Stefano
Stefano
Stefano
GROTESCO EN UN ACTO
Y UN EPILOGO
Ñeca, 18 años.
Margarita, 40 años.
María Rosa, 75 años.
Stéfano, 50 años.
Don Alfonso, 80 años.
Radamés, 16 años.
Pastare, 40 años.
Esteban, 20 años.
En Buenos Aires. Hoy.
Derecha e izquierda del director.
ACTO I
Stéfano habita una vieja casa de barrio pobre. Es de tres piezas la casa; dos
dan a la calle; la otra es de madera y cinc y recuadra, con la cocina incómoda,
un pequeño patio lleno de viento. La sala que vemos es comedor, cuarto de
estar y de trabajo, de noche dormitorio y cuando llueve tendedero. El foro tiene
dos ventanas de reja sencilla, alféizar bajo y persianas descoloridas y rotas, y
al centro de cada lateral una puerta casi cuadrada de dos batientes, sin
cristales. La que está a la derecha lleva a un zaguán oscuro; la de la izquierda,
a la otra sala. La humedad ha decorado los muros empapelados y el cielorraso
de yeso. Bajo la araña de dos luces en cruz, una mesa grande. Entre las
aberturas del frente un cristalero enorme con festones de papel en su
estantería, atiborrada de cacharros, vajilla y cristalería ordinarios. En primer
término de izquierda, delante de un asiento con almohadilla, una mesa de pino
cubierta de libros, cuadernos y papeles de música, tintero, atril y lapiceros,
iluminados por lamparilla eléctrica colgada de un brazo de palo clavado en la
pared. Detrás, en el rincón, un antiguo sofá de cuero, amplio, rotoso, con
almohadones casi vacíos. En la derecha, una máquina de coser, y en el fondo,
una cama jaula cerrada y cubierta por colchas. Sillas de esterilla y paja y una
o dos de patas cortas, tapizadas con trozos de alfombra. Algunos cuadros y
adornos empobrecen la habitación. La acción empieza a las veintiuna, en
verano. Aparece María Rosa sentada en una silla baja ante la ventana de la
derecha. Es magra, enhiesta, de mentón agudo, nariz corva, boca blanda.
Arrugas como trazadas por cincel surcan el cutis de su cara. Sus ojos
pequeños, negros, vivaces contradicen lo melifluo de su voz. El cabello es ralo,
gris, sucio. Viste de oscuro con mangas y falda largas; calza viejas botas de
Stéfano, orejudas. Sus manos flacas, duras, fuertes, inquietan. Usa com-
plicados pendientes de oro. Cuando anda simula sufrir y al quejarse, con un
rictus igual, no emociona. Queda inmóvil largo tiempo mirando hacia la calle,
que no ve. Oye llegar a Don Alfonso y se lamenta como si estuviese sola.
M. ROSA —Ay... Ay... (Don Alfonso viene de la calle, sin rumbo, aburrido. La
oye y su fastidio acrece. Tiene el color terroso, el cabello al rape, grandes
cejas enmarañadas y fruncidas, la boca despreciativa. Cuando no bambolea
la cabeza, como negando, la apoya sobre un hombro, como resistiéndose
tercamente a una orden que le disgustase. Usa sombrero blando, deforme;
saco estrecho, camisa sin corbata, pantalones duros, faja, botín recio y cadena
de bronce con dijes. Es de poca talla, de brazos largos y manos sarmentosas.
Avanza y sin hacer ruido da una vuelta en derredor de la mesa. La vieja sigue.)
Ay... (Enterándose.) ¡Uh!... ¿Está aquí?... Me asusta... (Gruñe él.) Parece un
fantasma. E la tercera ve que entra. ¿Qué tiene?... ¿Por qué sufre?
ALFONSO — Esto haciendo la digestione de ese guisote que hemo comido. Para
perro.
M. ROSA — No le ha gustado.
ALFONSO — No.
M. ROSA — Margherita no quiere que cocine yo.
ALFONSO — Para fastedearme.
M. ROSA — No. Dice que me canso.
ALFONSO — Mentira. Osté siempre cré a la palabras. Por eso s’equivoca
siempre. (Anda.)
M. ROSA — Venga. (Él se le acerca.) ¿Está enojado? (Él afirma.) ¿Muy
enojado?
ALFONSO — Cuando uno senoja, s’enoja todo. (Se aparta bruscamente porque
entra Ñeca por la izquierda trayendo platos y fuentes que pone en la mesa.
