Imperialismo Hobsbawm 2023

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ERIC HOBSBAWM. LA ERA DEL IMPERIO (1875-1914), CAP. 3, SELECCIÓN DE TEXTOS.

TERCER AÑO DE
BACHILLERATO, OPCIÓN ECONOMÍA. PROF. JAVIER DE LEÓN

Un mundo en el que el ritmo de la economía estaba determinado por los países capitalistas
desarrollados o en proceso de desarrollo existentes en su seno tenía grandes probabilidades de convertirse en
un mundo en el que los países “avanzados” dominaran a los “atrasados”: en definitiva, un mundo imperialista.
Pero, paradójicamente, al período transcurrido entre 1875 y 1914 se le puede calificar como era del imperio no
sólo porque en él se desarrolló un nuevo tipo de imperialismo, sino también por otro motivo ciertamente
anacrónico. Probablemente, fue el período de la historia moderna en que hubo mayor número de gobernantes
que se autotitulaban oficialmente “emperadores” o que fueran considerados por los diplomáticos occidentales
como merecedores de ese título. /…/ Desde una perspectiva menos trivial, el período que estudiamos es una
era en que aparece un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial. La supremacía económica y militar de los
países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVII
y el último cuarto del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir esa supremacía en una
conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del
mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el
gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno y otro de una serie de Estados, fundamentalmente
el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón. /…/ Dos grandes
zonas del mundo fueron totalmente divididas por razones prácticas: África y el Pacífico. No quedó ningún
Estado independiente en el Pacífico, totalmente dividido entre británicos, franceses, alemanes, neerlandeses,
norteamericanos y -todavía en una escala modesta- japoneses. En 1914, África pertenecía en su totalidad a los
imperios británico, francés, alemán, belga, portugués, y, de forma más marginal, español, con la excepción de
Etiopía, de la insignificante república de Liberia en el África occidental y de una parte de Marruecos, que
todavía resistía la conquista total. Como hemos visto, en Asia existía una zona amplia nominalmente
independiente, aunque los imperios europeos más antiguos ampliaron y redondearon sus extensas posesiones:
el Reino Unido, anexionando Birmania a su imperio indio y estableciendo o reforzando la zona de influencia en
el Tíbet, Persia y la zona del golfo Pérsico; Rusia, penetrando más profundamente en el Asia central y (aunque
con menos éxito) en la zona de Siberia lindante con el Pacífico en Manchuria; los neerlandeses, estableciendo
un control más estricto en regiones más remotas de Indonesia. Se crearon dos imperios prácticamente nuevos:
el primero, por la conquista francesa de indochina iniciada en el reinado de Napoleón III, el segundo, por parte
de los japoneses a expensas de China en Corea y Taiwán (1895) y, más tarde, a expensas de Rusia, si bien a
escala más modesta (1905).
Sólo una gran zona del mundo pudo sustraerse casi por completo a ese proceso de reparto territorial.
En 1914, el continente americano se hallaba en la misma situación que en 1875 o que en el decenio de 1820:
era un conjunto de repúblicas soberanas, con la excepción de Canadá, las islas del Caribe, y algunas zonas del
litoral caribeño. Con excepción de los Estados Unidos, su status político raramente impresionaba a nadie salvo
a sus vecinos. Nadie dudaba de que desde el punto de vista económico eran dependencias del mundo
desarrollado. Pero ni siquiera los Estados Unidos, que afirmaron cada vez más su hegemonía política y militar
en esta amplia zona, intentaron seriamente conquistarla y administrarla. Sus únicas anexiones directas fueron
Puerto Rico (Cuba consiguió una independencia nominal) y una estrecha franja que discurría a lo largo del
canal de Panamá, que formaba parte de otra pequeño República, también nominalmente independiente,
desgajada a esos efectos del más extenso país de Colombia mediante una conveniente revolución local. En
Latinoamérica, la dominación económica y las presiones políticas necesarias se realizaban sin una conquista
formal. El continente americano fue la única gran región del planeta en la que no hubo una seria rivalidad entre
las grandes potencias. Con la excepción del Reino Unido, ningún Estado europeo poseía algo más que las
dispersas reliquias (básicamente en la zona del Caribe) de imperio colonial del siglo XVIII, sin gran importancia
económica o de otro tipo. Ni para el Reino Unido ni para ningún otro país existían razones de peso para rivalizar
con los Estados Unidos desafiando la Doctrina Monroe (b) . Este reparto del mundo entre un número reducido
de Estados, que da su título al presente volumen, era la expresión más espectacular de la progresiva división
del globo en fuertes y débiles (“avanzados” y “atrasados”, a la que ya hemos hecho referencia). Era también un
fenómeno totalmente nuevo.
