Enseñarle A Hablar A Una Piedra - Annie Dillard
Enseñarle A Hablar A Una Piedra - Annie Dillard
Enseñarle A Hablar A Una Piedra - Annie Dillard
Annie Dillard
La isla donde vivo está llena de gente tan estrafalaria como yo. En lo alto de un
barranco, en una casucha de tablas de cedro, hay un hombre de treinta y tantos años que
Este asunto es objeto de muchas habladurías, como no podía ser de otra manera, si bien
es cierto que la mayoría de ellas es superficial y proviene de los más jóvenes. De hecho,
por aquí casi todos respetan lo que Larry hace, yo también, por eso voy a proteger su
intimidad y a alterar algunos detalles. Por ejemplo, este hombre (o mujer) podría estar
a una determinada ola. Pero no, os aseguro que es a una piedra. Se trata de un canto de
playa ovalado —porque lo he visto— del tamaño de una mano abierta, de color gris
tipo de piedras las llamamos «piedras de los deseos» por razones oscuras aunque
imaginables.
La guarda en una estantería. Por lo general está envuelta en un trozo de cuero sin curtir,
como un canario que duerme bajo un trapo. Larry le quita la cubierta para darle clase o,
siendo más precisos, para el ritual o rituales que ambos realizan varias veces al día.
Nadie sabe qué sucede en esas sesiones, y menos yo, que sólo conozco a Larry por una
confusión que tuvimos una vez con el correo. Doy por hecho que, como en cualquier
trabajo. Deseo que le vaya bien. Se trata de una tarea noble, mucho mejor, se mire por
Hay distintos rumores acerca de lo que él espera que diga la piedra. No creo que
pretenda que hable como nosotros, que nos describa su larga vida y sus muchas o pocas
sensaciones. Creo que más bien intenta enseñarle a decir una sola palabra, como «taza»
o «tío». Para tal fin no ha grabado, como algunos sugieren, una pequeña boca en la
piedra ni le ha puesto ningún tipo de cámara con la que expeler aire. Yo diría —y creo
que es un acierto por su parte— que tiene previsto iniciar en esta tarea a su hijo, un
niño que vive con la exmujer de Larry, para que la labor continúe y dé fruto después de
su muerte.
II
astilla de ese palo mudo e inmutable. Los chinos dicen que vivimos en el mundo de las
diez mil cosas. Lo que cada una de esas diez mil cosas nos grita es, precisamente, nada.
Dios se enfurecía con los israelitas por acudir a los bosques sagrados. Ojalá yo
encontrara uno. Martin Buber dijo: «La crisis de toda la humanidad primitiva llega con
resiste los métodos y que no tiene "hora", un ámbito que no deja de crecer». Ya no
somos primitivos; ahora el mundo entero parece profano. Hemos agotado la luz de las
de los arroyos sacros. Como pueblo, hemos pasado del panteísmo al panateísmo. El
silencio no es nuestra herencia sino nuestro destino; vivimos donde hemos decidido
vivir.
El alma puede pedirle a Dios cualquier cosa y no fallar nunca. Puedes pedirle a Dios su
presencia, demandarle sabiduría, y recibir ambas cosas de sus manos. O puedes pedirle a
Dios, con las palabras de uno de esos carteles jocosos de las tiendas, que no se vaya
enfadado, pero que se vaya. Eso fue justo lo que hizo una gran familia de nómadas en
Israel hace un tiempo. Oyeron la palabra de Dios y les pareció demasiado estrepitosa. La
generación del desierto estaba en el Sinaí; fue testigo la oscuridad donde se encontraba
que le suplicara a Dios, por favor, que nunca les volviera a hablar directamente. «Que no
hable Dios con nosotros, no sea que muramos». Moisés captó el mensaje. Y Dios, como
III
Resulta difícil reparar el daño que hemos causado y reclamar que regrese a nuestra
presencia algo que hemos pedido que se marche. Cuesta mucho profanar un bosque
sagrado y luego cambiar de opinión. Las santas montañas guardan silencio. Ya apagamos
la zarza ardiente y ahora no podemos reavivar sus llamas; encendemos cerillas debajo de
cada árbol verde que encontramos, pero es en vano. ¿Antes el viento chillaba y las
colinas lanzaban gritos de alabanza? Ahora la palabra ha desaparecido de entre las cosas
inertes de la tierra y las cosas vivas dicen muy poco a muy pocos. Puede que los pájaros
emitan dulces galimatías y los monos griten; que los caballos relinchen y los cerdos
hagan, como bien sabes, oinc, oinc. Pero eso también lo hacen las piedras cuando la ola
retrocede y el trueno cuando se quiebra el aire durante las tormentas eléctricas. A esos
ruidos los llamo silencio. Puede que siempre que haya movimiento haya ruido, como
cuando una ballena sale a la superficie y golpea el agua, y que siempre que haya quietud
haya una vocecita aún más silenciosa, Dios hablando desde el torbellino, los viejos
formas, lo único que podemos hacer, por mucho que nos esforcemos, es intentar
a una chimpancé. Al cabo de tres años, la criatura era capaz de pronunciar, con un
susurro ronco, las palabras «mamá», «papá» y «copa». Después de tres años más de
Los logros más recientes en la enseñanza de la lengua de signos a chimpancés son bien
conocidos. Justo el otro día un chimpancé nos contaba, si somos capaces de creer que de
verdad compartimos un vocabulario, que por la mañana estuvo triste. Lamento que se lo
preguntáramos.