Es delgaducha, pálida, fina, de inquietos ojos de mirada ansiosa, frente
blanca y tersa, cabellos lacios, anémicos y linda boca ajada por el
continuo lloriquear. Arrastra unos chanclos ruidosos y ciñe su cintura un
repasador mugriento.)
ÑECA — (Agitada, gimotea con voz infantil.) Pobre papá... ¿No volvió?... Se
fue sin cenar. ¡Qué desgracia! Guarde esto, agüelita, ¿quiere? Y ahora se
cortó la leche para mañana. ¡Qué día hoy! (Mira hacia la calle por el
zaguán.) Sin comer. Pobre papá. Guarde todo, agüelita; no se olvide. ¡Qué
desgracia! (Mutis izquierda.)
ALFONSO — (Impidiendo a María Rosa que se levante.) Yo.
M. ROSA — Se puedo yo.
ALFONSO — Deja.
M. ROSA — No, le digo.
ALFONSO — Quédate ayí. No sea caprichosa.
M. ROSA — Caprichoso es osté. (El viejo guarda la vajilla.) Ve... ve, qué lindo:
un viejo de sirvienta. No, ayí no; de l’otro lado.
ALFONSO — E lo mimo.
M. ROSA — No. Se va a enoja su nuera. (Se levanta.)
ALFONSO — Que s’enoje.
M. ROSA — Qué gana de sentir gritar. Trae.
ALFONSO — L’he dicho que deja, María Rosa.
M. ROSA — Trae. No sea terco.
ALFONSO — T’ampujo.
M. ROSA — Haga la proba. Le arranco una oreja.
ALFONSO — Soltame. Largo todo, e entonce sí que oímo a su linda nuera.
M. ROSA — Haga la proba. (Don Alfonso de un empujón la recuesta al
cristalero.) ¡Ay! ¡Anímale!
ALFONSO — ¿Ha visto? Sempre se sale con la suya osté.
M. ROSA — ¡Qué forza que tiene todavía! (Da puñetazos débiles.) Té. Té.
ALFONSO — ¡Uh... qué daño me hace!
M. ROSA — (Yendo a su silla.) ¡Qué bruto que es!
ALFONSO — ¿S’ha hecho male?
M. ROSA — No le voy a dar ese gusto.
ALFONSO — Blandita osté también. (Pone su mano pesada en una caricia.)
Está ayí que no puede moverse...
M. ROSA — (Quejándose.) Ah...
ALFONSO —¿Ve? Me gustaría que no pudiera moverse má.
M. ROSA —Qué cariñoso.
ALFONSO — Así descansa. No sea estúpida.
M. ROSA — (Sonriente.) ¡Uh... qué enojado questá! Me hace recordar la
juventú. Cuando se ponía terco, así... (Imita.) y malo, perque yo no lo
besaba. (Él gruñe.)
RADAMÉS — (De la calle, a trancos. Pantalón largo, camisa blanca, correa.
Narigón, boca grande y sensual, pelo duro corto. En su desconcierto
mental es inexpresivo. Su voz robusta no tiene modulaciones. Mueve los
brazos sin violencia, con las manos rígidas, los codos sin juego. Sólo sus
pensamientos son desmedidos.) Agüelito. Agüelita. Pasaron los bomberos.
Tararí tarará. Y no se vieron más. Se incendia algo, lejos. Las yamas
habrán empezado de abajo, por una chispa y ahora tocarán las nube. Yo
quisiera ser bombero para salvar a la gente que se quema porque uno no
oye que gritan socorro, socorro. (Mutis izquierda.)
ALFONSO (Echando al nieto que se ha ido.) ¡Va! ¡Va! (Pausa.)
M. ROSA - ¿Sabe una cosa, Alfonso?
ALFONSO - Sí. No la diga.
M. ROSA - Osté no me quiere má.
ALFONSO — Bueno.
M. ROSA - No m’acompaña. Entra, sale, va e viene e me deja sola hora e hora
a este rincone, en medio de tanto chico molesto, de esta nuera fría fría e de
ese hijo siempre cansado.
ALFONSO — Yo no tengo la culpa de estar acá. Osté ha querido seguir a su hijo
predilecto. Ahí lo tiene a su hijo. Se lo regalo. A todo se lo regalo.
ÑECA — (Lamentando.) Sin comer. Tantos días sin comer casi.
(Trae vajilla que deja sobre la mesa. Radamés la sigue.)
RADAMÉS — Ñeca, ¿querés que te dé un beso? (Ella pone su carita tierna al
beso trompudo.) Yo te quiero mucho porque sos mi hermana y te tengo
lástima.
