Ir Las Ciencias Sociales CAPITULO 1 Immanuel Wallerstein

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1.

LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA DE LAS CIENCIAS SOCIALES DESDE


EL SIGLO XVIII HASTA 1945

"Pensar la vida como un problema inmenso, una ecuación o más bien una familia de
ecuaciones parcialmente dependientes, parcialmente independientes, unas de otras...
entendiendo que esas ecuaciones son muy complejas y llenas de sorpresas, y que a
menudo somos incapaces de descubrir sus raíces".

 Fernand Braudel

La idea de que podemos reflexionar de forma inteligente sobre la naturaleza de los seres
humanos, sus relaciones entre ellos y con las fuerzas espirituales y las estructuras
sociales que han creado, y dentro de las cuales viven, es por lo menos tan antigua como
la historia registrada. Son los temas que se examinan en los textos religiosos recibidos y
también en los textos que llamamos filosóficos, aparte de la sabiduría oral transmitida a
través de las edades, que a menudo en algún momento llega a ser escrita. Sin duda,
buena parte de esa sabiduría es resultado de una selección inductiva de la plenitud de la
experiencia humana en una u otra parte del mundo en periodos larguísimos, aun cuando
los resultados a menudo se presentan en forma de revelación o deducción racional de
algunas verdades inherentes y eternas.

Lo que hoy llamamos ciencia social es heredera de esa sabiduría, pero es una heredera
distante, que a menudo no reconoce ni agradece, porque la ciencia social se definió
conscientemente a sí misma como la búsqueda de verdades que fueran más allá de esa
sabiduría recibida o deducida. La ciencia social es una empresa del mundo moderno; sus
raíces se encuentran en el intento, plenamente desarrollado desde el siglo XVI y que es
parte inseparable de la construcción de nuestro mundo moderno, por desarrollar un
conocimiento secular sistemático sobre la realidad que tenga algún tipo de validación
empírica. Esto fue lo que adoptó el nombre de scientia, que significaba simplemente
conocimiento. Desde luego también la palabra filosofía, etimológicamente, significa
conocimiento, o más bien amor al conocimiento.

La llamada visión clásica de la ciencia, que predominó desde hace varios siglos, fue
constituida sobre dos premisas. Una era el modelo newtoniano en el cual hay una
simetría entre el pasado y el futuro. Era una visión casi teológica: al igual que Dios,
podemos alcanzar certezas, y por lo tanto no necesitamos distinguir entre el pasado y el
futuro puesto que todo coexiste en un presente eterno. La segunda premisa fue el
dualismo cartesiano, la suposición de que existe una distinción fundamental entre la
naturaleza y los humanos, entre la materia y la mente, entre el mundo físico y el mundo
social/espiritual. Cuando Thomas Hooke redactó, en 1663, los estatutos de la Royal
Society, inscribió como su objetivo el de "perfeccionar el conocimiento de las cosas
naturales y de todas las artes útiles, manufacturas, prácticas mecánicas, ingenios e
invenciones por experimento", agregando la frase: "sin ocuparse de teología, metafísica,
moral, política, gramática, retórica o lógica." Esos estatutos encarnaban ya la división
de los modos de conocer, en lo que C. P. Snow después llamaría las "dos culturas".

La ciencia pasó a ser definida como la búsqueda de las leyes naturales universales que
se mantenían en todo tiempo y espacio. Alexandre Koyré, siguiendo la transformación
de los conceptos europeos del espacio desde el siglo XV hasta el XVIII observa:
"El Universo infinito de la nueva Cosmología, infinito en Duración así como en
Extensión, en el que la materia eterna, de acuerdo con leyes eternas y necesarias, se
mueve sin fin y sin objeto en el espacio eterno, heredó todos los atributos ontológicos
de la divinidad. Pero sólo esos; todos los demás se los llevó consigo la divinidad con su
marcha."

Los otros atributos de Dios que se había ido eran, por supuesto, los valores morales de
un mundo cristiano, como amor, humildad y caridad. Koyré no menciona aquí los
valores que vinieron a ocupar su lugar, pero sabemos que el Dios que se había ido no
dejó tras de sí un vacío moral. Si los cielos se alejaron en forma casi ilimitada, lo mismo
ocurrió con las ambiciones humanas. La palabra operativa pasó a ser progreso --dotada
ahora del recién adquirido sentimiento de infinitud, y reforzada por las realizaciones
materiales de la tecnología.

El "mundo" del que habla Koyré no es el globo terrestre sino el cosmos, en realidad se
podría sostener que en ese mismo periodo la percepción del espacio terrestre en el
mundo occidental estaba pasando por una transformación en dirección contraria hacia la
finitud. Para la mayoría de la gente sólo con los viajes de descubrimiento, que
atravesaron el globo, la tierra llegó a cerrarse en su forma esférica. Es cierto que la
circunferencia de esa esfera era mucho mayor que lo que imaginaba Colón, pero sin
embargo era finita. Y además, con el uso y con el tiempo esos mismos viajes de
descubrimiento establecieron las rutas comerciales y las subsecuentes divisiones del
trabajo ampliadas, que acortarían constantemente las distancias sociales y temporales.

Sin embargo esa finitud de la tierra no era, por lo menos hasta hace muy poco, fuente de
desánimo. El ideal y la visión de un progreso ilimitado extraía fuerza de la infinidad del
tiempo y del espacio, pero la realización práctica del progreso en los asuntos humanos
por medio del avance tecnológico dependía de la cognoscibilidad y explorabilidad del
mundo, de la confianza en su finitud en ciertas dimensiones clave (especialmente su
epistemología y geografía). De hecho en general se suponía que para lograr el progreso
era necesario que nos libraramos completamente de todas las inhibiciones y de las
limitaciones en nuestro papel de descubridores dispuestos a descubrir los secretos más
íntimos y a utilizar los recursos de un mundo alcanzable. Hasta el siglo XX parecería
que la finitud de la esfera terrestre había servido principalmente para facilitar las
exploraciones y la explotación requeridas por el progreso, y para hacer prácticas y
realizables las aspiraciones de Occidente al dominio. En el siglo XX, cuando las
distancias terrestres llegaron a encogerse hasta un nivel que parecía constrictivo, las
limitaciones fueron invocadas incluso como incentivo adicional para las exploraciones,
siempre más hacia arriba y hacia afuera, necesarias para expandir aún más esa esfera de
dominio. En suma, nuestra vivienda pasada y presente empezó a parecerse cada vez
menos al hogar y cada vez más a una plataforma de lanzamiento, el lugar desde el cual
nosotros, como hombres (y también unas pocas mujeres) de ciencia, podíamos
lanzarnos al espacio, estableciendo una posición de dominio sobre una unidad cada vez
más cósmica.