Entre 1876 y 1915, aproximadamente una cuarta parte de la superficie del planeta fue distribuida o
redistribuida en forma de colonias entre media docena de Estados. El Reino Unido incrementó sus posesiones
a unos diez millones de kilómetros cuadrados, Francia en nueve millones, Alemania adquirió más de dos

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millones y medio y Bélgica e Italia algo menos. Los Estados Unidos obtuvieron unos 250.000 km 2 de nuevos
territorios, fundamentalmente a costa de España, extensión similar a la que consiguió Japón con sus anexiones
a costa de China, Rusia y Corea. Las antiguas colonias africanas de Portugal se ampliaron en unos 750.000 km 2
; por su parte, España, que resultó un claro perdedor (ante los Estados Unidos), consiguió, sin embargo,
algunos territorios áridos en Marruecos y el Sahara occidental.
/.../ Los debates que rodean a este delicado tema, son tan apasionados, densos y confusos, que la
primera tarea del historiador ha de ser la de aclararlos para que sea posible analizar el fenómeno en lo que
realmente es. En efecto, la mayor parte de los debates se ha centrado no en lo que sucedió en el mundo entre
1875 y 1914, sino en el marxismo, un tema que levanta fuertes pasiones. Ciertamente, el análisis del
imperialismo, fuertemente crítico, realizado por Lenin se convertiría en un elemento central del marxismo
revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 y también en los movimientos revolucionarios
del “tercer mundo”. Lo que ha dado al debate un tono especial es el hecho de que una de las partes
protagonistas parece tener una ligera ventaja intrínseca, pues el término ha adquirido gradualmente -y es
difícil que pueda perderla- una connotación peyorativa. A diferencia de lo que ocurre con el término
democracia, al que apelan incluso sus enemigos por sus connotaciones favorables, el “imperialismo” es una
actividad que habitualmente se desaprueba y que, por lo tanto, ha sido siempre practicada por otros. En 1914
eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse imperialistas, pero a lo largo de este siglo los
que así actuaban han desaparecido casi por completo. El punto esencial del análisis leninista (que se basaba
claramente en una serie de autores contemporáneos tanto marxistas como no marxistas) era que el nuevo
imperialismo tenía sus raíces económicas en una nueva fase específica del capitalismo, que, entre otras
cosas, conducía a “la división territorial del mundo entre las grandes potencias capitalistas” en una serie de
colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que
fueron causa de esa división engendraron también la primera guerra mundial. No analizaremos aquí los
mecanismos específicos mediante los cuales el “capitalismo monopolista” condujo al colonialismo -las
opiniones al respecto diferían incluso entre los marxistas- ni la utilización más reciente de esos análisis para
formar una “teoría de la dependencia” más global a finales del siglo XX. Todos esos análisis asumen de una u
otra forma que la expansión económica y la explotación del mundo en ultramar eran esenciales para los países
capitalistas. Criticar esas teorías no revestía un interés especial y sería irrelevante en el contexto que nos
ocupa. Señalemos simplemente que los análisis no marxistas del imperialismo establecían conclusiones
opuestas a las de los marxistas y de esta forma han añadido confusión al tema. Negaban la conexión
específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX con el capitalismo general y con la fase
concreta del capitalismo que, como hemos visto, pareció surgir a finales del siglo XIX. Negaban que el
imperialismo tuviera raíces económicas importantes, que beneficiaría económicamente a los países
imperialistas y, asimismo, que la explotación de las zonas atrasadas fuera fundamental para el capitalismo y
que hubiera tenido efectos negativos sobre las economías coloniales. Afirmaban que el imperialismo no
desembocó en rivalidades insuperables entre las potencias imperialistas y que no había tenido
consecuencias decisivas sobre el origen de la primera guerra mundial. Rechazando las explicaciones
económicas, se concentraban en los aspectos psicológicos, ideológicos, culturales y políticos, aunque por lo
general evitando cuidadosamente el terreno resbaladizo de la política interna, pues los marxistas tendían
también a hacer hincapié en las ventajas que habían supuesto para las clases gobernantes de las metrópolis
la política y la propaganda imperialista que entre otras cosas, sirvieron para contrarrestar el atractivo que los
movimientos obreros de masas ejercían sobre las clases trabajadoras. Algunos de estos argumentos han
demostrado tener gran fuerza y eficacia, aunque en ocasiones han resultado ser mutuamente incompatibles.
