino muy pocos.
Si alguno pregunta cuál es la causa de que la elección general del pueblo no sea firme y
no consiga su efecto, la respuesta es fácil; la causa es porque a aquellos con quienes Dios pacta,
no les da en seguida su Espíritu de regeneración, en virtud del cual perseveren hasta el fin en el
pacto y alianza; pero la vocación externa sin la interna eficacia del Espíritu Santo, que es lo que
da fuerzas para seguir adelante, les sirve como de gracia intermedia entre la exclusión del género
humano y la elección de un pequeño número de fieles.' Todo el pueblo de Israel fue llamado
heredad de Dios, a la cual sin embargo muchos fueron extraños y ajenos; mas como no en vano
Dios había prometido que sería su Padre y Redentor, ha querido, al darle este título, tener en
cuenta más bien Su favor gratuito que la deslealtad de los muchos que habían apostatado Y se
habían separado de Él; los cuales sin embargo no pudieron abolir Su verdad; porque al conservar
un remanente se vio que su vocación fue irrevocable, pues el hecho de que Dios haya formado su
Iglesia de los descendientes de Abraham en vez de las naciones paganas, prueba que tuvo en
cuenta su pacto, el cual, violado por la mayoría, lo limitó a pocos. a fin de que no fuese del todo
anulado y sin valor.
Finalmente, aquella común y general adopción de la raza de Abraham ha sido como una
imagen visible de un beneficio mucho mayor, del que hizo partícipes a algunos en particular, sin
tener en cuenta a la generalidad. Esta es la razón por la que san Pablo distingue tan
diligentemente entre los hijos de Abraham según la carne, y sus hijos según el espíritu, que han
sido llamados conforme al ejemplo de Isaac (Rom. 9,7-8). No que haber sido hijos de Abraham
haya sido una cosa simplemente vana e inútil - lo cual no se puede decir sin ofender gravemente
al pacto divino sino porque el inmutable consejo de Dios con el cual predestinó para sí a aquellos
que tuvo a bien, ha demostrado su eficacia y virtud para salvación de aquellos que decimos ser hi
os de Abraham según el espíritu.
Ruego y exhorto a los lectores a que no se anticipen a adherirse a ninguna opinión hasta
que oyendo los testimonios de la Escritura que citaré, sepan a qué han de atenerse.
Resumen del presente capitulo y de los tres siguientes. Decimos, pues, - como la
Escritura lo demuestra con toda evidencia - que Dios ha designado de una vez para siempre en su
eterno e inmutable consejo, a aquellos que quiere que se salven, y también a aquellos que quiere
que se condenen. Decimos que este consejo, por lo que toca a los elegidos, se funda en la gratuita
misericordia divina sin respecto alguno a la dignidad del hombre; al contrario, que la entrada de
la vida está cerrada para todos aquellos que tí quiso entregar a la condenación; y que esto se hace
por su secreto e incomprensible juicio, el cual, sin embargo, es justo e irreprochable.
Asimismo enseñarnos que la vocación de los elegidos es un testimonio de su elección; y
que la justificación es otra marca y nota de ello, hasta que entren a gozar de la gloria, en la cual
consiste su cumplimiento. Y así como el Señor señala a aquellos que ha elegido, llamándolos y
justificándolos; así, por el contrario, al excluir a los réprobos del conocimiento de su nombre o
de la santificación de su Espíritu, muestra con estas señales cuál será su fin y qué juicio les está
preparado.
No haré aquí mención de muchos desatinos que hombres vanos se han imaginado, para
echar por tierra la predestinación, ya que ellos mismos muestran su falsedad y mentira con el
simple enunciado de sus opiniones. Solamente me detendré a considerar las razones que se
debaten entre la gente docta, o las que podrían causar algún escrúpulo o dificultad a las personas
sencillas, o los que tienen cierta apariencia, que podría hacer creer que Dios no es justo, si fuese
tal como nosotros creemos que es referente a esta materia de la predestinación.

***

CAPITULO XXII

CONFIRMACION DE ESTA DOCTRINA POR LOS


TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA
1. Confirmación de la elección gratuita; tanto respecto a los que la hacen depender de la
presciencia, como de los que se rebelan contra la elección de Dios
No todos admiten lo que hemos dicho; hay muchos que se oponen, y principalmente a la
elección gratuita de los fieles.
Comúnmente se piensa que Dios escoge de entre los hombres a uno u otro, conforme ha
previsto que habían de ser los méritos de cada uno; y así adopta por hijos a los que ha previsto
que no serán indignos de su gracia; mas a los que sabe que han de inclinarse a la malicia e
impiedad, los deja en su condenación.
Esta gente hace de la presciencia de Dios como un velo con el que no solamente
oscurecen su elección, sino incluso hacen creer que su origen lo tiene en otra parte. Y esta
opinión no sólo es común entre el vulgo, sino que en todo tiempo ha habido gente docta que la ha
mantenido, lo cual confieso voluntariamente, para que nadie piense que con citar sus nombres ya
han conseguido gran cosa contra la verdad; porque la verdad de Dios es tan cierta por lo que se
refiere a esta materia, que no puede ser derribada; y tan clara, que no puede quedar oscurecida
por ninguna autoridad de hombres.
Hay otros que no estando ejercitados en la Escritura - por lo que no son dignos de crédito
ni reputación alguna -, sin embargo son muy atrevidos y temerarios para infamar la doctrina que
no entienden, y por esto es muy razonable que no se soporte su arrogancia. Acusan ellos a Dios
de que conforme a Su voluntad elige a unos y deja a otros. Pero siendo evidente que es así,' ¿de
qué les aprovechará murmurar contra Dios? No decimos nada que no lo prueba la experiencia, al
afirmar que Dios siempre fue libre para repartir su gracia y hacer misericordia a quien bien le
pareciere:
No quiero preguntarles cuál ha sido la causa de que la raza de Abraham haya sido
preferida a las demás naciones; aunque es evidente que se debe a un particular privilegio cuya
razón no se puede hallar más que en Dios. Pero que me respondan cuál es la causa de que ellos
sean hombres y no bestias, ni bueyes o asnos; pues siendo así que Dios podía haberlos hecho
perros, sin embargo los creó a semejanza suya. ¿Permitirán ellos que los animales brutos se
quejen de Dios como injusto y tirano, porque pudiendo haberlos hecho hombres, los hizo
bestias? Ciertamente no es más justo que ellos gocen de la prerrogativa que tienen de ser
hombres, no conseguida por mérito alguno suyo, que el que Dios distribuya sus beneficios y
mercedes conforme a su juicio.
Si descienden a las personas, en las cuales la desigualdad les resulta más odiosa, por lo
menos debían temblar al considerar el ejemplo de Jesucristo, y no hablar tan a la ligera de un
misterio tan profundo. He aquí a un hombre mortal, concebido de la semilla de David. ¿Con qué
virtudes se podrá decir que mereció ya en el seno mismo de la Virgen ser hecho cabeza de los
ángeles, Hijo unigénito de Dios, imagen y gloria del Padre, luz, justicia y salvación del mundo?
San Agustín considera muy sabiamente que tenemos en la misma Cabeza de la Iglesia un espejo
clarísimo de la elección gratuita, para que no nos espantemos cuando veamos que lo mismo pasa
en sus miembros; y es que el Señor no fue hecho Hijo de Dios por vivir rectamente, sino que
gratuitamente se le ha dado esta honra y dignidad, a fin de que Él hiciese -partícipes de estas
mercedes a los demás.
Si alguno pregunta por qué los demás no son lo que Jesucristo, o por qué hay tanta
diferencia entre Él y nosotros; por qué todos nosotros estamos corrompidos, y El es la pureza
misma, éste tal no sólo dejaría ver su error, sino también su desvergüenza. Y si todavía porfía en
querer quitar a Dios la libertad de elegir y reprobar a aquellos que Él tiene a bien, que
primeramente despojen a Jesucristo de lo que le ha sido dado.

Enseñanza de la Escritura sobre la elección individual. Es preciso considerar ahora lo que


la Escritura declara en cuanto a lo uno y a lo otro.
San Pablo cuando enseña que fuimos escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo (Ef.
1,4), ciertamente prescinde de toda consideración de nuestra dignidad. Porque es lo mismo que si
dijera que como el Padre celestial no halló en toda la descendencia de Adán quien mereciese su
elección, puso sus ojos en Cristo, a fin de elegir como miembros del cuerpo de Cristo a aquellos
a quienes había de dar vida. Estén, pues, los fieles convencidos de que Dios nos ha adoptado a
nosotros en Cristo para ser sus herederos, porque no éramos por nosotros mismos capaces de tan
gran dignidad y excelencia. Lo cual el Apóstol mismo nota también en otro lugar, cuando
exhorta a los colosenses a dar gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia
de los santos (Col. 1, 12). Si la elección de Dios precede a esta gracia por la que nos hizo idóneos
para alcanzar la gloria de la vida futura, ¿qué podrá hallar en nosotros que le mueva a elegirnos?
Lo que yo pretendo se verá más claramente aún por otro pasaje del mismo Apóstol: “Nos
escogió”, dice, “antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante
de él”

2. Ef. 1, 4-6 enseña quién es elegido, cuándo, en quién, en vista de qué, por qué razón
Para que la prueba sea más cierta debemos notar detalladamente todas las partes de este
pasaje, las cuales, todas juntas, quitan cualquier ocasión de dudar.
Cuando él habla de los “elegidos” no hay duda que entiende los fieles, como luego lo
explica. Por tanto, indebidamente tuercen este nombre los que lo aplican al tiempo en que fue
publicado el Evangelio.
Al decir san Pablo que los fieles fueron elegidos antes de la fundación del mundo suprime
toda consideración de dignidad. Porque ¿qué diferencia podría existir entre aquellos que aún no
habían nacido, y que luego habían de ser iguales a Adán?
En cuanto a lo que añade, que fueron elegidos en Cristo, se sigue no solamente que cada
uno fue elegido fuera de sí mismo, sino también que los unos fueron distinguidos de los otros,
pues vemos que no todos los hombres son miembros de Cristo.
En lo que sigue, que fueron elegidos para ser santos, claramente refuta el error de
aquellos que dicen que la elección procede de la pureza, puesto que claramente les contradice san
Pablo diciendo que todo el bien y virtud que hay en los hombres, es efecto y fruto de la elección.
Y si se busca una causa más profunda, responde san Pablo que Dios así lo ha
predestinado; y esto según el puro afecto de su voluntad, palabras con las que echa por tierra
todos los medios que los hombres han inventado para ser elegidos. Porque él afirma que todos
los beneficios que Dios nos hace para vivir espiritualmente proceden y nacen de esta fuente; a
saber, que ha elegido a quienes ha querido, y que antes de haber nacido les había preparado y
reservado la gracia que les quería comunicar.

3. Somos elegidos por gracia, sin consideración de obra alguna presente o futura, para
glorificar a Dios con nuestras obras
Doquiera que reina esta decisión de Dios no se hace caso alguno de las obras. Es verdad
que el Apóstol no lleva adelante aquí la antítesis existente entre estas dos cosas; pero la debemos
entender tal cual él mismo la supone en otro lugar: “Nos salvó y llamó con llamamiento santo, no
conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo
antes de los tiempos de los siglos” (2Tim.1,9). Ya hemos demostrado que lo que sigue a
continuación: para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él, nos libra de todo escrúpulo;
pues decir, que porque Dios ha previsto que seríamos santos, por eso nos ha escogido, es
trastornar el orden que guarda san Pablo.
Podemos, pues, concluir con toda seguridad: Si Dios nos ha escogido para que fuésemos
santos, entonces no nos ha escogido por haber previsto que lo seríamos; pues son dos cosas
contrarias, que los fieles tengan su santidad por la elección, y que por esta santidad de sus obras
hayan sido elegidos.
Y de nada valen los sofismas a los que corrientemente se acogen sosteniendo que es
verdad que Dios comunica la gracia de su elección no por los méritos que hayan podido
preceder, sino por los que habían de venir. Porque cuando dice el Apóstol que los fieles fueron
escogidos para que fuesen santos, a la vez da a entender que la santidad que habían de tener trae
su origen y principio de la elección. Mas, ¿cómo concordar que lo que es el efecto de la elección
haya sido causa de la misma'? Además el Apóstol confirma aún más claramente lo que había
dicho, añadiendo que Dios nos ha escogido según el puro afecto de su voluntad, que en sí mismo
había decretado. Porque esto vale tanto como decir, que ninguna cosa consideró fuera de sí
mismo al hacer esta deliberación. Por esta razón prosigue luego que toda la suma de nuestra
elección se debe referir al fin de ser “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef. 1,6).
Ciertamente la gracia de Dios no merecería ser ella sola glorificada en nuestra elección, si ésta
no fuera gratuita; y no sería gratuita, si Dios al elegir a los suyos, tuviese en cuenta cuáles hablan
de ser las obras de cada uno.
Así pues, lo que decía Jesucristo a sus discípulos vemos que es muy gran verdad en todos
los fieles: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros- (Jn. 15,16). Con lo
cual Jesucristo no solamente excluye los méritos pasados, sino que además da a entender a sus
discípulos que nada tenían por lo que merecieran ser elegidos, si Su misericordia no se les
hubiera adelantado. De esta manera se ha de entender lo que dice san Pablo:” ¿Quién le dio a él
primero para que le fuese recompensado?- (Rom. 11, 35). Porque él quiere probar que la bondad
de Dios de tal manera previene a los hombres.. que no halla cosa alguna en lo pasado ni en el
futuro por la cual poder reconciliarse con ellos.

4. Rom. 9,6-8 afirma la elección particular gratuita


Asimismo en la carta a los Romanos, en la cual trata más de propósito y más por extenso
esta materia, niega que sean israelitas todos los que descienden de Israel (Rom. 9,6-8); porque si
bien ellos a causa del derecho de la herencia eran todos benditos, sin embargo no todos llegaron
igualmente a la sucesión.
El origen de esta disputa del Apóstol procedía del orgullo, soberbia y vanagloria del
pueblo judío; porque atribuyéndose a sí mismos el nombre de Iglesia, querían ser ellos solos los
señores y que no se diese más crédito al Evangelio del que ellos quisieran. Del mismo modo que
actualmente los papistas de muy buena gana se colocarían en lugar de Dios bajo el nombre de
Iglesia que se atribuyen.
San Pablo, aunque concede que la posteridad de Abraham es santa a causa del pacto, no
obstante muestra que muchos de ellos le eran extraños y nada tenían que ver con esta posteridad,
y ello no solamente por haber degenerado de manera que de legítimos se convirtieron en
bastardos; sino porque la especial elección de Dios está por encima de todo, y sólo ella ratifica la
adopción divina. Si los unos fuesen confirmados por su piedad en la esperanza de la salvación, y
los otros por su sola defección y alejamiento fuesen desechados, ciertamente san Pablo hablaría
muy necia y absurdamente transportando a los lectores a la elección secreta. Mas si es la
voluntad de Dios - cuya causa ni se muestra ni se debe buscar - la que diferencia a los Linos de
los otros, de tal manera que no todos los hijos de Israel son israelitas, es en vano querer
imaginarse que la condición y estado de cada uno tiene su principio en lo que tienen en sí.
San Pablo pasa más adelante, aduciendo el ejemplo de Jacob y Esa (Rom. 9,10-13). Pues,
siendo así que ambos eran hijos de Abraham, y estando ambos encerrados juntamente en el seno
de su madre, el que el honor de la primogenitura fuese traspasado a Jacob, fue como tina
mutación prodigiosa, por la cual sin embargo san Pablo mantiene que la elección de uno fue
atestiguada, lo mismo que la reprobación del otro.
Cuando se pregunta por el origen y causa de esto, los doctores de la presciencia la ponen
en las virtudes de uno y en los vicios del otro. Les parece que con dos palabras resuelven la
cuestión, y afirman que Dios ha mostrado en la persona de Jacob, que elige a aquellos que ha
previsto que son dignos de su gracia; y en la de Esaú, que reprueba a los que ha previsto que
serán indignos de ella. Esto es lo que osadamente se atreve a sostener esta gente.
Mas, ¿qué dice san Pablo? “No habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal
para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras, sino por el
que llama - se le dijo: El mayor servirá al menor; como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú
aborrecí” (Rom. 9,11-13). Si la presciencia valiera de algo para establecer diferencia entre estos
dos hermanos, ¿a qué hacer mención del tiempo? Supongamos que Jacob fue elegido por haber
merecido esta dignidad por las virtudes que había de tener en el futuro; ¿por qué iba a decir san
Pablo que aún Jacob no había nacido? Además hubiera añadido inconsideradamente que no
había hecho bien alguno; porque era fácil replicar que nada le está oculto a Dios, y por tanto, la
piedad de Jacob estuvo siempre presente a Dios. Si las obras merecen la gracia, es del todo cierto
que respecto a Dios era igual que hubiesen sido valoradas antes de nacer Jacob, que cuando era
ya viejo.
Mas el Apóstol, prosiguiendo con esta materia, resuelve la duda y enseña que la adopción
de Jacob no se debió a las obras, sino a la vocación de Dios. Para las obras el Apóstol no pone
tiempo pasado ni venidero, y al oponer expresamente las obras a la vocación de Dios, destruye a
propósito lo uno con lo otro; como si dijera: debemos considerar cuál ha sido la buena voluntad
de Dios, y no lo que los hombres han aportado por sí mismos. Finalmente, es evidente que por
estas palabras de elección y propósito, el Apóstol ha querido desechar en esta materia todas las
causas que los hombres se imaginan al margen del secreto designio de Dios.

5. ¿Con qué podrán oscurecer estas palabras los que en la elección atribuyen algo a las obras,
precedentes o futuras? Ello sería destruir totalmente lo que pretende probar el Apóstol, que la
diferencia entre estos dos hermanos no depende de ninguna consideración de las obras, sino de la
pura vocación de Dios, puesto que Él estableció esta diferencia entre ellos aun antes de nacer. Y
ciertamente san Pablo no hubiera ignorado esta sutileza que usan los sofistas, si tuviera algún
fundamento; pero como sabía perfectamente que nada bueno puede prever Dios en el hombre,
sino lo que hubiere determinado darle por la gracia de la elección, no tiene en cuenta este orden
perverso de preferir las buenas obras a la causa y origen de las mismas.
Vernos, pues, por las palabras del Apóstol que la salvación de los fieles se funda sobre la
sola benevolencia de Dios, y que este favor y gracia no se alcanza con ninguna obra, sino que
proviene de su gratuita vocación. Tenemos también una especie de espejo o cuadro en que se nos
representa esto mismo. Hermanos son Jacob y Esaú; engendrados de un mismo padre y una
misma madre, e incluso enclaustrados en el mismo seno materno antes de nacer. Todas estas
cosas son iguales entre ellos; sin embargo el juicio de Dios hizo gran diferencia entre ellos;
porque al uno lo escoge, y al otro lo rechaza. No existía otra razón para que el uno pudiese ser
preferido al otro, que la sola primogenitura; pero ni eso se tuvo en cuenta, y se da al menor lo
que se niega al mayor. Más aún; en muchos otros parece que Dios a propósito ha menospreciado
la primogenitura, a fin de quitar a la carne toda materia y ocasión de gloriarse; rechazando a
Ismael, pone Dios su corazón en Isaac; rebajando a Manasés, prefiere a Efraín.

