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Memorias de un yakuza
ePub r1.0
Skynet 21.02.2019
Título original: Memorias de un yakuza
Junichi Saga, 1989
Traducción: Jordi Juste Garrigós
OYOSHI
Mi destino empezó a torcerse a los quince años. Mi familia tenía entonces
un famoso almacén en Utsunomiya, en la provincia de Tochigi, donde se
vendían artículos de uso doméstico como sal, azúcar, telas, futones[3] y
edredones.
Así empezó él su relato. Hablaba en voz baja pero con cuidado, de
modo que era fácil entender lo que decía.
De los alrededores acudían agricultores tirando de sus carros para
comprar desde objetos de uso diario hasta regalos para ocasiones especiales.
Era un lugar muy animado. Habría, como mínimo, unos quince empleados.
Los aprendices iban de un lado para otro entre los montones de mercancía,
mientras los encargados hacían funcionar sus ábacos. A los clientes muy
importantes se les ofrecía el almuerzo en una habitación aparte. Las criadas
cocían el arroz en una gran olla. Son hechos de un tiempo lejano, pero los
recuerdo igual que si fueran de hace poco.
La cuestión es que el dinero se ganaba a espuertas y llevábamos una
vida de lujo. A mi padre le gustaba comprar relojes. Se los mandaban de
Tokio en gran número, y los exponía en el tokonoma.[4] Cuando llegaba
Bon[5] o Año Nuevo, se los regalaba a los encargados y aprendices que
habían trabajado con diligencia. No era como ahora, que se pueden adquirir
fácilmente tantos relojes como se quiera. Pero es que, además, aquellos eran
relojes suizos de oro, es decir, objetos de mucho valor. Mi padre se sentaba
de espaldas al tokonoma igual que si fuera un señor feudal. Los empleados
tenían la cara roja de tanto tocar con la frente en el tatami.[6] Cuando el
encargado leía su nombre, el receptor se ponía a cuatro patas y avanzaba.
Mi padre decía algo como «Lo has hecho muy bien», y le daba el reloj
lentamente. Los aprendices temblaban de excitación, se veía lo contentos
que estaban. Creo que mi padre conservó esa afición porque se divertía
viéndolos.
Tenía también una gran mansión en las afueras. En la época en que yo
ingresé en la escuela secundaria, construyó una casa en la parte trasera del
jardín. Aunque era para alquilar, su apariencia era imponente. Era grande,
de dos pisos, con recibidor y un tokonoma en la habitación interior. Esta
casa en la que vivo ahora también tiene dos pisos, pero es una baratija que
no se le puede comparar. Las de la época eran casi todas de un solo piso.
Apenas las oficinas públicas y las escuelas tenían dos plantas. Las viviendas
de dos plantas eran muy raras entre la gente normal. Cuando yo estaba en
tercero de secundaria, vino a vivir a esa casa una mujer joven. Era la
concubina del magistrado jefe del tribunal de Utsunomiya. Hacía poco que
había cumplido los veinte años, y la recuerdo de una belleza extraordinaria.
El primer recuerdo que tengo de ella es de un otoño. De vuelta a casa,
entré por la puerta trasera y vi a una mujer desconocida mirando hacia fuera
por una ventana del segundo piso. Su pelo negro, recogido en el estilo
shimada,[7] brillaba. Estaba reclinada sobre la baranda, con la mano
izquierda se tocaba la frente, y la derecha le colgaba hacia afuera. Era una
visión idéntica a la estampa de un Bijin-ga.[8]
Me quedé contemplándola largo tiempo desde detrás de un árbol, sin
comprender qué hacía allí una mujer como aquella. Al cabo de un buen
rato, mi padre apareció por la puerta de la casa, y detrás de él salió un
hombre bien vestido. Mi padre iba haciéndole reverencias mientras le daba
prolijas explicaciones. No era hombre de esforzarse para poner de buen
humor al prójimo. Era la primera vez que yo le veía esa faceta.
Luego salió la mujer y le dijo algo al hombre que iba bien vestido. El
asintió con la cabeza dos o tres veces. No sé por qué, pero todo aquello me
produjo una rabia incontenible. Aquel fue el día en que el magistrado vino a
ver la casa. Unos diez días después, ella volvió para instalarse.
El magistrado venía a verla siempre los domingos, durante el día. Los
días laborables nunca acudía. Los sábados tampoco. Llegaba siempre en un
rickshaw. Era un hombre fornido, con aspecto de mediar la cuarentena.
Llevaba un quimono formal de dos piezas y sandalias de madera de buena
calidad. Bajaba del rickshaw ayudándose de un bastón; la mujer le
susurraba algo al porteador, y le daba una propina.
El magistrado estaba en la casa hasta el anochecer. Cuando oscurecía,
llegaba a buscarlo el rickshaw con una linterna de papel colgando de una
lanza. Y, entonces, bajo la mirada de la mujer, el hombre se marchaba por el
camino oscuro con la espalda pegada al respaldo.
A mí me mandaban una vez al mes a casa de la mujer a cobrar el
alquiler. Como mis padres eran comerciantes, no podían vivir en el barrio
de las mansiones. Mi hermana y mis hermanos menores vivían con ellos, y
yo estaba con mis abuelos en el barrio de las mansiones, donde ellos vivían
retirados.
Mi trabajo consistía en ir todos los meses a cobrarle el alquiler y
llevárselo a mis padres. Me daba el dinero y me decía: «Ten, muchas
gracias». No le había oído decir nada más ni una sola vez.
Sin embargo, un día —recuerdo que era una fría tarde de invierno— fui
a recoger el alquiler, entré en el recibidor y, desde más allá de la puerta
corredera de papel, oí la voz de la mujer que me decía: «Entra, Eiji». Me
quedé callado, la puerta se abrió y ahí estaba, de pie con unos palillos en la
mano.
—Estoy asando mochi.[9] ¿Quieres? No te quedes ahí, entra. Pasa a
calentarte en el kotatsu. ¡Que entres, hombre! ¿Cuántos años tienes?
—¿Por qué?
—Da igual, ¿cuántos?
La mujer sonrió ligeramente y se me quedó mirando. Con sus blancos
dedos cogió un mochi que acababa de asar y me dijo: «Venga, abre la
boca». Aquellos dedos blancos asaltaron mis ojos, me mareé y perdí el
aliento. Y ahí empezó a enloquecer mi vida.
Supongo que podrá imaginar hasta qué punto me obsesioné. Ella se
sentía sola y yo tenía quince años. Todo lo que no fuera esa mujer dejó de
existir para mí. Hasta entonces mis notas en la escuela estaban entre las
mejores, pero de repente cayeron entre las peores de la clase.
Cuando estaba con ella, me sentía siempre muy intranquilo. Pensaba
que en cualquier momento podría aparecer el magistrado; tenía miedo y me
ponía nervioso. Creía que, si él me encontraba ahí, vendría un policía, me
detendría, me pondrían en la cárcel y quizá me condenarían a muerte.
A ella todo aquello la divertía, y me tomaba el pelo. «Si tanto te
preocupa, vete ya. Pero a partir de mañana ya no te dejaré entrar.» Por
mucho que me revolviera, yo no podía liberarme de aquellos blancos
brazos, tan delgados, y que ella usaba tan hábilmente que hacía que yo me
preguntara cuánta fuerza podían llegar a tener.
Lo que más le interesaba eran la mansión del magistrado y su mujer. La
tenían muy preocupada.
La mansión estaba a medio camino de la escuela. Alrededor había un
foso de dos metros de ancho, como si fuera un pequeño castillo. Más allá
del foso había un muro de barro. Y, entre el foso y el muro, un seto de
naranjo con espinas, para que no se pudiera entrar desde fuera. Unos
magníficos kadomatsu[10] adornaban ambos lados de la gran puerta. Hasta
el porche de entrada se llegaba por un camino de gravilla blanca de cien
metros; a derecha e izquierda del mismo se extendía un bien cuidado jardín.
El suelo del interior del porche era una plataforma de madera de una
sola pieza. Al lado, había siempre un porteador, que esperaba sentado junto
a su rickshaw. Al este de la mansión estaba la pista de tenis. Estábamos al
principio de la era Taisho[11] en una ciudad de provincias, y yo no había
visto nunca jugar al tenis a nadie. Un magistrado tenía un estatus social
muy elevado, parecido al de un gobernador de provincia, así que su
residencia tenía que ser digna de su rango.
La mujer me preguntaba muchas veces sobre la mansión, pero lo que le
interesaba de verdad era la esposa del magistrado. La odiaba.
Un día sucedió lo siguiente. Era un anochecer de verano y soplaba un
viento cálido. Ella se había bañado, y solo llevaba un quimono de ropa
interior sobre la piel desnuda. Se sentó de lado sobre el suelo y se puso a
aventarse con un paipay. Yo salía del baño, mi cuerpo entero desprendía
vapor y solo llevaba puesto un taparrabos. Entré en la sala y la mujer, de
repente, lanzó el paipay violentamente.
—No la puedo soportar, siempre está así —dijo mientras fruncía su
entrecejo con los dos dedos índices.
Yo estaba preguntándome de quién estaba hablando, cuando ella añadió
de mal humor:
—Me refiero a la esposa.
Recogió el paipay y se puso a aventarse frenéticamente.
—Ya tarda en morirse —fue su terrible expresión.
—¿La has visto alguna vez?
—Sí, la he visto. Una vez. Cuando estaba en Tokio, él me llevó al
teatro. Y en el palco de al lado estaban su esposa y su hija. Que tiene mi
edad.
—¡Qué raro!
—Fue ridículo.
Posiblemente deseaba de verdad que la esposa muriera. Ahora bien,
aunque lo hiciera, ella no tenía ninguna garantía de sucederla. Y puede que
eso también la enfureciera. El magistrado alquilaba la casa para ella y le
daba todo lo que necesitaba, pero parecía insatisfecha. A mí era ella la que
me ponía furioso. No sé por qué, pero no podía evitarlo.
Una noche, hacia finales de verano, yo tenía la mente en blanco y estaba
intentando pensar en algo, pero no podía. Fuera de la ventana colgaba un
furin.[12] Al verlo, me dio un súbito ataque de rabia, lo arranqué y lo lancé
sobre una losa.
—¿Qué te coge, de pronto? —me dijo ella mirándome atónita.
—¿Qué problema hay?
—¿Con qué?
—¿Te pregunto si hay algún problema?
—Qué tonto eres —me dijo; me pellizcó y me retorció la barbilla, y
sonrío. Me miró fijamente al fondo de los ojos, y repitió como susurrando
—: Qué tonto eres, también tú.
Aquella situación se alargó durante varios meses. Hasta que,
inesperadamente, ella se fue a Tokio. El magistrado fue promovido, y ella
se trasladó con él. En el momento de separarnos, me dijo:
—Cuando esté allí, te mandaré una carta. No tardes en visitarme, ¿vale?
Sin embargo, la carta no llegaba. La recibí, finalmente, tres meses
después. Pero no había ninguna dirección.
Fui a Tokio aproximadamente medio año después. Deseaba en cuerpo y
alma volver a verla, y pensaba que si iba me la encontraría en algún sitio.
Dije que quería trabajar en la capital y, contra lo que esperaba, mi padre me
dio su aprobación sin darle mucha importancia. Era como si pensara que me
convenía trabajar para otro. Yo estaba en cuarto de secundaria, era cuestión
de tiempo que tuviera que repetir curso. En esa época, era normal hacer
repetir a los estudiantes que iban mal. Él pensaría que, si la escuela no me
iba bien, tal vez me convenía ganarme el pan en otra parte.
—Por muy mal que lo pases, no te lamentes— me advirtió.
Pero no creo que pudiera imaginar el secreto que guardaba el corazón
de su hijo. Aquella mujer se llamaba Oyoshi. Es extraño, pero no recuerdo
haber oído nunca su apellido.
FUKAGAWA
Un primo de mi padre era tratante de carbón en el barrio de Ishijima, en
Fukagawa, Tokio. Su negocio se llamaba Almacén de Carbón Nakagawa, y
ahí me acogieron.
Me curé y, por fin, volví a trabajar igual que antes, pero no había pasado ni
un mes cuando sucedió algo. Estábamos a comienzos de primavera del año
del gran terremoto, 1923.
Yo repartía el coque todos los días. Shinkichi Globo de Goma y
Tarokichi el Soldado —que me acompañaban siempre a hacer el reparto—
desaparecieron de pronto. Le pregunté al capataz Katsushiro, pero me dijo
que no sabía nada de ellos. Tampoco los demás tenían idea. Al cabo de unos
diez días, inesperadamente, apareció Tarokichi. Tenía los ojos salidos y cara
de no haber comido en tres días. «¿Qué te ha pasado? ¿Y Shinkichi?», le
pregunté. «Está enfermo —me respondió. Y, sin más, añadió—: ¿No
podrías prestarme diez yenes?»
—¿Cómo quieres que tenga tanto dinero?
—Lo que quiero es que me los preste tu tío, hombre. Se los devolveré
sin falta.
—¿Y dónde está Shinkichi?
—A punto de estirar la pata.
—No digas tonterías.
—La cara que ponía es, sin lugar a dudas, la de un moribundo.
Me di cuenta enseguida de que Tarokichi no mentía. Le di parte del
dinero que me había dado mi abuela al salir de Utsunomiya, con la
condición de que me llevara al Meigetsukan, el albergue donde se
encontraba Shinkichi.
Había en Fukagawa un barrio conocido como Tomi, aunque su nombre
correcto era Tomikawa. No estaba muy lejos de la empresa de mi tío.
Pasados los puentes de Ogi y Shin-Ogi estaba el barrio de Nishi, en la orilla
del río Onagi. Justo al sur de Nishi, se extendía Tomi. En todo el barrio se
levantaban, unos pegados a otros, albergues baratos. El espacio para
caminar se reducía a menos de dos metros, y para pasar había que ponerse
de lado. Era imposible averiguar cuántos de aquellos establecimientos
había. Las planchas de madera que tapaban la alcantarilla habían
desaparecido, y la porquería rebosaba a la calle. Al andar se te adherían
cosas pegajosas.
En ese barrio había cada día un momento en el que se producía una
competición decisiva. A una hora en que las siluetas de la gente todavía se
veían desenfocadas, un intermediario laboral gritaba «¡Ehhh!» desde el
medio de la calle, y decenas de hombres acudían desde distintos puntos.
«Hoy hay que descargar en tal sitio. Quien quiera ir, que levante el brazo»,
decía, y las manos se alzaban por todas partes. Él llamaba a «Fulano,
Zutano y Mengano». A los demás hombres les decía que tenían que
«esperar la siguiente oportunidad», y se dispersaban en silencio.
A los que había decidido emplear ese día los hacía formar, les daba diez
céntimos y les decía con altanería: «Id rápido, no toleraré que lleguéis
tarde». Los hombres agarraban el dinero y salían volando. ¿Que dónde
iban? Pues a comer.
Eran del tipo que solo tenía dinero para comer ese día. La mayoría no
desayunaba. Lo primero que hacía el intermediario con los contratados era
darles el dinero para que pudieran desayunar, pues si no, con la barriga
vacía, no podrían trabajar. ¿Que qué hacían los hombres que se habían
quedado sin trabajo? Pues nada, esperaban de pie a que hubiera.
En los albergues, por la mañana, los hacían salir, y no les quedaba más
remedio que quedarse en la calle. Cada vez que llegaba el intermedio,
acudían. Y, si no obtenían trabajo, se quedaban aguardando de pie. Si no era
ese día, esperaban que fuera el siguiente. Y si no el otro. Los que tenían
algo de dinero entraban por la noche en un albergue, y los que no se
quedaban fuera. ¿Que qué hacían cuando estaban tres días sin trabajo? Pues
se aguantaban tres días sin comer. Cruzaban los brazos y, de vez en cuando,
bebían agua. Y así resistían.
En aquel mundo, había ciertas cosas que no podían decirse. Eran
«Tengo hambre», «Hace frío» y «Hace calor». Todos tenían hambre, se
trataba de competir y ver quién aguantaba más. Si alguno de los que estaban
esperando dijera «Tengo hambre», los demás pensarían «Ese no sabe
guardar la compostura, no sabe aguantarse», y dejarían de hacerle caso.
Resistían todos al límite, y si pronunciaban alguna de esas frases estaban
acabados.
«¡Qué frío!» era otra expresión que provocaba rechazo. Un taparrabos
que parecía un trapo, un quimono de algodón y una toalla eran todo su
patrimonio. Tenían que aguantarse con esa pinta en medio del viento
invernal haciendo ver que no tenían ni pizca de frío. Hambrientos como
estaban, soportaban ráfagas que parecían poder llevárselos. Ese era el
orgullo que les quedaba.
Si llovía durante tres días, por todas partes había hombres que no podían
trabajar y se mostraban irritados. La barriga les gruñía, estaban a punto de
desvanecerse. Les entraban ganas de comerse cualquier cosa que
encontraran tirada por ahí, pero tenían la norma de no ingerir nada recogido
en la calle ni sobras de restaurantes. Esa era su diferencia con los
pordioseros.
Si uno veía a otro que no podía aguantar las ganas de comer, decía con
arrogancia: «Ah, ese no vale nada. Finalmente, se ha convertido en un
pordiosero. Yo no como sobras ni que me muera».
Si alguien a quien le iban bien las cosas le decía a otro «Eh, no quieres
comerte mis sobras?», ese le respondía altanero: «No digas tonterías.
¡Cómo voy a comer yo sobras! ¿Por quién me tomas?». Aunque llevara tres
días sin comer y la barriga le rugiera. Así eran las cosas. Sabían que, si
hurgaban en las sobras, se convertirían en pordioseros. Aguantaban hasta el
límite. Si no eran capaces de hacerlo, tenían que morir. Esa era la situación.
¿Que si solo había hombres? Pues no, también había mujeres. Todas
putas. Habían trabajado en los prostíbulos de barrios como Yoshiwara,
Suzaki y Monzen-naka, pero habían contraído enfermedades o se habían
hecho mayores; ya no podían trabajar en esos sitios y habían ido cayendo
hasta acabar ahí. Atrapaban a un hombre afortunado que había trabajado y,
en las sombras de los montones de madera de la ribera del río, ponían un
colchón de paja y le vendían su cuerpo a cambio de dinero.
Por una enfermedad leve, fiebre o una afección cutánea, no podían dejar
de trabajar. Como nadie las ayudaba, aceptaban clientes hasta que su cuerpo
estaba podrido.
Entre los albergues había restaurantes, además de lugares donde se
podía beber. Y también bazares donde se vendía de todo. Ante las tiendas
colgaban taparrabos o sandalias. Las calles estaban llenas de baches y,
como las alcantarillas eran deficientes, la porquería fluía por todas partes.
Seguí a pie a Tarokichi por esas calles hacia el Meigetsukan.
Hasta que vi a un hombre caído en medio de la calle. Tenía el cabello
blanquecino y el cuerpo lleno de barro. Un policía estaba de pie a su lado,
gritándole. Había gente mirando desde callejones y puertas entreabiertas.
Una puta con la cabeza cubierta con una toalla miraba la escena, añadiendo
una arruga más a su ya marchita cara.
—Eh, tú, ¿qué te pasa? ¡Eh! ¿Eres de los que se tumban ahí para joder?
¡Aquí no se duerme! ¡Levántate, desgraciado!
El agente gritaba, pero el hombre de las canas seguía ahí tumbado. La
calle estaba fría como el hielo.
—¡Levántate! ¡Con que no te levantas, eh, desgraciado! —dijo el
agente, y se puso a patear el costado del hombre—. ¡Que no duermas aquí!
¡El inútil este, haciéndose el enfermo!
El hombre se levantó, tambaleándose, pero enseguida cayó de bruces.
—¡Levántate de una vez! —insistía el agente mientras lo pateaba con
violencia.
—Bueno, vámonos ya —me dijo Tarokichi hambriento.
—¿Qué pasa con este hombre? —le dije yo al agente.
—¿Y a ti, qué te pasa?
—Así va a morir.
—¿Te crees que no lo sé, o qué?
—¿No le da lástima patearlo de esa forma?
Eso es realmente lo que dije. Pensándolo ahora, me parece casi ridículo.
Creo que, para mi edad, estaba hecho un gallito. El agente me miró, atónito,
y me soltó un puñetazo. Cuando me di cuenta, estaba tumbado en el suelo
viendo el brillo de la lámpara de un alero.
—¡Tú estás tonto! —me dijo alguien, y una mujer se rio mostrándome
sus sucios dientes. Tarokichi ya no estaba.
—¿Qué has venido a hacer aquí?
—Estoy buscando a alguien.
—¿Ah, sí… ?
—¿Qué ha pasado con el hombre de antes?
—A ese viejo lo he ayudado yo —me dijo desde detrás un hombre—. El
agente me ha dicho que lo sacara de la calle. ¡El muy idiota…! A pesar de
estar hambriento, lo he llevado al callejón sudando la gota gorda.
—¿Y luego qué?
—Y luego nada. El policía se ha ido, y yo lo he dejado tirado en el
callejón.
Eso dijo el hombre, que abrió su sucia boca y se rio sin hacer ruido.
Para el agente era un engorro que se muriera alguien en su territorio. Si eso
ocurría, tendría que escribir un informe y encargarse del cadáver. Si un
hombre caía en su territorio, lo llevaba al de al lado. Si se moría ahí, la
responsabilidad era de otro. Pero ese otro podía devolvérselo de nuevo; no
se podía bajar la guardia. El moribundo era lanzado de un lado a otro de la
avenida hasta que terminaba dando su último suspiro donde la mala suerte
dictara.
Me marché y fui siguiendo las instrucciones que me dieron hasta dar
con el albergue Meigetsukan. Era una barraca medio derruida. En la puerta
estaba sentado un viejo de tez oscura y facciones como aplastadas.
—¿Está ahí Shinkichi?
—¿Y qué eres tú de ese?
—Pues un conocido.
—¿Traes dinero?
—¿No ha venido un hombre llamado Tarokichi?
—El desgraciado ese ha huido. Si no me pagas por lo menos su
estancia, tendremos problemas.
Le di dinero, y el viejo me acompañó donde estaba Shinkichi acostado.
Pero ya estaba muerto. Le toqué la cara y la tenía como el hielo.
—Estaba vivo hasta esta mañana. ¡Menudo engorro! Espero que tú
tengas dinero.
Le di un yen más, el viejo salió enseguida y volvió con dos hombres
sucios.
—No debía de comer como Dios manda.
—El hanten[29] parece bueno.
—El taparrabos me lo quedo yo —dijo uno de los hombres, y se rio con
la cara abotagada y las legañas rebosándole de los ojos.
Entre los dos desnudaron a Shinkichi y pusieron su cuerpo en un saco
completamente negro. El hombre más pequeño se echó el quimono del
difunto sobre sus propios andrajos.
—Bueno, ¿vamos ya?
—¿No se nos ha caído nada?
Se rieron mostrando sus dientes amarillos, y se fueron con el saco a
cuestas. No sé qué hicieron con Shinkichi. Y en cuanto a Tarokichi, ya no
volví a verlo.
Poco después de la muerte de Shinkichi, mi tío me llamó a su otra
residencia, en Koishikawa. Estaba cerca del santuario de Hikawa, en una
zona donde había muchas imprentas. La familia de mi tío pasaba allí los
fines de semana. Él me esperaba en su despacho.
—Estoy pensando que, desde el mes que viene, estés aquí estudiando.
Un amigo mío tiene una oficina de contabilidad. Acudirás ahí. Por la
mañana trabajarás en casa como criado, y por la tarde irás a la oficina.
Cuando te conviertas en un contable de verdad, espero que trabajes en mi
empresa.
Me di por enterado de lo que me decía y salí de la casa. Aquellas
repentinas palabras de mi tío se deberían a algo que le habían dicho mis
padres desde Utsunomiya. Yo no estaba dispuesto a pasarme todo el día
agarrado a una pluma ante un escritorio, pero, si me enfrentaba a mi tío, no
podría quedarme en Tokio; y si huía no tenía adonde ir. Regresé a Ishijima
pensando en lo que debía hacer. Y entonces sucedió algo. Se podría decir
que tuve mala suerte.
A jugar al muelle del carbón no acudían solo los obreros, sino también
otras personas. Entre ellas, había un tipo singular. Se llamaba Kenkichi y,
por su aspecto, parecía ser diez años mayor que yo. Tenía unos ojos
penetrantes y piel oscura, y era huesudo. Siempre ponía cara de disgusto y,
mientras estaba en la timba, apenas hablaba. Parecía tener mucho dinero y,
en comparación con los obreros, se desprendía fácilmente de él.
—¿A qué se dedica ese? —le pregunté a Kyuzo.
—Será patrón de barca —se limitó a contestar, pero en realidad no lo
sabía.
Yo siempre me estaba preguntando cómo ganaba ese hombre tanto
dinero, pero no lograba conocer su verdadera identidad.
En algún momento, dejé de verle. El día después de que yo acudiera a la
residencia de mi tío, volvió a aparecer de forma inesperada.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Kyuzo.
—Me jodió una mujer —respondió.
Lo había contagiado y le habían salido chancros. Un médico se los
había extirpado, pero luego la enfermedad se había complicado y había
estado todo el tiempo en cama.
—Pues, en eso, este señorito te lleva la delantera.
Cuando Kyuzo le contó mi historia, se rieron a carcajadas. Aquello nos
unió, y el hombre pasó a mirarme de un modo distinto.
Más tarde, un día de primeros de junio, Kenkichi me dijo:
—¿Quieres salir conmigo esta noche?
—¿Hay algo interesante? —le pregunté.
—Te lo diré después. Estate a las ocho delante del santuario de
Tomioka.
Me lo dijo en un tono de secretismo que despertó mis ganas de que
llegara el momento. A la hora acordada, yo estaba delante del santuario. De
pie, escondido a medias por el tronco de un ginkgo, había un hombre que
parecía de edad muy avanzada y tenía el aspecto de un artesano receloso de
las miradas ajenas.
—¿Eres Eiji, verdad? —me preguntó.
Se me acercó sigilosamente, me dijo que lo acompañara y se puso a
andar. Muy rápido. Llevaba una toalla enlazada al cuello como única prenda
blanca. El resto de su ropa era de color negro o gris. Pensé que, si se
alejaba, dejaría de verlo. Al cabo de un rato llegamos a un foso y, pegada a
la orilla, había una barcaza. Un hombre que llevaba puesto un hanten saltó a
bordo.
—Has venido —dijo una voz. Escruté las tinieblas y supuse que era
Kenkichi.
—Sube.
—¡Qué barca más oscura!
—Si estuviera iluminada, no serviría.
Kenkichi me hizo sentar entre las mercancías. Estaba tan oscuro que no
se veía nada.
—¿Qué tal, te apetece ayudarme a trabajar?
—¿Qué es lo que haces?
—Un trabajo con el que se gana dinero.
—¿No será robar?
—Robando no se gana dinero.
—¿Pues qué es?
—Como confío en ti, te lo voy a contar. Esto es una barcaza esfumada.
Yo había oído hablar a los obreros sobre las barcazas esfumadas, pero
no era fácil de creer que aquella fuera una. También eran llamadas «barcas
etéreas». Eran embarcaciones que se dedicaban al transporte de mercancías
o personas a escondidas de la policía.