De hecho, muchos de los análisis teóricos del antiimperialismo, carecían de toda solidez. Pero el
inconveniente de los escritos antiimperialistas es que no explican la conjunción de procesos económicos y
políticos, nacionales e internacionales que tan notables les parecieron a los contemporáneos en torno a
1900, de forma que intentaron encontrar una explicación global. Esos escritos no explican por qué los
contemporáneos consideraron que “imperialismo” era un fenómeno novedoso y fundamental desde el
punto de vista histórico. En definitiva, lo que hacen muchos de los autores de esos análisis es negar los
hechos que eran obvios en el momento en que se produjeron y que todavía no lo son.
Dejando al margen el leninismo y el antileninismo, lo primero que ha de hacer el historiador es dejar
sentado el hecho evidente que nadie habría negado en los años de 1890, de que la división del globo tenía una
dimensión económica. Demostrar eso no explica todo sobre el imperialismo del período. El desarrollo
económico no es una especie de ventrílocuo en el que su muñeco sea el rostro de la historia. En el mismo

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sentido, y tampoco se puede considerar, ni siquiera al más resuelto hombre de negocios decidido a conseguir
beneficios -por ejemplo, en las minas surafricanas de oro y diamantes- como una simple máquina de hacer
dinero. En efecto, no era inmune a los impulsos políticos, emocionales, ideológicos, patrióticos e incluso
raciales tan claramente asociados con la expansión imperialista.
Con todo, si se puede establecer una conexión económica entre las tendencias del desarrollo
económico en el núcleo capitalista del planeta en ese período y su expansión a la periferia, resulta mucho
menos verosímil centrar toda la explicación del imperialismo en motivos sin una conexión intrínseca con la
penetración y conquista del mundo no occidental. Pero incluso aquellos que parecen tener esa conexión, como
los cálculos estratégicos de las potencias rivales, han de ser analizados teniendo en cuenta la dimensión
económica. Aun en la actualidad, los acontecimientos políticos del Oriente Medio, que no pueden explicarse
únicamente desde un prisma económico, no pueden analizarse de forma realista sin tener en cuenta la
importancia del petróleo. El acontecimiento más importante en el siglo XIX es la creación de una economía
global, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un tejido cada vez más
denso de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos
que vinculaba a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (v. La era del capitalismo,
cap. 3). De no haber sido por estos condicionamientos, no habría existido una razón especial por la que los
Estados europeos hubieran demostrado el menor interés, por ejemplo, por la cuenca del Congo o se
hubieran enzarzado en disputas diplomáticas por un atolón del Pacífico. Esta globalización de la economía no
era nueva, aunque se había acelerado notablemente en los decenios centrales de la centuria.
/.../ El desarrollo tecnológico dependía de materias primas que por razones climáticas o por azares de la
geología se encontraban exclusiva o muy abundantemente en lugares remotos. El motor de combustión
interna, producto típico del período que estudiamos, necesitaba petróleo y caucho. El petróleo procedía casi
en su totalidad de los Estados Unidos y de Europa (de Rusia y, en mucho menor medida, de Rumania), pero los
pozos petrolíferos del Oriente Medio eran ya objeto de un intenso enfrentamiento y negociación diplomáticos.
El caucho era un producto exclusivamente tropical, que se extraía mediante la terrible explotación de los
nativos en las selvas del Congo y del Amazonas, blanco de las primeras y justificadas protestas
antiimperialistas. Más adelante se cultivaría más intensamente en Malaya. El estaño procedía de Asia y
Suramérica. Una serie de metales no férricos que antes carecían de importancia, comenzaron a ser
fundamentales para las aleaciones de acero que exigía la tecnología de alta velocidad. Algunos de esos
minerales se encontraban en grandes cantidades en el mundo desarrollado , ante todo Estados Unidos, pero
no ocurría lo mismo con algunos otros. Las nuevas industrias del automóvil y eléctricas necesitaban
imperiosamente uno de los metales más antiguos, el cobre. Sus principales reservas y, posteriormente, sus
productores más importantes se hallaban en lo que a finales del siglo XX se denominaría como tercer mundo:
Chile, Perú, Zaire, Zambia. Además, existía una constante y nunca satisfecha demanda de metales preciosos
que en este período convirtió a Suráfrica en el mayor productor de oro del mundo, por no mencionar su
riqueza de diamantes. Las minas fueron grandes pioneros que abrieron el mundo al imperialismo, y fueron
extraordinariamente eficaces porque sus beneficios eran lo bastante importantes como para justificar también
la construcción de ramales de ferrocarril.