6. En ese pasaje el Apóstol no fuerza de ningún modo los textos del Antiguo Testamento y está de
acuerdo con san Pedro
Y si alguno replica que no se puede en virtud de estos detalles sin importancia
pronunciarse en lo que se refiere a la vida eterna, y que es pura burla querer concluir que el que
fue exaltado al honor de la primogenitura, ése fuese adoptado para ser heredero del reino de Dios
- pues hay muchos que no perdonan ni al mismo san Pablo, acusándole de haber retorcido el
sentido de la Escritura para aplicarlo a esta materia - respondo, como ya lo he hecho, que el
Apóstol no habló inconsideradamente, ni ha retorcido el sentido de la Escritura, sino que veía - lo
cual esta gente no puede considerar - que Dios quiso declarar con una marca y señal corporal la
elección espiritual de Jacob, la cual de otra manera permanecía secreta en su oculto consejo.
Porque si no referimos la primogenitura dada a Jacob a la vida futura, la bendición que recibió
sería vana y ridícula, puesto que de ella no obtuvo más que muchas miserias y desventuras, un
triste destierro y grandes congojas y angustias. Viendo, pues, san Pablo que con esta bendición
externa había testimoniado una bendición espiritual y no caduca, la cual había preparado en su
reino a su siervo Jacob, no dudó en tomar como argumento y prueba la primogenitura que había
recibido, para probar que había sido elegido por Dios.
Debemos también recordar que la tierra de Canaán fue una prenda de la herencia del
reino de los cielos; de manera, que no debemos dudar que Jacob fue incorporado a Jesucristo
para ser compañero de los ángeles en la vida celestial. Es, pues, elegido Jacob y rechazado Esaú;
y son diferenciados por la predestinación de Dios aquellos entre los cuales no existía diferencia
alguna en cuanto a los méritos.
Si se quiere saber la causa, es la que da el Apóstol: que fue dicho a Moisés: Tendré
misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca
(Rom.9,15). Pregunto yo: ¿qué quiere decir esto? Sin duda el Señor clarísimamente asegura que
no existe entre los hombres ningún otro motivo para que les otorgue beneficios que su sola y
pura misericordia. Por tanto, si Dios solo establece y ordena en sí mismo tu salvación, ¿a qué
desciendes a ti mismo? ¿Por qué te lo aplicarás a ti mismo? Puesto que Él te señala como causa
total su sola misericordia, ¿por qué te vas a apoyar en tus propios méritos? Si Él quiere que
pongas todos tus pensamientos en su sola misericordia, ¿por qué vas a aplicar tú una parte a la
consideración de las obras?
Es, pues, necesario volver a aquel reducido número del que dice san Pablo en otro lugar
que desde antes lo conoció (Rom. 11, 2); no como éstos se lo imaginan, que Él prevé todas las
cosas permaneciendo ocioso y sin preocuparse de nada, sino en el sentido en que esta palabra se
toma muchas veces en la Escritura. Porque cuando san Pedro dice en los Hechos, que Jesucristo -
(fue) entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” Hch. 2,23), no
presenta a Dios como un simple espectador, sino como autor de nuestra salvación. El mismo san
Pedro al decir que los fieles, a los que él escribía, “(eran) elegidos según la presciencia de Dios”
(1 Pe. 1,2), con estas palabras declara propiamente aquella arcana y secreta predestinación, con
la que Dios señaló como hijos suyos a los que Él quiso.
Al añadir la palabra “propósito” como sinónimo, siendo así que significa una firme
determinación, nos enseña que Dios no sale de sí mismo para buscar la causa de nuestra
salvación. Y en ese sentido dice en el mismo capítulo que Cristo fue el cordero ya destinado
desde antes de la fundación del mundo (1 Pe. 1, 19-20); porque, ¿qué cosa habría más fría que
decir que Dios había estado mirando desde arriba, de donde venía la salvación a los hombres?
Así pues, vale tanto en san Pedro “pueblo preconocido”, como en san Pablo un “remanente-
sacado de una ingente multitud que falsamente se jacta del nombre de Dios.
También en otro lugar san Pablo, para abatir el orgullo y la jactancia de aquellos que
cubriéndose meramente con el título externo, como con una máscara, se asignan el primer lugar
en la Iglesia como columnas de la misma, dice: “Conoce el Señor a los que son suyos- (2Tim.
2,19).
Finalmente ` san Pablo con estas palabras señala dos pueblos; uno es toda la descendencia
de Abraham; el otro, la parte que de él fue sacada y que Dios se reserva para sí como un tesoro,
de tal manera, que los hombres no saben dónde está. Y no hay duda que él lo ha tomado de
Moisés, el cual afirma que Dios será misericordioso con quienes quiera - aunque hable del
pueblo escogido, cuya condición en apariencia era igual -; como si dijera que no obstante ser
común y general la adopción, sin embargo Él se había reservado una gracia aparte, como un
singular tesoro, para aquellos a quienes tuviese a bien comunicarla; y que el pacto general no
impedía que El se escogiera y apartara un número reducido de entre aquella multitud. Y
queriendo mostrarse como Señor absoluto y que libremente puede dispensar esto, expresamente
niega que haya de ser misericordioso con uno más que con el otro, sino porque así le place; pues
si la misericordia no se presenta sino a aquellos que la buscan, es cierto que no son rechazados;
pero ellos previenen y adquieren en parte este favor, cuya alabanza Dios se atribuye y guarda
para sí mismo.

7. La enseñanza de Cristo en el evangelio de san Juan


Oigamos ahora qué es lo que sobre toda esta materia nos dice el supremo Juez y Señor,
que todo lo sabe y entiende.
Viendo tanta dureza en sus oyentes, que casi no sacaba provecho de ninguno, para
remediar este escándalo que podrían recibir los débiles, exclama: Todo lo que el Padre me da
vendrá a mí; porque ésta es la voluntad del Padre que me envió, que de todo lo que me diere no
pierda yo nada (Jn.6,37.39). Notad bien que el principio para ser admitidos bajo la protección y
amparo de nuestro Señor Jesucristo proviene de la donación del Padre.
Alguno puede que dé la vuelta al círculo y replique que Dios reconoce en el número de
los suyos solamente a aquellos que de buen grado se entregan a Él por la fe. Pero Jesucristo
solamente insiste en que, suponiendo que todo el mundo anduviese trastornado y hubiese en él
infinitos cambios, no obstante el consejo de Dios permanecerá más firme que el mismo cielo, de
forma que su elección subsista firme e íntegra.
Se dice que los elegidos pertenecían al Padre celestial antes de darlos a su Hijo Jesucristo.
La cuestión es si esto se hace así por naturaleza, o, por el contrario, Él somete a sí mismo a los
que le eran extraños y estaban apartados de Él, atrayéndolos a sí. Las palabras de Jesucristo son
tan claras, que por más vueltas que den los hombres, jamás las podrán oscurecer. “Ninguno”,
dice,”puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Jn.6,44.65); mas “todo aquel que
oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí” (Jn. 6,45). Si todos indistintamente se postrasen
delante de Jesucristo, la elección sería común; pero, por el contrario, en el pequeño número de
los creyentes aparece esta grandísima distinción. Por eso, el mismo Jesucristo después de decir
que los discípulos que le habían sido dados eran la posesión de su Padre, poco después añade:
“No ruego por el mundo, sino por éstos que me diste; porque tuyos son” (Jn. 17,9). De donde se
sigue que no todo el mundo pertenece a su Creador, sino en cuanto que la gracia de Dios retira a
unos pocos de la maldición y la ira de Dios y de la muerte eterna; los cuales de otra manera se
perderían; en cambio el mundo es dejado en la ruina y perdición a la que fue destinado.
Por lo demás, aunque Cristo media entre el Padre y los hombres, con todo no deja de
atribuirse el derecho de elegir que juntamente con el Padre le compete: “No hablo”, dice, “de
todos vosotros; yo sé a quiénes he elegido” (Jn. 13,18). Si alguno pregunta de dónde los ha
elegido, Él mismo responde en otro lugar: “del mundo” (Jn. 15,19), al cual excluye de sus
oraciones cuando encomienda sus discípulos al Padre. Notemos, sin embargo, que al decir que Él
sabe a quiénes ha escogido, indica y entiende una cierta parte de los hombres, a la cual no
diferencia de los demás por razón de las virtudes de que puedan estar adornados, sino a causa de
que están separados por decreto divino. De lo cual se sigue que todos aquellos que pertenecen a
la elección de la que Jesucristo es autor, no exceden a los otros por su propia industria y
diligencia.
En cuanto a que en otro lugar cuenta a Judas en el número de los elegidos (Jn.6,70),
aunque era un diablo, esto ha de entenderse con respecto al cargo de apóstol, el cual, aunque es
como un espejo excelente del favor divino - como san Pablo muchas veces lo reconoce en su
propia persona - no por eso lleva consigo la esperanza de la vida eterna. Puede, pues, Judas
usando impíamente de su oficio de apóstol, ser peor que un demonio; pero aquellos que Cristo
incorporó una vez a sí mismo, no permitirá que ninguno de ellos perezca (Jn. 10, 28), ya que para
conservarlos en vida hará cuanto ha prometido; es decir, desplegará la potencia de Dios, que
supera a cuanto existe.
Respecto a lo que en otro lugar dice Cristo: De los que me diste, ninguno de ellos se
perdió, sino el hijo de perdición (Jn. 17, 12), aunque es una manera difícil de hablar, sin embargo
no contiene ambigüedad alguna.
En resumen: que Dios por una adopción gratuita crea a aquellos que quiere tener por
hijos, y que la causa de la elección, que llaman intrínseca, radica en Él mismo, pues no tiene en
cuenta más que Su benevolencia.
Agustín también tuvo la misma opinión;' pero después de haber aprovechado más en la
Escritura, no solamente la retractó como evidentemente falsa, sino incluso la refutó con todo su
poder y fuerza.' Y todavía después de haberla retractado, viendo que los pelagianos persistían en
este error, emplea estas palabras: “¿Quién no se maravillará de que el Apóstol no haya caído en
la cuenta de esta gran- sutileza? Porque después de exponer un caso bien extraño tocante a Esaú
y Jacob, considerándolos antes de que hubiesen nacido, y habiéndose formulado a sí mismo la
pregunta: '¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios? (Rom. 9,14), lo propio sería
responder que Dios había previsto los méritos del uno y del otro; sin embargo no dice eso, antes
se acoge a los juicios de Dios y a su misericordia”. 3 Y en otro lugar, después de haber
demostrado que el hombre no tiene mérito alguno antes de su elección, dice: “Ciertamente, aquí
no tiene lugar el vario argumento de aquellos que defienden la presciencia de Dios contra su
gracia, asegurando que hemos sido elegidos antes de la creación del mundo porque Dios supo
que seríamos buenos, y no porque Él nos hacía tales. No habla de esta manera el que dice: 'No
me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros' (Jn. 15,16). Porque si Él nos hubiera
elegido porque sabía que seríamos buenos, juntamente hubiera sabido que nosotros lo habíamos
de elegir.” 14
Valga este testimonio de san Agustín entre aquellos que dan mucho crédito a lo que dicen
los Padres. Por más que san Agustín no consiente ser separado de los otros Doctores antiguos,
sino que prueba con claros testimonios que los pelagianos le calumniaban al acusarle de que él
solo mantenía aquella opinión. Cita, pues, en su libro De la Predestinación de los Santos, el dicho
de san Ambrosio, que Jesucristo llama a aquellos a quienes Él quiere hacer misericordia. 5 Y: “Si
Dios hubiera querido, a los que no lo eran los hubiera hecho devotos; pero Dios llama a aquellos
a quienes tiene a bien llamar, y convierte a quienes le place” (Ibid.). Si quisiera llenar un libro
con los dichos notables de san Agustín tocantes a esta materia, me sería fácil hacer ver a los
lectores, que no tengo necesidad de usar otras palabras que las del mismo san Agustín; pero no
quiero serles molesto con mi prolijidad.
Mas supongamos que ni san Agustín ni san Ambrosio hablaran de esta materia, y
considerémosla en sí misma. San Pablo suscitó una cuestión bien difícil, a saber, si Dios obra
justamente al no conceder la gracia más que a quien le parece. La hubiera podido solucionar con
una sola palabra, diciendo que Dios considera las obras. Pero, ¿cuál es la razón de que no lo haga
así, antes bien continúa con su argumento, que sigue envuelto en la misma dificultad? ¿Por qué,
sino porque no debía hacerlo así? Pues el Espíritu Santo., que habló por boca de su Apóstol, no
estaba expuesto a olvidarse de lo que había de responder. Responde, pues, claramente y sin lugar
a dudas admite en su gracia a los elegidos, porque le parece. Porque el testimonio de la Escritura
alega: “Tendré misericordia del que tendré misericordia y seré clemente para con el que seré
clemente” (Ex..33,19), vale tanto como si dijera que Dios se mueve a misericordia, no por otra
razón, sino porque quiere hacer misericordia.
Por eso permanece verdadero lo que san Agustín dice en otro lugar, que la gracia de Dios
no halla a nadie al que deba elegir, sino que ella hace a los hombres aptos para que sean elegidos.

9. Una sutileza de Santo Tomás de Aquino


No hago caso de la sutileza de Santo Tomás de Aquino, el cual dice que, aunque la
presciencia de los méritos no pueda ser llamada causa de la predestinación por lo que se refiere a
Dios, que predestina, sin embargo sí se puede por lo que a nosotros respecta, como cuando
afirma que Dios ha predestinado a sus elegidos para que con sus méritos alcancen la gloria;
porque ha determinado darles su gracia para que con ella merezcan la gloria.' Mas como el Señor
no quiere que consideremos otra cosa en su elección que su pura bondad, si alguno quiere ver
alguna otra cosa, evidentemente se propasa excesivamente.
Si quisiéramos oponer a una otra sutileza, no nos faltaría el modo de abatir lo de Santo
Tomás. Él pretende probar que la gloria es en cierta manera predestinada a los elegidos por sus
méritos, porque Dios les predestina la gracia con la que merezcan la gloria. Pero yo replico que
por el contrario, la gracia que el Señor da a los suyos sirve para su elección y más bien le sigue
que no la precede; puesto que se da a aquellos a quienes la herencia de la vida había sido ya
asignada. Porque el orden que Dios sigue consiste en justificar después de haber elegido. De
donde se sigue que la predestinación de Dios con la que delibera llamar a los suyos a su gloria es
precisamente la causa de la deliberación que tiene de justificarlos, y no al contrario.
Pero dejemos a un lado estas disputas que son superfluas para los que creen que tienen
suficiente sabiduría en la Palabra de Dios. Porque muy bien dijo un doctor antiguo que los que
atribuye la causa de la elección a los méritos, quieren saber más de lo que les conviene.

10. ¿La vocación universal no contradice la elección particular?