Progreso y descubrimiento podrían ser las palabras clave, pero hacen falta otros
términos --ciencia, unidad, simplicidad, dominio e incluso "el universo"-- para
completar el léxico. La ciencia natural, tal como se entendía en los siglos XVII y XVIII,
derivaba principalmente del estudio de la mecánica celeste. Al principio los que
intentaban establecer la legitimidad y prioridad de la búsqueda científica de las leyes de
la naturaleza no hacían mayor distinción entre ciencia y filosofía. En la medida en que
distinguían los dos dominios pensaban en ellos como aliados en la búsqueda de una
verdad secular, pero a medida que el trabajo experimental y empírico pasó a ser cada
vez más importante para la visión de la ciencia, la filosofía comenzó a aparecer para los
científicos naturales cada vez más un mero sustituto de la teología, igualmente culpable
de afirmaciones a priori de verdades imposibles de poner a prueba. Para el comienzo del
siglo XIX la división del conocimiento en dos campos ya había perdido el sentimiento
de que los dos eran esferas "separadas pero iguales", adquiriendo en cambio un sabor
jerárquico, por lo menos a los ojos de los científicos naturales --conocimiento cierto
(ciencia), distinto de un conocimiento que era imaginado e incluso imaginario (lo que
no era ciencia). Finalmente, en el inicio del siglo XIX el triunfo de la ciencia fue
consagrado por la lingüística: el término ciencia, sin adjetivo calificativo, pasó a ser
identificado principalmente (y a menudo exclusivamente) con la ciencia natural. Ese
hecho marcó la culminación de la ciencia natural de adquirir para sí una legitimidad
socio-intelectual totalmente separada e incluso en oposición a otra forma de
conocimiento llamada filosofía.

La ciencia, es decir la ciencia natural, estaba mucho más claramente definida que su
alternativa, para la cual el mundo nunca se ha puesto de acuerdo en un nombre único. A
veces llamada las artes, a veces las humanidades, a veces las letras o las bellas letras, a
veces la filosofía y a veces incluso la cultura, o en alemán Geisteswissenschaften, la
alternativa de la "ciencia" ha tenido un rostro y un énfasis variables, una falta de
coherencia interna que no ayudó a sus practicantes a defender su caso ante las
autoridades, especialmente debido a su aparente incapacidad de presentar resultados
"prácticos". Porque había empezado a estar claro que la lucha epistemológica sobre qué
era conocimiento legítimo ya no era solamente una lucha sobre quién controlaría el
conocimiento sobre la naturaleza (para el siglo XVIII estaba claro que los científicos
naturales habían ganado los derechos exclusivos sobre ese campo) sino sobre quién
controlaría el conocimiento sobre el mundo humano.

La necesidad del estado moderno de un conocimiento más exacto sobre el cual basar sus
decisiones había conducido al surgimiento de nuevas categorías de conocimiento desde
el siglo XVIII, pero esas categorías todavía tenían definiciones y fronteras inciertas. Los
filósofos sociales empezaron a hablar de "física social", y los pensadores europeos
comenzaron a reconocer la existencia de múltiples tipos de sistemas sociales en el
mundo ("¿cómo se puede ser persa?") cuya variedad requería una explicación. Fue en
ese contexto como la universidad (que en muchos sentidos había sido una institución
moribunda desde el siglo XVI, como resultado de haber estado demasiado
estrechamente unida a la iglesia antes de esa fecha) revivió a fines del siglo XVII y
comienzos del XIX como principal sede institucional para la creación de conocimiento.

La universidad revivió y se transformó. La facultad de teología perdió importancia y, en


ocasiones, desapareció completamente o fue sustituida por un mero departamento de
estudios religiosos dentro de la facultad de filosofía. La facultad de medicina conservó
su papel como centro de capacitación en un campo profesional específico, ahora
enteramente definido como conocimiento científico aplicado. Fue principalmente dentro
de la facultad de filosofía (y en mucho menor grado en la facultad de derecho) donde se
construyeron las modernas estructuras del conocimiento. Era a esa facultad (que en
muchas universidades se mantuvo estructuralmente unificada, aunque en otras se
subdividió) a la que ingresaban los estudiantes tanto de las artes como de las ciencias
naturales, y fue allí donde construyeron sus múltiples estructuras disciplinarias
autónomas.

La historia intelectual del siglo XIX está marcada principalmente por esa
disciplinarización y profesionalización del conocimiento, es decir, por la creación de
estructuras institucionales permanentes diseñadas tanto para producir nuevo
conocimiento como para reproducir a los productores de conocimiento. La creación de
múltiples disciplinas se basaba en la creencia de que la investigación sistemática
requería una concentración hábil en las múltiples zonas separadas de la realidad, la cual
había sido racionalmente dividida en distintos grupos de conocimientos. Esa división
racional prometía ser eficaz, es decir, intelectualmente productiva. Las ciencias
naturales no habían esperado la resurrección de la universidad para establecer algún tipo
de vida institucional autónoma; habían sido capaces de reaccionar antes porque tenían la
capacidad de solicitar apoyo social y político con base en su promesa de producir
resultados prácticos de utilidad inmediata. El ascenso de las academias reales en los
siglos XVII y XVIII y la creación de las grandes écoles por Napoleón reflejaban la
disposición de los gobernantes para promover las ciencias sociales. Quizás los
científicos naturales no tenían necesidad de las universidades para continuar con su
trabajo.

Fueron más bien los que no eran científicos naturales, como los historiadores,
anticuarios, estudiosos de literaturas naturales, quienes más hicieron por resucitar a las
universidades durante el siglo XIX, utilizándolas como mecanismo para obtener apoyo
del estado para sus trabajos eruditos. Ellos atrajeron a los filósofos naturales hacia las
nacientes estructuras universitarias para beneficiarse del perfil positivo que estas
poseían, pero el resultado fue que desde entonces las universidades pasaron a ser la sede
principal de la continua tensión entre las artes o humanidades y las ciencias, que ahora
se definían como modos de conocimiento muy diferentes, y para algunos antagónicos.

En muchos países, y ciertamente en Gran Bretaña y en Francia, el trastorno cultural


provocado por la Revolución francesa impuso cierta clarificación del debate. La presión
por la transformación política y social había adquirido una urgencia y una legitimidad
que ya no resultaba fácil contener mediante la simple proclamación de teorías sobre un
supuesto orden natural de la vida social. En cambio, muchos, sin duda con esperanzas
de limitarlo, sostenían que la solución consistía más bien en organizar y racionalizar el
cambio social que ahora parecía inevitable en un mundo en el que la soberanía del
"pueblo" iba rápidamente convirtiéndose en la norma. Pero para organizar y racionalizar
el cambio social primero era necesario estudiarlo y comprender las reglas que lo
gobernaban. No sólo había espacio para lo que hemos llegado a llamar ciencia social,
sino que había una profunda necesidad social de ella. Además, parecía coherente que si
se intentaba organizar un nuevo orden social sobre una base estable, cuanto más exacta
(o "positiva") fuese la ciencia, tanto mejor sería lo demás. Esto era lo que tenían
presente muchos de los que empezaron a echar las bases de la ciencia social moderna en
la primera mitad del siglo XIX, especialmente en Gran Bretaña y en Francia, cuando se
volvieron hacia la física newtoniana como modelo a seguir.