ÑECA — (Llorando.) Pobrecito. (Lo besa.) ¡Qué desgracia!
(Mutis izquierda.)
RADAMÉS — Agüelito, usté tomó algo que arde.
ALFONSO — (A María Rosa.) ¿Qué?
RADAMÉS — Se le ve en la cara.
M. ROSA —Tenga respeto
ALFONSO - ¿Qné diche? (A ella.)
RADAMÉS — Yo le tengo respeto.
ALFONSO - ¡Va! ¡Va!
M. ROSA – Andate, figlio.
RADAMÉS — Yo le tengo respeto porque usté es mi agüelo. (Mutis por el foro)
ALFONSO — Se hace el loco, tendrían que dejármelo a mí. Se curaba.
M. ROSA —¡Uh, qué mal humor que tiene! (Sonríe.) ¿Ha tomado su cañita?
(Se inquieta el viejo, se le ven los ojos, pero afirma.) Mentira. ¿Le gustaría
tomarla? (Niega don Alfonso.) Mentira. Agarra. (Le da una moneda.)
ALFONSO — ¿Cómo tiene esto?
M. ROSA — Me l’ha dado Stéfano ante de salir.
ALFONSO — Mentira. Yo estaba cuando salió. L’ha robado.
M. ROSA— (Contenta.) No.
ALFONSO — Sí. L’ha robado. Te conozco a la malicia.
M. ROSA — Uh, cómo es. Es un diablo osté. (Confidencial.) ¿No comprende,
sonso, que me gusta robar la monedita que le doy?
ALFONSO —¿E pe qué?
M. ROSA — Quién sabe. Me parece que son má suya.
ALFONSO — Yo todavía no la conozco, María Rosa.
M. ROSA —Tenemo que acompañarno, Alfonso. Estamo tan solo entre tanta
gente...
MARGARITA — (Debe haber sido bellísima. Despeinada, mal vestida, afanada
y deshecha por el trajín casero y doblegada por la muerte de todas sus
esperanzas, conserva aún rastros de su gentileza de ayer. Pero su carácter
se ha roto, y así como se exalta y manotea y grita, se enerva, llora y decae.
Trae los últimos platos, que guarda entrechocándolos. Actúa como si los
viejos —acobardados por su llegada— no estuvieran presentéis. Ante los
enseres que dejara Ñeca.) Ñeca... Siempre la misma distraída. (En la
derecha, llama.) Ñeca. (Se agita.) ¡Ñeca!
ÑECA — (Adentro, lejana.) ¿Qué?
MARGARITA — Nada. (Termina de ocultar la vajilla con un portazo. Se yergue
con los puños en los riñones.) Ah... (Se peina ahora con los dedos, luego
de sacudir la cabeza.) Nadie da una mano con gusto aquí. Ni los hijos.
Hay que pedir por favor y, además, quedar debiéndolo, el favor. (Limpia.
Dirigiéndose a los ancianos, de pronto.) ¿Y los chicos? ¿Adónde están?
M. ROSA — No sé. (A don Alfonso.) ¿Osté sabe?
ALFONSO — Afuera.
MARGARITA — ¿Solos?
ALFONSO — Todos ajuntos. (Va a salir.)
MARGARITA—Deje. Gracias. Ahora estoy yo. (Desde el zaguán.) ¡Chicos!
(Vuelve.) Estoy yo. (Por entre las persianas.) Aníbal. Atilio. (Intenta
silbar y no lo consigue. Se estruja la boca. A don Alfonso que insiste en
salir.) No vaya, le he dicho. No me haga cumplidos. En víctima, no. No
las puedo soportar.
ALFONSO — (Tartamudeando de ira.) ¿A quí? ¿A... nosotro?
M. ROSA — (Apresurada.) No; a la vítimas.
ALFONSO — Ah.
MARGARITA — Me han arruinado la vida, las víctimas; me han deshecho el
ánimo.
ALFONSO — Iba a salire, de todo modo.
MARGARITA — Váyase, entonces, con tal de que haga su gusto...
ALFONSO —No; ahora no.
MARGARITA — ¡Ve si es... viejo!
ALFONSO — (Grita.) ¡Ochenta año... Vérgine Santa! (Margarita se defiende
llorando, con las manos en la frente.)
M. ROSA — (A don Alfonso.) Cayate, vo. No comprende. ALFONSO — Me
manosea.
