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Tierra de sol

Katia Rejón Márquez


Tierra de Sol
© 2024, Katia Rejón Márquez

Primera edición digital, 2024

katiarn38@gmail.com

Edición y corrección: Yobaín Vázquez


Cubierta y maquetación: Neto Medina

Proyecto elaborado con el apoyo del Programa de Estimulo


a la Creación y Desarrollo Artístico (pecda) Yucatán 2023.
Los huracanes revitalizan los montes,
y nosotros somos montes,
ojos de huracán, lluvia y ráfaga.
No se olviden que estamos,
que somos muchos
que florecemos
a pesar de todas las sequías.

Alika Santiago

Este es el momento de quedarse,


es el momento de volver.

Lina Meruane

Y a mí que me disparen de frente,


y que sea en la puerta de mi casa
porque yo me muero en tierra mía
y a mí de esta tierra no me sacan.

La Muchacha
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ÍNDICE

Prólogo 11

Hay cosas que nadie te puede quitar


Tecoh 15

Un lugar bravo de tesoros y piratas


Dzilam de Bravo 29

Cuando dejamos de heredar el monte


Oxkutzcab 45

¿De dónde vienen los árboles?


Hocabá 59

Bitácora de la migración de las mariposas


Sotuta 71

Un meteorito para extinguir la nostalgia


Chicxulub 85

Glosario 97
Agradecimientos 99

9
PRÓLOGO

E ste libro está hecho con vientos de huracán, con el olor


a quema del monte yucateco y la esperanza y la historia
de muchas personas. Hice 24 viajes en carretera, leí noticias,
artículos académicos, posts de internet, analicé memes, me
enamoré tres veces (una de esas veces fue de una mujer de
60 años), discutí con personas, nadé sobre un chorro de
agua dulce en el mar, oí horas de música y pasé semanas en
mi cama escribiendo y repasando los audios de las entrevis-
tas una y otra vez.
Lo escribí bajo el concierto estridente de la luz y el ca-
lor, mientras pensaba si mi árbol de naranja agria sobrevivi-
ría a la canícula, y si el frente frío del invierno me iba a dar
ánimos para teclear. Me dejé iluminar por todas partes.
Tierra de sol es una carta de amor a Yucatán, de esas que
ya hay muchas. Hubo una vez, en uno de esos viajes, que un
señor director de una ong me dijo que lo que quería hacer
ya estaba hecho. Tenía razón: crónicas sobre Yucatán hay
miles, escritas casi siempre por el mismo tipo de persona.
Personas que no tienen que escribir para atrapar el coraje de
la pérdida sino por una pulcra inquietud intelectual. Gracias
a ese señor entendí que no quería hacer un libro impersonal.
Quise escribir un libro que no expulsara de la conver-
sación a quienes no nacieron aquí pero han construido su
hogar en esta tierra, como el resto. Quise hablar de arte y de
cultura, de mi generación, de la nostalgia, de lo problemático

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de la nostalgia, de la identidad y lo problemático de la identi-
dad cuando se enuncia desde la individualidad esencialista y
permanente. Quise recopilar testimonios e ideas que no son
mías o no completamente mías. Quise que fuera más que un
libro, que fuera un mapa, una semilla junto a miles. Quise es-
cribir con la autenticidad de las palabras de quienes hablan,
y de las mías.
Escribí este libro para convencerme a mí misma y a la
gente que admiro que vale la pena seguir aquí, a pesar de
todo. Siempre hay un mejor lugar al cual irse, pero a veces
quedarse es una decisión política igual de válida y digna. Lo
que hace falta es organizarnos para ensuciar, en el sentido
alegórico, la ciudad blanca y sus alrededores. Este es un
mensaje muy largo y en spam, un llamado a habitar la tierra
de nuestros abuelos y abuelas, sabiendo que no somos ellos
ni ellas, somos otres. Como dice Alika Santiago: Aunque ve-
nimos de esa raíz, tenemos nuevas hojas. Es una invitación a
abandonar la vida de plantilla, la aspiración a una existencia
blanca, burguesa, panista, morenista, partidista, a diseñar un
futuro del que nos sintamos parte.
Escribí este libro para recordarme y recordarnos que
esta Tierra de sol es nuestra.

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HAY COSAS QUE NADIE TE PUEDE QUITAR

E l lugar donde habita mi familia desde hace tres genera-


ciones ha sido nombrada varias veces como una de las
mejores ciudades pequeñas para vivir. Mérida es una ciudad
de Yucatán, al sureste de México, conocida por “su seguri-
dad y calidad de vida”. Para mí, Mérida es el árbol de nance
de mi abuelo, el olor de la época de quema y donde está mi
karaoke favorito.
Cuando estoy en otra ciudad mexicana, la gente siempre
tiene algo que decir sobre Yucatán. Si son amables hablarán
de lo deliciosa que es la sopa de lima y la belleza de sus calles
pequeñas. Si están buscando un refugio preguntarán si to-
davía es la ciudad más segura del país, dirán incluso que soy
afortunada de vivir en un lugar tan tranquilo. Si son cínicas
dirán que ya quisieran venir para encerrarse en un hotel y
visitar las playas y los cenotes. Lo más seguro es que, a todos
los comentarios, yo sonría mientras miro de lado y pienso
que es una fantasía con demasiada publicidad. Responderé,
quizá, que están hablando de Mérida, que Yucatán es otra
cosa. Las zonas conurbadas de la capital y los sitios que se
desprenden como una costra en medio de la selva tienen
otros nombres, otros ritmos, otras formas de mirar la vida.
Yucatán, en términos amplios, es un estado de la
República Mexicana ubicado en el sureste del país que alberga
a 106 municipios, los cuales, en su mayoría, pertenecen al

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territorio maya. Es una tierra que antes se llamaba Mayab,
donde se alzaron pirámides de las más maravillosas del
mundo, donde se inventó el cero y donde probablemente
cayó el meteorito que provocó la última extinción masiva
de la Tierra.
Como en muchos otros estados, las personas que no
son de la capital han tenido que mudarse ahí por distintas
razones y con eso amoldarse a una ciudad que se nombra a
sí misma como blanca y se compara con ciudades europeas
como Florencia o Dresde.
La feminista silvestre peninsular Alika Santiago dice que
el primer despojo hacia el pueblo maya fue la identidad. Des-
pués vino la agroindustria, las concesiones de agua y los mega-
proyectos, pero la primera gota de veneno fue hacernos creer
que las comunidades mayas y los espacios rurales necesitaban
ayuda. Esparcieron la sensación contagiosa de que ahí no hay
ideas, ni creación, que no es posible florecer en el monte.
El problema de la migración del campo a la ciudad
es que las comunidades se van quedando solas, dice Alika.
Durante un evento por el Día Mundial de la Madre Tierra,
vestida de rojo sobre un escenario, la defensora pronunció
las siguientes palabras a propósito de las discusiones por el
megaproyecto del Tren Maya en la Península de Yucatán:
“Ustedes con sus espejos de siglos empobrecidos de
sentido, desraizados, creen en lo extensivo, lo inmediato, lo
sin alma como sus semillas plásticas que alimentarán falsas
hambrunas, y no saben que resguardamos la vida del pueblo,
del mundo en nuestras milpas, en los solares, en los montes,
en la memoria colectiva [...] y seguiremos alimentándonos y
alimentándolos a pesar de sus guerras de olvido”.
Si miráramos Yucatán desde otra perspectiva sabríamos
que su paisaje no es plano. Sus curvas están por debajo de

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la tierra, en cuevas y cenotes donde hay espectáculos ente-
ros de carbonato cálcico, una forma aburrida de nombrar las
cascadas de cristal que hay en las grutas. Esos cielos negros
de murciélagos, techos húmedos del sistema kárstico pedre-
goso, una forma aburrida de decir suelo de roca oceánica. Las
rocas de mar forman cuerpos de agua que corren en ríos
subterráneos, rejolladas y estuarios atravesados por la luz
del sol y las raíces de álamos y ceibas. No hay otro sistema
de cuevas como éste en el mundo. Algunas teorías dicen que
emergieron por el meteorito que cayó en Chicxulub, Yucatán
hace 66 millones de años.
Sobre ese lugar donde hace muchos años se unió el
cosmos con el océano terrestre, se mudaron Ángel Avilés y
Patricia Uh. Dos artistas-educadores que lo hicieron al revés:
decidieron irse de Mérida, esa ciudad que aparece en las re-
vistas de viaje como “paradisiaco” y su lugar de destino fue
Tecoh, un pueblo dentro de la Reserva Estatal del Anillo de
Cenotes de Yucatán.
Habían evitado colaborar aunque tenían sueños pareci-
dos porque trabajar con alguien que quieres está catalogado
como de alto riesgo. Finalmente, decidieron construir en Te-
coh un centro cultural independiente llamado Iin ki kalante
que significa lo voy a cuidar en maya. A la vista parece un in-
vernadero pero en lugar de plantas lo llenaron de libros, pin-
turas, un proyector de cine y alebrijes hechos por las niñeces
del pueblo. Un amplio estudio delante de su casa, rodeado
por un jardín de árboles frutales, una palapa y una piscina.
Vivir fuera de Mérida les ha permitido entender cosas
de la creación artística, de sí mismes y de las otras personas.
Bienestar ha sido escuchar los pájaros todo el día y envolver-
se en un sentido de identidad que no se parece en nada a lo
que se oferta en ciertas prácticas culturales y turísticas.

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Estudiaron en una universidad especializada en artes
de Mérida y durante diez años se dedicaron a dar talleres en
comisarías, hasta que se cansaron de la intermitencia, por no
decir ineptitud, de las instituciones culturales.
—Gracias al arte nos conocimos, conocimos a nuestros
amigos. He hecho mi casa, he tenido mi carrera, he trabaja-
do. Tal vez por nuestra personalidad nos sentimos responsa-
bles de compartirlo, porque a nosotros nos ha dado mucho,
dijo Ángel.
Su decisión de ir a Tecoh, donde creció la mamá de Án-
gel, está alimentada de ese impulso de mostrar que el arte es
capaz de abrir caminos en las vidas más intransigentes, pero
también viene de las decepciones que vivieron trabajando
para otras personas. Más de una vez Pati tuvo que despedir-
se —a veces ni siquiera eso podía— de jóvenes con quienes
había empezado a crear una comunidad, porque recortaban
el presupuesto de la institución, porque un inversor se reti-
raba o simplemente porque a la nueva administración no le
convencía el programa.
—Un conocido me dijo que en lugar de cambiarle la vida
a alguien le había generado un conflicto. Le había mostrado
que tenía la capacidad de dibujar y después me había ido. Fue
muy fuerte, pero nuestra intención siempre ha sido compar-
tir que hay cosas que nadie nos puede quitar, dijo Pati.
Todos los miércoles en el centro cultural Iin ki kalante rea-
lizan un Convite cultural para la comunidad de Tecoh y, de vez
en cuando, un t’ox que significa en español distribuir, repartir
entre muchos dando un poco para artistas y personas creativas.
El disfrute es parte de la metodología de Iin ki kalante,
cada proceso está pensado para que la gente se sienta bien y
pueda estar abierta a lo que suceda. Es una manera de arar el
terreno para la creación, independientemente de si surge un

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producto final. Lo que importa es el impulso creativo, la ex-
ploración de una idea y la necesidad de ver a la otra persona.
—Ahora en Mérida hay muchos espacios abriéndo-
se para el mismo grupo de artistas de siempre que juegan
a hacer exposiciones. Es aburrido pretender que haces algo
nuevo cuando realmente no estás haciendo nada. Y es una
fantasía del arte burgués pensar que todos los artistas van
a ser artistas de galería. Aquí el arte hace que no se quieran
ir. Tuvimos una asamblea con la comunidad para planear las
siguientes actividades, unas niñas le pusieron alarma a su
mamá, le acercaban el reloj a la hamaca para que no se le
pase la hora. Eso es lo que queremos: ver a individuos for-
marse de manera independiente y saber que nadie se lo va a
quitar por falta de presupuesto o de interés, dijo Ángel.

Telchaquillo es una comisaría de Tecoh cuyo nombre en es-


pañol podría significar el pueblo del señor de la lluvia, donde
se veneraba a Yuum Chaac. Es un pueblo pequeño pero con
una historia enorme: Ahí se encuentra la antigua ciudad de
Mayapán conformada por cuatro mil estructuras, una de las
últimas capitales mayas antes de la conquista.
Gladys Uc pasó toda su vida escuchando hablar de
Yuum Chaac sin saber que lo tenía cerca, a unos metros de
su casa en Telchaquillo. A las niñas no las dejaban caminar
solas por el monte, así que Glayds conoció Mayapán hasta
que tuvo 11 años.
—Hay energías, lugares que te llaman a ir. He aprendi-
do mucho de mi papá y de mi abuela, cosas relacionadas a
la muerte, al campo, la naturaleza y las deidades. Me gusta
mucho la noche. Me gusta hablar de la muerte y las aves noc-

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turnas que están en los bosques. Esas partes pequeñas que
se impregnan durante el tiempo. Me siento grande porque
vengo de un lugar muy místico. De un lugar que tiene histo-
ria: soy descendiente de los Cocom. Mi abuelita fue una de
las últimas Cocomes, una familia gobernante de la región, y
yo digo: Con razón siento algo dentro de mí que no me deja
dormir. Tengo preguntas. Quiero saber más de esto.
Según el libro sagrado del Popol Vuh, la creación vino
de la calma. A diferencia de la creación según la Biblia, la
tierra no era un caos sino suspenso, silencio y reposo. Las
primeras personas fueron hechas con maíz, pero quienes
las crearon vinieron del agua. Chaac es el dios del agua,
pero también de la lluvia y por ende, de la fertilidad relacio-
nada a la agricultura. Por eso Gladys lo conocía: su papá le
ofrendaba al sembrar.
—Los mayas eran tan sensibles con la naturaleza que
sus dioses son la propia naturaleza.
Glayds es artista, maestra, promotora cultural y guar-
diana del agua. Trabaja para que las niñeces de Tecoh no pa-
sen tanto tiempo sin conocer la historia de su pueblo como
le pasó a ella. En las escuelas de Yucatán se enseña una his-
toria mordida por el racismo. Hablar maya o con una sin-
taxis calcada del maya se corrige como un error. bell hoks
dice: “En los centros educativos para blancos, dejamos de ser
personas con una historia, con una cultura”. Gladys enseña
maya aunque algunas mamás le hayan sugerido que mejor
sea maestra de inglés.
La recuperación de su historia tiene que ver con la re-
cuperación de su identidad. Ha estudiado y reunido los frag-
mentos que dispersó el colonialismo, un estallido que des-
humanizó la cultura maya. Reconocerse maya, a veces, es
verse como si fuera la primera vez. Aparece otra cara frente

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al espejo, donde lo que antes era leído como un error ahora
tiene otro significado.
La zona arqueológica de Mayapán es administrada por
el Instituto Nacional de Antropología e Historia y Gladys ha
tenido problemas con guardias. Cuando lleva a sus amigas a
Mayapán para hablarles de su cultura, guías certificados por
el gobierno la miran con sospecha. Más de una vez le han
dicho que “no tiene permiso” para hablar en maya o explicar
la historia de su pueblo. En la Península, promover la cul-
tura maya implica pelearse con quienes tienen la credencial
oficial para Promover la Cultura Maya con las condiciones y
certificaciones del Estado.
—Es muy común ver que es el propio pueblo quien te
limita, quien te cierra puertas y eso es por dinero. El dinero
es el obstáculo para avanzar como personas en la comuni-
dad. El gobierno vive de nosotros pero nosotros no vivimos
del gobierno.
En la cultura maya hay cosas que tienen más valor que
el dinero. El agua, por ejemplo. Al agua se le asignan guar-
dianes, rituales, se enseña a pedir permiso para usarla. Pero
en el pensamiento occidental contemporáneo el agua se ven-
de, se extrae en grandes cantidades por debajo de la tierra y
se contamina, en nombre del dinero. Solo el racismo puede
convencernos de que el segundo pensamiento es más válido,
legítimo y “desarrollado” que el primero.

Una feminista famosa me dijo que le gustaba vivir en la ciu-


dad de México porque no podía vivir lejos de las ideas. Lo
dijo dos veces, la primera a propósito del lugar donde yo
vivo, de donde soy, a su parecer un lugar árido de ideas y

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comodidades. Algo en mí se encendió como una leña que
quemaba, pero no supe pronunciar las razones por las cuales
resentí sus palabras.
Quise explicar que hay cosas que nadie ve porque de don-
de soy todo lo bello está debajo de la tierra. Quise hablar de las
pequeñas colinas que levantan las iglesias, de cómo algunas de
esas rocas apiladas no son cerros sino pirámides pulverizadas
por el tiempo o por la guerra. De lo difícil que es vivir viendo
cosas que son invisibles o poco importantes para el resto del
mundo. En vez de eso, hablé de los pájaros del monte frente a
mi casa y de la resistencia de las personas trans en los espacios
autogestivos de Mérida y de cómo para mí, quedarme era una
manera de crecer hacia abajo, como las raíces.
Socorro Loeza siempre ha sido un nombre al que re-
curro cuando aparece el agobio por huir. Había sido como
una roca a la que podía volver y decir: he aquí un ejemplo de
alguien que se quedó y está haciendo lo que ama. Para Ángel
y Pati, Socorro también es una esperanza de que se puede
crecer hacia adentro y una pieza que termina de cuadrar en
su metodología del disfrute.
—Los espacios no hay, hay que hacerlos. Yo tuve un es-
pacio donde disfruté el teatro y me divertí muchísimo. Un
espacio para quien quisiera disfrutar, donde te sientas bien.
Yo estoy refeliz en Tecoh. Y me gusta mucho viajar.
Disfrutar dijo Socorro Loeza desde una silla roja como
las del cine. Llevaba un vestido de tirantes color púrpura
con flores pequeñas. De Socorro había leído que era una
dramaturga y actriz maya, pionera del teatro comunitario en
Yucatán y miembro del Sistema Nacional de Creadores de
Arte, pero faltaba conocerla para saber de su buen humor,
de la elocuencia y de su forma de responder las preguntas
difíciles con ejemplos concretos de lo que ha visto.