En la actualidad se usarían automóviles, pero entonces se hacía con
barcas. Según Kenkichi, no ayudaban ni a ladrones ni a asaltantes.
—¿Y qué pasa si nos cogen?
—En ese caso, ya pensaremos algo. Pero, si lo hacemos como es
debido, no sucederá nada.
—Parece interesante.
—Hay que ser valiente. Pero se gana dinero.
Así empecé a navegar en las barcazas esfumadas. Los clientes eran
diversos. A primera vista, algunos de ellos parecía que llevaban negocios
respetables. Habrá gente que no se creerá que personas de ese tipo montaran
en aquellas barcas. Y es que es algo que no se puede entender si no se sabe
cómo trabajaba la policía de la época.
Era algo realmente horroroso. Si veían a un sospechoso, enseguida se lo
llevaban al puesto para interrogarlo. Cualquiera que tuviera ni que fuera un
pequeño cargo de conciencia por algo temblaba de miedo al intuir la mirada
de recelo de un agente.
Fukagawa estaba repleto de ríos. Y también había muchos puentes. Al
pie de los principales había, sin falta, un puesto de policía. Desde ahí
vigilaban a la gente que pasaba. De día había mucho tránsito y no podían
interrogar a todo el mundo. Pero, si alguien pasaba tarde por la noche,
seguro que le daban el alto.
Hasta antes de la guerra, la vida de la mayoría de los japoneses consistía
en levantarse por la mañana cuando todavía era oscuro, ir al trabajo,
trabajar durante todo el día con todas las fuerzas, regresar a casa por la
tarde, comer y acostarse. En una casa normal, hacia las nueve de la noche
ya estaba todo el mundo durmiendo.
Ahora hay diversiones de todo tipo y es difícil creer que entonces la
gente se acostara a las nueve; pero era así hasta hace algún tiempo. Alguien
que estuviera fuera caminando a altas horas era visto como sospechoso de
ser un maleante.
—¡Eh, eh, tú! Ese de ahí. ¡Ven aquí! ¿Qué estabas haciendo hasta estas
horas? —le preguntaban.
—Estaba trabajando.
—¿Trabajando? ¿No es raro estar trabajando hasta tan tarde?
Si la policía le echaba a uno el ojo, no lo soltaba fácilmente. Le
preguntaban dónde trabajaba, quién era su jefe… Y, si se atrancaba en una
respuesta, decían: «Este inútil nos está tomando el pelo. ¡Ven aquí!». Le
pegaban un par o tres de tortas y, normalmente, lo tenían bajo arresto hasta
la mañana siguiente. Cualquiera que estuviera apostando hasta tarde y se
guardara el dinero en el bolsillo estaba en un aprieto si un policía le daba el
alto. Lo arrestaban al momento y se lo llevaban al calabozo. Esa es la razón
por la que los clientes que acudían a los garitos de juego se preocupaban
por el regreso, y los que los regentaban se esforzaban en trasladarlos hasta
donde quedaran a salvo del arresto de los agentes.
En Fukugawa, el esfuerzo era mayor que en otros sitios porque, para
regresar, había que cruzar puentes. Ahí estaban los agentes, y era difícil
pasar sin riesgo. Se habían tenido que ingeniar diversos métodos. Uno de
ellos era atar el billetero con un cordel y lanzarlo. El procedimiento era el
siguiente. Se ataba el billetero del cliente con un largo cordel de cometa y
se asía una piedra en el extremo contrario. El cliente entregaba el billetero
bastante antes de llegar al puente y cruzaba con las manos vacías. Y, claro,
los agentes lo interrogaban.
—¿Dónde has estado a estas horas?
—Un amigo se encontraba mal, he ido a verle y se me ha hecho tarde.
—¡Si mientes, te vas a enterar!
—Juro que no lo hago.
—Pues mañana iremos a comprobarlo. Pon todo lo que llevas sobre la
mesa.
—Vale.
El cliente ponía las cosas frente al agente. Si se lo ordenaban, tenía que
dejar sin rechistar que inspeccionaran desde el contenido del hatillo hasta el
interior de la faja o del taparrabos.
—¿Solo esto?
—Sí, es todo.
—Vale, pues, a partir de ahora, no andes por ahí tan tarde.
Después de sermonearlo, lo dejaban en libertad. Cruzaba el puente, daba
un rodeo e iba hasta la orilla opuesta, donde estaban esperándole. Desde ahí
lanzaba una piedra para dar la señal. Los de la orilla de enfrente le arrojaban
otra. Como iba atada a un cordel, si el cliente la recogía, se producía una
respuesta. Él tironeaba una o dos veces para que los otros supieran que todo
estaba en orden y soltaran el billetero. Finalmente, el cliente tiraba hasta
que volvía a sus manos.
Sin embargo, no se puede decir que ese fuera un método demasiado
bueno, pues no se podía evitar que el billetero se mojara, y si era un río
ancho no llegaba hasta la orilla contraria. Además, solo podían ir hasta
cierto punto. Si había algún otro puesto de policía, el cliente tenía que
apañarse por su cuenta. Era un trabajo duro. Primero, porque se hacía en la
oscuridad y era fácil perder algo importante. Y, además, por mucho que no
llevara el billetero encima, si alguien pasaba repetidas veces por delante de
un puesto de policía, se convertía en sospechoso.
Ese es el motivo por el que, normalmente, aunque hubiera que dar un
gran rodeo, se regresaba por rutas poco transitadas. Entre los clientes que
no tenían prisa, también los había que jugaban hasta el amanecer, cuando,
con la salida del sol, les pedían que se marcharan. Si no tenían más remedio
que hacerlo durante la noche, se usaba un método especial, el de las
«barcazas esfumadas».
En general, no transportaban solo a clientes de garitos de juego, sino
también a ladrones y a tipos con antecedentes, además de contrabando y
cualquier carga que hubiera que esconder de la policía. La singularidad de
las barcazas era que transportaban cualquier cosa, pero Kenkichi se había
especializado en los jugadores.
«Eh, va a subir un cliente», decía una voz. Haciendo un sonido sordo, la
barcaza se paraba en la orilla, y enseguida subía alguien a bordo. Desde
tierra se oía: «Patrón, por favor».
—Vale —le respondían.
Un viejo llamado Tatsu conducía al cliente, lo colocaba entre las
mercancías y tapaba con una gran tela negra toda la cubierta.
«Cuidado», decía la voz de Kenkichi. Y la barcaza se separaba
inmediatamente de la orilla. En el río se levantaban pequeñas olas negras,
plateadas y cobrizas. Las hileras de casas estaban completamente oscuras.
Las ordenanzas obligaban a que los barcos que circularan durante la noche
por los ríos llevaran las luces encendidas, pero ese no lo hacía. Se movía
oculto en medio de la oscuridad y sin hacer ruido. No salía ni una voz, lo
único que se oía era el agua. La primera vez, el estremecimiento que sentí
fue tal que hizo que los huevos se me encogieran.
En las principales vías fluviales quedaban todavía puntos de control
establecidos en la era de Edo.[30] Las embarcaciones que entraban y salían
eran siempre inspeccionadas. Asimismo había controles donde confluían
dos vías o donde una tenía forma de te mayúscula. Por eso no podíamos
pasar nunca por ahí. En los puentes también había puestos de policía; o sea
que estaba claro que tampoco eran nada bueno.
Si, por lo que fuera, miraran desde un puente, seguro que nos
sorprenderían al momento. Teníamos que elegir aquellos en los que no
hubiera vigilancia. Aun así, si nos veía un agente que estuviera patrullando
apartado de cualquier puesto, sería nuestro fin. Siempre teníamos que
circular a una velocidad que nos permitiera parar de inmediato, y
moviéndonos dentro de las sombras, cerca de la orilla. Además, algunos
hombres se adelantaban a la barcaza caminando por el margen para vigilar.
La primera vez no me di cuenta, pero en ambas riberas había alguien
controlando. Si percibía la llegada de un agente, rapidísima-mente lanzaba
una piedra como señal, y él mismo se escondía en la sombra de algo.
Kenkichi detenía de inmediato la barca en la orilla y se quedaba inmóvil.
Como en el río había muchas barcas, desde tierra seguro que nadie
sospechaba de la nuestra.
Además, la gente que trabajaba en el río, aunque supiera que eso era una
barcaza esfumada, nunca la denunciaban a la policía. Si lo hicieran, los
agentes se pondrían a hacer comprobaciones y pensarían que quizás eran
compinches. Para colmo, los amigos de los de la barcaza dejarían de
relacionarse con ellos, y ya no podrían trabajar más. Así que hacían ver que
no sabían nada.
La de Kenkichi no era la única barca de ese tipo. En Fukagawa había
por lo menos dos. Y es que, según el rumbo, solo con una no bastaba.
Seguro que en algún sitio había un puesto de policía. Según cuál fuera la
ruta de regreso, el cliente debía hacer transbordo hasta poder salir a un lugar
seguro.
Por ejemplo, si llevábamos a un cliente del garito de Kiba hasta el
puente de Eitai, primero lo conducíamos a la piscifactoría que había detrás
del local, donde se criaban en gran cantidad carpas, peces de colores,
anguilas y tortugas para venderlas en ciertas épocas del año. Había que
tener cuidado al guiarlos, porque se pasaba entre diversas albercas grandes
y no se podían encender linternas. De eso se encargaba Tatsu.
Poco antes de llegar al río Aburabori, estaba esperando la barcaza.
Montábamos ahí rumbo al barrio de Wakura. Pasado Fudodo, en el parque
Fukagawa, saltábamos a la orilla. íbamos por un camino oscuro hacia el
barrio de Tomioka Monzen. Más allá de Fudoson había un foso donde
esperaba otra barcaza. Subíamos a ella, pasábamos por delante del barrio de
Botan y, por el río Oshima, atajábamos hasta la parte posterior del barrio de
Hamaguri. Allí había varios puentes, pero ningún puesto de policía.
Podíamos salir al barrio de Nakashima y, acortando, dábamos por fin justo
debajo del puente de Eitai.
Por supuesto, había incontables cambios según el día. Si sabíamos que
había peligro, aunque tuviéramos una petición, no salíamos. Incluso cuando
no había problemas, a ambos lados de la barcaza se apostaban hombres para
vigilar, y se avanzaba comprobando la seguridad. Pero un profano no era
capaz de localizar a esos vigías.
Y así llegábamos a nuestro objetivo. Kenkichi decía en voz baja:
«Hemos llegado».
—Gracias, pues —el cliente saltaba a la orilla y Tatsu lo acompañaba
hasta un lugar iluminado.
Se ganaba dinero, pero es verdad que era un trabajo agotador que ponía
a prueba los nervios de cualquiera.
SEI EL LADRILLERO
Como en la barcaza no había sitio para dormir, por mediación de Kenkichi
fui a vivir con un hombre llamado Tokuzo, un capataz de gancheros del
barrio de Kakuho. Ahora el almacenaje de madera se hace en la bahía de
Tokio y no quedan vestigios del pasado, pero en aquella época Fukagawa
era sinónimo de maderería. Desde la manzana número uno hasta la cuarta
de Kiba y en los barrios de Fuyuki, Kakuho, Sengoku, Hirano, Toyosumi o
Hirai no había más que almacenes y negocios de venta al por mayor de
madera (solo los mayoristas eran ya centenares).
En las madererías había muchos gancheros que se encargaban de
manejar las balsas de troncos que llegaban desde Kiso, Kishu y otros puntos
de Japón para acumularse en Fukagawa. Dicho en unidades antiguas,
aquello valía millones de koku.[31] Una barbaridad. Los troncos se
amontonaban flotando frente a los almacenes. Los comerciantes compraban
y vendían madera, y la llevaban de ese modo hasta los aserraderos o la
sacaban a tierra firme. De todo eso se ocupaban los gancheros. Los
capataces alojaban a esos hombres en unos edificios llamados establos.
Un capataz se encargaba de unos treinta gancheros, una gran familia.
Para comer y para dormir necesitaban una sala espaciosa. Y ese era también
un lugar ideal para jugar a los dados. Pero no era habitual que lo hicieran
entre ellos. Los clientes llegaban de fuera. Ahora las apuestas no tienen
tanta popularidad. En la época eran una diversión común incluso para
personas como propietarios de tiendas importantes, amas de restaurantes o
gerentes de casas de quimonos. En el establo del capataz Tokuzo, el juego
florecía hasta el punto de que no había día en que no hubiera timba.
Déjeme que le hable un poco de cómo iba la cosa en ese establo donde
vivía yo. Las timbas las montaban profesionales del juego. Es decir, se
ocupaban de ellas jugadores de verdad. El capataz no jugaba, lo único que
hacía era cederles el local. En las películas a veces aparecen timbas, pero no
son más que disparates. De entrada, los garitos eran realmente silenciosos.
En ellos nunca se levantaba la voz. Lo que se estaba haciendo estaba
prohibido, y nadie quería que lo pillaran. Había que actuar en completo
silencio para que la gente que pasaba por delante no se diera cuenta. El
crupier aconsejaba en qué lado apostar. En voz baja y con tono grave decía:
«Par, impar; apuesten, apuesten; falta par, falta par». Los demás estaban en
silencio, solo resonaba aquella voz. La tensión era tal que el aire se podía
cortar.
«Seguimos, no más a impar; falta par, falta par; fichas a par, fichas a
par», decía para explicar que no se podía apostar más a impar. O de otra
forma: «En impar ya hay suficientes fichas, no se pueden poner más. Si no
ponen en par, no podremos jugar. ¿Nadie apuesta a par? Si seguimos así,
perderemos el tiempo y no podremos jugar».
En los dados no hay ventaja para par o impar. No hay más que destapar
el cubilete. Cuando el crupier decía «Falta impar» y no se podía jugar, todos
se irritaban. Y es que lo que querían hacer todos era jugar. Si el crupier
apremiaba diciendo «Ficha a impar, ficha a impar», alguien acababa por
apostar. Funcionaba así. Y entonces se jugaba. Cuando ya había suficientes
fichas, el crupier decía: «No más apuestas. Hay suficientes apuestas en par
e impar. ¡Se juega!».
Y el tirador levantaba el cubilete con estilo. En ese momento se
producía un placer indescriptible.
Los trabajadores como los gancheros no tenían dinero, no eran buenos
clientes. Los propietarios de grandes comercios, los gerentes de empresas,
las esposas de hombres ricos o los terratenientes; los buenos clientes eran
ese tipo de personas con dinero. Todos querían ganar, pero iban sobre todo
para pasarlo bien.
Que perdieran no suponía ningún problema, siempre y cuando
regresaran de buen humor. En las películas y obras de teatro, hay escenas en
las que salen jugadores profesionales que se hacen con todo el dinero de un
cliente hasta desnudarlo y tirarlo a la calle con un «¡Hasta nunca!». Es un
disparate. Si lo hicieran y, por algún caso, alguien los denunciara a la
policía, todas las personas relacionadas con la timba serían detenidas.
Y, además, si algún cliente perdiera jugando tanto como para no poder
levantarse, ya no podría volver a ir a divertirse, y se expandiría el rumor de
que allí desplumaban a la gente. Eso sería el fin. El que organizaba la timba
se encargaba de que ningún cliente terminara de ese modo.
Si uno perdía sin parar, para calmarlo le decía: «Oiga, parece que hoy
no es su día de suerte. Qué tal si lo deja aquí. Esto es solo para volver;
cójalo, por favor». Y le daba un poco de dinero.
Los jugadores profesionales no eran como los gánsteres de hoy en día.
Se ganaban la vida con los dados. En su trabajo, eso que llamamos
compasión era importante. Era un mundo en el que uno no podía sobrevivir
pensando que si se ganaba dinero ya estaba bien, aunque se hiciera daño a
otros.
Un cliente especialmente interesante era el ama de un prostíbulo de
Monzen-naka. Estaba forrada, pero su marido no le hacía caso. Siempre se
la veía irritada y se desahogaba jugando. Tenía mucha prisa. En cuanto
entraba, sin sacarse la chaqueta, echaba mano a un gran billetero que tenía
dentro de la faja y decía: «¿Qué hay que hacer? ¿En cuál falta? ¿Falta en
par? ¡Pues en par!», y ponía un montón de dinero. A veces ganaba, pero
jugando de ese modo al final se pierde. Se marchaba con el billetero ligero,
pero se sentía aliviada. «Ha sido divertido. Gracias, jefe», decía, y se iba
con paso rápido. Estaba tan revolucionada que la timba no podía calmarse
en su presencia, pero era una muy buena dienta.
Había otro cliente al que llamaban Sei el Ladrillero. Utilizaba a menudo
las barcazas esfumadas. La primera vez que lo vi en el garito de juego, me
llevé una sorpresa. Llevaba sandalias nuevas con suela de piel, un quimono
con un buen tinte y un fajín brillante de calidad; y en el pecho le colgaba
una cadena de oro que tendría un centímetro de grosor, con un espectacular
reloj de oro en el extremo.
Era desprendido con el dinero, esparcía los billetes como si fueran
basura y se reía a carcajadas aunque perdiera. Era un poco más bajo que la
media, estaba regordete y tenía los ojos saltones. No se puede decir que
fuera elegante, pero tenía el aspecto de ser alguien importante en su trabajo.
Su porte majestuoso me sorprendió, y le pregunté a Tameji:
—¿Qué clase de tipo es ese?
Tameji tenía solo dos años más que yo, pero ya era conocido como un
ganchero hecho y derecho.
—Ese es Sei el Ladrillero.
—¡Qué nombre más raro!
—Ese era el oficio de su padre. Pero él ya de joven tenía los dedos muy
largos, así que lo desheredaron. Y ahora es un jefe de esto —Tameji me
mostró el dedo índice de su mano derecha en forma de ganzúa.
—¿De verdad? Pues no lo parece.
—Es que, aunque sea un carterista, no deja de ser un gran jefe. Tiene
decenas de secuaces. Todo Asakusa es su territorio. Dicen que el botín de
un solo día es algo impresionante.
Como he dicho, el tal Sei montaba a veces en las barcazas difusas. Una
vez, al desembarcar en la orilla, me dijo: «Oye, Eiji, por qué no vienes
mañana a visitar Asakusa. Te espero a las doce frente a la puerta de
Niomon».[32]
La cosa parecía interesante. Fui hacia allí despreocupado, y esperé junto
a las estatuas de los grandes guerreros protectores hasta que llegó Sei
acompañado de uno de sus hombres. Llevaba un quimono de seda, y la
cadena de oro colgando alargada de forma ostentosa. Su aspecto hacía
pensar en un nuevo rico llegado de provincias.
Paseando, llegamos hasta delante de Kannon.[33]
—¿Qué te parece? Es el Kannon más importante de Japón. Si Asakusa
es próspera es gracias a él —Sei se mostraba muy orgulloso—. Mira, ahí va
—me dijo, y me dio lo que vi que era un billete de un yen—. Si eres tacaño
con los donativos, la suerte no te acompañará —añadió sonriendo mientras
mostraba su diente de oro. Del billetero sacó otro billete de un yen y lo tiró
a la caja de los donativos, juntó ante su rostro las palmas de sus rollizas
manos e inclinó la cabeza.
Caminamos despacio entre las tiendas de recuerdos de Nakamise [34] y
entramos en un restaurante de carne asada llamado Imahan. El gerente y
una camarera, que estaban esperando en el recibidor, nos dieron la
bienvenida.
—Dice el jefe que te invita a lo que quieras —me dijo su secuaz.
Yo tenía suficiente dinero, pero ya que me hacían el ofrecimiento lo
acepté en silencio. Ese día comí sukiyaki por primera vez en mi vida.
Todavía ahora me acuerdo de Sei cada vez que vuelvo a comerlo.
—¿Hasta cuándo piensas ir en esa barca? —me dijo Sei como
preocupándose por mí—. Es un trabajo arduo y no dura mucho.
—Dicen que eres familia del tratante de carbón de Ishijima. Si se
enteran tus padres de que trabajas en una barca difusa, se llevarán un
disgusto —añadió su hombre de confianza.
—¿Cuánto ganas?
—No paso dificultades.
—Eso creo —dijo Sei—. Pero, comparado con lo que ganamos
nosotros, seguro que no es más que una mierda. Bueno, déjame que te lo
pregunte: ¿Qué te parecería convertirte en mi discípulo? No te trataremos
mal. Podrás aprender el trabajo poco a poco. De momento, puedes vivir de
gorra. Te divertirás mucho más en Asakusa que perdiendo el tiempo en
Kiba.
Aparentemente, Sei me invitaba porque creía en mis posibilidades.
Aquello era demasiado para mí. Yo me tenía por un hombre hecho y
derecho, pero para él todavía era un niño, y confiaba en que podía educarme
como buen carterista.
Sei tomó sake y se puso de especial buen humor. Yo no le dije que
aceptaba convertirme en uno de sus hombres, pero él parecía pensar que
acabaría convenciéndome. Y me sentí muy incómodo.
De repente, su hombre dijo: «Ha venido». Miré y vi que llegaba a prisa
un hombre bajo y gordito con una mirada torva y unas facciones que lo
delataban como carterista.
—Padrino, por fin lo hemos atrapado —dijo el recién llegado con aire
triunfal.
—¿Dónde?
—Dentro de un tren.
—¿No se ha resistido?
—Eramos tres, y uno era el Peque. Contra un exluchador de sumo no
hay nada que hacer —dijo riéndose con una voz siniestra—. ¿Qué
hacemos?
—Ya lo sabéis. Se lo destrozáis —dijo el secuaz con la boca
entreabierta.
—¿Lo hacemos?
—¡Hacedlo! —remachó Sei secamente.
En el mundo de los yakuzas se corta el dedo pequeño; en cambio, entre
los carteristas, al que invade un territorio ajeno le destrozan el dedo índice
de su mano buena. Aquel hombre miró hacia mí de refilón y se marchó al
trote. Sei y su secuaz parecían de muy buen humor.
Sei siguió tratando de halagarme; me dijo «Esto es para tus gastos», y
me dio diez yenes. Rechazar lo que alguien te da significa ponerlo de mal
humor, por eso lo acepté agradecido. El volvió a echar mano al billetero y
añadió: «Si no es suficiente, te daré más». Pero su hombre, preocupado, le
dijo: «Si le da tanto, lo malacostumbrará». Pensé que si aceptaba más podía
buscarme problemas, así que me resistí.
Sei dijo que tenían una reunión aquella tarde, pagó la cuenta y se
despidió:
—Siempre que quieras, si vas a la tienda que está escrita en esta tarjeta,
te escucharé. Bueno, piénsatelo bien —terminó, y nos separamos.
La tarjeta estaba impresa en un papel lujoso con borde de oro, y decía lo
siguiente:
Seizaburo Takamuro,
Consultor especializado en problemas de todo tipo.
LOS DISTURBIOS DE ASHIO
Sería a finales de primavera del año antes del gran terremoto. No sé por
qué, pero aquel día me sentía muy bien y estaba echando una cabezadita en
la barca. Cuando me desperté, vi que a mi lado estaba sentado Kenkichi.
Parecía estar absorto en algún pensamiento; tenía la frente arrugada y estaba
callado. Yo también permanecí en silencio.
De pronto, él puso cara seria y me dijo:
—No me extraña que Sei-chan se preocupe por ti. Si te quedas mucho
tiempo en esta barca, no vas a sacar nada bueno.
Yo le pregunté:
—¿Pues por qué empezaste tú en este negocio?
Kenkichi sonrío con malicia y me respondió:
—Tú y yo tenemos orígenes distintos.
De nuevo mostró un semblante abstraído y se quedó largo tiempo en
silencio.
Kenkichi tenía algo típico de la gente que llevaba aquel tipo de vida.
Albergaba un carácter infinitamente sombrío. Sin embargo, ese día había en
él algo distinto. Su perfil —sentado apoyándose en un borde de la barca y
mirando hacia el cielo— me pareció el de otra persona. Con el pelo
entrecano ondeando al viento, me contó lo siguiente:
A lo mejor tú nunca has oído hablar de ello, pero en 1907 hubo grandes
disturbios en las minas de cobre de Ashio. Yo estaba allí, trabajando como
minero. Estuve relacionado con los alborotos y huí de la montaña. Es una
historia verdadera que parece falsa. ¿Que por qué me sucedió aquello? Pues
porque yo era un niño huérfano.
Mi madre era una mujer tonta. Nació en el seno de una familia de
agricultores bien estantes, pero me tuvo a mí, un hijo ilegítimo, y cuando yo
tenía once años murió. Ella tenía veintinueve. Me contaron que mi padre
era viajante de un mayorista de mercería, yo no lo vi ni una sola vez.
A mi madre le hicieron un funeral para cubrir las apariencias e,
inmediatamente después, yo me fui de casa. Un tío suyo tenía una serrería
en lo más profundo de las montañas de Numata, en la provincia de Gunma.
Cuando tenía siete años, yo había estado una vez allí con ella. El tío, que
era una buena persona, la consoló. La recuerdo muy bien llorando
cabizbaja. Los niños del vecindario venían a jugar, y me sorprendió que no
se mofaran de mí. Jugábamos en el río del fondo del valle. En los bosques
que había por todas partes se oía el con-con de los leñadores talando
árboles. Los pájaros piaban, y yo me preguntaba si era posible que en el
mundo hubiera un sitio como aquel. Parecía un sueño. Quizá mi madre
quería que nos quedáramos allí, pero no fue posible. Nos marchamos,
lamentándonos.
Tras su muerte, pensé que allí habría algo bueno seguro. Después de
caminar varios días, finalmente llegué a Numata. Sin embargo, el tío había
muerto y la serrería había pasado a manos de otro hombre. No tuve otra
opción que quedarme cinco años trabajando como ayudante de un
encargado del acarreo con caballos. El trabajo consistía en transportar hasta
la serrería los troncos cortados por los leñadores. Aunque yo era pequeño y
no podía hacer gran cosa. Me gritaban y yo ataba o desataba la cuerda a la
madera, limpiaba alrededor de la serrería, lavaba los caballos y hacía otras
cosas de ese tipo.
Con el tiempo, pasé a poder ocuparme yo mismo de los animales, y
empecé a transportar la madera desde la serrería al pueblo. En esas
ocasiones ponía a escondidas un poco más de madera y la llevaba al
almacén de un conocido. Se la vendía, y con el dinero que recibía me
compraba un bollo para comer; además poco a poco empecé a poder
guardar algún dinerillo. El encargado de los caballos no me daba un bollo ni
que le regalaran diez. Tampoco me pagaba un salario. Si no me hubiera
buscado la vida, me habría quedado en los huesos.
El año en que cumplí los dieciséis, vino un reclutador de peones para las
minas de cobre de Ashio, y preguntó quién quería ir a trabajar. Decía que se
ganaba un yen al día. Yo me lancé. Cinco más fueron contratados. Nos
fuimos con el reclutador.
Por el camino no había más que montaña tras montaña. Nos adentramos
tanto hacia al interior que empecé a preguntarme si era posible que en aquel
lugar viviera alguien. Después de andar mucho tiempo, el reclutador nos
dijo: «Eso es Ashio». Me sorprendí. ¿Qué eran aquellas montañas? Se me
quedó la vista clavada.
Por todas partes había montañas peladas. No había ni un solo árbol. No
crecía ni una brizna de hierba. Entramos al fondo del valle, por donde corría
un torrente. Las montañas se iban cerrando desde ambos lados. Todas
peladas. Seguimos avanzando. Me sorprendí todavía más, porque allí había
una ciudad formidable.
