A La Vuelta Del Mundo
A La Vuelta Del Mundo
A La Vuelta Del Mundo
DOS
UNA MAÑANA, MARIANO halló algo en la orilla, cerca de su hogar: era una botella cerrada con un
corcho. La levantó de la arena y pensó en dejarla en el contenedor de basura donde se reciclaban
los vidrios, cuando descubrió que tenía algo en el interior. ¡Era un mensaje en la botella, arrojado al
mar desde quién sabe qué distancia!
Corrió a casa y llegó en el instante en que el abuelo barría la arena de la entrada. No era gran cosa
lo que hacía, pues el piso de su cabaña era también de arena, así que comprenderán que por más
que barriera siempre habría arena en los zapatos. Además, si barría con demasiado entusiasmo, lo
único que conseguía era abrir un hoyo. Pero Benjamín era un hombre que siempre guardaba las
apariencias y disfrutaba de causar buena impresión. “Mi casa puede ser humilde —solía decir—,
pero está limpia”. Tenia colgados en las paredes algunos refranes que solía utilizar, como "Ayudar a
los malos es como sembrar en la arena", "Arena que no has de barrer, déjala correr" y "Unas de cal,
otras de arena".
—¡Abuelo! —gritó Mariano—. Mira lo hallé. Es un mensaje en una botella.
—Mariano, te he dicho mil veces que te limpies la arena de los pies afuera —dijo Benjamín.
—Pero si aquí hay más arena —respondió Mariano.
—Esta es arena de casa. La que traes es arena de quién sabe dónde —dijo esta vez Benjamín, y
luego tomó la botella—. Un mensaje viajando a través del mar. Es emocionante, Mariano. Recuerdo
que hace veinte años llegó a esta playa una botella similar con un mensaje adentro.
— ¿Y era esa botella de un náufrago, abuelo? ¿Era de un pirata? ¿Era de una sirena? —preguntó
Mariano muy interesado.
—Nada de eso—dijo el abuelo Benjamín―. Era de Efraín, el mendigo.
— ¿Quién es Efraín? —dijo Mariano.
—Un mendigo—respondió su abuelo—. Pensé que ya lo había dicho.
—Quiero decir, abuelo, ¿quién era ese mendigo?
—Era Efraín, Mariano —dijo el abuelo—. ¡Eres muy distraído!
Mariano respiró profundamente. Estaba acostumbrado a que su abuelo se confundiera un así que
se armó de paciencia para preguntar otra vez.
—Abuelo, ¿puedes contarme la historia de Efraín, el mendigo, y de cómo llegó su botella aquí?
—Claro, solo tenías que pedirlo —dijo Benjamín—. Efraín era un mendigo que amaba el mar. Vivía
de pedir limosna, pero eso no evitó que consiguiera nadar hasta una isla desierta y establecerse allí.
Como en realidad no sabía nadar, ató cientos de botellas cerradas y, subido en ellas, como en una
balsa, llegó a la isla. Buscó a quién pedir limosna allí, pero no tenía habitantes. Probó con pedir
limosna a las estrellas de mar y los erizos de la orilla, pero solo le arrojaban agua de mar. Así que
puso sus mensajes en todas las botellas y las echó al mar. Aún guardo el suyo. Déjame buscarlo.
—¿Qué dice, abuelo? —preguntó Mariano. —Aquí está. Déjame ver. Dice: "Una limosna, por favor".
Y más abajo: "Coloque su limosna en la botella y arrójela al mar, bien tapada.
TRES
—ABUELO —DIJO MARIANO a la mañana siguiente—, aún no hemos visto el mensaje en la botella.
—Cierto—contestó Benjamín, que dormitaba en una mecedora atascada en el piso de arena—. No
lo hemos visto.
Y se quedó dormido. Mariano lo despertó suavemente.
—Abuelo! ¡La botella! —gritó.
—¿Cuál estrella? —dijo el abuelo, despertando un poco. Luego empezó a roncar.
Mariano infló una bolsa de papel y la reventó con un golpe: sonó tan fuerte como un disparo.
— ¡Nos atacan! —dijo Benjamín, despertando muy asustado —¡Cuerpo a tierra, soldado! ¡A los
cañones!
Benjamín no había participado en ninguna guerra, pero había visto muchas películas.
—Abuelo, soy yo —dijo Mariano—. ¿Estás dormido? No quisiera interrumpir. Estoy abriendo la
botella—agregó, y sacó el papel de su interior. Lo miró una y otra vez, con cierta expresión de
sorpresa, y con decepción también. El papel solo decía: "Roma".
—Déjame ver, Mariano —dijo Benjamín y tomó el papel—. No entiendo, creo que dice: "Ramo".
¿Has visto mis lentes? Se cayeron a la arena en la mañana y luego barrí. Puede que un cangrejo se
los haya llevado: la semana pasada me robaron el reloj.
—No te preocupes, abuelo ——contestó Mariano—. No hay nada interesante en este papel.
Luego salió de casa, arrastrando un poco los pies en la arena. Llegó a la orilla de la playa y se cruzó
de brazos. El viento cálido le acariciaba los cabellos suavemente. Una gaviota voló cerca de él, y
Mariano deseó ser esa gaviota, viajar al otro lado del mar, conocer a Efraín, el mendigo. También
deseó un pan con pescado frito, porque no había desayunado. Dejándose llevar por su imaginación,
soñó que tenía alas, que volaba sobre las nubes, dejando atrás todo, conociendo los siete mares y
los cinco continentes. Empezó a mover los brazos como si fueran alas, imitando el vuelo de la
gaviota, y cerrando los ojos dio vueltas junto a la orilla, aleteando como si el viento lo llevara hacia
las alturas que solamente las aves conocen libremente.
Melina, en la distancia, lo miraba. Paseaba desde hacía un rato por la playa, contando los guijarros y
los caracoles. Sus tíos vivían cerca también, y alguna vez habían invitado a Benjamín a tomar un
café; Benjamín les llevó pescado como presente. Melina llegó hasta donde estaba Mariano sin que
él viera que se acercaba, y lo saludó.
—Hola, Mariano. ¿Qué haces?
Mariano se tropezó en medio de su aleteo, y cayó de cara sobre la arena. Luego se levantó con el
rostro enrojecido como el de un camarón, y miró hacia el cielo como distraído.
—Hola, Melina. Estaba practicando karate. ¿Conoces el ataque de la gaviota? —dijo Mariano, y
simuló dar unos golpes de karate en el aire, pero tuvo la mala suerte de pegarse a sí mismo en el
rostro. Entonces, enrojeció al nivel rojo tomate.
—Te ves muy guapo haciendo karate —dijo Melina, y Mariano pasó del rojo tomate al morado uva
—. Yo solo paseaba. Me gusta cómo se ve el mar temprano en la mañana. Me hace sentir feliz de
estar aquí. —Yo prefiero el sol del atardecer, cuando se pierde en el mar a la distancia —respondió
Mariano, cuyo rostro paulatinamente recuperaba un color de ser humano—. Me hace desear seguir
al sol, embarcarme en la lancha del abuelo y convertirme en navegante.
—A mí también me gustaría viajar muy lejos alguna vez ——dijo Melina—. De repente un día. si te
parece bien...
—Navegante! —interrumpió Mariano—
Suena muy bien, ¿no te parece? ¡Mariano, el navegante!
—Suena muy bien—dijo Melina—. Te decía tal vez...
— ¡Claro que sí! —interrumpió, otra vez, Mariano. Hoy encontramos un mensaje en una botella que
arrojó el mar. Decía solamente "Roma". No sé lo que signifique. Cuando sea un navegante, escribiré
largas historias y las pondré en botellas que llegarán a todos los hombres. ¡Me conocerán en todo el
mundo! —concluyó, colocando los brazos en jarra, a la manera de un héroe admirado.
—Mariano, Roma es una ciudad de Italia —dijo Melina.
—Este... ¿Y? —respondió Mariano, dejando caer los brazos y la expresión de héroe para volver a ser
el niño pescador que no conoce nadie.
—Que tu mensaje decía eso: "Roma". ¿Es posible que haya llegado de Italia? Hay muchos océanos
entre aquí y allá —agregó Melina.
Mariano miró hacia el horizonte, imaginando que en una lejana ciudad había un verdadero
navegante que le había enviado, a través de las corrientes y los vientos en el mar, un mensaje que
era solamente para él. Una invitación secreta y personal, el tipo de cosas que se entrega a un
compañero.
—Tengo que ir a Roma y devolver esta botella, Melina—dijo Mariano.
—Tienes que desayunar, Mariano.
—Tengo que irme, Melina.
Un cangrejo salió de un agujero en la arena. Mariano lo miró y el cangrejo extendió su tenaza hacia
el mar, como diciendo: "¡Anda!", aunque en realidad lo que hacía era estirar la tenaza por un
calambre. Algunos cangrejos sufren de calambres por y, desesperados por el dolor, caminan de
adelante hacia atrás, pensando: "Calambre! ¡Calambre!".
—Es posible que la nota que hallaste quiera decir otra cosa—dijo Melina.
—Es posible que dome una ballena —respondió él.
—Mariano, puedes viajar con el corazón también —dijo Melina, mientras dibujaba en la arena con
un caracol que había encontrado por allí. No necesitas irte para...
——¡Es cierto, Melina! —dijo Mariano—. No te preocupes. Viajaré con el corazón, pero también con
la cabeza, agua, galletas y barras de mantequilla. Además, llevaré una caña de pescar. Viajaría con
un televisor, pero no hay enchufes en el mar. Y ya sé cómo lo harén —añadió, mientras los ojos le
brillaban de la emoción, y de un lagrimeo porque el sol le daba de lleno.
—Puede ser que esa botella no haya sido para ti...—empezó a decir Melina, pero ya Mariano corría
a casa de su abuelo a darle la noticia. Ella lo contempló mientras se alejaba.
CUATRO
— ¡ABUELO, DESPIERTA! —gritó Mariano al entrar a la cabaña.
—Estoy en la cocina —respondió Benjamín―. Adivina qué estoy preparando.
— ¿Pollo al horno? —preguntó Mariano.
—No, pescado —dijo Benjamín.
—Quiero ir a Italia, abuelo. Haré una balsa como Efraín, el mendigo, y me iré. Navegaré día y noche,
huyendo de las tormentas y las medusas. Tendré que pescar y ahorrar agua. Si hallo piratas, me
haré su amigo; si hallo una sirena, me casaré con ella.
—Tienes que abrigarte —dijo Benjamín—. Hice una salsa de pescado. Dame tu opinión.
—Abuelo, parece ser que no me oyes. Voy a irme...—dijo Mariano.