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Ese espacio para disfrutar del que hablaba es el Centro
Cultural Kermith Garrido, fundado en 1993, donde nos vi-
mos esa tarde de marzo. Socorro se instaló en una pequeña
oficina con aire acondicionado, y parecía estar cómoda ha-
blando con la gente de ahí, escuchando la competencia de
karate en el fondo del auditorio.
Antes de una Socorro Loeza hubo un Kermith Garrido,
un escritor, pintor, poeta y director de teatro. Socorro tenía
20 años cuando pasaba por aquí y escuchaba los ensayos de
la compañía de teatro Pierrot que comenzó en 1930. El Cua-
dro Artístico de Pierrot se fundó en Tecoh el mismo año que
se lanzó la historieta de Mickey Mouse, el mismo año que
Gandhi comenzó la marcha de la sal, cuando se inventó el
neopreno y Constantinopla cambió su nombre a Estambul.
—Kermith me enamoró. Me dijo que hacían esto des-
de 1930 y descubrí que hasta mi papá había actuado en el
Cuadro Artístico Pierrot. A Kermith le gustaba la zarzuela, el
teatro musical. Hicimos una versión de Las mil y una noches,
Las cucarachas del Japón, El descaro de Oyuki. Eran novelas de
impacto. Él fue vestuarista y asistente de Héctor Herrera
“Cholo”, que hacía teatro cómico. Hacía obras de crítica so-
cial al pueblo, sacaba los trapitos de políticos y vecinos.
Le pregunté que si Kermith fuera un personaje de teatro,
¿cómo lo describiría? Ella se reclinó hacia atrás y dijo que era
un ser lleno de luz. Una persona que parecía callada pero habla-
ba por todos los poros cuando se trataba de contar anécdotas.
—Podía estar sentada horas escuchando lo que había
vivido, era una cátedra del teatro. Él no estudió pero lo tiene
en la sangre: sus papás son Max Garrido y Casimira González,
un músico y pintor y una cantante. Él fue vestuarista, pintor,
escenógrafo, dramaturgo. Lo único que decía era que nunca
se iba a parar en un escenario a actuar.

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Aunque Kermith le enseñó lo primero que supo del tea-
tro, fue hasta 1996 cuando conoció el teatro comunitario y
decidió que era eso lo que quería hacer. Tecoh fue sede del
Festival de Teatro en Lengua Maya Peninsular al que llegaron
grupos de Chiapas, Tabasco, Campeche y Quintana Roo. Ahí
conoció a María Luisa Góngora, su referente de teatro co-
munitario en lengua maya.
—Kermith escribió una obra en lengua maya y me in-
vitó porque aunque no la hablaba, sí la entendía. Esa obra y
ese festival hizo que… no quiero decir “recuperar” porque la
lengua siempre estuvo ahí. Esta raíz. Yo también estaba bus-
cando a Soco como persona de Tecoh, mi personalidad, mi
lengua, mi forma de pensar, de expresarme. Cuando estudié
en Mérida decían que “hablaba raro” o construía mis escri-
tos de otra manera porque vengo de un tipo de lenguaje que
está ahí pero no termina de salir.
En la teoría se le llama “asimilación” a este proceso in-
consciente en que las personas que pertenecen a una minoría
o una mayoría oprimida funden sus esquemas mentales en los
de la cultura dominante. bell hooks le llama “cambio de alian-
za”, porque la asimilación hace que las personas racializadas
nieguen el racismo, y en cambio legitimen, imiten e incluso
deseen las actitudes sociales y los valores de otra cultura.
A veces se trata de una estrategia de supervivencia. Al
resistirse a ese deseo pujante, las personas que deciden no
imitar, no legitimar o no desear los valores de la blanquitud
también están demostrando que hay otros caminos, que la
vida se puede imaginar distinta.
—No necesitamos más. Estamos viviendo y estamos
bien. Nos han empujado a migrar porque las tierras se echa-
ron a perder por el henequén. Cada vez que dicen “oro ver-
de” digo sí, ajá. Por ese “oro” ya no podemos sembrar. Ahora

24
la tierra es pura piedra erosionada y es lógico que por eso
vamos a migrar, a buscar otra forma de vida.
A Soco le choca que digan que hacer teatro comunita-
rio es “recuperar las tradiciones” porque la mujer que tortea
o siembra no lo hace con la intención de resistir o para resca-
tar las tortillas, lo hace porque es su manera de vivir.
—Nos bombardean con publicidad de que hay que ha-
cer cochinita con hipil, que es un vestido de gala. Nosotras
ponemos un xl’a pantalón para escarbar un hueco en la tie-
rra. Las señoras ponemos shorts. Ponerse un hipil es un lujo.
Kermith escribió una obra que se llama Hasta los ricos comen
panuchos: Trata de una señora que hace una cena de gala y
se cree pomposa y rica aunque no tiene dinero. Le pide a la
mujer que limpia su casa que le preste su hipil y le cambia su
vestido. Ahí están todas esas cosas que se han construido:
Dicen que es un traje de mestiza ¿de mestiza? ¿por qué? Es
un vestido del pueblo maya, y es lo más fresco para el calor.
Socorro habló del grupo de mujeres donde también
está Gladys Uc. De su búsqueda por que las generaciones
jóvenes se sientan como parte de este territorio.
—Si no lo defendemos, nadie lo hará por nosotras. Van
a seguir comprando cenotes y van a contratarnos a nosotras
para limpiar. Iban a poner una fábrica de Herdez aquí en el
pueblo y una señora me decía que era trabajo. ¿Y cuántos
van a trabajar? ¿100? Van a vender un terreno y te van a
comprar tu tomate para que después comas de una lata. Me-
jor esas 100 personas vamos a sembrar los tomates.
Le pregunté qué se podía hacer cuando la comunidad
rural y la comunidad maya en específico se perciben con
condescendencia, como lugares que necesitan ser “desarro-
llados” pero con eso más bien lo que hacen es borrar esas
otras formas de vivir.

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—La información y organización pueden gestar cambios
pero no es fácil en las comunidades. Nos empujan a buscar
el sustento diario y a que no quede tiempo de pensar en eso.
El otro día venía en la combi y un albañil se sentó cansado,
cuando escuché un tsss, su cerveza. ¡Sé-ñor!, le digo. Solo es
uno, velo, solo es uno, me responde abriendo su mochila que
estaba choncha. Tenía dos kilos de plátano, venía de trabajar.
¿Cómo se va a organizar? ¿A qué hora se va a organizar?
Soy privilegiada porque hago lo que me gusta, pero tengo
muchas amigas que no tienen tiempo. Los adultos lo tienen
difícil porque no van a sentarse a pensar si están destruyen-
do. Por eso trabajar con jóvenes es nuestro objetivo. Que-
remos que vean los pajaritos que están en su casa, el agua
limpia, los árboles.

Era octubre y la ciudad de México estaba llena de flores de


cempasúchil, fresca y abarrotada como suele estar. Fui al Mu-
seo de la Memoria y Tolerancia, por una conferencia en la que
estaba la periodista comunitaria Thania Marreros de Radio
Tsinaka. Thania habló de la defensa del territorio y dijo que
ésta no se limitaba al espacio físico, a la tierra donde se siem-
bra y se habita, también estaba el territorio de la memoria, y
que debíamos defenderlo como se defiende el agua y el maíz.
Sus palabras me acompañaron en los días siguientes
después de esa charla. Pensé en Socorro, en Ángel, Pati,
Gladys y cómo su manera de vivir cuidaba esa memoria, eran
semillas de territorio intangible que lo trastoca todo.
Imaginé cómo sería crear en una cultura que no estuvie-
ra ocupada resistiendo o trabajando. Imaginé cómo hubiera
sido una educación en la que me enseñaran que el pueblo

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maya estaba vivo y no era solo un monte de piedra alineado
con el sol y sus sombras, que en las comunidades rurales ha-
bía una historia, había un Kermith Garrido y una manera de
nombrar las cosas. Que era posible que yo también la tuvie-
ra, y que si sentía que el mundo no era mi lugar era porque
todavía no conocía mi origen. Pensé en las piezas que se van
conectando unas con otras para ponerle sentido a lo que ha-
cemos, después de haberlas perdido durante generaciones.
Quizá algunas personas de Mérida podríamos haber perdido
el territorio físico, pero el territorio de la memoria era algo
que nadie nos podía quitar.

27
UN LUGAR BRAVO DE TESOROS Y PIRATAS

T arzán vive a una cuadra del mar, pero cuando buscaba su


casa esa mañana de febrero una señora me gritó “¡Vive en
la selva!”, y pensé que tenía la dirección equivocada. Me quedé
sobre la calle arenosa decidiendo si hablaba en serio o era una
broma. Dzilam de Bravo es un pueblo de la costa yucateca don-
de la selva y el mar se encuentran en una vegetación anfibia.
La señora que iba de mandado —con su sabucán en el
manubrio— se rió, me dijo que era su compadre y señaló una
puerta abierta con una cortina de mosquitero de la que salía
una canción de Amanda Miguel. Tarzán abrió la puerta de
miriñaque, tenía una gorra y una playera blanca sin mangas.
El puerto estaba cerrado por el frente frío Pixán que llevó
vientos de hasta 50 kilómetros por hora, pero los marineros
tienen una piel acostumbrada a la brisa: “Dios nos dota para
ser pescadores”, me diría más adelante con orgullo.
Tarzán no se llama Tarzán sino Celiano Humberto Na-
dal. Su apodo se lo puso su hermano porque de niño todo el
tiempo se subía a los árboles de almendra. Tiene 78 años y
es pescador desde los 13, aunque hace tiempo que ya no sale
a pescar. Llevaba meses sin salir de su casa porque le detec-
taron cáncer en la nariz y le hicieron 32 días de radioterapia.
—Me dejaron paleta. No duele pero se me fue el apeti-
to y el sabor de la boca. Un tormento, chula. Ya me lo des-
hicieron, entre todo lo malo hubo algo bueno: no tenía raíz.

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En la infancia de Tarzán, Dzilam sólo tenía 300 per-
sonas pero ahora viven más de 30 mil. Está en la costa del
Golfo de México, una cuenca oceánica que comparten los
países de México, Estados Unidos y Cuba. Como otros
puertos de la Península, Dzilam de Bravo tiene una historia
de piratas. La población cuenta que ahí están enterrados
los restos —y posiblemente el tesoro— del pirata francés
Jean Lafitte. En el puerto hay un monumento a él.
Dzilam tiene bancos de arena dentro del mar y desde el
malecón se ven como franjas blancas al horizonte. La arena
es lodosa y varios kilómetros mar adentro el agua puede lle-
gar apenas a las rodillas. Sobre el mar hay ensenadas donde
la corriente no pega de lleno y hay más algas y pasto que se
traducen en más fauna. Dentro del mar de Dzilam, además,
hay fuentes de agua dulce y en el oriente, una costa llena de
árboles que hace difícil la navegación.
Los pescadores de Dzilam tienen habilidades de su-
pervivencia extraordinarias. A Tarzán le enseñó a pescar
su abuelo, don Genaro Marrufo. En sus primeros tiempos
como pescador, hace 65 años, salaba y asaba el pescado
hasta que llegó el vivero: un barco de 14 metros de largo
con una piscina alta donde los pescadores guardaban tan-
tos mariscos que los cuchareaban. Fue la época en que lle-
gó el hielo al puerto. El mar estaba lleno de peces que se
peleaban por el anzuelo y los marinos del vivero sacaban
toneladas de producto en neveras grandes.
—Si eras una muchacha de acá le decías a tu amiga
Vamos a pescar. Agarrabas un alijo y te ibas cerca, el agua
estaba clarita y pescabas mero en un ratito.
Dzilam de Bravo está a unos 13 kilómetros del pueblo
Dzilam González. Unas son personas de mar y otras son
personas de campo, unas trabajan en los terrenos del océa-

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no y otras, en los ejidos. Tarzán contó que en la época de
Víctor Cervera Pacheco, gobernador de Yucatán entre 1995
y 2001, el gobierno motivó a los ejidatarios a abandonar sus
ejidos porque “el futuro estaba en el mar”.
—Era mentira. Nosotros íbamos a los bailes a Dzilam
González y veíamos que teníamos el mismo dinero que ellos
pero el gobierno los quería sacar para vender esas tierras,
y lo logró. ¿Sabes cuánta gente de Dzilam González murió
en el mar?
Tarzán lloró cuando vio a su amigo Camacho tirado
sobre la arena con un anzuelo clavado en el cuerpo. Una
marejada lo enganchó y otra lo jaló al fondo del mar. Los
ejidatarios no sabían pescar, algunos ni siquiera nadar.
Creaban cooperativas pesqueras y el gobierno les daba bar-
cos sin estar preparados para la pesca. Ellos confiaban, por-
que les habían dicho, que ahí estaba el futuro y la riqueza.
Puede decirse que tenían razón: por un brevísimo
tiempo, esa riqueza llegó al mar de Dzilam. Fue cuando
todo cambió.

La llegada del pepino de mar (un animal marino parecido a


una babosa) marcó un antes y un después. Tras una marea
roja, el pepino de mar llegó por toneladas a Dzilam en 2015.
No es apetitoso a la vista y no forma parte de la dieta local,
pero para el mercado internacional es un lujo gastronómico
y un afrodisiaco que se paga muy bien.
Dzilam llegó a tener nueve mil toneladas de pepino de
mar y eso es quizá más grande que cualquier tesoro ente-
rrado por el pirata Lafitte. Los pescadores vendían el kilo
a 5 dólares para que en la venta final los últimos interme-

31
diarios ganaran 500 dólares. Los buzos arriesgaban su vida
para capturarlo. A diferencia del pez, al pepino de mar se le
encuentra hasta el fondo, 30 metros por debajo del mar al
menos. Se le captura con arpón y un equipo de buceo. La
repoblación del pepino es lenta y su sobrepesca se ha inten-
tado regular con periodos de veda que no son respetados.
En 2023, un kilo de pepino de mar puede costar mi-
les de dólares porque su extracción ilegal y devastadora ha
acabado con la especie.
En otros puertos de la costa yucateca ven con ojos de
desconfianza a los pescadores de Dzilam pues tienen fama
de ser bravos y de no respetar al mar. Pero Tarzán opinó que
no fueron ellos quienes devastaron el océano sino los buzos
y la corrupción que llegó al pueblo con la euforia del pepino.
Hubo manifestaciones donde pobladores acusaron a
las autoridades de dar permisos solo a un grupo de perso-
nas para monopolizar el precio del producto e ignorar los
periodos de veda. A cada tanto salían noticias de personas
que habían muerto de descompresión por intentar capturar
pepino o que habían sido detenidas con decenas de kilos de
pepino fresco capturado de forma ilegal.
En junio de 2016 una nota local daba vuelta a los pe-
riódicos: Piratas asesinan a pescador. Alfredo Cimé Romero,
de 30 años, y sus compañeros habían capturado media to-
nelada de pepino cuando fueron atacados por piratas que
se robaron el cargamento y los tiraron al mar. Poco después
los pobladores antiguos de Dzilam se organizaron para sa-
car a los “fuereños” de la comunidad.
Ser foránea o fuereña en Yucatán es una experiencia
muy compleja. Hay una especie de bruma de rencor hacia
las personas que migran al estado, que son siempre vistas
con sospecha. Un dicho muy popular dice que: “Un yucate-

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co no te mata pero no te deja vivir.” El rechazo hacia quie-
nes migran se ha afianzado por la cobertura xenofóbica de
medios de comunicación, la criminalización del Estado que
en sus discursos culpa de todo a migrantes racializades,
pero también de experiencias como la de Dzilam.
En 2017, cuando leí las notas de prensa sobre cómo el pue-
blo de Dzilam quería sacar a las personas que no eran de ahí,
me pareció que la xenofobia había llegado a un punto crítico.
Una conclusión a la que es bastante fácil llegar cuando lees so-
bre algo sin haberte parado nunca en el lugar en el que sucede.
Mourid Barghouti, poeta palestino, dice que la simpli-
ficación del discurso acaba en fanatismo y fundamentalis-
mo, que la retórica del ellos contra nosotros no es solo una
manera de hablar sino un acto de guerra. Yucatán es un
lugar con una herida de despojo enorme, y siempre fresca.
Una herida que no se ha dejado cicatrizar y que se hace
cada vez más grande cuando se talla en narrativas fascistas
como la xenofobia.
Necesitamos hablar desde un lugar que no sea el ren-
cor. Reclamar con escrúpulos, como dice la escritora chile-
na-palestina Lina Meruane: “Cargar las palabras con cuida-
do para que no se vuelvan en contra, para que no vayan a
dispararse, solas, contra quien las pronuncia”.
En esa época, las personas llegaban a la presidencia
municipal pidiendo que sacaran a la gente foránea de
Dzilam, pero eso es imposible. Sacar a alguien de un lugar así
como así es violar sus derechos constitucionales. Al mismo
tiempo, no hacer nada para frenar la devastación que causa
el desarraigo también es violento para las personas que
cuidan y respetan el lugar que heredaron.
—Ese pepino trajo una economía brutal, se llenaron las
bolsas de dinero. Esta casa la logré comprar porque me pa-

