Flannery O Connor

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 15

Flannery O’Connor o la libertad de la escritura

La obra de creación de Flannery O’Connor se reparte en pocas páginas: treinta y dos cuentos y dos
novelas, por lo que se refiere a la obra de creación, además de las cartas, recogidas bajo el título The
Habit of Being, y del conjunto de ensayos reunidos bajo el título Mystery and Manners , en los que la
autora habla de su oficio, de la enseñanza de la literatura y de algunas de sus aficiones. Estas páginas
quieren ser una introducción a uno de estos ensayos, el titulado «Aspectos de lo grotesco en la
literatura sureña», del que ofrecemos la primera traducción al español que Esther Navío Castellano y
yo estamos realizando para Ediciones Encuentro. En él se pueden ver el acierto de los comentarios
de la escritora y el valor de sus reflexiones que, aun expresados en ese tono irónico y desenfadado
que es propio de la autora, resultan muy lúcidos y ofrecen elementos para una poética original.

Las paradojas de la vida y escritura de Flannery O’Connor


No es sencilla la ordenación de una obra que siendo esbelta resulta singular y rompe los moldes de
las clasificaciones. Los escritos de Flannery O’Connor son tan inquietantes que llaman a lectores y
crítica a considerar el secreto de una vida y una escritura así. Las paradojas que se entrecruzan en su
vida y obra van desde la brevedad de su existencia, de la que resulta una obra tan completa, pasando
por la fuerte raigambre en los espacios que le fueron familiares, el sur profundo de los Estados
Unidos, que se abre a los dramas humanos más universales, hasta la enorme fuerza cómica y grotesca
de sus escritos, junto con la seguridad de su fe y la presentación crudelísima del mal que puede ser,
paradójicamente, vehículo de la gracia. Probablemente, el empuje y la audacia de su escritura nacen
de la urgencia que le daba el conocimiento seguro de que tenía poco tiempo de vida –padecía una
enfermedad degenerativa congénita – y de que poseía un talento natural –para escándalo de muchos,
repitió en varias ocasiones que escribía porque se le daba bien – que debía desarrollar en la brevedad
de los años que se le concedían. La conciencia de la estrechez de sus días confluye en la intensidad
de sus escritos; así resulta una escritura que para muchos es excesivamente violenta o chocante, y
para otros es la clave de la poderosa belleza de su obra. Jiménez Lozano es exponente de esa
admiración y extrañeza ante la plenitud de lo breve: [...] su obra completa, dos novelas y un haz de
cuentos que hacen un volumen no muy grueso, componen una escritura narrativa armónica y
tranquila, como la de una catedral o una montaña. Y también la sensación de una escritura acabada, y
esto en dos sentidos: primeramente en el sentido de que en esas narraciones, están el mundo y el
transmundo, y las más diversas vidas humanas con sus impotencias y miserias, pero también sus
grandezas; y que toda esa comedia humana es como en un pañuelo en torno a su casa. Y, luego, en un
sentido verdaderamente singular, diré así mismo que se tiene la impresión de que para una vida tan
corta como la suya, se había previsto sin embargo la plenitud de una obra, y que ella era consciente
de que tenía que llenar ese plazo, que a otros se concede más largo, y que vivió para hacer lo que
tenía que hacer. Hay como una coincidencia de plenitud entre su obra y su vida que me impresiona.
Su confidencia de que cada día se situaba mucho tiempo ante el papel en blanco aunque no
consiguiese escribir una palabra, y su tranquila seguridad de que había escrito, y estaba escribiendo
algo sólido, creo que tienen mucho que ver con la plena conciencia de que el tren de su vida era
como de cercanías, pero que tenía que concluir su tarea. Incluso tomándose a broma a ella misma
durante el corto trayecto, y mirando como desde la ventanilla los demonios que con frecuencia
liquidan a un escritor8 . Esta vida de corto trayecto se enmarca en el sur. La escritura de Flannery
O’Connor se ciñe con rigor a su tierra, el Deep South; al mismo tiempo, desde sus claras señas de
identidad, sus historias empujan para romper los límites de su región hacia lo universal; escribía con
afecto sobre las inusuales situaciones que ofrecía el territorio del Bible Belt y, al mismo tiempo,
deformaba sin compasión a sus grotescos predicadores, a sus fanáticas mujeres o a sus ridículos
nihilistas. Manuel Broncano señalaba esa conjugación de lo arraigadamente propio y lo abiertamente
universal: «aunque decididamente regionalista, O’Connor fue siempre consciente de que el
significado último de su obra no es regional, sino universal. Consciente de la necesidad de anclar la
ficción en una realidad creíble, O’Connor recurrió a su entorno». O como dice Pietro Citati «amava
soltando il Sud. Lo amava perché la ‘vita vi conservava ancora il sapore dell’Antico Testamento’: i
suoi profeti vagabondi, i negri, gli alberi, la campagna, il Peccato, la Grazia, la Redenzione
formavano il cerchio ristretto e immenso della sua vita [...] lei stava seduta sulla scala del cortile, a
studiare le leggi di quel mondo così lontano dal nostro, che forse le rivelava qualcosa del nostro [...]
Il regno, che le era stato concesso, era infinito como quello di Shakespeare: le forniva volti, storie,
conversazioni, divertimenti, gioia». Sentada en el porche de su granja –Andalusia–, dirigía su mirada
a la búsqueda de las leyes del mundo entero. Era una correcta señorita del sur que con una fuerza
feroz mostraba la tragedia del racismo; era una materialista amante de los sentidos y no podía vivir
sin el misterio; era católica pero su escritura les parecía –y parece– demasiado drástica y violenta a
muchos católicos; Flannery O’Connor nos ha dejado la crítica más cómica sobre el sur de los EE UU
y, al mismo tiempo, ha colocado a sus figuras en el abismo de la gracia o la redención. En este
sentido, Harold Bloom situaba la intensidad en una arrebatadora potencia cómica en alianza con la
segura certeza de la fe: [...] el brío y el empuje de O’Connor, el ímpetu propulsor de su espíritu
cómico son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, su
catolicismo bien puede considerarse un santo oleaje. Allí podemos localizar su astucia natural: por
más que parodiemos a esos religiosos americanos condenados y dementes, la parodia nunca tocará el
seguro catolicismo de la autora. Más que simple comediante de genio, O’Connor entrevió con
lucidez que la religión de sus coetáneos no era el opio, sino la poesía, del pueblo. Ralph C. Wood
testimonia el descubrimiento de esta unidad como un punto de no retorno en su carrera académica y
religiosa: «I saw in her work the integration of two worlds that I had theretofore thought to be not
only separate but opposed, even divorced: uproarious comedy and profound Christianity». Y por fin,
la paradoja más llamativa de la obra de la autora se manifiesta en el horror de sus historias que, sin
embargo, según Luca Doninelli, nunca son macabras: «Questo permette alla O’Connor di essere
cruda fino all’orrore, ma mai macabra. L’orrore è un dato, il macabro è una reazione cinica di
abbandono. La letteratura è un drammatico duello tra l’evidenza del male e la necessità del bene ». El
mal que no se cierra sobre sí mismo, sino que ofrece una posibilidad, la mayoría de las veces
brevísima, de tocar el vértice al que apunta la experiencia humana de tocar a Dios. En este sentido,
añade Doninelli: «Il realismo della O’Connor investe anche Dio. Dio è, nell’arte di Flannery, un dato
dell’esperienza. Non un dato pacifico, s’intende!».

