Ensayo

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UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR

FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES

TÉCNICO UNIVERSITARIO EN TRABAJO SOCIAL

DOCENTE: LIC. ISMAR SJHANNY FIGUEROA MONTT

CURSO: BASES DE INVESTIGACIÓN I.

ESTUDIANTE:

MAGDALENA GÓMEZ GÓMEZ

CARNÉ:

2013423

HUEHUETENANGO, MAYO 2024

CAMPUS ‘’SAN ROQUE GONZALEZ DE SANTA CRUZ, S.J.’’ DE

HUEHUETENANGO
INTRODUCCIÓN.

Robert Louis Stevenson ocupa un lugar destacado en el panteón de los escritores que han
abierto las puertas de la literatura a jóvenes y adultos por igual. Aunque su reconocimiento
como autor va más allá de sus obras más populares como "La isla del tesoro" y "El extraño
caso del doctor Jekyll y el señor Hyde", es precisamente en estos relatos donde muchos
lectores descubren su talento. Stevenson no solo creó personajes inolvidables y tramas
apasionantes, sino que también fue un poeta delicado, un ocasional dramaturgo y un agudo
ensayista. Nacido en Edimburgo en 1850, Stevenson desafió las expectativas familiares y
sociales al dedicarse a la literatura, una decisión que lo llevó a una vida de exploración y
escritura incansable. A través de sus ensayos, Stevenson revela su profundo amor por la
literatura y su dedicación al oficio de escribir, brindando una comprensión más profunda de
la maestría detrás de sus obras. Estos escritos, recopilados y publicados póstumamente,
ofrecen valiosas reflexiones sobre la estética, la ética y la técnica literaria, destacando la
perdurable relevancia de su pensamiento en el mundo literario.
ANALISIS Y REFLEXIÓN.
EL ARTE DE ESCRIBIR CIENTIFICAMENTE.