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gaban hasta dos mil pesos diarios. Aceptamos que vinieran
de todos lados porque era un provecho para todos, para
todo el país. Pero los dzilameños no aceptamos el desorden
que vienen a causar. Fueron como cuatro meses del pepino
de mar y los barcos quedaron llenos, pero luego vino toda
la corrupción: Pasó la temporada y siguieron capturando el
pepino, las autoridades hicieron caso omiso de todo lo que
estaba pasando.
Ahora pasa lo mismo con el pulpo. El vecino de Tarzán
es un buzo que compró bloques de cemento para construir
un túnel de captura para pulpo. Para Tarzán la veda del
pulpo es una cosa sagrada. La temporada para su captura
cerró en diciembre y fue la peor temporada que han tenido
en los últimos años. No había nada.
—Pensé que iba a techar su casa pero vi que iba a botar
los bloques al mar. Le llamé al presidente municipal y me
dijo que no tenía nada que ver porque era un asunto fede-
ral. Tengo un hijo en el Cuyo que en la temporada pasada
pescó 80 kilos diarios de pulpo porque ahí las autoridades
sí respetan la ley. Te juro, chula, que si se llega a parar el
gobierno en mi casa, creo que le meto un trancazo.
Los pescadores ya no salían al mar porque de todos
modos no traían nada. Durante la veda del pulpo y el mero
a Tarzán lo han invitado a comer pulpo y mero de una me-
dida demasiado pequeña para ser pescada, incluso dema-
siado pequeña para ser comida.
—¿Qué le voy a comer si cuando lo sancochas reduce?
Los pescadores tenemos una medida mínima. Incluso cuan-
do se puede pescar, veíamos que no tenía el tamaño, que
todavía era muy joven, y lo regresábamos al mar. Ellos arra-
san con todo. Por su culpa cuántos amigos tengo que están
luchando económicamente. Si se respetara la veda, n’ombre

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chula, el puerto estaría riquísimo. Si no cuidamos nuestro
bendito mar, será un tormento. No solo para el porteño,
sino para toda la costa, para todo Yucatán.
Antes la cooperativa de buzos metía quejas por la pes-
ca furtiva, como nadie les hizo caso comenzaron también
ellos a pescar furtivamente. Algo que más adelante otra
entrevistada llamará un pensamiento pendejo de decir: Si
ellos lo hacen ¿por qué no lo haré yo que tengo más dere-
cho porque soy de aquí?
Tarzán contó que Mauricio Vila, actual gobernador de
Yucatán, visitó el puerto y él le dijo de frente: “Usted nos
pidió el voto pero no vivo de ti, vivo de mi sagrado mar.
Devuélvanos nuestro puerto”.
Tarzán no es un marinero rudo sino un hombre que
sigue guardando las cartas de una novia de la juventud y
que escucha Leo Dan cualquier tarde de febrero. Alguien al
que le duele decir que una vez escuchó un poema triste en
las noticias que hablaba de la Habana, una isla con la que
comparte su sagrado mar. No se acuerda del nombre del
poeta pero recuerda el último verso: “Despierta, Habana,
porque yo ya me estoy durmiendo”.
—¿Sabes qué triste es eso? Para un hombre de mi
edad. No’ombre, chula, una poesía más triste. Un reportero
fue a entrevistar a ese poeta, por eso les digo que si son
reporteras, bienvenidas a mi hogar. Díganlo así: Yo no ne-
cesito del gobierno, necesito del mar. Por mí, que se muera
el gobierno pero que no se nos seque el mar. Nuestros an-
tiguos decían: Diario le cobras al mar, pero el mar solo te
cobra una vez.

35
La oficina de Raúl Díaz Gamboa, Jefe del Departamento de
Biología Marina en la Universidad Autónoma de Yucatán,
está llena de ballenas y delfines. Tiene un estante de pe-
luches y en la pared, pósters informativos y cuadros que
muestran la belleza de los cetáceos. Cuando le pregunté si
le gustaban mucho esos animales, respondió con la serie-
dad de un científico:
—A eso me dedico.
Lleva 20 años trabajando en la costa de Dzilam y me
explicó que, aunque casi toda la costa yucateca se parece,
Dzilam tiene una historia particular por su diversidad am-
biental y por las amenazas que hay en su conservación.
—Tienen sancochaderos que cocinan dentro de los
manglares y la selva, donde no entra nadie. Todavía hay
pesquerías tiburoneras que capturan delfines para usarlos
de carnada aunque esté prohibido. La vigilancia es nula
porque son terrenos muy grandes para vigilar. En el mar
nadie vigila que maten a un delfín.
No es común que los delfines y cetáceos de la costa
yucateca estén cerca de la orilla, sin embargo, sucede. Han
llegado orcas pigmeas que la gente llama “ballenas” por su
gran tamaño, pero en realidad son un delfín grande. Tam-
bién hay manatíes que pasan cerca de los afloramientos de
agua dulce, desembocaduras de cenotes, cuando van del
Caribe hacia el Golfo de México. Prefieren agua dulce que
agua de mar y en Dzilam encuentran breves descansos del
agua salada.
—Se cree que en Dzilam hay especies que no hemos des-
cubierto por su combinación de mar y selva. Vemos rastros
cuando hacemos sobrevuelos, pistas de que pasó un tapir, ras-
tros de nutria que no está reportada por el Estado. La selva
que está pegada al mar es un humedal permanente, nadie sabe

36
qué hay ahí. Un lugar privilegiado por sus características es-
cenográficas pero también con mucho riesgo de depredación.
La reserva de Dzilam es una franja de casi 70 mil hec-
táreas de las cuales 17 mil están en el mar. Hay 290 especies
animales que tienen un vínculo con más de 300 especies de
plantas que pertenecen a cinco tipos de vegetación: duna
costera, manglares, petenes, selva baja inundable y selva
baja caducifolia. Al menos 30 de las especies que habitan en
esta zona son especies catalogadas con protección especial
debido a que se encuentran amenazadas o prácticamente
extintas. Por el nivel de conservación que hay en esta zona
fue declarada también como Humedal de Importancia In-
ternacional en el año 2000.
Los humedales son reservas de agua que existen en
muy pocos lugares del mundo y en México solo en 142 si-
tios. Se caracterizan por tener un manglar antes de culmi-
nar en agua salada y orgánica.
—Son como guarderías de producción. Mucha de la
producción pesquera se cría ahí. Sirven como filtración de
productos nocivos que trae el agua, la purifican para que
regrese al mar y eso da lugar a un gran organismo. Hay muy
pocos en el país y ni qué decir en el mundo. Por eso son tan
preciados y una de las zonas más sensibles a perderse por
el desarrollo urbano.

El día que visité a Tarzán, las fragatas sobrevolaban en


lo alto del cielo de Dzilam. Su nombre fragata proviene de
los barcos de guerra, preferidos de los piratas y corsarios
por ser útiles en ataques y fugas rápidos. Son las piratas del
mar y se llaman así porque estresan a las gaviotas y cuando

37
las gaviotas estresadas vomitan su comida, las fragatas se
la comen.
Darwin Sosa, un guardaparques de la cooperativa de
turismo de bajo impacto Sayachuleb, fue quien me habló so-
bre las aves y cómo su vuelo es un bioindicador sobre el cli-
ma: cuando están arriba significa que habrá mucho viento
en el puerto.
—Observar a la fauna te ayuda a torcer cosas y las fra-
gatas están bien fletadas y son inteligentes.
Darwin es originario de Motul, un municipio a 106
kilómetros de Dzilam. Llegó al puerto en 2013 porque
estaba haciendo una tesis de aves migratorias para su
carrera de turismo sustentable. De las 1800 especies que
hay en México, más de la mitad viven o pasan por aquí.
Darwin lleva por nombre el apellido del naturalista
inglés que estudió —hace mucho tiempo en un lugar muy
lejano a este— el comportamiento de las aves y los mamífe-
ros del mar.
Cuando buscaba información sobre el puerto de Dzi-
lam encontré una entrevista que le hicieron a Darwin (el
guardaparques, no el naturalista) en la que decía que “la
reserva es una biblioteca sobre la naturaleza” de la que
aprendes cosas observando y los guías de turista como él
eran intérpretes que ayudaban a traducir cada parte de
ella a los visitantes “porque no puedes cuidar algo que no
conoces”. Me pareció poético pero no tanto como cuan-
do lo conocí en persona y me di cuenta que hablaba de las
plantas y los animales como si fueran sus conocidos: Esos
vatos, decía para hablar sobre los pepinos de mar. La ban-
da, decía refiriéndose a las fragatas. Esos weyes, para hablar
de los jaguares. Están morros, para decir que los mangla-
res eran jóvenes. Había una familiaridad con la naturaleza,

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una uniformidad entre las especies al hablar de ellas que
me pareció radicalmente opuesta a la concepción de lucha
para la sobrevivencia del más fuerte que hizo famoso a su
homónimo inglés.
Darwin es delgado, moreno, tiene el cuerpo lleno de tatua-
jes y casi siempre anda sin camisa, con lentes de sol y una gorra.
Sus ojos son verde agua como el mar que navega con tanta des-
treza. En la Península se le conoce como cheles a quienes son
un poco más rubios o tienen los ojos claros, una forma de decir
“güero”. En su bote siempre hay un limón, un cuchillo, una caja
de leche con saborizante y un montón de información sobre el
mar y la selva que va soltando como un cordel de pesca.
—Es más fácil ver un fantasma que un jaguar —dijo
Darwin quien ha visto, de hecho, un jaguar—. Tú no los ves
pero ellos te están viendo. Entramos a cualquier ecosistema
y ellos lo sienten, sienten que ya llegaron los fastidiosos.
No son peligrosos, esos vatos ni en cuenta. No ha habido
registros de un ataque de jaguar desde los noventa y jamás
ha habido ataques a humanos. Se comen lagartos y coco-
drilos. Todos los felinos matan con la mordida y el felino
con la mordida más fuerte es el jaguar: de una mordida le
rompe el cráneo a un lagarto. Los depredadores más chidos
y pilares del ecosistema son el jaguar y el cocodrilo. Ahora
hay una cruza con dos tipos de cocodrilos.
Darwin insistió en que regresara para ver toda la re-
serva dentro del mar desde el bote, porque ese día las fraga-
tas estaban volando alto y no se podía navegar. Nos despe-
dimos y prometí volver. Después de ese primer encuentro,
he vuelto por lo menos cinco veces más.

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—¿Has visto la película de Pi: El orden del caos?, me preguntó
Victoria Avilés. Lidera el grupo Jóvenes Aliados por el Medio
Ambiente (Jama), una asociación fundada en 2019 y que ayu-
dó al doctor Raúl Díaz con los encallamientos de orcas.
Pi: El orden del caos es una película de 1998 sobre un
hombre que ve la luz del sol directamente cuando es niño, y
eso le provoca alucinaciones. Es un filme oscuro que en abs-
tracto habla sobre la idea de que las matemáticas nos ayudan
a develar los misterios de la naturaleza, mientras nos mues-
tran la vida del protagonista, en la que es difícil distinguir la
verdad de la alucinación.
—Estar en medio del mar es algo parecido a eso. Es
mágico. Solo una vez he tenido miedo de estar en el mar,
cuando tenía como 24 años y me fui a cordelear con mi
papá. Fuimos a pescar rubias en la noche y apareció algo
blanco, algo más grande que la lancha. Cuando abolló vi-
mos que era un tiburón ballena, un neonato. Era hermoso.
Mi papá me convenció para tirarme y nadar con él. Fue la
experiencia más hermosa y que nunca voy a olvidar en toda
mi vida.
Victoria Avilés es la lideresa de Jama muy a su pesar:
cuando el personal del Fondo Mundial para la Naturaleza
la fue a buscar a su casa para invitarla a un taller de jóvenes
de Dzilam ella no quería ir. Acababa de llegar de un viaje a
Panamá y había pasado por tres intentos infructuosos para
formar un grupo de voluntarios para conservar el medio
ambiente. Se sentía física y emocionalmente cansada. De
todos modos fue.
—Jama es lo mejor que me ha pasado en la vida. Al
principio dije que no quería ser líder sino una participante

40
más. Pero los chicos tuvieron diferencias con quien quedó
de representante y me decían Sé tú, Vic. Porque eso sí, tú vas
a Dzilam y preguntas por mí y todos saben que soy transpa-
rente, directa, alguien que dice las cosas tal cual las piensa.
Tiene 32 años y aprendió a pescar a los 13. Primero
gavioteó, una labor que implica limpiar neveras, desvicerar
el pescado, transportar charolas de pescado, seleccionar el
producto, en resumen, ayudar al pescador. Así se pagaba
sus propios gastos escolares porque siempre fue estudiosa.
Después de un tiempo su papá le dijo: Vas a empezar a ir a
pescar conmigo.
Cuando Victoria era adolescente, cerca del faro Yalku-
bul todavía se veía la playa, ahora el mar ha erosionado tan-
to que no hay orilla sino una franja delgadísima de arena
bajo piedras donde rompen las olas. La degradación del
ecosistema ha hecho que el mar se coma a la arena afec-
tando la anidación de las tortugas marinas que llegan con
papiloma por la contaminación. Han visto tortugas con ve-
rrugas grandes en el ojo o en la axila y sus zonas de anida-
ción han cambiado.
La carnicería por el pepino de mar lo aceleró todo.
Acabaron con el pepino, después pasaron al pulpo y al
mero, ahora que no hay ninguna de esas especies, se han
volcado al turismo masivo. Si antes Dzilam era un tesoro
marítimo, ahora que no hay peces, hay personas dispuestas
a explotar el ecosistema tan rico que tiene el puerto.
—Los pescadores no tienen información sobre turis-
mo responsable. Tienen lanchas y por eso ofrecen servicio
turístico. Eso hace que el esfuerzo de cooperativas que sí
respetan la naturaleza se joda. Por ejemplo, Sayachuleb sabe
que para ver flamencos debes estar a cierta distancia para no
espantarlos e interrumpir su comida, pero llegan otros y se

41
acercan más con tal de que el cliente tome una foto a la fau-
na. Pero eso hace que el flamenco se vaya y no pueda comer.
En vacaciones por Semana Santa se pueden ver hasta
30 lanchas estacionadas en la Reserva cuando la capacidad
máxima es de cuatro. El cenote de la reserva se convierte
en alberca, llena de basura y latas de cerveza. Encima hay
personas que utilizan los recursos sin seguir los reglamen-
tos: cortan los manglares, pescan en la ría, dan información
errónea con tal de dar tours.
Para Victoria la pérdida del ecosistema del puerto tie-
ne que ver con su identidad, con el patrimonio de Dzilam:
—Me sentiría ultrajada si se convierte en Tulum o Cancún.

Era miércoles tempranísimo y Darwin salió de su casa con los


lentes de sol puestos y un short rojo de nylon. Nos embarca-
mos para recorrer los ojos de agua e ir a la reserva. En la orilla
del mar dzilameño hay tantas rocas que las lanchas no pueden
encender su motor hasta bien entrados en el mar, y aún así
hay zonas en las que es imposible avanzar más que remando.
Recorrimos desde la distancia parte de la reserva que
se alzaba en petenes. La combinación del agua dulce y sala-
da hace que la riqueza de nutrientes haga un nido perfecto
para la vegetación. De acuerdo con la descripción técnica,
los petenes son islotes de selva mediana que surgen en el
manglar. Pero Darwin —intentando que su voz le ganara al
motor y a la sal que regaba la lancha contra el viento— dijo
que son como montañas que se alzan sobre la selva.
Hay cientos de ojos de agua en Dzilam pero el más
famoso y más grande se llama Xbuya Há y en 2003, cuando
vino National Geographic a hacer un reportaje, se determi-

42
nó que expulsaba 3 mil 600 litros de agua por minuto. En
español su nombre significa ruido de agua y los antiguos
dicen que hace muchos años el sonido de este pozo se es-
cuchaba en el pueblo. Desde la lancha vi el afloramiento
borboteando como un huracán pequeño dentro del mar,
contenido pero inacabable.
Darwin tiró un ancla a la profundidad rocosa y fan-
gosa del mar, de un azul intenso y muy oscuro pero con
manchas verdosas y bahías pequeñas. Avanzamos hacia el
ojo y el suelo marino pasó de ser alto y seguro a convertirse
en una gruta honda. Nadar hacia una desembocadura con
la fuerza de tres mil litros de agua por minuto no es fácil.
Darwin me tomó de la mano y me llevó con fuerza hasta al
fondo para ver la boca de donde salían esas gárgaras. Con
el pecho pegado a la arena vi algas naranjas creciendo alre-
dedor de un agujero rocoso que dejaba entrever el reflejo
azul de los cenotes más iluminados. Y después yo lo jalé a él
dando patadas hacia la superficie, donde el viento bravo de
Dzilam entrecortaba mi respiración.
Todos los ríos desembocan en un mar. Yucatán no
tiene ríos pero sí cenotes que están interconectados como
ríos subterráneos. Por las características del suelo, todo
lo que sucede en la superficie es absorbido, incluídos los
pesticidas, químicos y residuos de las fábricas. Los puertos
yucatecos tienen agua dulce en el mar, filtrada en el suelo
marino aunque no tengan ojos de agua como en Dzilam.
Algunos científicos han encontrado metales pesados y poli-
formes —miarda de humanos— en los delfines que se esta-
cionan en Dzilam.
La explotación de los ecosistemas en los puertos es
como pisar el acelerador a un fenómeno todavía más uni-
versal, inabarcable y urgente: la crisis climática. Algo tan

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abstracto que todavía se siente como un augurio y no una
realidad inminente. A pesar de que el impacto ya está aquí
traducido en cáncer, tormentas recrudecidas y temperatu-
ras por encima de los récords históricos.
—Cuando vino la tormenta Cristobal, el mar quedó
rojo y el mangle murió. Un chorro de mangle negro murió
por el agua dulce que se empezó a podrir. Salíamos en lan-
cha y aquí por donde estamos caminando veías manchones
de mangle muerto. El mangle que está ahora es joven y to-
davía lo cortan porque la madera vale mucho.
El cambio climático es la enfermedad degenerativa y
definitiva de la Tierra, es un cáncer que contamina en pe-
queñas pero constantes dosis. Está en todas partes. Está en
el agua, en los mariscos de la sopa que preparó Darwin, en
el ritmo del viento que clava sus uñas en la playa, en la nie-
bla de Pixán y en el abismo oscuro de los cenotes. Como los
jaguares: no lo vemos pero deja rastros. Volvimos al muelle
y Lira, la perra de Darwin, nos esperaba en el puente. Hay
días que Lira tiene tanto calor que se echa al mar a nadar
con las gaviotas.
—¿Todos los días vas al mar?, le pregunté a Darwin.
—Intento que sí. Me encanta, es como estar todos los
días de vacaciones.