Un realismo de distancias
Flannery O’Connor era una artista y, como reza el título de uno de los libros de crítica sobre su obra
–The Obedient Imagination–, sus mundos imaginarios obedecen a una visión. Es esta obediencia la
que hace posible su irrenunciable libertad personal y creadora. Precisamente sobre la incomodidad
que sentía respecto a las etiquetas que le intentaban pegar –y de las que le resultaba difícil
despegarse– es sobre lo que habla en el ensayo que reproducimos a continuación. En él, en varias
ocasiones y de diferentes maneras, ironiza sobre los esfuerzos por incluir su obra en un estrecho
esquema, en los parámetros de una escuela o en los límites de una linde. Cuando así sucede, confiesa
sentirse como el conejo protagonista del cuento tradicional sureño –Br’er Rabbit– que caía en la
trampa tendida por el zorro y se quedaba pegado a un muñeco de alquitrán: así se sentía ella cuando
forzaban su obra para incluirla en alguna de las escuelas sureñas de moda. O bien protesta, con
menos ironía y más contundencia, cuando intentan presionarla para hacerla recaer en las «maneras»
del norte de los Estados Unidos, que pretendían ajustar su narrativa al modelo de hombre o mujer
prósperos americanos, además de adecuar sus tramas a los dulces finales felices. Ahora bien, aun
siendo el talento y la originalidad de su escritura únicos, es cierto también que su obra presenta una
serie de cualidades que piden una averiguación y un acercamiento críticos. Por otro lado, ella
tampoco se resistió a señalar algunas de las claves de su oficio: reclamaba que al escritor no se le
puede clasificar por su «función, sino por su visión». Y considera los términos de esta visión
emergiendo de la experiencia que describe, en su radical sencillez, del siguiente modo: «Mi forma de
abordar los problemas literarios es muy parecida a la que seguía la ciega ama de llaves del Dr.
Johnson para servir el té: metiendo el dedo en la taza». Creo que se puede comenzar a ordenar sus
ideas a partir de estas consideraciones, es decir, que el escritor no realiza su actividad para
desempeñar una tarea de utilidad social, sino que escribe para poner de manifiesto su particular modo
de mirar, o sea, su visión. Así, definir el origen de la escritura como algo que nace de la visión
implica que el proceso de creación literaria comienza por uno de los sentidos del sistema perceptivo,
la vista. Flannery O’Connor se sitúa en la larga tradición de la literatura occidental de todos los
tiempos; ésa que Erich Auerbach describía en Mimesis con ese significativo subtítulo: La
representación de la realidad en la literatura occidental. La escritora considera que nuestra historia
está marcada por esta intención realista en la que participan todos los autores, aunque también sabe
que ser realista no es tan fácil como parece, para serlo hay que tener un interés por los aspectos más
corrientes y cotidianos de la realidad, una atención hacia todo lo insignificante: El hecho es que los
materiales del escritor son los más humildes. La literatura trata de todo lo humano y nosotros
estamos hechos de polvo, y si despreciáis mancharos de polvo, entonces no deberíais intentar
escribir. No es un trabajo lo bastante grande para vosotros. Ahora bien, por realismo no entiende la
descripción de la realidad en su veracidad y la captación analítica de sus detalles. La visión de lo real
de la que se alimenta su obra se refiere a aquélla que implica un modo de acercamiento a las cosas a
través de un impulso interior, la fuerza creativa de la autora, que se mide con la visión de la realidad
de los lectores, y que genera un mundo imaginario grotesco. Ella sabía que «la vida en Georgia no es
en absoluto como yo la pinto, que los criminales fugados no vagan por las carreteras exterminando
familias, ni los vendedores de biblias merodean al acecho de chicas con patas de palo». ¿Cuáles son,
entonces, las claves del realismo de Flannery O’Connor? Auerbach en el epílogo a su texto señalaba
que la obra literaria era fruto de «la observación de los cambiantes modos de interpretación de los
sucesos humanos», y Flannery O’Connor considera que «el realismo de cada uno dependerá de la
visión que tenga del alcance último de la realidad». Uno y otro coinciden, por tanto, en que la
riqueza de la historia de la literatura está en ese elemental empeño de «fabular» a partir de la
interpretación/concepción que se tenga de la realidad. El problema se desplaza entonces más allá,
porque según esta afirmación de Auerbach, la que ponía de manifiesto los distintos modos de crear
dependiendo de las diferentes maneras de interpretar las cosas, ha generado diversidad de formas de
realismo; lo que para él era la marca de Occidente, es decir, la apasionada atención a la realidad que
busca diferentes formas literarias de representación. Hawthorne, escritor del que Flannery O’Connor
se siente descendiente, consideraba que la escritura nace de la realidad, pero considerada ésta en la
perspectiva de su significado. Así, en «La agencia de aduanas», comentando su impotencia para
escribir mientras trabaja para el gobierno, dice: «La culpa era mía. La página de la vida que estaba
extendida ante mí me parecía vulgar y falta de interés solamente porque no podía llegar a descubrir
su más profundo significado». Desde esta experiencia establece la diferencia entre novela y romance,
donde romance incluye esa «certain latitude», –u «holgura de movimientos», según la traducción
española– que requiere el romance, género al que quiere ajustarse Flannery O’Connor, es decir, ése
que permite la libertad de no tener que plegarse a un determinado realismo que excluya «la verdad
del corazón humano», sabiendo que la verdad del corazón humano es misteriosa.
