Analogías Dichosos Ustedes

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CURSO: DICHOSOS USTEDES

Antes del Curso


Representación: “Pobre”
Antes de comenzar el curso, al momento de la inscripción o registro, una persona
completamente desconocida por los participantes se caracteriza de pobre. Se acerca a todos
pidiendo limosna, sin que se descubra su identidad.
Nota: Posteriormente esta persona llevará las Sagradas Escrituras en la Entronización.

Presentación del Curso


Analogía: Mapa del Tesoro

Hace muchos años, se comentaba que en los alrededores de un pueblo perdido en la sierra,
cercano a una mina de oro y plata, se encontraba enterrado un gran tesoro.
En tiempo de la revolución, unos hombres arriaban una recua de mulas cargadas con monedas
de plata y oro. Unos bandidos los persiguieron queriendo asaltar el valioso cargamento. Pero a
tiempo pudieron esconderlo cerca del camino, con mucha rapidez y habilidad. Los ladrones
mataron a los que llevaban aquella gran fortuna, y el tesoro quedó enterrado, escondido sin que
nadie supiera el lugar exacto.
En el pueblo se sabía que en sus inmediaciones estaba esa gran riqueza, pero no sabían dónde.
Se organizaron inútilmente muchas búsquedas. Escarbaron aquí y allá sin ningún resultado.
Muchas ilusiones se vinieron abajo.
Unas personas muy astutas elaboraron mapas falsos de aquel tesoro, que vendían como
auténticos. Algunos de ellos estaban dibujados simulando un mapa muy antiguo, y por lo tanto,
asegurando muchas posibilidades de éxito. Siguiendo esos mapas, muchas personas
retomaron con gran ilusión la búsqueda de aquel tesoro, pero todo fue en vano. Buscaron donde
no estaba el tesoro.
Con el correr del tiempo, un anciano del pueblo, en medio de su agonía, le dijo a su hijo:
- Mira hijo: cuando yo era niño, vi dónde enterraron aquel cargamento de monedas de oro y
plata. Elaboré un mapa exacto de aquel lugar. Yo mismo, en varias ocasiones, fui a excavar y
pude obtener suficiente dinero de aquel tesoro. Este mapa es la herencia que te doy.
Representación: Cofre de la felicidad

“Jesús” se acerca a cada participante con un cofre, y le ofrece a cada uno un manuscrito (Anexo
02), diciendo: “¿Quiéres compartir mi alegría?”
Después que cada participante reciba y lea el Anexo 02, “Jesús termina diciendo: “Les he dicho
esto para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea colmado”.

TEMA 3: BIENAVENTURANZAS EN LUCAS

Representación: Testimonio de Judas


Yo soy Judas. El Maestro me escogió y me llamó para que lo siguiera. Muchas cosas aprendí
de él, pero sobre todo, fui objeto de muchas pruebas de amistad. En alguna ocasión me envió
a predicar. Nos explicaba aparte las parábolas. Vi admirado los milagros. Me convencí de que
Jesús tenía una vida muy recta y un gran corazón para los demás. Tuvo confianza en mí y me
encomendó la bolsa del grupo.
Pero yo fui ambicioso, y comencé a sustraer el dinero que me confiaban. Poco a poco la avaricia
se apoderó de mi corazón. Aprovechaba cualquier ocasión para hacer dinero, sin importarme
el medio para conseguirlo. Mi corazón se había materializado por completo, como si hubiera
nacido sólo para atesorar riquezas.
Un día, me di cuenta de que los Sumos Sacerdotes querían eliminar a Jesús. La codicia me
cegó por completo y me dirigí a ellos, diciéndoles: “¿Cuánto me quieren dar, y se los entrego?”
Desde ese día estaba buscando la ocasión para entregar al Maestro. ¡Lo vendí por treinta
monedas! Pensaba que se dinero me iba a hacer feliz, pero sólo encontré la desesperación y
la muerte. ¡La codicia me llevó a vender al mismo Dios! Tarde comprendí que el corazón del
hombre no se llena con dinero, lo llena sólo Dios.
Tengan cuidado ustedes si notan que su corazón es ambicioso, porque si no sofocan su codicia
les puede llevar a vender al mismo Dios. De mí dijo Jesús que más me valiera no haber nacido.

Narración: ¿La esposa de Dios?


NARRADOR/A: Un niño descalzo mira el aparador de una zapatería. Una señora le pregunta:
SEÑORA: ¿Qué haces?
NIÑO: Le pido a Dios que me regale zapatos.
NARRADOR/A: La señora le compra unos zapatos, le pone calcetines y lo abraza. El niño
pregunta:
NIÑO: Señora, ¿es usted la esposa de Dios?
Representación: Testimonio del Rico Epulón
Yo soy un hombre muy rico. Me gusta vestir ropa de lujo y banquetearme todos los días. Por
eso, algúnos me llaman “el Rico Epulón”. Yo pensaba que el dinero era para gozar la vida y
regalarme todos los deseos que tuviera, costaran lo que costaran. El dinero me fue haciendo
egoísta, y me endureció el corazón para no ayudar a los demás.
Tenía un pobre llamado Lázaro en la puerta de mi casa, que deseaba hartarse de lo que caía
de mi mesa. Pero ni siquiera eso que ya no me iba a comer y que se iba a tirar se lo daba a él.
No comprendí que los lujos frente a la miseria de Lázaro se hacían más hirientes. Estaba feliz,
en la antesala del infierno, disfrutando la vida con toda clase de lujos, y malgastando el dinero
que tanto podría haber ayudado a los pobres. No me daba cuenta de que esta actitud egoísta
era un pecado tan grave que me hacía merecer este lugar de tormentos para toda la eternidad.
Ahora que ustedes tienen tiempo, revisen su vida, y si no ayudan a Lázaro, comprendan que
tienen un grave peligro de ir a parar en un lugar de desgracia eterna. Los lujos y el egoísmo
endurecen tanto el corazón, que ahogan la Palabra de Dios que los puede convertir y salvar.
A mí me sacaron la tarjeta roja (la muestra).

