Stefano

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STEFANO

GROTESCO EN UN ACTO
Y UN EPILOGO

A José Eduardo Dalorto, hermano mío.


PERSONAJES

Ñeca, 18 años.
Margarita, 40 años.
María Rosa, 75 años.
Stéfano, 50 años.
Don Alfonso, 80 años.
Radamés, 16 años.
Pastare, 40 años.
Esteban, 20 años.
En Buenos Aires. Hoy.
Derecha e izquierda del director.

ACTO I

Stéfano habita una vieja casa de barrio pobre. Es de tres piezas la casa; dos
dan a la calle; la otra es de madera y cinc y recuadra, con la cocina incómoda,
un pequeño patio lleno de viento. La sala que vemos es comedor, cuarto de
estar y de trabajo, de noche dormitorio y cuando llueve tendedero. El foro tiene
dos ventanas de reja sencilla, alféizar bajo y persianas descoloridas y rotas, y
al centro de cada lateral una puerta casi cuadrada de dos batientes, sin
cristales. La que está a la derecha lleva a un zaguán oscuro; la de la izquierda,
a la otra sala. La humedad ha decorado los muros empapelados y el cielorraso
de yeso. Bajo la araña de dos luces en cruz, una mesa grande. Entre las
aberturas del frente un cristalero enorme con festones de papel en su
estantería, atiborrada de cacharros, vajilla y cristalería ordinarios. En primer
término de izquierda, delante de un asiento con almohadilla, una mesa de pino
cubierta de libros, cuadernos y papeles de música, tintero, atril y lapiceros,
iluminados por lamparilla eléctrica colgada de un brazo de palo clavado en la
pared. Detrás, en el rincón, un antiguo sofá de cuero, amplio, rotoso, con
almohadones casi vacíos. En la derecha, una máquina de coser, y en el fondo,
una cama jaula cerrada y cubierta por colchas. Sillas de esterilla y paja y una
o dos de patas cortas, tapizadas con trozos de alfombra. Algunos cuadros y
adornos empobrecen la habitación. La acción empieza a las veintiuna, en
verano. Aparece María Rosa sentada en una silla baja ante la ventana de la
derecha. Es magra, enhiesta, de mentón agudo, nariz corva, boca blanda.
Arrugas como trazadas por cincel surcan el cutis de su cara. Sus ojos
pequeños, negros, vivaces contradicen lo melifluo de su voz. El cabello es ralo,
gris, sucio. Viste de oscuro con mangas y falda largas; calza viejas botas de
Stéfano, orejudas. Sus manos flacas, duras, fuertes, inquietan. Usa com-
plicados pendientes de oro. Cuando anda simula sufrir y al quejarse, con un
rictus igual, no emociona. Queda inmóvil largo tiempo mirando hacia la calle,
que no ve. Oye llegar a Don Alfonso y se lamenta como si estuviese sola.

