Ebin - Pub - Memorias de Un Yakuza

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Un día de invierno un anciano imponente entra en la consulta del doctor

Saga. Al desnudarse deja al descubierto el gran dragón tatuado que cubre su


espalda. Está enfermo, y su enfermedad ya no tiene cura. Lo sabe, y solo
quiere alguna inyección cuando le duela. El doctor acepta, con el deseo de
llegar a escuchar el relato que guarda el interesante personaje. Al cabo de
un mes, el doctor se acerca a casa del anciano, y el hombre empieza a
desvelarle su historia.
La vida de Eiji Ijichi se torció cuando tenia quince años. Apartado de su
familia, fue adentrándose en los bajos fondos japoneses, ingresó en una de
la familias de la Yakuza que controlaban los garitos de juego, fue a prisión.
Es una historia insólita, un testimonio sin par del Japón de la primera mitad
de siglo XX.
Junichi Saga

Memorias de un yakuza
ePub r1.0
Skynet 21.02.2019
Título original: Memorias de un yakuza
Junichi Saga, 1989
Traducción: Jordi Juste Garrigós

Editor digital: Skynet


ePub base r2.0
Prefacio

Sucedió un día de invierno de hace algunos años. A mi consulta acudió un


anciano alto y de fuertes espaldas. Su cara era algo más grande que la de
una persona normal, su frente estaba surcada de punta a punta por arrugas
oscuras, sus gruesos labios eran violáceos, y sus ojos estaban teñidos de un
sucio color amarillo. A primera vista, se veía que era una persona distinta
de las demás.
Le pedí que se desnudara. Tenía toda la espalda cubierta por un tatuaje.
Llevaba grabado un dragón con una peonía, aunque el paso de los años le
había gastado los colores: las escamas del dragón se habían vuelto tenues
como nubes y sus bigotes casi habían desaparecido. Sin embargo, era un
diseño peculiar que tenía algo cautivador. Entre los pétalos de la peonía
había una mujer de pie, sola. El dragón estaba a punto de comerse a la
mujer y la flor juntas. Ella tenía los ojos entornados y las manos unidas a
modo de plegaria, y en sus labios se dibujaba una leve sonrisa difícil de
describir. Pensé que, si fuera posible, me gustaría fotografiarlo. Pero era mi
primer encuentro con ese hombre y me sentía cohibido por su actitud
imponente, así que finalmente no pude planteárselo.
Le examiné el vientre, y vi que su hígado estaba hipertrofiado. Estaba
claro que se acumulaba líquido en su abdomen. Mientras se levantaba de la
camilla de exploración, le dije:
—Le voy a escribir una carta de recomendación para un hospital
general. Allí le harán el tratamiento.
El se rio de forma casi imperceptible y me dijo:
—Doctor, he cumplido setenta y tres años. Hasta alcanzar esta edad, he
hecho lo que me ha apetecido. Llegado este punto, ya no pienso en curarme.
El interior de su boca estaba negro de nicotina, parecía un agujero sin
fondo. Y hablaba con voz aguardentosa.
—De joven hice algunas locuras. Una vez alcanzada esta edad, mi
cuerpo ya no puede moverse. Por eso le legué el garito de juego a uno de
mis hombres y me he retirado al campo. Hay un masajista bajo el puente,
¿verdad? A mí me atendió en alguna ocasión; es bastante bueno. Fue él
quien me recomendó que viniera.
—Ya lo entiendo.
—La vea quien la vea, mi enfermedad no tiene cura.
—¿Se lo han dicho en algún hospital?
—Hasta yo me doy cuenta. Honestamente, no he venido a pedirle que
haga lo imposible y me cure. Solo me pregunto si no podría usted ponerme
una inyección cuando me duela. No es necesario que se preocupe, no le
pido que me dé ninguna droga. A veces me duelen mucho las piernas,
supongo que será por la diabetes. Por eso he tenido una idea egoísta y he
venido a verle, para ver si, cuando eso ocurre, usted pudiera echarme un
vistazo y ponerme una inyección.
Decidí hacer lo que me pedía. Era algo fácil, ya que decía que solo tenía
que ocuparme de él cuando le doliera. Pero la verdadera razón por la que
acepté visitarlo fue otra. Todo él estaba repleto de un extraño atractivo que
no puede expresarse con palabras normales. Cada día recibo a mucha gente,
pero ni una sola vez había visto a una persona como aquella; abracé en
secreto el deseo de escuchar en algún momento su historia con atención.
Venía a visitarse dos veces por semana. Afortunadamente, la retención
de líquido no aumentó de forma preocupante, y el dolor de las piernas le
concedió una tregua. Había pasado un mes de ese modo cuando, cierto día,
recibí la invitación que tanto esperaba:
—Cuando tenga usted tiempo, venga a pasar el rato. Vivo en una
casucha, pero no faltarán las galletas para el té y un kotatsu.[1] Usted, señor
doctor, habrá vivido en un mundo luminoso; quizá también le resulte
interesante escuchar historias raras.
Al día siguiente, al anochecer, acudí a su casa bajo una lluvia fría y
constante. Él me estaba esperando con una montaña de mandarinas sobre el
kotatsu. De vez en cuando, al fondo, mezclado con el sonido de la lluvia, se
oía apagado un shamisen.[2]
—Es mi hija, que se está divirtiendo.
Esa noche escuché su relato durante tres horas. Quizás el esfuerzo de
hablar lo fatigaba. Cada media hora, tomaba té, suspiraba y decía algo así
como «adelante, tome una», me ofrecía una mandarina, él se pelaba otra
con esmero, se la comía y, poco a poco, volvía a hablar con su áspera voz.
Empecé a ir a su casa por lo menos una vez cada tres días. Cuando ya
había terminado de escuchar más o menos su historia, el frío invierno se fue
de forma inadvertida y empezó a soplar un agradable viento primaveral.
Lo que aquí escribo es una parte de lo que él me contó. Ahora, al
transformarlo en un texto, no dejo de sentir rabia a menudo, cada vez que
pienso que ojalá le hubiera escuchado con más atención. Pero se fue a otro
mundo, y ya no hay nada que hacer.
Primera Parte

OYOSHI
Mi destino empezó a torcerse a los quince años. Mi familia tenía entonces
un famoso almacén en Utsunomiya, en la provincia de Tochigi, donde se
vendían artículos de uso doméstico como sal, azúcar, telas, futones[3] y
edredones.
Así empezó él su relato. Hablaba en voz baja pero con cuidado, de
modo que era fácil entender lo que decía.
De los alrededores acudían agricultores tirando de sus carros para
comprar desde objetos de uso diario hasta regalos para ocasiones especiales.
Era un lugar muy animado. Habría, como mínimo, unos quince empleados.
Los aprendices iban de un lado para otro entre los montones de mercancía,
mientras los encargados hacían funcionar sus ábacos. A los clientes muy
importantes se les ofrecía el almuerzo en una habitación aparte. Las criadas
cocían el arroz en una gran olla. Son hechos de un tiempo lejano, pero los
recuerdo igual que si fueran de hace poco.
La cuestión es que el dinero se ganaba a espuertas y llevábamos una
vida de lujo. A mi padre le gustaba comprar relojes. Se los mandaban de
Tokio en gran número, y los exponía en el tokonoma.[4] Cuando llegaba
Bon[5] o Año Nuevo, se los regalaba a los encargados y aprendices que
habían trabajado con diligencia. No era como ahora, que se pueden adquirir
fácilmente tantos relojes como se quiera. Pero es que, además, aquellos eran
relojes suizos de oro, es decir, objetos de mucho valor. Mi padre se sentaba
de espaldas al tokonoma igual que si fuera un señor feudal. Los empleados
tenían la cara roja de tanto tocar con la frente en el tatami.[6] Cuando el
encargado leía su nombre, el receptor se ponía a cuatro patas y avanzaba.
Mi padre decía algo como «Lo has hecho muy bien», y le daba el reloj
lentamente. Los aprendices temblaban de excitación, se veía lo contentos
que estaban. Creo que mi padre conservó esa afición porque se divertía
viéndolos.
Tenía también una gran mansión en las afueras. En la época en que yo
ingresé en la escuela secundaria, construyó una casa en la parte trasera del
jardín. Aunque era para alquilar, su apariencia era imponente. Era grande,
de dos pisos, con recibidor y un tokonoma en la habitación interior. Esta
casa en la que vivo ahora también tiene dos pisos, pero es una baratija que
no se le puede comparar. Las de la época eran casi todas de un solo piso.
Apenas las oficinas públicas y las escuelas tenían dos plantas. Las viviendas
de dos plantas eran muy raras entre la gente normal. Cuando yo estaba en
tercero de secundaria, vino a vivir a esa casa una mujer joven. Era la
concubina del magistrado jefe del tribunal de Utsunomiya. Hacía poco que
había cumplido los veinte años, y la recuerdo de una belleza extraordinaria.
El primer recuerdo que tengo de ella es de un otoño. De vuelta a casa,
entré por la puerta trasera y vi a una mujer desconocida mirando hacia fuera
por una ventana del segundo piso. Su pelo negro, recogido en el estilo
shimada,[7] brillaba. Estaba reclinada sobre la baranda, con la mano
izquierda se tocaba la frente, y la derecha le colgaba hacia afuera. Era una
visión idéntica a la estampa de un Bijin-ga.[8]
Me quedé contemplándola largo tiempo desde detrás de un árbol, sin
comprender qué hacía allí una mujer como aquella. Al cabo de un buen
rato, mi padre apareció por la puerta de la casa, y detrás de él salió un
hombre bien vestido. Mi padre iba haciéndole reverencias mientras le daba
prolijas explicaciones. No era hombre de esforzarse para poner de buen
humor al prójimo. Era la primera vez que yo le veía esa faceta.
Luego salió la mujer y le dijo algo al hombre que iba bien vestido. El
asintió con la cabeza dos o tres veces. No sé por qué, pero todo aquello me
produjo una rabia incontenible. Aquel fue el día en que el magistrado vino a
ver la casa. Unos diez días después, ella volvió para instalarse.
El magistrado venía a verla siempre los domingos, durante el día. Los
días laborables nunca acudía. Los sábados tampoco. Llegaba siempre en un
rickshaw. Era un hombre fornido, con aspecto de mediar la cuarentena.
Llevaba un quimono formal de dos piezas y sandalias de madera de buena
calidad. Bajaba del rickshaw ayudándose de un bastón; la mujer le
susurraba algo al porteador, y le daba una propina.
El magistrado estaba en la casa hasta el anochecer. Cuando oscurecía,
llegaba a buscarlo el rickshaw con una linterna de papel colgando de una
lanza. Y, entonces, bajo la mirada de la mujer, el hombre se marchaba por el
camino oscuro con la espalda pegada al respaldo.
A mí me mandaban una vez al mes a casa de la mujer a cobrar el
alquiler. Como mis padres eran comerciantes, no podían vivir en el barrio
de las mansiones. Mi hermana y mis hermanos menores vivían con ellos, y
yo estaba con mis abuelos en el barrio de las mansiones, donde ellos vivían
retirados.
Mi trabajo consistía en ir todos los meses a cobrarle el alquiler y
llevárselo a mis padres. Me daba el dinero y me decía: «Ten, muchas
gracias». No le había oído decir nada más ni una sola vez.
Sin embargo, un día —recuerdo que era una fría tarde de invierno— fui
a recoger el alquiler, entré en el recibidor y, desde más allá de la puerta
corredera de papel, oí la voz de la mujer que me decía: «Entra, Eiji». Me
quedé callado, la puerta se abrió y ahí estaba, de pie con unos palillos en la
mano.
—Estoy asando mochi.[9] ¿Quieres? No te quedes ahí, entra. Pasa a
calentarte en el kotatsu. ¡Que entres, hombre! ¿Cuántos años tienes?
—¿Por qué?
—Da igual, ¿cuántos?
La mujer sonrió ligeramente y se me quedó mirando. Con sus blancos
dedos cogió un mochi que acababa de asar y me dijo: «Venga, abre la
boca». Aquellos dedos blancos asaltaron mis ojos, me mareé y perdí el
aliento. Y ahí empezó a enloquecer mi vida.
Supongo que podrá imaginar hasta qué punto me obsesioné. Ella se
sentía sola y yo tenía quince años. Todo lo que no fuera esa mujer dejó de
existir para mí. Hasta entonces mis notas en la escuela estaban entre las
mejores, pero de repente cayeron entre las peores de la clase.
Cuando estaba con ella, me sentía siempre muy intranquilo. Pensaba
que en cualquier momento podría aparecer el magistrado; tenía miedo y me
ponía nervioso. Creía que, si él me encontraba ahí, vendría un policía, me
detendría, me pondrían en la cárcel y quizá me condenarían a muerte.
A ella todo aquello la divertía, y me tomaba el pelo. «Si tanto te
preocupa, vete ya. Pero a partir de mañana ya no te dejaré entrar.» Por
mucho que me revolviera, yo no podía liberarme de aquellos blancos
brazos, tan delgados, y que ella usaba tan hábilmente que hacía que yo me
preguntara cuánta fuerza podían llegar a tener.
Lo que más le interesaba eran la mansión del magistrado y su mujer. La
tenían muy preocupada.
La mansión estaba a medio camino de la escuela. Alrededor había un
foso de dos metros de ancho, como si fuera un pequeño castillo. Más allá
del foso había un muro de barro. Y, entre el foso y el muro, un seto de
naranjo con espinas, para que no se pudiera entrar desde fuera. Unos
magníficos kadomatsu[10] adornaban ambos lados de la gran puerta. Hasta
el porche de entrada se llegaba por un camino de gravilla blanca de cien
metros; a derecha e izquierda del mismo se extendía un bien cuidado jardín.
El suelo del interior del porche era una plataforma de madera de una
sola pieza. Al lado, había siempre un porteador, que esperaba sentado junto
a su rickshaw. Al este de la mansión estaba la pista de tenis. Estábamos al
principio de la era Taisho[11] en una ciudad de provincias, y yo no había
visto nunca jugar al tenis a nadie. Un magistrado tenía un estatus social
muy elevado, parecido al de un gobernador de provincia, así que su
residencia tenía que ser digna de su rango.
La mujer me preguntaba muchas veces sobre la mansión, pero lo que le
interesaba de verdad era la esposa del magistrado. La odiaba.
Un día sucedió lo siguiente. Era un anochecer de verano y soplaba un
viento cálido. Ella se había bañado, y solo llevaba un quimono de ropa
interior sobre la piel desnuda. Se sentó de lado sobre el suelo y se puso a
aventarse con un paipay. Yo salía del baño, mi cuerpo entero desprendía
vapor y solo llevaba puesto un taparrabos. Entré en la sala y la mujer, de
repente, lanzó el paipay violentamente.
—No la puedo soportar, siempre está así —dijo mientras fruncía su
entrecejo con los dos dedos índices.
Yo estaba preguntándome de quién estaba hablando, cuando ella añadió
de mal humor:
—Me refiero a la esposa.
Recogió el paipay y se puso a aventarse frenéticamente.
—Ya tarda en morirse —fue su terrible expresión.
—¿La has visto alguna vez?
—Sí, la he visto. Una vez. Cuando estaba en Tokio, él me llevó al
teatro. Y en el palco de al lado estaban su esposa y su hija. Que tiene mi
edad.
—¡Qué raro!
—Fue ridículo.
Posiblemente deseaba de verdad que la esposa muriera. Ahora bien,
aunque lo hiciera, ella no tenía ninguna garantía de sucederla. Y puede que
eso también la enfureciera. El magistrado alquilaba la casa para ella y le
daba todo lo que necesitaba, pero parecía insatisfecha. A mí era ella la que
me ponía furioso. No sé por qué, pero no podía evitarlo.
Una noche, hacia finales de verano, yo tenía la mente en blanco y estaba
intentando pensar en algo, pero no podía. Fuera de la ventana colgaba un
furin.[12] Al verlo, me dio un súbito ataque de rabia, lo arranqué y lo lancé
sobre una losa.
—¿Qué te coge, de pronto? —me dijo ella mirándome atónita.
—¿Qué problema hay?
—¿Con qué?
—¿Te pregunto si hay algún problema?
—Qué tonto eres —me dijo; me pellizcó y me retorció la barbilla, y
sonrío. Me miró fijamente al fondo de los ojos, y repitió como susurrando
—: Qué tonto eres, también tú.
Aquella situación se alargó durante varios meses. Hasta que,
inesperadamente, ella se fue a Tokio. El magistrado fue promovido, y ella
se trasladó con él. En el momento de separarnos, me dijo:
—Cuando esté allí, te mandaré una carta. No tardes en visitarme, ¿vale?
Sin embargo, la carta no llegaba. La recibí, finalmente, tres meses
después. Pero no había ninguna dirección.
Fui a Tokio aproximadamente medio año después. Deseaba en cuerpo y
alma volver a verla, y pensaba que si iba me la encontraría en algún sitio.
Dije que quería trabajar en la capital y, contra lo que esperaba, mi padre me
dio su aprobación sin darle mucha importancia. Era como si pensara que me
convenía trabajar para otro. Yo estaba en cuarto de secundaria, era cuestión
de tiempo que tuviera que repetir curso. En esa época, era normal hacer
repetir a los estudiantes que iban mal. Él pensaría que, si la escuela no me
iba bien, tal vez me convenía ganarme el pan en otra parte.
—Por muy mal que lo pases, no te lamentes— me advirtió.
Pero no creo que pudiera imaginar el secreto que guardaba el corazón
de su hijo. Aquella mujer se llamaba Oyoshi. Es extraño, pero no recuerdo
haber oído nunca su apellido.
FUKAGAWA
Un primo de mi padre era tratante de carbón en el barrio de Ishijima, en
Fukagawa, Tokio. Su negocio se llamaba Almacén de Carbón Nakagawa, y
ahí me acogieron.

Se ladeó ligeramente y tosió con una tos húmeda


dos o tres veces. Cuando dejó de toser, le dio la vuelta
a un anuncio encartado en un periódico y, con un
lápiz, me dibujó un mapa sencillo.

Delante de la tienda de carbón estaba el río Onagi, así. Al lado había un


santuario dedicado al dios Inari, y más allá los puentes Ogi y Sarue. En la
otra orilla del río se veía el templo Jugan, cerca del cual estaba la compañía
del gas. Siguiendo el río Onagi hacia el oeste se encontraba el río Sumida y,
en dirección contraria, bajando hacia el este, el Naka. Una vez monté en un
barco de vapor y fui desde el Onagi, cruzando el Naka, hasta remontar el río
Edo. Luego pasamos por el canal de Nagareyama y bajamos por el río Tone
hasta Toride. En la otra orilla, estaba el pueblo de Oohori. Según decían, los
patrones de los barcos del lugar reunían clientes y organizaban timbas. Yo
oí el rumor, me entró curiosidad, y decidí ir a ver.
Había un vapor llamado Tsuuun-maru que navegaba por el Sumida. Era
un barco de paletas, con dos grandes ruedas a ambos lados que iban
rodando, haciendo un ruido que sonaba gatán-gotón. No es un dibujo muy
bueno, pero el barco era algo así. Entraba desde el Tone a Kasumigaura, e
iba hasta el puerto de Tsuchiura. Yo monté en él y fui hasta Oohori. En ese
pueblo vivían desde antiguo muchos carpinteros de barcos. También había
muchos patrones. El garito al que me llevaron no era un hostal o algo así,
sino una barcaza reformada; lo que se conocía como un barco-baño. Estaba
fuera de servicio, amarrado a la orilla.
Dentro habían instalado una gran bañera para las familias de los
patrones de alrededor. Debajo estaba el río Tone, así que el agua no faltaba.
Y para el combustible bastaba con la madera que flotaba. Entre el garito y
la bañera, no había nada parecido a una separación, o sea que hasta las
mujeres y los niños se desnudaban ahí delante y entraban en el agua.
Observaban atentos, con la toalla sobre la cabeza, a los hombres que,
concentrados, apostaban a par o impar con sus caras enrojeciendo o
poniéndose de color azul por momentos. A mí también me dejaron darme
un baño; era verano, las puertas correderas estaban abiertas y se veía la luna
flotando en la superficie del Tone. Era muy agradable.

Puso picadura de tabaco en la pipa oriental, la


encendió y le dio una lenta calada mirando a las
brasas. La mano que sostenía la pipa temblaba
ligeramente, la parduzca cazoleta se mecía en el aire
sobre el hibachi.[13]

El negocio de venta de carbón de mi tío era importante. Alrededor de la


oficina había decenas de altas montañas de carbón que compraban en las
islas de Hokkaido y Kyushu.
Cuando los barcos mercantes que transportaban el carbón entraban en
Yokohama, los obreros lo trasladaban a barcos de madera que eran tirados
por remolcadores hasta el río Sumida. Desde el puente de Mannen, bajaban
por el río Onagi y pasaban entre hileras de fábricas y almacenes hasta llegar
a nuestra empresa. El almacén contaba con cinco muelles en la orilla del
río. Cada vez que llegaba un barco cargado, los obreros descargaban el
carbón y lo apilaban en su lugar.
Después de recibir un pedido, se cargaba el mineral en barcos y carros,
y se llevaba hasta la empresa del cliente. Yo había salido de mi pueblo en
busca de aquella mujer, pero no sabía dónde estaba nada. Además, estaba
tan ocupado que no tenía tiempo de ir a buscarla.
Los obreros tenían un aspecto lamentable, de una suciedad intrínseca.
Tenían la cara reseca y los dientes amarillos. Parecía que fueran a morder
con su mirada. Un día, le pregunté a mi tío: «¿Cómo es que estos hombres
tienen esa cara?». Y él me respondió: «Porque son purria».
Mi tío era rico, pero avaro. Y no dejaba de dar advertencias. «No se
puede trabajar de forma imprecisa; de eso depende la pérdida o la ganancia.
Hay que anotar con exactitud», me decía una y otra vez. Llevaba un
pequeño bigote, gorra de caza, una chaqueta ancha de espaldas, pantalones
como los de montar a caballo y unas botas de piel altas. En el bolsillo
siempre tenía un trapo, con el que se frotaba las botas nerviosamente
cuando se le ensuciaban.
«Los obreros siempre están intentando engañarte para no trabajar.
Imagínate que llevan un kilo menos cada vez. Cincuenta veces, cincuenta
kilos perdidos. Si hay cien hombres que lo hacen, son cinco toneladas
perdidas. Hay que mirar muuuy bien la báscula». Así de detalladas eran sus
explicaciones. Se me fueron haciendo cada vez más pesadas, hasta que ya
no le hacía caso.
Al principio, mi cometido era anotar en una libreta cuánto cargaban los
obreros. Lo hacían todos con espuertas de mimbre o esparto, y la carga
establecida para una vez eran sesenta kilos. La llevaban hasta donde estaba
amarrado el barco. Ahí les esperábamos un aprendiz y yo al lado de una
gran báscula. El obrero ponía la espuerta sobre la plataforma.
—¡Venga, rápido!
—No podemos ir más rápido.
Yo ponía una marca al lado del nombre del obrero y le daba a él un
bastón de bambú. Lo llamábamos mambo; medía unos treinta centímetros
de largo y tres de ancho. El obrero lo llevaba en una mano y pasaba como si
nada por la pasarela que unía el muelle y el barco. Subía, arrojaba la carga y
le entregaba el mambo a otro aprendiz dentro del barco. Este, cada vez que
lo recibía, ponía una marca al lado del número del obrero. Contando los
bastones se podía saber cuánto carbón se había cargado en el barco.
Si se miraba la libreta, también se podía saber inmediatamente cuánto
había hecho cada obrero. Así trabajaba yo, mezclado entre los obreros.
Cuando empecé a conocerlos, me parecieron, en general, buena gente.
Todos tenían hambre, por lo que se irritaban con facilidad, pero tenían buen
corazón. Como yo era el más joven, me preguntaban: «¿Cuántos años
tienes?» o «¿No vas a la escuela?». Uno de ellos, un veterano llamado
Katsushiro, se preocupó por mí en muchas ocasiones, y cada día me fui
sintiendo más cómodo.
Por aquel entonces me inicié como centinela de timbas. Hacía unos dos
meses que había comenzado a trabajar. Durante el descanso del mediodía,
los obreros se iban a alguna parte. Yo pensaba que irían a comer el
almuerzo, pero aun así la situación me parecía extraña. De modo que, un
día, me puse a caminar en todas las direcciones entre las montañas de
carbón. Habría treinta o cuarenta, altas como edificios de dos o tres pisos, y
formaban una especie de laberinto. Después de caminar un rato por ahí,
encontré a un gran número de hombres agachados formando un corro.
Cuando se dieron cuenta de mi presencia, dieron un salto, y algunos
salieron disparados hacia mí. Hasta que uno, al reconocerme, dijo «Vaya,
pero si es Eiji», y de repente puso cara de alivio. Era Shinkichi Globo de
Goma que, a pesar de ser joven, tenía arrugas en la frente igual que si fuera
un anciano. Le llamaban Globo de Goma porque tenía la cabeza como si
estuviera llena de aire.
—No debes venir a este sitio. Regresa, y no le digas nada al amo ni a
nadie. A cambio, ten.
Shinkichi se me acercó y me dio dos céntimos.
—Oye, ven un momento, Eiji. Súbete ahí y vigila. Si viene algún
extraño, nos avisas —me dijo Katsushiro, el jefe de los obreros, mientras
me acompañaba al pie de la montaña de carbón más alta.
—¿Por qué tengo que hacer eso?
—Está claro, ¿no? Si nos encuentra la policía, nos pondrán a todos en el
calabozo. No te bajes hasta que te lo diga. Si viene alguien sospechoso,
lánzanos un trozo de carbón.
—A lo mejor le doy a alguien en la cabeza.
—No te preocupes.
—¿Cómo es alguien sospechoso?
—Si lo ves, lo entenderás enseguida. Pero no digas nada, lánzanos solo
un trozo de carbón.
Tal como me habían dicho, subí a la cima de la montaña de carbón.
Estaba muy alto, más que cualquier edificio de los alrededores. Incluso en
Tokio, casi todos los edificios eran de una sola planta. Los únicos edificios
grandes eran fábricas. Eran contados los de dos pisos, así que tenía una
buena perspectiva. Aquel día terminó sin novedad, y al día siguiente volví a
hacer de centinela. Me gustaba mucho ver aquella zona de Tokio desde la
montaña de carbón.
Barcos diversos surcaban los ríos y, en el rugir del cielo, se oía sin cesar
la mezcla del sonido del ferrocarril, las voces de la gente, las carretillas. Al
oírlo tenía realmente la sensación de estar en Tokio, y me sentía muy
orgulloso de ello. Hice de centinela; pero, por fortuna, la policía no iba
mucho por allí y no tuve que lanzar carbón ni una sola vez.
Cuando llevaba medio año recibiendo mambos, mi tío me dio una
orden: «Te pasas al reparto de coque». En su empresa, además de carbón, se
trataba con aquel derivado. En la orilla opuesta del río Onagi, estaba la
compañía de gas de Sarue. Ahora es Tokio Gas; todavía debe de existir.
Producían gas calentando carbón. Al hacerlo, se generaba una gran
cantidad de carbonilla, o sea de coque. Lo arrastraban a un patio cuando
todavía conservaba el calor y quemaba al rojo, lo apilaban en montañas, le
echaban agua del grifo y lo dejaban a la intemperie. La empresa de mi tío
compraba los restos de esa combustión.
El aprendiz Yamamoto, que tenía tres años más que yo, me enseñó
muchas cosas.
—Hay coque blando y duro. Este es el duro. ¿Verdad que pesa? Como
tiene mucha fuerza calórica, se usa en las fundiciones.
En Tsukishima hay muchas industrias de acero. Antiguamente, las
herrerías usaban brasas. Pero, cuando se dieron cuenta de que el coque era
más barato y más fácil de usar, empezaron a venir a comprarlo. Fui muchas
veces a entregar coque a Tsukishima. Bueno, por mucho que se diga
industria de acero, solo eran barracas con cinco o seis trabajadores. Un
hombre accionaba el pedal del fuelle que expulsaba aire, y hacía que el
coque ardiera al rojo. Y unos tres más golpeaban de sol a sol el acero
caliente con martillos.
Adonde quiera que miraras, veías solo esos pequeños talleres que
fabricaban objetos como aperos de labranza, calderas, clavos o materiales
para la construcción. En Tsukishima también había muchos astilleros.
Abundaban los obreros, y entre ellos estaban los llamados remachadores.
Ahora los remaches los ponen con máquinas, entonces se hacía a mano.
Los remachadores eran los especialistas en ese trabajo. Su labor era simple,
por eso eran hombres pobres e irascibles. Casi todos estaban desarraigados,
no tenían hijos ni esposas. Recorrían los astilleros y, si se encontraban a
gusto en alguno, se quedaban unos años. Sí no era así, abandonaban y se
marchaban el mismo día. La verdad es que ese tipo de persona existía en
cualquier oficio.
Me acuerdo de la canción que cantaban:

Yo soy remachador, tú eres una geisha.


En medio de las olas, abandono este cuerpo.
¿En qué ribera me voy yo a morir?
Yo soy remachador, no te cases conmigo.
Mientras sople el viento, a toda vela navego.
¿En qué cielo me voy yo a morir?

Según la cantidad del pedido, íbamos a entregar el coque en carretilla o


pedíamos un carro. Al principio venía conmigo el aprendiz Yamamoto pero,
cuando empecé a conocer los lugares, mi tío decidió que me acompañara un
obrero. Por supuesto, si íbamos a Tsukudajima o a Tsukishima lo hacíamos
en barco. Cuando íbamos en carro, me llevaba a un obrero y lo seguíamos
detrás, a pie. Si usábamos una carretilla, venían dos obreros, uno tiraba de
ella y el otro la empujaba desde atrás. Yo llevaba la libreta y una cartera;
cobraba y entregaba el recibo.
Estar orgulloso no sirve de nada pero, hasta que conocí a aquella mujer,
Oyoshi, yo era de los mejores de la clase. Por mucho que el pesado de mi
tío me dijera una y otra vez «No sueltes la cartera ni que te mueras», no
parecía sospechar que yo pudiera engañarlo con el dinero.
El reparto de coque me resultó muy útil. Recorrí hasta el último rincón
de Fukagawa, e incluso llegué a conocer el centro de Asakusa. Y de ese
modo conocí bastante los barrios bajos de Tokio. Fui a hacer las entregas
con varios obreros, pero especialmente con dos, Shinkichi Globo de Goma
y Tarokichi el Soldado. Hasta unos cinco años atrás, Shinkichi había sido
aparcero en Katsushika, e iba a menudo a recoger heces por ahí. Las heces
eran un abono muy valioso; en las zonas rurales de los alrededores de Tokio
iban muy buscadas. Desde cerca acudían con carretillas a recogerlas. Desde
lejos lo hacían en grandes barcos.
—Yo sabía exactamente lo que comían en cada casa —decía orgulloso
Shinkichi—. Las heces de las casas en las que comían cosas buenas tenían
fuerza. El color y la forma también variaban. Sobre todo la fuerza era
distinta, se veía claramente.
—¿Quieres decir que los ricos y los pobres son distintos hasta en la
mierda?
—Tengo una anécdota que, solo con recordarla, me hace sentir ridículo.
Fue una vez en que me metí en un buen lío.
—¿Qué te pasó?
—Derramé una carretilla delante de un restaurante. Era al lado de un
ropavejero del foso Shamisen. Se armó un gran revuelo, y no pude hacer
más que ponerme a recoger aquello con las dos manos y meterlo en la
carretilla. Pero, como no daba abasto, me quité el quimono e iba echándole
la mierda hasta que se llenaba, lo lavaba en el foso y volvía para llenarlo de
nuevo; así varias veces. Al final quedé lleno de mierda. Me tiré al foso para
lavarme, pero era octubre y hacía mucho frío. Los mirones, entre el olor y
lo cómico de la situación, no sabían qué cara poner.
—Sería una escena digna de ver.
—Desde entonces sé lo que significa comer mierda.
Cuando andaba tirando del coque con Shinkichi, no era raro ver a
tratantes de heces dondequiera que uno fuera. Pero últimamente han
desaparecido, y hay gente que no sabe cómo se recogían.
Los tratantes llevaban una carretilla con varios cubos. La paraban frente
a un callejón, colgaban los cubos a ambos extremos de una barra e iban
andando mientras gritaban: «¡Heces, heces!».
¡Eh, señor de las heces!», los llamaban. Daban la vuelta a la casa hacia
el pozo de la letrina y, con una pala larga, sacaban las heces y las ponían en
el cubo. Cuando estaba lleno, volvían a la carretilla, cogían uno vacío e iban
a otro callejón. Y así llenaban todos los cubos de la carretilla, volvían al
barco y cargaban los cubos llenos, ponían otros nuevos en la carretilla y
volvían a dar vueltas, caminando por otra zona. Cuando se ponía el sol,
dormían en el barco, y al alba volvían a salir. De ese modo llenaban el
barco; plegaban la carretilla y la subían a bordo —las carretillas, cuando se
les sacaba el eje, se desmontaban y se hacían pequeñas; tenían dos ruedas,
pero se transformaban en una sola carga—. Así ponían en el barco las heces
recogidas con tanto esfuerzo, y se marchaban.
—¿Por qué lo dejaste?
—Solo de pensarlo me parece ridículo. No puedo decirlo.
—¿Te dejó tu mujer?
—¡Eso tú!
Shinkichi y Tarokichi discutían a menudo de aquel modo. Tarokichi
había luchado en la guerra ruso-japonesa[14] y había recibido una
condecoración. Pero poco después la había empeñado. Cuando yo lo
conocí, ya no la tenía. No sé por qué, pero era un erudito, sabía muchas
cosas. Su aspecto era totalmente miserable, y sus facciones eran, las miraras
como las miraras, las de un vagabundo. Con esa apariencia, no era posible
imaginar qué había hecho antes. Eso sí, estaba claro que no había sido
siempre un vagabundo. Tarokichi fue quien me contó que el río Onagi era
un canal de la era de Edo.
—Ieyasu Tokugawa[15] lo hizo construir para transportar sal desde
Gyotoku[16] hasta Edo[17] —me explicó—; o sea que el Onagi es en realidad
un canal excavado.
El caso es que Fukagawa parecía flotar sobre el río. Solo con montar en
un barco, se podía ir a Ibaraki, Tochigi o Gunma. No era como ahora. El
transporte de mercancías se hacía sobre todo en barco. Alrededor de
Fukagawa había embarcaciones a remo y unas barcazas de transporte que
iban y venían sin parar. Yo iba cada día arriba y abajo transportando coque,
mientras contemplaba aquellos barcos.
CHANCRO
Había pasado más o menos un año desde que empezara a trabajar en
Fukagawa, cuando un artesano del calzado llamado Genji me invitó a salir
con él. Genji trabajaba en una tienda-taller del barrio de Botan haciendo
tabi[18] para los empleados de almacenes de madera. Como le gustaba
apostar, cada vez que tenía un poco de tiempo libre asomaba la cabeza por
la timba del muelle del carbón, y siempre terminaba por perder. Aquel día,
en cambio, el viento había soplado a su favor, había tenido suerte y había
ganado cierta cantidad.
—Hoy pago yo, no digas nada y vente conmigo —me dijo.
Genji siempre me decía que yo no debía estar todo el día sin tocar más
que carbón y coque, que no sacaría nada bueno solo trabajando.
—Los hombres tienen que divertirse tanto como puedan mientras son
jóvenes. Para convertirse en un adulto como es debido, hay que sentir el
perfume del maquillaje y dejarse menear por un buen culo.
Tenía poco más de veinte años, pero por su rostro aparentaba más de
treinta. Le gustaba andar cantando canciones absurdas de este tipo:

¿No eres tú esa que en la barcaza va,


con el escote de su bello quimono lleno?[19]
Hoy Yoshiwara, Suzaki mañana;[20]
ni siquiera así yo puedo olvidarte.

Pero no me llevó ni al barrio de las geishas de Tatsumi, de Monzennaka,


ni a Suzaki, sino a una casa de té de un callejón, cerca del santuario de
Hachiman. Las llamaban casas de té, aunque en realidad se dedicaban a
tener chicas y no servían nada que requiriera mucho trabajo. A lo sumo, té
con dango,[21] sake dulce, senbei[22] o pastelitos. Genji se llenó a prisa la
boca de dango y dijo:
—¿Qué, jefe, está ella libre?
—Pues claro.
—Hoy no es para mí, es para este joven. Por favor.
El señor me acompañó al fondo del callejón. Pasamos por delante de
unas casuchas alineadas de cualquier manera, y llegamos a una casa que
tenía un ginkgo en el jardín. Abrimos la puerta de madera, entramos en el
jardín y fuimos hacia el fondo, donde había una casita apartada.
—Eh, tú, que te he traído a un cliente.
«Vaaale», se oyó que decía una voz de mujer desde dentro. Abrimos la
puerta, y vi un suelo de tierra de menos de un metro cuadrado. Más allá de
una puerta corredera abierta, había una mujer sentada sobre un futón.
—¡Ala, pero si es joven! ¡Qué contenta estoy!
—Bueno, pues lo dejo en tus manos. Aunque sea un chico joven, no te
canses demasiado, eso sería un problema.
—¡Qué pesado! Vete ya. Venga, entra. ¿Cuántos años tienes?
Me sentía desvalido ante una mujer como aquella. Yo todavía no tenía
diecisiete años, y ella pasaba de sobras de los veinte. Seguro que era una
gata vieja curtida en mil batallas de aquella guerra. Se soltó el cordón, y
debajo del quimono de ropa interior no llevaba nada puesto, ni siquiera una
faja. Sentada sobre el futón, dejó que el quimono se abriera, mostrando a
medias su pecho mientras me invitaba con la mano a acercarme. Me quedé
inmediatamente inmóvil, igual que si me tuvieran agarrado por el pescuezo.
Por mucho que lo intente, no recuerdo su nombre, pero sí que no habían
pasado muchos minutos desde que me había metido en el futón con ella
cuando oí que golpeaban la puerta desde fuera.
—¡Qué pesado! Ya sé. ¿Ya es la hora?
—Han pasado exactamente treinta minutos.
—¿Y qué?
—Que hay un cliente. ¿Puedo abrir?
—No digas tonterías. ¿Y de quién se trata? ¿Un cliente? ¿Alguien
conocido?
—Es un cliente nuevo.
—¡Qué mierda! Podrías tener más cuidado. Soy un ser humano. Alguna
vez también me gusta estar tranquilamente con un buen hombre. Haz que
espere.
—Ya está aquí.
—Tonto, estúpido… ¿Qué pretendes? ¿Cuántos clientes quieres que
coja? Así me voy a morir.
—Te has comprometido a estar treinta minutos.
—¡Y a mí qué me cuentas! Eso lo has decidido tú.
La mujer, sin soltarme, mostraba su enfado a gritos. Yo intenté
liberarme y dije: «No quiero molestar, me voy». Ella contestó: «No hace
falta, ese ya gana mucho dinero, no tienes de qué preocuparte»; y se enrolló
a mí como una serpiente.
—¡Que espere en el bar! —le dijo enojada.
—¿Y cuántos minutos tiene que esperar? —gritó el jefe irritado.
—Treinta.
—¿Y tú te crees que puedo hacerle esperar tanto?
—¿Qué te pasa, viejo verde? Si no te parece bien, le pides que se vaya
—la mujer no daba su brazo a torcer.
El jefe no tuvo más remedio que volverse a la casa de té. Aquello hizo
que ella me empezara a gustar. Acudí unas tres veces. Al principio creí estar
prendado, pero luego, de repente, se me volvió desagradable. No sé por qué,
pero se me hizo repugnante y ya no volví a ir ni una sola vez más.
En mi vida he tenido relaciones con muchas mujeres, pero con las
profesionales siempre han sido más simples. Cuando te cansas de ellas, no
te persiguen; mientras te diviertes, no tienes que preocuparte. Es una
ventaja.
Por cierto, le voy a contar otra cosa, porque está relacionada. Los jefes
de las casas de té también eran confidentes de la policía. En su negocio
había una parte pública y otra oculta. Si la policía los miraba mal, no podían
hacer su trabajo. Tenían que esforzarse para que los agentes estuvieran
contentos. Por eso, cuando se acercaba la hora del almuerzo, el jefe les
pedía a las criadas que prepararan platos como katsudon[23] o
tamagoyaki[24] y esperaba hasta que llegaba un agente con un esbozo
diciendo: «¿Oiga, jefe, no ha estado por aquí este hombre?».
—Vaya, señor agente, ya veo que está trabajando usted duro. A ver,
¿cuál, cuál? Pues no, hoy todavía no lo he visto. Pero estará usted cansado.
Pase por aquí, por favor. De momento, tome una taza de té.
El jefe le servía de una tetera que en realidad contenía salce. Ya la tenía
preparada de antemano para la ocasión. Como estaban al fondo del local,
para el resto de clientes aquello no parecía otra cosa que té. Luego le
sacaban la comida.
—Me pone usted en un aprieto haciendo esto —decía el agente, pero se
lo comía de buen humor.
Y, cuando terminaba, añadía:
—Bueno, pues si viene alguien sospechoso, me lo hace saber
inmediatamente —y se marchaba.
Aquella conexión entre la casa de té y el agente hacía que el jefe, en el
fondo de su corazón, se sintiera orgulloso. A veces incluso hacía como de
espía y pasaba informaciones del siguiente tipo:
—Oiga, señor agente, últimamente viene mucho a ver a nuestra Oharu
un hombre así. No sé por qué, pero tiene una apariencia sospechosa. Mi
intuición me dice que gana el dinero de forma ilícita. Téngalo en cuenta,
por favor.
El agente respondía:
—¿Ah, sí? Pues, cuando vuelva por aquí, mande al instante a una criada
a avisarme.
Cuando ese hombre acudía de nuevo, el jefe hacía llamar al agente con
discreción. Por supuesto, los policías nunca entraban donde el sospechoso
se estaba divirtiendo con una mujer. Tampoco lo detenían dentro de la casa
de té. El salía, se alejaba y llegaba hasta donde no representaba ya una
molestia para la casa de té y no podía imaginar que lo había delatado el jefe.
Y le daban el alto.
—Oiga, venga aquí un momento —le decían.
Le revisaban todas sus pertenencias. Eran muy meticulosos al
comprobar su dirección, su trabajo, su salario, el nombre de sus amigos.
Aquello era más estricto que una revisión de la partida de nacimiento. Así
que, si tenía algún remordimiento, se delataba en el acto. A mí nunca me
detuvieron en una casa de té, pero me interrogaron muchas veces en la
calle. Tengo grabada en mi piel la forma de actuar de los agentes.
Mi relación con la mujer de aquella casa de té no fue larga. Más o
menos un mes después, empecé a salir con una chica llamada Oyone.
Hay una historia que tiene que ver con ella y que nunca podré olvidar.
Le voy a contar cómo sucedió.
Al lado de nuestra empresa, había un carpintero llamado Kyuzo. Le
gustaba apostar y venía a jugar al muelle de carbón con los obreros. Su
mujer era morena y tenía los ojos con el rabillo hacia arriba; y siempre
estaba en movimiento. Supongo que, si estaba parada, se irritaba con el
pendejo de su marido, por lo que trabajaba como una posesa.
El caso es que Kyuzo tenía seis hijos, era pobre. Cuando se sentaba en
el tatami a beber, los hambrientos niños lo rodeaban. Y, cuando él tomaba
un sorbo, también ellos fruncían la boca, les salían los ojos de las órbitas y
tragaban saliva. Si, para acompañar, él se llevaba a la boca un trozo de, por
ejemplo, nabo encurtido, todos abrían la boca y babeaban.
—¿Queréis comer? —preguntaba, y todos asentían a la vez como si
fueran muñecos.
Kyuzo tomaba un trozo y se lo pasaba al hijo mayor, que tenía diez
años. Este se comía la mitad y le pasaba el resto al segundo. El segundo se
comía la mitad y le pasaba el resto al tercero. Y así se lo iban pasando,
hasta que al quinto ya no le alcanzaba ni un trozo del tamaño de la punta del
meñique. Los pequeños se ponían a llorar desconsolados.
—No lloréis —les decía, pero no servía de nada.
Cogía otro trozo y empezaba por el más pequeño. Esta vez el pequeño
se lo comía entero y se organizaba un gran escándalo. Esa era la situación,
por lo que Kyuzo no podía beber a menudo. Para desahogarse, cuando no
tenía trabajo, acudía sin falta a la timba.
Los días que no llovía, la esposa de Kyuzo estaba siempre lavando ropa.
No la de la familia, sino la ropa interior de las prostitutas y los yukata[25] de
los clientes de Suzaki. Porque en los barrios de prostitución todos los días
se generaba una gran cantidad de ropa sucia que encargaban para lavar a
mujeres de fuera.
Había una a la que llamaban Encargada. Cada día reunía la ropa que
habían recogido en el barrio de prostitución en un carro. Hacía que un
hombre tirara e iba repartiendo la ropa para lavar entre las mujeres.
Cobraban a razón de tantos céntimos la pieza y, por la tarde, cada una la
llevaba a casa de la Encargada. La mujer de Kyuzo hacía ese trabajo; salía
cada día con el barreño y la tabla a lavar frente a la casa. Había otra mujer
que la ayudaba a lavar la ropa de las meretrices. Se llamaba Oyone, tenía
algo menos de veinte años y era una chica simpática.
Las dos tendían la ropa acabada de lavar en un rincón del muelle del
carbón, un terreno que era de mi tío. Por eso nos mostraban respeto.
Cuando, de vez en cuando, nos encontrábamos, me saludaban
educadamente con un «Gracias por dejarnos usar su terreno». De ese modo
les cogí simpatía, y cada vez fui intimando más con Oyone.
Era la hija del patrón de un remolcador. Vivía con su hermana pequeña,
en el piso superior de una casa de dos pisos cercana. Los padres vivían en la
barcaza y se ganaban la vida transportando mercancías, pero con ellos
estaban los cinco hermanos pequeños, apretados igual que patatas puestas a
lavar dentro de un barreño. Como las dos mayores no podían vivir en el
barco, alquilaron la planta superior de una tienda de abono.
Un día se prendió fuego en la casa de al lado y se extendió hasta la de
Oyone. Era de madrugada. Yo oí gritar «¡Fuego!», acudí a ver qué pasaba y
vi que era todo un mar de llamas. Miré hacia arriba y vi a Oyone. Nadie
sabía por qué, pero ella no había huido a tiempo, y estaba agarrada
chillando en el tejado del segundo piso.
Las pavesas caían como si fueran lluvia. Si se quedaba lamentándose,
iba a morir abrasada. La hermana menor, que había huido antes, gritaba
desesperada: «¡Tienes que saltar!». Pero Oyone estaba como agarrotada, no
podía mover el cuerpo. Alrededor, todo era un escándalo como de locos,
con gente yendo de aquí para allá gritando entre centellas incandescentes.
Yo estaba absorto pensando qué podía hacer, cuando vi que en un lado del
callejón había un paraguas de papel tirado. Al verlo me dije «Eso es», lo
recogí, grité «Salta con esto» y se lo lancé. Visto fríamente, un paraguas no
servía para nada, pero eso es lo que sucede cuando se pierde la serenidad.
Se lo arrojé porque me pareció que podría ayudarla. Pero, como iba
acelerado, lo hice con el mango hacia adelante. El paraguas se abrió al
momento y no llegó ni al primer piso. Inmediatamente me di cuenta de que
tenía que lanzarlo con la punta hacia adelante. Lo hice de nuevo con todas
mis fuerzas, y esta vez llegó hasta Oyone, que lo cogió y, sin abrirlo, saltó.
Hasta entonces estaba como inválida y no podía moverse. En cambio,
misteriosamente, al coger el paraguas con las manos, se levantó y, como en
trance, saltó. De ese modo se salvó, y empezamos a salir.
Su padre se llamaba Ichizo y también era un gran aficionado a las
apuestas. A veces jugaba con los obreros. Cuando jugaba con otros
patronos, lo hacían dentro de su barcaza.
Tenía una sala de unos cinco metros cuadrados, pero estaban la esposa y
los niños, así que desplegaban una gran tienda encima del espacio para las
mercancías y, ahí debajo, jugaban en silencio.
Por lo visto, la policía lo sabía. Una o dos veces al año, se presentaba en
el barco. Cuando los veían venir, saltaban todos al río como ranas desde el
borde del barco. A la que se oía a alguien decir «¡La policía!», ya estaban
saltando, tal era la rapidez con que lo hacían.
Si alguien hubiera gritado en broma «¡La poli!», habrían saltado sin
pensar si era verdad o mentira. Los policías, que lo sabían, usaban una
barca de vigilancia portuaria desde la que, con un foco, iluminaban la
superficie del agua y los buscaban. Y, normalmente, los encontraban. En
verano podían estar el rato que hiciera falta en el agua, pero cuando hacía
frío no. Aunque huyeran, a la mayoría los capturaban.
Después de empezar a salir con Oyone, una vez, la policía entró en la
barcaza y se llevó a Ichizo a comisaría. Su esposa no quiso ir; tuvo que ir a
buscarlo Oyone, y yo la acompañé. Como no era yakuza, los policías no lo
torturaron con tanta severidad.
Aunque sí le dieron con un palo de bambú. Cuando lo fuimos a buscar,
tenía la espalda tumefacta y hasta parecía que le costara respirar.
Ichizo tenía casi cuarenta años, pero era varonil y bien parecido. Tenía
éxito entre las mujeres, y su esposa estaba celosa. Se fue volviendo sombría
y empezó a hacer magia negra invocando al dios zorro. Al tiempo que
golpeaba una tabla, recitaba algo parecido al nembutsu.[26] Lo hacía durante
todo el tiempo que Ichizo estaba fuera divirtiéndose. Ella estaba dentro de
la barcaza, pero su voz reverberaba sobre la superficie del río y se oía a lo
lejos.
En el río se agolpaban las embarcaciones. Aun así, la de Ichizo se
distinguía fácilmente. Un día, cuando fui con Oyone, nos encontramos a
Ichizo, que regresaba. Era un atardecer de verano, la puesta del sol todavía
se veía en el cielo del oeste.
—Vosotros divertíos —nos dijo sonriendo.
Parecía que estaba de buen humor. Miré y vi que, en la cubierta de la
barcaza, estaba su esposa Otoshi, de pie con la mirada fija en él. Su
expresión no era normal. Tenía la boca y los ojos crispados, y su cara
parecía la de un zorro de verdad. Con una voz horrorosa, dijo:
—Ichizo, has estado divirtiéndote otra vez con Tamayo, la de la casa de
té.
Él no le hizo caso, subió a la barcaza y fue para entrar en la habitación.
Pero Otoshi se interpuso.
—Hace un momento habéis estado en el restaurante de soba[27] que hay
frente al templo de Fudo, en Tomioka —gritó con una voz extrañamente
metálica.
—No digas tonterías —le dijo él haciendo oídos sordos.
—En el restaurante de soba habéis pedido tempura soba.[28]
—¡Pero qué dices!
—En los fideos de Tamayo había una mosca, ¿no es verdad? Y tú has
gritado, y el camarero se ha disculpado y os ha traído un plato nuevo y diez
céntimos.
La cara de Otoshi se había vuelto afilada como una máscara. Ichizo se
quedó de pie con semblante de sorpresa. En su rostro se dibujó una mueca.
No sé qué pensó pero, en un abrir y cerrar de ojos, cogió una tetera de acero
que había en la cubierta de la barcaza y la lanzó a la cara de Otoshi mientras
gritaba: «¡Mujer poseída por un zorro! Cómete esto». Oyone apenas había
tenido tiempo de lanzar un alarido cuando el recipiente impactó de lleno en
la cara de Otoshi; se oyó un ruido horroroso: gaaan. Nos preguntábamos
qué producía aquel ruido cuando la tetera se dividió en dos partes iguales y
rodó por la cubierta. Otoshi, todavía con su cara de zorro crispada, abrió
unos ojos muy grandes. Ichizo, que estaba de pie, atolondrado, se fue
encogiendo hasta quedar sentado ahí mismo.
Los alrededores se habían vuelto totalmente oscuros, y por aquí y por
allí las barcazas llevaban las luces encendidas. Ichizo entró en la habitación
siguiendo a Otoshi. A partir de ese momento, le subió la fiebre y estuvo
unos tres días en cama.
Por supuesto, eso no significa que Ichizo dejara de divertirse. Pero se le
volvió desagradable salir con Tamayo, y cortó con ella. La tetera rota no la
tiraron, la dejaron tal cual. No tengo ni idea de cómo pudo suceder aquello.
Por cierto, esto otro también parece cosa de zorros. No habían pasado ni
tres meses desde que salía con Oyone cuando empecé a tener fiebre. Pensé
que era extraño. Me empezaron a doler las ingles y se me inflamaron los
ganglios y las vías linfáticas, pero creí que terminaría por curarme solo y no
hice nada.
Día a día el dolor fue aumentando, hasta que ya no podía andar bien.
Cuando la ropa me tocaba la entrepierna, me dolía como para ponerme a
dar saltos. Si caminaba de lado como un cangrejo, todos los obreros se
echaban a reír a carcajadas. La fiebre me subió de forma horrorosa y
empecé a tiritar de forma incontenible. Por mucho que quisiera, no podía
resistirlo. La barbilla, las manos y las piernas me temblaban sin control. Y,
finalmente, tuve que quedarme en cama.
Mi tío, que se debió de dar cuenta de que aquello no era una fiebre
normal, llamó al médico. Este me dio un vistazo y dijo: «Es sífilis». Mi tío
se puso hecho una fiera:
—Así que te has vuelto un dejado. ¡Que sepas que te voy a devolver
donde tus padres! ¿Y con qué mujeres has estado para quedar así?
—No he estado con ninguna mujer. Me ha salido sin más —respondí.
—Idiota. La sífilis la contagian las mujeres. No hay nadie que la coja
solo.
Por mucho que él me dijera eso, yo no podía ni pensar que me lo
hubiera contagiado Oyone. Era una mujer muy seria, y no tenía en absoluto
el aspecto de poder ser portadora de esa enfermedad. Quizá me la había
contagiado la de la casa de té. En ese caso, tal vez era yo quien se la había
contagiado a Oyone. Sería terrible. Eso me tuvo realmente preocupado. Por
otra parte, con las inyecciones y las medicinas me bajó la fiebre y pude
levantarme, pero los chancros se me fueron haciendo más grandes, hasta
alcanzar el tamaño de huevos de gallina. Me dolían muchísimo. Si tocaba
las úlceras sin querer, se me erizaba hasta el último pelo de la punta de la
cabeza.
—Esto hay que enseñárselo a un médico especialista —dijo mi tío de
mal humor. Y me mandó a uno de Kawagoe especializado en enfermedades
venéreas. Le encargó a Kyuzo que me acompañara.
Al entrar en la clínica, me sorprendió que hubiera tantos pacientes que
ni siquiera cabían en la sala de espera. Eran todos hombres. No se sabía lo
que hacían dentro, pero se oían los alaridos de otro hombre. Me di cuenta
de que me habían llevado a un lugar terrible; la piel de todo el cuerpo se me
puso de gallina.
Cuando me tocó el turno, entré. Me visitó un médico mayor con bigote.
Me pusieron de inmediato encima de la mesa de operaciones. Tres fornidos
ayudantes me ataron el cuerpo con unos cinturones y se quedaron
sosteniéndome desde arriba.
—Bueno, esto te dolerá un poco, pero no te muevas —dijo el médico
con una voz que no hacía pensar en un viejo—. Si te mueves, no puedo
garantizarte que no te corte algo importante. Prepárate: aprieta los dientes,
no te muevas por nada.
¡Demonios, en esa época no había anestesia! Me clavó el bisturí junto a
los testículos y cortó con decisión hacia el lado. Yo me había preparado,
pero me mareé hasta el extremo de que todo ante mis ojos se volvió rojo. Y,
sin querer, de la garganta me salió un chillido.
El médico cortó y separó con diligencia los chancros de ambas ingles.
Después metió dentro de la herida algo parecido a una cuchara metálica y
hurgó. Estaría excavando el pus o la carne podrida. Aquella parte de la
operación dolía más que el corte con el bisturí. Es algo que no se puede
expresar con palabras.
Me dio medicinas, y me las llevé sosteniéndome en Kyuzo. Como no
podía andar, montamos en un rickshaw y regresé a casa medio muerto.
Llegué al borde del último suspiro. Pensaba que ya podría dormir tranquilo,
pero nada de eso, a partir de entonces fue cuando estuve a punto de morir.
El médico de Kawagoe me dijo que tomara enseguida las píldoras al
llegar a casa. Y lo hice, pero deberían de ser de arsénico, porque, en menos
de diez minutos, el cuerpo se me puso a arder como el fuego. La barriga me
dolía como si hirviera. No podía soportarlo. Supongo que eso es lo que
llaman retorcerse de dolor.
Me puse a gemir. La criada se dio cuenta, gritó y vino corriendo el
encargado. En eso, yo me fui poniendo peor, vomité de golpe y todo era
sangre. También me salía por el ano, espesa y sin parar. Mi tío acudió
corriendo, vio la situación, se asustó y sin duda pensó que, si me dejaba allí,
iba a morir. Llamó un rickshaw y me llevó a un gran hospital de Kanda. Allí
el médico me echó un vistazo y dijo: «De cada diez de estos, se salva
menos de uno». Me pusieron muchas inyecciones y, poco apoco, fui
perdiendo el conocimiento. Cuando lo recobré era de día. Al lado de mi
cama no había nadie. Estaba acostado solo en una habitación blanca. Lo
extraño era que no me dolía nada. La hemorragia se había detenido, y esa
tarde ya pude sorber un caldo. Imagino que todavía me acompañaba la
suerte, y además mi cuerpo era joven.
Por la noche, Kyuzo vino a ver cómo estaba y me dijo: «Bueno, nos
asustamos todos, pensamos que te morías de aquella forma. ¡Qué bien!». Al
décimo día me dieron el alta y el doctor me dijo: «Eres un hombre fuerte.
Sin embargo, a partir de ahora, ten cuidado con las mujeres. Si te vuelve a
suceder, no te garantizo que podamos salvarte».
Por suerte, la sífilis no se reprodujo ni una sola vez, quizá porque el
tratamiento drástico del médico de Kawagoe funcionó. Oyone se fue a
alguna parte. Espero no haberla contagiado. Si lo hice, el daño que le causé
es imperdonable.
LAS BARCAZAS ESFUMADAS
Había un sitio donde terminaba el mundo de los humanos.

Mientras hablaba, echó agua caliente en la tetera.


La mano le temblaba y goteaba sobre el mantel del
kotatsu. «Tenga», dijo, y me pasó una taza. Luego él
dio un sorbo a la suya y cruzó los brazos.