M. ROSA —Voy yo. Voy yo e ya está. (Se lamenta.) ¡Ah! (Al pasar.) Vamo,
viejo, vamo.
MARGARITA - Mire, vieja... Si usté pisa el zaguán... salgo así como estoy (Se
despeina. Don Alfonso hace retroceder a María Rosa.)
M. ROSA —Bueno, Margherita; bueno. No se ponga así. Le hace mal. Por eso
está tan flaca.
ESTEBAN — (En la izquierda. Traje negro, chambergo, corbata de moño. Es
buen mozo, de cutis marfileño; lento, triste, severo, seguro de sí mismo.)
¿Qué ocurre?
MARGARITA — (Miente con descaro.) Nada, hijo; traje los platos... (Se quita
el delantal para acercársele.)
ALFONSO — ¡Qué fémmena! (Parece que va a partir de su rincón y levantarla
de un cabezazo.)
M. ROSA - - (Le ruega que calle.) St... Es hestérica. (Don Alfonso va a salir,
tembloroso, pero se queda en el umbral, escuchando.)
MARGARITA — ¿Te vas ya?... ¿No querés otro mate?... ¿Llevas pañuelo?... (Se
asegura palpándose el bolsillo en que lo usa. Le retoca el moño de la
corbata, la inclinación del sombrero, la curva de las cejas. Su violencia
de hace un instante es ternura, sus movimientos nerviosos son caricias.)
¡Qué lindo mi hijo!... Tan bueno; tan consciente. Ah, yo no sé qué sería de
mí sin vos, Esteban.
ESTEBAN — (Serio.) Qué exagerada es.
MARGARITA — No vengas muy tarde.
ESTEBAN — Acuéstese. No me espere.
MARGARITA — No puedo dormir si no estás en casa.
ESTEBAN — Pero es que me atormenta saber que usted me aguarda.
MARGARITA — No.
ESTEBAN — Es amor mal entendido pesar sobre quien se quiere. MARGARITA
— No. Pobre mi hijito durmiendo en ese altillo.
Tan serio; tan hombre. Teniendo que trabajar, en vez de dedicarse a
escribir todo lo que lleva en su cabecita inteligente.
ESTEBAN — (Fastidiado.) Mamá... Soy feliz cumpliendo.
MARGARITA — No, no. ¿Vas a verte con Ernesto?
ESTEBAN — Sí.
MARGARITA — Salúdalo en mi nombre. Lo quiero a tu amigo.
Si se casara con la Ñeca...
ESTEBAN — Pero mamá... ¿en qué piensa?
MARGARITA — Sí, sí. Discúlpame. Se parece tanto a vos...
ESTEBAN — (A los viejos.) Hasta mañana.
M. ROSA — Hasta mañana, figlio.
ALFONSO —Estate buono.
MARGARITA — (Celosa.) Vení... Tenés una hilacha... (Salen.)
ALFONSO — Todo para él. Todo para él. Así quisiste a Stéfano, el hijo
entelegente, así lo criaste, e ve a lo que hamo yegado.
M. ROSA — No remueva, Alfonso, no remueva.
MARGARITA — (Llama antes a los hijos, silbando desde el zaguán, luego
entra.) Lo que me desespera es la ausencia de cariño. Costaría tan poco
vigilarlos. (No los mira, atareada. Limpia la mesa a golpes de trapo, la
cubre con una carpeta raída, pone un centro roto que toma del cristalero,
enciende la lamparilla de la mesa de Stéfano y apaga la de la araña.)
ALFONSO — Voy a hacer el ñeñero ahora. (Sarcástico.)
M. ROSA —Nosotro los queremo: son ñeto.
ALFONSO — Sólo que no yoramo.
MARGARITA — Eso sí: llorar no saben; por nada, por nadie.
ALFONSO — Nosotro ya hamo yorado todo el yanto que teníamo.
MARGARITA — Yo, no. Yo, no. (No encuentra ya qué sacudir.) Yo, no. (Se va
por izquierda.)
M. ROSA - No sabe todavía qué es sufrir.
ALFONSO - No s’acaba nunca. Ya 1o sabrá cuando sus hijo téngano bigote.
M. ROSA — Hijo chico, dolore chico; hijo grande, dolore grande.
ALFONSO — (Asiente.) Ah. En cada hijo crece un ingrato. Lo pide todo e
cuando lo tiene... lo tira. (Stéfano es alto, fornido, pero está en plena
decadencia física. Agacha ya los hombros y carga el andar en las rodillas.