M. ROSA —Ay... Ay... (Don Alfonso viene de la calle, sin rumbo, aburrido. La
oye y su fastidio acrece. Tiene el color terroso, el cabello al rape, grandes
cejas enmarañadas y fruncidas, la boca despreciativa. Cuando no bambolea
la cabeza, como negando, la apoya sobre un hombro, como resistiéndose
tercamente a una orden que le disgustase. Usa sombrero blando, deforme;
saco estrecho, camisa sin corbata, pantalones duros, faja, botín recio y cadena
de bronce con dijes. Es de poca talla, de brazos largos y manos sarmentosas.
Avanza y sin hacer ruido da una vuelta en derredor de la mesa. La vieja sigue.)
Ay... (Enterándose.) ¡Uh!... ¿Está aquí?... Me asusta... (Gruñe él.) Parece un
fantasma. E la tercera ve que entra. ¿Qué tiene?... ¿Por qué sufre?
ALFONSO — Esto haciendo la digestione de ese guisote que hemo comido. Para
perro.
M. ROSA — No le ha gustado.
ALFONSO — No.
M. ROSA — Margherita no quiere que cocine yo.
ALFONSO — Para fastedearme.
M. ROSA — No. Dice que me canso.
ALFONSO — Mentira. Osté siempre cré a la palabras. Por eso s’equivoca
siempre. (Anda.)
M. ROSA — Venga. (Él se le acerca.) ¿Está enojado? (Él afirma.) ¿Muy
enojado?
ALFONSO — Cuando uno senoja, s’enoja todo. (Se aparta bruscamente porque
entra Ñeca por la izquierda trayendo platos y fuentes que pone en la mesa.
Es delgaducha, pálida, fina, de inquietos ojos de mirada ansiosa, frente
blanca y tersa, cabellos lacios, anémicos y linda boca ajada por el
continuo lloriquear. Arrastra unos chanclos ruidosos y ciñe su cintura un
repasador mugriento.)
ÑECA — (Agitada, gimotea con voz infantil.) Pobre papá... ¿No volvió?... Se
fue sin cenar. ¡Qué desgracia! Guarde esto, agüelita, ¿quiere? Y ahora se
cortó la leche para mañana. ¡Qué día hoy! (Mira hacia la calle por el
zaguán.) Sin comer. Pobre papá. Guarde todo, agüelita; no se olvide. ¡Qué
desgracia! (Mutis izquierda.)
ALFONSO — (Impidiendo a María Rosa que se levante.) Yo.
M. ROSA — Se puedo yo.
ALFONSO — Deja.
M. ROSA — No, le digo.
ALFONSO — Quédate ayí. No sea caprichosa.
M. ROSA — Caprichoso es osté. (El viejo guarda la vajilla.) Ve... ve, qué lindo:
un viejo de sirvienta. No, ayí no; de l’otro lado.
ALFONSO — E lo mimo.
M. ROSA — No. Se va a enoja su nuera. (Se levanta.)
ALFONSO — Que s’enoje.
M. ROSA — Qué gana de sentir gritar. Trae.
ALFONSO — L’he dicho que deja, María Rosa.
M. ROSA — Trae. No sea terco.
ALFONSO — T’ampujo.
M. ROSA — Haga la proba. Le arranco una oreja.
ALFONSO — Soltame. Largo todo, e entonce sí que oímo a su linda nuera.
M. ROSA — Haga la proba. (Don Alfonso de un empujón la recuesta al
cristalero.) ¡Ay! ¡Anímale!
ALFONSO — ¿Ha visto? Sempre se sale con la suya osté.
M. ROSA — ¡Qué forza que tiene todavía! (Da puñetazos débiles.) Té. Té.
ALFONSO — ¡Uh... qué daño me hace!
M. ROSA — (Yendo a su silla.) ¡Qué bruto que es!
ALFONSO — ¿S’ha hecho male?
M. ROSA — No le voy a dar ese gusto.
ALFONSO — Blandita osté también. (Pone su mano pesada en una caricia.)
Está ayí que no puede moverse...
M. ROSA — (Quejándose.) Ah...
ALFONSO —¿Ve? Me gustaría que no pudiera moverse má.
M. ROSA —Qué cariñoso.
ALFONSO — Así descansa. No sea estúpida.
M. ROSA — (Sonriente.) ¡Uh... qué enojado questá! Me hace recordar la
juventú. Cuando se ponía terco, así... (Imita.) y malo, perque yo no lo
besaba. (Él gruñe.)
RADAMÉS — (De la calle, a trancos. Pantalón largo, camisa blanca, correa.
Narigón, boca grande y sensual, pelo duro corto. En su desconcierto
mental es inexpresivo. Su voz robusta no tiene modulaciones. Mueve los
brazos sin violencia, con las manos rígidas, los codos sin juego. Sólo sus
pensamientos son desmedidos.) Agüelito. Agüelita. Pasaron los bomberos.
Tararí tarará. Y no se vieron más. Se incendia algo, lejos. Las yamas
habrán empezado de abajo, por una chispa y ahora tocarán las nube. Yo
quisiera ser bombero para salvar a la gente que se quema porque uno no
oye que gritan socorro, socorro. (Mutis izquierda.)
ALFONSO (Echando al nieto que se ha ido.) ¡Va! ¡Va! (Pausa.)
M. ROSA - ¿Sabe una cosa, Alfonso?
ALFONSO - Sí. No la diga.
M. ROSA - Osté no me quiere má.
ALFONSO — Bueno.
M. ROSA - No m’acompaña. Entra, sale, va e viene e me deja sola hora e hora
a este rincone, en medio de tanto chico molesto, de esta nuera fría fría e de
ese hijo siempre cansado.
ALFONSO — Yo no tengo la culpa de estar acá. Osté ha querido seguir a su hijo
predilecto. Ahí lo tiene a su hijo. Se lo regalo. A todo se lo regalo.
ÑECA — (Lamentando.) Sin comer. Tantos días sin comer casi.
(Trae vajilla que deja sobre la mesa. Radamés la sigue.)
RADAMÉS — Ñeca, ¿querés que te dé un beso? (Ella pone su carita tierna al
beso trompudo.) Yo te quiero mucho porque sos mi hermana y te tengo
lástima.
ÑECA — (Llorando.) Pobrecito. (Lo besa.) ¡Qué desgracia!
(Mutis izquierda.)
RADAMÉS — Agüelito, usté tomó algo que arde.
ALFONSO — (A María Rosa.) ¿Qué?
RADAMÉS — Se le ve en la cara.
M. ROSA —Tenga respeto
ALFONSO - ¿Qné diche? (A ella.)
RADAMÉS — Yo le tengo respeto.
ALFONSO - ¡Va! ¡Va!
M. ROSA – Andate, figlio.
RADAMÉS — Yo le tengo respeto porque usté es mi agüelo. (Mutis por el foro)
ALFONSO — Se hace el loco, tendrían que dejármelo a mí. Se curaba.
M. ROSA —¡Uh, qué mal humor que tiene! (Sonríe.) ¿Ha tomado su cañita?
(Se inquieta el viejo, se le ven los ojos, pero afirma.) Mentira. ¿Le gustaría
tomarla? (Niega don Alfonso.) Mentira. Agarra. (Le da una moneda.)
ALFONSO — ¿Cómo tiene esto?
M. ROSA — Me l’ha dado Stéfano ante de salir.
ALFONSO — Mentira. Yo estaba cuando salió. L’ha robado.
M. ROSA— (Contenta.) No.
ALFONSO — Sí. L’ha robado. Te conozco a la malicia.
M. ROSA — Uh, cómo es. Es un diablo osté. (Confidencial.) ¿No comprende,
sonso, que me gusta robar la monedita que le doy?
ALFONSO —¿E pe qué?
M. ROSA — Quién sabe. Me parece que son má suya.
ALFONSO — Yo todavía no la conozco, María Rosa.
M. ROSA —Tenemo que acompañarno, Alfonso. Estamo tan solo entre tanta
gente...
MARGARITA — (Debe haber sido bellísima. Despeinada, mal vestida, afanada
y deshecha por el trajín casero y doblegada por la muerte de todas sus
esperanzas, conserva aún rastros de su gentileza de ayer. Pero su carácter
se ha roto, y así como se exalta y manotea y grita, se enerva, llora y decae.
Trae los últimos platos, que guarda entrechocándolos. Actúa como si los
viejos —acobardados por su llegada— no estuvieran presentéis. Ante los
enseres que dejara Ñeca.) Ñeca... Siempre la misma distraída. (En la
derecha, llama.) Ñeca. (Se agita.) ¡Ñeca!
ÑECA — (Adentro, lejana.) ¿Qué?
MARGARITA — Nada. (Termina de ocultar la vajilla con un portazo. Se yergue
con los puños en los riñones.) Ah... (Se peina ahora con los dedos, luego
de sacudir la cabeza.) Nadie da una mano con gusto aquí. Ni los hijos.
Hay que pedir por favor y, además, quedar debiéndolo, el favor. (Limpia.
Dirigiéndose a los ancianos, de pronto.) ¿Y los chicos? ¿Adónde están?
M. ROSA — No sé. (A don Alfonso.) ¿Osté sabe?
ALFONSO — Afuera.
MARGARITA — ¿Solos?
ALFONSO — Todos ajuntos. (Va a salir.)
MARGARITA—Deje. Gracias. Ahora estoy yo. (Desde el zaguán.) ¡Chicos!
(Vuelve.) Estoy yo. (Por entre las persianas.) Aníbal. Atilio. (Intenta
silbar y no lo consigue. Se estruja la boca. A don Alfonso que insiste en
salir.) No vaya, le he dicho. No me haga cumplidos. En víctima, no. No
las puedo soportar.
ALFONSO — (Tartamudeando de ira.) ¿A quí? ¿A... nosotro?
M. ROSA — (Apresurada.) No; a la vítimas.
ALFONSO — Ah.
MARGARITA — Me han arruinado la vida, las víctimas; me han deshecho el
ánimo.
ALFONSO — Iba a salire, de todo modo.
MARGARITA — Váyase, entonces, con tal de que haga su gusto...
ALFONSO —No; ahora no.
MARGARITA — ¡Ve si es... viejo!
ALFONSO — (Grita.) ¡Ochenta año... Vérgine Santa! (Margarita se defiende
llorando, con las manos en la frente.)
M. ROSA — (A don Alfonso.) Cayate, vo. No comprende. ALFONSO — Me
manosea.
M. ROSA —Voy yo. Voy yo e ya está. (Se lamenta.) ¡Ah! (Al pasar.) Vamo,
viejo, vamo.
MARGARITA - Mire, vieja... Si usté pisa el zaguán... salgo así como estoy (Se
despeina. Don Alfonso hace retroceder a María Rosa.)
M. ROSA —Bueno, Margherita; bueno. No se ponga así. Le hace mal. Por eso
está tan flaca.
ESTEBAN — (En la izquierda. Traje negro, chambergo, corbata de moño. Es
buen mozo, de cutis marfileño; lento, triste, severo, seguro de sí mismo.)
¿Qué ocurre?
MARGARITA — (Miente con descaro.) Nada, hijo; traje los platos... (Se quita
el delantal para acercársele.)
ALFONSO — ¡Qué fémmena! (Parece que va a partir de su rincón y levantarla
de un cabezazo.)
M. ROSA - - (Le ruega que calle.) St... Es hestérica. (Don Alfonso va a salir,
tembloroso, pero se queda en el umbral, escuchando.)
MARGARITA — ¿Te vas ya?... ¿No querés otro mate?... ¿Llevas pañuelo?... (Se
asegura palpándose el bolsillo en que lo usa. Le retoca el moño de la
corbata, la inclinación del sombrero, la curva de las cejas. Su violencia
de hace un instante es ternura, sus movimientos nerviosos son caricias.)
¡Qué lindo mi hijo!... Tan bueno; tan consciente. Ah, yo no sé qué sería de
mí sin vos, Esteban.
ESTEBAN — (Serio.) Qué exagerada es.
MARGARITA — No vengas muy tarde.
ESTEBAN — Acuéstese. No me espere.
MARGARITA — No puedo dormir si no estás en casa.
ESTEBAN — Pero es que me atormenta saber que usted me aguarda.
MARGARITA — No.
ESTEBAN — Es amor mal entendido pesar sobre quien se quiere. MARGARITA
— No. Pobre mi hijito durmiendo en ese altillo.
Tan serio; tan hombre. Teniendo que trabajar, en vez de dedicarse a
escribir todo lo que lleva en su cabecita inteligente.
ESTEBAN — (Fastidiado.) Mamá... Soy feliz cumpliendo.
MARGARITA — No, no. ¿Vas a verte con Ernesto?
ESTEBAN — Sí.
MARGARITA — Salúdalo en mi nombre. Lo quiero a tu amigo.
Si se casara con la Ñeca...
ESTEBAN — Pero mamá... ¿en qué piensa?
MARGARITA — Sí, sí. Discúlpame. Se parece tanto a vos...
ESTEBAN — (A los viejos.) Hasta mañana.
M. ROSA — Hasta mañana, figlio.
ALFONSO —Estate buono.
MARGARITA — (Celosa.) Vení... Tenés una hilacha... (Salen.)
ALFONSO — Todo para él. Todo para él. Así quisiste a Stéfano, el hijo
entelegente, así lo criaste, e ve a lo que hamo yegado.
M. ROSA — No remueva, Alfonso, no remueva.
MARGARITA — (Llama antes a los hijos, silbando desde el zaguán, luego
entra.) Lo que me desespera es la ausencia de cariño. Costaría tan poco
vigilarlos. (No los mira, atareada. Limpia la mesa a golpes de trapo, la
cubre con una carpeta raída, pone un centro roto que toma del cristalero,
enciende la lamparilla de la mesa de Stéfano y apaga la de la araña.)
ALFONSO — Voy a hacer el ñeñero ahora. (Sarcástico.)
M. ROSA —Nosotro los queremo: son ñeto.
ALFONSO — Sólo que no yoramo.
MARGARITA — Eso sí: llorar no saben; por nada, por nadie.
ALFONSO — Nosotro ya hamo yorado todo el yanto que teníamo.
MARGARITA — Yo, no. Yo, no. (No encuentra ya qué sacudir.) Yo, no. (Se va
por izquierda.)
M. ROSA - No sabe todavía qué es sufrir.
ALFONSO - No s’acaba nunca. Ya 1o sabrá cuando sus hijo téngano bigote.
M. ROSA — Hijo chico, dolore chico; hijo grande, dolore grande.
ALFONSO — (Asiente.) Ah. En cada hijo crece un ingrato. Lo pide todo e
cuando lo tiene... lo tira. (Stéfano es alto, fornido, pero está en plena
decadencia física. Agacha ya los hombros y carga el andar en las rodillas.
Tiene las mejillas flácidas y el cuello flaco, con magrura de sufrimiento; la
frente amplia deprimida en las sienes. Al echar hacia atrás los cabellas
ondulados que le blanquean, su ademán asegura que los tuvo abundantes. La
“embocadura” del trombón le ha deformado el centro de su labio de bigotes
castaños. Sus manos son amables, elegantes, virtuosas. Usa un anillo de piedra
oscura en el anular izquierdo. Serio, parece que llorara y al sonreír —que
sonríe fácilmente, hasta cuando va a llorar—, sus ojos de párpados pesados se
agrandan expresivos, socarrones. No es débil y se le ve qué control lo domina
al soportar una injusticia o una desgracia.
Apasionado es desmedido y en la ira debe ser feroz. En la soledad decae con
tristeza aplastante. Viste saco negro, cruzado; pantalón de fantasía sobre él
botín de elástico; cuello bajo duro o palomita y corbata hecha, con alfiler. Su
galera no tiene sitio constante. Al entrar la trae sobre una oreja. Debe haber
caminado mucho, solo, ajeno a todo. Va a volverse, pero su mesa iluminada le
sorprende. Mira con fastidio hacia izquierda. Se acerca a los papeles y los
observa con disgusto creciente.)