Otros, más interesados en volver a tejer la unidad social de los estados, que habían
sufrido violentos trastornos sociales o estaban amenazados por ellos, se volvieron hacia
la elaboración de relatos históricos nacionales con el objeto de dar un soporte a nuevas o
potenciales soberanías, relatos que, sin embargo, ahora no eran tanto biografías de
príncipes como de "pueblos". La reformulación de la "historia" como geschichte --lo
que ocurrió, lo que ocurrió en realidad-- debía darle credenciales impecables. La historia
dejaría de ser una hagiografía para justificar a los monarcas y se convertiría en la
verdadera historia del pasado explicando el presente y ofreciendo las bases para una
elección sabia del futuro. Ese tipo de historia (basada en la investigación empírica de
archivos) se unió a las ciencias social y natural en el rechazo de la "especulación" y la
"deducción" (prácticas calificadas de pura "filosofía"). Pero precisamente porque ese
tipo de historia estaba interesada en las historias de los pueblos, cada una empíricamente
diferente de la otra, veía con desconfianza e incluso con hostilidad los intentos de los
exponentes de la nueva "ciencia social" de generalizar, es decir, de establecer leyes
generales de la sociedad.

En el curso del siglo XIX, las diversas disciplinas se abrieron como un abanico para
cubrir toda una gama de posiciones epistemológicas. En un extremo se hallaba primero
la matemática (actividad no empírica), y a su lado las ciencias naturales experimentales
(a su vez en una especie de orden descendente de determinismo --física, química,
biología). En el otro extremo estaban las humanidades (o artes y letras), que empezaban
por la filosofía (simétrica de la matemática como actividad no empírica) y junto a ella el
estudio de prácticas artísticas formales (literatura, pintura, escultura, musicología), y
llegaban a menudo en su práctica muy cerca de la historia, una historia de las artes. Y
entre las humanidades y las ciencias naturales así definidas quedaba el estudio de las
realidades sociales, con la historia (idiográfica) más cerca de las facultades de artes y
letras, y a menudo parte de ellas, y la "ciencia social" (nomotética) más cerca de las
ciencias naturales. A medida que la separación del conocimiento en dos esferas
diferentes, cada una con un énfasis epistemológico diferente, se endurecía cada vez más,
los estudiantes de las realidades sociales quedaron atrapados en el medio, y
profundamente divididos en torno a esos problemas epistemológicos.

Todo esto, sin embargo, estaba ocurriendo en un contexto en el que la ciencia


(newtoniana) había triunfado sobre la filosofía (especulativa), y por lo tanto había
llegado a encarnar el prestigio social en el mundo del conocimiento. Esa división entre
la ciencia y la filosofía había sido proclamada como un divorcio por Auguste Comte,
aunque en realidad representaba principalmente el repudio de la metafísica aristotélica y
no del interés filosófico en sí. Sin embargo, los problemas planteados parecían reales:
¿hay leyes deterministas que gobiernan el mundo? ¿Hay un lugar y un papel para la
invención y la investigación (humanas)? Además, los problemas intelectuales tenían
presuntas implicaciones políticas. Políticamente, el concepto de leyes deterministas
parecía ser mucho más útil para los intentos de control tecnocrático de movimientos
potencialmente anarquistas por el cambio, y políticamente la defensa de lo particular, lo
no determinado y lo imaginativo parecía ser más útil, no sólo para los que se resistían al
cambio tecnocrático en nombre de la conservación de las instituciones y tradiciones
existentes, sino también para los que luchaban por posibilidades más espontáneas y
radicales de introducir la acción humana en la esfera sociopolítica. En ese debate, que
fue continuo pero desequilibrado, el resultado en el mundo del conocimiento fue que la
ciencia (la física) fue colocada en todas partes en un pedestal y en muchos países fue
relegada a un rincón aún más pequeño del sistema universitario. Eventualmente, en
respuesta, algunos filósofos redefinieron sus actividades en formas más acordes con la
ética científica (la filosofía analítica de los positivistas de Viena).
Se proclamó que la ciencia era el descubrimiento de la realidad objetiva utilizando un
método que nos permitía salir fuera de la mente, mientras se decía que los filósofos no
hacían más que meditar y escribir sobre sus meditaciones. Esa visión de la ciencia y la
filosofía fue afirmada con mucha claridad por Comte en la primera mitad del siglo XIX,
cuando se propuso establecer las reglas que gobernarían el análisis del mundo social. Al
revivir el término "física social", Comte expresaba claramente su interés político: quería
salvar a Occidente de la "corrupción sistemática" que había llegado a ser "entronizada
como instrumento indispensable del gobierno" debido a la "anarquía intelectual"
manifiesta desde la Revolución francesa. En su opinión, el partido del orden se basaba
en doctrinas superadas (católica y feudal), mientras que el partido del movimiento
tomaba como base tesis puramente negativas y destructivas tomadas del protestantismo.
Para Comte, la física social permitiría la reconciliación del orden y el progreso al
encomendar la solución de las cuestiones sociales a "un pequeño número de
inteligencias de élite" con educación apropiada. De esa forma, la Revolución francesa
"terminaría" gracias a la instalación de un nuevo poder espiritual. Así quedaba clara la
base tecnocrática y la función social de la nueva física social.

En esa nueva estructura de conocimiento, los filósofos pasarían a ser, en una fórmula
célebre, los "especialistas en generalidades". Esto significaba que aplicarían la lógica de
la mecánica celeste (que había llegado a la perfección en la versión de Laplace del
prototipo newtoniano) al mundo social. La ciencia positiva se proponía representar la
liberación total de la teología, la metafísica y todos los demás modos de "explicar" la
realidad. "Entonces, nuestras investigaciones en todas las ramas del conocimiento, para
ser positivas, deben limitarse al estudio de hechos reales sin tratar de conocer sus causas
primeras ni propósitos últimos."

John Stuart Mill, contraparte inglesa y correspondiente de Comte, no habló de ciencia


positiva sino de ciencia exacta, pero mantuvo igual el modelo de la mecánica celeste:
"[La ciencia de la naturaleza humana] está lejos de alcanzar los estándares de exactitud
que hoy se alcanzan en astronomía, pero no hay razón para que no pueda ser tan
científica como el estudio de las mareas, o como lo era la astronomía cuando sus
cálculos sólo habían alcanzado a dominar los fenómenos principales, pero no las
perturbaciones."

