Cuento 4 El Viejo y El Mar
Cuento 4 El Viejo y El Mar
Cuento 4 El Viejo y El Mar
Ernest Hemingway
(fragmentos)
Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía
ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días
había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin
haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba
definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala
suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que
cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al
viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a
cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil.
La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una
bandera en permanente derrota.
pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos
tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando
sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran
tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y
eran alegres e invictos.
—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba
varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con
ellos.
—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y
luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
(…)
(…)
(…)
Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie
de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que
estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí.
Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde
estaba más cómodo.
—¿Qué edad tienes? —preguntó el viejo al pájaro—. ¿Es éste tu primer viaje?
—Estás firme —le dijo el viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin
viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?
Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra
la proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un
poco de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo
había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó
que su mano sangraba.
—Algo la ha lastimado —dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía
virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó
hacia atrás para formar contrapeso.
—Ahora lo estás sintiendo, pez —dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo
siento.
«No te has quedado mucho tiempo —pensó el viejo—. Pero a donde vas, va a
ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar
por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O
quizá sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré
atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me
fallen.»
(…)
Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche.
Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de
salir la luna.
Luego se las veía firmes a través del mar, que ahora estaba picado debido a la
brisa creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora,
pronto llegaría al borde de la corriente.
«Ahora ha terminado —pensó—. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero,
¿qué puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?»
Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era
inútil. Los tiburones vinieron en manadas y sólo podía ver las líneas que
trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez.
Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el
temblor del bote cada vez que debajo agarraban su presa. Golpeó
desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír, sintió que algo
agarraba la porra y se la arrebataba.
Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas
manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta
la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de
carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para
regresar nuevamente.
Por último, vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta
de que todo había terminado.
Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas
estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiró uno o dos
golpes más.
Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era
dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy
abundante.
Ahora sabía que estaba finalmente derrotado y sin remedio, y volvió a popa y
halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del
timón para poder gobernar.
(…)
Entró en La Terraza y pidió una lata de café. —Caliente y con bastante leche y
azúcar.
—¿Algo más?
El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto
a él hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse.
Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho habla ido al
otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.
—No se levante —dijo el muchacho—. Tómese esto —le echó un poco de café
en un vaso.
—¿Y la espada?
—Sí, la quiero —dijo el muchacho—. Ahora tenemos que hacer planes para lo
demás.
—La mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver —dijo el viejo.
Notó lo agradable que era tener a alguien con quien hablar en vez de hablar
sólo consigo mismo y con el mar—.
—Muy bueno.
—No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque
todavía tengo mucho que aprender.
—Lo tendrá todo en orden —dijo el muchacho—. Cúrese sus manos, viejo.
—Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se habla
roto en mi pecho.
—Tiene que curarse pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede
enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho?
—No. Se lo diré.
—No sabía que los tiburones tuvieran colas tan hermosas, tan bellamente
formadas.