Me curé y, por fin, volví a trabajar igual que antes, pero no había pasado ni
un mes cuando sucedió algo. Estábamos a comienzos de primavera del año
del gran terremoto, 1923.
Yo repartía el coque todos los días. Shinkichi Globo de Goma y
Tarokichi el Soldado —que me acompañaban siempre a hacer el reparto—
desaparecieron de pronto. Le pregunté al capataz Katsushiro, pero me dijo
que no sabía nada de ellos. Tampoco los demás tenían idea. Al cabo de unos
diez días, inesperadamente, apareció Tarokichi. Tenía los ojos salidos y cara
de no haber comido en tres días. «¿Qué te ha pasado? ¿Y Shinkichi?», le
pregunté. «Está enfermo —me respondió. Y, sin más, añadió—: ¿No
podrías prestarme diez yenes?»
—¿Cómo quieres que tenga tanto dinero?
—Lo que quiero es que me los preste tu tío, hombre. Se los devolveré
sin falta.
—¿Y dónde está Shinkichi?
—A punto de estirar la pata.
—No digas tonterías.
—La cara que ponía es, sin lugar a dudas, la de un moribundo.
Me di cuenta enseguida de que Tarokichi no mentía. Le di parte del
dinero que me había dado mi abuela al salir de Utsunomiya, con la
condición de que me llevara al Meigetsukan, el albergue donde se
encontraba Shinkichi.
Había en Fukagawa un barrio conocido como Tomi, aunque su nombre
correcto era Tomikawa. No estaba muy lejos de la empresa de mi tío.
Pasados los puentes de Ogi y Shin-Ogi estaba el barrio de Nishi, en la orilla
del río Onagi. Justo al sur de Nishi, se extendía Tomi. En todo el barrio se
levantaban, unos pegados a otros, albergues baratos. El espacio para
caminar se reducía a menos de dos metros, y para pasar había que ponerse
de lado. Era imposible averiguar cuántos de aquellos establecimientos
había. Las planchas de madera que tapaban la alcantarilla habían
desaparecido, y la porquería rebosaba a la calle. Al andar se te adherían
cosas pegajosas.
En ese barrio había cada día un momento en el que se producía una
competición decisiva. A una hora en que las siluetas de la gente todavía se
veían desenfocadas, un intermediario laboral gritaba «¡Ehhh!» desde el
medio de la calle, y decenas de hombres acudían desde distintos puntos.
«Hoy hay que descargar en tal sitio. Quien quiera ir, que levante el brazo»,
decía, y las manos se alzaban por todas partes. Él llamaba a «Fulano,
Zutano y Mengano». A los demás hombres les decía que tenían que
«esperar la siguiente oportunidad», y se dispersaban en silencio.
A los que había decidido emplear ese día los hacía formar, les daba diez
céntimos y les decía con altanería: «Id rápido, no toleraré que lleguéis
tarde». Los hombres agarraban el dinero y salían volando. ¿Que dónde
iban? Pues a comer.
Eran del tipo que solo tenía dinero para comer ese día. La mayoría no
desayunaba. Lo primero que hacía el intermediario con los contratados era
darles el dinero para que pudieran desayunar, pues si no, con la barriga
vacía, no podrían trabajar. ¿Que qué hacían los hombres que se habían
quedado sin trabajo? Pues nada, esperaban de pie a que hubiera.
En los albergues, por la mañana, los hacían salir, y no les quedaba más
remedio que quedarse en la calle. Cada vez que llegaba el intermedio,
acudían. Y, si no obtenían trabajo, se quedaban aguardando de pie. Si no era
ese día, esperaban que fuera el siguiente. Y si no el otro. Los que tenían
algo de dinero entraban por la noche en un albergue, y los que no se
quedaban fuera. ¿Que qué hacían cuando estaban tres días sin trabajo? Pues
se aguantaban tres días sin comer. Cruzaban los brazos y, de vez en cuando,
bebían agua. Y así resistían.
En aquel mundo, había ciertas cosas que no podían decirse. Eran
«Tengo hambre», «Hace frío» y «Hace calor». Todos tenían hambre, se
trataba de competir y ver quién aguantaba más. Si alguno de los que estaban
esperando dijera «Tengo hambre», los demás pensarían «Ese no sabe
guardar la compostura, no sabe aguantarse», y dejarían de hacerle caso.
Resistían todos al límite, y si pronunciaban alguna de esas frases estaban
acabados.
«¡Qué frío!» era otra expresión que provocaba rechazo. Un taparrabos
que parecía un trapo, un quimono de algodón y una toalla eran todo su
patrimonio. Tenían que aguantarse con esa pinta en medio del viento
invernal haciendo ver que no tenían ni pizca de frío. Hambrientos como
estaban, soportaban ráfagas que parecían poder llevárselos. Ese era el
orgullo que les quedaba.
Si llovía durante tres días, por todas partes había hombres que no podían
trabajar y se mostraban irritados. La barriga les gruñía, estaban a punto de
desvanecerse. Les entraban ganas de comerse cualquier cosa que
encontraran tirada por ahí, pero tenían la norma de no ingerir nada recogido
en la calle ni sobras de restaurantes. Esa era su diferencia con los
pordioseros.
Si uno veía a otro que no podía aguantar las ganas de comer, decía con
arrogancia: «Ah, ese no vale nada. Finalmente, se ha convertido en un
pordiosero. Yo no como sobras ni que me muera».
Si alguien a quien le iban bien las cosas le decía a otro «Eh, no quieres
comerte mis sobras?», ese le respondía altanero: «No digas tonterías.
¡Cómo voy a comer yo sobras! ¿Por quién me tomas?». Aunque llevara tres
días sin comer y la barriga le rugiera. Así eran las cosas. Sabían que, si
hurgaban en las sobras, se convertirían en pordioseros. Aguantaban hasta el
límite. Si no eran capaces de hacerlo, tenían que morir. Esa era la situación.
¿Que si solo había hombres? Pues no, también había mujeres. Todas
putas. Habían trabajado en los prostíbulos de barrios como Yoshiwara,
Suzaki y Monzen-naka, pero habían contraído enfermedades o se habían
hecho mayores; ya no podían trabajar en esos sitios y habían ido cayendo
hasta acabar ahí. Atrapaban a un hombre afortunado que había trabajado y,
en las sombras de los montones de madera de la ribera del río, ponían un
colchón de paja y le vendían su cuerpo a cambio de dinero.
Por una enfermedad leve, fiebre o una afección cutánea, no podían dejar
de trabajar. Como nadie las ayudaba, aceptaban clientes hasta que su cuerpo
estaba podrido.
Entre los albergues había restaurantes, además de lugares donde se
podía beber. Y también bazares donde se vendía de todo. Ante las tiendas
colgaban taparrabos o sandalias. Las calles estaban llenas de baches y,
como las alcantarillas eran deficientes, la porquería fluía por todas partes.
Seguí a pie a Tarokichi por esas calles hacia el Meigetsukan.
Hasta que vi a un hombre caído en medio de la calle. Tenía el cabello
blanquecino y el cuerpo lleno de barro. Un policía estaba de pie a su lado,
gritándole. Había gente mirando desde callejones y puertas entreabiertas.
Una puta con la cabeza cubierta con una toalla miraba la escena, añadiendo
una arruga más a su ya marchita cara.
—Eh, tú, ¿qué te pasa? ¡Eh! ¿Eres de los que se tumban ahí para joder?
¡Aquí no se duerme! ¡Levántate, desgraciado!
El agente gritaba, pero el hombre de las canas seguía ahí tumbado. La
calle estaba fría como el hielo.
—¡Levántate! ¡Con que no te levantas, eh, desgraciado! —dijo el
agente, y se puso a patear el costado del hombre—. ¡Que no duermas aquí!
¡El inútil este, haciéndose el enfermo!
El hombre se levantó, tambaleándose, pero enseguida cayó de bruces.
—¡Levántate de una vez! —insistía el agente mientras lo pateaba con
violencia.
—Bueno, vámonos ya —me dijo Tarokichi hambriento.
—¿Qué pasa con este hombre? —le dije yo al agente.
—¿Y a ti, qué te pasa?
—Así va a morir.
—¿Te crees que no lo sé, o qué?
—¿No le da lástima patearlo de esa forma?
Eso es realmente lo que dije. Pensándolo ahora, me parece casi ridículo.
Creo que, para mi edad, estaba hecho un gallito. El agente me miró, atónito,
y me soltó un puñetazo. Cuando me di cuenta, estaba tumbado en el suelo
viendo el brillo de la lámpara de un alero.
—¡Tú estás tonto! —me dijo alguien, y una mujer se rio mostrándome
sus sucios dientes. Tarokichi ya no estaba.
—¿Qué has venido a hacer aquí?
—Estoy buscando a alguien.
—¿Ah, sí… ?
—¿Qué ha pasado con el hombre de antes?
—A ese viejo lo he ayudado yo —me dijo desde detrás un hombre—. El
agente me ha dicho que lo sacara de la calle. ¡El muy idiota…! A pesar de
estar hambriento, lo he llevado al callejón sudando la gota gorda.
—¿Y luego qué?
—Y luego nada. El policía se ha ido, y yo lo he dejado tirado en el
callejón.
Eso dijo el hombre, que abrió su sucia boca y se rio sin hacer ruido.
Para el agente era un engorro que se muriera alguien en su territorio. Si eso
ocurría, tendría que escribir un informe y encargarse del cadáver. Si un
hombre caía en su territorio, lo llevaba al de al lado. Si se moría ahí, la
responsabilidad era de otro. Pero ese otro podía devolvérselo de nuevo; no
se podía bajar la guardia. El moribundo era lanzado de un lado a otro de la
avenida hasta que terminaba dando su último suspiro donde la mala suerte
dictara.
Me marché y fui siguiendo las instrucciones que me dieron hasta dar
con el albergue Meigetsukan. Era una barraca medio derruida. En la puerta
estaba sentado un viejo de tez oscura y facciones como aplastadas.
—¿Está ahí Shinkichi?
—¿Y qué eres tú de ese?
—Pues un conocido.
—¿Traes dinero?
—¿No ha venido un hombre llamado Tarokichi?
—El desgraciado ese ha huido. Si no me pagas por lo menos su
estancia, tendremos problemas.
Le di dinero, y el viejo me acompañó donde estaba Shinkichi acostado.
Pero ya estaba muerto. Le toqué la cara y la tenía como el hielo.
—Estaba vivo hasta esta mañana. ¡Menudo engorro! Espero que tú
tengas dinero.
Le di un yen más, el viejo salió enseguida y volvió con dos hombres
sucios.
—No debía de comer como Dios manda.
—El hanten[29] parece bueno.
—El taparrabos me lo quedo yo —dijo uno de los hombres, y se rio con
la cara abotagada y las legañas rebosándole de los ojos.
Entre los dos desnudaron a Shinkichi y pusieron su cuerpo en un saco
completamente negro. El hombre más pequeño se echó el quimono del
difunto sobre sus propios andrajos.
—Bueno, ¿vamos ya?
—¿No se nos ha caído nada?
Se rieron mostrando sus dientes amarillos, y se fueron con el saco a
cuestas. No sé qué hicieron con Shinkichi. Y en cuanto a Tarokichi, ya no
volví a verlo.
Poco después de la muerte de Shinkichi, mi tío me llamó a su otra
residencia, en Koishikawa. Estaba cerca del santuario de Hikawa, en una
zona donde había muchas imprentas. La familia de mi tío pasaba allí los
fines de semana. Él me esperaba en su despacho.
—Estoy pensando que, desde el mes que viene, estés aquí estudiando.
Un amigo mío tiene una oficina de contabilidad. Acudirás ahí. Por la
mañana trabajarás en casa como criado, y por la tarde irás a la oficina.
Cuando te conviertas en un contable de verdad, espero que trabajes en mi
empresa.
Me di por enterado de lo que me decía y salí de la casa. Aquellas
repentinas palabras de mi tío se deberían a algo que le habían dicho mis
padres desde Utsunomiya. Yo no estaba dispuesto a pasarme todo el día
agarrado a una pluma ante un escritorio, pero, si me enfrentaba a mi tío, no
podría quedarme en Tokio; y si huía no tenía adonde ir. Regresé a Ishijima
pensando en lo que debía hacer. Y entonces sucedió algo. Se podría decir
que tuve mala suerte.
A jugar al muelle del carbón no acudían solo los obreros, sino también
otras personas. Entre ellas, había un tipo singular. Se llamaba Kenkichi y,
por su aspecto, parecía ser diez años mayor que yo. Tenía unos ojos
penetrantes y piel oscura, y era huesudo. Siempre ponía cara de disgusto y,
mientras estaba en la timba, apenas hablaba. Parecía tener mucho dinero y,
en comparación con los obreros, se desprendía fácilmente de él.
—¿A qué se dedica ese? —le pregunté a Kyuzo.
—Será patrón de barca —se limitó a contestar, pero en realidad no lo
sabía.
Yo siempre me estaba preguntando cómo ganaba ese hombre tanto
dinero, pero no lograba conocer su verdadera identidad.
En algún momento, dejé de verle. El día después de que yo acudiera a la
residencia de mi tío, volvió a aparecer de forma inesperada.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Kyuzo.
—Me jodió una mujer —respondió.
Lo había contagiado y le habían salido chancros. Un médico se los
había extirpado, pero luego la enfermedad se había complicado y había
estado todo el tiempo en cama.
—Pues, en eso, este señorito te lleva la delantera.
Cuando Kyuzo le contó mi historia, se rieron a carcajadas. Aquello nos
unió, y el hombre pasó a mirarme de un modo distinto.
Más tarde, un día de primeros de junio, Kenkichi me dijo:
—¿Quieres salir conmigo esta noche?
—¿Hay algo interesante? —le pregunté.
—Te lo diré después. Estate a las ocho delante del santuario de
Tomioka.
Me lo dijo en un tono de secretismo que despertó mis ganas de que
llegara el momento. A la hora acordada, yo estaba delante del santuario. De
pie, escondido a medias por el tronco de un ginkgo, había un hombre que
parecía de edad muy avanzada y tenía el aspecto de un artesano receloso de
las miradas ajenas.
—¿Eres Eiji, verdad? —me preguntó.
Se me acercó sigilosamente, me dijo que lo acompañara y se puso a
andar. Muy rápido. Llevaba una toalla enlazada al cuello como única prenda
blanca. El resto de su ropa era de color negro o gris. Pensé que, si se
alejaba, dejaría de verlo. Al cabo de un rato llegamos a un foso y, pegada a
la orilla, había una barcaza. Un hombre que llevaba puesto un hanten saltó a
bordo.
—Has venido —dijo una voz. Escruté las tinieblas y supuse que era
Kenkichi.
—Sube.
—¡Qué barca más oscura!
—Si estuviera iluminada, no serviría.
Kenkichi me hizo sentar entre las mercancías. Estaba tan oscuro que no
se veía nada.
—¿Qué tal, te apetece ayudarme a trabajar?
—¿Qué es lo que haces?
—Un trabajo con el que se gana dinero.
—¿No será robar?
—Robando no se gana dinero.
—¿Pues qué es?
—Como confío en ti, te lo voy a contar. Esto es una barcaza esfumada.
Yo había oído hablar a los obreros sobre las barcazas esfumadas, pero
no era fácil de creer que aquella fuera una. También eran llamadas «barcas
etéreas». Eran embarcaciones que se dedicaban al transporte de mercancías
o personas a escondidas de la policía.
En la actualidad se usarían automóviles, pero entonces se hacía con
barcas. Según Kenkichi, no ayudaban ni a ladrones ni a asaltantes.
—¿Y qué pasa si nos cogen?
—En ese caso, ya pensaremos algo. Pero, si lo hacemos como es
debido, no sucederá nada.
—Parece interesante.
—Hay que ser valiente. Pero se gana dinero.
Así empecé a navegar en las barcazas esfumadas. Los clientes eran
diversos. A primera vista, algunos de ellos parecía que llevaban negocios
respetables. Habrá gente que no se creerá que personas de ese tipo montaran
en aquellas barcas. Y es que es algo que no se puede entender si no se sabe
cómo trabajaba la policía de la época.
Era algo realmente horroroso. Si veían a un sospechoso, enseguida se lo
llevaban al puesto para interrogarlo. Cualquiera que tuviera ni que fuera un
pequeño cargo de conciencia por algo temblaba de miedo al intuir la mirada
de recelo de un agente.
Fukagawa estaba repleto de ríos. Y también había muchos puentes. Al
pie de los principales había, sin falta, un puesto de policía. Desde ahí
vigilaban a la gente que pasaba. De día había mucho tránsito y no podían
interrogar a todo el mundo. Pero, si alguien pasaba tarde por la noche,
seguro que le daban el alto.
Hasta antes de la guerra, la vida de la mayoría de los japoneses consistía
en levantarse por la mañana cuando todavía era oscuro, ir al trabajo,
trabajar durante todo el día con todas las fuerzas, regresar a casa por la
tarde, comer y acostarse. En una casa normal, hacia las nueve de la noche
ya estaba todo el mundo durmiendo.
Ahora hay diversiones de todo tipo y es difícil creer que entonces la
gente se acostara a las nueve; pero era así hasta hace algún tiempo. Alguien
que estuviera fuera caminando a altas horas era visto como sospechoso de
ser un maleante.
—¡Eh, eh, tú! Ese de ahí. ¡Ven aquí! ¿Qué estabas haciendo hasta estas
horas? —le preguntaban.
—Estaba trabajando.
—¿Trabajando? ¿No es raro estar trabajando hasta tan tarde?
Si la policía le echaba a uno el ojo, no lo soltaba fácilmente. Le
preguntaban dónde trabajaba, quién era su jefe… Y, si se atrancaba en una
respuesta, decían: «Este inútil nos está tomando el pelo. ¡Ven aquí!». Le
pegaban un par o tres de tortas y, normalmente, lo tenían bajo arresto hasta
la mañana siguiente. Cualquiera que estuviera apostando hasta tarde y se
guardara el dinero en el bolsillo estaba en un aprieto si un policía le daba el
alto. Lo arrestaban al momento y se lo llevaban al calabozo. Esa es la razón
por la que los clientes que acudían a los garitos de juego se preocupaban
por el regreso, y los que los regentaban se esforzaban en trasladarlos hasta
donde quedaran a salvo del arresto de los agentes.
En Fukugawa, el esfuerzo era mayor que en otros sitios porque, para
regresar, había que cruzar puentes. Ahí estaban los agentes, y era difícil
pasar sin riesgo. Se habían tenido que ingeniar diversos métodos. Uno de
ellos era atar el billetero con un cordel y lanzarlo. El procedimiento era el
siguiente. Se ataba el billetero del cliente con un largo cordel de cometa y
se asía una piedra en el extremo contrario. El cliente entregaba el billetero
bastante antes de llegar al puente y cruzaba con las manos vacías. Y, claro,
los agentes lo interrogaban.
—¿Dónde has estado a estas horas?
—Un amigo se encontraba mal, he ido a verle y se me ha hecho tarde.
—¡Si mientes, te vas a enterar!
—Juro que no lo hago.
—Pues mañana iremos a comprobarlo. Pon todo lo que llevas sobre la
mesa.
—Vale.
El cliente ponía las cosas frente al agente. Si se lo ordenaban, tenía que
dejar sin rechistar que inspeccionaran desde el contenido del hatillo hasta el
interior de la faja o del taparrabos.
—¿Solo esto?
—Sí, es todo.
—Vale, pues, a partir de ahora, no andes por ahí tan tarde.
Después de sermonearlo, lo dejaban en libertad. Cruzaba el puente, daba
un rodeo e iba hasta la orilla opuesta, donde estaban esperándole. Desde ahí
lanzaba una piedra para dar la señal. Los de la orilla de enfrente le arrojaban
otra. Como iba atada a un cordel, si el cliente la recogía, se producía una
respuesta. Él tironeaba una o dos veces para que los otros supieran que todo
estaba en orden y soltaran el billetero. Finalmente, el cliente tiraba hasta
que volvía a sus manos.
Sin embargo, no se puede decir que ese fuera un método demasiado
bueno, pues no se podía evitar que el billetero se mojara, y si era un río
ancho no llegaba hasta la orilla contraria. Además, solo podían ir hasta
cierto punto. Si había algún otro puesto de policía, el cliente tenía que
apañarse por su cuenta. Era un trabajo duro. Primero, porque se hacía en la
oscuridad y era fácil perder algo importante. Y, además, por mucho que no
llevara el billetero encima, si alguien pasaba repetidas veces por delante de
un puesto de policía, se convertía en sospechoso.
Ese es el motivo por el que, normalmente, aunque hubiera que dar un
gran rodeo, se regresaba por rutas poco transitadas. Entre los clientes que
no tenían prisa, también los había que jugaban hasta el amanecer, cuando,
con la salida del sol, les pedían que se marcharan. Si no tenían más remedio
que hacerlo durante la noche, se usaba un método especial, el de las
«barcazas esfumadas».
En general, no transportaban solo a clientes de garitos de juego, sino
también a ladrones y a tipos con antecedentes, además de contrabando y
cualquier carga que hubiera que esconder de la policía. La singularidad de
las barcazas era que transportaban cualquier cosa, pero Kenkichi se había
especializado en los jugadores.
«Eh, va a subir un cliente», decía una voz. Haciendo un sonido sordo, la
barcaza se paraba en la orilla, y enseguida subía alguien a bordo. Desde
tierra se oía: «Patrón, por favor».
—Vale —le respondían.
Un viejo llamado Tatsu conducía al cliente, lo colocaba entre las
mercancías y tapaba con una gran tela negra toda la cubierta.
«Cuidado», decía la voz de Kenkichi. Y la barcaza se separaba
inmediatamente de la orilla. En el río se levantaban pequeñas olas negras,
plateadas y cobrizas. Las hileras de casas estaban completamente oscuras.
Las ordenanzas obligaban a que los barcos que circularan durante la noche
por los ríos llevaran las luces encendidas, pero ese no lo hacía. Se movía
oculto en medio de la oscuridad y sin hacer ruido. No salía ni una voz, lo
único que se oía era el agua. La primera vez, el estremecimiento que sentí
fue tal que hizo que los huevos se me encogieran.
En las principales vías fluviales quedaban todavía puntos de control
establecidos en la era de Edo.[30] Las embarcaciones que entraban y salían
eran siempre inspeccionadas. Asimismo había controles donde confluían
dos vías o donde una tenía forma de te mayúscula. Por eso no podíamos
pasar nunca por ahí. En los puentes también había puestos de policía; o sea
que estaba claro que tampoco eran nada bueno.
Si, por lo que fuera, miraran desde un puente, seguro que nos
sorprenderían al momento. Teníamos que elegir aquellos en los que no
hubiera vigilancia. Aun así, si nos veía un agente que estuviera patrullando
apartado de cualquier puesto, sería nuestro fin. Siempre teníamos que
circular a una velocidad que nos permitiera parar de inmediato, y
moviéndonos dentro de las sombras, cerca de la orilla. Además, algunos
hombres se adelantaban a la barcaza caminando por el margen para vigilar.
La primera vez no me di cuenta, pero en ambas riberas había alguien
controlando. Si percibía la llegada de un agente, rapidísima-mente lanzaba
una piedra como señal, y él mismo se escondía en la sombra de algo.
Kenkichi detenía de inmediato la barca en la orilla y se quedaba inmóvil.
Como en el río había muchas barcas, desde tierra seguro que nadie
sospechaba de la nuestra.
Además, la gente que trabajaba en el río, aunque supiera que eso era una
barcaza esfumada, nunca la denunciaban a la policía. Si lo hicieran, los
agentes se pondrían a hacer comprobaciones y pensarían que quizás eran
compinches. Para colmo, los amigos de los de la barcaza dejarían de
relacionarse con ellos, y ya no podrían trabajar más. Así que hacían ver que
no sabían nada.
La de Kenkichi no era la única barca de ese tipo. En Fukagawa había
por lo menos dos. Y es que, según el rumbo, solo con una no bastaba.
Seguro que en algún sitio había un puesto de policía. Según cuál fuera la
ruta de regreso, el cliente debía hacer transbordo hasta poder salir a un lugar
seguro.
Por ejemplo, si llevábamos a un cliente del garito de Kiba hasta el
puente de Eitai, primero lo conducíamos a la piscifactoría que había detrás
del local, donde se criaban en gran cantidad carpas, peces de colores,
anguilas y tortugas para venderlas en ciertas épocas del año. Había que
tener cuidado al guiarlos, porque se pasaba entre diversas albercas grandes
y no se podían encender linternas. De eso se encargaba Tatsu.
Poco antes de llegar al río Aburabori, estaba esperando la barcaza.
Montábamos ahí rumbo al barrio de Wakura. Pasado Fudodo, en el parque
Fukagawa, saltábamos a la orilla. íbamos por un camino oscuro hacia el
barrio de Tomioka Monzen. Más allá de Fudoson había un foso donde
esperaba otra barcaza. Subíamos a ella, pasábamos por delante del barrio de
Botan y, por el río Oshima, atajábamos hasta la parte posterior del barrio de
Hamaguri. Allí había varios puentes, pero ningún puesto de policía.
Podíamos salir al barrio de Nakashima y, acortando, dábamos por fin justo
debajo del puente de Eitai.
Por supuesto, había incontables cambios según el día. Si sabíamos que
había peligro, aunque tuviéramos una petición, no salíamos. Incluso cuando
no había problemas, a ambos lados de la barcaza se apostaban hombres para
vigilar, y se avanzaba comprobando la seguridad. Pero un profano no era
capaz de localizar a esos vigías.
Y así llegábamos a nuestro objetivo. Kenkichi decía en voz baja:
«Hemos llegado».
—Gracias, pues —el cliente saltaba a la orilla y Tatsu lo acompañaba
hasta un lugar iluminado.
Se ganaba dinero, pero es verdad que era un trabajo agotador que ponía
a prueba los nervios de cualquiera.
SEI EL LADRILLERO
Como en la barcaza no había sitio para dormir, por mediación de Kenkichi
fui a vivir con un hombre llamado Tokuzo, un capataz de gancheros del
barrio de Kakuho. Ahora el almacenaje de madera se hace en la bahía de
Tokio y no quedan vestigios del pasado, pero en aquella época Fukagawa
era sinónimo de maderería. Desde la manzana número uno hasta la cuarta
de Kiba y en los barrios de Fuyuki, Kakuho, Sengoku, Hirano, Toyosumi o
Hirai no había más que almacenes y negocios de venta al por mayor de
madera (solo los mayoristas eran ya centenares).
En las madererías había muchos gancheros que se encargaban de
manejar las balsas de troncos que llegaban desde Kiso, Kishu y otros puntos
de Japón para acumularse en Fukagawa. Dicho en unidades antiguas,
aquello valía millones de koku.[31] Una barbaridad. Los troncos se
amontonaban flotando frente a los almacenes. Los comerciantes compraban
y vendían madera, y la llevaban de ese modo hasta los aserraderos o la
sacaban a tierra firme. De todo eso se ocupaban los gancheros. Los
capataces alojaban a esos hombres en unos edificios llamados establos.
Un capataz se encargaba de unos treinta gancheros, una gran familia.
Para comer y para dormir necesitaban una sala espaciosa. Y ese era también
un lugar ideal para jugar a los dados. Pero no era habitual que lo hicieran
entre ellos. Los clientes llegaban de fuera. Ahora las apuestas no tienen
tanta popularidad. En la época eran una diversión común incluso para
personas como propietarios de tiendas importantes, amas de restaurantes o
gerentes de casas de quimonos. En el establo del capataz Tokuzo, el juego
florecía hasta el punto de que no había día en que no hubiera timba.
Déjeme que le hable un poco de cómo iba la cosa en ese establo donde
vivía yo. Las timbas las montaban profesionales del juego. Es decir, se
ocupaban de ellas jugadores de verdad. El capataz no jugaba, lo único que
hacía era cederles el local. En las películas a veces aparecen timbas, pero no
son más que disparates. De entrada, los garitos eran realmente silenciosos.
En ellos nunca se levantaba la voz. Lo que se estaba haciendo estaba
prohibido, y nadie quería que lo pillaran. Había que actuar en completo
silencio para que la gente que pasaba por delante no se diera cuenta. El
crupier aconsejaba en qué lado apostar. En voz baja y con tono grave decía:
«Par, impar; apuesten, apuesten; falta par, falta par». Los demás estaban en
silencio, solo resonaba aquella voz. La tensión era tal que el aire se podía
cortar.
«Seguimos, no más a impar; falta par, falta par; fichas a par, fichas a
par», decía para explicar que no se podía apostar más a impar. O de otra
forma: «En impar ya hay suficientes fichas, no se pueden poner más. Si no
ponen en par, no podremos jugar. ¿Nadie apuesta a par? Si seguimos así,
perderemos el tiempo y no podremos jugar».
En los dados no hay ventaja para par o impar. No hay más que destapar
el cubilete. Cuando el crupier decía «Falta impar» y no se podía jugar, todos
se irritaban. Y es que lo que querían hacer todos era jugar. Si el crupier
apremiaba diciendo «Ficha a impar, ficha a impar», alguien acababa por
apostar. Funcionaba así. Y entonces se jugaba. Cuando ya había suficientes
fichas, el crupier decía: «No más apuestas. Hay suficientes apuestas en par
e impar. ¡Se juega!».
Y el tirador levantaba el cubilete con estilo. En ese momento se
producía un placer indescriptible.
Los trabajadores como los gancheros no tenían dinero, no eran buenos
clientes. Los propietarios de grandes comercios, los gerentes de empresas,
las esposas de hombres ricos o los terratenientes; los buenos clientes eran
ese tipo de personas con dinero. Todos querían ganar, pero iban sobre todo
para pasarlo bien.
Que perdieran no suponía ningún problema, siempre y cuando
regresaran de buen humor. En las películas y obras de teatro, hay escenas en
las que salen jugadores profesionales que se hacen con todo el dinero de un
cliente hasta desnudarlo y tirarlo a la calle con un «¡Hasta nunca!». Es un
disparate. Si lo hicieran y, por algún caso, alguien los denunciara a la
policía, todas las personas relacionadas con la timba serían detenidas.
Y, además, si algún cliente perdiera jugando tanto como para no poder
levantarse, ya no podría volver a ir a divertirse, y se expandiría el rumor de
que allí desplumaban a la gente. Eso sería el fin. El que organizaba la timba
se encargaba de que ningún cliente terminara de ese modo.
Si uno perdía sin parar, para calmarlo le decía: «Oiga, parece que hoy
no es su día de suerte. Qué tal si lo deja aquí. Esto es solo para volver;
cójalo, por favor». Y le daba un poco de dinero.
Los jugadores profesionales no eran como los gánsteres de hoy en día.
Se ganaban la vida con los dados. En su trabajo, eso que llamamos
compasión era importante. Era un mundo en el que uno no podía sobrevivir
pensando que si se ganaba dinero ya estaba bien, aunque se hiciera daño a
otros.
Un cliente especialmente interesante era el ama de un prostíbulo de
Monzen-naka. Estaba forrada, pero su marido no le hacía caso. Siempre se
la veía irritada y se desahogaba jugando. Tenía mucha prisa. En cuanto
entraba, sin sacarse la chaqueta, echaba mano a un gran billetero que tenía
dentro de la faja y decía: «¿Qué hay que hacer? ¿En cuál falta? ¿Falta en
par? ¡Pues en par!», y ponía un montón de dinero. A veces ganaba, pero
jugando de ese modo al final se pierde. Se marchaba con el billetero ligero,
pero se sentía aliviada. «Ha sido divertido. Gracias, jefe», decía, y se iba
con paso rápido. Estaba tan revolucionada que la timba no podía calmarse
en su presencia, pero era una muy buena dienta.
Había otro cliente al que llamaban Sei el Ladrillero. Utilizaba a menudo
las barcazas esfumadas. La primera vez que lo vi en el garito de juego, me
llevé una sorpresa. Llevaba sandalias nuevas con suela de piel, un quimono
con un buen tinte y un fajín brillante de calidad; y en el pecho le colgaba
una cadena de oro que tendría un centímetro de grosor, con un espectacular
reloj de oro en el extremo.
Era desprendido con el dinero, esparcía los billetes como si fueran
basura y se reía a carcajadas aunque perdiera. Era un poco más bajo que la
media, estaba regordete y tenía los ojos saltones. No se puede decir que
fuera elegante, pero tenía el aspecto de ser alguien importante en su trabajo.
Su porte majestuoso me sorprendió, y le pregunté a Tameji:
—¿Qué clase de tipo es ese?
Tameji tenía solo dos años más que yo, pero ya era conocido como un
ganchero hecho y derecho.
—Ese es Sei el Ladrillero.
—¡Qué nombre más raro!
—Ese era el oficio de su padre. Pero él ya de joven tenía los dedos muy
largos, así que lo desheredaron. Y ahora es un jefe de esto —Tameji me
mostró el dedo índice de su mano derecha en forma de ganzúa.
—¿De verdad? Pues no lo parece.
—Es que, aunque sea un carterista, no deja de ser un gran jefe. Tiene
decenas de secuaces. Todo Asakusa es su territorio. Dicen que el botín de
un solo día es algo impresionante.
Como he dicho, el tal Sei montaba a veces en las barcazas difusas. Una
vez, al desembarcar en la orilla, me dijo: «Oye, Eiji, por qué no vienes
mañana a visitar Asakusa. Te espero a las doce frente a la puerta de
Niomon».[32]
La cosa parecía interesante. Fui hacia allí despreocupado, y esperé junto
a las estatuas de los grandes guerreros protectores hasta que llegó Sei
acompañado de uno de sus hombres. Llevaba un quimono de seda, y la
cadena de oro colgando alargada de forma ostentosa. Su aspecto hacía
pensar en un nuevo rico llegado de provincias.
Paseando, llegamos hasta delante de Kannon.[33]
—¿Qué te parece? Es el Kannon más importante de Japón. Si Asakusa
es próspera es gracias a él —Sei se mostraba muy orgulloso—. Mira, ahí va
—me dijo, y me dio lo que vi que era un billete de un yen—. Si eres tacaño
con los donativos, la suerte no te acompañará —añadió sonriendo mientras
mostraba su diente de oro. Del billetero sacó otro billete de un yen y lo tiró
a la caja de los donativos, juntó ante su rostro las palmas de sus rollizas
manos e inclinó la cabeza.
Caminamos despacio entre las tiendas de recuerdos de Nakamise [34] y
entramos en un restaurante de carne asada llamado Imahan. El gerente y
una camarera, que estaban esperando en el recibidor, nos dieron la
bienvenida.
—Dice el jefe que te invita a lo que quieras —me dijo su secuaz.
Yo tenía suficiente dinero, pero ya que me hacían el ofrecimiento lo
acepté en silencio. Ese día comí sukiyaki por primera vez en mi vida.
Todavía ahora me acuerdo de Sei cada vez que vuelvo a comerlo.
—¿Hasta cuándo piensas ir en esa barca? —me dijo Sei como
preocupándose por mí—. Es un trabajo arduo y no dura mucho.
—Dicen que eres familia del tratante de carbón de Ishijima. Si se
enteran tus padres de que trabajas en una barca difusa, se llevarán un
disgusto —añadió su hombre de confianza.
—¿Cuánto ganas?
—No paso dificultades.
—Eso creo —dijo Sei—. Pero, comparado con lo que ganamos
nosotros, seguro que no es más que una mierda. Bueno, déjame que te lo
pregunte: ¿Qué te parecería convertirte en mi discípulo? No te trataremos
mal. Podrás aprender el trabajo poco a poco. De momento, puedes vivir de
gorra. Te divertirás mucho más en Asakusa que perdiendo el tiempo en
Kiba.
Aparentemente, Sei me invitaba porque creía en mis posibilidades.
Aquello era demasiado para mí. Yo me tenía por un hombre hecho y
derecho, pero para él todavía era un niño, y confiaba en que podía educarme
como buen carterista.
Sei tomó sake y se puso de especial buen humor. Yo no le dije que
aceptaba convertirme en uno de sus hombres, pero él parecía pensar que
acabaría convenciéndome. Y me sentí muy incómodo.
De repente, su hombre dijo: «Ha venido». Miré y vi que llegaba a prisa
un hombre bajo y gordito con una mirada torva y unas facciones que lo
delataban como carterista.
—Padrino, por fin lo hemos atrapado —dijo el recién llegado con aire
triunfal.
—¿Dónde?
—Dentro de un tren.
—¿No se ha resistido?
—Eramos tres, y uno era el Peque. Contra un exluchador de sumo no
hay nada que hacer —dijo riéndose con una voz siniestra—. ¿Qué
hacemos?
—Ya lo sabéis. Se lo destrozáis —dijo el secuaz con la boca
entreabierta.
—¿Lo hacemos?
—¡Hacedlo! —remachó Sei secamente.
En el mundo de los yakuzas se corta el dedo pequeño; en cambio, entre
los carteristas, al que invade un territorio ajeno le destrozan el dedo índice
de su mano buena. Aquel hombre miró hacia mí de refilón y se marchó al
trote. Sei y su secuaz parecían de muy buen humor.
Sei siguió tratando de halagarme; me dijo «Esto es para tus gastos», y
me dio diez yenes. Rechazar lo que alguien te da significa ponerlo de mal
humor, por eso lo acepté agradecido. El volvió a echar mano al billetero y
añadió: «Si no es suficiente, te daré más». Pero su hombre, preocupado, le
dijo: «Si le da tanto, lo malacostumbrará». Pensé que si aceptaba más podía
buscarme problemas, así que me resistí.
Sei dijo que tenían una reunión aquella tarde, pagó la cuenta y se
despidió:
—Siempre que quieras, si vas a la tienda que está escrita en esta tarjeta,
te escucharé. Bueno, piénsatelo bien —terminó, y nos separamos.
La tarjeta estaba impresa en un papel lujoso con borde de oro, y decía lo
siguiente:

Seizaburo Takamuro,
Consultor especializado en problemas de todo tipo.
LOS DISTURBIOS DE ASHIO
Sería a finales de primavera del año antes del gran terremoto. No sé por
qué, pero aquel día me sentía muy bien y estaba echando una cabezadita en
la barca. Cuando me desperté, vi que a mi lado estaba sentado Kenkichi.
Parecía estar absorto en algún pensamiento; tenía la frente arrugada y estaba
callado. Yo también permanecí en silencio.
De pronto, él puso cara seria y me dijo:
—No me extraña que Sei-chan se preocupe por ti. Si te quedas mucho
tiempo en esta barca, no vas a sacar nada bueno.
Yo le pregunté:
—¿Pues por qué empezaste tú en este negocio?
Kenkichi sonrío con malicia y me respondió:
—Tú y yo tenemos orígenes distintos.
De nuevo mostró un semblante abstraído y se quedó largo tiempo en
silencio.
Kenkichi tenía algo típico de la gente que llevaba aquel tipo de vida.
Albergaba un carácter infinitamente sombrío. Sin embargo, ese día había en
él algo distinto. Su perfil —sentado apoyándose en un borde de la barca y
mirando hacia el cielo— me pareció el de otra persona. Con el pelo
entrecano ondeando al viento, me contó lo siguiente:
A lo mejor tú nunca has oído hablar de ello, pero en 1907 hubo grandes
disturbios en las minas de cobre de Ashio. Yo estaba allí, trabajando como
minero. Estuve relacionado con los alborotos y huí de la montaña. Es una
historia verdadera que parece falsa. ¿Que por qué me sucedió aquello? Pues
porque yo era un niño huérfano.
Mi madre era una mujer tonta. Nació en el seno de una familia de
agricultores bien estantes, pero me tuvo a mí, un hijo ilegítimo, y cuando yo
tenía once años murió. Ella tenía veintinueve. Me contaron que mi padre
era viajante de un mayorista de mercería, yo no lo vi ni una sola vez.
A mi madre le hicieron un funeral para cubrir las apariencias e,
inmediatamente después, yo me fui de casa. Un tío suyo tenía una serrería
en lo más profundo de las montañas de Numata, en la provincia de Gunma.
Cuando tenía siete años, yo había estado una vez allí con ella. El tío, que
era una buena persona, la consoló. La recuerdo muy bien llorando
cabizbaja. Los niños del vecindario venían a jugar, y me sorprendió que no
se mofaran de mí. Jugábamos en el río del fondo del valle. En los bosques
que había por todas partes se oía el con-con de los leñadores talando
árboles. Los pájaros piaban, y yo me preguntaba si era posible que en el
mundo hubiera un sitio como aquel. Parecía un sueño. Quizá mi madre
quería que nos quedáramos allí, pero no fue posible. Nos marchamos,
lamentándonos.
Tras su muerte, pensé que allí habría algo bueno seguro. Después de
caminar varios días, finalmente llegué a Numata. Sin embargo, el tío había
muerto y la serrería había pasado a manos de otro hombre. No tuve otra
opción que quedarme cinco años trabajando como ayudante de un
encargado del acarreo con caballos. El trabajo consistía en transportar hasta
la serrería los troncos cortados por los leñadores. Aunque yo era pequeño y
no podía hacer gran cosa. Me gritaban y yo ataba o desataba la cuerda a la
madera, limpiaba alrededor de la serrería, lavaba los caballos y hacía otras
cosas de ese tipo.
Con el tiempo, pasé a poder ocuparme yo mismo de los animales, y
empecé a transportar la madera desde la serrería al pueblo. En esas
ocasiones ponía a escondidas un poco más de madera y la llevaba al
almacén de un conocido. Se la vendía, y con el dinero que recibía me
compraba un bollo para comer; además poco a poco empecé a poder
guardar algún dinerillo. El encargado de los caballos no me daba un bollo ni
que le regalaran diez. Tampoco me pagaba un salario. Si no me hubiera
buscado la vida, me habría quedado en los huesos.
El año en que cumplí los dieciséis, vino un reclutador de peones para las
minas de cobre de Ashio, y preguntó quién quería ir a trabajar. Decía que se
ganaba un yen al día. Yo me lancé. Cinco más fueron contratados. Nos
fuimos con el reclutador.
Por el camino no había más que montaña tras montaña. Nos adentramos
tanto hacia al interior que empecé a preguntarme si era posible que en aquel
lugar viviera alguien. Después de andar mucho tiempo, el reclutador nos
dijo: «Eso es Ashio». Me sorprendí. ¿Qué eran aquellas montañas? Se me
quedó la vista clavada.
Por todas partes había montañas peladas. No había ni un solo árbol. No
crecía ni una brizna de hierba. Entramos al fondo del valle, por donde corría
un torrente. Las montañas se iban cerrando desde ambos lados. Todas
peladas. Seguimos avanzando. Me sorprendí todavía más, porque allí había
una ciudad formidable.
Tenía ayuntamiento y hospital. Sobre el río había una vía férrea por la
que circulaban las vagonetas y una máquina de tren eléctrica para
transportar los minerales. También había una central hidroeléctrica. La
ciudad estaba iluminada. Ninguno de nosotros había visto antes la luz
eléctrica; nos quedamos sin habla.
Era una ciudad muy bulliciosa, con todo tipo de comercios y varios
hoteles. El hotel Izumiya era el que usaba la empresa de las minas de cobre,
y tenía hasta teléfono. También había un fotógrafo; estaba empleado por las
minas de cobre pero, si le pagabas, sacaba las fotografías que le pidieras.
Aquello era una rareza. Incluso nosotros le pedimos que nos sacara fotos
como recuerdo. Además, había dos o tres casas de geishas. Y cuatro
prostíbulos. También disponía de dos teatros que se abrían cuando llegaba
alguna troupe. La población estaría por encima de los treinta mil habitantes.
En aquel estrecho valle vivían mineros, comerciantes, niños, mujeres y
funcionarios. El bullicio era considerable. A nosotros nos pareció
extraordinario y nos pusimos contentos, pero las cosas no eran tan bonitas.
Creo que, por mucho que hable, es difícil imaginar la situación, de
modo que no voy a ponerme pesado con las descripciones. Lo más duro
eran las voladuras con pólvora negra.
Cuando la usaban, el interior de la mina se transformaba en el interior
de un cañón. A eso es a lo que se le llama que se te revuelvan las tripas. En
el agujero se generaba un remolino de polvo, se te tapaba la nariz y no
podías respirar.
Al principio yo estaba por debajo de los mineros. Con una especie de
rastrillo de acero que llevaba siempre, reunía los trozos pequeños de
minerales y las piedras inservibles. Todo el tiempo estaba temblando de
miedo por si había una explosión de dinamita. Pasaron unos dos años y
sucedió algo que jamás olvidaré. A principios de febrero de 1907, se
produjo un gran derrumbamiento en una galería.
Desgraciadamente, yo también estaba allí. Todo a mi alrededor quedó a
oscuras, no veía nada. No podía moverme, tenía medio cuerpo enterrado y
las manos y los pies paralizados; me resigné a estirar la pata. Entonces se
produjo otro derrumbamiento, una riada de pequeños fragmentos de roca.
El polvo me entraba sin parar en la nariz y en la boca, no podía respirar;
sufría, pero no lograba respirar de ninguna manera.
«Esto es sin duda el fin, no lo puedo resistir», me dije. Pero no acababa
de morirme. Y cada vez sufría más. Pensé que, si para morir había que
sufrir tanto, no quería morirme. De algún modo, logré mover la mano
izquierda, y la agité. Por suerte, acabé vomitando algo de barro: aquello me
permitió volver a respirar. Grité: «¡Ayuda!» De todas partes salieron otras
voces. Se me acercó una luz difusa y alguien me preguntó: “¿Estás bien?”.
Yo respondí: “No, no estoy nada bien”. “Si estás bien para decir eso, no te
vas a morir. Algunos están todavía enterrados, tendrás que esperar”, me
dijo, y me dejó para ir en busca de otros. No tuve más remedio que
quedarme quieto. Si había otro derrumbamiento sí que estaba perdido. Me
cabreé de verdad pensando qué estarían haciendo y por qué no me
desenterraban ya.
Después de algunas horas, por fin me rescataron. Pero seguíamos dentro
del agujero. El derrumbamiento había obstruido la galería, no podíamos
salir. Dentro del agujero trabajaba mucha gente; una gran parte había
muerto, los supervivientes no llegábamos ni a veinte.
Afortunadamente, entre ellos estaba el jefe de cuadrilla Kihachi, que fue
quien dio todas las órdenes.
Decidió quién iba a usar las baterías que quedaban, quién miraría si
había alguna vía de escapatoria, de cuánta agua podía disponer cada uno al
día. Así se decidió, y todos hicimos caso a lo que dijo Kihachi y nos
esforzamos.
Nos rescataron y nos sacaron fuera dos días después. Yo ya me había
resignado a no volver a respirar el aire del exterior. Cuando comprendí que
nos habían salvado, no sabía cómo expresar mis sentimientos.
Los que aguardaban fuera nos vieron mejor de lo que esperaban y se
mostraron contentos. Hablamos de la situación en el momento del
derrumbamiento, de cómo estaba el agujero, y terminamos por hablar de los
mineros muertos. Todo el mundo se mostró enfadado. Hasta que las voces
que habían estado criticando a los responsables de la administración de la
mina se convirtieron en gritos, y se decidió tomar sake en honor de los
mineros difuntos.
"Vamos a la oficina. Les vamos a obligar a que nos den el sake", dijo
alguien. Los demás respondimos: "Sí, eso, vamos a obligar a que lo saquen
los de la oficina".
"Con el sake no basta. Vamos a rapar a los responsables de la mina".
Ese era el ánimo de toda la gente, terriblemente excitada y en número
creciente. Los mineros rescatados a la cabeza fuimos todos hacia la oficina.
Pero nos topamos con varias decenas de guardias cortándonos el paso en la
carretera para impedirnos avanzar más.
—Aquí el paso está cortado, así que dispersaos.
—¿Qué pretendéis, dando la cara por los responsables? Dejadnos pasar.
—Ni hablar. Marchaos, marchaos.
Mientras discutíamos, los mineros —no solo los de las galerías, sino
también los de la mina principal— se fueron sumando hasta formar una
multitud. Siguió la discusión mientras íbamos empujando a los guardias
hacia las oficinas. Un grupo de policías formó una línea e irrumpió en
medio.
—¿Qué queréis hacer? Si nos vais a detener, intentadlo ya.
Nos fuimos poniendo cada vez más furiosos. En el momento en que
íbamos a enzarzarnos con la policía, oímos una gran explosión a nuestras
espaldas. Miré y vi cómo se levantaban grandes llamaradas. Un minero de
la sección número tres había hecho volar los establos de los caballos con
dinamita. Salimos corriendo detrás de Kihachi, que aprovechó que la
vigilancia en la parte trasera de las oficinas se había distraído para colarse y
subir al tejado del almacén de combustible.
—¡Rompedlo! —nos dijo.
Entre todos hicimos un agujero en el tejado de zinc y saltamos adentro.
Seríamos unos diez hombres. Kihachi nos repartió a cada uno un manojo de
cartuchos de dinamita, una mecha y una lata de combustible; esparció
combustible por el suelo y desenrolló una mecha hasta el exterior.
—¡Vosotros! No importa dónde, en las oficinas, en el ayuntamiento, lo
que tengáis a mano; con esto os lo cargáis. Es una batalla de venganza por
los muertos, haced lo que os dé la gana.
Yo prendí la mecha. De repente, el fuego se propagó y se produjo una
gran explosión.
A partir de ese momento la situación se convirtió en algo parecido a una
tormenta. Volcamos los trenes y bloqueamos la carretera. También cortamos
las líneas eléctricas y de teléfono. Quemamos todo lo que tuvimos a mano.
Unos centenares de hombres atacaron la residencia oficial del director de la
mina. Destrozaron todo lo que pudieron. El director, que se llamaba Teizo
Minami, recibió una paliza por parte de los mineros. El resto de directivos
también fueron golpeados sin distinciones. Los disturbios se sucedieron
durante tres días. Todo ese tiempo yo estuve al lado de Kihachi, hasta que
me dijo:
—Kenkichi, tu no debes quedarte aquí, huye.
—Yo no huyo —le respondí.
—¿Estás tonto? ¿Te crees que esto va a quedar así? En cualquier
momento llegará el ejército. Y ya sabemos qué pasará. Esta es la única
oportunidad para huir.
—¿Qué vas a hacer tú, jefe?
—Huiré, claro, pero yo soy el instigador de todo este alboroto, me
buscarán hasta debajo de la tierra. Tu nombre no lo conocen, no tienes que
preocuparte. Trepa a la montaña y márchate lo más lejos que puedas hacia
el sur. Si de alguna forma consigues llegar a Tokio, no te atraparán. En
Tokio dirígete al puente de Namida, en Senju. Hay un sitio donde se reúnen
los peones. Busca a un capataz que se llama Shugoro. Si le dices que vas de
mi parte, no te tratará mal. Yo iré cuando pueda. De momento, huye tú.
Trepé a la montaña y huí. Más tarde me enteré de que había llegado
inmediatamente a Ashio un regimiento de represión. Yo logré huir
concentrando todas mis fuerzas, sin beber ni comer. Pero, al llegar al
interior del monte Akagi, me sentí muy hambriento, no podía moverme.
Estaba ya desfalleciendo cuando me encontré con un viejo leñador. El
hombre me dio un vistazo y me preguntó:
—¿Has huido de Ashio, verdad?
Yo asentí porque pensé que era inútil esconderlo. “Ven conmigo”, me
dijo. Lo seguí hasta una cabaña de carbonero, y ahí me dio de comer una
bola de arroz y caldo.
—¿Adonde vas a ir ahora? —me preguntó.
—A Tokio.
—Pues ponte esto.
Me dio ropa de agricultor y añadió:
—Llévate un saco de carbón y no levantarás sospechas de nadie.
Le di las gracias y bajé de la montaña. No sé por qué me ayudó aquel
viejo. Aproximadamente medio mes después, encontré a Shugoro en el
puente de Namida. Estaba bien informado de los incidentes de Ashio, me
aconsejó que me quedara por algún tiempo allí sin hacer ruido. Estuve
durante más o menos medio año trabajando en aquel sitio.
Hasta que conocí a un patrón de barca llamado Jinpei. Cuando supo mi
historia, me dijo que era peligroso que me quedara allí, que él me
escondería. Shugoro también me dijo que eso era lo mejor, así que me
trajeron a esta barca. Cuando monté por primera vez, Jinpei era el patrón.
Más tarde él murió y yo heredé el negocio. De Kihachi nunca más supe
nada.
—Y hasta cuándo estuvo usted en aquella barcaza
esfumada?
—No mucho tiempo.
Mientras hablaba, empezó a levantarse
fatigosamente.
—Con permiso —dijo.
Y, sosteniéndose con ambas manos sobre los
bordes del kotatsu, se levantó lentamente. El bajo del
quimono se le enredó en las piernas y tuvo que hacer
un gran esfuerzo para levantarse. Cogió el bastón que
estaba apoyado en una columna, abrió la puerta
corredera y salió al pasillo. La lluvia se derramaba
desde el alero cuando en el reloj sonaron las nueve. Se
le oía hablar con alguien en la habitación interior. Al
cabo de un rato, se oyó un chirrido en el pasillo y por
fin regresó.
—Cuando te haces viejo, ya se sabe.
—¿Por qué no lo dejamos aquí por esta noche?
—¿Tiene usted trabajo?
—No es eso, pero creo que está usted cansado —le
dije.
—En absoluto. ¿Qué quiere que haga si me
acuesto ahora? No se preocupe por mí —me
respondió.
Metió las dos manos bajo el faldón del kotatsu,
redondeando la espalda miró hacia abajo, y tosió
repetidamente con aquella tos húmeda.
EL DINERO DE LOS MONOS
Dejé aquella barca en septiembre de 1923. Como sabe, el primero de ese
mes se produjo el gran terremoto.
Cuando ocurrió, yo estaba con Kenkichi y una chica llamada Iyo, que
trabajaba en una industria de hilaturas y se había prometido con él.
Estábamos los tres comiendo en un restaurante en el barrio de Monzen-naka
cuando, de repente, la tierra rugió de una forma horrorosa y el local empezó
a balancearse. Los cuencos y platos se caían unos tras otros de las alacenas
con estrépito. El edificio de dos pisos de enfrente tembló, se quedó de lado
y, al cabo de un momento, se desmoronó. «Este es grande. Si nos quedamos
aquí, el edificio nos aplastará», pensamos; y salimos los tres corriendo hasta
que llegamos al canal del barrio de Kazuya. Habíamos dejado la barcaza
allí, y estaba medio hundida por la caída del almacén de al lado. Aquello
era terrible, había quedado inservible. Kenkichi estaba desolado. En ese
momento vimos que el cielo enrojecía. Iyo gritó: «¡Es mi empresa!», y se
puso a correr. Hilandería Amagasaki —que era donde trabajaba Iyo—
estaba ardiendo con vigor. Seguimos corriendo. El fuego era cada vez más
virulento.
El barrio de Morishita se había convertido ya en un mar de llamas. La
gente mayor y los niños gritaban y lloraban.
«No puedes hacer nada aunque vayas hasta allí», le dijo Kenkichi
refrenándola.
Un agente de policía nos gritaba con la voz enronquecida: «¡Id al
almacén de ropa del ejército!». Pero no le hicimos caso y corrimos en
dirección contraria. Llegamos al puente de Eitai, miramos, y vimos que,
desde Nihonbashi hasta Asakusa, se levantaban ruidosas columnas de fuego
en centenares de metros. Nos dimos la vuelta; el brazo del fuego estaba
justo detrás de nosotros. Un torbellino estaba levantando un carro en el aire.
Casas y tejados eran absorbidos y elevados a lo alto en el cielo como si
fueran hojas de árboles. Un caballo que había enloquecido corrió por la
calle hasta lanzarse al río.
—Vamos al almacén de avituallamiento del ejército —dijo Kenkichi, y
avanzamos abriéndonos paso desesperadamente entre la muchedumbre.
Sin darnos cuenta, se había hecho de noche. Pero el vigor del fuego era
cada vez mayor. Cuando llegamos por fin al extremo del río Oshima,
sentimos un estremecimiento. Vimos una columna de fuego que se
levantaba; el almacén del Ejército de Tierra había ardido y se había
hundido. El llanto y el rugir de decenas de miles de personas sacudían el
cielo nocturno hasta helar el corazón. Era imposible salvarlos. Todo era
inútil. Nos resignamos. Hacía tanto calor que era imposible quedarse allí.
Empujados por la multitud, nos dirigimos hacia el puente de Aioi. Estaba
lleno de gente, era imposible moverse. Unos enseres prendieron fuego. Si
nos quedábamos allí sin hacer nada, íbamos a morir abrasados. Miramos y
vimos que había un gran barco de transporte flotando bajo el puente.
—¡Nos lanzamos! —dijo Kenkichi, y saltó abrazado a Iyo.
Yo también me tiré enseguida. En el barco había ya decenas de
personas, pero alguien nos alargó la mano y pudimos subir rápidamente.
Desde el puente saltaban continuamente a centenares. Algunas decenas
alcanzaron el barco e intentaron subir. Dos o tres lo lograron, pero el barco
estaba ya a punto de hundirse.
—No puede ser. Está demasiado lleno —dijo alguien desde cubierta.
—¿Nos quieres matar? —gritó otro desde el agua.
Sopló una ráfaga de viento y el barco fue arrastrado, igual que si fuera
una astilla, hacia la Escuela de la Marina Mercante, que estaba ardiendo. El
gran edificio quemaba con vigor. Íbamos a morir abrasados. Nos entró el
pánico. Pero, de golpe, la dirección del viento cambió y nos arrastró.
Finalmente llegamos a la isla de Tsukuda, en la desembocadura del río
Sumida. Era uno de los lugares que habían quedado indemnes dentro de los
barrios bajos de Tokio.
Bajamos del barco, miramos a la orilla opuesta y vimos las llamas que
quemaban en el cielo nocturno aun con más intensidad. Estábamos
realmente contentos de habernos salvado los tres de aquello sin separarnos.
Al alba, todo alrededor eran campos incendiados. Y en la playa había
centenares de cadáveres que habían sido arrastrados. El ser humano es tan
horrible que incluso en estas situaciones tiene hambre. Parecía que la
garganta nos iba a arder. No podíamos quedarnos sin hacer nada. A pesar de
eso, en la isla de Tsukuda había una enorme cantidad de personas
refugiadas, y no íbamos a molestar a la gente de la isla pidiéndole comida.
Decidimos dividirnos para buscarla. Yo había ido muchas veces por allí
a repartir coque, así que conocía bien los alrededores. Anduve por la costa
en dirección al este. Al cabo de un rato, encontré un terreno nuevo ganado
al mar donde la hierba crecía espesa.
Me puse a buscar. Insectos o lo que fuera. Si era algo que uno se pudiera
llevar a la boca, valía cualquier cosa. Y ahí estaban, un hervidero de
saltamontes divirtiéndose despreocupados en los altos tallos. Empecé a
cazarlos con todas mis fuerzas. No tenía ningún recipiente a mano, de modo
que me quité el quimono, le até las mangas y los fui poniendo dentro. En
dos horas lo tenía lleno. Me lo llevé de vuelta y entre los tres nos los
comimos. Crudos. De ese modo calmamos, aunque fuera solo un poco,
nuestra hambre.
Sin embargo, al día siguiente otra gente acudió al herbazal y terminó
con todos los saltamontes. Por mucho que buscamos, no encontramos ni
uno solo. Nos irritamos, pero no había nada que hacer.
—Quizás en algún sitio estén repartiendo comida —dijo Kenkichi, y
decidimos ir a ver.
Iyo dijo que no podía andar más, la dejamos tumbada dentro de la barca
rota, cruzamos el puente quemado y entramos en Fukagawa. Por todas
partes había montañas de cadáveres. Fueras adonde fueras, no había más
que escombros de casas quemadas y cuerpos sin vida. No sé cuánto
andamos pero, a pesar de los rumores, en ninguna parte se distribuía
comida. Continuamos cansándonos e irritándonos hasta quedar rendidos.
Creo que fue pasado el barrio de Koume, en el distrito de Flonjo, donde
Kenkichi dijo:
—Mira, ahí hay unos monos.
Efectivamente, había tres monos. Estaban tumbados apaciblemente
debajo de un árbol. Había uno grande y dos pequeños.
—¿Estarán echando una siesta?
—Es raro que haya monos aquí.
Mientras hablábamos, nos fuimos acercando y nos dimos cuenta de que
no eran monos, eran seres humanos. Una madre y sus dos hijos. Habían
muerto abrasados y sus cuerpos habían encogido hasta parecer monos. La
madre estaba abrazada al pequeño.
—Aun en esta situación, para una madre un hijo es lo más importante.
Kenkichi y yo juntamos las manos y nos pusimos a rezar, hasta que
vimos que algo brillaba en el pecho de la madre.
—Mira, ¿qué es eso?
Levantamos a la mujer y, del pecho de su cuerpo, liviano como un tizón,
cayeron, tintineando ruidosamente, monedas de plata. Una gran cantidad de
dinero, un montón para llenar una bacinilla.
—¡Nos ha tocado el gordo!
—Cuidado, que viene alguien.
Me di la vuelta y vi una hilera de personas cargando con sus hatillos.
—Si viene una patrulla, estamos acabados.
—Esta mujer era muy rica.
—No podemos entretenernos.
Recogimos todo el dinero que había caído. Mirando
despreocupadamente, vi algo parecido a un fajo de billetes dentro del pecho
de la madre.
—Mira. Es un dineral. ¡Y que se haya salvado sin quemarse!
Quizás había mojado el fajo antes de atárselo a la barriga. La parte de
fuera estaba chamuscada, pero dentro parecía estar bien.
—No puedo cogerlo, el niño me lo impide.
Kenkichi tenía cogida la punta de un fajo e intentaba arrancarlo, pero no
lo lograba. El niño estaba arrapado a la barriga de la madre y no podía
sacarle el fajo de billetes.
—Arráncalo —me dijo impacientándose.
Yo intenté separarlos, pero no pude. Y dije:
—Si hacemos demasiada fuerza, le arrancaremos el brazo.
—¿Y qué más da? Están muertos.
Tiré, pero la piel quemada del niño se desprendió y dejó al descubierto
la carne roja. Algo repugnante se me pegó a la palma de la mano. Me
pareció que el niño me observaba con una mirada extraña y me estremecí.
—Venga, dejémoslo. Parece que nos lo esté reprochando. No vamos a
sacar nada bueno de llevarnos el dinero de esta mujer —le dije.
—No digas tonterías.
—Yo lo dejo.
—Luego no me vengas llorando.
Kenkichi separó a la madre del niño pequeño. Una gran parte de la piel
del brazo se desprendió, pero el miembro no se rompió del todo, un trozo
negro y menudo se quedó pegado al cuerpo de la madre.
—Mira, ha salido bien, ¿no?
Kenkichi se quitó la ropa interior, la llenó con el dinero, se la ató a la
cintura y encima se puso el quimono.
—Con este dinero podré hacerme una barca nueva. ¿Nos vamos?
—Yo me separo aquí.
—¿Que te separas?
—No te preocupes. No se lo contaré a nadie.
Kenkichi se marchó sin siquiera mirar hacia atrás. La madre y el niño se
quedaron ahí, en el suelo, tumbados separados.
Parecerá que defiendo a Kenkichi, pero no creo que se pueda decir que
hiciera mal. Esa madre y sus hijos, hasta el terremoto, vivirían sin ningún
aprieto, con una posición que les permitía tener criadas y estudiantes a su
servicio.[35] ¿Y por qué se encontraron en aquella situación? Pues por el
dinero. Si no hubieran tenido dinero, después de morir nadie se lo habría
arrancado. A lo mejor al perder el dinero la madre se quedó más tranquila.
Cosas de ese tipo hubo muchas. Le voy a contar otro ejemplo. Entre los
cadáveres que había en el agua, a muchos les faltaban dedos. Especialmente
a las mujeres que trabajaban por la noche. ¿Que por qué? Pues porque las
mujeres de ese tipo solían llevar varios anillos en los dedos. Algunas, para
hacer ostentación, los llevaban de diamantes, platino u oro. Cuando fueron
presa de las llamas, saltaron al agua y murieron ahogadas. Y mucha gente
intentó robarles esos anillos. Pero sus dedos estaban hinchados. Como no
podían arrancárselos, se los cortaban con tijeras o algo así.
Cerca de los barrios de diversión había mucha gente muerta a la que le
habían amputado dedos. La imagen de los cadáveres hundiéndose con las
manos sin dedos apuntando hacia el cielo era realmente macabra. Da pena
pensar que dañaban sus cuerpos incluso estando muertas. Por cierto, no
volví a ver a Kenkichi nunca más.
APRENDIZ EN LA DEWAYA
El capataz de gancheros Tokuzo huyó con sus hombres a otra casa que tenía
en Iwasaki, y así escapó del desastre.

El hombre cogió una hoja de propaganda


insertada en el periódico y, en el reverso, me dibujó
un mapa de las ruinas causadas por los incendios.