Luego su abuelo le acercó una cuchara de madera a la boca para probar la salsa. "En verdad, es
deliciosa", pensó él.
—Claro que te oí, Mariano. ¡No soy un viejo sordo! Tienes que llevar mapas. Tengo cientos de ellos
——dijo el abuelo, pero su voz se quebraba un poco, como sucede cuando alguien hace un esfuerzo
para no llorar—. Y bronceador. Y...
— ¿Estás bien, abuelo? —preguntó Mariano.
—Claro que estoy bien! —replicó Benjamín—. Es nada más un resfrío que me persigue. Pero yo soy
más rápido.
—Mañana me iré—dijo el niño, y se acercó a Benjamín para abrazarlo—. Prometo ir y volver de
inmediato. Roma está aquí nomás, a la vuelta del mundo.
—Prométeme que volverás, niño viajero —dijo el abuelo.
—Lo prometo —dijo Mariano.
Y así empezaron los viajes de Mariano, el navegante.
CINCO
CON EL AMANECER, LA SILUETA de un muchacho de piel color canela se perfilaba contra el mar.
Mariano había construido su balsa atando botellas de plástico, forrando todo con bolsas de
compras, y pintando incluso un nombre en el piso de la balsa, como hacen los marineros que
bautizan a sus barcos. Su balsa se llamaba "Roma".
El día anterior, Mariano se había despedido de Melina a la hora del atardecer. Le prometió volver,
aunque en el momento que lo dijo imaginaba solamente las costas de Italia, cerca de las cuales un
barco velero lo esperaba, con un capitán barbado y nostálgico a quien entregar la botella y decirle:
"La encontré al otro lado del mundo y vine a devolvérsela".
Durante la noche, había revisado los mapas y no entendió nada. Se dijo que lo mejor era partir y
esperar que la corriente lo llevara de vuelta por el mismo camino que trajo la botella.
Antes del mediodía, se dispuso a irse. Melina lo observaba a lo lejos y, cuando él volteó a verla,
ambos levantaron las manos en una despedida. Benjamín le dio un par de consejos más antes de
ayudarlo a empujar la balsa hacia el mar.
—Cuando estés en Italia, no te olvides de probar los tallarines con pescado. Los italianos son los
mejores en el mundo en esto de los tallarines.
—Lo haré, abuelo —contestó Mariano.
—Cuando veas a la distancia una tormenta, aléjate todo lo que puedas. Podría caerte un rayo y tus
mapas se van a mojar—explicó Benjamín.
—Lo haré, abuelo —prometió su nieto.
—Y si te dan ganas de volver, hazlo. Siempre habrá un plato de pescado para ti —finalizó Benjamín.
"Lo haré, abuelo", pensó Mariano, pero no lo dijo. Luego se abrazaron en la orilla. El muchacho miró
a Melina, a lo lejos, e hizo un último adiós con la mano. Una ola rompió muy cerca de la orilla y
revolcó a un cangrejo que quedó atontado y, caminando sin saber adónde iba, se subió a la balsa.
Mariano le pidió cortésmente que bajara.
—Amigo cangrejo, lo mejor es que te quedes aquí. No sé qué destino tendrá mi viaje.
Pero el cangrejo seguía aturdido y, encima de eso, le dio un calambre terrible que le hizo estirar la
tenaza, apuntando sin querer hacia el mar.
—Amigo cangrejo: eres un valiente. ¿Estás seguro de que quieres viajar conmigo? Nos espera el
magnífico y poderoso océano y aventuras sin igual. También tormentas y tiburones. ¿Vamos?
El miedo hizo que el cangrejo sufriera otro calambre en la tenaza que tenía sana, así que la estiró
igualmente hacia el mar.
—Estás muy decidido, mi amigo. Quisiera saber tu nombre, pero como solo estirarás las tenazas, te
pondré uno. ¿Te gustaría llamarte Rododendro? —sugirió Mariano.
El cangrejo sintió un terrible disgusto y todo su cuerpo se puso tenso y rígido.
—Eso es un sí —dijo Mariano, y se terminó de despedir y saltó al agua con la balsa y una vela
improvisada sobre ella.
Mientras se alejaban, el cangrejo recuperó el movimiento. Se habían retirado bastante de la orilla, y
al cangrejo le iba a tomar un buen rato retornar por sí solo. Desesperado, empezó a agitar las
tenazas para llamar la atención.
—Veo que te despides con entusiasmo, Rodo. Yo también lo haré—dijo Mariano, y empezó a mover
los brazos y las manos a manera de saludo. Un pelícano miró con extrañeza al muchacho, y se
preguntaba por qué un niño se movía como si fuera un cangrejo desesperado por retornar a un sitio
del que lo habían sacado.
Mariano se ayudaba con un remo por momentos, pero la mayor parte del tiempo se dejaba llevar
por la corriente. Sobre la balsa, una pequeña carpa le serviría para dormir. Al final de la tarde, se
recostó en la balsa y durmió. Soñó con países de nombres impronunciables, gentes de costumbres
extraordinarias, ballenas gigantescas. El cangrejo soñó que se sacaba la lotería y manejaba un auto
de carreras.
Los sueños son así, locos.
A la mañana siguiente, un chorro de agua despertaría a nuestros dos viajeros, y verían algo que les
iba a quitar el aliento.
SEIS
FUE UN SONIDO ESTRUENDOSO: como si de golpe un gran peso cayera sobre el agua y salpicara
todo alrededor. Mariano abrió los ojos de inmediato, y el cangrejo se puso en posición de alerta, es
decir, levantó las tenazas en el aire como un peluquero listo para cortar el cabello. Les había caído
un gran chorro de agua a los dos, y aún no sabían de dónde podía venir. Entonces Mariano miró a
un costado y descubrió un gigante animal marino que pasaba por debajo de ellos. Era una ballena
azul.
La ballena había arrojado el chorro de agua que los despertó, y ahora daba vueltas cerca de la balsa,
con esa figura amenazante y terrible, pero a la vez magnífica. Se trataba del animal más grande
sobre la Tierra. Y Mariano, que había leído acerca de cómo domar ballenas, pensó que era un golpe
de suerte.
— ¡Rodo! ¡Persigamos a la ballena! —dijo Mariano al cangrejo.
Rododendro no solamente se puso rígido, sino que sus tenazas se enredaron de miedo. Más que un
cangrejo, parecía un pulpo que se abrazaba a sí mismo.
—Es fácil, pequeño cobarde —comentó Mariano—. Solamente tenemos que atrapar su cola. Al
saber que la hemos tomado, la ballena sentirá que tenemos el control, y la haremos ir por donde
queramos.
El cangrejo movió la cabeza para indicar que deseaba saber cómo estaba seguro Mariano de lo que
decía.
—Qué bueno que estés de acuerdo. Mira, la ballena se acerca otra vez. Tomaremos la cola en el
momento que te indique y haremos que nos lleve a nuestro destino. ¡Ahora, Rododendro, hazlo! —
dijo Mariano, y cogió la cola de la ballena, que de repente sintió que alguien la había atrapado y
tenía el control.
Esas reacciones no son tan inesperadas en las ballenas, pero algunas de ellas son malhumoradas, así
que si se cruzan en el camino de alguna les sugiero volar hacia la orilla. Apenas Mariano hubo
logrado su objetivo, el cangrejo tomó también la cola, con sus pinzas. Eso no le gustó en absoluto a
la ballena, que dio un coletazo feroz en el agua y luego, con toda la fuerza del animal más grande
sobre la Tierra, golpeó la balsa de nuestros aventureros, lanzándola por los cielos, mientras Mariano
gritaba y Rododendro estaba tieso como una piedra.
Durante el tiempo que estuvieron en el aire, Mariano buscó los mapas para saber en qué dirección
más o menos iban volando, pues le habían comentado alguna vez que era muy importante saber
dónde se aterriza. Se los pidió a gritos al cangrejo, quien en su apuro terminó cortando todos los
mapas con sus tenazas y convirtiéndolos en papel picado. Pero Mariano no tuvo tiempo de
regañarlo, pues finalmente se estrellaron sobre algo que parecía un techo de paja, en algún lugar
del mundo. No lo sabían, pero estaban en Volquín: la isla que tenía los volcanes más pequeños de la
Tierra.
SIETE
VOLQUÍN ERA UNA ISLA COMÚN, o más o menos. Estaba ubicada sobre el mar, como todas las islas.
pero había un perpetuo remolino de viento a la izquierda y otro a la derecha de la isla. Los
habitantes de Volquín demoraban demasiado en cocinar, pues cada vez que encendían un fósforo
con la mano derecha, el remolino de la izquierda lo apagaba. Y si lo hacían con la mano izquierda, lo
apagaba el de la derecha.
Era complicado saber cuántos fósforos gastaban al día, pero también tenían una hermosa y única
geografía, llena de cascadas enanas, palmeras enanas y docenas de volcanes enanos, del tamaño de
un niño pequeño. Solían tomarse fotos con sus volcanes, y cuando las publicaban en internet solía
haber confusión por el tamaño de los volcanes, pues parecía que era gente gigante la que andaba
por allí.
— ¿Quién ha roto mi techo? —preguntó airado un hombrecillo.
—Rodo, el señor pregunta por su techo —dijo Mariano, algo avergonzado.
—¿Tú eres el dueño de esa nave voladora, pequeño? —dijo el hombrecillo a Mariano.
—Yo mismo la hice—contestó él, orgulloso. El hombrecillo corrió a contarles a sus vecinos que una
nave voladora había caído sobre su techo, y al cabo de un rato todos estaban contemplando a
nuestros viajeros, que descendían con cuidado de la balsa. Ambos se estrellaron en el piso.
—Podemos arreglar su techo, señor —dijo Mariano—. Somos hábiles con las manos —miró a
Rododendro y este se petrificó―. Soy hábil yo, mejor dicho. Puedo arreglar cualquier cosa.
Los hombrecillos de Volquín se maravillaron. No venía nadie a la isla, pese a todas las fotos que
dejaban en internet, y mucho menos llegaban desde el aire en una balsa que parecía hecha para
navegar, no para volar. Además, este recién llegado decía que podía arreglar cualquier cosa.
— ¡Que arregle los fósforos! —propuso uno. —¡Que arregle los remolinos! —añadió otro.
—¡Que arregle la isla! —comentó una señora.
—¡Que se arregle el cabello! —dijo una voz de mujer, imponiéndose sobre todas las demás.
Los habitantes que estaban allí saludaron con respeto a la reina de la isla, que se acercaba
acompañada de un séquito colorido, vestida con un abrigo que semejaba el color de la lava.