Con la conciencia de esta tendencia al realismo de nuestra tradición, pero también de sus límites,
Flannery O’Connor señalaba cómo la literatura dependerá de la concepción del alcance último que la
realidad tenga y, en este sentido, considera que su realismo es un «realismo de distancias». Excede a
nuestro propósito entrar en la reflexión sobre las diferentes formas de realismo que, como hemos
señalado, son tantas como visiones de los escritores. Sí queremos intentar realizar una aproximación
a eso que la autora llama «realismo de distancias». En ese término se conjuga la tensión por la
representación de la realidad, que veíamos, y al mismo tiempo se establece una distancia con lo
contado, la que Flannery O’Connor denomina propia de los profetas, y de la que nace lo grotesco
porque, como se verá más adelante, la escritora incluye, exagerando, los puntos ciegos de la visión
de sus lectores. La definición del realismo de distancias podría ser descodificada en tres niveles; cada
uno de ellos se refiere a una realidad distinta en la comunicación literaria. Es realismo de distancias
porque el narrador debe levantar lo imaginado desde la distancia que exige su mundo de fábula para
no ser poseído, doblegado, estrujado o analizado como un objeto únicamente medible. Lo es, en
segundo lugar, en el seno mismo del texto porque la realidad de la obra debe mostrar la distancia
entre la materia y el misterio que la soporta, distancia siempre dramática y que en sus escritos se
hace grotesca. Las desconcertantes figuras de Flannery O’Connor –la estatua artificial y miserable de
un negro, un monstruoso toro, una mancha en el techo, una prostituta perversa, un hermafrodita de
feria, un inadaptado asesino, un predicador excéntrico, etc.– exhiben una larga distancia, la que va de
la rareza de la cosa a lo que revela, que sólo reúne el significado del cuento. Es de distancias porque
es voluntad de la escritora no reducir ninguno de los dos términos que hacen que la palabra literaria
sea tal: Flannery O’Connor considera que la obra consiste en el trenzado entre el mystery y las
manners. Dos términos complejos: el primero, es decir, mystery, es un término que hace referencia al
vértice de la razón y de la que es culminación en la cosmovisión de Flannery O’Connor. En la
contemporaneidad, es término reinterpretado de muchas maneras o borrado prácticamente del
horizonte de los lectores, por eso para tener hueco en la obra y ser sentido por el lector debe irrumpir
de manera violenta y a través de un acontecimiento inesperado. El segundo término, manners, hace
referencia en una traducción literal a modales, es decir, las formas de comportamiento, los gestos y
palabras, las convenciones que hacen posible la buena educación y las costumbres propias de cada
época y sociedad. Normalmente son gestos y palabras que se aprenden en la familia y que se asumen
como normas de convivencia. Desde este sentido literal de manners, la palabra hace referencia a las
formas concretas y precisas, precarias y particulares, que hacen posible la historia de ficción; sin
ellas no hay relato. En tercer lugar, este realismo incluye a sus lectores, o mejor, lo que sus lectores
no ven y que choca con lo que ella ve –el misterio–. De esta distancia que va de la ignorancia o la
degradación al conocimiento nace lo grotesco. Si es posible distinguir, teóricamente, las diferentes
distancias que despliega el realismo de Flannery O’Connor, en la escritura confluyen. Escribe desde
la visión que permite ver más allá de la apariencia cuando ésta no está frenada por la obtusidad; al
mismo tiempo, en sus cuentos todo se nos da por los sentidos: vemos, olemos, sentimos y hasta
tocamos o gustamos, pero no se agota en la descripción, sino que la visión abre hacia otros alcances.
Estos alcances son amplios como el misterio con el que sus lectores no tienen familiaridad y que,
como he dicho más arriba, abren una distancia, la que establece el carácter no-dominable de la
realidad fabulada; de esta manera creo que esta concepción es la que confiere una vitalidad e
indomabilidad a su literatura.

De las ‘manners’ al ‘mystery’


Ahora bien, la escritora se duele de que este alcance, el del misterio, como término último de las
cosas, haya sido negado en la modernidad; ya no lo considera, porque lo cree dominable: Desde el
siglo XVIII, el espíritu popular de cada nueva generación ha tendido cada vez más a considerar que
los males y los misterios de la vida terminarán por caer ante los avances científicos del hombre, un
pensamiento que sigue en pie hoy, a pesar de que ésta es la primera generación que se enfrenta a la
extinción total a causa de esos avances O’Connor sabe que sus lectores, hijos de esta fe en el avance
científico y el progreso, han ido considerando el misterio primero como algo lejano, enigmático
luego, enemigo de la realidad en algunos casos, o inexistente en otros. Por eso busca una forma a
través de la cual esta realidad, cuyo vértice es el misterio, último término de la visión, aparezca. Es
decir, es leal a la concepción del alcance que la realidad tiene para ella. No se detiene en las formas
que son el inicio de la visión; en este sentido, su realismo es una forma de subversión respecto a los
realismos que se agotan en las cosas mismas: si el escritor cree que nuestra vida es y seguirá siendo
esencialmente misteriosa, si nos considera como seres que existen en un orden creado a cuyas leyes
respondemos libremente, entonces lo que ve en la superficie será de su interés sólo en la medida en
que pueda vivir, a su través, una experiencia del misterio. Este tipo de literatura siempre empujará
sus límites hacia los límites del misterio, porque para este tipo de escritor, el significado de un relato
sólo comienza en esas profundidades donde la motivación adecuada, la psicología adecuada y los
distintos factores determinantes se han agotado. A tal escritor le interesará más lo que no entendemos
que lo que entendemos. Le interesará más la posibilidad que la probabilidad. El realismo de
distancias de la escritora respeta la descripción necesaria para que exista la ilusión de realidad, pero
dejará lagunas sin resolver («En estas obras grotescas, advertimos que el escritor ha dado vida a
alguna experiencia que no estamos acostumbrados a ver todos los días, o que el hombre corriente
puede no llegar a experimentar jamás en la vida. Vemos que las conexiones que esperaríamos en el
realismo al uso se ignoran, que hay extraños saltos y lagunas que alguien que estuviese intentando
describir los usos y costumbres nunca habría dejado sin explicar»), hará alarde de poca elaboración
(«Henry James dijo que Conrad escribía del modo que exige la máxima elaboración. Pienso que el
escritor de literatura grotesca lo hace del modo que exige la mínima, debido a la amplitud de las
distancias de su obra»), todo ello para encontrar la forma más adecuada a su visión de la realidad. En
este sentido, una cuestión central de su realismo de distancias es la consideración que la autora tiene
del misterio. No cree en éste como una categoría fantasmagórica o extraña a las cosas, ni tampoco lo
pinta como una instancia sentimental que resuelva blandamente los problemas planteados a lo largo
de la peripecia de sus personajes. El misterio actúa de forma rotunda, imprevista, desconcertante en
sus cuentos: puede aparecer a través de un asesino perturbado, un furioso toro, un miserable negro
artificial; como también a través de un perverso coleccionista de objetos ortopédicos o un
«despreciable» emigrante polaco. No cabe duda de que su irrupción nunca es pacífica, la escritura de
Flannery O’Connor desciende hasta el horror. La visita del misterio que sucede de este modo tan
desconcertante atiende a los dos tipos de público para los que escribe: por un lado, el sureño y sus
fantasmas; por otro, trata de turbar a los que ya no creen en el misterio. Paradójicamente, en sus
mundos imaginarios el misterio no se opone a las situaciones que crea, sino que es lo que permite el
conocimiento del sentido de las existencias presentadas, incluso en esos casos –que son mayoría– en
que su irrupción signifique la muerte violenta o la humillación de las figuras. Esto no significa que el
