El Gato Alvarez, El Petiso de Los Dalton y Mi Viejo

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Una de ciclistas.

El petiso de los Dalton, el Gato Álvarez y mi viejo


Cuento de Ariel Schifrin

En la época que crecí los adultos no andaban en bicicleta, muy de vez en cuando algún
veterano pedaleaba desafiando el adoquinado de la ciudad. Sin suficientes calles
asfaltadas ni noticias de algo que mereciera la invención del vocablo ciclovía, las bicis
eran patrimonio de los chicos que circulábamos por las veredas tocando el timbre o
haciendo sonar la corneta manual. Mi viejo le asignaba un carácter proletario a la
bicicleta, imaginaba que todos andaríamos pedaleando en la sociedad del futuro. En
algo acertó, hoy somos muchos los que nos movilizamos en bici y por todos lados hay
bicisendas. Le pifió por bastante al predecir que ese porvenir prácticamente eliminaría
el uso del automóvil, el colmo del individualismo consumista, decía. Mi vieja no se
quedaba atrás y me enseñó alguna vez las imágenes de aquel futuro en una revista:
decenas de chinos, todos uniformados con el cuello Mao, surcando Pekín en bicicleta.

-¿Por qué están vestidos todos igual, má?

- Ah, los chinos son así.

El eufemismo posponía, para cuando yo tuviera la edad suficiente, la explicación de las


macanas que se mandaban los chinos con su revolución cultural.

Entre los años ´67 y ´69 mi viejo solía llevarme los domingos a ver carreras de ciclismo
en el antiguo circuito KDT, un rectángulo de asfalto que bordeaba por mil ciento cuatro
metros el predio que ocupa actualmente el Club de Amigos.

-Estos muchachos corren con espíritu amateur, son deportistas en serio - me inculcaba
mi viejo que no perdía ocasión para echar pestes contra el deporte profesional, mientras
yo miraba extasiado el desplazamiento del pelotón de pedalistas frente a la tribuna del
público, un tablado emplazado sobre la recta principal de espaldas a la avenida Figueroa
Alcorta.

Con semejantes estímulos a mis nueve años concluí precozmente que si la bicicleta
representaba la nobleza humana, esos ciclistas eran de algún modo la avanzada del
paraíso que mis viejos decían que advendría al mundo cuando yo creciera, o por alguna
demora inescrutable de la historia recién cuando ellos fueran abuelos.

-Ése es el Gato Álvarez – me señaló papá la primera vez que fuimos al viejo KDT. El
tipo venía de ganar tres medallas doradas en los Panamericanos de Winnipeg. Era alto,
huesudo, medio desgarbado, rubión, y su inconfundible rostro combinaba el perfil
aguileño y los cachetes colorados. Lo seguí con la mirada por un instante hasta que
reparé en un ciclista petiso y bigotudo, con aspecto gracioso, que pedaleaba a su lado.
Se parecía a Joe Dalton, el petiso jefe de los hermanos Dalton, aquellos malvados del
comic franco belga que homenajeaba al far west y protagonizaba Lucky Luke.

Divertido con la ocurrencia continué buscando parecidos entre otros pedalistas con
personajes de historietas, hasta que un acople de los altavoces me devolvió la atención
al relator de la carrera, un tal Gandulla, que oteaba la marcha del pelotón por la recta
opuesta desde un entarimado suficientemente elevado, ubicado del otro lado de la pista
a la altura de la línea de llegada. “Adelante la casaca verde de Cebolla Roqueiro,
seguido por el Ruso De Luca y Roberto Breppe… ¿dónde está el Gato?... no lo veo al
Gato…. Ahí está, a mitad del pelotón diviso la casaca blanca del Gato Álvarez
acompañado por el Tano Vellutato, señoras y señores….”.

-Viene retrasado ese Gato, papá - aproveché para llevarle la contra.

- No, hijo – durante muchos años la competencia verbal con mi viejo me sería
desfavorable – está regulando, mientras no haya intentos de fuga en la cabeza del
pelotón mejor que descanse y guarde energías para el remate final.

Cada diez giros repicaba la campana anunciando un embalaje para la siguiente pasada
que repartiría puntos entre los ciclistas. Los especialistas en velocidad pura, ayudados
por sus compañeros de equipo, pugnaban por acomodarse en los puestos de vanguardia
para llegar con chances ciertas al sprint. El que se parecía al petiso de los Dalton se
prendía en varios de esos embalajes intermedios, pero el Gato Álvarez se reservaba para
el cierre de la carrera y el embalaje final.

-Déjense de pasear chéeeee...- gritaban varios cuando el pelotón pasaba frente al palco a
un ritmo cadencioso en las vueltas de estudio.

-Vienen tomando mate con bizcochos - exageraba mi viejo con el vecino ocasional.

- Si, lo único que falta es que prendan un faso – respondía amigablemente el vecino.

El público no disfrutaba las carreras de estrategia, quería disputa, fugas, persecuciones y


proezas. De no mediar escapadas de un lote de ciclistas con ánimo combativo y la
consiguiente persecución de los fugados, el andar cansino del pelotón hacía la carrera
monótona y aburrida. En esos lapsos tediosos yo aguardaba el paso frente a las gradas
del petiso de los Dalton y del Gato Álvarez. Los observaba con curiosidad mientras
avanzaban casi sin pedalear, charlando o compartiendo el agua de la caramañola con
otros ciclistas.