—Amigo volador: déjame brindarte la bienvenida a nuestra isla. Soy la reina Alejandra. Pensé que
debías arreglar tu cabello, pues te veo muy despeinado. Perdona nuestra descortesía, no estás
obligado a reparar nada además del techo que destruyeron.
—Es un gran placer conocerla, majestad. Mi nombre es Mariano —dijo el muchacho, y trató de
inclinarse respetuosamente, pero casi se cae. Rododendro, en cambio, hizo una exquisita
reverencia, y todos pensaron que era un cangrejo que tal vez se la pasaba saludando reinas y reyes
y, por lo tanto, tenía experiencia.
—Si me lo permiten, les puedo hacer un breve recorrido por la isla —declaró la reina Alejandra y
empezó a caminar con pasos pequeños y veloces.
Mariano y Rododendro la siguieron por un sendero bordeado de volcancitos. Era agradable a la
vista, aunque algo caluroso. El viento era fuerte a causa de los remolinos de aire. La reina, con
orgullo, les mostró sus fuentes color plata, los árboles que se quedaban enanos, las rocas de
colores. Ellos mostraron sus galletas y algo de pescado seco que había traído Mariano. Fueron
invitados a almorzar, pero les explicaron que la comida estaría lista en cinco horas.
—Se toman su tiempo para cocinar —dijo Mariano—, pero no tenemos apuro. Podemos esperar.
—Es el problema de la isla —dijo la reina―. Nadie puede encender un fósforo sin que estos vientos
le hagan pesado el trabajo a cualquiera. Cocinar es aquí una tarea difícil.
—Me encantaría poder ayudar —indicó Mariano—. ¿Cuántos habitantes hay en la isla, majestad?
—Hay doscientas personas aquí —le respondió ella.
—¿Y cuántos volcanes enanos tienen, mi estimada señora? —consultó Mariano.
—Hay doscientos cincuenta, más o menos. Incluso Rododendro, que andaba distraído mirando a
una pequeña cangreja más allá, entendió lo que iba a sugerir Mariano.
—Su majestad —explicó Mariano—, lo pueden hacer es colocar sus ollas sobre cada uno de los
volcanes. Son como un pequeño horno y estoy seguro de que la lava dejará un agradable sabor a
parrilla.
La reina se levantó de un salto y corrió a traer una especie de trompeta hecha de huesos de
pescado. Con ella hizo un sonido semejante al de un globo que se desinfla, y de inmediato todos los
habitantes corrieron a su llamado.
—¡Amigos! —dijo, este muchacho que destruye techos ha tenido una brillante idea. Y explicó lo que
había sugerido Mariano. Todos aplaudieron y corrieron a sus cocinas. En unos minutos, prepararon
todo tipo de comidas y decidieron organizar una rápida fiesta para los invitados; no en vano habían
resuelto un problema muy antiguo de la isla. Algunos de esos platos se han hecho famosos y la isla
tiene ahora una gastronomía muy diversa; es célebre su "pollo a la lava", así como el postre
"chocolate caliente", y su famosa "sopa de lava", que en realidad es una sopa de apio.
La reina Alejandra felicitó a los dos compañeros y celebraron hasta la noche en torno a una fogata
alimentada por volcancitos.
Al día siguiente, Mariano les dijo que estaban en camino a Roma, en Italia. Ellos le dijeron que
solamente conocían los remolinos de la izquierda y la derecha, y lamentaron no poder retribuir
mejor su ayuda.
—Pero haremos algo por ustedes. Les hemos construido una balsa de madera. Está repleta de
provisiones. Es más resistente que su balsa de botellas de plástico y ninguna ballena podrá
arrojarlos tan fácilmente por los cielos. Además, hay espacio para cubrirse del sol. Y es
biodegradable —dijo pomposamente la reina.
Rododendro no sabía lo que aquello significaba, pero Mariano explicó que eso quería decir que era
bueno para el medioambiente.
—También hemos subido a la balsa dos pequeños volcanes, del tamaño de una tortuga, que
siempre estarán encendidos para que nos recuerden. Y, a partir de ahora, ustedes son ciudadanos
ilustres de Volquín. Considérense volquinenses. ¡Sigan su viaje, y buena suerte! —se despidió la
reina.
Mariano agradeció y Rododendro relajó sus tenazas, como hacía cada vez que estaba contento.
Luego subieron a la sólida balsa de madera e iniciaron su viaje. Iban rumbo a lo desconocido, con el
corazón puesto en el horizonte.
OCHO
—RODO—DIJO MARIANO, ¿cuántos días hemos navegado ya?
El cangrejo golpeó veinte veces la tenaza contra la balsa. No habían tropezado con otra ballena y el
mar estaba calmo desde que salieran de Volquín, donde los despidieron agitando pañuelos.
En la balsa habían grabado "Roma" con una piedra sobre la madera. Mariano disfrutaba de un "coco
a la lava" que le habían dejado, y el cangrejo se entretenía contando las nubes y hallando formas en
el cielo. Miraba y, a cada momento, le parecía que una nube tenía una silueta definida; por ejemplo,
le pareció que cierta nube tenía el contorno de una pequeña cangrejita, otra nube era más bien
como un barco de velas, la de más allá tenía forma de castillo. Entonces, girando un poco el cuerpo
hacia la izquierda, le pareció ver una nube que resultaba ser muy semejante a un globo aerostático.
La nube volaba girando, al parecer sin control, y si uno esforzaba mucho la vista, se podía ver algo
como un hombre en el globo, tratando de controlarlo. Rododendro cruzó las tenazas por encima de
la cabeza, muy relajado, pensando que tenía una gran imaginación, cuando la nube, de repente,
resultó no ser una nube, sino un globo aerostático de verdad, terminó cayendo sobre la balsa, con
gran sorpresa por parte de los aventureros.
—Rododendro, ¡cuidado! —gritó Mariano, cuando aterrizó el globo sobre ellos.
En efecto, el cangrejo apenas tuvo tiempo de esquivar con un salto la caída de la cesta del globo, en
la que iba un hombre, y no una nube con forma de hombre. Una vez que se repusieron del susto, se
acercaron a saludar al recién llegado.
—Agua... Por favor... Un poco de agua... ―le oyeron decir.
Mariano le dijo al cangrejo que le diera de inmediato lo que pedía el hombre desfalleciente.
Rododendro abrió la tenaza y, sacándola de la balsa, logró lanzar agua de mar al rostro del agotado
personaje.
—Este... Quise decir, agua que se pueda beber—corrigió el hombre, y esta vez fue Mariano quien le
arrojó al rostro agua dulce que le habían dado en Volquín.
—Quisiera poder beber el agua, no recibirla en la cara—dijo, cansadamente, el hombre.
—Hombre, avise —dijo Mariano, y le sirvió un vaso de agua de cocos de isla.
El hombre llevaba un sombrero marrón y barba de algunos días; tenía una chaqueta marrón y su
piel estaba enrojecida por el sol. Mariano le ofreció un lugar para reposar bajo la sombra y se
presentó. El hombre también dijo su nombre, justo antes de caer dormido.
—Me llamo Silver —anunció, y lo venció el sueño.
Mariano y el cangrejo acomodaron el globo, que estaba algo desinflado, sobre la balsa, de manera
que no se cayera al mar.
Se preguntaban sobre el posible origen de Silver, quien había aparecido en medio del océano, en un
globo que seguramente llevaba varios días dando vueltas, y tejieron toda clase de teorías sobre su
identidad. El cangrejo pensaba que era un ángel que se había caído de algún lado, en cuyo caso era
mejor tenerlo cerca, como un ángel de la guarda. Mariano creía que tal vez el sol les hacía alucinar
que existía, pero en realidad era todo producto de su imaginación, y el globo que parecían ver y los
ronquidos del hombre que parecían escuchar eran simplemente fantasía.
Al cabo de unas horas, Silver se despertó dando un grito:
—¡El tesoro de mi tío! —dijo. Mariano se sobresaltó, y por tener algo con qué responder, dijo:
—¡Los calcetines de mi abuelo!
El cangrejo no hablaba, pero golpeó sus tenazas varias veces para no quedarse atrás. Luego Silver se
incorporó y sacó de entre sus ropas un telescopio, con el que observó el mar, hacia el sur.
—¿De dónde provienes, Silver? —interrogó Mariano.
—De un lugar llamado San Francisco ―respondió él.
—¿Estás lejos de tu hogar? —preguntó esta vez Mariano.
—No puedo estar más lejos de mi hogar que aquí, en medio del océano —dijo Silver, y guardó el
telescopio. Inmediatamente desdobló un papel, y se lo enseñó a Mariano y al cangrejo.
—Es aquí a donde busco llegar —explicó, señalando un punto en el mapa—. Mi tío me dejó esto
antes de morir. Es un mapa del tesoro.
—¿Un mapa del tesoro? —preguntó Mariano, abriendo mucho los ojos e imaginando historias de
piratas y tesoros escondidos.
—Cerca de aquí, en algún lugar que no podemos ver aún, existe una formación rocosa. Solo es
visible cuando baja la marea, y en ella hay una pequeña cueva, marcada con una "Y" sobre la
entrada, bajo un dibujo de un gatito que se lame la pata, cerca de una roca tallada con forma de
corazón -explicó Silver.
Cuéntanos de tu tío, Silver—pidió el muchacho—. ¿Era un pirata? ¿Ocultaba su tesoro de otros
piratas? ¿Olía a pirata? ¿Tenía una pata de palo pirata? ¿Llevaba un loro pirata parlanchín sobre el
hombro? —preguntó emocionado Mariano, a punto de aplaudir, mientras el cangrejo batía sus
tenazas contra la balsa, muy interesado también.
—Mi tío era escritor —dijo Silver, y la emoción se fue al agua—. Es ridículo pensar en piratas. Él
pensó en algo más lógico y normal, como guardar las joyas que heredó de sus ancestros en una
formación rocosa inaccesible, que solo se ve con la marea baja, en la que hay una
cueva, y...
—Una "Y" y un gatito y un corazón —interrumpió Mariano—. Pensé que sería un pirata. ¿Por qué la
marcó con una "Y"?
—Porque todo el mundo buscaría la "X", pero nadie pensaría en la "Y". Era un truco para despistar.
-¿Y por qué talló una piedra con forma de corazón? -insistió Mariano.
—Era muy sentimental-dijo Silver.
—¿Y el dibujo del gatito? -agregó Mariano. -Yo qué sé. Le gustaban los gatos-contestó
Silver, encogiéndose de hombros. Eso es lo de menos. Lo que importa es que volé en globo por días
y días, buscando ese lugar, y no lo hallé. Si me ayudan a encontrarlo, repartiremos el tesoro —
prometió.