Objetan algunos que Dios se contradijera a sí mismo, si llamase a todos en general, y no
admitiese más que a unos pocos, a los que Él hubiera elegido; y que de esta manera, a su parecer,
la generalidad de las promesas anula y destruye la gracia especial.
Admito que algunas personas doctas y modestas hablan de esta manera, no tanto por
oprimir la verdad, cuanto por resolver ciertas cuestiones intrincadas. Su voluntad es buena, pero
jamás es bueno andar con rodeos y tergiversaciones.
En cuanto a aquellos que se desvían desvergonzadamente, su sutileza ya citada es muy
frívola, y cometen un grave error del que deberían avergonzarse en gran manera.
Cómo concuerdan estas dos cosas: que todos por la predicación exterior sean llamados a
la penitencia y la fe, y sin embargo, que el espíritu de penitencia y de fe no se dé a todos, ya lo he
expuesto; será necesario repetir aquí algo de lo que ya hemos dicho.
Yo les niego lo que ellos pretenden, porque así se debe hacer; y ello por dos razones:
porque Dios, que amenaza con hacer llover sobre una ciudad y envía la sequía sobre otra; que
anuncia que habrá hambre de su doctrina y Palabra (Am.4,7.8. 11), no se obliga a una ley
determinada de llamar a todos del mismo modo. Al prohibir a san Pablo que predicase en Asia, y
al retirarlo de Bitinia llevándolo a Macedonia, demuestra que es libre para distribuir el tesoro de
vida a quien le agrada (Hch. 16,6-10). Sin embargo, demuestra más claramente aún de qué modo
particular ordena sus promesas para sus elegidos; porque sólo de ellos, y no indistintamente de
todo el género humano, afirma que serán sus discípulos (Is. 8,16). Por donde se, ve claro que los
que quieren que la doctrina de vida se proponga a todos, para que todos se aprovechen
eficazmente, se engañan sobremanera, puesto que solamente se propone a los hijos de la Iglesia.
Baste, pues, por el momento que aunque la voz del Evangelio llame a todos en general,
sin embargo el don de la fe es muy raro. La causa la da Isaías: que no a todos es manifestado el
brazo de Dios (1s. 53, l). Si dijera que el Evangelio es maliciosamente menospreciado, porque
muchos con gran contumacia lo rehúsan oír, puede que esto ofreciera alguna apariencia para
probar la vocación general. Y no es la intención del profeta disminuir la culpa de los hombres,
diciendo que la fuente de su ceguera es que Dios no ha tenido a bien manifestarles su brazo, su
virtud y potencia. Solamente advierte que como la fe es un don singular de Dios, en vano se
hieren los oídos con la sola predicación externa de la Palabra.
Mas yo querría que estos doctores me dijeran si la mera predicación nos hace hijos de
Dios, o bien la fe. Sin duda, cuando en el capítulo primero de san Juan se dice: “A los que creen
en su nombre les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1, 12), no se propone una mezcla
y confusión de todos los oyentes, sino que se mantiene un orden especial con los fieles, los
cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de
Dios.
El consentimiento mutuo entre la Palabra y la fe. Si replican que hay un con sen ti miento
recíproco entre la fe y la Palabra, respondo que es verdad cuando hay fe. Pero no es cosa nueva
ni nunca vista, que la semilla caiga entre espinas y en lugares pedregosos; no solamente porque
la mayor parte de los hombres se muestra rebelde y contumaz contra Dios, sino porque no todos
tienen ojos para ver, ni oídos para escuchar.
Si preguntan a qué fin llama Dios a sí a aquellos que Él sabe no irán, responde por mí san
Agustín: “¿Quieres”, dice, “disputar conmigo de esta materia? Más bien maravíllate conmigo y
exclama: ¡Oh alteza! Convengamos ambos en el temor, para que no perezcamos en el error”.'
Además, si la elección, como lo afirma san Pablo, es madre de la fe, vuelvo el argumento
contra ellos, y digo: la fe no es general, porque la elección de la que ella procede es especial.
Pues citando dice san Pablo que los fieles están llenos de todas las bendiciones espirituales según
que les escogió antes de la fundación del mundo (Ef. 1,3-4), es muy fácil concluir según el orden
causa-efecto, que estas riquezas no son comunes a todos, puesto que no ha elegido más que a
aquellos que Él ha querido. Esta es la razón por la que en otro sitio ensalza expresamente la fe de
los elegidos (Tit. 1, l), a fin de que no parezca que cada uno adquiere la fe por sí mismo, sino que
esa gloria reside en Dios, que El ilumina gratuitamente a aquellos a quienes antes había elegido.
Porque muy bien dice san Bernardo, que a los que Dios tiene por amigos los oye aparte, y que a
ellos les dice: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino-
(Lc. 12,32). Luego pregunta:”¿Quiénes son éstos? Ciertamente los que Él antes había conocido y
predestinado para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo. He aquí un grande y
secreto consejo, que nos ha sido manifestado: Sabe el Señor quiénes son los suyos; pero lo que
Él sabía, se ha manifestado a los hombres, y no permite que nadie entienda este misterio, excepto
aquellos que Él antes supo y predestinó que serían SUYOS” (Rom. 8,29). Y poco después
concluye: “La misericordia de Dios de eternidad en eternidad sobre los que le temen; de
eternidad por la predestinación; en eternidad por la bienaventuranza; la una no tiene principio, y
la otra jamás tendrá fin”.
Pero, ¿qué necesidad hay de alegar a san Bernardo como testigo, puesto que de la boca
misma de nuestro Maestro oímos que no hay nadie que haya visto al Padre, sino los que son de
Dios? (Jn.6, 46).11 Palabras con las que quiere significar que, todos aquellos que no son
engendrados de Dios quedan deslumbrados y estupefactos con el resplandor de su cara.
Ciertamente unen muy bien la fe con la elección; con tal que permanezcan segundo lugar. Este
orden lo muestran claramente las palabras de Cristo: “Ésta es la voluntad del Padre: que de todo
lo que me diere, no pierda yo nada” (Jn. 6,39). Si quisiera que todos se salvasen, les daría a su
Hijo para que los guardara y los incorporara a todos a Él con el santo nado de la fe. Pero la fe es
una prenda singular de su amor paterno que reserva en secreto para los que El adoptó como hijos.
Por esta razón dice Cristo en otro lugar: “Las ovejas siguen al pastor, porque conocen su voz;
pero no siguen al extraño, porque no conocen la voz de los extraños” (Jn. 10,4-5). ¿De dónde les
viene este discernimiento, sino de que Cristo ha taladrado sus oídos? Porque nadie se hace a sí
mismo oveja, sino que Dios es el que da la forma y lo hace. Y ésta es la razón de por qué nuestro
Señor Jesucristo dice que nuestra salvación está bien segura y fuera de todo peligro para siempre,
porque es guardada por la potencia invencible de Dios (Jn. 10,29). De donde concluye que los
incrédulos no son del número de sus ovejas, porque no son del número de aquellos a quienes
Dios ha prometido por medio del profeta Isaías, que serían sus discípulos (Jn. 10, 26; Is. 8,18;
54,13).
Por lo demás, como en los testimonios que he citado, se hace notablemente mención de la
perseverancia, esto muestra que la elección es firme y constante sin que se halle sometida a
variación alguna.

11. Los réprobos


Tratemos ahora de los réprobos, de los cuales habla también el Apóstol en el pasaje ya
indicado. Porque así como Jacob sin haber aún merecido cosa alguna con sus obras es recibido
en gracia, del mismo modo Esaú sin haber cometido ofensa alguna, es rechazado por Dios (Rom.
9,13). Si consideramos las obras, haríamos grave injuria al Apóstol, como si no hubiera visto lo
que es evidente para nosotros. Ahora bien, que él no lo ha visto se prueba porque insiste
particularmente en que antes de que hubiera hecho bien o mal alguno, el uno fue escogido, y el
otro rechazado; de donde concluye que el fundamento de la predestinación no consiste en las
obras.
Además, después de haber suscitado la cuestión de si Dios es injusto, no alega que Dios
ha pagado a Esaú según su malicia; lo cual sería la más clara y cierta defensa de la justicia de
Dios; sino que resuelve la cuestión con una solución bien diversa; a saber, que Dios suscita a los
réprobos para exaltar en ellos Su gloria. Y finalmente pone como conclusión, que Dios tiene
misericordia de quien quiere, y que endurece a quien le parece (Rom.9, 18).
¿No vemos cómo el Apóstol entrega lo uno y lo otro a la sola voluntad de Dios? Si
nosotros, pues, no podemos asignar otra razón de por qué Dios hace misericordia a los suyos,
sino que porque le place, tampoco dispondremos de otra razón, de por qué rechaza y desecha a
los otros, que este mismo beneplácito. Porque cuando se dice que Dios endurece. o que hace
misericordia a quien le agrada, es para advertirnos que no busquemos causa ninguna fuera de su
voluntad.

***

CAPITULO XXIII

REFUTACION DE LAS CALUMNIAS CON QUE ESTA DOCTRINA


HA SIDO SIEMPRE IMPUGNADA
1. Primera objeción:
a. La elección de unos izo implica la reprobación de los otros
Cuando la mente humana oye estas cosas no puede reprimir su vehemencia, y al
momento se alborota, como si tocaran al ataque. Muchos, fingiendo que quieren mantener el
honor de Dios y evitar que se le haga ningún cargo falsamente, admiten la elección, pero de tal
manera que niegan que sea nadie reprobado.

La elección es la causa exclusiva de la salvación. Pero en esto se engañan grandemente,


porque no existiría elección, si por otra parte no hubiese reprobación.' Se dice que Dios separa a
aquellos que adopta para que se salven. Sería, pues, un notable desvarío afirmar que los otros
alcanzan por casualidad, o adquieren por su industria lo que la elección da a pocos. Así que
aquellos ante los cuales Dios pasa al elegir, los reprueba; y esto por la sola razón de que Él los
quiere excluir de la herencia que ha predestinado para sus hijos. No se puede tolerar la
obstinación de los que no permiten que se les ponga freno con la Palabra de Dios, tratándose de
un juicio incomprensible suyo, que aun los mismos ángeles adoran.
Hace poco hemos oído que no menos está en manos de Dios y depende de su voluntad el
endurecimiento que la misericordia. Ni tampoco san Pablo se esfuerza mayormente en excusar a
Dios - como lo hacen muchos de éstos de quienes he hecho mención - de falsedad y mentira;
solamente se limita a advertir que no es lícito que el vaso de barro alterque con el que lo formó
(Rom. 9,20-21).
Además de esto, los que no admiten que Dios repruebe a algunos, ¿cómo podrán librarse
de aquel notable dicho de Cristo., “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será
desarraigada-? (Mt. 15,13). Oyen que todos aquellos que el Padre no ha tenido a bien plantar en
su campo como árboles sacrosantos, están claramente destinados a la perdición. Si niegan que
esto sea señal de reprobación, no habrá cosa por más clara que sea, que no les resulte oscura.
Mas si no cesan de murmurar, que nuestra fe se dé por satisfecha al oír el aviso que nos
da san Pablo: que no hay motivo para querellarse con Dios, porque queriendo mostrar su ira y
hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para
destrucción, y por otra parte, hizo notorias las riquezas de su gloria en los vasos de misericordia
que Él preparó de antemano para gloria (Rom, 9,22-23). Noten los lectores cómo san Pablo, para
quitar toda ocasión de murmurar, atribuye a la ira y la potencia de Dios el sumo poder y
autoridad; porque está muy mal querer pedir cuentas a los profundos y ocultos secretos de Dios
que sobrepujan todo nuestro entendimiento.
La respuesta que dan nuestros adversarios, que Dios no desecha por completo a los que
soporta con su mansedumbre, sino que suspende su voluntad para con ellos para ver si luego se
arrepienten, es muy frívola. Como si san Pablo atribuyera a Dios la paciencia para esperar la
conversión de los que dice que están preparados para la muerte. San Agustín dice muy bien
explicando este pasaje, que cuando la paciencia se junta con su potencia y virtud, Dios no
permite, sino que gobierna actualmente.
Recordemos los capítulos I a V del libro segundo de la Institución. Dejados a si mismos,
todos los hombres llevan en ellos su propia condenación. La reprobación no es, pues, el doloroso
reverso de la elección; por el contrario, ésta es la luz consoladora de la gracia de Dios proyectada
sobre las tinieblas humanas.
Replican también que san Pablo cuando dice que los vasos de ira están preparados para
destrucción, luego añade que Dios ha preparado los vasos de misericordia para salvación, como
si por estas palabras entendiese que Dios es el autor de la salvación de los fieles y que a Él se le
debe atribuir la gloria de ello; mas que aquellos que se pierden, ellos por sí mismos y con su libre
albedrío se hacen tales, sin que Dios los repruebe. Mas, aunque yo les conceda que san Pablo con
tal manera de hablar ha querido suavizar lo que a primera vista pudiera parecer áspero y duro: sin
embargo es un despropósito atribuir la preparación, según la cual se dice que los réprobos están
destinados a la perdición, a otra cosa que no sea el secreto designio de Dios; como el mismo
Apóstol poco antes lo había declarado, afirmando que Dios suscitó a Faraón, y luego añade que
Él “al que quiere endurecer, endurece- (Rom.9,18); de donde se sigue que el juicio secreto de
Dios es la causa del endurecimiento. 1 Por lo menos yo he deducido esto, - lo cual es también
doctrina de san Agustín - que cuando Dios, de lobos hace ovejas, los reforma con su gracia
todopoderosa dominando SU dureza: y que no convierte a los obstinados porque no les otorga
una gracia más poderosa, de la que Él no carece, si quisiera ejercitarla.”

2. b. ¿No sería injusto que Dios destinara a la muerte a criaturas que no le han ofendido aún?
Con esto bastaría para personas modestas y temerosas de Dios que tienen presente que
son meros seres humanos. Mas como estos perros rabiosos profieren contra Dios no sólo una
especie de blasfemia, es necesario que respondamos en particular a cada una de ellas, pues los
hombres carnales en su locura disputan con Dios de diversas maneras, como si Él estuviese
sometido a sus reprensiones.
Preguntan primeramente por qué se enoja Dios con las criaturas que no le han agraviado
con ofensa de ninguna clase. Porque condenar y destruir a quien bien le pareciere es más propio
de la crueldad de un verdugo, que de la sentencia legítima de un juez. Y así les parece que los
hombres tienen justo motivo para quejarse de Dios, si por su sola voluntad y sin que ellos lo
hayan merecido, los predestina a la muerte eterna.

Dios no hace nada injusto: su voluntad es /a regla supremo de toda justicia. Si alguna vez
entran semejantes pensamientos en la mente de los fieles, estarán debidamente armados para
rechazar sus golpes, con sólo considerar cuán grave mal es investigar los móviles de la voluntad
de Dios, puesto que de cuantas cosas suceden, ella es la causa con toda justicia. Porque, si
hubiera algo que fuera causa de la voluntad de Dios, sería preciso que fuera anterior y que
estuviera como ligada por ello lo cual es grave impiedad sólo concebirlo. Porque de tal manera
es la voluntad de Dios la suprema e infalible regla de justicia, que todo cuanto ella quiere, por el
solo hecho de quererlo ha de ser tenido por justo. Por eso, cuando se pregunta por la causa de
que Dios lo haya hecho así, debemos responder: porque quiso. Pues si se insiste preguntando por
qué quiso, con ello se busca algo superior y más excelente que la voluntad de Dios; lo cual es
imposible hallar. Refrénese, pues, la temeridad humana. y no busque lo que no existe, no sea que
no halle lo que existe. Este, pues, es un freno excelente para retener a todos aquellos que con
reverencia quieran meditar los secretos de Dios.
Contra los impíos, a quienes nada les importa y que no cesan de maldecir públicamente a
Dios, el mismo Señor se defenderá adecuadamente con su justicia, sin que nosotros le sirvamos
de abogados, cuando quitando a sus conciencias toda ocasión de andar con tergiversaciones y
rodeos, les haga sentir su culpa.

Dios, siendo la bondad y la justicia, es su propia ley para sí mismo. Sin embargo, al
expresarnos así no aprobamos el desvarío de los teólogos papistas en cuanto a la potencia
absoluta de Dios; error que hemos de abominar por ser profano.' No nos imaginamos un Dios sin
ley, puesto que Él es su misma ley; pues - como dice Platón - los hombres por estar sujetos a los
malos deseos, tienen necesidad de la ley; mas la voluntad de Dios, que no solamente es pura y
está limpia de todo vicio, sino que además es la regla suprema de perfección, es la ley de todas
las leyes. Nosotros negamos que esté obligado a darnos cuenta de lo que hace; negamos también
que nosotros seamos jueces idóneos y competentes para fallar en esta causa de acuerdo con
nuestro sentir y parecer. Por ello, si intentamos más de lo que nos es lícito temamos aquella
amenaza del salmo que Dios será reconocido justo y tenido por puro cuantas veces sea juzgado
por hombres mortales (Sal. 51, 4).

3. Dios no está obligado a conceder su gracia al pecador que encuentra en sí mismo la causa de
su condenación
He aquí cómo Dios con su silencio puede reprimir a sus enemigos. Mas para que no
permitamos que su santo Nombre sea escarnecido, sin que haya quien lidie por su honra, Él nos
da armas en su Palabra, para que les resistamos. Por tanto, si alguno nos ataca preguntándonos
por qué Dios desde el principio ha predestinado a la muerte a algunos, que no podían haberla
merecido, porque aún no habían nacido, la respuesta será preguntarles en virtud de qué piensan
que Dios es deudor del hombre si lo consideran según su naturaleza. Estando, como todos lo
estamos, corrompidos y contaminados por los vicios, Dios no puede por menos de aborrecernos;
y esto no por una tiranía cruel, sino por una perfecta justicia. Ahora bien, si todos los hombres
por su natural condición merecen la muerte eterna, ¿de qué iniquidad e injusticia, pregunto yo,
podrán quejarse aquellos a quienes Dios ha predestinado a morir? Vengan todos los hijos de
Adán; discutan con Dios por qué antes de ser engendrados han sido predestinados por su
providencia eterna a perpetua miseria; ¿qué podrán murmurar contra Dios cuando les traiga a la
memoria quiénes son ellos? Si todos están hechos de una masa corrompida, no podemos
extrañarnos de que estén sujetos a condenación. No acusen, pues, a Dios de injusticia, si por su
juicio eterno son destinados a muerte; a la cual, mal que les pese, su propia naturaleza les lleva,
como ellos perfectamente comprenden.
Por aquí se ve claramente cuán perversa es la inclinación de esta gente a murmurar contra
Dios, pues a sabiendas encubren la causa de su condenación, la cual se ven forzados a reconocer
en sí mismos: y así, por más que lo doren, no se podrán justificar. Aunque yo confesase cien
veces que Dios es el autor de su condenación - lo cual es muy verdad -, no por ello se purificarán
del pecado que está esculpido en sus conciencias y que a cada paso se presenta ante sus ojos.
Preguntan también si han sido predestinados por disposición de Dios a esta corrupción,
que afirmamos es la causa de su ruina. Porque si es así, cuando perecen en su corrupción no
hacen otra cosa que llevar sobre sí la calamidad en que por haber sido predestinados para esto,
cayó Adán y precipitó consigo a toda su posteridad. ¿No será, pues, injusto Dios, que tan
cruelmente se burla de sus criaturas?