STÉFANO — (Amenaza darles un manotazo.) Basura. (Se aparta echándose el
sombrero sobre la otra oreja. Ve a los viejos que se inquietan en el rincón
oscuro.) ¿Quién se ha muerto?... Parece que estuvieran oyendo una marcha
fúnebre... (Solfea la 3ª de Beethoven.) ¿Qué tienen?
M. ROSA — Niente, figlio.
STÉFANO — ¿Acaso Margherita...?
M. ROSA —No, no. Estamos así... triste.
STÉFANO — ¿Tristes?... Menos mal, mamma. Si estuvieran alegres, yo... me
alegraría, pero no puede ser: estamos en tono menor e hay que tocar lo que está
escrito. (Enciende la araña) Yo también estoy triste. Triste com’una ostra.
¿Han visto la ostra pegada al nácar?... ¡Qué pregunta!... (Sonríe.) Sí, l’han
visto. Hemo nacido a un sitio... (Con fervor.) ¡Ah, Nápoli lontano nel tiempo!...
a un sitio que con sólo tirarse al mar desde las piedras se sale con ostra fresca
e la piel brillante. ¡Qué delicia!... Al alba... con el calor de la cama todavía...
Todo cantaba en torno; todo era esperanza.
M. ROSA —Ah.
STÉFANO — (Vuelve a ella.) Sí, e triste mirar atrás. Por eso que mirar adelante
incanta. (Sonríe, y luego un disgusto escondido lo pone feo. Don Alfonso,
que gruñe, le hace reaccionar.) Como la ostra pegada al nácar. Cosa inex-
plicable la tristeza de la ostra. Tiene l’aurora adentro, y el mar, y el cielo, y está
triste... como una ostra. Misterio, papá; misterio. No sabemo nada. Uh... quién
sabe qué canto canta que no le oímo... la ostra. A lo mejor es un talento su
silencio. Todo lo que pasa en torno no l’interesa. L’alegría, el dolor, la fiesta,
el yanto, lo gritos, la música ajena, no la inquietan. Se caya, solitaria. La pre-
ocupa solamente lo que piensa, lo que tiene adentro, su ritmo. ¡Quí fuera ostra!
ALFONSO —Tú sei un frigorífico pe mé.
STÉFANO — Jeroglífico, papá.
ALFONSO — Tú m’antiéndese.
STÉFANO - (Apesadumbrado.) E usté no.
ALFONSO - Yo no l’ho comprendido nunca.
STÉFANO — Y es mi padre. Ma no somo culpable ninguno de
los dos. No hay a la creación otro ser que se entienda meno
co su semejante qu’el hombre.
ALFONSO — Cuando párlase conmigo te complícase.
STÉFANO — ¿Sí?... Me yena de confusione, papá. (Conmovido.) Nunca quiero
ser má sencillo que cuando hablo con usté.
ALFONSO —Te ha burlado siempre de mí.
M. ROSA —Cayate.
STÉFANO — No, papá.
ALFONSO —No soy tan iñorante. Ha despreciado siempre mis opinione.
STÉFANO — No.
ALFONSO — Te han hecho reír.
STÉFANO — No. Me han hecho yorar.
ALFONSO —¿Ve? ¡Te han parecido mejore la tuya, siempre!
STÉFANO — (Tranquilizado.) Esto sí. Lo confieso.
ALFONSO — Por eso estamo así.
M. ROSA — Alfonso...
STÉFANO — ¿Cómo?
ALFONSO —¡E pregunta! ¡A la opulencia estamo!
M. ROSA —St. Cayate. Va a sentir Margherita. (Cierra la puerta de izquierda.)
STÉFANO — ¿Qué? ¿Falta el pane aquí? ¿Ha faltado alguna vez el pane?
(Tiembla.) ¡Esto e lo único que no le permito a nadie! ¡Ne a usté! ¡Me he
deshecho la vita para ganarlo! ¡Estoy así porque he traído pan a esta mesa día
a día; e esta mesa ha tenido pan porque yo estoy así!
M. ROSA — ¿Pe qué no déjano esta discusiones iñútile?
ALFONSO — (Con su cabeza trémula.) La vita no e sólo pane. Nosotro no lo
precesábamo; lo teníamo ayá. La vita no e sólo pane; la vita e tambiene pache
e contento.
STÉFANO — (Sobreponiéndose.) Entonce... alegrémono, papá. Mamma lo ha
dicho: iñútile. A este “andante brioso”, pongámole un “allegro”... un
“allegro”... ma “non troppo”. (Se da golpes sobre la mano en el sitio del
corazón.) Entraña dura. (Cariñoso.) Papá... la vita es una cosa molesta que te
ponen a la espalda cuando nace e hay que seguir sosteniendo aunque te pese.
ALFONSO — Gracie. (Con artificiosa cortesía.)
STÉFANO —Nada. E la caída de este peso cada ve má tremendo é la muerte.
Sémpliche. Lo único que te puede hacer descansar es l’ideale... el
pensamiento... Pero l’ideale (se esfuerza por ser claro. Es posible que sin
saberlo se esté burlando) es una ilusión e ninguno l’ha alcanzado.
Ninguno. (Don Alfonso lo mira por entre las cejas.) No hay a la historia,
papá, un solo hombre, por más grande que sea, que haya alcanzado
l’ideale. Al contrario: cuando más alto va meno ve. Porque, a la fin fine,
l’ideale es el castigo di Dio al orguyo humano; mejor dicho: l’ideale es el
fracaso del hombre.
ALFONSO — Entonce, el hombre que lo abusca, este ideale ca no s’encuentra,
tiene que dejare todo como está.
STÉFANO —¿Ve cómo entiende, papá?
ALFONSO —Pe desgracia mía. Ahora me sale co eso: (Imita groseramente.)
“La vita es una ilusione”... ¡No! No es una ilusione. Es una ilusione para
lo loco. El hombre puede ser feliche materialmente. Yo era feliche.
Nosotro érame feliche. (María Rosa asiente con su nariz de gancho y sus
manos cruzadas.) Teníamo todo. No faltaba nada. Tierra, familia,
religione. La tierra.. Chiquita, un pañuelito... (Sonríe, como si la viese.)
pero que daba l’alegría a la mañana, el trabajo al solé e la pache a la noche.
La tierra... la tierra co la viña, la oliva e la pumarola no es una ilusione, no
engaña, ¡es lo único que no engaña! E me l'hiciste vender para hacerme
correr a todo atrás de la ilusione, atrás del ideale que, ahora no s’alcanza,
atrás de la mareposa. M’engañaste.
STÉFANO – Me engañé.
ALFONSO — E yo sé pe qué m’engañaste: de haragane.
STÉFANO — ¿Yo?. . .
ALFONSO — No te gustaba zapá.
STÉFANO — ¡Verdá sacrosanta!
ALFONSO — ¿Ha visto? Ilusione... ¡Capricho! A l’año novanta me dejaste solo
con tus hermanos mayore... ¡se hanne muerto lo do, lontano, son que
nosotro lo viéramo!...
M. ROSA — (Atacada de un dolor súbito.) ¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...
ALFONSO — ... en tierra extraña, desparramado por me culpa... para seguirte
atrá de la mariposa...
M. ROSA — ¡Ah!... ¡Ah!...
ALFONSO — ¡Cayate, tú! ¡Sabe que no me gusta que haga así! (Burlándose.)
Quería ser músico. ¡Maledetta sea la música! “Papá, hágame estudiar. Yo
tengo otra cosa al ánima. Aquí me afogo. Est’ária no é para mí, papá”...
“E beh... se t’afógase, figlio, e tiene otra cosa en capa, va, figlio, estudia.”
Te fuiste a l’escuela.
M. ROSA — Conservatorio.
ALFONSO — Al año noventa cinco, a la vacacione, tornaste a casa —adonde
yo seguía sudando con tus hermano para mantenerte l’estudio— e m’engañaste
otra ve: "Papá... ¡alégrese!... ¡alégrese!... ¡yo voy a ser un gran músico! ...”
STÉFANO — (Que escucha con las manos nerviosas a la espalda, levanta la
cabeza.) ¡Dio potente!...
ALFONSO — “¿Sí, figlio benedetto?...” “¡Sí, papá; nu músico chélebre... como
Verdi.” (Stéfano se avergüenza.) “Ho ganado una medalla d’oro”... Me la
mostrate. La tenimo a la mano... Yoramo todo.
STÉFANO — Yo también.
ALFONSO — E m’engañaste otra ve: “Papá, vamo a ser rico. Voy a escribir una
ópera mundiale. Vamo a poder comprar el pópolo. Por cada metro que
tenimo vamo a tener una cuadra...” E yo, checato, te creí. “E ve... se Dio
vuole, e da danaro, escribe l’ópera, figlio; va... ” E te fuiste. ¡Cinco año!...
Al novechento me mandaste llamar: “Mamá... papá... véngano. Véndamo
todo. No puedo vivir sen ustede. Quiero apagarle todo lo que han hecho
por mé. (Stéfano deja correr sus lágrimas.) Empieza la fortuna. Voy a ser
direttore a un teatro. Estoy escribiendo l’ópera fenomenale. A Bono Saria
yueven esterlina. Véngano...” Esta póvera fémmena, que ha creído
siempre a le parole, yoraba día e noche “per el hijo prediletto que estaba
solo”... M’avelenó. Vendimo la casa, la viña, l’olivaro, los anímale, lo
puerco... tutto... ¡tutto!... e atravesamo el mar, yeno de peligro ... atrás de...
de la mariposa que nunca s’alcanza. Cuando yegamo me había engañado
otra ve. Sen decirno nada se había casado co una argentina... troppo bella
para que la vita sea una ilusione.
STÉFANO — L’amaba.
ALFONSO —¿E nui?... ¿E nui?... ¿E la vecquia?... ¡Va! ¡Va! Nu diche parole.
Cayate. Atragátela. Espera tranquilo que te saquemo l’incomodo. No falta
mucho... ¡que no sé cómo me va a enterrá!
M. ROSA —Póver’a nui... Póver’a nui... (Se acerca al viejo, lo acaricia.)
STÉFANO — Papá... tiene razón. No puedo contestarle; no debo contestarle.
ALFONSO — E ¿qué va a contestá?
STÉFANO —Por ejemplo... qu’el dolor del hijo debía saberlo sufrir el padre.
ALFONSO — ¿Más todavía? ¡Amátame e ya está!
STÉFANO — St... Calma, papá. Acaba de cenar... Sí; yo no tengo atenuante.
ALFONSO —(A María Rosa.) ¿Qué?
M. ROSA — Tenuante.
STÉFANO — Osté sí porque nunca ha creído en mí.
ALFONSO — ¡Nunca!
STÉFANO — En esto sabía má que yo. Conocía la madera.
ALFONSO —(A María Rosa.) ¿Qué matera?
M. ROSA — Habla de él; habla de él.
ALFONSO — Siempre ha hablado de él; nunca de nosotro. (Se burla.) ¿E para
qué?.. Para terminar sonando el trombone a una banda.
M. ROSA — Orquestra.
ALFONO —Da risa. Da risa e paura e rabia. Carpechoso. Te lo dije el año
novanta: “Figlio, para vivir é mejor la zapa que la música”.
STÉFANO — (Serio.) Sapiencia pura.
ALFONSO — Se burla...
STÉFANO — Ma no.
ALFONSO — Está viejo como yo...
STÉFANO — Má viejo.
ALFONSO — …póvero como una rata; yeno de hijo que tam- biene tiéneno que
correr, todo rotoso, la... mariposa que no s’alcanza, e sigue dichendo
parole, yeno d’orgulio.
STÉFANO — (Con seria convicción.) Sí, saría mejor enseñarle a correr lo
chancho.
ALFONSO — Se burla.
STÉFANO — ¡Ma, no!
ALFONSO — Mientra tanto l’ópera no la ha hecho; chélebre no es; las esterlinas
no yoviérono... pero diche parole: “El hombre es un frascaso”... “La vita
es una ilusione”... ¡No! ¡Mentira! ¡Mentira! ¡La vita no es una ilusión, no
es una mareposa!... ¡Aunque yo sea una óstraga! (Se va a la calle.)
STÉFANO — Mamma... usté me perdona.
M. ROSA — (El mentón agudo como nunca.) Yo no tengo que perdonarte. Só
mi hijo. Te quiero... e ya está.
STÉFANO — Pero... usté m’entiende un poco...
M. ROSA —Creo que sí. No le haga caso al viejo. Despué se le pasa.
STÉFANO — Yia.
M. ROSA — (Encaminándose hacia interior.) Coma algo. S’ está poniendo
muy flaco.
STÉFANO — Mamma... (Los ojos muy abiertos.) ¿Por qué se ha puesto eso
botine?
M. ROSA —Estaba mojado el patio...
STÉFANO — Saqueseló. Queda feo.
M. ROSA —Uh... de qué te preocúpase ahora. (Sale por izquierda.)
STÉFANO — (En el mutis de María Rosa.) Como para correr la mariposas.
(Decide trabajar. Dispone los papeles, destapa el tintero, moja el lapicero,
deja. Se pone anteojos, enciende un toscano. Escribe.)
RADAMES — (De derecha.) Tamo jugando a lo bombero. Yo voy adelante de
la máquina. Soy el salvador. Saqué de un sexto piso a una vieja. Yo bajaba
una escalera alta alta que se movía al viento y la vieja gritaba a babucha
mío, prendida como una araña. (Stéfano está suspenso; el chico anda sin
mirarle.) Me hizo dar miedo a mí cómo gritaba. Cuando yo había puesto
el pie en la escalera alta alta que se movía al viento se cayó el balcón. La
gente abajo aplaudía. Sería mejor que en vez de aplaudir la gente ayudase.
(Mutis por izquierda. Stéfano no se mueve; mira al frente. Vuelve
Radamés.) Mucho mejor que ayudase.
STÉFANO — Radamés...
RADAMÉS — (Se le acerca.) ¿Usté me puso ese nombre, papá? Está mal. Yo
me debía llamar Salvador.
STÉFANO —A su hermano chicos ¿los vio?
RADAMÉS — Sí. Están jugando en la puerta de la cigarrería al oficio mudo. Yo
estoy a la vuelta.
STÉFANO — (Lo peina; le levanta la cabeza.) ¿En qué mundo vive usté, hijo?
RADAMÉS— Y... en el suyo. (Stéfano apoya su frente en la del chico.) ¿Le
duele la cabeza?
STÉFANO — Sí.
RADAMÉS — Papá, ¿qu’está haciendo?, ¿l’ópera? Eh, papá, ¿qu’está
escribiendo? ¿l’ópera?
STÉFANO —No, hijo. Estoy instrumentando una cosa ajena. Para el que la ha
escrito también es ajena. Sabe qué es instrumentar. ..
RADAMÉS — Si usté no me l’osplica...
STÉFANO —Se l’osplicado. No recuerda. A este papel tiene que ir escrito
instrumento por instrumento todo lo que la orquesta toca. ¿Ve? Violine.
Segundo violine. Viola. Flauta, echétera. Despué se saca cada parte a una
a una para que cada músico sepa lo que tiene que tocar.
RADAMÉS — Ah, sí. Porque lo músico de l’orquesta no saben lo que tocan.
STÉFANO — Sucede muy a menudo.
RADAMÉS — Tienen que leerlo en el papel, si no estarían mudo.
STÉFANO — Lo músico de orquestra, hijo, so casi siempre artistas fracasados
que se han hecho obreros.
RADAMÉS —Ah, sí. Como a la fábrica. Uno con el martiyo, el otro con el
serrucho, el otro con la raspa y todo al mismo tiempo. Es un baruyo, pero
le pagan y dan golpe, raspan y serruchan. Sí. Usté es un gran maestro papá.
Yo estoy orgulloso de ser su hijo. Un gran maestro que va a fabricar una
gran ópera.
STÉFANO — ¿Quién te l’ha dicho?