Narración: Ricos y pobres


NARRADOR/A: Un padre, económicamente acomodado, queriendo que su hijo supiera lo que es
ser pobre, lo llevó para que pasara tres días y tres noches en el monte con una familia
campesina. Cuando retornaban en el automóvil a la ciudad, el padre preguntó a su hijo:
PADRE: ¿Qué te pareció la experiencia?
HIJO: Buena.
PADRE: Y… ¿qué aprendiste?
HIJO: Que nosotros tenemos un perro y ellos tienen cuatro.
Nosotros tenemos una piscina con agua estancada que llena la mitad del jardín… y ellos tienen
un río sin fin de agua cristalina, donde hay pecesitos, algas y cascadas.
Aprendí que nosotros importamos linternas del Oriente para alumbrar nuestro jardín, mientras
que ellos se alumbran con las estrellas y la luna.
Nuestro patio llega hasta la cerca… y el de ellos llega hasta el horizonte.
Nosotros compramos nuestra comida, papá. Ellos siembran y cosechan la suya.
Nosotros oímos Cd’s. Ellos escuchan una perpetua sinfonía de cenzontles, chivos, pericos,
ranas, sapos y otros animalitos.
Nosotros cocinamos en estufa eléctrica… Todo lo que comen ellos tiene el sazón del fogón de
leña.
Para protegernos, nosotros vivimos rodeados por un muro con alarmas; ellos viven con sus
puertas abiertas, protegidos por la amistad de sus vecinos.
Nosotros vivimos conectados al celular, la computadora y el televisor. Ellos, en cambio, están
conectados a la vida, al cielo, al sol, al agua, al verde del monte, a los animales, a sus siembras,
a su familia.
NARRADOR/A: El padre quedó impactado por la profundidad de su hijo… Y entonces, el hijo
terminó:
HIJO: ¡Gracias, papá, por haberme enseñado lo pobres que somos!

Representación: Testimonio del Rico Insensato


Yo era un hombre muy rico que poseía muchos sembradíos. En cierta ocasión, mis campos
produjeron mucho fruto, y pensaba para mí, diciendo: “¿Qué haré?, pues no tengo dónde
almacenar tanta cosecha. ¡Ya sé! -pensé-, destruiré mis graneros y edificaré otros más grandes,
y ahí reuniré todo mi trigo para muchos años, y diré a mi alma: ‘descansa, come, bebe,
banquetea. Tienes abundancia de bienes para muchos años. No te preocupes por nada. Tu
vida está segura’”. Puse toda mi confianza y mi seguridad en el dinero.
Pero esa misma noche, escuché una voz que me decía: “¡Insensato!, esta misma noche te
reclamarán el alma, ¿para quienes serán todas esas cosas que almacenaste?”
Realmente fui insensato porque pensé que iba a vivir para siempre. Que el dinero me iba a dar
larga vida llena de placer y seguridad. Pero sobre todo fui más insensato porque puse toda mi
confianza en el dinero. Pensé que las riquezas me resolverían cualquier problema y en ellas
apoyé mi vida. En el dinero, y no en Dios, puse mi seguridad. Edifiqué sobre arena. Mi vida se
derrumbó esa misma noche. Por eso Jesús nos ha invitado a edificar sobre roca, esto es, sobre
la Providencia Divina, que es la única que nos da seguridad para que la vida no se derrumbe.
En realidad, no pude servir a dos señores, a Dios y al dinero, porque al amar al dinero estaba
odiando a Dios. Hice del dinero mi dios, porque en él puse mi confianza. Te invito a que revises
los cimientos de tu vida: ¿en quién te apoyas, en Dios o en el dinero?
Quien ama al dinero, odia a Dios.