¿Qué hemos estado haciendo durante todos estos siglos, sino intentar llamar a Dios para
que regrese a la montaña o, tras fracasar en el intento, sacarle una palabra a cualquier
cosa que no seamos nosotros? ¿Qué diferencia hay entre una catedral y un laboratorio de
física? ¿Acaso no están diciendo ambos: «Hola»? Espiamos a las ballenas y las ondas de
radio de los objetos interestelares; nos dejamos morir de hambre y rezamos hasta
ponernos azules.
IV
cosmólogos son partidarios del esquema de la evolución del universo descrito por
Lemaître y Gamow. Sin embargo, yo prefiero una antigua propuesta de Paul Valéry. Fue
Las montañas son grandes campanas de piedra que resuenan todas juntas. ¿Quién mandó
callar a las estrellas? En el telescopio de Palomar se ven con facilidad mil millones de
galaxias; colisionan unas contra otras, por supuesto. Pero esas colisiones son
tocarse, demasiado distantes para siquiera advertirlo, tan despreocupadas como siempre,
silentes. El mar declara algo, una y otra vez, con un susurro ronco; no logro entenderlo.
En cierto momento les dices al bosque, al mar, a las montañas, al mundo: «Estoy
o esparciéndose. Percibes la palabra del mundo como una tensión, un zumbido, una única
nota a coro que es la misma en todas partes. Ahí lo tienes: ese zumbido es el silencio. La
Naturaleza profiere un sonido, sólo éste. Los pájaros e insectos, los prados, pantanos, ríos,
piedras, montañas y nubes: todos lo hacen; todos no lo hacen. Hay una sonoridad en el
silencio, una supresión, como si alguien amordazara al mundo. Pero esperas, dedicas toda
tu vida a escuchar, y nada sucede. El hielo avanza, el hielo retrocede, y no se produce más
que esa única nota. La tensión, o la ausencia de ella, es intolerable. El silencio en realidad
Estamos aquí para ser testigos. No hay nada más que hacer con esos materiales mudos
que no necesitamos. Hasta que Larry le enseñe a hablar a su piedra, hasta que Dios cambie
de opinión o hasta que los dioses paganos regresen a sus bosques en las colinas, lo único
que podemos hacer con todo ese despliegue inhumano es observarlo. Podemos llevar a
cabo nuestros actos en el planeta —construir ciudades en sus llanuras, poner diques a sus
ríos, plantar en su suelo—, pero nuestra significativa actividad apenas cubre el terreno.
No utilizamos los cantos de los pájaros, por ejemplo. No nos comemos a muchos de ellos;
mosquitos c planten menos semillas de hierba. Sólo podemos testigos, sean quienes sean.
aquí, los acontecimientos materiales, como el paso de las estaciones, carecerían del
mínimo significado que somos capaces de atribuirles. El espectáculo tendría lugar dentro
de una casa vacía, como todas esas estrellas que caen durante el día. Por eso salgo a pasear:
para vigilar las cosas. Y por eso fui a las islas Galápagos.
Todo esto se vuelve muy evidente en las Galápagos. Las Galápagos están ahí sin más.
Emergieron del océano, algunas plantas crecieron en ellas, algunos animales llegaron
hasta ellas y evolucionaron hacia formas extrañas, y allí siguen, sean quienes sean, en todo
su apogeo. Puedes ir, observar lo que sucede e intentar entenderlo. Las Galápagos son una
Suceda lo que suceda en esas rocas volcánicas, ocurre a plena vista, haya alguien
observando o no.