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CUANDO DEJAMOS DE HEREDAR EL MONTE

Yuum báalam, j-kalan lu’umo’ob, aluxo’ob, je’ela’ yáax jante’ex a ti’ale’ex, te’ex
síikto’on, a ti’ale’ex le lu’uma’, k to’one chéen k majantik le lu’umo’, te’ex joyatike’ex,
to’one’ chéen k jantik u pachal,
Señor del monte, guardianes de la tierra, duendes, les ofrecemos sus alimentos
son de ustedes, ustedes nos lo regalan porque esta tierra les pertenece, nosotros solo
les pedimos prestadas estas tierras a la que ustedes riegan, por lo que nosotros sólo
comeremos una porción de lo que reste.

Ritual del T’akunaj

E n el huerto de Armando Villarreal y Annabella Moreno


se siente como estar dentro de una lechuga. La Quinta del
abuelo es un terreno de seis hectáreas que perteneció a Ni-
colás Villarreal Cetina, abuelo de Armando, con quien vivió
desde que era niño. Es un lugar donde suceden muchas co-
sas al mismo tiempo: las gallinas comen cerca de los perros,
las semillas de frijol comienzan a echar raíces, un girasol
mira hacia abajo y las hojas de las verduras abren sus capas
verdes. Un ojo no experimentado miraría árboles y plantas
del mismo color donde Armando y Annabella ven cebollas,
chile verde, pepino, plátano, pitahaya, tomate y aurúgula,
con precisión científica.
Don Nicolás, el propietario original de este lugar, llegó
a la Hacienda Tabi, ubicada a menos de cuatro kilómetros

45
del centro de Oxkutzcab, a los 10 años. Llevaron a sus pa-
pás a trabajar como obreros que producían azúcar, tabaco
y henequén en los primeros años del siglo xx. Después de
la Revolución Mexicana, el gobierno socialista yucateco dio
tierras a los campesinos que trabajaban en las haciendas y la
huerta que ahora atiende Armando es parte de los terrenos
que le entregaron a su abuelo.
—En ese entonces no había agua, luz ni camino. Mi
abuelo plantó árboles frutales e hizo un solar. Criaba ani-
males, plantaba y comía lo que producía aquí. Comía tusas,
gallinas, cerdos, lo que hay. Cuando estaba en la primaria me
tocó vivir con mi abuelo porque él estaba solo. No se ve pero
por allá, detrás de los árboles, hay una casa de piedra de las
antiguas con mampostería y piedra donde vivíamos.
Oxkutzcab es un municipio del sur de Yucatán, cuyo
nombre podría hacer referencia al lugar que da ramón (oox),
tabaco (k'úuts) y miel (kaab). Su siembra es difícil porque
está en territorio cavernoso. Hay más de setenta grutas co-
nocidas. De por sí la Península sur de México tiene un suelo
formado por rocas marinas, viejas y porosas. Son rocas cal-
cáreas del mioceno y pleistoceno: tienen la edad de las pri-
meras ballenas y datan de la extinción masiva de mamíferos
por el hielo. Sobre ese fragmento de suelo oceánico viven
hoy 31 mil habitantes.
Acá se producen cítricos como limón, naranja y manda-
rina. La Feria de la Naranja es la fiesta más grande del pueblo,
que reúne a productores y llena el mercado y las calles con fi-
guras extravagantes. Las naranjas son utilizadas como legos
para hacer pirámides, iglesias o jaguares color verde.
En 1957, el 70% de las tierras de Oxkutzcab eran para el
cultivo, ahora son el 37% y cada vez menos. Los agricultores
se concentran más en sembrar una sola cosa: huertas enteras

46
de puro limón, naranja o aguacate. En algún momento la in-
mensidad del monte biodiverso se sustituyó con el aburrido,
devastador y eficaz método del monocultivo —plantar solo
una especie—, que incrementa la producción, pero degrada
la tierra.

Son incontables las cosas que el futuro perdió para saciar el


presente. Trasterradas, las nuevas generaciones de familias
campesinas aprendimos que la tierra es una superficie sobre
la que se camina, se construye o se invierte. Ese es nuestro
despojo prolongado, no tener nada que dejar para después,
no tener ni siquiera para el presente.
En los pueblos mayas se escucha hablar constantemente
de las nuevas generaciones, reflexiones de preocupación por
el futuro de quienes no han siquiera nacido. Sus afirmaciones
contrastan con el estereotipo racista que tienen las personas
occidentalizadas respecto a los espacios rurales como sitios
atrapados en el tiempo, aferrados a un pasado, que se niegan
a progresar. Heredar la tierra, pero sobre todo, heredar los
conocimientos respecto a la tierra y el monte, es una manera
de asegurar el futuro de las siguientes generaciones.
A personas como Armando no solo se les heredó un pe-
dazo de tierra, sino los conocimientos para saber inteligen-
temente qué hacer con él. En su huerto no hay monocultivo
sino un bosque de alimentos que produce en varios niveles:
tubérculos, enredaderas y árboles frutales. Solo siembran
uno o dos árboles de cada especie o variedad de especies.
—Es como una máquina de alimentos, pero natural, sos-
tenible y económica. Toda planta que se encuentra aquí tiene
un propósito o un uso, ya sea humano o para los animales.

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Siembran como se sembraba hace miles de años. Cocinan
lo que cocinaban hace cientos y todavía hay variedades criollas
de maíz y árboles nativos. Sus abejas no son alimentadas con
azúcar, producen una miel natural que a veces ellas mismas co-
men. Siempre hay floración de coco, aguacate, mango, naran-
jas. Tienen enredaderas, semillas y animales de traspatio.
Mientras me acercaba una jarra de jugo de naranja re-
cién exprimida, Annabella explicó que con la pandemia hubo
hambre. Muchas familias se quedaron sin trabajo. Aunque la
pandemia de Covid 19 hizo que la producción agrícola en pe-
queña escala para autoconsumo se reavivara, el cambio climá-
tico hace las cosas más complicadas que hace cincuenta años.
En junio de 2020, cuando el mundo todavía asimilaba el
cambio de vida por la pandemia, en Yucatán hubo un diluvio
de una semana. La tormenta Cristobal provocó la peor inun-
dación de la década en el estado, arrasando con casas, culti-
vos y colmenas. Los daños más importantes de la tormenta
fueron en el sector agropecuario.
El huerto de Armando y Annabella se inundó tanto que
no pudieron salir de su casa que está en medio como una isla.
El agua les llegaba a las rodillas.
—La carretera de Mérida-Oxkutzcab (que está frente a
su huerto) parecía un río porque tenía corriente, pasaba por
el cementerio y seguía hasta la gasolinera. Al principio quise
salir con mis botas pero el agua se metía dentro del calzado.
Cuatro días estuvimos así, pero como en la parte de atrás
está el cerro, me brincaba para allá y salía por el cementerio
para traer víveres.
Si a esos fenómenos intensificados por la crisis climática
se le suma la deforestación, los resultados son desesperan-
tes. La falta de cobertura vegetal en todo el estado provoca
que la tierra absorba más calor.

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—Ya perdimos mucha vegetación que teníamos antes y
eso ocasiona que el agua de lluvia no se retenga en los cerros.
Nosotros tenemos a La Sierrita que empieza en el cruce de
Ticul, Santa Elena y Tekax, hay lugares donde alcanza hasta
200 metros de altura. Pero cuando hay ciclones o lluvias to-
rrenciales no hay vegetación que retenga el agua en el suelo
y como el suelo es rocoso, el agua baja y se acumula.
Hace 25 años las temperaturas más altas de Oxkutzcab
eran, en promedio, 29°c entre mayo y junio. En 2021 Oxkutz-
cab tuvo un abril de 43°c con sensación térmica de 50°c. En
esta lechuga, en este bosque de alimentos, lo más alto que ha
llegado el calor es 38°c. A pesar de estar rodeado de selva, no
hay moscos porque el espacio está en equilibrio: no hay quí-
micos, no hay basura. Venados, tortugas, parvadas de loros,
conejos, animales silvestres vienen a refugiarse del calor y la
deforestación que hay en el pueblo. Armando y Annabella
tienen la foto de un venado que llegó cerca de su casa.
Hablan tranquilos pero entre sus frases hay un tristemen-
te, un se está perdiendo, un la gente está enfocada en hacer dinero.
—Se entiende que la gente tiene que generar ingresos
para su familia, pero lo podemos hacer de una manera sus-
tentable, sin dañar el ecosistema. Tenemos tantas cosas que
compartir, que aquí podría haber una escuela permanente,
podemos producir todo de manera orgánica, sustentable,
con métodos ya probados sin agroquímicos. No necesitamos
herbicidas, no necesitamos quemar nada, ni una hoja.
Además del grupo de mujeres, acá vienen a trabajar
dos jóvenes de 14 y 18 años. Por la escuela, las nuevas ge-
neraciones no pueden dedicarse al solar de su familia, por
eso les gustaría vincularse con las escuelas, que aprendan
de biología, química y física en un ambiente natural y no en
un aula.

49
—Me interesa mucho la nueva generación porque ellos
son el futuro y sin ellos, todo esto se va a perder
Annabella estaba sentada en la palapa entre sonriente y
con sueño. Había un calor agradable, un calor de siesta. Esa
palapa donde llegaban estudiantes y personas del pueblo para
aprender sobre el cultivo y los solares también era perfecta
para colgar una hamaca y dormir. El suelo se sentía húmedo,
los árboles se movían frescos y la tierra estaba llena de vida
microscópica. Cualquier otra persona barrería las hojas que
se acumulan en el suelo, pero un ingeniero agrónomo como
Armando Villarreal hace exactamente lo contrario, deja que
se concentre la vida y el ciclo de la tierra haga lo suyo.
—La gente ve esto y piensa que está sucio. Pero no está
sucio, es que el árbol tumba la hoja para que los microorga-
nismos del suelo que la descomponen vuelvan a liberar los
nutrientes y recomience el ciclo.

Tumba, siembra y quema es el sistema tradicional de milpa


maya, el Ich kool. La técnica consiste en cultivar de uno a
tres años en la misma parcela y luego dejar descansar la
tierra de 15 a 20 años, en el periodo de barbecho. Hasta en
la milpa el descanso es sagrado, el periodo de barbecho es
necesario para que las plantas absorban los nutrientes del
suelo que se depositan en la superficie en forma de hoja-
rasca y tejidos muertos. Todo se restituye, todo comienza
de nuevo para que en el futuro sean aprovechados por los
siguientes cultivos.
¿A dónde hay que ir? ¿Dónde puede aprender una, no
cómo poner la semilla dentro de la tierra, sino cómo culti-
var la paciencia de tomar algo por dos años y luego soltarlo

50
durante veinte? ¿Cómo se cosecha la saciedad, la belleza de
decir hasta aquí para apostar por la permanencia, sacar de
nuestra cabeza el sistema de explotación, y volver al pensa-
miento milpero?
La milpa es un sistema de policultivos: frijol, calabaza,
camote, lame, chile y maíz, e incluye ceremonias que perpe-
túan el respeto al monte. La enseñanza antigua de las co-
munidades mayas implica destinar un espacio a los animales
para compartir la cosecha, o sembrar árboles frutales solo
para los pájaros. Al principio, en el periodo de quema con-
trolada del monte, se realizan rituales de solidaridad y reci-
procidad. Se ofrece saka’ antes y después de la tumba, en la
quema, en la siembra y en el chapeo. La ofrenda y la cosecha
son comunitarias y respetuosas.
En un encuentro de la Alianza Maya por las Abejas, Ro-
ger May Cab, guardián de semillas, nos explicó a un grupo
de jóvenes comunicadores que traducir el Ich Kool a simple-
mente “milpa” era insuficiente. En español la milpa tiene un
sentido de trabajo, pero para las generaciones abuelas la mil-
pa no era un trabajo sino el cuidado de la vida, una extensión
de su casa, un segundo hogar.
Se heredan el monte y la responsabilidad de cultivar
protegiendo las especies que viven ahí, y las que vivirán
después de nosotres. Y cuando se defiende el monte no se
defiende el monte en sí mismo, se está defendiendo la vida
de las personas del futuro, de las niñeces y las juventudes
que habitan en un mundo rapaz, devastador, donde hasta el
tiempo está colonizado.
Dicen que en el sur descansamos y me gusta pensar que
es parte de la herencia del barbecho. Saber que el descanso
también ocupa un lugar en el ciclo de producción. Que es
inteligente, un pensamiento avanzado, decir: Suficiente. Que

51
estar cansada es una alarma del cuerpo y no una sensación
vergonzosa. Cuando caminaba por las calles de Tecoh, en
una de las casas del primer cuadro del centro, una mujer ma-
yor dormía en la hamaca de su casa con las puertas abiertas
para que entrara el fresco de la calle. Al principio me dio
pena mirar directamente a su descanso al pleno mediodía.
¿Por qué?
En los pueblos de Yucatán algunos negocios cierran a la
hora de la comida, hacen la siesta, el servicio tarda. Es por esa
tranquilidad que muchas personas se mudan. Al mismo tiem-
po, personas desacostumbradas al ritmo de vida peninsular se
quejan de eso. Quieren venir a descansar pero que las cosas
abran a las 8 de la mañana, están huyendo del hustle culture
siempre y cuando las personas que dan un servicio sigan te-
niendo el ritmo al que están acostumbradas. Quieren descan-
sar ellas, y que el resto de las personas esté disponible 24/7.
Antes de visitar La Quinta del abuelo, pasé a comer poc-
chuc en un restaurante de Oxkutzcab. Era invierno pero
alrededor no había fresco, solo matas despeinadas dentro
de corrales de piedra que llamamos albarradas. El calor me
arrulló y el cuerpo se me fue llenando de bochorno, ningún
mototaxi me daba servicio y seguía caminando bajo el sol.
Después de un rato me desplomé en el parque
San Esteban y vi a un hombre dormir bajo el árbol más
frondoso, una estrella de mar en el asfalto. Lo imité y me
dormí sobre el césped sintético. No entendí el sentido de
podar la hierba para poner después un césped artificial.
Dormía, como él, en el espacio público, debajo de un tobogán
de plástico en los juegos infantiles, hasta que un niño me
picó los lentes con un trocito de corteza.
—Deja descansar a la muchacha, le dijo su mamá desde
una banca.

52
Un animal tendido sobre la alfombra que se despertó
por la palabra descansar. Y el respeto con el que se pronun-
cia, a veces, ese verbo.

Un ensayo de la periodista mexicana Daniela Rea y el editor


audiovisual Mariano V. Osnaya habla sobre cómo los momen-
tos de crisis también son momentos que crean soluciones. El
texto se llama Lo frágil e impredecible de un mundo que aún está
por hacerse y ahonda sobre el temor a transmitir la sensación
de catástrofe como una herencia de adultos a infancias:
“Quizá nos gusta volver a la historia de la Edad Media
porque nos identificamos con ellos en el desconcierto y la
incertidumbre, pero también en que ahí se gestaba al reverso
de las peores vivencias. Mientras la hambruna, las enferme-
dades y la muerte diezmaban a la población, en los monaste-
rios los monjes enseñaban a leer a los estudiantes. Para Hugo
de San Víctor leer significaba recoger la cosecha, los frutos
de las líneas de la página”, escriben Rea y Osnaya.
La educación formal en mi familia fue una salida de
emergencia. Sin heredar la tierra de sus bisabueles ni la me-
moria de su propia estirpe, mis papás son la primera gene-
ración de su familia que terminó la secundaria en el caso de
mi mamá, y la licenciatura en el caso de mi papá. Por eso
para mí, ser una buena estudiante era ser una buena hija. Es
difícil cuestionar esa lógica cuando ha sido precisamente la
educación formal lo que le dio a mi familia la posibilidad de,
sí, lo voy a decir: salir adelante.
La primera vez que escuché a Ángel Sulub, del Consejo
Nacional Indígena, decir que la escuela había sido la princi-
pal amenaza para la memoria del pueblo maya, los pelos se

53
me pusieron de punta. Ahora entiendo que el problema no
es heredar conocimiento, sino qué conocimiento se hereda, y
en qué condiciones, casi siempre de desigualdad.
Si yo pudiera, a estas alturas, elegir. Si yo pudiera sem-
brar mi propia educación, integrar los conocimientos que de-
seo cosechar, poner mi cabeza en las ideas que creo correc-
tas, querría tener un guía como Freddy Góngora, maestro de
sexto año de primaria de la escuela Valentín Gómez Farías en
Oxkutzcab y ganador del National Teacher Prize México.
—Yo siempre quise ser un agente de cambio y tenía la
falsa idea de que eso significaba lograr que mis alumnos des-
tacaran en las olimpiadas del conocimiento. Hasta que un día
me encontré con una niña que había sido mi alumna y había
dejado de estudiar. Le pregunté por qué y me respondió que
no aprendió a leer y a escribir. Se supone que quien le había
enseñado era yo. Con dos años de clase no logré que la niña
aprendiera porque mi cabeza estaba preocupada por prepa-
rar determinados alumnos para ganar premios. Ahí descu-
brí que lo que se necesita son aprendizajes y conocimientos
para la vida. Que si un alumno no es capaz de aplicar sus
aprendizajes para transformar su comunidad, entonces no
hay realmente un cambio.
Freddy Góngora salió de la escuela Normal en 1988
pero no se dedicó a la docencia sino hasta ocho años des-
pués. En 1997 volvió al ruedo para trabajar como maestro en
Tixmehuac y Yaxhachén. El día que lo conocí, sus estudian-
tes estaban en el recreo y el salón de sexto grado, vacío. Bue-
no, casi vacío: cerca de 50 notas de periódicos, fotografías,
reconocimientos, portadas de revista y diplomas tapizaban
el muro del fondo, 12 años de ser un profesor extraordinario.
—La única manera de generar conocimientos es hacien-
do ciencia, dijo Freddy.