-Papá, ese de bigotes es igualito al petiso de los Dalton – me animé a decirle la segunda
vez que fuimos al viejo KDT.

- No, no se parece, además esa historieta es una porquería – respondió como espantando
una mosca y siguió concentrado en la carrera.

El Gato Álvarez era un permanente animador de las carreras y casi siempre llegaba
entreverado con los punteros al emocionante embalaje final. En ocasiones, cuando en
soledad lograba desprenderse quince metros del pelotón buscando consolidar una
quimérica fuga, su rostro se fruncía por el esfuerzo y se coloreaba como sus cachetes.
Hacia el final de aquella primera temporada se había convertido, con la
incondicionalidad de un pibe de nueve años, en uno de mis ídolos deportivos. Y con los
ídolos de verdad se padece más de lo que se disfruta. Lo he visto ganar por una rueda un
sprint final y también perderlo sin atenuantes rindiéndose varios metros antes de la
meta. Como todos los sprinters del mundo, aún los mejores, el Gato perdía muchísimas
más veces de las que ganaba. Apenas un par de domingos me fui del viejo KDT
contento aún con el Gato derrotado. En ambas ocasiones el petiso de los Dalton había
dominado los metros finales de los embalajes decisivos cruzando victorioso la meta, con
los dos brazos en alto y los bigotes tupidos partiendo al viento la sonrisa y la barbilla del
resto de su cara triangular. “La magia del ciclismo señoras y señores… no hay tamaños
ni medidas para ser un campeón… extraordinaria demostración del Tano Vellutato, gran
triunfo del pequeño gigante de Villa Crespo…”- explicaba la voz metálica de Gandulla.

-Ese petiso es puro corazón – comentaba el vecino de turno en las gradas.

-No – mi viejo tenía el no fácil – es muy inteligente, sabe elegir el momento justo para
atacar.

- Es inteligente el Petiso de los Dalton, ¿no pá? – esperaba su aprobación en el colectivo


ya de regreso a casa.

-No -se contradecía como si yo no hubiera escuchado el diálogo con el vecino un rato
antes-, es chiquito pero se rompe el alma pedaleando. Y además ya te dije que esa
historieta es una porquería.

Cuando el Gato era vencido, mi viejo, que también hinchaba por él sin confesarlo, se
compadecía de mi silenciosa tristeza mientras iniciábamos la caminata hasta Plaza
Italia para tomar el 29. Recién al cruzar Libertador me tanteaba buscando conversación.
Mencionaba el partido que Boca jugaría esa tarde, o discurría acerca del emplazamiento
del monumento a Sarmiento en lo que había sido la residencia de Rosas, o criticaba la
vida disipada de los pitucos que vivían frente al Rosedal, o lamentaba el cautiverio de
los animales que veíamos desde la vereda del zoológico. Tenía sus recursos mi viejo.

De todas aquellas carreras en el viejo KDT recuerdo especialmente una en la que


rodaron cinco ciclistas, entre ellos el Gato Álvarez, en la curva del cuartel de la policía
montada a apenas ocho vueltas para el embalaje final. Muchos espectadores corrieron
espontáneamente a socorrer a los pedalistas. “No toquen a los ciclistas caídos, dejen
trabajar al personal de auxilio por favor…. –clamaba Gandulla por los altavoces- son
cinco los ciclistas caídos en la rodada… me parece ver a Juan José Pitaro, a Jorge
González… al Cebolla Roqueiro … veo el dorsal 14 de Álvarez y al paranaense Roberto
Breppe del equipo Olmo Caloi… a ver cómo se recuperan los muchachos… esperamos
que no haya que lamentar lesiones graves….”. Sentados en las gradas de la tribuna
alcanzábamos a ver a los pedalistas postrados sobre la pista unos doscientos metros más
adelante.

-No te preocupes. Arielito. Los ciclistas saben caer – trató de tranquilizarme mi viejo y
me pasó el brazo por el hombro para taparme la visual del accidente. No le creí mucho.
Ya eran demasiados los tipos que sabían caer: los dobles de Anthony Quinn y de Paul
Newman, los luchadores de Titanes en el Ring, el Pocho Pianetti cuando se comía una
patada descalificadora y hasta un trapecista, algo entrado en carnes, que se había dado
un porrazo terrible en la función de un circo de barrio al que nos llevaron a mis
hermanas y a mí.

Tres de los pedalistas caídos, Breppe, González y Pitaro recibieron el socorro médico y
llegarían un rato después caminando hasta el palco del relator. Saludaron agitando las
manos para llevar tranquilidad al público y los condujeron rápidamente al vestuario para
practicarles curaciones. Carlos Roqueiro logró ponerse de pie en el sitio mismo de la
rodada, reconoció lentamente su integridad anatómica, y como lo que restaba de carrera
no sería suficiente para intentar una remontada, tuvo la sensatez de abandonar y
guardarse para la siguiente semana.