Completamente aparte de las demandas de la nueva tecnología, el crecimiento del consumo de masas
en los países metropolitanos significó la rápida expansión del mercado de productos alimenticios. Por lo que
respecta al volumen, el mercado estaba dominado por los productos básicos de la zona templada, cereales y
carne que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades de diferentes zonas de asentamiento
europeo en Norteamérica y Suramérica, Rusia, Australasia. Pero también transformó el mercado de productos
conocidos desde hacía mucho tiempo (al menos en Alemania) como “productos coloniales” y que se vendían
en las tiendas del mundo desarrollado: azúcar, té, café, cacao, y sus derivados. Gracias a la rapidez del
transporte y a la conservación, comenzaron a afluir frutas tropicales y subtropicales: esos frutos posibilitaron la
aparición de las “repúblicas bananeras”. /…/
Estos acontecimientos no cambiaron la forma y las características de los países industrializados o en
proceso de industrialización, aunque crearon nuevas ramas de grandes negocios cuyos destinos corrían
paralelos a los de zonas determinadas del planeta, caso de las compañías petrolíferas. Pero transformaron el
resto del mundo, en la medida en que lo convirtieron en un complejo de territorios coloniales y semicoloniales
que progresivamente se convirtieron en productores especializados de uno o dos productos básicos para
exportarlos al mercado mundial, de cuya fortuna dependían por completo. El nombre de Malaya se identificó
cada vez más con el caucho y el estaño; el de Brasil, con el café; el de Chile, con los nitratos; el de Uruguay, con

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la carne, y el de Cuba, con el azúcar y los cigarros puros. De hecho, si exceptuamos a los Estados Unidos, ni
siquiera las colonias de población blanca se industrializaron (en esta etapa) porque también se vieron
atrapadas en la trampa de la especialización internacional. Alcanzaron una extraordinaria prosperidad, incluso
para los niveles europeos, especialmente cuando estaban habitadas por emigrantes europeos libres y, en
general, militantes, con fuerza política en asambleas elegidas, cuyo radicalismo democrático podía ser
extraordinario, aunque no solía estar representada en ellas la población nativa. (c) Probablemente, para el
europeo deseoso de emigrar en la época imperialista habría sido mejor dirigirse a Australia, Nueva Zelanda,
Argentina o Uruguay antes que a cualquier otro lugar incluyendo los Estados Unidos. En todos esos países se
formaron partidos, e incluso gobiernos, obreros y radical-democráticos y ambiciosos sistemas de bienestar y
seguridad social (Nueva Zelanda, Uruguay) mucho antes que en Europa. Pero estos países eran complementos
de la economía industrial europea (fundamentalmente la británica) y, por lo tanto, no les convenía -o en todo
caso no les convenía a los intereses abocados a la exportación de materias primas- sufrir un proceso de
industrialización. Tampoco las metrópolis habrían visto con buenos ojos ese proceso. Sea cual fuere la retórica
oficial, la función de las colonias y de las dependencias no formales era la de complementar las economías de
las metrópolis y no la de competir con ellas.
Los territorios dependientes que no pertenecían a lo que se ha llamado capitalismo colonizador (blanco)
no tuvieron tanto éxito. Su interés económico residía en la combinación de recursos con una mano de obra que
por estar formada por “nativos” tenía un coste muy bajo y era barata. Sin embargo, las oligarquías de
terratenientes y comerciantes -locales, importados de Europa o ambas cosas a un tiempo- y, donde existían,
sus gobiernos se beneficiaron del dilatado período de expansión secular de los productos de exportación de su
región, interrumpida únicamente por algunas crisis efímeras, aunque en ocasiones (como en Argentina en
1890) dramáticas, producidas por los ciclos comerciales, por una excesiva especulación, por la guerra y por la
paz.