54
Por eso nombró a su proyecto de vida, a su idea semi-
lla: Los alquimistas de la educación. Empezaron con proyectos
escolares y terminaron haciendo cosas que impactaran en la
comunidad, sortearon la rigidez del sistema educativo que
pide una normatividad y, de todas formas, destacaron.
Usan uniforme pero no parecen estudiantes regulares
de primaria: durante toda la entrevista llamaban a su maes-
tro para que empezara la clase. Freddy se la pasó recalcán-
doles: “Hoy es para planear, no para hacer”.
Cuando por fin entramos al aula no vimos una manada
de estudiantes usando las computadoras para ver videos, o
grupos en círculos platicando de cualquier cosa. Les vimos
en el piso armando robots, leyendo manuales y utilizando la
computadora para ver videos de mecánica y seleccionar las
piezas que van en su proyecto.
Nadie les supervisaba, pero comenzaron a trabajar.
Freddy puso un poco de freno, un poco de orden a su
entusiasmo: “Hoy no podemos comenzar, primero tienen que
hacer una lista de las herramientas que necesitan”. Empezaron
a dictarle a Freddy, en una hojita de papel escribieron cuál es
el desarmador exacto que necesitaban, no es un tipo Allen, no
es estrella. Es un Torx. Así lo pidieron.
—Hace 12 años nosotros comenzamos a hacer lo que
ahora la escuela mexicana está pidiendo: trabajar por pro-
yectos. No memorizando dentro de un salón sino realizan-
do acciones en la comunidad. Implementamos el uso de las
stem, una metodología que utiliza la ciencia, ingeniería,
tecnología y matemáticas. Muchos creen que las herra-
mientas stem son caras y no necesariamente. Los descu-
brimientos más importantes de la historia del mundo fue-
ron a través de materiales cercanos y nosotros dijimos ¿por
qué no hacerlo igual?

55
Hasta enero de 2023 van diez generaciones de niñeces,
unos 300, a quienes Freddy ha dado clase y que han estudiado
de una manera distinta. Ahora los Consejos Técnicos Escola-
res están jalándose los pelos, intentando trabajar basados en
proyectos y para Freddy debe de ser como empezar a cose-
char cuando otros intentan descifrar el sistema de la milpa.
—Los niños pueden transformar a sus comunidades, dijo
al referirse a la reinauguración del parque de La Noria de sangre.
Unos meses antes de ese viaje, el barrio de San Anto-
nio tenía una noria vieja, un instrumento para sacar agua
de pozos. Los pozos son algo común en la zona ya que no
hay ríos ni lagos, y toda el agua dulce está por debajo de
la tierra. Estudiantes de varias primarias lo limpiaron, pidie-
ron donativos de cal, pintura, piedra y a los albañiles, ayuda
para construir y colocar los postes de luz. “La antigua noria
era movida por un burro, la nueva es movida por energía
mecánica de una bicicleta”, dice una de sus infografías. Pero
creo que más bien debería decir: “Ahora es movida por una
generación inspirada, por niñeces que están absorbiendo
nutrientes”. En las fotos del “antes”, el parque parece un te-
rreno equis de muros blancos y césped cortito. Lo que hay
ahora es un espacio pintado de rojo con murales coloridos
en los que aparecen estudiantes que construyen y estudian
tecnología, el escudo del municipio y algo que parece una
escena histórica, la segunda fundación de Oxkutzcab.
—Desde cuarto grado quería participar con el maestro
Freddy de Jesús Góngora Cabrera porque mi primo estudia-
ba con él y me inspiraban sus proyectos. Le pone sentido a
sus palabras, dijo con toda solemnidad Keydi Montes Tun
de 11 años.
Junto con su compañera Elena Georgina Pacho Góngo-
ra fue a San Luis Potosí a presentar un proyecto de conser-

56
vación de las abejas: El último vuelo de la abeja. También lo
presentaron en Guatemala donde obtuvieron el primer lugar
de un encuentro. Así como otras niñas llevaron a Costa Rica
un compostador de moscas soldado negra para reducir de-
sechos orgánicos que emiten metano, un gas que contamina
84 veces más que el dióxido de carbono.
Ahora ellas y su compañera Briana Ucán Cahuich tra-
bajan en un panel solar que ahorra energía y mueve un ro-
bot. Como dicen Rea y Osnaya: mientras tememos, ellas y
ellos confían.
Salí de la primaria otra vez al sol apuntándome en la
frente, pero un poco más fresca, sintiendo que el tiempo se
nos acaba mientras que para otras apenas empieza. Como
un relevo o una hoja seca que se descompone para liberar
nutrientes y recomenzar un nuevo ciclo. Sin distinguir entre
lo vivo: quién es fruto, quién es humano y quién semilla.
Caminé por las calles de Oxkutzcab ya sin esperanza
de que me suba un tricitaxi, pero con otras esperanzas cose-
chadas. Los tallos del viento se desamarraron y, por primera
vez en el día, sopló fuerte el viento del sur y se levantaron del
suelo algunas hojarascas.

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58
¿DE DÓNDE VIENEN LOS ÁRBOLES?

Y por supuesto eres bienvenida en mi casa,


ojalá vengas a conocer la tierra de tus ancestros,
vale mucho la pena a pesar de todo lo dicho.

Lina Meruane

M anejaba por la carretera Costera del Golfo, entrando


al perímetro del Anillo de Cenotes, mientras mi papá
daba indicaciones sin mirar el mapa. Vimos que el aire levan-
tó el polvo y se formó una nube al costado de la pista cuando
por primera vez en casi treinta años escuché algo que muy
en el fondo ya intuía: mi papá diciendo que tenía clarísima su
identidad maya.
—Es la primera vez que me lo dices, papá.
—Es la primera vez que me lo preguntas. Tienes semá-
foro rojo acá.
Volví la mirada hacia el camino por el que había mane-
jado tantas veces, del que me sabía hasta el aroma de memo-
ria. Me pareció que estábamos yendo a un lugar muy lejano,
hice el alto.
Manuel Jesús de Atocha Rejón Palma nació el 21 de
agosto bajo el signo de leo en una familia que ya tenía cuatro
hijas y un hijo. Después de él, llegaron otras dos. Su casa era

59
un taller de sastrería en la 42 Sur en Mérida, donde la familia
de su mamá tenía terrenos, que luego fueron casas y luego
casas-negocio. Nació recibido por una partera en el comedor
donde ahora cenamos en navidad y que antes era un cuarto
de la casa. Dormía en el taller que siempre tuvo una puer-
ta que daba a la calle, que se azotaba con el viento por las
noches y donde mi abuelo solía tomar el fresco sin camisa
mientras costuraba una prenda.
Su madre, Rosa María Palma Sierra, murió el 21 de
agosto por un problema de salud desarrollado por la mala
costumbre que tenía de comer la cal de las paredes. Mi papá
lo cuenta con una memoria física: dobla su dedo índice para
hablar de cómo rascaba la pared, a la vista de toda la fami-
lia. La regañaban, pero ingerir cosas que no son comestibles
es un trastorno llamado “pica” que en ese momento ella no
tenía cómo controlar. Mis tías le decían a mi abuelo: “Papá,
otra vez mamá está comiendo la pared”.
Nunca digo mi abuela. Digo siempre: la mamá de mi papá.
La primera vez que mi papá me habló sobre la muerte
de su mamá dijo:
—Estaba en el hospital esperando a que mi mamá salie-
ra para que me cantaran En un día feliz, pero vi a mis herma-
nas llorar. Estaba cumpliendo 14 años.
Se me quedó en la memoria como si lo hubiera vivido
yo misma. El pasillo frío y verde de un hospital, mi tía Flori
delgadísima llorando detrás de un vidrio. Mi papá inquieto
sobre las sillas de una sala de espera. Durante mucho tiempo
esa certeza tan pesada: hubo una mujer llamada Rosa que
parió 8 hijos en la 42 Sur era todo lo que sabía de ella.
En marzo de 2023, mi papá me dijo que su abuela era
de Hocabá. Su familia se había mudado a Mérida a principios
del siglo xx, pero algunos veranos los pasaba en el pueblo.

60
Me lo dijo porque le pregunté, después de editar un texto so-
bre un grupo de jóvenes que reivindican su identidad maya a
través de hacer preguntas a su familia. Lancé el comentario
a mi papá con el desinterés con el que se avienta una piedri-
ta al agua. Pero él escribió en el chat Hocabá. Y esa piedrita
cayó como si hubiera lanzado una montaña sobre un pozo
profundo, tocó fondo un latido lejano.
Hocabá es un municipio pequeño donde viven poco
más de seis mil personas y forma parte del Anillo de Cenotes,
un lugar sobre el que había trabajado los últimos dos años
y al que acababa de ir. Tenía fresca la entrevista con Gladys
Uc de Telchaquillo, sus manos moviéndose como si bailaran
cuando me dijo: “Me siento especial porque vengo de un lu-
gar muy místico”. Hocabá no era parte de este libro. Hocabá
no estaba en ninguno de mis mapas. Pero resultó que mien-
tras exploraba las raíces del lugar donde vivo, de donde soy,
encontré las mías.

—Así como tú te sentías en la 42 Sur, así me sentía yo en Hocabá:


No me hallaba, decía no soy de acá, quería mi casa, mis amigos,
no conocía a nadie. La forma de ser del pueblo no era mi forma
de ser. Mis parientes no se acercaban a mí o yo no me acercaba
a ellos. Fui muy separado y solitario, hacía mis propias cosas sin
meter a nadie. Era muy así, disfrutaba mi soledad.
Mi papá y yo salimos a la carretera hacia Hocabá con la
misión de encontrar a su familia. No teníamos esperanza de
encontrar más que la casa donde pasó algunas vacaciones.
Durante ese viaje le hice todas las preguntas que no le había
hecho en veinte años sobre mi abuela, mi abuelo, mi familia,
sobre él.

61
Mi abuela Rosa, ahora sé, era una mujer callada, muy
morena, que a veces ponía hipil. No era muy cariñosa, pero
con su hijo Nacho, el único hermano varón de mi papá, lo
era un poco más.
—Siento que a mi mamá no le daba tiempo para todos.
Ella trabajaba y hacía la comida. Con ella yo me acercaba
para que me diera un poco de cariño, así como hacen los
gatitos. Me acercaba a la máquina de coser cuando estaba
trabajando para que me acariciara. Después de un rato me
decía: Ándate pa’allá.
Sus abueles vivían en la casa de al lado. Las casas de an-
tes estaban conectadas unas con otras por el patio. Manuel,
mi papá, era el más inquieto en la familia, sacaba las ollas y se
ponía a tocarlas con palos de madera como si fuera una bate-
ría, se metía a la casa de sus abueles a hurgar en los cajones.
Era escandaloso. Algunas veces escuchó a su abuela hablar
en maya con su mamá, cuando no querían que se enterara de
lo que estaban conversando.
—Fue más fácil superar la muerte de mi mamá por el
número de hermanas que hicieron de mamás para mí. A pe-
sar de que en ese momento me sentía independiente, una de
mis hermanas cocinaba, otra me daba dinero, otra lavaba.
Yo tenía pocas cosas que hacer en la casa y me daba tiempo
de ir a trabajar y jugar fútbol. Una vez me dijeron: Vuel-
ves a traer tu ropa enlodada y tú la lavas. Yo jugaba con la
Alianza de camioneros y el uniforme era blanco, me barría
y obviamente la camisa quedaba roja de tierra.
Trabajó desde los 10 años en una tienda de piñatas en la
46. Fue panadero, carpintero y ayudaba con algunas tareas
en el taller de sastrería (planchar, hacer dobladillos) pero
nunca costuró. Le tenía miedo a la máquina por todas las
veces que vio a sus papás atravesarse el dedo con la aguja.

62
De todos modos casi se rebana dos dedos con la sierra traba-
jando de carpintero.
—La muerte de mi mamá hizo que madurara más pronto,
que viera las cosas desde otra perspectiva. Tengo un recuerdo
del pasado: Estaba adormeciendo a Cecilia en la hamaca, ella te-
nía uno o dos años y yo seis. De la nada me puse a llorar. Me
puse a pensar, quizá por alguna conversación que escuché de
mis papás, que me iba a morir de viejito. Me puse a llorar y llorar.
Mi mamá me preguntó por qué y cuando le dije, todos se empe-
zaron a reír. Yo pensaba: no sé por qué les hace gracia la muerte.

No es la primera vez que escribo sobre mi papá. Cuando te-


nía 19 años escribí un poema sobre él como un árbol que
daba sombra, a los 23 otro que se llama Mudanzas y termina
así: “Te pregunté por qué los niños ahogaban a los gatos/me
dijiste que la gente piensa/ que cuando golpeas a un cora-
zón/ éste se hace más duro/ pero en realidad se rompe”.
Siempre me sentí cercana a él porque podíamos hablar
de muchas cosas y dar vueltas sin marearnos en nuestros
desentendimientos. Me parecía divertido, diferente, nunca
fue un papá estricto o regañón. Al contrario, ya de adultas,
mis hermanas y yo teníamos que regañarlo a él para que se
tomara en serio las cosas.
Pero no le hacía preguntas, analizaba desde mi lugar,
desde lo que veía, hasta que escribí sobre la calle 42 sur para
una columna que tenía en el periódico y lo entrevisté a él y a
su amigo de la infancia, Pepe. Y a la mamá de Pepe, Angelita
Uribe, jaranera y amiga de mi abuela:
“Angelita Uribe habla de mi abuela pero para mí, mi
abuela es una fotografía, la misma de siempre [...] Pepe habla

63
de mi papá: la persona más tenaz que ha conocido, el único
que podía seguir jugando fútbol como si tuvieran posibilidad
de ganar en un partido 20-0”.
—Mi vida era muy simple: trabajar, jugar fútbol y es-
tudiar. En la calle era la sensación, metía goles, daba pases,
nunca me cansaba. Salía a patear a la calle para ver si alguien
salía a jugar hasta que todos empezaban a salir de sus casas.
Podían pasar horas hasta que mis hermanas me llamaban
para hacer la tarea.

En el brazo derecho tengo un tatuaje que dice Lo pequeño


es hermoso. Es el título de uno de mis libros favoritos escrito
por E.F. Schumacher en 1967. Habla sobre cómo las personas
van perdiendo el sentido de pertenecer a un ecosistema por
vivir en un entorno urbano y cómo con ese desplazamiento
se ha instaurado un estilo de vida que acaba con las bases
sobre las cuales ha sobrevivido la humanidad.
Es un libro contra la riqueza extrema y la depredación
ambiental. Un libro que habla sobre lo pequeño, amable y
hermoso de los esfuerzos locales. Lo leí en 2016 y fue como
si una nube de intuición que me había perseguido por mucho
tiempo por fin me lloviera. Trazó bordes nítidos de pensa-
mientos ambiguos, opacos y fugaces que tuve durante una
crisis de mis veinte años cuando cada vez me aturdía más
la idea del éxito que implicaba irme de Mérida para tener
una vida cosmopolita en la Ciudad de México. Un éxito que
yo no quería tener pero que al mismo tiempo me parecía la
solución objetiva de mi existencia.
Por ese libro me quedé y escribí en un poemario que
llamé Notas de jardinería: “De no ser mis propios pies, de no

64
ser mías estas manos, me arrancaría de raíz. No hay forma
de huir de lo que se tiene dentro”. El libro de Schumacher
me salvó de arrancarme de raíz. Me salvó de volverme una
otra en una ciudad ajena, como también lo hizo mi bisabuela,
y luego mi padre, cuando volvía a Hocabá y no se reconocía
a sí mismo. Era la misma sensación de cuando iba a la 42 Sur
y me desesperaba que la gente que no conocía dijera que
eran mis parientes, me hacía sentir que ese no era mi lugar,
aunque lo fuese.
Sé que hay personas que son caracoles, llevan su casa
a cuestas porque su casa son ellas mismas, aves migratorias.
Yo no. Yo no soy ni siquiera un anfibio, soy una pez que se
ahoga lejos del mar. Si tuviera que elegir un super poder se-
ría nadar profundo en vez de tener alas.
La voz de Gladys vuelve otra vez a dibujar los contor-
nos de mi emoción: Siento algo dentro de mí que no me deja
dormir. Tengo preguntas. Quiero saber más de esto.
La identidad maya no solo se desdibuja en la lengua, en
los apellidos castellanizados, sino en el borrado de conoci-
mientos. Se difumina cuando corregimos nuestra forma de
hablar para seguir la sintaxis de academia, cuando pasamos
30 años con un hombre sin preguntarle dónde está su raíz
que también es la tuya. Nos moldeamos y se moldean hasta
nuestros sueños, el horario del descanso, la manera de en-
tender la vida.
Mi papá seguía hablando pero a mí me estaba lloviendo.
Me caían una tras una las imágenes de él cuando era joven
explicándoles a sus compañeros de trabajo en Hidalgo cómo
era Yucatán, un día triste en que llegó al departamento de
Tepeji del Río y le dijo a mi mamá que ya no podía más, que
quería volver a Mérida con su familia. Y nos volvimos en ca-
rretera con dirección al mar.

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—Yo pensaba que no era maya, pero mi tío Andrés, el
papá de tía Lupita y medio hermano de mi papá, siempre que
llegaba decía: ¿Dónde están los Mex? preguntando por no-
sotros, porque era el apellido del abuelo. Luego en ciudad del
Carmen, la licenciada Varela, tú ya habías nacido, y nos fue a
visitar, y me dijo: Tienes facciones muy marcadas de Yucatán,
tienes cara de maya. Me lo decían mucho y yo respondía: Sí,
orgullosamente. Cuando nombraron Chichén Itzá como una
maravilla del mundo, me dio como más orgullo ser maya.