Representación: Testimonio de San Francisco de Asís


Yo soy Francisco. Nací en Asís en 1181, en el seno de una familia adinerada. Mi padre era un
rico comerciante y mi madre una mujer de fe. De joven me gustaban las alegres pandillas y las
fiestas. Era una chispa de entusiasmo en Asís. Tenía muchos amigos.
A los 20 años, el ideal de ser caballero llenó mi juventud. Participé en una guerra y duré en una
ño como prisionero. Esta experiencia me sirvió mucho para pensar en lo fugaz que es la gloria
humana. Después, Dios me probó con una larga enfermedad que me postró en cama. Ahí tuve
la oportunidad de comprender que los placeres y vanidades de la vida son pasajeras. Dios
preparaba así mi conversión.
De nuevo me inscribí para combatir en la guerra, pero en Espoleto tuve un sueño en el que se
me invitaba a seguir al Rey y no al siervo. En esa noche me encontré el tesoro escondido. Mi
alma se inundó de luz y opacó las demás cosas que antes yo amaba. Por la alegría de ese
hallazgo dejé todo para quedarme con este tesoro que era lo único importante en mi vida. Decidí
dejar las armas y regresar a Asís. Mis compañeros me decían que me había vuelto loco, que el
ideal de ir a la guerra era grande y que debía continuar en el ejército, ya que ellos se habían
alistado porque yo les había hecho la invitación. Ya nada de eso me importaba. Como Pablo,
llegué a experimentar que todo lo tenía por estiércol frente a la experiencia de Cristo. Me
despojé de todo, aun de los vestidos que llevaba puestos.
Le pedí a Dios que me iluminara por dónde debía caminar. Entonces abrí por tres veces el
Evangeliario para pedir luz sobre el camino que iba a seguir. La primera cita que encontré fue:
“Dichosos los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios”. La segunda fue: “Si quieres ser
mi discípulo, ve y vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”. La tercera fue: “No
pueden servir a Dios y al dinero”. Entonces comprendí que Dios me llamaba por el camino de
la pobreza como condición para seguirlo. Y me casé con mi novia, la pobreza. De ese día en
adelante, la señora pobreza y yo caminamos juntos hasta el fin de mi vida.
Comprendí que la pobreza me liberaba del peligro de materializarme y de atarne a las cosas
terrenas con apegos que me quitaban la libertad. Renuncié a mi cabello para no tener nada de
vanidad, y como signo de mi consagración a Dios. Para ser completamente libre, me despojé
de todo. Desde ese día en adelante mi tesoro fue Dios, y en Él estaba mi corazón.
También comprendí que la pobreza me hermanaba, porque me hacía necesitar de los demás.
Me hermané con toda la creación: me sentí hermano del lobo, del gusano, de los peces, de las
aves y de las estrellas, pero especialmente de los enfermos y los leprosos, y decidí compartir
mi vida con ellos, ya que Jesús vino principalmente por ellos. Cuando pude comer en el plato
del leproso, sentí que realmente era mi hermano. Traté de amarlos y servirlos gratuitamente, y
esto me hacía experimentar el gozo de Dios que se hizo pobre por mí, y que pasó su vida
amando y ayudando a los que sufrían.
Para hermanarme con los pobres campesinos de esa región, me vestí como ellos. Es más,
como los pobres de ellos. En un viaje que hice a Roma, estando en la plaza de San Pedro, un
grupo de mendigos me pidió una limosna. Yo tuve ganas de acercarme a ellos, y la mejor
manera de hacerlo fue el cambiar mis vestidos por los de uno de ellos. Me puse a mendigar
como ellos y comprendí que el vestido me hermanaba.
Comprendí, además, que confiar en las riquezas es construir una vida en terreno falso. Y que
vivir pobre es vivir con total seguridad en manos de la Providencia. La pobreza me libró de ser
siervo del dinero. Amando a Dios, odié al dinero. Miraba las aves del cielo y veía que Dios las
alimentaba. Contemplaba las flores del campo y veía que Dios las vestía regiamente. Y concluía
diciendo: “Si Dios alimenta a las aves y viste a las flores, con cuánta mayor razón cuidará de
mí”. Por eso, un corazón pobre vive en las manos del amor providente de Dios.
Esta confianza en Dios traté de transmitirla a mis hermanos. Cuando ellos salían a predicar, la
gente les daba algo para comer. Por la tarde se reunían y colocaban en un mantel blanco sobre
el suelo lo que la gente les había dado. Un día, a un hermano le dieron un pan muy sabroso, y
en cantidad abundante. Después de haber comido le sobró pan, y el hermano lo llevaba a
guardar para el día siguiente. Entonces le dije: “Hermano, dónde llevas ese pan?”. Me
respondió: “Es que es un pan muy sabroso, y ya que Dios nos lo dio, hay que guardar para
mañana lo que sobró hoy”. Le respondí: “Hermano, lo que nosostros no nos comemos es de los
pobres. Hay que compartir con ellos lo bueno que Dios nos ha dado. Además, esto es lo más
importante: si nos vamos a acostar sabiendo que tenemos un pan para mañana, ponemos
nuestra confianza en el pan; y si nos vamos a la cama sin tener nada, pondremos nuestra
confianza en la Providencia de Dios. ¿Y qué es mejor, confiar en el pan o en la Providencia?
Entonces, hermano, ese pan vaya a repartirlo a los pobres”.
Comprendí que la posesión de riquezas nos hace sentir superiores a los demás. En cierta
ocasión, un hermano me preguntó si podía tener un evangeliario. Le respondí: “No, porque
después querrás tener una Biblia, y después querrás tener una silla y una mesa para estudiar,
y luego vas a decir a tu hermano que no tiene nada: ¡anda y tráeme la silla!”
Para no equivocarme en este camino que había emprendido quise consultar a la Iglesia, y el
Papa lo aprobó y me dio su bendición.
Este camino de la pobreeza es un camino de amor a Dios y de amor a los hermanos, y sólo se
puede recorrer siendo un alma contemplativa en la oración. Me retiraba muchas veces al monte
a orar, porque en la oración mis pensamientos se ajustaban a los pensamientos divinos. Un día,
Dios me concedió tener las llagas de Cristo, y comprendí que de esa manera ponía su sello de
aprobación sobre el camino que había seguido. La pobreza y el amor me habían asemejado
tanto a Cristo, que Él se dignó marcar en mi cuerpo sus llagas.
Antes de morir, le perdí perdón a mi cuerpo, mi hermano, por haberlo tratado tan austeramente,
y lo consentí con un dulce muy sabroso de nuez.
Comprendí que la pobreza es un camino privilegiado para vivir el Evangelio, y para lograr la
libertad y la paz del alma. La pobreza me hizo feliz desde este mundo. Pregusté desde la tierra
la inmensa felicidad que ahora disfruto en el cielo.