/.../ Sin embargo, la importancia económica creciente de esas zonas para la economía mundial no
explica por qué los principales Estados industriales iniciaron una rápida carrera para dividir en mundo en
colonias y esferas de influencia. Del análisis antiimperialista del imperialismo ha sugerido diferentes
argumentos que pueden explicar esa actitud. El más conocido de esos argumentos, la presión del capital para
encontrar inversiones más favorables que las que se podían realizar en el interior del país, inversiones seguras
que no sufrieran la competencia del capital extranjero, es el menos convincente. Dado que las exportaciones
británicas de capital se incrementaron vertiginosamente en el último tercio de la centuria y que los ingresos
procedentes de esas inversiones tenían una importancia capital para la balanza de pagos británica, era
totalmente natural relacionar el “nuevo imperialismo” con las exportaciones de capital, como la hizo J. A.
Hobson. Pero no puede negarse que sólo hay una pequeño parte de ese flujo masivo de capitales acudía a los
nuevos imperios coloniales: la mayor parte de las inversiones británicas en el exterior se dirigían a las colonias
en rápida expansión y por lo general de población blanca, que pronto serían reconocidas como territorios
virtualmente independientes ( Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suráfrica) y a lo que podríamos llamar
territorios coloniales “honoríficos” como Argentina y Uruguay, por no mencionar los Estados Unidos. Además,
una parte importante de esas inversiones (el 76% en 1913) se realizaba en forma de préstamos públicos a
compañias de ferrocarriles y servicios públicos que reportaban rentas más elevadas que las inversiones en la
deuda pública británica -un promedio de 5% frente al 3%-, pero eran también menos lucrativas que los
beneficios del capital industrial en el Reino Unido, naturalmente excepto para los banqueros que organizaban
esas inversiones. Se suponía que eran inversiones seguras, aunque no produjeran un elevado rendimiento. Eso
no significaba que no se adquirieran colonias porque un grupo de inversores no esperaba obtener un gran
éxito financiero o en defensa de inversiones ya realizadas. Con independencia de la ideología, la causa de la
guerra de los bóeres fue el oro. Un argumento general de más peso para la expansión colonial era la
búsqueda de mercados. Nada importa que esos proyectos de vieran muchas veces frustrados. La convicción de
que el problema de la “superproducción” del período de la gran depresión podía solucionarse a través de un
gran impulso exportador era compartida por muchos. Los hombres de negocios, inclinados siempre a llenar los
espacios vacíos del mapa del comercio mundial con grandes números de clientes potenciales, dirigían su
mirada, naturalmente, a las zonas sin explotar: China era una de esas zonas que captaba la imaginación de los
vendedores- ¿qué ocurriría si cada uno de los trescientos millones de seres que vivían en ese país comprara tan
sólo una caja de clavos?-, mientras que África, el continente desconocido, era otra. Las cámaras de comercio de
diferentes ciudades británicas se conmocionaron en los difíciles años de la década de 1880 ante la posibilidad
de que las negociaciones diplomáticas pudieran excluir a sus comerciantes del acceso a la cuenca del Congo,

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que se pensaba que ofrecía perspectivas inmejorables para la venta, tanto más cuanto que ese territorio
estaba siendo explotado como un negocio provechoso por ese hombre de negocios con corona que era el rey
Leopoldo II de Bélgica. (Su sistema preferido de explotación utilizando mano de obra forzosa no iba dirigido a
impulsar importantes compras per cápita, ni siquiera cuando no hacía que disminuyera el número de posibles
clientes mediante la tortura y la masacre.) Pero el factor fundamental de la situación económica general era
el hecho de que una serie de economías desarrolladas experimentaban de forma simultánea la misma
necesidad de encontrar nuevos mercados. Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal era el de “la
puerta abierta” en los mercados del mundo subdesarrollado; pero cuando carecían de la fuerza necesaria
intentaban conseguir territorios cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de
monopolio o, cuando menos les diera una ventaja sustancial. La consecuencia lógica fue el reparto de las
zonas no ocupadas del tercer mundo. En cierta forma, esto fue una ampliación del proteccionismo que fue
ganando fuerza a partir de 1879 (véase el capitulo anterior). “Si no fueran tan tenazmente proteccionistas -le
dijo el primer ministro británico al embajador francés en 1897-, no nos encontrarían tan deseosos de
anexionarnos territorios”. Desde este prisma, el “imperialismo” era la consecuencia natural de una
economía internacional basada en la rivalidad de varias economías industriales competidoras, hecho al que
se sumaban las presiones económicas de los años 1880. Ello no quiere decir que se esperara que una colonia
en concreto se convirtiera en El Dorado, aunque esto en lo que ocurrió en Suráfrica, que pasó a ser el mayor
productor de oro del mundo. Las colonias podían constituir simplemente bases adecuadas o puntos avanzados
para la penetración económica regional. Así lo expresó claramente un funcionario del Departamento de Estado
de los Estados Unidos en los inicios del nuevo siglo cuando los Estados Unidos, siguiendo la moda
internacional, hicieron un breve intento por conseguir su propio imperio colonial.