Pero si bien era claro que la base de las divisiones dentro de las ciencias sociales estaba
cristalizando en la primera mitad del siglo XIX, la diversificación intelectual reflejada
en la estructura disciplinaria de las ciencias sociales solo fue formalmente reconocida en
las principales universidades, en las formas en que las conocemos hoy, en el período
comprendido entre 1850 y 1914. Es obvio que en el período comprendido entre 1500 y
1850 ya existía una literatura sobre muchos de los asuntos centrales tratados por lo que
hoy llamamos ciencia social: el funcionamiento de las instituciones políticas, las
políticas macroeconómicas de los estados, las reglas que gobiernan las relaciones entre
los estados, la descripción de sistemas sociales no europeos. Todavía leemos a
Maquiavelo y a Bodin, a Petty y a Grotius, a los fisiócratas franceses y a los maestros de
la Ilustración escocesa, igual que a los autores de la primera mitad del siglo XVIII,
desde Malthus y Ricardo hasta Guizot y Tocqueville o Herder y Fichte. Incluso tenemos
en ese período estudios tempranos de desviaciones sociales, como el caso de Beccaria.
Sin embargo, todo esto aún no era del todo lo que hoy entendemos por ciencia social, y
todavía ninguno de esos estudiosos consideraba que operaba dentro del marco de lo que
más tarde serían consideradas como disciplinas separadas.
La creación de las múltiples disciplinas de ciencia social fue parte del intento general
del siglo XIX de obtener e impulsar el conocimiento "objetivo" de la "realidad" con
base en descubrimientos empíricos (lo contrario de la "especulación"). Se intentaba
"aprender" la verdad, no inventarla o intuirla. El proceso de institucionalización de este
tipo de actividad de conocimiento no fue simple ni directo. Ante todo, al principio, no
estaba claro si esa actividad iba a ser una sola o debería dividirse más bien en varias
disciplinas, como ocurrió después. Tampoco estaba claro cuál era el mejor camino hacia
ese conocimiento, es decir qué tipo de epistemología sería más fructífera o incluso más
legítima. Y lo menos claro de todo era si las ciencias sociales podían ser consideradas
en algún sentido como una "tercera cultura", situada "entre la ciencia y la literatura" en
la formulación posterior de Wolf Lepenies. En realidad, ninguna de esas preguntas ha
tenido hasta ahora una respuesta definitiva. Todo lo que podemos hacer es observar las
decisiones prácticas que se tomaron, o las posiciones mayoritarias que tendieron a
prevalecer.

Lo primero que debemos observar es dónde se produjo esa institucionalización. La


actividad en la ciencia social durante el siglo XIX tuvo lugar principalmente en cinco
puntos: Gran Bretaña, Francia, las Alemanias, las Italias y Estados Unidos. La mayor
parte de los estudiosos y la mayor parte de las universidades (aunque por supuesto no
todos) estaban en esos cinco lugares. Las universidades de otros países no tenían el
prestigio internacional y el peso numérico de las situadas en esos cinco. Hasta hoy, la
mayoría de las obras del siglo XIX que todavía leemos fueron escritas en uno de esos
cinco países. La segunda cosa que debemos observar es que en el curso del siglo se
propusieron un gran número y diversos conjuntos de nombres de "temas" o
"disciplinas". Sin embargo, para la primera guerra mundial había una convergencia o
consenso general en torno a unos pocos nombres específicos, y los demás candidatos
habían sido más o menos abandonados. Esos nombres, que examinaremos a
continuación, eran principalmente cinco: historia, economía, sociología, ciencia política
y antropología. Como veremos, a esta lista podemos agregar las ciencias orientales
(llamadas en inglés orientalismos), a pesar del hecho de que tímidamente el grupo no se
consideraba a sí mismo como ciencia social. Más adelante explicaremos por qué no
incluimos en esa lista la geografía, la psicología y el derecho.

La primera de las disciplinas de la ciencia social que alcanzó una existencia


institucional autónoma real fue la historia. Es cierto que muchos historiadores
rechazaron vigorosamente el nombre de ciencia social, y algunos lo rechazan aún hoy.
Nosotros, sin embargo, consideramos las disputas entre los historiadores y las otras
disciplinas de las ciencias sociales como disputas dentro de la ciencia social, como
trataremos de mostrar claramente en el curso de este trabajo. La historia desde luego era
una práctica muy antigua, como lo es el propio término. Los relatos del pasado, y en
particular las descripciones del pasado del propio pueblo, del propio estado, eran una
actividad familiar en el mundo del conocimiento y la hagiografía siempre había sido
estimulada por quienes se encontraban en el poder. Lo que distinguía a la nueva
"disciplina" de la historia que se desarrolló en el siglo XIX fue el énfasis riguroso que
ponía en la búsqueda de "lo que ocurrió en realidad", en la famosa frase de Ranke. ¿A
diferencia de qué? Sobre todo, a diferencia del relato de historias imaginadas o
exageradas para halagar a los lectores o para servir a los propósitos inmediatos de los
gobernantes o de cualquier otro grupo poderoso.
Es imposible pasar por alto hasta qué punto el lema de Ranke refleja los temas
utilizados por las "ciencias" en su lucha con la "filosofía" -- el énfasis en la existencia
de un mundo real que es objetivo y cognoscible, el énfasis en la evidencia empírica, el
énfasis en la neutralidad del estudioso. Además el historiador, al igual que el científico
natural, no debía hallar sus datos en escritos anteriores (la biblioteca, lugar de la lectura)
o en sus propios procesos de pensamiento (el estudio, lugar de la reflexión), sino más
bien en un lugar donde se podían reunir, almacenar, controlar y manipular datos
exteriores (el laboratorio/el archivo, lugares de la investigación).

Ese común rechazo de la filosofía especulativa acercó a la historia y la ciencia como


modos de conocimiento "moderno" (es decir no medievales). Pero como los
historiadores también rechazaban la filosofía, en cuanto implicaba búsqueda de
esquemas generales que permitieran explicar datos empíricos, sintieron que la búsqueda
de "leyes" científicas del mundo social los llevaría de vuelta al error. Esta doble
significación del rechazo de la filosofía por los historiadores explica cómo sus obras
pudieron no sólo reflejar el nuevo predominio de la supremacía de la ciencia en el
pensamiento europeo sino también anunciar y proponer vigorosamente una posición
idiográfica y antitérica. Es por esto por lo que durante todo el siglo XIX la mayoría de
los historiadores insistían en que pertenecían a las facultades de letras y en general
trataron de evitar cualquier identificación con la nueva categoría, las ciencias sociales,
que lentamente se iba poniendo de moda.

Si bien es cierto que algunos de los historiadores de comienzos del siglo XIX
empezaron, con alguna visión de una historia universal (último vínculo con la teología),
la combinación de sus compromisos idiográficos con las presiones sociales provenientes
de los estados, así como de la opinión pública educada, empujó a los historiadores a
escribir principalmente sus propias historias nacionales, con una definición de nación
más o menos circunscrita por un movimiento hacia atrás en el tiempo, del espacio
ocupado en el presente por las fronteras estatales existentes o en construcción. En todo
caso, el énfasis de los historiadores en el uso de archivos, basado en un profundo
conocimiento contextual de la cultura, hizo que la investigación histórica pareciera ser
más válida cuando cada quien la realizaba en su propia casa. Así fue como los
historiadores, que no habían querido seguir trabajando en la justificación de los reyes, se
encontraron dedicados a la justificación de las "naciones" y a menudo de sus nuevos
soberanos, los "pueblos".