RADAMÉS — Mamá, pero hace mucho. Un gran maestro que está escribiendo
la gran ópera. Cuando se dé en el teatro yo voy a estar en el paraíso.
Aplaudiendo, aplaudiendo. Yo estoy orguyoso de ser su hijo, el hijo de un gran
maestro. (Se va a la calle. Stéfano está tan abatido que la mesa lo esconde.
Entra Margarita. Nada tiene que hacer... pero mueve las sillas, sacude,
arregla.)

MARGARITA — Ah, ¿estás aquí? ¿Querés comer? La Ñeca está llorando en la


cocina porque no cenaste. ¿Qué mirás? ¿Terminaste la partitura? ¿Qué
mirás?
STÉFANO — Levantante esa media. (Ella se agacha, afligida de verse tan
pobre. Monologa él.) ¡Y yo quería comprarle un castiyo a la Riviera!...
MARGARITA — ¿No querés comer, entonces? Todo para hacerme sufrir. (Mutis
izquierda.)
STÉFANO — (Busca su sombrero, va a salir, pero un ruido que Oye lo lleva a
una de las ventanas. Hacia afuera.) Ah, ¿están ayí?... Entren, que es tarde.
Vean cómo están colorado. Han venido corriendo. No van a estar contento
hasta que un ómnibus me pise uno. No haga mueca, usté, que lo estoy
pispiando, mono. Ma mire a ésta cómo está arrebatada. Ofelia... Le estoy
hablando. Parece un varón. Toda despeinada, potreando siempre. Pst... Ati-
lio, ¿por qué le pega a su hermano? ¡Qué ánima traviata tiene! ¿No sufre,
usté, cuando sufre su hermanito? ¿Qué l’he enseñado yo? Limpíate la ñata,
mocoso. Está siempre resfriado. Subite lo pantaloncito... lo tiene a media
pierna. Abrígate el pecho. No, no hace calor. ¡Mire qué flaco está! Parece
un títere. El otro, ahora. Comilón. ¿Eh?... ¿Adonde?... ¿Tienen que
atravesar la bocacalle?... Bueno, vayan pero vengan en seguida. ¡No
corran! (En la otra ventana.) Despacio. M’enojo. Aníbal... Usté qu’es el
mayorcito, atienda a sus hermanos. Recuerde que yo tengo miedo cuando
no los veo. Vayan. ¡Ojo con el perro de al lado! (Como si los viera
alejarse.) ¡Mire cómo están de pobrecitos!... (Se acongoja. Reanuda su
labor. Escribe, habla, rezonga,) Adelante con este pasticho. Acá... No...
(Solfea, escribe.) El fagoto. (Las notas que el fagote hará mueven su
cabeza.) Con la viola... Tarirarí... Tararan... (Escribe. Los bajos ahora.)
Popó... po po pó... Popó... ¡Oigan cómo ha resuelto este paso esta bestia!...
(Abandona la pluma, sopla, se quita los lentes, se agarra de la mesa.)
¡Fusilarlo é poco!... Popó... po po pó... (Se ríe, con las manos en la frente.)
Analfabetos. Bah. Bah. (Moja la pluma.) El loco soy yo. El trombone
ahora. ¡Strumento mañífico!... (Canta con la boca cerrada. Escribe.) Do...
do... mi... la... la...
(Canta.) ¡L’ánima tu... a!... (Sigue escribiendo. Ñeca aparece. Se ha
peinado y tiene zapatos. Se acerca a Stéfano; tiende la mano para
acariciarle, pero no se atreve. Brotan sus lágrimas fáciles; apoya una
cadera en la silla.) Ñeca... ¿qué tiene?
ÑECA — Estaba fea la salsa.
STÉFANO —Si no la probé.
ÑECA —Por eso. No le gustó. Le puse mucha sal. No medí bien... Pobre papá...
sin comer. Y yo pongo atención y me esmero para que por lo menos lo
contente la comida, pero...
STÉFANO — ¿Qué quiere decir este “por lo menos”?
ÑECA —Yo sé. Pobre papá que está siempre triste.
STÉFANO — (Pestañeando.) ¿Qué sabe, tú?... cariño mío.
ÑECA —A usté ya no le gusta la comida de casa.
STÉFANO — ¿Quién te ha dicho esta cosa inocente... esta cosa de ángel?
ÑECA —Yo sé. No le gusta porque mamá la hace sin ganas. Por eso que en
quince días casi no ha comido.
STÉFANO — No es por eso, figlia...
ÑECA — Sí. Y hoy le pedí a mama que me dejara cocinar y...
fue peor. Pero yo voy a aprender, papá y...
STÉFANO — Hija... no tiene que aprender nada; ya sabe todo lo que tiene que
saber. Cociná, cociná para mí; tu comida me vendrá del cielo. (Lloran.) Ñeca...
hijita... oiga: si yo hubiera nacido nada má que para tenerla así... parada al lado
de mi siya, yorando por lo que yoro... yo... estaría bien pago de haber nacido.
¿M’escucha? ('Ñeca afirma, apoyada en el padre.) ¿M’entiende? (Ñeca niega.)
No importa. Casi siempre lo que no se comprende hoy es la luz de mañana. Nel
tiempo... cuando te acuerde de mí, te verás en esta noche, bajo esta lámpara,
apoyada a esta mesita iñútile e vas a ser feliz, al meno un minuto,
recordándome. Mañana... siempre mañana.
MARGARITA— (Se ha peinado, recompuesto. Está serena. Parece otra.)
Dejala. No la atormentes así. No me gusta que la atormentes. Ya sufrirá lo suyo,
la infeliz, que para eso es hija mía. (Stéfano se suena la nariz.) Andá Ñeca;
buscá a tu amiga y paseá un poco. Vigila a los chicos. Levantante el pelito de
la frente. Andá, desdichada. (Mutis Ñeca.)
STÉFANO — Es angelicale. Es un milagro.
MARGARITA — Te ha dado la manía de hacerla yorar. En vez de alegrarla.
Yora por nada.
STÉFANO — ¿Qué belleza mía crece en ese cuerpecito, en esa ánima celeste?...
¿Qué irá de los padres a los hijos?... ¡Uno deberla despedazarse para
hacerle a cada uno un paraíso do esta tierra infernale... Y en cambio...
MARGARITA (Sentada a la mesa.) Y en cambio...
STÉFANO — (La había olvidado; la mira con una ceja muy alta) En cambio...
(Se pone a trabajar afanoso; su pluma rasga el papel áspero.)
MARGARITA — (Suspira, se inquieta, se pasa la punta de los dedos por la cara.
Una vez, dos, tres. Está deseando llorar.) Pobres de nosotros... pobres.
STÉFANO — (Al fin.) No. No crea. El premio viene siempre. Uno nace, empieza
a sufrir, se hace grande, entra a la pelea, y lucha y sufre, y sufre y lucha, y
lucha y sufre, pero yega un día que uno... se muere.
MARGARITA — (Mimosa; la guía una idea.) Ah... Ah... (Lloriquea su historia.)
Si viviera Santiaguito... Tan cariñoso... con sus manitas gordas... su
cabecita rubia... ¡Pobre Santiaguito!
STÉFANO — Ma... tiene gana, ¿eh?... Hace catorce año que se le ha muerto
Santiaguito. Vamo. No remueva el dolor.
MARGARITA — Qué lindo estaría. Alto. Iba a ser alto, como papá... y... (Stéfano
levanta una piedra con que aprieta sus papeles y la deja caer. De pie,
temblando.) ¿Qué?... ¿Qué fue?
STÉFANO — Nada, nadá. Se cayó la piedra. (La recoge.) Margarita ... dejame
trabajar.
MARGARITA — Vos no lo querías como yo. Sería un orgullo verlo. Tendría
dieciséis años... seguiría marina... (Stéfano en un arrebato hace que los
papeles vuelen. Margarita presurosa, muda —hembra dominada por la
fuerza— se pone a recogerlos. Da lástima en su afán por levantarlos.
Stéfano la yergue y la: besa apretándola a su cara.) Vos no me querés
más.
STÉFANO —(Ciñéndola.) No.
MARGARITA — Si me quisieras...
STÉFANO — ¡Yo te he querido más que a todo en el mundo, má que a la música,
má que al arte!
MARGARITA — (Deja colgar sus brazos.) Pero, ahora...
STÉFANO — Nunca como ahora. Porque sos la madre de mis hijos y porque te
ha quedado sola en mi corazón. ¡Te debo tanto!... Te debo todo lo que te
he prometido cuando creía yegar a ser un rey y te ofrecí una corona de oro
mientras te apretaba ésta, de espinas, que te yena de sangre. Mire esta
mano que yo soñaba cubriré de briyante... (Se la besa con fervor.) con olor
a alcahucile. ¡Perdóname, Margarita!... ¡Tú debías haberme engañado
como al último hombre devolviendo este engaño tremendo con que te he
atado a mi vita oscura e miserable!
MARGARITA —Algo ha ocurrido. Me vas a dar una mala noticia. Lo
sospechaba.
STÉFANO — (Apretándola.) Quédate así... Margherita... hace quince día que he
perdido el puesto a la orquestra.
MARGARITA — (Desenlazándose.) ¿El puesto?... ¿El puesto en la orquesta?...
¿Ya no tenés el puesto?... ¿Después de diez años?... (Se vuelve.) Te
peleaste.
STÉFANO — No.
MARGARITA — Sí, te peleaste. Te conozco. Peleaste con alguien, y te echaron.
Te has enfurecido, con ese orguyo que no podés contener y que nos ha
arruinado, y te echaron.
STÉFANO — (Grita.) ¡No! ¡Te digo que no! (Reaccionando.) Te digo que no.
Me hicieron la camorra. Nunca he tenido má paciencia que en este último
mes —aunque nunca tampoco he visto e oído tanta indiñitá artística e
morale— pero no sé por qué presentía un desmoronamiento e como uno
de tantos ho agachado el lomo, como uno de tantos... ¡No!: la camorra, la
traición. ¿Sabe quién me ha sacado el puesto? Pastore.
MARGARITA — ¿Tu discípulo?
STÉFANO — Mi discípulo. Esa mula.
MARGARITA —Pero... ¡Es increíble!... ¡Es increíble!... Te lo debe todo... Te lo
debe todo...
STÉFANO —Por eso. Estaba en cuatro pata, yo le puse a la vertical e la última
patada me correspondía.
MARGARITA — ¡Qué traidor! Y sigue viniendo y te trae instrumentaciones,
trabajo...
STÉFANO — Güeso para que me distraiga. Eso é lo incomprensible: venir a
gozarse... Parece mentira que un hombre sea per que...
MARGARITA — ¿Cuándo lo supiste?
STÉFANO — Hace tres días. Me lo dijo Vaccaro, el corno.
MARGARITA — ¿Y te vas a quedar así?
STÉFANO — Muy triste. Este espectáculo de la perversidá humana me yena de
tristeza, Margherita.
MARGARITA —¿No le vas a romper la cara?
STÉFANO — Sí, ahora lo busco. Sí, a esta altura de la vida voy a empezar a
vengarme. Si hubiera tenido que romperle la cara a todos los que me
traicionaron... sería Dempsey. Déjalo. Debe sufrir como un perro.
MARGARITA — (Sarcástica.) ¡El!
STÉFANO — Yo soy fuerte todavía, alto, diño... Puedo mirar con desprecio.
MARGARITA — Vos te vas a morir mordiéndote los puños.
STÉFANO —Creo que sí. Lo tengo descontado.
MARGARITA — Nosotros somos los fuertes, que cargamos con tu dignidá sin
pecado ni gloria. Te has ido acostumbrando a que, bien o mal, nosotros
soportemos la carga de tu conciencia. ¿A qué nos ha llevado tu altura? Es
vergonzoso que un músico como vos, primer premio del conservatorio de
Nápoles, dependa de un puesto de mala muerte.
STÉFANO —No se han terminado las orquestras en Buenos Aires.
MARGARITA —No lo vas a conseguir.
STÉFANO — ¿Por qué?