¿Qué es lo opuesto a una herida fresca? Una flor naciente en


algún pliego de mi cuerpo, algo que no sabía posible, y lo es.
No sé si enunciarme como maya porque a diferencia de mi
papá yo no viví situaciones que me pusieran como una otra,
relacionadas con mi origen o estereotipos racistas hacia el
pueblo. En la preparatoria, un grupo de chicas con las que
no me llevaba me escribía negra con letras mayúsculas en
Metroflog, pero nadie me dijo nunca maya ni indígena.
La lingüista y escritora mixe Yásnaya E. Aguilar Gil dice
que ser indígena es una categoría política pero insuficiente
para empaquetar a todos los pueblos que abarca y todas las
vivencias de las personas que forman parte de ese origen.
Días después del viaje con mi papá, estaba en Sisal
acostada en la arena con mis amigas Rosa Cruz Pech y Lilia
Balam quienes hablaban de sus propias experiencias como
mujeres mayas. Rosa le preguntó a su abuela de Seyé si se
identificaba como maya y ella le respondió sin darle mucha
importancia: No sé, mi amor, creo que sí. Porque la categoría
siempre se inserta cuando llega el contraste, cuando estás en
un ambiente en el que las otras personas no son como tú, y

66
te lo hacen saber. ¿Cómo se ve una persona maya? ¿Qué vi-
vencias atraviesan a una persona maya? Es difícil responder
esas preguntas sin caer en esencialismos.

Mi papá y yo tenemos algunas cosas en común. Me heredó


rubíes: esos puntitos rojos como lunares que salen sobre la
piel expuesta al sol, una lesión vascular que no lastima. Una
herida que no duele. También me regaló la capacidad de reír-
me de mí misma y de mis tragedias, pero quizá lo más evi-
dente a la vista de cualquiera es la manía que ambos tenemos
de usar gorra para aplastar nuestro cabello kixpol, como se
conoce en Yucatán al cabello lacio y espantado.
—Entendí muy pronto que no era guapo. Tenía un ami-
go que se apellidaba Canché Canché, vivía en un pueblo,
pero su casa era mejor que la mía. Él iba en coche. Salía
mucho con él y con Saldívar que era de Dzidzantún, que
tenía ojos verdes y estaba carita. Yo era de la ciudad y no
me veía tan bien como ellos se veían. Y Saldívar no era tan
seguro de sí mismo como Canché. Yo no me sentía guapo,
me sentía deportista. Esa era mi personalidad. Una vez fui
a una disco con mis amigos y por mí no los dejaron pasar.
Mi pelo era rebelde, se disparaba con el viento, ya ves que
es lacio y kixpol. No sé si era por eso, porque iba mal peina-
do o no tenía la vestimenta adecuada pero no nos dejaron
pasar y me sentí mal.
Entramos a Homún y mi papá empezó a leer en voz alta
los anuncios turísticos de cenotes. Dijo que aprendí a leer a
los cinco y a nadar a los ocho años. Pero que a correr aprendí
hasta los seis.
—¿A correr?

67
No es que no supiera pero nunca lo hacía o me daba
miedo tropezar, me tropezaba hasta caminando.
Me reí.
Mi papá pudo decir cocinar, hablar, escribir, pero eligió
el verbo correr porque es algo que a él le importa. Pensé en
todo aquello que hace ser a mi papá: el pelo kixpol, el de-
seo de una vida tranquila, el amor al mar, la tenacidad, un
optimismo insoportable para algunas personas y la irritable
costumbre de decirle al copiloto todo lo que hace mal el au-
tomovilista de enfrente. Algunas cosas tienen que ver con el
lugar donde nació, otras no. Porque mi papá, como todas las
personas, es más que una categoría política.

Cuando por fin llegamos a Hocabá mi papá tenía en su caja de


memoria dos apellidos, una tienda y una cancha de béisbol. Hace
falta ser tenaz para deambular sin dirección bajo el sol de la una
de la tarde en Yucatán. Tardamos 25 minutos en encontrar la
casa de su familia, preguntamos en una tienda por los apellidos
de nuestros familiares. Nos atendió un señor con cubrebocas
que, al escuchar a mi papá, sonrió y llamó a su hermana.
En la pequeña ventana de la tienda apareció la tía Lina,
con el cabello lacio y corto, muy parecida a mis tías Flori y
Gina que ya fallecieron. Los ojos y la boca pequeños, delga-
das y bajitas. Vi el perfil de mi papá mirando a una señora
que no sabía quién era pero reconocía, se quitó los lentes
y también sonrió emocionado. La última vez que se habían
visto mi papá era un niño y ella una adolescente.
—Ya dimos con la familia, hija, la verdadera.
—Pasen por allá, ahí hay hasta ventilador. Aquí nos va-
mos a asar.

68
Nos sentamos en unas sillas acapulco en medio de una
sala tapizada de fotos de familiares desconocidas, nuevas ge-
neraciones de ¿mis primos y primas? En eso pensaba cuando
Lina dijo que si me viera en la calle no sabría que somos algo.
Una avalancha de nombres sustituyó el calor abrasador
de la calle:
—Yo iba allá cuando iba la tía Jara, la tía Galla, la tía
Domitila, la tía Rita. De hecho creo que Silvia sigue viniendo,
de vez en cuando. Con Miguel Pacheco son lo mismo, tía
Bella allá iba. La tía Fredes, la tía Eliezer. La tía Fanny hace
poco vino, ya se le olvida todo. Yo sería tu tía, porque tu
hermana, la que es doctora, Chela, es mi sobrina, a veces
viene. Tony es mi hermanito.
—¿Usted qué es de la tía Celsa?
—La tía Celsa era tía de mi papá. Mi abuela era hermana
de la tía Galla y la tía Domitila. Mi abuela se llamó, está raro
su nombre de ella, Estafilia. Nombres raros que ponían.
Estuvimos ahí un buen rato repasando el árbol genea-
lógico del que sólo conocía unas ramitas, elles corriendo al
hablar para recuperar décadas de información, yo sentada
con un vaso de agua viendo pasar el éxodo de palabras:
Domitila, Rita, Silva, Miguel, Galla, Bella, Fredes, Eliezer,
Fanny, Chela, Tony, Celsa, Estafila, Willy, Juanita. Ustedes.
Reconcilio, recuerdo, cháchara, pachanga, ferrocarril, playa,
monte, Facebook. Un papel periódico que dice: Hocabá es
una palabra en maya que significa agua del árbol Hocab.
De camino de regreso se sentía como si estuviéramos
quitándonos de casa para ir a nuestra casa. Como si pertene-
ciéramos a todos los destinos posibles, como una raíz que se
extiende hacia muchas direcciones.

69
70
BITÁCORA DE LA MIGRACIÓN DE LAS MARIPOSAS

Cada invasión de especies debería ser evaluada por la manera en


la que suma, en lugar de lo que resta, a un ecosistema. Esto es espe-
cialmente importante cuando hablamos de “erradicación” porque es
imposible cortar, cavar o pulverizar el ciclo adaptativo.

Tao Orion

Sotuta, 2016

U n grupo de jóvenes veinteañeros de la Ciudad de México


se instaló a 6 kilómetros dentro de la selva yucateca para
fundar una ecoaldea: Zutut’Ha. El pueblo más cercano a esta
utopía es Sotuta, una comunidad maya yucateca de 9 mil per-
sonas y uno de los territorios disputados durante la guerra de
resistencia maya, conocida como “Guerra de castas”.
Zutut’Ha significa en español agua que da vueltas, una es-
piral de energía, un caos que renueva todo. La aldea tiene 66
hectáreas, casi todas de monte, donde los jóvenes construye-
ron una palapa como el centro principal. Hicieron un almaci-
guero para las semillas, baños de composta, un zacatal, una
palapa para las colmenas de abejas meliponas y un gallinero
con técnicas de bioconstrucción y permacultura.
Iban al pueblo a hacer compras, de camino a la carretera
o por alguna otra cosa. Sus cabellos largos, el desgarbo, la ropa

71
ligera, a veces, su caminar descalzo por las calles de piedra,
hizo que las personas del pueblo les apodaran Los Hippies.
En Yucatán se les dice huaches a quienes vienen de otros
estados de México, en especial a los que migran desde el cen-
tro del país. Un apodo despectivo, casi nunca cariñoso pero
sí reapropiado en la última mitad del siglo xxi por quienes se
llaman “yucahuaches”. Pero acá les jóvenes tienen su propio
apodo, un apodo más apropiado para alguien que deja una
vida urbana detrás para irse a instalar, ni más ni menos, que
a una selva.
“El nido es un escondite de la vida alada”, dice Gaston Ba-
chelard, filósofo de la ciencia natural. En su libro La poética del
espacio, Bachelard habla del nido como la prueba tangible de la
esperanza, pues “¿Construiría el pájaro su nido, si no tuviera
confianza en el mundo?”.

Sotuta 2016-2019

“¡Convertimos una revolvedora en lavadora!”, dice una pu-


blicación del Instagram de Zutut’Ha. La revolvedora de con-
creto vacía está instalada en una bicicleta, de manera que
para lavar la ropa hay que hacer ejercicio: una especie de
spinning que quita calorías y percudido. La aldea se constru-
ye así, aprovechando los recursos con ingenio.
Durante un tiempo, Los Hippies tuvieron que aprender
todo lo que compone el territorio al que llegaron para hacer
su nido. Registraron las primeras floraciones, aprendieron
a utilizar algunas plantas para tratamientos, descubrieron
cenotes cercanos caminando por el monte, visitaron otras
milpas e interiorizaron los rituales de la siembra maya. Com-
binaron los materiales de la región con tecnología para tener
internet y un panel solar dentro de una casa de huano.

72
Una vez a la semana iban al Castillo Rojo, registrada
como la residencia del cacique maya Nachi Cocom, halach
uinic de Sotuta y uno de los guerreros más feroces contra los
conquistadores españoles. La construcción original es del si-
glo XVII pero con el tiempo ha tenido varias adecuaciones,
ahora es la Casa de la Cultura Maya Nachi Cocom.
Por varios años esa casa de la cultura estuvo abandona-
da, alguien del pueblo tenía las llaves del castillo y Los Hippies
las pidieron para hacer actividades con niñeces y jóvenes de
Sotuta. Dieron talleres itinerantes de arte, observación de
aves, fotografía, danza y ecología.
Los Hippies tienen nombres y con el tiempo las perso-
nas del pueblo los reconocieron en su forma más individual.
Desdoblaron su amabilidad y la gente local vio que tenían
unas ganas rebosantes de echar raíces, de aprender compar-
tiendo. Sin más ambición que la de crear una vida con la que
se sientan en plenitud, tejieron relaciones con les habitantes
originaries y la frontera se fue borrando.
Daniela Mussali y Arnaud García, miembros de ese pri-
mer grupo de Zutut’Ha, fueron invitades a ser padrines de
una niña.

Sotuta 1847 y 2023

Nunca es fácil migrar, pero migrar a Yucatán particularmente


es una experiencia que puede ser hiriente y confusa. Durante
casi un año trabajé recolectando historias de migración na-
cional entre 2010 y 2022 hacia Mérida. “Si no tienes nada en
común con un yucateco, nunca te va a hablar”, dijo alguien
y con eso resumió horas de entrevistas. La mayoría de las
personas estaba de acuerdo en que la gente de Mérida no
era necesariamente violenta o directa, pero les hacían saber,

73
a través de sus palabras pasivo agresivas y sus acciones, que
estaban excluidas de sus círculos, que desearían que nunca
hubieran venido.
Hubo un momento en la historia de la región cuando
las élites y algunas personas mayas de Yucatán negociaron
para conseguir la independencia del resto del país. La gente
rica le prometió a esas personas mayas mejores condiciones
de vida, una promesa que no cumplieron y aceleró las tensio-
nes que dieron pie a la llamada Guerra de Castas de 1847. En
el imaginario social, este conflicto es de raza: mayas contra
blancos. Pero historiadores como José Ángel Koyockú argu-
mentan que en realidad era una lucha por la tierra, contra la
esclavitud y a favor de un gobierno autónomo.
En los pueblos de Yucatán no solo vivían mayas,
sino personas migrantes o hijes de migrantes que también
pelearon. En todo caso, la llamada Guerra de castas, es un
“levantamiento de la clase oprimida” como dice Eugenia
Iturriaga en su libro Las Élites de la ciudad blanca. Discursos
racistas sobre la otredad.
Para distinguirse del resto del mundo, la élite blanca de
Mérida delineó culturalmente todo aquello que engloba “lo
yucateco”. Logró que pensáramos que Mérida representa la
forma de ser, de vivir y de sentir todo Yucatán. Una de las
entrevistadas del libro de Iturriaga dice:
“Mira, el yucateco podrá convivir con el huach pero no
lo va a aceptar. Un caso muy claro. Todas mis amigas tienen a
sus hijos en el Cumbres, en las conversaciones escuchas: "que
fulanita de tal" "¿Quién?" -dice otra-, "Fulanita, una huacha
buena gente que va con nosotras". Pero hasta ahí, ahí se ter-
minó ¿ya entendiste? no va a pertenecer nunca jamás” (sic).
La guerra heredó una conciencia de clase y de origen,
y marcó las divisiones de grupos y espacios, muchos de los

74
cuales siguen condicionando límites geográficos y relaciones
personales y económicas en la región. “La guerra obstaculizó
cualquier tendencia hacia el desarrollo de una comunidad
étnica maya que abarcara a todos los hablantes de la len-
gua”, dice Iturriaga, pues la lealtad hacia la blanquitud era
recompensada, y eso dividió mayas “rebeldes” y “bárbaros”
de mayas “leales” y “pacíficos”.
Para ganar la rebelión de la clase trabajadora, la élite
de Yucatán tuvo que pedir ayuda al ejército federal del que
quería independizarse. Ahí se afianzaron las relaciones con
el centro hasta la llegada de Salvador Alvarado, el general
socialista que dejó escrito aquel “sentimiento de animadver-
sión hacia México” que era “profundo y general entre la cla-
se alta y media”. Alvarado fue, quizás, el huach original que
llegó para unirse a las bases profundas del pensamiento y
organización obrera que ya existía en Yucatán. Mientras que
muchas personas mayas del interior del estado se organiza-
ron con la corriente revolucionaria y agraria junto al recién
llegado de (lo que es ahora) Ciudad de México, el rencor de
la élite hacia el centro del país creció.
Si bien la cruzada en contra de los huaches y foráneos
hoy está mucho más diluida en todas las capas sociales, su
origen está en la élite. Más aún: el origen de la xenofobia en
Yucatán está en el rencor. Por un lado el rencor de la élite hacia
el centro, su desesperación por conservar una pureza rancia
que les siga legitimando ser habitantes originales de la Ciudad
Blanca. Y por otro, el rencor de la herida del despojo. Saber
que el desarraigo permite el borrado y la instrumentalización
de la historia del pueblo maya. La primera hay que arrancarla
de raíz, la segunda hay que sanarla. En algún momento, y
seguramente gracias a los discursos de la prensa blanca, esas
dos furias se encontraron pero hay que aprender a separarlas.

75
La historia de Yucatán comenzó a contarse aparte de la
historia nacional, pero ¿no es la Historia oficial siempre una
historia de élites? Incluso lo que sabemos hoy de la cultura
maya antes de la Colonia es la historia de sus élites, de los
gobernantes y señores. Por algo hablamos del henequén con
nostalgia, como oro y no veneno verde, a pesar de que enri-
queció solo a algunas familias mientras empobreció la tierra
del campesinado. Por algo hablamos de las personas yucate-
cas como gente resentida, xenofóbica y cerrada. La historia
que sabemos de Yucatán, incluyendo su relación con lo forá-
neo, es la historia de las élites.

Sotuta 2020

Cuando era más joven, el papá de Argimira Jiménez Canché


siempre le decía que el oro estaba en el monte. Pero Arge no
entendió sus palabras hasta que llegó la pandemia y mientras
la mayoría de las personas del pueblo perdían sus trabajos
y pasaban hambre, ella sembraba su milpa. Su hija que es-
tudiaba arquitectura en Mérida tuvo que regresar a Sotuta
porque la situación en la capital era más difícil.
Daniela Mussali llegó un día de aislamiento a su solar
porque estaba reuniendo a mujeres que quisieran apoyar-
se entre todas para sembrar y asegurar el alimento para sus
familias. Para ese entonces, Argrimira regaba su siembra re-
cogiendo ella sola 400 cubos de agua de su pozo, todos los
días. Hicieron juntas una lista de las cosas que necesitaban:
carretillas, palas, motores para bombas de agua, dinero que
lograron conseguir gracias a los conocimientos de gestión de
Daniela y la configuración de un grupo de trabajo diverso y
solidario.

76
Otra mujer del pueblo, Cristina Novelo, había escarba-
do parte de su traspatio para hacer una piscina que no logra-
ron terminar, así que se había convertido en un lugar para
tirar la basura. Lo limpiaron y sembraron albahacas, chiles
habaneros, plátanos, pepino, arúgula, jamaica, cilantro, rá-
bano, acelga, espinaca, lechuga, estafiate, girasoles y flores
capuchinas.
En el solar maya se crían animales de traspatio, se
siembra un huerto de especies diversas, incluyendo comida,
flores y plantas medicinales. Valiana Aguilar, fundadora del
colectivo Suumil Mookt’an dijo en la presentación de un pro-
yecto para recuperar los solares, que no había una sola ma-
nera de ser y de vivir, que en cada familia o grupo los solares
son diferentes:
“Cada colectividad tiene su propia manera de hacer
vida. El cómo construimos, se relaciona también con nues-
tro arte de vivir y de relacionarnos pues, con los montes; y
de respeto, de un respeto que se tiene ahí en el territorio”.
Si el solar nos habla de una vida, es la de la colectividad
y la diversidad. La lección de que la abundancia, entendida
como aquello que nace y rebosa, da de todo y para todes.
Argimira logró cosechar 600 kilos de tomate sin ferti-
lizante. Y en otra ocasión, cuando la abundancia parecía re-
compensar todo el esfuerzo invertido, cuando una tanda de
tomates rojos, redondos y jugosos estaba a punto de madu-
rar, llegó la tormenta Cristobal y en una semana la siembra
de Arge se ahogó.