—Silver, ¡cuenta con nosotros! —exclamó Mariano. Si deseas, luego puedes ir con nosotros a Roma,
a devolver una botella.
—No te prometo que iré —respondió Silver—, pero si tenemos suerte, te daré mi telescopio.
Y así sellaron el pacto, y se convirtieron en cazadores de tesoros.
NUEVE
TREINTA DÍAS DESPUÉS, nuestros viajeros empezaban a pensar que no era tan emocionante eso de
buscar tesoros que no se encuentran.
Silver era el más entusiasta al principio, pero su trabajo consistía en dormir y comer galletas la
mayor parte del tiempo, hasta que de repente se levantaba gritando: "¡El tesoro de mi tío!”, y
entonces tomaba el telescopio y miraba a todos lados, para luego mirar hacia lo alto y cruzarse de
brazos como un capitán de barco. A veces incluso tomaba en sus manos un imaginario timón, y
hacía como que manejaba la balsa, y entonces Mariano y Rododendro se miraban como diciéndose:
"Está loco, no le hagas caso", y luego aparentaban que todo iba bien, e incluso fingían que tenían en
las manos un telescopio y miraban a lo lejos.
A la derecha, solo se veía el océano.
A la izquierda, solo el océano se veía.
Hacia delante, océano.
Hacia atrás... exacto, sí. Solamente el océano hasta donde alcanzaba la vista, ondulado y terso, azul
maravilloso bajo el sol, a veces algunos peces asomándose a la orilla, curioseando acerca de los
extraños que miraban a todos lados como si estuvieran perdidos.
Otros treinta días pasaron, indolentes, bajo el sol, y entonces se acabaron las galletas.
Mariano tenía una caña de pescar, y empezó a usarla para conseguir alimento. Tenían agua para
mucho tiempo aún, y el cangrejo era un hábil cocinero.
Usaban uno de los pequeños volcanes que tenían a bordo como cocina y él estaba acostumbrado a
comer pescado. Silver solía decir: "Qué bueno sería preparar cebiche hoy", pero el cangrejo decía
que, no moviendo la tenaza, pues no había limón.
—Tampoco hay cebolla —decía Mariano—. Silver, tal vez debemos dejar de buscar. Deseamos
ayudarte, pero esto se vuelve muy aburrido.
—Lo entiendo, muchacho —dijo él—. Esto es para cazadores de tesoros de verdad, como yo.
Hagamos algo: allá, a lo lejos, veo algo parecido a unas rocas que sobresalen. Acerquémonos,
amarraremos la balsa a una de las rocas y discutiremos nuestra situación.
—Estoy de acuerdo, Silver—dijo Mariano—. Vamos hacia allá.
El cangrejo no podía creer lo que oía. ¿Unas rocas sobresaliendo en medio del mar? ¿No era eso lo
que andaban buscando? Se encaramó lo más que pudo sobre unas cajas, y esforzando la vista
alcanzó a ver, a medida que se acercaban, una pequeña cueva en una de las rocas, bajo el dibujo de
un gatito que se lamía la pata. Desesperado por comunicar su hallazgo, empezó a golpetear la balsa
con las tenazas locamente.
—¿Qué le pasa? —preguntó Silver.
—Es algo que a veces le da. No sé bien qué quiere decir—dijo Mariano.
—Creo que es un calambre —aventuró Silver—. Sé cómo ayudarlo, querido amigo —dijo, y con un
pequeño balde tomó agua de mar y se la arrojó al cangrejo. El cangrejo se enfadó e hizo una
expresión de molestia, pero nadie se daría cuenta de cuál es la expresión de molestia de un
cangrejo, pues solamente tienen una expresión toda su vida. Incluso entre ellos es un misterio, pues
sus rostros no demuestran emociones. Por esa misma razón son excelentes jugadores de póquer,
que es un juego de cartas donde no deben adivinarse las emociones de uno.
—Seguramente quiere preparar cebiche —intuyó Silver. El cangrejo hizo un gran NO moviendo sus
tenazas.
—Ahora está haciendo ejercicios -dijo Silver, mientras ya llegaban a las rocas que surgían desde el
fondo del mar, solamente mientras la marea estaba baja-. Este parece un buen lugar para atar la
balsa.
Silver sacó de la cesta del globo una cuerda, que ató a la balsa, y con el otro extremo enlazó una
roca que tenía forma de corazón. El cangrejo señaló con sus tenazas la roca, y se movía con gran
agitación, lo que hizo que los otros dos tripulantes miraran en la dirección que les indicaba.
—Ya entendí —dijo Silver—, el cangrejito está pidiéndome que ate bien la cuerda. No te preocupes,
está bien atada ya. Esa roca tiene una forma curiosa, ¿no crees, Mariano?
—Tiene una forma extraña, compañero ―respondió Mariano—. Debe de ser una maravilla de la
naturaleza.
El cangrejo se agitaba tanto que parecía convulsionar.
—Tranquilo, pequeño cangrejo —lo calmó Silver—. Ya pasará el calambre. Déjame ayudarte—dijo, y
volvió a echar un baldazo de agua de mar sobre Rododendro.
Nuestro cangrejo pareció darse por vencido y dejó caer las tenazas, mirando hacia el cielo como
cuando ustedes piensan: "¿Por qué Dios mío? y luego fue a buscar algo de pescado para comer en
la cacerola que había dejado sobre el volcán-cocina.
-Su problema era el hambre -dijo Mariano-. Bueno, Silver, como te decía, hemos navegado por
semanas y no hallamos esas rocas con una cueva marcada en la entrada con una "Y", que...
—Tiene el gatito y la roca de corazón —interrumpió Silver—. La roca en forma de corazón... ¡La roca
en forma de corazón! ¿No te parece, querido amigo, que la roca donde atamos ahora la balsa tiene
forma de corazón?
—Ahora que la miro, sí, tiene forma de corazón, Silver—dijo, extrañado, el muchacho. —¿Sabes lo
que significa? —preguntó, conmocionado, Silver.
—¿Que la naturaleza es muy sentimental? —preguntó Mariano, rascándose la nariz.
El cangrejo hacía como que no escuchaba nada, y almorzaba tranquilamente su pescado frito.
—¡Significa que hemos llegado! ¡Es aquí! ―gritó, y saltaron abrazados sobre la balsa, cantando: ¡El
—te—so—ro! ¡El—te—so—ro!
Rododendro se limpiaba los dientes con la tenaza, pues no habían embarcado servilletas. —¡La
cueva!…
—No te preocupes por eso —comentó Mariano—. Entremos a la cueva.
Los dos aventureros saltaron de roca en roca hasta la cueva, y entraron. La cueva estaba húmeda,
naturalmente, pues gran parte del tiempo estaba sumergida. Silver estornudó, y su estornudo se
convirtió en un gran eco en la cueva, que resonó hacia fuera como si la cueva entera estornudara.
Rododendro se daba aire con unas algas que había recogido del mar.
Se oyó un grito de alegría en la cueva.
—Hurra! ¡El cofre del tesoro! —dijeron los dos a la vez. Atorado entre dos rocas, habían hallado un
cofre de madera antigua, cerrado con un candado herrumbroso.
—No podremos abrirlo —dijo Mariano—. No tenemos la llave.
—Sí podremos —dijo Silver, y se sacó del cuello un collar que colgaba una llave—. Esto me lo dejó
mi tío, junto con el mapa —añadió, y se acercó a abrir el cofre. Mariano se emocionó y, por alguna
razón, pensó en Melina. “Ojalá ella estuviera aquí”, pensó él, y entonces Silver abrió el cofre.
—No puedo creerlo —dijo Silver, emocionado. Dentro del cofre había un paquete dentro de una
bolsa. Cuando la abrió, encontró recuerdos de su infancia, fotos antiguas, juguetes que había
olvidado. Un collar de plata de su abuela. Y una carta de su tío que decía:
Silver sonrió, y recordó con nostalgia a su tío. Mariano le dijo que era un tesoro maravilloso, y
recordó esta vez al abuelo Benjamín.
Cuando salieron de la cueva, el cangrejo estaba roncando. Mariano lo despertó, y le dijo que era
hora de irse. Silver le agradeció haberlo ayudado.
—Prometí compartir mi tesoro —dijo Silver—. Esto es para ti.
Mariano recibió el collar de plata.
—Algún día se lo entregarás a alguien que quieras —dijo Silver—. Te dejaré mi telescopio como
recuerdo. Es hora de arreglar el globo. Tiene un agujero y no sé cómo remendarlo.
El cangrejo agitó las tenazas otra vez, y antes de que le preguntaran lo que hacía, cortó un mechón
del largo cabello de Silver, usó una espina de pescado como aguja, y empezó a coser el agujero del
globo, con el cabello como fino hilo. En pocos minutos estuvo arreglado, y Silver le dijo que era un
honor haber conocido a un cangrejo tan hábil, aunque no hubiera cocinado cebiche. —Es que no
había limón —dijo Mariano.
Luego, empezaron a soplar fuertemente para inflar el globo. Primero lo hizo Silver, y sopló tanto que
se puso colorado. A continuación, Mariano sopló tanto que se puso colorado. Después lo intentó el
cangrejo y, como era colorado por naturaleza, se puso negro de tanto soplar. En menos de una hora
el globo estaba inflado y el viento empezaba a elevarlo, así que Silver subió a la cesta y se dispuso a
partir.
—A partir de ahora, ustedes también son mi familia. Considérense unos Silver —dijo, y entonces el
viento sopló con violencia y el globo ascendió, mientras se despedían agitando manos y tenazas. En
pocos minutos el globo estaba tan lejos como las nubes y un momento más tarde desapareció en el
horizonte.
Después, Mariano pensó que le agradaba considerarse un Silver. Y un volquinense. Decidió que
tenía que continuar su camino, y liberó la cuerda que seguía atada a la roca. La corriente empezó a
guiar otra vez la balsa, y la marea subía росо а росо, ocultando las rocas de nuevo.
Mientras se alejaba la balsa y el mar empezaba suavemente a inquietarse, las rocas desaparecieron
también de su vista, como un sueño que luego nos costará recordar y Mariano apretó en su mano el
collar de plata, pensando en la persona a quien podría regalárselo más adelante.
DIEZ
ENTONCES EMPEZÓ LA TORMENTA.
Mariano percibió el cambio en el viento, y el lejano sonido de truenos. Pronto empezó a llover con
fuerza, y casi no se escuchaba lo que le decía al cangrejo, mientras se preparaban para la
tempestad.
—¡Rododendro, guarda la cocina! —gritaba Mariano, y el cangrejo entendía: "¡Cierra la cortina!", lo
que era muy confuso para él.