misterio sea enemigo, pero sí que su forma de irrumpir en la acción resulte terrible y verdaderamente
brutal para el lector que estime más la moderación y la ilusión de sosiego que el conocimiento de su
sentido. El misterio debe atravesar el mal; Jiménez Lozano dice que la pintura del mal en la obra de
Flannery O’Connor puede parecer exagerada en un mundo en que se considera que el mal ya no
existe, pero Flannery O’Connor ve el mal «y lo reconoce como tal. Y, entonces, ese reconocimiento
puede parecer pesimismo oscuro o hasta el apocalipsis en un mundo para el que el mal no existe, o es
meramente circunstancial y será expulsado con la pedagogía y el progreso». El misterio atraviesa el
mal pero no es el mal, por eso el horror desemboca en lo cómico. Son palabras también de Jiménez
Lozano: La comicidad en Flannery O’Connor nos libera realmente y da esperanza a la negrura o
ferocidad de la historia que pinta. ¿Es desconcertante el modo como lo hace? Sin duda que la historia
que se nos cuenta nos desconcierta, nos hace vacilar o nos deja colgados, porque sitúa precisamente
la risa junto a la ferocidad, y es la comicidad la que nos permite conocer y reconocer en toda su
dimensión y brutalidad, y es el escudo de que nos eche su aliento siquiera. Flannery O’Connor no
considera el misterio como un ingrediente mágico o sobrenatural separado del sentido del relato. Es
decir, rechaza su uso cuando sirve para conferir un halo extraño a la historia porque se adentra en lo
inexplicable y en lo inverosímil. Esta concepción de raigambre romántica de lo misterioso implica
una radical separación entre las manners y el mystery. El misterio no sería el vértice de la realidad
sino un añadido sobrenatural. De este modo, resulta difícil la unidad necesaria entre esas dos
instancias, que se ligan en los cuentos de la sureña en un acontecimiento o acción. La irrupción del
misterio debe ser completamente inesperada –«totally unexpected»– y, al mismo tiempo,
completamente adecuada –«totally right»– a la historia que se cuenta. Si es sólo ingrediente extraño,
actúa como algo que puede funcionar para resolver el desenlace del cuento o conmover al lector,
pero puede no revelar nada. En los relatos de Flannery O’Connor el misterio, actuando a través de un
objeto, revela algo decisivo de los personajes y de la historia en la que están inmersos y, por otro
lado, la atención a ese misterio está presente desde la primera palabra escrita. Por poner sólo dos
ejemplos, en «El negro artificial», el encuentro del señor Head y Nelson se identifica con la tercera
función del discurso, es decir, desde la presunción de conocimiento con la que inician abuelo y nieto
su viaje existencial y real –viaje en tren a la ciudad–, pasan por una derrota de esa presunción –para
el niño, la visión del primer negro; para el anciano, la traición–, hasta llegar al inicio de un
conocimiento superior: la misericordia. Esta revelación de la misericordia se hace a través de un
negro «de mentira», que ha tenido sus precedentes a lo largo del cuento y que, como la autora dice,
representan la humillación del sur y, al mismo tiempo, la humanidad sufriendo por nosotros; en el
acontecimiento final confluyen todos los negros del relato y adquieren un nuevo significado. En el
relato «Un hombre bueno es difícil de encontrar», probablemente el más famoso de la autora, el
acontecimiento –y por tanto, la revelación del misterio– se realiza a través de un presidiario,
inadaptado, loco y asesino, que pone a la anciana protagonista ante la verdad de sí misma. Ella no es
la mujer perfecta que se cree, y para ella es tan urgente como para el Inadaptado saber si la vida
acaba con la muerte o si Cristo resucitó realmente. La misma pregunta reúne a las dos figuras –al
loco asesino y a la anciana presuntuosa– que anhelarían saber con certeza si la vida termina. Esta
encarnación del misterio en las formas cierra también las puertas a una reducción del misterio a
truco. Ése que el narrador usa para dar un golpe de efecto al final del relato o para cerrar de manera
sorprendente la situación que se ha planteado. El primero, porque remite a una instancia ambigua o
desconocida, es decir, el efecto puede remitir al misterio como fuerza oscura que despierta la
curiosidad morbosa del lector. Pienso por ejemplo en algunos de los relatos de Poe, en los que el
efecto está concebido como esa posibilidad de despertar las emociones más instintivas y que definía
en su poética como búsqueda a priori de efectos e impresiones en el lector («De entre los
innumerables efectos o impresiones de que son susceptibles el corazón, el intelecto... ¿cuál elegiré en
esta ocasión?»). Esta concepción que en la pluma magistral de Poe obtuvo resultados formidables, ha
mostrado una larga descendencia de mediocres realizaciones. Además, del concepto de «unified
effect» de Poe, ha derivado un uso del misterio como acertijo que intriga al lector. Se descompone así
en un artificio huero, como ha señalado Guelbenzu: El resultado es que ese misterio o intriga que
tanto se lleva no es tal, sino un mero acertijo. El misterio ha quedado reducido a la condición de
acertijo, y el conjunto de libros de éxito que cumplen con esa condición a un pasatiempo [...] Muchas
cosas se degradan hoy en día y la sustitución del misterio por el acertijo es una de las más penosas de
la literatura. Y critica al escritor que juega con las emociones del lector haciéndole creer que se ha
acercado al misterio: El creador de una intriga es alguien que conoce de antemano el juego y juega
con el lector como un prestidigitador. No pasa de ahí. Reta al lector a resolver el «misterio» que le
propone, pero la verdad es que lo que le propone es acompañarle de emoción en emoción preparada
de antemano para deslumbrarlo finalmente con un golpe de efecto. Es decir, se trata de una estafa
para el lector, al que se considera que se le puede contentar con un remedo de misterio. Además,
como ha señalado Jiménez Lozano en el prólogo a los cuentos de la escritora, la utilización de este
juego puede llegar a destruir el acontecimiento que daba la unidad a ese misterio a través de las
formas: No creo, sin embargo, que el efecto de sorpresa, que afecta al argumento sea una
experiencia, ni es el acontecimiento del cuento. Quizás puede incluso destruir ese acontecimiento. El
efecto es algo así como un arreglo entre narrador y lector, y hasta unos toquecitos por parte de aquél
en la barbilla de éste. Hay sorprendentes y efectistas sorpresas en bastantes cuentos, pero, después de
la satisfacción que ofrecen el golpe o la extrañeza, no queda nada. No ha acontecido nada. Alarde de
su precaución contra el lector que sólo busca saber el final de un argumento es el comentario que
hace en una conferencia para estudiantes recogido en «On Her Own Work», en el que, antes de
proseguir, considera necesario revelar el argumento de «Un hombre bueno es difícil de encontrar», a
fin de que el suspense pase de la superficie al interior: No aspiro a ser un Esquilo o un Sófocles, ni a
ofreceros con este cuento una experiencia catártica a partir de vuestra herencia mítica, aunque el
cuento que voy a leer ciertamente invoca mucha de la herencia mítica del sur, y debería provocar en
vosotros un cierto grado de piedad y terror, aun cuando su forma de seriedad sea cómica. Sin
embargo, sí que creo que, como los griegos, deberíais saber lo que va a pasar en este cuento, para que
cualquier elemento de suspense se transfiera de la superficie al interior. Flannery O’Connor huye
también de una concepción vaga del misterio, sinónimo de una presencia blanda, sentimental,
gnóstica o kitsch, descarnada o maniquea –como dice Ralph C. Wood en el artículo que se titula
significativamente «In Defense of Disbelief»–. La escritora considera necesario un cierto
escepticismo religioso ante formas edulcoradas de religiosidad y busca una presencia encarnada;
debe estar encarnada en la materia del cuento: en la estructura, el tiempo, el espacio, los personajes y
el discurso. Por eso lo que mejor define la concepción de O’Connor es la narración bíblica que relata
la pelea de Jacob con el ángel de Dios durante la noche, lucha que deja una fuerte marca en Jacob: se
queda cojo.