El querer de Dios nos es incomprensible; pero conocemos su justicia. Odia toda


iniquidad. Confieso que se debe a la voluntad de Dios el que todos los hijos de Adán hayan caído
en este miserable estado y condición en que al presente se encuentran. Y es que, como al
principio decía, es necesario en definitiva volver siempre al decreto de la voluntad divina, cuya
causa está en P-1 escondida. Pero de aquí no se sigue que los hombres deban discutir con Dios;
pues con san Pablo les salimos al paso diciendo: “Oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques
con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: ¿por qué me has hecho así? ¿O no tiene
potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para
deshonra?”. (Rom. 9,20-21).
Ellos negarán que de esta manera se defienda verdaderamente la justicia de Dios y que no
es más que un mero subterfugio del que suelen echar mano los que no encuentran excusa
suficiente; porque parece que aquí no se dice otra cosa, sino que a la potencia de Dios no se le
puede impedir hacer lo que bien le pareciere; mas yo sostengo que se trata de otra cosa muy
diferente. Porque, ¿qué razón se puede aducir más firme y más sólida que mandarnos considerar
quién es Dios? Pues, ¿cómo podría cometer iniquidad alguna el que es Juez del mundo? Si es
propio de su naturaleza hacer justicia, naturalmente ama la justicia y aborrece la iniquidad. Por
eso el Apóstol no anduvo con subterfugios ni buscó falsas excusas, como si no encontrara otra
salida; simplemente demostró que la justicia de Dios es demasiado profunda y sublime para
poder ser determinada con medidas humanas, y ser comprendida por algo tan limitado como es el
entendimiento del hombre. Es verdad; el Apóstol enseña que los juicios de Dios son tan secretos,
que en ellos se hundirían todas las inteligencias de los hombres, si pretendieran penetrar en ellos;
pero juntamente enseña que es un absurdo despropósito querer someter las obras de Dios a tal
condición que en el momento en que no entendamos la razón y causa de las mismas nos
atrevamos a condenarlas. Existe a este propósito una sentencia muy notable de Salomón, que
muy pocos la entienden bien: “El creador de todos”, dice, “es grande: dará a los locos y a los
transgresores su salario” (Prov. 26,10).' Se admira en gran manera de la grandeza de Dios en
cuya mano y voluntad está castigar a los transgresores, aunque Él no les haya dado su Espíritu.
El furor de los hombres es realmente sorprendente, al pretender comprender lo que es infinito
e incomprensible, con una medida tan pequeña como es su entendimiento.
San Pablo llama “escogidos” (1Tim. 5,2 l), a los ángeles que permanecieron en su
integridad; si su constancia se fundó en la benevolencia de Dios, la rebelión de los demonios
prueba que no fueron detenidos, sino que se les consintió; de lo cual no se puede aducir otra
causa que la reprobación, que permanece escondida en el secreto consejo de Dios.
Aceptemos sin avergonzarnos el misterio de una voluntad incomprensible, pero justa.
Venga, pues, ahora algún maniqueo o celestino, y calumnie la providencia de Dios. Yo afirmo
con san Pablo, que no debemos dar razón de ella, pues con su grandeza sobrepuja nuestra
capacidad. ¿Por qué maravillarse? ¿Qué hay de extraño en esto? ¿Pretenderán que la potencia de
Dios sea limitada de tal manera que no pueda hacer más que lo que nuestro entendimiento pueda
comprender? En unión de san Agustín, yo afirmo que Dios ha creado a algunos, sabiendo con
toda certidumbre o que irían a la perdición; y que esto es así, porque así Él lo quiso. Mas por qué
lo haya querido así, no debemos nosotros preguntarlo, puesto que no lo podemos comprender. Ni
tampoco debemos discutir acerca de si es justa o no, la voluntad de Dios; puesto que siempre
que se hace mención de ella, bajo su nombre se designa una regla infalible de justicia.
¿A qué, pues, dudar de si habrá iniquidad donde claramente se ve que hay justicia? Ni
dudemos tampoco, conforme al ejemplo de san Pablo, en tapar la boca a los impíos, no una vez,
sino cuantas la abrieren para ladrar como perros. Porque ¿quienes sois vosotros, pobres y
míseros hombres, para formular artículos contra Dios y acusarlo no por otra causa, sino porque
no se presta a rebajar la grandeza de sus obras de acuerdo con vuestra rudeza y poca capacidad?
¡Como si las obras de Dios fueran malas, porque la carne no las comprende! Vosotros deberíais
conocer muy bien, por las experiencias que os ha dado, la inmensa grandeza de los juicios de
Dios. Bien sabéis que se les llama “abismo grande” (Sal.36,6). Considerad, pues, ahora vuestra
poca capacidad, y ved si puede comprender lo que Dios ha decretado en sí mismo. ¿De qué os
sirve, entonces, haberos hundido por vuestra curiosidad en este abismo, el cual - como vuestra
misma razón os lo dicta - será vuestra ruina? ¿Es posible que no os refrene y aterrorice cuanto
está escrito de la incomprensible sabiduría de Dios, de su terrible potencia, así en la historia de
Job, como en los Profetas? Si tu entendimiento se ve agitado por diversos problemas, no te pese
seguir el consejo de san Agustín. “Tú, hombre”, dice, “esperas mi respuesta, mas yo también soy
hombre como tú; por tanto oigamos ambos al que nos dice: oh hombre, ¿tú quién eres? Mejor es
una fiel ignorancia que una ciencia temeraria. Busca méritos; no hallarás más que castigo. ¡Oh
alteza! Pedro niega a Cristo; el ladrón cree en Él. ¡Oh alteza! ¿Deseas tú saber la razón? Yo me
sentiré sobrecogido de tanta alteza. Razona tú cuanto quisieres; yo me maravillaré; disputa tú; yo
creeré. La alteza veo; a la profundidad no llego. San Pablo se dio por satisfecho con admirar. Él
afirma que los juicios de Dios son inescrutables, ¿y tú vas a escudriñarlos? Él dice que los
caminos de Dios no se pueden investigar, ¿y tú los quieres conocer?”
No conseguiremos nada con pasar adelante; porque ni satisfaremos la desvergüenza de
ellos, ni el Señor tiene necesidad de más defensa, que la que ha usado por su Espíritu, hablando
por boca de san Pablo. Y lo que es más de considerar, nos olvidamos de hablar bien, siempre que
dejamos de hablar según Dios.

6. Segunda objeción: ¿Por qué Dios va a castigar aquello cuya causa es Su predestinación?
Otra objeción formula además la impiedad, si bien no tiende tanto a acusar a Dios, como
a excusar el pecado de ellos; aunque, a decir verdad, el pecador que es condenado por Dios no
puede justificarse sin infamar al Juez que lo condena.
Se queja, pues, esta gente contra Dios, diciendo que cómo podría Él imputar a los
hombres como pecado las cosas que Él con su predestinación les ha obligado necesariamente a
hacer. Pues, ¿qué podrían hacer ellos? ¿Resistir a Sus decretos? Esto sería inútil, ya que no
podrían prevalecer contra ellos. Luego, Dios no los castiga justamente por cosas cuya causa
principal es Su predestinación.

Respuestas que se deben rechazar. No me serviré aquí de la defensa comúnmente


empleada por los escritores eclesiásticos, según los cuales la presciencia de Dios no impide que
sea tenido por pecador el hombre cuyos pecados Dios ha previsto, pues los pecados no son de
Dios. Porque los calumniadores no se contentarían con esto, sino que pasarían adelante
arguyendo que no obstante, si Dios lo quisiera, podría impedir los pecados que había previsto;
mas como no lo ha hecho así, sino que ha creado al hombre para que viva de esta manera en el
mundo, y la divina providencia le ha colocado en tal condición, que necesariamente ha de hacer
cuanto hace, no se le debe imputar aquello que no puede evitar y que se ha sentido movido a
hacer por la voluntad de Dios. Veamos, pues, cómo se puede solucionar esta dificultad.
En primer lugar, es necesario que estemos todos bien convencidos de lo que dice
Salomón: “Todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo, y aun al impío para el día malo”
(Prov. 16,4). Como quiera, pues, que la ordenación de todas las cosas está en las manos de Dios,
y Él, según le agradare, puede dar vida o muerte, también ordena con su consejo que algunos
desde el seno materno sean destinados a una muerte eterna ciertísima, y que con su perdición
glorifiquen su nombre.
Si alguno para excusar a Dios dijere que Él con su providencia no les impone necesidad
alguna, sino más bien previendo cuán perversos habían de ser, los crea en esta condición, éste tal
diría algo, pero no todo. Es verdad que los doctores antiguos usaron a veces esta solución; pero
con dudas. En cambio los escolásticos se dan por satisfechos con ella, como si nada se le pudiese
reprochar.

No se puede oponer en Dios presciencia y voluntad. Por mi parte concedo gustoso que la
sola presciencia no causa necesidad alguna en las criaturas. Aunque no todos estén de acuerdo en
esto; pues hay algunos que la hacen causa de todas las cosas. Pero me parece que Lorenzo Valla,
hombre por otra parte no muy versado en la Escritura, ha considerado esto con mucha sutileza y
prudencia, al decir que esta disputa es inútil; y la razón que da es que la vida y la muerte son más
acciones y obras de la voluntad de Dios que de su presciencia. Si Dios solamente hubiera
previsto lo que había de acontecer a los hombres, y no lo ordenase según su gusto, entonces con
toda razón se plantearía la cuestión de saber qué necesidad pondría en los hombres la divina
presciencia; pero como quiera que Él no ve las cosas futuras en ninguna otra razón, sino porque
El ha determinado que así sean, es una locura rompernos la cabeza disputando acerca de lo que
causa y obra su presciencia, cuando es evidente, que todo se hace por ordenación y disposición
divina.

7. Dios ordena de antemano el fin y condición de todas sus criaturas.


Testimonio de san Agustín
Niegan nuestros adversarios que jamás se puedan hallar en la Escritura estas palabras:
que Dios ha determinado que Adán pereciese por su caída. Como si aquel Dios, del cual dice la
Escritura que hace todo cuanto quiere, fuese a crear la más excelente de sus criaturas sin
señalarle un fin.
Dicen que Adán fue creado con libre albedrío para que escogiese el modo de vivir que
prefiriese, y que Dios no había determinado cosa alguna acerca de él, sino tratarlo conforme a lo
que merecía por sus obras. Si se admite esta vana invención, ¿dónde queda aquella omnipotencia
de Dios, que de ninguna otra cosa depende y con la cual, conforme a su secreto consejo, modera
y gobierna todas las cosas? No obstante, la predestinación, mal que les pese, se ve en todos los
descendientes de Adán; pues naturalmente no pudo acontecer que todos por culpa de uno
cayesen del estado en que estaban. ¿Qué les impide confesar del primer hombre lo que contra su
voluntad conceden de todo el género humano? Porque, ¿a qué perder el tiempo andándose por las
ramas? La Escritura afirma bien claramente, que todos los hombres, en la persona de uno solo,
fueron condenados a muerte eterna. Y como esto no se puede imputar a la naturaleza, claramente
se ve que procede del admirable consejo de Dios. Es un gran absurdo, que a estos abogados, que
se meten a mantenedores de la justicia divina, les sirva de obstáculo un impedimento cualquiera,
aunque sea una paja, y que no tropiecen en vigas bien grandes para seguir adelante.
Pregunto asimismo, ¿de dónde viene que tantas naciones y tantas criaturas se hayan visto
enredadas en la muerte eterna por la caída de Adán - y sin remedio -, sino de que así le plugo a
Dios? Aquí es menester que estos charlatanes enmudezcan.
Confieso que este decreto de Dios debe llenarnos de espanto; sin embargo nadie podrá
negar que Dios ha sabido antes de crear al hombre, el fin que había de tener, y que lo supo
porque en su consejo así lo había ordenado. Si alguno se pronuncia contra la presciencia de Dios,
procedería temeraria e inconsideradamente. Porque, ¿a qué acusar al juez celestial de no haber
ignorado lo que había de suceder? Si hay queja alguna, justa o con apariencia de tal, formúlese
contra la predestinación.
Y no ha de parecer absurda mi afirmación de que Dios no solamente ha previsto la caída
del primer hombre y con ella la ruina de toda su posteridad, sino que así lo ordenó. Porque así
como pertenece a su sabiduría saber todo cuanto ha de suceder antes de que ocurra, así también
pertenece a su potencia regir y gobernar con su mano todas las-cosas.
San Agustín trata también esta cuestión y, como todas las demás, la resuelve muy
atinadamente diciendo: “Saludablemente confesamos lo que rectísimamente creemos, que Dios,
que es Señor de todas las cosas, y que todas las ha creado en gran manera buenas, y que ha
previsto que lo malo surgiría de lo bueno, y supo que a su omnipotente bondad le convenía más
convertir el mal en bien que no permitir que existiera el mal, ha ordenado de tal manera la vida
de los ángeles y de los hombres, que primero quiso mostrar las fuerzas del libre albedrío, y
después lo que podía el beneficio de su gracia y su justo juicio”.'

8. Tampoco se puede oponer en Dios voluntad y permisión


Algunos se acogen aquí a la distinción entre voluntad y permisión, diciendo que los
impíos se pierden porque así lo permite Dios, mas no porque Él lo quiera. Pero, ¿cómo diremos
que Él lo permite, sino porque así lo quiere? Pues no es verosímil que el hombre se haya buscado
su perdición por la sola permisión de Dios, y no por su ordenación. Como si Dios no hubiera
ordenado en qué condición y estado quería que estuviese la más excelente de todas sus criaturas.
No dudo, pues, un instante en confesar simplemente con san Agustín, que la voluntad de Dios es
la necesidad de todas las cosas, y que necesariamente ha de suceder lo que Él quiera, como
también indefectiblemente sucederá cuanto Él ha previsto.
Como la causa y la materia de la perdición del hombre residen en él mismo, su
condenación es justa. Así pues, si los pelagianos, maniqueos, anabaptistas, o epicúreos - pues
con estas cuatro sectas nos enfrentamos al tratar de esta materia - alegan como excusa la
necesidad con que se ven constreñidos por la predestinación de Dios, no dicen nada que dé
validez a su causa. Porque si la predestinación no es sino una dispensación de la justicia de Dios,
la cual no deja de ser irreprensible aunque sea oculta, así como es del todo cierto que ellos no
eran indignos de su predestinación a tal fin, también lo es que la ruina en que caen por la
predestinación de Dios es justa. Además, su perdición de tal manera depende de la
predestinación de Dios, que al mismo tiempo ha de haber en ellos causa y materia de ella. 1 Cayó
el primer hombre porque así lo había Dios ordenado; mas, por qué fue ordenado no lo sabemos.
Pero sabemos de cierto que Él lo ordenó así porque veía que con ello su Nombre sería
glorificado. Al oír hablar de gloria, pensemos a la vez en su justicia; porque es necesario que sea
justo lo que es digno de ser alabado. Cae, pues, el hombre, al ordenarlo así la providencia de
Dios; mas cae por su culpa.3 Poco antes había declarado el Señor, que todo cuanto había hecho
era “bueno en gran manera” (Gn. 1, 3 l). ¿De dónde, pues, le vino al hombre aquella maldad por
la que se apartó de su Dios? Para que no pensase que le venía de Su creación, el Señor con su
propio testimonio había aprobado cuanto había puesto en él. El hombre, pues, es quien por su
propia malicia corrompió la buena naturaleza que bahía recibido de Dios; y con su caída trajo la
ruina a toda su posteridad.
Por lo cual, contemplemos más bien en la naturaleza corrompida de los hombres la causa
de su condenación, que es del todo evidente, en vez de buscarla en la predestinación de Dios, en
la que está oculta y es del todo incomprensible. Y no llevemos a mal someter nuestro
entendimiento a la inmensa sabiduría de Dios, y que se le someta en muchos secretos. Porque en
las cosas no lícitas y que no es posible saber, la ignorancia es sabiduría, y el deseo de saberlas,
una especie de locura.

9. Puede que alguno diga que aún no he aducido una razón capaz derefrenar aquella blasfema
excusa.
Confieso que esto es imposible, porque la impiedad siempre murmurará. Sin embargo me
parece que he dicho lo suficiente para quitar al hombre no sólo toda razón, sino hasta el pretexto
de murmurar.
Los réprobos desean una excusa a su pecado, diciendo que no pueden evitar pecar por
necesidad; principalmente cuando esta necesidad les viene impuesta por ordenación divina. Yo,
por el contrario, les niego que esto sea suficiente para excusarlos, puesto que esta ordenación de
Dios de la que se quejan es justa. Y aunque su justicia y equidad nos sea desconocida, sin
embargo es bien cierta. De lo cual concluimos que no sufren castigo alguno que no les sea
impuesto por el justo juicio de Dios.
Enseñamos también que obran muy mal al querer poner sus ojos en los secretos
inescrutables del consejo divino, para inquirir y saber el origen de su condenación, disimulando y
no haciendo caso de la corrupción de su naturaleza, de la cual realmente procede. Y que esta
corrupción no se debe imputar a Dios se ve claramente, porque Él mismo dio buen testimonio de
su creación. Porque aunque por la providencia eterna de Dios, el hombre haya sido creado para
caer en la miseria en que está, sin embargo éste tomó la materia de sí mismo, y no de Dios; pues
la razón de que se haya perdido no es otra sino haber degenerado de la pura naturaleza en la que
Dios lo creó, a la perversidad y maldad.

10. Tercera objeción: Al elegir a unos, Dios hace acepción de personas,


Los enemigos de Dios disponen aún de otro absurdo, el tercero, con el que infaman su
predestinación. Porque como nosotros, al referirnos a aquellos que el Señor ha apartado de la
general condición de los hombres para hacerlos herederos de su reino, no señalamos otra causa
que su benevolencia; de aquí deducen que hay acepción de personas en Dios, lo cual niega la
Escritura a cada paso; y así dicen que una de dos: o la Escritura se contradice, o que Dios tiene
en cuenta los méritos en su elección.

La acepción de personas según la Escritura. En cuanto a lo primero, que la Escritura


afirma que Dios no es aceptador de personas, ha de entenderse en otro sentido del que ellos lo
hacen; porque con esta palabra de “personas”, no entiende al hombre, sino las cosas que se
muestran a los ojos del hombre, y que suelen ganar favor, gracia y dignidad, o bien odio,
menosprecio y afrentas; como son las riquezas, la abundancia, la potencia, nobleza, poder, patria,
hermosura y otras semejantes; o, por el contrario, pobreza, necesidad, humilde linaje, no tener
crédito, ni honra, etc. En este sentido san Pedro y san Pablo niegan que Dios sea aceptador de
personas (Hch. 10, 34; Rom. 2, 10; Gál. 3,28), porque no hace diferencia entre el judío y el
griego, para aceptar a uno y rechazar al otro solamente a causa de la nacionalidad. Santiago usa
también las mismas palabras, cuando dice que Dios, en su juicio no tiene en cuenta las riquezas
(Sant.2,5). San Pablo en otro lugar afirma que cuando juzga no hace diferencia alguna entre amo
y criado. Por tanto, no habrá contradicción alguna, si decimos que Dios, según el decreto de su
benevolencia elige como hijos a aquellos a quienes le place; y esto sin mérito alguno de ellos,
reprobando y rechazando a los demás.
No hay acepción alguna de personas en la elección.
Sin embargo, para satisfacerles más perfectamente se puede exponer esto como sigue:
Preguntan cómo se explica que de dos, entre los cuales no hay diferencia alguna en cuanto a los
méritos, Dios en su elección deje pasar a uno y escoja a otro. Por mi parte, les pregunto también,
si creen que hay algo en el que es elegido por Dios, a lo que Él se aficione y por ello le elija.
Si confiesan, como deben hacerlo, que no hay cosa alguna, se seguirá que Dios no tiene
en cuenta al hombre, sino que toma de Su misma bondad la materia para hacerle beneficios. Así
que bien elija a uno, bien rechace al otro, ello no se hace por consideración al hombre, sino por
Su sola misericordia, la cual debe ser libre de manifestarse y ejercerse siempre y donde le
pluguiere. Porque ya hemos visto que Dios al principio no ha ele ido a muchos nobles, sabios y
poderosos; y esto lo ha hecho para abatir la soberbia de la carne; tan lejos está que su favor se
haya apoyado en apariencia de ninguna clase.

11. Al elegir a unos despliega su misericordia; al castigar a los otros, su justicia


Por tanto, erróneamente acusan algunos a Dios de no obrar con justicia porque en su
predestinación no usa una misma medida con todos. Si a todos, dicen, los ve culpables, castigue
a todos por igual; y si los halla sin culpa, que no castigue a ninguno.
Ciertamente se conducen con Dios como si le estuviese prohibido usar de misericordia, o
como si al querer usar de ella se viese obligado a no hacer en absoluto justicia. ¿Qué es lo que
exigen? Que si todos son culpables, todos sean igualmente castigados. Nosotros admitimos que
la culpa es general; sin embargo, sostenemos que la misericordia de Dios socorre a algunos. Que
socorra, dicen ellos, a todos. Pero les replicamos que también es razonable que se muestre como
justo juez castigando. Al no poder ellos sufrir esto, ¿qué otra cosa pretenden, sino despojar a
Dios del poder y facultad que tiene de ejercer la misericordia, o permitírselo, pero a condición de
que se desentienda por completo de hacer justicia?
Testimonio de san Agustín.
Por eso vienen muy a propósito las siguientes sentencias de san Agustín: “Siendo así”, dice, “que
toda la masa del linaje humano ha caído en la condenación en el primer hombre, los hombres
tomados para ser vasos de honra no son vasos por su propia justicia, sino por la misericordia de
Dios. Y que otros sean vasos de afrenta, no se debe imputar a iniquidad, pues no la hay en Dios,
sino a su juicio”. Y: “Que Dios dé a aquellos que ha reprobado el castigo que merecen, y a los
que ha elegido la gracia que no merecen, se puede mostrar que es justo e irreprensible por el
ejemplo de un acreedor, al cual le es lícito perdonar la deuda a uno y exigirla al otro.' Así que el
Señor puede muy bien dar su gracia a los que quiera, porque es misericordioso; y no darla a
todos, porque es justo juez. En dar a- unos la gracia que no merecen, muestra su gracia gratuita;
y al no darla a todos, muestra lo que todos merecen. 2 Porque cuando dice el Apóstol que Dios
“sujetó a todos a desobediencia para tener misericordia de todos”, ha de añadirse a la vez, que a
ninguno es deudor; porque ninguno le dio primero, para después exigirle lo prestado (Rom.
11,32.35).