El quinto de los ciclistas de la rodada, el Gato Álvarez, había recibido un golpazo brutal
en la cadera y todo el flanco derecho de su cuerpo estaba lacerado por los violentos
raspones contra el asfalto inclemente. Los hilos de sangre comenzaron a tejerle una
telaraña roja sobre el muslo y la pantorrilla. Sin embargo, casi de inmediato, como un
boxeador que se levanta de la lona con ayuda del encordado antes que el árbitro termine
el conteo, el Gato se arrastró hasta su bicicleta y se incorporó aferrado a ella con el
cuerpo doblado por el dolor mientras alejaba a todos los que se acercaban a asistirlo. A
los veinte segundos de la caída montó el velocípedo, se sobó el bajo vientre con la mano
izquierda como un perro lamiendo sus heridas y empuñando el manubrio con la diestra
reinició la pedaleada para intentar recuperar el terreno perdido.

“Ha vuelto a la carrera Carlos Álvarez, señoras y señores… a ocho kilómetros y


monedas de la meta el Gato comienza la persecución del pelotón que marcha
aproximadamente quinientos metros por delante… con inaudita bizarría el corredor
platense está tomando la curva de ingreso a la recta opuesta…”, loaba el relato de
Gandulla. Lo vimos al rato completar su vuelta 93 con las lastimaduras del codo y la
rodilla salpicando sangre, persiguiendo con furia al pelotón y la mirada fija en el
inmediato tramo de asfalto. ¡Vamos Gato carajo!, alentaron varios aficionados
superponiendo sus gritos. No tenía chances de ganar la carrera, afrontaba su calvario por
el honor, para culminar las cien vueltas dando alcance al grueso de los competidores.

- Va a ganar el Gato, papá.

- No, ¿qué decís Ariel? Está tirando solo y muy lastimado. No creo siquiera que alcance
al pelotón – corrigió mi viejo.

-Pero llega, ¡eh! – intervino el vecino sentado a su lado-, le apuesto que el Gato llega
con el pelotón.

-No, difícil, en cuanto el pelotón acelere va a ser imposible – respondió seguro mi viejo.

En las vueltas 94 y 95 Carlos Álvarez fue recortando cada vez más la distancia y el
aliento del público iba en aumento. El petiso de los Dalton, Roberto Prantera y Norberto
Corzio, integrantes con el Gato del equipo Bicicleterías Croce, se las habían arreglado
para encaramarse varias veces en la cabeza del pelotón con la aviesa intención de
ralentizar su marcha y facilitar la recuperación del compañero rezagado. Apenas
lograban sostener la posición por unos segundos ya eran superados por los embates de
los hombres de punta de otros equipos. Al rato volvían a capturar la vanguardia y
enseguida volvían a perderla. “Sigue el gran pedalista de La Plata bregando solitario
desde atrás, persiste tozudamente en la persecución con el cuerpo estragado y el orgullo
intacto… - narraba Gandulla - mientras el pelotón, señoras y señores, ya está entrando
en las últimas vueltas comandado por Vellutato, el tano de Villa Crespo, que lleva bien
cortas las riendas de la carrera con la colaboración de Roberto Prantera, el bravo
corredor de Avellaneda, y de Coquito Corzio, el muchacho de La Paternal…”

Hasta que en la vuelta 96 el Ruso De Luca y el marplatense Juan Merlos del equipo
Rodados Mingolo, y el Indio Matos y “Pucheto” Haedo del equipo Legnano,
aprovecharon el frenazo que imponían el petiso de los Dalton, Prantera y Corzio, para
desbordarlos y protagonizar una fuga que puso una distancia considerable con el grueso
del pelotón. Por orden del jefe del equipo Bicicleterías Croce, “Coquito” Corzio partió
con los fugados, mientras que Vellutato y Prantera se mantuvieron en el pelotón
esperando por el Gato Álvarez. Aquella fuga acababa con mi ilusión de ver ganar al
Gato esa mañana. Su denodado pedaleo le alcanzaría, quizás, para contactar al pelotón,
pero no le quedaría ni tiempo ni resto físico para salir a la caza de la escapada, que al
promediar el giro 97 estabilizaba su ventaja en doscientos cincuenta metros, algo así
como un cuarto de vuelta. Se inauguraban dos carreras distintas, una definiría al
vencedor entre los fugados Juan Carlos Haedo, el Lechón Merlos, Coquito Corzio, el
Indio Matos y el Ruso De Luca. Haedo y Merlos, grandes sprinters, eran los favoritos
para el embalaje final. La otra carrera concentraba las expectativas del público, era la
corajeada del Gato por alcanzar al pelotón contra el reloj, contra toda lógica y contra las
estadísticas.

Sin guardarse nada, literalmente nada, el Gato pedaleó y pedaleó con los cachetes más
colorados que nunca y los bríos del aliento popular soplando a sus espaldas. Al
completar la vuelta 96 estaba a apenas 40 metros de la cola del pelotón y el vamos Gato
carajo se había convertido en un rugido general. El petiso de los Dalton pedaleaba
ahora en la retaguardia esperando tomar contacto de un momento a otro con su
compañero de equipo. Todo indicaba que Álvarez pasaría en el giro 97 reintegrado al
pelotón, y que completaría las tres vueltas finales entre sus colegas con la dignidad de
un gran campeón. Esperábamos la noticia con ansiedad y la trajo el voceo de Gandulla
por los altavoces provocando una ovación interminable: “Señoras y señores, al entrar en
la recta opuesta la bicicleta del formidable Carlos Álvarez ha tomado la rueda del Tano
Vellutato… El muchacho platense ha coronado su extraordinario esfuerzo y ya corre
dentro del pelotón, ojalá pueda escuchar la aclamación que le estamos tributando…”.
Hasta mi viejo fue arrastrado por la algarabía general y gritó vamos Gato carajo.