Tenía ayuntamiento y hospital. Sobre el río había una vía férrea por la
que circulaban las vagonetas y una máquina de tren eléctrica para
transportar los minerales. También había una central hidroeléctrica. La
ciudad estaba iluminada. Ninguno de nosotros había visto antes la luz
eléctrica; nos quedamos sin habla.
Era una ciudad muy bulliciosa, con todo tipo de comercios y varios
hoteles. El hotel Izumiya era el que usaba la empresa de las minas de cobre,
y tenía hasta teléfono. También había un fotógrafo; estaba empleado por las
minas de cobre pero, si le pagabas, sacaba las fotografías que le pidieras.
Aquello era una rareza. Incluso nosotros le pedimos que nos sacara fotos
como recuerdo. Además, había dos o tres casas de geishas. Y cuatro
prostíbulos. También disponía de dos teatros que se abrían cuando llegaba
alguna troupe. La población estaría por encima de los treinta mil habitantes.
En aquel estrecho valle vivían mineros, comerciantes, niños, mujeres y
funcionarios. El bullicio era considerable. A nosotros nos pareció
extraordinario y nos pusimos contentos, pero las cosas no eran tan bonitas.
Creo que, por mucho que hable, es difícil imaginar la situación, de
modo que no voy a ponerme pesado con las descripciones. Lo más duro
eran las voladuras con pólvora negra.
Cuando la usaban, el interior de la mina se transformaba en el interior
de un cañón. A eso es a lo que se le llama que se te revuelvan las tripas. En
el agujero se generaba un remolino de polvo, se te tapaba la nariz y no
podías respirar.
Al principio yo estaba por debajo de los mineros. Con una especie de
rastrillo de acero que llevaba siempre, reunía los trozos pequeños de
minerales y las piedras inservibles. Todo el tiempo estaba temblando de
miedo por si había una explosión de dinamita. Pasaron unos dos años y
sucedió algo que jamás olvidaré. A principios de febrero de 1907, se
produjo un gran derrumbamiento en una galería.
Desgraciadamente, yo también estaba allí. Todo a mi alrededor quedó a
oscuras, no veía nada. No podía moverme, tenía medio cuerpo enterrado y
las manos y los pies paralizados; me resigné a estirar la pata. Entonces se
produjo otro derrumbamiento, una riada de pequeños fragmentos de roca.
El polvo me entraba sin parar en la nariz y en la boca, no podía respirar;
sufría, pero no lograba respirar de ninguna manera.
«Esto es sin duda el fin, no lo puedo resistir», me dije. Pero no acababa
de morirme. Y cada vez sufría más. Pensé que, si para morir había que
sufrir tanto, no quería morirme. De algún modo, logré mover la mano
izquierda, y la agité. Por suerte, acabé vomitando algo de barro: aquello me
permitió volver a respirar. Grité: «¡Ayuda!» De todas partes salieron otras
voces. Se me acercó una luz difusa y alguien me preguntó: “¿Estás bien?”.
Yo respondí: “No, no estoy nada bien”. “Si estás bien para decir eso, no te
vas a morir. Algunos están todavía enterrados, tendrás que esperar”, me
dijo, y me dejó para ir en busca de otros. No tuve más remedio que
quedarme quieto. Si había otro derrumbamiento sí que estaba perdido. Me
cabreé de verdad pensando qué estarían haciendo y por qué no me
desenterraban ya.
Después de algunas horas, por fin me rescataron. Pero seguíamos dentro
del agujero. El derrumbamiento había obstruido la galería, no podíamos
salir. Dentro del agujero trabajaba mucha gente; una gran parte había
muerto, los supervivientes no llegábamos ni a veinte.
Afortunadamente, entre ellos estaba el jefe de cuadrilla Kihachi, que fue
quien dio todas las órdenes.
Decidió quién iba a usar las baterías que quedaban, quién miraría si
había alguna vía de escapatoria, de cuánta agua podía disponer cada uno al
día. Así se decidió, y todos hicimos caso a lo que dijo Kihachi y nos
esforzamos.
Nos rescataron y nos sacaron fuera dos días después. Yo ya me había
resignado a no volver a respirar el aire del exterior. Cuando comprendí que
nos habían salvado, no sabía cómo expresar mis sentimientos.
Los que aguardaban fuera nos vieron mejor de lo que esperaban y se
mostraron contentos. Hablamos de la situación en el momento del
derrumbamiento, de cómo estaba el agujero, y terminamos por hablar de los
mineros muertos. Todo el mundo se mostró enfadado. Hasta que las voces
que habían estado criticando a los responsables de la administración de la
mina se convirtieron en gritos, y se decidió tomar sake en honor de los
mineros difuntos.
"Vamos a la oficina. Les vamos a obligar a que nos den el sake", dijo
alguien. Los demás respondimos: "Sí, eso, vamos a obligar a que lo saquen
los de la oficina".
"Con el sake no basta. Vamos a rapar a los responsables de la mina".
Ese era el ánimo de toda la gente, terriblemente excitada y en número
creciente. Los mineros rescatados a la cabeza fuimos todos hacia la oficina.
Pero nos topamos con varias decenas de guardias cortándonos el paso en la
carretera para impedirnos avanzar más.
—Aquí el paso está cortado, así que dispersaos.
—¿Qué pretendéis, dando la cara por los responsables? Dejadnos pasar.
—Ni hablar. Marchaos, marchaos.
Mientras discutíamos, los mineros —no solo los de las galerías, sino
también los de la mina principal— se fueron sumando hasta formar una
multitud. Siguió la discusión mientras íbamos empujando a los guardias
hacia las oficinas. Un grupo de policías formó una línea e irrumpió en
medio.
—¿Qué queréis hacer? Si nos vais a detener, intentadlo ya.
Nos fuimos poniendo cada vez más furiosos. En el momento en que
íbamos a enzarzarnos con la policía, oímos una gran explosión a nuestras
espaldas. Miré y vi cómo se levantaban grandes llamaradas. Un minero de
la sección número tres había hecho volar los establos de los caballos con
dinamita. Salimos corriendo detrás de Kihachi, que aprovechó que la
vigilancia en la parte trasera de las oficinas se había distraído para colarse y
subir al tejado del almacén de combustible.
—¡Rompedlo! —nos dijo.
Entre todos hicimos un agujero en el tejado de zinc y saltamos adentro.
Seríamos unos diez hombres. Kihachi nos repartió a cada uno un manojo de
cartuchos de dinamita, una mecha y una lata de combustible; esparció
combustible por el suelo y desenrolló una mecha hasta el exterior.
—¡Vosotros! No importa dónde, en las oficinas, en el ayuntamiento, lo
que tengáis a mano; con esto os lo cargáis. Es una batalla de venganza por
los muertos, haced lo que os dé la gana.
Yo prendí la mecha. De repente, el fuego se propagó y se produjo una
gran explosión.
A partir de ese momento la situación se convirtió en algo parecido a una
tormenta. Volcamos los trenes y bloqueamos la carretera. También cortamos
las líneas eléctricas y de teléfono. Quemamos todo lo que tuvimos a mano.
Unos centenares de hombres atacaron la residencia oficial del director de la
mina. Destrozaron todo lo que pudieron. El director, que se llamaba Teizo
Minami, recibió una paliza por parte de los mineros. El resto de directivos
también fueron golpeados sin distinciones. Los disturbios se sucedieron
durante tres días. Todo ese tiempo yo estuve al lado de Kihachi, hasta que
me dijo:
—Kenkichi, tu no debes quedarte aquí, huye.
—Yo no huyo —le respondí.
—¿Estás tonto? ¿Te crees que esto va a quedar así? En cualquier
momento llegará el ejército. Y ya sabemos qué pasará. Esta es la única
oportunidad para huir.
—¿Qué vas a hacer tú, jefe?
—Huiré, claro, pero yo soy el instigador de todo este alboroto, me
buscarán hasta debajo de la tierra. Tu nombre no lo conocen, no tienes que
preocuparte. Trepa a la montaña y márchate lo más lejos que puedas hacia
el sur. Si de alguna forma consigues llegar a Tokio, no te atraparán. En
Tokio dirígete al puente de Namida, en Senju. Hay un sitio donde se reúnen
los peones. Busca a un capataz que se llama Shugoro. Si le dices que vas de
mi parte, no te tratará mal. Yo iré cuando pueda. De momento, huye tú.
Trepé a la montaña y huí. Más tarde me enteré de que había llegado
inmediatamente a Ashio un regimiento de represión. Yo logré huir
concentrando todas mis fuerzas, sin beber ni comer. Pero, al llegar al
interior del monte Akagi, me sentí muy hambriento, no podía moverme.
Estaba ya desfalleciendo cuando me encontré con un viejo leñador. El
hombre me dio un vistazo y me preguntó:
—¿Has huido de Ashio, verdad?
Yo asentí porque pensé que era inútil esconderlo. “Ven conmigo”, me
dijo. Lo seguí hasta una cabaña de carbonero, y ahí me dio de comer una
bola de arroz y caldo.
—¿Adonde vas a ir ahora? —me preguntó.
—A Tokio.
—Pues ponte esto.
Me dio ropa de agricultor y añadió:
—Llévate un saco de carbón y no levantarás sospechas de nadie.
Le di las gracias y bajé de la montaña. No sé por qué me ayudó aquel
viejo. Aproximadamente medio mes después, encontré a Shugoro en el
puente de Namida. Estaba bien informado de los incidentes de Ashio, me
aconsejó que me quedara por algún tiempo allí sin hacer ruido. Estuve
durante más o menos medio año trabajando en aquel sitio.
Hasta que conocí a un patrón de barca llamado Jinpei. Cuando supo mi
historia, me dijo que era peligroso que me quedara allí, que él me
escondería. Shugoro también me dijo que eso era lo mejor, así que me
trajeron a esta barca. Cuando monté por primera vez, Jinpei era el patrón.
Más tarde él murió y yo heredé el negocio. De Kihachi nunca más supe
nada.
—Y hasta cuándo estuvo usted en aquella barcaza
esfumada?
—No mucho tiempo.
Mientras hablaba, empezó a levantarse
fatigosamente.
—Con permiso —dijo.
Y, sosteniéndose con ambas manos sobre los
bordes del kotatsu, se levantó lentamente. El bajo del
quimono se le enredó en las piernas y tuvo que hacer
un gran esfuerzo para levantarse. Cogió el bastón que
estaba apoyado en una columna, abrió la puerta
corredera y salió al pasillo. La lluvia se derramaba
desde el alero cuando en el reloj sonaron las nueve. Se
le oía hablar con alguien en la habitación interior. Al
cabo de un rato, se oyó un chirrido en el pasillo y por
fin regresó.
—Cuando te haces viejo, ya se sabe.
—¿Por qué no lo dejamos aquí por esta noche?
—¿Tiene usted trabajo?
—No es eso, pero creo que está usted cansado —le
dije.
—En absoluto. ¿Qué quiere que haga si me
acuesto ahora? No se preocupe por mí —me
respondió.
Metió las dos manos bajo el faldón del kotatsu,
redondeando la espalda miró hacia abajo, y tosió
repetidamente con aquella tos húmeda.
EL DINERO DE LOS MONOS
Dejé aquella barca en septiembre de 1923. Como sabe, el primero de ese
mes se produjo el gran terremoto.
Cuando ocurrió, yo estaba con Kenkichi y una chica llamada Iyo, que
trabajaba en una industria de hilaturas y se había prometido con él.
Estábamos los tres comiendo en un restaurante en el barrio de Monzen-naka
cuando, de repente, la tierra rugió de una forma horrorosa y el local empezó
a balancearse. Los cuencos y platos se caían unos tras otros de las alacenas
con estrépito. El edificio de dos pisos de enfrente tembló, se quedó de lado
y, al cabo de un momento, se desmoronó. «Este es grande. Si nos quedamos
aquí, el edificio nos aplastará», pensamos; y salimos los tres corriendo hasta
que llegamos al canal del barrio de Kazuya. Habíamos dejado la barcaza
allí, y estaba medio hundida por la caída del almacén de al lado. Aquello
era terrible, había quedado inservible. Kenkichi estaba desolado. En ese
momento vimos que el cielo enrojecía. Iyo gritó: «¡Es mi empresa!», y se
puso a correr. Hilandería Amagasaki —que era donde trabajaba Iyo—
estaba ardiendo con vigor. Seguimos corriendo. El fuego era cada vez más
virulento.
El barrio de Morishita se había convertido ya en un mar de llamas. La
gente mayor y los niños gritaban y lloraban.
«No puedes hacer nada aunque vayas hasta allí», le dijo Kenkichi
refrenándola.
Un agente de policía nos gritaba con la voz enronquecida: «¡Id al
almacén de ropa del ejército!». Pero no le hicimos caso y corrimos en
dirección contraria. Llegamos al puente de Eitai, miramos, y vimos que,
desde Nihonbashi hasta Asakusa, se levantaban ruidosas columnas de fuego
en centenares de metros. Nos dimos la vuelta; el brazo del fuego estaba
justo detrás de nosotros. Un torbellino estaba levantando un carro en el aire.
Casas y tejados eran absorbidos y elevados a lo alto en el cielo como si
fueran hojas de árboles. Un caballo que había enloquecido corrió por la
calle hasta lanzarse al río.
—Vamos al almacén de avituallamiento del ejército —dijo Kenkichi, y
avanzamos abriéndonos paso desesperadamente entre la muchedumbre.
Sin darnos cuenta, se había hecho de noche. Pero el vigor del fuego era
cada vez mayor. Cuando llegamos por fin al extremo del río Oshima,
sentimos un estremecimiento. Vimos una columna de fuego que se
levantaba; el almacén del Ejército de Tierra había ardido y se había
hundido. El llanto y el rugir de decenas de miles de personas sacudían el
cielo nocturno hasta helar el corazón. Era imposible salvarlos. Todo era
inútil. Nos resignamos. Hacía tanto calor que era imposible quedarse allí.
Empujados por la multitud, nos dirigimos hacia el puente de Aioi. Estaba
lleno de gente, era imposible moverse. Unos enseres prendieron fuego. Si
nos quedábamos allí sin hacer nada, íbamos a morir abrasados. Miramos y
vimos que había un gran barco de transporte flotando bajo el puente.
—¡Nos lanzamos! —dijo Kenkichi, y saltó abrazado a Iyo.
Yo también me tiré enseguida. En el barco había ya decenas de
personas, pero alguien nos alargó la mano y pudimos subir rápidamente.
Desde el puente saltaban continuamente a centenares. Algunas decenas
alcanzaron el barco e intentaron subir. Dos o tres lo lograron, pero el barco
estaba ya a punto de hundirse.
—No puede ser. Está demasiado lleno —dijo alguien desde cubierta.
—¿Nos quieres matar? —gritó otro desde el agua.
Sopló una ráfaga de viento y el barco fue arrastrado, igual que si fuera
una astilla, hacia la Escuela de la Marina Mercante, que estaba ardiendo. El
gran edificio quemaba con vigor. Íbamos a morir abrasados. Nos entró el
pánico. Pero, de golpe, la dirección del viento cambió y nos arrastró.
Finalmente llegamos a la isla de Tsukuda, en la desembocadura del río
Sumida. Era uno de los lugares que habían quedado indemnes dentro de los
barrios bajos de Tokio.
Bajamos del barco, miramos a la orilla opuesta y vimos las llamas que
quemaban en el cielo nocturno aun con más intensidad. Estábamos
realmente contentos de habernos salvado los tres de aquello sin separarnos.
Al alba, todo alrededor eran campos incendiados. Y en la playa había
centenares de cadáveres que habían sido arrastrados. El ser humano es tan
horrible que incluso en estas situaciones tiene hambre. Parecía que la
garganta nos iba a arder. No podíamos quedarnos sin hacer nada. A pesar de
eso, en la isla de Tsukuda había una enorme cantidad de personas
refugiadas, y no íbamos a molestar a la gente de la isla pidiéndole comida.
Decidimos dividirnos para buscarla. Yo había ido muchas veces por allí
a repartir coque, así que conocía bien los alrededores. Anduve por la costa
en dirección al este. Al cabo de un rato, encontré un terreno nuevo ganado
al mar donde la hierba crecía espesa.
Me puse a buscar. Insectos o lo que fuera. Si era algo que uno se pudiera
llevar a la boca, valía cualquier cosa. Y ahí estaban, un hervidero de
saltamontes divirtiéndose despreocupados en los altos tallos. Empecé a
cazarlos con todas mis fuerzas. No tenía ningún recipiente a mano, de modo
que me quité el quimono, le até las mangas y los fui poniendo dentro. En
dos horas lo tenía lleno. Me lo llevé de vuelta y entre los tres nos los
comimos. Crudos. De ese modo calmamos, aunque fuera solo un poco,
nuestra hambre.
Sin embargo, al día siguiente otra gente acudió al herbazal y terminó
con todos los saltamontes. Por mucho que buscamos, no encontramos ni
uno solo. Nos irritamos, pero no había nada que hacer.
—Quizás en algún sitio estén repartiendo comida —dijo Kenkichi, y
decidimos ir a ver.
Iyo dijo que no podía andar más, la dejamos tumbada dentro de la barca
rota, cruzamos el puente quemado y entramos en Fukagawa. Por todas
partes había montañas de cadáveres. Fueras adonde fueras, no había más
que escombros de casas quemadas y cuerpos sin vida. No sé cuánto
andamos pero, a pesar de los rumores, en ninguna parte se distribuía
comida. Continuamos cansándonos e irritándonos hasta quedar rendidos.
Creo que fue pasado el barrio de Koume, en el distrito de Flonjo, donde
Kenkichi dijo:
—Mira, ahí hay unos monos.
Efectivamente, había tres monos. Estaban tumbados apaciblemente
debajo de un árbol. Había uno grande y dos pequeños.
—¿Estarán echando una siesta?
—Es raro que haya monos aquí.
Mientras hablábamos, nos fuimos acercando y nos dimos cuenta de que
no eran monos, eran seres humanos. Una madre y sus dos hijos. Habían
muerto abrasados y sus cuerpos habían encogido hasta parecer monos. La
madre estaba abrazada al pequeño.
—Aun en esta situación, para una madre un hijo es lo más importante.
Kenkichi y yo juntamos las manos y nos pusimos a rezar, hasta que
vimos que algo brillaba en el pecho de la madre.
—Mira, ¿qué es eso?
Levantamos a la mujer y, del pecho de su cuerpo, liviano como un tizón,
cayeron, tintineando ruidosamente, monedas de plata. Una gran cantidad de
dinero, un montón para llenar una bacinilla.
—¡Nos ha tocado el gordo!
—Cuidado, que viene alguien.
Me di la vuelta y vi una hilera de personas cargando con sus hatillos.
—Si viene una patrulla, estamos acabados.
—Esta mujer era muy rica.
—No podemos entretenernos.
Recogimos todo el dinero que había caído. Mirando
despreocupadamente, vi algo parecido a un fajo de billetes dentro del pecho
de la madre.
—Mira. Es un dineral. ¡Y que se haya salvado sin quemarse!
Quizás había mojado el fajo antes de atárselo a la barriga. La parte de
fuera estaba chamuscada, pero dentro parecía estar bien.
—No puedo cogerlo, el niño me lo impide.
Kenkichi tenía cogida la punta de un fajo e intentaba arrancarlo, pero no
lo lograba. El niño estaba arrapado a la barriga de la madre y no podía
sacarle el fajo de billetes.
—Arráncalo —me dijo impacientándose.
Yo intenté separarlos, pero no pude. Y dije:
—Si hacemos demasiada fuerza, le arrancaremos el brazo.
—¿Y qué más da? Están muertos.
Tiré, pero la piel quemada del niño se desprendió y dejó al descubierto
la carne roja. Algo repugnante se me pegó a la palma de la mano. Me
pareció que el niño me observaba con una mirada extraña y me estremecí.
—Venga, dejémoslo. Parece que nos lo esté reprochando. No vamos a
sacar nada bueno de llevarnos el dinero de esta mujer —le dije.
—No digas tonterías.
—Yo lo dejo.
—Luego no me vengas llorando.
Kenkichi separó a la madre del niño pequeño. Una gran parte de la piel
del brazo se desprendió, pero el miembro no se rompió del todo, un trozo
negro y menudo se quedó pegado al cuerpo de la madre.
—Mira, ha salido bien, ¿no?
Kenkichi se quitó la ropa interior, la llenó con el dinero, se la ató a la
cintura y encima se puso el quimono.
—Con este dinero podré hacerme una barca nueva. ¿Nos vamos?
—Yo me separo aquí.
—¿Que te separas?
—No te preocupes. No se lo contaré a nadie.
Kenkichi se marchó sin siquiera mirar hacia atrás. La madre y el niño se
quedaron ahí, en el suelo, tumbados separados.
Parecerá que defiendo a Kenkichi, pero no creo que se pueda decir que
hiciera mal. Esa madre y sus hijos, hasta el terremoto, vivirían sin ningún
aprieto, con una posición que les permitía tener criadas y estudiantes a su
servicio.[35] ¿Y por qué se encontraron en aquella situación? Pues por el
dinero. Si no hubieran tenido dinero, después de morir nadie se lo habría
arrancado. A lo mejor al perder el dinero la madre se quedó más tranquila.
Cosas de ese tipo hubo muchas. Le voy a contar otro ejemplo. Entre los
cadáveres que había en el agua, a muchos les faltaban dedos. Especialmente
a las mujeres que trabajaban por la noche. ¿Que por qué? Pues porque las
mujeres de ese tipo solían llevar varios anillos en los dedos. Algunas, para
hacer ostentación, los llevaban de diamantes, platino u oro. Cuando fueron
presa de las llamas, saltaron al agua y murieron ahogadas. Y mucha gente
intentó robarles esos anillos. Pero sus dedos estaban hinchados. Como no
podían arrancárselos, se los cortaban con tijeras o algo así.
Cerca de los barrios de diversión había mucha gente muerta a la que le
habían amputado dedos. La imagen de los cadáveres hundiéndose con las
manos sin dedos apuntando hacia el cielo era realmente macabra. Da pena
pensar que dañaban sus cuerpos incluso estando muertas. Por cierto, no
volví a ver a Kenkichi nunca más.
APRENDIZ EN LA DEWAYA
El capataz de gancheros Tokuzo huyó con sus hombres a otra casa que tenía
en Iwasaki, y así escapó del desastre.
CUCHILLO DE CARNICERO
—Me metieron en la cárcel de Maebashi a los veintiséis. Maté a un hombre,
y pasé ahí dentro algo más de cuatro años.
—Ja, ja, ja. Sí, es verdad. Ahí hay algunos que se las saben todas, a un
médico inexperto se la deben colar más de una vez. Pero hay médicos y
médicos. En Maebashi, donde yo estuve, había uno a dedicación completa,
un hueso duro de roer. Aunque los reclusos sufrieran, no se daba ninguna
prisa. Por la noche nunca se levantaba. Los certificados de defunción los
escribía él mismo, pero casi todo lo demás lo dejaba en manos de los
carceleros. Nosotros estábamos resignados. Caer enfermo significaba el
final.
Lo que destacaba de Maebashi era el frío. Lo recuerdo como si fuera
siempre invierno. La cárcel estaba en las afueras de la ciudad, justo al lado
del río Tone, que se oía fluir. Por la noche, con el estómago vacío, el ruido
del agua resonaba en los oídos hasta el punto de doler. Al norte se veía en el
cielo la silueta del monte Akagi, desde donde bajaba un viento frío.
Alrededor de la cárcel había un muro de ladrillo de unos cinco metros y
medio, y dentro se formaban remolinos. El ruido que hacían también te
hacía sentir frío.
En Sugamo las celdas eran de doce hombres, en Maebashi de seis. Por
la noche dormíamos en el tatami sobre un futón delgado. Era muy pequeño,
no tenía ni un metro de ancho, solo unos ochenta centímetros. Y de largo
tendría un metro setenta. Yo soy alto, los pies me sobresalían. El edredón
era un poco más grande, pero lo habían usado durante tantos años que había
perdido la guata del interior. La que quedaba, la habían cardado una y otra
vez, así que estaba endurecida y aplastada. Además, no estaba aplanada
uniformemente, se agrupaba formando islas aquí y allá. Donde el relleno se
juntaba, tenía grosor; y donde no, quedaba solo la tela. Con el futón pasaba
lo mismo. Si digo que dormir no era nada cómodo, me quedo corto.
En esa cárcel yo trabajaba montando sobres. De entre los que lo
hacíamos, unos quince éramos yakuzas. Hay un dicho según el cual «un
yakuza preso es como un cucharón para estiércol al que le hayas quitado el
mango». Es una broma tonta que significa que, al no haber modo de
cogerlo, no vale nada. No va desencaminada del todo.
Un yakuza, cuando estaba fuera de la cárcel, no se dedicaba a nada
honrado, y cuando estaba dentro tampoco podía trabajar. Por supuesto, no
nos iban a poner a organizar timbas. Pero tampoco nos podían dejar sin
hacer nada, nos enseñaban labores fáciles de aprender. Sobre todo, a montar
sobres. Se seguía un proceso sencillo, ideal para un yakuza.
Cuando me metieron, había uno a quien llamábamos Kan-chan. Era el
padrino de la zona de Kiryu y su nombre era Kanjiro Shingu. Pronto nos
hicimos íntimos, y después de salir de la cárcel mantuvimos la relación
mucho tiempo. También había un yakuza de Tokio al que llamaban Kenji
Muraoka, aunque su verdadero nombre era Goichi Okakura. Él y yo nos
hicimos hermanos. Muraoka mantenía una estrecha relación con la Kodama
Kikan.[58] Entró en la cárcel un poco después que yo. Además, estaban
Tsunegoro y Namiji, otros dos yakuzas que eran como mis secuaces y me
ayudaban en muchas cosas.
Hasta el final no supe por qué habían metido a Muraoka. A Kan-chan lo
encerraron por un crimen que no había cometido.
—Fue un disparate —me dijo mientras montaba sobres a mi lado—.
Los detectives vinieron a mi garito y dijeron que les diera dos pistolas.
Hermano, ¿tú has tenido una pistola alguna vez? No, ¿verdad? Claro que
no. Esta vez estás aquí porque usaste un cuchillo cortahuesos. ¡Qué pasada!
—Eso no es nada.
—Eres muy modesto. Bueno, pues, «no tengo pistola», insistí. Pero
ellos no cedían. «Si no tienes, cómprala. Y llévala a comisaría. Si no lo
haces, haremos una redada en tu garito», me amenazaron. Aquello me irritó
de verdad. Y les dije «si quieren hacerlo, háganlo». Los policías, que ya
sabes que son gente íntegra, pues esa misma noche vinieron e hicieron la
redada. Justo cuando abría el garito, me detuvieron sin ninguna dificultad.
Y aquí estoy.
Kan-chan estaba realmente enfadado. Lo habían querido incriminar para
aumentar la calificación de las investigaciones en la zona. A mí también me
sucedió exactamente lo mismo después de salir. Fue en 1938 en el garito de
Uguisudani. «Saca la pistola», me dijeron. Aquello había venido de arriba,
de jefatura. Les habría llegado la información de que los yakuzas teníamos
armas, y habían elaborado un plan para confiscarlas todas. Pero en mi garito
no había, no podía hacer nada. «Si no tienes, las compras, pero entrégalas»,
me dijeron. Si insistía en que no tenía, me las vería igual que Kan-chan.