12. Cuarta objeción: La predestinación favorece la despreocupación y, la disolución


Se sirven también los enemigos de la verdad de otra calumnia para echar por tierra la
predestinación. Afirman que si prevalece esta doctrina estaría de más toda solicitud y
preocupación por vivir bien. Porque, ¿quién es el que al oír que su vida y su muerte están ya
determinadas por el eterno e inmutable consejo de Dios, no le viene en seguida al pensamiento
que poco importa que viva bien o mal, puesto que la predestinación de Dios no se puede evitar ni
anticipar con lo que uno haga? Y así nadie se preocupará de sí mismo y cada cual hará lo que le
pareciere dando rienda suelta a los vicios.
Es verdad que lo que dicen no es del todo falso; porque son muchos los puercos que con
estas horribles blasfemias encenagan la predestinación de Dios y con este pretexto se burlan de
todas las amonestaciones y reprensiones. Dios, dicen ellos, sabe muy bien lo que una vez ha
determinado hacer de nosotros; si ha determinado salvarnos, cuando llegue la hora nos salvará; y
si ha decidido condenarnos, es inútil atormentarse en vano para salvarse.
Pero la Escritura, al mandarnos con cuánta reverencia y temor debemos meditar en este
gran misterio, instruye a los hijos de Dios en un sentido muy diferente y condena el maldito
descomedimiento de tales gentes. Porque la Escritura no nos habla de la predestinación para que
nos permitamos demasiado atrevimiento, ni para que presumamos con nuestra nefanda temeridad
de escudriñar los inaccesibles decretos de Dios; sino más bien para que con toda humildad y
modestia aprendamos a temer su juicio y a ensalzar su misericordia. Por tanto, todos los fieles
han de apuntar a este blanco.

El fin de nuestra elección es vivir santamente. San Pablo trata convenientemente de los
sordos gruñidos de aquellos puercos. Dicen que no les importa vivir disolutamente, porque si son
del número de los elegidos sus pecados no serán obstáculo para que al fin se salven. Sin embargo
san Pablo nos enseña lo contrario cuando dice que Dios nos ha escogido para que llevemos una
vida santa e irreprensible delante de Él (Ef. 1,4).
Si el fin y la meta de la elección es la santidad de vida, ella debe más bien despertarnos y
estimularnos a emplearnos alegremente en la santidad, que no a buscar pretextos con que
encubrir nuestra pereza y descuido. Porque es muy grande la diferencia entre estas dos cosas:
dejar de obrar bien y no preocuparse de ello porque la elección basta para salvarnos, y que el
hombre es elegido para que se ejercite en obrar bien. No tengamos, pues, nada que ver con tales
blasfemias, que trastornan de arriba abajo el orden de la elección.
En cuanto a la otra afirmación, que el hombre reprobado por Dios perdería el tiempo y no
conseguiría nada si procurase agradarle con la inocencia y promesa de vida, en esto se les
convence de que hablan desvergonzadamente. Pues, ¿de dónde les podría venir este deseo, sino
de la elección? Porque todos aquellos que son del número de los réprobos, siendo como son
vasos hechos para afrenta, no dejan de provocar contra sí mismos la ira de Dios con sus
perpetuas abominaciones, ni cesan de confirmar con manifiestas señales que el juicio de Dios
está ya pronunciado contra ellos; ¡tan lejos están de resistirle en vano!

13. Por tanto, la predicación y las exhortaciones son absolutamente necesarias


Otros, maliciosa y descaradamente calumnian esta doctrina, como si ella echase por tierra
todas las exhortaciones a bien vivir. Ya san Agustín fue acusado por ello en su tiempo; acusación
de la que él se justifica muy bien en el libro titulado De la Corrección y de la Gracia, que
escribió a Valentino. Su lectura tranquilizará y aquietará fácilmente a todos los espíritus dóciles
y piadosos. De él aduciré algunas cosas apropiadas a este lugar.
Ya hemos oído cuán preclaro y excelso pregonero de la gracia de Dios ha sido san Pablo;
¿es que, entonces, se ha enfriado por esto en sus amonestaciones y exhortaciones? Coteje esta
buena gente el celo y la vehemencia de san Pablo con el suyo; ciertamente, el de ellos no
parecerá en comparación del increíble ardor de san Pablo más que un puro hielo. En verdad este
principio suprime todo escrúpulo: “No somos llamados a inmundicia, sino para que cada Lino
posea su vaso en honra- (1Tes. 4,7); y: “...hechura suya creados en Cristo Jesús para buenas
obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” (Ef. 2, 10). En
suma, todos los que están medianamente versados en la Escritura entenderán sin más amplia
demostración cuán bien y propiamente concuerda el Apóstol lo que éstos fingen que se
contradice entre sí. Manda Jesucristo que creamos en Él; sin embargo, cuando Él mismo dice que
ninguno puede ir a Él, sino solamente aquellos a quienes su Padre se lo hubiere concedido (Jn.
6,44. 65), ni se contradice a sí mismo, ni dice nada que no sea gran verdad.
Siga, pues, su curso la predicación; atraiga a los hombres a la fe y hágales mantenerse
perseverantes y aprovechar; pero a la vez no se impida la recta inteligencia de la predestinación,
para que los que obedecen no se ensoberbezcan como si tuviesen esto por sí mismo; antes bien,
se gloríen en el Señor. No sin causa manda Cristo que “el que tenga oídos para oír oiga” (Mt.
13,9). Por eso cuando nosotros exhortamos y predicamos, los que tienen oídos obedecen de muy
buena gana; mas en los que no lo tienen, se cumple lo que está escrito: Para que oyendo no oigan
(Is.6,9).
“Mas, ¿por qué los unos”, dice san Agustín, “los tienen, y los otros no? ¿Quién es el que
ha conocido el consejo del Señor? ¿Se debe, por ventura, negar lo que es claro y manifiesto,
porque no se puede comprender lo que está oculto?-.'

Testimonios de san Agustín. Todo esto lo he tomado fielmente de san Agustín. Mas como
puede que sus palabras tengan más autoridad que las mías, seguiré citando de él lo que sea
oportuno.
“Si algunos”, dice él, “después de oír esto se entregan a la negligencia y abandonando el
esfuerzo se van en pos de sus apetitos y deseos, ¿debemos nosotros por esta causa pensar que es
falso lo que se ha dicho de la presciencia de Dios? ¿Es que no ha de suceder que sean buenos
aquellos que Dios ha previsto que lo sean, por muy grande que sea la maldad en que al presente
se hallen encenagados; y que si Él ha previsto que sean malos realmente lo sean, por más santos
que ahora parezcan? ¿Será preciso por esto negar o callar lo que con toda verdad se dice de la
presciencia de Dios; principalmente cuando callando se cae en otros errores?-' Y:”Una cosa es
callar la verdad, y otra tener necesidad de decir la verdad. Sería muy largo buscar todas las
causas que hay para callar la verdad; pero entre otras hay una, y es no hacer peores a los que no
entienden, por querer hacer más doctos a los que entienden, los cuales por decir nosotros
semejantes cosas, no serían más doctos, ni tampoco peores. Suponiendo, pues, que decir la
verdad produzca el efecto de que al decirla nosotros, el que no la entiende se haga peor, y que si
la callamos, el que la pueda entender corra algún peligro, ¿qué nos parece deberíamos hacer en
tal caso? ¿Es que no deberíamos decir la verdad, para que los que la puedan entender la
entiendan, y no callar, de manera que ambos queden ignorantes, y que aun el más entendido se
haga peor, cuando de oírla él y entenderla, otros muchos la aprenderían por medio de él?
Nosotros no rehusamos decir lo que la Escritura afirma que es lícito oír. Tememos que al hablar
nosotros se escandalice y ofenda el que no la puede entender; y no tememos, que por callar, se
engañe el que la puede entender.”
Después aún más claramente confirma esto mismo, terminando con esta breve
conclusión: “Por tanto, si los apóstoles y los Doctores de la Iglesia que les siguieron hicieron lo
uno y lo otro: tratar piadosamente de la eterna elección de los fieles y mantenerlos en un orden
santo de bien vivir, ¿cuál es la causa de que estos nuevos Doctores, forzados y convencidos por
la invencible potencia de la verdad, dicen que no se debe predicar al pueblo la predestinación,
aunque lo que de ello se diga sea verdad? Más bien, pase lo que pase, se debe predicar, para que
el que tiene oídos para oír oiga. ¿Y quién los tiene, si no los ha recibido de Aquel que promete
darlos? Así pues, el que no ha recibido tal don, que rechace la buena doctrina, con tal que el que
lo ha recibido tome y beba, beba y viva. Porque siendo necesario predicar las buenas obras para
que Dios sea servido como conviene, también se debe predicar la predestinación, para que el que
tiene oídos se gloríe de la gracia de Dios en Dios, y no en sí mismo”.”
14. Prudencia y caridad son necesarias en la enseñanza de la predestinación
Sin embargo, como este santo Doctor tenía un singular celo y deseo de edificar las almas,
tiene cuidado de moderar la manera de enseñar la verdad de tal forma, que se guarda con gran
prudencia en cuanto es posible de escandalizar a nadie; pues advierte que la verdad se puede
decir también con gran provecho.
Si alguno hablase de esta manera al pueblo: Si no creéis es porque Dios os ha
predestinado ya para condenaros; éste no sólo alimentaría la negligencia, sino también la malicia.
Y si alguno fuese más allá y dijese a sus oyentes que ni en el futuro habían de creer por estar ya
reprobados, esto sería maldecir en vez de enseñar. Esta clase de gente, san Agustín quiere, toda
razón, que no tenga nada que ver con la Iglesia, puesto que carecen del don de enseñar y
atemorizan a las personas sencillas e ignorantes. Pero en otro lugar 3 dice que “el hombre
aprovecha la corrección cuando Aquel que hace aprovechar aun sin corrección, se compadece y
le ayuda; pero, ¿por qué El ayuda a uno o a otro? No digamos que el juicio es del barro, y no del
alfarero.
Poco después: “Cuando los hombres por medio de la corrección vuelven al camino de la
justicia, ¿quién es el que obra en sus corazones la salvación, sino Aquel que da el crecimiento,
sea uno u otro el que plante y el que riega? (1Cor. 3,6). Cuando a Dios le place salvar a un
hombre, no hay libre albedrío de hombre que lo impida y resista”. “Por tanto no hay lugar a
dudas, sino que debe tenerse por absolutamente cierto, que las voluntades de los hombres no
pueden resistir a la voluntad de Dios, el cual hace en el cielo y en la tierra todo cuanto quiere, e
incluso ha hecho lo que ha de suceder, puesto que con las mismas voluntades de los hombres
hace todo cuanto quiere” 4. Y también: “Cuando Él quiere atraer a los hombres, ¿Los ata quizás
con ligaduras corporales? Obra interiormente; interiormente retiene los corazones; interiormente
mueve los corazones, y atrae a los hombres con la voluntad que ha formado en ellos”.
Sobre todo no se puede omitir en manera alguna lo que luego añade; a saber, que como
nosotros no sabemos quiénes son los que pertenecen o dejan de pertenecer al número y compañía
de los predestinados, debemos tener tal afecto, que deseemos que todos se salven; y así,
procuraremos hacer a todos aquellos que encontráremos partícipes de nuestra paz.
Subrayemos esta conclusión, que responde al reproche formulado con frecuencia de que
la doctrina de la elección sería un obstáculo al fervor de la evangelización.
Por lo demás, nuestra paz no reposará más que en los que son hijos de paz.
En conclusión: nuestro deber es usar, en cuanto nos fuere posible, de una corrección
saludable y severa, a modo de medicina; y esto para con todos, a fin de que no se pierdan y no
pierdan a los otros; mas a Dios le corresponde hacer que nuestra corrección aproveche a aquellos
que Él ha predestinado.

***

CAPITULO XXIV

LA ELECCION SE CONFIRMA CON EL LLAMAMIENTO


DE DIOS; POR EL CONTRARIO, LOS RÉPROBOS
ATRAEN SOBRE ELLOS
LA JUSTA PERDICION A LA QUE ESTÁN DESTINADOS
1. El llamamiento eficaz de los elegidos se debe a su elección misericordiosa
Mas, para que se entienda esto mejor, será conveniente tratar aquí tanto del llamamiento
de los elegidos, como de la obcecación y endurecimiento de los impíos.
En cuanto a la primera parte, ya he dicho algo cuando refuté el error de aquellos que al socaire de
la generalidad de las promesas querían igualar a todo el género humano. Pero Dios se atiene a su
orden, declarando finalmente por su llamamiento la gracia que de otra manera permanecía
escondida en Él, a la cual se puede llamar por esta razón su testificación. “Porque a los que antes
conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”. -Y a
los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que
justificó, a éstos también glorificó” (Rom. 8,29-30).
El Señor, al elegir a los suyos, los ha adoptado por hijos; sin embargo, vemos que no
entran en posesión de tan grande bien sino cuando los llama; por otra parte, vemos también que,
una vez llamados, comienzan a gozar del beneficio de su elección. Por esta causa el apóstol san
Pablo llama, al Espíritu que los elegidos de Dios reciben,”espíritu de adopción” (Rom. 8,15-16),
y sello y arras de nuestra herencia (Ef. 1, 13-14; 2Cor. 1,22; y otros pasajes); porque Él confirma
y sella en su corazón, con Su testimonio, la certeza de esta adopción. Pues aunque la predicación
del Evangelio mane y proceda de la fuente de la elección, como quiera que aquella es común
incluso a los réprobos, no les serviría por sí sola de prueba suficiente de la misma. Pero Dios
enseña eficazmente a los elegidos para atraerlos a la fe, según lo dice Cristo en las palabras que
ya hemos alegado: Nadie ha visto al Padre, sino aquel que vino de Dios (Jn. 6,46); siendo así que
en otro lugar dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere- (Jn.6,44);
palabras que san Agustín considera muy prudentemente como sigue: “Si, como dice la Verdad,
todo aquel que ha aprendido, vino; cualquiera que no ha venido, ciertamente no ha aprendido. No
se sigue, pues, que el que puede venir venga de hecho, si él no lo quisiere y lo hiciere; en
cambio, cualquiera que hubiere sido enseñado por el Padre, no solamente puede venir, sino que
viene de hecho. Porque éste ya está adelantado para poder, está aficionado para querer, y tiene el
deseo de hacer”.
Y en otro lugar lo dice aún más claramente: “¿Qué quiere decir: Todo aquel que hubiere
oído a mi Padre y hubiere aprendido de Él viene a mí, sino que no hay nadie que oiga a mi Padre
y aprenda de Él, que no venga a mí? Porque si cualquiera que ha oído a mi Padre y ha aprendido
de Él viene, sin duda todo el que no viene, ni ha oído al Padre, ni ha aprendido de Él; porque si
hubiera oído y aprendido vendría. Muy lejos está de los sentidos de la carne esta escuela, en la
cual el Padre enseña y es oído, para que los creyentes vengan al Hijo. 2 Y poco después dice:
“Esta gracia que secretamente se da al corazón de los hombres no es recibida por ningún corazón
duro; pues la causa por la que se da es para que, ante todo, se quite del corazón esta dureza. Así
que cuando el Padre es interiormente oído, quita el corazón de piedra, y da uno de carne. He aquí
cómo hace Él con los hijos de la promesa y los vasos de misericordia, que ha preparado para
gloria. ¿Cuál es, pues, la causa de que no enseñe a todos para que vayan a Cristo, sino que a
todos los que enseña les enseña por misericordia, y a todos los que no enseña, no les enseña por
juicio? Pues de quien quiere tiene misericordia, y a quien quiere endurece Así que Dios señala
por hijos suyos y establece ser Padre para ellos, a aquellos que Él ha elegido. Mas al llamarlos
los introduce en su familia y se une a ellos para que sean una misma cosa. Y así, cuando la
Escritura junta el llamamiento con la elección, muestra bien claramente de este modo que en él
no se debe buscar ninguna otra cosa sino la gratuita misericordia de Dios. Porque si preguntamos
quiénes son aquellos a quienes llama y la razón por la que los llama, Él responde que aquellos a
quienes Él ha elegido. Mas cuando se llega a la elección, entonces la sola misericordia
resplandece por todas partes. Y ciertamente aquí se verifica lo que dice san Pablo: “No depende
del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Rom.9,16). Y no se debe
entender esto - como comúnmente se entiende -, estableciendo una división entre la gracia de
Dios y la voluntad del hombre; porque ellos explican que el deseo y el esfuerzo del hombre no
sirven de nada por sí mismos si la gracia de Dios no los bendice y hace prosperar; pero además
añaden que cuando Dios los bendice y ayuda, ambos hacen también su parte en la obra de
adquirir y alcanzar la salvación. Esta sutileza prefiero refutarla con palabras del misi-no san
Agustín en vez de las mías propias. “Si el Apóstol”, dice él, “no quiso decir otra cosa sino que no
estaba solamente en la facultad del que quiere y del que corre, sino que es el Señor quien ayuda
con su misericordia, nosotros podríamos retorcer el argumento y decir que no pertenece sólo a la
misericordia, si no es ayudada por la voluntad y el concurso del hombre. Y si esto es
evidentemente impío, no dudemos de que el Apóstol atribuye todo a la misericordia del Señor,
sin atribuir cosa alguna a nuestra voluntad y deseo.”' Tales son las palabras del santo varón.
No me preocupa en absoluto la sutileza de que se sirven al decir que san Pablo no
hablaría de esta manera si no hubiera algún esfuerzo y voluntad en nosotros. Porque él no tuvo
en cuenta lo que hay en el hombre, sino que viendo que algunos atribuían una parte de su
salvación a su industria, simplemente condena en el primer miembro el error de los mismos, y
luego aplica e imputa totalmente la salvación a la misericordia de Dios. ¿Y qué otra cosa hacen
los profetas, sino predicar de continuo el gratuito llamamiento de Dios?