MARGARITA — Porque vos no conseguís nada; porque vos no has conseguido


nunca nada; porque vos, lo único que has hecho es confiar en todos los que
te hunden y perdonar a todos menos a los que te quieren; porque sos
siempre el último; porque pudiendo ser el primero sos siempre el último.
¡Con lo que sabés!... Otro son ricos, famosos, con la mitá de lo que sabés.
Es tu falta de carácter y modestia mal entendida lo que nos tiene así.
STÉFANO — (Él tampoco lo sabe.) Ma... ¿soy orgulloso o soy modesto?
MARGARITA — Tener que vivir aquí... (Anda desalentada en derredor de la
mesa.) hundida en la grasa, en esta casucha triste; apretados, amontonados,
teniendo que pedir prestado el aire cuando hace calor y robándonos las
frazadas cuando hace frío. Con ese pobre hijo viviendo en el altillo y
trabajando como un esclavo, en vez de cultivarse... que él sí está lleno de
ideas. Lo estás malogrando a tu hijo. A todos nos has malogrado. No me
cumpliste nada. Yo no
me casé para esto. Ni una página has hecho. ¡En veinte años! ¡Ah, no!... ¡Yo
no merecía esto!... No digo brillantes... no me importaban... pero otra vida,
otro ambiente, otro destino... otro destino. Con esos pobres chicos, sin
culpa, en la calle... (Va al zaguán; llama.) Chicos... Aníbal... Atilio...
Ofelia... Chicos... (Vuelve.) Vivir así. ¡Sí, me engañaste! ¡Me engañaste!
(Llora.) Y no tenés perdón. ¡Me engañaste!
STÉFANO — E verdá. E la cruda verdá que me punza el cuore. (Se le ven las
palmas de las manos.) Estoy frente a la realidá. Quiero e no puedo. ¿Por
qué? Dio lo sá. Sé tanta música como... Puccini; conozco la orquestra...
como Strauss; tengo el arte aquí... (Las yemas de los dedos.) y aquí... e no
puedo. La fama está en una página, ma... hay que escribirla. ¡Tormento
mío! (Se cubre la cara.)
ALFONSO — (Reaparece queriendo ser grato. Transformado por su cañita. Le
pica en los dorsos de las manos anquilosadas.) Hasta mañana. ¿Qué tiene?
¿Te duéleno la muela? Por eso no come hace tanto día. Hacétela arrancare.
¡Qué gana de sufrir! (Cordial.) State buono. (Se va por izquierda.)
STÉFANO — ¿Tiene lista la cama el viejo? ¿Le ha puesto la uva en la mesita
para cuando se despierte? (Ella lo mira a través de sus lágrimas.) Cálmate,
Margherita. Tiene razón... tiene razón... (La acaricia.) Ma yo te prometo...
MARGARITA — Dejame.
STÉFANO —No. Yo te prometo que... (Le mete un dedo en un ojo.)
MARGARITA — ¡Ay!
STÉFANO — Perdón.
MARGARITA — (Rabiosa.) ¡Ay!
STÉFANO — Siempre así. Es un símbolo éste. Sólo hago daño a los que quiero.
Trae que te soplo...
MARGARITA — ¡Déjame... déjame!... (Mutis a interior.)
STÉFANO — (De pie junto a su mesa, las manos en los bolsillos, un hombro
muy bajo, está lejos, sonriendo torcidamente a sí mismo. Silencio. La
mueca. Despierta mirando un pasaje del trozo musical que tiene a la
vista.) Mira a qué tono pasa este cafre... (Se pone a corregir.)
PASTORE — (Es pequeño, cabezón, de ojos azules, inexpresivos, muy
separados. Viste como Stéfano o de marrón o gris oscuro, de mal corte.
Botín de color de caña chillona. Usa él cabello a lo Humberto y el bigote
a la americana. Tiene la boca chica y al hablar, con su voz tierna y sin
altos, no se le mueve la “embocadura". No sabe llorar; cuando el dolor
lo hiere se pone estúpido. No sabe reír; cuando se alegra hace pucheros.
Anda cautelosamente, con miedo de pisar y de ser ruidoso, y al sentarse a
detenerse está cómodo porque... no se movería. Si alguien se enoja o
levanta la voz, desea irse. Difícilmente mira a los ojos. Es un tímido y
parece un traidor. En una funda de felpa negra o verde bajo trae un trom-
bón y en un rollo papeles de música. Aparece con la mano en el ala de la
galera.) Permiso, maestro. (Stéfano mira por sobre sus vidrios.) Yo.
STÉFANO — (Iluminándolo con su lámpara.) Pastore... (La mueca de dureza.
Sonríe.)
PASTORE — ¿Cómo está, maestro?
STÉFANO — Bien. Muy bien. Entra nomás. No te esperaba tan pronto.
PASTORE — Sí... Tenía que venir ante de ayer a traerle esta plata de la partitura,
pero... me venía mal y...
STÉFANO — Sí. Comprendo. (Por el sobre que le tiende, ofuscado por la luz.)
Tírala ayí esa plata. (Pastore deja el sobre y se aleja.) Sentate. (Vuelve la
lámpara a su sitio. Piensa, sin mirarle. Se decide.) Disculpa un momento.
Voy a terminar esto do compase. No vale la pena... Sentate. (Se oye a su
pluma nerviosa. Pastore se queda de pie, lejos de los muebles, serio,
estúpido, aunque está lleno de pensamientos. Stéfano solfea, elaborando
su ira.)
PASTORE — Maestro... Ho yegado en mal momento...
STÉFANO — No. Al contrario. Ha entrado a tiempo. Poca vece ha entrado tan
a tiempo con ese instrumento. Ponelo a la mesa. Deja todo.
PASTORE — Puedo volver mañana...
STÉFANO —No. Sentate. No me haga el cortés. Ya está aquí ahora. Sentate.
(Pastore se sienta a la cabecera más cercana á la puerta. Escribe Stéfano.)
Fa... fa... fa... (Sopla.) Mi... mi... mi... ¡mi!... ¡Benedeto sía qui me enseñó la
música!... (Grato.) ¡Póvero maestro sfortunato... como todo lo que vale!
(Escribe.) Sí... sí...sí... ¡sí!... (Arroja la lapicera.) Basta. (Aprieta los papeles
con una piedra pesada.) Sentante. Está bien. (Sonríe mirándole mientras
limpia sus lentes.) L’amico Fastore. (Anda por foro detrás de Pastore,
inquieto.) Sentate. ¿Qué tiene? ¿Hormigas? (Cierra la puerta de izquierda.)
PASTORE —No, maestro... hace calor.
STÉFANO — (Mirando a la calle por una persiana.) Va a yover. ¿No se lo
anuncia la hernia?
PASTORE —No... E tiempo de que haga calor...
STÉFANO — Yiá... por lo general en verano hace calor. Sí, estamo de acuerdo.
Acorde perfetto. (Sopla.) Estoy yeno de música ajena, de mala música
ajena... de spantévole música ajena robada a todo lo que muriérono a la
miseria... por buscarse a sí mismo. Yeno. ¡Yeno! ¡Maledeta sía Euterpe y...
(Encarándolo.) ¿Sabe quién era Euterpe? Perdón... es una pregunta
difíchile que no merece. Se lo voy a explicar, como le he explicado tanta
cosa que le han servido más que a mí. Euterpe es la musa de la música. Las
musas son nueve... ¿qué digo “son”? Eran. ¡Han muerto las nueve
despedazada por la canalia! Bah. Mequivoco. Esto no son conocimiento
que sirvan para hacer carrera. Para hacer carrera basta con una buena
cabeza que se agache, un buen cogote que calce una linda pechera y tirar...
tirar pisoteando al que se ponga entre las patas... ¡aunque sea el propio
padre! Eh?... ¿Qué te parece la teoría, Pastore? La teoría e la práttica,
(Arrebata un cuaderno de sobre su mesa.) ¡Solfeame esto a primera vista!
(Le oculta el título.) ¡Vamo!
PASTORE — Maestro...
STÉFANO — Solfear a primera vista é l’añañosia de un ejecutante de orquestra.
Usté no puede porque es impermeable al solfeo. Solfea. Sentate. Solfea.
PASTORE — Maestro...
STÉFANO — ¿Sabe qué es esto? Bach. ¿Quién es Bach e qué representa a la
música? No sé. ¿E qué falta me hace saberlo? Basta que lo sepa usté
maestro, para poder maldecir noche e día contra l’iñorancia e la
vigliaquería. Aquí no se trata de saber, se trata de tener maestro. No se trata
de cultivarse con la esperanza de bajar del árbol sin pelo a la rodiya y a lo
codo, con un pálpito de amore o una idea de armonía, al contrario, maestro,
se trata de aprender en la cueva una nueva yinnástica que facilite el asalto
y la posesione, porque en esta manada humana está arriba quien puede
estar arriba sin pensar en el dolor de los que ha aplastado. ¿Usté qué sabe?
Nada. ¿Sabe que Beethoven agonizó a una cama yena de bichos?... No le
interesa. Lo único que le interesa de Beethoven e que cuando se toca
alguna sinfonía lo llamen y le paguen. ¿Sabe quién es el papá de la
música?... No es el empresario que paga a fin de mes; no: e Mozart, ¿Qué
era Mozart? ¿Alemán o polaco?
PASTORE — (Pestañeando.') Polaco.
STÉFANO — No.
PASTORE —Es verdad: alemán.
STÉFANO — Tampoco. Autriaco, inocente. No sabe nada de nada. Lo iñora
todo. ¿Cuál es la capital de Estados Unido de Nord América?
PASTORE — Eh..., no tanto, maestro: Nova York.
STÉFANO — Washington, pastinaca. ¿Qué sabe de la Osa Menor? Sabe que la
osa menor e la má chica de las dos que hay en el zoológico, pero de aqueya
otra que nos mira e quizá nos quiere... ne una guiñada. (Pastore parece
dormida.') ¿Sabe que Colón no era gayego? ¿Sí? ¿Quién se lo ha dicho?
¿La Pinta o la Niña?... ¿A que no sabe adonde tiene el peroné?... Atrás de
la tibia, lo tiene... (Le pellizca la pantorrilla.) Este es el peroné.
PASTORE — ¡Ay!
STÉFANO — Ecco: lo único que le duele es la carne.
PASTORE — Maestro... ¿por qué hace esto conmigo?... No me lo podré olvidar
nunca este pasaje. M’está haciendo doler el ánima, maestro. Usté no sabe,
usté iñora... ¡No! Mi deber es irme. Está bien. Soy un vile.
STÉFANO — ¿Qué iñoro?
PASTORE — El puesto suyo a la orquesta...
STÉFANO—¡Ah, se entendíamo!... No es tan estúpido como parece. ¡Me lo ha
robado lo puesto!
PASTORE — NO.
STÉFANO — Se ha juntado con la camorra y me lo ha robado.
PASTORE —No, maestro; no. ¿Cómo explicarle?... Lo he adietado despué de
saber que no se lo iban a dar má, e de pensarlo día e día, e de pedir pareceré e
consejo a sus amigo.
STÉFANO — No tengo amigo. ¿E por qué no vino a aconsejarse aquí? Era su
obligación de hombre decente.
PASTORE — Sí... ma, ¿cómo se hace eso?... ¿cómo s’empieza una conversación
de tale especie con usté, maestro?... Es que usté no sabe qué hay abajo.
STÉFANO —¿Qué va haber?: envidia.
PASTORE —No, maestro, no.
STÉFANO — No haga el pobrecito, Pastore. No se esfuerce en darme lástima.
Te la he perdido, e para siempre. No trate de justificarse. Si a mí, nel
íntimo, me complace. No sé qué sabor pruebo de ser combatido, de ser
derrotado. Caer me parece triunfar en este ambiente. E como si me vengara
del que pisotea: “¡Estoy abajo, me pisa, pero no me comprende! ¡Yo sé
quién sos, canalla, e tú no!”... Si no fuera por esto chico míos, me tiraba al
suelo para que pasaran todo por encima y poder expirar sonriendo a la
vigliaquería humana.
PASTORE — (ES un muñeco ridículo, está llorando.) Maestro... Maestro...
¡Cómo me duele!
STÉFANO —No ponga esa cara de cretino. Estoy acostumbrado a anidar
cuervos. ¿Qué va haber abajo? Traición, envidia, repudio. Sobro en todas parte
yo. Molesto en todas parte. Sé demasiada música yo, para que me quieran los
músico. Incomodo a lo compañero porque se sienten inferiore, e fastidio a lo
direttore porque saben que les conozco la audacia e no m’engañan con posturas.
Molesto porque soy un espejo que refleja siempre la figura fiel de quien se
mira. Yo comprendo; es terrible tener que confesarse: “Yo soy capaz de esta
porquería e Fulano no. ¿Cuándo reventará Fulano?” y se explica el codazo y el
empujone. Lo que no m’explico es que un pajarraco como tú pueda picotear
tan arriba; lo que me duele es haberte enseñado un arte. A te. Debí despreciarte
aquel día que yegaste a este cuarto con lo clavo de lo botine y esta misma
cabeza de cepiyo, pero la lástima... Bah... Andate, Pastore. Yevate esta otra
partitura que me traes para endulzarme la píldora avelenada y este instrumento
que ejercítase. Va. E siga así, atropeyando. Tú terminas tocando la corneta al
soterráneo. Andá tranquilo. Ya me ha pagado. No sufra mucho. Tengo un cajón
yeno de plata como la tuya. Va.
PASTORE — No.
STÉFANO — Pastore... salí. Hacía mucho que no tenía de frente a un enemigo.
Tengo miedo que pierda la embocadura con que da de comer a tus hijo. Tiene
cuatro, ya sé. Tre mujere y un varón. Una e muda y el varón el año pasado se
tragó un cobre de do centavo; me lo contaste todo... pero andate. Pónete esta
galera generosa que te hace creer que tiene cabeza. (Se la pone ruidosamente.)
Va.
PASTORE — No.
STÉFANO— Pastore... (Le manosea las solapas.) Me suben ciertos impulsos...
PASTORE —Maestro... osté e lo peor que pueda ser un hombre: injusto e
ingrato.
STÉFANO — ¿Yo? ¡Iñorante stúpido! ¡Te he dado el pan de tus hijo... tú me
robaste el de los míos e todavía!...
PASTORE — Puede pegarme... ma el puesto suyo estaba vacante. No se lo
quieren dar más ne ahora ne nunca, porque usté, maestro, hace mucho que hace
la cabra.
STÉFANO — ¿Yo?...
PASTORE—¡Sí! ¡La cabra! No se le puede sentiré tocare. No emboca una, en
cuando emboca, trema... (Imita.) Bobobobo.
STÉFANO — ¿Yo?... (Está inmóvil, de pie, alto.)
PASTORE — Esto é lo que me ahogaba e no quería decirle per respeto e
consideracione, maestro. Sus propios amigo, la flauta, la viola e il contrabasso,
me aconsejárono que achetase. Igual le daban el puesto a otro que lo necesitara
meno que yo... yeno de obligacione. E no es de ahora la cuestión; ya el año
pasado estuvimo a lo mismo, pero se juntamo vario e le pedimo al direttore que
no hiciera esta herida a un músico de su categoría. Yegamo hasta a despedirno
de la orquestra... e la cosa s’arregló sin que usté supiera. Ma este año empeoró.
El direttore no quiso saber nada aunque le yoramo una hora e pico a su propia
casa. Por eso, maestro, en esto último tiempo ho golpeado de puerta en puerta
consiguiéndole instrumentaciones e copias para que se defendiese sin...
STÉFANO — ¿Yo?... ¿La cabra?...
PASTORE — Eh, maestro, l’orquestra mata. Yo, que casi soy nuevo, siento que
ya no soy el mismo. Ante, cuando iba arriba, temblábano lo vidrio, ahora tengo
que dejar lo pulmone para hacerme oír... usté, con tantos años...
STÉFANO — (Tambaleando, se acerca al trombón, va d desenfundarlo, pero
no se atreve.) Sí..., sí. Sí... sí. ¿E ahora? ¿E ahora?... (Sufre una crisis.) Oh...
oh...
PASTORE — ¡Maestro!... ¡Maestro!...
STÉFANO — St... Cayate. Cierra. Cierra esa puerta.
PASTORE — (Cierra la puerta de izquierda, y acude a echarle viento con su
sombrero.) Maestro... usté me despedaza l’ánima... Voy a renunciare al puesto.
STÉFANO — ¿E ahora?... He visto en un minuto de luche tremenda, tutta la vita
mía. Ha pasado. Ha concluido. Ha concluido y no he empezado.
PASTORE —Ma no... Exagera. ¿Qué importa l’orquestra? E mejor así. Está más
tranquilo. Su hijo mayor trabaja ya. Recupere el tiempo perdido. Co lo que usté
sabe... Escriba esa ópera que tiene quescribir. Todo lo esperamo.
STÉFANO — ¿L’ópera?... Pastore... tu cariño merece una confesión. Figlio... ya
no tengo qué cantar. El canto se ha perdido; se lo han yevao. Lo puse a un pan...
e me lo he comido. Me he dado en tanto pedazo que ahora que me busco no
m’encuentro. No existo. L’última vez que intenté crear —la primavera
pasada— trabajé dos semana sobre un tema que m’enamoraba... Lo tenía acá...
(corazón) fluía tembloroso... (Lo entona.) Tira rará rará... Tira rará rará... Era
Schubert... L’Inconclusa. Lo ajeno ha aplastado lo mío.
PASTORE — Maestro...
STÉFANO —Sí, figlio ... no me quedaba más que soplar. (Llora con la cara en
la mesa.)
PASTORE —No sé... Creo que molesto... Maestro... tengo l’ánima yena de
confusione e agradecimiento... Le pido perdón... ¡
STÉFANO — Perdóname tú.
PASTORE — (Por el rollo de papeles.) Dejo eso...
STÉFANO — Gracie, Pastore.
PASTORE — Nada. Se no ne ayudano entre nosotro... (Se aparta.) ‘
STÉFANO — (Sonríe.) Uno se cré un rey... e lo espera la bolsa.
PASTORE — Molesto... (Se va.)