—¡Rododendro, guarda las velas! ——decía Mariano, y el cangrejo entendía: "¡Trae la canela!", así
que se desconcertó y se puso rígido como solía pasar cuando se atemorizaba, con la tenaza
izquierda apuntando al cielo.
—¡Ya vi el cielo, cangrejo holgazán! ¡Ayúdame a atar las provisiones! ¡Trae la soga! —gritaba
Mariano, pero el cangrejo oyó: "¡Alguien se ahoga!", y no pudo recordar quién además de ellos
estaba en la balsa, así que se enredó terriblemente y mordió la balsa para no caer: las olas eran
grandes y feroces, y la tormenta estaba en todo su esplendor...
Un remolino de viento se formaba cerca de ellos y Mariano se ató a los maderos, justo en el
momento en que el remolino se hizo poderoso sobre sus cabezas y los elevó por los aires, muy
cerca de las nubes. Mariano tuvo tiempo para pensar que no debían existir muchos navegantes
como él, que eran llevados una y otra vez a las nubes desde el mar.
Pudo pensarlo y distraerse así mientras el remolino los arrastraba, pero Rododendro estaba
aterrorizado, y se había enmarañado tanto que no parecía en absoluto un cangrejo.
Luego, por un instante, subieron más allá de las nubes, hasta donde no había tormenta; allí el sol
brillaba y un arcoíris aparecía sobre el horizonte. Un avión pasaba en ese momento, y Mariano y
Rododendro saludaron sonriendo a los pasajeros que los miraban desde las ventanillas, extrañados
de ver una balsa en el cielo y a un cangrejo saludar.
Después, la balsa empezó a caer y caer, hasta que, asustados por la velocidad, ambos cerraron los
ojos, y con un suave ¡paf! tocaron por fin el suelo. No lo sabían aún, pero habían llegado a la Isla de
las Flores.
ONCE
EL CANGREJO ESPERABA que la caída fuera terrible, pero cuando levantó la cabeza y relajó las
tenazas, descubrió que habían aterrizado sobre un prado multicolor repleto de flores. Las flores
eran esponjosas y tupidas, como el algodón, lo cual suavizó su caída. Mariano pensó que en
realidad tenían suerte: "Al menos no caímos sobre un tejado esta vez", se dijo, y echaron a caminar
esperando encontrar a alguien.
Al cabo de un largo camino, el paisaje se hacía más colorido aún: a lo lejos se divisaban montañas
de colores, y pudieron ver un gran lago lleno de flores acuáticas enormes. En algunas de ellas había
pequeñas casas construidas encima, adornadas con flores de todo tipo, de aromas suaves y sutiles.
A lo lejos, vieron que se asomaban a los balcones pequeños habitantes de cortas piernas y brazos
rechonchos, que caminaban graciosamente como pequeños ositos. Mariano pensó que a su abuelo
le gustaría tener uno así en casa, pero no era conveniente robarse a un habitante de una isla
desconocida, así que lo olvidó.
Un grupo de ellos se acercó al camino y los saludó alegremente. Les preguntaron de dónde venían y
adónde iban.
—Venimos del mar —dijo Mariano—. Luego iremos a Roma.
Ninguno de los hombrecitos de la isla sabía lo que era eso, pero se alegraron y les pareció muy
bien.
—Caímos de un remolino, nos hemos quedado sin provisiones —dijo Mariano.
Los hombrecitos de la isla se alegraron y les pareció muy bien.
—No sabemos en realidad dónde estamos —agregó Mariano—. Es un hermoso lugar, pero
debemos marcharnos pronto.
Los hombrecitos de la isla... eso mismo.
Mariano se dio cuenta de que ninguno de ellos parecía preocuparse mucho. "Parece ven felices o
atontados por el aroma de las flores” pensó, pero era muy descortés decirlo.
—Seguramente te parecerá que vivimos atontados por el aroma de las flores —dijo una señorita
que lleva un hermoso vestido florido—Me llamo Flora. Esa pequeña que gatea por allí es mi
hermana Fauna. Nuestro padre es Florero. Somos la familia Pérez—contó, y Mariano la saludó con
amabilidad.
—Me llamo Mariano, y desearía saber dónde estamos —dijo él.
—Estás en la Isla de las Flores. Supongo que puedes ver por qué la llamamos así —dijo ella,
abriendo los regordetes brazos para indicar que toda su isla era como una flor.
—Puedo ver y oler por qué—bromeó Mariano. El cangrejo olía una flor tras otra, y con cada flor se
sentía más feliz que antes.
—Esa que ves allá, a tu izquierda, es la montaña Lila. La que está llena de lilas—comentó Flora.
—La montaña Lila, llena de lilas —dijo Mariano.
—A tu espalda está la montaña Rosa. Los rosales la cubren totalmente.
—La montaña Rosa, llena de rosas—reflexionó Mariano.
—Ese gran pico al fondo es la montaña Azucena.
—Llena de azucenas —cortó Mariano.
—¿Cómo lo sabías? Apuesto a que has estado allí dijo Flora.
—Adiviné—bromeó Mariano—. Y esa montaña de allá, llena de margaritas, ¿cómo podrá llamarse?
—Se llama Yoknapatawpha—dijo Flora, y Mariano sacudió la cabeza sorprendiéndose. —¿Qué
cosa? —dijo.
—Yoknapatawpha —repitió Flora—. Hace muchos años, un viajero vivió allí y decidió darle ese
nombre. No adivinarías el nombre tenía que antes que él la ocupara.
—¿Cuál era? —preguntó, intrigado, Mariano. —Montaña Margarita —dijo Flora, y siguieron
caminando.
Rododendro seguía oliendo flores, y casi sentía que flotaba. Se tropezó con un árbol blando, y
rebotó blandamente contra un blando piso. Luego se oyó su risa blanda.
—Mi padre puede ayudarte con las provisiones—dijo Flora—. Te subiremos flores a la balsa, si
puedes repararla.
—¿Para qué quisiera flores? Me gustaría llevar algo de comida —solicitó Mariano.
—Aquí solo comemos flores —dijo Flora—.
Fauna, no comas flores del piso. Perdónala, es una bebé. Fauna, recuerda que debes comer flores
en el plato.
—¿Y por qué no comen pescado? Están rodeados de mar—interrogó Mariano, que veía muy
aburrido alimentarse de flores.
—No nos gusta el pescado crudo—dijo ella. —Pues hagan pescado frito—recomendó él. —No sé
qué significa eso—dijo Flora, mirándolo con extrañeza.
—Pues pones el pescado al fuego, en una sartén, y listo. ¡Magia! Pescado frito —dijo, alegre,
Mariano.
—No sé qué significa esa palabra: fuego —contestó ella, y Mariano se sorprendió.
—Ya sabes, el fuego, lo que usas para cocinar... lo que nos da calor... lo que se inicia golpeando dos
piedras que den chispa —dijo Mariano.
—Comemos flores. El sol nos da calor y en la noche nos tapamos con flores. Las piedras son blandas
en esta isla.
"No conocen el fuego", se dijo Mariano. "Por eso comen flores solamente”
—Rododendro, tengo una idea. ¿Dónde estás?
—preguntó Mariano, y vio al cangrejo saltando sobre las flores, con las tenazas como desmayadas,
los ojos mirando al vacío, una sonrisa tonta fija en el rostro.
—¡Rododendro! —gritó esta vez, y el cangrejo despertó un poco. Se golpeó el rostro con las tenazas
para espabilarse y miró a su alrededor pensando: “¿Qué hacemos aquí?".
—Hazme un favor, pequeño amigo —dijo Mariano—. Ayúdame a traer uno de los volcanes.
El cangrejo y Mariano lo cargaron con cuidado, pues estaba caliente, y lo llevaron a la orilla del mar.
Pescaron dos o tres peces, y ante la sorpresa de los hombrecitos que los siguieron hasta la playa,
Mariano los cocinó sobre el volcán, logrando que al rato un olor delicioso se desprendiera de ellos,
invitando a probarlos.
Esto atrajo la atención de más hombrecitos, y luego llegó el señor Florero, el padre de Flora, quien
se maravilló del uso del volcán, algo que nunca habían visto antes. Probó el pescado frito y su sabor
de comida recién hecha lo maravilló. —Les dejaré este volcán —ofreció Mariano―. Tengo otro más
en la balsa. O en lo que queda de ella.
—Eres muy generoso, visitante—dijo Florero—. Cenemos esta noche en mi casa.
En la noche cenaron alegremente y Rododendro probó un licor de flores, que lo embriagó a la
primera gota. Se durmió sobre la mesa, y tuvieron que levantar su rostro del plato de la cena
(habían creado el plato "pescado a la flor" y todo el mundo lo alababa). Florero dio unas
indicaciones y un grupo de vecinos corto una enorme flor acuática y se dedicaron a fabricar una
lancha lo bastante grande para que Mariano viajara cómodo en su travesía.
—tu visita nos ha traído alegrías —dijo Florero—. Tengo un regalo para ti. Es una flor perpetua.
—Gracias —dijo Mariano—. La pondremos en agua para que dure.
—No es necesario—dijo Florero—. Esta flor se llama perpetua por una razón. No se marchitará
jamás. Siempre tendrá esta apariencia, una flor natural que mantiene su frescura. Si la sacudes
cerca de la tierra, arrojará semillas que pronto echarán raíces y harán crecer todo tipo de árboles
frutales.
—Gracias—dijo Mariano—. La cuidaré bien.
—Siempre serán bienvenidos, si deciden volver. Hemos decidido que ustedes sean considerados
huéspedes ilustres de la Isla de las Flores —culminó Florero.
Al día siguiente, Mariano y Rododendro se despidieron de los habitantes de la isla, de quienes
recibieron guirnaldas de flores. El cangrejo no recordaba gran cosa del día anterior, excepto que
estuvo muy alegre y era como si tuviera arcoíris danzando en sus ojos. La barca que les habían
fabricado era fuerte y flotaba muy bien, pues estaba hecha de la corteza de una flor acuática. Con
tinta de flores estaba escrito, cerca de la proa, “Roma”. Después de los últimos adioses, se hicieron a
la mar. Sobre el agua quedaron pétalos de mil tipos de flores.
DOCE
EL CANGREJO DESCUBRIÓ que, esta vez, la lancha tenía un timón de verdad, y una vela grande que
los impulsaba más rápido. Colocó el volcán que les quedaba cerca de la borda, para que no oliera a
pescado frito adentro, y puso la flor perpetua en agua de todas maneras, aunque no podía
marchitarse.