Sotuta 2021

Las lluvias de Cristobal ocasionaron el florecimiento y rever-


decimiento del monte. La entrada hacia Sotuta, un camino

77
angosto donde las copas de las matas se curvan hasta for-
mar una especie de tunel, estaba lleno de mariposas amari-
llas. Las Anteos maerula y las Anteos clorinde se estampaban
contra el parabrisas de la combi en la que fui a Sotuta por
primera vez. Era un espectáculo migratorio amplificado por
las lluvias, un recordatorio vivo de que la catástrofe también
puede traer belleza.
Solares. Huertas agroforestales tomó forma como coope-
rativa de mujeres. Habían conseguido parte de lo que nece-
sitaban para recuperar los solares de varias y estaban en la
recta final de la campaña de recaudación. Daniela Mussali
me prestó la casa de sus papás que estaban de viaje para que-
darme unos días y documentar lo que estaban haciendo. Las
mañanas se pegaban con frío en las ventanas y afuera de la
casa había una pequeña selva, fue la primera vez de muchas
que pensé en lo feliz que sería si abandonara la ciudad.
Entrevisté a algunas personas de la cooperativa pero
entendí todo por unos pepinos. Daniela los había dejado en
la cocina de la casa donde me estaba quedando, nunca me
fijé ni en el olor ni la textura de ese cubo recién cosechado
hasta que ella los vio y se alarmó. Llevaban días cocinando
pepinos porque eran demasiados. La gente de la ciudad se
sorprendería al saber que parte de los problemas de produc-
ción es tener abundancia, lograr que las cosas no se echen a
perder. Soberanía alimentaria no significa batallar con unas
cuantas plantas para que salga algo, a veces es lograr que la
abundancia se aproveche.
Cuando Daniela vio los pepinos pensé que separaría los
“buenos” de los “malos”, metería los echados a perder en una
bolsa de plástico, escurriría el jugo y nos iríamos a Zutut’Ha
como si nada hubiera pasado. Pero no: lo que hizo fue enjua-
gar los que seguían intactos y filtrar el agua de los podridos,

78
todavía salvó algunos pelándolos y tomó las semillas que ha-
bía entre de ellos para sembrar otros pepinos.
En Mérida, como en cualquier sitio urbanizado, los
alimentos que se ven mal se tiran aunque de todos modos
comas microplásticos con resignación. Así que el intento de
salvar los pepinos me pareció hermoso y a la vez extraño.
Arnaud García, quien dirige la escuela agroforestal de
Sotuta, me dijo que el monocultivo desgasta la tierra así
como el monocultivo mental desgasta a las sociedades. La
forma de entender la cultura y el cultivo en sus cabezas era
siempre agroforestal: un sitio donde podían sembrarse, con-
vivir e incluso ayudarse a crecer especies distintas de alimen-
tos y flores. Un lugar donde una planta no era amenaza a
otra, sino aquello que iba a ejercer un papel esencial en el
huerto para que todo lo sembrado reverdeciera.
Cerca del mediodía el calor encapsulaba la selva y el bo-
chorno se concentraba en la palapa de Zutut’Ha. Dani me
prestó un short porque le parecía urgente que nos echára-
mos agua, íbamos a ir al cenote pero una serpiente cascabel
nos cerró el paso. Respetó eso como una señal de que no
debíamos ir al cenote, me dijo que corriera y yo corrí delante
de su perra, Lobita, sin cuestionar por qué, y nos fuimos a
las regaderas en medio del monte que sacaban agua de pozo,
agua fría. Estuvimos ahí un rato, cada una en una regadera
para regarnos como dos plantas de sol.
Antes de conocerlas, acostumbraba a trabajar bajo el
estricto contrato del autosacrificio. Aguantar el hambre,
aguantar el cansancio, hablar poco, disfrutar lo menos po-
sible significaba que estaba trabajando duro, que estaba tra-
bajando bien. Era difícil cumplir el papel cuando nos subía-
mos al auto con los perros y las niñeces y las mariposas nos
acompañaban todo el camino, cuando planeaban la comida

79
con tanta anticipación y las horas de descanso se tomaban
en cuenta en el itinerario.
En ese viaje leí Apoyo Mutuo de Kropotkin y Bluets de
Maggie Nelson, y encontré la estructura para escribir Los
fantasmas de la 42, la columna sobre mi padre. Encontré mu-
chas cosas en ese viaje. La manera en la que deseaba vivir,
por decir algo.
Nunca se lo aclaré a ninguna, pero cuando en el auto-
bús de regreso le dije a Dani “Ya hicimos red” me refería a
que nuestro encuentro no había sido otro reportaje para el
diario, quise decir que ella habló y yo la escuché con todos
mis órganos. Quise decir que tenía la intuición de que sería-
mos amigas. Y lo fuimos.

Sotuta 2023

Dani y Arge estaban trasplantando albahacas. Una de las


albahacas se veía demasiado débil en comparación con las
otras y Dani pensó en ahorrarse el abono porque no vio po-
sibilidad de que esa planta floreciera. Arge le preguntó por
qué no le ponía abono a la planta que más lo necesitaba. Dani
contó esta historia para responder qué es lo que ha aprendi-
do de las maestras sembradoras de Sotuta.
—La profundidad del conocimiento está en cómo se
cuida la vida desde esa sensibilidad absoluta, en donde cada
ser tiene su lugar, cada ser importa y todo está en conexión.
No olvidar a ningún ser es un nivel de compasión en otro
lenguaje, es lo que sostiene el trabajo y la vida, dijo Dani.
La lección más valiosa que he aprendido de las personas
de Sotuta es que la naturaleza también es política. George
Orwell, autor de una de las novelas distópicas más leídas en
el mundo, amaba los rosales, amaba hablar de la naturaleza.

80
Un día una lectora enojada le escribió: “Las flores son bur-
guesas”. Quizá por esa misma razón me sorprendió que en el
solar de Chela Canté, maestra sembradora de Solares, hubie-
ra tantas flores. Si era un trabajo duro mantener el huerto,
¿por qué desperdiciar agua y energía plantando girasoles?
Una respuesta es que cuando se defiende el monte, se defien-
de una manera de vivir y no solo de sobrevivir.
“La naturaleza es política, al igual que los jardines. Y
las flores. Y los árboles. Y el agua. Y el aire. Y el suelo. Y el
tiempo atmosférico” decía Orwell. Las únicas personas que
ven los espacios rurales como sitios de descanso son quienes
no trabajan como campesines; y quienes los ven como meros
sitios de marginación o producción se olvidan del carácter
político de la naturaleza. Detrás del paisaje de las mariposas
amarillas hay una lluvia que acabó con los recursos materia-
les y naturales de muchísimas personas, detrás de un huer-
to con girasoles hay mujeres que tuvieron que escarbar 15
metros para encontrar agua de pozos cada vez más secos.
Detrás de los paisajes hay política.
El día que Daniela y Argimira contaron la historia de las
albahacas había un cielo púrpura y el sol se escondía detrás
de la milpa. Estábamos en el Encuentro de Conocimientos Indí-
genas y Tradicionales que reunió a personas de todo el mundo
en Sotuta durante una semana. Personas de todos los con-
tinentes se reunieron para hablar de las cosas que tenían en
común que resultaron ser muchas.
Alika Santiago, defensora del territorio en Bacalar,
Quintana Roo, dirigió la ceremonia de bienvenida y un taller
con la metodología del pensamiento maya del sacbé. Explicó
a una audiencia experta en rocas volcánicas, plantas medi-
cinales y archivo histórico que las ciudades mayas estaban
unidas por un camino blanco.

81
El sacbé es un camino que puede tener cuatro metros o
100 kilómetros de largo, está pavimentado por el polvo de la
piedra caliza del suelo llamado sascab y en la entrada o salida
de pueblos desemboca en una mojonera. Una mojonera es una
especie de señalamiento en piedra, donde caminantes pueden
sentarse a hacer una pausa o esconder sus herramientas.
—Existe la creencia de que en los caminos se enterra-
ba el cordón umbilical del pueblo, que estaban unidos por
una comunicación energética. Cada uno de nosotros somos
caminantes y aunque andemos el mismo camino, siempre
nos acontece de manera distinta. Algunos resistimos, otros
enfrentamos, otros nos inmovilizamos con el miedo, otros
conectamos con lo interno, otros nos dedicamos a cuidar a
las siguientes generaciones.
Como las personas, las plantas también migran, invaden y
se propagan. El cambio climático ha provocado un movimien-
to en la distribución de las especies y las tasas de migración
de las plantas se ha alterado por los cambios de temperatura.
Esto tampoco es raro: Algunas especies consideradas “invaso-
ras” ayudan a regenerar ecosistemas dañados, son plantas de
vida corta y dispersoras de semillas que ayudan a liberar nu-
trientes y regenerar la tierra. Sientan las bases de lo que ven-
drá después. En el libro Beyond the War on Invasive Species, Tao
Orion dice que “las especies invasoras, como cualquier otra
especie, se propagan porque encuentran condiciones ideales
para hacerlo” y en lugar de eliminarlas necesitamos encontrar
las condiciones que permitan su propagación.
Habitamos en una diversidad que nutre y somos de
donde cultivamos, sin importar dónde nos nacieron las pri-
meras raíces.
Alika habló de la importancia de los cuidados, sobre
cómo el cambio iniciaba en el andar y no solo en el destino. No

82
hubiera entendido a qué se refería si no hubiera conocido a las
mujeres de Sotuta. La importancia del alimento, del cuidado,
del descanso, de ser el ejemplo de una vida distinta, de vivir
como si ese mundo que soñamos ya existiera y fuese posible.
Mientras algunas personas luchan o resisten, otras sim-
plemente sostienen la vida viviéndola a su manera. Hay que
mirarlas más de cerca, hay que mirar lo que está bien hecho,
porque lo que no queremos cambiar importa tanto como lo
injusto y lo decepcionante.
La reina de la esperanza, Rebecca Solnit, dice: “Una
se enzarza en las luchas no porque quiera luchar, sino por-
que quiere llegar a alguna parte como humanidad. Quiere
contribuir a crear un mundo donde pueda estar de brazos
cruzados reflexionando sobre las nubes. Ese debería ser un
derecho nuestro como seres humanos [...] Lo bueno existe
como una especie de semilla que hay que cuidar con mayor
empeño o propagar más”.
Eso es Sotuta para mí. Un huerto que parece un jardín.
Un lugar donde se siembra para consumir pero también para
disfrutar, para que nazcan flores.

83
UN METEORITO PARA EXTINGUIR LA NOSTALGIA

“Y he aquí que, recordando las cosas que fueron pasdas,


pongo, ay, fuerzas en mi corazón”.

Nakuk Pech

P equeñita me llama por teléfono para decirme que si quie-


ro ir a Chicxulub ella puede llevarme. Va a poner comida
casera en tuppers y pasaremos a almorzar a la casa que tiene
en la playa, muy cerca de la antigua disco donde se presentó
hace muchos años rbd. En el camino me hablará de su papá,
de la muerte de su papá, de cuánto extraña el puerto y de que
todo el mundo se conoce por apodos. Que es más fácil que la
reconozcan como Pequeñita que como Celia León.
Chicxulub es un puerto del municipio de Progreso, la
playa más cercana a Mérida, la capital de Yucatán. En esta
localidad viven poco más de siete mil personas según el cen-
so de 2022. Es un lugar modesto, donde no hay muchas es-
cuelas y el centro cultural está en ruinas. También es el epi-
centro de un acontecimiento histórico para el planeta: aquí
están las coordenadas del cráter del meteorito que provocó
la extinción masiva hace 66 millones de años.
Si escribes Chicxulub en Google, aparece la animación
de una roca con fuego cayendo hacia la derecha de la panta-

85
lla. Uno de los significados que le dan al nombre original de
Chicxulub, Chac xulub chen, es el lugar donde cayó el diablo o
el pozo donde cayó el diablo.
Pequeñita es mi vecina pero nació y creció en Chicxulub
hasta que se casó y se mudó a Mérida. Paseamos por el muelle
donde ya no hay playa, tampoco hay personas en la playa
o en el mar, solo gaviotas pipixcan, camachos y charranes
elegantes. Al final del muelle hay un pescador cordeleando
y detrás de él, calaveras de peces pequeños, huesos grises y
desbaratados sobre el concreto hirviendo.
Todas las casas de la primera fila de la playa están peli-
grosamente cerca de las olas, y Pequeñita dice que antes no
era así. Antes, el muelle era de madera, no de concreto, y los
pobladores y visitantes colgaban hamacas por debajo, se me-
cían con las olas y jugaban en la arena. Pero ya no hay arena.
Con el puerto de altura, el flujo del mar se interrumpió y se
comió la playa.
Pequeñita me lleva a casa de una familiar suya, Cande-
laria Paredes. Nos sentamos en su sala y empieza a recordar
los bailes que hacían en el kiosco, un kiosco bonito que aho-
ra ya no existe.
Doña Candelaria se metía al mar con tacones. En esa
franja azulverdosa que está a dos cuadras de su casa y en la
que hoy, con 70 años, lleva décadas sin entrar. Le tiene mie-
do al bagre, una especie de pez deliciosa y nutritiva pero que
dentro del agua puede ser un peligro por su espina huesuda:
si lo pisas provoca calentura y malestares.
—Tiene años que no me meto, años. Porque una vez,
cuando estaban chicos mis hijos, me tiré un clavado con todo
y mis tacones. Cuando caí al mar no me podía salir y ellos
muertos de risa porque me quería parar pero como tenía mis
tacones no podía. Ya hace 25 años que pasó y dejé de entrar.

86
Es extraño que alguien tenga el mar tan cerca de su
casa y decida no meterse. Aunque con la erosión de la playa,
ahora es el mar el que se mete dentro de las casas. Ven a las
olas espumosas de Chicxulub entrar por debajo de la puerta,
un aviso domiciliado de que así como Yucatán emergió del
océano, está destinado a regresar a él.
Como todo lo impresionante del paisaje de Yucatán, el
cráter no se ve, está debajo de nosotras. El descubrimiento
que hicieron científicos de Pemex mientras buscaban yaci-
miento de petróleo solo ha dejado a la población dos museos
chafas a los que nunca van, esculturas de dinosaurios que
califican como feas y, si acaso, les ha dado ideas creativas.
Por todo el pueblo hay pequeños negocios que venden “taco-
saurios”, “dinococos” o alguna otra referencia jurásica como
parte de la publicidad.

—Para amar un pueblo hay que conocerlo. No puedes llegar


a un lugar y no saber nada de él, dice Agustín Figueroa, un
hombre que ha vivido toda la vida en Chicxulub y que lo
conoce tanto como lo ama.
Candelaria me habló de él, me dijo que si quería saber
sobre Chicxulub tenía que hablar con Agustín. Estamos sen-
tados en su sala donde tiene un mueble grande con piezas
del puerto: caracoles y dinosaurios.
Su familia tiene un restaurante desde hace décadas y
trabaja con turistas. Es, en sus palabras, el “jamón del sánd-
wich” pues proviene de la estirpe Pech, comerciantes con
poder político y económico en la región. Pero también de los
Figueroa, que fueron pescadores y albañiles.

87
—Mi familia para sobrevivir vendía pescado a los meri-
danos que venían a vacacionar. Yo tenía como 10 años y ve-
nían clientes que eran maestros de historia y en las pláticas
aprendía. Conviví mucho con la naturaleza, había un muelle
de madera precioso a donde íbamos a pescar y en época de
sequía teníamos que estar adentro de la casa porque cruzaba
el ganado de la sabana y gritábamos: ¡Ahí vienen los toros!, y
te tenías que guardar.
Las autoridades municipales y estatales han intentado
lucrar con el acontecimiento del meteorito. Otra atracción
para los turistas. Sin embargo, Progreso, la cabecera muni-
cipal de la que Chicxulub forma parte, tiene más ventajas
para la explotación turística: recibe cruceros, es la playa más
conocida de Yucatán, la población es más grande, hay más
hoteles e infraestructura. A pesar de que las coordenadas
del cráter están en Chicxulub, el Museo del Meteorito y toda la
publicidad de ese impacto invisible, está en Progreso.
—El meteorito decidió venir para acá y eso distinguió a
Chicxulub. Tiene historia, recursos, belleza natural, pero la
calidad de vida no es la adecuada. No hay secundaria, solo
tres primarias, un jardín de niños, y 14 kilómetros de costa
donde se ha establecido un predial que junta mucho dinero
para Progreso.
Chicxulub tiene una historia muy importante en la épo-
ca antigua porque era el centro comercial de los mayas del
Golfo de México hacia el Caribe, cuando se producía sal. El
primer gobernador de Chac Xulub Chen fue Nakuk Pech na-
cido en 1490. Él escribió la crónica sobre Chac Xulub:
“Cuando llegó el Adelantado (Francisco de Montejo,
conquistador español), nosotros les recibimos con palabras
de paz y dimos tributos y veneración y alimentos a los capi-
tanes de los españoles, les llevamos presentes con la inten-

88
ción de que estuviesen contentos para que no entrasen en
toda la extensión de la tierra. Desde el primer momento ellos
dieron la vuelta y tres veces devastaron la tierra de Maxtunil.
Entonces ellos se fueron a la puerta del mar de Dzilam, don-
de estuvieran la mitad de tres años."
Según Agustín, la población del puerto incrementó
con el programa de reordenamiento henequenero que miró
al mar. Llegaron personas de todo Yucatán que no tenían
arraigada una identidad ni con Chicxulub ni con el mar. En
ese entonces era una zona veraniega, donde la gente rica de
Mérida llegaba a vacacionar “y toda esa heterogeneidad di-
luyó la cultura chicxulubense”.
Agustín sabe francés e inglés, tiene amigos extranjeros
y no niega que el turismo le ha ayudado mucho en la vida.
Sin embargo, está inconforme con el abandono del puerto.
En Chicxulub también hay un museo sobre el meteoro, el
Sendero Jurásico junto a la ciénaga, pero todas las personas
del puerto a quienes pregunté dijeron que no les interesa vi-
sitarlo. No les interesa tanto, en general, el tema del meteoro.
—Yo caminaba por esos lugares del Sendero cuando no
tenía nada. Ahora está lleno de basura y si produce dinero, es
dinero que se va a Progreso.
—¿Ha pensado alguna vez en irse?, le pregunto.
—Sí me quiero ir. Pero no es el momento.

