Los 41 y La Gran Redada - Carlos Monsiváis
Los 41 y La Gran Redada - Carlos Monsiváis
Los 41 y La Gran Redada - Carlos Monsiváis
Carlos Monsiváis
Letras Libres 30 de abril de 2002
"Viejo ridículo"
¿Qué se conoce de la vida homosexual en México antes del escándalo social y policiaco
del Baile de los 41? Desde la perspectiva gay, sólo se dispone del testimonio del escritor
Salvador Novo (1904-1974) en sus memorias sexuales, La estatua de sal, escritas en 1944 o
1945, y publicadas por Conaculta en 1998. Novo refiere la historia de un "aristócrata",
Antonio Adalid, hijo de un caballerango del emperador Maximiliano y ahijado de bautizo de
los emperadores. Con el sobrenombre de Toña la Mamonera, Adalid, alma de las fiestas
clandestinas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, evoca "con una risa sus
excursiones colectivas y tempraneras a Xochimilco, en tranvía, todos con sacos azules y
sombreros de jipijapa". Y cuenta además la historia de amor que le refiere al Novo
adolescente:
Había alcahuetes ¿la propia Madre Meza?que procuraban muchachos para la diversión de
los aristócratas. Una noche de fiesta, Toña bajaba la gran escalera con suntuoso atavío de
bailarina. La concurrencia aplaudió su gran entrada; pero al pie de la escalera, el reproche
mudo de dos ojos lo congeló, lo detuvo. Parecía apostrofarlo: "¡Viejo ridículo!" Toña volvió
a subir, fue a quitarse el disfraz, bajó a buscar al hermoso muchacho que lo había increpado
en silencio. En ese momento se ponía al remate al mejor postor la posesión de aquel
jovencito. Antonio lo compró.
Hasta ahora, nada más esto se sabe de la vida gay en el Porfiriato: fiestas "exclusivas",
travestismo que evita la molestia de pensar en la identidad, rifa de jóvenes agraciados y, para
los "desenmascarados" por el escándalo, la condición de "sepultados en vida". Casi toda la
información disponible viene del cotejo con los documentos de otras sociedades: ligues de los
burgueses con soldados y marinos, adoración de la energía proletaria, imposibilidad de
concebir la relación amorosa entre iguales (no hay tal cosa como la pareja gay), identidades
sólo definidas negativamente, descubrimiento espantado de la inclinación sexual, rezos
obsesivos "para que la Virgen me cure de esta aberración", frecuentación de ciertas cantinas,
parques y albercas, mentiras piadosas en beneficio del padre confesor ("acúsome padre de
que me gustan tanto las mujeres que no me caso porque no sé por cuál decidirme"), chantajes,
humillaciones, construcción dificultosa de la "familia tribal" de los amigos ("que me delate
yo, no mis compañías"). Y antes del Baile de los 41, sólo hay chistes salvajes o menciones
espantadas de los "invertidos", especie que no alcanza registro en los muy desinformados
libros de psicología. En Inglaterra, los procesos de Oscar Wilde (1895) divulgan sitios, estilos
de trato y apariencias de jóvenes "equívocos", e iluminan la defensa patética y a fin de
cuentas extraordinaria del "amor que no se atreve a decir su nombre"; en México, donde los
procesos de Wilde se comentan con algún detalle después de 1901, le corresponde a la Gran
Redada quebrantar el silencio del tradicionalismo y su odio "que no se atreve a escribir el
nombre de los seres odiados. Ni eso merecen".
Si de algo sirven las inferencias, casi seguramente una parte de la minoría gay, por la
movilidad cultural o el poder adquisitivo, está al día de la cultura y/o la moda de Francia, así
no viaje. Por eso, han oído de los escándalos de los escritores gays, del culto a los marinos, de
la adopción del símbolo de San Sebastián, y por eso han leído a Walt Whitman, Wilde,
Verlaine y Huysmans.