El incendio se propagó así. Lo único que no se quemó en Fukagawa fue ese


lugar. El capataz tuvo mucha suerte. Cuando me separé de Kenkichi fui a
buscarlo. Su casa estaba completamente quemada, pero habían levantado
una barraca y trabajaban todos con diligencia. Y es que la mitad de Tokio se
había quemado y se veía a ojos vistas que las madererías tendrían un trabajo
de locos. Cuando le pedí que me dejara ayudar en cualquier cosa, el capataz
me dijo que precisamente estaban tan ocupados que pensaban en pedirle a
alguien que les echara una mano. Yo les sería de gran ayuda.
Convinimos que trabajaría como mozo en la cocina y en la casa. Me
encontraba cada día con el pescadero, el verdulero, el vendedor de tofu y
otros que venían a ofrecer sus productos, e hice bastante buena amistad con
todos ellos. Pensándolo ahora, es el período de mi vida en el que he estado
más relajado. Pasé aquellos días de forma apacible, hasta que en la
primavera del año siguiente se produjo un acontecimiento que marcó mi
existencia. A principios de abril, un padrino yakuza fue a ver al capataz.
Era Umetaro Momose, cuyo territorio alcanzaba la totalidad del barrio
de Yanagibashi. Su relación con el capataz Tokuzo los había convertido en
casi hermanos. Aquel día, Umetaro montó en un rickshaw y vino
acompañado de uno de sus hombres para divertirse. Yo les serví el té, y el
padrino le dijo al capataz:
—Oye, hermano, ¿quién es este joven? No lo tengo visto.
El capataz le contó que yo era tal y cual, y el padrino se mostró
interesado en mí. Y añadió:
—Ya veo, un tipo interesante. ¿Y qué, de agallas cómo está?
Por supuesto, como correspondía a un subalterno, yo salí al pasillo y me
quedé esperando sentado detrás de la puerta corredera.
—Oye, tú, ¿cómo te llamas? —me preguntó Umetaro oteando el pasillo
y mirándome con sus ojos saltones.
—Me llamo Ijichi.
—No, tonto, ese es tu apellido. ¿Quién usa el apellido en este mundo?
¿Cuál es tu nombre?
—Eiji.
—¿Y qué quieres hacer de tu vida?
—Pues la verdad es que no lo sé. Estoy preocupado.
—Vaya —dijo Umetaro sonriendo—. ¿Y no se te ha pasado por la
cabeza convertirte en jugador profesional?
—¿Cómo dice?
—No pongas esa cara. ¿Qué tal? Por lo que yo he visto, no tienes pinta
de trabajador normal, tienes pinta de yakuza.
—Claro. Sí, puede ser —dijo el capataz Tokuzo—. De vez en cuando,
aquí organizamos alguna timba, y yo siempre pienso que este tiene agallas.
Umetaro sacó una larga pipa y se la llevó a la boca. El hombre que tenía
detrás se la encendió con destreza. Umetaro sorbió una vez con deleite y se
quedó observándome mientras sacaba el humo por la nariz.
—La mires como la mires, tu cara no es la de un tipo que se pueda
quedar viviendo aquí. Aunque pases cien años consumiéndote, no
cambiarás tu situación. Las personas tenemos algo llamado naturaleza.
Estos hermanos que tienes aquí nacieron con la naturaleza de ser gancheros.
Los que nacen con la de un yakuza no pueden hacer como ellos. A ti se te
ve que no puedes llevar una vida honrada.
Hasta ese momento, yo nunca me había planteado la posibilidad de ser
un yakuza, pero al decírmelo él tuve la sensación de que estaba claro. Bajé
la cabeza y le dije:
—Me gustaría que hiciera usted de mí lo que usted crea más
conveniente.
Umetaro asintió con la cabeza y dijo:
—Vale, yo me ocuparé. Pero hay circunstancias que impiden que te
meta en mi casa. Afortunadamente, hay una casa de apuestas que se llama
Dewaya. Creo que el hermano que la lleva cuidará de ti. ¿Qué tal si te meto
allí?
Y así es como el padrino Momose se encargó de hablar en mi favor. Y
más o menos un mes más tarde —en mayo de 1924—, entré en la Dewaya.
Acudí el día de la Fiesta de los Niños[36] acompañado por el padrino
Momose. El padrino de la Dewaya vivía en el interior de la zona comercial
de Asakusa, en la primera manzana de la zona uno del barrio de Shinhata,
que quedaba por la parte de atrás de los restaurantes de sushi. Después del
terremoto, en Asakusa se estaban levantando edificios como Dios manda
para los negocios, no simples barracas. Ahora diríamos que había un boom
inmobiliario. Todo el barrio bullía de actividad.
Por supuesto, el templo Senso-ji no se había quemado con los incendios,
había resistido tal cual. Alrededor todo había ardido, pero el templo y su
recinto se habían salvado. Las enormes llamas se abalanzaron
repetidamente sobre el edificio principal, pero el viento sopló cada vez
desde el templo, e hizo cambiar la dirección del fuego. Había más de cien
mil personas refugiadas allí contemplando la situación con la respiración
contenida. Cuando, finalmente, el fuego se alejó, todos lloraron de emoción,
se dijeron que se habían salvado gracias a Kannon y se postraron ante él.
Cuando yo fui a la Dewaya, también había mucha gente que acudía para
rezar. Me acordé de lo que me había contado Sei el Ladrillero, y pensé que
era cierto: teníamos que estar agradecidos a Kannon.
La morada del padrino en el barrio de Shinhata era una casa normal que
no llamaba para nada la atención. Entré hasta el fondo siguiendo al padrino
Momose. Lo encontramos esperándonos en una sala con un maravilloso
nagahibachi[37] como los que salen en las películas históricas.
Los dos padrinos se hicieron los saludos habituales. Luego Momose le
explicó mi caso al otro, y terminó diciendo:
—Y por todo eso te hago esta petición.
El padrino de la Dewaya, que llevaba puesto un quimono de seda de
gran calidad, se cruzó de brazos, me miró fijamente y dijo:
—Ya veo, hermano. Entendido, me ocuparé de él y trataré de
convertirlo en un hombre hecho y derecho.
Todo aquello tenía una gran dignidad. En mi interior me sentí
convencido de que, si me convertía en un subordinado de aquel hombre, no
tendría ningún motivo de insatisfacción.
El verdadero nombre del padrino de la Dewaya era Shuzo Yamamoto.
Era un hombre muy popular en Asakusa gracias a su caballerosidad. Hasta
llegar a mi edad, he conocido a muchos yakuzas a quienes la gente llamaba
«padrino», pero a ninguno superior al de la Dewaya.
Era un hombre estricto, pero al mismo tiempo amable y caritativo. La
gente normal considera a los yakuzas ejemplos de personas terribles. Sin
embargo, el que llega a padrino no lo logra solo por tener agallas o por ser
bueno peleando, eso lo puede hacer cualquiera. Lo importante es que tenga
el carisma para ganarse la devoción de sus subordinados, hasta el punto de
que crean que merece la pena morir si es por él.
Es fácil de decir, pero no es algo que se pueda conseguir fácilmente. La
Dewaya era una familia yakuza de primera categoría, con un pedigrí
reconocido. Pero era realmente discreta. La casa del padrino pertenecía al
dueño de un restaurante de sushi de la calle principal, y era él mismo quien
iba a hacerle las visitas de cortesía propias de las fiestas en verano y Fin de
Año. Tenía una posición que le permitía disponer de dinero suficiente, pero
no quería forzar a nadie a venderle. Era algo característico del padrino.
La Dewaya obtenía sus ingresos del juego. Ahora son muchos los
yakuzas que se dedican a la construcción, las drogas, las inmobiliarias y los
préstamos, y ganan mucho dinero, pero antes no era así. El negocio de los
yakuzas era el juego. Si alguno se dedicaba a otra actividad, se reían de él y
decían:
—Mira a ese, tiene dos oficios. No se le da bien el juego y no puede
vivir de él, tiene que rebajarse a trabajar por cuatro céntimos. No es un
yakuza auténtico.
En cuanto a los secuaces, no había ningún padrino que los tuviera a
cientos como ahora. Estaban los que se ocupaban directamente del negocio
del juego y los que protegían el territorio. Eran unas decenas como mucho.
El territorio de la Dewaya se extendía desde los alrededores del templo de
Kannon de Asakusa, pasando por la calle Nakamise, hasta la parte trasera
del Teatro Internacional. Era uno de los mejores de Tokio. Aun así, los
hombres que vivían en la casa eran solo cinco o seis. Incluyendo a los que
estaban en su propia casa e iban al garito de juego desde allí, habría unos
treinta.
El garito estaba enfrente, cruzando la calle. En apariencia era un edificio
normal. Pero hubiera sido sospechoso que entraran y salieran los hombres
sin hacer nada. Para la gente del vecindario, aquello era un taller de
escenografía. En Asakusa había muchos teatrillos, y en el teatro se necesita
mucho material de escenografía. La Dewaya simulaba que se dedicaba a
construirlo. Lo cierto es que en un rincón del garito había materiales para el
teatro, pero no eran más que una tapadera. Por supuesto, a pesar de que
hubiera esa utilería teatral, ahí no se hacía ningún trabajo relacionado con
aquel arte.
Por la noche aquello era el mundo del par o impar. Yo era todavía un
aprendiz, no podía entrar en el garito, era solo un subalterno que vivía allí, a
quien estaban probando para ver hasta qué punto tenía agallas y le sentaba
bien respirar el aire de los yakuzas.
¿Que qué me hacían hacer? Pues preparar la comida, fregar y hacer la
colada y la compra. A parte de eso, tenía que estar en buenos términos con
los vendedores ambulantes de pescado, arroz, miso y sake, y barrer las
calles del barrio. Para comenzar, eso.
En la Dewaya no había ni una sola criada. Todos los trabajos
domésticos los teníamos que hacer los subalternos. Al principio me pareció
extraño que no contrataran a ninguna criada, pero un hermano mayor
llamado Shiro me explicó el porqué. Hasta mi llegada a la casa, era él quién
tenía el rango más bajo, así que estuvo muy contento de que hubiera un
nuevo recluta. Tenía la cara cuadrada, y siempre estaba dándose ínfulas.
—¿Qué te parece? Piensa en si hubiera una redada de la poli. ¿Qué
pasaría? Preguntarían, por ejemplo, quién es el responsable, quién viene a
jugar o cuánto dinero se mueve. En ese caso, uno que tenga agallas insistirá
en que no lo sabe, aunque le vaya en ello la vida. Pero con las mujeres no es
así.
Según su explicación, en ese mundo no se confiaba en ellas.
—En resumen, las mujeres son débiles. Por mucho que prometan que no
hablarán, si las desnudan y les tocan sus partes más sensibles, no pueden
aguantar. Al final acaban hablando. Si pasa eso, es el fin de la familia. Por
eso aquí no se mete a ninguna mujer. Del principio al final, lo hacemos todo
nosotros mismos.
Justo en el escalafón superior, había otro compañero que se llamaba
Shunkichi. Era un hombre guapo de verdad e inteligente; el padrino lo tenía
en gran estima y le mostraba su favor. Cuando llegó para mí el momento de
trabajar en el garito de juego, fue él quien me habló de las detalladas
normas que regían la vida de los yakuzas.
Los saludos, la forma de hablar y de mostrar que estás escuchando a
superiores e inferiores; había normas concretas para una gran cantidad de
situaciones. Era un mundo feudal, alejado del mundo normal. Por ejemplo
en nuestra relación con las mujeres. No podíamos divertirnos con ellas
libremente.
—No te metas con mujeres honradas —me dijo Shunkichi—. Si tocas a
la hija de una familia normal, dirán de ti: «Ese es un inútil, no tiene dinero
para divertirse, porque no sabe trabajar, y se mete con las mujeres
honradas», y te marginarán.
»Y piensa, por ejemplo, si repites algo que causa molestias a la gente
normal, ¿qué pasa? Pues que te dan la carta de despedida. O sea, que te
expulsan del mundo de los yakuzas. Si un padrino te expulsa, no tienes
adonde ir. Japón parece grande, pero es en realidad pequeño. Nadie querrá
tratar contigo.
»¿Que qué es lo más importante en este mundo? Pues las agallas. El que
no tiene agallas no puede estar en él. ¿Cómo lo ves? Imagínate, por
ejemplo: ¿no es cierto que en una casa hay una madera para la columna
principal y otra distinta para el panel que protege el retrete? Pues aquí es lo
mismo. Si no tienes agallas, siempre te mirarán sin consideración. Tendrás
que permanecer como subalterno. Por el contrario, si tienes agallas, te
mostrarán su reconocimiento no solo los compañeros yakuzas, sino incluso
los policías.
Shunkichi decía siempre que para un yakuza era imprescindible ser
fuerte.
»Piensa en lo que significa que la Dewaya tenga su territorio en
Asakusa. ¿Qué te parece? Lo mire quien lo mire, es algo grande. Hay
muchos negocios de diversión, así que los clientes también son buenos.
Cualquier otro yakuza lo desea. Si somos débiles, alguien se meterá dentro.
Si no podemos repelerlo, estamos acabados. No podemos parecer débiles.
»Si te peleas con alguien, pase lo que pase, te lo tienes que cargar. Si te
cortan y tú no cortas, el problema no es tuyo, sino de la Dewaya, porque no
se la tomarán en serio, "Vaya, vaya; a ese de la Dewaya lo han cortado y se
ha quedado callado sin vengarse. La Dewaya ya no es lo que era", dirán. Si
te la pegan, te revuelves.
»Si pierdes, te llevan al hospital o la palmas; y si ganas, a la sombra.
Así funciona este mundo. Sea lo que sea, si haces algo tienes que ganar.
Pero, si haces lo que tienes que hacer, no tiene por qué haber pelea. Porque,
al final, lo importante es el cliente. Si vas siempre de chulo, atemorizarás a
la gente normal y los clientes desaparecerán.
»El halcón listo esconde sus garras. Es decir, tener cuidado es lo más
importante. Tienes que tratar lo mejor posible a los que te rodean. Que la
gente del barrio diga que los jóvenes de la Dewaya somos gente amable.
Pasé más de un año trabajando en la cocina y aprendiendo de lo que me
decían mis compañeros. Y en eso llegó un nuevo recluta llamado Kamezo.
Fue mi primer hermano menor, y mi amistad con él fue duradera.
El trabajo de la cocina, a la que te pones a hacerlo, es interesante.
Cuando iba a hacer la compra, me encontraba con los mozos de las tiendas;
todos intentaban actuar con discreción porque sabían que yo era de la
Dewaya. Si me hubiera hecho el chulo, el prestigio de la Dewaya hubiera
sufrido. Procuraba hablar con mucho comedimiento.
Los pescaderos, los verduleros, los vendedores de tofo y otros venían
cada día; me hice bastante amigo de ellos. El primero de la mañana era, sin
falta, el pescadero.
Hace tiempo, en invierno, en la bahía de Tokio se pescaban montañas de
sardinas. En la desembocadura del río Sumida está Tsukudajima, el lugar al
que huí con Kenkichi y su novia cuando el terremoto. Ahí casi todos son
pescadores. A finales de ese año, se había recuperado la tranquilidad
anterior; en el muelle había tantos barriles llenos de sardinas que casi no se
podía caminar. Los mayoristas negociaban con los pescaderos, estos ponían
los pescados en unos cubos que colgaban a ambos extremos de unas barras
que cargaban para ir a vender a pie. Vendían a voces desde antes del alba.
—¡Sardinas, sardinas!
—¡Oiga, pescadero! Aquí, por favor.
Como en casa éramos muchos, comprábamos cien o doscientas de una
vez. El pescado era acabado de pescar. Todavía se contoneaba, su piel
brillaba y no había ni uno solo con los ojos rojos.
Yo lo molía en un mortero, hacía albóndigas y las ponía en una sopa,
que pasaba a ser sopa de sardinas. Estaba buenísima. O les quitaba toda la
tripa y la cabeza con un dedo. Ponía el pulgar entre la carne y la piel,
apretaba un poco y, sin usar el cuchillo, le arrancaba la piel limpiamente. Si
no era fresco, no se podía hacer; si era acabado de pescar, se arrancaba con
facilidad. Lo cortaba finito y lo ponía tal cual en salsa de soja. Y también
estaba riquísimo.
Cuando el hermano Muramatsu vio mis manejos, me mostró su
admiración.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso?
—En casa del capataz de gancheros.
—¡Vaya! Pues se te da muy bien.
En casa del capataz había una criada que se llamaba Okin, estaba ahí
desde hacía tiempo. Ella me enseñó un día a despellejar las sardinas. Yo lo
aprendí y, en la siguiente ocasión, les arranqué la piel yo solo. Okin se
sorprendió y me alabó diciéndome que lo había cogido fácilmente. Y me
especializó en arrancarle la piel al pescado.
También se capturaban muchos calamares; venían a menudo a
vendérnoslos. Para el pescadero, entre los buenos clientes, nosotros éramos
de los mejores. Cuando tenía algo de calidad, venía primero a ofrecérnoslo.
La parte gruesa del calamar nos la comíamos como sashimi.[38] Las patas
las cortábamos pequeñas, espolvoreábamos sal y hacíamos shiokara.[39] El
shiokara que habíamos hecho por la mañana lo aprovechábamos por la
noche: lo poníamos sobre el arroz, le echábamos agua caliente, lo
mezclábamos como chazuke[40] y nos lo comíamos. Era algo que dejaba sin
habla.
También cogían gobios bastante grandes. Nosotros los hacíamos como
tempura y quedaban deliciosos. Si era uno bastante grande y con grasa, lo
asábamos en una parrilla, le echábamos un poco de sal y nos lo comíamos.
Para los pobres, el gobio era una de las comidas que se reservaban para
comer por Año Nuevo.
El barrio de Aikawa, en la otra orilla del Eitai, y el barrio de Hamaguri,
en Fukagawa, eran la tierra de las almejas. De ahí venían cada mañana para
vendérnoslas. También muy temprano.
—¡Almejas, almejas desconchadas! ¡Almejas, almejas desconchadas!
Cuando oíamos esa voz, gritábamos:
—¡Eh, el de las almejas!
El nos respondía:
—Oído, gracias.
Ahí delante mismo nos las desconchaba y las ponía en nuestro colador.
Si las mojabas en salsa de soja y te las comías, también te hacían
enmudecer.
El padrino Yamamoto tenía una salud frágil. Se preocupaba mucho de la
alimentación, y le gustaba especialmente la sopa de almejitas o de almejas.
Cuando se la preparaba, repetía varias veces. El vendedor solo venía hasta
que florecían los cerezos,[41] porque entonces las almejas ponían huevas
que se quedaban con el alimento, y su sabor empeoraba. Esa era la razón
por la que las buenas eran las que se cogían cuando hacía frío.
Todos mis «hermanos» mayores salían de casa después de desayunar.
Yo iba de un lado al otro de la casa, limpiando y ordenando. Detrás venían
los vendedores y los pedigüeños. Entre estos, los ascetas, que llevaban una
máscara de tengu.[42] colgada a la espalda y venían a recitar el nembutsu.[43]
Bueno, por mucho que diga que eran ascetas, en realidad no eran más que
un tipo de mendigo que balbuceaba una incomprensible salmodia.
Por la casa del capataz de gancheros Tokuzo también pasaban hombres
de ese tipo, pero si yo les daba dinero la criada Okin se enfadaba mucho.
«¡No tires el dinero!», me gritaba delante del asceta. Ella disfrutaba
oponiéndose a lo que hacían los demás. No tenía nada bueno. En cambio,
en la Dewaya eso no pasaba. El padrino repetía a menudo que había que
tratar bien a la gente que acudía. Aunque vinieran cada día, yo siempre les
daba algo de dinero. Y si el que venía era un mendigo de verdad, aparte del
donativo siempre le daba un paquete con bolas de arroz o restos de pescado.
Los yakuzas de antes le daban especial importancia a su popularidad.
De ahí que se preocuparan de los vecinos de al lado, y nunca fueran adustos
ni siquiera con la gente a la que solo se habían encontrado una vez.
Cuando habían pasado casi dos años desde mi entrada en la Dewaya, me
permitieron entrar en el garito, es decir, donde se jugaba. Sin embargo, solo
unos meses después hubo una redada contra el juego, y a mí me pusieron en
la cárcel. Pero de eso ya le hablaré. Poco antes de que me detuvieran,
sucedió algo realmente imprevisto. Un suceso que parecía salido de una
obra de teatro.
Por el garito del barrio de Shinhata pasaba un tipo al que llamaban
Mat-chan el del Tabaco. Tenía unos siete años más que yo. Su cara era
delgada y tenía una mirada bonita, hasta el punto que su rostro hacía llorar a
las mujeres. A pesar de que le gustaba jugar, era muy malo, nunca ganaba
nada. Decía que tenía una tienda de tabaco, pero no sé si era verdad. No sé
por qué, pero yo me llevaba bien con él, hablábamos de muchas cosas. Un
día me dijo:
—Eiji, tienes un acento muy marcado. ¿De dónde eres?
Le respondí que era de Utsunomiya, y él añadió:
—¿Ah, sí? Yo he estado un par de veces por allí. Vi el santuario de
Nikko. Algo impresionante.
Luego me dijo:
—¿Por qué no vienes a comer a mi casa?
Y fui. Más allá de Tsukudajima, había una zona llamada el Cañón de
Arena. Decían que se llamaba así porque se había acumulado barro y arena
en forma de cañón, y también que en la era de Edo se había usado para
probar grandes cañones. A diferencia de Fukagawa, había bastantes
edificios grandes, pero por donde vivía Mat-chan se amontonaban las casas
en desconcierto. Vivía con una mujer bastante bonita. Fui a verlos al
mediodía: la comida ya estaba encima de una mesilla, y el sake preparado.
—Es todo lo que tenemos, toma lo que te apetezca —me dijo Mat-chan.
La mujer que estaba con él me sirvió sake y nos pusimos a charlar a
gusto de esto y de lo otro. Al rato, desde el recibidor, se oyó una voz de
mujer que decía:
—¡Hola, chicos!
Al oírla, el corazón me dio un vuelco. Me pareció que la conocía de
alguna parte. La mujer de Mat-chan se levantó, salió al recibidor y habló:
—Hola. ¿Qué nos has traído?
—Un pulpo. Es grande, ¿verdad? ¿Tenéis invitados?
—Sí, pasa.
La mujer de Mat-chan entró con el pulpo colgando de la mano. Detrás
de ella entró otra mujer joven. Al primer vistazo me quedé atónito. Y
también ella se quedó pasmada. Era Oyoshi, la concubina del juez de
Utsunomiya.
Supe entonces que era la hermana menor de Mat-chan. El mundo
parecía grande, pero era pequeño. Comimos los cuatro. Me sorprendió
mucho que Oyoshi no hubiera cambiado nada.
Según ella, yo sí había cambiado mucho. De todos modos, había ido a
Tokio para encontrarla, habían pasado más de tres años y ahora nos
veíamos; la época de Utsunomiya parecía un sueño. Oyoshi dijo que seguía
siendo la concubina del juez, y que vivía en Shinagawa.
—En todo caso, Eiji tiene un futuro prometedor en la Dewaya. La
concubina de un juez como tú haría bien de no acercarse demasiado a él —
dijo Mat-chan mostrándose preocupado medio en broma.
Oyoshi, con cara de despreocupación, replicó:
—Seguro que, además, Eiji también está prendado de alguien y se ha
olvidado de mí.
Me miró de reojo igual que antaño, con un poder seductor que me hizo
estremecer.
Después de aquel día me encontré con Oyoshi unas tres veces. Pero
luego se produjo la redada en el garito, y yo entré en la prisión de Sugamo.
Cuando salí, me sentí ya un yakuza hecho y derecho, y no fui más a verla.
DESOBEDIENCIA A LA AUTORIDAD
La primera vez que me acogieron en la cárcel fue, como he dicho antes,
cuando tenía diecinueve años. A finales de otoño, mi «hermano» mayor
Okada organizó, como siempre, una timba para unos treinta clientes en el
garito de detrás del Teatro Internacional. De repente, irrumpieron con
estrépito más de diez detectives y agentes de policía.
«¡No se muevan!», gritaron furiosamente varias voces. En esos casos la
gente que está jugando no se resiste. Si lo haces, la pena aumenta, lo más
inteligente es permanecer tranquilo. Por supuesto, todos están preparados
por si surge la oportunidad de huir, pero cuando se dan cuenta de que es
imposible lo mejor es dejarse detener sin resistencia.
Para mí era la primera redada, y me sulfuré. De golpe, tuve una idea:
tiré con todas mis fuerzas del cable eléctrico de la lámpara que colgaba del
techo, saltaron chispas y la habitación quedó totalmente a oscuras. La
excitación fue tal que parecía que hubiera pinchado un avispero. Los
agentes encendieron sus linternas, pero no les sirvió de nada, todo el mundo
huyó y solo pudieron detener a seis o siete clientes.
Al día siguiente, vino a la Dewaya un detective de la comisaria de
Kisakata y le dijo al padrino:
—Oiga, Dewaya, como sabe, ayer hicimos una redada en el garito de
Okada. Pero alguien cortó la luz y todo el mundo se nos escapó. ¡El muy
hijo de puta! Haga que los que estaban allí se entreguen.
—Ya veo. Si las cosas fueron así, voy a preguntar a mis hombres. Si el
que lo hizo está entre ellos, sin duda haré que se entregue. Deme algún
tiempo —respondió el padrino.
—Entendido. Pues haga que se entregue sin falta —añadió el detective,
y se fue.
El padrino nos reunió a todos y nos dijo:
—Ya habéis oído. Si los policías hacen una redada y no detienen a
nadie, no pueden salvar la cara. El que cortó la luz fuiste tú, ¿verdad, Eiji?
—Así es.
—Sin embargo, si vas tú, los policías no se van a dar por satisfechos.
Fueron a detener a Okada. Si se entrega un novato, se van a cabrear de
verdad. Pero necesitamos a Okada en el garito. ¿Qué vamos a hacer?
Yo me incorporé sobre mis rodillas[44] y dije:
—Quiero que me permita ir.
—¿De verdad quieres ir?
—Se lo juro. Quiero ir. Se lo pido por favor.
—Ya veo. No tengo ninguna razón para no dejarlo en tus manos. De
todos modos, este asunto requiere que escuche la opinión de los demás.
Primero le preguntó al hermano Okada:
—Ya has oído lo que dice Eiji. ¿Qué te parece?
—Ese todavía es joven, pero tiene agallas, no hay por qué preocuparse.
Para asegurarse, todavía le preguntó a otro dirigente, su mano derecha,
el hermano Muramatsu:
—¿Tú qué crees, Muramatsu?
—La probabilidad de que haga quedar mal a la Dewaya es casi
inexistente.
El padrino asintió, y me dijo:
—Eiji, de ti depende lo que pase con el territorio de Okada. ¡Sé fuerte!
Y así se decidió. Yo estaba contento. Cuando me entregué en la
comisaría de Kisakata, en Asakusa, me sentía radiante.
Los policías eran realmente arrogantes. Sobre todo, tenían una forma de
hablar violenta. Mis hermanos me habían contado cómo eran, pero oír y ver
son cosas muy distintas. En cuanto asomé la cara, me dijeron:
—¿Qué coño has venido a hacer aquí?
Ese recibimiento era una muestra de lo horroroso que era todo aquello.
Di mi nombre y, tal como me habían enseñado mis compañeros
mayores, dije:
—El que organizó la timba de ayer fue un servidor. Seré obediente.
Estoy en sus manos.
Un agente me dijo:
—¡Pero si es el último mono de la Dewaya! Muy atrevido eres tú, para
venir aquí con esa cara. Después no te arrepientas.
Me miró de forma tan penetrante que parecía que me fuera a agujerear.
—Espérate ahí —dijo, fue a buscar al detective responsable y volvió
con él.
Este me miró y puso cara de mal humor. Llegó otro detective gordo y
con bigote, y se enfadó muchísimo.
—¿Qué fuiste tú el que organizó la timba? ¿Y quién te lo pidió? ¡No nos
tomes el pelo! ¿Dónde te crees que estás? —dijo furioso. Creo que, si se
hubiera presentado cualquier otro de los hermanos conocidos de la Dewaya,
también se habría enfadado, más aún si lo hacía el último mono.
»Tú, pelagatos, sabemos bien desde cuándo eres un secuaz de la
Dewaya. No tiene ningún sentido que le encarguen a un novato como tú un
garito —dijo uno de forma insidiosa.
El detective gordo gritó:
—El inútil este se cree que es un yakuza de verdad, se quiere reír de la
policía —y dio un golpe en la mesa. ¡Qué cara más desagradable tenía ese
tipo!
Yo estaba resignado, pero me quedé mirando al detective y pensando
que los demonios del infierno debían de tener una cara como aquella. Sin
embargo, por muy horribles que fueran los detectives, ni que me mataran
iba a decirles «Lo siento, en realidad el que organizó la timba fue mi
hermano mayor Tal».
Yo insistí:
—Fui yo, de verdad. Compruébenlo.
El detective se enojó en serio, y me dijo:
—Bueno, pues vamos a ver cuánto aguanta tu cuerpo.
Llegados a ese punto, yo también estaba resignado. Me dije que, si me
iban a torturar, que lo hicieran ya.
La sala de interrogatorios medía unos diecisiete metros cuadrados y
tenía una parte del suelo de tatami. Ahí mismo estaban siendo interrogados
un ladrón y un estafador. El detective de al lado, interesado, se mofó:
—Un pelagatos que se burla de nosotros. ¡Enseñadle lo que es bueno!
Me ataron por detrás, me enrollaron el quimono y me hicieron sentar en
la parte de suelo de cemento. El detective gordo dijo:
—¡Eh, ordenanza! ¡Tráeme unos diez troncos!
El ordenanza respondió vigorosamente y le trajo los troncos. Los
pusieron sobre el cemento.
—Siéntate ahí.
Si los troncos hubieran sido redondos, aún se podría aguantar, pero
estaban cortados en forma triangular, con una punta en la parte superior. Me
dejaron el culo al aire y me dijeron que me sentara.
—¿Qué, duele? ¡Te estoy preguntando si duele!
Mientras hablaba, el detective me iba empujando la cabeza.
—Ya veo. Eres un tío valiente.
Otro detective me desnudó la espalda.
—Si vas a cantar, ahora es el momento —dijo, y como saludo me
golpeó con una vara de bambú.
Era un interrogador experto, conocía bien las partes vitales. Era muy
bueno, no pegaba en la cabeza ni en el pecho, solo en las partes blandas
alrededor del culo, en el muslo. Dolía, pero no causaba daño al hueso, podía
pegar tan fuerte como quisiera. Cuando se dio cuenta de que con solo pegar
no obtenía resultados, dijo:
—Bueno, ¿pues qué tal así? —y, uno a uno, los detectives se fueron
poniendo sobre mis muslos.
—¿Qué tal, qué tal?
Mi culo estaba sobre la parte puntiaguda del tronco. Solo con que un
adulto se pusiera sobre los muslos, el tronco ya haría una incisión y saldría
sangre. Pero es que eso no era todo: los dos iban diciendo «parriiiba,
abaaajo», mientras se columpiaban. Apreté los dientes y resistí, pero al
hacerlo no pude evitar que de la garganta me saliera un chillido.
Un detective puso sus manos sobre mi cabeza y dijo «Menudo cabrón»
mientras se seguía balanceando. Me concentré para resistir con todas mis
fuerzas y me olvidé de todo lo demás. Cuando me di cuenta, estaba
tumbado sobre el cemento. Tenía el cuerpo empapado. Había perdido la
consciencia y me habían echado agua encima.
—El cabrón este. Si se cree que ya está, va equivocado —dijo el
detective, y volvió a montar sobre mis muslos diciendo una vez más
«parriiiba, abaaajo». Fue un sufrimiento indescriptible.
El detective añadió sonriendo:
—Este tío tiene más cojones de lo que parecía.
Aquí hay algo que tengo que aclarar. No sé cómo será con otros
crímenes. En el caso del juego ilegal, la policía reservaba la tortura para los
yakuzas. Por lo que yo sé, a los clientes no se la aplicaban. Eran simples
aficionados, y con solo que los torturaran un poco ya lo confesarían todo.
Sin embargo, en el juicio dirían que habían dicho tal y cual porque los
habían torturado, y que en realidad era todo mentira, no habían tenido más
remedio que hablar. Y eso, en manos de un abogado hábil, podía suponer
que despidieran al detective que había llevado el interrogatorio.
En general, a la gente normal no la interrogaban con dureza. Se
preguntará si los yakuzas no usábamos también ese sistema para cargarnos
en el juicio los métodos de la policía. Pues no, no hacíamos esa tontería.
Porque si lo hiciéramos, sería peor.
«¡Ese cabrón! Es un hijo de puta. Por su culpa han degradado a dos de
los nuestros. No hace falta ir con miramientos», dirían, y pondrían agentes
alrededor del garito montando guardia las veinticuatro horas.
Si lo hicieran, los clientes tendrían miedo y no se acercarían nunca. El
garito moriría de inanición en un periquete. En resumen, si la policía nos
controlara a rajatabla, los yakuzas no podríamos vivir. Aunque nos
interrogaran con la máxima dureza, aunque nos hicieran sufrir hasta la
muerte, durante el juicio no nos chivábamos. Actuaban tan tranquilos
porque sabían que, por mucho daño que nos infligieran, no nos íbamos a ir
de la lengua.
En el mundo de los yakuzas, haber sufrido un duro interrogatorio y no
haber confesado era considerado un honor. Aquel que, por mucho que lo
exprimieran, había rehusado tercamente cantar, pasaba a ser considerado un
yakuza hecho y derecho, también para la policía. Hasta dónde lo habían
apretado pasaba a ser tema de conversación entre los detectives, y se corría
al momento la voz entre los yakuzas de la familia. Y también los demás
hablaban del asunto. Si uno resistía hasta el final, se ganaba una buena
reputación. Por el contrario, si uno no podía resistir el dolor y confesaba,
también se sabía de inmediato. «Ya ves, ese tío, que normalmente se hace el
chulo, no vale una mierda», decían, le colgaban a uno la etiqueta y lo
ignoraban. Aunque se quedara toda la vida en el mundo de la yakuza, nunca
dejaría de ser un subalterno.
Yo sabía todo aquello. Tenía que estar callado hasta el final y hacer que
abandonaran pensando «Es imposible hacer que este tío diga la verdad».
Finalmente, obtuve la victoria. En el atestado escribieron que yo había
organizado la timba.
Llegó el juicio, el juez leyó el atestado y me preguntó si no había
ningún error. Le dije que no, y me sentenció a tres meses de cárcel. Y así,
orgulloso, entré en la prisión de Sugamo.
La función de las cárceles de ahora y las de antes es muy distinta. ¿Que
en qué varían? Pues en que ahora la cárcel es una institución correccional,
mientras que entonces era solo un lugar de castigo. Habías hecho algo malo
y, como reparación, tenías que sufrir. Eso era lo que pensaba la gente.
Por eso, entre los carceleros de la época no había ninguno que tuviera
compasión. Su actitud hacia nosotros era la de pensar «Vuestra vida está en
nuestras manos». Cuando entrabas en la cárcel, te hacían poner un quimono
rojo. Los portales de los santuarios sintoístas están pintados de color rojo,
¿verdad? Pues eran justo de ese color. Aunque apenas se distinguía, porque
casi todos estaban desteñidos de tanto lavarlos. Además, estaban
parcheados, y la tela había quedado desgastada. Parecían mosquiteras.
Puestos al trasluz, se podía ver a través.
Cuando yo entré, hacía frío. Me dieron calcetines y ropa interior de
algodón. Aparte de eso, una colchoneta para dormir y un edredón. También
una bandeja para poner el cuenco del arroz, el de la sopa de miso y un
platito de aluminio.
Me pusieron en una celda grande donde había doce hombres. Todavía se
mantenía el sistema de jefe de celda. Yo me arrodillé en la puerta y dije:
—Encantado de conocerlos.
Desde el fondo de la celda, uno de los reos veteranos me respondió:
—Pareces joven, pero piensa que aquí también se puede vivir bien.
Pórtate como es debido con todos.
Esa fue mi entrada en la cárcel. No sé por qué, quizá mi actitud tuvo
algo de insolente. El caso es que, el mismo día de mi ingreso, la armé, y me
acusaron de desobediencia a la autoridad. Me lo hicieron pasar muy mal.
Yo estaba sentado en un rincón de la celda cuando el hombre que estaba
a mi lado con la espalda curvada se puso a hablar con sorna. Tenía la cara
gris, como tiznada, y aspecto de tener poco más de treinta años, aunque
tenía el cabello medio canoso. Los dientes los tenía amarillos y le olían a
huevos podridos. No sé por qué, pero ese hombre me irritaba. De repente se
puso agresivo.
—¿Cómo coño te llamas? ¡Que cómo te llamas! —me dijo de forma
muy áspera.
Estaba claro que buscaba pelea. Me puse de mala leche. Antes de entrar,
el hermano mayor Shunkichi me había dicho que ahí no había que hacer
preguntas a los demás sobre su vida.
—¿Está claro? Nosotros somos distintos de los otros reclusos. Cuando
nos meten en la trena, nuestro prestigio aumenta. En cambio, las otras
personas son simples presos. Eso significa que han hecho esto o aquello
mal, que la policía los ha exprimido suficientemente, que en el juicio los
han hostigado y que, al final, los han metido en la cárcel siguiendo el
proceso previsto. Como mínimo ahí dentro quieren que los dejen tranquilos,
olvidar por completo lo malo que les ha sucedido fuera y relajarse. Ahí no
se les pregunta nada de lo que han hecho fuera. Si lo explican ellos, no hay
ningún problema, pero lo cortés es no preguntarles nada.
Shunkichi había estado en Sugamo dos años antes. Escuché lo que me
decía con atención, y me hice una idea de lo que era la cárcel. Pero aquel tío
que estaba a mi lado era muy pesado. Al principio me aguanté, pero me fue
irritando y le solté un grito.
—Oye, hermano, ¿podrías bajar la voz?
—¿Que haga qué?
—Que dejes de cloquear como una gallina.
Bueno, si te dicen eso, es normal que te cabrees. Al tío le cambió la cara
y se levantó.
—¡Serás cabrón! ¿Sabes lo que te pasa aquí cuando hablas de ese
modo?
Me agarró por las solapas del quimono y gritó:
—¡Levántate!
Yo respondí cogiéndolo del brazo derecho, se lo retorcí y lo empujé. El
tío soltó un chillido. Apareció un carcelero y, en un instante, me puso las
esposas. Al otro ni lo esposaron ni le dijeron nada. Ahí estaba, con cara de
estar a punto de llamarme cabrón.
—¿Qué es esto?
—¡Silencio! ¿Por qué no te callas?
No había nada más difícil de aceptar que aquello. No entendía por qué
el carcelero se ponía del lado de aquel tío. ¡Era absurdo! Me tumbé de
espaldas en el pasillo. El carcelero intentaba tirar de mí a rastras.
—¡Levántate, so cabrón! ¡Que estás hecho un cabrón!
Llamó a un compañero y me golpeó en la cara. Medio a rastras, me
llevaron hasta el segundo piso.
Los penales están construidos para que todo el mundo lo vea todo. Me
llevaron al segundo piso y los internos que había alrededor me observaban
cogidos de los barrotes como si fueran monos. Me liberaron una mano de
las esposas y me la asieron a una barra de hierro que había en el suelo. El
jefe dijo «El culo al aire», y una especie de asistente de carcelero me subió
el quimono hasta la espalda. A continuación, el jefe dijo «Atadle las
piernas», y el asistente me ató los dos tobillos a la barra de hierro con una
cuerda de cáñamo. Estaba a cuatro patas e inmóvil.
—Esa cara que pones ahora te va a cambiar. Aquí hacía tiempo que
estábamos tranquilos, has llegado tú y se ha montado este alboroto. Te
vamos a enderezar los cojones.
Los castigos de las prisiones eran algo increíble, difícil de imaginar hoy
en día. Si la tortura de la policía era como una especie de sumo para
aficionados, la de la cárcel era el campeonato nacional. Esa era la
diferencia. Los policías interrogaban a sospechosos, mientras que los
carceleros trataban con condenados. No se cortaban. Era como si pensaran
que su rol fuera producir dolor, y no tenían piedad.
Estaba intentando imaginar con qué me pegarían cuando vi una
manguera. Me golpearon con un trozo de unos dos metros que habían
cortado. Era un instrumento muy eficaz, funcionaba mejor que una barra
dura. El latigazo sobre la carne del culo se introducía en esta y la arrancaba.
Me han infligido dolor en muchas ocasiones, pero puedo contar las veces
que me ha dolido tanto. En las películas salen imágenes de esclavos a los
que pegan con el látigo, ¿verdad? Pues eso no lo entiende nadie más que
quien lo ha sufrido. Solo de oír el ruido ya tiemblas, y se te eriza todo el
pelo.
El latigazo te arranca el tuétano y se te retuercen los nervios de la
cabeza. Por un instante, dejas de ver alrededor. A los funcionarios se les
daba muy bien golpear los puntos vitales. Sabían muy bien cuáles eran los
lugares en que los golpes más dolían. Me pegaban en la espalda, la punta de
la goma se enrollaba en mi barriga y me cortaba la piel como si fuera la
hoja de una maquinilla de afeitar. Y se formaba una rayita de sangre. Pero
yo sabía que, para un hombre, gritar era una deshonra. Aguanté con todas
mis fuerzas. Conté hasta quince veces, ya no recuerdo más.
Concentré mis fuerzas en resistir sin lamentarme, no percibía nada más.
Cuando el tubo se acercaba cortando el aire, me temblaban todos los poros
del cuerpo. Al impactar el latigazo, me parecía que los huesos se me
estaban haciendo añicos. A pesar de eso, me agarraba a las barras con todas
mis fuerzas. Y llegaba de nuevo, volando con un silbido. Comparado con el
horror de ese sonido, la explosión de una bomba en la guerra es una
menudencia. Seguro que muchos murieron por aquello.
Supongo que pude aguantar porque era joven. Aunque, cuando me
soltaron, no podía ni respirar. Si me echaba, me dolía. Incluso por la noche,
permanecía sentado. Si me apoyaba en la pared, me parecía que los huesos
me rechinaban. Pasé unos tres días sentado, hasta que fui mejorando y pude
dormir tumbado.
Con todo, pasar por aquello también me sirvió de algo. Y es que la
forma en la que me miraban los otros internos después de la tortura había
cambiado completamente. El hecho de que no me quejara a pesar del dolor
que me habían infligido hizo que me miraran con consideración. Incluso el
tío que había provocado todo aquello me dijo «Lo siento», y pasó a
llamarme «hermano mayor».
KUMAZO
Tengo muchas anécdotas de la cárcel, pero hoy le voy a hablar de Kumazo,
un preso que estaba en Sugamo.
Los condenados a muerte llevaban en la espalda un número cuya última
cifra era un cero: 10, 20, 30, etcétera. Kumazo llevaba el 10. No sé por qué,
pero me cogió cariño. Por cualquier cosa me decía «Eiji, ¿por qué no vienes
aquí?», y se ponía a charlar.
Al principio me pareció un tanto desagradable, pero enseguida nos
entendimos y nos hicimos muy amigos. Yo no tenía nada que esconder, así
que le contaba cosas del juego. De vez en cuando, inesperadamente, decía:
«Pon la espalda aquí, te voy a dar un masaje». Si yo me mostraba
comedido, él insistía: «Venga, venga, siéntate ahí». Me cogía de los
hombros a la fuerza y me daba un masaje. Lo hacía muy bien.
La gente normal se cansa si da un masaje a alguien durante diez
minutos, pero él podía estar tranquilamente una hora. Y es que ese era su
oficio. Aunque Kumazo no era exactamente masajista. Me parecía extraño,
hasta que entendí el porqué. Era mozo en unos baños públicos. Mientras me
masajeaba los hombros, me contó cómo cometió el crimen por el que lo
condenaron a muerte. Fue un caso famoso, seguramente consta en alguna
parte, pero creo que la única persona que lo escuchó de su boca fui yo.
Trabajaba en unos baños de Tokio. Antes, en esos establecimientos
había sin falta un hombre que se encargaba de frotar la espalda y dar
masajes a los clientes. Por supuesto, también a las mujeres. Ahora eso es
impensable, pero en esa época lo impensable eran unos baños en los que no
hubiera mozo. Cierto día, Kumazo dejó los baños donde trabajaba y se fue a
otros que había cerca.
—Es que me gustaban las carreras de caballos, y en los baños de antes
me había endeudado. Para devolver lo que debía, me fui a otros, como
quien vende su cuerpo. Aunque la verdad es que todo eso era una pantalla.
El verdadero motivo era otro. Imagino que tú me comprenderás, porque
también has sufrido lo tuyo. Lo cierto es que lo hacía por una mujer.
»Me enamoré locamente de la hija soltera de una tienda de comida seca
de la zona. Era una mujer maravillosa que se llamaba Ume. Tenía unos
veinticinco o veintiséis años, era menuda y tenía la piel blanca. Yo llevaba
tiempo trabajando de mozo, pero nunca había visto a otra mujer con la piel
tan bonita.
»A Ume le encantaban los baños, venía una vez cada dos días. En
verano, todos los días. Para mí era una gran alegría. Desde la mañana
fregaba el suelo, lavaba los barreños para el agua y me esforzaba tanto
como podía pensando que lo hacía para que ella entrara en un agua caliente
lo más limpia posible.
»Se metía dentro, se calentaba, salía a la ducha y ahí se lavaba el
cabello. Cuando terminaba, me llamaba y decía:
»—Oye, Kuma, ¿puedes frotarme la espalda?
»La belleza de su piel era increíble. El mundo es tan grande que seguro
que hay muchas mujeres bellas, pero la más preciosa no podía serlo tanto
como ella.
»Cuando terminaba de frotarle la espalda, me decía:
»—¿Me das un masaje en los hombros?
»Yo lo hacía temblando mientras ella cerraba los ojos y mecía el cuello
con placer. Cuando yo terminaba, se levantaba, se giraba hacia mí y me
decía:
»—¿Me echas agua caliente en la espalda?
»Y yo, con un barreño, cogía agua de la bañera y se la echaba
abundantemente sobre el cuello y la espalda.
»Es de sentido común que cualquier ser humano, por el mero hecho de
estar vivo, sufre en muchas situaciones. Yo no es que sea una persona que
aguanta mucho; aunque tampoco soy un pusilánime. Sin embargo, si me
preguntan qué es el sufrimiento, diría que es tener delante a una mujer que
te gusta bañándose desnuda y no poder hacer nada; es como tener un manjar
ante los ojos y no poder comerlo. No hay nada más cruel que eso.
»Tu lo pasarías muy mal cuando los carceleros te pegaron, pero lo mío
es como si me hubieran sometido a una tortura mucho más cruel. Al pasar
así los días, me fui sintiendo raro, como si me presionaran la cabeza con
fuerza hacia abajo. Se me fue haciendo difícil respirar, y cuando Ume venía
me daban ganas de vomitar.
»Aquello no podía seguir, pensé. Si continuaba, o me moría yo o la
mataba. Estaba claro. Porque soñé una y otra vez que la mataba. Tenía esa
pesadilla y me despertaba con el cuerpo bañado en sudor. Me impacienté.
"No puede ser —me dije—. Tengo que hacer algo, o el sueño se hará
realidad".
»Desesperado, pensé si no habría una solución para mí y para ella. Cada
día caminaba pensándolo. Por casualidad, pasé por delante del hipódromo.
Y, como quien no quiere la cosa, entré. Me quedé viendo correr a los
caballos, embobado. Seguramente puede considerarse ese el inicio de mi
círculo infernal. La mente se me quedó en blanco de inmediato.
»Los caballos, aunque estén a punto de morirse, siguen corriendo.
Cuando lo vi, pensé que esa era la solución. No sé por qué pensé eso, pero
en aquel momento lo comprendí claramente. Sí, con total claridad. Por
cierto, Eiji, ¿tú juegas a las carreras?
De repente, dejó de masajearme y se me quedó mirando. Sus ojos
estaban muy hinchados.
—No, nunca he jugado —le dije, y Kumazo retomó el masaje y la
historia.
—Pues es que los caballos son muy tontos. Es increíble cómo corren.
Los pican y, pase lo que pase, corren. Aunque se vayan a romper una pata.
Aunque les vaya a estallar el corazón. Cuando vi a los tontos esos, me puse
contento. No creo que tú entiendas cómo me puse de contento.
Kumazo suspiró mientras no dejaba de mover las manos.
—¡Menudo gilipollas! Qué mierda. De un tío como yo, qué quieres que
salga. En serio que da igual. Yo, Eiji, pensé que esos animales llamados
caballos habían nacido para mí. Empecé a sentir como si corrieran para mí.
Me giré y vi a Kumazo mirando hacia el techo mientras movía las
manos. Su mirada era dulce. Viéndolo, comprendí cuánto le habían llegado
a gustar los caballos a ese hombre.
—Si ganaba una gran cantidad con los caballos, podría dejar de hacer de
mozo, y también podría comprarme una gran casa. Y, si lo hacía, empezaría
a gustarle a aquella mujer. Eso pensaba yo mientras los miraba, e imaginé
que podía hacerse realidad enseguida. Ahora veo que era una tontería, no
hay nadie que se haya hecho rico apostando en las carreras. Pero entonces
creía que no había otra manera. Vacié mi bolso y compré boletos. Y lo
increíble es que gané mucho. Mis insignificantes cincuenta céntimos se
habían convertido al volver en la enorme suma de treinta yenes. No paraba
de palparme el escote como si estuviera soñando. Pero las cosas no salen
siempre bien. Empecé a perder y no paré hasta quedar desplumado.
»Los clientes me decían que les frotara la espalda, y así lo hacía; pero
estaba decepcionado y no tenía fuerzas. Los más íntimos me decían:
“Kuma, ¿qué te pasa, estás enfermo?”.
»Estaba irritado, tomaba dinero prestado de un amigo y me iba al
hipódromo. Pero no ganaba. Hasta que ya nadie me prestaba. No podía
hacer nada. Fui a suplicarle al propietario de los baños del barrio de al lado,
y quedamos en que me contrataba y me daba treinta yenes como anticipo. Y
con ese dinero acudí de nuevo al hipódromo.
»Pero no tenía suerte, otra vez terminé sin blanca. Uno de esos días, me
encontré por casualidad a Ume en la calle y me sentí tan desgraciado que
estuve a punto de ponerme a llorar.
»“¡Eh! ¿Qué haces, Kuma?”, me dijo. El sol del atardecer de otoño le
teñía de rojo desde la oreja hasta el pómulo. Era algo… Me dieron ganas de
agarrarla. “Has cambiado de baños, ¿verdad?”. “Bueno, sí…” “¿Por qué has
cambiado? Si no me enjuagas tú, no tengo la sensación de haber ido a
bañarme. Me parece que yo también cambiaré de baños”.
»Balanceaba un pequeño bolso que llevaba colgando en la mano
derecha. Del bolso salía algo de agua que brillaba gota a gota. Yo era tan
feliz que tenía ganas de llorar. Era la primera vez en su vida que a un
servidor lo hacían tan feliz. Si fuera por esa mujer, podría aguantar
cualquier pena. En cualquier caso, tenía que ganar dinero. Y conseguir estar
con ella. Eso es lo que pensé. Un cuerdo no lo creería posible, pero yo sí
estaba convencido.
»Trabajé con todas mis fuerzas hasta que llegó el día de cobro y fui a
ver al propietario.
»“Venía para cobrar la paga… le dije. Y el jefe me respondió: “¿Te has
olvidado, Kuma? Cobraste el sueldo por anticipado cuando empezaste a
trabajar aquí”. Era cierto. ¡Cómo podía ser tan tonto! ¡Tan tonto!
»Me quedé atolondrado. Tenía que ganar dinero a toda costa. Una gran
suma. Pensando en aquella mujer, me puse a deambular por las calles. Pasé
tres veces por delante de su casa. Cuando me di cuenta, estaba delante de
los baños donde había trabajado antes. Eran pasadas las doce de la noche.
Intenté entornar la puerta corredera y se abrió. Y es que las casas de baños
no se cierran nunca con llave. Entré y no había nadie. Saqué la cabeza por
la sala de baños, no había rastro de persona alguna. Subí las escaleras.
Arriba, bajo una bombilla de escasa potencia, dormían los niños y la mujer.
“¿Quién va, a estas horas?”, dijo ella medio levantándose del futón.
»“Soy Kuma”, saludé después de sentarme. “¿Pero qué quieres?
¡Menudo susto! ¿Te pasa algo?” “Pues la verdad es que quiero que me
prestes dinero” “¿Dinero? ¡Pero qué dices! ¿Sabes qué hora es?” “Pero es
que lo necesito” “Que no, que no. Para dejártelo a ti, no tengo ni un yen. Si
tanto lo quieres, trabaja seriamente, no te lo gastes en tonterías y ahorra”.
»La mujer me miró y volvió a tumbarse en el futón. Yo incliné la cabeza
y bajé las escaleras. Me quedé parado en el recibidor y, a la luz escasa de la
bombilla, vi un ladrillo en el suelo. Encima había una pastilla de jabón
completamente blanca. Cogí el jabón y me quedé mirándolo embobado. Me
froté con él la barriga, olía muy bien, era el mismo jabón. Me atolondré,
aquello era un tormento. Me agaché y se me hacía difícil respirar. Cerré los
ojos. Al cabo de un rato los abrí.
»Oye, Eiji, ¿tú qué crees que pensé en ese momento?
Kumazo estaba apoyado en la pared de al lado con la frente inclinada
hacia abajo y solo los ojos dirigidos hacia mí.
—Pues…
—No lo sabes, claro. Pues solté un suspiro. Un suspiro, sí. ¿Entiendes?
Es que, Eiji, el recibidor estaba desierto, no había nadie. Estaba
completamente vacío. ¿Has visto algún sitio así, Eiji? ¿Lo entiendes? ¡Te
estoy hablando! Yo estaba en la luna. El recibidor estaba muy oscuro. Y me
quedé mucho rato de ese modo. Poco a poco, fui recobrando la conciencia.
Podía ver claramente.
»Mientras me frotaba con el jabón en la barriga, repetí una y otra vez el
nombre de Ume. Si hubieras estado en mi lugar, tú también lo habrías
hecho, supongo. Cogí con fuerza el jabón, me lo guardé en el escote y me
dirigí hacia la salida. De golpe, sobre mi cabeza, un reloj marcó la una.
Sonó sordo, como si el resorte estuviera oxidado. Al oír ese sonido, me
sentí desfallecer. El cuerpo se me puso a temblar con fuerza y se me detuvo
la respiración. El sufrimiento no me dejaba mantener en pie.
»Cerré los ojos y me quedé un rato quieto. Al abrirlos, todo había
cambiado. Dentro de ese sucio recibidor, lo que veían ahora mis ojos eran
los barreños apilados. Veía de forma diáfana cada una de las manchas que…
El corazón se me puso a temblar ruidosamente. Sentí con claridad cómo me
fluía la sangre.
»“Ya estará durmiendo”, pensé. Por casualidad, mis ojos captaron el
ladrillo. Lo cogí y lo sopesé. Lo envolví con mi toalla y subí con sigilo por
las escaleras. Llegué arriba y vi a la mujer durmiendo bajo la tenue luz.
Aparte de su cara dormida, no se veía nada más. Me acerqué con cuidado.
Cuando estaba justo sobre su cabeza, saltó de repente gritando algo. Me
sentí como si me hubiera pegado con fuerza en la cabeza. Con todas mis
fuerzas, golpeé la suya con el ladrillo envuelto en la toalla.
»Me di cuenta de que los niños me miraban con la cara lívida. Logré
mantenerme en pie por poco. Algo parecido a un relámpago me salió del
cuerpo. Había matado a su madre. Al pensarlo, el cuerpo se me puso a
temblar sin control, como si fuera una llama. “Es el fin, es el fin”, pensé.
»Esos niños habían crecido jugando conmigo cada día, los había llevado
a cuestas… Y yo había matado a su madre. Era el final de todo.
Tambaleándome, anduve hasta ellos sin ser consciente de nada. Cuando me
di cuenta, vi que también los había matado. Los había matado a todos.
»Estuve un buen rato sentado sobre el tatami. Cuando recobré la
cordura, abrí el armario y escudriñé los cajones. En un billetero de piel
había una gran cantidad de billetes y monedas. Me lo puse en el escote y
bajé las escaleras. Logré quedarme de pie en el recibidor, pero sin saber
adonde debía ir. Dando vueltas en la oscuridad, me encontré afuera sin
saber cómo. Era una mañana fría. El cielo que clareaba pesaba como una
losa sobre mi cabeza. Caminaba tambaleándome por la calle cuando, de
pronto, oí una voz que venía de arriba. “¡Eh, Kuma! ¿Dónde vas tan
temprano?” Levanté sorprendido la mirada, y vi que una cara oscura me
miraba desde la ventanilla del retrete de la casa. Era la madre de un maestro
de escuela que venía siempre a los baños. Me sorprendió, pero en un
momento me sentí resuelto y dije: “Pues es que hoy voy a las carreras”.
“¡Cómo te gusta!”, dijo la mujer con cara de sueño antes de desaparecer.
»Me fui directamente a la estación y me marché de Tokio en tren.
»Oye, Eiji. Tú creerás ahora que soy un cobarde de mierda, ¿verdad?
No hace falta que lo escondas. Yo mismo sé perfectamente que soy
inhumano. Pero a mí no me daba miedo la policía. Tampoco temía la pena
de muerte. Lo que pasaba era que algo tiraba de mi cuerpo. Por eso huí.
—¿Y adonde fuiste?
—A China. Fui en tren hasta Shimonoseki, y allí monté en el
transbordador a Pusan. China es muy grande. Vayas adonde vayas, no hay
límite. Me bajé en una pequeña estación pasado Dalian, y desde allí me
puse a caminar en dirección al oeste. Anduve tres días sin sentido, y por la
tarde del cuarto entré en una pequeña aldea de cinco o seis casas. Me quedé
una noche, por la mañana me despedí y me puse a andar hacia el oeste.
Creo que caminé hasta cerca del mediodía. Oí el ruido de los cascos de
caballos, me giré y vi a cinco o seis hombres cabalgando. Levantando
polvo, se acercaron a mí. «Ah, serán bandoleros», pensé. Pero, a medida
que se fueron acercando, vi que eran policías chinos. La gente de la aldea
habría sospechado de mí y habría avisado. Me detuvieron y me llevaron a
Tokio.
La mañana de las ejecuciones había algo distinto en el aire. Además, el
traslado al juzgado de los reos que estaban siendo sometidos a juicio se
retrasaba treinta minutos o una hora. Eso permitía saberlo. Por otra parte,
los carceleros también estaban distintos. Los presos mirábamos por la
ventanilla al pasillo y observábamos de qué celda era el que se iban a llevar.
A Kumazo lo ejecutaron poco antes de que yo saliera de la cárcel. A unos
días de la ejecución, ya parecía sentirlo, y por la mañana y por la noche
recitaba el nembutsu. Creo que fue dos días antes de su ejecución. Me
enseñó una carta escrita solo en katakana.[45]
—No había tenido ocasión de decírtelo, pero tengo un hijo. Es un niño.
Sí, eso, yo tenía mujer e hijo. Mi mujer no vino al juicio, pero a la confitera
del barrio le daría lástima el niño. Le hizo escribir la carta, le puso la
dirección y me la mandó. No sabía cómo responder, pero pensaba que algo
tenía que hacer. Y le escribí. «Papá volverá para cuando las paulonias se
deshojen, espérame». Quería escribir algo de más enjundia, pero no se me
ocurría nada. No pude hacer más.
Eso es lo que dijo Kumazo cuando me mostró la carta del niño. Una
carta completamente arrugada y escrita en katakana. Por mucho que uno lo
intentara, no se entendía nada de lo que decía.
Segunda Parte
Desde finales de enero hasta mediados de febrero
casi no pudo salir del futón. Siempre tenía algo de tos
y décimas de fiebre. Me temí que, si seguía de aquel
modo, podía coger una pulmonía. «¿Qué tal si lo
ingresamos por un corto período, solo mientras la
fiebre continúe?», le aconsejé. Pero él insistió en
rechazar esa posibilidad: «Ni hablar. Si es algo
curable, ya se curará». La mujer que lo cuidaba
también intervino: «Este hombre, cuando dice algo, ya
no escucha; aunque sea una molestia, venga a
visitarlo cuando pueda». Y empecé a acudir llevando,
además de mi magnetófono, mi maletín con el
instrumental médico.
A la mujer la conocí cuando él cayó en cama. Se
llamaba Hatsuyo, y era su esposa número no sé
cuantos. A primera vista se veía que su apariencia era
la de una persona que había trabajado en la noche. Yo
había estado yendo durante meses a la casa, pasando
muchas horas allí. Pero, durante ese tiempo, ella no
se había dejado ver. Eso me llevó a pensar que debía
de ser una mujer de carácter difícil. Sin embargo,
cuando me encontré directamente con ella, me di
cuenta de que era bastante franca.
«Doctor, usted también parece un hombre con
tiempo, pero eso de venir cada día a esta choza pronto
le va a acarrear reputación de excéntrico», me dijo un
día mientras me traía unos dulces.
Y así es como yo me senté al lado de su lecho a
escuchar sus historias. Poco a poco, él se fue
recuperando y, a mediados de febrero, ya podía
sentarse ante el kotatsu.
CABEZA DE SALMÓN
Yo había cumplido mis tres meses de condena; era la noche anterior a mi
salida. El alcaide me llamó y me dio un sermón;
—Ya sé que en vuestro mundo las cosas funcionan de un modo especial,
pero si vuelves a cometer un crimen será distinto a la primera vez. No
puedes cometer ningún error. Mañana levántate a las cuatro y prepárate para
la salida.
Yo me sorprendí:
—Lo mire como lo mire, ¿no le parece que las cuatro es demasiado
pronto?
—No. Cuando hablé con tu padrino, me dijo que vendría una multitud a
recibirte. Y eso de que se junten muchos yakuzas delante de la cárcel puede
causar molestias a la gente normal. Cuanto más temprano, mejor.
Yo no era más que un mozuelo de menos de veinte años, no iban a
dispensarme una recepción tan exagerada. Pensé que no había ninguna
necesidad de salir a una hora tan temprana como las cuatro.
Al día siguiente por la mañana, cargando un solo hatillo y bajo la
mirada de los carceleros, salí por la puerta y vi que me estaba esperando un
número sorprendente de personas. Habría unas setenta u ochenta. Incluso el
padrino fue a recibirme.
Como eran las cuatro de principios de primavera, todavía estaba a
oscuras. Hacía tanto frío como para temblar. En una orilla de la calle habían
encendido fuegos. Habían partido por la mitad sacos de carbón, les habían
prendido fuego y los tenían ardiendo al rojo vivo. Las hogueras se
extendían a lo largo del muro de la prisión. Supuse que habían estado
esperando hasta mi salida calentándose frente a ellas. No entendía que
hubieran preparado aquel recibimiento para un subalterno como yo.
Haciendo reverencias, me fui hacia el padrino. Todos me iban diciendo
«Buen trabajo, buen trabajo». Yamamoto llevaba un elegante quimono
negro de seda, y encima una capa y un cuello de pelo mullido. Me acerqué
y me dijo:
—Eiji, lo has hecho muy bien. Buen trabajo. No has adelgazado y tienes
buena cara. Estoy tranquilo.
Al oír su voz, se me saltaron las lágrimas. El hermano Muramatsu me
dijo:
—Bueno, parece que con esto te has convertido por fin en un hombre
hecho y derecho —y se rio.
El hermano Shiro me dijo «Eiji, ponte esto», me dio un hatillo y me fui
hasta al lado de una hoguera. Me enrollé una pieza de algodón de dos
metros a modo de taparrabos, y me puse un quimono que había sido suyo.
Lo primero que hice fue regresar a la casa del padrino en Asakusa. Allí
le mostré de nuevo mis respetos, y él me dijo una vez más:
—Has cumplido con tu deber, buen trabajo.
También estaba el padrino Momose, que añadió con cara de buen
humor:
—Como responsable de recomendarte a la Dewaya, también yo estaba
algo preocupado. Pero ahora estoy contento.
Por su parte, el hermano mayor Muramatsu me dijo:
—Buen trabajo, Eiji. Toma, esta es la cantidad acumulada mientras tú
cumplías con tu deber —y me dio más de doscientos yenes.
¿Que qué significaba aquello? Pues lo que pasa es que, en el mundo de
los yakuzas, estar en la cárcel es parte del trabajo. El salario del período en
que uno está dentro se va acumulando, y te lo dan cuando sales.
Y un día se hace la celebración de la salida. Yo era realmente un
subalterno del nivel más bajo, estaba claro que no me iban a llevar a un
local de lujo. Pero sí me dieron una fiesta de salida en el segundo piso de un
restaurante de sushi, justo al lado del templo Sosen-ji.[46]
Como era el homenajeado, me sentaron a la cabeza de la mesa, cerca del
padrino. Los otros dirigentes se alineaban a derecha e izquierda, y mis
admirados hermanos estaban sentados más abajo, lo que me hizo sentir
incómodo. La mesa estaba repleta de comidas deliciosas, entre ellas un
maravilloso besugo en una bandeja bellísima.
Me puse delante del padrino y me incliné hasta casi tocar el tatami con
la cabeza.
—Aquí estoy, de nuevo a su servicio, padrino.
—Buen trabajo, buen trabajo, estoy orgulloso de ti.
Fui a saludar uno por uno a los hermanos, y todos repitieron: «Buen
trabajo». Nos pusimos a beber; al cabo de un rato, el padrino me llamó y me
dijo:
—Lo que has pasado ha sido muy duro. Ahora, durante algún tiempo,
no te esfuerces mucho, diviértete. La salud es lo primero. Si quieres, vete a
un balneario y recupérate.
Se sacó un gran sobre de papel del escote, me lo dio y añadió:
—Esto es un regalo de felicitación de parte de todos. Y esto una lista
con los nombres de los que han contribuido. Guárdalo con cuidado.
Lo que me dio era una libretita. Allí estaban los nombres de los
padrinos y hermanos de otros grupos que tenían lazos de obligación mutua
con la Dewaya.
—¿Entendido? A partir de ahora, durante toda la vida, tendrás que
contar con esta gente en muchas ocasiones. No puedes faltar a tus
obligaciones y dejarme a mí en mal lugar —remachó en tono de
advertencia.
En nuestro mundo, el sentido de la obligación es de una importancia
difícil de comprender para la gente normal. Acepté la lista y ya no me
separé de ella jamás. En cuanto al dinero que me dio el padrino, antes de ir
al balneario ya me lo había gastado a gusto, jugando a los dados y con
mujeres en Yoshiwara.
Tengo un sinfín de anécdotas sobre Yoshiwara. Le voy a contar algo que
sucedió después de salir de la cárcel. Antes había muchas supersticiones.
Por ejemplo, se creía que si se comían cosas grasientas se contraían
enfermedades venéreas. Por eso a las mujeres apenas se les dejaba comer
carne. Pescado sí comían, pero se decía que el que tenía mucha grasa
tampoco era bueno. Los dueños de los prostíbulos llevaban una vida lujosa,
como si fueran señores feudales, pero a las mujeres que trabajaban para
ellos arriesgando sus vidas no les daban de comer nada delicioso. Como
ellas no querían coger enfermedades, tampoco les apetecía comer carne. Si
lo piensa ahora, es una estupidez monumental, pero entonces las cosas eran
de aquel modo.
En Yoshiwara había un gran hospital, el Hospital de Yoshiwara, donde
las mujeres pasaban visita una vez cada diez días. Cuando llegaba ese día,
pedían ante el kamidana[47] que la prueba pasara sin problemas. Todas
tenían ya deudas, y ponerse enfermas suponía tener que gastar en
medicinas. Si caían, no podían llegar a pagar ni en toda su vida. Rezaban
para no enfermar. Pero, aunque no les gustara, ahí las enfermedades se
contagiaban, y su esperanza de vida era realmente corta. No sé de donde
salían supersticiones como esa de que si comías cosas grasientas cogías
enfermedades venéreas (o de que los enfermos que las habían contraído
tenían más dificultades para curarse), pero no eran cosas solo de la gente
normal, los médicos también las creían. Sin embargo, a las jóvenes les
apetecía comer cosas que tuvieran algo de grasa. Porque, con la fatiga, el
cuerpo lo pide, ¿verdad? Pues bien, una mujer llamada Momiji, con la que
yo había intimado, me dijo un día:
—Oye, Eiji, ¿no me puedes traer, a escondidas, una cabeza de salmón?
Ella tenía, igual que yo, diecinueve años, pero últimamente se fatigaba
mucho.
—Comiendo cada día solo alubias y nabo encurtido, mi cuerpo apenas
aguanta. La piel se me queda como si fuera una gallina. Ya sé que no puedo
pedirte atún, pero ¿no podrías pensar la manera de traerme una cabeza de
salmón?
—¿Lo dices en serio? Te puedes poner enferma.
—No me importa. Antes que morir desnutrida, prefiero morir por comer
lo que me gusta.
Como me lo había pedido de ese modo, yo tenía que hacer algo. Es
humano que, incluso con las mujeres que están contigo por dinero, si
compartes a menudo las sábanas acabes por cogerles cariño. De modo que
se lo prometí:
—De acuerdo. Mañana te la traigo.
Y a la mañana siguiente acudí a la pescadería que venía a vender a la
Dewaya.
—Oye, ¿no podrías darme una cabeza de salmón?
—¿Y qué vas a hacer con una cabeza?
—Pues es que voy a alimentar a una mujer.
—¡Vaya! Pues mejor que salmón, besugo o lenguado, ¿no?
—Si es así, dame un besugo entero y una cabeza de salmón.
—Entendido, esto va de mi parte —dijo, y me regaló la cabeza.
Volví a prisa, me cambié de quimono y pensé: «Ahora mismo me iré a
Yoshiwara». Pero caí en la cuenta de que no podía llevar aquello tal cual,
porque en las habitaciones de las mujeres no había cocina, y no se lo iba a
comer crudo como si fuera una gata. No sabía qué hacer. Le pedí al
hermano Kamezo que encendiera fuego para la parrilla y puse el besugo y
la cabeza de salmón a asar. Apareció el hermano Okada, que llevaba un
garito junto al río Otonashi, en Uguisudani, y a veces se pasaba por la casa.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
Aunque lo escondiera, lo descubriría enseguida, así que le expliqué lo
de la mujer. El me dijo:
—Si lo llevas así, te van a pillar.
—¿Me pillarán?
—Para esos tíos, las mujeres son una mercancía, odian que se la
estropeen. Tienes que pensar algo.
Kamezo me dio una idea:
—Pon el besugo y la cabeza de salmón en una cazuela, y cúbrelo con
alubias cocidas. Si te preguntan qué hay dentro, dices que son alubias.
Estaba claro que aquel era un buen plan. Lo hice de ese modo. Puse la
cazuela en un hatillo, se la hice llevar a Kamezo y me fui para Yoshiwara.
En la puerta del local, Gyutaro, uno de los hombres que se dedicaban a
atraer clientes, miró el hatillo y preguntó con cara de sospecha:
—¿Qué es eso?
Era normal que le pareciera extraño que un hombre que iba para estar
con una mujer llevara una cazuela.
—¿Desde cuándo te has hecho policía? —le pregunté yo refunfuñando,
mientras le ponía algo de dinero en la mano.
—Kamezo, muéstraselo —añadí.
Kamezo, en tono de guasa, dijo:
—De vez en cuando, no está mal pasar la noche charlando y comiendo
alubias con una mujer. Pruébalas —cogió una alubia con los dedos y la dejó
caer en la palma de la mano de Gyutaro,
—Ya veo. ¡Qué buenas! —respondió Gyutaro sonriendo
maliciosamente—. Pasa rápido.
Subimos las escaleras satisfechos. Cuando nos vio, la mujer se puso
contenta.
—¡Me la has traído de verdad!
—Venga, abre la boca.
Abrió la boca y cerró los ojos. Yo le puse una alubia dentro.
—¿Qué tal?
—¡Está buenísima! Cuando haya pagado mis deudas, a ver si me puedo
ir contigo.
Así es como me divertía cada día. Pero, como dicen, todo lo bueno se
acaba. Un día llegó, de forma inesperada, una carta que me dejó totalmente
pasmado. Era de casa de mis padres, en Utsunomiya.
La abrí y me sorprendí. Había llegado el aviso para pasar el
reconocimiento del servicio militar, y me decían que regresara
inmediatamente. Yo hacía tiempo que pensaba que me habían expulsado de
la familia. Me desconcertó recibir de pronto aquella noticia, pero no podía
ignorarla. Fui a pedirle consejo al padrino, él me miró fijamente y me dijo
con ligereza:
—Ah, claro. Como tienes esa cara de hombre hecho, yo ya creía que
tenías veinticinco o veintiséis años, pero todavía no has pasado el
reconocimiento.
—¿Qué hago? —le pregunté.
—¿Que qué haces? No tienes otra opción. Vuelve enseguida y
tranquiliza a tus padres —dijo—. Los tienes todavía vivos. Y lo mejor sería
que siguieras el negocio familiar. No tienes por qué ser un jugador
profesional. Vuelve rápido y cumple con tus obligaciones familiares.
El padrino me organizó una fiesta, me despedí de mis hermanos y me
fui a Utsunomiya. Mi abuelo y mi abuela habían muerto hacía tiempo. Mi
madre, al verme, se echó a llorar.
El reconocimiento, que se hizo en el ayuntamiento de Utsunomiya, lo
pasaron muchos hombres. Pero, sorprendentemente, en el partido judicial
solo obtuvieron la máxima calificación tres personas, yo una de ellas. Es
algo que sería impensable al acercarse la Guerra del Pacífico. Y es que yo
pasé el examen en 1926, cuando el sentimiento antibélico estaba muy
extendido.
La Primera Guerra Mundial había empezado en 1914 y había durado
cuatro años. La gente estaba harta de la guerra. Se celebraron diversas
conferencias de desarme, la tendencia era a disminuir en gran cantidad las
flotas, el armamento y el número de militares. Por eso pocos quintos
obtenían la máxima calificación.
Mis padres se sentían bastante orgullosos de que su hijo fuera uno de los
tres únicos hombres de Utsunomiya que la había obtenido. Los vecinos
mandaron cajas de arroz con alubias rojas para felicitarme.[48] Pero no todo
era bueno. Cuando no había pasado ni medio mes desde mi calificación,
recibí la orden de alistamiento. Tenía que ir el día tal de diciembre para
sumarme al regimiento de infantería número 75, que patrullaba en el
extremo norte de Corea. No era nada agradable.
Todavía no existía Manchukuo.[49] El extremo de Corea era, junto con
Sajalín, el punto más alejado dentro del territorio japonés. Corea había sido
anexionada a Japón afínales de la era Meiji (1868-1912), y se había
convertido en territorio japonés. Supuse que querían que protegiéramos
aquel sitio.
Cuando se acercó el día de la partida, la Asociación de Veteranos de
Utsunomiya, organizada alrededor de los oficiales retirados de la localidad,
me mandó una nota: «En tal fecha se celebrará una fiesta de despedida.
Acuda, por favor». El día en cuestión, vinieron a buscarme, junto a una
multitud, unos ancianos con bigotes, vestidos de militares y con muchas
condecoraciones colgadas en la pechera. Fue algo exagerado. Me dijeron
que íbamos con aquella muchedumbre a rezar al santuario. Una gran
cantidad de vecinos salió a las calles llevando banderas y pendones. La
animación era propia de una gran fiesta. Y nosotros, igual que si fuéramos
héroes, fuimos a rezar al santuario que había en el centro de la población.
UN EJÉRCITO EN QUIMONO
El día en que partimos nos dieron una calurosa despedida; el andén de la