Consulté a unos hermanos y me dijeron que una pistola costaba trescientos
cincuenta yenes. Compré dos. Era el dinero que costaba una casa, pero no
tenía alternativa. Enseguida las entregué a la policía. Me dijeron «buen
trabajo» y ya está, ni me dieron las gracias ni me castigaron.
De aquel modo me hice uña y carne con Kan-chan; siempre hablábamos
durante el trabajo. Lo hacíamos en voz baja, pero demasiado
frecuentemente. Los carceleros terminaron por enfadarse y nos castigaron.
Fue el día después de una nevada. Cuando había nevado hacía mucho
más frío que otros días. Por la noche helaba más y te venían ganas de ir a
orinar. Cuando estabas a punto de coger el sueño, alguien se levantaba.
Cuando uno terminaba, iba otro. Pasabas toda la noche pendiente. Pero en
algún momento me dormí. Más tarde oí que un carcelero me llamaba.
«¿Qué pasa, a estas horas?», le dije. «Sal», me ordenó, y yo obedecí
lentamente. Y, sin darme aviso, me puso las esposas.
«¿Pero qué pasa? ¿Qué puedo haber hecho en plena noche?», grité, y
otro funcionario me golpeó. «¿Qué puedo haber hecho mal, pensé?»; tenía
que ser por charlar con Kan-chan cuando creíamos que no nos veía el
vigilante. Me sacaron de allí a rastras, me hicieron andar por el pasillo a
oscuras y me metieron en una habitación de hormigón. A medio camino,
aparecieron otros funcionarios que traían a Kan-chan. Dentro de la
habitación había una pequeña piscina. «Entrad ahí», nos dijeron. Del techo
colgaba una pequeña lámpara.
«¡Y no remoloneéis!», gritó el carcelero. Estábamos esposados, no
podíamos hacer nada. Pero ya era una noche tan fría que te hacía temblar. Si
me metía en el agua, podía morir. Miré un instante a Kan-chan y él me miró
a mí. En ese momento me empujaron; antes de poder gritar, estaba ya
sumergido en el agua. No era muy profunda, pero los pies resbalaban y no
me podía tener en pie. Tenía las manos muertas, se me paró la respiración y
tragué mucha agua. El carcelero tiró de las esposas y me arrastró hasta dejar
mi cara al borde de la piscina, y más o menos pude respirar al límite. Pero
—no sé cómo decirlo— ya no se trataba del frío, el sufrimiento era tal que
estaba a punto de perder el conocimiento.
Justo sobre mi cabeza, me dijo: «¿Qué, te vas a portar bien?». Yo no
podía ni hablar, pero me salió un «¡Cabrón!». Me pateó la cara con la bota y
me hundí de nuevo. Cuando me levantó por segunda vez, me volvió a
preguntar «¿Te vas portar bien o no?», y ya no pude decir nada más. No
podía ni respirar. En algún momento me sacaron. Tenía el cuerpo tan rígido
como si llevara una armadura. Los bajos del quimono me goteaban. Es algo
raro, pero no sentía frío, sino como quemaduras en todo el cuerpo. Sin
embargo, al volver a la celda y meterme en el futón, no podía dejar de
tiritar. Es increíble que nos hicieran pasar por aquello y no muriéramos.
Kan-chan estuvo una semana en cama con fiebre.
Hablando del frío, pasábamos mucho cada día, a la vuelta del trabajo.
Era cuando veíamos la «danza de la gelatina temblorosa». Los vestuarios
estaban en el pabellón que quedaba entre nuestras celdas y el taller. Allí era
donde nos quitábamos la ropa de trabajo y nos poníamos la de recluso. Las
ventanas del vestuario estaban abiertas de par en par, el viento de fuera
soplaba hasta dentro. En medio de aquella corriente de aire gélido y seco,
nos desnudábamos completamente.
Primero te llamaban por el número: «Número tal». Y el que lo tenía se
desnudaba, levantaba las manos por encima de la cabeza y se quedaba de
pie con las piernas abiertas. El carcelero daba la vuelta para comprobar que
no llevara nada. Por supuesto, en ese momento no llevábamos ni taparrabos.
Cuando había terminado la inspección, nos poníamos la ropa de presidiario.
Era una mierda de ropa, la habían dejado en un estante durante todo el día,
estaba llena de mugre. De vez en cuando la lavábamos, pero sin jabón, solo
pasándole el agua. Tenía acumulada la mugre de muchos años, que se
enfriaba y se convertía en hielo. Y eso nos lo poníamos directamente sobre
la piel. Naturalmente, el cuerpo se te ponía a tiritar. La cara, la mandíbula,
la barriga, las manos y los pies temblaban tanto que, si estabas al lado, lo
veías claramente. Se habla de un frío que no te deja mantener los dientes
quietos. Pues era exactamente eso. Aunque quisieras hablar, la barbilla te
temblaba, y no podías.
Es extraño, no lo podías parar ni que te esforzaras. Aunque quisieras
aguantarte, no lo lograbas de ningún modo. Incluso los más valientes
tiritaban. Entre nosotros, a eso lo llamábamos «la danza de la gelatina
temblorosa» o «la gelatina trepando a un árbol», porque eso era lo que
parecíamos, trozos de gelatina temblando.
No había ventanas de cristal, sino paneles correderos de madera con
barrotes y láminas de papel que envejecían, se ponían amarillentas y se
rompían. Y por la grietas entraba soplando el viento. Aquel edificio era de
1888, estaba viejo por todas partes. Las separaciones entre celdas y pasillos
también eran paneles correderos de madera con barrotes, quizá reliquias de
las antiguas cárceles.
Yo compartía celda con cuatro hombres. El más veterano era un
reparador de paraguas llamado Toyama. Otro era el profesor Matsuda.
También había un vendedor de fósforos de quien no recuerdo el nombre. A
Toyama el paragüero le robaron la mujer. Bueno, lo abandonó, y él la mató
y lo detuvieron.
Estando en una celda, a cualquiera se le pone cara de mísero, pero él
tenía un aspecto especialmente lastimoso. En el centro de su cara redonda,
una nariz pequeña se levantaba igual que si fuera un túmulo funerario. Los
ojos le caían hacía los lados como babosas, era un pusilánime que siempre
estaba atemorizado por los guardias. Pero no creo que fuese por estar dentro
de la cárcel. Sin duda también era de aquel modo fuera de ella.
Toyama y su mujer vivían desde hacía tiempo en la parte trasera de una
carnicería caballar. El año del incidente había llovido tan poco que —en
medio de aquella corriente de aire gélido y seco— el negocio les fue fatal
incluso durante el mes de las lluvias. Los paragüeros nunca ganaban mucho
dinero; cuando les iba mal, no podían ni comer. Así que se puso a ayudar en
la carnicería; iba andando a comprar caballos.
El que robó a la mujer de Toyama fue un limpiador y reparador de
pipas. Un día, cuando volvió de comprar caballos, ella ya no estaba.
Pasaron varios días y no regresaba. Cuando ya se había resignado, un día
que llovía, por la parte de atrás de la carnicería oyó el silbido del reparador
de pipas. Extrañamente, Toyama estaba haciendo la reparación de un
paraguas que le habían encargado. Pero tuvo un inquietante presentimiento,
dejó por un momento el trabajo y salió fuera. Justo enfrente de la puerta
había un río, más allá un camino estrecho. Por la embarrada vía andaba el
reparador de pipas tirando de su carro, mientras emitía aquel sonido raro. Y
detrás del carro lo seguía una mujer.
—«¿No es esa mi mujer?”», pensé. El corazón me latía con fuerza, en
medio de la copiosa lluvia, ella avanzaba tambaleándose bajo un pequeño
paraguas. Me abalancé con toda mi energía, enseguida la alcancé, le dije
«Ven aquí» y tiré de ella. El reparador de pipas me dijo «¡Qué haces!», pero
yo lo derribé de un golpe, seguí tirando, cruzamos el río de detrás de la
cuadra de los caballos y la llevé hasta un cementerio que estaba junto a la
ribera.
»Llovía a cántaros y las gotas rebotaban sobre las lápidas. Cogí a mi
mujer del pescuezo y la reprendí: “¿Qué pretendes hacer?”. Ella respondió:
“Ya estoy harta de ti. Me voy a separar”. “No digas tonterías. Tú y yo
hemos estado juntos desde que teníamos veinte años”.
»Se lo dije como si le suplicara, cogiéndola del escote del quimono.
Ella, a punto de llorar, me dijo: “Se acabó”.
»Y yo le pegué y le pregunté: “¿De verdad es el fin?”. Ella, empapada,
asintió con la cabeza varias veces sin decir palabra. Le pegué como si
estuviera loco. Es verdad, le pegué y la hice caer sobre una lápida. Pero, por
mucho que pensé en lo que había pasado después, no recordaba nada.
Cuando me di cuenta, estaba muerta y yo, sin ningún motivo, estaba de pie
con un paraguas en las manos.
—¿Era el paraguas que llevaba tu mujer?
—Ella estaba tirada frente a una estatua de Jizou.[59] Los charcos eran
totalmente rojos. Yo tenía el paraguas sin saber por qué. De la punta
goteaba sangre que iba cayendo sobre la lápida.
Toyama decía que a veces soñaba con su mujer. Pero,
inexplicablemente, siempre eran sueños agradables en los que ella estaba de
buen humor.
—Yo creo que mi mujer, en el fondo de su corazón, está contenta de que
la matara. Y es que está claro que estaba mejor conmigo que con el
reparador de pipas.
A Toyama lo condenaron a seis años de cárcel. Cuando yo lo conocí,
justo comenzaba el cuarto.
Otro recluso de la misma celda a quien recuerdo es el vendedor de
fósforos. Estaba ahí por robo. Tenía poco más de treinta años. Era un chico
guapo y estaba muy orgulloso de ello.
«A mí las camareras de la cafetería me llamaban el Gary Cooper de
Shitaya. Yo también creo que me parezco bastante». Lo decía sin rubor.
Ciertamente era alto y tenía la cara delgada. Si, en lugar de llevar la cabeza
rapada, hubiera tenido cabello, aun sin llegar a ser un Gary Cooper
seguramente estaría en el grupo de los hombres guapos.
Había un actor llamado Minoru Takada que actuaba junto a Kinuyo
Tanaka. Para mí se parecía más bien a él. Pero era uno de esos hombres de
carácter dulce: era indeciso y decía que no se le daba bien trabajar.
El que era interesante en esa celda era un adivino que se llamaba
Tadayuki Matsuda. Sus delitos eran apropiación indebida con estafa y
lesiones. Según él, encima de las lesiones le habían colgado injustamente lo
de la apropiación indebida con estafa. Se acercaba a los sesenta, ya
empezaba a estar calvo y tenía la cara cuadrada, con aspecto de funcionario
municipal o de director de escuela. Su padre era sacerdote sintoísta; se
puede decir que la educación que había recibido se le reflejaba en la cara. El
se autoproclamaba virtuoso de la adivinación. Lo fuera o no, no hay duda
de que conocía bien el tema.
«Yo no miro las marcas de la mano», presumía el maestro en la cárcel.
«Tampoco la fisonomía, ni la fecha de nacimiento». Preguntado por qué,
respondía: «Eso es para engañar a los niños». Nosotros inquiríamos: «¿Qué
diferencia hay entre la adivinación y la quiromancia?».
«Explicarle eso a un no profesional no sirve de nada», respondía el
profesor. Cuando te hablaba, su cara se volvía aún más cuadrada. Miraba
hacia ti y su rostro era la formalidad hecha cara. En mi mundo no había
nadie especial como él; me hacía sentir como abrumado.
En circunstancias normales, estaba llamado a ser sacerdote sintoísta. El
caso es que dentro de la cárcel nos aburríamos, y hasta sus historias nos
servían para matar el rato. Hablábamos de todo, no solo de cosas difíciles;
no dejaba de ser un hijo de familia. Poco a poco nos fue contando su vida,
que era muy interesante.
Nos contó cómo se sintió empujado a la adivinación después de hartarse
de los seres humanos. Había encarrilado su vida trabajando seriamente,
pero cuando cumplió los cincuenta le cargaron injustamente el delito de
apropiación indebida con estafa, fue traicionado por sus amigos, lo dejaron
de lado sus parientes, se quedó solo, sin nadie que lo ayudara, y se convirtió
en una especie de anacoreta. Durante los diez años hasta su detención por
lesiones, vivió solo en un rincón de la ciudad.
—Yo vivía honradamente, y de golpe me trasformaron en un
delincuente. Me declaré inocente, pero no me hicieron caso. Hasta los
amigos de la infancia, aquellos con los que intercambiaba confidencias,
desaparecieron. Con eso me di cuenta de que había cosas para las que no
servía la fuerza humana. Y me puse a estudiar adivinación.
Una vez le pregunté al maestro si la adivinación acertaba, y él me
respondió: «Acierta. Pero, para que eso suceda, se tienen que dar unas
condiciones. Primero, cuando adivinas, la persona que viene a pedir no
puede estar en cualquier estado. Es necesario que tenga problemas y no
pueda hacer nada por su cuenta; y que quiera pedir con el corazón en la
mano. El suyo y el mío tienen que estar en perfecta sintonía».
»Otra cosa importante es que yo no piense que quiero ayudar a esa
persona o que quiera hacer que ese asunto avance de forma correcta. Eso de
que sea bueno escuchar mucho lo que dice el otro no tiene sentido. Para
saber cómo funciona el mundo, es importante escuchar mucho y poner la
sabiduría en funcionamiento. Pero para la adivinación no. La sabiduría es
un don humano que no incluye la solución a los problemas. El adivino no
puede usar ni sabiduría ni sentimientos. Si tiene en la cabeza sus propios
pensamientos, su adivinación no tiene ningún sentido.
—Si no puede usar sus pensamientos, ¿de dónde sale la adivinación?
—Dicho fácilmente, el adivino tiene un método para conocer el
sentimiento celestial. La gente normal no lo comprende. Y tampoco el
adivino lo ve directamente, ni puede escucharlo en palabras. Hay
instrumentos, por ejemplo, las varitas de bambú o los trigramas. Su uso es
difícil, no voy a explicarlo, pero cuando se está adivinando se producen
cambios en esos instrumentos, y el adivino los lee.
»En astrología, quiromancia o fisiognomía, la gente que más o menos
ha estudiado obtiene unos resultados similares. Con los adivinos es distinto.
Leemos ahí donde no llega la sabiduría de la gente, accedemos al territorio
de los dioses. Para entrar en él, hay que tener la mente y el corazón en
blanco. Lo que ocupa en ese caso el vacío es adivinación certera. Y se
refleja en instrumentos como la varita de bambú o los trigramas, que las
personas normales no entienden qué significan. Son marcas simbólicas. El
adivino las traduce al lenguaje de la gente. Por supuesto, eso no lo puede
hacer cualquiera. Yo tampoco; todavía no he alcanzado la plenitud.
Escuchando las historias de otro mundo del maestro Matsuda dejábamos
volar nuestro corazón. Incluso después de salir de la cárcel, seguí
relacionándome con él.
Había pasado un año desde mi ingreso cuando murió el padrino de la
Dewaya. Estaba enfermo de los pulmones, yo me había resignado a que no
viviría mucho tiempo. Pero cuando llegó la noticia de su muerte, no sabía
qué decir. Tristeza no es la palabra apropiada para expresarlo. «Estás
abatido. No es propio de ti», me dijo Kan-chan de Kiryu, preocupado por
mí. Y es que estaba realmente rendido.
Las desgracias nunca vienen solas. Cinco o seis días después, me llegó
la noticia de la muerte de la mujer del padrino. No podía creerlo. Él estaba
enfermo, y yo había asumido que aquello llegaría. Pero ella tenía poco más
de treinta años y estaba bien de salud. No podía creer que hubiera muerto
por enfermedad. Y si no era por enfermedad, tenía que haber sucedido algo.
Pero yo no sabía nada. Estaba irritado todo el tiempo, hasta que vino a
visitarme Kamezo y comprendí muchas cosas.
Según él, la causa de la muerte del padrino fue la adicción a la morfina.
«Cada día venía el médico y le inyectaba calmantes, pero la enfermedad de
los pulmones se le extendió por todo el cuerpo. Sufría de algo que no se
podía ver. Y, como le dolía tanto, ella le inyectaba morfina».
El padrino sabía que le quedaba poco tiempo, así que llamó junto a su
lecho a su hermano Sekine, y a sus otros hermanos y secuaces más
importantes. Como sabe, Sekine fue el fundador de la Matsuba-kai[60] y era
uno de los yakuzas más destacados. Él y el padrino eran, desde hacía
tiempo, hermanos con el mismo rango. El padrino pensaría que era
necesario pedirle ayuda para evitar problemas después de su muerte.
Le dijo lo siguiente:
—Hermano, parece que yo ya no tengo mucho tiempo por delante. Solo
me queda hacerte esta petición: cuando me muera, considera a Muramatsu
el heredero de la Dewaya. Y, a partir de ahora, no hace falta que vuestra
relación sea de sesenta a cuarenta; pero como mínimo que llegue a un
setenta a treinta. Hazle de hermano mayor y échale una mano.
Sekine, pensando que esa era la última voluntad del padrino, le
respondió:
—De acuerdo, haré lo que pueda para mantener en buen lugar el
nombre de la Dewaya. Muramatsu tiene capacidad suficiente. No hay duda
de que sabrá ser un buen heredero. En cualquier caso, hermano, no tienes de
qué preocuparte. A partir de ahora, me ocuparé de él como de un hermano
menor. Puedes estar tranquilo.
Con eso el padrino se debió de quedar suficientemente tranquilo. Al
cabo de poco, perdió el vigor y estaba todo el tiempo en el futón. El dolor
que sufría era muy fuerte. Tenía los huesos infectados y, al mover el cuerpo,
se le quebraban y le dolía mucho. Las inyecciones del médico ya no le
bastaban. Le pidió que le dejara la morfina, y era su mujer quien se la
inyectaba.
No era difícil obtener morfina u otras drogas. No era como ahora, que
hay que hacerlo clandestinamente. Si querías, el médico te las recetaba. Lo
de las drogas se puso duro después de la guerra, con la entrada del ejército
de ocupación. Antes, si conocías a un médico, las obtenías fácilmente. Así
es como el padrino terminó por convertirse en adicto. Cada vez estaba más
débil. Fue entonces cuando le dijo a ella:
—Estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí. Pero,
cuando me muera, tú todavía serás joven. Tienes que pensar qué vas a hacer
con tu vida. Tienes que ser feliz. Estando yo vivo, recibes muchas ayudas,
pero a partir de ahora no será lo mismo. Tienes que tenerlo claro y vivir
hábilmente, procurando no ser una carga para los demás.
En ese momento, Kamezo estaba junto al lecho con dos o tres personas
que habían acudido preguntándose qué iba a decir el padrino. Al oír esas
lamentables palabras se pusieron a llorar. Por mucho que él muriera, nadie
pensaba hacérselo pasar mal a ella. Le gustaba coser y le hacía todos los
vestidos, y también a nosotros nos había hecho una o dos prendas a cada
uno.
Era ese tipo de mujer. Todos la apreciábamos y le hacíamos caso
siempre que nos advertía de algo. Tras la muerte del padrino, cuando hubo
terminado el funeral, se fue a su propia habitación, se ató las dos piernas a
la altura de las rodillas con un cordón para quimono, y se suicidó
inyectándose morfina en el muslo.
Los padrinos que habían acudido a rendir sus respetos —continuó
Kamezo—, al ver que ella había desaparecido súbitamente, se extrañaron.
El hermano Muramatsu nos dijo que no era correcto que ella no estuviera y
nos mandó a buscarla. Fuimos todos en su búsqueda por todas partes.
Cuando la encontramos muerta en su habitación, se produjo un alboroto
considerable. No era la esposa del general Nogi.[61] «¿Por qué ha tenido que
morir?», pensaban incluso los otros padrinos, estupefactos. Se armó un gran
revuelo.
Ella le inyectaba morfina hasta dos o tres veces por día. Y dicen que se
sentía culpable. Habrá gente que dudará y se preguntará si es posible que
estas cosas sucedan en el mundo de los yakuzas. Pues bien, no hay ni pizca
de mentira. Pero, aun así, es una historia lamentable. Sinceramente, a mí me
vinieron ganas de llorar. El padrino fue muy cruel al llevársela. Fue la única
vez que sentí rabia contra él.
Por mucho que me afectara aquello, estaba dentro de la cárcel, y no
pude ir a rezar ante su tumba. Tenía que salir cuanto antes. Pensaba que su
alma no descansaría en paz si yo no iba a encenderle incienso y ponerle
flores. Eso me dio las fuerzas para cumplir la pena lo antes posible; me puse
a ello con todo mi empeño.
RECLUSO DE PRIMERA CLASE
El saludo que nos hacíamos por la mañana en el taller era más o menos así:
—Eh, ¿cómo está hoy el tiempo en la montaña?
—Bueno… no está nada mal. Totalmente despejado, muy agradable.
Lo de la montaña parecía referirse al monte Akagi, pero en realidad
representaba a los carceleros. Si estaban de buen humor, se decía que el
tiempo era bueno. Si estaban de mal humor, decíamos que estaba lloviendo.
Otras versiones eran que estaba nublado, que hacía viento, que había
tormenta, que el tiempo se había arreglado, que estaba despejado pero
llovía… Observábamos con verdadera minuciosidad el humor de los
vigilantes, porque si era malo teníamos problemas. Y con el saludo
matutino nos lo comunicábamos.
«Hoy hace muy buen tiempo. Creo que ayer por la noche los dioses de
la montaña se portaron bien, están riendo». Si la cosa iba de ese modo, los
reclusos nos quedábamos tranquilos. Aunque nos relajáramos un poco,
harían la vista gorda. Si, en cambio, el tiempo era malo, estábamos todos
tensos, ya que en ese caso los carceleros aplicaban las reglas a rajatabla, y
lo pasábamos mal, no nos permitían ningún error. Teníamos que ser
puntuales, no podíamos relajarnos, era realmente agotador. Cada día
mirábamos cómo estaba el tiempo en la montaña, y nos preocupábamos o
nos quedábamos tranquilos.
Por supuesto, entre los reclusos también había algunos para quienes el
humor no tenía ninguna importancia. Eran los que se obstinaban y no se
dejaban doblegar. Sin importarles si ganarían o perderían, se libraban
ciegamente a pelear como si fueran perros salvajes. A muchos no les
esperaba nada bueno cuando salieran. No tenían esposa ni hijos ni amigos
de verdad. Si los tiene, un ser humano puede soportar el sufrimiento que
está frente a sí.
Esos hombres sin esperanza siempre estaban irritados, y desafiaban a
los guardianes por cualquier cosa. Era una lástima, pero no podían hacer
amigos en la cárcel. Además, por supuesto, sufrían acoso. Los ojos les
sobresalían, se les adelgazaba la cara, y se quedaban en carne y huesos. De
entrada ya les faltaba humanidad. Encima se enfrentaban sin ningún sentido
a la gente que los rodeaba y se les ponía cara de brutos.
Como siempre contrariaban a los carceleros, en invierno los metían en
la bañera de agua fría de la que ya le hablé. Cuando no era invierno, les
reducían las raciones de comida. Las cantidades que daban en la cárcel ya
eran pequeñas. Si se las reducían a un tercio, no lo podían soportar. Por
mucho que pensaran «¡A la mierda!», el cuerpo se les debilitaba, y
normalmente se volvían dóciles. Si todavía se resistían, los torturaban.
Llegados a ese punto, casi todos se volvían obedientes.
Aun así, había algunos que mantenían su actitud. Eran los que habían
encontrado en el enfrentamiento con los carceleros una mínima razón de
vivir. De cada mil reclusos, seguro que había uno o dos. No sé por qué. ¿Era
un problema de carácter o había otra explicación?
La mayoría de reclusos no eran tan tontos. Está claro, era una cuestión
de sentido común: a nadie le gusta estar tras los barrotes. El deseo de salir
rápido hacía que no llevaran la contraria a los carceleros aunque dijeran que
lo blanco era negro.
Yo me puse a considerar qué podía hacer para tenerlos de buen humor.
Como no tenía otra cosa en la que pensar, tuve muchas ideas. Comprendí
algo muy normal: que funcionarios e internos parecían pertenecer a mundos
muy distintos, pero que en verdad no lo eran. Por supuesto, a primera vista
se veía que unos eran los interrogados y otros los interrogadores. En ese
sentido, la diferencia era como entre el cielo y el infierno. Sin embargo,
bien mirada, no era tan grande.
Para empezar, los carceleros eran pobres. Su ropa era el uniforme, que
no era ningún lujo. Aunque no era de tan mala calidad como la nuestra, no
hay duda de que ellos también pasaban frío. Comparada con la de los ricos,
la ropa de unos y otros no era tan distinta. También lo que comían dejaba
mucho que desear. Sus vidas terminaban sin haber probado las uvas de
Alejandría, y la comida ordinaria tampoco era nada del otro mundo, solo un
poco mejor que la nuestra.
Sus viviendas eran pequeñas. Al lado de la cárcel, está claro que eran
más soportables, pero los que tenían una familia numerosa se veían
obligados a vivir hacinados. Sus mujeres e hijos vivían frugalmente y
vestían ropas llenas de parches. En resumen, eran muy pobres.
Supe sobre estas condiciones reuniendo información de mis
compañeros. Entre ellos estaban los llamados «exteriores», que hacían
trabajos fuera de los muros. Eran especiales (a los normales no los sacaban
fuera bajo ningún concepto). El trabajo se hacía en grupos sometidos a
vigilancia. No podías salir de las zonas designadas. Si te convertías en un
recluso ejemplar, la cosa cambiaba completamente; te permitían andar solo.
Llevabas un brazalete y, dentro de los muros, podías andar, hasta cierto
punto, con cierta libertad. Los que tenían permiso para salir contaban con
una confianza especialmente extraordinaria. De entrada, eran hombres a
quienes les quedaba poco tiempo de presidio, en medio año o algunos
meses estarían libres. Además, habían tenido un comportamiento
extraordinariamente bueno durante el cumplimiento de la pena, los venía a
ver la familia y no suponían ningún riesgo de fuga.
Sin embargo, incluso esos reclusos, cuando salían fuera, iban
acompañados de carceleros; pero no llevaban esposas. Hacían trabajos
diversos: barrer los alrededores de la residencia de los carceleros y limpiar
las alcantarillas, reparar muros, recoger la basura de los carceleros, llenar
las bañeras y, a veces, por encargo de las mujeres, cuidar el jardín o limpiar
el suelo de los pasillos.
Los vecinos de los alrededores —incluso los que no vivían en la
residencia— estaban acostumbrados a los presos, y no tenían ningún
problema. Ni adultos ni niños se atemorizaban o se reían de aquellos
hombres vestidos con uniformes desgastados de color ladrillo. Al final yo
también estuve entre ellos, por eso lo sé.
«Eh tío, vamos a jugar a pasarnos la bola», me invitaban pegándose a
mis piernas. Los niños eran una monada, era de agradecer que no nos
miraran de forma extraña.