No hay duda de que eso era útil para los estados, aunque sólo fuera indirectamente, en
términos de reforzar su cohesión social. No los ayudaba a decidir políticamente con
sabiduría sobre el presente, y ciertamente no ofrecían mucha sabiduría sobre las
modalidades del reformismo racional. Entre 1500 y 1800 los diversos estados ya se
habían acostumbrado a dirigirse a especialistas, en general empleados públicos, para
que los ayudaran a crear política, particularmente en sus momentos mercantilistas. Esos
especialistas ofrecían su conocimiento bajo diversos títulos, como jurisprudencia
(término antiguo) y ley de las naciones (término nuevo), economía política (también un
término nuevo, que casi literalmente significaba macroeconomía en el nivel de las
entidades políticas), estadísticas (otro término nuevo, que inicialmente hacía referencia
a datos cuantitativos sobre los estados), y Kameralwissenschaften (ciencias
administrativas). La jurisprudencia ya se enseñaba en las facultades de derecho de las
universidades, y las Kameralwissenschaften pasaron a ser tema de cursos en
universidades germánicas en el siglo XVIII. Sin embargo, es solo en el siglo XIX
cuando empezamos a encontrar una disciplina llamada economía, a veces en la facultad
de derecho pero a menudo en la facultad (a veces ex facultad) de filosofía. Y debido a
las teorías económicas liberales prevalecientes en el siglo XIX la frase "economía
política" (popular en el siglo XVIII) desaparece para la segunda mitad del siglo XIX
para ser sustituida por "economía". Al eliminar el adjetivo "política", los economistas
podían sostener que el comportamiento económico era el reflejo de una psicología
individual universal, y no de instituciones socialmente construidas, argumento que a
continuación podía utilizarse para afirmar la naturalidad de los principios de laissez-
faire.

Las suposiciones universalizantes de la economía hicieron que su estudio se orientara


fuertemente hacia el presente y en consecuencia la historia económica quedó relegada a
un lugar secundario en los estudios de economía y la subdisciplina de la historia
económica se desarrolló en gran parte a partir de los estudios de historia (y en parte se
separó de ellos), más que de los de economía. El único intento importante en el siglo
XIX por desarrollar una ciencia social que no era ni nomotética ni idiográfica sino más
bien una búsqueda de las reglas que rigen temas sociales históricamente específicos fue
la construcción en la zona germánica de un campo llamado Staatswissenschaften. Ese
campo cubría (en el lenguaje actual) una mezcla de historia económica, jurisprudencia,
sociología y economía -insistiendo en la especificidad histórica de diferentes "estados"
y sin hacer ninguna de las distinciones disciplinarias que estaban empezando a utilizarse
en Gran Bretaña y en Francia. El propio nombre Staatswissenschaften ("ciencias del
estado") indicaba que sus proponentes buscaban ocupar de alguna manera el mismo
espacio intelectual que antes había cubierto la "economía política" en Gran Bretaña y en
Francia, y por lo tanto la misma función de proporcionar conocimiento útil, por lo
menos a largo plazo, para los estados. Esa invención disciplinaria floreció
particularmente en la segunda mitad del siglo XIX pero por último sucumbió ante los
ataques del exterior y los temores del interior. En la primera década del siglo XX la
ciencia social alemana empezó a conformarse con las categorías disciplinarias en uso en
Gran Bretaña y en Francia. Algunas de las figuras principales más jóvenes de la
Staatswissenschaften, como Max Weber, tomaron la iniciativa de fundar la Sociedad
Sociológica Alemana. Para la década de 1920 el término Staatswissenschaften había
sido desplazado por Sozialwissenschaften ("ciencias sociales").

Al mismo tiempo que la economía iba convirtiéndose en una disciplina establecida en


las universidades, orientada hacia el presente y normativa, se estaba inventando una
disciplina totalmente nueva, con un nombre inventado: sociología. Para su inventor,
Comte, la sociología debía ser la reina de las ciencias, una ciencia social integrada y
unificada que era "positivista", otro neologismo creado por Comte. Sin embargo, en la
práctica la sociología como disciplina se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIX,
principalmente gracias a la institucionalización y transformación dentro de las
universidades de la obra de asociaciones de reforma social cuyo plan de acción había
tendido principalmente a encarar el descontento y el desorden de las muy crecidas
poblaciones de trabajadores urbanos. Al trasladar su trabajo al ambiente universitario,
esos reformadores sociales estaban en gran parte abandonando su papel activo en la
presión por legislación inmediata. No obstante, la sociología siempre ha conservado su
preocupación por la gente común y por las consecuencias sociales de la modernidad. En
parte, con el objeto de consumar la ruptura con sus orígenes, las organizaciones de
reforma social, los sociólogos empezaron a cultivar el impulso positivista que,
combinado con su orientación hacia el presente, los llevó también hacia el campo
normativo.

La ciencia política surgió como disciplina aún más tarde, no porque su tema, el estado
contemporáneo y su política, fuera menos propicio para el análisis nomotético, sino
principalmente debido a la resistencia de las facultades de derecho a renunciar a su
monopolio en ese campo. La resistencia de las facultades de derecho ante ese tema
podría explicar la importancia atribuida por los científicos políticos al estudio de la
filosofía política, a veces llamada teoría política, por lo menos hasta la llamada
revolución conductista del periodo posterior a 1945. La filosofía política permitió a la
nueva disciplina de la ciencia política afirmar su posesión de un patrimonio que se
remontaba a los griegos, e incluía a autores que siempre habían tenido un lugar
asegurado en los planes de estudio universitarios.

Pero la facultad política no era suficiente para justificar la creación de una nueva
disciplina; después de todo, podía haber seguido enseñándose en los departamentos de
filosofía, como de hecho ocurrió. La ciencia política como disciplina separada respondía
a un objetivo ulterior: el de legitimar a la economía como disciplina separada. La
economía política había sido rechazada como tema con el argumento de que el estado y
el mercado operaban y debían operar según lógicas distintas. Y esta lógica requería,
como garantía a largo plazo, el establecimiento de un estudio científico separado del
espacio político.

El cuarteto de historia, economía, sociología y ciencia política, tal como llegaron a ser
disciplinas universitarias en el siglo XIX (en realidad hasta 1945), no sólo se practicaba
principalmente en los cinco países de su origen colectivo, sino que en gran parte se
ocupaba de describir la realidad social de esos mismos cinco países. No es que las
universidades de esos cinco países ignoraran por completo al resto del mundo, sino más
bien que segregaban su estudio sobre el resto del mundo en otras disciplinas.