estación estaba lleno de gente. Nosotros tres no llevábamos puesta ropa
militar, sino quimonos con haori;[50] como calzado, sandalias con suela de
madera. Nos fuimos sin equipaje. Ni maletas ni bolsas, solo algo de dinero
y una toallita en el escote del quimono. Nos habían dicho que en el ejército
nos suministrarían todo lo necesario, y salimos con lo puesto.
Llegamos a Osaka pasado el mediodía del día siguiente. Un día más
tarde, salíamos del puerto en un barco de carga de seis mil toneladas con
destino a Corea. Dentro había varios miles de reclutas. La comida a bordo
se limitaba a bolas de arroz con encurtidos. En la cubierta habían instalado
unas letrinas provisionales. Las que había dentro del barco no bastaban,
habían puesto una estructura de madera. Hacías tus necesidades ahí, y las
cosas caían al mar azul.
Llegamos a Corea, y en Wonsan bajó una parte del grupo. El barco no
podía acercarse a los escollos, por lo que el traslado a tierra se hizo en
transbordadores. Nosotros no bajamos ahí, fuimos hasta Unggi,[51] en lo
que hoy es Corea del Norte.
Era el puerto más cercano a la Unión Soviética. No lejos de allí estaba
Vladivostok, la base más importante de la flota del este de la Armada
Soviética. Unggi era un triste puerto pesquero de unos tres mil habitantes.
Apenas si se veía a alguna persona dispersa por aquí y por allí. Estábamos
en diciembre, el viento que soplaba del mar era tan frío que te hacía
estremecer. Creo que llegamos hasta allí unos mil hombres. Nos hicieron
formar a todos; el oficial, altivo como un muñeco, nos soltó una arenga:
—Estamos en un emplazamiento estratégico, el extremo norte de
nuestro Imperio de Japón. Vosotros, soldados honorables, habéis sido
llamados a filas, a partir de ahora os encargaréis de la defensa de la frontera.
Tenedlo todos presente y cumplid con vuestro deber —dijo haciendo bailar
su bigote.
Era la primera vez que los reclutas salíamos al extranjero. No es de
extrañar que estuviéramos algo desconcertados. Nos habían traído a un sitio
absurdo y estábamos llenos de inquietud. Además, hacía un frío glacial. «Si
nos dejan mucho rato aquí, nos vamos a congelar», se quejaba todo el
mundo. Por fin, terminó la arenga y nos dieron un abrigo a cada uno. Era de
piel con pelo, y holgado. Lo bastante grande para poder llevar mucha ropa
dentro sin que resultara incómodo. Con él entramos en calor y recuperamos
el humor como si hubiéramos resucitado. También nos dieron gorros para
protegernos del frío. Me parece que eran de piel de perro. Eran bastante
rígidos, y estaban hechos de tal forma que solo te asomaba la cara. Nos los
pusimos, nos miramos unos a otros y nos reímos igual que si fuéramos
niños. En eso llegó el tren y subimos siguiendo las órdenes.
Bueno, aunque diga tren, era más bien como un tranvía ligero que iba
haciendo pop-po, pop-po mientras sacaba humo de una alta chimenea y
circulaba jadeando lentamente entre montañas. Miraras adonde miraras,
solo veías montañas y más montañas. Montañas tristes de las que
sobresalían rocas. Montañas desnudas sin fin, solo con algún arbusto aquí y
allá. Y la hierba que ondeaba por todas partes. Montañas alternándose con
valles cada vez a más altura. Sin ningún camino. Tampoco había casas.
Circulamos por allí durante varias horas.
—¡Qué sitio más inhóspito! Aquí no viven ni los bandoleros —
decíamos en voz baja, cuando llegó el oficial de transporte.
—En un momento llegaremos a Komusan. Pero vosotros vais más lejos,
no os bajéis del tren —nos dijo.
Fuera estaba oscureciendo. Los alrededores eran desolados, daban
escalofríos. Los reclutas que bajaron en Komusan escucharon la arenga de
un oficial.
—A partir de ahora vais a marchar hacia vuestro regimiento. Os
repartirán fusiles y munición. Cada uno recogerá lo suyo y cargará con ello
—les dijo.
Cuando terminó la arenga, les repartieron los fusiles y la munición, los
hicieron formar y, a la voz de mando, salieron marchando del andén hacia la
oscuridad.
Aquellos reclutas no sabían disparar sus fusiles. Hasta hacía pocos días,
todos eran agricultores, dependientes o mozos de tiendas. Era la primera
vez en su vida que tocaban un arma. Con los holgados abrigos sobre sus
quimonos, las cartucheras enrolladas a la cintura y cargando los fusiles, se
pusieron en marcha. Formaban una larga fila que pronto dejó de verse.
El tren arrancó de nuevo. Al cabo de un rato, en medio de la completa
oscuridad, llegamos a Musan. Allí también bajaron unos cientos de
hombres. Igual que antes, les dieron fusiles y los hicieron marchar. Bueno,
quizá primero hubiera Musan y después Komusan. Y nos pusimos en
marcha una vez más. Pero era de noche y no se veía nada. Solo se oía el
chucu-chu-cu-chu del tren. Los asientos eran simples tablas de madera,
también los respaldos. No se podía dormir. En el centro del vagón, había
una estufa que quemaba al rojo. De las montañas del norte de Corea se
podía sacar todo el carbón que se quería, y lo quemaban sin ningún reparo.
Un soldado raso iba echándolo sin parar con una pala.
Yo estaba fatigado e intenté dormir, pero también me sentía excitado y
me dolía el culo. Me pasé toda la noche adormilado. Los otros reclutas
dormían con cara de niño. De golpe, la voz de un suboficial nos despertó.
Su tono era totalmente distinto. Era una voz que te resonaba en la barriga,
grave como la de un perro que durante la noche se hubiera convertido en
lobo.
—¡En pie! Vamos a llegar a nuestro destino. No podéis decepcionar a
vuestros superiores y veteranos, que os vendrán a recibir. Debéis mostrar
vuestro espíritu. Firmes, con la cabeza erguida y sin que parezca que tenéis
frío. ¿Entendido? —dijo en una voz forjada en largos años en el ejército que
resonó con fuerza en todo el vagón. Nos había despertado a todos al
instante.
Pasó la noche y llegamos a Hoeryong. Serían las ocho de la mañana. En
el andén de la estación se había acumulado una fina capa de nieve. Era una
estación pequeña y desolada, con un edificio de madera que se levantaba
solitario. Hasta allí habíamos llegado unos quinientos reclutas, todos con
cara de decepción, preguntándonos qué habíamos ido a hacer a ese lugar.
De pronto, sonó alta una voz: «¡A formar! ¡Espabilad!». Formamos en dos
filas y salimos. Delante de la estación habría unos sesenta soldados
formados; los habían enviado desde el regimiento para recibirnos.
Súbitamente, el oficial que estaba al frente, desenvainó su espada.
—¡Saludo a los nuevos soldados! —gritó y, al instante, los soldados
formados saludaron todos a una. Fue un movimiento tan exagerado que me
pareció estar viendo una obra de teatro. Me quedé admirado de que se
pudiera actuar con tanta vanidad. Los soldados no movían ni un pelo. Si
mirabas con atención, veías que todo el bigote del oficial se había
congelado y tenía carámbanos colgando. Solo sus ojos oscilaban vivaces.
Su cara era muy distinta de la de los militares que había visto en Japón.
Aquello me sorprendió. Me preguntaba si las facciones de los militares que
habían hecho instrucción en medio del frío se transformaban siempre en
aquella cara horrorosa. Si lo comparaba con el sumo, el vigor de los
soldados que tenía enfrente era de makuuchi y el de los que estaban en
Japón de makushita.[52] Tal era la diferencia.
Los soldados que nos habían ido a recibir eran una selección de cada
compañía. Ya habían decidido a qué cuerpo asignaban a cada recluta. Un
suboficial de cada compañía fue pasando lista, y los que eran llamados
salían al frente y formaban. Cuando estaban todos, el suboficial de esa
compañía le decía a su comandante: «Compañía número tal. Tantos reclutas
en total. Sin novedad». Una vez se comprobaba que estaban todos, el oficial
que los había ido a recibir asentía con la cabeza y decía: «Entendido».
El suboficial daba la voz de mando: «¡En marcha hacia el regimiento!».
Los soldados que nos habían ido a recibir iban al frente marcando el paso.
Y detrás nosotros, que no podíamos caminar con su estilo. La carretera
estaba helada y una fina capa de nieve se acumulaba encima. Como
llevábamos sandalias de madera, resbalábamos. Y alguno se caía por aquí y
por allí.
«¡Eh! ¿qué hacéis? ¡No os retraséis!», nos gritaban. Parecíamos
prisioneros capturados por los soldados. La carretera era extrañamente
amplia y el color blanco parecía extenderse sin fin. A ambos lados se
alineaban casas, pero en ninguna parte se veían siluetas humanas. El camino
hasta el cuartel del regimiento se nos hizo interminable.
Creo que llegamos el día 20 de diciembre del año 1926. Aquello estaba
literalmente en el extremo norte del territorio japonés. Lindaba al oeste con
la provincia de Jilin, Manchuria (actualmente, noreste de China), y al
noreste con Siberia, Unión Soviética. Entre Corea y Manchuria por un lado
y la Unión Soviética por el otro, corría el río Turnen. En invierno se
congelaba con un grosor tal que podían cruzarlo los carros. El regimiento
estaba a las afueras de la ciudad. Tenía un dique alrededor. Al otro lado,
todo eran campos de cultivo. Y donde estos terminaban empezaban unas
montañas onduladas. A su pie estaba el campo de entrenamiento, pero no se
podía usar hasta la primavera; durante el invierno se hacía la instrucción en
una plaza en el interior del cuartel.
Al llegar nos soltaron otra arenga. Luego nos dieron la ropa y el
armamento. También los uniformes, pero yo pesaba ochenta y cinco kilos y
medía más de metro ochenta, y en la compañía número 2 —a la que fui
asignado— no había de mi talla. Le encargaron al sastre que me arreglara
uno urgentemente. Sin embargo, al día siguiente todavía no estaba
terminado; tuve que escuchar el saludo del coronel jefe del regimiento con
el mismo quimono que llevaba y el abrigo encima.
Allí nos hicieron formar a todos en la plaza que había frente al edificio
principal. Los capitanes de cada compañía estaban al frente, y el
comandante de batallón delante de ellos —batallón es la unidad que incluye
tres compañías—. Imagino que llegar a comandante significaba ser alguien
importante. Todos ellos llevaban bigote. Y lo tenían congelado, de color
blanco, lo que les hacía parecer realmente viejos. Los capitanes dieron cada
uno las novedades al comandante:
«¡Primera compañía! ¡Jefe de compañía incluido, ciento tantas decenas
y tantos hombres!», decían. Y el comandante saludaba como si dijera
«Entendido». Cuando terminaron, el coronel montó a caballo, fue hasta
delante del batallón y se detuvo. Llevaba un bello bigote y condecoraciones
colgando. El comandante se dirigió a él y gritó: «¡Primer batallón! ¡Jefe de
batallón incluido, tantos cientos, tantas decenas y tantos hombres!».
Mientras gritaba, presentó su sable erguido frente a la cara. El coronel
saludó en silencio. Al primer batallón le siguieron el segundo y el tercero.
Era algo que podían hacer al mismo tiempo pero, inexplicablemente, lo
hacían por orden. Se demoraba mucho; a medida que pasaba el tiempo, el
cuerpo se nos iba poniendo rígido. El recluta que estaba a mi lado tenía los
mofletes y la barbilla lívidos, y no paraba de temblar. A mí la piel me tiraba
debajo de la nariz hasta hacerme sentir una gran molestia. Miré y vi que me
colgaba un carámbano.
El coronel se subió al estrado y comenzó su saludo:
—Soy el jefe de este regimiento. Coronel del Ejército de Tierra nosequé
Kuga —dijo dándose aires de dignidad desde lo alto. Alrededor todo era
hielo, su voz se oía muy claramente. Las condecoraciones que brillaban en
su pecho y su majestuosa gorra le daban una gran dignidad—. Vosotros sois
soldados del Imperio especialmente elegidos entre el pueblo. Tenéis que
asumirlo sinceramente como un honor.
¡Menudo honor! Con el frío que hacía, eso nos importaba un cuerno.
¡Que hicieran algo! Aunque intentaras estar quieto, el cuerpo te temblaba y
las manos y los pies se te ponían rígidos. En cuanto al calzado, en lugar de
las sandalias de madera nos habíamos puesto unos zapatos que llevaban
pelo en el interior. Era más soportable que el día anterior, pero yo bajo el
abrigo llevaba el quimono y el aire se me colaba sin barreras entre las
piernas. En las espinillas desnudas me había puesto unas polainas, aunque
en ese lugar hacía tanto frío que no servían de nada.
—A nuestro regimiento, el número 75, le ha sido dada una gran
responsabilidad: defender la frontera del Imperio. Más allá no hay ni un
solo cuerpo de nuestro ejército. Es decir, vosotros, los aquí destinados, sois
los elegidos y enviados para proteger la frontera norte del Imperio de la
invasión del enemigo. Sois, por lo tanto, los más brillantes y los que tenéis
el más alto honor. Tenéis que convertiros cuanto antes en soldados
ejemplares para responder a las grandes esperanzas del pueblo del imperio.
Tenéis que aprovechar al máximo cualquier oportunidad para aplicaros en la
instrucción, ejercitar vuestro cuerpo y vuestro espíritu y cumplir al máximo
con vuestro deber. Yo, como jefe del regimiento, aplicaré cada día y cada
noche todas mis fuerzas junto a vosotros para hacer honor a la
responsabilidad que se me ha dado.
La maravillosa arenga siguió de ese modo. En algún momento, me
pareció que el cuerpo del soldado de al lado estaba inclinado. De pronto vi
que se caía. Estaba agarrotado como un pescado congelado. El sargento jefe
del pelotón y un soldado de primera cargaron con él y lo llevaron a la
enfermería. Como si hubiera sido un pistoletazo de salida, empezaron a caer
reclutas de otras compañías, uno detrás de otro. Sus caras eran como de
muertos. Si hubiéramos podido golpear con los pies en el suelo o bajar y
subir los brazos, la cosa habría sido más llevadera. Pero no podíamos
movernos. De ese modo, lo normal era quedar tieso. Yo creía ya que
también terminaría por ir a la enfermería cuando, inesperadamente, terminó
la arenga.
«¡Saludo al jefe del regimiento!», gritó alguien, y vi que el jefe de
batallón apuntaba con el sable hacia el sol.
«¡Vista a la derecha!», dijo con una voz realmente vigorosa.
Seguramente había sido entrenada para sonar de aquel modo. Pero, aun así,
a mí me sorprendía el vigor con que retumbaba. Eso sí era algo admirable.
«¡Ahí no, a la derecha, a la derecha!», advertía el sargento del pelotón.
Miré y vi que algunos miraban a la izquierda. El ejército es insoportable, te
dicen incluso hacia qué lado debes mirar. Cuando terminó el primer
batallón, el segundo: «¡Saludo al jefe del regimiento!». Una vez acabado
todo, el coronel montó a caballo y se retiró hacia el edificio principal del
regimiento. Con la espalda erguida, dándose dignidad desde el principio
hasta el fin. Montado a caballo, se daba ínfulas. Sin embargo, pensé que si
no fuera un hombre capaz, no podría desempeñar ese trabajo. Al marcharse
él, creí que, finalmente, aquello iba a terminar. Pero le tocaba el turno a otra
compañía: «¡Saludo al jefe de batallón! ¡Vista a la derecha!».
El comandante jefe del batallón número uno saludó y se retiró. Luego el
segundo batallón: «¡Saludo al jefe de batallón! ¡Vista a la derecha!». Y el
comandante, como si fuera un hermano gemelo del anterior, saludó y se
retiró. El tercer batallón hizo exactamente lo mismo. Creía que aquello era
ya el final. Pero no.
El teniente de cada compañía dio un paso al frente y soltó una voz de
mando: «A partir de ahora, cada compañía irá frente al edificio principal del
regimiento. ¡Hacia la derecha! ¡Derecha!». El tambor se puso a golpear con
vigor. Con la primera compañía al frente, los soldados nos pusimos a
marchar hasta el edificio haciendo sonar nuestras botas.
Hasta que nos dijeron: «¡Compañía, alto!». Nos paramos y el teniente
dijo: «¡Saludo al capitán jefe de la compañía! ¡Vista a la derecha!», y todos
miramos hacia a la derecha. El capitán de la compañía saludó también y se
retiró. Lo mismo hicieron, una tras otra, todas las compañías, desde la
primera hasta la de ametralladoras. Después, el jefe de cada pelotón dijo:
«¡Saludo al teniente! ¡Vista a la derecha!». Y el teniente de cada compañía
saludó y se fue a la sala de oficiales siguiendo al capitán. Pero con eso
todavía no se había terminado todo. Ahora era el turno de los soldados de
primera: «¡Saludo al jefe de pelotón! ¡Vista a la derecha!». El sargento
saludó y nos soltó otra arenga:
—Hoy, mientras hablaba el jefe de regimiento, muchos han girado el
cuello o han movido las piernas. Ese tipo de comportamiento es incorrecto
y no puede permitirse de ningún modo. Hemos hecho la vista gorda porque
es la primera vez para los reclutas. Pero, a partir de ahora, si se produce ese
comportamiento, no será tolerado, jamás. Que os quede bien claro.
«¡Menuda tontería! Si no te mueves, te mueres, ¿no?», pensé. Sin
embargo, si me rebelaba me tendrían ahí quién sabe cuánto tiempo. Me
quedé callado. Al final nos dejaron marchar y regresamos a los dormitorios.
Al día siguiente, en lugar de escuchar la arenga del coronel, nos
hicieron correr dando vueltas a la plaza. Dimos no sé cuántas decenas de
vueltas cargados con el fusil y el macuto, que hacían ruido al rebotar. Nos
estaban haciendo comentarios todo el tiempo. Porque la postura era o no era
buena, porque llevábamos la gorra mal puesta…
—¡Tienes la espalda desviada hacia la derecha! ¡No pongas excusas!
¡Estira la columna! ¡No mires aquí y allá! No eres una rana ni una lagartija.
¡No te distraigas con el de al lado!
Así pasamos cuatro o cinco días. Hasta que sucedió algo. Bueno, tal vez
no sea la forma más apropiada de decirlo. Se produjo la muerte del
emperador Yoshihito. El 25 de diciembre. La instrucción fue suspendida de
inmediato. Nos preguntábamos todos qué habría pasado cuando nos lo
dijeron. Según nuestro capitán, el regimiento rendiría sus respetos al
Emperador justo en el momento en que su cuerpo abandonara el palacio
imperial. Al término de su arenga, nos habló el sargento jefe del pelotón y
nos dijo que la ceremonia se haría a las doce de la noche.
—Desde la camiseta hasta los calcetines, poneos todo lo más limpio que
tengáis. Afeitaos, limpiaos los dientes, peinaos y cepillad vuestros zapatos.
Podéis poneros guantes, pero los abrigos quedan prohibidos. Ni que decir
tiene que nosotros, soldados del Imperio, no podemos cuchichear. Y, si es
necesario hablar, no se puede hacer en voz alta. Tampoco se puede hacer
ruido al andar, y no debéis correr por los pasillos. La cena se servirá
temprano. Luego, esperad en silencio hasta que llegue la hora —dijo el
sargento.
Todos nos preparamos tal como nos habían dicho. Y esperamos. Sobre
las once de la noche, nos dieron la orden de que fuéramos a la plaza.
Salimos todos a la vez. De repente me dio un escalofrío. No podías ponerte
el abrigo, y aquello era insoportable. Aun con pieles gruesas, no se podía
resistir. Solo con el uniforme, hacía realmente mucho frío. «Nos vamos a
morir», murmurábamos. Pero, por mucho que nos quejáramos, no íbamos a
arreglar nada. Nos formaron y nos quedamos de pie en la oscuridad total.
A cada compañía le dieron la orden de encender una hoguera. Habían
sacado de antemano los troncos del almacén y los habían amontonado.
Estaban rodeados en las cuatro direcciones por bambú y se levantaban a una
altura considerable. Cuando encendieron las hogueras, quedó todo
iluminado. Debajo había hielo y la luz se reflejaba igual que si fuera un
espejo. Toda la plaza brillaba como si fuera mediodía, y parecía que flotara.
Donde no alcanzaba la luz, la oscuridad era absoluta. El fuego crepitaba, el
cielo quemaba de color rojo. Al cabo de un rato, aparecieron los
comandantes de batallón y el coronel. De pronto, en medio de la oscuridad,
resonó la voz de mando: «¡Saludo al coronel jefe de regimiento! ¡Vista a la
derecha!». El coronel saludó y empezó su arenga:
—Profundamente sobrecogido, tengo que informarles de que su
Majestad el Emperador ha fallecido hoy a la una y veinticinco de la
madrugada. Esta es realmente la mayor de las tristezas para los súbditos del
Imperio.
Como era de esperar, el coronel tampoco llevaba abrigo. Pero no
mostraba ni pizca de frío. En cualquier ámbito de la vida, el trabajo de jefe
no es nada fácil, ya que tiene que guardar las apariencias. Cuando terminó
de hablar, todos inclinamos profundamente la cabeza hacia el este. A las
doce sonó largamente la corneta. Después ya solo quedaba disolvernos.
Pero tampoco esta vez iba a ser sencillo.
«¡Saludo al jefe de regimiento! ¡Vista a la derecha!»
El coronel saludó y se retiró. Y tras él, por turno, los comandantes jefes
de los batallones y los capitanes de las compañías. En ese tiempo, siete u
ocho reclutas cayeron al suelo uno tras otro. Yo tenía el interior de la nariz
congelado. Cada vez que respiraba se oía un sonido de aspereza. Y cada vez
que inspiraba bajaba la temperatura del cuerpo, que se me había ido
agarrotando. Empezaba a estar preocupado porque ya no podía aguantar
más cuando, por fin, nos disolvieron y pudimos volver a los dormitorios.
Si había algo en lo que el ejército era más soportable que la cárcel, era
la comida. Gracias al desarme, el número de soldados había disminuido y el
rancho era abundante. Aparte de las tres comidas, nos daban merienda.
Cada día había cosas distintas. Por ejemplo, alguna vez nos dieron cinco
grandes manju[53] de castaña para cada uno. Además, también nos daban
sopa de alubias rojas, y a veces cerdo con judías. En la sopa de alubias
había hasta tres mochi. Y el cerdo acompañado con judías nos lo servían en
platos repletos. Era época de desarme, no podían aumentar el número de
barcos de guerra o cañones. A cambio, había una cantidad excesiva de
comida.
El domingo nos dejaban salir. En el pueblo había tiendas y restaurantes.
La mayoría los llevaban coreanos, pero había dos o tres de japoneses. Y
también estaban los inevitables prostíbulos, agrupados en una zona especial.
Muchas prostitutas eran coreanas, aunque también había algunas rusas
blancas. Era después de la Revolución, en Corea había bastantes rusos que
habían llegado huyendo de la persecución del Ejército Rojo. Supongo que,
entre ellos, las mujeres que tenían dificultades para comer no habían tenido
más remedio que vender su cuerpo.
El ejército nos pagaba un salario. A razón de veintidós céntimos por día,
cada diez días nos repartían dos yenes con veinte céntimos. Eso era más o
menos el doble del salario que cobraban los soldados en Japón. Para
comprar comida era una cantidad suficiente, pues un plato de udon [54] o de
soba costaba cinco céntimos, y cinco manju grandes, diez. Pero para
divertirse era demasiado poco. Para las mujeres vulgares quizá bastara; las
buenas costaban mucho dinero. O te gastabas el salario de veinte días en
una noche con una mujer o comprabas comida. Era un gran dilema.
Entonces, sin esperarlo, me llegó dinero. El padrino de la Dewaya me
mandó veinte yenes con una carta.
«Ha terminado el duelo por el emperador Taisho y hemos entrado en la
era Showa.[55] Pero, para nosotros, no ha habido ningún gran cambio.
Asakusa sigue animada como siempre. Todo el mundo trabaja con ahínco.
Ten cuidado con la salud. El dinero que te adjunto no es una gran cantidad,
pero puedes usarlo ni que sea para comer algo bueno. Cuando se te acabe,
te mandaré más», me había escrito. Yo estaba realmente agradecido; bajo el
edredón, dormí abrazado a la carta.
Sin embargo, no pude usarlo, porque el sargento del pelotón
inspeccionó el sobre e informó al capitán, que me lo confiscó.
—Ijichi, ¿en qué pensabas usar este dinero?
—Pensaba comer algo.
—O sea que la comida del ejército es insuficiente.
—No es eso pero, de vez en cuando, apetece comer algo fuera.
—Es demasiado para ti. Será mejor que te lo guarde hasta que te
licencies —decidió el capitán por mí.
Y así fue, no me lo devolvió mientras estuve en Hoeryong. En uno de
los burdeles había una rusa extraordinariamente bonita con la que me
hubiera gustado intimar. Pero, finalmente, no pudo ser.
EN EL CALABOZO
Se decía que en Komusan había tigres. En Hoeryong, en cambio, teníamos
lobos. Una noche, unos tres meses después de mi reclutamiento, estaba de
centinela cuando vi que la Luna brillaba sobre la montaña de enfrente. De
repente, oí el aullido de un lobo proveniente de la cima triangular. Miré
hacia arriba y vi la ladera de la montaña del este, que brillaba plateada. Era
un cerro pelado al que llamábamos Monte 294.
Miré bien y me di cuenta de que en la cima flotaba claramente una
pequeña sombra. Una silueta que ululaba a la Luna. Auuu, auuu, gritaba. A
menudo se ven cuadros de paisajes con un lobo aullando a la Luna,
¿verdad? Pues era exactamente eso. El aullido de un lobo es algo
impresionante.
Auuu, auuu, auuu, hacía estirando las úes. Era una voz que te paralizaba
las tripas. Los caballos, vacas, cerdos, gallinas y otros animales que en ese
momento emitían sus sonidos en las granjas coreanas se callaron de golpe.
Estaban en silencio como si se hubieran muerto. Al poco tiempo, a la silueta
del lobo que se veía en la cima de la montaña se le unieron tres, y más tarde
cinco. Cuando su número era ya incontable porque sus siluetas se
sobreponían, el cabecilla empezó a bajar de la montaña en dirección a
nosotros.
Junto al Monte 294 había otro al que llamaban Monte de la Punta del
Sauce. El valle entre las laderas de esas dos montañas era profundo. En
coreano, a un lugar como aquel le llamaban chiichi. Por ahí bajaban los
lobos. Yo había oído que su objetivo era el vertedero de comida situado ante
la puerta norte del regimiento, pensé que probablemente venían para eso. Se
decía que bajaban a alimentarse cuando en la montaña se quedaban sin
comida.
Al cabo de un rato, la manada de lobos terminó de bajar por el valle con
el cabecilla al frente y se dirigió por los campos helados directamente hacia
donde estábamos nosotros. Teníamos fusiles, pero los lobos estaban cada
vez más cerca, no estábamos tranquilos. «Oye, ¿qué hacemos?»
«Deberíamos avisar al sargento», nos decíamos cuando llegaron justo allí.
Era como si supieran que no tiraríamos a la ligera. De no ser así, no se
acercarían con tanto descaro. Finalmente, teníamos a la gran manada a unos
treinta metros. Uno con aspecto saludable hacía como de vigía, miraba
hacia nosotros mientras el jefe y los que parecían sus secuaces se pusieron a
comer relajadamente. El sargento Sugano debió de intuir lo que pasaba,
porque se acercó con sigilo junto a dos o tres hombres. Sin embargo —
aparte del que vigilaba— los lobos seguían comiendo con entusiasmo. No
se los veía nada preocupados por nosotros.
No sé cuánto tiempo pasó pero, al cabo de un rato, el líder alargó el
cuello hacia el cielo y se puso a aullar: auuu, auuu, auuu. Todos los lobos
que habían estado concentrados comiendo se detuvieron al instante.
Seguramente algunos querían seguir, pero al parecer también en ese mundo
las órdenes del jefe eran sagradas. El líder se puso en marcha
tranquilamente en dirección a la montaña. Y el resto lo siguió.
El que iba detrás de todos se iba girando una y otra vez hacia nosotros,
mientras se alejaba con pasos rápidos. Una acción muy bien regulada que
nos dejó boquiabiertos al sargento y a los demás. Aquello era algo con lo
que los otros animales no podían rivalizar. Los lobos, más que tener fuerza,
son animales con una gran inteligencia. Pasando por chiichi, aquella
manada se fue alejando. En algún momento dejamos de verla; nos
quedamos mirando y pensando que volverían a aparecer en la cima de la
montaña, pero finalmente la silueta no resurgió. Aquel invierno ya no
volvimos a ver su estampa.
Así pasó el invierno. Con la llegada de la primavera, creció de nuevo la
hierba y nuestra vida se hizo más dura, porque empezó la instrucción de
verdad. Hasta entonces hacíamos la básica en la plaza del regimiento, pero
al subir la temperatura se hacía en el campo de entrenamiento al pie de la
montaña, y duraba todo el día. El coronel parecía tener la intención secreta
de reforzar hasta la perfección el regimiento número 75, de modo que
ningún otro lo superara. La actitud de sus oficiales también era muy
estricta. Nos gritaban de sol a sol. Era terrible.
Hacia el final del verano yo ya estaba harto, no podía aguantarlo más. Y
pensé en desertar. Ahora veo que aquello era una sandez. Solo alguien de
antes de la guerra puede entender la gravedad del crimen de deserción. Más
que para el que lo cometía, para su familia.
Al soldado que desertaba lo pasaban por las armas y ya está, pero para
la familia aquello suponía no poder quedarse donde vivían. Estaba como
apestada. El soldado era un traidor a la patria, y su familia también era
considerada antipatriota. Era imprevisible lo que le podían llegar a hacer.
Alguien que tuviera dos dedos de frente seguro que no lo hacía. Para la
familia era mejor que muriera. Yo, como era lo contrario de una persona
razonable, pensé seriamente en desertar.
Aunque quisiera huir, no podía hacerlo a Japón. Decidí hacerlo al
extranjero. Lo más rápido era ir a Manchuria. Estaba más allá del río
Turnen, no era nada imposible. Por fortuna, me destinaron al taller de
armamento del regimiento, el lugar donde se hacían las reparaciones. De
cada compañía eligieron a dos personas aptas para que se encargaran de
arreglar sus respectivas armas. En el taller trabajábamos unos veinte
soldados.
Había un técnico especializado que nos enseñaba cómo limar y usar la
maquinaria. En la punta del arma se podía calar una bayoneta, pero
normalmente las hojas no estaban afiladas. Para las movilizaciones había
que afilarlas. Nos enseñaron a usar la muela para hacerlo en caso de
emergencia.
Lo mejor de trabajar allí era que no hacía falta correr dando vueltas al
campo de instrucción, y que podías hablar con los otros soldados. En el
resto de lugares, siempre estaba el jefe del pelotón o un soldado de primera
vigilando, no podías decir nada sin justificación. Allí, en cambio, mientras
hicieras tu trabajo, no estaban encima de ti. Además, con el ruido de las
máquinas, desde lejos no se oía lo que decías. Era realmente útil.
En el taller había dos soldados del cuerpo de ametralladoras que se
llamaban Yusaku Nemoto y Riukichi Kanazawa. Kanazawa era hijo de un
profesor de secundaria y sabía muchas cosas sobre China. No sé quién se
las había contado, pero hablaba como si hubiera estado allí. Los demás
estábamos admirados. En aquella época, en Japón se creía que en
Manchuria cualquier cosa era posible.
Estaba de moda una canción que decía: «Como yo me voy, ven tú
también. Harto estoy de vivir en el angosto Japón. Más allá del mar, está la
China. Allí te esperan cuatrocientos millones».
Manchuria estaba sumida en el caos, con bandidos y clanes militares
infestando el país y haciendo lo que querían. No había un gobierno como
dios manda, imperaba la ley del más fuerte. Una gran cantidad de los que
no podían comer en Japón acudió pensando en hacer fortuna. Muchos se
convirtieron en bandidos. Okiku de Manchuria era famosa entre ellos. Se
decía que aquella mujer tenía más de cinco mil subordinados y ostentaba un
gran poder.
Así era la época en que nosotros estábamos haciendo nuestra
instrucción en Corea; no era mala idea desertar y hacer fortuna como
bandidos. Primero pensamos hacerlo Kanazawa y Nemoto, del cuerpo de
ametralladoras, y yo. Pero, hablando del tema, llegamos a la conclusión de
que sería mejor tener más compañeros; conseguimos incluir a dos más, y
tramamos hasta el modo de robar ametralladoras.
Yo sentía admiración por los bandidos, en parte porque los había visto
con mis propios ojos. Como le he dicho, frente al regimiento había un
barrio de prostitución. Cada unos cuantos meses iba a divertirse ahí un líder
de bandidos, el jefe de la banda más poderosa de Jilin, Wang Kungté.
Era corpulento y oscuro, y tenía un bigote delgado y largo que le
colgaba hasta la barbilla. Llevaba un gorro de piel de oso, y una coleta que
le bajaba por la espalda hasta la cintura. Montaba un bello caballo alazán, y
lo acompañaban unos diez hombres armados que llegaban tranquilamente
con él. Gastaban una enorme suma de dinero, se divertían a lo grande
durante dos o tres días, volvían a cruzar el río Turnen y se marchaban.
Yo vi la silueta de aquel hombre varias veces, y su aspecto me resultó
muy atractivo. La coleta le ondeaba al viento y el sonido de los cascos de su
caballo resonaba en el cielo. Sus hombres lo seguían haciendo ondear el
bajo de sus quimonos mientras galopaban. Comparados con nosotros —que
estábamos embarrados del sudor y el polvo del campo de entrenamiento—
eran tan diferentes como la Luna y una tortuguita. Debía de ser maravilloso
montar a caballo de aquella manera e ir hasta donde uno quisiera. Yo
pensaba seriamente que quería ser igual que ellos.
Luego supe que Wang no era la persona que nosotros creíamos. Estaba
relacionado con los servicios secretos japoneses. Aquel líder de bandidos
acudía al barrio de prostíbulos para vender a Japón información sobre Jilin.
Oficiales y agentes del servicio secreto se reunían a escondidas con él y les
entregaba las últimas informaciones que había obtenido. Le pagaban según
cuáles fueran esas informaciones. Eran los tratos que tenían. Por eso Wang
podía superar los puestos de control e ir a divertirse con sus hombres donde
estaba nuestro regimiento. De otra forma, un bandido como él no hubiera
podido llegar hasta allí. Pero nosotros no sabíamos nada de eso, solo
esperábamos que llegara el momento de poner en práctica nuestro plan.
De todos modos, fuera bueno o malo, posible o no, ese momento no
llegó nunca. Porque, al acercarse, Kanazawa fue cogiendo miedo y terminó
por decírselo al jefe del pelotón. Los que estábamos involucrados en la
conspiración fuimos interrogados de inmediato. Según el sargento, los otros
confesaron fácilmente. Yo, en cambio, resistí hasta el final diciendo «no
tengo ningún conocimiento de ese plan». El resultado fue que me
consideraron el cabecilla.
Los soldados que cometían crímenes graves eran enviados normalmente
a Japón, al penal militar de Kokura. Yo creía que también me mandarían
ahí, pero no fue así, me metieron en el calabozo del regimiento.
Estaba en un edificio cuadrado de hormigón detrás de la garita de
guardia del norte. La puerta no era de acero, sino de reja de madera, como
en las cárceles japonesas.
Pero el interior no se podía comparar con Sugamo. Era realmente
estrecho, como una bodega subterránea en la que cabía una sola persona.
No te podías levantar ni sentarte, tenías que estar tumbado todo el día.
Medía unos sesenta centímetros de ancho, justo como mi espalda, y sesenta
de largo. De alto, poco más de dos metros. El suelo era de madera, y solo
había una manta. Casi no podía cambiar de postura. No sé cómo eran los
demás calabozos, pero más estrechos que ese seguro que no.
A los otros también los encerraron en un sitio parecido, pero si
hablábamos nos reñían. Teníamos que estar callados todo el día, era muy
duro. Si tuviera que decir algo que esperábamos con ansia, diría que era el
momento de ir al retrete. En el calabozo había uno, y nos dejaban ir dos
veces al día. Pero para orinar no bastaba; cuando tenías ganas, llamabas al
soldado carcelero diciendo: «¡Por favor, por favor!».
—¿Qué pasa, con tanto ruido? —decía él cuando venía.
—Perdón, déjeme ir a orinar —le decías, y normalmente te contestaba
fríamente.
—No, aguántate.
Pero, por mucho que te dijeran eso, no podías aguantar, y repetías una y
otra vez: «¡Por favor, por favor!». Y te decían «¡Qué tío más pesado!», y te
dejaban ir. A los otros también los sacaban varias veces al día; la
negociación entre el soldado y el prisionero, y después sus pasos, se
convertían en un pasatiempo.
Sea como sea, no puedo expresar con palabras lo duro y aburrido que
era estar tumbado sin poder moverse. Especialmente cuando, después de
pocos días, a los otros los soltaron y yo me quedé solo. Sentía un
sufrimiento que me penetraba el cuerpo. A un ser humano, si lo dejas en un
lugar oscuro y donde no pueda moverse, se vuelve loco. Es la peor de las
torturas. Si gritaba me reñían, pero no podía aguantarme. Pedía: «¡Por
favor, por favor! Sáqueme un poco, déjeme estirar la espalda».
Cuando lo hacía, el carcelero golpeaba con fuerza la rejilla.
«¡Cállate, pesado!», me gritaba. Y si, a pesar de eso, yo seguía
chillando, abría la puerta y me golpeaba en la cabeza. De ese modo iba
perdiendo la cordura y alimentando rencor por Kanazawa, y me ponía a
pensar constantemente en cómo matarlo.
Tuve muchos sueños, pero me acuerdo claramente de uno. Yo cabalgaba
solo placenteramente cuando, sin darme cuenta, me convertía en chino. Me
veía dando vueltas en una vasta llanura como uno más entre los bandidos.
En dirección contraria llegaba un grupo de jinetes cabalgando caballos
rojos. Lo raro era que los animales no eran de carne y hueso, sino de
madera, y que esos caballos de madera eran más rápidos que los nuestros.
Cuando me estaba preguntando cómo podía ser eso, alguien me decía: «La
era de los caballos vivos ya ha pasado. Ahora estamos en la de los caballos
de madera». Yo lo miraba y veía que era Ryukichi Kanazawa. «¡Ese traidor,
lo voy a matar!», pensaba, y lo perseguía. El se daba la vuelta, me decía
«¿Te crees que un soldado chino puede vencer a un soldado japonés?», y se
reía a carcajadas. Luego, no sé cómo, Kanazawa tenía una ametralladora y
me perseguía. Yo huía con todas mis fuerzas hasta el campo de instrucción.
Ahí los soldados formaban una fila y corrían de un lado a otro. El coronel
daba órdenes de mando. Lo miré bien y vi que era idéntico a Yusaku
Nemoto. «Nemoto, ¿qué haces aquí?», lo llamaba. Y él me decía: «Eres un
traidor. Te vamos a ajusticiar».
En un momento me detenían y me ataban a un árbol, justo en medio de
la plaza. Hacía un frío insoportable. Los alrededores estaban completamente
blancos de nieve. Si no hacía nada, iba a morir. «¡Socorro!», grité, y encima
de mi cabeza oí un ruido como un trueno. Abrí los ojos y vi que era el
carcelero golpeando la rejilla con una porra.
De ese modo pasó el tiempo, hasta que terminé por delirar. Según el
carcelero, me soltaron a los veinticinco días de mi encarcelación. Cuando
salí, la luz me deslumbraba y había tanta gente que sentía mareos. El mundo
que encontré me pareció otro totalmente distinto del que conocía antes de
entrar. Había mudado de piel, y ahora veía el mundo real por primera vez.
Cuando me encontré con Kanazawa, ni siquiera sentí rencor.
El calabozo es horroroso. El campo de entrenamiento, que tan
insoportable me había parecido, me resultaba ahora agradable. Y las
montañas y los campos, propios de un país de ensueño.
ALEJANDRÍAS
Estuve un año más en Hoeryong, pero durante ese tiempo no sucedió nada
digno de mencionar.
A finales de 1927, me licenciaron. Me pasé toda la noche bebiendo en el
barrio de los prostíbulos. Después nos embarcamos y nos dirigimos hacia el
este. La silueta de Japón se veía de color azul; se me clavó en la retina y no
me cansaba de mirar.
Dentro del barco jugábamos a las cartas. El crupier no era un soldado,
sino un jugador profesional. Muchos hombres se quedaron sin blanca,
algunos tuvieron que mandar telegramas a su familia diciendo: «Venid a
recogerme a Osaka con dinero, por favor». A mí, cuando me licencié, me
devolvieron los veinte yenes que me había mandado el padrino. Con ellos
como capital inicial gané ciento setenta y cinco yenes.
Mi madre y mi hermana fueron a recibirme al puerto de Osaka. Aquella
noche nos quedamos en Kioto, y al día siguiente hicimos turismo por la
ciudad. A mi hermana le compré tela de gran calidad de Nishijin para dos
quimonos, a mi madre un fajín. Fue la primera y última vez en mi vida que
le mostré amor filial.
Volví a Utsunomiya y estuve más de diez días sin hacer nada. Hasta que
los oficiales retirados me organizaron una fiesta para celebrar mi licencia.
Me trataron igual que si fuera un héroe; me sentí orgulloso. Un día llegó
una carta de mi «hermano» mayor Okada. No era de los que suelen escribir,
así que me preocupé y la abrí a toda prisa. Decía: «El padrino ha estado
enfermo del pecho, el doctor lo ha visto y parece que no está demasiado
bien. El se ha ocupado de ti, ¿por qué no le haces una visita?». Aquello me
sorprendió de verdad. Habían pasado días desde mi regreso, y yo todavía no
había ido a verle; precisamente estaba ya pensando que tenía que hacerlo
pronto. Ese mismo día tomé el tren y salí para Tokio.
Cuando el padrino comprobó que yo estaba bien, se mostró muy
contento. Vio que había adelgazado con la instrucción y me dijo: «Gracias
al servicio militar, estás mucho más guapo». Él estaba mejor de lo que yo
había pensado, lo que de momento me tranquilizó. Le di las gracias por el
dinero que me había mandado y me dijo: «Como regalo, háblame de
Corea». Conté que me habían metido en el calabozo, y todos se mostraron
muy interesados.
Sabían cómo era la cárcel, pero a ninguno lo habían metido nunca en un
calabozo militar. Yo había visto algo que mis hermanos mayores no habían
visto, y eso era algo extraordinario. Cuando les hablé del plan para desertar,
se quedaron atónitos y se mofaron de mí. Dijeron que no se podía confiar en
la gente que sabía hablar bien, y que yo había perdido totalmente el juicio.
De ese modo me reintegré en la Dewaya y ya nunca volví a
Utsunomiya. Poco después, la salud del padrino empeoró. Era al principio
del verano. No estaba tan mal como para ingresarlo, pero tenía que reposar,
y se retiró al chalet que tenía en Oiso. El hermano Muramatsu se quedó al
mando en Asakusa. No había de qué preocuparse; era un organizador de
timbas tan famoso que en Tokio no había ningún yakuza que no lo
conociera. El padrino podía convalecer tranquilo. Una vez al mes,
Muramatsu le llevaba una cantidad de dinero para sus gastos. Y si él tenía
algo que hacer, mandaba a uno de sus hombres.
Un día, me llamó y me dijo:
—Eiji, hoy ve tú a visitar al padrino.
—Sí, ahora mismo —dije, y el hermano me advirtió:
—En Oiso no vive gente normal. Los grandes hombres de la política y
las finanzas tienen ahí unos chalets soberbios. Si provocas una pelea estarás
causándole problemas al padrino, o sea que ten cuidado. Y, en cuanto al
aspecto, así no puedes ir. Ponte tu mejor ropa, córtate el cabello y ve —me
dijo en un tono extraño, distinto al habitual.
Era una orden del hermano mayor. Primero me fui al barbero, me
arreglaron, regresé y me dijo:
—Con este dinero, compra un regalo. Vete a Senbikiya, en Ginza,
compra alejandrías y dirígete a Oiso.
Yo no sabía de qué me hablaba, y le dije:
—¿Qué es «ale… nosequé»?
—Son uvas —respondió.
Ahora también habrá uvas de Alejandría, pero estábamos al principio de
la era Showa, casi nadie comía esas cosas. Las cultivarían en invernaderos.
Pero la gente normal no las había visto ni había oído hablar de ellas.
Muramatsu me dio veinte yenes y me dijo que las comprara con eso; me
llevé una sorpresa.
—Pero, si compro tantas, no las podré llevar.
Él se rio y me dijo:
—¡Serás tonto! Tú no sabes lo que valen las cosas. Así vas a hacer el
ridículo. Vete a Senbikiya y dales los veinte yenes. Te van a dar solo un
puñado.
—No es posible. Eso es absurdo.
—No refunfuñes y vete a Ginza a ver.
Solo convencido a medias, me fui a Senbikiya. Y pasó lo que me había
dicho el hermano. Di veinte yenes y solo me dieron dos racimos. No lo
podía creer. Me llevé el paquete de Senbikiya igual que si fuera un tesoro,
subí al tren en la estación de Shinbashi y me fui hasta Oiso. Fui siguiendo
las instrucciones del mapa que me habían dado y confirmé que había
grandes chalets uno al lado del otro. Pertenecían a los hombres más ricos y
poderosos de Japón.
El del padrino era imponente, tenía un extenso jardín con una montaña
artificial, y más allá se veía un bosque de pinos; detrás estaba el mar. Era un
paisaje realmente bonito.
—Hacía días que no le veía, padrino. ¿Cómo está usted? —le dije.
Se mostró contento; estaba moreno y no parecía enfermo. Le entregué
un sobre que me habían dado y añadí:
—El hermano Muramatsu dice que es una pequeña cantidad
provisional.
—Gracias —respondió el padrino al tiempo que asentía.
—Y esto es un regalo de su parte. Lo he comprado en Senbikiya.
—Ya veo. Gracias.
El hermano mayor Shiro, que estaba en la casa como asistente, acudió
diligente, lavó las uvas, las puso en un gran plato y las trajo.
—Padrino, para ser fruta, esto es algo increíble, ¿no? —dije yo.
—¿Qué te parece tan increíble?
—Es que estas pocas cuestan veinte yenes —dije mirando la fruta
embelesado.
También Shiro miraba frunciendo la boca. El padrino se rio y preguntó:
—¿No las has probado nunca?
—Nunca.
—¿No hay en Corea?
—Ni el coronel puede comer algo así.
—Es verdad. Un coronel no es más que un bigote magnífico y un
billetero vacío —el padrino se rio divertido—. Bueno, pues, en lugar del
coronel, prueba tú a ver qué sabor tienen.
Me mostré comedido, y él me apremió:
—¡Come ya!
Cogí una uva con los dedos y me la comí.
—¡Qué rica!
—¿Te gusta?
—Es la primera vez en mi vida que pruebo algo así.
—¿Ah sí? Pues cómete otra.
—¿De verdad?
—Parecen más buenas viéndote a ti comerlas que si me las como yo.
—¿De verdad? —insistí, y me comí otra.
Shiro miraba como si fuera a caérsele la baba.
—¿Tú también quieres comer?
—Bueno, pues…
Shiro cogió una con prudencia y se la llevó a la boca.
—¿Qué es esto? Tiene un sabor extraño.
El padrino sonreía. Dentro del plato, completamente blanco, las uvas
parecían joyas de verdad.
En aquella ocasión, me quedé dos o tres días. Fui varias más a visitarlo.
Al padrino no parecía gustarle demasiado que yo saliera a merodear por los
alrededores. Posiblemente le preocupaban los problemas que podría causar
que algún agente me diera el alto y me hiciera preguntas. Los chalets de la
zona estaban en silencio incluso durante el día, solo se oía el ruido del
viento al atravesar las ramas de los pinos. A los ricos parece que les gustan
los lugares solitarios, yo no los soporto.
Aquel verano sucedió algo. Fue parecido a una obra de teatro. Un día, el
médico vino a pasar visita. Cuando terminó, salí a la puerta a despedirlo. De
la playa venía, junto a una dama de compañía vieja, una chica que vestía un
llamativo quimono de verano y llevaba una sombrilla. Cuando pasó frente a
donde yo estaba, me miró de reojo y vi que tenía la tez tan blanca que
parecía transparente. Cruzó frente a la puerta y dio dos o tres pasos; de la
esquina contraria salió de repente un coche. El automóvil rozó la sombrilla,
pero no se detuvo. La sombrilla dio varias vueltas hasta caer en el suelo de
la recalentada calle. La joven se llevó las manos a la cara.
—¿Está bien, señorita? —preguntó preocupada la dama de compañía.
Yo corrí a recoger la sombrilla y me quedé mirando la cara de la chica:
vi que estaba completamente lívida.
—No está bien. Hay que llevarla inmediatamente a casa —dije yo.
Su acompañante parecía atolondrada y aturdida.
—Yo la llevaré. ¿Está lejos?
—No, es allí, donde se ve ese pino.
—Parece que no puede andar. No hay más remedio, la voy a llevar yo a
cuestas.
Me la cargué a la espalda y me sorprendí, no solo por su ligereza, sino
también por su olor indefinible. Luego supe que aquella chica era
descendiente de Tarozaemon Egawa, un científico de la era de Edo que
había construido un horno de reverberación en Nirayama, Izu, donde se
habían fabricado unos grandes cañones que habían servido para proteger a
Japón de una invasión extranjera.
Lo más increíble es que aquella chica quedó prendada de mí. Y la dama
de compañía venía a buscarme cada día.
—Buenos días, señor Yamamoto —oía a la mujer que saludaba. El
hermano Shiro salía al recibidor, hablaba con la mujer y venía sonriendo a
buscarme.
—Parece que la señorita quiere que vayas a su casa, Eiji —me decía
burlón.
Yo le preguntaba al padrino si podía salir y él, de aparente mal humor,
me decía:
—¡Qué le vamos a hacer! No estés mucho tiempo.
Mientras caminábamos, la mujer de compañía me preguntó:
—¿Normalmente, en qué trabaja usted?
—No hago nada, solo a veces alguna incursión en el teatro —le
respondí, y parece que aquello de «no hago nada» le gustó mucho.
Los ricos normalmente no hacen nada, y viven lujosamente, así que me
debería ver como una especie de niño mimado de familia rica. Además, en
Corea había hecho ejercicio y tenía un aspecto distinto al de la mayoría de
los chicos que se veían por la calle. El caso es que la mujer de compañía se
creyó mis disparates.
—El señor Yamamoto dice que se dedica al teatro —le dijo con unos
ojos muy abiertos a la señorita.
—¡Qué bonito es el teatro, verdad! ¿Qué tipo de obras representa?
¿Obras extranjeras? —me preguntó la joven.
—No, solo hago alguna incursión. No se puede decir que me dedique al
teatro —fingía.
Si me preguntaban más, me vería en un aprieto, ya que yo no sabía nada
de teatro.
Ella vivía en un amplio chalet, con la dama de compañía, dos criadas y
un viejo que cuidaba el jardín. A veces acudían un profesor de piano y
alguien que parecía ser un profesor de universidad. No tengo ni idea de
dónde estaban sus padres ni hasta cuándo o por qué estaba ella allí. En
cualquier momento que fuera, estaba todo ordenado hasta el último rincón,
y no había ni una mota de polvo. Por la ventana se veía un maravilloso
jardín con un cañón antiguo sobre una roca.
—Juguemos a cartas —decía, y jugábamos, pero sin apostar dinero, y
siempre al cinquillo; era algo insoportable.
—Vayamos a la playa —me dijo, y fuimos los tres.
En la costa había una pequeña ensenada donde se bañaba la gente de los
chalets. En la playa se veía, aquí y allá, a hombres con taparrabos de color
rojo. Algunos estaban sentados en las rocas mirando atentamente a la gente
que se bañaba.
—¿Qué hacen? —le pregunté, y la dama de compañía me dijo:
—Vigilan que las señoritas que se están bañando no se ahoguen.
Según me contó, los contrataban durante el verano; cada familia a uno.
No sé quien lo había decidido, pero todos llevaban el taparrabos de color
rojo.
—¿Usted no se baña? —le pregunté a la señorita.
—Cuando era pequeña sí, pero ya hace años que no lo hago —me
respondió.
Su perfil era de un blanco que parecía transparente.
Las mujeres que habían terminado de bañarse volvían seguidas de los
hombres con el taparrabos rojo. Ellos cargaban una gran sombrilla al
hombro y con la otra mano llevaban un cesto. Estaban muy morenos. Como
el mar era azul, se los veía todavía más oscuros.
—¿Qué, volvemos ya? —sugirió la dama de compañía.
La señorita y yo andábamos juntos por la playa en dirección a la
mansión. Por el camino ella me miraba de reojo. Cuando yo la miraba
desviaba la mirada. Parecía quererme decir algo, pero no podía porque la
dama de compañía estaba justo detrás. Y así llegábamos hasta la mansión.
Aunque aquello me irritaba, no podía hacer nada.
Los paseos se repitieron muchos días. Cada vez casi igual. No puedo
decir que fuera ni interesante ni divertido. Un hombre y una mujer paseando
por la costa, con una carabina, era algo realmente raro. ¿Era normal en una
relación entre un hombre y una mujer? A mí me parecía extraño. Pero ella
era una belleza en la flor de la vida, una mujer única. Mentiría si dijera que
no me gustaba.
Al cabo de unos días, al volver de la playa, sobre la mesa había un plato
repleto de uvas de Alejandría. Contados por encima, habría más de diez
racimos. Y, además, en el plato de al lado había algo que parecía una sandía
pero no lo era. «¿Qué debe de ser?», pensé, cuando la dama de compañía
preguntó a una criada:
—¿Quién nos lo ha regalado?
—Lo han traído de la mansión del señor Dan.
Se refería a Takuma Dan. Había un director de orquesta que se llamaba
Ikuma Dan, ¿verdad? Pues este era su abuelo. Era uno de los empresarios
más importantes, un directivo de Mitsui o Mitsubishi. Su paga extra de
verano equivaldría ahora a cien o doscientos millones de yenes. Ni siquiera
nuestro padrino se le podía comparar.
—¿Le apetece? —me preguntó la mujer.
—Sí, gracias —dije.
No sabía qué era aquello que parecía una sandía pero no lo era. Lo
probé y era mucho mejor que las uvas de Alejandría. «¡Existen en este
mundo cosas así de buenas!», pensé de nuevo. Ese es mi recuerdo de la
primera vez que comí melón.
Unos días después, cuando me separé de ellas dos y regresé a casa, el
padrino me llamó y me dijo:
—Eiji, regresa ahora mismo a Tokio.
No me dijo que hubiera algo que hacer; yo podía adivinar lo que
pensaba. Le respondí «Entendido», me despedí y cogí el tren enseguida.
Volví directamente a Asakusa y no vi más a la chica. El padrino le dio la
orden a Muramatsu de que no volviera a mandarme al chalet, y no fui más a
Oiso. No tenía ninguna intención de acudir a escondidas. Al fin y al cabo,
ella y yo vivíamos en mundos tan distintos que lo nuestro no tenía ninguna
posibilidad.
NOVIOS EN FUGA
Lo que sigue sucedió dos veranos después de mi encuentro con la señorita
Egawa.
El hermano Muramatsu me llamó y me dijo:
—Eiji, tienes que ir a Funabashi a ayudar a un hermano. Puede que haya
pelea, te daré diez hombres.
Según Muramatsu, en Funabashi, en la provincia de Chiba, había un
padrino llamado Chiyokichi Ito que mantenía desde hacía tiempo una
relación de obligación mutua con la Dewaya. El padrino Ito tenía problemas
con Saijiro Yahagi, un padrino yakuza de nuevo cuño que estaba intentando
entrar en su zona de influencia. Tenía que hacer algo para acabar con ese
Yahagi, y había pedido ayuda a la Dewaya.
—Quiero que vayas tú. Si tienen ganas de pelea, se la das. Si necesitas
ayuda, avísame —me dijo Muramatsu.
—¿Cómo? Pero si nosotros nos bastamos para poner orden. Ya verás —
le respondí yo con vanidad.
El padrino Ito estuvo muy contento. Nos trató a cuerpo de rey y
nosotros nos sentimos como marqueses. El caso es que se ocupaba de
nosotros de una forma tan extraordinaria porque tenía que salvar su zona de
influencia. Cada noche la pasábamos bebiendo con las mejores geishas de
la ciudad.
Cuidándonos de aquel modo, hizo que nosotros nos sintiéramos
obligados. Si los de Yahagi tenían ganas de pelea, nosotros estábamos
dispuestos a dársela; los esperábamos en guardia. Pero no hubo ni un
indicio de que eso fuera a suceder. Y es que, por mucho que se hubieran
hecho fuertes, no eran más que yakuzas rurales de nuevo cuño. Cuando
supieron que habían llegado refuerzos de Tokio, se apocaron.
El padrino Ito me dijo:
—Eiji, parece que la cosa se va a arreglar. Relajaos y pasadlo bien.
En cualquier caso, parecía que Ito no tenía ninguna intención de pelear.
Lo que él quería era alejar a Yahagi del barrio de prostitución. Kamezo se
puso de mal humor por la indolencia del padrino. Pero a mí me habían
enviado para ayudarle y no podía entrometerme, así que decidí tomármelo
con calma y me dediqué a dejar pasar los días.
Me alojaba en pleno barrio de prostitución, en una zona muy animada,
con cafeterías y restaurantes de tipo occidental, entre ellos uno que se
llamaba Hyodoken donde, además de comida, tenían granizados y gelatina.
Un día que hacía mucho calor me atrajo la banderola que anunciaba
«Helados» ondeando en el exterior, y no pude evitar entrar en la tienda.
—Dame un granizado de lo que sea —dije.
Mientras me secaba el sudor con una toalla, levanté la cabeza y vi, ahí
de pie, a una mujer que cortaba la respiración. Llevaba el pelo recogido en
forma de hoja de ginkgo, y vestía un quimono de rayas con un delantal
blanco encima.
Al día siguiente volví. Era justo la hora del almuerzo y estaba lleno. Ella
me vio.
—Hola, ¿tú aquí? —me dijo, y se sonrió.
Estaba al frente de las camareras, trabajando diligentemente. Sus
movimientos tenían un atractivo imposible de explicar con palabras. Su
frente era blanca y despejada, tenía los ojos rasgados y un rostro que
parecía querer decir algo. De las mangas del delantal le sobresalían unos
brazos delgados que brillaban lustrosos. Me quedé sentado en mi silla,
mirándola embobado.
Al día siguiente fui de nuevo y, como siempre, estaba lleno.
—¡Qué calor hace estos días! —me dijo ella poniendo unos ojos
risueños.
Estuve un buen rato ahí sentado. Cuando me di cuenta, ya no había
nadie más en el local; la mujer estaba sentada en una silla en un rincón.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—Son las tres —me respondió ella sosteniendo una bandeja contra el
pecho.
Su cabello proyectaba sombras sobre unos mofletes casi transparentes, y
el rojo de sus labios algo gruesos era de una belleza inenarrable.
—¿Te molestan los que se dedican a divertirse?
—Tú eres de la Dewaya, ¿verdad?
—Si te molesta, no vendré más.
—Al propietario le da miedo.
—O sea que molesto.
—En la esquina hay una cafetería, ¿sabes? Pues espérame ahí.
Y así empecé a intimar con Omitsu. Pero en eso nuestra relación llegó a
oídos del padrino Ito, que llamó a Kamezo.
—Dile a Eiji que esa mujer tiene detrás al señor Makuda. Si se acerca a
ella, nos traerá problemas —le advirtió.
Según había oído Kamezo, el tal Makuda era el brazo derecho del señor
Omiya, un pez gordo de la zona. Era un jefe de la construcción bien
conocido en Kanto.[56] En ese mundillo, si alguien mencionaba al señor
Omiya de Nikko, no había nadie que no supiera de quién se hablaba. Según
el padrino Ito, Makuda tenía la intención de convertir algún día a aquella
mujer en su concubina.
—Hermano, tienes la cabeza llena de mujeres. Ya sabes que la otra vez
el padrino se enfadó.
—Aquello no tiene nada que ver con esto.
—¿Tú crees? Me parece que no es tan distinto.
—¡Cállate ya, pesado!
—Si se entera el padrino, se volverá a enfadar.
Kamezo estaba realmente preocupado por mí. Y yo también quería dejar
las cosas claras. Así que me cité con Omitsu en el sitio de los granizados, y
le pregunté directamente:
—¿Es verdad que estás con un hombre que se llama Makuda?
Omitsu negó con la cabeza, comió una cucharada de granizado y se
quedó mirándome fijamente. Yo seguí:
—Si cojo lo que es de otro, no podré ir con la cabeza alta.
—No hay nada, de verdad, él está casado.
—Ya veo —dije, y me hice una idea de lo que pasaba.
Hacía mucho calor; aunque estuviera quieto, el sudor se deslizaba
chorreando sobre mi piel. También de su frente y el nacimiento de su
cabello surgían gotas de sudor. Se sacó un pañuelo del escote, alargó el
brazo y me secó la frente.
—¿Qué piensas hacer? —me preguntó.
—¿Con qué?
—A partir de ahora.
—Eres tonta.
—Pues sí.
Nos comimos una gelatina, le di una propina al mozo del local y le pedí
que fuera a llamar a Kamezo.
—A partir de ahora lo dejo todo en tus manos, haz las cosas como es
debido —le dije, y se puso lívido.
—Hermano, si haces eso te meterás en un lío. Ahora que puedes
convertirte en alguien importante, ¿por qué lo estropeas?
—¿Crees que puedo ser un buen yakuza si le tengo miedo a un albañil?
—Sí, vale. ¿Pero qué piensas hacer?
—Primero, pienso ir a hablar con el hermano Okada.
Me marché con Omitsu a Tokio, la dejé esperando en la pensión y me
fui a ver a Okada. Él escuchó mi relato de los hechos y, de golpe, me
reprendió:
—¿No ves que eso no puede ser? Las cosas no pueden quedar así. No
hay duda de que el padrino se enfadará. De todos modos, ahora todavía se
puede hacer algo. Devuelve a esa mujer rápidamente.
Yo hice una reverencia y regresé a la pensión.
Ahora creo que yo tenía algún problema mental. Coger a la mujer de
otro, desoír las advertencias de un hermano mayor y huir sin tener adonde.
De quien hace eso solo se puede decir que es muy tonto. El problema era
que yo tenía muy claro que no quería separarme de aquella mujer. Y estaba
incluso resignado a que me expulsaran de la Dewaya.
Cogí a Omitsu, montamos en un tren y nos fuimos en dirección a
Saitama. Anduvimos por aquí y por allá, por tantos sitios que no merece la
pena mencionarlos uno a uno. En el balneario de Yudanaka estuvimos más
o menos medio mes. Fue la única vez que pudimos relajarnos un poco y
tuvimos la sensación de ser una pareja de verdad. Pero eso de ver todos los
días la montaña, no sé por qué, no me permitía sosegarme.
—Si quieres, puedo trabajar aquí como criada —me dijo Omitsu.
—Cállate, tonta —le dije yo, y nos volvimos a poner en marcha.
Fue un viaje duro, pero ella no se quejó ni una sola vez. Cuando nos
quedábamos sin dinero, yo me iba a saludar al padrino yakuza local y este
me daba una propina. Aunque también había muchos que, aunque los fuera
a saludar, no me daban nada. No sentían ninguna obligación, no había nada
que hacer.
Por supuesto, a ella nunca la llevaba, la dejaba esperando en algún
restaurante cercano e iba solo; tenía que ir mientras era de día ya que, si iba
de noche, no me recibían: formaba parte de la costumbre.
En la puerta saludaba de la forma que es debida entre yakuza, algo que
en las películas parece muy interesante, pero en realidad resulta bastante
complicado. Según lo que dices y cómo lo haces, ven qué tipo de persona
eres. Yo hacía el saludo, el padrino me recibía y me daba el dinero. Y así
podíamos ir tirando.
Pasaron más de tres meses desde que habíamos huido en agosto.
Eramos dos personas que se gustaban y estaban juntas; se podría pensar que
no había nada mejor que aquello. Sin embargo, huir es penoso. Cuando
llueve es muy desagradable. Los caminos de campo de la época no estaban
bien para caminar; toda la vía era como un arrozal, si llovía con fuerza se
transformaba en un río. Corría el agua enlodazada, y al caminar el barro te
salpicaba hasta el culo. Si llevabas unas sandalias altas de madera, se te
metía entre las alzas y no te dejaba mover. No podías estar igual que en las
películas, caminando tan tranquilo con una mujer en medio de la lluvia bajo
un paraguas.
No tenías otro remedio que quedarte todo el día encerrado sin hacer
nada en el segundo piso de una pensión barata.
Por muy enamorados que estuviéramos, no podíamos pasar todo el día
abrazados sobre el futón. Nos estaban buscando y estábamos cansados, así
que tampoco nos apetecía. Finalmente, nos quedamos sin un céntimo.
Alguna vez nos encerrábamos en un santuario local a pasar la noche sobre
una simple estora de paja. Era un territorio desconocido, no sabíamos dónde
estaban los santuarios. Buscábamos a alguien del lugar y le decíamos:
—Mi padre lleva tiempo enfermo, estamos peregrinando para pedir
ayuda a los budas y a los dioses. ¿Podría decirnos si por aquí hay algún sitio
donde podamos pedir el favor divino?
En todo pueblo o ciudad había un dios protector local. Nos decían:
—Vayan a pedir a ese dios de ahí.
Lo buscábamos y, por la noche, nos metíamos dentro y dormíamos. No
eran sitios donde fuera cómodo dormir. Era verano, nos picaban los
mosquitos y lo pasábamos muy mal. Los mosquitos son algo terrible.
Aunque te tapes con el quimono, te pican desde fuera. Podríamos haber
quemado un repelente, pero dentro de los templos no se puede encender
fuego ni hacer humo. Si la gente del pueblo lo hubiese visto, nos habrían
denunciado a la policía. Por eso, aunque nos picaban, no podíamos hacer
más que aguantarnos.
Cuando teníamos tanta hambre que no lo soportábamos, llegamos
incluso a robar. Cogíamos sandías y nos las comíamos. Otra cosa era el
maíz, como no teníamos donde asarlo, lo masticábamos crudo.
Lo raro es que no nos pusimos enfermos. En cuanto a la colada, si se lo
pedíamos, los campesinos nos dejaban usar sus pozos. También nos dejaban
algún barreño donde lavábamos la ropa interior; la tendíamos y, con solo un
quimono puesto, esperábamos a que se secara. Antes, los viajeros no eran
nada raro. Si llegaba uno, los campesinos le daban té, le dejaban coger agua
y lo trataban con amabilidad.
Pero, también desde antiguo, les decían: «Al final, los viajeros se
convierten en el abono de los árboles del camino». Por muy fuerte que
fueras, caminabas cada día sin destino. Y el cuerpo y la mente se te
agotaban. Como solía decirse, viajar era triste y doloroso. Si seguíamos de
ese modo, enfermaríamos y caeríamos muertos en el camino. Ver a Omitsu
se me fue haciendo cada vez más doloroso. No quedaba ningún vestigio de
la época del Hyodoken. Si no se hubiera enamorado de mí, en ese momento
estaría vistiendo un bonito quimono, viendo una obra de teatro o una
película, llevando una vida placentera y divertida. Lo pensaba y me ponía
triste. Un día, caminando junto al río en Sano, provincia de Tochigi, le dije:
—Vuelve sola a casa de tus padres. Yo ya me espabilaré.
—Prefiero morir a volver.
Era noviembre, y el viento azotaba con fuerza. Ella se puso a llorar y yo
me irrité. «Mañana vamos a separarnos», decidí. Esa noche nos adentramos
en una pequeña montaña y dormimos abrazados.
Cuando, al salir el sol por la mañana, me desperté de frío, me di cuenta
de que no estaba. Alrededor todo eran árboles muertos. Hay una expresión
que dice «se te enfría el corazón»; era perfecta para la ocasión.
«Habrá huido», pensé, y tuve una sensación indescriptible, entre rabia y
tristeza. Tenía intención de separarme de ella, pero que huyera me
enfureció. Los humanos somos incomprensibles. Me centré y la busqué por
los alrededores, pero no la encontré. «No hay nada que hacer», pensé, y me
senté sobre una roca del santuario. Entonces, a lo lejos, la vi caminando a
toda prisa hacia mí por un camino entre arrozales.
—¿Dónde has ido? —le pregunté, y me quedé sin fuerzas.
—Me han dado unas bolas de arroz.
Abrí un paquete hecho con corteza de bambú; había cuatro bolas.
—¡Qué raro que te las hayan dado! —le dije.
Me contó que las había cambiado por el broche de su fajín. Mientras
comía, pensé que aquello no podía seguir de ese modo, no había
escapatoria. Le dije:
—Seguir así es demasiado penoso. Yo pronto me convertiré en un
yakuza de verdad, y te iré a buscar sin falta. De momento, regresa a tu casa.
Ella lloró, pero terminó por aceptar.
La acompañé hasta Koiwa, volví a Funabashi y entré en un restaurante
donde me conocían.
—Disculpe, ¿me puede prestar un cuchillo? —pedí, y un cocinero con
una toalla anudada en la cabeza me dijo:
—¡Señor Eiji, qué raro! ¿Para qué lo quiere?
—Lo voy a usar aquí mismo, no te preocupes, te lo devolveré enseguida
—le respondí.
Tomé el cuchillo prestado, cogí entre los dientes una punta de un cordel
que tenía preparado con la mano derecha; así la otra punta, lo enrollé con
fuerza en el meñique de la mano izquierda, lo anudé con fuerza y, con el
cuchillo, me lo amputé. El cocinero se quedó atónito, pero a mí me dolía y
no podía preocuparme por él. Corté una punta de algodón de mi faja,
enrollé el muñón, pedí un papel para envolver el dedo cortado y salí. No
sabía si bastaría para que me perdonaran, pero ya no había vuelta de hoja.
Me fui a donde Makuda pensando «Que sea lo que Dios quiera».
—Con permiso —dije, y junto a la criada salió un hombre joven—. Soy
tal y tal, y he venido a pedir disculpas —le dije, y le di el dedo cortado
envuelto en el papel.
—Espere un momento ahí —me respondió, y se fue para dentro.
No sé si Makuda estaba ahí. Del fondo se oían voces de mujeres
hablando entre ellas. El dolor iba creciendo y empecé a sudar hasta que se
me empapó el quimono.
Al cabo de un rato, el hombre volvió y me dijo de una forma
extraordinariamente cortés:
—El padrino dice que vale, que con esto es suficiente.
—¿De verdad? Muchas gracias —dije yo mientras hacía una reverencia.
Había saldado la deuda y me había quedado sin fuerzas. Me fui
directamente hacia Asakusa. En el camino, me pregunté por qué habían
aceptado mis disculpas tan fácilmente. Lo medité mucho, pero no logré
comprenderlo. Después se me ocurrió que, tal vez, mi padrino también se
había disculpado.
Cuando llegué, él, que había regresado de Oiso, me miró y me dijo:
—Ya te has convertido en alguien. Ahora no vuelvas a darte rienda
suelta.
Eso fue todo. En cambio, tuve que tragarme los sermones del hermano
mayor Okada. El hermano mayor Muramatsu ni siquiera se enfadó. En
lugar de eso, me dijo:
—Eres todo un personaje —vio que me estaba aguantando el dolor y se
preocupó por mí—. Te voy a recomendar a un buen médico —añadió, y se
tomó la molestia de escribirme una carta de recomendación para un cirujano
del Hospital de Yoshiwara.
Por cierto, a ella no la volví a ver hasta mucho después. Y es que sabía
lo que pasaría si lo hacía. Los hombres somos débiles ante los llantos de las
mujeres. Por eso no fui a verla. Oí el rumor de que, algún tiempo después
de aquello, ella se había escapado de casa de sus padres. Pero yo estaba en
la prisión de Maebashi. Aunque hubiera ido a Asakusa para verme, no nos
habríamos encontrado.
Tercera Parte
El sábado por la tarde, después de terminar mis
visitas, se presentó Hatsuyo.
—No sabía si venir en sábado, pero él me ha
dicho: «El doctor siempre pasa por la noche, y estaría
bien que, de vez en cuando, viniera a tomar ni que
fuera una taza de té mientras es de día. Ve a ver si
puede».
—¿Cómo le va la fiebre?
—Lo habitual. Poco a poco va comiendo normal.
Creía que ya no iba a recuperarse, pero es más fuerte
de lo que parece.
Entré en el salón. En la mesita había una bandeja
para arreglos florales. Pero no tenía agua, en el
centro había una piedra grande, irregular y azulada.
Él llevaba un quimono de seda marrón con una faja
de sarga negra.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Dicen que es una piedra para hacer jardines en
miniatura.
Acerqué la cara a la piedra que estaba en la
bandeja.
—¿Puedo cogerla?
—Adelante.
Estaba formada por diversas capas duras.
—Tiene hierba, ¿verdad?
—Sí. Es que está viva. Me la dieron hace
cincuenta años. Yo ya había hecho muchas tonterías y
había agotado la paciencia del padrino. Un día me
llamó y me dijo:
»—Eiji, ocúpate de esto.
»Me sorprendí y le pregunté:
»—¿Cómo dice, padrino? ¿Cómo tengo que
ocuparme de este pedrusco?
»—Cada día, por la mañana y por la noche, la
riegas.
»Me quedé atónito. Pero era una orden del
padrino, y no tuve más remedio que llevármela a mi
habitación. Por la mañana y por la noche la regaba.
Un día dejé de hacerlo. Luego, no sé cuando, la perdí
de vista. Así pasaron varias décadas, hasta que, sin
esperarlo, reapareció.
—Últimamente?
—Hace unos ocho años. Por mi hermano menor
Kamezo, que murió de cáncer de pulmón. Un mes
antes de morir, me llamó y me preguntó: «Hermano,
¿te acuerdas de esto?». Yo dije «¡Vaya! ¿Dónde
estaba?», y Kamezo me explicó: «Cuando entraste en
Maebashi, pensé que, si la dejaba ahí, desaparecería,
así que la metí en mi baúl de mimbre. Y me olvidé.
Más tarde, una vez que mi mujer estaba ordenando
mis cosas, salió. Pensé que, si no te la devolvía ahora,
iría a parar de nuevo vete a saber dónde. Por eso te
he hecho llamar». Era franco y tenía buen corazón;
nunca pensé que se iría antes que yo. En todo caso, le
estoy agradecido por habérmela guardado. Al
envejecer, me da la impresión de que he comprendido
lo que me dijo el padrino, y cada día la riego por lo
menos una vez.
Con una manta sobre la pierna que le dolía y los
brazos ligeramente cruzados en el pecho, observaba
fijamente aquella piedra azulada.