El caso es que no eran pocos los reclusos que tenían información de
aquel tipo, y así conocíamos la forma de vida de los carceleros de pe a pa.
Sabíamos incluso la cantidad de azúcar que tenían en la cocina. Y me di
cuenta de que la comida era importante para controlar su humor.
Ya había observado que iban a la cocina «para catar» y comían un
bocado. La verdad es que no acudían a probarla, sino porque tenían hambre
y querían comer ni que fuera un poco. Estaban mal alimentados, querían
comer aunque fuera el rancho. Me pareció que, si les daba lo que les
gustaba, me los ganaría.
Aunque una cosa era imaginarlo y otra más difícil ponerlo en práctica.
Yo solo no podía hacerlo. Para que no fuera cosa de una vez, sino algo que
tuviera continuidad, necesitaba a una gran cantidad de compañeros. Pasó
algún tiempo hasta que conseguí hacerme amigo de los encargados de la
cocina.
Por supuesto, yo no pensaba únicamente en formas de engañar a los
carceleros. Deseaba con todas mis fuerzas salir cuanto antes de allí. Y para
eso trabajaba con ahínco. Por ejemplo, si una persona normal con hacer
cien sobres en un día ya había cumplido, yo me esforzaba por hacer
doscientos. Claro que yo no los montaba de cualquier manera, sino
exactamente conforme a la norma, sin que se saliera la cola ni se manchara
el papel. Lo hice cada día durante un año y medio. Con eso empezaron a
mirarme con otros ojos, fui subiendo de categoría y, en menos de dos años,
llegué a la primera.
Había diferencias claras entre reclusos. Estábamos divididos en cinco
categorías. La inferior era la de los «inacabados». No sé por qué los
llamaban así, posiblemente porque acababan de entrar y no terminaban de
romper con los males del mundo exterior. El caso es que, cuando entrabas
en la cárcel y comenzabas a trabajar, estabas en la categoría inferior, la de
los «inacabados».
Por encima estaban la cuarta categoría, la tercera, la segunda y la
primera. Pertenecer a esta última suponía que los carceleros te tenían mucha
confianza. Para empezar, tu ropa era distinta. Hasta ahí llevabas la de color
ladrillo, pero a partir de entonces te permitían, hasta cierto punto, llevar lo
que quisieras. El jornal que recibías por cada sobre que hacías lo podías
emplear en comprarte jerséis o ropa interior, y también podías recibir cosas
de fuera.
Yo, cuando alcancé la primera categoría, me compré un conjunto de
camiseta y calzoncillos largos de algodón. Tuve una sensación como de
estar en el cielo. Para una persona normal, comprarse y ponerse su primer
abrigo de piel supone una gran alegría, pero no es nada al lado de la que
tuve yo cuando me puse aquella ropa interior. Lo más importante fue que
pude dormir de un tirón. Por la mañana me levantaba descansado.
Realmente aquello era de agradecer. Aquello lo permitían porque formaba
parte del sistema de recompensas. «Si trabajáis con todo vuestro empeño,
tendréis todo esto, así que tomad ejemplo y haced vosotros igual», venían a
decir. Aunque llegaras a la primera categoría, si hacías el vago o no
respetabas las normas, te podían degradar de inmediato. Por fortuna, a mí
no me sucedió, y llegué a estar incluso por encima; era lo que se llamaba un
recluso «excelente», y en la manga llevaba una marca especial. Me llegaron
a dar dos. En todo el penal no había nadie más con tantas. Yo era el mejor
interno. Ejercía de capataz del taller, era una especie de asistente de los
guardianes.
Dos de ellos se encargaban de una gran cantidad de reos. Uno era el
principal y el otro, el asistente. El primero estaba sentado frente a una mesa
en un lugar alto desde donde veía todo el taller. Y el segundo iba rondando
todo el rato por la sala.
Aparte de ellos, había uno o dos instructores. No se trataba de
funcionarios, sino de civiles que venían cada día. Para nosotros eran muy
importantes. A parte de enseñarnos el trabajo, nos traían noticias del
exterior. Y no cosas antiguas, sino sucesos del día o de un día antes. Eran
una valiosa fuente de información. Como norma, no podían conversar con
nosotros de cosas que no se refirieran al trabajo. Pero eran humanos, y si
solo hablaban del trabajo se aburrían. Hablaban en voz baja y como si lo
hicieran para sí mismos. Nosotros procedíamos igual para hacerles
preguntas. De ese modo llegaban a nuestros oídos muchas informaciones.
No es que el vigilante asistente no se diera cuenta, sino que, si no nos
pasábamos de la raya, hacía la vista gorda.
Yo estaba al lado del principal, me ocupaba de las anotaciones.
Siguiendo sus órdenes, anotaba los datos de producción de cada hombre y
la cantidad general producida. Como había ido a la escuela secundaria de
comercio, la contabilidad no se me daba mal. Por eso me valoraba y me
encargaba más tareas.
Cada recluso tenía su cuadro de proceso. Era un pequeño cuaderno en el
que se anotaba la cantidad de trabajo y cómo lo había hecho. En el caso de
los sobres, se escribía cuántos había producido y de qué calidad. Eso me lo
dejaban a mí. Era algo muy importante. Según mi calificación, quedaba
registrado si el trabajo era bueno o malo. Me daba poder. Y lo usaba de
forma que, sin causar molestias a los demás, beneficiara a los que
consideraba mis amigos. Lo hacía de la siguiente manera.
Cada mes cumplían su condena y quedaban libres dos o tres hombres.
Las veces que más, en un mes llegaba a haber cinco o seis. Y a veces solo
era uno. En cualquier caso, habían estado trabajando allí y nos dejaban.
Pocos se marchaban el primero de mes, algunos lo hacían cuando habían
pasado diez o quince días. Dejaban la producción que habían realizado;
salían y se iban a un mundo en el que el cuadro de calificación de
producción no contaba para nada, y nos dejaban allí el producto de su
trabajo: sobres que no eran de nadie, pero habían sido producidos, y que
había que llevar al contratista a finales de mes. Yo se los atribuía a mis
amigos. Como apuntárselos todos a uno sería demasiado, los repartía; era
algo que podía hacer a discreción.
Los carceleros sabían que yo hacía aquello a mi manera. Pero no decían
nada. Pensaban que era bueno darles ese poder a los más valiosos. A
Kan-chan de Kiryu y a Kenji Muraoka, que había entrado más tarde, les
apuntaba bastantes sobres. Por supuesto, también les ponía muchos a los
que se habían convertido en mis hombres, Tsunegoro y Namiji. Tenía un
gran efecto. A pesar de que habían hecho solo novecientos en todo el mes,
veían que en el cuadro tenían mil doscientos, y enseguida se alegraban. Si
les hubiera quitado a otros su producción para añadírsela a mis amigos, se
habría creado un conflicto. Pero, como no era así, no pasaba nada. Además,
cada uno solo veía su cuadro y no tenía forma de saber si los otros se
estaban aprovechando. Si la cantidad que habían producido y la que
constaba coincidían, no podían quejarse.
A los amigos les hacía ese servicio, y al carcelero principal lo ayudaba
de otra forma: vigilando. Ellos controlaban los movimientos de los reclusos,
pero eran seres humanos, y a veces estaban cansados y querían echar una
cabezadita; cuando tenían mucho trabajo atrasado, querían hacerlo durante
la guardia. Eso era normal, humano. Yo, si comprendía que el principal
quería hacer otra cosa, le decía: «Oiga, jefe, no se preocupe, usted haga, que
ya me encargo yo». Él me decía «Me sabe mal», y se ponía a rellenar sus
papeles.
En realidad, era algo que no debían hacer durante la guardia. Les decían
que tenían que estar todo el tiempo con los ojos encima de los presos. Si los
sorprendía el jefe, recibían una reprimenda (los funcionarios se rigen por un
sistema jerárquico y no pueden rechistar). Yo les había hecho comprender
de antemano a Tsunegoro y a Namiji la situación. Sabían que, si se acercaba
el jefe, tenían que avisarme antes de que abriera la puerta. Namiji, que era
un experto en esas cosas, lo hacía contento. Cuando el jefe llegaba
caminando por el pasillo, el que se encargaba de la vigilancia mientras
trabajaba me avisaba. Y yo, en voz baja, decía:
«Oiga, el jefe viene para acá». El principal cerraba el cuaderno, se
levantaba de la silla y se ponía a vigilar por la sala. Y ahí llegaba su
superior.
«¿Cómo va, hay alguna novedad?», preguntaba.
«Sin novedad», respondía él mientras saludaba.
Así es como funcionaba, y por eso me valoraban.
ARROZ CON CURRY
Una cosa de la prisión que merece la pena comentar es la comida. Como se
la llama vulgarmente «olla apestosa», la gente normal debe de creer que es
algo tan malo que no se puede ni comer. Sin embargo, es un error garrafal.
Mientras estás ahí dentro te preocupa la cantidad, y no estás en situación de
quejarte por la calidad. Los internos esperan la comida con tantas ganas que
es algo que no puede explicarse con palabras. Ahora creo que ya no es así,
pero en la cárcel de aquella época también se castigaba o se recompensaba
con la cantidad de arroz. Y había de distintas categorías. Desde la primera
hasta la quinta. A parte de eso, según la actitud habitual del recluso, se le
reducía la cantidad. Podían comer el arroz de primera clase los que hacían
trabajo duro y los ejemplares. Estos últimos también eran tratados de forma
algo diferente en cuanto a la calidad del plato principal. Eran una clase
privilegiada. El trabajo duro era el que hacían los que se dedicaban al
cultivo, o sea los agricultores. Y los que llevaban el carro del estiércol. O
los peones de la construcción y los picapedreros. Estos comían en un
pabellón distinto. Los agricultores eran normalmente tipos alegres. Supongo
que tratar con tierra y verduras al aire libre hacía que se sintieran bien. Y,
para propina, su comida era de primera clase, lo que hacía que se sintieran
superiores.
Sin embargo, había una posición más elevada que la de esos
trabajadores. Por encima de ellos estaban los encargados de la cocina. Unas
decenas de hombres especializados en preparar rancho y que, por lo tanto,
podían probarlo y comer a escondidas cuando querían. Por eso estaban
todos bien alimentados y más gordos que el resto. Eran unos privilegiados,
y su puesto no se podía obtener por el mero hecho de tener experiencia. Los
escogían por criterios como su actitud durante la reclusión, que los visitara
su familia, que fueran de carácter dócil… Los cocineros eran el objeto de la
envidia de todos los demás.
Los que hacían un trabajo medianamente duro recibían comida de
segunda clase; si era ligero, de tercera. Los que pegábamos sobres
estábamos por debajo, comíamos la de la cuarta categoría. La quinta
normalmente no existía, era la de los que se resistían a la autoridad. Por otra
parte, el sistema dictaba que, si subías de categoría, también mejoraba tu
comida. El nivel del rancho y el del trabajo no necesariamente coincidían.
Entre los que pegábamos sobres había quien recibía de primera clase y
quien de cuarta, ahí estaba la diferencia. Estar en esa o en la inferior era
algo muy duro. Todo lo que se puede decir es que había un poco más que en
la ración para un gato; te quedabas siempre con hambre. Y trabajabas
pensando en subir.
El rancho se distribuía según los recipientes de acero. Sería interesante
conservarlos hoy en día. En la parte inferior tenían grabado el número. Por
supuesto, el de la primera era el más grande. Recibíamos nuestra ración
donde nos correspondía según nuestra categoría. Los cocineros traían el
arroz en unas grandes cacerolas que colgaban a ambos extremos de una
barra, y lo servían según correspondiera en los recipientes de hojalata.
«Eh, en fila», decían, y nos poníamos en fila india donde nos
correspondiera. Nadie abría la boca. Todos nos tomábamos en serio la
comida y guardábamos la formación mejor que si fuéramos alumnos de
primaria.
Los cocineros eran los encargados de servir el arroz, una operación
importante. Porque, por ejemplo, en el caso de la segunda categoría ponían
el arroz en una medida que llevaba grabado el número 2, calculaban la
cantidad y lo volcaban en el recipiente del recluso. Por norma, todos los que
pertenecíamos a una clase recibíamos la misma cantidad, pero en realidad
no era así. Había una gran diferencia según presionaran el arroz con fuerza
con la espátula o solo lo pusieran en el recipiente con una leve presión. Si
querían, ponían más o menos cantidad según sintieran o no simpatía. Eso
colocaba mucho poder en sus manos. Pero los rencores por culpa de la
comida también son algo terrible; en ningún lugar se veía más claramente
que allí. Para poner más cantidad no había ningún problema, para poner
menos había que tener una determinación considerable. Todos miraban
ávidos, no era fácil engañarlos.
«El muy cabrón le ha puesto a ese tío más de la cuenta; y a mí, sin
apretar. Es un cabrón», pensaban con rencor. Así que, aunque a algunos les
pusieran de más, si no había una razón especial, no le ponían a nadie de
menos.
El plato principal y la sopa los servíamos los reclusos modelo de cada
sección, o sea que teníamos mucha responsabilidad. Con la sopa de nabo o
con la verdura no había forma de ser parcial, pero con las batatas estofadas,
los dangos, el arroz con curry o la sopa de boniatos sí que se podía hacer de
más y de menos. Especialmente en platos como las sopas, donde se podían
esconder los dangos. Por ejemplo, en la sopa de judías rojas, en que había
dos para cada recluso normal y les ponías tres a los que te caían bien; o en
el curry, donde les echabas un trozo más de carne.
Había un dos o tres por ciento más de carne y dango de lo que
correspondía por número de internos; aunque hicieras esos amaños, seguro
que no faltaba. Yo intentaba ponerles de más a mis amigos, pero era un
trabajo duro.
Todos miraban fijamente la espátula pensando: «A mí no me la pegan.
Solo a ese le ponen más». Tenían todos los ojos clavados ahí como
chiquillos hambrientos, era realmente difícil engañarlos. Yo tenía la
habilidad de conseguirlo y me apreciaban mucho por ello.
Por ejemplo, había sopa de judías rojas dos veces al mes. Cuando sabían
que ese día tocaba, les cambiaba la cara. Aunque estuvieran trabajando, no
hablaban más que de eso.
Hasta los carceleros lo esperaban ansiosos, y no paraban de revolotear
por la cocina. «Pon bastante azúcar», te decían. O «la otra vez había
demasiada harina, esta vez podrías poner un poquitín menos». Cuando las
judías rojas estaban ya cocidas, te venían con un «déjame probar», y se las
comían. Eso era lo que sucedía con ellos. Los reclusos estaban ansiosos
desde la mañana pensando cuántos dangos habría, o si las judías no estarían
duras.
Cuando llegaba el momento, estaban tan contentos que, aunque los
vigilantes dieran la orden de «¡Coman!», no comían enseguida. Primero
olían, a continuación se llenaban las manos con el calorcillo del recipiente
y, finalmente, se llevaban la sopa a la boca poco a poco. Los dangos eran un
verdadero tesoro. No eran más que harina amasada, pero decían: «¿Qué tal
tus dangos?» y comparaban el tamaño con los de al lado. En realidad no nos
estaba permitido hablar, aunque en esos casos, si lo hacías en voz baja,
hacían la vista gorda. Poner más dangos de los que tocaban era difícil.
Cuando pensabas que lo habías logrado, venía un guardián y decía: «Eh,
aquí hay uno de más», y con unos palillos lo cogía y lo devolvía a la
cazuela. Eran profesionales, sabían lo que uno pensaba. Nosotros
intentábamos leer más allá y poner de más. Aquello era cien veces más
difícil que copiar en un examen. De vez en cuando teníamos éxito; el que
recibía de más se sorprendía. La cantidad establecida eran dos por recluso;
el que tenía tres estaba contento. Pero en el comedor no me podía dar las
gracias. Tampoco nos permitían hablar en el trabajo, teníamos que hacerlo
indirectamente en el jardín a la hora del ejercicio. La norma era salir una
vez al día para hacer gimnasia o caminar.
—Gracias por los dangos de ayer —me decía Muraoka
disimuladamente para que no lo oyeran.
—Nada, nada, si pudiera hacer más… El otro día no pudo ser, lo siento.
—No digas eso, solo con la intención ya me siento satisfecho.
Así es como una simple bola de pasta de arroz establecía una relación
especial entre dos personas. En el mundo de fuera, eso no se conseguiría ni
con un millón de yenes.
Gracias a mi privilegio como recluso excelente, yo podía hacerles el
pedido a los carceleros para que me compraran comida fuera. Cosas como
judías, galletas, manju o yokan.[62] No obstante, no me estaba permitido
darles esas cosas a los demás. La regla era que me lo tenía que comer yo
todo. Si descubrían que le había dado algo a otro interno, me despojarían de
mis privilegios. Esa era la norma. Pero no hacía falta comérselo todo
delante de los vigilantes. Si quería compartir la comida con otros reclusos,
no me resultaba imposible. Primero tenía que sobornar al asistente. Si había
comprado diez manju le daba cinco al que me los había traído. «Gracias una
vez más», le decía, y se los daba disimuladamente. Los carceleros tenían
todos salarios bajos y pasaban hambre; si se los daba sin que nadie lo viera,
lo aceptaban contentos. «Luego llévelos al taller», le decía, y él comprendía
enseguida. Los prisioneros no podíamos llevarlos. Entre el pabellón y el
taller estaban los vestuarios, era imposible pasar por ahí llevando algo. No
tenía otro remedio que hacer que me echaran una mano.
Al día siguiente, iba al taller y el funcionario me daba la caja donde
estaban los gráficos de procesos. Repartirle a cada hombre el suyo era mi
trabajo. Cuando recogía la caja, ahí estaban los manju. Ponía uno dentro del
gráfico de Muraoka y se lo entregaba. Al recibirlo, él se daba cuenta
enseguida por el peso y lo escondía rápidamente detrás de una bolsa.
Esperaba la ocasión, se lo metía debajo de la ropa de trabajo y, al cabo de
un rato, levantaba el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntaba el asistente.
—Quiero ir al baño.
—Vale —le decía, y lo acompañaba hasta la puerta.
Muraoka entraba en el baño y —a prisa y sin hacer ruido— se lo metía
en la boca. Después de hacer sus necesidades, volvía. De ese modo,
Muraoka y otros comieron muchas veces mis bollos. El profesor Matsuda,
viendo todo lo que hacía para dar de comer manju a mis amigos, me dijo:
—Los yakuzas sois más considerados entre vosotros que los padres con
sus hijos.
El profesor Matsuda no recibía nada ni de sus padres ni de sus
hermanos, debía de sentirse muy triste.
Como ve, yo llevaba bastante bien mi relación con los funcionarios,
pero los que lo hacían mejor eran los cocineros. Los otros internos decían
de ellos con envidia: «A esos no hay quien les tosa». El caso es que tenían
comida, no les faltaba el material para hacer sobornos. Los carceleros iban
periódicamente a vigilar a la cocina, y les decían:
—Oiga, señor, venga un momento —y lo arrastraban hacia un rincón
donde le tenían preparado el plato principal del día. Si había guiso de
pescado, amontonaban unas rodajas grandes en un plato como si dijeran
«Coma, coma, por favor», y el funcionario se ponía contento. Si hacía frío,
le servían sopa de judías rojas y le arrancaban una sonrisa.
Pero, si de pronto venía el jefe a vigilar y los descubría comiendo,
estaban perdidos. Alguien se quedaba vigilando, por si acaso. Había varios
hombres como yo. Nos llamaban «autónomos», teníamos una buena
calificación y se nos permitía andar solos, sin la compañía de los carceleros.
Los autónomos llevábamos un brazalete y éramos los que vigilábamos.
Hacíamos como que andábamos por allí y estábamos en guardia mientras el
funcionario comía. Si veíamos a lo lejos la silueta del jefe, hacíamos una
señal.
—Oiga, que viene su jefe —le decían los cocineros al verla.
Él se secaba a prisa la boca con la mano y preguntaba:
—¿Tengo algo?
—No, está bien, limpio —lo tranquilizaban, y salía lentamente.
Cuando llegaba el jefe, el funcionario lo saludaba con formalidad y le
decía: «Sin novedad». Ese era el sistema. Los cocineros tenían cogidos a los
carceleros, y estos no podían tratarlos mal.
Hacíamos todo lo que estaba en nuestras manos para poner de buen
humor a los carceleros, porque éramos todos hijos de su madre, deseosos de
salir lo antes posible o subir de categoría. Para eso necesitábamos contar
con la simpatía de aquellos hombres. Nos volvíamos tan serviles con ellos
como fuera necesario. En ese sentido, los vigilantes tenían sobre nosotros
un poder tan grande que ni el director de una empresa se les podía
comparar. «Cabrones», podíamos pensar de ellos, pero estábamos
consagrados en cuerpo y alma a respirar cuanto antes el aire de afuera, y les
obedecíamos en todo.
Por cierto, una palabra que se asocia con la cárcel es fuga. Y tiene
mucha relación con el rancho. Le voy a contar por qué. Es algo que requiere
de alguna explicación.
Lo que más se odia en un penal son las fugas. Es algo terrible para los
funcionarios y realmente grave para los internos. Para el que la lleva a cabo
puede ser un capricho, pero para los demás es la causa de grandes
molestias. Cuando yo estaba en mi cuarto año de condena, un tobishoku[63]
se fugó y creó un gran revuelo. Cruzó el muro y se escapó. Había una
distancia de unos seis metros que normalmente no se podía salvar.
Lo que sucedió es que estaban haciendo obras en un lado del foso y
había cascotes acumulados. El tipo se fijó y, mientras iba al retrete, se zafó
de la vigilancia, ató dos palos con el alambre que había entre los cascotes y
los usó para saltar. Por su oficio, con poco le bastó para superar sin ningún
problema la altura de aquel muro y subir. Era mediodía, estábamos
trabajando. El salió afuera y cruzó a la otra orilla del río Tone. Estábamos a
principios de primavera y tenía poco caudal; las condiciones eran propicias
para saltar. Huyó corriendo, mientras dentro se produjo, inmediatamente, un
buen jaleo. Los guardias se prepararon para salir en masa a buscarlo. A
nosotros nos dejaron a todos en las celdas. Según las normas vigentes, los
empleados de la cárcel tenían que ocuparse de la búsqueda durante tres días.
Tenían que avisar a la policía, pero a esta no le competía la búsqueda.
Posiblemente había un problema de orgullos dentro de la Administración.
En cualquier caso, durante tres días la batida la llevaban a cabo solos. Si no
lograban encontrarlo de ninguna forma, recibían apoyo de la policía.
Seguramente temían que, si en tres días no lo habían encontrado, era que
había huido a otra zona, y por eso pedían la ayuda.
Esa es la causa de que, cuando alguien huía, casi todos los vigilantes se
ponían a buscarlo y dejaban un retén mínimo. Cuando sucedía, no podíamos
ir a los talleres ni hacer ejercicio. Como no había suficientes hombres para
vigilarnos, teníamos que quedarnos en las celdas. Solo eso suponía ya un
gran sufrimiento, pero no era el único. La comida se volvía extremadamente
mala. No por falta de personal, sino por un problema económico. Porque
para buscar al fugado hacía falta dinero. Decenas de hombres tenían que
desplazarse para la búsqueda, y eso suponía un coste de transporte y
comida. Pero los fondos no estaban en ninguna parte. La cárcel tenía un
presupuesto anual muy ajustado, y con eso tenía que funcionar. No incluía
partidas para batidas. No estaban en ninguna parte porque una evasión era
algo que no se podía permitir ni considerar.
Para poder reunir el dinero de los gastos, recurrían al rancho. Por
ejemplo, si se suprimía el treinta por ciento de lo que costaba alimentar a
más de mil y algunos cientos de reclusos, se generaba una cantidad de
dinero considerable. El de un día no era gran cosa, pero el importe total de
un mes bastaba para sufragar los gastos de una jornada de búsqueda y
captura. Eso era lo que hacían. Un día de fuga suponía que desaparecieran
los fondos de alimentación de un mes. Si la evasión duraba dos o tres días,
era terrible.
Todos los internos que quedaban rezaban para que atraparan al fugado
cuanto antes. A aquel tobishoku lo apresaron al segundo día, pero no lo
devolvieron a nuestra cárcel. Porque la ira de los reclusos a los que les
habían reducido la comida por su culpa era tal que los funcionarios, aunque
quisieran, no podían protegerlo. Cuando terminó su juicio, lo mandaron a
otro penal.
Por supuesto, el rancho empeoró. La carne del arroz con curry
desapareció totalmente, y la frecuencia pasó de dos o tres veces al mes a
una sola. Como ya he dicho, a los presos les encantaba el arroz con curry. Si
por la mañana se enteraban de que «al mediodía hay curry», se mostraban
alborotados. Calculaban la hora según el reloj del estómago, les decían
«faltan dos horas», y se morían de impaciencia. No solo los internos, los
funcionarios también; si sabían que ese día había curry, se ponían muy
contentos.
Por culpa de aquel empleado de la construcción, se redujo a una sola
vez al mes. Decir que estábamos decepcionados es poco. En nuestro estado,
si nos hubieran puesto al fugado delante, no habríamos podido evitar
pegarle hasta la muerte.
Y no fue únicamente el curry. También la sopa de judías rojas pasó de
dos veces a una, y el contenido se volvió más transparente. Es decir, una
evasión es algo que lleva a cabo alguien que solo piensa en sí mismo, que
es lo que hacen los peores seres humanos.
Ya ve, la comida en la cárcel era algo muy serio. Me dio mucho trabajo,
pero gracias a ella también hice amigos. Kan-chan de Kiryu solo estuvo un
año y medio dentro, terminó su condena mucho antes que yo. Antes de salir,
ya habíamos hecho la promesa de convertirnos en hermanos. Lo mismo que
con Kenji Muraoka; también él terminó antes que yo, y cuando salí estaba
junto a Kan-chan para recibirme.
EL CAPITÁN HASHIBA
Creo que salí de Maebashi en mayo de 1936, cuando tenía 31 años.
Acababa de producirse el caso Sada Abe; «Sada y Kichi, los dos solos»,
recuerdo que leí en los periódicos.
Al propietario de un restaurante, su amante lo había matado y le había
cortado las partes masculinas. Fue un suceso extraordinario. Los que me
vinieron a recibir frente a la puerta de la prisión —Muraoka, Kan-chan de
Kiryu, Kamezo, mi hermano mayor Shiro y el profesor Matsuda, que había
salido poco antes— no hacían más que hablar del tema. Kamezo me dijo en
broma:
—Hermano, en la época en la que estamos, si haces alguna tontería con
una mujer, no te bastará con amputarte un dedo, ten cuidado. Si te quedas
sin partes, por mucho valor que tengas, ya no podrás hacer nada.
Yo me reí, y le respondí:
—¡Serás capullo! Estoy respirando el aire de fuera por primera vez en
cuatro años. Me da igual Sada Abe o la diablesa Ohyaku.[64] Si es una
mujer, me vale cualquiera; tráeme dos o tres.
La verdad es que lo que me puso más alegre al salir fue poder ver a las
mujeres. Las veía pasar peinadas al estilo shimada y el cuello de la
camisola asomando en el pescuezo, y no podía evitar quedarme mirando y
pensar: «¡Qué bellas son!».