Lo grotesco o del descenso necesario


Ahora bien, si el relato describía, a través de la forma narrativa propia de la Biblia, la relación de
Jacob con el misterio, O’Connor sabe que sus lectores ya no ven el misterio y, si lo ven, es una
remisión ambigua o blanda, en modo alguno una lucha. Por eso la escritora busca la manera más
adecuada de transmitir su visión sin perder de vista al lector en su concreta situación: El novelista no
debe caracterizarse por su función, sino por su visión, y debemos recordar que esta visión ha de
transmitirse, y que las limitaciones y puntos ciegos de su público afectarán, sin la menor duda, a su
forma de poder mostrar lo que ve. Esto también acentúa la tendencia de la literatura a lo grotesco en
nuestros días. Lo grotesco, como forma de su literatura –y así vamos acercándonos al tercer nivel de
su realismo de distancias– nace de la confluencia entre el «alcance» que para la escritora tiene la
realidad y esos puntos ciegos del lector. Es decir, Flannery O’Connor no renuncia a ese último
término que descubre en lo real pero, al mismo tiempo, sabe que sus lectores ya han descafeinado el
sentido del misterio o miran la realidad como si éste no existiera. De este modo su escritura adquiere
las dimensiones de lo desproporcionado o de lo gigante: Cuando se puede dar por hecho que el
público tiene nuestras mismas creencias, uno puede relajarse un poco y usar medios más normales
para hablarle. Cuando hay que dar por hecho que no las tiene, entonces hay que mostrar la propia
visión a fuerza de choque: a los duros de oído se les grita, y se dibujan figuras grandes y llamativas
para quienes están casi ciegos. Flannery O’Connor no quiere contentar al lector sino sacudirlo,
creando una realidad grotesca que refleja en lo imaginario la fundamental desproporción de la
naturaleza humana ante el misterio y, en este sentido, la dramática tensión entre las posiciones de los
personajes y lo que les sucede. Dinámica que quiere que se repita en el lector, es decir, que pueda
descubrir su ontológica desproporción estructural ante lo que acontece en el relato. Flannery
O’Connor escribe a un lector al que estima hasta incluir en sus manners sus puntos ciegos –lo que
considera son los límites de la sensibilidad del público–, y por este mismo público, no renuncia a los
alcances de su visión. Desea que su literatura pueda llegar hasta él y generar una experiencia. De tal
manera que se puedan cumplir las palabras con las que Benjamin describía la tarea del narrador: «El
narrador –dice Walter Benjamin– toma lo que cuenta de la experiencia propia o ajena, y lo convierte
nuevamente en experiencia propia de los que escuchaban su historia». Para introducir al lector en el
mundo creado –que implica ese vértice de la realidad que es el misterio–, tendrá en cierto modo que
arrastrar al lector hasta el corazón del horror y, desde ahí, dejarlo libre, para que pueda hacer la
experiencia que se le requiere. Nunca es una experiencia cerrada, sino una experiencia imaginada
que se abre hacia un horizonte desconocido, y en cuanto tal, provoca la libertad, no la obliga. Los
finales no son nunca cerrados por la misma naturaleza del misterio, que no permite ser aprehendido,
aunque sí percibido: «En literatura dos y dos son siempre más de cuatro». Por otro lado, Flannery
O’Connor aborrecía los relatos con moraleja o en los que el sentido del texto tenía que ser explicado
después de la narración. Consideración en la que coincide con Henry James, y con Hawthorne, que
consideraba la moraleja en un cuento como «un cerco de hierro» o similar a la acción de atravesar
«una mariposa con un alfiler». Esta lealtad con sus lectores, por acogerlos en el lugar en el que están,
pero también por considerarlos dignos del misterio y no de un sucedáneo –ya sea en forma de truco,
de consuelo blando o del gusto por lo macabro– genera ese estilo que ella llama grotesco. Una forma
de lo grotesco que, como se ha visto, acoge en sí la ridiculez del mundo pero, al mismo tiempo, –y de
ahí la confluencia con el término «realismo de distancias»– muestra que incluso esa ridiculez puede
estar ante el vértice de la realidad que es su misterio. Por eso, y atendiendo a los márgenes de este
ensayo, Flannery O’Connor hace suya la consideración de Thomas Mann –«Thomas Mann ha dicho
que lo grotesco es el verdadero estilo antiburgués»–. En efecto, la escritura de la sureña no es segura
ni estática, sino todo lo contrario, ofrece el movimiento que produce el misterio, desafiando las
diferentes instancias o categorías de la narración. Ahora bien, este movimiento nace de una concreta
concepción del misterio que ella confiesa sacar de sí misma, es decir, la mutua imbricación entre
mystery y manners que he ido explicando tiene su origen en la experiencia que O’Connor tiene de la
Encarnación. Cuando afirma que la narración es un «arte encarnatorio» está tomando como modelo
del arte, como se puede adivinar, ese momento de la historia en el que el Misterio se hace carne y
somete lo divino a la experiencia humana. Ahora bien, la Encarnación ya no dice nada a la mayoría
de sus lectores, ella lo sabe bien: A menudo me dicen que el modelo de equilibrio para el novelista
debería ser Dante, que repartió su territorio, más o menos a partes iguales, entre el infierno, el
purgatorio y el paraíso. No tengo nada que objetar, pero tampoco se puede dar por hecho que en estos
tiempos el resultado vaya a ser la equilibrada imagen de entonces. Dante vivió en el siglo XIII,
cuando ese equilibrio se lograba en la fe de la época. Ahora vivimos en una época que duda de los
valores y de los hechos, que se ve zarandeada de un lado a otro por convicciones pasajeras. En vez
de reflejar un equilibrio procedente del mundo que lo rodea, el novelista tiene que alcanzarlo ahora a
partir del que siente dentro de sí. Flannery O’Connor sabe que escribe para un mundo sin fe y no le
interesa dar lecciones a nadie, sino ser leal con su oficio y con su experiencia perceptiva: oficio que
consiste en «ser humilde ante la realidad porque lo concreto es su instrumento, y, al final, se dará
cuenta de que la narración sólo puede trascender sus límites permaneciendo dentro de ellos. Henry
James solía decir que la calidad de una obra narrativa depende de la calidad de ‘vida real’ que uno
pueda percibir en ella»; y de experiencia, se podría añadir: «El escritor católico, en la medida en que
asume la visión de la Iglesia, sentirá la vida desde el punto de vista del misterio cristiano central:
que, pese a todo su horror, Dios ha considerado que merecía la pena morir por ella»44. Su oficio