TELON
EPILOGO

En la misma decoración. A las dos de una noche de invierno. Hace muchas


horas que llovizna. La cama-jaula ha desaparecido; en ese rincón, una
cuerda tiende ropa blanca, mojada. Poca. Sobre la mesa, un calentador,
cafetera, pava, mate, etc. Radamés, en el sofá, envuelto en sábanas y
colchas, duerme su mal dormir. Margarita, sentada junto a la mesa,
aguarda al hijo. Tiene los ojos muy abiertos y tiembla a pesar de la
pañoleta que la abriga. Su nariz se afila; su boca, apretada, es una línea
curva. El viento juega en las persianas, detrás ¡de los postigos cerrados.

RADAMÉS — (Soñando.) Bueno. Ya voy. Ya voy. (Masculla una larga frase.


Margarita lo recubre.) Se ahogan. Dejen pasar. Dejen pasar. (Se oye una
llave en el cerrojo de la calle. Margarita, sonriente, entreabre la puerta
del zaguán, alista los enseres del mate y espera.)
ESTEBAN — (Con gabán y bufanda. Quejoso.) Pero...
MARGARITA — Qué temprano venís.
ESTEBAN —Pero, mamá... no quiere comprender...
MARGARITA — No. ¿Te mojaste mucho?... Sí. (Le ayuda a quitarse el
sobretodo.) No te enojes. Soy feliz estando sola con vos, de noche... con
frío. ¿No entendés que soy feliz? Si no esperara esto todo el día... ¿No se
te mojó el saco?
ESTEBAN — Bueno, pero acuéstese ahora.
MARGARITA — ¿No vas a escribir?
ESTEBAN —No, si no se acuesta.
MARGARITA —Te cebo unos mates antes.
ESTEBAN —Ya tomé.
MARGARITA — ¿Con los muchachos?
ESTEBAN — Sí.
MARGARITA — Qué lástima... (Él la atrae a su pecho con ternura severa.)
Hijo. (Callan, en un viaje largo.)
ESTEBAN — ¿Papá duerme? 321
MARGARITA —No está. (Para sacarle de la meditación en que se ha sumido.)
¿Qué hora es?
ESTEBAN —Las dos y media (Piensa en alta voz.) Está triste la calle. Es un
verso. (Por la araña.) Encienda. Hace más frío así. (Margarita enciende.)
RADAMÉS — (Soñando.) ¡Uffa! Son muchos. Agarrensé. Agárrense.
ESTEBAN —Le molesta la luz.
MARGARITA — No. Tiene una noche agitada.
RADAMÉS — (Incorporándose, desgreñado. Cree seguir soñando. A Esteban,
que lo observa.) ¿Vos también? Te hundís. Agárrate. ¡Agárrate! (Se cubre.
Esteban lo acaricia.)
MARGARITA—(Sin mirarle.) Te guardé leche. ¿Tomás, con un poco de café?
ESTEBAN —No. No deseo. (Se sienta en la mesita.)
MARGARITA —En un minuto.
ESTEBAN —No; no.
MARGARITA — Bueno, no. Escribí. Escribí. (Esteban se acoda, las manos en
la cara. Ella, cautelosa, le acerca la luz.)
ESTEBAN —No. Me falta. No está todavía. Un verso que se resiste...
MARGARITA — Pensá. Pensá. Todo lo que se resiste vale.
ESTEBAN — ¿Cómo lo sabe?