Sintiendo después de mucho tiempo aquella agradable sensación,
llegamos a Ueno y tomamos el tren hasta Kuramae. Cuando íbamos a coger
un rickshaw, pasó una compañía militar portando fusiles y marcando el
paso. Los estaba mirando en el momento en que apareció otra, también con
armas y marcando el paso.
—¿Qué es esto? ¿Practicas de desfile en la ciudad? ¡Menudo trabajo! —
dije yo.
—Es por el incidente. Deben ir a hacer instrucción —dijo Shiro.
—¿Qué incidente?
—Eiji, ¿no sabes lo del incidente? —me preguntó como sorprendido.
Me contó que en febrero se había producido un levantamiento militar.
Los oficiales jóvenes querían apoderarse del ejército, hubo un gran alboroto
y en Tokio se proclamó la ley marcial. Yo me mostré sorprendido, y dije
«Vaya, vaya». Lo cierto es que para mí era una noticia completamente
inesperada. Se trataba del Incidente del 26 de febrero. La mayoría de
sucesos llegaban a nuestros oídos dentro, pero yo no sabía nada de nada
sobre aquello. Ni los carceleros ni los instructores nos lo habían contado.
Sentí de nuevo la fortaleza de aquel muro de seis metros de altura.
Llegué a la Dewaya, saludé al hermano mayor Muramatsu y me fui
directamente a rezar ante la tumba del padrino. La ennegrecida lápida me
hizo sentir el largo tiempo que había estado ausente. Me quedé bastante rato
contemplando el nombre póstumo[65] sin que me saliera ni una palabra.
Al volver del cementerio, Muramatsu me dijo:
—Tengo algo que decirte, ven conmigo —me llevó al salón interior y
me habló con ceremonia—. Ya sabes que Kenkichi Okada se esfumó.
No me sorprendí, ya me habían informado de que el hermano mayor
Okada se había marchado. Según la explicación de Muramatsu, mientras
estaban en plena timba, cayó sobre ellos la policía y escapó.
—Era la cuarta vez que sucedía en el garito de ese, no había nada que
hacer —añadió frunciendo el entrecejo y cruzando los brazos.
—¿Y dónde está ahora? —pregunté.
—No lo sé ni yo. ¡El muy cabrón!
Kenkichi era un hombre valiente, no creía que hubiera huido por miedo
a la policía. Desde antes, su relación con Muramatsu era un poco tensa. Tras
la muerte del padrino, habría empeorado. A lo mejor esa era la razón de que
se hubiera esfumado. Pero era solo una suposición, y no había forma de
comprobarla, no servía de nada pensar en esto o en lo otro. Lo único cierto
era que aquello equivalía para el hermano Okada a una excomunión de la
Dewaya. Además, la policía iba tras él.
—Yo no tengo intención de buscar a Kenkichi, pensaba encargarte a ti
el garito de Uguisudani, si estás dispuesto a llevarlo —me dijo Muramatsu.
—Si me dices que lo haga lo haré. Pero, ¿están de acuerdo los hombres
de Okada?
—Dependerá de tu capacidad.
Mientras estaba dentro ya había pensado que aquello podía suceder.
—Si es así, déjalo en mis manos.
Acepté, y pasé a encargarme del garito.
CERDO Y BOMBAS
Antes de que comenzaran los bombardeos aéreos, Okyo me dijo que
podíamos ganar mucho dinero vendiendo carne de cerdo en el mercado
negro.
—Los restaurantes de lujo están en apuros porque últimamente no
tienen manera de conseguir carne, la comprarán con gusto al precio que sea
—me dijo.
Okyo se había quedado a vivir conmigo después de mi separación de
Omon, y hacía muchas cosas por mí. En los tiempos de mi padrino, en la
Dewaya no se había empleado a ninguna mujer, ni en la residencia ni en el
garito, pero después ya no éramos tan estrictos.
Años atrás era impensable que una mujer le planteara a un padrino
yakuza ganar dinero con la carne de cerdo, pero eso también era un signo de
los tiempos.
—Aunque quisiéramos ganar dinero, ¿de dónde íbamos a sacar el
cerdo? —preguntó Kamezo.
—Tengo unos parientes que viven en el campo, en Chiba, y crían
cerdos. De ahí los podemos sacar —dijo Tokuji, uno de mis hombres, con
gran entusiasmo.
Tokuji y Okyo llevaban tiempo pensando en juntarse. Debían haberlo
hablado con detalle de antemano. Kamezo, con cara de preocupación, dijo:
—Aunque tengas un conocido campesino, lo que queréis hacer no es
nada fácil. Matar un cerdo sin permiso y venderlo. Si se enterase la policía
militar, tendríamos problemas. No nos íbamos a librar solo con la cárcel.
Kamezo tenía razón, no se podía matar ganado sin permiso. El ejército
tenía prioridad, y que si descubrían a un civil matando un cerdo y
vendiéndolo o comiéndoselo a escondidas, era algo grave. Pero Tokuji
ponía cara de saber de lo que hablaba cuando dijo lleno de confianza:
—Si nos ponemos a preocuparnos, no terminaremos nunca. Padrino,
hemos pensado en todas las salidas.
Efectivamente, daba la impresión de que Okyo y Tokuji se habían
ocupado de todo, y hasta habían negociado con gente.
—Si tenéis la intención de que yo os preste mi ayuda, estáis
equivocados; pero si vosotros queréis ganar un dinero con los cerdos, no me
importa. Eso sí, tened cuidado —les dije.
Entre los amigos de Tokuji estaban Ishikawa y Takahashi, dos coreanos.
Los habían traído conscriptos de Pusan para trabajar en las minas de carbón
de Joban, pero lograron huir y estuvieron vagando por diversos sitios hasta
encontrar a alguien que los ayudó, un tekiya llamado Kanda. Yo lo conocía.
A veces los traía cuando venía a jugar. Ahí se hicieron amigos de Okyo y
Tokuji, y establecieron el negocio de los cerdos.
Lo gracioso era la forma de matarlos. Los parientes de Tokuji tenían los
animales en un terreno extenso. Pero, cuando los matan, los cerdos gritan
guiii-guiii-guiii. Por muy grande que fuera la granja, se podría oír desde
todo el pueblo, y la gente sospecharía que ahí estaban sacrificando cerdos a
escondidas. Tenían que hacer algo para que los animales no chillaran.
Le pregunté a Tokuji:
—¿Pues cómo lo hacen?
—Padrino, hay un dicho según el cual más vale ver una vez que oír
cien, venga a verlo.
Fui acompañado de Okyo. Y me dije «¡Ah, claro!». Era un mecanismo
tan fácil que parecía absurdo. Primero, al cerdo que iban a matar lo tenían
en ayunas desde el día antes. Hacían un gran agujero en la parte de atrás del
jardín y lo llenaban de agua. Desde el establo hasta el agujero tiraban
salvado de arroz. Al abrir la portezuela del establo, el cerdo, que estaba
hambriento, se ponía a comer con entusiasmo y se iba acercando al borde
del agujero. Cuando estaba comiendo al lado del socavón, lo empujaban
desde atrás y lo hacían caer dentro. Era un agujero profundo lleno de agua,
así que no podía decir ni mu.
Cuando traían un cerdo a Tokio, lo llevaban a algún lugar para trocearlo.
Pero, al cabo de un tiempo, Tokuji me dijo:
—Padrino, el sitio que usábamos hasta ahora se ha vuelto peligroso, ¿no
podría enseñarnos alguno que esté bien?
Llegados a ese punto, yo no podía desentenderme. Les dije:
—Si es así, podéis usar el piso de arriba.
El lugar se llenó con las cargas de los estraperlistas, no había donde
poner los pies. Si hubiera estado vivo, el padrino Yamamoto seguro que no
lo habría permitido. Otro signo de los tiempos, supongo.
En aquella época era posible, aunque difícil, abastecerse de pollo. Pero
obtener cerdo resultaba imposible por mucho dinero que se tuviera. Los que
tenían dinero estaban dispuestos a pagar grandes cantidades para poder
comerlo. Venderlo a particulares era peligroso, por lo que Okyo solo
comerciaba con restaurantes de lujo. En esos locales había buenos clientes
que podían comprar caro con seguridad. Pero, aunque consiguieran la carne,
tenían dificultades para hacer que fuera comestible.
Todo el mundo se había acostumbrado a apretar los dientes y aguantar.
Si se hubiese sabido que alguien comía carne del mercado negro, se le
habría llamado antipatriota. El que se disponía a comer lo tenía que hacer
discretamente para que los demás no se enteraran, y por ello era
prácticamente imposible freírla. El olor que desprendía era fuerte, y alguien
podría pensar que estaban asando para comer una carne deliciosa, y
llamaría a la policía, lo cual supondría un gran problema. No había más
remedio que evitar que el olor se extendiera. La mayoría de las veces se
comía guisada. Además, cuando se comía carne, había que vigilar que no
viniera nadie. Se cerraba la puerta con llave, se cerraban las contraventanas
y se pasaba la cortina para que nadie de alrededor lo viera. Si las ganas de
comer carne asada no se podían evitar, había que hacer otros sacrificios.
Como el olor salía aunque se cerrara la puerta, en los marcos se colgaban
mantas o edredones para que el humo no escapara. Y entonces, vigilando,
se asaba. En verano, si se comía carne, se sudaba la gota gorda. Pero estaba
muy buena, y se aguantaba. Todavía recuerdo ahora lo bien que sabía. Con
el tiempo, aparte de Kanda, involucraron a otros tekiyas en el negocio.
Aquellos días venían a jugar a mi local varios padrinos tekiyas. Con la
guerra, había ido aumentando el número de garitos que cerraban y había
disminuido el número de locales donde se podía jugar. Si se corría la voz de
que en tal sitio todavía se podía, los clientes se juntaban.
Entre ellos había un influyente padrino tekiya que se llamaba Goro
Katano, con quien yo había intercambiado votos de hermandad. Creo que
Katano, Tokuji y los demás hablaron mucho del tema. Se pusieron de
acuerdo y se involucró a fondo. Gracias a que era alguien bien conectado, el
mercado se amplió. Cada vez se vendía más carne. Los portadores estaban
más ocupados: aproximadamente cada tres días, llevaban al piso de arriba
una montaña de latas parecidas a las de petróleo. También esos recipientes
eran un bien de lujo. Si no había, envolvían la carne en un papel engrasado
y se la enrollaban aplanada y pegada al cuerpo. Encima se ponían el
quimono y la transportaban. Esos portadores hacían el viaje en tren de
vapor y tren eléctrico. Hacían transbordo, bajaban en Ryogoku y venían
andando hasta Asakusa. Pensándolo ahora, me parece increíble que lo
hicieran tantos y no atraparan a ninguno.
Sin embargo, cuando el negocio estaba encarrilado, la policía militar
detuvo a Tokuji por otro motivo y lo ejecutó. Esto es lo que sucedió: un día,
Tokuji recibió una carta de sus padres, que vivían en Choshi, Chiba.
—¡Qué raro que alguien te mande una carta!
—No es nada. Hay un problema en casa, me gustaría ir —me dijo.
Yo le di licencia para ir, diciéndole que debía de estar preocupado, que
era mejor que fuese lo antes posible. Tokuji regresó rápidamente a casa de
sus padres y ya no volvió más. Como no recibíamos noticias suyas,
empezamos a preocuparnos. Hasta que llegó una notificación de la policía
militar diciendo que había muerto. Fue algo inesperado, nos dejó perplejos.
Con la carta de sus padres había una orden de reclutamiento. Las usaban
para reunir a civiles en fábricas de suministros militares y hacerlos trabajar
en la producción de partes de aviones y municiones, o cosiendo paracaídas.
Lo hacían siempre con los estudiantes de secundaria —demasiado jóvenes
para el ejército—, con las chicas o con los hombres que ya eran demasiado
mayores para llevar un arma. Los reclutaban y los hacían trabajar.
La orden decía que tenía que estar en tal fábrica tal día de tal mes a tal
hora. Venía del ejército, uno no podía negarse.
Pero Tokuji se negó a ir y huyó. A mí no me dijo nada, posiblemente
porque pensó que de nada serviría consultarme. Estuvo dando vueltas por
donde tenía conocidos —Tokio, Yokohama y otros lugares— jugando de
vez en cuando por los garitos. Después de su muerte, varios amigos de por
aquí y por allí me comentaron que había estado en su local. Huyendo de ese
modo, un día entró en el garito de Nomura, en Senju. Supongo que a eso se
le llama tener mala suerte. Porque, por casualidad, hubo una redada de la
policía y detuvieron a todos los que estaban jugando. A Tokuji también. Lo
registraron y, entre sus pertenencias, encontraron la orden de reclutamiento.
Es extraño que la llevara siempre consigo. Quizá pensaba entregarse en
algún momento, por Okyo y el bebé que ella llevaba dentro, y no había
podido tirarla. Ahí se acabó su suerte. Había desoído una orden de
reclutamiento, la policía no podía interrogarlo. Lo comunicaron a la policía
militar, y lo mandaron al cuartel central de Yokosuka.
No sé a qué tipo de interrogatorio lo sometieron, pero no hay duda de
que se lo hicieron pasar muy mal. Para la policía militar, desoír una orden
de reclutamiento debía de ser un crimen grave. En un momento decisivo
para el país, en que la población unida debía prepararse para una batalla
sangrienta, ¿qué había peor que la indignidad de alguien que desoía una
orden de reclutamiento y se dedicaba al juego? Por eso lo torturaron hasta la
muerte.
Me mandaron un aviso donde me decían que fuera a recoger el cadáver
tal día y en tal sitio. Fui acompañado de Kamezo. Okyo quería ir, pero
finalmente logramos disuadirla. Se podía poner a llorar o gritar delante de la
policía militar, o incluso tirarse encima de ellos. Si sucedía algo así,
estaríamos en otro aprieto. Además, era posible que Tokuji hubiera
sucumbido a la dureza de la tortura y hubiese confesado sobre el juego o
sobre el mercado negro. De ser ese el caso, los siguientes detenidos
seríamos nosotros. No podíamos llevarla; la dejamos en casa y fuimos los
dos solos.
La policía militar transportó el cadáver en un camión al destacamento
de Sakuragaoka, cercano a Hayama, y allí nos lo entregaron. Un policía
militar me dijo:
—Este hombre ha muerto de enfermedad. Su última voluntad fue que te
entregáramos su cadáver. Lo vamos a transportar en un camión a tu casa.
Indícanos el camino.
Lo de la muerte por enfermedad era algo que, sin duda, daba risa.
A primera vista se veía que lo habían torturado hasta deformarle la cara,
y tenía el cuerpo lleno de contusiones. Pero, si yo hubiera mostrado mi
indignación, habría atraído innecesariamente su atención y se nos habrían
llevado. Dijimos «Muchas gracias» e inclinamos la cabeza. La policía
militar transportó el cadáver de Tokuji hasta Asakusa. Como, a pesar de las
torturas, no había abierto la boca, pasé aquel trago sin que me detuvieran.
Llamamos a una funeraria, pusieron el cadáver en un ataúd, le
encendimos barras de incienso, llamamos a un bonzo conocido y rezamos
por su alma. A pesar de nuestros temores, Okyo no hizo ningún escándalo.
No sé qué haría cuando estaba sola, pero delante de los demás ni siquiera
lloró. Al día siguiente, lo llevamos al crematorio de Mikawashima, donde lo
incineraron. Habíamos recibido de la policía militar el certificado de muerte
por enfermedad, lo presentamos y nos lo hicieron gratis. Recogimos los
huesos,[73] nos los llevamos y fuimos a Choshi para entregárselos a sus
padres.
Con el paso del tiempo, Japón fue perdiendo la guerra y empezaron los
bombardeos sobre Tokio. En verano de 1944, creamos el Círculo Dos-Siete.
Se trataba de un grupo de juego. El garito se abría en los días que contenían
un dos o un siete, es decir, seis veces al mes. Los clientes eran propietarios
de negocios importantes de Tokio y cercanías, y los llevábamos a jugar a un
hotel cerca del mar, en Katsuta, más allá de Mito, en la provincia de Ibaraki.
Invitábamos a gente con dinero que no se iban de la boca con facilidad.
Yo hacía que mis hombres, cuando iban a hablarles de la timba, les llevaran
billetes de tren de ida y vuelta y algún regalo. Y al terminar de jugar los
sorprendíamos entregándoles carne de cerdo, pescado, whisky, tsukudani de
almejas,[74] rodaballo seco, aceite de sésamo… Así lográbamos reunir a
clientes muy buenos.
Para poder ofrecer regalos, nos fue muy bien Hatsuyo, mi actual esposa,
que todavía ejercía como geisha y había empezado a salir conmigo. Era de
un pueblo de pescadores llamado Isohama, en la provincia de Ibaraki,
donde su hermano trabajaba como carpintero de barcos. Lo llamé y le
pregunté si podía conseguirme productos del mar. Su respuesta fue «Es una
petición fácil». Los hombres jóvenes habían sido reclutados todos por el
ejército, y todos los barcos de pesca —pequeños y grandes, incluso los de
madera— habían sido requisados por la Armada. Aunque aquel fuera un
pueblo de pescadores, prácticamente solo quedaban mujeres y niños. Ellas,
dejadas atrás en la playa y privadas de sus esposos pescadores, se habían
quedado sin modo de subsistencia. Cogían orejas de mar con red y las
vendían en las ciudades vecinas para poder vivir. Pero era duro. Justo
cuando estaban pensando en cómo encontrar buenos clientes, surgió mi
propuesta. Se pusieron muy contentas y empezaron a traerme de todo:
pescado seco, algas, pulpo, calamares, ostiones… Por supuesto, todos eran
artículos prohibidos que había que transportar a escondidas.
Todavía recuerdo muy bien las orejas de mar. Hervidas con salsa de soja
y puestas en paquetes de casi cuatro quilos, de los que cada persona traía
varios. Era algo que en Tokio ni siquiera se podía ver. Casi cuatro quilos
costaban treinta yenes, y el salario de alguien que hubiera ido a la
universidad era de unos cincuenta yenes. Es decir, se podían considerar
caras. Pero para nosotros ese precio era tan barato como si fuera gratis.
Porque en una noche de timba ganábamos cientos de miles de yenes y no
nos importaba pagar lo que fuera por las orejas de mar.
Lo cierto es que se las comprábamos casi al doble del precio al que lo
hacían otros. De ese modo teníamos contentas a las esposas de los
pescadores, y ellas se arriesgaban para traernos los productos más valiosos.
También había rodaballos grandes. «Ese hará unos setenta centímetros»,
pensabas a veces. Y es que, como Japón se había quedado casi sin
pescadores, los peces tenían tiempo de crecer con tranquilidad. Eran
rodaballos salados: los colgaban para secarlos, y nos los traían. Los grandes
costaban unos cien yenes, pero nosotros se los comprábamos por ciento
cincuenta. Y las esposas de los pescadores nos tenían en gran estima.
La verdad es que ganábamos montañas de dinero. Y no teníamos donde
dejarlo, lo cual era un problema. Si le dijera cuánto ganábamos, no se lo
creería. Pero, por mucho que ingresáramos, no lo podíamos llevar al banco.
Además, tal como estaban las cosas, tampoco había en qué gastarlo. El
dinero no hacía más que amontonarse; a veces, simplemente lo dejábamos
ahí tirado.
Masako, la hija de Okyo, se crió en una montaña de billetes.
Antiguamente, había unos cestos de bambú trenzado para dejar la ropa en
las casas de baños. Pues bien, los llenábamos de billetes de diez yenes y
encima poníamos a Masako a dormir. Eran blandos y cómodos, y ella
dormía confortablemente. Si se hacía pipí, los billetes mojados los
usábamos luego como combustible para calentar la bañera.
A medida que transcurrió el tiempo pasándolo bien, la situación bélica
fue empeorando, y finalmente nos trasladamos a Kashiwa. Ahora está
urbanizado, pero en la época era completamente rural, no había nada que
recordara una ciudad. Alquilamos una gran casa en medio de unos campos,
y nos fuimos a vivir Kamezo, Okyo, su bebé y yo.
Yo todavía tenía a siete u ocho hombres, pero a los jóvenes me los había
quitado el ejército y solo quedaban los viejos. Por supuesto, a pesar de eso,
continuamos con el círculo Dos-Siete. En 1945 la guerra se recrudeció;
había bombardeos aéreos a diario.
Antes de la primavera, el 12 de febrero, fuimos al hotel y el director me
dijo:
—Padrino, ya no podemos más.
—¿De qué me habla? —le pregunté, y él me dijo que, dos días antes,
había venido una cantidad tal de B-29 que el cielo se había vuelto negro, y
habían bombardeado hasta dejarlo todo destrozado.
—Esto parece el fin de Japón —me dijo el hombre muy decepcionado.
—No es momento para apuestas —añadió lívido su asistente.
Yo les dije:
—Si dejando las apuestas se terminaran los bombardeos del enemigo,
las abandonaríamos. Pregúnteselo a los pilotos de los B-29. ¿Qué cree que
dirían? A ellos les da igual si jugamos o no, no hay de qué preocuparse.
Mentiría si dijera que los B-29 no nos daban miedo, pero tampoco iba a
salvarnos quedarnos quietos. Eran bombardeos que lo arrasaban todo, ya
fueran casas privadas u hospitales. Acurrucarse no ayudaba en nada. Pero el
asistente todavía insistía: «Sí, es cierto pero…».
Kanezo le dijo:
—Deja ya de lloriquear. Un conocido mío, durante un bombardeo, se
escondió con toda la familia en un refugio antiaéreo. Las bombas
incendiarias cayeron igual que si fueran lluvia y la casa se incendió, pero el
refugio quedó entero. Sin embargo, pasaba el tiempo y no salían. Los
vecinos fueron a ver y se los encontraron cocidos, todos muertos. Aunque
huyas, no te sirve de nada. Es mejor morir haciendo lo que te apetece.
¡Vamos a pasarlo bien, hombre!
El director pareció recobrar el entusiasmo, y continuamos como hasta
entonces. El 26 de febrero llegó una formación extraordinaria. Eran vuelos
rasantes. Cientos de aviones procedentes de portaaviones que ametrallaban
y soltaban bombas incendiarias por todas partes. En cambio, nuestros
aviones prácticamente no aparecían. Daba pena verlo, hacían lo que les
placía.
El 10 de marzo se produjo el gran bombardeo sobre Tokio. Después,
muchos lugares fueron ametrallados por los aviones que venían de los
portaaviones. Más allá del hotel de Katsuta estaba la Hitachi. En junio fue
bombardeada y murieron más de mil personas. Un pequeño caza surcaba el
cielo y disparaba con la ametralladora. No había duda de que cerca había un
portaaviones. Pero ni aun así paramos el círculo del Dos-Siete. Ya no nos
importaba nada.
El 17 de julio, antes del mediodía, estábamos en pleno juego, con la
gente excitada rodeando la bandeja, cuando, de lejos, se oyó un rumor
grave, como si tiraran arrastrando de una muela de piedra. Sin parar,
continuamente.
Aquel sordo ruido me hizo tener un presentimiento. Cerca del hotel
había una plaza donde estaban sueltos caballos del ejército. Se les oía
relinchar como locos. Todo el mundo se detuvo, se incorporaron, pensando
«¿Qué sucede?»; parecía que estuvieran indagando lo que pasaba alrededor.
El sonido se fue haciendo más inquietante, hasta que se oyó un gran
estruendo justo al lado. Un ruido ensordecedor, como si el cielo se hubiera
partido.
—¿Habrá sido cerca de la estación? —se preguntó alguien.
Cerca de la estación estaba la fábrica de armamento de la Hitachi.
—¿Habrá explotado algo?
—No, hombre, debe de ser que los de la Hitachi han inventado una
nueva arma para combatir a los americanos, y la estarán probando.
¿Qué sería? ¿Podía haber algún cañón que provocara un ruido tan
grande? Surgieron explicaciones diversas. Pero de nuevo se oyó durante un
rato ese horroroso ruido grave. Y de repente, otro estruendo, una explosión
tal que parecía que el cielo se hubiera venido abajo. Aquello ya no era
normal. Por mucho que todos quisieran creer que no pasaba nada, era
imposible no sorprenderse. Y se oyó de nuevo. Y otra vez, hasta quince o
dieciséis estallidos seguidos.
—¡Por favor! ¿Pero qué es esto?
—Puede que sea un acorazado americano.
—¿Quieres decir que los barcos de guerra americanos ya han llegado
hasta nuestra narices?
—Es lo único que se me ocurre. Ese ruido es de bombardeos desde el
mar.
Todos nos quedamos lívidos. Estaba claro que era eso. Aquel horroroso
ruido no provenía de los aviones. «Sí, está claro, es eso, la marina
americana está a punto de desembarcar», pensé.
—Bueno, pues así ya no hay nada que hacer. Si nos dan, será igual que
estemos dormidos o despiertos —dije para animarlos.
Nos sentamos en círculo en el gran salón con botellones de sake, y nos
pusimos a beber.
No hay duda de que fueron bombardeos desde el mar. No sé si desde
acorazados o patrulleras, pero una gran cantidad de barcos atacaba
descendiendo hacia el sur. Mito también fue severamente dañada. El hecho
de que los barcos de guerra enemigos estuvieran atacando cada vez más
nuestras ciudades y que nuestros barcos no aparecieran, significaba que las
cosas estaban ya muy mal.
Luego me enteré de que el bombardeo desde el mar de aquel día se oyó
incluso desde las montañas de la provincia de Gunma. Justo después de la
guerra, pasé una noche entera jugando con Kan-chan, el de Kiryu, y salió el
tema:
—Ese día, en el este se oyó un ruido enorme que me hizo pensar que los
americanos ya iban a desembarcar. Se me encogieron los cojones.
Dijo que los bombardeos se oían con gran claridad; es increíble la
potencia que tienen cuando se disparan desde el mar. Al cabo de poco,
terminó la guerra. Nosotros seguimos jugando hasta el final.
LADRONES
El estaba tumbado en el futón. Sobre el cristal de
la ventana caía un claro rayo del sol de final del
invierno. En la habitación, la tetera que estaba
encima de la estufa sacaba un vapor vago y suave, y
desde la cocina llegaba el sonido de alguien cortando
sobre una tabla.
—Un paciente le dio a mi padre una manzana.
Pero yo pensé que sería una pena comerla y la puse
en la estantería de la cocina. La estaba mirando todo
el día; al final se pudrió. Yo tenía cuatro años; lloré
de rabia.
Él me escuchaba, aparentemente complacido, con
los ojos entrecerrados.
—Por cierto, ¿dónde estaba usted después de la
guerra?
—Pasé bastante tiempo en Kashiwa. Tokio estaba
hecho un desastre.
—¿Y tenía garito?
—Sí. Venían clientes diversos. De muchos no sabía
a qué se dedicaban. Algunos se quedaban uno o dos
meses con nosotros. Entre ellos había dos personas
que, con el tiempo, triunfarían y se convertirían en
concejales. No puedo decirle sus nombres porque
todavía están en activo.
El rayo de sol que entraba por el cristal de la
ventana bailaba con el vapor. Se oía la voz
entrecortada de los niños que estaban jugando en la
cuesta que había junto al río.
—Por cierto, doctor, ¿usted ha estado con
geishas?
—Entre mis pacientes hay muchas antiguas
geishas. La mayoría tiene más de setenta u ochenta
años.
