¡Hombre Al Agua!

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¡Hombre al agua!

Vicente Blasco Ibáñez

Exportado de Wikisource el 4 de agosto de 2022

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Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael,
con cargamento de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los


sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para
pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas,
sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel


y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto
hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil,
como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona
con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó


después de la maniobra de salida, y una vez rebañado el
humeante caldero, en el que hundían su mendrugo con
marinera fraternidad desde el patrón al grumete,
desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio,
para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres
hinchados de vino y zumo de sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado,


que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas
indicaciones del patrón, y junto a él su protegido Juanillo,
un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le
estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había

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entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era
poca.

El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío


almirante, un buque encantado, navegando por el mar de la
abundancia. La cena de aquella noche era la primera cena
seria que había hecho en su vida.

Había llegado a los diez y nueve años, hambriento y casi


desnudo como un salvaje, durmiendo en la torcida barraca
donde gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el reuma: de
día ayudaba a botar las barcas, descargaba cestas de
pescado, o iba de parásito en las lanchas que perseguían al
atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca
menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley
por haber conocido a su padre, era todo un marinero, estaba
en camino de ser algo, podía con todo derecho meter su
brazo en el caldero, y hasta llevaba zapatos, los primeros de
su vida, unas soberbias piezas capaces de navegar como una
fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen
que si el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.

El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos


del timón, agachándose para sondear la oscuridad por entre
la vela y el montón de sacos, le escuchaba con sonrisa
marrullera.

—Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las


verás... cuando tengas mis años... Pero tu sitio no es aquí:

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anda a proa y avisa si ves por delante alguna barca.

Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un


pillo de playa.

—Cuidado, muchacho, cuidado.

Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón,


escudriñando la negra superficie del mar, en cuyo fondo se
reflejaban como serpeantes hilos de luz las inquietas
estrellas.

El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un


solemne ¡chap! que hacía saltar las gotas hasta la cara de
Juanillo: dos hojas de espuma fosforescentes resbalaban por
ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el
vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del
cielo.

¿Qué rey ni qué almirante estaba mejor que el serviola del


San Rafael?... ¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba con
eructos de satisfacción. ¡Vida más hermosa!...

—¡Tío Chispas!... Un cigarro.

—Ven por él.

Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era


un momento de calma, y la vela rizábase con fuertes
palpitaciones, próxima a caer desmayada a lo largo del

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mástil. Pero vino una ráfaga, y la barca se inclinó con
rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio,
agarrose al borde de la vela, y en el mismo instante ésta se
hinchó como si fuera a estallar, lanzando al laúd en una
carrera veloz y empujando con fuerza tan irresistible todo el
cuerpo del muchacho, que lo disparó como una catapulta.

En el ruido de las aguas al tragarse a Juanillo creyó oír éste


un grito, palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que
gritaba: «¡Hombre al agua!»

Bajó mucho, ¡mucho! atolondrado por el golpe, por lo


inesperado de la caída; pero antes de darse cuenta exacta de
ello viose otra vez en la superficie del mar braceando,
absorbiendo con furia el fresco viento... ¿Y la barca? No la
vio ya. El mar estaba oscurísimo; más oscuro que visto
desde la cubierta del laúd.

Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que


flotaba a lo lejos sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de
pronto ya no lo vio allí, sino en lugar opuesto, y cambió de
dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin saber
dónde iba.

Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo: ¡malditos!


¡la primera vez que los usaba! La gorra le martirizaba las
sienes; los pantalones tiraban de él como si llegasen hasta el
fondo del mar y fuesen barriendo las algas.

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—Calma, Juanillo, calma.

Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con


los zapatos.

Tenía confianza. Él nadaba mucho: se sentía con aguante


para dos horas. Los de la barca virarían para pescarle: un
remojón y nada más... ¿pues qué así como así mueren los
hombres? En un temporal, como habían muerto su padre y
su abuelo, bueno, pero en noche tan hermosa y con buena
mar, morir empujado por una vela sería una muerte de
tonto.

Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma


indeciso que cambiaba de sitio, esperando que de la
oscuridad surgiera el San Rafael viniendo en su busca.

—¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!... ¡Patrón!

Pero el gritar le fatigaba y dos o tres veces las olas le


taparon la boca. ¡Malditas!... Desde la barca parecían
insignificantes, pero en medio del mar, hundido hasta el
cuello y obligado a un continuo manoteo para sostenerse, le
asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían
ante él hondas y movibles zanjas, cerrándolas en seguida
como para tragarle.

Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas


de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba
allá en su playa sin cansancio. Pero era en las horas de sol,
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en aquel mar de cristal azul, viendo allá bajo, a través de
fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus
hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las
conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores
luminosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser
rozados por el vientre de plata de los peces; y ahora estaba
en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por
sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos
destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces
feroces! Y estremecíase al contacto de su mojado pantalón,
creyendo sentir el rozamiento de agudos dientes.

Cansado, desfallecido, se echó de espaldas, dejándose llevar


por las olas. El sabor de la cena le subía a la boca. ¡Maldita
comida, y cuánto cuesta de ganar! Acabaría por morir allí
tontamente... Pero el instinto de conservación le hizo
incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido
pasarían cerca de él sin verle. Otra vez a nadar, con el ansia
de la desesperación, incorporándose en la cresta de las olas
para ver más lejos, yendo tan pronto a un lado como a otro,
agitándose siempre en un mismo círculo.

Le abandonaban como si fuese un trapo caído de la barca.


¡Dios mío! ¿Así se olvida a un hombre?... Pero no; tal vez
le buscaban en aquel momento. Un barco corre mucho; por
pronto que hubiesen subido a cubierta y arriado vela, ya
estarían a más de una milla.

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Y acariciando esta ilusión, se hundía dulcemente como si
tirasen de sus pesados zapatos. Sintió en la boca la
amargura salitrosa; cegaron sus ojos, las aguas se cerraron
sobre su rapada cabeza; pero entre dos olas se formó un
pequeño remolino, asomaron unas manos crispadas y volvió
a salir.

Los brazos se dormían; la cabeza se inclinaba sobre el


pecho como vencida por el sueño. A Juanillo le pareció
cambiado el cielo: las estrellas eran rojas, como
salpicaduras de sangre. Ya no le infundía miedo el mar;
sentía el deseo de abandonarse sobre las aguas, de
descansar.

Se acordaba de la abuela, que a aquellas horas estaría


pensando en él. Y quiso rezar como mil veces había oído a
su pobre vieja. «Padre nuestro que estás...» Rezaba
mentalmente, pero sin darse cuenta de ello, su lengua se
movió y dijo con una voz tan ronca que le pareció de otro:

—¡Cochinos! ¡ladrones! ¡Me abandonan!

Se hundía otra vez: desapareció pugnando en vano por


sostenerse. Alguien tiraba de sus zapatos... Buceó en la
oscuridad, sorbiendo agua, inerte, sin fuerzas, pero sin saber
cómo, volvió otra vez a la superficie.

Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo,


destacándose como gotas de tinta.

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Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras: su cuerpo era
de plomo. Y bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos
nuevos, y en su caída al abismo de los barcos rotos y los
esqueletos devorados, el cerebro, cada vez más envuelto en
densas neblinas, iba repitiendo:

—Padre nuestro... Padre nuestro... ¡ladrones! ¡granujas!


¡Me han abandonado!

FIN

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