-¿Qué le dije? El Gato es un crac– le recordó su reciente escepticismo el vecino de al


lado.
-No. Mire que el pelotón estaba de paseo, eh! - retrucó mi viejo contra su propia
euforia, y agregó señalándome- hasta mi nene lo hubiera alcanzado con su rodado
veintidós.

Veinte segundos después que los cinco fugados completaran el giro 97 una ovación
fenomenal saludó el paso frente al palco del Gato Álvarez en medio del pelotón,
sanguinolento y maltrecho, chupado a la rueda del Petiso de los Dalton que se alineaba a
su vez detrás del empuje de Roberto Prantera. Los tres ciclistas de Bicicleterías Croce
no se conformaban con la aguerrida remontada del Gato, ahora tiraban juntos escalando
posiciones y acercándose a la cabecera del pelotón. El aliento del público, la inminencia
del final de la carrera y quizás la vergüenza deportiva provocada por el esfuerzo
descomunal del Gato Álvarez, inyectaron en todos los ciclistas un ímpetu renovado que
desató sus energías aletargadas y el pelotón empezó a correr raudamente con la inercia
dinámica que sólo puede alcanzar un nutrido grupo de pedalistas pegados rueda a rueda.
“Se largó a correr el pelotón señoras y señores… todo indica que va a ser muy difícil
que den alcance al lote de fugados cuando faltan sólo dos kilómetros y medio para el
final de la carrera”, advertía Gandulla. En la vanguardia los ciclistas de la fuga
disminuían la intensidad del pedaleo especulando con buen criterio que el pelotón se
acercaría pero ya sin metros suficientes de carrera para alcanzarlos. Ninguno de ellos
quería hacer el desgaste de tirar a la cabeza del quinteto, todos aspiraban a guardar las
últimas energías para los doscientos metros del sprint final.

“Queridos amigos y amigas del ciclismo… ya veo en la recta opuesta las casacas
blancas de Vellutato, Álvarez y Prantera marchando a la cabeza del pelotón… es una
verdadera epopeya del deporte la que hoy nos regala el colosal Gato Álvarez…
mientras tanto en la recta de Avenida Sarmiento los cinco punteros ya iniciaron el juego
de estrategias preparándose para el inminente final de la carrera, señoras y señores...”,
relataba Gandulla. Cuando el pelotón tomó la curva de la estatua ecuestre de Urquiza
para ingresar en la recta principal y completar la vuelta 98 se había reducido la ventaja
de los cinco fugados a sólo ciento cincuenta metros. Pero el asombro del público llegó
un momento después cuando al pasar frente a la tribuna de Figueroa Alcorta el petiso de
los Dalton y el Gato Álvarez habían tomado una ventaja de diez metros respecto al
pelotón, luchando por despegarse y salir a la caza del quinteto puntero. El petiso de los
Dalton tiraba, el Gato lo seguía pegado a su rueda y se alejaban metro a metro con la
adrenalina forzando el corazón como sólo una o dos veces en la vida algunos deportistas
de élite pueden hacerlo.

-¡Vamos Gato carajo! – gritamos mi viejo, el vecino y yo junto a una treintena de


exaltados. Nadie permanecía sentado en aquellas gradas y para mí era muy placentero
carajear repetidamente sin censura alguna. “Inenarrable amigos, créanme que no
recuerdo una epopeya semejante …- gritaba Gandulla embargado por la emoción- allá
va el pequeño gigante de Villa Crespo, José Vellutato, forzando los pedales con el alma,
y a su rueda el coloso de La Plata, con rastros de sangre hasta en el caño de su
bicicleta… allá van tras la quimera de atrapar a los punteros que los aventajan por cien
metros a apenas una vuelta y media del final… ¡viva el ciclismo!”. Asistidos por el
relator y por el brillo intermitente de las casacas blancas, con un asombro que incluso
superaba nuestro fervor, alcanzábamos a ver en la recta sur al petiso de los Dalton
parado sobre los pedales y pegado a su rueda trasera al Gato Álvarez con la cabeza
hundida entre los hombros y el manubrio de su bicicleta. Un pequeño remolcador
arrastrando un trasatlántico averiado hasta el puerto.

-Papá, ¿por qué el petiso de los Dalton tira todo el tiempo y no se turna con el Gato?

-Vellutato hace todo el desgaste para que el Gato, en caso de alcanzarlos, tenga alguna
energía para el embalaje final - intervino didáctico el vecino de la grada de arriba.

-No – terció mi viejo-. Es una lástima, pero aunque los alcancen ya están agotados…
No va a poder ganar el Gato– y luego murmuró en mi oído apurado para no perderse las
incidencias decisivas de la carrera- y ya te dije un montón de veces que Vellutato no se
parece a ése y que esa historieta es una porquería.