TEMA 4: BIENAVENTURANZAS EN MATEO

Narración: Mentira descubierta


NARRADOR: Soy Arun Gandhi, nieto de Mahatma Gandhi. Cuando tenía 16 años, estaba
viviendo con mis padres en la finca de mi abuelo, a 18 millas a las afueras de la ciudad de
Durban, en Sudáfrica, en medio de plantaciones de azúcar. Estábamos alejados de toda
civilización y no teníamos vecinos, así que a mis dos hermanas y a mí siempre nos
entusiasmaba ir a la ciudad a visitar amigos e ir al cine.
Un día, mi padre me pidió que lo llevara a la ciudad para atender una conferencia que duraba
el día entero. Yo gocé con la oportunidad que se me presentaba. Aprovechando el viaje, mi
madre me dio una lista de cosas que necesitaba del supermercado. Mi padre también me pidió
que llevara el auto al taller. Cuando despedí a mi padre, él me dijo:
PADRE: Nos vemos aquí a las 5 de la tarde y volvemos a casa juntos.
NARRADOR: Después de completar todos los encargos, me fui al cine más cercano. Me
concentré tanto con John Wayne, quien mataba indios para colonizar el oeste americano, que
me olvidé del tiempo. ¡Eran las 5:30 de la tarde cuando reaccioné! Corrí al taller, conseguí el
auto y me apuré hasta donde mi padre me estaba esperando. Ya eran casi las 6. Él me preguntó
con ansiedad:
PADRE: ¿Por qué llegas tarde?
NARRADOR: me sentía mal, pero no le podía decir que estaba viendo una película de John
Wayne. Entonces respondí que el auto no estaba listo y tuve que esperar… esto lo dije sin saber
que mi padre ya había llamado al taller. Cuando se dio cuenta que yo había mentido, se dijo en
voz baja:
PADRE: Algo no anda bien en la manera en que te he criado, porque no te he dado la confianza
de decirme la verdad. Voy a reflexionar que es lo que hice mal contigo, mientras camino las 18
millas de regreso a la casa.
NARRADOR: Así que, vestido con su traje y sus zapatos elegantes, empezó a regresar hasta la
casa por esas veredas de tierra, que eran cruzadas por arroyos. No lo podía dejar solo… así
que manejé 5 horas y media detrás de él, que caminaba con el rostro mirando al suelo, viendo
a mi padre sufrir la agonía de una mentira estúpida que yo habí inventado. Decidí entonces que
nunca más iba a mentir.
Muchas veces me acuerdo de este episodio y pienso… ¿Si me hubiese castigado de la manera
que nosotros castigamos a nuestros hijos, hubiese aprendido la lección? ¡No lo creo! Hubiese
sufrido el castigo y hubiese inventado un método más sofisticado para no ser descubierto. Pero
esta acción de no-violencia fue tan fuerte que la tengo impresa en la memoria como si hubiese
sido ayer… Este es el poder de la no-violencia. Allí aprendí que para vivir la verdad, se necesita
más que la valentía de John Wayne.

Representación: Testimonio de Gandhi


Yo soy Mohandas Karachand Gandhi. Nací en Porbandar, India Británica. Me llamaron
“Mahatma”, que significa “alma grande”; y también “Bapu”, es decir “padre”.
Estudié derecho en Inglaterra. La lectura de dos libros: la Biblia y el Bhágavad-guitá me
marcaron profundamente. Del primero, libro sagrado del cristianismo, aprendí a trabajar la paz
a través de medios pacíficos, sin responder a las agresiones. Del segundo, libro sagrado del
hinduísmo, aprendí a esforzarme en la vida y a resistir tenazmente ante la adversidad.
Trabajé en Sudáfrica. En un principio vestía a la usanza inglesa, gozaba de altos ingresos y
vivía en las mejores zonas de Durban. Pero poco a poco empecé a cambiar de idea. Valoré el
trabajo manual y me convenció el concepto de desobediencia civil, como modo de lucha y de
resistencia del individuo frente a las injusticias. Dos principios fueron la base de mi pensamiento:
la fuerza de la verdad y la no-violencia.
Renuncié a mi trabajo de abogado y también a mis bienes. Probé muchas veces la cárcel por
resistir a las injustas leyes británicas por medio de la desobediencia civil, el boicot económico y
la huelga. Dolido por la miseria en la que vivían mis compatriotas, decidí vestirme como los más
pobres y alimentarme con lo estrictamente necesario. Hice vigorosas llamadas al pueblo con
toda la pasión y el amor por mi tierra para lograr la unidad de los hindús y la liberación del
dominio extranjero. Mi esposa murió encarcelada. Me opuse enérgicamente a la división de mi
pueblo en dos partes: India y Pakistán, y me dolió esta separación de mi país, ya que siempre
soñé con una nación unida, en la que tuvieran cabida todas las religiones conviviendo de
manera pacífica.
El 30 de enero de 1948 una multitud me aguardaba. Entre ella estaba un fanático que me
acusaba de traidor por propugnar la convivencia con los musulmanes. Me disparó tres veces a
quemarropa. Me sentí morir, pero antes tuve tiempo de perdonar a mi asesino.
Finalmente, quiero expresarles el rostro de mi fe expuesto en frases que acuñé a lo largo de mi
vida: “No hay caminos para la paz, la paz es el camino”; “Ojo por ojo, y el mundo se quedará
ciego”; “Con el puño cerrado no se puede intercambiar un apretón de manos”; “El amor es la
fuerza más humilde, pero la más poderosa de que dispone el mundo”; “Peronar es el valor de
los valientes. Solamente aquel que es bastante fuerte para perdonar una ofensa, sabe amar”;
“Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia”; “La Tierra tiene
lo suficiente para satisfacer las necesidades de todos, pero no las ambiciones de unos cuantos”.