tiene como centro la atención a la realidad y su experiencia es la de un Misterio apiadado de los
hombres. De esta doble lealtad nacen sus figuras movidas por una ciega fuerza indómita de salvación
y de felicidad, que se produce de modo desbaratado, torcido, enfermizo o ridículo. Pensemos en
cómo hace sentir la necesidad de inmortalidad de la madre en «Los lisiados entrarán primero» o el
anhelo de vida en la historia de Bevel en «El río» o la necesidad de lo divino en «La espalda de
Parker»; en los tres casos, lo que desean adviene trágica o grotescamente, pero la tragedia está
acompañada de ese apabullante «santo oleaje» del que hablaba Bloom. En otros relatos, la autora
crea personajes envidiosos (la señora Shortley y la señora McIntyre en «La persona desplazada»),
llenos de odio (el señor Fortune en «Una vista del bosque» o la señora May en «Greenleaf»), o de
desprecio (el señor Head en «El negro artificial», Hulga en «La buena gente del campo»), etc., y
significativamente, ninguna de estas figuras es abandonada en su situación, todos ellos tendrán que
decidir ante la irrupción del misterio que de modo inesperado ofrece, no una solución, sino un
acontecimiento de gracia. Ese acontecimiento que, casi nunca, se produce de manera amable, es lo
que resulta incomprensible para algunos de sus lectores: Hay algo en nosotros, como narradores y
oyentes de historias que somos, que pide redención, que reclama que a cada caída se le ofrezca al
menos la oportunidad de la restauración. El lector de hoy busca un impulso de este género, y hace
bien, pero lo que ha olvidado es su coste. Su sentido del mal está difuminado o ausente del todo, y
así ha olvidado el precio de la restauración. Cuando lee una novela quiere que le atormenten los
sentidos o que lo animen. Quiere que lo transporten, en un instante, a un simulacro de condena o de
inocencia. La escritora considera, sin embargo, que el descenso que requieren sus cuentos podrá ser,
si así lo quiere la libertad del lector, el principio de la curación de la ceguera: El problema para este
novelista será saber hasta dónde puede deformar sin destruir, y a fin de no destruir, tendrá que
realizar un descenso profundo por su interior hasta alcanzar los manantiales subterráneos que dan
vida a su obra. Este descenso a su interior será, a la vez, un descenso a su región. Será un descenso a
través de la oscuridad de lo familiar hasta un mundo donde, como el ciego sanado de los evangelios,
ve a los hombres como si fueran árboles, pero que andan. Flannery O’Connor supo las críticas que
producía e intuyó las que produciría su escritura, e incluso la variedad de orígenes de las que podían
proceder, pero no se doblegó a ninguna de ellas: En nuestro tiempo no se comprende al realista de
distancias ni se piensa bien de él, aun cuando pertenece a la tradición dominante de las letras
americanas. Cada vez que el público se hace oír es para pedir una literatura que sea equilibrada y que
de algún modo cure los estragos de nuestro tiempo. En nombre del orden social, del pensamiento
liberal, y a veces incluso de la Cristiandad, se pide al novelista que sea la criada de su época. Pero
ella no fue criada de nadie.

Aspectos de lo grotesco en la literatura sureña


Flannery O’Connor ¿Es útil oír hablar a un escritor? Yo diría que sí, siempre que venga a testimoniar
su experiencia, y no a teorizar. Mi forma de abordar los problemas literarios es muy parecida a la que
seguía la ciega ama de llaves del Dr. Johnson para servir el té: metiendo el dedo en la taza. Ya no
vivimos tiempos en los que los escritores de este país puedan hablar unos en nombre de otros. En los
años veinte estaban los de la Universidad de Vanderbilt, que sentían la suficiente afinidad entre sus
ideas como para publicar un panfleto titulado I’ll Take My Stand, y en los años treinta, hubo
escritores cuya conciencia social los llevó más o menos a comprometerse en la misma dirección.
Pero hoy no hay buenos escritores que, incluso teniendo algo en común, sean tan atrevidos como
para decir que hablan en nombre de una generación, o en nombre de los demás. Hoy cada escritor
habla sólo en su propio nombre, aun cuando no esté seguro de que la importancia de su obra lo
merezca.
Creo que todo escritor, cuando habla de su modo de abordar la literatura, espera mostrar que, de
manera decisiva y profunda, es realista. Y para algunos de entre nosotros, para quienes los aspectos
banales de la vida cotidiana no resultan de un gran interés literario, esto es muy difícil. Me he dado
cuenta de que si el héroe juvenil que uno ha creado no puede identificarse con el chico medio
americano, o ni siquiera con el delincuente medio americano, su creador tendrá que dar muchas
explicaciones. La primera necesidad a la que tendrá que enfrentarse será la de decir qué es lo que no
hace. Porque si bien hoy no hay auténticas escuelas, siempre hay algún crítico que acaba de
inventarse una y está dispuesto a incluirte en ella. Si eres un escritor sureño, te pegarán enseguida esa
etiqueta, con todas las confusiones que acarrea, y te abandonarán para que después te la desprendas
lo mejor que puedas. Me he dado cuenta de que cuando un escritor utiliza el escenario sureño, al
margen de la finalidad específica de sus necesidades dramáticas, el lector común seguirá pensando
que escribe del sur, y lo juzgará por la fidelidad de su literatura a la vida típica sureña. Me dicen
continuamente que la vida en Georgia no es en absoluto como yo la pinto, que los criminales fugados
no vagan por las carreteras exterminando familias, ni los vendedores de biblias merodean al acecho
de chicas con patas de palo. Las ciencias sociales han extendido una tenebrosa plaga sobre el modo
en que el público entiende la literatura. Cuando empecé a escribir, mi bête noire era esa entidad
mítica conocida como «The School of Southern Degeneracy». Cada vez que oía hablar de ella me
sentía como el Hermano Conejo atrapado por el Muñeco de Alquitrán. Hubo un tiempo en que el
lector medio leía una novela buscando una moraleja, y por ingenuo que pudiera parecer, era un
propósito muchísimo menos ingenuo que algunos de los objetivos más limitados que tiene ahora.
Hoy se considera que las novelas tratan exclusivamente de las fuerzas sociales, económicas o
psicológicas –que obligatoriamente han de mostrar–, o bien de esos detalles de la vida cotidiana que
para el buen novelista son sólo una manera de alcanzar un fin más profundo. Hawthorne conocía
bien sus problemas y anticipó quizá los nuestros cuando dijo que él no escribía novelas, sino
romances. Hoy muchos lectores y críticos han establecido una especie de ortodoxia para la novela.