“El quinteto puntero recorre los últimos tramos de la recta opuesta… a ver la distancia
que los separa del Tano Vellutato y de Carlos Álvarez … a ver … a ver…. – calculaba
Gandulla a viva voz- cerca de sesenta metros, sesenta metros… pocos si los
comparamos con los metros que ya han descontado, pero una inmensidad a esta altura
para la extenuante gesta del Gato sostenido con la humildad de los grandes por el Tano
Vellutatoooo…”. Vamos Gato carajo gritaban hasta los curiosos domingueros que
habían estado paseando por el Rosedal y llegaban atraídos por la energía rugiente de
aquellas gradas para presenciar una competencia ciclística por primera vez. El bosque
de Palermo se había detenido y semejaba una acuarela borrosa, no se movía ni una hoja
de las enormes tipas que bordeaban la pista, toda la vida en derredor se redujo a la
briosa plenitud de los pedalistas y al griterío de los espectadores.

“No quiero que exageremos la expectativas… estos dos ciclistas ya nos han regalado un
espectáculo irrepetible derrochando el corazón. No les exijamos nada más… - ganaba
en elocuencia Gandulla- …todos pedaleamos en nuestra imaginación con ellos,
respiramos agitados con ellos, sufrimos los calambres musculares con ellos, todos
anhelamos que den caza al lote de vanguardia antes del embalaje final… Y si no lo
consiguen, amigos queridos del ciclismo, serán igualmente campeones en nuestros
corazones… ya se lo han ganado”.

Es verdad – dijo el vecino de al lado -, ya no importa el resultado, estos dos muchachos


son unos verdaderos campeones.

En eso usted tiene razón – concedió mi viejo.

Mi asombro era tan grande que llegué a pensar que una fuerza exterior al Gato y al
petiso de los Dalton, inexplicable y justiciera, impulsaba aquella voluntad
inquebrantable del platense y la enjundia solidaria del corredor de Villa Crespo. Una
fuerza que incluso trascendía sus pedaleadas, sus bicicletas, la pista asfáltica, la
elocuencia del relator, las copas de los árboles y hasta el celeste del cielo que se filtraba
por el follaje. Aquella mañana de mi niñez, fugazmente, estuve predispuesto a ser
creyente.

“Nunca jamás me ha tocado relatar una carrera con semejante suspenso, amigos… el
Tano y el Gato continúan acortando la distancia en la recta del Planetariooo… ahora
están a veinticinco míseros metros del quinteto de vanguardia… querida gente, querido
público, los que amamos este deporte maravilloso nos merecemos que Carlos Álvarez y
José Luis Vellutato alcancen a los hombres de punta y sean partícipes de la definición
de esta competencia inolvidable…”. El quinteto de vanguardia tomó la recta principal
con el petiso de los Dalton y el Gato Álvarez persiguiéndolos a apenas quince metros.
Ahora los dos titanes venían parados sobre los pedales forzando la marcha más allá de
las posibilidades de cualquier mortal. “Los alcanzan… los alcanzan … vamos
muchachos que los tienen … perdón queridos amigos por perder la objetividad
periodística, pero ustedes sabrán entender… los tienen … los tienen … ahí vienen, acá
están… ¡hazaña, hazaña!... vamos Gato, vamos Tano” – se desgañitaba Gandulla casi
sin aire.

A apenas un tris de pasar frente al palco para completar el penúltimo giro de la carrera,
el petiso de los Dalton y el Gato Álvarez habían dado caza al lote puntero. Siete
ciclistas, ya no cinco, estaban entrando en la última vuelta aturdidos por la exaltación
del público que superaba cualquier antecedente en el ciclismo. El repique estentóreo de
la campana subrayó el dramatismo que depararía el último kilómetro de carrera. Medio
centenar de espectadores se habían apeado de la tribuna para alentar al pedalista
platense a la vera del circuito, una decena de ellos directamente invadió la pista para
correr a su lado un trecho al grito reiterado de vamos Gato carajo. “Suena la campana…
última vuelta… última vuelta … increíble amigos…. - tronaba desaforada la voz de
Gandulla-, seis pedalistas luchan por los laureles de la victoria, pero uno de ellos
pedalea por ascender a una cumbre de gloria deportiva jamás escalada en este templo
del ciclismo argentino, señoras y señoreeeees…”.

Los siete fugados jadeaban como presidiarios que huyen perseguidos por una jauría, los
siete buscaban el oxígeno insuficiente con la boca abierta, pero el Gato, además, en cada
exhalación lanzaba un grito de dolor, un quejido profundo que parecía provenir de su
abdomen. Haedo, Merlos, Corzio, Matos y De Luca todavía regulaban las pedaleadas
con la respiración. El Gato Álvarez ya no gestionaba su esfuerzo, mientras salía de la
recta principal por última vez en el sexto lugar de esa hilera incierta y a la rueda de
Coquito Corzio, pedaleaba instintivamente por el derecho a ganar como quien lucha por
sobrevivir a un mal acuciante. El Petiso de los Dalton, exhausto, cerraba la marcha en el
séptimo lugar y comenzaba a perder terreno con un rictus de satisfacción por la
descollante tarea cumplida al servicio del principal sprinter de su equipo.