Los gays de sociedad o del sector cultural guardan las apariencias, suelen casarse y tener
hijos. Un soltero no únicamente levanta sospechas: también traiciona a la Naturaleza, que es
toda fertilidad, y de allí que al célibe se le exija la virginidad profesional o la monomanía
prostibularia. Y si, pese a todo, hay quienes optan por esa microsociedad que, por ejemplo,
organiza el Baile de los 41, es debido a lo hoy evidente: nada exalta más a los deseosos de
sexo con los de su especie que la ilusión de lo prohibido, en este contexto una utopía
romántica, por contradictorio que esto se vea o se lea ("me querían desdichado y puedo serlo,
pero no cuando me acuesto con otros hombres; la cópula es la única libertad a mi alcance, por
eso concentro allí mis sentimientos"). Si se atiende a las excavaciones históricas de lo gay en
Estados Unidos, Inglaterra o Francia, no es exagerado afirmar que, para los homosexuales
mexicanos de 1901, cada acto sexual es una hazaña, sobre todo si, previsiblemente, se
produce en circunstancias calificadas de sórdidas. En estos casos, la sordidez es el acceso a la
experiencia última que, por lo mismo, y como técnica compensatoria, localiza los deleites
fuera de la normalidad. A los seres despojados de un registro mínimamente satisfactorio de su
conducta, el orgasmo les resulta la épica de la marginalidad, y si esto no es consciente, la
continuidad de los actos algo demuestra: de no gozarse el acto "contranatura" como logro
extravagante, las sensaciones del pecado aniquilan. Por así decirlo, cada acto sexual es "un
altar de paso" y cada seducción una bandera arrebatada a ese enemigo, la castidad.
¿Elimina la censura social al instinto? La mera existencia de Los 41 demuestra lo
contrario: son una ventana a la segunda mitad del siglo XIX y sus tabernas, sitios de mala
muerte, proxenetas, jóvenes "alquilables", burdeles "especializados" (más que lugares fijos,
lo que parece imposible, laberinto de guaridas). Se intuye que para los segregados sexuales el
mayor estímulo es la existencia de otros como ellos: mal de bastantes, consuelo de
marginados. En especial, las tradiciones gay nacen, se desarrollan y se institucionalizan a
través del juego de miradas que explica el mundo a través de la promulgación del deseo y la
gana de consumarlo de inmediato. Se adivinan los quehaceres de los muy afeminados (tareas
domésticas, restaurantes), y se ignoran las profesiones de los gays "susceptibles de respeto",
en el caso de que se desconozca su orientación sexual. Muy probablemente son clérigos,
escritores, abogados, artistas, rentistas. Y el Baile de los 41 los arroja a la claridad del
escándalo, que aprovechan los clericales para moralizar y los jacobinos para desprestigiar a
los moralizadores de oficio.
Antes de la Redada, cuesta trabajo verbalizar siquiera el pecado nefando. La vergüenza
aísla, para acudir a la cita tan repetida de Sartre, y los gays de entonces hallan la solidaridad
posible, la mayor, casi la única, en el trato de un avergonzado con los demás, así como la
salud mental se aprovisiona en la conversión del avergonzado en desvergonzado (es tan
enorme la opresión que el cinismo es un acto de valor civil). La comunidad se esboza con la
disciplina del trato de los semejantes y, por eso, un baile en 1901 es casi literalmente la
Marcha del Orgullo Gay de 2001. A su manera, lo que es posible se aproxima a lo deseable.
En el preámbulo de la comunidad, los excluidos se atienen a las nebulosidades de la
condición célibe o, en el caso de los gays casados, a su pertenencia a la Familia. En las
operaciones de la mentira, lo que afianza el control del patriarcado es el temor a ser
descubierto. El oprobio es un código penal en sí mismo. ¡Ay del que escandalizare, porque
ése habrá ya renunciado a las ventajas de la hipocresía! (Por carecer de datos de cualquier
índole, no aludo en estas notas a la especie urbana que seguramente existió en tiempos de Los
41: los gays proletarios. De ellos todo se ignora.)
Los hechos: El policía se da cuenta
A las tres de la mañana del domingo 18 de noviembre de 1901, en la céntrica calle de la
Paz (hoy calle de Ezequiel Montes), la policía interrumpe una reunión de homosexuales,
algunos de ellos vestidos de mujer. (En estas notas, me atengo a la excelente investigación
hemerográfica de Antonio S. Cabrera.) La escena, inventada con brío en cada recuento
periodístico, es sucesiva o simultáneamente patética o apocalíptica, al gusto del moralismo
que selecciona a las víctimas de la ley y del morbo (una y la misma cosa). De ellos, 22 visten
masculinamente y 19 se travisten. Estos son los haberes de los detenidos, imaginados o
extraídos de los chismes policiales (no hay un parte oficial): faldas, perfumes caros, pelucas
con rizos, caderas y pechos postizos, aretes, choclos bordados, maquillajes de blanco o de
colores estridentes, zapatos bajos con medias bordadas, abanicos, trajes de seda cortos,
ajustados al cuerpo con corsé. En una recámara, un niño de mercería sobre el lecho. A
medianoche, se rifa un joven apuesto de sobrenombre Bigotes Rizados.