2. En el llamamiento eficaz, la iluminación del Espíritu Santo está unida a la predicación de la


Palabra
Además, la misma naturaleza y economía del llamamiento muestra esto mismo bien
claramente; pues éste no consiste solamente en la predicación de la Palabra, sino también en la
iluminación del Espíritu Santo. Por el Profeta se nos da a entender quiénes son aquellos a
quienes Dios ofrece su Palabra: “Fui hallado por los que no me buscaban. Dije a gente que no
invocaba mi nombre: Heme aquí- (1s. 65, l). Y para que los judíos no pensasen que tal gracia se
refería solamente a los gentiles, el Señor les trae también a la memoria de dónde ha sacado Él a
su padre Abraham, cuando quiso recibirlo en su gracia y favor; a saber, de en medio de la
idolatría en la cual estaba abismado con toda su familia (Jos. 24,2-3).
Cuando Dios se muestra con la luz de su Palabra a aquellos que no lo merecían, con ello
da una evidente señal de su gratuita bondad. En esto, pues, brilla ya su inmensa bondad; pero no
como salvación para todos; pues a los réprobos les está preparando un juicio mucho más grave
por haber rechazado el testimonio del amor de Dios. Y ciertamente Dios les quita la eficacia y
virtud de su Espíritu, para hacer resplandecer su gloria. De aquí, pues, se sigue que este interno
llamamiento es una prenda de salvación que no puede fallar.
A esto mismo se refiere lo que dice san Juan: “En esto sabemos que él permanece en
nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Jn.3,24). Y para que la carne no se gloríe de haber
respondido al llamamiento de Dios, que espontáneamente se le ofrecía y convidaba, afirma que
nosotros no tenemos más oídos para oír, ni ojos para ver, que los que Él nos diere; y que no los
da conforme a lo que cada uno merece, sino conforme a su elección. De esto tenemos un ejemplo
admirable en san Lucas cuando dice que los judíos y los gentiles oyeron juntamente el sermón
que Pablo y Bernabé predicaron; y a pesar de que todos a la vez oyeron el sermón y fueron
instruidos en la misma doctrina, no obstante san Lucas refiere que “creyeron todos los que
estaban ordenados para vida eterna- (Heli. 13,48). ¿Cómo, pues, nos atreveremos a negar que el
llamamiento es gratuito, cuando en él resplandece por todas partes únicamente la elección?

3. La elección no depende de la voluntad ni de la fe del hombre


Es preciso que en esta materia nos guardemos bien de caer en dos errores.
Hay algunos que ponen al hombre como compañero de Dios en la obra de la salvación,
para ratificar con su ayuda la elección divina. Con ello constituyen la voluntad del hombre
superior al consejo de Dios. Como si la Escritura nos enseñase que solamente se nos concede
poder creer, y no que la fe misma es un don de Dios.
Otros hay que, aunque no rebajan tanto como los anteriores la gracia del Espíritu Santo,
sin embargo, movidos por no sé qué razón, hacen depender la elección de la fe, como si fuese
dudosa e incluso del todo ineficaz mientras no es confirmada por la fe.
Ciertamente no hay duda de que al creer se confirma en cuanto a nosotros, y ya hemos
visto que el consejo de Dios que antes permanecía oculto para nosotros, se nos manifiesta;
aunque no entendamos por esto sino que la adopción de Dios, la cual antes no entendíamos ni
conocíamos, se confirma en nosotros y es como impresa con un sello. Pero es falsa su opinión de
que la elección sólo comienza a ser eficaz cuando hemos abrazado el Evangelio, y que de aquí
toma toda su fuerza y vigor. Es verdad que por lo que a nosotros se refiere, según lo he dicho,
recibimos del Evangelio la certeza de la misma; porque si intentáramos penetrar en el eterno
decreto y la ordenación de Dios, nos tragaría aquel profundo abismo. Mas después que Dios nos
ha manifestado y dado a entender que somos de sus elegidos, es necesario que subamos más alto,
para que el efecto no sofoque su causa. Porque, ¿qué hay más absurdo e irrazonable que, cuando
la Escritura nos enseña y afirma que Dios nos ha iluminado en cuanto que nos ha elegido, esta
claridad ciegue de tal manera nuestros ojos que rehusemos ponerlos en nuestra elección?
Sin embargo, yo no niego que para estar ciertos de nuestra salvación sea necesario
comenzar por la Palabra, y que nuestra confianza debe descansar sobre ella para que invoquemos
a Dios como a Padre. Porque van muy fuera de camino los que quieren volar sobre las nubes
para darnos certeza del consejo de Dios, que Él ha puesto cerca de nosotros; a saber, en nuestra
boca y nuestro corazón (Dt. 30,14). Debemos, pues, refrenar esta temeridad con la sobriedad de
la fe, para que Dios nos sea testigo suficiente de su oculta gracia, que nos revela en su Palabra;
con tal que este canal por el que corre el agua en gran abundancia para que bebamos de ella, no
impida que la verdadera fuente tenga el honor que le es debido.

4. La certeza de nuestra elección nos es suficientemente atestiguada por la Palabra


Por tanto, como proceden muy mal quienes enseñan que la virtud y eficacia de la elección
depende de la fe en el Evangelio por la cual sentimos que ella nos pertenece, nosotros
guardaremos el orden debido si, al procurar la certidumbre de nuestra salvación, nos asimos a las
señales que de ello se siguen como a unos testimonios ciertos de la misma.
Con ningún género de tentaciones acomete más grave y peligrosamente Satanás a los
fieles, que cuando inquietándolos con la duda de su elección los induce a la vez, con un
desatinado deseo, a buscarla fuera de camino. Y la buscan fuera de camino, cuando se esfuerzan
por penetrar en los incomprensibles secretos de la sabiduría divina, y cuando, a fin de
comprender lo que está establecido sobre ellos en el juicio de Dios, se esfuerzan en penetrar
hasta la misma eternidad. Porque entonces se arrojan de cabeza a un piélago insondable donde se
ahogarán; entonces se enredan en una infinidad de lazos de los que no podrán desatarse; entonces
se hundirán en un abismo de oscuridad. Pues es justo que el desvarío del ingenio del hombre sea
castigado con una ruina horrible y una total destrucción, cuando espontáneamente y por su
propia voluntad procura levantarse tan alto, que pueda incluso llegar a la sabiduría divina. Y esta
tentación es tanto más nociva cuanto que a ella más que a ninguna otra estamos casi todos muy
inclinados. Porque hay muy pocos, por no decir ninguno, que no experimente alguna vez esta
tentación: ¿De dónde te viene la salvación, sino de la elección? ¿Y quién te ha revelado que eres
elegido? Si esta tentación ataca alguna vez al hombre, lo atormenta en gran manera, o lo deja del
todo aterrado y abatido. Ciertamente no podría desear mejor argumento que esta experiencia,
para probar y demostrar cuán perversamente se imagina la predestinación esta clase de gente.
Porque el entendimiento humano no puede verse infectado con un error más pestilente que
perder la tranquilidad, la paz y el reposo que debería tener en Dios, cuando la conciencia se ve
alterada y turbada de esta manera.
Por tanto, si tememos naufragar, guardémonos con gran cuidado y solicitud de dar contra
esta roca, contra la que no se puede chocar sin que se siga la total ruina y destrucción. Y aunque
esta disputa de la predestinación sea temida como un mar peligrosísimo, sin embargo, navegar
por él y tratar de ella es bien seguro y, me atrevo a decir, deleitable; a no ser que uno a propósito
quiera meterse en el peligro. Porque así como aquellos que, para estar ciertos de su elección,
penetran en el secreto consejo de Dios sin su Palabra, dan consigo en un abismo del que no
podrán salir; del mismo modo, por el contrario, los que la buscan como se debe y conforme al
orden que la Palabra de Dios nos muestra, sacan de ello muy grande consolación.
Sigamos, pues, este camino para buscarla; comencemos por la voluntad de Dios, y
terminemos por la misma. Mas esto no impide que los fieles sientan que los beneficios que cada
día reciben de la mano de Dios proceden y descienden de aquella oculta adopción, como ellos
mismos lo dicen por el profeta Isaías: “Has hecho maravillas; tus consejos antiguos son verdad y
firmeza” (Is. 25, l); ya que el Señor quiere que ella nos sirva de testimonio para hacernos
entender todo aquello que nos es lícito saber sobre su consejo.

Testimonio de san Bernardo. Ya fin de que este testimonio no parezca débil y de poca
importancia, consideremos cuán grande claridad y certidumbre trae consigo. A este respecto san
Bernardo se expresa muy a propósito. Después de haber hablado de los réprobos, dice estas
palabras: “El propósito de Dios permanece firme, la sentencia de paz está asegurada sobre los
que le temen, disimulando sus males y remunerando sus bienes, para que de una extraña manera,
no solamente sus bienes, sino aun sus males se conviertan en bien. ¿Quién acusará a los elegidos
de Dios? A mí me basta solamente para poseer la justicia tener propicio y favorable a Aquel
contra quien pequé. Todo cuanto Él ha determinado no imputarme es como si nunca hubiera
existido”.' Y poco después: Oh lugar de verdadero reposo, al cual no sin razón podría llamar
cámara en la que Dios es visto, no como turbado por la ira o angustiado por la preocupación, sino
en la que se conoce que su benevolencia es buena, agradable y perfecta. Esta visión no espanta ni
asombra, sino que sosiega y halaga; no suscita curiosidad alguna llena de inquietud, sino que la
apacigua; no turba los sentidos, sino que los aquieta. He aquí donde de veras se consigue reposo:
que Dios estando apaciguado nos tranquiliza, porque nuestro reposo es verlo y tenerlo apacible. 2

5. El fundamento, la realidad y la certeza de nuestro llamamiento y de nuestra elección está en


Cristo solo
Primeramente, si deseamos tener de nuestra parte la clemencia paternal de Dios y su
benevolencia, debemos poner nuestros ojos en Cristo, en quien únicamente el Padre tiene su
complacencia (Mt. 3,17). Asimismo, si buscamos la salvación, la vida y la inmortalidad, no
debemos ir a nadie más que a Él, puesto que Él solo es la fuente de la vida, el áncora de la
salvación y el heredero del reino de los cielos. ¿De qué nos sirve la elección, sino para que,
siendo adoptados por el Padre celestial como hijos, alcancemos con su favor y gracia la salvación
y la inmortalidad? Revolved y escudriñad cuanto quisiereis; no conseguiréis probar que el blanco
y fin de nuestra elección vaya más allá.
Por tanto, a los que Dios ha tomado como hijos suyos no se dice que Él los ha elegido en
ellos mismos, sino en Cristo (Ef. 1,4); pues no podía amarlos, ni honrarlos con la herencia de su
reino, sino haciéndolos partícipes de Él. Ahora bien, si somos elegidos en Él, no hallaremos la
certeza de nuestra elección en nosotros mismos; ni siquiera en Dios Padre, si lo imaginamos sin
su Hijo. Por eso Cristo es para nosotros a modo de espejo en quien debemos contemplar nuestra
elección, y en el que la contemplaremos sin llamarnos a engaño. Porque siendo Él Aquel a cuyo
cuerpo el Padre ha determinado incorporar a quienes desde la eternidad ha querido que sean
suyos, de forma que tenga como hijos a todos cuantos reconoce como miembros del mismo,
tenemos un testimonio lo bastante firme y evidente de que estamos inscritos en el libro de la
vida, si comunicamos con Cristo.
Ahora bien, Él se nos ha comunicado suficientemente, cuando por la predicación del
Evangelio nos ha testimoniado que es Él a quien el Padre nos ha dado, a fin de que Él con todo
cuanto tiene sea nuestro. Se dice que nos revestimos de El al unirnos con Él para vivir, porque Él
es el que vive. Esta sentencia se repite muchas veces: que el Padre “no escatimó ni a su propio
Hijo” (Rom. 8,32), “para que todo aquel que en él cree, no se pierda” (Jn. 3,16). Y también se
dice que el que en El cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn. 5,24). En este sentido se llama a
sí mismo pan de vida, del cual el que lo comiere no morirá jamás (Jn. 6,35.38). Y afirmo también
que Él es quien ha testificado que a todos los que lo hubieren recibido por la fe, el Padre los
tendrá por hijos. Si deseamos algo más que ser tenidos por hijos y herederos de Dios, será
necesario que subamos más alto que Cristo. Si tal es nuestra meta y no podemos pasar más
adelante, ¡cuán descaminados andamos al buscar fuera de El lo que ya hemos conseguido en Él,
y sólo en Él se puede hallar! Además, siendo Él la sabiduría inmutable del Padre, su firme
consejo, no hay por qué temer que lo que Él nos dice en su Palabra disienta lo más mínimo de
aquella voluntad de su Padre que buscamos; antes bien, Él nos la manifiesta fielmente, cual ha
sido desde el principio y como siempre ha de ser.
La práctica de esta doctrina debe tener también fuerza y vigor en nuestras oraciones.
Porque aunque la fe de nuestra elección nos anima a invocar a Dios, sin embargo, cuando
hacemos nuestras súplicas y peticiones estaría muy fuera de propósito ponerla delante de Dios y
hacer como un pacto con Él, diciendo: Señor, si soy elegido, óyeme; siendo así que Él quiere que
nos demos por satisfechos con sus promesas, sin buscar en ninguna otra cosa si nos será propicio
o no. Esta prudencia nos librará de muchos lazos, si sabemos aplicar debidamente lo que está
convenientemente escrito, no torciéndolo inconsideradamente ya hacia una parte, ya hacia otra,
de acuerdo con nuestro capricho.

6. Cristo, que nos llama, es nuestro pastor y confirma nuestra elección


Tiene también mucha importancia para confirmar nuestra confianza, que la firmeza de
nuestra elección está unida con nuestra vocación. Porque a los que Cristo ha iluminado con su
conocimiento y los ha unido a la sociedad de su Iglesia, se dice que los recibe bajo su protección
y amparo; y todos los que Él recibe, el Padre se los ha confiado y entregado para que los guarde
para la vida eterna (Jn. 6,37-39). ¿Qué más podemos desear? Cristo dice bien alto que el Padre
ha puesto bajo su protección a todos los que quiere que se salven (Jn. 17,6.12). Por tanto, si
queremos saber si Dios se preocupa de nuestra salvación, procuremos saber si nos ha
encomendado a Cristo, a quien ha constituido como único salvador de los suyos. Y si dudamos
que Cristo nos haya recibido bajo su amparo y protección, Él mismo nos quita toda duda, cuando
espontáneamente se nos presenta como pastor, y por su propia boca dice que seremos del número
de sus ovejas si oyéremos su voz (Jn. 10,3.16). Abracemos, pues, a Cristo, pues El
espontáneamente se nos ofrece y nos contará en el número de sus ovejas, y nos guardará dentro
de su aprisco.

El llamamiento eficaz implica la perseverancia final. Mas puede que alguno diga que
debemos estar solícitos y acongojados por lo que en el futuro nos pueda acontecer. Porque así
como san Pablo dice que Dios llama a aquellos que ha escogido (Rom. 8,30), también el Señor
prueba que”muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt.22,14); y el mismo san Pablo en otro
lugar nos exhorta a estar seguros: “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1Cor. 10, 12).
Y: “Tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme (Rom. 11,20). Finalmente, la
experiencia misma muestra suficientemente que el llamamiento y la fe sirven de muy poco, si
juntamente no hay perseverancia, la cual se nos da a todos.
Pero Cristo nos ha librado de esta solicitud. Porque sin duda estas promesas se refieren al
futuro: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene no le echo fuera” y: “Esta
es la voluntad del que me ha enviado: que todo aquel que ve al Hijo y cree en él, tenga vida
eterna; y yo lo resucitaré en el día postrero- (Jn.6, 37.40). Igualmente: “Mis ovejas oyen mi voz,
y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy la vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de -mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede
arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10, 27-29). Y cuando dice que toda planta que su Padre
no plantó será arrancada (Mt. 15,13), prueba por el contrario, que es imposible que los que han
echado vivas raíces en Dios puedan ser arrancados de El. Está de acuerdo con ello lo que dice
san Juan: “Si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Jn. 2,19). Y ésta
es la razón por la que san Pablo se atreve a gloriarse frente a la muerte y la vida, frente a lo
presente y lo por venir (Rom.8,38); gloria que debe estar fundada sobre el don de la
perseverancia. Y no hay duda que se refiere a todos los elegidos al decir: “El que comenzó en
vosotros la obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Flp. 1,6). Y David, cuando
titubeaba en la fe, se apoyaba en este fundamento: “(Señor), no desampares la obra de tus
manos” (Sal. 138,8). Y el mismo Jesucristo, cuando ora por los elegidos no hay duda de que en
su oración pide lo mismo que pidió por san Pedro; a saber, que su fe no falte (U.22, 32). De lo
cual concluimos que están fuera de todo peligro de apartarse por completo de Dios, puesto que al
Hijo de Dios no le fue negada su petición de que sus fieles perseverasen constantes. ¿Qué nos
quiso enseñar Cristo con esto, sino que confiemos en que seremos salvos para siempre, puesto
que Él nos ha recibido por suyos?