Representación: Testimonio de Santa Teresa de Calcuta


Yo soy Teresa de Calcuta. Nací el 26 de agosto de 1910 en Spopje, una ciudad de Albania, y
recibí el nombre de Gonxha Agnes. A los 19 años, con el deseo de ser misionera, dejé mi casa
e ingresé en el Instituto de la Bienaventurada Virgen maría, conocidas como Hermanas de
Loreto. Ahí recibí el nombre de Teresa, por santa Teresita del Niño Jesús, y fui destinada a la
comunidad de Calcuta, en donde me dediqué a la enseñanza. A los 26 años hice mi profesión
perpetua y me convertí en esposa de Jesús para toda la eternidad.
Cuando tenía 36 años, en un viaje de Calcuta a Dargeeling para hacer mi retiro anual, un pobre
que había en la estación del ferrocarril me pidió de beber. El tren empezaba a caminar, y el
indigente me pedía con voz más insistente, llena de dolor, que le diera de beber. No pude
apagar su sed porque el tren ya caminaba, y la hermana que venía conmigo me empujó para
que subiera al vagón. Durante el retiro solamente pensé en ese Cristo pobre que me había
pedido de beber y yo no había socorrido. Tuve una pena muy grande por esta omisión. Y el
grito de Jesús en la cruz penetró profundamente en mi alma y encontró terreno fértil en mi
corazón. Traté, desde ese día, de saciar la sed de amor y de almas de Jesús en unión con
María, su madre. Ese grito fue la fuerza interior que me hacía superarme e ir de prisa a través
del mundo para trabajar por la salvación de los más pobres entre los pobres.
Sentí que Jesús me pedía que fundara una congregación para ayudar a los más necesitados.
Después de dos años de diversas pruebas y discernimiento, recibí el permiso para comenzar la
fundación, y con 38 años, me vestí con el sarí blanco que vestían las mujeres más sencillas de
la India. Sólo añadí un borde azul en honor a María. Dejé los muros del convento para entrar
en el mundo de los pobres. Me fui a vivir al barrio más pobre de Calcuta, donde estaba el gran
basurero de la ciudad, y donde la gente vivía recogiendo cosas de la basura. Visitaba a las
familias, enseñaba a los niños a leer, auxiliaba a los enfermos, recogía a los moribundos que
agonizaban en las calles, amparaba niños huérfanos y luchaba decidídamente contra el aborto,
recibiendo a los niños que de otra manera hubieran sido asesinados en el vientre de su madre.
Pronto se unieron a mi labor algunas de mis antiguas alumnas. Comencé a enviar hermanas a
otros países. Le prometí a Jesús que yo sería el Buen Samaritano, y que no iba a pasar de largo
ante los hermanos que me necesitaran. Ni siquiera las guerras y los conflictos detuvieron mi
amor por los más pobres. Estuve ahí porque sentí que en los horrores de la guerra era donde
más se sufría y donde más me necesitaba Jesús. Con mi vida traté de evangelizar y de llevar a
todo el mundo la luz del Evangelio, ya que la misión de la Iglesia pasa por la caridad. Me di
especialmente a los no deseados y a los no amados. Traté de dar sin tener en cuenta el costo,
dar hasta que duela. Lo que necesitaba era amar sin cansarme.
Pero el secreto de mi amor a los pobres estaba en mi experiencia de Dios. Todos los días
alimentaba ese amor en la oración y en la Eucaristía. Me llenaba del amor de Dios para después
darlo a los demás. Traté que mi entrega se envolviera en la oración. Con una mano abrazaba
a un niño pobre, y con la otra pasaba las cuentas del rosario. La frase del Evangelio que más
tocó mi corazón fue: “Les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicieron”. Este pasaje ayudó mi fe ya que yo sentía que al tocar los
cuerpos quebrantados de los pobres estaba tocando el cuerpo de Cristo. Un acto de amor hecho
a los pobres, es un acto hecho a Jesús mismo.
Esta vocación que Jesús me dio, me hizo plenamente feliz, porque me dediqué a lo que Jesús
hizo: amar, dar como Él da, con gratuidad, sin esperar recompensa. Esto me hacía sentir el
gran gozo de Dios, aunque dentro de ese gozo había un espacio para la cruz. Experimenté un
doloroso y profundo sentimiento de separación de Dios, que me ayudó a comprender más la
desolación interior de los pobres. Traté de que mi fuego incendiara a otros. ¿Cómo arde una
lámpara? Gracias al continuo alimento de pequeñas gotas de aceite: fe, unas palabras amables,
una mirada, pensar en los demás, nuestra manera de actuar. Hay que mantener ardiendo
siempre nuestra lámpara.
Recibí muchos reconocimientos, pero mi premio más grande fue haber podido saciar la sed de
Jesús. Por ello, te invito a que vivas esta Bienaventuranza de la Misericordia, porque ésta
atraerá hacia ti la misericordia de Dios, que es fuente de una gran felicidad. Y, al vivirla, vivirás
desde esta vida la vida de Dios, comenzando a sentir su alegría. Recuerda que si no das no
entras; que hay que dar hasta que duela. Y no te canses nunca de amar.