“Es humanamente imposible que al muchacho de La Plata le queden piernas y pulmones


para imponerse a formidables velocistas como el Lechón Merlos y Pucheto Haedo,
amigos, pero hoy ya se han roto todos los pronósticos… y el Gato sigue pedaleando,
señoras y señores…- gritaba con perpleja admiración Gandulla.
Veinte segundos después todos los espectadores teníamos el pescuezo ladeado hacia la
derecha siguiendo al lote puntero y de no ser por el nuevo repicar de la campana no
hubiéramos ni notado el paso del pelotón que completaba su giro 99. En aquel
momento culminante de la carrera mi viejo de repente ensayó un parlamento de
simpatía para con los olvidados ciclistas del pelotón dirigido a quien quisiera escucharlo
en las gradas.

-Pobres muchachos… entrenan todos los días después de laburar, se gastan en la


bicicleta la mitad del sueldo, madrugaron hoy soñando con hacer una gran carrera y
nosotros no les damos ni la hora – se despachó extemporáneamente con aire reflexivo.

-Qué dice don…? – fue la única respuesta que cosechó del vecino joven del escalón de
abajo.

-No… nada – se resignó mi viejo.

“Herido y magullado el inmenso Gato Álvarez está peleando heroicamente la carreraaa


– vociferaba Gandulla - … los seis hombres de punta toman la curva de ingreso en la
recta opuesta vigilándose entre sí. Allá veo, amigos, las casacas rojas del equipo
Rodados Mingolo, del Lechón Merlos chupado a la rueda del Indio Matos… casi a la
par marchan las casacas verdes de Legnano con el Ruso De Luca tirando delante de
Haedo… apenas por detrás las casacas blancas de Coquito Corzio y el Gato Álvarez. Se
está jugando al truco, señoras y señoreees, nadie quiere mostrar tempranamente las
cartas, nadie quiere forzar la marcha a destiempo para no regalar la aceleración de
succión a sus rivales.”

En tanto los punteros recorrían por última vez la recta opuesta se armó un corrillo
alrededor del vecino de la grada de arriba, que para entonces se había granjeado el
respeto de los espectadores más cercanos por sus comentarios de entendido. Mi viejo no
se dio vuelta ni arrimó su cabeza pero disimuladamente paró la oreja.

-La carrera se decide entre Pucheto Haedo y el Lechón Merlos, si el Gato no estuviera
fusilado sería el tercer candidato. Matos trabaja para Merlos, el Ruso para Haedo y
Coquito para el Gato. La clave va a ser quién le toma la rueda a quién en los últimos
cien metros.

-¿Qué pasa si ni Haedo ni Merlos pueden tomarse la rueda?- preguntó el vecino joven
de la grada de abajo.

- Dependerá entonces a qué distancia de la meta aceleran a fondo. Si el embalaje arranca


en la curva de ingreso a la recta tendrá ventaja Pucheto que es más liviano, si recién
tiran el resto en los últimos ciento cincuenta metros sería extraño que se le escape la
carrera al Lechón.

-Disculpe, si el Gato se prende a la rueda de Pucheto o del Lechón, ¿podría ganar?-


preguntó otro espectador representando el anhelo de todos.
-Y difícil… está muy debilitado… qué se yo – se sinceró el entendido.

-Qué dijo el señor? – le pregunté a mi viejo.

-No sé, es muy arrogante.

“Entran los punteros en la recta corta del Planetario… los tres equipos juegan su
estrategia en tándem. El Indio Matos marcha sobre el peralte interno de la pista seguido
del Lechón Merlos; un metro por detrás sobre el borde externo pedalean el Ruso De
Luca y Juan Carlos Haedo. Y el Gatoooo… el coloso de La Plata ha tomado el centro
de la pista a la rueda de Coquito Corziooooo… se mantienen las duplas casi a la par,
queridos amigos del ciclismooooo… crece la expectativa en Palermo… se define la
carrera en los próximos treinta y cinco segundooooos…”. Un estallido de júbilo
subrayó la confirmación del relator de la posición expectante del Gato a la par de Juan
Carlos Haedo y del Lechón Merlos, y el vamos Gato carajo repetido a voz en cuello de
por un centenar de personas superó en estridencia los bramidos de Gandulla que
propalaban los altavoces. La definición era inminente, mi viejo me agarró la mano y en
ese contacto tenso percibí su ansiedad.

-Si no gana el Gato no importa, hijo – me dijo al oído previendo mi desilusión – lo


importante es que hizo una gran carrera.

Presentí en esos instantes finales que el Gato no ganaría. No habría justicia y nos
iríamos a casa con el sabor agridulce de una derrota hazañosa. Los pulmones del Gato
no iban ya a henchirse para insuflar la fuerza necesaria a sus piernas sanguinolentas y
amoratadas para el embalaje final. Los cuádriceps del lechón Merlos, cada cual una
columna del Partenón, o la endiablada aceleración temprana de Pucheto Haedo serían
invencibles aquel día para el Gato.

