Reseña de El Niño Resentido, de César González

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 2

El niño resentido, de César González

por Ariel Pavón

El 24 de diciembre de 2001 transcurrió en un contexto excepcional. Cuatro días


antes, el país había estallado en pedazos. Movilizaciones, saqueos, represión, muertos y
un presidente que huía en helicóptero. En la villa Carlos Gardel, sin embargo, aquella
nochebuena fue excepcional por motivos muy distintos. ”La villa esa noche fue una fiesta
dionisíaca…” dice el narrador de El niño resentido. “La mayoría había decidido sacar las
mesas afuera, y adornar con todo lo que se pudiese. Manteles humildes pero relucientes.
Espacios iluminados con foquitos y reflectores enganchados a los árboles. Cada mesa
rebosaba de comida y bebidas, preparada con un estilo particular… En todos persistía
una alegría mezclada con la sorpresa, nadie podía creer la cantidad y la calidad de las
cosas y nadie guardó nada ni fue tacaño”. Los medios de comunicación habían
presentado los saqueos con imágenes que exasperaban la indignación social, pero no
mostraron nunca su contracara: la fiesta de los desposeídos.
La novela autobiográfica de César González, nos arrastra a una excursión por el
reverso de la trama. En ese otro lado del tapiz transcurre la vida de César, un chico de la
villa Carlos Gardel que a los cuatro años, mientras su madre y su tía fraccionan cocaína,
desorientado, sale a la calle y cae en una cloaca abierta, de donde es “salvado por la
rápida intervención de una vecina y de la salud pública”; a los diez años, en ese entorno
yermo -pero fecundo en una mitología del delito- se vuelve pibe chorro; entra en un vórtice
de drogas, robos, huidas, heridas y convalecencias, y termina en la cárcel, a los dieciséis,
donde es recibido como una leyenda local. Ése el el período que abarca El niño resentido,
una vida entera, breve y vertiginosa, que no termina con la muerte del protagonista, pero
sí con la palabra “tumba”.
César González, cineasta y escritor, que publicó sus primeros poemas bajo el
seudónimo de Camilo Blajaquis, escribe una novela que se emparenta, desde su título,
con El juguete rabioso, y narra también una suerte de redención a través del crimen. Pero
mientras Silvio Astier intenta -y a su manera consigue- un ascenso social signado por el
interés individual (con la traición como corolario), en El niño resentido lo individual cede
ante una idea de hermandad, de cofradía de pibes chorros, que van a la acción en un
mundo donde todos los vasos comunicantes entre la humillación y la dignidad están
destruidos. No hay, entonces, más esperzanza que brillar, como un bólido que se
desintegra en su aceleración: “Dueños de todo en medio de la nada. Autores y
espectadores de la misma tragedia. Socios en la caída, pero en una caída entre perlas,
zafiros y dorados trofeos de guerra. Queríamos saborear los límites más dulces del
abismo, aunque eso implicara morir pronto”. La muerte como un hecho de justicia, la
catarsis de una injusticia primordial.
La geografía de la novela es acotada y evoca un campo de batalla, con hospital de
campaña -el Posadas- incluido. En esta guerra, no obstante, el enemigo resulta difuso; no
se identifica con la policía ni con el narco ni con los justicieros de mano propia. Se trata de
una entidad más abstracta: la miseria, el Estado ausente, la “sociedad” …, una dimensión
tan imprecisa como inaccesible, de la que sólo puede percibirse el efecto: la miseria y el
sometimiento como destino.
Pero en el delito “toda la sumisión retenida en la saliva durante generaciones se
abreviaba, superaba y transformaba en los avances de un altivo malón”. La redención
siempre es vindicatoria. Como Arlt, César González rechaza el tutelaje representativo que
la clase letrada, mayoritariamente urbana y de raíces europeas, ha asumido sobre “los
nadie” desde los orígenes de la literatura argentina, y le opone la versión de los excluidos,
en un texto tan altivo como salvaje, secamente alumbrado con fogonazos líricos. Un relato
que intercala escenas luminosas, como la de aquella nochebuena de abundancia,
momentos escasos e intensos, que evocan las lecturas de infancia, la música compartida,
el amor, la amistad, las noches de películas… que hablan, en definitiva, de cómo el
impulso vital, no importa el contexto, es una forma de totalidad que prevalece, que no
puede dejar de arder.

También podría gustarte