Exigen un realismo basado en hechos que, más que ampliar, puede limitar a largo plazo el alcance de
la novela. Entienden que el único material legítimo de la novela está ligado al movimiento de las
fuerzas sociales, a lo típico, y a la fidelidad a las cosas tal como aparecen y suceden en la vida
normal. Esto suele ir acompañado de un generoso tratamiento de aquellos aspectos de la existencia
que los novelistas victorianos no podían abordar directamente. Es sólo durante los últimos cincuenta
o sesenta años cuando los escritores han conseguido una presunta emancipación de la moral
victoriana. Ésta era una licencia que abría muchas posibilidades en literatura, pero nunca es bueno
para la cultura el día en que una libertad así entendida se acepta como algo general. El escritor carece
completamente de derechos, salvo aquéllos que se forja dentro de su propia obra. Nos han inundado
con tanta literatura deplorable, basada en libertades inmerecidas, o en la noción de que la literatura
debe representar lo típico, que las formas más profundas de realismo son cada vez más
incomprensibles para el público. Es posible que el escritor que escribe dentro de lo que podría
llamarse la tradición del romance contemporáneo no escriba novelas que se ajusten totalmente a una
ortodoxia de la novela. Pero siempre que estas novelas tengan vitalidad, siempre que presenten algo
que esté vivo, por excéntrica que esa vida parezca al lector medio, habrá que tomarlas en
consideración, y hacerlo según sus propias reglas. Cuando examinamos una buena parte de la
narrativa contemporánea seria, y en especial, de la narrativa sureña, encontramos en ella una
cualidad que suele definirse como grotesca en sentido peyorativo. Por supuesto, me he dado cuenta
de que el lector del norte de los Estados Unidos llamará grotesco a cualquier cosa que venga del sur,
a no ser que sea grotesco de verdad, en cuyo caso lo llamará realista. Pero dejemos hoy al margen
estas calificaciones erróneas y consideremos el tipo de obras que pueden llamarse grotescas con
razón, porque responden a una intención precisa del autor en ese sentido. En estas obras grotescas,
advertimos que el escritor ha dado vida a alguna experiencia que no estamos acostumbrados a ver
todos los días, o que el hombre corriente puede no llegar a experimentar jamás en la vida. Vemos que
las conexiones que esperaríamos en el realismo al uso se ignoran, que hay extraños saltos y lagunas
que alguien que estuviese intentando describir los usos y costumbres nunca habría dejado sin
explicar. Y aun así, los personajes tienen una coherencia interior, si bien no son siempre coherentes
con su marco social. Sus cualidades literarias se apartan de los modelos sociales típicos hacia el
misterio y lo inesperado. Éste es el tipo de realismo que me interesa. Fundamentalmente, los
novelistas buscan y describen lo real, pero el realismo de cada uno dependerá de la visión que tenga
del alcance último de la realidad. Desde el siglo XVIII, el espíritu popular de cada nueva generación
ha tendido cada vez más a considerar que los males y los misterios de la vida terminarán por caer
ante los avances científicos del hombre, un pensamiento que sigue en pie hoy, a pesar de que ésta es
la primera generación que se enfrenta a la extinción total a causa de esos avances. Si el novelista
sintoniza con este espíritu, si cree que las acciones están predeterminadas por la constitución
psíquica o la situación económica o cualquier otro factor determinable, entonces se ocupará sobre
todo de la precisa reproducción de las cosas que preocupan más inmediatamente al hombre, de las
fuerzas naturales que siente que controlan su destino. Un escritor así puede crear un gran naturalismo
trágico, pues por su sentido de la responsabilidad hacia lo que ve puede trascender las limitaciones
de su estrechez de miras. Por el contrario, si el escritor cree que nuestra vida es y seguirá siendo
esencialmente misteriosa, si nos considera como seres que existen en un orden creado a cuyas leyes
respondemos libremente, entonces lo que ve en la superficie será de su interés sólo en la medida en
que pueda vivir, a su través, una experiencia del misterio. Este tipo de literatura siempre empujará
sus límites hacia los límites del misterio, porque para este tipo de escritor, el significado de un relato
sólo comienza en esas profundidades donde la motivación adecuada, la psicología adecuada y los
distintos factores determinantes se han agotado. A tal escritor le interesará más lo que no entendemos
que lo que entendemos. Le interesará más la posibilidad que la probabilidad. Le interesarán más esos
personajes que se ven obligados a salir al encuentro del mal y la gracia, y que actúan empujados por
una confianza que va más allá de ellos mismos, sepan o no con claridad lo que los mueve a obrar. La
mentalidad contemporánea considera que este tipo de personaje y su creador son típicos quijotes,
arremetiendo con su lanza contra algo que no está ahí. No quisiera sugerir que este tipo de escritor
descuida lo concreto porque su principal interés es el misterio. La literatura comienza donde
comienza el conocimiento humano, en los sentidos, y todo escritor está sujeto a este aspecto
fundamental de su medio de expresión. Sin embargo, sí que creo que el tipo de escritor que estoy
describiendo usará lo concreto de forma más drástica. Su camino será, evidentemente, el camino de
la deformación. Henry James dijo que Conrad escribía del modo que exige la máxima elaboración.
Pienso que el escritor de literatura grotesca lo hace del modo que exige la mínima, debido a la
amplitud de las distancias de su obra. Está buscando una imagen que conecte, combine o encarne dos
puntos: uno está arraigado en lo concreto; el otro es invisible a simple vista, pero el escritor cree
firmemente en él, tan innegablemente real como el punto que todo el mundo ve. No es necesario
señalar que esta literatura será salvaje, será violenta y cómica casi por necesidad, por las oposiciones
que intenta reunir. Aun cuando el escritor de literatura grotesca considera que sus personajes no son
más monstruosos que el hombre caído, su público, que no piensa lo mismo, le preguntará o, más a
menudo, le contará, por qué ha elegido dar vida a esas almas mutiladas. Thomas Mann dijo que lo
grotesco es el verdadero estilo antiburgués, pero creo que los lectores de este país se las han
arreglado para relacionar lo grotesco con lo sentimental, porque cuando hablan bien de lo grotesco
parecen asociarlo con la compasión del escritor. Hoy se considera una necesidad absoluta que los
escritores tengan compasión. Compasión es una palabra que suena bien en boca de cualquiera y de la
que las solapas de los libros no pueden prescindir. Es una cualidad que nadie puede criticar, de modo
que cualquiera puede usarla sin peligro. Me parece que lo que quieren decir con esta palabra es que
el escritor justifica toda debilidad humana porque es humana y ya está. Esta vaga compasión que se
exige hoy al escritor le impide ser antinada. Sin duda, cuando se usa lo grotesco de forma legítima,
los juicios intelectuales y morales implícitos primarán sobre los sentimientos. En la escritura
americana del siglo XIX se escribía bastante literatura grotesca que procedía de los territorios del
oeste y era supuestamente divertida, pero nuestros personajes grotescos actuales, por cómicos que
sean, no lo son esencialmente. Parecen llevar una carga invisible; su fanatismo es un reproche, no
una mera excentricidad. Creo que surgen de la visión profética propia de cualquier novelista con las
preocupaciones que vengo describiendo. Para el novelista, la profecía consiste en ver las cosas
próximas en toda la extensión de su significado, y por tanto, en ver cerca las cosas lejanas. El profeta
es un realista de distancias, y es éste el realismo que se encuentra en los mejores ejemplos de la
literatura grotesca contemporánea. Siempre que me preguntan por qué los escritores sureños tenemos
debilidad por los monstruos, respondo que es porque todavía somos capaces de reconocerlos. Para
poder reconocer un monstruo hay que tener alguna concepción del hombre, y la concepción del
hombre que predomina en el sur es todavía teológica en lo esencial. Esta afirmación que acabo de
hacer es muy seria y peligrosa, porque cualquier cosa que se diga de las creencias sureñas puede
negarse igualmente un segundo después. Pero si se aborda el tema desde el punto de vista del
escritor, creo que es prudente decir que aunque Cristo no es el centro del sur, sí que lo atormenta. El
sureño, aunque no está convencido, mucho se teme que ha podido ser creado a imagen y semejanza
de Dios. Los fantasmas pueden ser muy fieros e instructivos. Proyectan extrañas sombras,
especialmente en nuestra literatura. En cualquier caso, el personaje monstruoso sólo alcanza
profundidad literaria cuando se percibe como representación de nuestro exilio esencial. Hay otra
razón que explica la tendencia hacia lo grotesco en el sur, y es que hay muy buenos escritores
sureños. Al principio, creo que al escritor lo pone en marcha más la literatura que la vida. Cuando
hay muchos escritores, todos empleando el mismo lenguaje, todos observando más o menos el
mismo ambiente social, cada escritor, a título personal, tendrá que cuidarse mucho de no hacer mal lo
que ya se ha completado a la perfección. La sola presencia de Faulkner entre nosotros ha cambiado
considerablemente lo que el escritor puede permitirse o no. Nadie quiere que su mula y su carro se
queden parados en los raíles por los que viene bramando la Dixie Limited. Al escritor sureño se le
empuja por todas partes para que extienda su mirada más allá de la superficie, más allá de los
simples problemas, hasta poder tocar ese ámbito del que se ocupan los profetas y los poetas. Cuando
Hawthorne dijo que escribía romances, en realidad estaba intentando salvar del determinismo social,
al menos en parte, la libertad de su literatura, y orientarla hacia la poesía. Creo que esta tradición de
la oscura y controvertida novela-romance se ha combinado con la tradición cómico-grotesca, y con
las lecciones que todos los escritores han aprendido de los naturalistas, para evitar, por lo menos
durante un tiempo, que nuestra literatura sureña se convierta en esa cosa que Mr. Van Wyck Brooks
quería, que nuestra siguiente etapa literaria restableciese esa literatura que combina los grandes
temas de la cultura intermedia con la pericia técnica legada por los new critics, lo que equivaldría por
tanto al restablecimiento de la literatura como espejo y guía de la sociedad.