CUCHILLO DE CARNICERO
—Me metieron en la cárcel de Maebashi a los veintiséis. Maté a un hombre,
y pasé ahí dentro algo más de cuatro años.

Llevaba una chaqueta acolchada sobre el


quimono, y en el cuello una bufanda. Estaba apoyado
sobre una silla para tatami. Fuera, el viento hacía
silbar los cables eléctricos sobre el tejado.

Con el gran terremoto se destruyó el Ryounkaku, la torre de doce pisos de


Asakusa.[57] Al norte estaba el llamado Estanque de las Calabazas.
Alrededor se alineaban los prostíbulos. Yo llevaba un garito que estaba ahí
en medio. Era un día cálido de lo más duro del verano, de esos en que sudas
aun estando sentado. Hacia el mediodía, el hermano Muramatsu me llamó
para hacerme una petición:
—Eiji, ¿podrías ocuparte de alguien por un tiempo?
—¿Qué clase de tío es? —pregunté.
—Tú conoces al hermano Tomi, de Shinagawa, el que se cuidó de mí,
¿verdad? Pues tiene un crupier, uno que se llama Kiyomasa que dicen que
es muy hábil. Pero se ve que ha tenido algunas riñas y no se lleva bien con
los hermanos jóvenes de ahí. Me ha preguntado si no podríamos ocuparnos
de él en Asakusa hasta que se calme.
—Ya veo.
—Pero, donde estoy yo, está el padrino. Y ya conoces su estado. No
quiero que tenga problemas cerca.
Era una petición de mi hermano mayor, así que acepté sin poner ningún
reparo. Ya le hablé sobre los crupieres cuando le conté lo de los gancheros.
En las apuestas, el suyo es el trabajo más importante. Según la habilidad del
crupier, un garito florece o se mustia. Los hombres que hacen ese trabajo
son valiosos. Mi garito era muy pequeño. Kamezo hacía de crupier. Y, por
más indulgente que sea con él, no puedo decir que fuera hábil, así es que
esperaba con interés la llegada de aquel hombre.
Sin embargo, al instante, tuve un mal presagio. Justo en el momento en
que vi su cara, me di cuenta de que no era la persona con la que uno quiere
compartir la comida. Y, de acuerdo con mi corazonada, terminé por tener
que matarlo. Es algo inquietante.
Cualquier persona tiene suficientes motivos para matar; y también los
demás tienen razones para matarla a ella. Pero es imposible saber la verdad
a partir de las palabras. Una vez hecho, es fácil inventar una explicación.
Los yakuzas matamos por razones lógicas; el honor, el bien del clan;
esos son los motivos principales. Sea como sea, yo me di cuenta de que la
presencia de Kiyomasa sería perjudicial para el clan. Si yo no era capaz de
mantenerlo bajo control, no podría considerarme a mí mismo el hermano
mayor de mis hombres, ni presentarme ante el padrino sin sentir vergüenza.
Pensé que tenía que hacer algo. De entrada, ni se me pasó por la cabeza
cometer la tontería de matarlo. Tenía un problema, sabía que tenía que
deshacerme lo antes posible de ese tío, aunque no lo podía eliminar tan
fácilmente, porque mi hermano mayor Muramatsu había aceptado hacerse
cargo de él atendiendo la petición de otro hermano. Por lo tanto, decidí
esperar un tiempo y ver qué pasaba.
El incidente definitivo se produjo unos dos meses después, aunque la
semilla de la discordia ya estaba plantada. Se veía que aquello terminaría
mal. Hay un dicho que reza: «Odia al monje y odiarás su hábito»; es
completamente cierto. No me gustaba ni lo que hacía ni lo que deshacía
Kiyomasa. No me gustaba nada. Y seguro que a él le sucedía lo mismo
conmigo.
En cuanto al aspecto, era un tío atractivo, alto y con una cara agradable.
Tenía la nariz grande, las cejas bien delineadas y unos modales intachables.
Creo que era lo que se conoce como un hombre apuesto. Pero estaba claro
que miraba a la gente por encima del hombro.
«Me pongo en sus manos», me dijo haciéndome una reverencia y
echándome una mirada de reojo al levantar la cabeza. Vi que sus ojos me
estaban diciendo: «¿Te crees que puedo llamar hermano mayor a un
jovenzuelo como tú?».
Yo acababa de cumplir los veinticinco, él tenía siete u ocho años más, y
eso le haría sentir orgullo. Pero en ese mundo la edad no cuenta. Hay
hombres que, a pesar de tener ya años, solo pueden hacer de tabique de
letrina; en cambio, hay jóvenes que podrían ser la columna que aguanta la
casa. Ahí ser mayor no le servía de nada.
Tampoco se podía decir fácilmente que fuera un inútil, y eso era un
inconveniente. La verdad es que, aunque era un tío arrogante, como jugador
era hábil de verdad.
Para probarlo, lo puse como crupier. Su manera de hablar y de controlar
el juego era magistral; hacía que la competición avanzara. Con su voz grave
y aterciopelada, invitaba a jugar de una forma realmente convincente a los
clientes, que se animaban y no paraban de apostar.
El ambiente del garito se tensaba tanto que parecía que podían verse los
dados dentro del cubilete. Se convirtió en alguien popular, nuestros jóvenes
le llamaban «Kiyo» y le mostraban su respeto. Él se ocupaba de ellos, así
que, por algún tiempo, las cosas marcharon bien. Sin embargo, poco a poco
se le fue cayendo la piel de cordero.
Aunque fuera hábil de verdad, se le notaba demasiado el orgullo. No es
por lo que dijera, se reflejaba en su mirada sarcástica; se veía que trataba a
la gente con sorna. No sé por qué ponía esa cara, sería su naturaleza, e
inconscientemente la mostraba en el rostro. Parecía que estuviera
divirtiendo a los clientes cuando, en un momento, se estaba riendo de ellos.
Aquella actitud hería de muerte al garito.
Un día sucedió lo siguiente. Era una noche en que había pocos clientes.
Kiyomasa me dijo:
—Encargado, hay pocos clientes, ¿qué te parece? ¿Por qué no jugamos
al chiipa?
—Podríamos. Pero hoy somos pocos, mejor dejémoslo para otra ocasión
—le dije.
Sonrió con malicia y me preguntó:
—¿Cuándo es en otra ocasión?
Aquello me enojó, pero le respondí:
—Bueno, pues pronto.
Y ahí se quedó la cosa. De todos modos, lo mire como lo mire, un tío
que decía esas cosas con tal desvergüenza delante de los clientes no podía
ser muy listo.
La gente es más simple de lo que se cree. Si la elogias, se pone
contenta; si la criticas, se irrita. Especialmente, en el mundo de los yakuzas.
Si te dicen delante de otros «¡No sabes hacer ni eso!», no tienes más
remedio que plantar cara.
En resumen, Kiyomasa me estaba diciendo eso mismo; se estaba
poniendo frente a mí para provocar pelea. Aunque, bueno, para una persona
normal posiblemente eso es algo difícil de entender. Déjeme que se lo
explique un poco. Para los jugadores que llevan un garito, el negocio
consiste en hacer que los clientes jueguen. Sin embargo, de vez en cuando
también juegan ellos mismos. Uno de nuestros juegos era el chiipa. Solo
algunos tipos muy particulares jugaban. Entre los yakuzas estaba reservado
a los profesionales.
Cuando había pocos clientes y muchos yakuzas, alguien decía: «¿Qué os
parece si jugamos al chiipa?» y algunas veces jugábamos entre nosotros. En
ese caso, pedíamos a la gente normal que se apartara de la mesa y
observara. A veces también abríamos un garito con el objeto expreso de
jugar al chiipa. No sé si hay entre los yakuzas de hoy en día alguno que
sepa jugar correctamente.
En el juego normal de dados se apostaba a par o impar con dos dados de
la misma medida. Para el chiipa utilizábamos cuatro, todos de tamaño
distinto. El más grande se llamaba daitow, el segundo, que era amarillo, se
llamaba nishuku, el tercero akappa, porque sus puntos estaban pintados en
rojo. Al más pequeño lo llamábamos chibiri. O sea que los dados que
utilizábamos para este juego eran distintos en tamaño y en color. La gente
que estaba alrededor de la mesa apostaba dinero a cada dado. El sistema de
apuestas es complicado y no lo voy a explicar. En cualquier caso, era
realmente divertido.
Como todos los jugadores eran especialistas, no era preciso crear
ambiente. El crupier no se ponía a decir en voz alta «¡Jueguen, jueguen!».
No hacía falta. Nadie hablaba. Hay un dicho sobre el silencio del bosque.
Pues bien, eso era justo lo que parecía. Las apuestas eran mucho mayores
que las habituales. Los contrincantes eran todos jugadores profesionales, su
forma de mirar era distinta. Solo se oía el ruido del dinero al ser depositado
y el roce de los quimonos. A su debido tiempo, el crupier decía «Vale,
aparten las manos», lo que significa «alejen las manos del dinero». Cuando
las sacaban todos, el crupier, en voz baja, decía «Se juega». Y así se movía
el dinero.
Este es el chiipa al que Kiyomasa sugirió que jugáramos. Ese tío sabía
perfectamente que no podíamos jugar en mi garito. Se juega a algo cuando
se reúnen los contrincantes apropiados para hacer la timba. Para el chiipa se
necesita que entren y salgan frecuentemente buenos padrinos yakuza y
jugadores profesionales. Para organizar una diversión de categoría tiene que
haber cierta fuerza y calidad. Él lo sabía, y quiso mofarse de mí.
Kamezo me dijo:
—Hermano, ¿vale eso? ¿Vas a dejar que te hable de ese modo? Se le va
a subir a la cabeza.
Para cerrar aquello yo le respondí:
—Ese tío me lo dijo en serio. Bueno, un día de estos podemos jugar,
¿no?
No soy el tipo de persona simple que puede dejar pasar algo como
aquello. Me dije «¡El muy cabrón!», y me lo guardé en las entrañas.
Pensándolo bien, lo de Kiyomasa era una lástima. Un hombre tan hábil
como él no tenía ninguna necesidad de presumir delante de los demás. Si se
hubiera quedado callado, todos lo habrían mirado pensando «ese es alguien
importante, si no estuviera él, este garito no se sostendría». Naturalmente, la
gente hubiera empezado a llamarle hermano mayor y se habría convertido
en una de las columnas que sostenían nuestro clan.
Pero era el tipo de hombre que quiere lucir más allá de lo necesario.
Todos lo despreciaban y pensaban: «Mira a ese, menudo idiota». Y
empezaron a no querer relacionarse con él.
Yo tenía intención de ir a decirle al hermano Muramatsu que no podía
ocuparme de él, justo cuando se metió en un lío. Fue por una nimiedad. Una
noche, después de emborracharse, orinó sobre el cartel de un prostíbulo. Era
a altas horas de la madrugada, pensaría que nadie lo había visto. Lo cierto
es que el local estaba cerrado y no se dieron cuenta. Sin embargo, lo vio una
chica de la verdulería de enfrente. Si solo hubiera sido una vez, la cosa no
habría tenido mayor importancia. Pero es que orinaba sobre los carteles de
la zona cada vez que bebía. Y había cogido esa fama. Un día, uno de
nuestros hombres llamado Mitsu había pasado por ahí y la chica lo había
parado para hablarle:
—Oye tú, uno que está con vosotros cada noche va orinando sobre los
carteles, por aquí y por allá. Hasta los perros se saben comportar mejor. Si
le permitís que haga eso, la reputación de vuestro padrino va a caer por los
suelos —le advirtió.
Mitsu se sorprendió de oír aquello y dijo:
—Me sabe muy mal. Por favor, présteme ese cubo.
Lo llenó de agua y limpió los carteles. Luego fue a pedir perdón a los
jefes de los negocios de la zona. Más tarde me vino a ver y me contó lo que
había pasado.
—Hermano, esto no se puede permitir —dijo.
—Ya veo. Yo ya tenía pensado ir a hablar con el hermano Muramatsu.
Bueno, de momento, hay que tener un poco de paciencia y aguantarse —lo
calmé yo.
Pero Mitsu estaba picado y fue en su busca.
—Oye, tú, Kiyo, por mucho que te emborraches, si haces eso vas a
ensuciar el buen nombre de nuestro padrino —se quejó.
Cualquier otro hermano hubiera pedido disculpas dócilmente y se habría
calmado. El, en cambio, no lo hizo, se le subió la sangre a la cabeza y dijo
gritando:
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Te has juntado con la verdulera para espiarme?
Mitsu se sulfuró, y le respondió también a gritos:
—¡Serás cabrón! ¡Cabronazo! Te trato con deferencia porque eres
mayor y encima tú vas y te jactas. ¿Qué forma de hablar es esa? Los
cabrones como tú no valen ni una mierda.
Al oírlo, Kiyomasa le dio a Mitsu un puñetazo en la cara con todas sus
fuerzas.
—¡Te voy a matar! —reaccionó el otro, y lo agarró.
Bueno, en esa ocasión Kamezo se puso en medio y los separó;
Kiyomasa vino a pedirme perdón, y la cosa se calmó. Kamezo me dijo:
—No podemos tener más aquí a ese cabrón. Hay que echarlo cuanto
antes.
Los demás opinaban lo mismo. Pensé que Muramatsu lo aceptaría;
decidí ir a hablar con él al día siguiente, pero no tuve ocasión, porque ese
mismo día se produjo otro incidente. Cuando comenzó, yo no estaba. Me
contaron que se puso a incordiar a Mitsu diciéndole que lo llevara adonde la
verdulera que lo había visto orinar. Mitsu le preguntó qué pensaba hacer, y
el otro le respondió, con los ojos salidos de las órbitas, que eso no era de su
incumbencia, y que se limitara a llevarlo.
Mitsu le dijo que era un cabrón y un inútil, y Kiyomasa empezó a
golpearlo. Los que estaban alrededor intentaron sujetarlo, pero era muy
fuerte y no pudieron. Kamezo vino enseguida a buscarme, yo acudí, y lo
que siguió no fue nada parecido a una reyerta como las que salen en las
películas, ni nada que merezca ser contado con detalle.
En resumen, se le subió la sangre a la cabeza y perdió los estribos. Se
fue a la cocina, cogió un tridente y se puso a arrinconar con él a Mitsu. Yo
quise detenerlo. De repente se volvió y vino hacia mí. En verano, con aquel
tridente trinchábamos el hielo que metíamos en las almohadas que
usábamos para echar la siesta. «¡Te voy a matar!», gritó, y se abalanzó
sobre mí. Yo cogí un cuchillo de carnicero que había ahí y se lo clavé en el
pecho. Lo llamábamos el quebrantahuesos porque cortaba más que una
catana. Le cortó las costillas y se le clavó en el corazón. La sangre brotó,
salpicó y me dejó completamente rojo.
A la policía la avisó una profesora de danza que pasaba por ahí
casualmente. Llegó una multitud de agentes y detectives. El mayor de ellos
inspeccionó el lugar y me preguntó:
—¿Has sido tú, Eiji?
—Sí, he sido yo —respondí.
Tanto los agentes como los detectives me conocían, y no me pusieron
las esposas.
Desde el centro de detención me llevaron a la cárcel de Ichigaya y me
juzgaron. Entonces me di cuenta de verdad de lo buena persona que era el
padrino de la Dewaya. Lo que él hizo no lo haría nadie más. Fue de aquí
para allá removiendo cielo y tierra para presentar una petición al tribunal.
Junto al hermano Muramatsu, recorrió Asakusa, incluyendo Nakamise,
para recoger cientos de firmas. Cuando un detective me contó que el
padrino, a pesar de estar enfermo, había ido de tienda en tienda, agachando
la cabeza y logrando apoyos, se me saltaron las lágrimas; y ahí, en el centro
de detención, junté las manos y recé por él. No solo reunió firmas de sus
vecinos, sino que fue a ver a los padres de Kiyomasa y les presentó una
petición en la que estos solicitaban para mí una condena menor.
Kiyomasa era el hijo de un tratante de madera de Meguro. Se hizo
amigo de unos granujas y se empezó a torcer, robó dinero en casa y abusó
de mujeres. El padre, resignado, le pidió a un padrino de Shinagawa que lo
tomara a su cargo. Se había dado cuenta de que Kiyomasa era ese tipo de
persona y que no tenía remedio.
Su petición decía algo así: «Sabíamos que algún día sucedería. Lo
extraño es que haya vivido hasta ahora. Ha causado molestias al padrino
que se ocupaba de él, y ha terminado por empuñar un arma blanca. Era
inevitable que muriera. Ni sus padres ni sus hermanos le guardamos rencor,
solicitamos que no lo acusen de un delito grave.»
Eran sus padres. Por muy villano que fuera su hijo, seguro que no
estaban contentos de su muerte. Se supone que tenían que odiar a la persona
que lo había matado. Pero mi padrino quería lograr que mi condena fuera
suave, y consiguió la intercesión del padrino de Shinagawa para que hiciera
que los padres de Kiyomasa firmaran aquella petición al tribunal.
Además, también movilizó en mi favor a un diputado llamado Okubo
que tenía su feudo en Asakusa, y que habló con abogados e hizo varias
gestiones por mí.
Pasó un año hasta que el tribunal dictó sentencia. En lugar de asesinato,
me condenaron a cinco años de cárcel por lesión con causa de muerte. Los
incidentes de ese tipo entre yakuzas se saldaban normalmente con cinco o
seis años. Me metieron provisionalmente en Sugamo, y más tarde me
mandaron a la prisión de Maebashi. Como había cumplido un año en
preventiva, pasé cuatro en Maebashi. Los transportes de reos no se hacían
en automóvil sino en tren. Si los trasladados eran muchos, se usaba todo un
convoy. En mi caso éramos pocos. Nos pusieron en varios vagones, de
forma que no pudiéramos estar en contacto con los pasajeros normales.
LA DANZA DE LA GELATINA
TEMBLOROSA
—Doctor, usted no sabe cómo es una cárcel por
dentro, supongo.
—Pues un poco sí.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
—Cuando los detenidos se lastiman o están
enfermos, nos llaman de la cárcel y vamos a
visitarlos.
—Ya veo. ¿Y cuál es su impresión después de la
visita?
—Es muy interesante; tratan de engañarnos.
—¿O sea que fingen?
—Sí. Por supuesto, muchas veces están mal de
verdad, pero algunos aparentan enfermedad para
engañarte, y lo hacen realmente bien. «Me duele, me
duele», dicen, y parece que suden de dolor y todo; si
te despistas, te la pegan.

—Ja, ja, ja. Sí, es verdad. Ahí hay algunos que se las saben todas, a un
médico inexperto se la deben colar más de una vez. Pero hay médicos y
médicos. En Maebashi, donde yo estuve, había uno a dedicación completa,
un hueso duro de roer. Aunque los reclusos sufrieran, no se daba ninguna
prisa. Por la noche nunca se levantaba. Los certificados de defunción los
escribía él mismo, pero casi todo lo demás lo dejaba en manos de los
carceleros. Nosotros estábamos resignados. Caer enfermo significaba el
final.
Lo que destacaba de Maebashi era el frío. Lo recuerdo como si fuera
siempre invierno. La cárcel estaba en las afueras de la ciudad, justo al lado
del río Tone, que se oía fluir. Por la noche, con el estómago vacío, el ruido
del agua resonaba en los oídos hasta el punto de doler. Al norte se veía en el
cielo la silueta del monte Akagi, desde donde bajaba un viento frío.
Alrededor de la cárcel había un muro de ladrillo de unos cinco metros y
medio, y dentro se formaban remolinos. El ruido que hacían también te
hacía sentir frío.
En Sugamo las celdas eran de doce hombres, en Maebashi de seis. Por
la noche dormíamos en el tatami sobre un futón delgado. Era muy pequeño,
no tenía ni un metro de ancho, solo unos ochenta centímetros. Y de largo
tendría un metro setenta. Yo soy alto, los pies me sobresalían. El edredón
era un poco más grande, pero lo habían usado durante tantos años que había
perdido la guata del interior. La que quedaba, la habían cardado una y otra
vez, así que estaba endurecida y aplastada. Además, no estaba aplanada
uniformemente, se agrupaba formando islas aquí y allá. Donde el relleno se
juntaba, tenía grosor; y donde no, quedaba solo la tela. Con el futón pasaba
lo mismo. Si digo que dormir no era nada cómodo, me quedo corto.
En esa cárcel yo trabajaba montando sobres. De entre los que lo
hacíamos, unos quince éramos yakuzas. Hay un dicho según el cual «un
yakuza preso es como un cucharón para estiércol al que le hayas quitado el
mango». Es una broma tonta que significa que, al no haber modo de
cogerlo, no vale nada. No va desencaminada del todo.
Un yakuza, cuando estaba fuera de la cárcel, no se dedicaba a nada
honrado, y cuando estaba dentro tampoco podía trabajar. Por supuesto, no
nos iban a poner a organizar timbas. Pero tampoco nos podían dejar sin
hacer nada, nos enseñaban labores fáciles de aprender. Sobre todo, a montar
sobres. Se seguía un proceso sencillo, ideal para un yakuza.
Cuando me metieron, había uno a quien llamábamos Kan-chan. Era el
padrino de la zona de Kiryu y su nombre era Kanjiro Shingu. Pronto nos
hicimos íntimos, y después de salir de la cárcel mantuvimos la relación
mucho tiempo. También había un yakuza de Tokio al que llamaban Kenji
Muraoka, aunque su verdadero nombre era Goichi Okakura. Él y yo nos
hicimos hermanos. Muraoka mantenía una estrecha relación con la Kodama
Kikan.[58] Entró en la cárcel un poco después que yo. Además, estaban
Tsunegoro y Namiji, otros dos yakuzas que eran como mis secuaces y me
ayudaban en muchas cosas.
Hasta el final no supe por qué habían metido a Muraoka. A Kan-chan lo
encerraron por un crimen que no había cometido.
—Fue un disparate —me dijo mientras montaba sobres a mi lado—.
Los detectives vinieron a mi garito y dijeron que les diera dos pistolas.
Hermano, ¿tú has tenido una pistola alguna vez? No, ¿verdad? Claro que
no. Esta vez estás aquí porque usaste un cuchillo cortahuesos. ¡Qué pasada!
—Eso no es nada.
—Eres muy modesto. Bueno, pues, «no tengo pistola», insistí. Pero
ellos no cedían. «Si no tienes, cómprala. Y llévala a comisaría. Si no lo
haces, haremos una redada en tu garito», me amenazaron. Aquello me irritó
de verdad. Y les dije «si quieren hacerlo, háganlo». Los policías, que ya
sabes que son gente íntegra, pues esa misma noche vinieron e hicieron la
redada. Justo cuando abría el garito, me detuvieron sin ninguna dificultad.
Y aquí estoy.
Kan-chan estaba realmente enfadado. Lo habían querido incriminar para
aumentar la calificación de las investigaciones en la zona. A mí también me
sucedió exactamente lo mismo después de salir. Fue en 1938 en el garito de
Uguisudani. «Saca la pistola», me dijeron. Aquello había venido de arriba,
de jefatura. Les habría llegado la información de que los yakuzas teníamos
armas, y habían elaborado un plan para confiscarlas todas. Pero en mi garito
no había, no podía hacer nada. «Si no tienes, las compras, pero entrégalas»,
me dijeron. Si insistía en que no tenía, me las vería igual que Kan-chan.
Consulté a unos hermanos y me dijeron que una pistola costaba trescientos
cincuenta yenes. Compré dos. Era el dinero que costaba una casa, pero no
tenía alternativa. Enseguida las entregué a la policía. Me dijeron «buen
trabajo» y ya está, ni me dieron las gracias ni me castigaron.
De aquel modo me hice uña y carne con Kan-chan; siempre hablábamos
durante el trabajo. Lo hacíamos en voz baja, pero demasiado
frecuentemente. Los carceleros terminaron por enfadarse y nos castigaron.
Fue el día después de una nevada. Cuando había nevado hacía mucho
más frío que otros días. Por la noche helaba más y te venían ganas de ir a
orinar. Cuando estabas a punto de coger el sueño, alguien se levantaba.
Cuando uno terminaba, iba otro. Pasabas toda la noche pendiente. Pero en
algún momento me dormí. Más tarde oí que un carcelero me llamaba.
«¿Qué pasa, a estas horas?», le dije. «Sal», me ordenó, y yo obedecí
lentamente. Y, sin darme aviso, me puso las esposas.
«¿Pero qué pasa? ¿Qué puedo haber hecho en plena noche?», grité, y
otro funcionario me golpeó. «¿Qué puedo haber hecho mal, pensé?»; tenía
que ser por charlar con Kan-chan cuando creíamos que no nos veía el
vigilante. Me sacaron de allí a rastras, me hicieron andar por el pasillo a
oscuras y me metieron en una habitación de hormigón. A medio camino,
aparecieron otros funcionarios que traían a Kan-chan. Dentro de la
habitación había una pequeña piscina. «Entrad ahí», nos dijeron. Del techo
colgaba una pequeña lámpara.
«¡Y no remoloneéis!», gritó el carcelero. Estábamos esposados, no
podíamos hacer nada. Pero ya era una noche tan fría que te hacía temblar. Si
me metía en el agua, podía morir. Miré un instante a Kan-chan y él me miró
a mí. En ese momento me empujaron; antes de poder gritar, estaba ya
sumergido en el agua. No era muy profunda, pero los pies resbalaban y no
me podía tener en pie. Tenía las manos muertas, se me paró la respiración y
tragué mucha agua. El carcelero tiró de las esposas y me arrastró hasta dejar
mi cara al borde de la piscina, y más o menos pude respirar al límite. Pero
—no sé cómo decirlo— ya no se trataba del frío, el sufrimiento era tal que
estaba a punto de perder el conocimiento.
Justo sobre mi cabeza, me dijo: «¿Qué, te vas a portar bien?». Yo no
podía ni hablar, pero me salió un «¡Cabrón!». Me pateó la cara con la bota y
me hundí de nuevo. Cuando me levantó por segunda vez, me volvió a
preguntar «¿Te vas portar bien o no?», y ya no pude decir nada más. No
podía ni respirar. En algún momento me sacaron. Tenía el cuerpo tan rígido
como si llevara una armadura. Los bajos del quimono me goteaban. Es algo
raro, pero no sentía frío, sino como quemaduras en todo el cuerpo. Sin
embargo, al volver a la celda y meterme en el futón, no podía dejar de
tiritar. Es increíble que nos hicieran pasar por aquello y no muriéramos.
Kan-chan estuvo una semana en cama con fiebre.
Hablando del frío, pasábamos mucho cada día, a la vuelta del trabajo.
Era cuando veíamos la «danza de la gelatina temblorosa». Los vestuarios
estaban en el pabellón que quedaba entre nuestras celdas y el taller. Allí era
donde nos quitábamos la ropa de trabajo y nos poníamos la de recluso. Las
ventanas del vestuario estaban abiertas de par en par, el viento de fuera
soplaba hasta dentro. En medio de aquella corriente de aire gélido y seco,
nos desnudábamos completamente.
Primero te llamaban por el número: «Número tal». Y el que lo tenía se
desnudaba, levantaba las manos por encima de la cabeza y se quedaba de
pie con las piernas abiertas. El carcelero daba la vuelta para comprobar que
no llevara nada. Por supuesto, en ese momento no llevábamos ni taparrabos.
Cuando había terminado la inspección, nos poníamos la ropa de presidiario.
Era una mierda de ropa, la habían dejado en un estante durante todo el día,
estaba llena de mugre. De vez en cuando la lavábamos, pero sin jabón, solo
pasándole el agua. Tenía acumulada la mugre de muchos años, que se
enfriaba y se convertía en hielo. Y eso nos lo poníamos directamente sobre
la piel. Naturalmente, el cuerpo se te ponía a tiritar. La cara, la mandíbula,
la barriga, las manos y los pies temblaban tanto que, si estabas al lado, lo
veías claramente. Se habla de un frío que no te deja mantener los dientes
quietos. Pues era exactamente eso. Aunque quisieras hablar, la barbilla te
temblaba, y no podías.
Es extraño, no lo podías parar ni que te esforzaras. Aunque quisieras
aguantarte, no lo lograbas de ningún modo. Incluso los más valientes
tiritaban. Entre nosotros, a eso lo llamábamos «la danza de la gelatina
temblorosa» o «la gelatina trepando a un árbol», porque eso era lo que
parecíamos, trozos de gelatina temblando.
No había ventanas de cristal, sino paneles correderos de madera con
barrotes y láminas de papel que envejecían, se ponían amarillentas y se
rompían. Y por la grietas entraba soplando el viento. Aquel edificio era de
1888, estaba viejo por todas partes. Las separaciones entre celdas y pasillos
también eran paneles correderos de madera con barrotes, quizá reliquias de
las antiguas cárceles.
Yo compartía celda con cuatro hombres. El más veterano era un
reparador de paraguas llamado Toyama. Otro era el profesor Matsuda.
También había un vendedor de fósforos de quien no recuerdo el nombre. A
Toyama el paragüero le robaron la mujer. Bueno, lo abandonó, y él la mató
y lo detuvieron.
Estando en una celda, a cualquiera se le pone cara de mísero, pero él
tenía un aspecto especialmente lastimoso. En el centro de su cara redonda,
una nariz pequeña se levantaba igual que si fuera un túmulo funerario. Los
ojos le caían hacía los lados como babosas, era un pusilánime que siempre
estaba atemorizado por los guardias. Pero no creo que fuese por estar dentro
de la cárcel. Sin duda también era de aquel modo fuera de ella.
Toyama y su mujer vivían desde hacía tiempo en la parte trasera de una
carnicería caballar. El año del incidente había llovido tan poco que —en
medio de aquella corriente de aire gélido y seco— el negocio les fue fatal
incluso durante el mes de las lluvias. Los paragüeros nunca ganaban mucho
dinero; cuando les iba mal, no podían ni comer. Así que se puso a ayudar en
la carnicería; iba andando a comprar caballos.
El que robó a la mujer de Toyama fue un limpiador y reparador de
pipas. Un día, cuando volvió de comprar caballos, ella ya no estaba.
Pasaron varios días y no regresaba. Cuando ya se había resignado, un día
que llovía, por la parte de atrás de la carnicería oyó el silbido del reparador
de pipas. Extrañamente, Toyama estaba haciendo la reparación de un
paraguas que le habían encargado. Pero tuvo un inquietante presentimiento,
dejó por un momento el trabajo y salió fuera. Justo enfrente de la puerta
había un río, más allá un camino estrecho. Por la embarrada vía andaba el
reparador de pipas tirando de su carro, mientras emitía aquel sonido raro. Y
detrás del carro lo seguía una mujer.
—«¿No es esa mi mujer?”», pensé. El corazón me latía con fuerza, en
medio de la copiosa lluvia, ella avanzaba tambaleándose bajo un pequeño
paraguas. Me abalancé con toda mi energía, enseguida la alcancé, le dije
«Ven aquí» y tiré de ella. El reparador de pipas me dijo «¡Qué haces!», pero
yo lo derribé de un golpe, seguí tirando, cruzamos el río de detrás de la
cuadra de los caballos y la llevé hasta un cementerio que estaba junto a la
ribera.
»Llovía a cántaros y las gotas rebotaban sobre las lápidas. Cogí a mi
mujer del pescuezo y la reprendí: “¿Qué pretendes hacer?”. Ella respondió:
“Ya estoy harta de ti. Me voy a separar”. “No digas tonterías. Tú y yo
hemos estado juntos desde que teníamos veinte años”.
»Se lo dije como si le suplicara, cogiéndola del escote del quimono.
Ella, a punto de llorar, me dijo: “Se acabó”.
»Y yo le pegué y le pregunté: “¿De verdad es el fin?”. Ella, empapada,
asintió con la cabeza varias veces sin decir palabra. Le pegué como si
estuviera loco. Es verdad, le pegué y la hice caer sobre una lápida. Pero, por
mucho que pensé en lo que había pasado después, no recordaba nada.
Cuando me di cuenta, estaba muerta y yo, sin ningún motivo, estaba de pie
con un paraguas en las manos.
—¿Era el paraguas que llevaba tu mujer?
—Ella estaba tirada frente a una estatua de Jizou.[59] Los charcos eran
totalmente rojos. Yo tenía el paraguas sin saber por qué. De la punta
goteaba sangre que iba cayendo sobre la lápida.
Toyama decía que a veces soñaba con su mujer. Pero,
inexplicablemente, siempre eran sueños agradables en los que ella estaba de
buen humor.
—Yo creo que mi mujer, en el fondo de su corazón, está contenta de que
la matara. Y es que está claro que estaba mejor conmigo que con el
reparador de pipas.
A Toyama lo condenaron a seis años de cárcel. Cuando yo lo conocí,
justo comenzaba el cuarto.
Otro recluso de la misma celda a quien recuerdo es el vendedor de
fósforos. Estaba ahí por robo. Tenía poco más de treinta años. Era un chico
guapo y estaba muy orgulloso de ello.
«A mí las camareras de la cafetería me llamaban el Gary Cooper de
Shitaya. Yo también creo que me parezco bastante». Lo decía sin rubor.
Ciertamente era alto y tenía la cara delgada. Si, en lugar de llevar la cabeza
rapada, hubiera tenido cabello, aun sin llegar a ser un Gary Cooper
seguramente estaría en el grupo de los hombres guapos.
Había un actor llamado Minoru Takada que actuaba junto a Kinuyo
Tanaka. Para mí se parecía más bien a él. Pero era uno de esos hombres de
carácter dulce: era indeciso y decía que no se le daba bien trabajar.
El que era interesante en esa celda era un adivino que se llamaba
Tadayuki Matsuda. Sus delitos eran apropiación indebida con estafa y
lesiones. Según él, encima de las lesiones le habían colgado injustamente lo
de la apropiación indebida con estafa. Se acercaba a los sesenta, ya
empezaba a estar calvo y tenía la cara cuadrada, con aspecto de funcionario
municipal o de director de escuela. Su padre era sacerdote sintoísta; se
puede decir que la educación que había recibido se le reflejaba en la cara. El
se autoproclamaba virtuoso de la adivinación. Lo fuera o no, no hay duda
de que conocía bien el tema.
«Yo no miro las marcas de la mano», presumía el maestro en la cárcel.
«Tampoco la fisonomía, ni la fecha de nacimiento». Preguntado por qué,
respondía: «Eso es para engañar a los niños». Nosotros inquiríamos: «¿Qué
diferencia hay entre la adivinación y la quiromancia?».
«Explicarle eso a un no profesional no sirve de nada», respondía el
profesor. Cuando te hablaba, su cara se volvía aún más cuadrada. Miraba
hacia ti y su rostro era la formalidad hecha cara. En mi mundo no había
nadie especial como él; me hacía sentir como abrumado.
En circunstancias normales, estaba llamado a ser sacerdote sintoísta. El
caso es que dentro de la cárcel nos aburríamos, y hasta sus historias nos
servían para matar el rato. Hablábamos de todo, no solo de cosas difíciles;
no dejaba de ser un hijo de familia. Poco a poco nos fue contando su vida,
que era muy interesante.
Nos contó cómo se sintió empujado a la adivinación después de hartarse
de los seres humanos. Había encarrilado su vida trabajando seriamente,
pero cuando cumplió los cincuenta le cargaron injustamente el delito de
apropiación indebida con estafa, fue traicionado por sus amigos, lo dejaron
de lado sus parientes, se quedó solo, sin nadie que lo ayudara, y se convirtió
en una especie de anacoreta. Durante los diez años hasta su detención por
lesiones, vivió solo en un rincón de la ciudad.
—Yo vivía honradamente, y de golpe me trasformaron en un
delincuente. Me declaré inocente, pero no me hicieron caso. Hasta los
amigos de la infancia, aquellos con los que intercambiaba confidencias,
desaparecieron. Con eso me di cuenta de que había cosas para las que no
servía la fuerza humana. Y me puse a estudiar adivinación.
Una vez le pregunté al maestro si la adivinación acertaba, y él me
respondió: «Acierta. Pero, para que eso suceda, se tienen que dar unas
condiciones. Primero, cuando adivinas, la persona que viene a pedir no
puede estar en cualquier estado. Es necesario que tenga problemas y no
pueda hacer nada por su cuenta; y que quiera pedir con el corazón en la
mano. El suyo y el mío tienen que estar en perfecta sintonía».
»Otra cosa importante es que yo no piense que quiero ayudar a esa
persona o que quiera hacer que ese asunto avance de forma correcta. Eso de
que sea bueno escuchar mucho lo que dice el otro no tiene sentido. Para
saber cómo funciona el mundo, es importante escuchar mucho y poner la
sabiduría en funcionamiento. Pero para la adivinación no. La sabiduría es
un don humano que no incluye la solución a los problemas. El adivino no
puede usar ni sabiduría ni sentimientos. Si tiene en la cabeza sus propios
pensamientos, su adivinación no tiene ningún sentido.
—Si no puede usar sus pensamientos, ¿de dónde sale la adivinación?
—Dicho fácilmente, el adivino tiene un método para conocer el
sentimiento celestial. La gente normal no lo comprende. Y tampoco el
adivino lo ve directamente, ni puede escucharlo en palabras. Hay
instrumentos, por ejemplo, las varitas de bambú o los trigramas. Su uso es
difícil, no voy a explicarlo, pero cuando se está adivinando se producen
cambios en esos instrumentos, y el adivino los lee.
»En astrología, quiromancia o fisiognomía, la gente que más o menos
ha estudiado obtiene unos resultados similares. Con los adivinos es distinto.
Leemos ahí donde no llega la sabiduría de la gente, accedemos al territorio
de los dioses. Para entrar en él, hay que tener la mente y el corazón en
blanco. Lo que ocupa en ese caso el vacío es adivinación certera. Y se
refleja en instrumentos como la varita de bambú o los trigramas, que las
personas normales no entienden qué significan. Son marcas simbólicas. El
adivino las traduce al lenguaje de la gente. Por supuesto, eso no lo puede
hacer cualquiera. Yo tampoco; todavía no he alcanzado la plenitud.
Escuchando las historias de otro mundo del maestro Matsuda dejábamos
volar nuestro corazón. Incluso después de salir de la cárcel, seguí
relacionándome con él.
Había pasado un año desde mi ingreso cuando murió el padrino de la
Dewaya. Estaba enfermo de los pulmones, yo me había resignado a que no
viviría mucho tiempo. Pero cuando llegó la noticia de su muerte, no sabía
qué decir. Tristeza no es la palabra apropiada para expresarlo. «Estás
abatido. No es propio de ti», me dijo Kan-chan de Kiryu, preocupado por
mí. Y es que estaba realmente rendido.
Las desgracias nunca vienen solas. Cinco o seis días después, me llegó
la noticia de la muerte de la mujer del padrino. No podía creerlo. Él estaba
enfermo, y yo había asumido que aquello llegaría. Pero ella tenía poco más
de treinta años y estaba bien de salud. No podía creer que hubiera muerto
por enfermedad. Y si no era por enfermedad, tenía que haber sucedido algo.
Pero yo no sabía nada. Estaba irritado todo el tiempo, hasta que vino a
visitarme Kamezo y comprendí muchas cosas.
Según él, la causa de la muerte del padrino fue la adicción a la morfina.
«Cada día venía el médico y le inyectaba calmantes, pero la enfermedad de
los pulmones se le extendió por todo el cuerpo. Sufría de algo que no se
podía ver. Y, como le dolía tanto, ella le inyectaba morfina».
El padrino sabía que le quedaba poco tiempo, así que llamó junto a su
lecho a su hermano Sekine, y a sus otros hermanos y secuaces más
importantes. Como sabe, Sekine fue el fundador de la Matsuba-kai[60] y era
uno de los yakuzas más destacados. Él y el padrino eran, desde hacía
tiempo, hermanos con el mismo rango. El padrino pensaría que era
necesario pedirle ayuda para evitar problemas después de su muerte.
Le dijo lo siguiente:
—Hermano, parece que yo ya no tengo mucho tiempo por delante. Solo
me queda hacerte esta petición: cuando me muera, considera a Muramatsu
el heredero de la Dewaya. Y, a partir de ahora, no hace falta que vuestra
relación sea de sesenta a cuarenta; pero como mínimo que llegue a un
setenta a treinta. Hazle de hermano mayor y échale una mano.
Sekine, pensando que esa era la última voluntad del padrino, le
respondió:
—De acuerdo, haré lo que pueda para mantener en buen lugar el
nombre de la Dewaya. Muramatsu tiene capacidad suficiente. No hay duda
de que sabrá ser un buen heredero. En cualquier caso, hermano, no tienes de
qué preocuparte. A partir de ahora, me ocuparé de él como de un hermano
menor. Puedes estar tranquilo.
Con eso el padrino se debió de quedar suficientemente tranquilo. Al
cabo de poco, perdió el vigor y estaba todo el tiempo en el futón. El dolor
que sufría era muy fuerte. Tenía los huesos infectados y, al mover el cuerpo,
se le quebraban y le dolía mucho. Las inyecciones del médico ya no le
bastaban. Le pidió que le dejara la morfina, y era su mujer quien se la
inyectaba.
No era difícil obtener morfina u otras drogas. No era como ahora, que
hay que hacerlo clandestinamente. Si querías, el médico te las recetaba. Lo
de las drogas se puso duro después de la guerra, con la entrada del ejército
de ocupación. Antes, si conocías a un médico, las obtenías fácilmente. Así
es como el padrino terminó por convertirse en adicto. Cada vez estaba más
débil. Fue entonces cuando le dijo a ella:
—Estoy muy agradecido por todo lo que has hecho por mí. Pero,
cuando me muera, tú todavía serás joven. Tienes que pensar qué vas a hacer
con tu vida. Tienes que ser feliz. Estando yo vivo, recibes muchas ayudas,
pero a partir de ahora no será lo mismo. Tienes que tenerlo claro y vivir
hábilmente, procurando no ser una carga para los demás.
En ese momento, Kamezo estaba junto al lecho con dos o tres personas
que habían acudido preguntándose qué iba a decir el padrino. Al oír esas
lamentables palabras se pusieron a llorar. Por mucho que él muriera, nadie
pensaba hacérselo pasar mal a ella. Le gustaba coser y le hacía todos los
vestidos, y también a nosotros nos había hecho una o dos prendas a cada
uno.
Era ese tipo de mujer. Todos la apreciábamos y le hacíamos caso
siempre que nos advertía de algo. Tras la muerte del padrino, cuando hubo
terminado el funeral, se fue a su propia habitación, se ató las dos piernas a
la altura de las rodillas con un cordón para quimono, y se suicidó
inyectándose morfina en el muslo.
Los padrinos que habían acudido a rendir sus respetos —continuó
Kamezo—, al ver que ella había desaparecido súbitamente, se extrañaron.
El hermano Muramatsu nos dijo que no era correcto que ella no estuviera y
nos mandó a buscarla. Fuimos todos en su búsqueda por todas partes.
Cuando la encontramos muerta en su habitación, se produjo un alboroto
considerable. No era la esposa del general Nogi.[61] «¿Por qué ha tenido que
morir?», pensaban incluso los otros padrinos, estupefactos. Se armó un gran
revuelo.
Ella le inyectaba morfina hasta dos o tres veces por día. Y dicen que se
sentía culpable. Habrá gente que dudará y se preguntará si es posible que
estas cosas sucedan en el mundo de los yakuzas. Pues bien, no hay ni pizca
de mentira. Pero, aun así, es una historia lamentable. Sinceramente, a mí me
vinieron ganas de llorar. El padrino fue muy cruel al llevársela. Fue la única
vez que sentí rabia contra él.
Por mucho que me afectara aquello, estaba dentro de la cárcel, y no
pude ir a rezar ante su tumba. Tenía que salir cuanto antes. Pensaba que su
alma no descansaría en paz si yo no iba a encenderle incienso y ponerle
flores. Eso me dio las fuerzas para cumplir la pena lo antes posible; me puse
a ello con todo mi empeño.
RECLUSO DE PRIMERA CLASE
El saludo que nos hacíamos por la mañana en el taller era más o menos así:
—Eh, ¿cómo está hoy el tiempo en la montaña?
—Bueno… no está nada mal. Totalmente despejado, muy agradable.
Lo de la montaña parecía referirse al monte Akagi, pero en realidad
representaba a los carceleros. Si estaban de buen humor, se decía que el
tiempo era bueno. Si estaban de mal humor, decíamos que estaba lloviendo.
Otras versiones eran que estaba nublado, que hacía viento, que había
tormenta, que el tiempo se había arreglado, que estaba despejado pero
llovía… Observábamos con verdadera minuciosidad el humor de los
vigilantes, porque si era malo teníamos problemas. Y con el saludo
matutino nos lo comunicábamos.
«Hoy hace muy buen tiempo. Creo que ayer por la noche los dioses de
la montaña se portaron bien, están riendo». Si la cosa iba de ese modo, los
reclusos nos quedábamos tranquilos. Aunque nos relajáramos un poco,
harían la vista gorda. Si, en cambio, el tiempo era malo, estábamos todos
tensos, ya que en ese caso los carceleros aplicaban las reglas a rajatabla, y
lo pasábamos mal, no nos permitían ningún error. Teníamos que ser
puntuales, no podíamos relajarnos, era realmente agotador. Cada día
mirábamos cómo estaba el tiempo en la montaña, y nos preocupábamos o
nos quedábamos tranquilos.
Por supuesto, entre los reclusos también había algunos para quienes el
humor no tenía ninguna importancia. Eran los que se obstinaban y no se
dejaban doblegar. Sin importarles si ganarían o perderían, se libraban
ciegamente a pelear como si fueran perros salvajes. A muchos no les
esperaba nada bueno cuando salieran. No tenían esposa ni hijos ni amigos
de verdad. Si los tiene, un ser humano puede soportar el sufrimiento que
está frente a sí.
Esos hombres sin esperanza siempre estaban irritados, y desafiaban a
los guardianes por cualquier cosa. Era una lástima, pero no podían hacer
amigos en la cárcel. Además, por supuesto, sufrían acoso. Los ojos les
sobresalían, se les adelgazaba la cara, y se quedaban en carne y huesos. De
entrada ya les faltaba humanidad. Encima se enfrentaban sin ningún sentido
a la gente que los rodeaba y se les ponía cara de brutos.
Como siempre contrariaban a los carceleros, en invierno los metían en
la bañera de agua fría de la que ya le hablé. Cuando no era invierno, les
reducían las raciones de comida. Las cantidades que daban en la cárcel ya
eran pequeñas. Si se las reducían a un tercio, no lo podían soportar. Por
mucho que pensaran «¡A la mierda!», el cuerpo se les debilitaba, y
normalmente se volvían dóciles. Si todavía se resistían, los torturaban.
Llegados a ese punto, casi todos se volvían obedientes.
Aun así, había algunos que mantenían su actitud. Eran los que habían
encontrado en el enfrentamiento con los carceleros una mínima razón de
vivir. De cada mil reclusos, seguro que había uno o dos. No sé por qué. ¿Era
un problema de carácter o había otra explicación?
La mayoría de reclusos no eran tan tontos. Está claro, era una cuestión
de sentido común: a nadie le gusta estar tras los barrotes. El deseo de salir
rápido hacía que no llevaran la contraria a los carceleros aunque dijeran que
lo blanco era negro.
Yo me puse a considerar qué podía hacer para tenerlos de buen humor.
Como no tenía otra cosa en la que pensar, tuve muchas ideas. Comprendí
algo muy normal: que funcionarios e internos parecían pertenecer a mundos
muy distintos, pero que en verdad no lo eran. Por supuesto, a primera vista
se veía que unos eran los interrogados y otros los interrogadores. En ese
sentido, la diferencia era como entre el cielo y el infierno. Sin embargo,
bien mirada, no era tan grande.
Para empezar, los carceleros eran pobres. Su ropa era el uniforme, que
no era ningún lujo. Aunque no era de tan mala calidad como la nuestra, no
hay duda de que ellos también pasaban frío. Comparada con la de los ricos,
la ropa de unos y otros no era tan distinta. También lo que comían dejaba
mucho que desear. Sus vidas terminaban sin haber probado las uvas de
Alejandría, y la comida ordinaria tampoco era nada del otro mundo, solo un
poco mejor que la nuestra.
Sus viviendas eran pequeñas. Al lado de la cárcel, está claro que eran
más soportables, pero los que tenían una familia numerosa se veían
obligados a vivir hacinados. Sus mujeres e hijos vivían frugalmente y
vestían ropas llenas de parches. En resumen, eran muy pobres.
Supe sobre estas condiciones reuniendo información de mis
compañeros. Entre ellos estaban los llamados «exteriores», que hacían
trabajos fuera de los muros. Eran especiales (a los normales no los sacaban
fuera bajo ningún concepto). El trabajo se hacía en grupos sometidos a
vigilancia. No podías salir de las zonas designadas. Si te convertías en un
recluso ejemplar, la cosa cambiaba completamente; te permitían andar solo.
Llevabas un brazalete y, dentro de los muros, podías andar, hasta cierto
punto, con cierta libertad. Los que tenían permiso para salir contaban con
una confianza especialmente extraordinaria. De entrada, eran hombres a
quienes les quedaba poco tiempo de presidio, en medio año o algunos
meses estarían libres. Además, habían tenido un comportamiento
extraordinariamente bueno durante el cumplimiento de la pena, los venía a
ver la familia y no suponían ningún riesgo de fuga.
Sin embargo, incluso esos reclusos, cuando salían fuera, iban
acompañados de carceleros; pero no llevaban esposas. Hacían trabajos
diversos: barrer los alrededores de la residencia de los carceleros y limpiar
las alcantarillas, reparar muros, recoger la basura de los carceleros, llenar
las bañeras y, a veces, por encargo de las mujeres, cuidar el jardín o limpiar
el suelo de los pasillos.
Los vecinos de los alrededores —incluso los que no vivían en la
residencia— estaban acostumbrados a los presos, y no tenían ningún
problema. Ni adultos ni niños se atemorizaban o se reían de aquellos
hombres vestidos con uniformes desgastados de color ladrillo. Al final yo
también estuve entre ellos, por eso lo sé.
«Eh tío, vamos a jugar a pasarnos la bola», me invitaban pegándose a
mis piernas. Los niños eran una monada, era de agradecer que no nos
miraran de forma extraña.
El caso es que no eran pocos los reclusos que tenían información de
aquel tipo, y así conocíamos la forma de vida de los carceleros de pe a pa.
Sabíamos incluso la cantidad de azúcar que tenían en la cocina. Y me di
cuenta de que la comida era importante para controlar su humor.
Ya había observado que iban a la cocina «para catar» y comían un
bocado. La verdad es que no acudían a probarla, sino porque tenían hambre
y querían comer ni que fuera un poco. Estaban mal alimentados, querían
comer aunque fuera el rancho. Me pareció que, si les daba lo que les
gustaba, me los ganaría.
Aunque una cosa era imaginarlo y otra más difícil ponerlo en práctica.
Yo solo no podía hacerlo. Para que no fuera cosa de una vez, sino algo que
tuviera continuidad, necesitaba a una gran cantidad de compañeros. Pasó
algún tiempo hasta que conseguí hacerme amigo de los encargados de la
cocina.
Por supuesto, yo no pensaba únicamente en formas de engañar a los
carceleros. Deseaba con todas mis fuerzas salir cuanto antes de allí. Y para
eso trabajaba con ahínco. Por ejemplo, si una persona normal con hacer
cien sobres en un día ya había cumplido, yo me esforzaba por hacer
doscientos. Claro que yo no los montaba de cualquier manera, sino
exactamente conforme a la norma, sin que se saliera la cola ni se manchara
el papel. Lo hice cada día durante un año y medio. Con eso empezaron a
mirarme con otros ojos, fui subiendo de categoría y, en menos de dos años,
llegué a la primera.
Había diferencias claras entre reclusos. Estábamos divididos en cinco
categorías. La inferior era la de los «inacabados». No sé por qué los
llamaban así, posiblemente porque acababan de entrar y no terminaban de
romper con los males del mundo exterior. El caso es que, cuando entrabas
en la cárcel y comenzabas a trabajar, estabas en la categoría inferior, la de
los «inacabados».
Por encima estaban la cuarta categoría, la tercera, la segunda y la
primera. Pertenecer a esta última suponía que los carceleros te tenían mucha
confianza. Para empezar, tu ropa era distinta. Hasta ahí llevabas la de color
ladrillo, pero a partir de entonces te permitían, hasta cierto punto, llevar lo
que quisieras. El jornal que recibías por cada sobre que hacías lo podías
emplear en comprarte jerséis o ropa interior, y también podías recibir cosas
de fuera.
Yo, cuando alcancé la primera categoría, me compré un conjunto de
camiseta y calzoncillos largos de algodón. Tuve una sensación como de
estar en el cielo. Para una persona normal, comprarse y ponerse su primer
abrigo de piel supone una gran alegría, pero no es nada al lado de la que
tuve yo cuando me puse aquella ropa interior. Lo más importante fue que
pude dormir de un tirón. Por la mañana me levantaba descansado.
Realmente aquello era de agradecer. Aquello lo permitían porque formaba
parte del sistema de recompensas. «Si trabajáis con todo vuestro empeño,
tendréis todo esto, así que tomad ejemplo y haced vosotros igual», venían a
decir. Aunque llegaras a la primera categoría, si hacías el vago o no
respetabas las normas, te podían degradar de inmediato. Por fortuna, a mí
no me sucedió, y llegué a estar incluso por encima; era lo que se llamaba un
recluso «excelente», y en la manga llevaba una marca especial. Me llegaron
a dar dos. En todo el penal no había nadie más con tantas. Yo era el mejor
interno. Ejercía de capataz del taller, era una especie de asistente de los
guardianes.
Dos de ellos se encargaban de una gran cantidad de reos. Uno era el
principal y el otro, el asistente. El primero estaba sentado frente a una mesa
en un lugar alto desde donde veía todo el taller. Y el segundo iba rondando
todo el rato por la sala.
Aparte de ellos, había uno o dos instructores. No se trataba de
funcionarios, sino de civiles que venían cada día. Para nosotros eran muy
importantes. A parte de enseñarnos el trabajo, nos traían noticias del
exterior. Y no cosas antiguas, sino sucesos del día o de un día antes. Eran
una valiosa fuente de información. Como norma, no podían conversar con
nosotros de cosas que no se refirieran al trabajo. Pero eran humanos, y si
solo hablaban del trabajo se aburrían. Hablaban en voz baja y como si lo
hicieran para sí mismos. Nosotros procedíamos igual para hacerles
preguntas. De ese modo llegaban a nuestros oídos muchas informaciones.
No es que el vigilante asistente no se diera cuenta, sino que, si no nos
pasábamos de la raya, hacía la vista gorda.
Yo estaba al lado del principal, me ocupaba de las anotaciones.
Siguiendo sus órdenes, anotaba los datos de producción de cada hombre y
la cantidad general producida. Como había ido a la escuela secundaria de
comercio, la contabilidad no se me daba mal. Por eso me valoraba y me
encargaba más tareas.
Cada recluso tenía su cuadro de proceso. Era un pequeño cuaderno en el
que se anotaba la cantidad de trabajo y cómo lo había hecho. En el caso de
los sobres, se escribía cuántos había producido y de qué calidad. Eso me lo
dejaban a mí. Era algo muy importante. Según mi calificación, quedaba
registrado si el trabajo era bueno o malo. Me daba poder. Y lo usaba de
forma que, sin causar molestias a los demás, beneficiara a los que
consideraba mis amigos. Lo hacía de la siguiente manera.
Cada mes cumplían su condena y quedaban libres dos o tres hombres.
Las veces que más, en un mes llegaba a haber cinco o seis. Y a veces solo
era uno. En cualquier caso, habían estado trabajando allí y nos dejaban.
Pocos se marchaban el primero de mes, algunos lo hacían cuando habían
pasado diez o quince días. Dejaban la producción que habían realizado;
salían y se iban a un mundo en el que el cuadro de calificación de
producción no contaba para nada, y nos dejaban allí el producto de su
trabajo: sobres que no eran de nadie, pero habían sido producidos, y que
había que llevar al contratista a finales de mes. Yo se los atribuía a mis
amigos. Como apuntárselos todos a uno sería demasiado, los repartía; era
algo que podía hacer a discreción.
Los carceleros sabían que yo hacía aquello a mi manera. Pero no decían
nada. Pensaban que era bueno darles ese poder a los más valiosos. A
Kan-chan de Kiryu y a Kenji Muraoka, que había entrado más tarde, les
apuntaba bastantes sobres. Por supuesto, también les ponía muchos a los
que se habían convertido en mis hombres, Tsunegoro y Namiji. Tenía un
gran efecto. A pesar de que habían hecho solo novecientos en todo el mes,
veían que en el cuadro tenían mil doscientos, y enseguida se alegraban. Si
les hubiera quitado a otros su producción para añadírsela a mis amigos, se
habría creado un conflicto. Pero, como no era así, no pasaba nada. Además,
cada uno solo veía su cuadro y no tenía forma de saber si los otros se
estaban aprovechando. Si la cantidad que habían producido y la que
constaba coincidían, no podían quejarse.
A los amigos les hacía ese servicio, y al carcelero principal lo ayudaba
de otra forma: vigilando. Ellos controlaban los movimientos de los reclusos,
pero eran seres humanos, y a veces estaban cansados y querían echar una
cabezadita; cuando tenían mucho trabajo atrasado, querían hacerlo durante
la guardia. Eso era normal, humano. Yo, si comprendía que el principal
quería hacer otra cosa, le decía: «Oiga, jefe, no se preocupe, usted haga, que
ya me encargo yo». Él me decía «Me sabe mal», y se ponía a rellenar sus
papeles.
En realidad, era algo que no debían hacer durante la guardia. Les decían
que tenían que estar todo el tiempo con los ojos encima de los presos. Si los
sorprendía el jefe, recibían una reprimenda (los funcionarios se rigen por un
sistema jerárquico y no pueden rechistar). Yo les había hecho comprender
de antemano a Tsunegoro y a Namiji la situación. Sabían que, si se acercaba
el jefe, tenían que avisarme antes de que abriera la puerta. Namiji, que era
un experto en esas cosas, lo hacía contento. Cuando el jefe llegaba
caminando por el pasillo, el que se encargaba de la vigilancia mientras
trabajaba me avisaba. Y yo, en voz baja, decía:
«Oiga, el jefe viene para acá». El principal cerraba el cuaderno, se
levantaba de la silla y se ponía a vigilar por la sala. Y ahí llegaba su
superior.
«¿Cómo va, hay alguna novedad?», preguntaba.
«Sin novedad», respondía él mientras saludaba.
Así es como funcionaba, y por eso me valoraban.
ARROZ CON CURRY
Una cosa de la prisión que merece la pena comentar es la comida. Como se
la llama vulgarmente «olla apestosa», la gente normal debe de creer que es
algo tan malo que no se puede ni comer. Sin embargo, es un error garrafal.
Mientras estás ahí dentro te preocupa la cantidad, y no estás en situación de
quejarte por la calidad. Los internos esperan la comida con tantas ganas que
es algo que no puede explicarse con palabras. Ahora creo que ya no es así,
pero en la cárcel de aquella época también se castigaba o se recompensaba
con la cantidad de arroz. Y había de distintas categorías. Desde la primera
hasta la quinta. A parte de eso, según la actitud habitual del recluso, se le
reducía la cantidad. Podían comer el arroz de primera clase los que hacían
trabajo duro y los ejemplares. Estos últimos también eran tratados de forma
algo diferente en cuanto a la calidad del plato principal. Eran una clase
privilegiada. El trabajo duro era el que hacían los que se dedicaban al
cultivo, o sea los agricultores. Y los que llevaban el carro del estiércol. O
los peones de la construcción y los picapedreros. Estos comían en un
pabellón distinto. Los agricultores eran normalmente tipos alegres. Supongo
que tratar con tierra y verduras al aire libre hacía que se sintieran bien. Y,
para propina, su comida era de primera clase, lo que hacía que se sintieran
superiores.
Sin embargo, había una posición más elevada que la de esos
trabajadores. Por encima de ellos estaban los encargados de la cocina. Unas
decenas de hombres especializados en preparar rancho y que, por lo tanto,
podían probarlo y comer a escondidas cuando querían. Por eso estaban
todos bien alimentados y más gordos que el resto. Eran unos privilegiados,
y su puesto no se podía obtener por el mero hecho de tener experiencia. Los
escogían por criterios como su actitud durante la reclusión, que los visitara
su familia, que fueran de carácter dócil… Los cocineros eran el objeto de la
envidia de todos los demás.
Los que hacían un trabajo medianamente duro recibían comida de
segunda clase; si era ligero, de tercera. Los que pegábamos sobres
estábamos por debajo, comíamos la de la cuarta categoría. La quinta
normalmente no existía, era la de los que se resistían a la autoridad. Por otra
parte, el sistema dictaba que, si subías de categoría, también mejoraba tu
comida. El nivel del rancho y el del trabajo no necesariamente coincidían.
Entre los que pegábamos sobres había quien recibía de primera clase y
quien de cuarta, ahí estaba la diferencia. Estar en esa o en la inferior era
algo muy duro. Todo lo que se puede decir es que había un poco más que en
la ración para un gato; te quedabas siempre con hambre. Y trabajabas
pensando en subir.
El rancho se distribuía según los recipientes de acero. Sería interesante
conservarlos hoy en día. En la parte inferior tenían grabado el número. Por
supuesto, el de la primera era el más grande. Recibíamos nuestra ración
donde nos correspondía según nuestra categoría. Los cocineros traían el
arroz en unas grandes cacerolas que colgaban a ambos extremos de una
barra, y lo servían según correspondiera en los recipientes de hojalata.
«Eh, en fila», decían, y nos poníamos en fila india donde nos
correspondiera. Nadie abría la boca. Todos nos tomábamos en serio la
comida y guardábamos la formación mejor que si fuéramos alumnos de
primaria.
Los cocineros eran los encargados de servir el arroz, una operación
importante. Porque, por ejemplo, en el caso de la segunda categoría ponían
el arroz en una medida que llevaba grabado el número 2, calculaban la
cantidad y lo volcaban en el recipiente del recluso. Por norma, todos los que
pertenecíamos a una clase recibíamos la misma cantidad, pero en realidad
no era así. Había una gran diferencia según presionaran el arroz con fuerza
con la espátula o solo lo pusieran en el recipiente con una leve presión. Si
querían, ponían más o menos cantidad según sintieran o no simpatía. Eso
colocaba mucho poder en sus manos. Pero los rencores por culpa de la
comida también son algo terrible; en ningún lugar se veía más claramente
que allí. Para poner más cantidad no había ningún problema, para poner
menos había que tener una determinación considerable. Todos miraban
ávidos, no era fácil engañarlos.
«El muy cabrón le ha puesto a ese tío más de la cuenta; y a mí, sin
apretar. Es un cabrón», pensaban con rencor. Así que, aunque a algunos les
pusieran de más, si no había una razón especial, no le ponían a nadie de
menos.
El plato principal y la sopa los servíamos los reclusos modelo de cada
sección, o sea que teníamos mucha responsabilidad. Con la sopa de nabo o
con la verdura no había forma de ser parcial, pero con las batatas estofadas,
los dangos, el arroz con curry o la sopa de boniatos sí que se podía hacer de
más y de menos. Especialmente en platos como las sopas, donde se podían
esconder los dangos. Por ejemplo, en la sopa de judías rojas, en que había
dos para cada recluso normal y les ponías tres a los que te caían bien; o en
el curry, donde les echabas un trozo más de carne.
Había un dos o tres por ciento más de carne y dango de lo que
correspondía por número de internos; aunque hicieras esos amaños, seguro
que no faltaba. Yo intentaba ponerles de más a mis amigos, pero era un
trabajo duro.
Todos miraban fijamente la espátula pensando: «A mí no me la pegan.
Solo a ese le ponen más». Tenían todos los ojos clavados ahí como
chiquillos hambrientos, era realmente difícil engañarlos. Yo tenía la
habilidad de conseguirlo y me apreciaban mucho por ello.
Por ejemplo, había sopa de judías rojas dos veces al mes. Cuando sabían
que ese día tocaba, les cambiaba la cara. Aunque estuvieran trabajando, no
hablaban más que de eso.
Hasta los carceleros lo esperaban ansiosos, y no paraban de revolotear
por la cocina. «Pon bastante azúcar», te decían. O «la otra vez había
demasiada harina, esta vez podrías poner un poquitín menos». Cuando las
judías rojas estaban ya cocidas, te venían con un «déjame probar», y se las
comían. Eso era lo que sucedía con ellos. Los reclusos estaban ansiosos
desde la mañana pensando cuántos dangos habría, o si las judías no estarían
duras.
Cuando llegaba el momento, estaban tan contentos que, aunque los
vigilantes dieran la orden de «¡Coman!», no comían enseguida. Primero
olían, a continuación se llenaban las manos con el calorcillo del recipiente
y, finalmente, se llevaban la sopa a la boca poco a poco. Los dangos eran un
verdadero tesoro. No eran más que harina amasada, pero decían: «¿Qué tal
tus dangos?» y comparaban el tamaño con los de al lado. En realidad no nos
estaba permitido hablar, aunque en esos casos, si lo hacías en voz baja,
hacían la vista gorda. Poner más dangos de los que tocaban era difícil.
Cuando pensabas que lo habías logrado, venía un guardián y decía: «Eh,
aquí hay uno de más», y con unos palillos lo cogía y lo devolvía a la
cazuela. Eran profesionales, sabían lo que uno pensaba. Nosotros
intentábamos leer más allá y poner de más. Aquello era cien veces más
difícil que copiar en un examen. De vez en cuando teníamos éxito; el que
recibía de más se sorprendía. La cantidad establecida eran dos por recluso;
el que tenía tres estaba contento. Pero en el comedor no me podía dar las
gracias. Tampoco nos permitían hablar en el trabajo, teníamos que hacerlo
indirectamente en el jardín a la hora del ejercicio. La norma era salir una
vez al día para hacer gimnasia o caminar.
—Gracias por los dangos de ayer —me decía Muraoka
disimuladamente para que no lo oyeran.
—Nada, nada, si pudiera hacer más… El otro día no pudo ser, lo siento.
—No digas eso, solo con la intención ya me siento satisfecho.
Así es como una simple bola de pasta de arroz establecía una relación
especial entre dos personas. En el mundo de fuera, eso no se conseguiría ni
con un millón de yenes.
Gracias a mi privilegio como recluso excelente, yo podía hacerles el
pedido a los carceleros para que me compraran comida fuera. Cosas como
judías, galletas, manju o yokan.[62] No obstante, no me estaba permitido
darles esas cosas a los demás. La regla era que me lo tenía que comer yo
todo. Si descubrían que le había dado algo a otro interno, me despojarían de
mis privilegios. Esa era la norma. Pero no hacía falta comérselo todo
delante de los vigilantes. Si quería compartir la comida con otros reclusos,
no me resultaba imposible. Primero tenía que sobornar al asistente. Si había
comprado diez manju le daba cinco al que me los había traído. «Gracias una
vez más», le decía, y se los daba disimuladamente. Los carceleros tenían
todos salarios bajos y pasaban hambre; si se los daba sin que nadie lo viera,
lo aceptaban contentos. «Luego llévelos al taller», le decía, y él comprendía
enseguida. Los prisioneros no podíamos llevarlos. Entre el pabellón y el
taller estaban los vestuarios, era imposible pasar por ahí llevando algo. No
tenía otro remedio que hacer que me echaran una mano.
Al día siguiente, iba al taller y el funcionario me daba la caja donde
estaban los gráficos de procesos. Repartirle a cada hombre el suyo era mi
trabajo. Cuando recogía la caja, ahí estaban los manju. Ponía uno dentro del
gráfico de Muraoka y se lo entregaba. Al recibirlo, él se daba cuenta
enseguida por el peso y lo escondía rápidamente detrás de una bolsa.
Esperaba la ocasión, se lo metía debajo de la ropa de trabajo y, al cabo de
un rato, levantaba el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntaba el asistente.
—Quiero ir al baño.
—Vale —le decía, y lo acompañaba hasta la puerta.
Muraoka entraba en el baño y —a prisa y sin hacer ruido— se lo metía
en la boca. Después de hacer sus necesidades, volvía. De ese modo,
Muraoka y otros comieron muchas veces mis bollos. El profesor Matsuda,
viendo todo lo que hacía para dar de comer manju a mis amigos, me dijo:
—Los yakuzas sois más considerados entre vosotros que los padres con
sus hijos.
El profesor Matsuda no recibía nada ni de sus padres ni de sus
hermanos, debía de sentirse muy triste.
Como ve, yo llevaba bastante bien mi relación con los funcionarios,
pero los que lo hacían mejor eran los cocineros. Los otros internos decían
de ellos con envidia: «A esos no hay quien les tosa». El caso es que tenían
comida, no les faltaba el material para hacer sobornos. Los carceleros iban
periódicamente a vigilar a la cocina, y les decían:
—Oiga, señor, venga un momento —y lo arrastraban hacia un rincón
donde le tenían preparado el plato principal del día. Si había guiso de
pescado, amontonaban unas rodajas grandes en un plato como si dijeran
«Coma, coma, por favor», y el funcionario se ponía contento. Si hacía frío,
le servían sopa de judías rojas y le arrancaban una sonrisa.
Pero, si de pronto venía el jefe a vigilar y los descubría comiendo,
estaban perdidos. Alguien se quedaba vigilando, por si acaso. Había varios
hombres como yo. Nos llamaban «autónomos», teníamos una buena
calificación y se nos permitía andar solos, sin la compañía de los carceleros.
Los autónomos llevábamos un brazalete y éramos los que vigilábamos.
Hacíamos como que andábamos por allí y estábamos en guardia mientras el
funcionario comía. Si veíamos a lo lejos la silueta del jefe, hacíamos una
señal.
—Oiga, que viene su jefe —le decían los cocineros al verla.
Él se secaba a prisa la boca con la mano y preguntaba:
—¿Tengo algo?
—No, está bien, limpio —lo tranquilizaban, y salía lentamente.
Cuando llegaba el jefe, el funcionario lo saludaba con formalidad y le
decía: «Sin novedad». Ese era el sistema. Los cocineros tenían cogidos a los
carceleros, y estos no podían tratarlos mal.
Hacíamos todo lo que estaba en nuestras manos para poner de buen
humor a los carceleros, porque éramos todos hijos de su madre, deseosos de
salir lo antes posible o subir de categoría. Para eso necesitábamos contar
con la simpatía de aquellos hombres. Nos volvíamos tan serviles con ellos
como fuera necesario. En ese sentido, los vigilantes tenían sobre nosotros
un poder tan grande que ni el director de una empresa se les podía
comparar. «Cabrones», podíamos pensar de ellos, pero estábamos
consagrados en cuerpo y alma a respirar cuanto antes el aire de afuera, y les
obedecíamos en todo.
Por cierto, una palabra que se asocia con la cárcel es fuga. Y tiene
mucha relación con el rancho. Le voy a contar por qué. Es algo que requiere
de alguna explicación.
Lo que más se odia en un penal son las fugas. Es algo terrible para los
funcionarios y realmente grave para los internos. Para el que la lleva a cabo
puede ser un capricho, pero para los demás es la causa de grandes
molestias. Cuando yo estaba en mi cuarto año de condena, un tobishoku[63]
se fugó y creó un gran revuelo. Cruzó el muro y se escapó. Había una
distancia de unos seis metros que normalmente no se podía salvar.
Lo que sucedió es que estaban haciendo obras en un lado del foso y
había cascotes acumulados. El tipo se fijó y, mientras iba al retrete, se zafó
de la vigilancia, ató dos palos con el alambre que había entre los cascotes y
los usó para saltar. Por su oficio, con poco le bastó para superar sin ningún
problema la altura de aquel muro y subir. Era mediodía, estábamos
trabajando. El salió afuera y cruzó a la otra orilla del río Tone. Estábamos a
principios de primavera y tenía poco caudal; las condiciones eran propicias
para saltar. Huyó corriendo, mientras dentro se produjo, inmediatamente, un
buen jaleo. Los guardias se prepararon para salir en masa a buscarlo. A
nosotros nos dejaron a todos en las celdas. Según las normas vigentes, los
empleados de la cárcel tenían que ocuparse de la búsqueda durante tres días.
Tenían que avisar a la policía, pero a esta no le competía la búsqueda.
Posiblemente había un problema de orgullos dentro de la Administración.
En cualquier caso, durante tres días la batida la llevaban a cabo solos. Si no
lograban encontrarlo de ninguna forma, recibían apoyo de la policía.
Seguramente temían que, si en tres días no lo habían encontrado, era que
había huido a otra zona, y por eso pedían la ayuda.
Esa es la causa de que, cuando alguien huía, casi todos los vigilantes se
ponían a buscarlo y dejaban un retén mínimo. Cuando sucedía, no podíamos
ir a los talleres ni hacer ejercicio. Como no había suficientes hombres para
vigilarnos, teníamos que quedarnos en las celdas. Solo eso suponía ya un
gran sufrimiento, pero no era el único. La comida se volvía extremadamente
mala. No por falta de personal, sino por un problema económico. Porque
para buscar al fugado hacía falta dinero. Decenas de hombres tenían que
desplazarse para la búsqueda, y eso suponía un coste de transporte y
comida. Pero los fondos no estaban en ninguna parte. La cárcel tenía un
presupuesto anual muy ajustado, y con eso tenía que funcionar. No incluía
partidas para batidas. No estaban en ninguna parte porque una evasión era
algo que no se podía permitir ni considerar.
Para poder reunir el dinero de los gastos, recurrían al rancho. Por
ejemplo, si se suprimía el treinta por ciento de lo que costaba alimentar a
más de mil y algunos cientos de reclusos, se generaba una cantidad de
dinero considerable. El de un día no era gran cosa, pero el importe total de
un mes bastaba para sufragar los gastos de una jornada de búsqueda y
captura. Eso era lo que hacían. Un día de fuga suponía que desaparecieran
los fondos de alimentación de un mes. Si la evasión duraba dos o tres días,
era terrible.
Todos los internos que quedaban rezaban para que atraparan al fugado
cuanto antes. A aquel tobishoku lo apresaron al segundo día, pero no lo
devolvieron a nuestra cárcel. Porque la ira de los reclusos a los que les
habían reducido la comida por su culpa era tal que los funcionarios, aunque
quisieran, no podían protegerlo. Cuando terminó su juicio, lo mandaron a
otro penal.
Por supuesto, el rancho empeoró. La carne del arroz con curry
desapareció totalmente, y la frecuencia pasó de dos o tres veces al mes a
una sola. Como ya he dicho, a los presos les encantaba el arroz con curry. Si
por la mañana se enteraban de que «al mediodía hay curry», se mostraban
alborotados. Calculaban la hora según el reloj del estómago, les decían
«faltan dos horas», y se morían de impaciencia. No solo los internos, los
funcionarios también; si sabían que ese día había curry, se ponían muy
contentos.
Por culpa de aquel empleado de la construcción, se redujo a una sola
vez al mes. Decir que estábamos decepcionados es poco. En nuestro estado,
si nos hubieran puesto al fugado delante, no habríamos podido evitar
pegarle hasta la muerte.
Y no fue únicamente el curry. También la sopa de judías rojas pasó de
dos veces a una, y el contenido se volvió más transparente. Es decir, una
evasión es algo que lleva a cabo alguien que solo piensa en sí mismo, que
es lo que hacen los peores seres humanos.
Ya ve, la comida en la cárcel era algo muy serio. Me dio mucho trabajo,
pero gracias a ella también hice amigos. Kan-chan de Kiryu solo estuvo un
año y medio dentro, terminó su condena mucho antes que yo. Antes de salir,
ya habíamos hecho la promesa de convertirnos en hermanos. Lo mismo que
con Kenji Muraoka; también él terminó antes que yo, y cuando salí estaba
junto a Kan-chan para recibirme.
EL CAPITÁN HASHIBA
Creo que salí de Maebashi en mayo de 1936, cuando tenía 31 años.
Acababa de producirse el caso Sada Abe; «Sada y Kichi, los dos solos»,
recuerdo que leí en los periódicos.
Al propietario de un restaurante, su amante lo había matado y le había
cortado las partes masculinas. Fue un suceso extraordinario. Los que me
vinieron a recibir frente a la puerta de la prisión —Muraoka, Kan-chan de
Kiryu, Kamezo, mi hermano mayor Shiro y el profesor Matsuda, que había
salido poco antes— no hacían más que hablar del tema. Kamezo me dijo en
broma:
—Hermano, en la época en la que estamos, si haces alguna tontería con
una mujer, no te bastará con amputarte un dedo, ten cuidado. Si te quedas
sin partes, por mucho valor que tengas, ya no podrás hacer nada.
Yo me reí, y le respondí:
—¡Serás capullo! Estoy respirando el aire de fuera por primera vez en
cuatro años. Me da igual Sada Abe o la diablesa Ohyaku.[64] Si es una
mujer, me vale cualquiera; tráeme dos o tres.
La verdad es que lo que me puso más alegre al salir fue poder ver a las
mujeres. Las veía pasar peinadas al estilo shimada y el cuello de la
camisola asomando en el pescuezo, y no podía evitar quedarme mirando y
pensar: «¡Qué bellas son!».
Sintiendo después de mucho tiempo aquella agradable sensación,
llegamos a Ueno y tomamos el tren hasta Kuramae. Cuando íbamos a coger
un rickshaw, pasó una compañía militar portando fusiles y marcando el
paso. Los estaba mirando en el momento en que apareció otra, también con
armas y marcando el paso.
—¿Qué es esto? ¿Practicas de desfile en la ciudad? ¡Menudo trabajo! —
dije yo.
—Es por el incidente. Deben ir a hacer instrucción —dijo Shiro.
—¿Qué incidente?
—Eiji, ¿no sabes lo del incidente? —me preguntó como sorprendido.
Me contó que en febrero se había producido un levantamiento militar.
Los oficiales jóvenes querían apoderarse del ejército, hubo un gran alboroto
y en Tokio se proclamó la ley marcial. Yo me mostré sorprendido, y dije
«Vaya, vaya». Lo cierto es que para mí era una noticia completamente
inesperada. Se trataba del Incidente del 26 de febrero. La mayoría de
sucesos llegaban a nuestros oídos dentro, pero yo no sabía nada de nada
sobre aquello. Ni los carceleros ni los instructores nos lo habían contado.
Sentí de nuevo la fortaleza de aquel muro de seis metros de altura.
Llegué a la Dewaya, saludé al hermano mayor Muramatsu y me fui
directamente a rezar ante la tumba del padrino. La ennegrecida lápida me
hizo sentir el largo tiempo que había estado ausente. Me quedé bastante rato
contemplando el nombre póstumo[65] sin que me saliera ni una palabra.
Al volver del cementerio, Muramatsu me dijo:
—Tengo algo que decirte, ven conmigo —me llevó al salón interior y
me habló con ceremonia—. Ya sabes que Kenkichi Okada se esfumó.
No me sorprendí, ya me habían informado de que el hermano mayor
Okada se había marchado. Según la explicación de Muramatsu, mientras
estaban en plena timba, cayó sobre ellos la policía y escapó.
—Era la cuarta vez que sucedía en el garito de ese, no había nada que
hacer —añadió frunciendo el entrecejo y cruzando los brazos.
—¿Y dónde está ahora? —pregunté.
—No lo sé ni yo. ¡El muy cabrón!
Kenkichi era un hombre valiente, no creía que hubiera huido por miedo
a la policía. Desde antes, su relación con Muramatsu era un poco tensa. Tras
la muerte del padrino, habría empeorado. A lo mejor esa era la razón de que
se hubiera esfumado. Pero era solo una suposición, y no había forma de
comprobarla, no servía de nada pensar en esto o en lo otro. Lo único cierto
era que aquello equivalía para el hermano Okada a una excomunión de la
Dewaya. Además, la policía iba tras él.
—Yo no tengo intención de buscar a Kenkichi, pensaba encargarte a ti
el garito de Uguisudani, si estás dispuesto a llevarlo —me dijo Muramatsu.
—Si me dices que lo haga lo haré. Pero, ¿están de acuerdo los hombres
de Okada?
—Dependerá de tu capacidad.
Mientras estaba dentro ya había pensado que aquello podía suceder.
—Si es así, déjalo en mis manos.
Acepté, y pasé a encargarme del garito.