Representación: Testimonio de San Maximiliano Kolbe


Soy Maximiliano Kolbe, fraile y mártir. Nací el 7 de enero de 1849 en Zdunska-Wola, Polonia, y
recibí el nombre de Raymundo. Mis padres me enseñaron a leer y escribir, ya que no tuvieron
dinero para enviarme a la escuela. También me infundieron un gran amor a la Virgen María.
Sentí la vocación al sacerdocio, y posteriormente decidí entrar en la orden franciscana, en
donde tomé el nombre de Maximiliano. Estudié en Roma y obtuve un diplomado en Teología.
Ordenado sacerdote, contraje una grave tuberculosis pulmonar, de la que fui sanado
milgarosamente por intercesión de María. Fundé la revista “Los caballeros de la Imaculada”,
para contrarrestar los avances de la masonería en mi patria.
En septiembre de 1939, los alemanes invaden Polonia. Fui arrestado y trasladado al campo de
concentración de Aüschwitz. Me dieron el número 16670. Tenía que arrastrar pesados desde
la mañana hasta la noche.
Un día, un preso de mi sector logro huir, y para expiar aquella fuga fueron escogidos diez presos
para ser ejecutados. Se eligió al azar y sus números se anotaron. Uno de los presos designados
para morir se quejó y lloró profundamente, pidiendo que tuvieran piedad de él, ya que tenía
esposa e hijos. Entonces yo me adelanté y solicité que se me permitiera morir en lugar de él.
Se me preguntó: “¿quién eres tú?”. Yo contesté: “Un sacerdote católico que no tiene ni esposa
ni hijos”. Los verdugos se admiraron de mi ofrecimiento, y respetaron el valor de mi abnegación
y sacrificio. Me colocaron en vez de aquel preso que no conocía, y nos hicieron avanzar al
bunker de la muerte.
Ahí, durante diez días, nos privaron de agua y alimento. Yo traté de animar a mis compañeros
con palabras de esperanza, y en ese lugar se entonaban cantos y se oían plegarias. Al término
de los diez días, ya habían muerto varios presos. Yo estaba agonizando. Me tomaron del brazo
y me aplicaron una inyección letal.
El dar la vida por un hermano, y amar hasta el extremo, me hizo sentir el gozo de Jesús que se
entregó por nosotros, llegando al límite de su amor. En la ceremonia de mi beatificación, aquél
preso a quien salvé llevó las ofrendas en la Misa.
Te invito a que vivas esta Bienaventuranza, para que desde esta vida comiences a gozar la
experiencia del amor y después, en el cielo, la tierra del amor, la disfrutes plenamente.