A los ojos del escritor que estoy describiendo, una literatura que fuese espejo de la sociedad no sería
una guía adecuada; y una que sí lograse, sin otro recurso que el arte, ser ambas cosas, tendría que
recurrir a instrumentos más violentos, más allá de los problemas de la cultura intermedia y de la mera
pericia técnica. En nuestro tiempo no se comprende al realista de distancias ni se piensa bien de él,
aun cuando pertenece a la tradición dominante de las letras americanas. Cada vez que el público se
hace oír es para pedir una literatura que sea equilibrada y que de algún modo cure los estragos de
nuestro tiempo. En nombre del orden social, del pensamiento liberal, y a veces incluso de la
Cristiandad, se pide al novelista que sea la criada de su época. He llegado a la conclusión de que esta
criada es muy parecida a la portera negra que dejó la bolsa de viaje de Henry James en un charco
cuando James salía del hotel de Charleston. A continuación se vio obligado a sentarse en el carruaje
abarrotado con la cartera en las rodillas. El pobre Henry James, a lo largo de su viaje por el sur, fue
innoblemente servido, y escribió después que nuestros sirvientes eran las últimas personas en el
mundo que deberían emplearse en este oficio: eran incompetentes por naturaleza. Lo mismo sucede
con el novelista: cuando le asignan la función de empleado doméstico, irá dejando el equipaje del
público de charco en charco. El novelista no debe caracterizarse por su función, sino por su visión, y
debemos recordar que esta visión ha de transmitirse, y que las limitaciones y puntos ciegos de su
público afectarán, sin la menor duda, a su forma de poder mostrar lo que ve. Esto también acentúa la
tendencia de la literatura a lo grotesco en nuestros días. Los escritores que hablan en nombre de su
época y conforme a ella pueden hablar con muchísima más facilidad y gracia que los que hablan
contra las actitudes dominantes. Una vez recibí una carta de una anciana de California en la que me
comunicaba que cuando el cansado lector llega por la noche a su casa, desea leer algo que le alegre el
corazón. Y parece que ninguna de mis obras le había alegrado el corazón. Creo que si hubiese tenido
el corazón en su sitio se le habría alegrado. Podría decirse que el escritor serio no tiene por qué
preocuparse del lector cansado, pero sí se preocupa, porque todos lo están. Una anciana que quiere
que le alegren el corazón no sería algo malo, pero si la multiplicamos por doscientos cincuenta mil
sale un club de lectura. Antes pensaba que era posible escribir para una supuesta élite, para la gente
que va a las universidades y a veces sabe leer, pero después me he dado cuenta de que aunque uno
publique sus relatos en Botteghe Oscure, si tienen algo bueno, terminará recibiendo una carta de
alguna anciana de California, o de algún recluso de la penitenciaría federal, o del psiquiátrico estatal,
o del albergue municipal, diciendo dónde no ha logrado cumplir sus expectativas. Y, por supuesto, lo
que necesitan es que los animen. Hay algo en nosotros, como narradores y oyentes de historias que
somos, que pide redención, que reclama que a cada caída se le ofrezca al menos la oportunidad de la
restauración. El lector de hoy busca un impulso de este género, y hace bien, pero lo que ha olvidado
es su coste. Su sentido del mal está difuminado o ausente del todo, y así ha olvidado el precio de la
restauración. Cuando lee una novela quiere que le atormenten los sentidos o que lo animen. Quiere
que lo transporten, en un instante, a un simulacro de condena o de inocencia. A menudo me dicen
que el modelo de equilibrio para el novelista debería ser Dante, que repartió su territorio, más o
menos a partes iguales, entre el infierno, el purgatorio y el paraíso. No tengo nada que objetar, pero
tampoco se puede dar por hecho que en estos tiempos el resultado vaya a ser la equilibrada imagen
de entonces. Dante vivió en el siglo XIII, cuando ese equilibrio se lograba en la fe de la época. Ahora
vivimos en una época que duda de los valores y de los hechos, que se ve zarandeada de un lado a
otro por convicciones pasajeras. En vez de reflejar un equilibrio procedente del mundo que lo rodea,
el novelista tiene que alcanzarlo ahora a partir del que siente dentro de sí. No existe una ortodoxia
literaria que pueda prescribirse para el escritor como algo establecido, ni siquiera la de Henry James,
que tan admirablemente equilibraba los elementos del realismo tradicional y el romance en cada una
de sus novelas. Pero poco más se puede decir. Las grandes novelas que se escriban en el futuro no
serán las que el público cree que quiere, o las que exigen los críticos. Serán las novelas que interesan
al novelista. Y las novelas que interesan al novelista son las que no se han escrito todavía. Son las
que le imponen las mayores exigencias, las que le requieren operar con toda la inteligencia y todos y
cada uno de sus talentos, y ser fiel al carácter específico de su vocación. Muchos nos dirigiremos
más hacia la poesía que hacia la novela tradicional. El problema para este novelista será saber hasta
dónde puede deformar sin destruir, y a fin de no destruir, tendrá que realizar un descenso profundo
por su interior hasta alcanzar los manantiales subterráneos que dan vida a su obra. Este descenso a su
interior será, a la vez, un descenso a su región. Será un descenso a través de la oscuridad de lo
familiar hasta un mundo donde, como el ciego sanado de los evangelios, ve a los hombres como si
fueran árboles, pero que andan. Éste es el comienzo de la visión, y siento que es una visión que al
menos debemos intentar entender en el sur, si es que queremos participar en la continuidad de una
literatura sureña vital. Me resulta odioso pensar que dentro de veinte años quizá también los
escritores sureños escriban sobre hombres con trajes de franela gris, y que puedan haber perdido la
capacidad de ver que esos caballeros son más monstruosos que los personajes de los que escribimos
ahora nosotros. Me resulta odioso pensar en el día en que el escritor sureño complazca al lector
cansado.

También podría gustarte