MARGARITA — (Sonriendo.) No sé. ¿Ésta mal?

ESTEBAN — Está bien. (Le molesta el cabello en la frente; ella se lo peina,


acariciante.) ¿Dónde estará papá?
MARGARITA — (Se alza de hombros y luego.) Si se queda, tampoco duerme.
Se ha acostado tan tarde toda su vida que... Esteban, contame. No me
contás nada de lo que te ocurre.
ESTEBAN —No tengo qué contarle, mamá. No sé... No ocurre nada, mamá...,
pasa..., se aleja...
MARGARITA — De lo que pensás.
ESTEBAN — Lo que se piensa no se cuenta, se escribe.
MARGARITA — (Porque él mira la habitación.) ¿Qué es?
ESTEBAN — YO he vivido antes esto.
MARGARITA — ¿Qué?
ESTEBAN — Esta noche. Lejos, en un recuerdo que no es este mío. Una pieza
así... con esa puerta cerrada... lloviendo... con esta luz... usted mirándome
así... y... (Sin moverse señala a Radamés: sabe que hablará.)
RADAMÉS — Se van. Se van. Uno detrás de otro. Se van.
ESTEBAN — Igual. Igual.
MARGARITA — Estás cansado, hijo.
ESTEBAN — (En su visión.) Como si hubiese vivido otra vida, un pasado que
desconozco y que flota de pronto... Ya se despintó.
STÉFANO — (Afuera, como si llamara a la ventana de la otra habitación.)
Margherita.
ESTEBAN — Papá.
STÉFANO — Ohu. Margherita.
ESTEBAN — Me voy arriba. (Se echa encima el sobretodo.)
MARGARITA — Pasá por aquí. (Izquierda.)
ESTEBAN —No. (En la derecha.) Hasta mañana. Acuéstese.
STÉFANO — (Golpea en foro.) Margherita. Ohu. M’olvidé layave. (Esteban da
la suya.)
MARGARITA — ¡Cómo viene!
STÉFANO — Gherita... Yueve. Ohu. (Margarita le alcanza la llave por entre
las persianas.') Ah. M’olvidé la yave. (No la ve.) ¡Traiga! (Se despide.)
Bueno, Pastore... state bueno. Diga, ¿puede ir solo?... (Ríe.) ¿Quiere que
lo acompañe? Como quiera. Eh, ¿por dónde va? Agarre la casita del perro.
(Ríe.)
ESTEBAN—(A Margarita, que cierra la ventana.) Acuéstese.
MARGARITA — Sí. (Apaga la luz central, besa al hijo que se va por derecha y
mutis. Ella por izquierda.)
STÉFANO — (Ha envejecido. Los sufrimientos son años. El sobretodo con las
puntas del ruedo muy bajas le cuelga en la percha de sus hombros flacos.
Le cuesta cerrar la puerta; acaba cerrándola de un golpe brutal. Al vol-
verse, sonríe sin luz en los ojos, con los pómulos altos, la lengua afuera.
No piensa ya en el porvenir y está absurdamente alegre. Canta sin tono su
obsesión.) Buen día, su señoría... Mantantirulirulá. (A Margarita, a quien
cree presente.) M’olvidé la yave... e no sé adonde. (Al apoyarse a la mesa
abandona la que trae.) “¿Qué quería su señoría?... Mantantiruliru...” (Se
le engancha un pie a una pata de la mesa. Intenta desenlazarse cal-
mosamente, pero debe recurrir a la violencia. Voltea un323 manubrio
imaginario.) Lirulá. (Se queda contemplando la lamparilla de su mesita.
Le sonríe, sarcástico, la amenaza; le pregunta, con las puntas de los dedos
apretados en alta.) ¿Qué quiere?... ¿Sigue iluminando al muerto?... (La
odia; va a arrojarle su sombrero... pero le dedica él cantito.) “¿Qué quería
su señoría?... (Obsequioso.) Mantantirulirulá”. Margherita... ¿Está hacien-
do la vittima? Margherí... (Al comprobar la ausencia.) S’esconde. Repuño.
(Grita.) ¡Margherita! ¡Margherita!
RADAMÉS — (Revolviéndose.) Bueno, bueno. No griten. Ya estoy aquí. Ya
estoy... (Resopla; parece que nadara.)
MARGARITA — (Frente a la puerta cerrada; enemiga.) Vas a despertar a los
chicos.
STÉFANO — (Cortés.) M’olvidé la yave e... No: le he pedido cuarenticinco mil
cuatrociento noventicuatro vece que me deje encendida esta luz. (La de la
araña.) ¡Y no! ¡Está esa! Cuarenticuatro mile noveciento... ¡Esta casa es
una mazamorra... una mazamor... ¡una mazmorra! (Margarita enciende.)
¡Oh, benedetta sía la luche! “Mantantirulirulá”. Acuéstese, nomás. No me
haga la víttima. Duerma. (Ronca.) Ronque. Yo ya no preciso dormir. Vaya.
(En el mutis de ella.) “Buen día su señoría...” (Se le ven los dientes.)
“Mantantirulirulá”. (Una crisis de alegría doloroso lo convulsiona.)
¡Ay!... Repuño. Molesto. (Quiere tapar a Radamés, pero tambalea y le
apoya rudamente una mano en la cara.)
RADAMÉS — (Incorporándose, asustado.) ¡¿Qué?!... ¡¿qué?! ¡¿qué?! ¡¿qué?!
STÉFANO — (Apresurándose a calmarle.) Nada, nada. Yo, yo. Te quería
acariciar y...
RADAMÉS — ¿Papá?
STÉFANO — Yo.
RADAMÉS — Ah, sí. ¿Sabe qué pasó?
STÉFANO — NO.
RADAMÉS —Se partió un buque por la mitá.
STÉFANO — ¿Sí?
RADAMÉS —La gente se caía al agua como bichos. Se caían, se caían, se caían.
Alguno flotaban, otros se daban vuelta, y se hundían dejando globito.
Cuando el mar estaba yeno yeno, yo m’embadurné todo el cuerpo de
goma... goma. .. goma y me tiré. La gente se pegó a la goma. Yo me hice
grande, grande, con todos pegados. Entonces el mar se secó, y yo,
caminando, caminando, salvé a todos.
STÉFANO — ¡Magnífico!
RADAMÉS — Se fueron todos corriendo sin darse vuelta.
STÉFANO — Mejor. No hay que cobrar los favores.
RADAMÉS — Yo me senté a pensar, pensar.
STÉFANO — (Para que se duerma.) Siga pensando, entonce. Ese es su mundo:
estúdielo. Yo pienso en el mío.
RADAMÉS — ¿Usté también?
STÉFANO —Sí, yo también. Yo también he hecho una ópera.
RADAMÉS — ¡Claro que sí!
STÉFANO — Una gran ópera.
RADAMÉS — Una gran ópera. Yo la oí. La tocaron al teatro.
STÉFANO — ¿Se acuerda?
RADAMÉS — ¡Claro que sí!
STÉFANO —Si usté la ha oído... yo la he hecho.
RADAMÉS — ¡Claro que sí!
STÉFANO — Siga pensando, entonce.
RADAMÉS — Pensemo.
STÉFANO — (Otra vez arrebatado.) ¡Ayy!
RADAMÉS — Está contento.
STÉFANO — Muy contento. ¿Sabe por qué? Porque yo también me he liberado
de todo lo dolores ajeno. Ahora pienso para mí solo.
RADAMÉS —¿No es tarde, papá?
STÉFANO — Sí... muy tarde.
RADAMÉS —Vaya a dormir, entonce. (Se enrosca.)
STÉFANO — (Sonríe.) Uh... No se apure tanto. Pronto voy a ir. (Al pasar, y por
el centro de mesa, que estará donde convenga.) Qué gana le tengo a ese
florero... (Le sonríe, lo mira de soslayo; se aleja.) Siempre le tuve gana.
Hace doce año que lo veo. Siempre ayí, en el medio, esperando. ¿Qué?...
(Se quita el gabán. Es fatal; romperá el chisme.) Es mucho. Le he tenido
má lástima que a un hijo. “¿Qué quería su seño?...” (El centro se hace
añicos. Crece su furor.) Y a esta araña, también... No; aqueya... aqueya.
(Se dirige a la de la izquierda, afanoso.)
MARGARITA—(En la puerta.) ¡Che! ¡Che! ¿Te has vuelto loco?
STÉFANO —(Con calma preñada de peligro.) Pst... Todo es mío. Voy a romper
todo. Un gusto de patrón que hace con lo suyo lo que quiere. Voy a romper
todo lo mío. 325
MARGARITA — ¡Che! ¡Grito!, ¿eh?
STÉFANO—(Con el sobretodo no deja cosa sobre la mesita.) ¡Oh, qué
piachere!
MARGARITA — ¡Viejo! ¡Mamá! (Mutis izquierda, Radamés ronca.)
STÉFANO—¡Aire! ¡Aire! (Una silla hace cabriolas.) ¡Oh!
ÑECA — (En chancletas, mal cubierta con un trapo.) ¡Papá!
¡Papá querido! (Llora aterrada.)
STÉFANO — (Se detiene; la mira en el pecho.) ¿Por qué yora? Esta es una
alegría mía. ¿No puedo tener una alegría?
ÑECA —No, papá... no.
STÉFANO — Está bien.
ALFONSO — (En camiseta, envuelto en una colcha, un brazo afuera.) Stéfano...
¿Qué tiene?
STÉFANO — ¿Adonde estoy?... (Se inclina.) Buena noche. Marco Antonio.
Estamo a l’antigua Roma.
M. ROSA — (La cama la transforma en una bruja.) ¡Figlio! ¡Figlio!
STÉFANO — Media noche. Falta el bonete e l’ascoba... (Da unos trancos
imitando a las brujas.) Oigo campanas...
ALFONSO — ¡Debería darte vergüenza!
STÉFANO— Pst... Pst... “Andate”. No. “Grandioso”. “Andantino”. “¿Qué
quería, su señoría?... Mantantiru...”
ESTEBAN — (Teniéndose levantado el cuello del saco, Margarita le sigue muy
agitada.) ¿Qué hay? ¿Qué hay de nuevo?
STÉFANO—(Con exagerada fineza.) Ah... también ha yegado la fría cassata.
Estamo todo. No hay nada nuevo, señor. Todo es viejo, pasado, podrido.
Nada. Meno no puede haber. (Margarita solloza, abrazada a Esteban. A
éste.) Tú... que tiene autoritá —aqueya mía— hacela cayar. No me gusta
la música. No sé qué me da. (Con ademán repentino se descompone la
ropa. Satisfecho ahora de no oírla.) Oh. ¿Ha bajado de su torre la fría
cassata? Estaba haciendo versos. Verso de amor, seguro. (Rasca como si
ejecutara en una mandolina. Con los párpados bajos, la piel de la frente
estirada, remeda a Pierrot.) ¡Oh, l’amor!... ¡Oh, la luna pálida nel cielo
azul!... (Rasca. Se burla.) Oh, oh, oh. ¡Oh, l’amor, dueño del mundo!...
(Dirigiéndose a don Alfonso.) ¡Oh, l’amor del padre que guía y sostiene al
hijo que avergüenza y arruina!... (Rasca aceleradamente.) Oh, oh. (Ante
María Rosa.) ¡Oh, l’amor de la madre que da el ser, e que yora día e
noche... porque el hijo ingrato, desde que nace hasta que muere, sólo le da
dolore!... (Rasca.) Oh, oh. (Frente a Ñeca, que se cubre los oídos con los
brazos.) Oh, l’amor de la figlia... (Llora.) ¡Oh, la figlia cheleste que cocina
afanosa... e se arrastra... e s’enflaquece... para que al padre sfortunato se le
rompa il cuore! (La cabeza sobre el pecho, la imaginaria mandolina lejos
de sí.) Oh... (Reacciona.) Oh, l’amor del primogénito... descanso de
anciano... dulce fruto primero de un grande amor... prima miele del
hombre... (Sarcástico.) ¡que vive iñorando cómo sufre el padre! (Rasca
violento.) Oh, oh. (Ante Margarita.) ¡Oh, ecco la donna! ¡Oh, l’amor de la
mujer!... Carne de sacrificio, eternamente engañada; que se da toda sin
pedir nada; ser diño de compasión, arrancado del paraíso per brutal mano.
Madre, hermana e compañera; almoada e caricia, ¡único premio del hom-
bre!... (Temblando.) ¡Oh, 1’estúpido sensualismo!... ¡Oh, 1’estúpido
sensualismo!... (Rasca hasta hacerse daño.) Oh, oh.
ALFONSO — ¡Ah, qué tremendo dolore para un viejo ver un hijo así!
M. ROSA — (Con los puños en las sienes.) ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
STÉFANO —St. Habla el padre, yora la madre: respeto, respeto. (Ríe.) Su dolor.
Su dolor. (Grita.) ¿Y el mío? (Ríe.) El mío no le interesa.
MARGARITA — (Rígida, con la nuca en él respaldo de la silla en la que se
sienta, chilla su histeria.) ¡Ih!... ¡Ih!...
ÑECA — (Abrazándola.) ¡Mamita! ¡Mamita!
M. ROSA— (Acudiendo.) ¡Figlia! ¡Figlia adorata!