La creación del sistema mundial moderno implicó el encuentro de Europa con los
pueblos del resto del mundo, y en la mayoría de los casos la conquista de estos. En
términos de las categorías de la experiencia europea, encontraban dos tipos más bien
diferentes de pueblos y de estructuras sociales. Había pueblos que vivían en grupos
relativamente pequeños, que no tenían archivos ni documentos escritos, que no parecían
participar en un sistema religioso de gran alcance geográfico y que eran militarmente
débiles en relación con la tecnología europea. Para describir a esos pueblos se utilizaban
términos genéricos: en inglés generalmente se les llamaba "tribus"; en otras lenguas
podía llamárseles "razas" (aunque este término más tarde fue abandonado debido a la
confusión con el otro uso del término "raza", con referencia a agrupamientos bastante
grandes de seres humanos con base en el color de la piel y otros atributos biológicos). El
estudio de esos pueblos pasó a ser el nuevo campo de una disciplina llamada
antropología. Así como la sociología en gran parte había comenzado como actividad de
grandes asociaciones de reformadores sociales fuera de las universidades, también la
antropología se había iniciado en gran parte fuera de la universidad como práctica de
exploradores, viajeros y funcionarios de los servicios coloniales de las potencias
europeas; y, al igual que la sociología, fue posteriormente institucionalizada como
disciplina universitaria, aunque esa disciplina estaba totalmente segregada de las otras
ciencias sociales que estudiaban el mundo occidental.
Algunos de los primeros antropólogos se interesaron por la historia natural de la
humanidad (y sus presuntas etapas de desarrollo), igual que los primeros historiadores
se habían interesado por una historia universal, pero las presiones del mundo exterior
impulsaron a los antropólogos a convertirse en etnógrafos de pueblos particulares, y en
general escogieron sus pueblos entre los que podían encontrar en las colonias internas o
externas de su propio país. Esto casi inevitablemente implicaba una metodología muy
concreta, construida en torno al trabajo de campo (con lo que cumplían el requisito de
investigación empírica de la ética científica) y observación participante en un área
particular (cumpliendo el requisito de alcanzar un conocimiento en profundidad de la
cultura necesaria para su comprensión, tan difícil de alcanzar en el caso de una cultura
tan extraña para el científico).

La observación participante siempre amenazaba con violar el ideal de la neutralidad


científica, al igual que la tentación siempre presente para el antropólogo (así como para
los misioneros) de convertirse en mediador entre el pueblo estudiado y el mundo
europeo conquistador, particularmente porque el antropólogo solía ser ciudadano de la
potencia colonizadora del pueblo en estudio (por ejemplo, los antropólogos británicos
en África Oriental y del Sur, los antropólogos franceses en África Occidental, los
antropólogos norteamericanos en Guam o los que estudian a los indios norteamericanos,
los antropólogos italianos en Libia). Su vinculación con las estructuras de la universidad
fue la más importante de las influencias que obligaron a los antropólogos a mantener la
práctica de la etnografía dentro de las premisas normativas de la ciencia.

La búsqueda del estado prístino, "antes del contacto", de las culturas, también indujo a
los etnólogos a creer que estaban estudiando "pueblos sin historia", en la penetrante
formulación de Eric Wolf. Esto podría haberlos llevado hacia una posición nomotética y
orientada hacia el presente, similar a la de los economistas, y después de 1945 la
antropología estructural avanzó principalmente en esa dirección. Pero inicialmente la
prioridad correspondió a las necesidades de justificar el estudio de la diferencia y de
defender la legitimidad moral de no ser europeo. Y por lo tanto, siguiendo la misma
lógica de los primeros historiadores, los antropólogos se resistieron a la demanda de
formular leyes, practicando en su mayoría una epistemología idiográfica.

Sin embargo, no era posible clasificar a todos los pueblos no europeos como "tribus".
Hacia mucho tiempo que los europeos tenían contacto con otras llamadas "altas
civilizaciones", como el mundo árabe musulmán y China. Los europeos consideraban
esas zonas como civilizaciones "altas" principalmente porque tenían escritura, sistemas
religiosos difundidos en grandes áreas geográficas y una organización política (por lo
menos durante largos períodos) en forma de grandes imperios burocráticos. El estudio
de esas sociedades por europeos se había iniciado con religiosos en la Edad Media.
Entre los siglos XIII y XVIII, esas "civilizaciones" resistieron militarmente la conquista
europea lo suficiente como para merecer respeto, a veces incluso admiración, aunque
seguramente, al mismo tiempo, provocaban perplejidad.

Sin embargo, en el siglo XIX, como resultado de nuevos avances tecnológicos de


Europa, esas "civilizaciones" se convirtieron en colonias o, por lo menos, semicolonias
europeas. Los estudios orientales, que habían nacido dentro de la Iglesia justificados
como auxiliares de la evangelización, pasaron a ser una práctica más secular, y
eventualmente hallaron un lugar en las estructuras disciplinarias en evolución de las
universidades. En realidad, la institucionalización de los estudios orientales fue
precedida por la de los estudios sobre el antiguo mundo mediterráneo, lo que en inglés
se llama "the classics", el estudio de la Antigüedad de la propia Europa. Esto también
era el estudio de una civilización diferente de la de la Europa moderna, pero no fue
tratada del mismo modo que los estudios orientales, más bien fue considerada como la
historia de los pueblos definidos como los antepasados de la Europa moderna, a
diferencia del estudio, digamos, del Antiguo Egipto o de Mesopotamia. La civilización
de la Antigüedad se explicaba como la fase temprana de un único proceso histórico
continuo que culminaba en la civilización "occidental" moderna, y por lo tanto era vista
como parte de una saga singular: primero, la Antigüedad; después, las conquistas
bárbaras y la continuidad asegurada por la Iglesia; luego, el Renacimiento, con la
reincorporación de la herencia greco-romana y la creación del mundo moderno. En este
sentido, la Antigüedad no tenía historia autónoma sino que más bien constituía el
prólogo de la modernidad. En contraste, pero siguiendo la misma lógica, las otras
"civilizaciones" tampoco tenían historia autónoma: más bien eran el relato de historias
que se habían congelado, que no habían progresado, que no habían culminado en la
modernidad.

Los estudios clásicos eran principalmente estudios literarios, aunque evidentemente se


superponían con el estudio histórico de Grecia y Roma. En el intento de crear una
disciplina separada de la filosofía (y de la teología), los clasicistas definieron su campo
como una combinación de literaturas de todo tipo (y no sólo del tipo que los filósofos
reconocían), artes (y su nuevo agregado, la arqueología) y la historia que se podía hacer
al modo de la nueva historia (que no era mucha, dada la escasez de fuentes primarias).
Esa combinación hizo que los estudios clásicos quedaran, en la práctica, cerca de las
disciplinas que estaban surgiendo al mismo tiempo, y que tenían como foco las
literaturas nacionales de cada uno de los estados principales del occidente europeo.