Tiene las mejillas flácidas y el cuello flaco, con magrura de sufrimiento; la
frente amplia deprimida en las sienes. Al echar hacia atrás los cabellas
ondulados que le blanquean, su ademán asegura que los tuvo abundantes. La
“embocadura” del trombón le ha deformado el centro de su labio de bigotes
castaños. Sus manos son amables, elegantes, virtuosas. Usa un anillo de piedra
oscura en el anular izquierdo. Serio, parece que llorara y al sonreír —que
sonríe fácilmente, hasta cuando va a llorar—, sus ojos de párpados pesados se
agrandan expresivos, socarrones. No es débil y se le ve qué control lo domina
al soportar una injusticia o una desgracia.
Apasionado es desmedido y en la ira debe ser feroz. En la soledad decae con
tristeza aplastante. Viste saco negro, cruzado; pantalón de fantasía sobre él
botín de elástico; cuello bajo duro o palomita y corbata hecha, con alfiler. Su
galera no tiene sitio constante. Al entrar la trae sobre una oreja. Debe haber
caminado mucho, solo, ajeno a todo. Va a volverse, pero su mesa iluminada le
sorprende. Mira con fastidio hacia izquierda. Se acerca a los papeles y los
observa con disgusto creciente.)
STÉFANO — (Amenaza darles un manotazo.) Basura. (Se aparta echándose el
sombrero sobre la otra oreja. Ve a los viejos que se inquietan en el rincón
oscuro.) ¿Quién se ha muerto?... Parece que estuvieran oyendo una marcha
fúnebre... (Solfea la 3ª de Beethoven.) ¿Qué tienen?
M. ROSA — Niente, figlio.
STÉFANO — ¿Acaso Margherita...?
M. ROSA —No, no. Estamos así... triste.
STÉFANO — ¿Tristes?... Menos mal, mamma. Si estuvieran alegres, yo... me
alegraría, pero no puede ser: estamos en tono menor e hay que tocar lo que está
escrito. (Enciende la araña) Yo también estoy triste. Triste com’una ostra.
¿Han visto la ostra pegada al nácar?... ¡Qué pregunta!... (Sonríe.) Sí, l’han
visto. Hemo nacido a un sitio... (Con fervor.) ¡Ah, Nápoli lontano nel tiempo!...
a un sitio que con sólo tirarse al mar desde las piedras se sale con ostra fresca
e la piel brillante. ¡Qué delicia!... Al alba... con el calor de la cama todavía...
Todo cantaba en torno; todo era esperanza.
M. ROSA —Ah.
STÉFANO — (Vuelve a ella.) Sí, e triste mirar atrás. Por eso que mirar adelante
incanta. (Sonríe, y luego un disgusto escondido lo pone feo. Don Alfonso,
que gruñe, le hace reaccionar.) Como la ostra pegada al nácar. Cosa inex-
plicable la tristeza de la ostra. Tiene l’aurora adentro, y el mar, y el cielo, y está
triste... como una ostra. Misterio, papá; misterio. No sabemo nada. Uh... quién
sabe qué canto canta que no le oímo... la ostra. A lo mejor es un talento su
silencio. Todo lo que pasa en torno no l’interesa. L’alegría, el dolor, la fiesta,
el yanto, lo gritos, la música ajena, no la inquietan. Se caya, solitaria. La pre-
ocupa solamente lo que piensa, lo que tiene adentro, su ritmo. ¡Quí fuera ostra!
ALFONSO —Tú sei un frigorífico pe mé.
STÉFANO — Jeroglífico, papá.
ALFONSO — Tú m’antiéndese.
STÉFANO - (Apesadumbrado.) E usté no.
ALFONSO - Yo no l’ho comprendido nunca.
STÉFANO — Y es mi padre. Ma no somo culpable ninguno de
los dos. No hay a la creación otro ser que se entienda meno
co su semejante qu’el hombre.
ALFONSO — Cuando párlase conmigo te complícase.
STÉFANO — ¿Sí?... Me yena de confusione, papá. (Conmovido.) Nunca quiero
ser má sencillo que cuando hablo con usté.
ALFONSO —Te ha burlado siempre de mí.
M. ROSA —Cayate.
STÉFANO — No, papá.
ALFONSO —No soy tan iñorante. Ha despreciado siempre mis opinione.
STÉFANO — No.
ALFONSO — Te han hecho reír.
STÉFANO — No. Me han hecho yorar.
ALFONSO —¿Ve? ¡Te han parecido mejore la tuya, siempre!
STÉFANO — (Tranquilizado.) Esto sí. Lo confieso.