—Claro…, han pasado cuarenta años desde la
guerra, las mujeres que tenían veinticinco ahora
tienen setenta. Es horroroso.
—¿Se acuerda de alguna?
—Sí, de muchas. Tsuchiura era un pueblo de
marinos, había algunas muy guapas —dijo mirando
de reojo a su mujer, que estaba al lado.
Fue no mucho tiempo después de la guerra. Había salido a jugar con mis
conocidos de Tsuchiura, llevaba los fajos de billetes que había ganado y me
estaba divirtiendo con unas geishas. Entre ellas había una mujer tan guapa
que me dejó boquiabierto. Le pregunté a su agente cómo se llamaba.
—Tiene buen ojo, padrino. Es Kofuji. Cuando era joven, el comandante
en jefe de la flota, Isoroku Yamamoto, estaba locamente enamorado de ella.
«¡Vaya!», pensé. Me impresionó que el cerebro de la Armada se hubiera
divertido con aquella mujer. En Tsuchiura estaba la base principal del
cuerpo aéreo de la Armada de Japón. No hay duda de que allí había buenas
mujeres.
Bueno, ese día solo hablé y me volví, pero no podía olvidar del todo a
aquella geisha. Iba frecuentemente. Un día, Kofuji me dijo:
—Padrino, tengo una petición para usted. ¿Me hará el favor de
escucharme?
—¿De qué se trata?
—Solo quiero pedirle que me guarde una catana.
—Es extraño que una geisha le pida a un yakuza que le guarde una
espada. ¿Cómo es eso?
—Es una catana de Bizen; me da miedo, y quiero deshacerme de ella
cuanto antes —dijo muy seria.
—Se trata de algo valioso. ¿Cómo es que la tienes?
—Hasta hace poco tenía cien, pero las tiré todas.
—Dos o tres lo entiendo, cien es algo inaudito. ¿De dónde las sacaste?
Yo estaba realmente sorprendido. Ella me contó lo siguiente.
Después de acabar la guerra, los oficiales de la Armada iban a volver a
su pueblo cuando empezó a correr un extraño rumor: los que fueran a coger
el tren llevando una catana atraerían a los militares americanos, y serían
llevados a juicio. Era peligroso llevarlas, lo mejor era desprenderse de ellas.
También corría el rumor de que los soldados americanos abusaban de
las mujeres, había que raparles el cabello. Eran casos similares. Se suponía
que a quien llevara una catana lo matarían, los oficiales estaban realmente
preocupados. Muchos las tiraron a la basura o las lanzaron al río, pero los
que tenían catanas de valor no podían soportar separarse de ellas. Un buen
número de ellos pensaría en ir a recogerlas más tarde. Algunos iban a donde
Kofuji y le decían:
«Por favor guárdamela, cuando sea seguro, vendré a buscarla.»
Una de las espadas que le dejaron fue la de Bizen, tesoro familiar de un
oficial: su abuelo la llevaba cuando participó en la guerra ruso-japonesa.
Era de Yamaguchi. Le dijo a Kofuji: «Si dentro de tres años no he venido a
buscarla, deshazte de ella, por favor», y se fue a su tierra.
—Mi casa se llenó de catanas. Lo extraño es que me daban frío.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—¿Y qué hiciste?
—Las tiré. Un día, por la tarde, salí al callejón. El porquero había
venido a recoger comida, le di dinero y las metí en el cajón donde ponía la
comida de los cerdos.
—El hombre estaría contento.
—Si las veían, tendría problemas; las cubrió con una montaña de restos
de comida y se las llevó.
—Ja, ja, ja. Ya veo. Eso estuvo bien. Pero no tiraste la de Bizen.
—Lo quería hacer, pero tenía un sentido especial para mí, no pude.
—Y ahora quieres que yo te la guarde.
—Sí, padrino, lo mejor será que la tenga usted, ¿no?
—Pero ¿qué harás si viene el oficial?
—Le diré que se la llevaron los militares americanos. Un hombre que
tiene miedo de que lo detengan los americanos y le deja a una geisha una
catana que es un tesoro familiar no tiene ningún derecho a reclamar que se
la devuelvan.
Lo que decía Kofuji tenía lógica. Antes, aquel hombre presumía de ser
alguien importante en la Armada, pero una vez derrotado le daban miedo
los americanos, y abandonaba una catana que era un tesoro familiar.
Aquello era lamentable, así que decidí quedármela.
—Bueno, entonces me la quedo —dije, y me la llevé.
Después de regresar, le pedí a un experto que la tasara; resultó ser un
trabajo de gran habilidad. Dijo que su valor era incalculable, de modo que
pensé que su precio sería muy alto. Hasta hace poco la tenía por ahí, pero
yo también me he hecho viejo y no saco nada con tener una catana. Llamé a
un anticuario y se la vendí. Por un precio altísimo.
Si me pongo a hablarle de la gente de aquella época, no acabaría nunca.
Pero había un tipo especialmente interesante, el chatarrero Kan-chan. Venía
a jugar con su mujer y sus hijos. Ella era una persona discreta. Mientras su
marido se entusiasmaba con el juego, ayudaba a Okyo en la cocina. Cuando
él perdía, ella se sacaba de dentro del fajín del quimono el dinero que debía
y se lo entregaba. Por mucho que perdiera, ella nunca se quejaba. No sé
cuánto había dentro del fajín, pero esa pareja había encontrado láminas de
acero que había escondido el ejército, las había robado y las había vendido
en el mercado negro, o sea que debieron de ganar mucho dinero.
Había mucha gente que lo usaba de una forma mucho más ruda que
Kan-chan. Entre ellos, el vendedor de coches Saburo Tsukada, otro de quien
merece la pena hablar. La primera vez que vino fue unos dos meses después
de la Derrota. Dentro de un gran hatillo, traía un montón de billetes. Vino a
jugar con él cargado al hombro. Kamezo, preocupado, me dijo: «Mira a ese,
no será un eso…», haciendo con los dedos el gesto de imitar una ganzúa.
Tras escuchar la historia de Saburo, la palabra ladrón no era la más
adecuada para definirlo. Viendo a ese tipo de hombre, pensé de nuevo que
el ser humano es algo extraordinario. Si se caía, no se contentaba solo con
levantarse.
Saburo era el séptimo hijo de un agricultor de más allá de Tsukuba, pero
cuando era pequeño lo echaron de casa. Se ganó la vida con muchos
trabajos —antes de la guerra era conductor de rickshaw—. No llegaba al
metro cincuenta de altura y, para propina, tenía un cuerpo maltrecho por la
desnutrición. Gracias a eso, finalmente, el ejército no se lo llevó. Pero
terminó por alcanzarle la conscripción en la base aeronaval de
Kasumigaura. Según Saburo, al terminar la guerra, se concentró allí a una
gran cantidad de ladrones.
—En los alrededores de las instalaciones aeronavales no había nadie
que no hubiera robado algo. A los que no iban a robar les decían que eran
unos atontados. Padrino, ¿ha estado usted alguna vez en una base
aeronaval?
—He pasado cerca en tren, pero no he entrado nunca.
—Es algo digno de ver por dentro. Para empezar, era la base de
suministros militares más importante de Japón. Había montañas de ellos.
Bueno, no hace falta ni decirlo, es de sentido común, pero había de todo,
desde material para la construcción a combustible o comida.
Según Saburo, al terminar la guerra, el material acumulado en la base
equivalía a más de quinientos millones de yenes. Esa suma, convertida a
dinero actual, alcanzaría los billones. Y, sin embargo, esa enorme cantidad
de material desapareció en medio mes como si fuera humo. No quedó ni
rastro. La causa de la desaparición fue la locución del Emperador.[75]
—Con ella, todos nos convertimos en ladrones —continuó Saburo—.
Habría gente que lloró y gritó, pero para la mayoría fue una gran alegría.
Muchos podían volver con sus mujeres sin necesidad de obtener permiso, y
frente a los ojos tenían montañas de tesoros. No había tiempo para llorar.
Así se convirtieron rápidamente en ladrones. Antes no se podían ni tirar un
pedo si no se lo ordenaba la autoridad, pero ahora eran libres. Hasta que
llegaran los americanos, ganaba el que huía más rápido, y todos a la vez se
prepararon para escapar.
»Todos corrían para ser los primeros, se llevaban mantas y material para
paracaídas. Hacían un bulto lo más grande posible y cargaban con todo lo
que podían. La tela para los paracaídas era de seda, un producto muy
valorado. Si lo llevaban a su tierra, lo podían vender muy caro. Cogían todo
lo que podían y lo iban robando. En resumen, esta es la forma en que se
convertían en ladrones.
»A partir de ahí ya era todo un desastre. No solo los conscriptos, sino
también los soldados, los suboficiales y los civiles. Todos se pusieron a
robar. Todo el mundo sabía que en las instalaciones aeronavales había de
todo. Antes, la gente ajena no podía entrar. Tras perder la guerra podía
acceder todo el mundo. Y eso fue terrible. Era una multitud llena de
avaricia; entraron como si fueran arañas. Llegaron desde lejos y desde cerca
para convertirse en una marea humana.
»No importaba dónde, iban entrando en los almacenes, cogían todo lo
que les caía en las manos y lo ponían en los carros, o amontonaban
montañas en los remolques y se los llevaban. Los que tenían poder,
contrataban mozos, usaban camiones militares y se los llevaban. No podían
hacerse con una gran carga individualmente, y usaban nombres oficiales de
entidades agrícolas o de asociaciones de tal o de cual, para presentar
solicitudes y enajenar material del Departamento de Suministros.
»Los de los departamentos de Contabilidad y de Suministros, en
realidad, ya no tenían ningún poder de decisión, pero los que mandaban
debieron de hacer las cosas con habilidad, porque lograban que les pusieran
el sello. Traían varios camiones del Departamento de Vehículos, cargaban
montañas de cosas y se los llevaban uno tras otro. Los almacenes de las
entidades agrícolas estaban llenos y ya no cabía nada más; así que llevaban
el cargamento a casas de capitalistas de los pueblos de alrededor, que tenían
grandes almacenes donde lo podían esconder.
»En un sitio llamado Takatsu —siguió contando Saburo habían
aprovechado los barrancos para construir refugios antiaéreos; allí
escondieron grandes cantidades de suministros alimentarios de la Armada.
Cuando los bombardeos se hicieron más severos, se organizaron
evacuaciones para protegerlos; yo participé como testigo, sabía dónde
estaba cada cosa. La gente de los alrededores también lo sabía, iban por la
noche y los sacaban unos tras otros hasta no dejar nada.
»Los civiles también participaban en la gestión de los suministros. Los
militares tomaban prestadas sus bodegas y guardaban ropa, mantas, futones,
comida, máquinas herramienta, piezas, y otros suministros que se dividían y
eran entregados a los civiles para que los guardaran. Sin embargo, al
terminar la guerra no tenían propietario, era de sentido común que todo el
mundo se los quedara. No se puede ni imaginar la cantidad de productos de
esos que había.
»En las instalaciones aeronavales había montañas de madera. Habían
confiscado montes enteros y, durante la guerra, habían hecho talar los
bosques y transportar la madera. Las montañas japonesas terminaron calvas.
Una parte se dedicó a construir algunos barcos, pero casi toda quedó sin
usar. La Armada la quemaba para hacer el carbón que distribuía por las
casas de los suboficiales y las clases superiores.
»Lo sé porque yo di las órdenes para que mis subordinados la
quemaran. Fuera de las instalaciones aeronavales, construí tres hornos para
producir carbón vegetal. Lo hacíamos cada día con la madera de roble y de
haya transportada en tren desde Fukushima y Gunma. Había tres hornos,
todos los días podíamos llenar muchos sacos. Los colmábamos, y los
subordinados los llevaban a pie a casa de los oficiales. Las familias
normales no tenían acceso a carbón de roble, en cambio los oficiales de la
Armada no tuvieron ningún problema en obtenerlo hasta la Derrota.
»Yo trabajé entre bastidores —dijo Saburo—; conocía bien la situación
interna de las casas de los oficiales. Por ejemplo, las cocinas. Las de la
Armada eran conocidas como las galeras. Había de todo: carne, pescado,
verduras. A montones. Yo era jefe de brigada y tenía influencia. Lo que los
oficiales no podían terminarse me lo repartía con el jefe de cocina, y se lo
daba de comer a mis compañeras. Había entre ellas muchas niñas
estudiantes de secundaria que no podían comer suficientemente en casa.
Ahí, en cambio, había toda la carne que quisieran; se quedaban
boquiabiertas.
También repartíamos briquetas de carbón a los suboficiales y oficiales.
En la calle eran imposibles de conseguir. Nosotros las hacíamos con carbón
mineral, y por eso había. Lo requisaban de las minas; podías contar también
con todo el que quisieras, montañas que era imposible terminar.
Antiguamente, en las casas no había ningún instrumento para poder
convertir el carbón mineral directamente en combustible, había que
transformarlo en briquetas. El alférez del Departamento de Suministros me
llamó y me dijo: “Tsukada, convierte este carbón; te doy veinte hombres”.
En mi currículum yo había puesto “fabricación de briquetas”, y el
alférez pensó que sabría cómo hacerlo. Si me lo decían a mí —que hasta era
capaz de hacer bebés si me prestaban a la mujer de otro—, hacer aquello era
coser y cantar.
Así es como las hacía: primero convertíamos el carbón en polvo, a
continuación lo diluíamos con agua y le añadíamos arcilla. Pero, puesto que
solo con la arcilla no se endurecía, lo mezclábamos con algas de Ise. A eso
le dábamos forma, lo poníamos a secar y obteníamos las briquetas. Al
principio hicimos algunas, no muchas. Sin embargo, yo sabía de unas
máquinas para fabricarlas.
Antaño había trabajado vendiendo briquetas, y tuve tratos con una
fundición de Choshi. Fabricaban máquinas para la producción automática.
Le expliqué al alférez que en tal lugar hacían esas máquinas y que, si
comprábamos una, podríamos abastecer a todos los oficiales.
Él me dijo: “Muy bien, pues pídela”. Y me fui a Choshi y dije lo que
quería comprar. El fabricante me dijo que, como ya nadie las compraba,
habían dejado de producirlas. Yo le respondí: “Ya lo sé, pero es una orden
de un alférez de la Armada. Quiero que me la haga, se la pagaré al precio
que me diga”.
Me respondió que, si era de ese modo, me la haría, pero que costaría
setenta mil yenes. Era una gran cantidad, pero pagaba la Armada, no me
importaba. “Hágamela”, le dije. Y se puso muy contento. Tanto que me
trató a cuerpo de rey. Llamó a unas geishas y me dieron de beber y comer
todo lo que quise. Igual que si fuera alguien muy importante. Me sentí
Urashima Taro en el castillo del dragón.[76] Estuve dos días enteros
divirtiéndome. De regreso en las instalaciones aeronavales, estaba tan
agotado que no me tenía en pie.
Al cabo de veintiocho días, llegó el aviso de que la máquina ya estaba
terminada. Fui a donde el alférez a buscar el dinero y me dijo: “Vale, pues
llévales esto”. Lo miré, era una orden de requisa. Con ella podías llevarte
gratis todo lo que quisieras. Me fui a Choshi en camión y se la mostré. El
propietario de la fundición se puso lívido. Con la orden de confisca uno
podía llevárselo todo, tenía un gran poder. Vehículos, metales, vacas,
caballos, barcos, lo que fuera, todo lo podía obtener solo con una hoja de
papel. Era una orden ineludible. Por mucho que al propietario de la
fundición le disgustara, si se negaba se convertía en un traidor a la patria y
lo detendría la policía militar. No lo podía evitar.
Gracias a aquel hombre yo lo había pasado bien con unas geishas.
Sentía lástima por él, pero no podía hacer nada. Hice que me ayudara a
poner la máquina en el camión, y que un subordinado lo condujera. Con
aquello pude producir las briquetas. Podía hacer treinta de una vez. Era algo
extraordinario. El alférez, que estaba muy satisfecho, me alabó: “Tsukada,
si estuviéramos en el campo de batalla, te condecorarían”.
Las briquetas producidas las llevaban trabajadoras conscriptos a las casa
de los oficiales. Sus esposas estaban felices; aquello me convirtió de golpe
en alguien popular. Pero me fastidiaba beneficiar solo a los oficiales. Las
empleadas casi no tenían combustible en sus casas. Por eso yo sacaba bajo
mano y les decía que se las llevaran. A otros conocidos también se las daba
gratis; me estaban muy agradecidos.
Así eran las cosas. Había montañas de carbón y de madera. Y eso es lo
que venían a robar. Había quien lo sacaba en camiones y quien lo hacía en
carretillas. Alguno hasta se hizo un gran almacén o una casa con la madera
robada. Eran como hormigas negras en una montaña de azúcar. Aquella
mole de madera fue reduciéndose y, en un momento, desapareció.
—¿Había cosas de mucho valor? —le preguntó Okyo ladeando la
cabeza.
—Pues claro que había. Los que las robaron se forraron.
—Si lo hubiera sabido, yo también habría ido.
—Ya lo he dicho: los que no robaban eran tontos. Pero los ladrones de
verdad no eran esos. Los grandes —y muy buenos— eran otros.
Saburo recorrió nuestras caras con la mirada, y bebió con deleite unos
sorbos de té.
—Pues bueno, el primer gran ladrón era aquel alférez. Ese tío fue
terriblemente rápido en cambiar. No solo tiró sin ceremonia los galones,
sino también la espada que llevaba al cinto. Nos reunió a los que éramos
jefes de brigada para arriba y nos dijo: “Compañeros, ya sabéis que Japón
se ha rendido a Estados Unidos. Por lo tanto, tenemos que dejar estas
instalaciones en orden antes de que lleguen los americanos. Compañeros,
quiero contar con vuestra colaboración para este duro trabajo. Comprendo
que todos queráis regresar a casa cuanto antes. Así que os voy a pagar
quinientos yenes por día”.
Todos abrimos los ojos como platos. El salario mensual era de treinta
yenes, parecía un sueño. Los aproximadamente cincuenta que éramos jefes
de brigada o superiores, aceptamos todos de muy buena gana. El trabajo
consistía en cargar los suministros en trenes. En las instalaciones había
varias vías y podían entrar decenas de vagones de mercancías. Ahí es donde
nosotros íbamos cargando los suministros.
Primero cargamos planchas de hierro, latón, bronce, estaño,
duraluminio, aleaciones, y cosas así. Eran metales que se usaban para
fabricar el cuerpo de los aviones. Eran de color amarillo y tenían un gran
valor. El estaño estaba en forma de ladrillos; había montañas. Luego supe
que en el mercado negro costaba miles de yenes. Había todos los metales
necesarios para fabricar aviones. Eso era lo que cargábamos cada día en los
trenes de mercancías que se lo llevaban.
De las instalaciones a la estación de Arakawa había una línea especial.
No sé quién daba las órdenes, pero cada día llegaban varios trenes. Y ahí
cargábamos los metales. Pero pesaban mucho. Si los poníamos planos solo
podíamos cargar un veinte por ciento de la altura de los vagones, que era de
unos tres metros; cuando el metal ocupaba sesenta centímetros, los
amortiguadores se hundían, era peligroso cargar más. Los íbamos cargando
y se los iban llevando a alguna parte.
—Era algo grande, una montaña de tesoros.
—Efectivamente, una verdadera montaña de tesoros. Por cierto, yo era
tan tonto que creía que los suministros se los iban a entregar al ejército
americano. Una estupidez. Los dirigentes sabían que lo que había allí eran
objetos preciosos. Esos tíos habían calculado que, si lo escondían antes de
que llegaran los americanos y lo vendían en el mercado negro, podían sacar
una cifra de dinero exorbitante. Nos pagaban a nosotros un salario mientras
ellos se lo robaban todo.
—O sea que tú trabajabas de ladrón sin saberlo.
—Así es, yo soy una persona honrada, trabajaba con todas mis fuerzas
obedeciendo las órdenes del alférez. Y, a base de cargar trenes repletos cada
día, finalmente el almacén se quedó vacío.
—Ahhh… —suspiramos todos al unísono.
A mí me pareció extraño y le pregunté:
—¿Y de verdad tú no sabes dónde están los escondites?
Saburo, impertérrito, me respondió:
—De saberlo, sería algo impresionante. Si tuviera todo eso, podría
comprar Hokkaido y Kyushu. Tal era la magnitud. Padrino, si fuera algo
que se pudiera averiguar, con su ayuda lo lograríamos.
En Japón había bases aquí y allá. Si lo que decía Saburo era cierto, lo
mismo habría sucedido en todas partes. En este mundo hay gente increíble.
—Bueno, pues así llegó el 27 de agosto. Y el alférez trajo un montón de
billetes en una caja de cartón. Se puso a sacar fajos y a repartirlos. Todos
nos quedamos boquiabiertos de alegría. Aunque, pensándolo ahora, fuimos
unos primos. Aquellos billetes —creo que sabéis de qué hablo— eran vales
que había emitido la Armada, distintos a los de verdad. Si lo necesitaban,
podían emitir la cantidad que quisieran. Además, la guerra había terminado,
ya no había soldados y había sobrado la cantidad para pagarles los sueldos.
Es decir, el alférez usó para pagar nuestros salarios un dinero que ya no
valía.
—Vaya, veo que ese alférez era un tipo muy listo —dijo un Kamezo
admirado, cruzando los brazos.
—Sí, de verdad, no se podía competir con él. Y es que había estudiado
en la Universidad Imperial. Esa es la prueba de que era inteligente. A mí me
irritó, pero no podía hacer nada. Luego, estaba sentado sobre unos leños
comiendo mi almuerzo cuando llegó para patrullar montado a caballo el
capitán de navío jefe del Departamento de Contabilidad. Fue un golpe de
suerte. Me vio, y me dijo presuntuoso: «Hola, Tsukada. Si necesitas algo,
no tienes más que decírmelo».
Yo pensé «El mierdoso este, después de zamparse lo bueno, me quiere
dar las sobras», pero me aguanté y respondí: «Señor, quiero unos camiones,
pero no tengo autorización».
Al oírlo, sonrió y me dijo como si nada:
—Eso es muy fácil, llamaré al Departamento de Vehículos. ¿Cuántos
necesitas?
—Cuatro, por favor.
—Vale.
«¡Bien!» pensé, y me fui con un subordinado al Departamento de
Vehículos.
Ahí el encargado me dijo
—El capitán me ha avisado —y me dio la autorización.
Nos fuimos volando en bicicleta al parque móvil de Ushiku, logré
cuatro camiones de gasógeno e, inmediatamente, llamé a la fundición de
Choshi.
—Tengo aquella máquina de briquetas, venga a buscarla. Si se demora,
se la robarán, dese prisa.
Al día siguiente vino el hombre en bicicleta con un ayudante. Yo les
puse la máquina en un camión.
—Bueno, pues, llévesela —le dije.
—Tendremos que descargarla.
—Le doy también el camión, váyase rápido.
Estaba tan feliz que se le salían los ojos de las órbitas:
—¿Habla en serio?
—Es mi forma de agradecerle lo de las geishas —le dije, y se le saltaron
las lágrimas.
—No lo olvidaré ni que me muera —me dijo, y se marchó diciéndome
adiós con la mano.
Bueno, total, no era más que un camión que yo había robado. Tampoco
hacía falta exagerar. Me hizo sentir incómodo.
Los otros los usé para hacerme con todo lo que pude. Pero yo no era
igual que el alférez, pagaba la parte correspondiente y todos me ayudaban
contentos. Por supuesto, también había otros tipos robando. Había
competencia y, si no nos dábamos prisa, se terminaría todo lo bueno. Y no
solo dentro de las instalaciones, sino también en la montaña y los barrancos.
Yo sabía dónde habían evacuado los suministros, era un trabajo rápido. De
día y de noche, cargábamos los camiones y los escondíamos. El trabajo iba
avanzando. Reuní a mis subordinados y les dije: “Falta poco para terminar
la faena. Antes de que nos separemos, voy a hacer que lo paséis en grande.
Los que quieran divertirse que vengan”.
Acudieron unos veinticinco, los repartimos en los camiones y fuimos a
un hotel de montaña, en Tsukuba. En el camino había muchas cuestas. Los
camiones eran de gasógeno y no tenían potencia; todos tenían que bajarse y
empujar. Cuando llegamos a la montaña, reunimos a todas las geishas de
los alrededores y organizamos una juerga.
Llevábamos azúcar, alcohol, tabaco, mantas, ropa y clavos en gran
cantidad, tanto que nos costó transportarlo. Nos divertimos durante dos días
en que nos trataron tan bien que no sabíamos si aquello era el país de Jauja
o el paraíso. Y mientras, sin darnos cuenta, nos habíamos quedado con un
solo camión. «¿Qué ha pasado?», me pregunté; lo había robado alguno de
los hombres. Y es que, llegado a ese punto, miraras adonde miraras, no
había más que ladrones, no tenías tiempo para relajarte. Eso era lo que se
dice morder la mano que te da de comer. Me dirigí a los hombres que
quedaban y, gritando, les dije que hicieran lo que quisiesen. Me separé de
todos y regresé conduciendo el camión.
—¿Y los otros, los recuperaste?
—¡Pero qué dices! ¡Cómo iba a acudir a la policía a anunciar
humildemente que me los habían robado! De momento, regresé a la base
aeronaval, pero ya no había nada de nada. Podríamos decir que no habían
dejado ni la sombra de nada. Se entendía que hubiese desaparecido el
contenido de los almacenes, pero es que no quedaban ni los mismos
almacenes. Habían arrancado los techos, las columnas, las paredes, y se lo
habían llevado todo. Los cables de teléfono y de electricidad también; y
hasta los postes. Los cables que estaban bajo tierra también los habían
desenterrado y habían desaparecido por completo. ¡Joder! Era algo
admirable que se hubiera volatilizado todo hasta tal extremo.
—¡Vaya! Y esos productos que robaste, ¿todavía los tienes?
—Bien guardados. Tengo de todo.
Le pregunté qué tipo de cosas eran, y me dijo:
—Bicicletas, ventiladores, motores, máquinas de coser, azúcar, alcohol,
planchas de acero, hierro colado, estaño, seda…
Dijo que tenía casi de todo. Lo que me sorprendió fue que se había
llevado hasta un aparato de electrocardiogramas, algo que no había ni en los
hospitales universitarios. Le dije que nos trajera una muestra y Saburo,
como si lo estuviera esperando, hizo que un joven condujera el camión y
trajo una gran cantidad de cosas.
Si se las dijera todas, no terminaría. De lo que me acuerdo mejor es de
un rollo de seda. Era parecido al damasco, grueso y pesado, y hacía un
metro de ancho y cien de largo. No es ni una mentira ni una exageración.
Eran justo cien metros de pura seda. La hicieron de esa medida para
satisfacer un pedido de la Armada, supongo.
—Esto es algo grande. ¿Y para qué la usarían? —pregunté yo
emocionado.
—Para los aviones. La pegan a las alas y la pintan. Y se convierte en un
maravilloso avión —me dijo Saburo.
—Y pobrecito el aviador que tiene que enfrentarse a un Grumman.
—No, padrino, para un caza es imposible. Pero para un avión de
instrucción es suficiente. Vuela como es debido.