Ese tono "humanístico" de los estudios clásicos preparó el camino para las muchas
variedades de estudios orientales que empezaron a aparecer en los planes de estudio de
las universidades. Sin embargo, debido a sus premisas, los estudiosos orientalistas
adoptaron una práctica muy especial: como se suponía que esa historia no progresaba, el
foco de interés no era la reconstrucción de las secuencias diacrónicas, como en la
historia europea, sino la comprensión y apreciación del conjunto de valores y prácticas
que habían creado civilizaciones que, a pesar de ser consideradas "altas", fueron
concebidas para ser nada más que inmóviles. Se sostenía que la mejor manera de
alcanzar esa comprensión era por medio de una minuciosa lectura de los textos que
encarnaban su sabiduría, y eso requería una preparación lingüística y filológica muy
similar a la desarrollada tradicionalmente por los monjes en el estudio de los textos
cristianos. En este sentido, los estudios orientales se resistieron totalmente a la
modernidad, y por consiguiente, en su mayor parte, no quedaron atrapados en la ética
científica. An más que los historiadores, los estudiosos orientalistas no veían ninguna
virtud en la ciencia social, y rehusaban rigurosamente cualquier asociación con ese
campo, prefiriendo considerarse parte de las "humanidades". Sin embargo, llenaban un
espacio importante en las ciencias sociales, porque por mucho tiempo los estudiosos
orientalistas fueron prácticamente los únicos universitarios dedicados al estudio de
realidades sociales relacionadas con China, India o Persia. Desde luego que además
había unos pocos científicos sociales que se interesaban por comparar civilizaciones
orientales con civilizaciones occidentales (como Weber, Toynbee y, menos
sistemáticamente, Marx). Pero esos estudiosos comparativistas, a diferencia de los
orientalistas, no estaban interesados en las civilizaciones orientales por sí mismas, sino
que más bien su principal interés intelectual era siempre explicar por qué era el mundo
occidental y no esas otras civilizaciones el que había avanzado hacia la modernidad (o
el capitalismo). Es preciso decir además una palabra sobre tres campos que nunca
llegaron a ser del todo componentes principales de las ciencias sociales: la geografía, la
psicología y el derecho. La geografía, al igual que la historia, era una práctica muy
antigua. A fines del siglo XIX se reconstruyó como una disciplina nueva,
principalmente en universidades alemanas, que inspiró su desarrollo en otras partes. Los
intereses de la geografía eran esencialmente los de una ciencia social, pero se resistía a
la categorización: intentaba acercarse a las ciencias naturales gracias a su interés por la
geografía física y las humanidades dentro de su preocupación por lo que se llamaba
geografía humana (haciendo un trabajo en algunos sentidos similar al de los
antropólogos, aunque con énfasis en la influencia del ambiente). Además, antes de 1945
la geografía fue la única disciplina que intentó de manera consciente ser realmente
mundial en su práctica, en términos de su objeto de estudio. Esa fue su virtud y
posiblemente su desgracia. A medida que, a fines del siglo XIX, el estudio de la realidad
social se fue compartimentando cada vez más en disciplinas separadas, con una división
clara del trabajo, la geografía empezó a parecer anacrónica en su tendencia generalista,
sintetizadora y no analítica. Probablemente como consecuencia de esto la geografía fue
durante todo ese periodo una especie de pariente pobre, en términos de números y
prestigio, funcionando a menudo meramente como una especie de agregado menor de la
historia. En consecuencia, en las ciencias sociales hubo un relativo descuido del
tratamiento del espacio y el lugar. El acento en el progreso y la política de organización
del cambio social dio una importancia básica a la dimensión temporal de la existencia
social, pero dejó la dimensión espacial en un limbo incierto. Si los procesos eran
universales y deterministas, el espacio era teóricamente irrelevante. Si los procesos eran
casi únicos e irrepetibles, el espacio pasaba a ser un mero elemento (y un elemento
menor) de la especificidad. En la primera visión, el espacio era visto como una mera
plataforma --en la que se desarrollaban los acontecimientos u operaban los procesos
esencialmente inertes, algo que estaba ahí y nada más. En la segunda, el espacio pasaba
a ser un contexto que influía en los acontecimientos (en la historia idiográfica, en las
relaciones internacionales realistas, en los "efectos de vecindad", e incluso en los
procesos de aglomeración marshallianos y externalidades). Pero esos efectos
contextuales eran vistos en su mayoría como meras influencias --residuos que era
preciso tener en cuenta para lograr mejores resultados empíricos, pero que no eran
centrales para el análisis. Sin embargo, en la práctica la ciencia social se basaba en una
visión particular de la espacialidad, aunque no era declarada. El conjunto de estructuras
espaciales por medio del cual se organizaban las vidas, según la premisa implícita de los
científicos sociales, eran los territorios soberanos que colectivamente definían el mapa
político del mundo. Casi todos los filósofos sociales daban por sentado que esas
fronteras políticas determinaban los parámetros espaciales de otras interacciones clave
--la sociedad de la ciencia, la economía nacional del macroeconomista, el cuerpo
político del politólogo, la nación del historiador. Cada uno de ellos suponía una
congruencia espacial fundamental entre los procesos políticos, sociales y económicos.
En ese sentido, la ciencia social era claramente una criatura, si es que no una creación,
de los estados, y tomaba sus fronteras como contenedores sociales fundamentales. La
psicología es un caso diferente. También aquí la disciplina se separó de la facultad de
filosofía tratando de reconstruirse a sí misma en la nueva forma científica. Sin embargo,
su práctica terminó por definirse no tanto en el campo social sino principalmente en el
campo médico, lo que significaba que su legitimidad dependía de la estrechez de su
asociación con las ciencias naturales. Además, los positivistas, compartiendo la premisa
de Comte ("el ojo no puede verse a sí mismo"), empujaron a la psicología en esa
dirección. Para muchos la única psicología que podía aspirar a la legitimidad científica
sería una psicología fisiológica, e incluso química. Así pues, esos psicólogos trataban de
ir "más allá" de la ciencia social para llegar a una ciencia "biológica", y en
consecuencia, en la mayoría de las universidades la psicología eventualmente se
trasladó de las facultades de ciencias sociales a las de ciencias naturales. Desde luego,
había formas de teorización psicológica que ponían el énfasis en el análisis del
individuo en la sociedad, y los llamados psicólogos sociales trataron efectivamente de
permanecer en el campo de la ciencia social; pero en general la psicología no tuvo éxito
en el establecimiento de su plena autonomía institucional y padeció, frente a la
psicología social, el mismo tipo de marginalización que sufrió la historia económica
frente a la economía. En muchos casos sobrevivió al ser absorbida como subdisciplina
dentro de la sociología. También hubo varios tipos de psicología social que no fueron
positivistas, por ejemplo la geisteswissenschaftliche (de Windelband) y la psicología
Gestalt. La teorización más fuerte e influyente en psicología, la teoría freudiana, que
pudo haber vuelto a esa disciplina hacia una autodefinición como una ciencia social, no
lo hizo por dos razones. Ante todo, porque surgió de la práctica médica; y en segundo
lugar, porque su cualidad inicialmente escandalosa la convirtió en una especie de
actividad de parias, lo que llevó a que los psicoanalistas crearan estructuras de
reproducción institucional totalmente fuera del sistema universitario. Es posible que eso
haya preservado al psicoanálisis como práctica y como escuela de pensamiento, pero
también significó que dentro de la universidad los conceptos freudianos hallaran lugar
principalmente en departamentos que no eran el de psicología. Los estudios legales son
el tercer campo que nunca llegó a ser del todo una ciencia social. Ante todo, ya existía
la facultad de derecho, y su plan de estudios estaba estrechamente vinculado a su
función principal de preparar abogados. Los científicos sociales nomotéticos veían la
jurisprudencia con cierto escepticismo. Les parecía demasiado normativa y con
demasiada poca raíz en la investigación empírica. Sus leyes no eran leyes científicas, su
contexto parecía demasiado idiográfico. La ciencia política se apartó del análisis de esas
leyes y su historia para analizar las reglas abstractas que gobernaban el comportamiento
político, de las cuales sería posible derivar sistemas legales adecuadamente racionales.
Hay un último aspecto de la institucionalización de la ciencia social que es importante
señalar. El proceso tuvo lugar en el momento en que Europa estaba finalmente
confirmando su dominio sobre el resto del mundo. Y eso hizo que surgiera la pregunta
obvia: ¿por qué esa pequeña parte del mundo había podido derrotar a todos sus rivales e
imponer su voluntad a América, África y Asia? Era una gran pregunta y la mayoría de
las respuestas no fueron propuestas en el nivel de los estados soberanos sino en el nivel
de la comparación de "civilizaciones" (como ya lo habíamos advertido previamente). Lo
que había demostrado su superioridad militar y productiva era Europa en cuanto
civilización "occidental", y no Gran Bretaña o Francia o Alemania, cualquiera que fuese
el tamaño de sus imperios respectivos. Ese interés por el modo en que Europa se
expandió hasta dominar el mundo coincidió con la transición intelectual darwiniana. La
secularización del conocimiento promovida por la Ilustración fue confirmada por la
teoría de la evolución, y las teorías darwinianas se extendieron mucho más allá de sus
orígenes en la biología. Aun cuando la física newtoniana era el ejemplo predominante
en la metodología de la ciencia social, la biología darwiniana tuvo una influencia muy
grande en la teorización social por medio de la metaconstrucción aparentemente
irresistible de la evolución, donde se ponía gran énfasis en el concepto de la
supervivencia del más apto. El concepto de la supervivencia del más apto fue sometido
a mucho uso y abuso, y a menudo fue confundido con el concepto de éxito en la
competencia. Una interpretación, más bien, amplia de la teoría de la evolución pudo ser
utilizada para dar legitimación científica al supuesto de que la evidente superioridad de
la sociedad europea de la época era la culminación del progreso: teorías del desarrollo
social que llegaban a su culminación en la civilización industrial, interpretaciones whig
de la historia, determinismo climatológico, sociología spenceriana. Sin embargo, esos
primeros estudios comparados de civilizaciones no eran tan estadocéntricos como la
ciencia social plenamente institucionalizada, y por eso fueron víctimas del impacto de
las dos guerras mundiales, que en conjunto minaron parte del optimismo liberal sobre el
que se habían construido las teorías progresistas de las civilizaciones. Por eso, en el
siglo XX la historia, la antropología y la geografía terminaron por marginar
completamente lo que quedaba de sus antiguas tradiciones universalizantes, y la trinidad
estadocéntrica de sociología, economía y ciencia política consolidó sus posiciones como
núcleo (nomotético) de las ciencias sociales. Así, entre 1850 y 1945 una serie de
disciplinas llegó a definirse como un campo del conocimiento al que se le dio el nombre
de "ciencia social". Eso se hizo estableciendo, en las principales universidades, cátedras,
en una primera instancia; luego departamentos que ofrecían cursos y finalmente títulos
en esa disciplina. La institucionalización de la enseñanza fue acompañada por la
institucionalización de la investigación --la creación de publicaciones especializadas en
cada una de las disciplinas; la construcción de asociaciones de estudiosos según líneas
disciplinarias (primero nacionales, después internacionales); la creación de colecciones
y bibliotecas catalogadas por disciplinas. Un elemento esencial en ese proceso de
institucionalización de las disciplinas fue el esfuerzo de cada una de ellas por definir lo
que la distinguía de las demás, especialmente lo que la diferenciaba de cada una de las
que parecían estar más próximas en cuanto a contenido en el estudio de las realidades
sociales. A partir de Ranke, Niebuhr y Droysen, los historiadores afirmaron su relación
especial con un tipo especial de materiales, especialmente fuentes documentales y textos
similares. Insistieron en que lo que les interesaba era reconstruir la realidad pasada,
relacionándola con las necesidades culturales del presente en forma interpretativa y
hermenéutica, insistiendo en estudiar los fenómenos, incluso los más complejos, como
culturas o naciones enteras, como individualidades y como momentos (o partes) de
contextos diacrónicos y sincrónicos.