Analogía: Recién casados


NARRADOR/A: Una pareja de recién casados se fue a vivir a unos departamentos. El primer día
ella se depertó, se asomó por la ventana y vio que una vecina tendía su ropa al sol para secarla.
La joven esposa se dijo a sí misma:
ESPOSA: Esa señora no sabe lavar. Su ropa está llena de manchas de mugre.
NARRADOR/A: Al día siguiente se repetía la misma escena. Pero llamó a su joven marido y le
dijo:
ESPOSA: Mira, esa señora no lava bien la ropa. Los colores de esas prendas están percudidos
y opacos. ¡No usa el jabón adecuado para lavar!
NARRADOR/A: El marido la miró por unos segundos, pero no hizo comentario alguno, para no
crear problemas.
El domingo, la esposa se levantó tarde y, como de costumbre, fue a ver la ropa de la vecina.
Pero su sorpresa fue mayúscula cuando la vió perfectamente limpia y deslumbrante. Llamó a
su esposo y le comentó:
ESPOSA: La vecina tal vez cambió de detergente o compró sábanas nuevas, porque ahora su
ropa está perfectamente limpia.
ESPOSO: No. Yo me levanté muy temprano ¡y limpié el cristal de la ventana que estaba muy
sucio!
Representación: Testimonio de Santa María Goretti
Soy María Goretti. Nací el 16 de octubre de 1890 en el pueblito de Corinaldo, Italia. Tuve una
niñez difícil, teniendo que emigrar con mis padres y hermanos en busca de mejores condiciones
de vida. A causa de nuestra pobreza, recibí educación solamente en mi familia. Ayudé a mamá
en los quehaceres domésticos y, sobre todo, para cuidar a mi hermanita más pequeña.
Cuando tenía diez años, murió papá. Me convertí en persona adulta en responsabilidades, para
que mi familia pudiera salir adelante. Tuvimos inquebrantable fe en la Providencia Divina y
mucha tenacidad en el trabajo. Poco después hice mi Primera Comunión. Tenía grandes deseos
de conocer a Jesús. Jamás me quejé de lo lejos que quedaba la iglesia en la que recibía el
catecismo. Lo que aprendía se lo explicaba después a mis hermanos. El señor Cura, viendo
que estaba bien preparada, aceptó que yo recibiera el sacramento antes de la edad permitida.
Me confesé, pedí perdón a mamá y a mis hermanos. Cuando recibí a Jesús fue el día más
grande y feliz de mi vida. Desde entonces, hice el firme propósito de morir antes que cometer
un pecado.
En la misma granja en la que trabajábamos vivía otra familia que nos trataba muy mal. El padre
era autoritario y alcohólico. Tenía un hijo llamado Alejandro, quien me faltaba al respeto. Él me
buscó dos veces para proponerme acciones indecorosas, pero no quise ceder. Me amenazó de
muerte si lo contaba a alguien.
Otro día, Alejandro me pidió que le arreglara una camisa. En la entrada, cerca de la escalera,
comencé el remiendo. De repente, Alejandro dejó su trabajo y se dirigió hacia la casa. Tomó un
punzón que había comprado para coser costales. Lo dejó en un cajón de la cocina y me propuso
entrar con él en la casa. Yo no le contesté. Entonces me tomó violentamente de un brazo. Yo
opuse resitencia, pero me arrastró dentro de la casa y de una patada cerró la puerta. Sabía que
él quería pecar conmigo, y yo le repetía enérgicamente que no. “Dios no lo quiere”, le dije. “Si
haces esto te vas a ir al infierno”. Entonces él, viendo que yo no cedería ante sus brutales
deseos, tomó con mucha rabia el punzón y con violencia me hirió en el abdomen, a tal punto
que mis entrañas quedaron fuera. Yo grité, pero el ruido de las máquinas de trillar y los gritos
de los niños impidieron que alguien me escuchara. Me manchó el vestido de sangre, y él corrió
sin darse cuenta que me había herido mortalmente.
Me arrastré hasta la puerta, donde pedí auxilio. Me colocaron sobre la cama, me vendaron las
heridas, y le dije a mamá que Alejandro me había herido porque yo no quise consentir a un
pecado horrible que él me proponía. Me llevaron al hospital, pero tenía muchas heridas muy
graves y me fui debilitando. Yo rezaba y me encomendaba a Dios. El sacerdote vino y me colocó
una medalla de la Virgen en el cuello. Me preguntó si perdonaba a Alejandro. “Sí, por amor a
Jesús lo perdono, y quiero que venga conmigo al paraíso”. A las 3:45 de ese día, entré al
paraíso. Quise tener el corazón limpio, y ahora Dios me premiaba admitiéndome a su casa del
cielo para gozar de su presencia y de su amor.
Durante la vida me esforcé en no tener pecados y en tener el alma limpia. Esto me trajo mucha
paz y empecé a sentir el gozo de Dios, ya que Dios habita en un corazón limpio. Traté de que
Dios fuera lo principal en mi vida.
Hoy que el mundo vive en una cultura de pecado, te invito a que no profanes el templo sagrado
de tu cuerpo donde Dios habita. Mantén limpio el corazón, porque vale mucho la pena ver a
Dios, estar en su compañía, y disfrutar de su ternura y de su amor.
TEMA 5: PERSEGUIDOS POR CAUSA DE CRISTO

Representación: Testimonio de Mons. Óscar Romero


Mi nombre es Óscar Arnulfo Romero. Nací el 15 de agosto de 1917, en el Departamento de San
Miguel, El Salvador. Fui ordenado sacerdote en 1942, a la edad de 25 años. En 1970 fui
designado Obispo Auxiliar de San Salvador, y 7 años más tarde, el Papa Paulo VI me nombró
Arzobispo.
Mientras me preparaba para asumir este cargo, en mi país se efectuaron elecciones
presidenciales. Las fuerzas opositoras denunciaron un fraude electoral y convocaron a una
concentración popular en la Plaza Libertad, de San Salvador. Las fuerzas gubernamentales
disolvieron vilentamente la concentración, con un saldo de decenas de muertos y
desaparecidos. El gobierno anunció que varios religiosos, que se hallaban fuera del país, no
podían regresar. Fueron días difíciles.
Los sacerdotes católicos comenzaron a sufrir persecusión. Lo denunciamos. A los pocos días,
mi amigo, el sacerdote jesuita Rutilio Grande, fue asesinado junto a dos campesinos. Convoqué
a una Misa única en la Plaza Barrios, de San Salvador, para mostrar la unidad de la Iglesia.
Ante la impunidad de los crímenes en mi país comencé a defender los derechos de los
desprotegidos. Asumí la misión profética de denunciar que los derechos de los campesinos, los
obreros, de mis sacerdotes y de todas las personas que venían a mí, estaban siendo
pisoteados. Vivíamos un contexto de violencia y represión militar. Condené repetidamente los
violentos atropellos a la Iglesia y a la sociedad salvadoreña.
Insatisfecho por la actuación del nuevo Gobierno, intensifiqué los llamados a todas las fuerzas
políticas, económicas y sociales del país, las oranizaciones populares, e incluso a los grupos
terroristas, para colaborar en la reconstrucción de El Salvador y organizar un verdadero sistema
democrático. Hice una enérgica exhortación al ejército:
“Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en
concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, todos
somos un mismo pueblo. ¡Matan a sus mismos hermanos campesinos! Y ante una orden de
matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice “¡No matar!”. Ningún soldado
está obligado a obedecer una orden en contra de la ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene
que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su
conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley
de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta
abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van
teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos
lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, ¡les ordeno en
nombre de Dios: Que cese la represión!”
A la mañana siguiente, 24 de marzo de 1980, cuando celebraba la Misa en la capilla del hospital
de la Divina Providencia, un disparo hecho por un francotirador impactó en mi corazón,
momentos antes de la consagración.
No tienen idea del gozo que sentí de haber trabajado por la paz de mi país y, especialmente,
por ser perseguido y dar mi vida por causa de Cristo, presente en los pobres de mi pueblo, que
tenían hambre y sed de justicia. De morir por aquellos que eran perseguidos y reprimidos
solamente por buscar el bien.
Hoy comparto con ustedes la alegría de haber entregado la vida por el bien de los más
necesitados. Mi recompensa ha sido grande en el Reino de los Cielos, por haber tenido la
fortuna de sufrir por Cristo y con Él.