Genaro Pérez se ríe, muy a su manera, muy con su seriedad,


cuando habla de los dinosaurios. Yucatán ni siquiera tenía
dinosaurios en esa época. La gente llega preguntando por
el cráter del meteoro y él responde con impaciencia: “Pues
estás parado sobre él”.

89
Tiene 60 años y es propietario de una papelería. Estu-
dió economía e hizo una maestría en bibliotecología en la
Universidad Nacional Autónoma de México. Un tiempo tra-
bajó en el área de bibliotecas y colaboró con un investigador,
pero el ritmo de la academia no le gustó y lo regresó al mar.
Ha sido fotógrafo del puerto desde hace muchos años y to-
davía lo es hoy.
—Nací en Chicxulub y he sido testigo de la transforma-
ción del puerto en casi todos los sentidos, y la parte que no
me tocó, la he visto en fotografías. No soy historiador pero
soy aficionado a la historia.
Tiene un archivo de aproximadamente 500 fotografías
que ha ido descubriendo en los archivos personales de las
familias del puerto. Algunas las comparte en la página de
Facebook Chicxulub Puerto, gente y rincones en la que publica
tanto las fotos que rescata como las que toma en la actualidad.
Se ha ido equipando para documentar esa historia pero
también tiene negativos que están dañándose por la hume-
dad. La playa no es el mejor lugar para conservar archivos
análogos. No hay suficiente recurso, tiempo y dinero para
revisar y digitalizar el archivo.
Hace meses que Genaro no va a la playa aunque está a
tres cuadras. Dice que quizá es por la saturación del trabajo
y el ajetreo de la vida diaria que se posterga. Contrario a la
gente que no es de la costa, saben de ese mar. Saben cuándo
está bravo y cuándo está tranquilo. No hay una conexión fí-
sica, pero hay una conexión al fin y al cabo.
Genaro fue tesorero de la comisaría y recuerda haber
atendido a una meridana y un español que buscaban al comi-
sario ejidal. Querían construir casas habitación para extran-
jeros, y pedían la donación —es decir, gratis— de hectáreas

90
para construir. La ganancia, según le dijeron, sería la alta
plusvalía que ganarían las tierras cercanas al conjunto ha-
bitacional y el trabajo que generaría para la población local
que estaría al servicio de esa gente.
—Hay un espacio de ciénaga que visionaban como un
club de yates y proponían dejar un lugar para la comunidad
en el puerto de abrigo. Les dije que parecían querer usar a la
comunidad para el beneficio de otra persona. No volvieron.
Pero es lo que pasa: el ejido abre la posibilidad de que per-
sonas compren y destruyan legalmente, y los que no tienen
dinero viven con el riesgo de ser procesados por buscar un
espacio donde vivir.
El futuro que quiere para el puerto le parece improba-
ble. Le gustaría pensar que algún día habrá más playa, más
verde, más agua en la ciénaga, menos pavimento. Que los
pinos que había camino al muelle volvieran a plantarse sobre
la calle que los lapidó.
—Pero es imposible frenar la avalancha. Esta es tierra
codiciada, hay gente con mucho recurso económico que
tiene la posibilidad de vivir en cualquier lugar, y compran
y le ponen un precio alto a la costa que nos limita a quie-
nes somos natos. Así pasó con los días dorados del mero,
el pescado estaba cerca, llegabas a tu casa con pescado
para comer dos veces a la semana y asar. Hoy, comer pes-
cado es un lujo cuando antes era el alimento más accesible
para la comunidad.

Periódicamente me reviso la nostalgia, es el xix de un há-


bito adolescente. Como cualquier aspirante a la facultad de
antropología también leí a Jean Paul Sartre, y pensaba que

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el desapego era la única manera de salvarse de las decepcio-
nes. Ahora la decepción es una de mis líneas de trabajo, y el
sentimiento que me acompaña todos los días cuando veo los
cambios de la ciudad donde crecí.
Manejo por el Corredor gastronómico del Centro His-
tórico de Mérida y me siento el estereotipo de un hombre
conservador al volante: Quiero que todo vuelva a ser como
antes, como si antes hubiera estado bien, solo porque era có-
modo para mí. Veo los edificios donde mi generación apren-
dió a ser joven, a tener esperanzas y a creer que nuestra
visión del mundo cambiaría las cosas. El centro cultural in-
dependiente de Mérida, El Colibrí, donde presentamos libros
con espectáculos nudistas, y nos enfrentamos con humor a
policías enojados, hoy tiene un horrible escudo de piedra.
Cada que paso por ahí intento no mirar.
Las calles de la Mérida que conocimos se blanquearon
con violencia en los últimos años, los pequeños esfuerzos de
resistencia son cada vez más pequeños y encima, burgueses.
Solo la juventud poch-burguesa meridana se salva de la nos-
talgia. La inspiración de mis amigues y colegas está anclada
en la memoria infantil y adolescente, en la Mérida que to-
davía sentíamos nuestra. Mientras intentamos sobrevivir la
década de los treinta años con dignidad, hacemos proyectos
basados en la nostalgia y a veces me parece que eso es oficia-
lizar la derrota.
La decepción del futuro, eso es la nostalgia. Y me niego
a envejecer enojada y triste. Quiero extinguir parte del pa-
sado, quiero que sobrevivan algunas cosas, quiero cometer,
al menos, errores distintos a los que se han cometido antes.
En un edificio gigante de esa Mérida irreconocible,
copia de otras ciudades, veo a Lilibeth Figueroa. Como en
Chicxulub no había tanto lugar para la creación artística, se

92
mudó para estudiar teatro y trabajar, aunque últimamente
está considerando regresar al puerto. Tenemos casi la misma
edad y reconozco que su nostalgia hacia Progreso se parece
a mi nostalgia hacia Mérida.
—Extraño un chorro Chicxulub porque literal llego a
casa de mi mamá y me desconecto de todo. Es un desconecte
total. Descanso mejor cuando duermo ahí. Aunque ha cam-
biado, ya no lo reconozco. Progreso cambió muchísimo y a
veces me preguntan por lugares del puerto a los que nunca
he ido. Está siendo una imitación, se perdió en el rollo de
querer ser Miami y encajar en algo que no es. Y en Chicxulub
tampoco está la vida que se tenía antes. Antes podías ir en
bicicleta a ver a tu tío que estaba bajando la pesca, había un
algo que ya no. Se perdió la identidad y la esencia.
Lilibeth viene de una familia con sensibilidad artística. Su
hermano, David Figueroa de 34 años, es músico especializado
en guitarra popular y jazz. Para David, ser músico ha sido como
nadar contracorriente porque en la región las artes se ven
como un hobbie y no como algo que puede transformar a las
personas. Estudió en la Universidad Autónoma de Veracruz
y al volver a Chicxulub comenzó un proyecto llamado Ideas
a la mar. Arte y comunidad, en el que daban clases de música,
percusión, pintura y maya. Con un grupo de jóvenes intentó
rescatar el centro cultural que hoy está tapizado de maleza y
a punto de desbaratarse. Cobraban 20 pesos por clase pero
la gente no quería pagar. Le generó tanto estrés que decidió
abandonarlo después de un año y medio. Migró a Mérida,
trabajó en la Orquesta Típica de Yucalpetén, fue maestro de
música y cuando llegó la pandemia todo se fue para abajo.
Con Genaro Pérez organizó el primer Festival del manglar,
para concientizar a través del arte la importancia de no
invadir ese espacio.

93
—Fíjate, ahora camino al trabajo paso por el
Sendero Jurásico donde está el relleno sanitario y en medio
del manglar, hay una bandera estadounidense.
Hablamos sobre eso en el fresco de una tarde en la cos-
ta cuando Yolanda Figueroa, su abuela, abre la puerta corre-
diza que da a la entrada de su casa, sosteniendo su cuerpo
delgado y moreno en un bastón. El cabello corto y canoso, la
voz en vibrato y bajita, diciendo con palabras definitivas, con
las que hablará durante toda la entrevista:
—El catarro se encariñó conmigo, pero ya lo erradiqué.
Con ese mismo tono dice que en el puerto había un man-
glar y ahora no hay nada. Lo destruyeron, talaron los árboles y
desprotegieron la ciénaga. En la playa hay basura, escombros,
vienen de noche a cargar volquetes de arena, dejan zanjas y
las casas se derrumban. Hay casas veraniegas, hermosas, dice
Yolanda, donde el mar ya derrumbó todo. No hay dinero que
pueda volver a levantar una casa destruida por el mar.
—Reventó.
Hace muchos años que no entra al mar. Como a
Candelaria, una vez le picó un bagre y le dio calentura, y eso
fue suficiente para no volver.
Es una familia melómana, bueno, casi toda: excepto la
hermana de Yolanda. Sacó todos los discos de acetato de su
papá, libros, ropa y quemó todo porque hacían basura en la
casa y qué tal si se le metían ratones. Yolanda lo cuenta con
gravedad y asombro. A las palabras de su abuela, David baja
la cabeza y niega como dicendo ¿cómo fue posible? Una bar-
baridad, una tristeza. Acabar con todos los recuerdos así, sin
apego, casi con alivio.
El mar, a oídos de David, suena a charango y jarana.
Instrumentos que componen la identidad del puerto, del
monte, de la gente que tenía tiempo de tocar un son.

94
—Es la música de raíz. Por eso prefiero estar acá en
Chicxulub, por eso cuando no hay manglar o playa, sufro. Yo
he vivido en Ciudad de México, Querétaro, Xalapa, Mérida
pero soy costeño.
En el puerto, personas como David añoran. Añoran los
bailes de cumbia en el kiosco, el cabotaje, la vida todavía más
tranquila, la playa.
No todo está mal con la nostalgia. A veces es un recor-
datorio de lo esencial, lo que pasó la prueba del tiempo. Si
compartimos la nostalgia por ciertas cosas es porque com-
partimos una historia, una identidad. Elegimos una experien-
cia para guardarla en la memoria colectiva, pero, ay, la ten-
tación de dejar ir. La tentación de aceptar que la existencia
tiene sus misterios, que hace falta arremangarse, improvisar,
meterse al mar con tacones o no volver a meterse nunca.
Yolanda, con su voz ronca y absoluta, dice que le hu-
biera encantado vivir en el momento del impacto del me-
teoro. David y yo nos reímos, casi pensamos que Yolanda
no sabe lo que dice, que está fantaseando con el apocalipsis,
y David dice Abuela como diciendo No digas esas cosas,
pero Yolanda sigue:
—¿Te imaginas estar vivo en ese momento? Y cómo la
tierra volvió a crear cosas muy bonitas: flores, pájaros, ani-
males, mares, árboles. Procesó lo que estaba mal en la tierra,
eso vino a hacer el meteoro. Qué bonito, qué bonito, una
se pone a pensar en cómo floreció otra vez, cómo volvió a
quedar verde y los animales buscaron qué comer. Somos los
dueños de una historia así, tan bonita.
Nos quedamos en silencio. No sé si Yolanda habla de
nostalgia o acaba de extinguir la nostalgia. No sé si quiere
decir que todo tiempo pasado es hermoso, o que ninguna
extinción es un fin en sí mismo, sino parte de un ciclo. Pero

95
deja claro que siempre vemos todo lo que fue por encima de
lo que podrá ser.
Yolanda, que se mudó por un brevísimo tiempo
de Chicxulub, y que empacó sus cosas en dos días para
regresar en el volquete de su cuñado porque no le gustó
vivir en Mérida. Yolanda, que dice que vayas donde vayas
llevas contigo a tus raíces hasta el fin de los tiempos, está
quemando los acetatos de ese fin de los tiempos.
El viento está fresco, por primera vez en mucho rato no
hace calor, aunque hay demasiados mosquitos. Pues sí, deci-
mos, si vuelve a haber un final catastrófico como el de hace
66 millones de años que acabara con la humanidad, tenemos
la certeza de que el final de algo siempre es el principio de
otra cosa. Después de nosotres, incluso, hay futuro.

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GLOSARIO1

Xl’a: Del maya xlaab. x-, prefijo usado en este caso como sig-
no de inferioridad; se usa antepuesto a nombres, dándole un
tono despectivo.

Saka’ o sacá: Del maya sak, blanco y ja’, agua. Bebida cere-
monial, de calidad fría, elaborada a base de nixtamal medio
cocido, sin cal. Se prepara diluyéndose en agua y endulzada
con miel. Se utiliza sobre todo para ofrendar a los dioses del
monte durante las fases de la milpa (medición del terreno,
tumba, siembra, deshierbe y recolección). También se pre-
senta como ofrenda en varias ceremonias agrícolas o como
ofrenda para conjurar los maleficios de los vientos y de las
enfermedades como la tosferina, el sarampión o la viruela.

Poc-chuc: Platillo típico de Yucatán hecho con carne de cer-


do marinada en naranja agria, ajo y pimienta.

Kixpol o k’iixpol: Del maya k’i’ix, espinos y pool, cabeza. Se


dice de las personas con los cabellos parados como espinas.

1
Güemez Pineda, M. (2018). Diccionario breve del español yucateco (Universidad Autónoma
de Yucatán, Ed.; 1st ed.).

97
Halach uinic o jalaach winik: Del maya jala’ach, gobernan-
te, cacique, jefe y wíinik, hombre. Persona de rango alto y
más importante de una comunidad.

Sacbé o sakbé: Del maya sak, blanco y bej, camino. Calzada


o camino que unía conjuntos dentro de un mismo asenta-
miento o poblaciones. El más largo de todos los conocidos se
extiende entre Cobá y Yaxuná y mide 100 km.

Sascab, saskab o sajcab: Del maya sáas, claro, claridad y


kaab, tierra. Nombre genérico para denominar las calizas
blancas contenidas en los estratos localizados debajo de la
coraza calcárea exterior, característica del sustrato geológi-
co del territorio peninsular. En general son materiales fria-
bles, de blanquecinos a amarillentos. Esta tierra caliza es
empleada en las obras de albañilería, mezclada con cal, para
hacer la argamasa.

Poch-burgués, sa: Del maya pooch y burgués. Persona que


aparenta o ansía ser de una clase social alta o que adopta
modales de gente rica o adinerada.

Xix: Del maya xiix, residuo, sedimento, asiento.

98
AGRADECIMIENTOS

Este libro está hecho con las historias de vida, trabajo, y co-
nocimiento de Ángel Avilés, Patricia Uh, Gladys Uc, Socorro
Loeza, Celiano Nadal Marrufo “Tarzán”, Darwin Sosa, Vic-
toria Avilés, Raúl Díaz, Armando Villarreal, Annabella Mo-
reno, Rosa Cruz Pech, Lilia Balam, Freddy Góngora, de estu-
diantes de la primaria Valentín Gómez Farías en Oxkutzcab
como Keydi Montes Tun, Elena Georgina Pacho Góngora y
Briana Ucán Cahuich. Así como de mi papá, Manuel Jesús
de Atocha Rejón Palma y toda mi familia Rejón, Sierra y Pa-
checo de Hocabá y Mérida. Todas las personas que soñaron
y trabajaron Zutut’Ha, en especial Daniela Mussali y Arnaud
García. Gracias a María José Rivera “Coco”, Shanty Acos-
ta, las maestras solaristas Chela Canté, Argimira Jiménez
Canché, Cristina Novelo. A Celia León “Pequeñita”, Cecilia
Velázquez y toda la familia Velázquez León, Elia Candelaria
Paredes Escamilla, Agustín Figueroa, Genaro Pérez, Lilibeth
Figueroa, David Figueroa, y Yolanda Figueroa Aguilar.
Hubiera sido imposible terminar de pensarlo sin las
ideas y el trabajo de Alika Santiago, Thania Marreros,
Daniela Rea, Lina Meruane, Mariano V. Osnaya, bell hooks,

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E.F. Schumacher, Ángel Sulub, Angela Uribe, José Magaña,
Jairo Mukul, Fernanda Camacho, Emmanuel Tatto, Carla
Escoffié, Alf Bojórquez, Erika Rejón, Yásnaya E. Aguilar
Gil, Eugenia Iturriaga, Valiana Aguilar, George Orwell,
José Ángel Koyockú, Yameli Aguilar Duarte, Miguel Güemez
Pineda, Rebecca Solnit y Nakuk Pech.
Agradezco a les primeres lectores de este manuscrito,
mis amigues y gente que admiro y en cuyo criterio confío:
Mariana Beltrán, Miguel Novelo, Claudia Gómez García
“Trichi”, Alejandra Guzmán Hernández, Alf Bojórquez, Irma
Torregrosa y Matilda Ro. Gracias también a Luis Cruces Gó-
mez que escuchó, a veces involuntariamente, las primeras
versiones del libro y me cuidó y alimentó cuando no podía
despegarme de la computadora. Gracias al grupo de whatsa-
pp de periodistas “Perreito” por las conversaciones e ideas,
por el sostén. Gracias también a mis amigues y colegas con
quienes alguna vez conversé o discutí sobre estos temas, in-
dudablemente esos diálogos nutrieron este libro. A la beca
federal Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Ar-
tístico (pecda) que hizo posible los viajes y la reportería. A
Mariana, Ale, Miguel y Marisol Ciriano que me acompaña-
ron en viajes.
Gracias infinitas a Neto Medina por imprimir su visión
artística en el libro y por confiar. A Yobaín Vázquez Bailón
por editar, corregir y acompañarme en la entera hechura de
este libro que inició por lo menos hace cinco años. Por su
amistad que es parte de mi escritura. Y a ustedes, por leer.

100
KATIA REJÓN MÁRQUEZ
(Ciudad del Carmen, Campeche, 1993) Periodista y
escritora. Mayadescendiente. Cofundadora de Memorias de
Nómada y Fugitivas mx, medios independientes de Yucatán.
Escribe sobre Derechos Humanos, medioambiente, género
y sexualidad. Ha publicado en medios internacionales y
colaborado con organizaciones de derechos humanos.

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