ALFONSO — Por eso estamo así.
M. ROSA — Alfonso...
STÉFANO — ¿Cómo?
ALFONSO —¡E pregunta! ¡A la opulencia estamo!
M. ROSA —St. Cayate. Va a sentir Margherita. (Cierra la puerta de izquierda.)
STÉFANO — ¿Qué? ¿Falta el pane aquí? ¿Ha faltado alguna vez el pane?
(Tiembla.) ¡Esto e lo único que no le permito a nadie! ¡Ne a usté! ¡Me he
deshecho la vita para ganarlo! ¡Estoy así porque he traído pan a esta mesa día
a día; e esta mesa ha tenido pan porque yo estoy así!
M. ROSA — ¿Pe qué no déjano esta discusiones iñútile?
ALFONSO — (Con su cabeza trémula.) La vita no e sólo pane. Nosotro no lo
precesábamo; lo teníamo ayá. La vita no e sólo pane; la vita e tambiene pache
e contento.
STÉFANO — (Sobreponiéndose.) Entonce... alegrémono, papá. Mamma lo ha
dicho: iñútile. A este “andante brioso”, pongámole un “allegro”... un
“allegro”... ma “non troppo”. (Se da golpes sobre la mano en el sitio del
corazón.) Entraña dura. (Cariñoso.) Papá... la vita es una cosa molesta que te
ponen a la espalda cuando nace e hay que seguir sosteniendo aunque te pese.
ALFONSO — Gracie. (Con artificiosa cortesía.)
STÉFANO —Nada. E la caída de este peso cada ve má tremendo é la muerte.
Sémpliche. Lo único que te puede hacer descansar es l’ideale... el
pensamiento... Pero l’ideale (se esfuerza por ser claro. Es posible que sin
saberlo se esté burlando) es una ilusión e ninguno l’ha alcanzado.
Ninguno. (Don Alfonso lo mira por entre las cejas.) No hay a la historia,
papá, un solo hombre, por más grande que sea, que haya alcanzado
l’ideale. Al contrario: cuando más alto va meno ve. Porque, a la fin fine,
l’ideale es el castigo di Dio al orguyo humano; mejor dicho: l’ideale es el
fracaso del hombre.
ALFONSO — Entonce, el hombre que lo abusca, este ideale ca no s’encuentra,
tiene que dejare todo como está.
STÉFANO —¿Ve cómo entiende, papá?
ALFONSO —Pe desgracia mía. Ahora me sale co eso: (Imita groseramente.)
“La vita es una ilusione”... ¡No! No es una ilusione. Es una ilusione para
lo loco. El hombre puede ser feliche materialmente. Yo era feliche.
Nosotro érame feliche. (María Rosa asiente con su nariz de gancho y sus
manos cruzadas.) Teníamo todo. No faltaba nada. Tierra, familia,
religione. La tierra.. Chiquita, un pañuelito... (Sonríe, como si la viese.)
pero que daba l’alegría a la mañana, el trabajo al solé e la pache a la noche.
La tierra... la tierra co la viña, la oliva e la pumarola no es una ilusione, no
engaña, ¡es lo único que no engaña! E me l'hiciste vender para hacerme
correr a todo atrás de la ilusione, atrás del ideale que, ahora no s’alcanza,
atrás de la mareposa. M’engañaste.
STÉFANO – Me engañé.
ALFONSO — E yo sé pe qué m’engañaste: de haragane.
STÉFANO — ¿Yo?. . .
ALFONSO — No te gustaba zapá.
STÉFANO — ¡Verdá sacrosanta!
ALFONSO — ¿Ha visto? Ilusione... ¡Capricho! A l’año novanta me dejaste solo
con tus hermanos mayore... ¡se hanne muerto lo do, lontano, son que
nosotro lo viéramo!...
M. ROSA — (Atacada de un dolor súbito.) ¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...
ALFONSO — ... en tierra extraña, desparramado por me culpa... para seguirte
atrá de la mariposa...
M. ROSA — ¡Ah!... ¡Ah!...
ALFONSO — ¡Cayate, tú! ¡Sabe que no me gusta que haga así! (Burlándose.)
Quería ser músico. ¡Maledetta sea la música! “Papá, hágame estudiar. Yo
tengo otra cosa al ánima. Aquí me afogo. Est’ária no é para mí, papá”...
“E beh... se t’afógase, figlio, e tiene otra cosa en capa, va, figlio, estudia.”
Te fuiste a l’escuela.