Existe un panteón universal de los escritores que introducen a la lectura, que abren a los
jóvenes y no tan jóvenes las puertas de la literatura de par en par. La lista de quienes
descansan allí no está exenta de disputa; pero dudo que discutiésemos en ciertos casos,
como el de Verne, el de Dumas, el de Defoe. Tampoco en el de Stevenson, que incorpora
una singularidad: ascendió a la gloria con un par de títulos. Debemos de ser millones los
que empezamos a perder vista leyendo las cuitas de aquella caterva de marineros y piratas,
o con los turbadores experimentos del doctor Jekyll; millones a los que se nos detuvo el
aliento con el devenir de La Hispaniola y las pretéritas andanzas del difunto capitán Flint, y
con las espantosas metamorfosis que alumbraban a Mr. Hyde.
Tan familiar nos resulta John Silver el Largo y el resto de maravillosos personajes de La
isla del tesoro, que a menudo olvidamos la talla literaria de su autor. Es un destino común a
los grandes narradores: ocupan nuestra sala de estar y sus erudiciones quedan en suspenso;
hecho este que, por cierto, creo que en casi todos los casos ellos recibirían con mucho
gusto. Lo cierto es que Robert Louis Balfour Stevenson no solo se inventó una isla
imperecedera y disoció magistralmente, para que contemplásemos nuestras inquietantes
hechuras, nuestra cara amable y nuestra cara tenebrosa, sino que además fue también un
delicioso poeta, un ocasional dramaturgo y un penetrante estudioso sobre la labor literaria.
Stevenson nace en 1850 en Edimburgo, en el seno de una familia con una larga tradición
en la ingeniería y construcción de faros. Enfermizo y perennemente escuchimizado, Robert
Louis, hijo único, se cría en un ambiente intensamente religioso, y pronto da muestras de
una peculiar excentricidad que le aparta de las amistades comunes y termina confinando su
educación a sus tutores personales. Al llegar a la mayoría de edad, el vástago de los
Stevenson acude a la universidad para estudiar ingeniería, pero allí pronto se escora hacia
sus inclinaciones artísticas; se incorpora a un club de debate, representa una obra, y
aprovecha los ineludibles viajes para inspeccionar las obras familiares para escribir sin
cesar. A los veintiún años, y con el consabido disgusto para este linaje de expertos
profesionales, anuncia que se consagrará a las letras, adaptando su indumentaria y su
aspecto externo a su recién estrenada bohemia.
Acaso para recabar un mínimo de respetabilidad ante sus decepcionados padres,
Stevenson estudia leyes, aunque nunca llegue a ejercer. Viaja tanto como puede; en una de
sus travesías conoce a Fanny Van de Grift Osbourne, estadounidense, de la que se enamora,
y a la que acompaña a su país, viviendo una epopeya que recoge en El emigrante amateur.
El esfuerzo casi le cuesta la vida: ya en su casamiento con Fanny, su aspecto es, según
descripción propia, «el de un mero amasijo de toses y huesos, más apropiado como
paradigma de la mortalidad que como modelo de novio». Pasarán los siguientes años
alternando emplazamientos, en busca de esa salud que siempre le fue esquiva. Viajan, en la
década de 1880 —mientras el autor produce sus obras más señeras—, a Francia, a san
Francisco, a Tahití, Nueva Zelanda y Samoa, donde vivirían hasta la muerte del autor,
acaecida en 1894 a causa de una fulminante hemorragia cerebral.
Stevenson sufrió desde el principio la maldición de los escritores populares, y la temática
de sus obras más célebres (terror y piratas, nada menos), también ayudó a su inicial
clasificación como un autor de serie B. El auge del grupo de Bloomsbury (Woolf,
Stratchey, Keynes y el resto), que lo d enostó sin piedad, contribuyó al arrumbamiento de
su obra en el canon literario durante la práctica totalidad del siglo XX. The Norton
Anthology of English Literature solo lo incluirá en su octava edición, de 2006; entretanto,
acaso favorecido por el desplante de la intelligentsia, fue recabando conversos para la
religión de la lectura a un ritmo sin igual. Hay pocas cosas que la intelectualidad y la
Academia perdonen menos a un autor que su amenidad, y Stevenson fue atractivo y
excitante casi sin excepción, casi siempre vívido, y por todo ello, fácil, pero precisamente
con la facilidad que, desde Homero hasta hoy, los grandes narradores siempre han exhibido.
Nos dejó hermosos libros de viajes (A través de las praderas, En los mares del sur),
antológicos cuentos (muchos en las Nuevas noches árabes), otras estupendas novelas
(Secuestrado, El señor de Ballantrae). Y también tuvo un aspecto que hoy nos resulta
generalmente desconocido —que fue el que a él le abrió las puertas de los foros cultos de
su tiempo—: fue un agudo ensayista y nos deparó algunas estupendas reflexiones sobre la
escritura y la lectura, una selección de las cuales se recoge en este opúsculo que les
presentamos.
Estos ensayos desvelan el profundo amor que Stevenson profesó a su oficio, un amor
que, si bien transpira en cada una de sus obras, es fácil minusvalorar al quedar
deslumbrados con el personaje, el político, el carácter indómito, el explorador. El
Stevenson ensayista permite entender cuánto ahínco, artesanal dedicación, cuantas horas y
cuantos desvelos hay detrás de esas páginas que tanto fluyen, con genialidad aparentemente
innata, en sus libros. Así se dignifica, y nos dignifica a cuantos leemos y escribimos.
Los ensayos que les ofrecemos fueron escritos entre 1881 y el año de su muerte; fueron
publicados originalmente de forma aislada en diversas revistas literarias, y póstumamente
reunidos por sus editores en un solo volumen. Su temática es tan variada como original e
incisiva. El autor desmenuza qué clase de arte es el literario; cuáles son sus condicionantes;
qué hace que lo literariamente bueno efectivamente lo sea —en qué reside la fuerza estética
y el valor de los contenidos—. Nos hace entender también todo lo que hay detrás de la
música de las palabras. Pero no se conforma con desgranar lo estético: añade
consideraciones éticas sobre el oficio de escribir, sobre la honestidad que le es exigible,
sobre el cetro que ostenta la verdad. Dichas consideraciones poseen una actualidad rotunda;
basta leer su agria crítica al periodismo más zafio para lamentar su vigencia.
Nada desencanta más al hombre que el hecho de que se le muestren las fuentes y
mecanismos de cualquier arte. Todas nuestras artes y ocupaciones descansan por entero en
la superficie; es allí, en la superficie, donde percibimos su belleza, su idoneidad y su
significación. Escarbando más abajo nos exponemos a su vacuidad y a que nos pasme la
tosquedad de su entramado. De un modo similar, la misma psicología, cuando se adentra en
sutilezas, destapa una vaciedad abominable, si bien antes por los defectos de nuestro
análisis que por una primaria parvedad de la mente. Y puede que la razón sea la misma en
la estética: esas revelaciones que parecen fatales para la dignidad del arte acaso suenen así
solo en proporción a nuestra ignorancia; y aquellos artificios conscientes e inconscientes
que parecen impropios de un artista serio serían a lo mejor, si tuviésemos la capacidad de
seguirles el rastro hasta sus orígenes, indicativos de una delicadeza de los sentidos tanto
mejor que la que concebimos, y la traza de ancestrales armonías en la naturaleza. Al final,
esta ignorancia es en buena medida irremediable. Nunca conoceremos las afinidades de la
belleza, puesto que estas moran en las profundidades de la naturaleza, y se remontan
demasiado atrás en la misteriosa historia del hombre.
El amateur, en consecuencia, recibirá siempre de mala gana los detalles del método, que
pueden exponerse, pero jamás explicarse por completo. No: este principio aparece ya en
el Hudibras[1], donde leemos que