—Doctor, ¿conoce usted Uguisudani?


—He estado para visitar el santuario de
Kishimojin.
—Ah, sí. Ahora por ahí hay una feria de asagao.
[66]

—Sí, el año pasado fui. Había mucha gente.


—A mí también me gusta. Por cierto, mi garito no
estaba por allí, sino cerca de la oficina de correos de
Kaminegishi, al lado del río Otonashi. En la zona
había mansiones con ciruelos y ruiseñores,[67] y se
hacían con ellos competiciones de canto. Pero esas
casas ya no existen.
—¿Y del garito queda algo?
—Ni rastro queda. Se quemó con los bombardeos,
el río se convirtió en un canal subterráneo y abrieron
muchas tiendas. Incluso para mí está irreconocible.
En mi época todavía quedaban casas de samuráis y de
gentes cultas y elegantes como Ugean[68] Era un sitio
muy agradable; es una lástima que quedara reducido
a cenizas.

Muramatsu me dio el dinero para abrir el garito. Y Kan-chan de Kiryu y


Kenji Muraoka —su verdadero nombre era Goichi Okakura— también me
ayudaron, y así pude arreglármelas.
Un año y medio después, Okakura se marchó a Manchuria. Antes de
irse dejó a mi cargo a una mujer llamada Osei y a su hermana pequeña,
Okoma. Me dijo: «Estas dos son mis hermanastras. Mientras esté fuera,
ocúpate de ellas». Aunque no sé si realmente eran familia. Porque él y esas
mujeres no se parecían en nada. El tenía la mandíbula ancha y la nariz
achatada, el cuello grueso y una cara característica que se te quedaba
grabada al primer vistazo. En cambio, Osei y Okoma tenían una
encantadora belleza natural. Eran dos mujeres a las que no se les podía
encontrar ningún defecto. Especialmente a la hermana mayor, Osei, que
además de ser bella era inteligente. Tenía la habilidad necesaria para
mantener la atención de los hombres. Los atraía hacia ella y, cuando le
convenía, huía. Y, mientras lo hacía, volvía a tirar de la cuerda. Era
extraordinariamente diestra escogiendo el momento.
Okakura alquiló una casa para Osei y Okoma en Kinshicho, me dijo que
me ocupara de ellas y se fue a Manchuria. Pero no había ninguna necesidad
de que yo las cuidara. Aquellas mujeres habrían podido manejar a su antojo
a cien hombres y vivir tan tranquilas.

—Después tengo que contarle más cosas sobre


Osei, de momento lo dejo aquí y voy a hablarle de
otra mujer. Se trata de Omon, mi primera esposa.

Era discípula de una profesora de danza y ejercía como geisha en Asakusa.


Hacía algún tiempo que había empezado a salir conmigo, hasta que
terminamos por estar juntos. Pero, para convertirla en mi esposa, tuve que
vencer en una disputa. Y es que la profesora y la madre de Omon se
confabularon para poner impedimentos.
Tsuru, la madre, vivía en una calle de detrás del templo Honganji, en
Tawaramachi. Era una antigua geisha. Ella sola había sustentado a su hija, y
la tenía como un tesoro. A ser posible, le conseguiría un buen partido para
así poder vivir ella con desahogo. Omon era una geisha reputada y había
muchos hombres que pensaban en hacer de ella su concubina, de modo que
no era raro que su madre pensara aquello. Sin embargo, la hija estaba
dispuesta a convertirse en mi esposa. Tsuru se puso como loca, no paraban
de discutir y hasta vino a pedirme llorando que me alejara de ella. Pero, por
mucho que llorara, yo no podía hacer nada. Si Omon me hubiera pedido que
me separara de ella lo habría hecho; como no lo hacía, aquello no estaba en
mis manos. Después de muchas disputas, Tsuru acabó por resignarse.
Con eso yo creía que tenía una obligación hacia ella, y acudí en busca
de su simpatía. Pero no me había aceptado. Cada vez que iba, me mostraba
su resentimiento sin cesar. Yo pensaba que era la madre de la mujer que
amaba, y me mantenía callado, pero ella se crecía y volvía a quejarse de lo
que era y de lo que no era. No podía seguir de ese modo, pensé preocupado
por el futuro. Un día cogí un cuchillo, me lo escondí en el fajín, me cargué
una cuerda a la espalda y, junto a Kamezo, me metí donde estaban la
profesora y la madre tomando té. Creo que solo con nuestra presencia
amenazadora ya las sorprendimos.
«¡Qué pasa!», dijeron, e hicieron ademán de huir. Pero estaban
paralizadas y no pudieron ni levantarse. Las cogimos tal cual, las sujetamos
con una cuerda, la pasamos por encima de una viga y las izamos. Debajo,
sobre el tatami, yo clavé el cuchillo.
—Oiga, señora Tsuru, ¿piensa seguir así? ¿O desde ahora ya no se
quejará más de Omon? —le pregunté.
Colgadas de la viga, no podían ni abrir la boca. Desde al lado, Kamezo
añadió:
—Eh, mamá, mi hermano mayor es un tipo importante en nuestro
mundo, puede hacer que usted viva más confortablemente que si la
convirtiera en la concubina de un hombre rico. Mi hermano no tiene
intención de que usted lo pase mal ni un solo momento en toda su vida.
¿Por qué no se llevan ustedes bien?
Tsuru, con la cara lívida, asentía. Yo cogí el cuchillo del tatami y las
bajé.
—Señora mamá, discúlpeme por usar la violencia. Espero que sepa
aceptar a un hombre como yo —le dije, e hice una profunda reverencia.
Le dejé una buena propina y me marché. Y Tsuru ya no nos causó
problemas. De vez en cuando iba a verla y le dejaba un sobre con dinero,
pero ni siquiera abría la boca, se la veía achicada. Yo me preguntaba si no
habría otra forma de cambiar su estado de ánimo, pero no era algo fácil de
lograr. La dejé por imposible. Omon no dijo nada en especial.
Hay otra mujer: Okyo. Nuestro encuentro se produjo de la siguiente
forma. Fue a finales de 1937. La economía de mi garito iba bien, me estaba
convirtiendo en todo un patrón.
Un día, después de bañarme temprano y cambiarme, estaba paseando
por Asakusa con Kamezo cuando, en un callejón frente a la zona comercial,
vi a los del Ejército de Salvación con sus anticuados uniformes tocando el
tambor y recaudando donativos. Incluso ahora se les ve a veces por Tokio,
en lugares como Ginza. Entonces los dirigía un hombre valiente llamado
Gunpei Yamamuro, y desarrollaban sus actividades por todas partes,
predicando y recaudando donativos.
Yo saqué el billetero y dije:
—Kamezo, ponlo ahí —y le di diez yenes.
Un hombre del ejército se me acercó y me dijo:
—Gracias, su generoso corazón será, sin duda, apreciado por Dios. Yo
prefería que Dios no me apreciara demasiado, así que pensé que quizás
había hecho algo que no era propio de mí, y me arrepentí un poco. El caso
es que me di cuenta de que aquel hombre tenía cicatrices de quemaduras en
media cara. Eran de color violáceo, y solo de verlas daban lástima. Se sacó
una tarjeta del bolsillo y añadió:
—Este soy yo. Si tiene alguna consulta, no dude.
En la tarjeta estaba escrita la dirección del Ejército de Salvación y el
nombre de aquel hombre. Se llamaba nosequé Hashiba y ostentaba el rango
de capitán. A parte de las quemaduras, tenía una cara impactante. Me
admiré de que en el Ejército de Salvación hubiera personas como él.
Sin embargo, yo había salido para pasarlo bien. Saludé al capitán, nos
separamos, seguimos dando vueltas por ahí, y nos olvidamos
completamente del Ejército de Salvación. Estuvimos en un par o tres de
locales, nos emborrachamos, llamamos un coche, mandé a Kamezo de
vuelta, y me dispuse a ir a algún sitio de mujeres. Le dije al taxista: «A
Yamaki, en Yoshiwara». Al parecer, en algún momento me quedé dormido.
«Señor, ya hemos llegado», me dijo el taxista. Me desperté de buen humor,
pagué y, después de algunos esfuerzos, finalmente entré en el local. Subí al
recibidor, dije que me trajeran una taza de té y la encargada me preguntó si
era mi primera visita. Le dije que qué coño hablaba, que parecía que
estuviera soñando. —No señor, es la primera vez que lo veo —replicó ella
muy seria. Aquello no hizo más que acentuar mi idea de que lo que me
estaba diciendo era muy extraño. Miré bien y me di cuenta de que aquel
lugar era distinto. Era obvio que me había equivocado de local. Chasqueé la
lengua y dije:
—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy?
—Esto es Komonjiro, señor —me respondió.
—¿Ah, sí? Pues he cometido un error estúpido. Discúlpeme —dije
levantándome.
La mujer, que miraba por el negocio, me dijo:
—Bueno, hombre, no pasa nada, seguramente es cosa del destino, pase
y diviértase.
A mí también me entraron ganas.
—¿De verdad? Pues deje que me divierta —dije, y subí a la habitación.
Esa noche la pasé ahí con una mujer. Aunque estuviera en ese tipo de
local, se veía que no era una profesional. «¿Desde cuándo estás aquí?», le
pregunté, y me dijo que no hacía ni tres meses. «Pues debe de ser muy
duro», añadí. De pronto, ella puso cara de estar a punto de llorar. Dijo «Es
la primera vez que lo hablo con un cliente», y empezó a contarme su vida.
Era una historia muy triste, pero yo había ido ahí para divertirme, no podía
estar compadeciéndola todo el rato. «Ya veo, ya veo, es terrible», le dije, y
la consolé sin demasiada convicción. Pero ella cada vez hablaba más en
serio. «La verdad es que yo quiero dejar este trabajo», añadió llorando.
Estaba sentada formalmente sobre el futón, con un vistoso quimono interior
echado sobre la espalda. Yo me sentía muy incómodo. Ella parecía estar
seriamente atribulada; cada vez me sentía peor, estaba perplejo.
—Ya veo, ya veo. Bueno, supongo que el que hayamos pasado la noche
juntos es cosa del destino. La próxima vez que nos veamos, vamos a seguir
hablando. Si puedo, me gustaría ayudarte —le dije.
Por supuesto, lo dije solo para quedar bien, no tenía intención de volver
por allí. Ella estaba trabajando, y en cuanto llegara otro cliente se olvidaría
de mí. Pensé que cuando nos separáramos terminaría todo. Pero no fue así.
Unos dos meses después, aquella mujer vino a verme acompañada de otra.
Era hacia el mediodía. Yo estaba leyendo el periódico en mi habitación,
cuando uno de mis hombres vino y me dijo:
—Jefe, hay unas mujeres ahí fuera que dicen que quieren verle.
—¿Eh? ¿Qué tipo de mujer?
—Pues yo diría que son mujeres «de dentro».
«De dentro» quería decir del barrio de los prostíbulos. Pero en ese
momento yo me había olvidado completamente de la noche del Komonjiro.
Me preguntaba quiénes serían aquellas mujeres «de dentro».
—Bueno, pues hazlas pasar —le dije.
Hice que esperaran un rato y salí. Ahí estaba aquella mujer.
—¡Ah, eres tú! ¿Qué haces aquí? —le pregunté con sorpresa.
—La verdad es que he venido para pedirle consejo. He pensado que a lo
mejor podría ayudarme.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté.
Ella me contó que había huido.
—Después de aquella noche, pensé aguantar, pero más adelante recibí
una carta que decía que mi padre estaba muy enfermo. Pedí un permiso
temporal para ir a casa, y me dijeron que no, que no me dejaban.
Las mujeres de aquel tipo, cuando salían fuera del barrio de
prostitución, iban siempre acompañadas de un hombre llamado «vigilante».
Aunque quisieran huir, no podían. Le pregunté cómo lo habían logrado, y
me explicó que justo se había instalado en Yoshiwara un circo. En el barrio
había un estanque rodeado de amplios terrenos con hierbajos. Ahí estaba el
circo. Había elefantes y tigres. Se oía una corneta y, frente al portillo, un
hombre decía: «El mejor circo del mundo, con elefantes, malabaristas y
trapecistas que les helarán la sangre, está a punto de comenzar. Entren,
entren». Cuando pasaron junto al circo, vieron que había un sitio desde
donde se podía ver adentro. Se detuvieron y su vigilante, interesado,
también se puso a mirar. En ese momento, las mujeres se hicieron una seña
con la mirada y huyeron.
—Ya veo, ya veo —dije yo preocupado al oír la historia.
Y es que huir de un prostíbulo era un delito grave. El propietario había
comprado por mucho dinero el cuerpo de una mujer. Si huía antes de que lo
hubiera recuperado, la hacía detener por la policía. Aunque fuera a su casa,
la devolvían, no servía de nada. Yo estaba preocupado, no podía, de
ninguna manera, tenerlas allí. Pero tampoco podía ser tan frío como para
decirles que volvieran al prostíbulo. Estaba fastidiado pensando qué podía
hacer cuando, de repente, me acordé del capitán Hashiba del Ejército de
Salvación.
La central estaba en el barrio de Nishiki, en Kanda. Ahí dedicaban sus
esfuerzos a la liberación de las prostitutas; habían obtenido resultados
considerables. Reclamaban que aquellas mujeres pudieran abandonar
libremente la profesión, decían que había que proteger a las que quisieran
dejar los prostíbulos.
Yo pensé que ahí estaba la solución, e inmediatamente llamé. Tuve la
fortuna de que el capitán Hashiba estuviera allí y se acordara de mí. Le dije
que había pasado esto y lo otro y cuál era la situación, y le pregunté si había
algo que hacer. El me dijo que había obrado bien, y que acudiría enseguida.
En menos de una hora, el capitán se presentó. Las mujeres le explicaron la
situación, y él las escuchó atentamente.
—Entendido. Vamos a poner en marcha lo antes posible el proceso de
liberación —dijo.
Las mujeres estuvieron muy contentas. Le dijeron «Nos ponemos en sus
manos» y se fueron con él. Algunas semanas después, el capitán regresó y
me dijo que, gracias a mí, el proceso de liberación había terminado con
éxito, que podía estar tranquilo, y que, cuando hubiera otra ocasión, no
dudara en hacérselo saber, que él estaba siempre dispuesto a ayudar. Yo,
mientras miraba su cara quemada, pensé que era extraordinario que en el
mundo hubiera personas como él.
A esta historia todavía le falta el colofón. Poco antes de la guerra,
aquella mujer que se había liberado después de ser prostituta se presentó de
nuevo inesperadamente.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté
—Quiero que me emplee en su casa, padrino.
—No digas tonterías. ¿Y por qué así, de golpe?
—Es que si me quedaba en casa me iban a volver a vender a un
prostíbulo, así que huí.
La estuve escuchando. Tenía unos padres tan impresentables que pensé
que no era raro que hubiera escapado. Aquello me tenía preocupado. En eso
llegó Omon, mi mujer, y preguntó qué sucedía. Ella tenía una casa junto al
puente de Kaneiji, donde enseñaba a diez discípulas y vivía a su gusto.
Escuchó la historia de la mujer y, como si nada, dijo:
—Pues, si es así, podríamos alojarla en mi casa.
—Pero si ya tienes criada —dije yo.
—Es muy lenta, estaba pensando que necesito a otra persona. Soy más
bien pesada y posiblemente me quejaré mucho. Si te parece bien así, puedes
venir —le soltó a bocajarro.
La mujer ni siquiera podía valorar si era un trabajo bueno o malo; ella
solo quería un sitio donde trabajar. Bajó la cabeza y dijo:
—Se lo pido por favor.
Y así es como se quedó en casa de Omon.
Esa mujer, que me iba a ser de mucha utilidad, se llamaba Okyo. Había
pasado una noche conmigo en Komonjiro, por eso yo estaba preocupado
por cómo funcionaría aquello. Pero a mi mujer no parecía molestarle lo más
mínimo.
EL FLUJO DEL DINERO Y EL MUNDO DE
LA GRATITUD
Me puse al frente de la Dewaya unos dos años antes de la guerra. El
hermano Muramatsu había estropeado su salud con las drogas, y estaba
entrando y saliendo constantemente del hospital. No había nadie más que
yo para heredar. Me hice cargo de la Dewaya de hecho, o sea, de forma
extraoficial. En ese momento la guerra entre Japón y China había llevado al
país a un callejón sin salida, la economía había tocado fondo, y en nuestro
mundo las dificultades eran considerables.
Como ya he dicho antes, la Dewaya estaba en la manzana número uno
del área número uno del barrio de Shinhata, en el centro de la zona
comercial de Asakusa. Nuestro territorio era muy bueno. Aun así, uno no
podía quedarse esperando a que vinieran los clientes necesarios para vivir
holgadamente. En ninguna época las cosas son fáciles. Hay un refrán que
dice que el remanso de ayer se convierte hoy en un rápido. Así es nuestro
negocio, donde hay lo que llamamos «el flujo». El flujo del juego, de los
clientes. Siempre están cambiando. Y la fuerza humana no lo puede
impedir.
En resumen, por mucho que quieras ganar en el juego, por mucho que
quieras atraer a una gran cantidad de clientes, las cosas no son tan sencillas.
A veces, por más que tú tengas un garito excelente, los clientes están en
otra parte y no van a tu sitio; es algo extraño que no se puede comprender
con la lógica.
Por supuesto, también sucede lo contrario. Sin hacer nada especial, te
vienen los buenos clientes uno tras otro. En ese caso, unos atraen a otros, y
puedes organizar todas las buenas timbas que quieras. Entra el dinero y la
gente acude. Pensándolo ahora, la época en la que yo entré en la Dewaya
fue verdaderamente extraordinaria. El dinero entraba de una forma
impresionante. Por cierto, le voy a contar cómo se usaba lo que se ganaba
con las timbas.
Se apartaba de entrada el veinte por ciento de los ingresos del día. Si esa
noche habían entrado diez millones de yenes, se apartaban dos. De los ocho
restantes, el padrino se quedaba el sesenta por ciento. El otro cuarenta por
ciento se repartía entre sus hombres. Del veinte por ciento que se había
separado para empezar, se sacaba primero el sueldo de los hombres que
estaban en la cárcel, y el resto era para los gastos del día a día.
El sesenta por ciento que se quedaba el padrino parece una gran
cantidad, conduce a pensar que ganaba mucho. Pero no se puede ser tan
iluso. Lo que entraba en su escote no se quedaba ahí creciendo.
Y es que, en nuestro negocio, donde hay dinero se acumula la gente.
Como si fueran garrapatas que no puedes sacudirte de encima por mucho
que quieras. Diez o veinte personas convertidas en parásitos. No eran
clientes, sino jóvenes de otros garitos. Y no acudían precisamente porque
tuvieran dinero. Los que habían venido a matar el rato en tu garito porque
habían oído que iba bien no venían para apostar. Al contrario, esos hombres
estaban ahí porque no tenían dinero, y tú les dabas una cantidad para que
jugaran.
Se hacía de ese modo porque en el mundo del juego existía, desde hacía
tiempo, un sistema de ayudas mutuas. Suena un poco extraño llamarlo así,
pero vamos a imaginar que hubiera diez hermanos que tuvieran cada uno su
garito. Está claro que era imposible que fueran siempre bien todos. Lo
cierto es que, si había tres que iban bien, tres más iban tirando, y en los
otros cuatro había tan pocos clientes que parecían desiertos. Además, en la
época en que yo me hice cargo de Asakusa, las cosas estaban tan mal que en
Tokio eran contados los garitos que hicieran negocio. Solo tres de cada diez
iban tirando, y el resto estaban abiertos pero no eran rentables.
Si los clientes dejan de acudir, no hay nada que hacer. Igual que no se
puede hacer que un remanso se convierta en un rápido. Si se alejaban, por
mucho que te esforzaras, no podías hacerlos regresar. Cualquiera que lo
viera lo entendería así. Si fueras tu solo, aún podrías sobrellevarlo; pero si
tenías a muchos hombres, no aguantabas.
A tus hombres los mandabas a jugar adonde un padrino estuviera
ganando dinero. No se quedaban a dormir, pero estaban pululando por el
garito, y el padrino les daba para apostar y para comer. Por supuesto, no
podías mandar a muchos a un mismo garito, sino algunos aquí y otros allí.
Pero si había muchos padrinos a los que les iba mal, aumentaba en la misma
proporción el número de esos hombres que iban a pasar el rato, y aquello
suponía un problema para el que tenía que encargarse de ellos.
En el juego no se sabe nunca cuándo dejarán de acudir los clientes. Por
más que ahora te vaya bien, al cabo de unos años a lo mejor te irá mal.
Entre los padrinos está establecido que aquellos a los que les va bien se
ocupen de los que les va mal. Por eso, aunque en tu lugar tuvieras a treinta
hombres, eran el doble aquellos a los que tenías que dar de comer. Era algo
habitual. No era nada fácil pero, si no podías hacerte cargo, era mejor dejar
el mundo del juego. Entre los yakuzas hay un dicho: «Al que te da techo y
comida, le debes gratitud de por vida». No se trata de la comida de un día.
Nos estamos ayudando siempre. Cuando hay un problema, uno hace los
sacrificios que sean necesarios para cumplir con sus obligaciones.
En las películas y en las novelas se producen peleas y asesinatos entre
los garitos por nimiedades. Pero eso es todo mentira. Los garitos y los
yakuzas no teníamos nada que ver con las bandas violentas de hoy en día.
Vivíamos de tirar los dados y hacer que los clientes se divirtieran. Y casi
nunca peleábamos. Había padrinos que no se llevaban bien entre ellos.
Pero, si por no gustarse se mataran, la policía se les echaría encima, y los
clientes dejarían de acercarse.
En el mundo hay gente muy diversa. Si alguien no te cae bien, no te
relacionas con él, y ya está. Eso de blandir la catana por nada es cosa de
tontos o de locos. Nosotros no le teníamos miedo a la policía, pero, si
peleábamos, era inevitable que nuestra reputación se resintiera. Si ganabas
una pelea pero tu garito era un desierto, estabas perdido. Se puede decir de
nosotros que nos aguantábamos más que el resto de la gente.
A parte de esos, había otros gastos, los donativos en caso de muerte o
enfermedad. Son algo extraordinario. Si un padrino moría, el donativo que
se le llevaba era acorde al tipo de relación que hubiera. Si la mujer de uno
estaba enferma, o un familiar moría, la relación de obligación marcaba que
se le entregara una suma considerable. Y también se daba cuando un joven
de alguna familia salía de la cárcel.
La cantidad variaba según la relación fuera superficial o profunda. Pero
entre los jugadores había rangos, y tenías que entregar una cantidad que se
correspondiera con el tuyo. Que la gente dijera «¿Qué pasa? Mira, los de la
Dewaya, que normalmente muestran tanto orgullo, solo han dado esto, los
muy agarrados» significaría que nosotros mismos habíamos rebajado
nuestro rango. Había que guardar las apariencias. Se dedicaban cantidades
importantes a cumplir con las obligaciones.
Y no solo en la relación entre nosotros. Te venían propietarios de
diversos negocios y, por ejemplo, te decían: «Padrino, voy a abrir un bar en
tal o tal sitio». Si tu territorio era grande, venían constantemente. Y, si
venían a saludarte, no podías ignorarlos. Les preparabas un sobre con una
propina y les mandabas una corona de flores.[69] Y el día de la inauguración
te llevabas a siete u ocho hombres para beber a su salud y animar el
ambiente, les dabas propinas a las mujeres y a los mozos que trabajaban ahí,
y les pedías a los otros clientes que siguieran yendo. Cuando creías que el
momento era oportuno, decías «Gracias, ya volveremos» y te ibas dejando
una buena imagen. Aparte de eso, en los locales del territorio también
entregabas dinero en casos de fortuna o infortunio. Eras el padrino y tenías
que dar una cantidad importante. En los funerales también mandabas
coronas de flores; y dinero a aquellos propietarios que estuvieran —ellos o
sus mujeres— ingresados en el hospital.
Los yakuzas de la época no obteníamos ni un céntimo de los locales de
nuestro territorio. Pasara lo que pasara, los ingresos provenían del juego. Y
los auténticos no tocábamos nada obtenido de otras formas. También había
quien se hacía pasar por yakuza sin serlo realmente. Algunos eran
extorsionadores especializados en bares, otros usaban hábilmente a mujeres
y hacían de proxenetas en barrios de prostitución como Tamanoi, Suzaki,
Yoshiwara y Kameido. Pero, para nosotros, no eran más que unos rufianes.
Cuando nos encontrábamos con ellos, pensábamos: «Ah, mira, ese es uno
del barrio de prostitución, el muy cabrón, qué cara de miserable». Nos
reíamos de ellos y no les dábamos pábulo. Por supuesto, ese tipo de hombre
no entraba en nuestro territorio, así que no nos causaba problemas.
Aun había otras muchas relaciones. El caso es que la Dewaya tenía el
territorio alrededor del templo de Kannon, en la calle del Teatro
Internacional, en la zona de espectáculos, y en la zona de bares y
restaurantes. Venían a saludarnos muchas personas de aquel mundo. En
general, se cree que de esos negocios se ocupaban los tekiyas, pero no
siempre era así. Ellos llevaban todos los espectáculos que se hacían al aire
libre. Los yakuzas no teníamos nada que ver. Dos casas más allá de la mía
había un padrino tekiya llamado Tengai Fukuda. Tenía un territorio amplio.
Cuando llegaba un grupo ambulante, el jefe iba a saludarle. Él cobraba el
importe de las almohadillas. Al entrar un cliente en el circo, ponían una
almohadilla. Si costaba cien yenes, cincuenta eran para Tengai. Así
trabajaban los tekiyas en su territorio, pero no tenían ninguna relación con
los,yakuzas. El aire libre era territorio de los tekiyas, y nosotros no nos
entrometíamos.
Los yakuzas teníamos relación con los espectáculos que se hacían bajo
techo. Si el local donde normalmente ponían películas o donde hacían
striptease contrataba a una compañía de teatro, o si venía un espectáculo de
rokyoku,[70] el director de la compañía y el líder de los artistas venían a
saludarme.
«Padrino, vamos a hacer esto y lo otro, así que le pedimos su
colaboración», decían. Yo no podía recibir gratis el saludo; les entregaba
una cantidad de dinero y les decía: «Muy bien, espero que sea un éxito». En
mi casa, de eso se encargaba Kamezo. Él tenía buen carácter y, si lo
adulaban, lo admitía todo. «Entendido, desde tal día a tal otro yo me
ocuparé en lugar del padrino. Si tenéis algún problema, me lo hacéis saber»,
les decía, y se quedaban tranquilos. En Asakusa los artistas ponían su
negocio bajo la protección de la Dewaya porque sabían que, de ese modo,
no tendrían problemas y podían trabajar sin preocuparse.
Los que montaban el espectáculo no venían a pedirnos nuestra
colaboración a cambio de dinero, sino de teatro. Funcionaba del siguiente
modo: por ejemplo, si en el Teatro Internacional se programaba un
espectáculo que iba a durar un mes, me daban a mí unos días. El director de
la compañía venía a saludarme y decía: «Padrino, gracias a su ayuda, ya
hemos terminado los preparativos según lo previsto, y mañana estrenamos.
Hemos reservado dos días para usted. Por favor, venga a pasarlo bien y a
recoger lo que le corresponde». «¿Cuándo es?», le preguntaba yo. «El 29 y
el 30», me respondía. Eso significaba que los ingresos del 29 y el 30 eran
para la Dewaya. Si esos días se recaudaban tres millones de yenes en
entradas, iba todo para mi bolsillo. No era algo solo de Asakusa, funcionaba
de aquel modo en cualquier territorio. Pensará que era un buen negocio, que
podíamos ganar mucho dinero. Pero no era así. Un padrino digno de tal
nombre no podía quedarse con la recaudación, decir «Muy bien, buen
trabajo» y hacerlos volver a casa sin más. De momento recibía la
recaudación, pero ese día él era el empresario. Llamaba a los artistas, a los
porteros y a los mozos, les decía «Muy bien, buen trabajo», y les daba una
propina que era más que lo que ganaban normalmente. Y no solo eso;
cuando había espectadores no pasaba nada, pero cuando no venían tenía un
problema porque, aunque los ingresos fueran escasos, no podía darles poco
dinero. Tenía que darles lo que les tocaba. Si con la recaudación no bastaba,
tenía que sacarlo de mi bolsillo. Los artistas podían estar tranquilos
dándonos los ingresos de dos días. En cambio, los padrinos yakuza, con las
obligaciones, las costumbres, las relaciones y la vanidad, estábamos atados.
Por mucho que tuviéramos, no nos alcanzaba.
Volviendo al tema de los garitos, también había que tener cintura para la
relación entre padrinos. Por ejemplo, los garitos que estaban cerca abrían a
distintas horas. No es que tuvieran horarios determinados, pero Uguisudani,
Shimotani y Asakusa abrían a horas escalonadas. De ese modo, los clientes
que querían podían pasar a jugar por los tres locales. Así también el padrino
de un garito podía ir a jugar a los otros. Bueno, jugar no significaba jugar y
ya está. Lo que hacíamos era «Animar la bandeja» (la bandeja es donde se
lanzan los dados, aunque la expresión se refiere al garito en sí). Lo de
animar es más difícil de explicar, se refiere a ingeniárselas para hacer que la
competición se acelere, que los clientes se exciten y se concentren en el
juego.
Los clientes acudían para divertirse, pero tenían ansia de ganar. O sea, el
resultado del juego era importante. Eso quería decir que pensaban. Y, con
ello, el juego se retardaba. Que se retardara no era bueno para el que llevaba
el garito. Porque se abría para poder vivir de la comisión. Por ejemplo, si en
una competición el jefe se quedaba el cinco por ciento y se había apostado
un millón, cincuenta mil eran para él. Es decir, si se jugaba un millón cien
veces se movían cien, y el garito ganaba cinco. Si la competición se
retardaba y solo se jugaba cincuenta veces, los ingresos eran solo la mitad.
La verdad es que había cálculos más complicados, pero estaba montado de
tal forma que cuanto más se jugara más se ganaba. Sin embargo, como he
dicho al principio, los clientes jugaban con su dinero, y querían ganar. Y la
competición se retardaba. El crupier les decía «Apuesten, apuesten», y a
veces ellos se quedaban con la cabeza ladeada pensando sin decidirse. En
tal caso, un jefe amigo decía: «¿Dónde falta? Yo juego donde sea. ¿Qué
pasa que esto no tira? Si pensando vas a ganar, ¡quédate cien años
pensando!», y ponía un fajo de billetes igual que si fueran papeles de
periódico. En resumen, hacía que el juego avanzara con fluidez. Si en una
hora se jugaba veinte veces, hacía que fueran veinticinco. Así los ingresos
del garito aumentaban. De ese modo animaban la bandeja los jefes de los
garitos, y hacían que los clientes se excitaran. Aquello parecía un mikoshi
[71] llevado en andas en una fiesta local, con todo el mundo excitado y

gritando «wa’shoi-wa’shoi». Ese era el propósito. Si lo lográbamos, ya los


teníamos en el bote. El juego se aceleraba y los clientes estaban contentos.
Aunque perdieran, te decían satisfechos al marcharse: «Gracias, lo he
pasado muy bien». Y, a la siguiente, el jefe al que habían ayudado iba a otro
local para jugar. Así lo teníamos montado.
Mucha gente cree que el juego siempre está amañado. Es otro gran
error. Sin duda, había tramposos, pero no eran los jugadores auténticos.
Piénselo bien: a los garitos acuden aficionados, pero también muchos
profesionales. Si haces trampas, te descubren al instante, se corre la voz
rápidamente y todo el mundo te deja de lado. Los clientes dejan de acudir.
Seguro que la gente que tenía un garito dentro de un territorio como es
debido no engañaba. Los que lo hacen son jugadores que van por libre, sin
las relaciones que se establecen entre un padrino y sus hombres. Como no
tienen garito, alquilan una habitación de hotel y organizan una timba. Claro
que, de entrada, tienen la intención de hacer trampas y están conchabados
con alguien.
Hay distintos tipos de trampas. La más común es la de trucar los dados.
Se hace con unos especiales que se le encargan a un fabricante. Por
supuesto, si se supiera que un fabricante ha hecho unos dados trucados
estaría en apuros. Por eso, si se lo piden directamente, no hay duda de que
no los fabrica. Solo lo hace si se lo dice alguien de quien puede fiarse,
alguien que no revelará su nombre le hagan lo que le hagan. Esa persona es
el intermediario. Aunque se descubra, el tahúr no sabe quién ha fabricado
sus dados y, por lo tanto, no lo puede delatar.
Muchas veces los dados de ese tipo tienen plomo metido dentro para
que salga más fácilmente par o impar. El que los tira tiene que tener la
habilidad de cambiarlos mientras juega. Pero también hay unos especiales
llamados kohiki, dentro de los cuales hay polvo. Al agitarlos, según el
ángulo en que queden, el polvo sale. Tan poco que, si uno no se fija mucho,
no lo ve. A base de repetir muchas veces, poco a poco, el dado va tendiendo
a quedar más veces en par o impar. Al principio parece normal, nadie se da
cuenta; pero, al pasar el tiempo, va quedando en la posición que le conviene
al tramposo. De todos modos, por si acaso, es mejor que lo haga en un lugar
lo más oscuro posible porque, si alguien se da cuenta, estará en un aprieto.
Es poner la vida en peligro, yo no lo he hecho nunca.
Solo con un vistazo ya sabes, más o menos, qué tipo de personas son los
clientes. Y cuando ves cómo usan el dinero ya no te queda ninguna duda.
Normalmente, el que no lo tiene tampoco es bueno en el juego. Su deseo de
ganar es tan fuerte que no ve nada más. Duda a qué apostar y acaba por
hacerlo a ciegas. Si te fijas en cómo funciona el sumo, es fácil comprender
por qué cuando sucede eso las cosas van mal. Si un luchador se pone
nervioso y duda, su cuerpo se pone rígido y no puede moverse bien. Ya
antes de usar la fuerza ha perdido la pelea. Mirando atentamente lo que
sucede en el ring, ves que al luchador que duda, aunque pueda usar bien las
manos, las piernas no le responden; y aun en el caso de que lo hagan, las
ganas le van por delante y, finalmente, pierde.
A nosotros nos daba igual de qué tipo era el dinero que traían los
clientes. El dinero no habla. Solo son trozos de papel, y nosotros no
sabíamos qué habían tenido que hacer ellos para ganarlo.
A lo mejor le habían arrancado el edredón a su mujer, que estaba en la
cama enferma, le habían sacado los quimonos y los fajines, los habían
llevado a empeñar, y con lo que habían sacado venían a jugar. Pero a
nosotros eso nos daba igual. «Es el dinero de la venta de mi esposa», reza
un dicho antiguo; y la verdad es que había quien se vendía la mujer a un
prostíbulo y acudía al garito con lo que había sacado.
Antes había muchos traficantes, gente dedicada a la compra y venta de
mujeres. Los hombres iban ahí y decían: «Necesito dinero como sea, le dejo
a mi mujer, présteme hasta mañana». «Bueno, tu mujer vale tanto, te doy la
mitad», les decía el traficante. Pero estaba claro que con lo obtenido de ese
modo no iban a ganar. Acababan perdiéndolo todo, y el traficante les decía:
«La palabra es la palabra»; se quedaba con la mujer y la vendía a un
prostíbulo. Nuestro negocio era el juego; aunque el cliente perdiera y se
pusiera a suplicar llorando, no podíamos hacer nada.
Hay gente que va al garito pensando en ganar dinero. Son tontos. Si me
preguntaran a mí, les diría que apostar en el juego es igual que poner una
barra de oro en un mortero vacío y dar vueltas con ella; cada vez se hace
más pequeña, hasta que al final no queda nada.[72] Funciona exactamente
así: todo el dinero está hecho para que lo absorba el mortero, que es el jefe
del garito. Ya de entrada, es un error ir a ganar a un sitio como ese. Pero,
aun así, los clientes acuden. Se puede decir que un garito de juego es un
lugar terrible.
OSEI
Voy a hablarle un poco sobre la hermanastra de Goichi Okakura, el hombre
a quien conocí en la prisión de Maebashi.
Desde que empecé a llevar el garito de Uguisudani, Osei venía a
menudo a divertirse. Siempre me llamaba tío. Yo ya estaba casado, pero
todavía me sentía joven. Un día le dije que no me llamara tío, que me
llamara otra cosa, por ejemplo, hermano. Ella se rio y me dijo: «Si te llamo
hermano me harás la corte; tío está bien». Y hasta el final me siguió
llamando así.
Podría decir muchas cosas de Osei. Le voy a contar una. Era la época en
que el garito de Asakusa iba mal. Sería la primavera de 1944. Ella apareció
después de estar unos diez días sin verla y me dijo:
—Tío, hoy tengo que hacerte una petición.
—¿Qué quieres, así de pronto?
—Préstame dinero.
—¿Cuánto?
—Mil yenes.
Me sorprendí. No era una cantidad para pedir a la ligera, como quien
dice «déjame algo».
—¿Y para qué los quieres?
—No tiene nada que ver contigo, tío. Préstamelos y no digas nada.
—Oye, Osei, ¿quieres avergonzarme, o qué? Sabes que no tengo esa
cantidad.
La verdad era que por aquellos días el garito estaba casi desierto. Yo no
solo no estaba en situación de prestar dinero, sino que casi no tenía
ingresos. Afortunadamente, había podido mandar a mis hombres con mis
hermanos, y eso era un alivio. Aun así, mis bolsillos estaban casi vacíos.
Por otra parte, yo era un hombre, y no quería mostrarme débil ante una
mujer como aquella. Pero no podía hacer nada. Osei me dijo:
—Vale, ya lo sé. Por eso quiero que hagas algo para mí.
Lo que quería era que le hiciera de avalador. Es una historia extraña,
porque la prenda era una persona. La cosa iba como sigue.
En Asakusa había una casa de empeños llamada Marushichi. Osei había
empeñado unos quimonos a cambio de mil yenes. No hay duda de que, para
que se los prestaran, el valor de los quimonos tenía que ser varias veces esa
cantidad. La había tomado prestada para surtirse de cierta mercancía. Ella
no me lo dijo, pero seguro que era algo del mercado negro. El caso es que,
como el dinero no le alcanzaba, le pidió consejo al hijo de un propietario de
terrenos del barrio de Inari, un playboy llamado Seishichi con quien estaba
saliendo. Y él le dijo:
—Prestártelo es demasiado fácil, no le veo la gracia. Vamos a hacer lo
siguiente: en el barrio de Mannen, en Shitaya, hay una casa de empeños
llamada Maruto. Si yo se lo pido, te ofrecerán más dinero que en
Marushichi. Primero tienes que sacar los quimonos de Marushichi y
llevarlos a Maruto. Y te darán lo que te falta.
—Pero primero tengo que sacar los quimonos de Marushichi, y no
tengo dinero. No puedo hacer nada.
Seishichi se rio y le dijo:
—Ahí está la gracia. En lugar de dejar una cosa, te quedarás. Serás la
prenda de Marushichi y, mientras tanto, yo llevaré los quimonos a Maruto
para que me presten el dinero; tú estarás esperando en la jaula. Si voy yo
me harán un buen precio, cogeré el dinero, lo traeré, le pagaré a Marushichi
el principal y los intereses, y te recogeré. Ese es el plan. ¿Qué te parece?
¿Es una buena idea, verdad?
Yo pensé que ese Seishichi era un fanfarrón. Aunque le sobrara el
dinero y el tiempo libre, eso de divertirse dejando a una mujer en una casa
de empeños era algo que no se le ocurriría a un playboy normal. Como he
dicho antes, era el hijo de un capitalista que tenía extensos terrenos en
Asakusa, o sea que no tenía necesidad de trabajar para vivir y tenía un
estatus elevado. Su padre también era de esos que se pasan la vida
divirtiéndose. Creía que igualmente había que morir, y era una lástima no
armar jarana, gastarse el dinero y pasarlo en grande. Por mucho dinero que
su hijo perdiera jugando, a él le importaba un bledo. Un día vino sin más a
mi garito y me dijo:
—Padrino, siempre está usted haciendo que Seishichi lo pase bien. Si un
día pierde y le dice que le preste dinero, déjele todo el que le haga falta. Si
le pide cien yenes, déjele doscientos. Si dice doscientos, déjele
cuatrocientos. Seguro que no le causaremos ningún problema.
Amor de padre o lo que fuera, aquello eran palabras mayores. Seishichi
tenía una posición tal que, si quería, podría prestarle a Osei tanto dinero
como fuera necesario. Pero eso no tenía gracia, y había tenido aquella idea
de dejarla como prenda en una casa de empeños.
Yo le dije:
—Hagáis lo que hagáis, no me voy a entrometer. Pero Marushichi es
conocido por su seriedad en los negocios. Seguro que rechaza a una mujer
como prenda.
—Sí, claro. Por eso quiero hacerte una petición. Si dices que eres mi
avalador, el propietario no podrá negarse. Creo que, aunque no se fíe de mí,
contigo seguramente consentirá.
Yo también tenía tiempo libre, así que llamé a Seishichi y le pregunté:
—¿Te parece que saldrá bien?
—Déjelo en mis manos, padrino. Jamás en la vida haré nada que le
cause problemas.
Le dije que, si era de ese modo, que bueno, y nos fuimos los tres a
Marushichi. El propietario se mostró sorprendido.
—Eso, padrino, es imposible. Si le devolviera la prenda sin recibir el
dinero, no haría negocio.
—Es verdad. Se lo estoy pidiendo a sabiendas de que no se puede. Le
dejo a Osei como prenda por un tiempo, y me llevo a cambio los quimonos.
El propietario se mostró aún más atónito, y me dijo:
—Por más que seamos una casa de empeños, no aceptamos a personas
como prenda. Sea razonable, padrino.
—Bueno, estoy completamente de acuerdo en que es una cosa extraña.
Y se lo pido tragándome el orgullo. Si es necesario, mientras Osei esté aquí,
yo también me quedaré como prenda. Si es así, no tiene queja, ¿verdad?
—Lo dirá en broma, supongo. Si vieran al padrino de la Dewaya aquí,
mis clientes se sorprenderían y huirían. Imagino que si usted llega a este
extremo es que debe de haber una muy buena razón. Está bien, le devuelvo
la prenda. Pero, a cambio, tráigame hoy mismo el dinero sin falta.
Finalmente, el hombre se dio por vencido y trajo todos los quimonos.
Osei, como prenda, se metió —solo por formalidad— en la jaula de la casa
de empeños. Seishichi se fue a Maruto con los quimonos, y enseguida
regresó con el dinero.
Ahí estaba el resultado. Había dicho que lo dejara en sus manos, tal era
su vanidad. Le pregunté cuánto le habían prestado, y me dijo que hasta dos
mil yenes. Era una cantidad fuera de lo normal. Más que por el precio de los
quimonos, se la habían pagado porque era él. Devolvió el principal y los
intereses de la deuda, y Osei utilizó libremente el dinero de la diferencia.
No tengo duda de que lo usó para traficar en el mercado negro, ganó mucho
dinero y pudo recuperar, al poco tiempo, los quimonos que había empeñado
en Maruto.
Sé de cierto que Osei ganó mucho dinero, porque más tarde sucedió esto
otro.
Sería uno o dos meses después de lo de la casa de empeños. Yo, como
siempre, estaba ocioso por falta de clientes. No había podido abrir el garito.
Y no podía hacer nada. Me fui al de un padrino llamado Genjiro, en Senju,
con mis cien preciosos yenes en el bolsillo.
Pero en esa ocasión la suerte no estaba de mi lado, y me los gasté
enseguida. «Mierda», pensé. Genjiro me dijo:
—Hermano, parece que aún no has podido emplearte a fondo. ¿Qué tal
una vez más?
En el garito de Genjiro las cosas marchaban; había más de cincuenta
hombres jugando. Me daba rabia irme de ahí justo cuando me decían «¿Qué
tal una vez más?», pero no tenía dinero, no podía seguir.
—Padrino de Senju, me muero de ganas de jugar, pero hoy estoy sin
blanca —dije.
—No me seas aguafiestas. Usa esto —me respondió, y le dio un fajo de
billetes a uno de sus hombres para que me los pasara.
Lo miré y había quinientos yenes. «Ahí voy», pensé, y me dispuse a
jugar. Pero está claro que, cuando quieres ganar, las cosas no te salen bien.
Lo perdí todo en un momento. Y Genjiro me volvió a prestar. De esa forma,
tomando prestado no sé cuantas veces, lo perdí todo.
—Padrino de la Dewaya, parece que hoy no tienes suerte. ¿Por qué no
pruebas otro día?
—Gracias por dejar que me divierta. El dinero que me has prestado, te
lo devolveré mañana —le dije, y salí del garito.
Pero tenía un buen problema. Había perdido hasta ocho mil yenes. No
podía hacer nada. Me puse lívido y regresé a casa obcecado. El hombre que
representaba a la Dewaya no podía decir «No tengo dinero, perdóname la
deuda». Tampoco podía huir. Aunque lo hiciera, no conseguiría nada. Y
sería el hazmerreír de todos.
«Estoy en un gran aprieto, tengo que hacer algo», pensaba preocupado.
Me acerqué al brasero y me puse a remover las cenizas. Oí una voz detrás
de mí, me giré y, ahí de pie, estaba Osei.
—¿Qué pasa? ¿A qué has venido? —le pregunté.
—¿Que qué pasa? ¡Menuda forma de saludar! ¿Qué te pasa a ti? —
inquirió mirándome fijamente a la cara
—No me pasa nada.
—Mentira podrida. Te ha sucedido algo, ¿verdad?
Osei era una mujer perspicaz, a primera vista se había dado cuenta de
que me pasaba algo. Pensé que no serviría de nada escondérselo.
—No es nada, solo que hoy me han desplumado —le confesé.
—Vaya, tío, ¿a ti también te pasan esas cosas? Pero si tú eres un as de
las apuestas. ¿Cómo puede ser que te desplumen?
Parecía que me hablaba con cariño y preocupación.
—Gen-chan me ha dicho que me prestaba el dinero, he ido jugando una
y otra vez, y lo he perdido todo.
—Bueno, bueno. ¿Cuánto te han sacado?
No tenía a nadie más con quien hablar del tema, me sentía desolado. Era
de agradecer que hubiera alguien dispuesto a escucharme; me fui
ablandando y le dije cuánto tenía y cuánto había tomado prestado. Osei me
escuchó y, como si nada, me dijo:
—Ah, bueno. Pues, oye, tío, yo me voy a ocupar de ese dinero.
Yo, enojado, repliqué:
—¡De qué hablas! Osei, esto no es ninguna broma. ¡No estamos
hablando de una pequeña cantidad!
Ella no se sorprendió.
—Pero tío, tú no tienes el dinero ¿verdad?, ¿De dónde lo vas a sacar?
—Eso es lo que estoy pensando ahora.
—Pues por eso te digo que me voy a ocupar yo en tu lugar. ¿Sabes todo
lo que has hecho por mí hasta ahora? Pues, por una vez, no estaría mal que
me hicieras caso.
Yo me quedé medio dudando.
—Si tanto te preocupa, por esta vez, te voy a hacer caso.
—Vale, pues espérame, ahora vuelvo.
Al cabo de unas horas, regresó.
—Te lo he traído, tío —dijo.
Miré dentro del hatillo, y estaba repleto de dinero.
—¿Qué es todo esto? Osei, ¿de dónde lo has sacado?
—No importa de dónde. No sirve de nada que lo sepas, tío. Con que lo
uses, ya basta.
Osei se mostró obstinada hasta el final.
—Bueno, pues, si es así, lo acepto agradecido —le dije.
Al día siguiente, le expliqué la situación a mi esposa, Omon, y la mandé
con dos de mis hombres a pagar la deuda donde Genjiro. Con eso se supone
que yo había salvado mi honor. Sin la ayuda de Osei no hubiera podido
seguir con el oficio de yakuza.
Sin embargo, aquello provocó una pequeña disputa. Y es que mi esposa
se puso celosa. Pensó que, si me prestaba aquella gran cantidad de dinero,
era que había algo entre Osei y yo. Omon no se había quejado ni una sola
vez de las entradas y salidas de Osei. Sin embargo, en su interior iba
acumulando rabia. Y con aquello terminó por explotar. Arqueó las cejas, y
me dijo con furia y desafiante:
—Si tomas prestado dinero de mujeres como esa, te vas a cargar el buen
nombre de la Dewaya. En Senju, Genjiro me ha hecho muchas preguntas y
he sentido vergüenza.
—¿Cómo? ¡No le habrás dicho de dónde ha salido!
—¡No me tomes por tonta! No lo diría ni que me torturaran. Pero esto
es un disparate desde el principio. Antes de consultarlo con Osei, podrías
haberme dicho algo a mí, ¿no? Porque, que yo sepa, soy tu esposa. Si me lo
hubieras contado, me hubiera vendido la casa y el terreno para pagar, si
hubiera sido necesario. Y, si no bastaba, hasta hubiera podido vender mi
cuerpo. En cambio, tú no me dices nada y se lo pides prestado a esa mujer.
Es algo tan lamentable que no puedo ni llorar.
La cara de Omon estaba lívida y crispada.
—No le pedí consejo. Apareció justo cuando yo estaba solo pensando
—dije como excusa.
—¡Pero de qué hablas! Algo tan grave. ¿Cómo no me llamaste a mí
primero?
—Aunque te hubiera pedido consejo a ti, la cantidad era la que era.
¿Qué crees que hubieras podido hacer?
—¿No te acabo de decir que hasta hubiera vendido mi cuerpo?
—¡Imbécil! ¿Te crees que, si vendo a mi mujer porque no puedo pagar
una deuda, mi honor se va a salvar?
—¿Y qué honor vas a salvar tomando dinero prestado de esa?
Estaba realmente furiosa. Pensé que, si seguíamos hablando, la cosa
pasaría a mayores. La llamé imbécil una vez más, me marché y no aparecí
en dos o tres días. Cuando volví, Omon había recogido sus cosas y se había
marchado. Estuvo algún tiempo sin aparecer. El origen del problema estaba
en que yo había perdido apostando, era culpa mía; un mes después, agaché
la cabeza e hice que regresara. Pero, a partir de ahí, las cosas ya no fueron
bien, y terminamos por separarnos.
Hacia el principio de la guerra, cierto día Osei me preguntó: «Tío,
¿puedes dejarme vivir en el segundo piso?». Yo le dije que sí, y se vino a
vivir a mi casa.
No estaba allí siempre. Se quedaba durante dos o tres días, pasaba uno o
dos en otro sitio, y regresaba. Ella no decía adonde iba y yo no se lo
preguntaba. Estaba en mi casa, pero no era mi esposa. Lo que hiciera no me
incumbía. Visto desde fuera, no sé lo que parecería, pero yo no me acosté
con ella ni una sola vez.
En mi casa vivían cinco o seis de mis hombres, además de la criada
Okyo —la mujer a la que había ayudado el capitán Hashiba— y Osei. Esa
era más o menos la gente que estaba en casa. Desde que empezó la guerra,
la situación no era como para hacer apuestas.
Pronto empezaron a escasear los productos. Un día, llegó acompañada
de un mozo que tiraba de un carro y dijo:
—Tío, no te importa que guarde unos bultos en el piso de arriba,
¿verdad?
—No, claro que no —le respondí, y transportaron veinte o treinta latas
parecidas a las de petróleo.
«¿Qué será?», pensé.
—Es azúcar blanco —me dijo.
Era un objeto de valor, difícil de obtener. Lo había comprado en alguna
parte, posiblemente con la intención de revenderlo más caro. Pero no me
consultaba nada y yo tampoco le preguntaba. Debió de encontrar clientes,
porque, al cabo de algún tiempo, lo cargó de nuevo en el carro y se lo llevó,
todo menos dos latas. Supuse que las había dejado por agradecimiento, así
que las usamos. La verdad es que nos fueron de gran utilidad.
Ella se esfumó y no dio señales de vida hasta algún tiempo después de
la guerra. Más tarde me contó que había estado por Kobe. A mí me
mandaron a la cárcel de Abashiri por su culpa tras su reaparición repentina
cinco o seis años después de la contienda. Otro día le hablaré de eso.
Cuarta Parte
Terminé de tomarle la presión y rompí la ampolla
del inyectable.
—Ese sonido siempre me produce añoranza —dijo
él con nostalgia desde el futón—. A mi padrino
siempre lo visitaba el médico en casa. Y, cuando
terminaba de reconocerlo, rompía una ampolla de ese
modo. Yo estaba a su lado, y ahora todavía tengo ese
sonido en el oído.
—¿Cómo va la comida?
—Más o menos bien, pero cuando se te hinchan
las piernas ya te queda poco tiempo entre los
humanos, ¿verdad? Aunque, bien pensado, durante la
guerra la gente normal tenía la cara más hinchada
que yo ahora.
Con su cara marcada por manchas oscuras igual
que si fuera un mapa, sonrió levemente y, sin
levantarse, se llevó a la boca el cigarrillo que le había
encendido la mujer.
—¿Estuvo en Tokio durante toda la guerra?
—No, al final me evacuaron.
—¿Adonde?
—A Kashiwa. Cerca estaba el campo número cien,
y ahí ocurrieron cosas interesantes.
Después de fumar con fruición, le pasó el resto a
la mujer y se volvió a tumbar.
—¿Quieres que te ponga la almohada más arriba?
—Está bien así. Oiga, doctor, ¿más o menos
cuánto me queda?
—Depende de cómo se porte.
—Doctor, no escurra el bulto. A lo sumo, dos o
tres meses, ¿verdad?
—Nada de eso. Todavía está bien para dos o tres
años.
—Ja, ja, ja. Doctor, usted todavía es joven, pero es
muy hábil. Los médicos tienen que ser así. Disculpe el
atrevimiento, pero los médicos y los jugadores nos
parecemos en algo.
—¿En serio?
—Sí, en serio. Los pacientes, aunque sepan que ya
les queda poco, se creen lo que les dice su médico, y
se toman las medicinas. Los clientes del garito,
aunque sepan que perderán, se dejan engatusar por
las palabras del crupier, y apuestan grandes sumas de
dinero. Bueno, supongo que así es la vida. Si todo
fuera según la lógica, la vida no tendría ningún
interés. Yo igual: tal como dice el doctor, si creo que
todavía puedo vivir algo más, sacaré las fuerzas de
alguna parte.