Lo que pasa es eso, algo tan insignificante como eso: las nubes vienen y van, las estaciones
se suceden; un cerdo se come a una tortuga o no se la come; las olas del Pacífico rompen
un acantilado; una corriente fría se eleva desde el fondo del océano; los peces se
multiplican, las moscas zumban, las estrellas suben y bajan y los pájaros buceadores
bucean.
Dicho de otro modo, las novedades estallan en las playas. Y los receptores de todo son los
árboles. Los palos santos se apiñan en las laderas como cualquier público al aire libre;
estos árboles están frente a las lagunas, frente a las tierras bajas de lava, frente a las costas.
Conozco bastante bien esos palos santos. Me interesan como emblemas del mutismo de
la actitud humana con respecto a todo lo no humano. A nosotros nos veo como palos
santos, palos sagrados, que contemplamos juntos todo lo que se nos ofrece mientras
crecemos en silencio.
En las Galápagos, me llevó mucho tiempo fijarme en los palos santos. Al igual que el resto
gustaban los leones marinos y envidiábamos sus vidas. Su alegría parecía consciente. Se
dedicaban a tiempo completo a jugar. Todos estaban gordos o muertos, no había término
fuertes ruidos de júbilo, o se acercaban a la orilla para hacer surf, exultantes, sobre las olas.
De noche, en la arena, se tumbaban sobre las aletas de los demás y dormían. Todos
bromeábamos de vez en cuando diciendo que, cuando «regresáramos», sería bajo la forma
de un león marino. Yo estaba de acuerdo. El juego del león marino parecía insuperable.
Pero un año y medio después regresé a aquellas islas deshabitadas. En aquel intervalo, mi
afecto hacia ellos había cambiado, el recuerdo que guardaba de los leones marinos se
había alterado de la manera en que se alteran los recuerdos, como unas piedritas
multicolores que ruedan arriba y abajo sobre una rejilla de forma que, al cabo de un
tiempo, aquellas piedras tan brillantes y duras que creías que nunca perderías acaban
desapareciendo, colándose por la rejilla, y sólo te quedan unas cuantas piedras más gordas
e inesperadas que ya no pasan desapercibidas como antes, sino que las eliges por su
kilómetros de árboles moribundos sobre los acantilados de lava roja de unas islas
desiertas. Tan sólo eran un nombre en un cuaderno: «Palos santos: esos árboles blancos
extraños». ¡Mira los leones marinos! ¡Mira los cormoranes incapaces de volar, los
pingüinos, las iguanas, la puesta de sol! Pero después de dieciocho meses, los maravillosos
cormoranes, los pingüinos, las iguanas, las puestas de sol e incluso los leones marinos se
habían colado por mi corazón agujereado. Regresé a las Galápagos para ver los palos
santos.
Son árboles delgados, pálidos y ramosos. Caminas entre ellos por las tierras bajas
desérticas, donde crecen junto a las chumberas. Los ves desde el agua, sobre las pendientes
que dan al mar, en grupos de cientos, pequeños, finos y extendidos, tan claros en
Reunidos parecen huertos malditos. Su aspecto, en todas las estaciones, es como de recién
castor; en todas las estaciones parecen deshojados, paralizados, mudos. Lo cierto es que al
mirarlos de cerca durante los meses de lluvia ves unas cuantas hojas exiguas y caducas
aquí y allá sobre sus quebradizas ramitas. Cientos de líquenes crecen en su corteza en
década, líquenes rosas y naranjas, lavanda, amarillos y verdes. Los palos santos cargan con
los líquenes sin esfuerzo, inconscientemente, de la forma en que cargan con todo. Sus
como bosques vacíos, y miran por encima de las olas que rompen contra los acantilados
hacia otras islas desiertas con extravagantes lagartos y aves, hacia lagos afligidos y bahías
por donde pasean los leones marinos, y más allá de los mares clamorosos.
como león marino. Pensé, y aún lo pienso, que si volviera a la vida bajo la luz del sol, en
la que todo se transforma, me gustaría regresar como un palo santo, uno entre un millar
sobre el borde escarpado de una de esas islas dejadas de la mano de Dios donde se
gota de lluvia puede caer sobre una iguana amarilla del tamaño de un perro salchicha y
diez minutos después la iguana puede parpadear. Me gustaría regresar como un palo santo
en el barlovento de una isla para ser, yo misma, un testigo perfecto y mirar, muda, mientras
VI
El silencio es todo lo que hay. Es el alfa y el omega. Es Dios moviéndose sobre la superficie
de las aguas; es la nota combinada de diez mil cosas, el gemido de unas alas. Das un paso
en la dirección correcta para rezar a este silencio, incluso para dirigir la oración al