Cuando menos lo entiendan,


tanto más admirarán el juego de manos

Es decir, que son muchos los que a cada nueva revelación ven disminuir el ardor de su
gozo. Debo, por tanto, advertir a ese personaje tan conocido, el lector común, que me
dispongo a embarcarme en el más desagradable de los empeños: descolgar el cuadro de la
pared y mirar en el reverso; y, como un inquisitivo infante, desmontar el juguete en todas
sus piezas.

I. LA ELECCIÓN DE LAS PALABRAS. El arte literario se sitúa aparte de sus


hermanas, porque el material con el que el artista literario trabaja es el dialecto de la vida.
De ahí que posea, de un lado, una extraña frescura e inmediatez en el acceso a la
mentalidad del público, que está predispuesto a entenderla; y también, de otro lado, una
singular limitación. Las artes hermanas disfrutan del uso de materiales plásticos, dúctiles,
como la arcilla del ceramista; solo a la literatura se la condena a componer sus mosaicos
con elementos tan finitos y rígidos como las palabras. Lleva uno viendo esos bloques desde
que estaba en la guardería: aquí un pilar, allá un frontispicio, acullá una ventana o un
jarrón. Es con bloques de tan arbitrario tamaño y forma que el arquitecto literario está
condenado a diseñar el palacio de su arte. Y eso no es todo; por ser estos bloques, las
palabras, la consabida moneda de nuestros asuntos diarios, no es posible apelar aquí a los
socorridos velos de los que se valen las otras artes para ganar en continuidad y vigor: nada
de ardides jeroglíficos, ni de difuminados, empastados o sombras inescrutables, como en la
pintura; nada de muros lisos, como en arquitectura. Cada palabra, expresión, oración y
párrafo ha de moverse en una progresión lógica, expresando un significado preciso,
convencional.
De modo que el primer mérito que nos atrae en las páginas de un buen escritor o en la
charla de un conversador brillante es la adecuada elección y el contraste de las palabras que
emplea. Es en verdad un extraño arte tomar estos bloques, rudamente concebidos para ser
útiles en el mercado o en el bar, y lograr aplicarlos para que expresen los más sutiles
significados y distinciones, restaurándoles su primigenia energía, desplazándolos
ingeniosamente para tratar otro asunto, o haciendo de ellos un tambor con el que levantar
las pasiones.
No obstante, aunque esta forma de mérito es sin duda la más sensible y mesurable, está
lejos de estar presente en igual proporción en todos los escritores. El efecto de las palabras
en Shakespeare, su particular vigencia, trascendencia y encanto poético, difiere por
completo del efecto de las palabras de Addison o Fielding. O, por tomar un ejemplo que
nos queda más cerca, el efecto de las palabras de Carlyle parece electrificado por una
energía distintiva, como rostros de hombres furiosamente conmovidos; mientras que las
palabras de Macaulay, sobradamente apropiadas para transmitir su significado, de sonido
más que armonioso, se deslizan sin embargo de la memoria como elementos indistinguibles
en el seno de un efecto genérico.
El caso es que la primera clase de escritores no posee el monopolio del mérito literario.
Hay un sentido en el que Addison supera a Carlyle, un sentido en el que Cicerón es mejor
que Tácito, uno en el que Voltaire supera a Montaigne: ciertamente no está ligado a la
elección de las palabras, ni al interés o el valor de la materia tratada, ni a la fuerza del
intelecto, de la poesía o el humor. Los tres primeros no son más que niños para los tres
segundos; y no obstante cada uno, en un preciso aspecto de su arte literario, supera en
conjunto a su superior. ¿Cuál es dicho aspecto?