M. ROSA — Conservatorio.
ALFONSO — Al año noventa cinco, a la vacacione, tornaste a casa —adonde
yo seguía sudando con tus hermano para mantenerte l’estudio— e m’engañaste
otra ve: "Papá... ¡alégrese!... ¡alégrese!... ¡yo voy a ser un gran músico! ...”
STÉFANO — (Que escucha con las manos nerviosas a la espalda, levanta la
cabeza.) ¡Dio potente!...
ALFONSO — “¿Sí, figlio benedetto?...” “¡Sí, papá; nu músico chélebre... como
Verdi.” (Stéfano se avergüenza.) “Ho ganado una medalla d’oro”... Me la
mostrate. La tenimo a la mano... Yoramo todo.
STÉFANO — Yo también.
ALFONSO — E m’engañaste otra ve: “Papá, vamo a ser rico. Voy a escribir una
ópera mundiale. Vamo a poder comprar el pópolo. Por cada metro que
tenimo vamo a tener una cuadra...” E yo, checato, te creí. “E ve... se Dio
vuole, e da danaro, escribe l’ópera, figlio; va... ” E te fuiste. ¡Cinco año!...
Al novechento me mandaste llamar: “Mamá... papá... véngano. Véndamo
todo. No puedo vivir sen ustede. Quiero apagarle todo lo que han hecho
por mé. (Stéfano deja correr sus lágrimas.) Empieza la fortuna. Voy a ser
direttore a un teatro. Estoy escribiendo l’ópera fenomenale. A Bono Saria
yueven esterlina. Véngano...” Esta póvera fémmena, que ha creído
siempre a le parole, yoraba día e noche “per el hijo prediletto que estaba
solo”... M’avelenó. Vendimo la casa, la viña, l’olivaro, los anímale, lo
puerco... tutto... ¡tutto!... e atravesamo el mar, yeno de peligro ... atrás de...
de la mariposa que nunca s’alcanza. Cuando yegamo me había engañado
otra ve. Sen decirno nada se había casado co una argentina... troppo bella
para que la vita sea una ilusione.
STÉFANO — L’amaba.
ALFONSO —¿E nui?... ¿E nui?... ¿E la vecquia?... ¡Va! ¡Va! Nu diche parole.
Cayate. Atragátela. Espera tranquilo que te saquemo l’incomodo. No falta
mucho... ¡que no sé cómo me va a enterrá!
M. ROSA —Póver’a nui... Póver’a nui... (Se acerca al viejo, lo acaricia.)
STÉFANO — Papá... tiene razón. No puedo contestarle; no debo contestarle.
ALFONSO — E ¿qué va a contestá?
STÉFANO —Por ejemplo... qu’el dolor del hijo debía saberlo sufrir el padre.
ALFONSO — ¿Más todavía? ¡Amátame e ya está!
STÉFANO — St... Calma, papá. Acaba de cenar... Sí; yo no tengo atenuante.
ALFONSO —(A María Rosa.) ¿Qué?
M. ROSA — Tenuante.
STÉFANO — Osté sí porque nunca ha creído en mí.
ALFONSO — ¡Nunca!
STÉFANO — En esto sabía má que yo. Conocía la madera.
ALFONSO —(A María Rosa.) ¿Qué matera?
M. ROSA — Habla de él; habla de él.
ALFONSO — Siempre ha hablado de él; nunca de nosotro. (Se burla.) ¿E para
qué?.. Para terminar sonando el trombone a una banda.
M. ROSA — Orquestra.
ALFONO —Da risa. Da risa e paura e rabia. Carpechoso. Te lo dije el año
novanta: “Figlio, para vivir é mejor la zapa que la música”.
STÉFANO — (Serio.) Sapiencia pura.
ALFONSO — Se burla...
STÉFANO — Ma no.
ALFONSO — Está viejo como yo...
STÉFANO — Má viejo.
ALFONSO — …póvero como una rata; yeno de hijo que tam- biene tiéneno que
correr, todo rotoso, la... mariposa que no s’alcanza, e sigue dichendo
parole, yeno d’orgulio.
STÉFANO — (Con seria convicción.) Sí, saría mejor enseñarle a correr lo
chancho.
ALFONSO — Se burla.
STÉFANO — ¡Ma, no!
ALFONSO — Mientra tanto l’ópera no la ha hecho; chélebre no es; las esterlinas
no yoviérono... pero diche parole: “El hombre es un frascaso”... “La vita
es una ilusione”... ¡No! ¡Mentira! ¡Mentira! ¡La vita no es una ilusión, no
es una mareposa!... ¡Aunque yo sea una óstraga! (Se va a la calle.)