M. ROSA — ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!


ALFONSO — (A María Rosa.) No haga así, ¡no sea estúpida!
ESTEBAN — Cállese, madre. (Enérgico.) ¡Cállese! ¿Por qué se ponen así?
(Radamés mira asombrado.)
STÉFANO — Sufren todos por mi culpa. Soy un criminal.
MARGARITA — (Incorporándose llena de ira.) ¡No nos has dado más que
disgustos! ¡No nos has dado más que disgustos!
STÉFANO — (Satisfecho de haber previsto.) ¿Eh?
RADAMÉS — Estoy soñando. (Se acuesta.)
MARGARITA — ¡Mamá! 327
M. ROSA — ¡Figlia! (Se abrazan las tres y mutis izquierda.)
MARGARITA — ¡Hija!
ESTEBAN — Padre... ¿es posible? ¿Usted cree en mi indiferencia?
STÉFANO — YO creo a l’astronomía.
ESTEBAN — Padre, ¿por qué agrega a sus tormentos esto de creerse
abandonado? ¿Cómo puede creer que su hijo no lo comprende, no lo
compadece?
STÉFANO — Gracias, pero sigo creyendo a l’astronomía.
ESTEBAN — Le comprendo, le compadezco y sufro por usted mil torturas.
STÉFANO — (Busca con sus ojos turbios la mirada del padre.) ¿Se acuerda?
ESTEBAN — Siento su vida como en carne propia, soy su continuación. Usted
es mi experiencia, yo su futuro, ya que por ser su hijo sumo dos edades, la
suya y la mía.
STÉFANO—(A don Alfonso, sonriendo torcidamente.) ¿Se acuerda? (A
Esteban.) Comprendo: para usted no existo.
ESTEBAN —Padre... yo no tengo remedio para su pena.
STÉFANO — Ya lo sé. ¿Lo he culpado de algo a usté? No. ¿De qué se defiende?
¿De lo que no hace; de lo que no puede hacer? Nadie tiene remedio para
el dolor ajeno. El sufrimiento pasa cuando se ha sufrido. Ya lo sé. Yo estoy
pasando el mío. ¿Y qué? Todo lo que usté sabe yo lo sé; e además todo lo
que no sabe e tiene que aprender e nadie puede enseñarle, ni yo... que no
existo. (Sonríe.) Usté mire, aprenda, sienta, sueñe... e cante... si puede.
ESTEBAN — Padre, usté no alcanza bien qué penas oculto, qué amores alimento
(Stéfano mira a don Alfonso.), qué aspiraciones me afanan, qué porvenir
construyo. Usted no me conoce, no sabe quién soy; no puede
comprenderme.
ALFONSO — (Contento por primera vez.) ¡Ah! ¡Dio te castiga co la mima mano
que me pegaste!
STÉFANO — (A Esteban.) St... Habla papá. Quiere darme lecciones. No alcanza
que yo tengo su edá y la mía. ¿Es así?... No sabe que no existe. No me ha
comprendido nunca, e lo desprecio. ¿Es así tu filosofía? Sí. Yo la aprendí
cuando tenía veinte año e la olvidé cuando ya no los tenía. Tú, tan tiernito
como yo en los días en que echaba al viento esas mismas palabras
vaporosas... no sospecha siquiera qué se ha movido aquí... (Corazón.), qué
se ha muerto aquí... qué canto ha quedado sin cantar.
ESTEBAN—¡No! Quien traiga un canto lo cantará. Nada ni nadie podrá
impedírselo. El amor y el odio por igual lo elevarán. Para un artista
no hay pan que lo detenga, ni agua que le calme la sed que lo devora,
¡sólo no canta cuando no tiene qué cantar!
STÉFANO — (Rasca rabiosamente en la mandolina. Con los ojos
chiquitos.) Cuando se te caiga el pelo e te veas la forma de tu cabeza
—de tu propia cabeza que no conoce, ciego— te voy a dar la
mandolina para que repita este pasaje. (Don Alfonso parece dormido.)
ESTEBAN —La vida es como uno quiere que sea.
STÉFANO — Creo que confunde el olor con el gusto. Ya la va a probar.
Cuando pendiente de un moto tuyo te rodeen todos lo que te aman e
tú puesto en cada uno un amor, sabrás qué dura es la soledá... e cómo
en eya más que cantar... morimo.
ESTEBAN — Papá... (Angustia.)
STÉFANO — Figlio...
ESTEBAN — Papá...
STÉFANO — Hijo... le queda la esperanza. Nadie podrá quitártela hoy.
Todo es luminoso para usté en esta noche oscura en que sólo veo su
pensamiento. (Por el padre.) Un campesino iñorante que pegado a la
tierra no ve ni siente (por él mismo;) un iluso que ve e siente, pero
que no tiene alas todavía (Por Esteban.); un poeta que ve, siente e
vola, ¿eh? (Está muy cansado.) Todo se encamina a un fin venturoso,
¿no? Todo está calculado en el universo mundo para que usté cante
su canto, ¿no? Lo he comprendido. Lo que no comprendo es qué voy
a hacer con todo este dolor que ahora me sobra. Sí... debe ser que
cada uno tiene que cumplir su misión alta o baja e irse... pero hay
persona que viven demasiado... (A don Alfonso que se ha puesto de
pie.) ¡Lo digo por mí! ¡Lo digo por mí!
ALFONSO — ¡Ah, lo ha dicho! (En la puerta.) ¡Lo ha dicho al fine! (Salen las
mujeres.) Lo ha dicho, María Rosa: le molestamo.
M. ROSA — ¡Ah! ¡Ah!
ALFONSO —Lo hemo arruinado. Tenimo toda la culpa. lo e tú. No ha podido
ser chélebre por nui. ¡A mé e a esta póvera fémmena que le dimo la vita e le
sacrificamo todo! ¡Ingratitú! ¡Ingratitú! ¡lammo, María Rosa, iammo! ¡No
tenimo techo... no tenimo pane... no tenimo hijo! ¡Vamo a pedir la elemósina!
M. ROSA— ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
ALFONSO — La elemósina... 329
M. ROSA — ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
ALFONSO—¡No aga así, que me fastidia! (Lloran.)
STÉFANO — (A Esteban que los mira como si los viese por primera vez.) Cante
su canto. Agarre la mandolina e cante su canto. (Ríe.)
MARGARITA — (Abrazada a María Rosa, que se encamina hacia la calle con
don Alfonso.) ¡No, mamá; no!
ÑECA — ¡No se vaya, abuelito! ¡No se vaya!
ALFONSO — (Esperando ansioso que Stéfano los contenga.) Sí, Sí. Me voy.
Ne vamo.
STÉFANO — ¿Adonde? (Los viejos se detienen.) ¿Adonde van a ir? Si está
yoviendo. (Ríe una risa que lo abate.)
RADAMÉS — (Con el cuello muy largo.) Sigo soñando. Es una pesadiya. Comí
mucho pan. Son todo bicho y anímale. ¡ Un burro tiene la cabeza de agüelito,
un...
ALFONSO — (Alejándose de la puerta.) ¿Qué?
M. ROSA — (Con su tono.) Mal criado.
MARGARITA — Cayáte. Dormí. ¿Estás loco? Pedile perdón a tu
abuelo.
RADAMÉS — ¿Perdón?... Entonces estoy despierto. Perdón;
agüelito, no era a usté. (Se acuesta.)
STÉFANO — (Sonriendo tiernamente a Ñeca, que se le acerca.)
Acuérdate de aqueya noche...
ALFONSO — (Avanzando tembloroso, severo.) Stéfano.
STÉFANO — Acuérdese de aqueya noche...
ALFONSO — (Enojado.) Stéfano.
STÉFANO —¡No! ¡Basta! ¡Basta! ¡Váyanse! ¡Váyanse! (Se lo llevan hacia
izquierda.)
ALFONSO — ¡Ingratitú!... ¡Ingratitú!...
STÉFANO —Por oírlos yorar, no me he oído. Basta. (Esteban abandona al viejo
que se va con las tres mujeres, y se inclina sobre la mesita. Ha compuesto un
verso bello. Lo escribe. Mirándole con asombro.) Canta. Todo este dolor por
un verso. ¿Vale tan poco la vida? (Esteban se va apresurado. No puede erguir
la cabeza; su peso lo turba; cae de bruces, con las rodillas en el suelo. Se hace
daño, adentro. No puede sacar un pie enganchado a una pata de la mesa.
Sonríe.) Yo soy una cabra. Me e e... Me e e... Uh... cuánta salsa... Cómo sube...
Una cabra... Qué cosa... M’estoy muriendo... (Pone la cara en el suelo.) Me e
e... (Muere.)
RADAMÉS — (Revolviéndose.) ¡Uffa! Papá, papá. Apague la luz. (Stéfano
liberta el pie. Se vuelve de cara al cielo.)
TELON

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