II. EL ENTRAMADO. La literatura, pese a ser caso aparte en razón de la enorme


incidencia y el uso general de sus medios en los asuntos mundanos, sigue siendo un arte
como el resto de artes. De estas podemos discernir dos grandes tipos: aquellas artes, como
la escultura, la pintura, la actuación, que representan —o, como suele llamárselas de modo
bastante burdo, imitativas—; y aquellas que, como la arquitectura, la música o la danza, por
ser autosuficientes, meramente presentan. Cada clase, en virtud de esta distinción, obedece
a principios distintos; aun así, ambas defienden la existencia de un terreno común, y puede
decirse sin faltar a la verdad que el motivo y fin último de cualquier arte es crear un patrón;
patrón que puede componerse con colores, con sonidos, con actitudes cambiantes, con
figuras geométricas o líneas que imitan; pero un patrón, en definitiva. Este es el plano en el
que estas hermanas se encuentran; es por causa de esto que son artes; y aunque a ratos sea
admisible que olviden sus infantiles orígenes, dedicando su inteligencia a tareas más
adultas, realizando inconscientemente esa función que les resulta necesaria para vivir,
fraguar un patrón, así y todo sigue siendo imperativo que el patrón sea realizado.
CONLUSIONES.
1. Este texto es un tributo a Robert Louis Stevenson, un escritor cuya obra ha sido un
faro para innumerables jóvenes lectores. En la narrativa del autor, se destacan sus
clásicos inmortales como "La isla del tesoro" y "El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.
Hyde", que han dejado una huella indeleble en la literatura juvenil. La descripción
se adentra en la vida de Stevenson, desde su nacimiento en una familia de
ingenieros de faros en Edimburgo, pasando por su delicada salud y su educación
privada, hasta su decisión de dedicarse a la escritura, desafiando las expectativas
familiares.

2. Stevenson no solo se distinguió como novelista sino también como poeta,


dramaturgo y ensayista. Sus viajes, motivados en gran parte por la búsqueda de un
clima más benigno para su frágil salud, lo llevaron por diversas partes del mundo,
experiencias que alimentaron su prolífica producción literaria. A pesar de la
popularidad de sus obras, Stevenson enfrentó el desprecio de ciertos círculos
intelectuales, que menospreciaban su escritura por su accesibilidad y su temática
"popular".

3. El autor del texto resalta cómo Stevenson, a pesar de las críticas, dejó una marca
indeleble en la literatura. Su legado no solo incluye sus famosas novelas de
aventuras y terror, sino también ensayos que revelan su profunda reflexión sobre el
arte de escribir. Estos ensayos, escritos en diversas publicaciones y reunidos
póstumamente, ofrecen una visión sobre la dedicación artesanal que la escritura
requiere, así como sobre las consideraciones estéticas y éticas que la acompañan.

4. En sus escritos, Stevenson analiza la elección de las palabras, comparándola con el


trabajo de un artesano que transforma materiales cotidianos en algo sublime.
También explora la estructura literaria, subrayando que la literatura, como otras
artes, busca crear un patrón que trasciende su mera funcionalidad para alcanzar una
belleza que resuena en lo más profundo del espíritu humano.

5. Stevenson nos invita a comprender que, aunque desentrañar los mecanismos del arte
puede parecer que le resta magia, en realidad revela la delicadeza y la armonía
ancestral que subyacen en la creación artística. Su obra no solo deleita por su
contenido, sino que también dignifica el oficio del escritor y el placer del lector,
iluminando el arduo trabajo y la pasión que se esconden tras cada página.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS.
https://3699dea9-7151-4213-bf21-9ab04a3c21a6.filesusr.com/ugd/
8d49cf_ca8e3eb7b0594b27b85715e46d0bbaca.pdf

https://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0465-546X2013000100011

https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000055778_spa

http://www.unipiloto.edu.co/descargas/archivo_administracion_de_empresas/guia_ensayos.pdf

http://ponce.inter.edu/cai/manuales/Pasos_seguir_monografia.pdf

http://comunicacionacademica.uc.cl/images/nuevos_recursos/espanol/escritura/disciplinares/
RE_Cmo-planificar-y-escribir-una-Revisin-de-Literatura-para-los-cursos-de-Habilidades-
Comunicativas.pdf

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