7. Mediante una confianza humilde el creyente se asegura de que perseverará


Puede que alguno replique que es cosa ordinaria que los que parecían ser de Cristo se
aparten de Él y perezcan. Más aún: que en el mismo lugar en que Cristo afirma que ninguno de
los que el Padre le dio se perdió, exceptúa, no obstante, al hijo de perdición (Jn. 17,12). Esto es
cierto; pero también es verdad que esos tales nunca se llegaron a Cristo con una confianza cual
aquella en la cual yo afirmo que nuestra elección nos es certificada. “Salieron de nosotros”, dice
san Juan, “pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido
con nosotros” (I Jn.2,19). No niego que tengan señales de su llamamiento semejantes a las que
poseen los elegidos; pero que tengan aquella firme certeza que los fieles deben obtener - según lo
he dicho - del Evangelio, eso no se lo concedo.
Por tanto, que semejantes ejemplos no nos alteren ni nos impidan descansar confiados en
la promesa del Señor, cuando dice que el Padre le ha dado a todos aquellos que con verdadera fe
lo reciben, de los cuales ni uno solo perecerá por ser Él su guardián y pastor (Jn. 3,16; 6,39). Por
lo que se refiere a Judas, luego hablaremos de él. En cuanto a san Pablo, él no nos prohíbe tener
una seguridad sencilla, sino la seguridad negligente y desenvuelta de la carne, que lleva consigo
el orgullo, el fausto, la arrogancia y el menosprecio de los demás, que extingue la humildad y
reverencia para con Dios y engendra el olvido de la gracia que hemos recibido. Porque él habla
con los gentiles, enseñándoles que no deben burlarse soberbia e inhumanamente de los judíos,
por haber sido aquéllos colocados en el lugar del que éstos fueron arrojados. Ni tampoco exige el
Apóstol un temor que nos haga ir vacilando a ciegas; sino tal, que enseñándonos a recibir con
humildad la gracia de Dios, no disminuya en nada la confianza que en Él tenemos, conforme lo
hemos ya dicho.
Asimismo debemos notar que no habla con cada uno en particular, sino con las sectas que
por entonces había; pues como estuviera la Iglesia dividida en dos bandos y la envidia
ocasionase divisiones, advierte san Pablo a los gentiles que el haber sido puestos en lugar del
pueblo santo y peculiar del Señor debía inducirlos al temor y la modestia; pues ciertamente entre
ellos había algunos muy infatuados, y era preciso abatir su orgullo.
Por lo demás, ya hemos visto que nuestra esperanza se proyecta sobre el futuro, incluso
después de nuestra muerte, y que no hay nada más contrario a su naturaleza y condición que estar
inquietos y acongojados sin saber lo que va a ser de nosotros.
En cuanto a la sentencia de Cristo, “muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt.
22,14), la aplican y entienden muy mal; pero se aclarará, si distinguimos dos clases de
llamamiento; división que, según ya hemos expuesto, es evidente. Porque hay un llamamiento
universal con el que Dios, mediante la predicación externa de su Palabra, llama y convida a sí
indistintamente a todos, incluso a aquéllos a quienes se la propone para olor de muerte y materia
de mayor condenación.
Hay otro particular - del cual no hace partícipes a la mayoría, sino sólo a sus fieles -
cuando por la iluminación interior de su Espíritu hace que la Palabra predicada arraigue en su
corazón. También a veces hace partícipes de ella a aquéllos a quienes solamente ilumina durante
cierto tiempo, y después, por así merecerlo su ingratitud, los desampara y los castiga con mayor
ceguera.
Viendo, pues, el Señor, que su Evangelio había de ser anunciado a muchos pueblos y que
muchísimos no harían caso de él, y pocos lo tendrían en la estima que se merece, nos describe a
Dios bajo la forma de un rey que celebra un solemne banquete, y envía a sus servidores por todas
partes para que conviden al mismo a gran número de personas, consiguiendo sólo que asistan a él
muy pocas de ellas, pues cada una presenta una excusa; de manera que se ve obligado a enviar de
nuevo a sus servidores a las encrucijadas de los caminos para que llamen a cuantos encuentren.
No hay quien no vea que esta parábola se debe entender hasta aquí de la vocación externa. Añade
luego, que Dios obra como un buen anfitrión, que va de mesa en mesa para alegrar a sus
invitados; el cual, si halla a alguno sin el traje de boda, no consiente en modo alguno que su
banquete sea deshonrado y difamado, sino que le obliga a abandonarlo. Esta parte se ha de
entender de los que hacen profesión de fe, y así son admitidos en la Iglesia, pero sin embargo no
van vestidos de la santificación de Cristo. Esta gente, que es deshonra de la Iglesia y escándalo
del Evangelio, no la sufrirá Dios por largo tiempo; sino que, como su impureza lo merece, la
arrojará fuera (Mt.22,2-13).
Así que pocos son los escogidos entre tantos llamados, pero no con el llamamiento
necesario para que los fieles estimen su elección. Porque aquél es común también a los impíos;
en cambio este de que aquí hablamos lleva consigo el Espíritu de regeneración, que es como
arras y sello de la herencia que poseeremos y con el cual nuestro corazón es sellado hasta el día
del Señor (Ef. 1, 13-14).
En suma, mientras los hipócritas blasonan de piedad cual verdaderos siervos de Dios,
Cristo afirma que al final serán arrojados del lugar que ocupan injustamente; como se dice en el
salmo: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? El que anda en integridad y hace justicia, y
habla verdad en su corazón” (Sal. 15,1-2). Y en otro lugar: “Tal es la generación de los que le
buscan, de los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob” (Sal. 24, 6). Y de esta manera exhorta el
Espíritu Santo a los fieles a tener paciencia y no llevar a mal que los ismaelitas se mezclen con
ellos en la Iglesia, puesto que al final les será quitada la máscara y serán arrojados de la Iglesia
con gran afrenta suya.

9. Judas fue elegido para el cargo de apóstol, no para salvarse


Ésta es la causa de que Cristo haga la excepción mencionada cuando dice que ninguna de
sus ovejas perecerá, excepto Judas (Jn. 17,12). Porque él no era contado entre las ovejas de
Cristo por serlo verdaderamente, sino porque estaba entre ellas.
Lo que el Señor dice en otro lugar, que Él lo había elegido juntamente con los otros
apóstoles, debe entenderse solamente del oficio:”¿No os he escogido yo a los doce, y uno de
vosotros es diablo?” (Jn. 6,70); quiere decir, que lo había elegido para que fuese apóstol. Pero
cuando habla de la elección para salvarse, lo excluye del número de los elegidos; como cuando
dice: “No hablo de todos vosotros; yo sé a quiénes he elegido (Jn. 13,18). Si alguno confundiese
el término elección en estos dos pasajes, se enredaría miserablemente; lo mejor y más fácil es
hacer distinción.
Por eso san Gregorio se expresa muy desacertadamente cuando dice que nosotros
conocemos solamente nuestra vocación, pero que estamos inciertos de la elección; por lo cual
exhorta a todos a temer y temblar; y en confirmación de ello da como razón que, aunque
sepamos cómo somos al presente, sin embargo no podemos saber cómo seremos en el porvenir. 1
Mas con su manera de proceder da a entender bien claramente cuánto se ha engañado en esta
materia. Porque como fundaba la elección en los méritos de las obras, tenía motivo suficiente
para abatir los corazones de los hombres y hacerlos desconfiar; confirmarlos no podía, pues no
los induce a que sin confiar en sí mismos se acojan a la bondad de Dios. La predestinación
fortalece la fe de los fieles.
Con esto los fieles comienzan a sentir cierto gusto de lo que al principio hemos dicho;
que la predestinación, si bien se considera, no hace titubear la fe, sino que más bien la confirma.
No niego por ello que el Espíritu Santo se adapte a hablar conforme a la bajeza y pocas
luces de nuestro entendimiento, como cuando dice: “No estarán en la congregación de mi pueblo,
ni serán inscritos en el libro de la casa de Israel- (Ez. 13,9). Como si Dios comenzase a escribir
en el libro de la vida a los que cuenta en el número de los suyos; cuando sabemos, de labios del
mismo Cristo, que los nombres de los hijos de Dios están desde el principio escritos en el libro
de la vida (Lc. 10,20; Flp. 4,3). Más bien con estas palabras se indica la exclusión de los judíos,
los cuales durante algún tiempo fueron tenidos por los pilares de la Iglesia, y como los primeros
entre los elegidos, conforme a lo que se dice en el salmo: “Sean raídos del libro de los vivientes,
y no sean escritos entre los justos” (Sal. 69,28).

10. Mientras espera a llamarlos, Dios preserva a los elegidos de toda impiedad desesperada
Ciertamente los elegidos no son congregados por el llamamiento en el aprisco de Cristo
desde el seno de su madre, ni todos a la vez, sino según el Señor tiene a bien dispensarles su
gracia. Antes de ser conducidos a este sumo Pastor, andan errantes como los demás, dispersos
unos por un lado, y otros por otro, en el común desierto del mundo; y en nada difieren de los
demás, sino en que el Señor los ampara con una singular misericordia para que no se precipiten
en el despeñadero de la muerte eterna. Si no fijamos en ellos no veremos más que hijos de Adán,
que no pueden parecerse sino al perverso y desobediente padre del que proceden; y el que no
caigan en una impiedad suprema y sin remedio no se debe a la natural bondad que pueda haber
en ellos, sino a que los ojos de Dios velan por ellos y su mano está extendida para guardarlos.
Porque los que sueñan que tienen no sé qué semilla de elección arraigada en su corazón desde su
nacimiento y que en virtud de ella se inclinan a la piedad y al temor de Dios, no tienen
testimonio alguno con que defenderse, y la misma experiencia les convence de ello.
Citan algunos ejemplos para probar que los elegidos, aun antes de su iluminación, no
estaban fuera de la religión; dicen que san Pablo vivió de manera irreprensible en su fariseísmo
(Flp. 3,5-6); y que Cornelio fue acepto a Dios por sus limosnas y sus oraciones (Hch. 10,2).
Respecto a san Pablo, admito que están en lo cierto; pero se engañan en el caso de
Cornelio; pues bien claro se ve que estaba iluminado y regenerado, de forma que nada le faltaba,
sino que le fuese revelado manifiesta y claramente el Evangelio. Pero, aun cuando esto fuese así,
¿qué podrían concluir de aquí? ¿Que todos los elegidos han tenido siempre el Espíritu de Dios?
Esto sería como si alguno, después de demostrar la integridad de Arístides, Sócrates, Escipión,
Curión, Camilo y otros personajes semejantes, concluyera de ahí que cuantos han vivido
ciegamente en su idolatría han llevado una vida santa y pura. Pero además de que su argumento
no vale nada, la Escritura les contradice abiertamente en muchos lugares. Porque el estado y
condición en que los efesios, según san Pablo, vivieron antes de ser regenerados, no muestra un
solo grano de esta simiente: “Estabais”, dice, “muertos en vuestros delitos y pecados, en los
cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de
la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales
también todos nosotros vivimos en otro tiempo en las obras de nuestra carne, haciendo la
voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que
los demás- (Ef. 2,1-3). Y también: “En otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el
Señor; andad como hijos de luz” (Ef. 5,8).
Puede que alguno diga que esto ha de referirse a la ignorancia del verdadero Dios en la
cual también ellos confiesan que los elegidos han vivido antes de su llamamiento. Pero esto sería
una insolente calumnia, puesto que san Pablo concluye de lo dicho que los efesios no deben en
adelante mentir ni robar (Ef. 25-28). Mas, aunque fuese como ellos dicen, ¿qué responderán a
otros pasajes de la Escritura? Así cuando el mismo Apóstol, después de advertir a los corintios
de que “ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni
los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos... heredarán el reino de Dios”, inmediatamente añade
que ellos se vieron envueltos en los mismos crímenes antes de conocer a Cristo; pero que al
presente estaban lavados en la sangre de Jesucristo y habían sido liberados por su Espíritu (1Cor.
6,9-1 l). Y a los romanos: “Así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir
a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para
servir a la justicia. Porque, ¿qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os
avergonzáis?” (Rom.6, 19-21).

11. Antes de ser llamados, todos los elegidos son ovejas descarriadas
¿Qué semilla de elección, pregunto yo, fructificaba en aquellos que habían vivido toda la
vida mal y deshonestamente y que, como desahuciados, ya se hundían en el vicio más execrable?
Si el Apóstol hubiera querido expresarse conforme al parecer de estos nuevos doctores, hubiera
debido mostrar cuán obligados estaban a la liberalidad que Dios había usado con ellos, al no
dejarlos caer en tan grande abominación. E igualmente, también san Pedro debería exhortar a los
destinatarios de su carta a ser agradecidos a Dios por la perpetua semilla de elección que había
plantado en ellos. Mas por el contrario, les amonesta porque ya es suficiente que en el pasado
dieran rienda suelta a toda clase de vicios y abominaciones (1 Pe.4,3).
¿Y qué decir si pasamos a dar ejemplo? ¿Qué semilla de justicia había en Rahab la
ramera antes de creer (Jos.2, 1)? ¿Qué semilla en Manasés, cuando hacía derramar la sangre de
los profetas hasta el punto, por así decirlo, que la ciudad de Jerusalén estaba anegada en sangre
(2 Re. 21,16)? ¿Y qué decir del ladrón, que en el último suspiro se arrepintió de su mala vida
(Lc. 23,41-42)?
No hagamos, pues, caso de estas nuevas invenciones que hombres inquietos y temerarios
se forjan sin fundamento alguno en la Escritura. Atengámonos firmemente a lo que dice la
Escritura, que “todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su
camino(Is. 53,6); es decir, por la perdición. A aquellos a quienes ha determinado librar de este
abismo de perdición, el Señor los deja hasta la -Ocasión y el momento oportunos, cuidando
solamente de que no caigan en una blasfemia irremisible.

12. Los réprobos son privados de la Palabra de Dios o endurecidos con ella
Así como el Señor, con la virtud y eficiencia de su llamamiento, guía a los elegidos a la
salvación a que por su eterno decreto los ha predestinado; así también dispone y ordena contra
los réprobos Sus juicios, con los cuales ejecuta lo que había determinado hacer de ellos. Por eso,
a aquellos a quienes ha creado para condenación y muerte eterna, para que sean instrumentos de
su ira y ejemplo de su severidad, a fin de que vayan a parar al fin y meta que les ha señalado, los
priva de la libertad de oír su Palabra, o con la predicación de la misma los ciega y endurece más.
Aunque del primer caso hay muchos ejemplos, me contentaré con aducir uno mucho más notable
que los demás. Casi cuatro mil años pasaron antes de la venida de Jesucristo, durante los cuales
el Señor ocultó y escondió a todas las gentes la salvífica luz de su doctrina. Si alguno objeta que
Dios no les comunicó tan grande bien debido a que los juzgó indignos de él, diremos que
ciertamente los que después vinieron no lo merecieron más que sus antecesores. De lo cual,
además de la evidencia que la experiencia misma nos da, el profeta Malaquías, en el capítulo
cuarto de su profecía, nos presenta un testimonio inequívoco. Después de haberse levantado
contra la incredulidad, las enormes blasfemias y otros crímenes y pecados, asegura que, a pesar
de todo, el Redentor no dejará de venir (Mal. 4, 1). ¿Cuál es, entonces, la causa de que hiciera
esta gracia a éstos, y no a los otros? En vano se atormentaría el que quisiera buscar otro motivo
más alto que el secreto e inescrutable designio de Dios. No hay que temer que, si algún discípulo
de Porfirio o cualquier otro blasfemo se toma la libertad de recriminar la justicia de Dios, no
tengamos modo de responderle. Porque cuando decimos que nadie es condenado sin que lo
merezca, y que es gratuita misericordia de Dios que algunos se libren de la condenación y se
salven, es esto suficiente para mantener la gloria de Dios, y no es menester, según se dice, andar
por las ramas para defenderla de las calumnias de los impíos. Por tanto, el soberano Juez dispone
Su predestinación cuando, privando de la comunicación de Su luz a quienes ha reprobado, los
deja en tinieblas.
Por lo que se refiere a lo segundo, la experiencia común de cada día y numerosos
ejemplos de la Escritura nos demuestran que es verdad.' De cien personas que oyen el mismo
sermón, veinte lo aceptarán con pronta fe, y las demás no harán caso de él; se reirán de él, lo
rechazarán y condenarán. Si alguno objeta que esta diversidad procede de la malicia y
perversidad de los hombres, no será esto suficiente; porque la misma malicia imperaría en el
corazón de los demás, si el Señor por su gracia y bondad no los corrigiese. Así que siempre
quedaremos enredados, mientras no nos acojamos a lo que dice el Apóstol: “¿Quién te distingue?
(1 Cor.4,7). Con lo cual el Apóstol da a entender que si uno excede a otro, no se debe a su propia
virtud y poder, sino a la sola gracia de Dios.
13. Los réprobos son instrumento de la justa cólera de Dios
La causa de que Dios otorgue a unos su misericordia, mientras deja a un lado a los otros,
la da san Lucas, diciendo que “estaban ordenados para vida eterna” (Hch. 13,48). ¿Cuál
pensamos que pueda ser la causa de que los otros hayan sido dejados, sino que son instrumentos
de ira para afrenta? Siendo, pues, así, no nos dé vergüenza hablar como lo hace san Agustín:
“Bien podría Dios”, dice él, “convertir la voluntad de los malos al bien, puesto que es
omnipotente; no hay duda posible sobre ello. ¿Cuál es, entonces, la causa de que -no lo haga?
Porque no quiere. Mas, por qué no quiere, sólo Él lo sabe; nosotros no debemos saber más de lo
que nos conviene.”' Esto es mucho mejor que andar con rodeos y tergiversaciones, como san
Crisóstomo, diciendo que Dios atrae a sí al que lo invoca y extiende su mano para ser ayudado. 2
Esto lo dice para que no parezca que la diferencia está en el juicio de Dios, sino sólo en la
voluntad del hombre.
En suma, tan lejos está el acercarse a Dios de apoyarse en el propio movimiento del
hombre, que aun los mismos hijos de Dios tienen necesidad de que su Espíritu los inste y
estimule a ello. Lidia, vendedora de púrpura,, temía a Dios; y sin embargo, fue necesario que el
Señor abriese su corazón para que prestara atención a la doctrina de san Pablo y se aprovechase
de ésta (Hch. 16,14). Y esto no se dice de una mujer en particular sino para que sepamos que
adelantar y aprovechar en la piedad es una obra admirable del Espíritu Santo.

Por eso su Palabra los endurece y les parece oscura. Ciertamente no se puede poner en
duda que el Señor envía su Palabra a muchos cuya ceguera quiere aumentar. Pues, ¿con qué fin
dispuso que se avisase tantas veces al faraón? ¿Fue quizá porque pensaba que su corazón se
había de ablandar al enviarle una embajada tras otra? Muy al contrario; antes de comenzar ya
sabía el término que el asunto iba a tener, y así lo manifestó antes de que llegase a efecto. Ve,
dijo a Moisés, y declárale mi voluntad; pero Yo endureceré su corazón de modo que no dejará ir
al pueblo (Ex.4,21). Del mismo modo, cuando suscita a Ezequiel le advierte que lo envía a un
pueblo rebelde y obstinado, a fin de que no se asombre al ver que era como predicar en el
desierto, y que teniendo oídos para oír, no oían (Ez.2,3; 12,2). Igualmente predice a Jeremías que
su doctrina sería como fuego para destruir y disipar al pueblo como paja (Jer. 1, 10).
Pero la profecía de Isaías es aún más terminante, pues tal es la embajada que Dios le da:
“Anda, y di a este pueblo: Oíd bien y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis.
Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus
ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Is.
6,9-10). Aquí vemos cómo les dirige la palabra, pero para que se hagan más sordos; les muestra
su luz, pero para que se cieguen más; les propone su doctrina, pero para que se aturdan más con
ella; les ofrece el remedio, pero para que no sanen. Citando san Juan este pasaje del profeta
Isaías, afirma que los judíos no podían creer la doctrina de Jesucristo, porque pesaba sobre ellos
la maldición de Dios (Jn. 12,39).
Tampoco se puede poner en duda que a quienes Dios no quiere iluminar, les propone su
doctrina llena de enigmas, a fin de que no les aproveche, y caigan en mayor embotamiento y
extravío. Porque Cristo afirma que sólo a sus apóstoles explicaba las parábolas que había usado
hablando con el pueblo, porque a ellos se les concedía la gracia de entender los misterios del
reino de Dios, y no a los demás (Mt. 13, 11). ¿Entonces, me diréis, pretende el Señor enseñar a
aquellos que no quiere que le comprendan? Considerad dónde está el defecto y no preguntaréis
más. Porque cualquiera que sea la oscuridad de su doctrina, siempre tiene luz suficiente para
convencer la conciencia de los impíos.