STÉFANO — Mamma... usté me perdona.
M. ROSA — (El mentón agudo como nunca.) Yo no tengo que perdonarte. Só
mi hijo. Te quiero... e ya está.
STÉFANO — Pero... usté m’entiende un poco...
M. ROSA —Creo que sí. No le haga caso al viejo. Despué se le pasa.
STÉFANO — Yia.
M. ROSA — (Encaminándose hacia interior.) Coma algo. S’ está poniendo
muy flaco.
STÉFANO — Mamma... (Los ojos muy abiertos.) ¿Por qué se ha puesto eso
botine?
M. ROSA —Estaba mojado el patio...
STÉFANO — Saqueseló. Queda feo.
M. ROSA —Uh... de qué te preocúpase ahora. (Sale por izquierda.)
STÉFANO — (En el mutis de María Rosa.) Como para correr la mariposas.
(Decide trabajar. Dispone los papeles, destapa el tintero, moja el lapicero,
deja. Se pone anteojos, enciende un toscano. Escribe.)
RADAMES — (De derecha.) Tamo jugando a lo bombero. Yo voy adelante de
la máquina. Soy el salvador. Saqué de un sexto piso a una vieja. Yo bajaba
una escalera alta alta que se movía al viento y la vieja gritaba a babucha
mío, prendida como una araña. (Stéfano está suspenso; el chico anda sin
mirarle.) Me hizo dar miedo a mí cómo gritaba. Cuando yo había puesto
el pie en la escalera alta alta que se movía al viento se cayó el balcón. La
gente abajo aplaudía. Sería mejor que en vez de aplaudir la gente ayudase.
(Mutis por izquierda. Stéfano no se mueve; mira al frente. Vuelve
Radamés.) Mucho mejor que ayudase.
STÉFANO — Radamés...
RADAMÉS — (Se le acerca.) ¿Usté me puso ese nombre, papá? Está mal. Yo
me debía llamar Salvador.
STÉFANO —A su hermano chicos ¿los vio?
RADAMÉS — Sí. Están jugando en la puerta de la cigarrería al oficio mudo. Yo
estoy a la vuelta.
STÉFANO — (Lo peina; le levanta la cabeza.) ¿En qué mundo vive usté, hijo?
RADAMÉS— Y... en el suyo. (Stéfano apoya su frente en la del chico.) ¿Le
duele la cabeza?
STÉFANO — Sí.
RADAMÉS — Papá, ¿qu’está haciendo?, ¿l’ópera? Eh, papá, ¿qu’está
escribiendo? ¿l’ópera?
STÉFANO —No, hijo. Estoy instrumentando una cosa ajena. Para el que la ha
escrito también es ajena. Sabe qué es instrumentar. ..
RADAMÉS — Si usté no me l’osplica...
STÉFANO —Se l’osplicado. No recuerda. A este papel tiene que ir escrito
instrumento por instrumento todo lo que la orquesta toca. ¿Ve? Violine.
Segundo violine. Viola. Flauta, echétera. Despué se saca cada parte a una
a una para que cada músico sepa lo que tiene que tocar.
RADAMÉS — Ah, sí. Porque lo músico de l’orquesta no saben lo que tocan.
STÉFANO — Sucede muy a menudo.
RADAMÉS — Tienen que leerlo en el papel, si no estarían mudo.
STÉFANO — Lo músico de orquestra, hijo, so casi siempre artistas fracasados
que se han hecho obreros.
RADAMÉS —Ah, sí. Como a la fábrica. Uno con el martiyo, el otro con el
serrucho, el otro con la raspa y todo al mismo tiempo. Es un baruyo, pero
le pagan y dan golpe, raspan y serruchan. Sí. Usté es un gran maestro papá.
Yo estoy orgulloso de ser su hijo. Un gran maestro que va a fabricar una
gran ópera.
STÉFANO — ¿Quién te l’ha dicho?
RADAMÉS — Mamá, pero hace mucho. Un gran maestro que está escribiendo
la gran ópera. Cuando se dé en el teatro yo voy a estar en el paraíso.
Aplaudiendo, aplaudiendo. Yo estoy orguyoso de ser su hijo, el hijo de un gran
maestro. (Se va a la calle. Stéfano está tan abatido que la mesa lo esconde.
Entra Margarita. Nada tiene que hacer... pero mueve las sillas, sacude,
arregla.)
TELON
EPILOGO