CERDO Y BOMBAS
Antes de que comenzaran los bombardeos aéreos, Okyo me dijo que
podíamos ganar mucho dinero vendiendo carne de cerdo en el mercado
negro.
—Los restaurantes de lujo están en apuros porque últimamente no
tienen manera de conseguir carne, la comprarán con gusto al precio que sea
—me dijo.
Okyo se había quedado a vivir conmigo después de mi separación de
Omon, y hacía muchas cosas por mí. En los tiempos de mi padrino, en la
Dewaya no se había empleado a ninguna mujer, ni en la residencia ni en el
garito, pero después ya no éramos tan estrictos.
Años atrás era impensable que una mujer le planteara a un padrino
yakuza ganar dinero con la carne de cerdo, pero eso también era un signo de
los tiempos.
—Aunque quisiéramos ganar dinero, ¿de dónde íbamos a sacar el
cerdo? —preguntó Kamezo.
—Tengo unos parientes que viven en el campo, en Chiba, y crían
cerdos. De ahí los podemos sacar —dijo Tokuji, uno de mis hombres, con
gran entusiasmo.
Tokuji y Okyo llevaban tiempo pensando en juntarse. Debían haberlo
hablado con detalle de antemano. Kamezo, con cara de preocupación, dijo:
—Aunque tengas un conocido campesino, lo que queréis hacer no es
nada fácil. Matar un cerdo sin permiso y venderlo. Si se enterase la policía
militar, tendríamos problemas. No nos íbamos a librar solo con la cárcel.
Kamezo tenía razón, no se podía matar ganado sin permiso. El ejército
tenía prioridad, y que si descubrían a un civil matando un cerdo y
vendiéndolo o comiéndoselo a escondidas, era algo grave. Pero Tokuji
ponía cara de saber de lo que hablaba cuando dijo lleno de confianza:
—Si nos ponemos a preocuparnos, no terminaremos nunca. Padrino,
hemos pensado en todas las salidas.
Efectivamente, daba la impresión de que Okyo y Tokuji se habían
ocupado de todo, y hasta habían negociado con gente.
—Si tenéis la intención de que yo os preste mi ayuda, estáis
equivocados; pero si vosotros queréis ganar un dinero con los cerdos, no me
importa. Eso sí, tened cuidado —les dije.
Entre los amigos de Tokuji estaban Ishikawa y Takahashi, dos coreanos.
Los habían traído conscriptos de Pusan para trabajar en las minas de carbón
de Joban, pero lograron huir y estuvieron vagando por diversos sitios hasta
encontrar a alguien que los ayudó, un tekiya llamado Kanda. Yo lo conocía.
A veces los traía cuando venía a jugar. Ahí se hicieron amigos de Okyo y
Tokuji, y establecieron el negocio de los cerdos.
Lo gracioso era la forma de matarlos. Los parientes de Tokuji tenían los
animales en un terreno extenso. Pero, cuando los matan, los cerdos gritan
guiii-guiii-guiii. Por muy grande que fuera la granja, se podría oír desde
todo el pueblo, y la gente sospecharía que ahí estaban sacrificando cerdos a
escondidas. Tenían que hacer algo para que los animales no chillaran.
Le pregunté a Tokuji:
—¿Pues cómo lo hacen?
—Padrino, hay un dicho según el cual más vale ver una vez que oír
cien, venga a verlo.
Fui acompañado de Okyo. Y me dije «¡Ah, claro!». Era un mecanismo
tan fácil que parecía absurdo. Primero, al cerdo que iban a matar lo tenían
en ayunas desde el día antes. Hacían un gran agujero en la parte de atrás del
jardín y lo llenaban de agua. Desde el establo hasta el agujero tiraban
salvado de arroz. Al abrir la portezuela del establo, el cerdo, que estaba
hambriento, se ponía a comer con entusiasmo y se iba acercando al borde
del agujero. Cuando estaba comiendo al lado del socavón, lo empujaban
desde atrás y lo hacían caer dentro. Era un agujero profundo lleno de agua,
así que no podía decir ni mu.
Cuando traían un cerdo a Tokio, lo llevaban a algún lugar para trocearlo.
Pero, al cabo de un tiempo, Tokuji me dijo:
—Padrino, el sitio que usábamos hasta ahora se ha vuelto peligroso, ¿no
podría enseñarnos alguno que esté bien?
Llegados a ese punto, yo no podía desentenderme. Les dije:
—Si es así, podéis usar el piso de arriba.
El lugar se llenó con las cargas de los estraperlistas, no había donde
poner los pies. Si hubiera estado vivo, el padrino Yamamoto seguro que no
lo habría permitido. Otro signo de los tiempos, supongo.
En aquella época era posible, aunque difícil, abastecerse de pollo. Pero
obtener cerdo resultaba imposible por mucho dinero que se tuviera. Los que
tenían dinero estaban dispuestos a pagar grandes cantidades para poder
comerlo. Venderlo a particulares era peligroso, por lo que Okyo solo
comerciaba con restaurantes de lujo. En esos locales había buenos clientes
que podían comprar caro con seguridad. Pero, aunque consiguieran la carne,
tenían dificultades para hacer que fuera comestible.
Todo el mundo se había acostumbrado a apretar los dientes y aguantar.
Si se hubiese sabido que alguien comía carne del mercado negro, se le
habría llamado antipatriota. El que se disponía a comer lo tenía que hacer
discretamente para que los demás no se enteraran, y por ello era
prácticamente imposible freírla. El olor que desprendía era fuerte, y alguien
podría pensar que estaban asando para comer una carne deliciosa, y
llamaría a la policía, lo cual supondría un gran problema. No había más
remedio que evitar que el olor se extendiera. La mayoría de las veces se
comía guisada. Además, cuando se comía carne, había que vigilar que no
viniera nadie. Se cerraba la puerta con llave, se cerraban las contraventanas
y se pasaba la cortina para que nadie de alrededor lo viera. Si las ganas de
comer carne asada no se podían evitar, había que hacer otros sacrificios.
Como el olor salía aunque se cerrara la puerta, en los marcos se colgaban
mantas o edredones para que el humo no escapara. Y entonces, vigilando,
se asaba. En verano, si se comía carne, se sudaba la gota gorda. Pero estaba
muy buena, y se aguantaba. Todavía recuerdo ahora lo bien que sabía. Con
el tiempo, aparte de Kanda, involucraron a otros tekiyas en el negocio.
Aquellos días venían a jugar a mi local varios padrinos tekiyas. Con la
guerra, había ido aumentando el número de garitos que cerraban y había
disminuido el número de locales donde se podía jugar. Si se corría la voz de
que en tal sitio todavía se podía, los clientes se juntaban.
Entre ellos había un influyente padrino tekiya que se llamaba Goro
Katano, con quien yo había intercambiado votos de hermandad. Creo que
Katano, Tokuji y los demás hablaron mucho del tema. Se pusieron de
acuerdo y se involucró a fondo. Gracias a que era alguien bien conectado, el
mercado se amplió. Cada vez se vendía más carne. Los portadores estaban
más ocupados: aproximadamente cada tres días, llevaban al piso de arriba
una montaña de latas parecidas a las de petróleo. También esos recipientes
eran un bien de lujo. Si no había, envolvían la carne en un papel engrasado
y se la enrollaban aplanada y pegada al cuerpo. Encima se ponían el
quimono y la transportaban. Esos portadores hacían el viaje en tren de
vapor y tren eléctrico. Hacían transbordo, bajaban en Ryogoku y venían
andando hasta Asakusa. Pensándolo ahora, me parece increíble que lo
hicieran tantos y no atraparan a ninguno.
Sin embargo, cuando el negocio estaba encarrilado, la policía militar
detuvo a Tokuji por otro motivo y lo ejecutó. Esto es lo que sucedió: un día,
Tokuji recibió una carta de sus padres, que vivían en Choshi, Chiba.
—¡Qué raro que alguien te mande una carta!
—No es nada. Hay un problema en casa, me gustaría ir —me dijo.
Yo le di licencia para ir, diciéndole que debía de estar preocupado, que
era mejor que fuese lo antes posible. Tokuji regresó rápidamente a casa de
sus padres y ya no volvió más. Como no recibíamos noticias suyas,
empezamos a preocuparnos. Hasta que llegó una notificación de la policía
militar diciendo que había muerto. Fue algo inesperado, nos dejó perplejos.
Con la carta de sus padres había una orden de reclutamiento. Las usaban
para reunir a civiles en fábricas de suministros militares y hacerlos trabajar
en la producción de partes de aviones y municiones, o cosiendo paracaídas.
Lo hacían siempre con los estudiantes de secundaria —demasiado jóvenes
para el ejército—, con las chicas o con los hombres que ya eran demasiado
mayores para llevar un arma. Los reclutaban y los hacían trabajar.
La orden decía que tenía que estar en tal fábrica tal día de tal mes a tal
hora. Venía del ejército, uno no podía negarse.
Pero Tokuji se negó a ir y huyó. A mí no me dijo nada, posiblemente
porque pensó que de nada serviría consultarme. Estuvo dando vueltas por
donde tenía conocidos —Tokio, Yokohama y otros lugares— jugando de
vez en cuando por los garitos. Después de su muerte, varios amigos de por
aquí y por allí me comentaron que había estado en su local. Huyendo de ese
modo, un día entró en el garito de Nomura, en Senju. Supongo que a eso se
le llama tener mala suerte. Porque, por casualidad, hubo una redada de la
policía y detuvieron a todos los que estaban jugando. A Tokuji también. Lo
registraron y, entre sus pertenencias, encontraron la orden de reclutamiento.
Es extraño que la llevara siempre consigo. Quizá pensaba entregarse en
algún momento, por Okyo y el bebé que ella llevaba dentro, y no había
podido tirarla. Ahí se acabó su suerte. Había desoído una orden de
reclutamiento, la policía no podía interrogarlo. Lo comunicaron a la policía
militar, y lo mandaron al cuartel central de Yokosuka.
No sé a qué tipo de interrogatorio lo sometieron, pero no hay duda de
que se lo hicieron pasar muy mal. Para la policía militar, desoír una orden
de reclutamiento debía de ser un crimen grave. En un momento decisivo
para el país, en que la población unida debía prepararse para una batalla
sangrienta, ¿qué había peor que la indignidad de alguien que desoía una
orden de reclutamiento y se dedicaba al juego? Por eso lo torturaron hasta la
muerte.
Me mandaron un aviso donde me decían que fuera a recoger el cadáver
tal día y en tal sitio. Fui acompañado de Kamezo. Okyo quería ir, pero
finalmente logramos disuadirla. Se podía poner a llorar o gritar delante de la
policía militar, o incluso tirarse encima de ellos. Si sucedía algo así,
estaríamos en otro aprieto. Además, era posible que Tokuji hubiera
sucumbido a la dureza de la tortura y hubiese confesado sobre el juego o
sobre el mercado negro. De ser ese el caso, los siguientes detenidos
seríamos nosotros. No podíamos llevarla; la dejamos en casa y fuimos los
dos solos.
La policía militar transportó el cadáver en un camión al destacamento
de Sakuragaoka, cercano a Hayama, y allí nos lo entregaron. Un policía
militar me dijo:
—Este hombre ha muerto de enfermedad. Su última voluntad fue que te
entregáramos su cadáver. Lo vamos a transportar en un camión a tu casa.
Indícanos el camino.
Lo de la muerte por enfermedad era algo que, sin duda, daba risa.
A primera vista se veía que lo habían torturado hasta deformarle la cara,
y tenía el cuerpo lleno de contusiones. Pero, si yo hubiera mostrado mi
indignación, habría atraído innecesariamente su atención y se nos habrían
llevado. Dijimos «Muchas gracias» e inclinamos la cabeza. La policía
militar transportó el cadáver de Tokuji hasta Asakusa. Como, a pesar de las
torturas, no había abierto la boca, pasé aquel trago sin que me detuvieran.
Llamamos a una funeraria, pusieron el cadáver en un ataúd, le
encendimos barras de incienso, llamamos a un bonzo conocido y rezamos
por su alma. A pesar de nuestros temores, Okyo no hizo ningún escándalo.
No sé qué haría cuando estaba sola, pero delante de los demás ni siquiera
lloró. Al día siguiente, lo llevamos al crematorio de Mikawashima, donde lo
incineraron. Habíamos recibido de la policía militar el certificado de muerte
por enfermedad, lo presentamos y nos lo hicieron gratis. Recogimos los
huesos,[73] nos los llevamos y fuimos a Choshi para entregárselos a sus
padres.
Con el paso del tiempo, Japón fue perdiendo la guerra y empezaron los
bombardeos sobre Tokio. En verano de 1944, creamos el Círculo Dos-Siete.
Se trataba de un grupo de juego. El garito se abría en los días que contenían
un dos o un siete, es decir, seis veces al mes. Los clientes eran propietarios
de negocios importantes de Tokio y cercanías, y los llevábamos a jugar a un
hotel cerca del mar, en Katsuta, más allá de Mito, en la provincia de Ibaraki.
Invitábamos a gente con dinero que no se iban de la boca con facilidad.
Yo hacía que mis hombres, cuando iban a hablarles de la timba, les llevaran
billetes de tren de ida y vuelta y algún regalo. Y al terminar de jugar los
sorprendíamos entregándoles carne de cerdo, pescado, whisky, tsukudani de
almejas,[74] rodaballo seco, aceite de sésamo… Así lográbamos reunir a
clientes muy buenos.
Para poder ofrecer regalos, nos fue muy bien Hatsuyo, mi actual esposa,
que todavía ejercía como geisha y había empezado a salir conmigo. Era de
un pueblo de pescadores llamado Isohama, en la provincia de Ibaraki,
donde su hermano trabajaba como carpintero de barcos. Lo llamé y le
pregunté si podía conseguirme productos del mar. Su respuesta fue «Es una
petición fácil». Los hombres jóvenes habían sido reclutados todos por el
ejército, y todos los barcos de pesca —pequeños y grandes, incluso los de
madera— habían sido requisados por la Armada. Aunque aquel fuera un
pueblo de pescadores, prácticamente solo quedaban mujeres y niños. Ellas,
dejadas atrás en la playa y privadas de sus esposos pescadores, se habían
quedado sin modo de subsistencia. Cogían orejas de mar con red y las
vendían en las ciudades vecinas para poder vivir. Pero era duro. Justo
cuando estaban pensando en cómo encontrar buenos clientes, surgió mi
propuesta. Se pusieron muy contentas y empezaron a traerme de todo:
pescado seco, algas, pulpo, calamares, ostiones… Por supuesto, todos eran
artículos prohibidos que había que transportar a escondidas.
Todavía recuerdo muy bien las orejas de mar. Hervidas con salsa de soja
y puestas en paquetes de casi cuatro quilos, de los que cada persona traía
varios. Era algo que en Tokio ni siquiera se podía ver. Casi cuatro quilos
costaban treinta yenes, y el salario de alguien que hubiera ido a la
universidad era de unos cincuenta yenes. Es decir, se podían considerar
caras. Pero para nosotros ese precio era tan barato como si fuera gratis.
Porque en una noche de timba ganábamos cientos de miles de yenes y no
nos importaba pagar lo que fuera por las orejas de mar.
Lo cierto es que se las comprábamos casi al doble del precio al que lo
hacían otros. De ese modo teníamos contentas a las esposas de los
pescadores, y ellas se arriesgaban para traernos los productos más valiosos.
También había rodaballos grandes. «Ese hará unos setenta centímetros»,
pensabas a veces. Y es que, como Japón se había quedado casi sin
pescadores, los peces tenían tiempo de crecer con tranquilidad. Eran
rodaballos salados: los colgaban para secarlos, y nos los traían. Los grandes
costaban unos cien yenes, pero nosotros se los comprábamos por ciento
cincuenta. Y las esposas de los pescadores nos tenían en gran estima.
La verdad es que ganábamos montañas de dinero. Y no teníamos donde
dejarlo, lo cual era un problema. Si le dijera cuánto ganábamos, no se lo
creería. Pero, por mucho que ingresáramos, no lo podíamos llevar al banco.
Además, tal como estaban las cosas, tampoco había en qué gastarlo. El
dinero no hacía más que amontonarse; a veces, simplemente lo dejábamos
ahí tirado.
Masako, la hija de Okyo, se crió en una montaña de billetes.
Antiguamente, había unos cestos de bambú trenzado para dejar la ropa en
las casas de baños. Pues bien, los llenábamos de billetes de diez yenes y
encima poníamos a Masako a dormir. Eran blandos y cómodos, y ella
dormía confortablemente. Si se hacía pipí, los billetes mojados los
usábamos luego como combustible para calentar la bañera.
A medida que transcurrió el tiempo pasándolo bien, la situación bélica
fue empeorando, y finalmente nos trasladamos a Kashiwa. Ahora está
urbanizado, pero en la época era completamente rural, no había nada que
recordara una ciudad. Alquilamos una gran casa en medio de unos campos,
y nos fuimos a vivir Kamezo, Okyo, su bebé y yo.
Yo todavía tenía a siete u ocho hombres, pero a los jóvenes me los había
quitado el ejército y solo quedaban los viejos. Por supuesto, a pesar de eso,
continuamos con el círculo Dos-Siete. En 1945 la guerra se recrudeció;
había bombardeos aéreos a diario.
Antes de la primavera, el 12 de febrero, fuimos al hotel y el director me
dijo:
—Padrino, ya no podemos más.
—¿De qué me habla? —le pregunté, y él me dijo que, dos días antes,
había venido una cantidad tal de B-29 que el cielo se había vuelto negro, y
habían bombardeado hasta dejarlo todo destrozado.
—Esto parece el fin de Japón —me dijo el hombre muy decepcionado.
—No es momento para apuestas —añadió lívido su asistente.
Yo les dije:
—Si dejando las apuestas se terminaran los bombardeos del enemigo,
las abandonaríamos. Pregúnteselo a los pilotos de los B-29. ¿Qué cree que
dirían? A ellos les da igual si jugamos o no, no hay de qué preocuparse.
Mentiría si dijera que los B-29 no nos daban miedo, pero tampoco iba a
salvarnos quedarnos quietos. Eran bombardeos que lo arrasaban todo, ya
fueran casas privadas u hospitales. Acurrucarse no ayudaba en nada. Pero el
asistente todavía insistía: «Sí, es cierto pero…».
Kanezo le dijo:
—Deja ya de lloriquear. Un conocido mío, durante un bombardeo, se
escondió con toda la familia en un refugio antiaéreo. Las bombas
incendiarias cayeron igual que si fueran lluvia y la casa se incendió, pero el
refugio quedó entero. Sin embargo, pasaba el tiempo y no salían. Los
vecinos fueron a ver y se los encontraron cocidos, todos muertos. Aunque
huyas, no te sirve de nada. Es mejor morir haciendo lo que te apetece.
¡Vamos a pasarlo bien, hombre!
El director pareció recobrar el entusiasmo, y continuamos como hasta
entonces. El 26 de febrero llegó una formación extraordinaria. Eran vuelos
rasantes. Cientos de aviones procedentes de portaaviones que ametrallaban
y soltaban bombas incendiarias por todas partes. En cambio, nuestros
aviones prácticamente no aparecían. Daba pena verlo, hacían lo que les
placía.
El 10 de marzo se produjo el gran bombardeo sobre Tokio. Después,
muchos lugares fueron ametrallados por los aviones que venían de los
portaaviones. Más allá del hotel de Katsuta estaba la Hitachi. En junio fue
bombardeada y murieron más de mil personas. Un pequeño caza surcaba el
cielo y disparaba con la ametralladora. No había duda de que cerca había un
portaaviones. Pero ni aun así paramos el círculo del Dos-Siete. Ya no nos
importaba nada.
El 17 de julio, antes del mediodía, estábamos en pleno juego, con la
gente excitada rodeando la bandeja, cuando, de lejos, se oyó un rumor
grave, como si tiraran arrastrando de una muela de piedra. Sin parar,
continuamente.
Aquel sordo ruido me hizo tener un presentimiento. Cerca del hotel
había una plaza donde estaban sueltos caballos del ejército. Se les oía
relinchar como locos. Todo el mundo se detuvo, se incorporaron, pensando
«¿Qué sucede?»; parecía que estuvieran indagando lo que pasaba alrededor.
El sonido se fue haciendo más inquietante, hasta que se oyó un gran
estruendo justo al lado. Un ruido ensordecedor, como si el cielo se hubiera
partido.
—¿Habrá sido cerca de la estación? —se preguntó alguien.
Cerca de la estación estaba la fábrica de armamento de la Hitachi.
—¿Habrá explotado algo?
—No, hombre, debe de ser que los de la Hitachi han inventado una
nueva arma para combatir a los americanos, y la estarán probando.
¿Qué sería? ¿Podía haber algún cañón que provocara un ruido tan
grande? Surgieron explicaciones diversas. Pero de nuevo se oyó durante un
rato ese horroroso ruido grave. Y de repente, otro estruendo, una explosión
tal que parecía que el cielo se hubiera venido abajo. Aquello ya no era
normal. Por mucho que todos quisieran creer que no pasaba nada, era
imposible no sorprenderse. Y se oyó de nuevo. Y otra vez, hasta quince o
dieciséis estallidos seguidos.
—¡Por favor! ¿Pero qué es esto?
—Puede que sea un acorazado americano.
—¿Quieres decir que los barcos de guerra americanos ya han llegado
hasta nuestra narices?
—Es lo único que se me ocurre. Ese ruido es de bombardeos desde el
mar.
Todos nos quedamos lívidos. Estaba claro que era eso. Aquel horroroso
ruido no provenía de los aviones. «Sí, está claro, es eso, la marina
americana está a punto de desembarcar», pensé.
—Bueno, pues así ya no hay nada que hacer. Si nos dan, será igual que
estemos dormidos o despiertos —dije para animarlos.
Nos sentamos en círculo en el gran salón con botellones de sake, y nos
pusimos a beber.
No hay duda de que fueron bombardeos desde el mar. No sé si desde
acorazados o patrulleras, pero una gran cantidad de barcos atacaba
descendiendo hacia el sur. Mito también fue severamente dañada. El hecho
de que los barcos de guerra enemigos estuvieran atacando cada vez más
nuestras ciudades y que nuestros barcos no aparecieran, significaba que las
cosas estaban ya muy mal.
Luego me enteré de que el bombardeo desde el mar de aquel día se oyó
incluso desde las montañas de la provincia de Gunma. Justo después de la
guerra, pasé una noche entera jugando con Kan-chan, el de Kiryu, y salió el
tema:
—Ese día, en el este se oyó un ruido enorme que me hizo pensar que los
americanos ya iban a desembarcar. Se me encogieron los cojones.
Dijo que los bombardeos se oían con gran claridad; es increíble la
potencia que tienen cuando se disparan desde el mar. Al cabo de poco,
terminó la guerra. Nosotros seguimos jugando hasta el final.
LADRONES
El estaba tumbado en el futón. Sobre el cristal de
la ventana caía un claro rayo del sol de final del
invierno. En la habitación, la tetera que estaba
encima de la estufa sacaba un vapor vago y suave, y
desde la cocina llegaba el sonido de alguien cortando
sobre una tabla.
—Un paciente le dio a mi padre una manzana.
Pero yo pensé que sería una pena comerla y la puse
en la estantería de la cocina. La estaba mirando todo
el día; al final se pudrió. Yo tenía cuatro años; lloré
de rabia.
Él me escuchaba, aparentemente complacido, con
los ojos entrecerrados.
—Por cierto, ¿dónde estaba usted después de la
guerra?
—Pasé bastante tiempo en Kashiwa. Tokio estaba
hecho un desastre.
—¿Y tenía garito?
—Sí. Venían clientes diversos. De muchos no sabía
a qué se dedicaban. Algunos se quedaban uno o dos
meses con nosotros. Entre ellos había dos personas
que, con el tiempo, triunfarían y se convertirían en
concejales. No puedo decirle sus nombres porque
todavía están en activo.
El rayo de sol que entraba por el cristal de la
ventana bailaba con el vapor. Se oía la voz
entrecortada de los niños que estaban jugando en la
cuesta que había junto al río.
—Por cierto, doctor, ¿usted ha estado con
geishas?
—Entre mis pacientes hay muchas antiguas
geishas. La mayoría tiene más de setenta u ochenta
años.
—Claro…, han pasado cuarenta años desde la
guerra, las mujeres que tenían veinticinco ahora
tienen setenta. Es horroroso.
—¿Se acuerda de alguna?
—Sí, de muchas. Tsuchiura era un pueblo de
marinos, había algunas muy guapas —dijo mirando
de reojo a su mujer, que estaba al lado.

Fue no mucho tiempo después de la guerra. Había salido a jugar con mis
conocidos de Tsuchiura, llevaba los fajos de billetes que había ganado y me
estaba divirtiendo con unas geishas. Entre ellas había una mujer tan guapa
que me dejó boquiabierto. Le pregunté a su agente cómo se llamaba.
—Tiene buen ojo, padrino. Es Kofuji. Cuando era joven, el comandante
en jefe de la flota, Isoroku Yamamoto, estaba locamente enamorado de ella.
«¡Vaya!», pensé. Me impresionó que el cerebro de la Armada se hubiera
divertido con aquella mujer. En Tsuchiura estaba la base principal del
cuerpo aéreo de la Armada de Japón. No hay duda de que allí había buenas
mujeres.
Bueno, ese día solo hablé y me volví, pero no podía olvidar del todo a
aquella geisha. Iba frecuentemente. Un día, Kofuji me dijo:
—Padrino, tengo una petición para usted. ¿Me hará el favor de
escucharme?
—¿De qué se trata?
—Solo quiero pedirle que me guarde una catana.
—Es extraño que una geisha le pida a un yakuza que le guarde una
espada. ¿Cómo es eso?
—Es una catana de Bizen; me da miedo, y quiero deshacerme de ella
cuanto antes —dijo muy seria.
—Se trata de algo valioso. ¿Cómo es que la tienes?
—Hasta hace poco tenía cien, pero las tiré todas.
—Dos o tres lo entiendo, cien es algo inaudito. ¿De dónde las sacaste?
Yo estaba realmente sorprendido. Ella me contó lo siguiente.
Después de acabar la guerra, los oficiales de la Armada iban a volver a
su pueblo cuando empezó a correr un extraño rumor: los que fueran a coger
el tren llevando una catana atraerían a los militares americanos, y serían
llevados a juicio. Era peligroso llevarlas, lo mejor era desprenderse de ellas.
También corría el rumor de que los soldados americanos abusaban de
las mujeres, había que raparles el cabello. Eran casos similares. Se suponía
que a quien llevara una catana lo matarían, los oficiales estaban realmente
preocupados. Muchos las tiraron a la basura o las lanzaron al río, pero los
que tenían catanas de valor no podían soportar separarse de ellas. Un buen
número de ellos pensaría en ir a recogerlas más tarde. Algunos iban a donde
Kofuji y le decían:
«Por favor guárdamela, cuando sea seguro, vendré a buscarla.»
Una de las espadas que le dejaron fue la de Bizen, tesoro familiar de un
oficial: su abuelo la llevaba cuando participó en la guerra ruso-japonesa.
Era de Yamaguchi. Le dijo a Kofuji: «Si dentro de tres años no he venido a
buscarla, deshazte de ella, por favor», y se fue a su tierra.
—Mi casa se llenó de catanas. Lo extraño es que me daban frío.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—¿Y qué hiciste?
—Las tiré. Un día, por la tarde, salí al callejón. El porquero había
venido a recoger comida, le di dinero y las metí en el cajón donde ponía la
comida de los cerdos.
—El hombre estaría contento.
—Si las veían, tendría problemas; las cubrió con una montaña de restos
de comida y se las llevó.
—Ja, ja, ja. Ya veo. Eso estuvo bien. Pero no tiraste la de Bizen.
—Lo quería hacer, pero tenía un sentido especial para mí, no pude.
—Y ahora quieres que yo te la guarde.
—Sí, padrino, lo mejor será que la tenga usted, ¿no?
—Pero ¿qué harás si viene el oficial?
—Le diré que se la llevaron los militares americanos. Un hombre que
tiene miedo de que lo detengan los americanos y le deja a una geisha una
catana que es un tesoro familiar no tiene ningún derecho a reclamar que se
la devuelvan.
Lo que decía Kofuji tenía lógica. Antes, aquel hombre presumía de ser
alguien importante en la Armada, pero una vez derrotado le daban miedo
los americanos, y abandonaba una catana que era un tesoro familiar.
Aquello era lamentable, así que decidí quedármela.
—Bueno, entonces me la quedo —dije, y me la llevé.
Después de regresar, le pedí a un experto que la tasara; resultó ser un
trabajo de gran habilidad. Dijo que su valor era incalculable, de modo que
pensé que su precio sería muy alto. Hasta hace poco la tenía por ahí, pero
yo también me he hecho viejo y no saco nada con tener una catana. Llamé a
un anticuario y se la vendí. Por un precio altísimo.
Si me pongo a hablarle de la gente de aquella época, no acabaría nunca.
Pero había un tipo especialmente interesante, el chatarrero Kan-chan. Venía
a jugar con su mujer y sus hijos. Ella era una persona discreta. Mientras su
marido se entusiasmaba con el juego, ayudaba a Okyo en la cocina. Cuando
él perdía, ella se sacaba de dentro del fajín del quimono el dinero que debía
y se lo entregaba. Por mucho que perdiera, ella nunca se quejaba. No sé
cuánto había dentro del fajín, pero esa pareja había encontrado láminas de
acero que había escondido el ejército, las había robado y las había vendido
en el mercado negro, o sea que debieron de ganar mucho dinero.
Había mucha gente que lo usaba de una forma mucho más ruda que
Kan-chan. Entre ellos, el vendedor de coches Saburo Tsukada, otro de quien
merece la pena hablar. La primera vez que vino fue unos dos meses después
de la Derrota. Dentro de un gran hatillo, traía un montón de billetes. Vino a
jugar con él cargado al hombro. Kamezo, preocupado, me dijo: «Mira a ese,
no será un eso…», haciendo con los dedos el gesto de imitar una ganzúa.
Tras escuchar la historia de Saburo, la palabra ladrón no era la más
adecuada para definirlo. Viendo a ese tipo de hombre, pensé de nuevo que
el ser humano es algo extraordinario. Si se caía, no se contentaba solo con
levantarse.
Saburo era el séptimo hijo de un agricultor de más allá de Tsukuba, pero
cuando era pequeño lo echaron de casa. Se ganó la vida con muchos
trabajos —antes de la guerra era conductor de rickshaw—. No llegaba al
metro cincuenta de altura y, para propina, tenía un cuerpo maltrecho por la
desnutrición. Gracias a eso, finalmente, el ejército no se lo llevó. Pero
terminó por alcanzarle la conscripción en la base aeronaval de
Kasumigaura. Según Saburo, al terminar la guerra, se concentró allí a una
gran cantidad de ladrones.
—En los alrededores de las instalaciones aeronavales no había nadie
que no hubiera robado algo. A los que no iban a robar les decían que eran
unos atontados. Padrino, ¿ha estado usted alguna vez en una base
aeronaval?
—He pasado cerca en tren, pero no he entrado nunca.
—Es algo digno de ver por dentro. Para empezar, era la base de
suministros militares más importante de Japón. Había montañas de ellos.
Bueno, no hace falta ni decirlo, es de sentido común, pero había de todo,
desde material para la construcción a combustible o comida.
Según Saburo, al terminar la guerra, el material acumulado en la base
equivalía a más de quinientos millones de yenes. Esa suma, convertida a
dinero actual, alcanzaría los billones. Y, sin embargo, esa enorme cantidad
de material desapareció en medio mes como si fuera humo. No quedó ni
rastro. La causa de la desaparición fue la locución del Emperador.[75]
—Con ella, todos nos convertimos en ladrones —continuó Saburo—.
Habría gente que lloró y gritó, pero para la mayoría fue una gran alegría.
Muchos podían volver con sus mujeres sin necesidad de obtener permiso, y
frente a los ojos tenían montañas de tesoros. No había tiempo para llorar.
Así se convirtieron rápidamente en ladrones. Antes no se podían ni tirar un
pedo si no se lo ordenaba la autoridad, pero ahora eran libres. Hasta que
llegaran los americanos, ganaba el que huía más rápido, y todos a la vez se
prepararon para escapar.
»Todos corrían para ser los primeros, se llevaban mantas y material para
paracaídas. Hacían un bulto lo más grande posible y cargaban con todo lo
que podían. La tela para los paracaídas era de seda, un producto muy
valorado. Si lo llevaban a su tierra, lo podían vender muy caro. Cogían todo
lo que podían y lo iban robando. En resumen, esta es la forma en que se
convertían en ladrones.
»A partir de ahí ya era todo un desastre. No solo los conscriptos, sino
también los soldados, los suboficiales y los civiles. Todos se pusieron a
robar. Todo el mundo sabía que en las instalaciones aeronavales había de
todo. Antes, la gente ajena no podía entrar. Tras perder la guerra podía
acceder todo el mundo. Y eso fue terrible. Era una multitud llena de
avaricia; entraron como si fueran arañas. Llegaron desde lejos y desde cerca
para convertirse en una marea humana.
»No importaba dónde, iban entrando en los almacenes, cogían todo lo
que les caía en las manos y lo ponían en los carros, o amontonaban
montañas en los remolques y se los llevaban. Los que tenían poder,
contrataban mozos, usaban camiones militares y se los llevaban. No podían
hacerse con una gran carga individualmente, y usaban nombres oficiales de
entidades agrícolas o de asociaciones de tal o de cual, para presentar
solicitudes y enajenar material del Departamento de Suministros.
»Los de los departamentos de Contabilidad y de Suministros, en
realidad, ya no tenían ningún poder de decisión, pero los que mandaban
debieron de hacer las cosas con habilidad, porque lograban que les pusieran
el sello. Traían varios camiones del Departamento de Vehículos, cargaban
montañas de cosas y se los llevaban uno tras otro. Los almacenes de las
entidades agrícolas estaban llenos y ya no cabía nada más; así que llevaban
el cargamento a casas de capitalistas de los pueblos de alrededor, que tenían
grandes almacenes donde lo podían esconder.
»En un sitio llamado Takatsu —siguió contando Saburo habían
aprovechado los barrancos para construir refugios antiaéreos; allí
escondieron grandes cantidades de suministros alimentarios de la Armada.
Cuando los bombardeos se hicieron más severos, se organizaron
evacuaciones para protegerlos; yo participé como testigo, sabía dónde
estaba cada cosa. La gente de los alrededores también lo sabía, iban por la
noche y los sacaban unos tras otros hasta no dejar nada.
»Los civiles también participaban en la gestión de los suministros. Los
militares tomaban prestadas sus bodegas y guardaban ropa, mantas, futones,
comida, máquinas herramienta, piezas, y otros suministros que se dividían y
eran entregados a los civiles para que los guardaran. Sin embargo, al
terminar la guerra no tenían propietario, era de sentido común que todo el
mundo se los quedara. No se puede ni imaginar la cantidad de productos de
esos que había.
»En las instalaciones aeronavales había montañas de madera. Habían
confiscado montes enteros y, durante la guerra, habían hecho talar los
bosques y transportar la madera. Las montañas japonesas terminaron calvas.
Una parte se dedicó a construir algunos barcos, pero casi toda quedó sin
usar. La Armada la quemaba para hacer el carbón que distribuía por las
casas de los suboficiales y las clases superiores.
»Lo sé porque yo di las órdenes para que mis subordinados la
quemaran. Fuera de las instalaciones aeronavales, construí tres hornos para
producir carbón vegetal. Lo hacíamos cada día con la madera de roble y de
haya transportada en tren desde Fukushima y Gunma. Había tres hornos,
todos los días podíamos llenar muchos sacos. Los colmábamos, y los
subordinados los llevaban a pie a casa de los oficiales. Las familias
normales no tenían acceso a carbón de roble, en cambio los oficiales de la
Armada no tuvieron ningún problema en obtenerlo hasta la Derrota.
»Yo trabajé entre bastidores —dijo Saburo—; conocía bien la situación
interna de las casas de los oficiales. Por ejemplo, las cocinas. Las de la
Armada eran conocidas como las galeras. Había de todo: carne, pescado,
verduras. A montones. Yo era jefe de brigada y tenía influencia. Lo que los
oficiales no podían terminarse me lo repartía con el jefe de cocina, y se lo
daba de comer a mis compañeras. Había entre ellas muchas niñas
estudiantes de secundaria que no podían comer suficientemente en casa.
Ahí, en cambio, había toda la carne que quisieran; se quedaban
boquiabiertas.
También repartíamos briquetas de carbón a los suboficiales y oficiales.
En la calle eran imposibles de conseguir. Nosotros las hacíamos con carbón
mineral, y por eso había. Lo requisaban de las minas; podías contar también
con todo el que quisieras, montañas que era imposible terminar.
Antiguamente, en las casas no había ningún instrumento para poder
convertir el carbón mineral directamente en combustible, había que
transformarlo en briquetas. El alférez del Departamento de Suministros me
llamó y me dijo: “Tsukada, convierte este carbón; te doy veinte hombres”.
En mi currículum yo había puesto “fabricación de briquetas”, y el
alférez pensó que sabría cómo hacerlo. Si me lo decían a mí —que hasta era
capaz de hacer bebés si me prestaban a la mujer de otro—, hacer aquello era
coser y cantar.
Así es como las hacía: primero convertíamos el carbón en polvo, a
continuación lo diluíamos con agua y le añadíamos arcilla. Pero, puesto que
solo con la arcilla no se endurecía, lo mezclábamos con algas de Ise. A eso
le dábamos forma, lo poníamos a secar y obteníamos las briquetas. Al
principio hicimos algunas, no muchas. Sin embargo, yo sabía de unas
máquinas para fabricarlas.
Antaño había trabajado vendiendo briquetas, y tuve tratos con una
fundición de Choshi. Fabricaban máquinas para la producción automática.
Le expliqué al alférez que en tal lugar hacían esas máquinas y que, si
comprábamos una, podríamos abastecer a todos los oficiales.
Él me dijo: “Muy bien, pues pídela”. Y me fui a Choshi y dije lo que
quería comprar. El fabricante me dijo que, como ya nadie las compraba,
habían dejado de producirlas. Yo le respondí: “Ya lo sé, pero es una orden
de un alférez de la Armada. Quiero que me la haga, se la pagaré al precio
que me diga”.
Me respondió que, si era de ese modo, me la haría, pero que costaría
setenta mil yenes. Era una gran cantidad, pero pagaba la Armada, no me
importaba. “Hágamela”, le dije. Y se puso muy contento. Tanto que me
trató a cuerpo de rey. Llamó a unas geishas y me dieron de beber y comer
todo lo que quise. Igual que si fuera alguien muy importante. Me sentí
Urashima Taro en el castillo del dragón.[76] Estuve dos días enteros
divirtiéndome. De regreso en las instalaciones aeronavales, estaba tan
agotado que no me tenía en pie.
Al cabo de veintiocho días, llegó el aviso de que la máquina ya estaba
terminada. Fui a donde el alférez a buscar el dinero y me dijo: “Vale, pues
llévales esto”. Lo miré, era una orden de requisa. Con ella podías llevarte
gratis todo lo que quisieras. Me fui a Choshi en camión y se la mostré. El
propietario de la fundición se puso lívido. Con la orden de confisca uno
podía llevárselo todo, tenía un gran poder. Vehículos, metales, vacas,
caballos, barcos, lo que fuera, todo lo podía obtener solo con una hoja de
papel. Era una orden ineludible. Por mucho que al propietario de la
fundición le disgustara, si se negaba se convertía en un traidor a la patria y
lo detendría la policía militar. No lo podía evitar.
Gracias a aquel hombre yo lo había pasado bien con unas geishas.
Sentía lástima por él, pero no podía hacer nada. Hice que me ayudara a
poner la máquina en el camión, y que un subordinado lo condujera. Con
aquello pude producir las briquetas. Podía hacer treinta de una vez. Era algo
extraordinario. El alférez, que estaba muy satisfecho, me alabó: “Tsukada,
si estuviéramos en el campo de batalla, te condecorarían”.
Las briquetas producidas las llevaban trabajadoras conscriptos a las casa
de los oficiales. Sus esposas estaban felices; aquello me convirtió de golpe
en alguien popular. Pero me fastidiaba beneficiar solo a los oficiales. Las
empleadas casi no tenían combustible en sus casas. Por eso yo sacaba bajo
mano y les decía que se las llevaran. A otros conocidos también se las daba
gratis; me estaban muy agradecidos.
Así eran las cosas. Había montañas de carbón y de madera. Y eso es lo
que venían a robar. Había quien lo sacaba en camiones y quien lo hacía en
carretillas. Alguno hasta se hizo un gran almacén o una casa con la madera
robada. Eran como hormigas negras en una montaña de azúcar. Aquella
mole de madera fue reduciéndose y, en un momento, desapareció.
—¿Había cosas de mucho valor? —le preguntó Okyo ladeando la
cabeza.
—Pues claro que había. Los que las robaron se forraron.
—Si lo hubiera sabido, yo también habría ido.
—Ya lo he dicho: los que no robaban eran tontos. Pero los ladrones de
verdad no eran esos. Los grandes —y muy buenos— eran otros.
Saburo recorrió nuestras caras con la mirada, y bebió con deleite unos
sorbos de té.
—Pues bueno, el primer gran ladrón era aquel alférez. Ese tío fue
terriblemente rápido en cambiar. No solo tiró sin ceremonia los galones,
sino también la espada que llevaba al cinto. Nos reunió a los que éramos
jefes de brigada para arriba y nos dijo: “Compañeros, ya sabéis que Japón
se ha rendido a Estados Unidos. Por lo tanto, tenemos que dejar estas
instalaciones en orden antes de que lleguen los americanos. Compañeros,
quiero contar con vuestra colaboración para este duro trabajo. Comprendo
que todos queráis regresar a casa cuanto antes. Así que os voy a pagar
quinientos yenes por día”.
Todos abrimos los ojos como platos. El salario mensual era de treinta
yenes, parecía un sueño. Los aproximadamente cincuenta que éramos jefes
de brigada o superiores, aceptamos todos de muy buena gana. El trabajo
consistía en cargar los suministros en trenes. En las instalaciones había
varias vías y podían entrar decenas de vagones de mercancías. Ahí es donde
nosotros íbamos cargando los suministros.
Primero cargamos planchas de hierro, latón, bronce, estaño,
duraluminio, aleaciones, y cosas así. Eran metales que se usaban para
fabricar el cuerpo de los aviones. Eran de color amarillo y tenían un gran
valor. El estaño estaba en forma de ladrillos; había montañas. Luego supe
que en el mercado negro costaba miles de yenes. Había todos los metales
necesarios para fabricar aviones. Eso era lo que cargábamos cada día en los
trenes de mercancías que se lo llevaban.
De las instalaciones a la estación de Arakawa había una línea especial.
No sé quién daba las órdenes, pero cada día llegaban varios trenes. Y ahí
cargábamos los metales. Pero pesaban mucho. Si los poníamos planos solo
podíamos cargar un veinte por ciento de la altura de los vagones, que era de
unos tres metros; cuando el metal ocupaba sesenta centímetros, los
amortiguadores se hundían, era peligroso cargar más. Los íbamos cargando
y se los iban llevando a alguna parte.
—Era algo grande, una montaña de tesoros.
—Efectivamente, una verdadera montaña de tesoros. Por cierto, yo era
tan tonto que creía que los suministros se los iban a entregar al ejército
americano. Una estupidez. Los dirigentes sabían que lo que había allí eran
objetos preciosos. Esos tíos habían calculado que, si lo escondían antes de
que llegaran los americanos y lo vendían en el mercado negro, podían sacar
una cifra de dinero exorbitante. Nos pagaban a nosotros un salario mientras
ellos se lo robaban todo.
—O sea que tú trabajabas de ladrón sin saberlo.
—Así es, yo soy una persona honrada, trabajaba con todas mis fuerzas
obedeciendo las órdenes del alférez. Y, a base de cargar trenes repletos cada
día, finalmente el almacén se quedó vacío.
—Ahhh… —suspiramos todos al unísono.
A mí me pareció extraño y le pregunté:
—¿Y de verdad tú no sabes dónde están los escondites?
Saburo, impertérrito, me respondió:
—De saberlo, sería algo impresionante. Si tuviera todo eso, podría
comprar Hokkaido y Kyushu. Tal era la magnitud. Padrino, si fuera algo
que se pudiera averiguar, con su ayuda lo lograríamos.
En Japón había bases aquí y allá. Si lo que decía Saburo era cierto, lo
mismo habría sucedido en todas partes. En este mundo hay gente increíble.
—Bueno, pues así llegó el 27 de agosto. Y el alférez trajo un montón de
billetes en una caja de cartón. Se puso a sacar fajos y a repartirlos. Todos
nos quedamos boquiabiertos de alegría. Aunque, pensándolo ahora, fuimos
unos primos. Aquellos billetes —creo que sabéis de qué hablo— eran vales
que había emitido la Armada, distintos a los de verdad. Si lo necesitaban,
podían emitir la cantidad que quisieran. Además, la guerra había terminado,
ya no había soldados y había sobrado la cantidad para pagarles los sueldos.
Es decir, el alférez usó para pagar nuestros salarios un dinero que ya no
valía.
—Vaya, veo que ese alférez era un tipo muy listo —dijo un Kamezo
admirado, cruzando los brazos.
—Sí, de verdad, no se podía competir con él. Y es que había estudiado
en la Universidad Imperial. Esa es la prueba de que era inteligente. A mí me
irritó, pero no podía hacer nada. Luego, estaba sentado sobre unos leños
comiendo mi almuerzo cuando llegó para patrullar montado a caballo el
capitán de navío jefe del Departamento de Contabilidad. Fue un golpe de
suerte. Me vio, y me dijo presuntuoso: «Hola, Tsukada. Si necesitas algo,
no tienes más que decírmelo».
Yo pensé «El mierdoso este, después de zamparse lo bueno, me quiere
dar las sobras», pero me aguanté y respondí: «Señor, quiero unos camiones,
pero no tengo autorización».
Al oírlo, sonrió y me dijo como si nada:
—Eso es muy fácil, llamaré al Departamento de Vehículos. ¿Cuántos
necesitas?
—Cuatro, por favor.
—Vale.
«¡Bien!» pensé, y me fui con un subordinado al Departamento de
Vehículos.
Ahí el encargado me dijo
—El capitán me ha avisado —y me dio la autorización.
Nos fuimos volando en bicicleta al parque móvil de Ushiku, logré
cuatro camiones de gasógeno e, inmediatamente, llamé a la fundición de
Choshi.
—Tengo aquella máquina de briquetas, venga a buscarla. Si se demora,
se la robarán, dese prisa.
Al día siguiente vino el hombre en bicicleta con un ayudante. Yo les
puse la máquina en un camión.
—Bueno, pues, llévesela —le dije.
—Tendremos que descargarla.
—Le doy también el camión, váyase rápido.
Estaba tan feliz que se le salían los ojos de las órbitas:
—¿Habla en serio?
—Es mi forma de agradecerle lo de las geishas —le dije, y se le saltaron
las lágrimas.
—No lo olvidaré ni que me muera —me dijo, y se marchó diciéndome
adiós con la mano.
Bueno, total, no era más que un camión que yo había robado. Tampoco
hacía falta exagerar. Me hizo sentir incómodo.
Los otros los usé para hacerme con todo lo que pude. Pero yo no era
igual que el alférez, pagaba la parte correspondiente y todos me ayudaban
contentos. Por supuesto, también había otros tipos robando. Había
competencia y, si no nos dábamos prisa, se terminaría todo lo bueno. Y no
solo dentro de las instalaciones, sino también en la montaña y los barrancos.
Yo sabía dónde habían evacuado los suministros, era un trabajo rápido. De
día y de noche, cargábamos los camiones y los escondíamos. El trabajo iba
avanzando. Reuní a mis subordinados y les dije: “Falta poco para terminar
la faena. Antes de que nos separemos, voy a hacer que lo paséis en grande.
Los que quieran divertirse que vengan”.
Acudieron unos veinticinco, los repartimos en los camiones y fuimos a
un hotel de montaña, en Tsukuba. En el camino había muchas cuestas. Los
camiones eran de gasógeno y no tenían potencia; todos tenían que bajarse y
empujar. Cuando llegamos a la montaña, reunimos a todas las geishas de
los alrededores y organizamos una juerga.
Llevábamos azúcar, alcohol, tabaco, mantas, ropa y clavos en gran
cantidad, tanto que nos costó transportarlo. Nos divertimos durante dos días
en que nos trataron tan bien que no sabíamos si aquello era el país de Jauja
o el paraíso. Y mientras, sin darnos cuenta, nos habíamos quedado con un
solo camión. «¿Qué ha pasado?», me pregunté; lo había robado alguno de
los hombres. Y es que, llegado a ese punto, miraras adonde miraras, no
había más que ladrones, no tenías tiempo para relajarte. Eso era lo que se
dice morder la mano que te da de comer. Me dirigí a los hombres que
quedaban y, gritando, les dije que hicieran lo que quisiesen. Me separé de
todos y regresé conduciendo el camión.
—¿Y los otros, los recuperaste?
—¡Pero qué dices! ¡Cómo iba a acudir a la policía a anunciar
humildemente que me los habían robado! De momento, regresé a la base
aeronaval, pero ya no había nada de nada. Podríamos decir que no habían
dejado ni la sombra de nada. Se entendía que hubiese desaparecido el
contenido de los almacenes, pero es que no quedaban ni los mismos
almacenes. Habían arrancado los techos, las columnas, las paredes, y se lo
habían llevado todo. Los cables de teléfono y de electricidad también; y
hasta los postes. Los cables que estaban bajo tierra también los habían
desenterrado y habían desaparecido por completo. ¡Joder! Era algo
admirable que se hubiera volatilizado todo hasta tal extremo.
—¡Vaya! Y esos productos que robaste, ¿todavía los tienes?
—Bien guardados. Tengo de todo.
Le pregunté qué tipo de cosas eran, y me dijo:
—Bicicletas, ventiladores, motores, máquinas de coser, azúcar, alcohol,
planchas de acero, hierro colado, estaño, seda…
Dijo que tenía casi de todo. Lo que me sorprendió fue que se había
llevado hasta un aparato de electrocardiogramas, algo que no había ni en los
hospitales universitarios. Le dije que nos trajera una muestra y Saburo,
como si lo estuviera esperando, hizo que un joven condujera el camión y
trajo una gran cantidad de cosas.
Si se las dijera todas, no terminaría. De lo que me acuerdo mejor es de
un rollo de seda. Era parecido al damasco, grueso y pesado, y hacía un
metro de ancho y cien de largo. No es ni una mentira ni una exageración.
Eran justo cien metros de pura seda. La hicieron de esa medida para
satisfacer un pedido de la Armada, supongo.
—Esto es algo grande. ¿Y para qué la usarían? —pregunté yo
emocionado.
—Para los aviones. La pegan a las alas y la pintan. Y se convierte en un
maravilloso avión —me dijo Saburo.
—Y pobrecito el aviador que tiene que enfrentarse a un Grumman.
—No, padrino, para un caza es imposible. Pero para un avión de
instrucción es suficiente. Vuela como es debido.
Aun así, no entiendo cómo podían hacer aquello tan maravilloso. Lo
pegaban a un avión y lo pintaban. Era algo que superaba el límite de lo
absurdo. Antes usaban lino, pero cada vez se hizo más escaso, y empezaron
a usar seda. Dijo que había de eso hasta llegar al techo del almacén. Solo
con verlo, uno se daba cuenta de que la Armada acumulaba de todo hasta un
nivel inimaginable.
Hice diversos tratos con Saburo. También tenía alcohol escondido, del
Departamento de Material para Maquinaria. Un barril lo compraba a
cincuenta mil yenes. El bodeguero Yoshitaro, que también compraba, lo
diluía, y ganaba seiscientos mil.
Pero eso no podía seguir para siempre. Yo lo dejé. Saburo, en cambio,
expandió su radio de actuación y ganó mucho dinero. Sin embargo, al final,
tal como había temido, las fuerzas de ocupación americanas lo registraron y
le confiscaron todos los objetos robados.
—Me denunció uno llamado Yoshizo. El gilipollas robó gasolina y la
transportaba en un remolque cuando lo detuvieron. Lo interrogaron y les
dijo: «Si me detienen a mí, por qué no detienen a Tsukada, él se ha llevado
cientos de veces más que yo y ha ganado mucho dinero». La policía
informó, y dos agentes y tres soldados americanos se presentaron en mi
casa. Me confiscaron todo lo que había. Todo el mundo dijo que había sido
una lástima, pero yo llevaba robado, en dinero de ahora, ciento cincuenta
millones de yenes. Había ganado mucho. Y tuve suerte porque no me
metieron en la cárcel.
Eso fue lo que nos contó Saburo, pero no parecía especialmente
afligido. Se reía a carcajadas. Era un tipo despreocupado.
ABASHIRI BAJO LA NIEVE
Fue después de cumplir los 47, o sea que sería 1951. La guerra de Corea
estaba en su punto álgido, y la economía en el garito del barrio de Shinhata
iba muy bien. De pronto, al principio de la primavera apareció Osei. Había
desaparecido sin avisar durante la guerra, no habíamos sabido nada más de
ella. Y ahora volvía sin más.
Me sorprendí:
—¡Vaya, Osei! ¿Qué pasa? ¡Cuánto tiempo!
—Tío, perdona por haber desaparecido así —dijo sonriendo.
—Estaba preocupado. Tengo una deuda contigo, no sabía qué hacer.
—¡Pero qué me dices! Ni que fuéramos unos extraños.
—Bueno, parece que estás bien. Eso es lo importante.
La hice pasar a la habitación interior. Osei, como de costumbre, vestía
con estilo, pero tenía un aire extranjero. Los anillos, los adornos del cabello,
el broche del fajín de su quimono. Tenía un no sé qué que la hacía distinta
del resto de las japonesas. Yo le dije:
—Bueno, pues, ¿qué has venido a hacer aquí?
Con gesto serio, me respondió:
—Me gustaría que me dejaras estar algún tiempo contigo.
Siempre decía las cosas de golpe. Sin embargo, fuera cual fuese el
motivo, si ella me decía que la dejara quedarse, yo no podía negarme.
—No hace falta que te cortes, puedes quedarte todo el tiempo que
quieras —le respondí.
El caso es que aquello me trajo desgracia. Más tarde me enteré de que
traficaba con anfetaminas, y ese era el motivo por el que había venido a
Tokio. No tenía un lugar seguro donde alojarse, por eso contó conmigo,
aunque sin darme explicaciones. A veces llevaba a su habitación varias
bolsas y algo parecido a latas de petróleo. «¿Qué es eso?», le preguntaba, y
ella me decía «Nada importante», y no me lo explicaba claramente. Por
supuesto, a simple vista se veía que no eran meros equipajes, pero ella no
parecía dispuesta a revelarme su contenido.
Si ella no me lo decía, yo tampoco tenía intención de preguntárselo más.
Okyo estaba muy preocupada. A ella, desde hacía tiempo, no le gustaba
Osei. Me dijo:
—Que se te caiga la baba no me importa, pero tenerla aquí no te traerá
nada bueno.
—Bah, en cualquier momento volverá a Kobe, así que no hace falta que
la mires así —la calmé.
Pero, honestamente, yo también pensé que aquello era peligroso. Las
mercancías las traía un joven con aspecto de universitario. Llegaba con una
gran maleta, decía «Buenos días; con permiso», y entraba.
Cuando él venía, Osei subía al primer piso y no se les oía en dos o tres
horas. No sé qué hacían. Luego, el chico bajaba las escaleras, decía
«Disculpe por las molestias; hasta la próxima», y se iba.
Yo me decía «Bueno, esto se pone mal», y pensaba que tenía que decirle
algo. No sé si se dio cuenta o qué, pero el caso es que, un día, sin decir
nada, se marchó a alguna parte y ya no volvió más.
Se esfumó, pero un mes y medio después me llamaron de la policía:
«Queremos preguntarle algo, venga por aquí». Fui, y resultó que se trataba
de metanfetamina líquida. Era una droga muy de moda en aquella época,
que se había usado también con los pilotos kamikazes. Después de la
guerra, el mencionado Saburo trajo una vez a mi garito una gran cantidad
en una lata de petróleo llena.
«¿De dónde has sacado eso?», le pregunté. Y él me respondió: «En el
sótano del hospital de la Armada hay montañas». Saburo la vendía a diez
yenes la ampolla, Pero mi padrino y mi hermano Muramatsu habían
sucumbido a las drogas. «En mi casa pasamos de eso», le dije. Y ya no dejé
que trajera más.
El caso es que la situación era la que era. Se fue desviando toda la droga
al mercado negro, y se podía obtener fácilmente en cualquier sitio. Incluso
se llegó a vender abiertamente en las farmacias normales. Pero, algo
después de la guerra, la adicción aumentó tanto que se convirtió en un
problema. La policía se movilizó, y en 1950 y 1951 se intensificaron los
controles.
A pesar de todo, había mucha gente dispuesta a consumirla. Se podía
ganar todo el dinero que se quisiera vendiéndola. Osei traficaba en el
mercado negro. Según me dijo el agente de policía, a ella y al estudiante no
los habían detenido, pero habían podido averiguar la ruta que usaban para
comercializarla.
—Oiga, lo de esta vez no es un delito grave, déjeme en un buen lugar —
me dijo el interrogador—. Sabemos que usted no trataba con eso
directamente. ¿Por qué no admite, como mínimo, el delito de complicidad?
Los interrogatorios eran muy distintos de los de antes de la guerra. De
todos modos, la policía es algo terrible. Me habían investigado con tanto
detalle que pensé «¡Saben hasta eso!». Me interrogaron a fondo, me
juzgaron y me condenaron a un año de prisión por el delito de complicidad
en el tráfico de anfetaminas.
Uno de mis defensores en el juicio fue Fumio Saito, quien había llegado
a lo que ahora equivaldría a juez del Tribunal Supremo y luego se había
convertido en abogado. Otro fue Tozo Matsunaga, que había sido
parlamentario. Contraté a esos dos, pero la instrucción y el informe policial
no permitían eludir la condena a un año de cárcel. No me quedó más
remedio que aceptar el castigo. Cuando se decidió la condena, pagué la
fianza y salí. Entré de nuevo en la cárcel en septiembre de 1953.
Al principio entré en una prisión de Tokio, pero un mes después el
alcaide nos llamó a unos diez y nos dedicó, más o menos, la siguiente
locución:
—Esta vez, vosotros, por decisión de la autoridad, vais a cumplir
condena en el penal de Abashiri. Ahora vais a ser trasladados allí. Tenéis
que comportaros sin causar problemas, obedeciendo a las órdenes de los
carceleros. Una vez lleguéis, tenéis que dedicaros seriamente al trabajo y, en
esa tierra del norte, limpiar vuestro cuerpo y vuestro corazón, y esforzaros
para poder volver a la sociedad.
Al día siguiente, por la mañana, comimos el desayuno en la cárcel, nos
llevamos la comida y la cena envueltas en corteza de bambú y, desde la
estación de Ueno, nos dirigimos hacia Hokkaido en un tren expreso.
Llegamos a Hakodate en el transbordador de Aomori por la mañana. Nos
trajeron el desayuno desde la prisión de Hakodate. Una comida excelente.
Había un gran trozo de bacalao, y el arroz estaba caliente y era realmente
bueno. Si usáramos el baremo de dentro de la cárcel, estaría por encima del
primer nivel.
Del tren lo que recuerdo es que mandé una carta. A los presos que
éramos trasladados no se nos permitía hacerlo, pero yo le dije al
funcionario:
—Perdón, ¿puede prestarme papel y lápiz?
—¿Para qué lo quieres?
—Bueno, es que se me ha ocurrido una cosa y quiero apuntarla antes de
que se me olvide.
Era un hombre amable. Me dijo «Vale, usa esto», me prestó su bolígrafo
y arrancó una hoja de su agenda. Yo, con las esposas puestas, escribí en el
papel solamente «Abashiri», y firmé con mi nombre.
—Carcelero. ¿Puedo ir al baño? —pregunté.
El afirmó con la cabeza, me acompañó y, cuando entré, me liberó una
mano. Por supuesto, con la puerta abierta todo el tiempo. Yo llevaba atada a
la cintura una gruesa cuerda de cáñamo que él sostenía por el otro extremo.
—Usa esto —me dijo.
Miré y vi que era papel de periódico. Lo doblé y dentro puse la nota.
Sobre las letras del periódico, escribí, a prisa, el destinatario. Y, por una
rendija de la ventana, lo lancé afuera. Estábamos cerca de la estación de
Kitami; pensé que, si alguien la recogía, quizá llegaría a su destino.
Y es que me habían comunicado el trasladado a Abashiri
repentinamente, sin tiempo para avisar a los de casa. Una vez allí, tarde o
temprano se lo comunicarían, pero tenía tiempo libre y lo intenté. En el
mundo hay gente amable, porque la carta llegó de verdad. Un mes después,
recibí la respuesta de Hatsuyo y Okyo.
Lo que más recuerdo de Abashiri es el trabajo en la nieve. Se trabajaba
en el exterior hasta a 30 grados bajo cero, aunque hubiera ventisca o hiciera
viento. Era duro para nosotros, pero para los vigilantes tampoco era nada
confortable.
Cuando la nieve se endurecía, no podían realizarse trabajos agrícolas.
Entonces íbamos a la montaña a talar árboles. También los cortábamos en
los bosques cercanos, pero a veces lo hacíamos en montañas que estaban a
quilómetros de distancia. A mí me llevaron a menudo a la montaña de
Utoro. Los árboles que cortábamos tenían hasta un metro de diámetro. Lo
hacíamos en pleno invierno, porque bajarlos de la montaña era más difícil
cuando no había nieve. Si había, los troncos se deslizaban fácilmente como
trineos tirados por los caballos. A los árboles caídos les clavábamos dos
hierros, les atábamos una cuerda, y los animales tiraban de ellos a la voz de
«¡Arre!» gritada con vigor por los acarreadores.
Los caballos son unos animales admirables, realmente fuertes. Tiraban
de aquellos grandes árboles sin detenerse, con sus cuerpos sudorosos
sacando vapor. Por mucho que fuera más fácil llevárselos en invierno que
en verano, tenían la corteza helada y pesaban mucho. Varias veces más que
en verano. Especialmente pesados eran los tejos. Los usaban para fabricar
lápices. Creo que su madera era de una gran calidad, porque eran muy
compactos. O sea que, además de pesados, también eran duros; si
tropezabas con ellos por descuido, veías las estrellas, igual que si te
hubieran dado con una barra de hierro.
Más pesado que cortar los troncos era arrancar sus tacones. Se trataba
de árboles grandes; con la fuerza humana no bastaba. Acabados de talar, ni
siquiera los caballos podían hincarles el diente. Las raíces se dejaban más o
menos un año; pasado ese tiempo, se les clavaba una barra puntiaguda de
hierro, se ataba una cuerda y, con cinco caballos tirando a golpe de látigo,
se arrancaban. Mientras hacíamos ese trabajo, estábamos todos
concentrados sudando la gota gorda, y nos olvidábamos completamente de
que éramos reclusos. El tacón se movía un poco, se arrancaba de golpe y
todos nos alegrábamos y poníamos cara de niño. Era extraño, pero lo cierto
es que nos quedábamos a gusto. El tacón lo llevábamos a la cárcel, lo
troceábamos y servía para la estufa o para la cocina.
En cuanto a las sierras, en aquel tiempo, en Abashiri usábamos unas que
eran dignas de consideración. Todas eran antiguas. Las habían usado otros
reclusos mucho antes de que yo naciera.
Yo usaba una con la que decían que había trabajado Torakichi «el
Clavopalmo», un famoso ladrón de la era Meiji. Con un clavo de un palmo
abría fácilmente las cerraduras más resistentes y robaba. ¿Qué cara tendría?
Me habría gustado conocerlo. Aquella sierra que también él había usado la
había hecho un herrero antiguo soplando el fuego con un fuelle para poner
el hierro al rojo vivo y golpeándolo para endurecerlo. No había nada más
resistente que aquello. Era admirable. Pero no estaba bien cuidada, no la
habían triscado bien; los dientes estaban romos y no cortaban nada. Por
mucha fuerza que hicieras, no podías. «Y qué más da. Si ven que mueves
bien los brazos, no importa que no corte», me decían. Lo cierto es que esa
sierra, si la tuviéramos ahora, no tendría precio.
De los internos que había en mi celda, incluso ahora me acuerdo
perfectamente de dos. Uno era Nobuo Okawa. Otro Seiji Nagano. Nagano
hacía de capataz de la construcción en Hanba, Tokio. Un día, hablando con
un obrero acabaron por discutir, el otro sacó un cuchillo y él, con una catana
que tenía escondida, le cortó limpiamente el brazo derecho desde el
hombro.
—La hemorragia fue grande y ese se murió enseguida. No me parece
bien que a uno lo cojan por cortar uno o dos brazos —me dijo Nagano.
Seguí escuchando y me dijo que, durante la guerra, había cortado no
sabía cuántos.
—¿Tantos cortaste?
—Sí, pero no de los enemigos.
—Si no eran de los enemigos, ¿quieres decir que cortaste los brazos de
tus compañeros?
—Sí, así es —dijo Nagano sonriendo.
¿Cómo podía ser verdad una cosa tan absurda? Me incomodaba que
estuviera bromeando todo el rato. Pero añadió:
—No es broma. Es verdad. Aunque eran soldados que ya no estaban
vivos.
Según Nagano, en marzo del año siguiente al inicio de la guerra
Chino-japonesa, había estado en el ataque a Xuzhou. Ahí habían caído en
una emboscada del enemigo y casi los habían aniquilado.
—La compañía se había adentrado hasta la mitad de un trigal, cuando el
enemigo nos sometió al fuego cruzado de su artillería. De repente nos cayó
una lluvia de balas. Cuando nos dimos cuenta, el enemigo se había retirado.
Pero nuestros oficiales y suboficiales habían muerto. El cabo que había
sobrevivido pasó lista y respondimos menos de la mitad. Había más de
cuarenta muertos, otros gemían en el trigal.
“Reunid a los muertos aquí. Vamos a incinerarlos inmediatamente” dijo
el cabo.
“¿Tenemos tiempo de hacerlo? —pregunté yo—. El enemigo es un gran
ejército. Aunque se hayan retirado, a lo mejor contraatacan por la noche. Si
lo hacen, nos aniquilarán.”
El cabo se enojó y me dijo:
“¿Y qué quieres que hagamos, que los dejemos aquí?”
“No podemos dejarlos aquí tirados, pero no tenemos tiempo de incinerar
a tantos.”
“¿Qué tal si les cortamos solo la cabeza y nos la llevamos?”
“La cabeza pesa mucho. No las podemos llevar todas.”
“¿Pues qué hacemos?”
“Si fuera un dedo o un brazo, sí que podríamos llevarlo, ¿no?”
«Un dedo es muy poco, vamos a cortarles un brazo.»
Eso es lo que decidieron el cabo y Nagano. Y, entre los dos, con sables,
cortaron los brazos derechos de todos los muertos a la altura del hombro.
Lo hicieron realmente deprisa, y sin tiempo para miramientos. Ataron con
cuerdas los miembros cortados.
Cuando tuvieron varias decenas, los llevaron a un sitio seguro y los
incineraron. Tenían que entregar a los familiares las cenizas
correspondientes; cortaban un brazo, lo envolvían en una tela y escribían el
nombre. Luego ponían los brazos de aquella multitud uno a uno sobre la
leña y, antes de incinerarlos, el cabo tomaba nota en un cuaderno.
Nagano me contó muchas otras cosas de la guerra. Era un hombre muy
simple, al que no parecía importarle ni la muerte de sus compañeros. Decía
que había recibido varias condecoraciones. Supongo que era cierto. De lo
que no hay duda es de que era el tipo de hombre ideal para el ejército.
Nobuo Okawa era muy distinto; no hablaba, era sombrío y siempre
ponía cara de temer algo. Mientras trabajaba, a veces, de golpe, se ponía a
chillar y se levantaba de un salto, o hablaba solo mientras caminaba. «Ese
está loco», decían los demás con disgusto, pero yo no le daba ninguna
importancia. Él parecía notarlo, y conmigo tenía una actitud como de
intimidad. Por cualquier motivo, venía y se sentaba callado a mi lado. Cada
vez fue cogiendo más confianza, y poco a poco empezó a hablarme.
Sucedió cuando pasado el invierno, cuando por fin había llegado la
primavera. Una noche, calculando que los demás estaban dormidos, me
vino por detrás y me dijo:
—Padrino, quiero hacerle una pregunta.
—¿Qué quieres, a estas horas?
—Padrino, ¿usted sueña?
—Nada destacable.
—Pues yo sueño constantemente.
Le pregunté qué tipo de sueño, y me dijo que soñaba que lo estaban
estrangulando y no podía respirar, sufría y sufría, forcejeaba, y soñaba que
se despertaba y por fin podía respirar, pero cuando se calmaba lo volvían a
estrangular. Así era su sueño. De pronto bajó la voz y dijo algo ciertamente
desagradable:
—Padrino, ¿sabe que los seres humanos, aunque los estrangulen, no se
mueren fácilmente?
Aquello me disgustó.
—Yo no sé qué hacías tú afuera, pero lo mejor con las tonterías que
hayas hecho es olvidarlas —le dije, y me di la vuelta para dormir. Si uno se
traumatiza con las malas acciones del pasado, no puede más que sufrir. Lo
mejor con lo malo es olvidarlo. Pero aquel Okawa no se rendía. Yo estaba
tumbado, él se puso detrás de mí y siguió:
—Escúcheme un poco más, padrino. Padrino, por favor.
—¿Qué pasa? Vamos ya a dormir, hombre.
—Pero padrino, ¿cuánto cree que tarda un hombre en morir si lo
estrangulan?
—¡Pero qué cosas tan desagradables preguntas! Está claro que
enseguida.
—¿Cuántos minutos cree?
—¿Cómo lo voy a saber? Pues enseguida, ¡no?
—No, padrino; tarda muchísimo.
—Y qué más da, ¿no?
—Doce minutos y treinta segundos.
—No digas tonterías. ¡Cómo va a tardar tanto!
Aquello me molestaba de verdad. Escuchar aquella desagradable
historia, incluso a mí, me estaba deprimiendo. Le dije secamente:
—A partir de ahora no voy a escuchar nada de lo que me digas.
Okawa pareció darse por vencido, y ese día lo dejó ahí. Sin embargo, no
se había rendido.
Había pasado la primavera y el sol ya era fuerte. Yo había comido y
estaba descansando cuando vino a mi lado y, en voz baja, me dijo:
—Padrino, ¿se acuerda de lo que le dije el otro día?
—¿De qué me hablas?
—De lo de los doce minutos y treinta segundos.
—¡Pero qué coño dices!
—Padrino, no se haga el inocente.
Con los ojos medio en blanco, se giró para mirarme fijamente. Sus ojos
de víbora eran exactamente iguales a los que salen en los dibujos, viscosos
y siniestros. Ni siquiera yo tenía ningún interés en relacionarme con aquel
gilipollas. Fui a levantarme, y debió de pensar que o me lo decía o ya no
tendría otra oportunidad. Me miró extrañamente a los ojos, tiró de las
mangas de mi ropa de recluso y me dijo seriamente:
—Es la verdad. Lo cronometré exactamente. No una vez, no. Lo
cronometré muchas veces.
Yo estuve a punto de perder la paciencia, y le dije:
—¿Qué pretendes? ¿Estás realmente loco o qué? O te comportas o no
respondo de mí.
Él se puso a temblar y, con voz llorosa, me dijo:
—Estoy completamente cuerdo. De verdad. Si estuviera loco, sería todo
más fácil.
«Esto no es normal —pensé—. Si llega hasta este extremo, no servirá
de nada darle una ostia para que se calle. Si no cierro los ojos y lo escucho,
puede pasar algo grave.» Y me dispuse a escucharlo.
Lo que ahora quiero contarle es el relato de Okawa. Yo debí de ser el
único preso de Abashiri que escuchó aquella historia. Me gustaría
aprovechar esta oportunidad para transmitírsela a usted, doctor.
LOS BANDIDOS Y LA DIOSA KANNON
Lo que sigue sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Okawa
estaba en Xi’an, Manchuria.
—Mi padre trabajaba en la administración de una mina de carbón en
Xi’an pero, cuando yo tenía diecinueve años, cayó enfermo y yo, por
recomendación de un conocido, entré a trabajar como meritorio en la
Fiscalía del Distrito.
»El fiscal jefe era un manchú llamado Xin Sei Kan, que había estudiado
en Japón y era todo un personaje. Pero no tenía nada que hacer, se pasaba el
día leyendo el periódico en una gran mesa. De los procesos se ocupaba un
japonés, el teniente de fiscal Kato, que puso su ojo en mí y me llevaba con
él a todas partes. «Eh, Okawa, ven conmigo, que tenemos una inspección
ocular», me decía, y yo cogía el maletín y me iba con él. También venía con
nosotros un joven coreano llamado Kim, que tenía la importante función de
hacernos de traductor. Con el tiempo le fui cogiendo el tranquillo al trabajo,
y el fiscal me promovió a administrativo.
»Un día hubo un asesinato. Una mujer apareció asesinada en medio de
una montaña a las afueras de la ciudad. El sospechoso era un joven manchú.
La fiscalía y los juzgados estaban en el mismo edificio. El resultado del
juicio fue su condena a muerte. Por lo que yo sé, los asesinatos con robo se
saldaban siempre con condenas a muerte. La orden de ejecución venía del
ministro de Justicia de Manchukuo. Era una orden que determinaba la fecha
de la ejecución.
»De ese asunto se encargó un fiscal manchú. Pero le disgustaba estar
presente en las ejecuciones, y en su lugar fue el fiscal Kato. La ejecución se
realizó en el patio de la prisión. En esos casos estaban siempre presentes la
policía, el fiscal, el secretario, el alcaide y el médico de la cárcel. Yo
también fui, como acompañante del fiscal Kato.
»Pasamos una gran puerta y entramos en un patio extenso. Estaba
rodeado por un muro alto, los pabellones ocupados por los reclusos se
alineaban a lo largo. En un rincón del patio de la prisión, había un poste de
unos dos metros de alto y algo más de treinta centímetros de diámetro. Al
condenado lo sacaron a rastras del pabellón y lo sentaron en el suelo con la
espalda pegada a ese poste. Por supuesto, no había cubierta, se hacía al aire
libre. Era un día caluroso de verano, los tejados de los edificios y el suelo
estaban ardiendo. No hacía viento. Los policías y el fiscal tenían la cara y el
cuello bañados en sudor.
»—Lo que hace Estados Unidos es imperdonable.
»—¿Qué va hacer el ejército? —comentaban en voz baja.
»En el poste había un agujero. Los carceleros pasaron por él una cuerda
gruesa y rodearon con ella el cuello del condenado. En la parte posterior del
poste, entre este y la cuerda, metieron un palo redondo de unos treinta
centímetros. El mecanismo funcionaba de forma que, al darle vueltas a ese
palo, la cuerda se cerraba alrededor del cuello del reo.
»El fiscal Kato dio la señal de que había llegado el momento. Yo miré
las agujas del reloj. El carcelero empezó a darle vueltas al palo y el médico
se puso a auscultar con el fonendoscopio el corazón del condenado, cuyo
pecho se iba hinchando. Sin moverse, le tomaba el pulso con la mano
izquierda. Le caían gotas de sudor por el cuello. El recluso ponía cara de
sorpresa; no se sabía si estaba llorando o estaba enfadado, tenía los ojos
cada vez más salidos y no le salía la voz. Las manos atadas se le movían
lentamente, como si trazaran círculos. Su cara fue cambiando de color: del
amarillo al rojo, se hinchó y se puso morada.
»El médico mantenía el fonendoscopio pegado al pecho del reo; con la
mano izquierda, le tomaba el pulso. La mano del condenado parecía agarrar
el vacío hasta que se cayó de golpe y sufrió una convulsión. El carcelero le
dio una patada en un pie; las piernas se le estiraron e, inertes, cayeron
abiertas al suelo.
»—En este momento, el corazón ha dejado de latir —le dijo el médico
al fiscal Kato.
»—Entendido —asintió el fiscal, y se sacó el tabaco del bolsillo.
»Habían pasado exactamente doce minutos y treinta segundos desde que
empezaran a apretar la cuerda.
—Me gustaría hacerte una pregunta —dije yo mirando directamente a
Okawa—. ¿El médico estuvo auscultando con el fonendoscopio desde el
principio hasta el final?
—Así es.
—¿Para qué?
—Pues para saber el momento exacto de la muerte, supongo.
—¡Menuda tontería! ¿Quién sería el cabrón que pensó ese método?
—Era la forma de hacerlo desde tiempo atrás en el país de los Ching.
—¿Y esa fue tu última ejecución?
—No, en medio año hubo unas diez.
—¿No son demasiadas?
—Y no sé por qué, todas duraron doce minutos y treinta segundos.
—¿Acaso las cronometraste?
—El fiscal Kato me daba a mí su reloj de oro y hacía que lo
cronometrara; no tengo ninguna duda de que era el tiempo exacto.
—¿Y por qué hacía eso el fiscal?
—Pues para que quedara constancia.
—¿Es extraño, no le parece, doctor? ¿No es
mucho tiempo, doce minutos y treinta segundos?
—A usted también le parece raro, ¿verdad,
doctor? Cuando alguien se suicida colgándose, el
corazón se le detiene instantáneamente. Comparado
con eso, el sufrimiento es enorme. A mí me pareció
sospechoso, le pregunté qué pasaba con otros tipos de
ahorcamiento. Y Okawa me dijo: «Lo mismo, en los
otros ahorcamientos también, el tiempo que pasa
hasta la muerte es el mismo». ¿Qué le parece, doctor,
cree que pasa tanto tiempo?
—Creo que es mucho. ¿Será cierto lo que dijo el
tal Okawa?
—No lo sé. Por muy médico que sea, no tengo esa
experiencia. Sin embargo, el tal Okawa lo vio de
verdad. ¿No es así?
—A lo mejor sí. Porque, si decía todo eso sin
haberlo visto, era un gran actor. Siguió con su historia
y dijo que solo asistió dos veces a ahorcamientos de
aquel tipo.