14. Por su justo juicio, pero para nosotros incomprensible, los réprobos, responsables de su
perdida, ilustran la gloria de Dios
Queda ahora por ver cuál es la razón por la que el Señor hace esto, una vez probado que
indudablemente lo hace.
Si se responde que la causa es que los hombres, por su impiedad, maldad e ingratitud, así
lo merecen, es ciertamente una gran verdad; mas a pesar de esta diversidad, por la que el Señor
inclina a unos a que le obedezcan y hace que los otros persistan en su obstinación y dureza, para
solucionar debidamente esta cuestión debemos acogernos necesariamente al pasaje que san Pablo
citó de Moisés; a saber, que Dios desde el principio los suscitó para anunciar su nombre sobre la
tierra (Rom. 9, 17). Por tanto, que los réprobos no obedezcan la doctrina que se les ha predicado,
ha de imputarse con toda razón a la malicia y perversidad que reina en su corazón; con tal, sin
embargo, que se añada que han sido entregados a esta perversidad en cuanto que por el justo,
pero incomprensible juicio de Dios han sido suscitados para ilustrar su gloria mediante su propia
condenación.
Asimismo, cuando se dice de los hijos de Elí que no oyeron los saludables consejos que
su padre les daba porque Jehová quería hacerlos morir (1Sm.2,25), no se niega que la contumacia
y obstinación procediera de su propia maldad; pero a la vez se advierte la causa de que hayan
sido dejados en su contumacia, ya que Dios podía haber ablandado su corazón; a saber, porque el
inmutable designio de Dios los había predestinado a la perdición. A este propósito se refiere lo
que dice san Juan: “A pesar de que (El Señor) había hecho tantas señales delante de ellos, no
creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, ¿quien ha creído
a nuestro anuncio?- (Jn. 12,37-38). Porque aunque no excusa de culpa a los contumaces, se
contenta con decir que los hombres no encuentran gusto ni sabor alguno en la Palabra de Dios,
mientras el Espíritu Santo no se las haga gustar. Y Jesucristo, al citar la profecía de Isaías:
“Serán todos enseñados por Dios” (Jn. 6,45; Is. 54,13), no intenta sino probar que los judíos
están reprobados y no son del número de su Iglesia, por ser incapaces de ser enseñados; y no da
otra razón sino que la promesa de Dios no les pertenecía. Lo cual confirma el apóstol san Pablo
diciendo que Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles
locura, es para los llamados poder y sabiduría de Dios (I Cor. 1,23-24). Porque después de haber
dicho lo que comúnmente suele acontecer siempre que se predica el Evangelio; a saber, que
exaspera a unos y otros se burlan de él, afirma que sólo entre los llamados es estimado y tenido
en aprecio. Es verdad que poco antes había hecho mención de los fieles; pero no para abolir la
gracia de Dios, que precede a la fe; antes bien, añade a modo de declaración este segundo
miembro, a fin de que los que hablan abrazado el Evangelio atribuyesen la gloria de su fe a la
vocación de Dios que los llamó, como lo dice después.
Al oír esto los impíos se quejan de que Dios abusa de sus pobres criaturas, ejerciendo
sobre ellas un cruel y desordenado poder, como si se estuviera burlando. Mas nosotros, que
sabemos que los hombres de tantas maneras son culpables ante el tribunal de Dios que de ser
interrogados sobre mil puntos no podrían responder satisfactoriamente a uno solo, confesarnos
que nada padecen los impíos que no sea por muy justo juicio de Dios. El que no podamos
comprender la razón, debemos llevarlo pacientemente; y no hemos de avergonzarnos de confesar
nuestra ignorancia, cuando la sabiduría de Dios se eleva hacia lo alto.

15. Explicación de algunos pasajes de la Escritura alegados contra el decreto de Dios


Mas como suelen formularnos objeciones tomadas de algunos pasajes de la Escritura, en
los cuales parece que Dios niega que los impíos se condenen por haberlo así Él ordenado, y que
más bien ellos contra Su voluntad se precipitan voluntariamente en la muerte, será necesario que
brevemente los expliquemos para demostrar que no contradicen a lo que hemos enseñado.
Ezequiel 33,11. Aducen las palabras de Ezequiel: “No quiero la muerte del impío, sino
que se vuelva el impío de su camino, y que viva” (Ez. 33, 1 l). Si quieren entender esto en
general de todo el género humano, yo pregunto cuál es la causa de que no inste a penitencia a
mucha gente, cuyo corazón es mucho más flexible a la obediencia que el de aquellos que cuanto
más les convidan y ruegan, tanto más se demoran y obstinan. Jesucristo afirma que su
predicación y milagros habrían obtenido mucho más provecho en Nínive y en Sodoma, que en
Judea (Mt. 11,23). ¿Cómo, pues, sucede que, queriendo Dios que todos los hombres se salven, no
abre la puerta de la penitencia a estos pobres miserables, que estaban mucho más preparados para
recibir la gracia, de haberles sido propuesta y ofrecida? Con ello vemos que este texto queda
violentado y como traído por los cabellos, si ateniéndonos a lo que suenan las palabras del
profeta, queremos invalidar y anular el eterno designio de Dios, con el que ha separado a los
elegidos de los réprobos.
Si se me pregunta, pues, cuál es el sentido propio y natural de este pasaje, sostengo que la
intención del profeta es dar a los que se arrepienten buena esperanza de que sus pecados les serán
perdonados. En resumen, puede decirse que los pecadores no deben dudar de que Dios está
preparado y dispuesto a perdonarles sus pecados tan pronto como se conviertan a Él. No quiere,
pues, su muerte, en cuanto quiere su conversión. Mas la experiencia nos enseña que el Señor
quiere que aquellos a quienes Él convida se arrepientan, de tal manera sin embargo, que no toca
el corazón de todos. No obstante, no se puede decir en manera alguna que los trate con engaño;
porque aunque la voz exterior haga solamente inexcusables a aquellos que la oyen y no la
obedecen, a pesar de ello debe ser tenida como un testimonio de la gracia de Dios con que
reconcilia consigo a los hombres. Entendamos, pues, que la intención del profeta es decir que
Dios no se alegra de la muerte del pecador, para que los fieles confíen en que tan pronto como se
arrepientan de sus pecados, Dios está preparado para perdonarles; y, por el contrario, que los
impíos sientan que se duplica su pecado por no haber correspondido a tan grande clemencia y
liberalidad de Dios. Así que la misericordia de Dios siempre sale a recibir a la penitencia; pero
que no a todos se otorga el don de arrepentirse y convertirse a Dios, no solamente lo enseñan los
demás profetas y apóstoles, sino también el mismo Ezequiel.
1 Timoteo 2,4. Alegan en segundo lugar lo que dice san Pablo: -(Dios) quiere que todos
los hombres sean salvos” (1Tim.2,4); texto que, si bien es diferente de lo dicho por el profeta, no
obstante en parte está de acuerdo con él.
Respondo que es evidente por el contexto de qué manera quiere Dios que todos sean
salvos; porque san Pablo une dos cosas: desea que se salven, y que lleguen al conocimiento de la
verdad. Si, como ellos dicen, ha sido determinado por el eterno consejo de Dios que todos sean
hechos partícipes de la doctrina de vida, ¿qué quieren decir las palabras de Moisés: “¿Qué nación
grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová nuestro Dios?” (Dt.4,7).
¿Cuál es la causa de que Dios haya privado de la luz de su Evangelio a tantas naciones y pueblos,
mientras otros gozan de ella? ¿Por qué el conocimiento puro y perfecto de la doctrina de la
verdad no ha llegado a ciertas gentes, y otras apenas han gustado los rudimentos y primeros
principios de la religión cristiana?
De aquí se puede concluir claramente cuál es la intención de san Pablo. Había ordenado a
Timoteo que se hiciesen oraciones solemnes y rogativas por los reyes y los príncipes. Mas como
parecía un gran desatino rogar a Dios por una clase de gente tan sin esperanza - pues no
solamente estaban fuera de la congregación de los fieles, sino que además empleaban todas sus
fuerzas en oprimir el reino de Dios - añade que es una cosa aceptable a Dios, el cual quiere que
todos los hombres se salven. Con lo cual no se quiere decir otra cosa, sino que el Señor no ha
cerrado las puertas de la salvación a ningún estado ni condición humana; sino que, por el
contrario, de tal manera ha derramado su misericordia, que quiere que todos participen de ella.
Otros pasajes. Los otros pasajes de la Escritura que aducen no declaran qué es lo que el
Señor en su juicio secreto ha determinado sobre todos, sino solamente anuncian que el perdón
está preparado a todos los pecadores que lo piden con verdadero arrepentimiento. Porque si
insisten pertinazmente en que Dios quiere tener misericordia de todos, yo por mi parte les
opondré lo que en otro lugar dice la misma Escritura: “Nuestro Dios está en los cielos; todo lo
que quiso ha hecho” (Sal. 115,3). De tal manera, pues, ha de interpretarse este texto, que
convenga con el otro que dice: “Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente
para con el que seré clemente” (Éx.33,19). El que escoge a quién hacer misericordia, no la hace
con todos. Mas, como se ve manifiestamente que san Pablo no trata de cada hombre en
particular, sino de todos los estados y condiciones de los hombres, no será necesario tratar de
esto más por extenso, Aunque también hemos de notar que san Pablo no dice que esto lo haga
Dios siempre y en todos; sino que nos advierte de que hemos de dejarle su libertad de atraer al
fin a Él a los reyes, príncipes y magistrados, y hacerles partícipes de la doctrina celestial, aunque
durante algún tiempo, por estar ciegos y andar en tinieblas, le persigan.

2Pedro 3,9. El texto de san Pedro que dice que el Señor no quiere que ninguno perezca,
sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Pe. 3, 9), parece urgirnos mucho más; sólo que la
solución de este nudo que parece tan fuerte, se presenta en la segunda parte de la sentencia.
Porque no ha de entenderse otra clase de voluntad de recibir la penitencia, sino la que se propone
en toda la Escritura. La conversión ciertamente está en manos de Dios. Que le pregunten a Él si
quiere convertir a todos, dado que promete dar a un pequeño número un corazón de carne,
dejando a los demás con su corazón de piedra (Ez.36,26). Es evidente que si Dios no estuviese
dispuesto en su misericordia a recibir a todos aquellos que se la piden, sería falsísimo el texto de
Zacarías: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros” (Zac. 1, 3). Mas yo afirmo que no hay
hombre alguno que se acerque a Dios, sino aquel a quien Él atrae a sí. Si dependiese de la
voluntad del hombre arrepentirse, no diría san Pablo: “Por si Dios les concede que se
arrepientan” (2 Ti m. 2,25). Y aún afirmo más: si Dios mismo, que con su Palabra exhorta a
todos a penitencia, no incitase a ella a sus elegidos con una secreta inspiración de su Espíritu, no
diría Jeremías: Conviérteme, y seré convertido, porque después que me convertiste hice
penitencia (Jer. 31, 18-19).

16.1 Respuesta a otras objeciones: Las promesas universales son condicionales y no


contradicen el decreto de Dios
Me dirá alguno: Si es así, muy poca certeza ofrecen las promesas del Evangelio, las
cuales, hablando de la voluntad de Dios, dicen que quiere lo que repugna a lo que ha
determinado en su inviolable decreto.

Respondo que no es así: Porque aunque las promesas de vida sean universales, sin
embargo no son contrarias en modo alguno a la predestinación de los réprobos, con tal que
pongamos nuestros ojos en su cumplimiento. Sabemos que las promesas de Dios consiguen su
efecto cuando las recibimos con fe; por el contrario, cuando la fe se extingue, las promesas son
abolidas.
Si ésta es la naturaleza y condición de las promesas, veamos ahora si repugnan a la
predestinación divina. Leemos que Dios desde toda la eternidad ha elegido a aquellos que quiere
recibir en su gracia y a aquellos en que quiere ejecutar su ira; y que, sin embargo, sin distinción
alguna propone a todos la salvación. Yo respondo que todo esto está muy de acuerdo entre sí.
Porque el Señor, al prometer esto no quiere decir otra cosa sino que su misericordia se ofrece a
todos cuantos la buscan y piden su favor; lo cual, sin embargo, no hacen sino aquellos a quienes
El ha iluminado. Ahora bien, Él ilumina a quienes ha predestinado para ser salvos. Éstos son los
que experimentan la verdad de las promesas cierta y firmemente; de manera que en modo alguno
puede decirse que hay contradicción entre la eterna elección de Dios y el hecho de que ofrezca el
testimonio de su gracia y favor a los fieles.
Sin embargo, ¿por qué nombra a todos los hombres? Evidentemente nombra a todos a fin
de que la conciencia de los fieles goce de mayor seguridad, viendo que no hay diferencia alguna
entre los pecadores, con tal que crean; y a fin de que los impíos no pretexten que no tienen
refugio alguno al que acogerse para escapar a la servidumbre del pecado, cuando ellos con su
ingratitud lo rechazan. Así pues, como quiera que a los unos y a los otros se les ofrezca por el
Evangelio la misericordia de Dios. no queda otra cosa sino la fe., es decir, la iluminación de
Dios, que distinga entre los fieles y los incrédulos, de suerte que los primeros sientan la eficacia
y virtud de su iluminación, y los otros no consigan fruto alguno. Ahora bien, esta iluminación se
regula según la eterna elección de Dios.
La queja de Jesucristo que alegan: Jerusalén, Jerusalén; cuántas veces quise juntar a tus
hijos y no quisiste (Mt. 23,37), de nada sirve para confirmar su opinión. Admito que Jesucristo
no habla aquí como hombre, sino que reprocha a los judíos el que siempre y en todo tiempo
hayan rehusado su gracia; sin embargo, debemos considerar cuál es esta voluntad de Dios de la
que se hace aquí mención, pues es cosa bien sabida la gran diligencia que puso Dios en conservar
a este pueblo; y también se sabe con cuanta obstinación, ya desde los primeros hasta el fin, se
han resistido a ser elegidos, entregándose a sus desordenados deseos. Sin embargo, de aquí no se
sigue que el inmutable designio de Dios fuera nulo y vano debido a la maldad de los hombres.

Dios no tiene dos voluntades contradictorias. Replican que no hay, cosa que menos
convenga a la naturaleza de Dios que afirmar que tiene dos voluntades. De buena gana se lo
concedo, con tal que lo entienda bien. Pero, ¿por qué no consideran tantos textos de la Escritura
donde atribuyéndose sentimientos humanos habla como hombre, descendiendo, por así decirlo,
de su majestad? Dice que extendió sus manos todo el día a un pueblo rebelde (Is. 65,2); que ha
procurado mañana y tarde atraerlo a sí. Si quieren entender esto al pie de la letra sin admitir
figura de ninguna clase, abrirán la puerta a innumerables cuestiones vanas y superfluas, las
cuales se pueden solucionar todas diciendo que Dios por semejanza se atribuye lo que es propio
de los hombres. Pero es suficiente la solución que ya antes hemos dado; a saber, que aunque la
voluntad de Dios sea diversa a nuestro parecer, no obstante Él no quiere esto o aquello en sí, sino
dejar atónitos nuestros sentidos con su multiforme sabiduría, como dice san Pablo (Ef. 3, 10),
hasta que en el último día nos haga comprender que Él de un modo admirable y oculto quiere lo
mismo que al presente nos parece contrario a su voluntad.

¿No es Dios Padre de todos? Echan mano también de otras sutilezas que no merecen
respuesta. Dicen que Dios es Padre de todos, y que como Padre no es razonable que desherede
sino a aquel que por su culpa propia se hiciere merecedor de ello. ¡Como si la liberalidad de Dios
no se extendiera incluso a los puercos y los perros! Y si nos limitamos al género humano, que me
respondan cuál es la causa de que Dios haya querido ligarse a un pueblo para ser su Padre,
prescindiendo de los demás; y por qué de este mismo pueblo ha entresacado un pequeño número
como flor. Pero el rabioso deseo que esta gente desenfrenada tiene de maldecir, le impide
considerar que como Dios hace brillar el sol sobre los buenos y los malos (Mt. 5,45), así también
reserva la herencia eterna para el pequeño número de sus elegidos, a los que dirá: “Venid,
benditos de mi Padre; heredad el reino” (Mt. 25,34).

Ultimas objeciones. Objetan también que Dios no aborrece cosa alguna de cuantas ha
creado. Aunque se lo concedo de buena gana, esto en nada está contra lo que enseñamos: que los
réprobos son odiados por Dios y con toda razón; porque desprovistos de su Espíritu, no pueden
mostrar otra cosa sino causa de maldición.
Dicen también que no hay diferencia alguna entre judío y gentil, y que por esto Dios
propone su gracia indiferentemente a todos. También yo lo admito, con tal que se entienda, como
lo expone san Pablo, que Dios, tanto de los judíos como de los gentiles, llama a aquellos que
bien le parece sin ser obligado por nadie (Rom.9,24).
Esta misma respuesta vale también para los que alegan que Dios encerró todas las cosas
debajo de pecado, a fin de tener misericordia de todos (Rom. 11,32). Esto es muy cierto; pites Él
quiere que la salvación de los bienaventurados se imparte a Su misericordia, aunque este
beneficio no sea común a todos.

Conclusión. En conclusión: después de mucho discutir y de acumular razones de un lado


y de otro, es preciso concluir como san Pablo, llenos de estupefacción ante tal profundidad; y si
ciertas lenguas desenfrenadas vomitan su veneno contra esto, no nos avergoncemos de exclamar:
“ ¡Oh hombre! ¿Quién eres tú, para que alterques con Dios? (Rom.9,20). Porque dice muy bien
san Agustín que quienes miden la justicia de Dios por la de los hombres obran muy mal.'

***

CAPITULO XXV

LA RESURRECCION FINAL
1. La esperanza de la resurrección final y de la gloria celeste nos ayuda a llevar la cruz
Aunque Jesucristo, sol de justicia, después de vencer a la muerte, 4,sacó a la luz la vida y
la inmortalidad por el evangelio”, como dice san Pablo (2Tim. 1, 10); por lo cual se dice que el
que cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn. 5,24); y que ya no somos extranjeros ni
advenedizos, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, que nos hace
sentar en los lugares celestiales con Jesucristo (Ef.2,19.6), de suerte que no nos falte cosa alguna
para gozar de perfecta felicidad; sin embargo, para que no se nos haga duro tener que
ejercitarnos en este mundo en una guerra penosa e ininterrumpida, como si no consiguiésemos
fruto ni provecho alguno de la victoria que Cristo nos ha ganado, debemos tener presente lo que
en otro lugar nos enseña la Palabra de Dios hablando de la naturaleza de la esperanza. Porque
como quiera que “esperarnos lo que no vemos” (Rom.8,25), y que - como en otro lugar está
escrito - la fe es la demostración de lo que no se ve (Heb. 11, 1), mientras permanecemos

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