Y llegó el desenlace. Tomando la última curva de afuera hacia adentro Pucheto Haedo
se asomó por detrás del Ruso De Luca, lo superó y parado en los pedales inició la
aceleración final. Sorprendiendo a sus rivales consiguió ganar la cuerda interna al
ingresar a la recta principal apenas por delante del Indio Matos que ahora aceleraba
llevando a su rueda al Lechón Merlos, agazapado para desatar su potencia en el instante
propicio. Coquito Corzio y el Gato Álvarez tomaron la curva desde el centro hacia la
cuerda exterior cambiando un metro más de trayectoria por mayor verticalidad.

“Está quedando demasiado aislado el Gato – chilló Gandulla con un hilo de voz - …sólo
puede apalancarse en Coquito Corzio para el embalaje que ya se ha desatado”.

El sprint tan temprano de Haedo impidió al Indio Matos conseguir el ritmo suficiente
para ceder su sitio, pegado a la rueda de Pucheto, al Lechón Merlos. A ciento cincuenta
metros de la meta pude ver de frente a los pedalistas ocupando ambos peraltes de la
pista asfáltica corcoveando parados sobre sus bicicletas. El Lechón obligado a salir de la
encerrona se abrió sólo hacia el centro de la pista, apostando todo a sus piernas
portentosas para intentar alcanzar la línea de Haedo, que pedaleaba como alivianado
hacia la meta. “Cien metros finaleeees – voceó ya disfónico Gandulla - parece que
Pucheto se corta hacia la victoria… Merlos no se rindeee….”.

Esa maniobra desesperada del marplatense Merlos permitió al Gato tomar una nueva
vida. Apareció como un fantasma desde atrás de Coquito Corzio y corriéndose desde el
borde derecho hacia al medio de la calzada logró capturar la rueda trasera del Lechón
Merlos. “Cincuenta metros finales el Gato a la rueda del Lechóooooon…”. ¡Vamos
Gato carajo!, resonó como grito de guerra la tribuna. El Gato Álvarez pegó un golpe de
manubrio y a treinta metros del final empardó la línea del Lechón Merlos. Pasaron los
tres frente a las gradas como una exhalación. Sólo tuve ojos para el Gato, para su rostro
sufriente, sus ojos ardientes y su pedaleo furibundo. A apenas diez metros de la meta,
corriendo por la cuerda interna, Haedo llevaba la delantera por media bicicleta. La
aceleración del Gato parecía de otro mundo. Se me cortó el aliento, apreté fuerte la
mano de mi viejo y el me apretó aún más.

Un segundo después, al cruzar la línea de llegada en aquel domingo soleado, Carlos


Álvarez había ganado la carrera más extraordinaria de su vida, aventajando por un
cuarto de rueda a Juan Carlos Haedo. “Ganó… ganóooooo el Gatooooooo… ganooooó
el Gato Álvareeeeeez … victoria milagrosaaaaaaaa, victoria apoteóticaaaaa…”-
enronqueció Gandulla. Mi viejo me soltó la mano y lanzó un puñetazo al aire,
enseguida se abrazó con el vecino de al lado y yo con el tipo más joven de la grada de
abajo.

Entonces pude ver cruzar la meta al Petiso de los Dalton, con una sonrisa de felicidad
que alargaba su cara triangular debajo de los bigotes. Mucha gente corrió tras la
bicicleta del Gato que se detuvo en la curva de la policía montada, en el mismo sitio que
apenas quince minutos antes había sufrido aquella terrible rodada. Lo trajeron en andas,
se sacó el cabezal y lo soltó sin fuerzas siquiera para sostenerlo. Le alcanzaron la
caramañola de agua, tomó apenas un sorbo, la vació sobre su cabeza y también la soltó.
Saludaba casi con timidez levantando una sola mano. Todavía sangraba del codo y la
rodilla derecha. “Aquí llega el Gato… les contaremos a nuestros hijos de tu hazaña de
hoy… y ellos se la narrarán a sus nietos, Gato querido…- clamaba Gandulla lloroso.

-¿Viste que ganó el Gato, pá? Te lo dije apenas se levantó de la caída – reivindiqué
radiante de alegría.

-No, hijo. La pegaste de casualidad. Además, si no fuera por Vellutato…

Mientras discutíamos vimos al Petiso de los Dalton apearse de su bicicleta, abrirse paso
trabajosamente entre la multitud hasta quedar cara a cara con el Gato y fundirse ambos
en un largo abrazo. Luego el ganador fue llevado en medio del tumulto de vítores y
palmadas hasta el palco central para la premiación. Vellutato quedó solo y llevó la
bicicleta hasta el área de asistencia de su equipo.

-Ya ves, la gente siempre corre detrás del exitoso – lamentó mi viejo.

-Pobre petiso de los Dalton – acoté para jorobar un poco.


-Basta con eso hijo – y esta vez fue más explícito- a Lucky Luke lo pintan como un
sheriff bueno pero le dispara a todos los morochos con bigotes, ¿entendés Ariel? Es una
porquería esa historieta.