Los antropólogos reconstruyeron los modos de organización social de pueblos muy


diferentes de las formas occidentales. Demostraron que costumbres muy extrañas a los
ojos occidentales no eran irracionales, sino que funcionaban para la preservación y
reproducción de poblaciones. Estudiosos orientalistas estudiaron, explicaron y
tradujeron textos de "grandes" civilizaciones no occidentales y fueron muy
instrumentales en la legitimación del concepto de "religiones mundiales", lo que fue una
ruptura con las visiones cristocéntricas.

La mayoría de las ciencias sociales nomotéticas acentuaban ante todo lo que las
diferenciaba de la disciplina histórica: su interés en llegar a leyes generales que
supuestamente gobernaban el comportamiento humano, la disposición a percibir los
fenómenos estudiables como casos (y no como individuos), la necesidad de segmentar
la realidad humana para analizarla, la posibilidad y deseabilidad de métodos científicos
estrictos (como la formulación de hipótesis, derivadas de la teoría, para ser probadas
con los datos de la realidad por medio de procedimientos estrictos y en lo posible
cuantitativos), la preferencia por los datos producidos sistemáticamente (por ejemplo,
los datos de encuestas) y las observaciones controladas sobre textos recibidos y otros
materiales residuales.
Una vez distinguida en esta forma la ciencia social de la historia idiográfica, los
científicos sociales nomotéticos --economistas, científicos políticos y sociólogos-
estaban ansiosos por delinear sus terrenos separados como esencialmente diferentes
unos de otros (tanto en su objeto de estudio como en su metodología). Los economistas
lo hacían insistiendo en la validez de un supuesto ceteris paribus para el estudio de las
operaciones del mercado. Los científicos políticos lo hacían restringiendo su interés a
las estructuras formales del gobierno. Los sociólogos lo hacían insistiendo en un terreno
social emergente ignorado por los economistas y los científicos sociales.

Puede decirse que todo esto fue en gran parte una historia exitosa. El establecimiento de
las estructuras disciplinarias creó estructuras viables y productivas de investigación,
análisis y enseñanza que dieron origen a la considerable literatura que hoy consideramos
como el patrimonio de la ciencia social contemporánea. Para 1945 la panoplia de
disciplinas que constituyen las ciencias sociales estaba básicamente institucionalizada
en la mayoría de las universidades importantes del mundo entero. En los países fascistas
y comunistas había habido resistencia (a menudo incluso rechazo) hacia esas
clasificaciones, pero con el fin de la segunda guerra mundial las instituciones alemanas
e italianas se alinearon plenamente con el patrón aceptado, los países del bloque
soviético hicieron lo mismo a fines de la década de 1950. Además, para 1945 las
ciencias sociales estaban claramente distinguidas, por un lado, las ciencias naturales que
estudiaban sistemas no humanos y, por el otro, las humanidades que estudiaban la
producción cultural, mental y espiritual de las sociedades humanas "civilizadas".

Sin embargo, en el mismo momento en que las estructuras institucionales de las ciencias
sociales parecían estar por primera vez plenamente instaladas y claramente delineadas,
después de la segunda guerra mundial, las prácticas de los científicos sociales
empezaron a cambiar. Eso debía crear una brecha, que estaba destinada a crecer, entre
las prácticas y las posiciones intelectuales de los científicos sociales, por un lado, y las
organizaciones formales de las ciencias sociales, por el otro.

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