Durante los primeros días, sintieron que avanzaban a gran velocidad, siempre hallando mar a un
lado y a otro, a todo lo que daba la vista. De vez en cuando aparecía un pequeño islote deshabitado,
y se detenían para explorarlo. Algunas aves se acercaban a ellos viendo las gaviotas, Mariano
recordaba su deseo de ser una de ellas y cruzar el mar volando. Una que otra vez empezaba a
mover los brazos como aleteando, pero entonces el cangrejo lo miraba como quien mira a un loco, y
volvía a ponerse firme.
“Sea como fuere —pensaba—, he navegado y he volado por los aires, como las gaviotas. Eso es algo
que no cualquiera vive”.
El cangrejo había traído grandes pétalos de la isla, con la idea de fabricar un paracaídas para
cualquier eventualidad. Disfrutaba navegar, y se pasaba las horas colgado del timón como un trapo,
cocinando, pescando o fabricando pequeños instrumentos con los espinazos de los pescados que
almorzaban: hizo peines, pequeños instrumentos musicales, repisas espinazos e incluso una artística
escultura de un cangrejo, qué sin embargo nadie más que ellos podrían apreciar. A veces almorzaba
encubierta, las gaviotas y pelícanos bajaban en picada y se robaban la comida, pues era un gran
cocinero y siempre qué eso pasaba aparecen los ladrones de comida, como esos parientes que
llegan a visitar a la familia siempre a la hora del almuerzo, porque saben que el ama de casa cocina
muy rico.
Los días pasaban uno tras otro y luego las semanas y los meses. Cierta noche de Luna contemplaron
el viaje de cientos de medusas que iluminaban el mar bajo su bote, en camino hacia otros mares,
con el suave rumor de las personas (o medusas) que viajan en grupo contándose chismes y
comentando cosas acerca del clima y lo frío que estaba el mar.
Otra vez, fueron testigos de la batalla de dos pulpos que disputaban un islote. "Tal vez desean una
casa de playa", comentó Mariano. El cangrejo pensó que peleaban porque eran pulpos guerreros, y
estaba en juego el honor.
Otras tardes, era solamente la calma.
Pero suele suceder que esta calma no es duradera en ninguna parte, y mucho menos en el mar.
Una tarde, nuestros aventureros despertaron alarmados por un fuerte rugido, como si una gran
catarata estuviera muy cerca. Al salir a cubierta descubrieron dos cosas: la primera, que el cangrejo
había dejado restos de la cena al aire libre y grandes aves se repartían las sobras; y la segunda, un
gran remolino agua en el mar, al que se acercaban cada vez con más velocidad.
Mariano tomo él timón y condujo hacia la dirección opuesta. Rododendro, solo por si acaso, se puso
el paracaídas que había fabricado. Los cangrejos suelen ser muy previsores, por lo que viven
muchos años, y también suelen decir: “A veces hay que retroceder para volver a avanzar”
El remolino era fuerte, y Mariano pensó que, si los atrapaba, no tendría modo de evitar que se
hundiera el bote. Colocó en una bolsa la flor perpetua, el telescopio, la botella y el collar de plata, la
ató a su cuerpo. Consideró tendría que nadar con mucha fuerza si caían en el remolino, y le dijo al
cangrejo que se mantuviera agarrado de él, pues no deseaba perder a su amigo. El cangrejo estaba
muy tranquilo, friendo los pescados más grandes, y Mariano no entendía por qué.
—¡Ey, Rodo! Harías bien en ayudarme a salir de esto, el remolino nos va a tragar —decía Mariano.
Tal vez debas atarte a mí, yo nadaré y luego veremos cómo buscamos alguna orilla o islote. ¡Deja ya
de cocinar!
Pero el cangrejo echaba algunos pétalos aromáticos al pescado y hacía gestos de un gran chef que
prepara la cena más elegante del mundo. Luego agrego unas cuantas algas molidas, el secreto del
sabor de un pescado frito sobre cualquier volcán, y decidió que ya estaba listo. La embarcación
estaba muy cerca del remolino, y ya empezaba a dar una vuelta alrededor, por más que Mariano
quisiera guiarla hacia el otro lado.
—¡Cangrejo sordo! Estamos a punto de hundirnos —gritaba Mariano—. ¿Adónde vas con esos
pescados? ¿Te has vuelto loco? ¿Piensas comer mientras nos hundimos?
El cangrejo colocó el volcán en la bolsa de Mariano, y después tomó los pescados más grandes, y los
arrojó sobre cubierta. Luego contó con las tenazas: uno, dos... Bueno, solo tenía dos tenazas, así
que tenía que repetir la cuenta. Uno, dos, uno, dos, uno... Y entonces una bandada de pelícanos,
majestuosos y hambrientos, se lanzaron sobre los pescados que Rododendro había aderezado
especialmente. Mariano entendió su plan, y mientras las aves comían el pescado, ató una cuerda a
las patas de varias de ellas. Rododendro miraba cruzado de tenazas la escena, como alguien que
sabía que iba a pasar y nada le afecta.
El barco empezó a dar vueltas cada vez más rápidas, y las aves se asustaron, echando a volar.
Mariano tomó al cangrejo, que seguía cruzado de tenazas, con expresión de suficiencia, y cogió la
cuerda que los pelícanos arrastraron, llevándolos por los aires, desde donde pudieron ver cómo la
embarcación era tragada y hecha mil pedazos por el famoso remolino Tragalotodo, que se
encuentra en la región Ninguna parte del Mar Quién Sabe Dónde, que aparece en todos los mapas.
¿No me creen? Pues búsquenlo, navegantes: y si lo encuentran, no será mi culpa. Mientras era
arrastrado por los pelícanos, Mariano pensaba:
"Cuando dije que me gustaría ser una gaviota, no era esto lo que pensaba", y de repente la cuerda
empezó a deshilacharse. Los pelícanos se acercaban a una isla de gran tamaño, que parecía estar
desierta y repleta de rocas filosas. Pronto estuvieron encima de ella, y el muchacho consideró que
no era el mejor momento para que la cuerda rompiera.
Entonces, se rompió la cuerda.
Los dos caían, y Mariano le dijo al cangrejo que hiciera algo, pues tenía el paracaídas. Rododendro
seguía cruzado de tenazas, y de pronto miró hacia abajo: el pánico llegó de repente y se puso tieso
como un tronco, mientras Mariano trataba de abrir el paracaídas a manotazos.
—¡Reacciona, Rodo! ¡Nos estrellamos! —exclamó Mariano, y el paracaídas se abrió en ese instante,
salvándolos de caer sobre una roca de color rojizo.
Apenas tocaron el suelo, el cangrejo se relajó e hizo un pequeño movimiento con las tenazas para
explicar que todo estaba bien. Mariano sintió que el mar era menos peligroso que el aire, y luego
miró en rededor: solamente se veía un desierto sin vida lleno de rocas. Por allí corría una lagartija.
TRECE
NO SABÍAN DÓNDE ESTABAN, para variar. Solamente veían piedras y más piedras, y supusieron que
nadie podría vivir allí. Si hubieran podido mirar tranquilamente hacia abajo cuando estaban en el
aire, hubieran descubierto que la isla tenía forma de lagartija. Pero cuando uno está ocupado
sobreviviendo, no se fija en los detalles.
El camino era seco y pesado, y pronto tuvieron sed. Llegaron a un caserío, donde algunos niños
corrían pateando un hueso como pelota de fútbol. Se detuvieron cuando apareció Mariano, y
corrieron a esconderse en casas que parecían carpas puntiagudas, como las viviendas de los indios
del Lejano Oeste. Después de una pequeña agitación, salieron de las carpas hombres altos y muy
bronceados, con lanzas en las manos. Mariano se asustó y dijo que venían en paz. El cangrejo...
Bueno, sabemos lo que le sucede cuando tiene miedo.
Los hombres le preguntaron a Mariano de dónde venía.
—Vengo del cielo, en realidad—dijo.
Los otros hablaron entre sí en voz muy baja, y luego se arrodillaron e hicieron una reverencia,
pensando que era un ángel. Mariano explicó que no era nada de eso, y que solo deseaba saber
dónde estaba y cómo continuar su viaje.
—Estás en nuestra isla. Y, para continuar tu viaje, supongo que puedes volar al cielo otra vez —dijo
uno de ellos.
—No soy un ave, solo soy una persona como ustedes, que cayó de las patas de unos pelícanos —
explicó Mariano, mientras el cangrejo dejaba poco a poco su parálisis de miedo.
—No sabía que los pelícanos comían personas —dijo otro—. Tenemos que cuidarnos.
—No nos querían comer —dijo Mariano—.
Quisiera saber, por favor, si tiene agua; mi amigo y yo nos secamos.
—Faltaba más —dijo otro, sintiendo que no había ya motivo para preocuparse —. Vengan por aquí,
los llevaré al manantial Tial.
—¿Manantial Tial? —dijo Mariano
—Manantial Tial—dijo el hombre—. Así se llama. Viene desde el lago Ago.
—El manantial Tial viene desde el lago Ago —repitió, sonriente, Mariano.
—Sí. Y desemboca cerca de la cueva Eva. Vamos allá —dijo, muy serio, y empezó a caminar. —
¿Cómo se llama esta isla, amigo? —quiso saber el muchacho.
—Isla Lagartija ——contestó el hombre—. Mi nombre es Achú.
—¡Salud! —dijo Mariano, tratando de ser educado, pues pensaba que el otro había estornudado.
—¿Salud por qué? Dije que mi nombre es Achú continuó el hombre.
—Quise decir que se le ve de buena salud ―trató de disimular Mariano.
—Eso es por nuestra comida llena de proteínas—dijo Achú, y llegaron al manantial. El cangrejo y
Mariano bebieron, y se sintieron mucho mejor, pues era un manantial muy agradable, aunque no
estaba lo bastante frío.
—Quisiéramos saber dónde conseguir madera. Tenemos que construir otra balsa para volver al mar
—dijo Mariano.
—Madera no hay —respondió Achú.
—Entonces, dime dónde hay árboles, para obtener madera—insistió Mariano.
—Árboles no hay—dijo Achú.
—Pero alguna solución habrá —dijo Mariano, preocupado.
—Solución no hay —dijo Achú, pero se dio cuenta de que lo dijo por decir, y se corrigió―. Bueno, la
solución puede ser que se queden a vivir aquí para siempre. No vienen muchos turistas por acá.
—¿Cuántos turistas hay ahora? —quiso saber Mariano.
—Turistas no hay —explicó Achú—. La verdad es que nunca nadie ha venido. Te doy la bienvenida a
mi hermosa isla.
Mariano miró a su alrededor: más allá del manantial solamente estaban las rocas filudas y rojizas,
un largo desierto y lagartijas moviéndose por ahí. El polvo se levantaba con el viento y se metía en
las orejas. Había un silbido en el aire, cómo si se desinflara la tierra.