Aun así, no entiendo cómo podían hacer aquello tan maravilloso. Lo
pegaban a un avión y lo pintaban. Era algo que superaba el límite de lo
absurdo. Antes usaban lino, pero cada vez se hizo más escaso, y empezaron
a usar seda. Dijo que había de eso hasta llegar al techo del almacén. Solo
con verlo, uno se daba cuenta de que la Armada acumulaba de todo hasta un
nivel inimaginable.
Hice diversos tratos con Saburo. También tenía alcohol escondido, del
Departamento de Material para Maquinaria. Un barril lo compraba a
cincuenta mil yenes. El bodeguero Yoshitaro, que también compraba, lo
diluía, y ganaba seiscientos mil.
Pero eso no podía seguir para siempre. Yo lo dejé. Saburo, en cambio,
expandió su radio de actuación y ganó mucho dinero. Sin embargo, al final,
tal como había temido, las fuerzas de ocupación americanas lo registraron y
le confiscaron todos los objetos robados.
—Me denunció uno llamado Yoshizo. El gilipollas robó gasolina y la
transportaba en un remolque cuando lo detuvieron. Lo interrogaron y les
dijo: «Si me detienen a mí, por qué no detienen a Tsukada, él se ha llevado
cientos de veces más que yo y ha ganado mucho dinero». La policía
informó, y dos agentes y tres soldados americanos se presentaron en mi
casa. Me confiscaron todo lo que había. Todo el mundo dijo que había sido
una lástima, pero yo llevaba robado, en dinero de ahora, ciento cincuenta
millones de yenes. Había ganado mucho. Y tuve suerte porque no me
metieron en la cárcel.
Eso fue lo que nos contó Saburo, pero no parecía especialmente
afligido. Se reía a carcajadas. Era un tipo despreocupado.
ABASHIRI BAJO LA NIEVE
Fue después de cumplir los 47, o sea que sería 1951. La guerra de Corea
estaba en su punto álgido, y la economía en el garito del barrio de Shinhata
iba muy bien. De pronto, al principio de la primavera apareció Osei. Había
desaparecido sin avisar durante la guerra, no habíamos sabido nada más de
ella. Y ahora volvía sin más.
Me sorprendí:
—¡Vaya, Osei! ¿Qué pasa? ¡Cuánto tiempo!
—Tío, perdona por haber desaparecido así —dijo sonriendo.
—Estaba preocupado. Tengo una deuda contigo, no sabía qué hacer.
—¡Pero qué me dices! Ni que fuéramos unos extraños.
—Bueno, parece que estás bien. Eso es lo importante.
La hice pasar a la habitación interior. Osei, como de costumbre, vestía
con estilo, pero tenía un aire extranjero. Los anillos, los adornos del cabello,
el broche del fajín de su quimono. Tenía un no sé qué que la hacía distinta
del resto de las japonesas. Yo le dije:
—Bueno, pues, ¿qué has venido a hacer aquí?
Con gesto serio, me respondió:
—Me gustaría que me dejaras estar algún tiempo contigo.
Siempre decía las cosas de golpe. Sin embargo, fuera cual fuese el
motivo, si ella me decía que la dejara quedarse, yo no podía negarme.
—No hace falta que te cortes, puedes quedarte todo el tiempo que
quieras —le respondí.
El caso es que aquello me trajo desgracia. Más tarde me enteré de que
traficaba con anfetaminas, y ese era el motivo por el que había venido a
Tokio. No tenía un lugar seguro donde alojarse, por eso contó conmigo,
aunque sin darme explicaciones. A veces llevaba a su habitación varias
bolsas y algo parecido a latas de petróleo. «¿Qué es eso?», le preguntaba, y
ella me decía «Nada importante», y no me lo explicaba claramente. Por
supuesto, a simple vista se veía que no eran meros equipajes, pero ella no
parecía dispuesta a revelarme su contenido.
Si ella no me lo decía, yo tampoco tenía intención de preguntárselo más.
Okyo estaba muy preocupada. A ella, desde hacía tiempo, no le gustaba
Osei. Me dijo:
—Que se te caiga la baba no me importa, pero tenerla aquí no te traerá
nada bueno.
—Bah, en cualquier momento volverá a Kobe, así que no hace falta que
la mires así —la calmé.
Pero, honestamente, yo también pensé que aquello era peligroso. Las
mercancías las traía un joven con aspecto de universitario. Llegaba con una
gran maleta, decía «Buenos días; con permiso», y entraba.
Cuando él venía, Osei subía al primer piso y no se les oía en dos o tres
horas. No sé qué hacían. Luego, el chico bajaba las escaleras, decía
«Disculpe por las molestias; hasta la próxima», y se iba.
Yo me decía «Bueno, esto se pone mal», y pensaba que tenía que decirle
algo. No sé si se dio cuenta o qué, pero el caso es que, un día, sin decir
nada, se marchó a alguna parte y ya no volvió más.
Se esfumó, pero un mes y medio después me llamaron de la policía:
«Queremos preguntarle algo, venga por aquí». Fui, y resultó que se trataba
de metanfetamina líquida. Era una droga muy de moda en aquella época,
que se había usado también con los pilotos kamikazes. Después de la
guerra, el mencionado Saburo trajo una vez a mi garito una gran cantidad
en una lata de petróleo llena.
«¿De dónde has sacado eso?», le pregunté. Y él me respondió: «En el
sótano del hospital de la Armada hay montañas». Saburo la vendía a diez
yenes la ampolla, Pero mi padrino y mi hermano Muramatsu habían
sucumbido a las drogas. «En mi casa pasamos de eso», le dije. Y ya no dejé
que trajera más.
El caso es que la situación era la que era. Se fue desviando toda la droga
al mercado negro, y se podía obtener fácilmente en cualquier sitio. Incluso
se llegó a vender abiertamente en las farmacias normales. Pero, algo
después de la guerra, la adicción aumentó tanto que se convirtió en un
problema. La policía se movilizó, y en 1950 y 1951 se intensificaron los
controles.
A pesar de todo, había mucha gente dispuesta a consumirla. Se podía
ganar todo el dinero que se quisiera vendiéndola. Osei traficaba en el
mercado negro. Según me dijo el agente de policía, a ella y al estudiante no
los habían detenido, pero habían podido averiguar la ruta que usaban para
comercializarla.
—Oiga, lo de esta vez no es un delito grave, déjeme en un buen lugar —
me dijo el interrogador—. Sabemos que usted no trataba con eso
directamente. ¿Por qué no admite, como mínimo, el delito de complicidad?
Los interrogatorios eran muy distintos de los de antes de la guerra. De
todos modos, la policía es algo terrible. Me habían investigado con tanto
detalle que pensé «¡Saben hasta eso!». Me interrogaron a fondo, me
juzgaron y me condenaron a un año de prisión por el delito de complicidad
en el tráfico de anfetaminas.
Uno de mis defensores en el juicio fue Fumio Saito, quien había llegado
a lo que ahora equivaldría a juez del Tribunal Supremo y luego se había
convertido en abogado. Otro fue Tozo Matsunaga, que había sido
parlamentario. Contraté a esos dos, pero la instrucción y el informe policial
no permitían eludir la condena a un año de cárcel. No me quedó más
remedio que aceptar el castigo. Cuando se decidió la condena, pagué la
fianza y salí. Entré de nuevo en la cárcel en septiembre de 1953.
Al principio entré en una prisión de Tokio, pero un mes después el
alcaide nos llamó a unos diez y nos dedicó, más o menos, la siguiente
locución:
—Esta vez, vosotros, por decisión de la autoridad, vais a cumplir
condena en el penal de Abashiri. Ahora vais a ser trasladados allí. Tenéis
que comportaros sin causar problemas, obedeciendo a las órdenes de los
carceleros. Una vez lleguéis, tenéis que dedicaros seriamente al trabajo y, en
esa tierra del norte, limpiar vuestro cuerpo y vuestro corazón, y esforzaros
para poder volver a la sociedad.
Al día siguiente, por la mañana, comimos el desayuno en la cárcel, nos
llevamos la comida y la cena envueltas en corteza de bambú y, desde la
estación de Ueno, nos dirigimos hacia Hokkaido en un tren expreso.
Llegamos a Hakodate en el transbordador de Aomori por la mañana. Nos
trajeron el desayuno desde la prisión de Hakodate. Una comida excelente.
Había un gran trozo de bacalao, y el arroz estaba caliente y era realmente
bueno. Si usáramos el baremo de dentro de la cárcel, estaría por encima del
primer nivel.
Del tren lo que recuerdo es que mandé una carta. A los presos que
éramos trasladados no se nos permitía hacerlo, pero yo le dije al
funcionario:
—Perdón, ¿puede prestarme papel y lápiz?
—¿Para qué lo quieres?
—Bueno, es que se me ha ocurrido una cosa y quiero apuntarla antes de
que se me olvide.
Era un hombre amable. Me dijo «Vale, usa esto», me prestó su bolígrafo
y arrancó una hoja de su agenda. Yo, con las esposas puestas, escribí en el
papel solamente «Abashiri», y firmé con mi nombre.
—Carcelero. ¿Puedo ir al baño? —pregunté.
El afirmó con la cabeza, me acompañó y, cuando entré, me liberó una
mano. Por supuesto, con la puerta abierta todo el tiempo. Yo llevaba atada a
la cintura una gruesa cuerda de cáñamo que él sostenía por el otro extremo.
—Usa esto —me dijo.
Miré y vi que era papel de periódico. Lo doblé y dentro puse la nota.
Sobre las letras del periódico, escribí, a prisa, el destinatario. Y, por una
rendija de la ventana, lo lancé afuera. Estábamos cerca de la estación de
Kitami; pensé que, si alguien la recogía, quizá llegaría a su destino.
Y es que me habían comunicado el trasladado a Abashiri
repentinamente, sin tiempo para avisar a los de casa. Una vez allí, tarde o
temprano se lo comunicarían, pero tenía tiempo libre y lo intenté. En el
mundo hay gente amable, porque la carta llegó de verdad. Un mes después,
recibí la respuesta de Hatsuyo y Okyo.
Lo que más recuerdo de Abashiri es el trabajo en la nieve. Se trabajaba
en el exterior hasta a 30 grados bajo cero, aunque hubiera ventisca o hiciera
viento. Era duro para nosotros, pero para los vigilantes tampoco era nada
confortable.
Cuando la nieve se endurecía, no podían realizarse trabajos agrícolas.
Entonces íbamos a la montaña a talar árboles. También los cortábamos en
los bosques cercanos, pero a veces lo hacíamos en montañas que estaban a
quilómetros de distancia. A mí me llevaron a menudo a la montaña de
Utoro. Los árboles que cortábamos tenían hasta un metro de diámetro. Lo
hacíamos en pleno invierno, porque bajarlos de la montaña era más difícil
cuando no había nieve. Si había, los troncos se deslizaban fácilmente como
trineos tirados por los caballos. A los árboles caídos les clavábamos dos
hierros, les atábamos una cuerda, y los animales tiraban de ellos a la voz de
«¡Arre!» gritada con vigor por los acarreadores.
Los caballos son unos animales admirables, realmente fuertes. Tiraban
de aquellos grandes árboles sin detenerse, con sus cuerpos sudorosos
sacando vapor. Por mucho que fuera más fácil llevárselos en invierno que
en verano, tenían la corteza helada y pesaban mucho. Varias veces más que
en verano. Especialmente pesados eran los tejos. Los usaban para fabricar
lápices. Creo que su madera era de una gran calidad, porque eran muy
compactos. O sea que, además de pesados, también eran duros; si
tropezabas con ellos por descuido, veías las estrellas, igual que si te
hubieran dado con una barra de hierro.
Más pesado que cortar los troncos era arrancar sus tacones. Se trataba
de árboles grandes; con la fuerza humana no bastaba. Acabados de talar, ni
siquiera los caballos podían hincarles el diente. Las raíces se dejaban más o
menos un año; pasado ese tiempo, se les clavaba una barra puntiaguda de
hierro, se ataba una cuerda y, con cinco caballos tirando a golpe de látigo,
se arrancaban. Mientras hacíamos ese trabajo, estábamos todos
concentrados sudando la gota gorda, y nos olvidábamos completamente de
que éramos reclusos. El tacón se movía un poco, se arrancaba de golpe y
todos nos alegrábamos y poníamos cara de niño. Era extraño, pero lo cierto
es que nos quedábamos a gusto. El tacón lo llevábamos a la cárcel, lo
troceábamos y servía para la estufa o para la cocina.
En cuanto a las sierras, en aquel tiempo, en Abashiri usábamos unas que
eran dignas de consideración. Todas eran antiguas. Las habían usado otros
reclusos mucho antes de que yo naciera.
Yo usaba una con la que decían que había trabajado Torakichi «el
Clavopalmo», un famoso ladrón de la era Meiji. Con un clavo de un palmo
abría fácilmente las cerraduras más resistentes y robaba. ¿Qué cara tendría?
Me habría gustado conocerlo. Aquella sierra que también él había usado la
había hecho un herrero antiguo soplando el fuego con un fuelle para poner
el hierro al rojo vivo y golpeándolo para endurecerlo. No había nada más
resistente que aquello. Era admirable. Pero no estaba bien cuidada, no la
habían triscado bien; los dientes estaban romos y no cortaban nada. Por
mucha fuerza que hicieras, no podías. «Y qué más da. Si ven que mueves
bien los brazos, no importa que no corte», me decían. Lo cierto es que esa
sierra, si la tuviéramos ahora, no tendría precio.
De los internos que había en mi celda, incluso ahora me acuerdo
perfectamente de dos. Uno era Nobuo Okawa. Otro Seiji Nagano. Nagano
hacía de capataz de la construcción en Hanba, Tokio. Un día, hablando con
un obrero acabaron por discutir, el otro sacó un cuchillo y él, con una catana
que tenía escondida, le cortó limpiamente el brazo derecho desde el
hombro.
—La hemorragia fue grande y ese se murió enseguida. No me parece
bien que a uno lo cojan por cortar uno o dos brazos —me dijo Nagano.
Seguí escuchando y me dijo que, durante la guerra, había cortado no
sabía cuántos.
—¿Tantos cortaste?
—Sí, pero no de los enemigos.
—Si no eran de los enemigos, ¿quieres decir que cortaste los brazos de
tus compañeros?
—Sí, así es —dijo Nagano sonriendo.
¿Cómo podía ser verdad una cosa tan absurda? Me incomodaba que
estuviera bromeando todo el rato. Pero añadió:
—No es broma. Es verdad. Aunque eran soldados que ya no estaban
vivos.
Según Nagano, en marzo del año siguiente al inicio de la guerra
Chino-japonesa, había estado en el ataque a Xuzhou. Ahí habían caído en
una emboscada del enemigo y casi los habían aniquilado.
—La compañía se había adentrado hasta la mitad de un trigal, cuando el
enemigo nos sometió al fuego cruzado de su artillería. De repente nos cayó
una lluvia de balas. Cuando nos dimos cuenta, el enemigo se había retirado.
Pero nuestros oficiales y suboficiales habían muerto. El cabo que había
sobrevivido pasó lista y respondimos menos de la mitad. Había más de
cuarenta muertos, otros gemían en el trigal.
“Reunid a los muertos aquí. Vamos a incinerarlos inmediatamente” dijo
el cabo.
“¿Tenemos tiempo de hacerlo? —pregunté yo—. El enemigo es un gran
ejército. Aunque se hayan retirado, a lo mejor contraatacan por la noche. Si
lo hacen, nos aniquilarán.”
El cabo se enojó y me dijo:
“¿Y qué quieres que hagamos, que los dejemos aquí?”
“No podemos dejarlos aquí tirados, pero no tenemos tiempo de incinerar
a tantos.”
“¿Qué tal si les cortamos solo la cabeza y nos la llevamos?”
“La cabeza pesa mucho. No las podemos llevar todas.”
“¿Pues qué hacemos?”
“Si fuera un dedo o un brazo, sí que podríamos llevarlo, ¿no?”
«Un dedo es muy poco, vamos a cortarles un brazo.»
Eso es lo que decidieron el cabo y Nagano. Y, entre los dos, con sables,
cortaron los brazos derechos de todos los muertos a la altura del hombro.
Lo hicieron realmente deprisa, y sin tiempo para miramientos. Ataron con
cuerdas los miembros cortados.
Cuando tuvieron varias decenas, los llevaron a un sitio seguro y los
incineraron. Tenían que entregar a los familiares las cenizas
correspondientes; cortaban un brazo, lo envolvían en una tela y escribían el
nombre. Luego ponían los brazos de aquella multitud uno a uno sobre la
leña y, antes de incinerarlos, el cabo tomaba nota en un cuaderno.
Nagano me contó muchas otras cosas de la guerra. Era un hombre muy
simple, al que no parecía importarle ni la muerte de sus compañeros. Decía
que había recibido varias condecoraciones. Supongo que era cierto. De lo
que no hay duda es de que era el tipo de hombre ideal para el ejército.
Nobuo Okawa era muy distinto; no hablaba, era sombrío y siempre
ponía cara de temer algo. Mientras trabajaba, a veces, de golpe, se ponía a
chillar y se levantaba de un salto, o hablaba solo mientras caminaba. «Ese
está loco», decían los demás con disgusto, pero yo no le daba ninguna
importancia. Él parecía notarlo, y conmigo tenía una actitud como de
intimidad. Por cualquier motivo, venía y se sentaba callado a mi lado. Cada
vez fue cogiendo más confianza, y poco a poco empezó a hablarme.
Sucedió cuando pasado el invierno, cuando por fin había llegado la
primavera. Una noche, calculando que los demás estaban dormidos, me
vino por detrás y me dijo:
—Padrino, quiero hacerle una pregunta.
—¿Qué quieres, a estas horas?
—Padrino, ¿usted sueña?
—Nada destacable.
—Pues yo sueño constantemente.
Le pregunté qué tipo de sueño, y me dijo que soñaba que lo estaban
estrangulando y no podía respirar, sufría y sufría, forcejeaba, y soñaba que
se despertaba y por fin podía respirar, pero cuando se calmaba lo volvían a
estrangular. Así era su sueño. De pronto bajó la voz y dijo algo ciertamente
desagradable:
—Padrino, ¿sabe que los seres humanos, aunque los estrangulen, no se
mueren fácilmente?
Aquello me disgustó.
—Yo no sé qué hacías tú afuera, pero lo mejor con las tonterías que
hayas hecho es olvidarlas —le dije, y me di la vuelta para dormir. Si uno se
traumatiza con las malas acciones del pasado, no puede más que sufrir. Lo
mejor con lo malo es olvidarlo. Pero aquel Okawa no se rendía. Yo estaba
tumbado, él se puso detrás de mí y siguió:
—Escúcheme un poco más, padrino. Padrino, por favor.
—¿Qué pasa? Vamos ya a dormir, hombre.
—Pero padrino, ¿cuánto cree que tarda un hombre en morir si lo
estrangulan?
—¡Pero qué cosas tan desagradables preguntas! Está claro que
enseguida.
—¿Cuántos minutos cree?
—¿Cómo lo voy a saber? Pues enseguida, ¡no?
—No, padrino; tarda muchísimo.
—Y qué más da, ¿no?
—Doce minutos y treinta segundos.
—No digas tonterías. ¡Cómo va a tardar tanto!
Aquello me molestaba de verdad. Escuchar aquella desagradable
historia, incluso a mí, me estaba deprimiendo. Le dije secamente:
—A partir de ahora no voy a escuchar nada de lo que me digas.
Okawa pareció darse por vencido, y ese día lo dejó ahí. Sin embargo, no
se había rendido.
Había pasado la primavera y el sol ya era fuerte. Yo había comido y
estaba descansando cuando vino a mi lado y, en voz baja, me dijo:
—Padrino, ¿se acuerda de lo que le dije el otro día?
—¿De qué me hablas?
—De lo de los doce minutos y treinta segundos.
—¡Pero qué coño dices!
—Padrino, no se haga el inocente.
Con los ojos medio en blanco, se giró para mirarme fijamente. Sus ojos
de víbora eran exactamente iguales a los que salen en los dibujos, viscosos
y siniestros. Ni siquiera yo tenía ningún interés en relacionarme con aquel
gilipollas. Fui a levantarme, y debió de pensar que o me lo decía o ya no
tendría otra oportunidad. Me miró extrañamente a los ojos, tiró de las
mangas de mi ropa de recluso y me dijo seriamente:
—Es la verdad. Lo cronometré exactamente. No una vez, no. Lo
cronometré muchas veces.
Yo estuve a punto de perder la paciencia, y le dije:
—¿Qué pretendes? ¿Estás realmente loco o qué? O te comportas o no
respondo de mí.
Él se puso a temblar y, con voz llorosa, me dijo:
—Estoy completamente cuerdo. De verdad. Si estuviera loco, sería todo
más fácil.
«Esto no es normal —pensé—. Si llega hasta este extremo, no servirá
de nada darle una ostia para que se calle. Si no cierro los ojos y lo escucho,
puede pasar algo grave.» Y me dispuse a escucharlo.
Lo que ahora quiero contarle es el relato de Okawa. Yo debí de ser el
único preso de Abashiri que escuchó aquella historia. Me gustaría
aprovechar esta oportunidad para transmitírsela a usted, doctor.
LOS BANDIDOS Y LA DIOSA KANNON
Lo que sigue sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Okawa
estaba en Xi’an, Manchuria.
—Mi padre trabajaba en la administración de una mina de carbón en
Xi’an pero, cuando yo tenía diecinueve años, cayó enfermo y yo, por
recomendación de un conocido, entré a trabajar como meritorio en la
Fiscalía del Distrito.
»El fiscal jefe era un manchú llamado Xin Sei Kan, que había estudiado
en Japón y era todo un personaje. Pero no tenía nada que hacer, se pasaba el
día leyendo el periódico en una gran mesa. De los procesos se ocupaba un
japonés, el teniente de fiscal Kato, que puso su ojo en mí y me llevaba con
él a todas partes. «Eh, Okawa, ven conmigo, que tenemos una inspección
ocular», me decía, y yo cogía el maletín y me iba con él. También venía con
nosotros un joven coreano llamado Kim, que tenía la importante función de
hacernos de traductor. Con el tiempo le fui cogiendo el tranquillo al trabajo,
y el fiscal me promovió a administrativo.
»Un día hubo un asesinato. Una mujer apareció asesinada en medio de
una montaña a las afueras de la ciudad. El sospechoso era un joven manchú.
La fiscalía y los juzgados estaban en el mismo edificio. El resultado del
juicio fue su condena a muerte. Por lo que yo sé, los asesinatos con robo se
saldaban siempre con condenas a muerte. La orden de ejecución venía del
ministro de Justicia de Manchukuo. Era una orden que determinaba la fecha
de la ejecución.
»De ese asunto se encargó un fiscal manchú. Pero le disgustaba estar
presente en las ejecuciones, y en su lugar fue el fiscal Kato. La ejecución se
realizó en el patio de la prisión. En esos casos estaban siempre presentes la
policía, el fiscal, el secretario, el alcaide y el médico de la cárcel. Yo
también fui, como acompañante del fiscal Kato.
»Pasamos una gran puerta y entramos en un patio extenso. Estaba
rodeado por un muro alto, los pabellones ocupados por los reclusos se
alineaban a lo largo. En un rincón del patio de la prisión, había un poste de
unos dos metros de alto y algo más de treinta centímetros de diámetro. Al
condenado lo sacaron a rastras del pabellón y lo sentaron en el suelo con la
espalda pegada a ese poste. Por supuesto, no había cubierta, se hacía al aire
libre. Era un día caluroso de verano, los tejados de los edificios y el suelo
estaban ardiendo. No hacía viento. Los policías y el fiscal tenían la cara y el
cuello bañados en sudor.
»—Lo que hace Estados Unidos es imperdonable.
»—¿Qué va hacer el ejército? —comentaban en voz baja.
»En el poste había un agujero. Los carceleros pasaron por él una cuerda
gruesa y rodearon con ella el cuello del condenado. En la parte posterior del
poste, entre este y la cuerda, metieron un palo redondo de unos treinta
centímetros. El mecanismo funcionaba de forma que, al darle vueltas a ese
palo, la cuerda se cerraba alrededor del cuello del reo.
»El fiscal Kato dio la señal de que había llegado el momento. Yo miré
las agujas del reloj. El carcelero empezó a darle vueltas al palo y el médico
se puso a auscultar con el fonendoscopio el corazón del condenado, cuyo
pecho se iba hinchando. Sin moverse, le tomaba el pulso con la mano
izquierda. Le caían gotas de sudor por el cuello. El recluso ponía cara de
sorpresa; no se sabía si estaba llorando o estaba enfadado, tenía los ojos
cada vez más salidos y no le salía la voz. Las manos atadas se le movían
lentamente, como si trazaran círculos. Su cara fue cambiando de color: del
amarillo al rojo, se hinchó y se puso morada.
»El médico mantenía el fonendoscopio pegado al pecho del reo; con la
mano izquierda, le tomaba el pulso. La mano del condenado parecía agarrar
el vacío hasta que se cayó de golpe y sufrió una convulsión. El carcelero le
dio una patada en un pie; las piernas se le estiraron e, inertes, cayeron
abiertas al suelo.
»—En este momento, el corazón ha dejado de latir —le dijo el médico
al fiscal Kato.
»—Entendido —asintió el fiscal, y se sacó el tabaco del bolsillo.
»Habían pasado exactamente doce minutos y treinta segundos desde que
empezaran a apretar la cuerda.
—Me gustaría hacerte una pregunta —dije yo mirando directamente a
Okawa—. ¿El médico estuvo auscultando con el fonendoscopio desde el
principio hasta el final?
—Así es.
—¿Para qué?
—Pues para saber el momento exacto de la muerte, supongo.
—¡Menuda tontería! ¿Quién sería el cabrón que pensó ese método?
—Era la forma de hacerlo desde tiempo atrás en el país de los Ching.
—¿Y esa fue tu última ejecución?
—No, en medio año hubo unas diez.
—¿No son demasiadas?
—Y no sé por qué, todas duraron doce minutos y treinta segundos.
—¿Acaso las cronometraste?
—El fiscal Kato me daba a mí su reloj de oro y hacía que lo
cronometrara; no tengo ninguna duda de que era el tiempo exacto.
—¿Y por qué hacía eso el fiscal?
—Pues para que quedara constancia.
—¿Es extraño, no le parece, doctor? ¿No es
mucho tiempo, doce minutos y treinta segundos?
—A usted también le parece raro, ¿verdad,
doctor? Cuando alguien se suicida colgándose, el
corazón se le detiene instantáneamente. Comparado
con eso, el sufrimiento es enorme. A mí me pareció
sospechoso, le pregunté qué pasaba con otros tipos de
ahorcamiento. Y Okawa me dijo: «Lo mismo, en los
otros ahorcamientos también, el tiempo que pasa
hasta la muerte es el mismo». ¿Qué le parece, doctor,
cree que pasa tanto tiempo?
—Creo que es mucho. ¿Será cierto lo que dijo el
tal Okawa?
—No lo sé. Por muy médico que sea, no tengo esa
experiencia. Sin embargo, el tal Okawa lo vio de
verdad. ¿No es así?
—A lo mejor sí. Porque, si decía todo eso sin
haberlo visto, era un gran actor. Siguió con su historia
y dijo que solo asistió dos veces a ahorcamientos de
aquel tipo.