Representación: Testimonio de Anacleto González Flores


Mi nombre es Anacleto González Flores. Nacío en Tepatitlán, Jalisco, el 13 de julio de 1888, en
una familia muy pobre. Tenía facilidad de palabra. En cierta ocasión asistí a unas predicaciones
que hubo en mi pueblo, más bien por mi afición de oír oradores, pero Dios me tocó y cambió mi
vida. Me hice piadoso y reflexivo. Resolví hacer algo que valiera la pena por Dios y por mi patria.
Decidí asistí diariamente a Misa y comulgar con frecuencia. Empecé a dar catecismo a los niños.
Quería estudiar, pero tenía que trabajar para ayudar a mi familia. Con ayuda de un hombre rico,
entré al Seminario de San Juan de los Lagos para hacerme un apóstol seglar. En 1913, me
inscribí a la Escuela de Leyes de Guadalajara.
En nuestra patria dominaba una cultura contra el orden cristiano. Mucha culpa la tenían los
católicos que no hacían nada para defender los valores de Dios. Los animaba a ser soldados
de fe en todas partes: Iglesia, escuela, hogar. Tomé la pluma para escribir y defender a la
Iglesia. Fui presidente de la Acción Católica de Jóvenes Mexicanos (ACJM) en Guadalajara. En
nuestras reuniones nos fortalecíamos y animábamos para ser cristianos que supieran defender
su fe. Fundé una Unión Popular cristiana. Los masones me ofrecían trabajos bien pagados,
pero los decliné. Mis ideales levantaron la ira de los anticristianos.
Ya estaba muy avanzado en mis estudios de Derecho, cuando salió una ley en contra de los
católicos, en la que se desconocían los estudios que no se hubieran hecho en escuelas oficiales,
y yo estudié en un Seminario. Me dolió mucho esta ley por el odio y la injusticia que llevaban,
pero Dios me fortaleció para volver a empezar mis estudios, a pesar de mi edad. La oración me
confortaba, la Escritura me iluminaba y la Eucaristía me daba fuerzas.
En 1926 estalló abiertamente la persecusión, dirigida por Plutarco Elías Calles, en contra de la
Iglesia. Se formó la Liga de Defensa de la Libertad Religiosa, con el apoyo del Episcopado. Fui
nombrado al frente de esta organización en ell estado de Jalisco. Se recabaron más de dos
millones de firmas para pedir que se frenaran los abusos contra los católicos, pero el gobierno
las ignoró. Se multiplicaron los asesinatos contra fieles cristianos y sacerdotes. También a mí
me persiguieron.
El 31 de marzo de 1927 me confesé, y rogué al sacerdote que me llevara la comunión a casa
de la familia Vargas, donde estaba escondido. Esa noche escribí: “Bendición para los valientes
que defienden la Iglesia de Dios. Maldición para los que ríen, gozan y se divierten siendo
católicos, en medio del dolor de su Madre, la Iglesia. El espectáculo que ofrecen los defensores
de la Iglesia sencillamente es sublime. El cielo lo bendice, el mundo lo admira, el infierno lo ve
lleno de rabia y de asombro, los verdugos tiemblan. Solamente los cobardes no hacen nada”.
En la madrugada, 1 de abril, fui aprehendido y trasladado al cuartel, donde me aplicaron crueles
tormentos. Me exigían, entre otras cosas, revelar la ubicación del arzobispo de Guadalajara.
“No lo sé, y si lo supiera no se los diría”, respondí. Los verdugos descoyuntaron mis
extremidades, me levantaron las plantas de los pies y, a golpes, me desencajaron un brazo.
Antes de morir, le dije al general Ferreira, jefe de operaciones militares en Jalisco: “Lo perdono
a usted de corazón. Muy pronto nos veremos ante el tribunal divino. El mismo Juez que me va
a juzgar será su Juez. Entonces, tendrá usted un intercesor con Dios”. El general ordenó que
me traspasaran con el filo de una bayoneta calada.
Mi muerte llenó de luto a los tapatíos, pero en el cielo hubo una gran fiesta. Comprendí que si
uno da la vida por Jesús, el que nos va a juzgar, tiene un juicio de amor y de misericordia para
corresponder a nuestra prueba de amor. Grande es la recompensa de los que hemos sido
perseguidos por el nombre de Jesús. Yo te invito a que saltes de gozo cuando tengas que sufrir
a causa de Jesús. La gloria que te espera no tiene comparación con los sufrimientos presentes.

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