— Gracias por la bienvenida a tu… hermosa isla — dijo Mariano. Nos quedaríamos para
siempre, pero queremos ir A Roma. Tenemos algo qué hacer allá — agregó, sonriendo con mucha
cortesía.
—No conozco la isla de Roma. No puede ser más hermosa que esta —dijo Achú―. Es la hora del
almuerzo. Son bienvenidos a mi hogar.
El cangrejo se alegró enormemente: tenía hambre. Estar a punto de estrellarse en las rocas abre el
apetito.
Al llegar a su casa, Achú llamó a su esposa. —¡Achá! Por favor agrega dos platos para nuestros
invitados —dijo.
—Salud! —dijo Mariano.
—¿Qué? —respondió Achú. Luego Achá salió con dos niños—. Ellos son mis hijos, Aché y Achí.
—Mucho achusto —dijo Mariano, y se corrigió—. Perdón, quise decir mucho gusto. —Siéntense en
la piedra más cómoda que encuentren. Hay lagartija para todos—dijo Achá, la esposa de Achú, y
Aché y Achí empezaron a correr alrededor de la mesa de piedra.
El cangrejo pensó: "Me pareció oír que hay lagartija para todos". Achá sirvió la comida. Se trataba
de lagartija frita. Rododendro hizo un gesto de que estaba muy lleno y le dolía el estómago, pero
nadie le entendió y le sirvieron la lagartija más grande. Mariano pensó que después de todo no era
tan malo y probó un pedazo, que resultó ser un poco duro, más o menos como masticar un madero
viejo.
—Qué rico—dijo, por cortesía, y de inmediato le sirvieron más.
—Qué bueno que te guste. Come, come, tengo un montón en la sartén —dijo Achú, feliz de ser
hospitalario y amable.
—¿Quién quiere sopa de lagartija? —preguntó Achá—. Hay lagartija en almíbar para el postre.
Mariano recordó a su abuelo, que solamente cocinaba pescado. Aquí solamente cocinaban lagartija.
—No quiero abusar —dijo Mariano—. Quisiera pasear un poco por la isla.
—Te acompaño -dijo Achú.
En el camino, Mariano preguntó qué otros deliciosos platillos se cocinaban por allí, además de la
sabrosa lagartija.
—Otros platillos no hay—dijo Achú, a quien le gustaba decir: "No hay", al parecer.
—Qué rico—dijo Mariano—. Pero en la isla debe de haber algún árbol o planta comestible.
—Plantas no hay —contestó Achú.
—Yo puedo ayudarte —dijo Mariano—. Así podrán hacer otros exquisitos platos de lagartijas.
Buscó en su bolsa la flor perpetua y la sacudió cerca de la tierra. Unas semillas cayeron, echaron
raíces, y de ellas empezaron a crecer árboles de mango, platanales, naranjos, higueras. Achú se
maravilló y corrió a contarle al resto de la aldea.
Mariano y el cangrejo siguieron andando, mientras sacudían la flor. En pocas horas tenían un tupido
y fresco bosque, lleno de todo tipo de plantas, maravillosamente verde. Cuando llegaron de la
aldea, los demás gritaron y saltaron de alegría.
—¡No hay nadie como Mariano! —aplaudía Achú.
—Ahora puedes probar otros tipos de comida -dijo el muchacho.
Los aldeanos cosecharon diferentes frutas, y cocinaron durante toda la tarde. En la noche hubo un
banquete.
—Quédense a vivir aquí ―les dijo Achú. Mariano decidió que se quedarían unas semanas a
descansar, mientras pensaban en cómo proseguir su viaje.
CATORCE
—TENEMOS UN REGALO PARA USTEDES —dijo Achú.
Varias semanas habían pasado desde que llegaran a la isla, y ahora era una verde jungla llena de
vegetación.
El cangrejo miró hacia el mar, y contempló una hermosa embarcación. En la proa del barco,
aparecían talladas en madera unas tenazas de cangrejo, lo que le gustó mucho.
—Ha llegado la hora de irnos, Rodo—dijo Mariano.
—Tengo algo que traje de nuestras minas de sal-dijo Achú. Llévenlo consigo. Se trata de un bloque
de sal de lagartija congelado. Solo colocas encima el alimento que desees, y mejorará su sabor.
El cangrejo, que apreciaba mucho un regalo de ese tipo, trató de aplaudir, pero en lugar de hacer
"clap, clap, clap", hizo "toc, toc, toc".
—Han hecho mucho por nosotros. Haremos una escultura para recordarlos. Considérense ilustres
turistas de la isla —dijo Achú, y apretó sus manos.
En la bodega del barco, los aldeanos de la Isla Lagartija habían dejado cocos, ropas de piel de
lagartija por si alguna vez llegaban a un sitio frío, y carne de lagartija seca para el viaje. Además, uno
de los niños había fabricado unos dados y una flauta de hueso de ave, y se los regaló a Mariano.
—Si tocas esta flauta, las aves te obedecerán ―le dijo.
―Gracias —dijo Mariano, recordando una vieja historia en la que un flautista hacía que las ratas lo
obedecieran al tocar. Agradeció también los dados, con los que podrían entretenerse en la soledad
del océano.
Luego se hicieron a la mar, otra vez.
El barco en el que viajaban era más rápido y estable que los anteriores, y Mariano deseó tener un
mapa, pero solamente podía guiarse por su intuición para llegar a su destino.
Decidió tomar la ruta del norte, porque sí.
El cangrejo pensaba en toda la distancia que debían haber recorrido en el mar. Mariano pescaba y le
pasaba los peces, que a veces eran de aguas calientes, otras de aguas tibias, y últimamente de
aguas frías. Luego fueron peces de aguas muy frías, y decidieron vestirse con las pieles de lagartija.
Rododendro se veía bastante gracioso con la gorra de piel de lagartija como para que Mariano se
riera siempre al verlo, mientras que el muchacho usaba una casaca verde que lo hacía parecer una
lagartija gigante. A veces tomaba la botella y leía el mensaje una y otra vez, y en ocasiones miraba
largos minutos el collar de plata que le regalara Silver.
El cangrejo había decidido aprender a bailar, y aprovechaba cada vez que Mariano tocaba la flauta
para practicar sus pasos. Era extraño bailar solo sin saber si lo hacía bien o mal, pero lo disfrutaba.
Pasaron largas semanas viajando, jugando a los dados. No había otro juego que apostar a quién
obtenía el número más alto, pero se lo tomaban en serio. Atravesaron una tormenta mientras
jugaban a los dados, y estaban tan concentrados que ni siquiera la sintieron.
Luego empezaron a ver bloques de hielo. El cangrejo insistió en acercarse para picar unos cubitos y
preparar bebidas heladas en los cocos. Al-
gunas focas marinas aparecían ahora en el mar. Mariano recordó que las focas hacían gracias en los
circos, e intentó acercarse a una para convencerla de hacer un truco, pero esta le lanzó agua de mar
a la cara.
"Tal vez estas focas no eran de circo”, pensó mientras se secaba y Rododendro se reía.
Pocos días después, avistaron tierra firme. No se trataba de una isla, sino parte del continente. La
costa era toda de hielo, y se abrigaron con todas las pieles juntas. Deseaban que, en lugar de
lagartijas, la isla que dejaron atrás hubiera estado poblada de osos, para tener pieles más gruesas,
pero igualmente no pasaban frío. Hasta que Mariano pisó un hielo frágil y cayó al agua helada.
Salió haciendo "¡Brrrrrr!" y deseó tener su volcán cerca. Estaba pensando ya en volver cuando
vieron a lo lejos una mano agitarse. El cangrejo pensó que era el monstruo de las nieves y se quedó
congelado. Bueno, estaban sobre el hielo, digamos que congelado y helado. Pero al acercarse más,
vieron que se trataba de una mujer gruesa y alta, que llevaba un enorme gorro.
—¡Hola! Ustedes deben de ser los científicos que estaba esperando -dijo la mujer.
—No somos científicos —dijo Mariano, tar
tamudeando por el agua helada—. Estamos buscando Roma.
La mujer lanzó una gran carcajada.
—Pues sí que se han perdido, joven amigo -dijo-. Y, por lo que veo, te estás convirtiendo en un
témpano. Vengan por una taza de café.
—¿Tienen café? ¿No tienen problemas de fuego aquí?
La mujer dijo que no.
—¿Y azúcar? -insistió Mariano.
La mujer dijo que tenían azúcar.
—¿Y fósforos? -volvió a preguntar.
La mujer lanzó otra carcajada y dijo que sí, que tenían fósforos.
—Ya llegamos —dijo-. Tu amigo cangrejo es de una especie desconocida. Nunca vi un cangrejo tan
verde.
Rododendro hizo una mueca de ofendido, pero, como sabemos, nadie se dio cuenta, y a nadie le
importó.
Llegaron a una extraña construcción en la nieve. Era una base científica en la que vivían científicos
que hacían cosas científicas en el Polo Norte. Rick! ¡Bernard! Estos amigos paseaban por aquí,
buscando Roma, y uno se cayó al agua. Por favor, tráiganles café-dijo la mujer―. Mi
nombre es Valentina Arnesen. He decidido vivir acá unos meses.
—¿Ah, sí? -dijo Mariano—. ¿Qué le gustó de aquí? ¿El clima?
—Ja, ja, ja, ja, ja, claro que no, el clima es terrible—dijo ella.
—Entonces, ¿la vista? —insistió Mariano. —La vista es muy aburrida. A donde miro todo es blanco
—dijo Valentina. ab—¿Y por qué ha decidido vivir unos meses aquí? Yo me he perdido, pero no veo
otro motivo para congelarse en este lugar.
—Soy científica —dijo Valentina—. No sé en qué gastar mi fortuna. Abrimos una base de
investigación aquí.
—¿Y qué investigan, si se puede saber? -preguntó Mariano.
—Bueno, buscamos aquello que aún no ha sido investigado. Rick se encarga de investigar en cuánto
tiempo el café caliente se congela en el Polo Norte. Bernard investiga si los osos polares prefieren
comer pescado o dormir. Y yo estoy investigando a los pingüinos.
—Muy interesante —dijo Mariano, aunque en realidad no le parecía interesante en absoluto—. ¿Y
qué investiga de los pingüinos?
—Investigo qué pingüino me robó la cartera. El otro día estuve caminando entre varios de ellos y
algún pillo se la llevó. Pero alguien confesará pronto, espero —dijo, muy seria.
—Muy interesante—dijo Mariano, tomando más café.
—Mi familia procede de Noruega —dijo Valentina.
—Muy interesante-repitió Mariano.
El cangrejo movió las tenazas para tratar de explicar que no hallarían nada interesante y que
debían irse.