En este punto resulta difícil separar los motivos económicos para adquirir territorios coloniales de la
acción política necesaria para conseguirlo, por cuanto el proteccionismo de cualquier tipo no es otra cosa que
la operación de la economía con la ayuda de la política. La motivación estratégica para la colonización era
especialmente fuerte en el Reino Unido, con colonias muy antiguas perfectamente situadas para controlar el
acceso a diferentes regiones terrestres y marítimas que se consideraban vitales para los intereses comerciales y
marítimos británicos en el mundo, o que, con el desarrollo del barco de vapor, podían convertirse en puertos
de aprovisionamiento de carbón. (Gibraltar y Malta eran ejemplos del primer caso, mientras que Bermuda y
Adén lo son del segundo.) Existía también el significado simbólico o real para los ladrones de conseguir una
parte adecuada del botín. Una vez que las potencias rivales comenzaron a dividirse el mapa de África u
Oceanía, cada una de ellas intentó evitar que una porción excesiva (un fragmento especialmente atractivo)
pudiera ir a parar a manos de los demás. Así, una vez que el status de gran potencia se asoció con el hecho de
hacer ondear la bandera sobre una playa limitada por palmeras (o, más frecuentemente, sobre extensiones
de maleza seca), la adquisición de colonias se convirtió en un símbolo de status, con independencia de su
valor real. Hacia 1900, incluso los Estados Unidos, cuya política imperialista nunca se ha asociado, antes o
después de ese período, con la posesión de colonias formales, se sintieron obligados a seguir la moda del
momento. Por su parte, Alemania se sintió profundamente ofendida por el hecho de que una nación tan
poderosa y dinámica poseyera muchas menos posesiones coloniales que los británicos y los franceses, aunque
sus colonias eran de escaso interés económico y de un interés estratégico mucho menor aún. Italia insistió en
ocupar extensiones muy poco atractivas del desierto y de las montañas africanas para reforzar su posición de
gran potencia, y su fracaso en la conquista de Etiopía en 1896 debilitó, sin duda, esa posición. /…/ En
definitiva, algunos historiadores han intentado explicar el imperialismo teniendo en cuenta factores
fundamentalmente estratégicos. Han pretendido explicar la expansión británica en África como consecuencia
de la necesidad de defender de posibles amenazas las rutas hacia la India y sus glacis marítimos y
terrestres. /.../ Pero estos argumentos no eximen de un análisis económico del imperialismo. En primer lugar,
subestiman el incentivo económico presente en la ocupación de algunos territorios africanos, siendo en este
sentido el caso más claro el de Suráfrica. En cualquier caso, los enfrentamientos por el África occidental y el
Congo tuvieron causas fundamentalmente económicas. En segundo lugar, ignoran el hecho de que la India era
la “joya más radiante de la corona imperial” y la pieza esencial de la estrategia británica global, precisamente
por su gran importancia para la economía británica. /.../ En definitiva, es imposible separar la política y la
economía en una sociedad capitalista, como lo es separar la religión y la sociedad en una comunidad
islámica. La pretensión de explicar “el nuevo imperialismo” desde una óptica no económica es tan poco
realista como el intento de explicar la aparición de los partidos obreros sin tener en cuenta para nada los
factores económicos.