—De la cárcel de Mukden (la actual Shenyang) nos avisaron de cuándo se


produciría la ejecución, y nos pidieron que asistiéramos. El fiscal y yo
cogimos un tren y nos fuimos a Mukden. Ahí había un patíbulo de madera
alto. Subían al condenado y le enrollaban una cuerda alrededor del cuello.
Se abría una compuerta, el cuerpo caía al foso y la cuerda se cerraba. El
cuerpo se quedaba balanceándose. Pero, por supuesto, ya estaba
inconsciente. Aunque eso no significaba que hubiera muerto. Según el
fiscal Kato, la vértebra cervical se dislocaba inmediatamente y la
respiración se detenía. Pero, a pesar de eso, todavía tenía pulso. El médico,
desde el otro lado del foso, lo estaba comprobando. El fiscal, el secretario y
los policías se ponían alrededor del agujero del patíbulo, y desde allí,
miraban hacia abajo. Hasta que el médico decía: «En este momento ha
dejado de latir». Yo miraba el reloj y habían pasado doce minutos y treinta
segundos.
—Que se tarde tanto significa que morir no es nada fácil.
—Por supuesto, la consciencia se pierde en el acto, pero el corazón se
mueve, o sea que no ha muerto.
—¿Habrá alguna razón para que pase ese tiempo?
—No lo sé.
—Pero a esos reclusos no los mataste tú, ¿no? ¿No te parece raro que
tengas pesadillas? ¿O es que tú también has matado a alguno?
Eso es lo que le pregunté yo a Okawa. El movió la cabeza negándolo
como quien dice «¡Qué va!». Y me contó la siguiente historia.
—En la frontera entre Manchuria y la Unión Soviética, había una
ciudad llamada Jiamusi, de unos treinta mil habitantes. Era el centro de la
colonización japonesa de Manchuria. Justo al lado de la ciudad, fluía el río
Shonghua. Allí, unos ochenta manchúes servían como cuerpo de reserva de
policía. Eran antiguos bandidos que tenían por líder a un hombre llamado
Wang. Iban saqueando de pueblo en pueblo el norte de Manchuria, pero una
expedición punitiva los atrapó y los sometió.
»Los bandidos eran anteriormente campesinos manchúes. La
Corporación para la Colonización de Manchuria era como una delegación
del Gobierno japonés, tenía mucho poder. Confiscaron a los manchúes las
tierras que habían estado labrando durante siglos —y que ellos llamaban
«tierras maduras»— y se las entregaron a los colonos. Los manchúes a los
que les robaron la tierra y no tenían adonde ir se rebelaron, y algunos se
convirtieron en bandidos. Wang era uno de sus caudillos. Había sido uno de
los hombres de Shabunto, el líder de la rebelión de 1934, conocida como
«el incidente de Toryuzan». Decenas de miles de agricultores se unieron a
Shabunto y se rebelaron contra la política de inmigración japonesa. Era
1934. Gente como Kanji Kato[77] y otros empezaban la colonización de
Manchuria. Shabunto se opuso y organizó un levantamiento armado. Wang
sobrevivió, pero finalmente fue derrotado por una fuerza expedicionaria de
castigo. Al mando estaba un teniente coronel de la policía militar que
decidió no castigarlo. Tuvo la idea de nombrarlo guardián de la frontera, y
así lo aconsejó al ejército. El teniente coronel, que fue trasladado y
nombrado jefe superior de policía de Jiamusi, debió de pensar que, si los
usaban hábilmente, los bandidos podrían actuar como excelentes soldados,
y también serían útiles para recabar información de los bandidos que
todavía no se habían rendido.
»En un pantano de una montaña cercana al río Amur, se obtenía mucho
oro en polvo. Miles de obreros eran obligados a trabajar allí. Además de
que el trabajo era duro, en invierno tenían que estar a muchos grados bajo
cero. Era insoportable; algunos planeaban la huida. Que los obreros se
fugaran era una problema para la empresa, así que solicitó al Gobierno de
Manchukuo que tomara medidas preventivas.
»El Gobierno ordenó que la policía vigilara a los obreros y destinaron a
unos treinta exbandidos. Wang fue nombrado jefe, y se fue con su familia
hasta el centro de extracción de oro en polvo. Sin embargo, se supone que
pensó que, de servir a Japón allí, ni hablar, y planeó su propia evasión.
»El incidente se produjo el segundo domingo de febrero de 1943.
Nevaba, todo estaba de color blanco. Por la mañana, temprano, llegó un
informe del centro de extracción de oro en polvo que decía que los bandidos
habían protagonizado una rebelión y habían huido hacia la Unión Soviética.
La policía se sorprendió, decretó la movilización general y mandó a un
cuerpo expedicionario urgente hasta el lugar.
»El ejército de Manchukuo y el ejército japonés en Manchuria se
unieron a la expedición. En la frontera entre Manchukuo y la Unión
Soviética fluía el río Amur, pero en invierno estaba congelado y podía
cruzarse por cualquier sitio. El Ejército japonés y el de Manchuria usaron
aviones para buscar desde el aire. Era una mañana con nieve y estaba todo
completamente blanco. Y ahí había treinta bandidos con sus familias
atravesando montañas y dirigiéndose hacia el río. En medio de la nieve no
tenían donde esconderse. Desde el cielo se les veía con claridad y los
descubrieron rápidamente. Del avión que los avistó mandaron una paloma
mensajera porque no tenían radio.
—¿De verdad? Eso de que el avión no tenía radio es increíble.
—Posiblemente lo sea. Pero no es, en absoluto, mentira. De verdad que
usaron una paloma mensajera.
Okawa afirmaba una y otra vez con la cabeza mientras me miraba
fijamente sin pestañear.
—Bueno, lo cierto es que eso de que usaran palomas es muy
interesante. Así es como supieron la posición de los bandidos.
—Sí. Y así, los ejércitos manchú y japonés pudieron coger un atajo y
esperar al acecho de Wang y los suyos. Fue lo que se dice esperar a un ratón
en la ratonera. Se enfrentaron en medio de la nieve. La expedición punitiva
era decenas de veces más numerosa que los bandidos, estos no les
supusieron ningún problema. Más o menos la mitad de los bandidos recibió
algún disparo allí mismo. El caudillo Wang fue uno de los muertos. Los
restantes consiguieron huir hasta la vía del tren transmanchuriano. Allí ya
los esperaban, y los apresaron a todos. Eran quince.
El fiscal Kato estaba asignado a la fiscalía de Jiamusi, pero para la
instrucción de ese incidente se constituyó un tribunal en la provincia
Sanjiang. Al juez lo llamaron del Tribunal Superior de la ciudad de
Mudanjiang. El resultado del juicio fue la condena a muerte de todos los
que se habían enfrentado a los ejércitos manchú y japonés.
Entre los que recibieron la sentencia había una mujer. Los habían
juzgado según el principio de única instancia, sin posibilidad de apelación.
Y la sentencia se iba a ejecutar inmediatamente en el centro de extracción
de polvo de oro. Creo que se decidió así para que sirviera de escarmiento al
resto de bandidos.
El día anterior a la ejecución, el teniente coronel de la policía militar
que había atrapado a los bandidos, los había reformado y empleado como
policías de reserva, fue a verlos, se sentó enfrente de todos ellos con las
piernas cruzadas y les habló:
“Yo creí en vosotros y os empleé como subordinados, es una pena que
no hayáis comprendido mis sentimientos” dijo, y soltó unas lágrimas.
Luego le dijo a un subordinado: “Dadles de comer lo que quieran.” Y
les dieron su última comida. Por cierto, el jefe de policía se suicidó
haciéndose el haraquiri al terminar la guerra. Los manchúes tenían la
superstición de que, si antes de morir comían y bebían cosas deliciosas y se
vestían buenas ropas, se reencarnarían con una buena posición social. Si al
morir uno tenía quince años, eso pasaba quince años después. Si tenía
treinta, se reencarnaba treinta años después. Les preguntaron a los bandidos
qué querían comer, y dijeron que querían chenmen, que era un tabaco de
lujo. Frente a una figura de Buda, pusieron una montaña de bollos rellenos
con carne y aguardiente de sorgo, y comieron y bebieron tanto como
quisieron. Como creían de verdad que se reencarnarían, estaban realmente
alegres.
Entre ellos también había uno que lloraba desconsoladamente. El hijo
de Wang le dijo: “¿Por qué lloras? ¡Deja ya de llorar!”. A pesar de que iba a
morir al día siguiente, aquel joven estaba igual que siempre, comiendo una
gran cantidad de bollos. Fumaba, bebía y, aun siendo un bandido, tenía una
disposición encomiable.
—¿Y cuántos años tenía el hijo del caudillo ese?
—Quince. Sabía que se había enfrentado al ejército japonés y que no
había nada que hacer.
Bueno, pues estuvieron comiendo y bebiendo todos de ese modo hasta
que, al final, se hizo de día. El hijo de Wang dijo: “¡Vamos todos!”. Estuvo
sereno hasta el final, mirando a los guardias con altivez.
Se puso al frente, los demás le obedecieron y se fueron juntos hacia el
lugar de ejecución. Habían mandado a más de diez hombres de la jefatura
de policía. Les pusieron esposas en las manos y grilletes en los pies, y los
hicieron sentar sobre sus talones junto a un profundo agujero. Un policía
apuntaba con su pistola en la nuca, disparaba y, tras el estallido, el cuerpo se
caía hacia delante en el agujero. Perfectamente, igual que si fueran
muñecos.
Todos estaban resignados, por eso no gritaban. Esperaban tranquilos a
que les dispararan. El policía que iba a tirar sobre el hijo del caudillo debió
de ponerse nervioso, porque le tembló la mano, apuntó mal y, en lugar de
darle en la nuca, la bala le entró por una mejilla, pasó por dentro de la boca
y salió por la otra. La sangre se expandió alrededor y la cara quedó
completamente roja.
Se levantó con las mejillas agujereadas, abrió los ojos, clavó la mirada
en los que estaban a su alrededor y gritó algo, pero tenía la boca agujereada
y no se entendía lo que decía. Su cara era realmente horrible. Yo estaba a su
lado, aquello era tan horroroso que me quedé atónito. El policía que estaba
detrás gritó: “¡Qué haces, imbécil!”. Se sacó rápidamente la pistola y
disparó cinco o seis veces al hijo de Wang en la cabeza, que le quedó como
un panal de abejas y explotó. Así murió aquel joven bandido.
Las familias, que habían recibido de antemano el aviso del lugar y la
fecha de la ejecución, habían acudido llevando los ataúdes. Para los que no
tenían, habían acudido los amigos. Cuando acabaron todos los
fusilamientos, el médico hizo el examen de los cadáveres y un policía les
dio la señal de que tenían permiso. Los que habían venido a recogerlos,
adecentaron los cadáveres, los pusieron en los ataúdes y se los llevaron a
hombros. Los que no tenían quien los recogiera fueron enterrados en una
fosa allí mismo. Y así terminaron las ejecuciones aquel día.
Pero aquellos no eran todos los condenados a muerte. Quedaba una
mujer. Tenía veinticinco años, se llamaba Baohua Lu y estaba embarazada
de ocho meses. Según la ley de la época, cuando las mujeres embarazadas
de más de siete meses eran condenadas a muerte, había que esperar a que
dieran a luz para ejecutar la sentencia. Al estar embarazada de ocho meses,
no se le podía dar muerte.
El fiscal Kato presentó la documentación al ministro de Justicia
diciendo que no se podía llevar a cabo la ejecución. La respuesta fue que no
importaba, y se dio la orden de ponerla en marcha. No había más remedio.
Se iba a llevar a cabo en la cárcel de Jiamusi. Yo ya había visto muchas
veces a aquella mujer en la cárcel y en el juzgado. Ella debía de saber que
yo era el ayudante del fiscal. Me miraba y gritaba que salvara al niño. Sabía
que no había nada que hacer por ella, pero quería que salvara al bebé que
tenía en el vientre. Estaba flaca y llevaba una ropa muy gastada que
marcaba una curvatura a la altura de la barriga. Me miraba con una tristeza
indescriptible.
Yo cada vez sentía más pena; decidí no mirarla. La víspera de la
ejecución, de forma inesperada, se tranquilizó. Estaba quieta al fondo de su
celda; por su aspecto, era difícil decir si estaba viva.
La ejecución se llevó a cabo en el presidio de Jiamusi. No fue fusilada,
sino que se hizo con el mismo método que en Xian. Había un poste con un
agujero. El carcelero la ató al poste y le enrolló la cuerda al cuello. El
médico le puso el fonendoscopio en el pecho y se dio la orden de comenzar.
Miré el reloj de oro, y era justamente la una. El funcionario giró el palo y la
condenada dio un grito lastimero. Sus ojos cada vez estaban más salidos. Yo
no podía respirar. Cerré los ojos, pero los abrí un momento y ella me estaba
apuntando con los suyos en blanco. Me recobré y miré el reloj que llevaba
en el brazo derecho; no sé por qué, no veía las manecillas. Las busqué con
esfuerzo sin lograr ver qué hora era. De pronto, el médico dijo: “Se ha
detenido”. Me recuperé, miré el reloj y era poco antes de la una y trece
minutos.
No pude resistir más. Dejé la fiscalía y me puse a trabajar como minero
en la mina de Xian. Mientras estaba ahí, terminó la guerra. Salvé la vida por
los pelos en medio de aquella confusión, y huí de aquí para allá hasta llegar
finalmente a Japón. Cuando pude calmarme, de pronto, me acordé de
aquella mujer. Sus ojos salidos me miraban fijamente. Trataba de
olvidarlos, pero aquellos ojos no dejaron de perseguirme. Entonces empecé
a soñar que me estrangulaban.
—Ya veo, ya veo —dije yo tras escuchar aquella historia. Mis entrañas
me decían que Okawa me había mentido. Era raro que una persona que
había estado una y otra vez presenciando la ejecución de tantos hombres
junto al fiscal no pudiera dormir solo por la de una mujer. Además, desde
que había regresado a Japón, había hecho suficientes cosas malas para que
lo mandaran a Abashiri. No podía creer que la muerte de una mujer le
afectara de aquel modo.
Pero, bien pensado, todo lo malo que había hecho él durante mucho
tiempo se había personificado en aquella mujer, y lo acechaba. Quizá fuera
un hombre débil y más amable de lo que se pensaba. En lugar del hombre
que merecía el rencor —y que estaría recibiendo con alegría el resto de su
vida una pensión vitalicia después de haber terminado su trabajo—, era él,
su apocado ayudante, el que estaba poseído por el resentimiento y no podía
dormir tranquilo. Pensándolo de aquel modo, sentía lástima por Okawa,
pero había que aceptar el mundo de los humanos tal cual era.
Yo no sabía la verdad; de todos modos, me daba pena que no pudiera
dormir. Me había contado todo aquello, y yo sentía ganas de ayudarlo de
alguna forma. No podía hacer nada especial, quizás algo para que pudiera
dormir tranquilo. Sin embargo, no se me ocurrió ninguna idea brillante. Le
estuve dando vueltas y pensé en muchas posibilidades. Un día tuve una
buena idea. El Kannon de Asakusa. Se decía que, cuando uno sufría, tenía
que ir a pedirles ayuda a los dioses. Para que ayudaran a alguien como
Okawa no había más remedio que pedirle a un dios o a Buda.
—Puedes estar tranquilo porque, cuando vuelva a Tokio, voy a
ocuparme de que se haga un oficio de difuntos por el hijo de Wang y por
aquella mujer, Lu. Cuando se haya hecho, te mandaré una carta —le dije.
Okawa me preguntó:
—¿Y eso tendrá efecto?
—Es el buda más importante de Japón, quédate tranquilo.
Cuando salí de la cárcel, vinieron todos a recibirme. Montamos en un
tren y, no sé por qué, se retrasó. No pudimos subir al transbordador que
teníamos previsto. Como quería llegar a Tokio en el primer tren posible, me
llevé una decepción. Era de noche, tendríamos que quedarnos a dormir.
—Padrino, ya estamos fuera, tómatelo con calma —me consoló
Kamezo, pero yo no pude evitar sentirme irritado.
La cosa no tenía remedio, de modo que buscamos un alojamiento. Y eso
fue una gran suerte porque, para nuestra sorpresa, el transbordador
naufragó. Fue el conocido «Naufragio del Toyamaru». Un tifón lo zarandeó
y murieron más de mil personas. La vida es imprevisible.
Volví a Asakusa y, en el momento en que respiré el aire de fuera, me
olvidé por completo de Okawa. Los amigos de antes celebraron mi salida y
estuve muy ocupado. Y lo olvidé.
Sin embargo, pasaba el tiempo y no lograba calmarme. El cuerpo me
pesaba. Empecé a tener pesadillas. Cuando me despertaba, las olvidaba,
pero estaba bañado en sudor. Pensé que aquello era raro, aunque supuse que
me estaba saliendo el cansancio de la cárcel, que tarde o temprano me
curaría, y lo dejé. Pero, por más tiempo que pasara, no mejoraba. Me
parecía que tenía algo extraño pegado al cuerpo. Era raro. Fui a consultar
con el profesor Matsuda, que se dedicaba a la adivinación en Kawagoe, y
me preguntó:
—¿No estarás haciendo algo malo?
Yo le dije que no, que acababa de pagar con la cárcel. El insistió:
—¿Y no has tenido relación con nada malo?
En ese momento me vino aquello a la memoria, y le dije que la verdad
era que alguien me había contado esto y lo otro, pero que al salir me
envolvió la alegría y me había olvidado por completo. El profesor me
aconsejó:
—Eso no puede ser. Si lo dejas así, no te va a suceder nada bueno,
padrino. Tienes que purificarte rápidamente, recibir un talismán y rezar por
los ejecutados. Cuanto antes mejor.
Me acompañó al santuario sintoísta de Hikawa, en Urawa. Ahí me
purificaron, nos quedamos a dormir en Kawagoe y, al día siguiente, regresé
a Asakusa junto al profesor.
Ya en casa, les expliqué los hechos a Kamezo y Okyo. Y ella me dijo:
—Si es así, no había necesidad de ir al santuario de Hikawa. Si te
comprometiste con el tal Okawa, ahora mismo vamos a ir al templo de
Asakusa.
El profesor Matsuda también me recomendó que lo hiciera. Me los llevé
a todos a Senso-ji, hice que se realizara el oficio y me dieron un talismán.
Compré otro para Okawa, y se lo mandé inmediatamente a Abashiri. Se
debió de poner realmente contento, porque enseguida me escribió dándome
las gracias.
LOS AÑORADOS
Eiji Ijichi, sentado en el sofá, balanceaba su gran
cabeza. Los tenues rayos del sol de primavera
traspasaban los cristales.
—¿Qué tal si ya te tumbas? —le dijo Hatsuyo.
—Estoy bien. ¿Puedes traerme eso? —dijo, se
encendió la pipa él mismo y le dio una calada.
La mujer trajo, sujetándolo con las dos manos, un
paquete que parecía pesado, envuelto en papel. Lo
puso sobre la mesa, lo abrió y sacó la piedra azul que
yo ya había visto en otra ocasión.
—Imagino que le causaré una molestia, doctor,
pero ¿me haría usted el favor de aceptarla? —me dijo
entrecerrando los ojos, y como si sintiera tener que
pedirlo—. Si la pone en una buena bandeja para
flores, le echa agua limpia y la mira a la luz de la
mañana, es una bella visión.
Con la punta de sus dedos marrones y resecos,
empujó ligeramente la piedra, que se balanceó bajo la
deslumbrante luz.
En el camino de vuelta, en una tienda de
cerámica, compré una bandeja azulada de un tamaño
adecuado.
Desde el día siguiente estuve en la cama resfriado.
Tenía algo de fiebre y una tos húmeda que tardó más
de una semana en desaparecer del todo. Un día,
inesperadamente, llegó una carta. Procedía de
Ishioka. Rompí el sobre y la leí:
Estimado señor:
El tiempo ha mejorado mucho y espero que usted esté ya
recuperado. Me parece que sus esfuerzos cotidianos le pasaron
factura. Cuídese, por favor. Durante este invierno, he podido
pasarlo bien conversando con usted, doctor, y le estoy muy
agradecido por ello. Tenía la intención de que mis huesos
descansaran en Tsuchiura pero, de repente, me he trasladado a
Ishioka. Por lo que respecta a mi salud, prácticamente no ha
cambiado, me encuentro muy bien. Hay un hospital cerca, y me
han dicho que, en caso de urgencia, me atenderán, no se
preocupe. Usted, doctor, parece estar ocupado. Cuide de su
salud.
Atentamente,
EIJI IJICHI
Eso era todo lo que decía la carta. Fue algo
repentino, yo no sabía nada de las circunstancias.
Intenté hablar por teléfono, pero la mujer estaba
siempre ausente. Esperé hasta estar recuperado y fui a
Ishioka.
Enseguida encontré el lugar. Era un restaurante
que estaba dentro de la ciudad. En el recibidor había
un bonsái de glicinia con las ramas extendidas muy
bien cuidado. Pregunté en la caja, y una chica me dijo
«Espere un momento, por favor», y se fue corriendo
hacia la cocina, desde donde salió, al cabo de nada,
una mujer elegante.
Pensé que tendría entre cincuenta y sesenta años,
aunque también podía ser que fuera mayor. Me saludó
haciéndome reverencias con la cabeza como si me
conociera.
—Gracias por haberse ocupado de él. Adelante,
está todo muy desordenado, pero pase, por favor —me
dijo, y me precedió escalera arriba.
El estaba tumbado en el futón en una habitación
de unos quince metros cuadrados con tokonoma.
—Discúlpeme por hacerlo venir hasta este sitio —
me dijo con una voz ronca.
—¿Cómo se encuentra?
—Ya ve usted. Ella es la patrona del restaurante,
ahora es quien me cuida.
La mujer, sentada formalmente sobre el tatami, me
volvió a saludar con una reverencia. Mientras le
devolvía el saludo, yo pensaba cuál debía de ser su
relación. Pero él no me dijo nada, cambió de tema con
comentarios del tipo «Doctor, ha adelgazado usted un
poco», y la cosa quedó ahí. Parecía que tenía
mucosidades adheridas en la garganta. Cada vez que
respiraba, emitía un silbido estirado.
—No me he olvidado de regar aquella piedra.
—El padrino Yamamoto decía que se parecía al
monte Asama, pero para mí es idéntica al monte
Ryusentoku, que veía cuando estaba con la compañía
número 75, en Corea. Doctor, ¿va usted a la montaña?
—Antes. Ahora ya estoy mayor y no puedo.
—No diga tonterías. Si va a entrar usted en la flor
de la vida.
Sonrió con su cara ennegrecida y tosió dos o tres
veces con aquella tos húmeda tan habitual en él. La
mujer vino con una tetera y me sirvió.
—¿Tú no vas a beber? —le preguntó.
—Ahora no, más tarde. Si bebo té, tengo que ir a
orinar al momento. Es una lata. Por cierto, doctor, ¿se
acuerda usted de Saburo?
—El hombre que ganó mucho dinero en la
confusión de la posguerra.
—El mismo. Pues, el otro día, vino por sorpresa.
Hará cinco o seis días.
—Cuatro días —dijo la mujer desde al lado.
—¿Ah, sí? Bueno, pues es el mismo canijo de
siempre, con sus ojos inquietos. Me dijo algo así como
«Cuánto tiempo ha pasado, padrino. Vaya, parece que
está usted bien». Y añadió «Es que oí el rumor de que
ya le quedaba poco tiempo de vida. Y pensé que me
gustaría verlo una vez más antes de que muriera, así
que he venido a hacerle una visita», y se echó a reír.
Nos pusimos a hablar de esto y lo otro, y estuvimos de
acuerdo en que sentíamos que en nuestra época
habíamos hecho lo que nos había venido en gana y
nos habíamos divertido de verdad, y que ahora todo el
mundo se toma las cosas muy en serio y nada tiene
ninguna gracia. Yo le pregunté qué hacía ahora. Me
respondió que sigue ganándose la paga limpiando en
bares y pubs. Como siempre, a Saburo le gusta
presumir. Me dijo que, como él es muy pulcro, cuando
las patronas le piden una vez que limpie, ya no pueden
buscar a nadie más para hacerlo; que limpia en dos
sitios por la mañana y en dos más por la tarde. Luego
coge la bicicleta y se va a pescar. Y a veces también al
hipódromo.
—Vaya, que está como antes.
—Sí, está igual. Aunque, claro, han pasado los
años, y la juventud no dura para siempre. Doctor, si
quiere usted oírle hablar, ahora es el momento.
—Pues sí me gustaría verlo.
—Me lo imaginaba, y le pedí el número de
teléfono. Ah, y el profesor Tadayuki Matsuda creo que
fue anteayer cuando me vino a visitar. Está como
siempre, con su cara cuadrada y muy seria, pero las
piernas le han empezado a fallar, no parece que le
queden más de tres años. No sé si los adivinos saben
sobre ellos mismos. Si también le interesa, puedo
telefonearlo.
—Muchas gracias. Pero, antes que eso, señor
Ijichi, necesito que se ponga usted bien. Aun no he
escuchado toda su historia. La próxima vez que venga
traeré el magnetófono.
—Veo que no quiere que me muera hasta que
termine mi historia. Pues sí que está usted hecho un
perfeccionista. Más de lo que yo pensaba. Lo que
sucede es que, desde que regresé de Abashiri, no
tengo nada digno de contar. Bueno, que por una
nimiedad me amputé el dedo anular. Pero esa es una
historia que me da vergüenza y no puedo revelar.
—¿Cuándo fue eso?
—No, no, es que es una tontería. Kamezo había
muerto antes, y a mí ya me dolía en todas partes. Y me
retiré. A lo mejor usted, doctor, esperaba que, como he
sido alguien en el mundo yakuza, tendría historias
interesantes para contarle. Pero los yakuzas nos
movemos en las sombras, nuestras vidas no son tan
atractivas como cree la gente normal. De verdad, no
tengo disculpa por haberle hecho ir a esa casucha
para escuchar historias sin ninguna importancia.
—Lo que dice es absurdo. No sabe lo que ha
significado para mí conocerlo, señor Ijichi.
—Doctor, ¿le gustan a usted los dulces? —me
preguntó la mujer mientras dejaba delante de mí un
plato con galletas en forma de ruiseñor—. Ayer fui a
rezar al santuario de Tomioka Hachiman, en
Fukagawa, y a la vuelta las compré.
—¿Va usted a Tokio a menudo?
—No, casi nunca.
La mujer, sonriendo, me sirvió nuevamente té.
—Cuando fui a su consulta para que me visitara,
tenía usted colgada en la pared una curiosa pintura
de Asakusa que creo que pintó su padre —me dijo él.
—Sí, así es. Mi padre se puso a pintar cuando ya
había pasado de sobra los sesenta años. Aquella la
pintaría cuando tenía unos setenta.
—Era exactamente el paisaje de los barrios bajos
de Tokio que veía yo de joven. Al atardecer, las amas
de casa asaban pescado mientras charlaban
agachadas bajo los precarios aleros. Tras las
pantallas de papel[78] medio rotas, los niños lloraban
de hambre. Los hombres, con su shirushibanten,[79]
regresaban pasando sobre las tablas que cubrían las
cunetas. Ese paisaje que yo veía mientras trabajaba
en el almacén de carbón de Fukagawa desapareció de
Tokio sin que me diera cuenta. Y más tarde, cuando
me retiré y fui a su consulta, ahí lo vi. Y sentí
nostalgia. ¿Todavía está ahí esa pintura?
—Tal cual.
—¡Qué bien!
Cuando el reloj marcaba las dos, dije «Volveré
pronto», y bajé las escaleras. La mujer salió a
despedirme. Finalmente, no pude saber nada sobre
ella.
Eiji Ijichi murió menos de un mes después. El
funeral fue discreto. En aquella ocasión pude ver a
Saburo y al profesor Matsuda. Me sorprendí mucho,
porque los dos eran exactamente igual a como me los
había descrito. Saludé a Saburo, y él, afable, me dijo:
«El padrino me telefoneó. Venga usted a verme un día
de estos.» El profesor Matsuda me miraba callado
desde detrás de sus gafas empañadas, y no abrió la
boca.
Con ocasión del funeral, vi a Hatsuyo después de
mucho tiempo. «¿Cómo va a regresar?», le pregunté.
«He venido en tren», me respondió, y quedamos que
yo la llevaría en mi coche hasta Tsuchiura. De ese
modo pude preguntarle sobre la mujer de Ishioka.
—Era Omitsu. La mujer con quien se fugó hace ya
mucho tiempo. ¿No le habló él de eso?
—¡Era ella! Yo creía que, después de aquello, se
había terminado todo.
—A decir verdad, yo tampoco lo sabía con detalle.
Me junté con él en plena guerra. Y su fuga fue mucho
antes de eso —me dijo, y me echó un vistazo mientras
yo conducía.
—¿Y no la había visto hasta ahora?—pregunté.
—No, la vi cuando murió Kamezo, hace ya
bastante tiempo. Omitsu vino al velatorio.
—¿Y hasta entonces no había venido ni una sola
vez?
—Según supe posteriormente, tras la fuga pasó
diversas vicisitudes; al final volvió al hotel de sus
padres en Narita, la casaron con un hombre honrado
y se quedaron el negocio cuando murieron los padres.
El también debía de saberlo, pero parece ser que no la
fue a ver. Sin embargo, al morir Kamezo, ella vino por
iniciativa propia a rezar por su alma. Y, cuando solo
habían pasado unos meses, él se amputó el dedo.
—¿Y cómo fue eso?
—Porque fue a verla y hubo una pelea. Solo puedo
decir que él fue un idiota. Salió por la mañana, y
cuando volvió ya no tenía el dedo. Me quedé perpleja.
—Debió de ser toda una pelea.
—Si hubiera sido así, podría entenderlo. Pero no,
no fue así. Yo no lo vi, no lo sé muy bien, pero parece
ser que él, pasado el funeral de Kamezo, se fue a
Narita a verla. El marido no estaba, ella estaba sola.
Él entró, se pusieron a hablar, y regresó el marido.
Por cierto, que según él, era un hombre raro que
había investigado el pasado de su mujer y lo sabía
todo con detalle. En este mundo hay hombres de todo
tipo.
Él lo saludó. El otro estaba muy borracho, pero
sacó más bebida y empezó a hablar de cosas del
pasado. Él pensó que aquello acabaría mal y se
dispuso a marcharse, pero el otro se puso pesado y no
lo dejó. El hombre se fue excitando con sus propias
palabras y alzando la voz. Y, de pronto, empezó a
decir que qué era eso de entrar a esas alturas sin
permiso cuando el marido no estaba, y que qué era lo
que pretendía. Y armó un gran alboroto.
—Debería de tener mucho valor para empezar una
pelea con un hombre como el padrino.
—Estaría furioso porque pensaría que le habían
puesto los cuernos. Si hubiera estado sobrio, no
hubiese dicho todo aquello, pero es que había bebido.
Y golpeó al padrino.
—¡Vaya!
—Y él —mire si fue idiota—, ahí mismo, se amputó
el dedo. Es una cosa tan estúpida, cortarse el dedo
por tan poca cosa, que no se puede decir nada más.
—¿Y cuándo sucedió eso?
—El ya había superado los 65 años.
—O sea que no hace tanto tiempo.
—Así es. Y, además, los dos dedos se los amputó
por culpa de esa mujer. Supongo que quería mostrarle
a Omitsu alguna virtud. Porque ¿qué yakuza se
amputa un dedo para salvar el honor de un simple
patrón de hotel? Un paleto insignificante y borracho.
Si lo hacía volar de un golpe, nadie se iba a quejar. Y
en cambio él se amputó el dedo sin dudar delante de
una mujer del pasado. ¡Es algo muy fuerte! ¡Toda una
proeza!
Sonrió irónica, como riéndose de sí misma, y se
encendió un cigarrillo. A ambos lados de la carretera
no había más que campos de arroz y huertos. A lo
lejos, en el cielo, más allá de las montañas, quedaba
un poco del arrebol de la tarde.
—¿Qué pasó luego?
—La mujer se fue de casa. Y ese se ocupó de las
consecuencias. No sé qué más pasó pero, según
parece, le puso el restaurante que tiene ahora.
—Ya veo.
—Y ahora, doctor, posiblemente querrá usted
saber por qué no se fue con ella, ¿no es así? —dijo
observando mi cara.
—Si es posible, me gustaría.
—Usted también es un hombre curioso, doctor. Y
yo, aquí donde me ve, soy una mujer. Y tengo mi
orgullo —añadió levantando algo la voz—. Cuando
me junté con él, yo estaba débil y no podía hacer
nada. Todo lo hacía Okyo sola. Pero cuando ella
montó su propio negocio, yo pasé a llevar la
trastienda de la Dewaya. Y, durante mucho tiempo, me
ocupé de él. Eiji lo sabía, y quizá por eso no me dejó.
Bueno, además, él y yo tenemos una hija. Creo que
eso también influyó. De hecho, fuimos a Tsuchiura
porque nuestra hija se había casado con un hombre
del lugar. Nos dijeron que cerca había una casa que
estaba bien, y que por qué no íbamos; de modo que y
nos trasladamos. Sin embargo, nuestra hija no se
llevaba bien con su esposo y volvió a Tokio. Ahora
tiene una casa en Nippori, donde da clases de danza a
algunas alumnas. Bueno, pues así nos quedamos allí
ese hombre y yo, los dos solos. Yo siempre estaba
pensando si separarme o no. Lo fui pensando, y me
pareció cruel impedir que se fuera con ella. Pero yo
no tenía ningún motivo para sentir compasión por
ellos… Aquello me hizo pensar mucho, y al final ya no
pude resistir más. Un día, fui a Ishioka y se lo planteé
a ella, que me dijo que, si a mí me parecía bien, ella
quería ocuparse de él. Le dije que se lo regalaba, y
ella lo aceptó. Yo no tenía intención de mantenerlo
conmigo hasta que estuviera tan débil. Cuando mi hija
se separó y regresó a Tokio, tomé la decisión. Pero la
cosa se retrasó por su culpa, doctor.
La mujer, sin dejar de mirar hacia la oscura
carretera, encendió hábilmente un fósforo y siguió:
—Yo creía que sus conversaciones con usted
acabarían en dos o tres sesiones. Pero fueron casi a
diario durante todo el invierno. Aquello me dejó
pasmada. Me parece que él también quería ir cuanto
antes con Omitsu, aunque también quería hablar. Lo
fue retrasando, y su estado empeoró. Más que a mí,
Omitsu debería guardarle rencor a usted.
—No lo sabía. Le hice un mal favor.
—Era una broma, doctor. Si ese hombre hubiera
querido ir de verdad, no habría esperado ni medio
día. La culpa del retraso no fue de nadie.
Por las ventanas empezaba a entrar la luz de las
calles de Tsuchiura.
—Por cierto, doctor, para terminar, me gustaría
preguntarle algo. De verdad, ¿qué piensa usted de él?
Un hombre que lo pasó en grande, mató a otro
hombre (por mucho que dijera que había sido un
error) y estuvo varias veces en la cárcel. Usted,
doctor, pasó meses acudiendo a la casa de ese yakuza.
Bueno, comparada con la suya, la vida que llevó fue
muy diferente. Supongo que sus historias eran
realmente interesantes. Pero, a pesar de eso, desde
hace tiempo quería preguntarle qué piensa usted de él.
—¿Ah, sí? Bueno, usted habla de este modo
porque estaba demasiado cerca —dije yo—. Ahora no
lo entiende, pero, cuando pasen unos años,
comprenderá por qué yo lo frecuentaba.
—¿De verdad?
—No miento.
—Bueno, si es así, creeré lo que me dice, doctor.
Ah, ¿puede acercarme a la estación? Por cierto, la
casa de mi hija está muy cerca de la estación de
Nippori. Si me llama por teléfono desde allí, iremos a
recogerlo. No deje de venir para la feria de los
asagao, por favor.
Justo antes de bajar del coche, Hatsuyo me anotó
con un bolígrafo el número de teléfono y la dirección
en un trozo de papel.
—Bueno, pues adiós, doctor.
—Adiós.
Hatsuyo subió despacio las escaleras de la
estación.
Epílogo

Como una salamandra, me sentaba cada día en la silla de mi consulta.


Sentía intensamente la necesidad de que me tocara el aire del exterior.
Aprovechando que salía a hacer visitas, paseaba por la ribera o me
adentraba en la montaña. Pero, cuando me daba cuenta, ya volvía a estar
sentado en la misma silla pasando visita. De ese modo transcurrieron veinte
años. Es difícil expresar bien con palabras la profunda maravilla, la
fascinación que supuso para mí ese hombre llamado Eiji Ijichi.
Enciendo el magnetófono y resuena esa voz ronca y pesada; y revivo
aquellos días pasados junto a él en el kotatsu. Inconscientemente, lo sigo
caminando por Fukagawa, o estoy sentado en el garito de Uguisudani. La
tranquila voz del crupier resuena por la habitación encalmada, los fajos de
billetes se deslizan sobre el tapete y dentro del cubilete los dados hacen que
salga una voz ronca. Un mundo totalmente distinto del mío me hace
recordar la tierra donde nací. Yo, que nunca he puesto un pie en un
prostíbulo de Fukagawa ni he apostado nunca. Sin embargo, no sé por qué,
ya no me parece posible afirmar que, en el pasado, no haya hecho alguna de
esas cosas.
Quizá su mundo sea mi mundo, el mismo universo compartido por mi
padre, mis abuelos y una multitud de gente corriente. Tal vez la
heterogeneidad del tiempo en que él vivió sea simplemente una cuestión de
apariencias, y en la profundidad fluía el mismo aire que respiramos
nosotros.
Y, sin embargo, su recuerdo me hace sentir añoranza, y también es
cierto que durante mucho tiempo me ha hecho sufrir en secreto.
Desde que él se fue a otro mundo, yo quería convertir lo antes posible
sus historias en un solo relato. Pero, en cuanto me ponía a escribir, me daba
cuenta de que era un trabajo mucho más complicado de lo que había
pensado. Lo que él me legó era algo enorme. Me ponía a escuchar las cintas
y me quedaba perplejo y alterado. Regresaba de mis visitas a mi habitación,
sacaba las cintas, escuchaba un fragmento y tomaba notas. Y las notas
fueron creciendo hasta salirse de la mesa. Pero estaban llenas de
repeticiones y eran tan complicadas, estaban tan mal hechas que no se
podían dejar leer a nadie. Así es como me peleaba un día tras otro con su
voz, sin lograr escribir ni una sola página con sentido. Y así, sin darme
cuenta, fue pasando el tiempo.
Era igual que un gran árbol enterrado, no sabía por dónde cogerlo. Pero
cada día me presionaba, dirigiéndose hacia mí y diciéndome «quiero que
me arranques deprisa».
Un día, no sé por qué, de repente empecé a poder escribir. Y fue tan
fácil que me sorprendió a mí mismo. Casi sin pensar, sin escuchar las
cintas, iba escribiendo, y terminé en tres meses. No acabo de entender por
qué me sucedió. A lo mejor fue bueno rendirme y dejarlo aparcado. Aquella
impresión tan fuerte con el tiempo se fue haciendo más ligera, y con ello
salió a flote en mi corazón la imagen natural de Eiji Ijichi. ¿Hice bien al
transcribirla de forma obediente? Me parece extraño que no pudiera hacerlo
desde el principio.
Ya dije en el prólogo que, cuando iba escribiendo frases, fue surgiendo
una montaña de cosas que no le había escuchado y otras que debería haberle
preguntado. Pero, llegado a aquel punto, ya no podía hacerlo, así que me
dediqué a buscar datos y a visitar —y tomar como modelos— a personas
que habían vivido en esa misma época.
Especialmente, Yuzuru Ogaiua, Magoichi Arakawa, Kisaburo Tagawa,
Masujiro Tsukada, Hisakichi Tsumura, Seiichiro Akiba e lku Miyazaki;
todos me ayudaron a comprender correctamente cuál era la situación en los
alrededores del río Onagi en Fukagawa, y cuáles las circunstancias del
barrio de Asakusa, de Corea del Norte y de Manchuria, y me permitieron
escuchar lo suficiente para verificar y completar la memoria del señor
Ijichi. También recibí consejos importantes del guionista Izuho Sudo.
Quiero aprovechar esta oportunidad para mostrarles mi agradecimiento.
Diciembre del año 1988,
SAGA JUNICHI
JUNICHI SAGA (Tsuchiura, prefectura de Ibaraki, Japón, 1941) estudio
medicina en la universidad de Keio de Tokio e hizo su residencia en un
hospital de Honolulú, Hawái. De regreso al Japón, se instaló en Tsuchiura,
junto al lago Kasumigaura, setenta kilómetros al norte de Tokio, y allí sigue
practicando la medicina. Pronto empezó a grabar los testimonios de sus
pacientes, recopilando sus relatos en varios libros. Dos de ellos, dedicados a
la vida cotidiana del Japón rural anterior a la II Guerra Mundial, se
tradujeron al inglés con los titulos Memories of Silk and Straw y Memories
of Wind and Waves. En 1989 publicó Memoria de un yakuza.
Notas
[1]El kotatsu es una especie de mesa camilla baja (para sentarse junto a ella
sobre el tatami), por lo general cuadrada, con un brasero debajo y unos
faldones que cuelgan por los lados para retener el calor. <<
[2]El shamisen es un instrumento de tres cuerdas que se usa en la música
tradicional japonesa. <<
[3]La palabra futón sirve en japonés para designar tanto la colchoneta sobre
la que se duerme en las habitaciones con suelo de tatami, como los
edredones con los que se cubre. En este libro se ha optado por
circunscribirla a la primera acepción, y se ha usado «edredón» para la
segunda. <<
[4] El tokonoma es un espacio elevado empotrado en la pared de una
habitación de estilo japonés, donde se cuelgan pinturas o piezas de
caligrafía, se colocan adornos florales o se sitúa el altar ante el que se rinde
culto a los ancestros. <<
[5]Bon es la celebración budista del retorno de las almas de los difuntos que
tiene lugar en Japón a mediados de agosto. <<
[6]Los empleados tocaban con la frente sobre el tatami porque estaban
sentados a la japonesa, es decir, sobre sus talones, y se inclinaban hacia
delante para mostrar su respeto. <<
[7]El shimada es un estilo de peinado tradicional, hoy en día utilizado sobre
todo por geishas y por las mujeres que se casan siguiendo el rito sintoísta.
<<
[8] Bijin-ga significa retrato de una persona hermosa; normalmente se
refiere a los grabados con planchas de madera ukiyo-e de la era de Edo
(1603-1868). <<
[9] Un mochi es un pastelillo hecho con pasta de arroz glutinoso. <<
[10]Un kadomatsu es una decoración tradicional japonesa hecha con
vegetales, como troncos de bambú y ramas de pino. <<
[11]La era Taisho (1912-1926) corresponde al tiempo en que estuvo en el
trono de japón el emperador Yoshihito (1879-1926). <<
[12]
Un furin es una campanilla de cuyo badajo cuelga una tira de papel para
proporcionar con su sonido sensación de frescor en verano. <<
[13]Un hibachi es un recipiente, normalmente parecido a una maceta, hecho
para contener carbón ardiendo. <<
[14]
La guerra ruso-japonesa (1904-1905) enfrentó a ¡as dos potencias por el
control del noreste de Asia. Terminó con la victoria de Japón. <<
[15]
Ieyasu Tokugawa (1543-1616) fue el fundador del régimen que gobernó
Japón desde 1603 hasta 1868. <<
[16]
Gyotoku es una zona del municipio de Ichikawa, en la provincia de
Chiba, al este de Tokio. <<
[17] Edo era el nombre de Tokio hasta 1868. <<
[18] Los tabi son calcetines tradicionales japoneses. Aquí se refiere
posiblemente a los jika-tabi, hechos de un material más resistente y
normalmente con suela de goma. <<
[19]El escote del quimono era el lugar donde tradicionalmente se llevaba el
dinero. <<
[20]Yoshiwara y Suzaki eran dos de los barrios más famosos de Tokio
designados oficialmente para ejercer la prostitución. <<
[21] Un dango es una bola de comida, normalmente de pasta de arroz
glutinoso. <<
[22] Un senbei es una galleta dura de arroz. <<
[23]El katsudon es un plato que consiste en un bol de arroz con carne
rebozada encima. <<
[24]El tamagoyaki es una comida parecida a la tortilla a la francesa, aunque
algo dulce. <<
[25] Un yukata es una especie de bata con forma de quimono. <<
[26]
El nembutsu es una oración budista repetitiva en la que se loa al buda
Amida. <<
[27]Soba es un tipo de fideo de trigo sarraceno muy usado en la cocina
japonesa. <<
[28]El tempura soba es un plato consistente en una sopa con fideos de trigo
sarraceno y trozos de verdura, pescado o marisco rebozados. <<
[29]
Un hanten es una chaqueta de algodón, normalmente de cuello abierto y
mangas que llegan entre los codos y las muñecas. <<
[30]
La era de Edo (1603-1868) corresponde al período en que Japón fue
gobernado por la familia Tokugawa. <<
[31]Un toku es una unidad de volumen que equivale aproximadamente a
278 litros. Durante la era de Edo se usaba para medirlas cosechas de arroz y,
por extensión, la riqueza. <<
[32]La puerta de Niomon (más conocida como Hozomon) es la portalada
interior que da acceso al templo Senso-ji, en Asakusa. <<
[33]Kannon es el nombre que recibe en Japón Avalokiteshvara, el
bodhisattvd (seguidor de Buda)que representa la compasión. <<
[34]Nakamise es la calle de tiendas que va desde la portalada Kaminarimon
a la entrada principal del templo Senso-ji, en Asakusa. <<
[35]Se refiere al sistema por el que algunos estudiantes vivían en casas de
gente acomodada a cambio de realizar trabajos domésticos. <<
[36]
El Día de los Niños es una fiesta nacional japonesa dedicada a los niños
varones que se celebra el 5 de mayo. <<
[37]Un nagahibachi es una especie de brasero alargado, actualmente en
desuso. <<
[38]El sashimi es pescado crudo cortado para comer mojado en salsa de
soja. <<
[39]
El shiokara es una comida tradicional japonesa preparada a base de
pequeños trozos salados de carne o pescado. <<
[40]El chazukees un plato consistente en arroz sobre el que se vierte una
infusión de té. <<
[41]Los cerezos florecen en la zona de Tokio a finales de marzo o principios
de abril. <<
[42] Un tengu es una especie de demonio, normalmente con rasgos animales.
<<
[43]
Nembutsu es la repetición del nombre del buda Amithaba, el buda más
importante de la escuela de la Tierra Pura. <<
[44]Se entiende que está sentado en el estilo formal japonés, es decir, sobre
sus talones, y se incorpora para hablar. <<
[45]Katakana es un silabario que normalmente se usa para transcribir en
japonés palabras de otras lenguas. <<
[46] Sosen-ji es el nombre del famoso templo de Asakusa. <<
[47] El kamidana es un altar sintoísta en miniatura para rezaren casa. <<
[48]
El arroz con alubias rojas (sekihan en japonés) es un plato que se sirve
normalmente en celebraciones. <<
[49]
Manchukuo es el nombre del Estado creado por Japón entre 1932 y
1945 en Manchuria, China. <<
[50] El haori es una chaqueta ligera que se lleva sobre el quimono. <<
[51]Unggi es el nombre que recibía antiguamente Sonbong, parte de la
ciudad norcoreana de Rason. <<
[52]
Makuuchi es la categoría superior de los luchadores de sumo, mientras
que makushita es hoy en día la tercera, aunque antiguamente era la segunda.
<<
[53] Un manju es un pastelillo de arroz, generalmente con relleno. <<
[54]
Udon es un tipo de fideos largos, gruesos y blancos de trigo que se
comen normalmente con sopa. <<
[55]En Japón las eras corresponden al tiempo que está cada emperador en el
trono. Showa (1926-1989) corresponde al reinado de Hirohito. <<
[56] Kanto es la región que incluye Tokio y las provincias circundantes. <<
[57]El Ryounkaku fue el primer rascacielos japonés. Se levantó en 1890, y
estuvo en pie hasta que lo derribó el terremoto de 1923. <<
[58] La Kodama Kikan fue una organización secreta creada bajo los
auspicios de la Armada Imperial japonesa para comprar materiales
estratégicos en el mercado negro en China durante la Segunda Guerra
Mundial. <<
[59]Jizou es el nombre que recibe en Japón el bodhisattva Ksitigarbha,
protector de los difuntos, los niños pequeños y los viajeros. Se le caracteriza
como un monje con un halo alrededor de su cabeza calva. <<
[60] La Matsuba-kai es un grupo yakuza asentado en Tokio. <<
[61]El general Nogi (1849-1912), héroe de la guerra ruso-japonesa, y su
mujer se suicidaron de forma ritual tras la muerte del emperador Meiji,
según la costumbre de los samuráis de seguir los pasos de su señor. <<
[62]El yokan es una gelatina hecha a base de harina de judía, agaragar y
azúcar. <<
[63]Un tobishoku es un empleado de la construcción especializado en
trabajar a grandes alturas. <<
[64]La diablesa Ohyaku (Datsuki no Ohyaku) es un personaje legendario
basado en Daji, una concubina real china del siglo XI. <<
[65]
Como parte de los rituales funerarios japoneses, los difuntos reciben un
nombre budista, el kaimyo. <<
[66]El asagao, conocido a veces en español como dondiego de día, es una
de las flores llamadas popularmente «campanillas». El significado literal de
asagao en japonés es «cara de la mañana». <<
[67]Ruiseñor (en japonés, uguisu) es el origen del topónimo Uguisudani, o
valle de los ruiseñores. <<
[68]El Ugean era la mansión de Hoitsu Sakai, artista plástico y poeta de las
postrimerías de la era de Edo. <<
[69]En Japón es costumbre mandar coronas de flores para felicitar la
apertura de negocios. <<
[70] El rokyoku es un género teatral japonés que combina música y
narración. <<
[71]En muchas fiestas locales japonesas se transporta en andas —al grito de
wa’shoi-wa’shoi— un palanquín llamado mikoshi que contiene la deidad
protectora local. <<
[72] Los morteros que se usan en la cocina japonesa tienen la superficie
interior labrada, de modo que al hacer girar su mano se va desmenuzando el
ingrediente que se desea moler. <<
[73]
En japón, la cremación se hace de modo que queden algunos huesos,
como los del cuello, que son depositados en tumbas o en los altares
domésticos. <<
[74]
El tsukudani es una pasta para acompañar arroz hecha a base de pescado
o marisco con algas mezcladas con salsa de soja y sake dulce. <<
[75]
Se refiere a la locución radiofónica del emperador Hirohito del 15 de
agosto de 1945 anunciando a sus súbditos la rendición de Japón. <<
[76]Urashima Taro es el protagonista de una leyenda japonesa, un pescador
que rescata una tortuga y es invitado a visitar durante tres días el castillo del
dios dragón, en el fondo del mar. A su vuelta a su aldea, se da cuenta de que
han pasado trescientos años. <<
[77]Kanji Kato (1884-1967) fue uno de los promotores de la colonización
agrícola de Manchuria por parte de Japón. <<
[78]Las pantallas de papel (shoji en japonés) cubren los paneles de las
ventanas tradicionales japonesas. <<
[79]Un shirushibanten es una chaqueta, normalmente de algodón, que lleva
a la espalda un gran escudo de la empresa del que la lleva puesta. <<

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