—¿Qué le sucede a tu mascota? —dijo la mujer.
-No es mi mascota. Es mi amigo—corrigió Mariano— Tiene calambres. Debe de ser el frío, ya se le
pasará.
-Muy interesante—dijo Valentina esta vez, y repentinamente tuvo ella un calambre, pero no como
los de Rododendro, sino uno de verdad, y su brazo se puso rígido apuntando a la ventana.
—¿Quiere que mire la ventana? —preguntó Mariano, y mirando por allí vio a lo lejos a un pingüino.
Valentina no podía hablar por el calambre, pero pensaba: "No quiero que mires
a ninguna parte, solo deseo que se me pase este calambre".
―Rododendro, creo que la señora científica nos está señalando al pingüino ladrón. Tal vez lo delató
su forma sospechosa de caminar. ¡Hagamos justicia! ―dijo Mariano, y salió corriendo a buscarlo.
El cangrejo practicaba pasos de baile con música imaginaria.
Mariano persiguió al pingüino, que corría graciosamente. Comprendió que no lo alcanzaría, pues él
era aún más lento en la nieve, y tomó de su bolso la flauta de hueso de ave que le regalaron. “Un
pingüino es un ave también", pensó, y empezó a tocar. El pingüino retornó y se detuvo frente a él,
mientras sonaba la suave música haciendo eco entre los hielos. Descubrió que, bajo su corta ala,
ocultaba una cartera. Mariano la tomó y entró a la base, donde algunos colegas ayudaban a
Valentina a recuperarse del calambre de frío.
―Señora científica ―dijo el muchacho―, ¿es esta su cartera?
Valentina la revisó mientras se reía.
― ¡Esa es! Es increíble que atraparas al pingüino correcto entre tantos miles que hay por
aquí. Estoy en deuda contigo.
―Solo deseamos que nos guíen hasta nuestro barco―dijo Mariano, que consideró que no te- nía
nada que hacer en ese lugar.
―Claro, pero después de almorzar ―ofreció Valentina.
El cangrejo aplaudió con su "toc, toc, toc". Sin embargo, la comida era demasiado insípida. Sirvieron
vegetales, carne y pescado. Pero todo tenía sabor a lo mismo: a nada.
―Lo que detesto de este lugar ―dijo Valentina― es que la comida resulta sosa, hagas lo que hagas.
―No tiene por qué ser así ―anunció María-no y buscó en su bolso el bloque de sal. Colocó las
carnes encima y luego las devolvió al plato: resultaron deliciosas.
―Hijo, pagaría una fortuna por ese bloque de hielo. ¿No podrías vendérmelo? —dijo la cien- tífica.
―Se lo regalo ―ofreció Mariano generosamente―. Con su permiso, desearía que nos acompañen a
nuestro barco.
― ¡Por supuesto! ―dijo la mujer, y lanzó otra fuerte carcajada―. Yo misma los llevaré. No olvido los
gestos de amabilidad conmigo, pequeño amigo.
Cuando llegaron a donde estaba el barco que los trajo, descubrieron que se había convertido en un
enorme bloque de hielo. Valentina volvió a reír, esta vez con tanta fuerza que un pequeño alud de
nieve se desprendió de una montaña.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡No se preocupen por nada! Tengo algo para ustedes mucho mejor que ese barco
congelado-dijo ella, y los llevó hacia un lugar cercano, desde donde se veía un yate.
—Tiene calefacción, revistas, y comodidad. No lo uso mucho aquí, así que te lo regalo, ya que has
sido tan generoso antes conmigo. Toma mi tarjeta, llámame si necesitas algo. Y recuerda: siempre
serán bienvenidos en el Polo Norte —dijo Valentina, y se fue riéndose.
El cangrejo decidió que no deseaba ser bienvenido allí, pues sus tenazas estaban azules de frío.
Abordaron el yate y prepararon chocolate caliente. Luego encendieron los motores, y emprendieron
su viaje.
QUINCE
EL PAISAJE MARINO FUE CAMBIANDO otra vez mientras nuestros aventureros avanzaban. Dejaron
lentamente el hielo y pusieron rumbo al sur. Incluso las aves cambiaban según el lugar en el que
estaban, además del color de las aguas del mar. El cangrejo podía ahora poner música dentro del
yate, así que bailaba todo tipo de ritmos y estaba aprendiendo break dance. Mariano no sabía usar
el radar del yate para ubicarse, así que seguía avanzando sin rumbo fijo, y empezaba a preguntarse
si algún día su destino estaría cerca. Gaviotas y gaviotas, delfines, peces voladores, eran parte de su
paisaje diario. El muchacho extrañaba a su abuelo Benjamín, y cuando acariciaba el collar de plata,
pensaba en alguien más a quien también extrañaba...
—Rodo, si no llegamos a Roma esta vez, pienso dejar todo esto y volver a casa -anunció Mariano. El
cangrejo hizo un paso de baile para indicar que le daba lo mismo, pues se había divertido
demasiado durante la travesía.
Una tarde, Mariano contempló a lo lejos el perfil de otro continente. El corazón le dio un salto,
porque tuvo el presentimiento de que al fin estaba por llegar al lugar que buscó durante tantos y
tantos meses, con la botella y el mensaje aún por entregar, y con tantas preguntas pendientes...
Aceleró y se acercaron más, mientras el cangrejo miraba hacia tierra firme y su expresión iba
haciéndose más serena, como si comprendiera cosas que solo los cangrejos entienden y los demás
solo sospechamos, porque no tenemos su intuición. Empezó a alistar las cosas, puso en la bolsa de
Mariano el volcán, el collar, el telescopio, la flor perpetua, la tarjeta de Valentina y le entregó todo.
Al acercarse a la orilla, descubrieron que un barco a vela salía al mar, y un anciano con una gran
barba y gorra de capitán iba al timón.
El yate se acercó, y el capitán del velero miró a Mariano.
Mariano también lo vio, y sintió que era el momento por el que había esperado todo el viaje...
Buscó de inmediato la botella con el mensaje en el bolso, y se lo mostró al anciano.
—Señor —le dijo—, hace mucho tiempo llegó a mis manos, traída por la corriente, esta botella.
Adentro tiene una nota que dice solamente "Roma", y pensé que tenía que llevarla de vuelta, y al
verlo siento que he llegado por fin a mi destino.
—Has llegado a tu destino, Mariano —dijo el otro hombre, y la voz le sonó familiar al muchacho,
quien sintió una emoción antigua en su espíritu―. Y tenía que ser así. Soy tu abuelo Benjamín,
querido nieto.
Y entonces se quitó la gorra de capitán, y Mariano lo reconoció.
—No estamos en Roma. Has vuelto a casa, traído por el mar. Le has dado la vuelta al mundo, y al fin
has vuelto. Si te preguntas qué hago en este velero, estaba yendo a buscarte, porque han pasado
años y no sabía nada de ti.
A Mariano se le llenaron los ojos de lágrimas. Desde donde estaba, en el yate, se vio reflejado en
una ventana del velero frente a él, y descubrió que había crecido, y que era todo un joven, alto y
fuerte, y su piel estaba bañada por el sol. Acercó el yate todo lo que pudo y saltó al velero para
abrazar a su abuelo. El cangrejo trataba de hacer un paso de baile para disimular la emoción, y se
limpió una lágrima con el mantel. Luego vio, en la cercana orilla, a una cangrejita que bailaba sola,
cerca del mar.
—¡Abuelo! He extrañado tanto verte —decía Mariano. Pero es que tenía el impulso de viajar, de
vivir...
—Eres un aventurero, querido Mariano ―respondió Benjamín conmovido. Pero este siempre será
tu hogar.
Entonces, a lo lejos, una muchacha alta, de largos cabellos y ojos soñadores apareció caminando
sobre la orilla. Mariano gritó: "¡Melina!", y se arrojó al agua para nadar hasta la playa. Mientras
nadaba, vio que el cangrejo nadaba más rápido que él incluso, pero no sabía adónde iba.
Cuando llegó hasta donde ella, no sabía qué decir: se había convertido en una hermosa muchacha y
de alguna forma supo que su propio viaje terminaba en el lugar en el que ella estuviera. Llevaba en
el hombro un tatuaje de una delicada flor y Mariano, buscando las palabras que de pronto no tenía
ya, señaló el tatuaje y lo tocó apenas con la yema de un dedo.
—Qué flor hermosa... —dijo, y se sonrojó. -Me la hice en Hawái, Mariano.
—No conozco esa tienda —respondió él, parpadeando.
Melina se rio, y nuestro viajero descubrió que su risa era aún más encantadora que antes, y que sus
ojos estaban también llenos de historias y viajes.
—Hawai es una isla, Mariano. Cuando te fuiste, viajé también, con mi familia. Puedo enseñarte a
surfear, si quieres. Tienen allí olas gigantes... —Estuve en algunas islas. Nos golpeó en el mar una
ballena...
Se quedaron de repente en silencio, mirándose, con esa sensación de estar en el lugar correcto. Y
después dijeron, al mismo tiempo:
—Tengo mucho que contarte...
Bajo el cielo de verano, la tarde se iba lentamente, mientras los dos jóvenes caminaban sobre la
arena, dejando huellas que luego las olas del mar desvanecían. El abuelo ya estaba en la playa
también, y se acercó a ellos.
—Te esperaré en la casa, nieto —dijo, y le dio una palmada en la espalda—. Hoy preparé cebiche.
Y se fue a la cabaña.
—Melina, traje algo para ti -dijo Mariano, y sacó el collar de plata de su bolso-. Y una flor perpetua.
Te contaré cómo la obtuve.
—Me puedes contar todo ahora, o mañana... O toda la vida si quieres, Mariano-dijo Melina.
Mariano sentía que el corazón se salía de su pecho. Luego recordó la botella.
—Esto no tenía sentido... Nunca llegué a Roma. Pensé que este mensaje significaba algo, y me fui
tras él-dijo Mariano.
—De repente sí tiene sentido, Mariano-dijo ella, y tomó el mensaje—. La última vez no me dejaste
terminar de explicarte. Si escribes Roma al revés, ¿qué es lo que lees?
—Amor—dijo Mariano, y se sonrojó—. Amor -repitió, y se rieron los dos.
El sol caía sobre el mar, en el horizonte. A lo lejos, dos cangrejos bailaban sin música sobre la orilla,
y cualquiera que los hubiera visto pensaría que eran dos cangrejos locos, pero ustedes no, porque
conocen la historia.
—Vamos a cenar —dijo Melina, y se fueron de la mano a la cabaña, pues Benjamín los estaba
esperando. Mariano sintió que al fin había terminado su viaje.