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De hecho, la aparición de los movimientos obreros o de forma más general, de la política democrática
(véase el capítulo siguiente) tuvo una clara influencia sobre el desarrollo del “nuevo imperialismo”. Desde que
el gran imperialista Cecil Rhodes afirmara en 1895 que si se quiere evitar la guerra civil hay que convertirse en
imperialista, muchos observadores han tenido en cuenta la existencia del llamado “imperialismo social”, es
decir, el intento de utilizar la expansión imperial para amortiguar el descontento interno a través de mejoras
económicas o reformas sociales, o de otra forma. /.../ No poseemos pruebas de que la conquista colonial
tuviera una gran influencia sobre el empleo o sobre los salarios reales de la mayor parte de los trabajadores en
los países metropolitanos, (d) y la idea de que la emigración a las colonias podía ser una válvula de seguridad
en los países superpoblados era poco más que una fantasía demagógica. (De hecho, nunca fue más fácil
encontrar un lugar para emigrar que en el período 1880-1914, y sólo una pequeño minoría de emigrantes
acudía a las colonias, o necesitaba hacerlo.)
/.../ De forma más general, el imperialismo estimuló a las masas, y en especial a los elementos
potencialmente descontentos, a identificarse con el Estado y la nación imperial, dando así, de forma
inconsciente, justificación y legitimidad al sistema social y político representado por ese Estado . En una era
de política de masas (véase el capítulo siguiente) incluso los viejos sistemas exigían una nueva legitimidad. En
1902 se elogió la ceremonia de coronación británica, cuidadosamente modificada, porque estaba dirigida a
expresar “el reconocimiento, por una democracia libre, de una corona hereditaria, como símbolo del dominio
universal de su raza” (la cursiva es mía). En resumen, el imperialismo ayudaba a crear un buen cemento
ideológico. Es difícil precisar hasta qué punto era efectiva esta variante específica de exaltación patriótica,
sobre todo en aquellos países donde el liberalismo y la izquierda más radical habían desarrollado fuertes
sentimientos antiimperialistas, antimilitaristas, anticoloniales o, de forma más general, antiaristocráticos. Sin
duda, en algunos países el imperialismo alcanzó una gran popularidad entre las nuevas clases medias y de
trabajadores administrativos, cuya identidad social descansaba en la pretensión de ser los vehículos elegidos
del patriotismo. (V. cap. 8, infra). Es mucho menos evidente que los trabajadores sintieran ningún tipo de
entusiasmo espontáneo por las conquistas coloniales, por las guerras, o cualquier interés en las colonias, ya
fueran nuevas o antiguas (excepto las de colonización blanca). Los intentos de institucionalizar un sentimiento
de orgullo por el imperialismo, por ejemplo creando un “día del imperio” en el Reino Unido (1902), dependían
para conseguir el éxito de la capacidad de movilizar a los estudiantes. (Más adelante analizaremos el recurso al
patriotismo en un sentido más general.) De todas formas, no se puede negar que la idea de superioridad y de
dominio sobre un mundo poblado por gentes de piel oscura en remotos lugares tenía arraigo popular y que,
por tanto, benefició a la política imperialista.
/…/ Desde luego, el imperialismo de los últimos años del siglo XIX era un fenómeno “nuevo”. Era el
producto de una época de competitividad entre economías nacionales capitalistas e industriales rivales que
era nueva y se vio intensificada por las presiones para asegurar y salvaguardar mercados en un período de
incertidumbre económica (v.el cap. 2, supra); en resumen, era un período en que “las tarifas proteccionistas
y la expansión eran la exigencia que planteaban las clases dirigentes”. Formaba parte de un proceso de
alejamiento de un capitalismo basado en la práctica privada y pública del laissez-faire, que también era
nuevo, e implicaba la aparición de grandes corporaciones y oligopolios y la intervención cada vez más
intensa del Estado en los asuntos económicos. Correspondía a un momento en que las zonas periféricas de
la economía global eran cada vez más importantes. Era un fenómeno que parecía tan “natural” en 1900
como inverosímil habría sido considerado en 1860. A no ser por esa vinculación entre el capitalismo
posterior a 1873 y la expansión en el mundo no industrializado, cabe dudar de que incluso el “imperialismo
social” hubiera desempeñado el papel que jugó en la política interna de los Estados, que vivían el proceso de
adaptación a la política electoral de masas. Todos los intentos de separar la explicación del imperialismo de
los acontecimientos específicos del capitalismo en las postrimerías del siglo XIX han de ser considerados
como meros ejercicios ideológicos, aunque muchas veces cultos y en ocasiones agudos.

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