A fines del ´69 nos mudamos más lejos y mi viejo no me llevó más los domingos a
Palermo. Se acabaron para nosotros las carreras de bicicletas del viejo KDT y no volví a
ver correr al Gato Álvarez, al Petiso de los Dalton ni a ninguno de ellos. Seguí leyendo
Lucky Luke de prestado en casa de un amigo, y quizás para afirmar mi autoestima pasé
a identificar para siempre a Vellutato, aquél ciclista pequeño, simpático y bigotudo
como el petiso de los Dalton. Dos años después, cuando cursaba primer año de
secundaria, supe que el Gato Álvarez en los Panamericanos de Cali había obtenido la
medalla de plata en persecución individual cayendo en la final frente al gran pedalista
colombiano Cochise Rodríguez. Cierta vez durante mi adolescencia vi un corto
animado francés en el que un ciclista de antaño era secuestrado mientras corría el Tour.
Tenía un aire al petiso de los Dalton y entonces, aunque ya había olvidado su apellido,
reforcé su recuerdo aupado a la bicicleta con los bigotazos partiendo el rostro triangular.
Y después nada más.

Pasaron las décadas. Hace unos años, como muchos adultos, decidí volver a andar en
bicicleta. Le pedí a mi hijo mayor su bici arrumbada en la baulera. Me dijo que la
hiciera revisar para que la pusieran a punto y le hice caso. Uno suele entrar prevenido a
un taller de autos, pero no a una bicicletería. Entré despreocupadamente a la que estaba
más cerca de casa.

-Buenas tardes, qué tal… vengo a dejarle esta bicicleta para …. – quedé perplejo- …
para que la revise – alcancé a balbucear.

Era él. La misma cara triangular, los mismos bigotes ahora grises. Era el petiso de los
Dalton.

-Macanudo –respondió -, podés venir a retirarla mañana.

Me repuse y busqué febrilmente en mi memoria su apellido sin resultado. No tenía pies


ni cabeza decirle vos sos el petiso de los Dalton.

- Usted corría carreras de ciclismo en el viejo KDT, yo le he visto ganar un par de veces
– solté sin tutearlo, como si aún fuera el niño que lo veía correr cuarenta y cinco años
atrás. Se le nublaron los ojos y su sonrisa partió nuevamente su cara triangular.

-Mirá… - enseñó el antebrazo- me hacés poner la piel de gallina. Quise estrecharle la


mano torpemente pero él me dio un ligero abrazo, suficiente para que yo pudiera leer a
sus espaldas el texto de un diploma olímpico colgado en la pared: José Luis Vellutato,
mecánico oficial de la Selección Argentina de Ciclismo.
-El Tano Vellutato de Villa Crespo… – le dije remedando a aquel locutor de las
carreras- te recordé siempre, a vos y al Gato Álvarez.

-El Gato…- musitó. Buscó una caja, la abrió y empezó a desplegar una decena de
fotografías de antaño.

-Acá está - dije exultante. Mi memoria no había hecho trampas. La foto mostraba a
Vellutato, el petiso de los Dalton, surcando la pista de Palermo llevando a la rastra a un
ensangrentado Gato Álvarez.

El martes pasado pinché la rueda delantera de mi bicicleta y como siempre en el último


lustro recurrí a los oficios de Vellutato. Mientras él emparchaba la pinchadura le
pregunté los nombres y apodos de varios ciclistas de entonces, del relator de las carreras
y las dimensiones que tenía del viejo circuito KDT. Nos sacamos una selfie y volví
presuroso a casa para empezar a escribir esta historia.

En realidad había pensado escribirla hace dos años, sentado al borde de la cama de
hospital en la que yacía mi viejo en las últimas semanas de su vida. Para que
transcurrieran las angustiantes horas de mi turno junto a papá doliente y quejumbroso le
ponía tangos en el celular y se lo acercaba al oído, o evocaba momentos compartidos de
mi niñez.

-Pá, ¿te acordás cuando me llevabas a las carreras de bicicletas en el KDT?

-No – respondió terminante. Ya no se podía saber si la repuesta provenía de su “no”


fácil de siempre o del olvido destructor del alzheimer.

-¿Te acordás del Gato Álvarez, pá? – le pregunté al minuto.

-Ah… -por un segundo sus ojos reflejaron el pasado- , sí, el Gato Álvarez, me acuerdo
que íbamos a verlo los domingos al KDT.

-Sí pá, qué bueno que te acuerdes, el circuito de los bosques de Palermo…

-No me acuerdo de ése…

-Pá, ¿te acordás de aquel otro ciclista que se llamaba Vellutato?

-No

-Era uno muy bajito de bigotes, pá.

Sonrió desconcertado, hacía esfuerzo por recordar, incluso, sospecho, para seguir
reconociéndome.

-Uno de bigotes, bajito – insistí –, el que una vez ayudó a ganar al Gato Álvarez….
-Ah… - respondió – ése era parecido al petiso de los Dalton.

A pesar de aquellas batallas quijotescas contra las historietas extranjeras y de la


enfermedad que degeneraba sus neuronas, mi viejo aún guardaba en un repliegue
recóndito de su memoria el apelativo con el cual cinco décadas atrás yo había
rebautizado a José Luis Vellutato.

-Sí, papi. El petiso de los Dalton – dije con la voz quebrada, y le tomé la mano
infinitamente agradecido, reconciliando mi corazón con casi todos sus “no” de nuestra
vida.-

José Luis Vellutato (viejo KDT, 1968)


Los Dalton

Bicicletería de Vellutato (Villa Crespo, 2019)

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