En las crónicas de los primeros días se insiste: son 42 los detenidos. Luego, se ajusta el
número: 41, y eso aviva el rumor (leyenda) ("verdad histórica"): el que desaparece de la lista,
compra su libertad a precio de oro y huye por las azoteas, es don Ignacio de la Torre, casado
con la hija de Porfirio Díaz. Más que ningún otro hecho, lo que distingue a la Redada es la
presencia, certificada por el chisme masivo, del Primer Yerno de la Nación. Esto afianza la
lealtad de la memoria histórica, no obstante la imprecisión de las noticias, el rumor
debilisimo según el cual el participante 42 es una mujer, la ausencia de fotos y el nada más
estar seguros de los nombres de tres: Jesús Solórzano, Jacinto Luna y Carlos Zozaya (lo más
común durante las redadas es el olvido de la identidad). A los cien años de la razzia toda
certidumbre se ha desvanecido, menos la presencia de Nacho de la Torre.
También se habla de la detención de jóvenes de "familias conocidas y de buena posición".
El Popular delata: "Además de eso, va resultando que todos son pollos gordos, algunos
riquillos que la portan; criados en paños azules." Los excluidos de la elite porfiriana
aprovechan la oportunidad y cubren de estigmas a los privilegiados, que ni con eso dejan de
serlo. La lista exacta de Los 41 nunca se divulga y ningún nombre conocido se publica. Se
dice el pecado pero, si los pecadores tienen dinero, su identidad circula únicamente en los
patíbulos del chisme, tan volátiles por lo común. Los gays de la elite, "invisibilizados" por su
status, sólo padecen las asechanzas del rumor, y la excepción que desborda la regla es la
aureola de Nacho de la Torre, del que se difunden sus excentricidades, su fortuna, su calidad
de jinete consumado, sus desplantes y su homosexualidad, tan conveniente para los
necesitados desuperioridad moral instantánea. En La feria de la vida (1937), José Juan
Tablada evoca a De la Torre, relata sus relaciones con Porfirio Díaz, "visiblemente
ceremoniosas y tirantes", y lo defiende tibiamente de su prestigio negativo: "En cuanto a
otros rumores que la envidia desató en torno de aquel personaje, él mismo los invalidaba por
los actos bien enérgicos de un cabal sportman, entre ellos su decidida admiración por el bello
sexo, con todas sus consecuencias."
En la hacienda de don Nacho, en Morelos, trabaja por un tiempo Emiliano Zapata, quien
según la leyenda va por vez primera a la ciudad de México como caballerango de don Nacho,
y este viaje, también se dice, perfecciona su homofobia.
La pregunta persiste: ¿Por qué el dictador no consigue eliminar los rumores sobre su
yerno? Tal vez porque, ciudad todavía chica, infierno divulgado, y porque ni siquiera el poder
supremo desvanece las argucias del circuito oral.
¿Y a qué otros se les endilga el milagrito de Los 41? Además de Antonio Adalid, la
información consiste en restos de habladurías. El periodista Alfonso Taracena cita con
encono al periodista Jesús M. Rábago, y el chismerío antiguo de Sinaloa señala a un
hacendado, el solterón Alejandro Redo, que manda construir un aviario de grandes
dimensiones en donde pasa las tardes, "el pájaro entre los pájaros". Los demás "aristócratas
de Sodoma" muy posiblemente se asilan en sus matrimonios o emigran.
Por el escándalo, a la visibilidad. Además del caso de Oscar Wilde, alcanzan repercusión
internacional los procesos judiciales y de corte marcial en Alemania (1907-1909), donde se
condena la relación homosexual del comandante militar de Berlín, general Von Moltke, y el
diplomático Philipp Eulenberg, al que también se atribuye una relación con el Káiser. La
Redada de los 41 participa de este surgimiento de la identidad sexual moderna, que estimula
y estructura la idea pública de la sexualidad normal y anormal. En este orden de cosas, debe
recordarse el atraso cultural de México en relación con Inglaterra y Alemania. Si México,
como tanto se ha dicho, carece del equivalente de la Ilustración europea, ¿qué espacio queda
para el saber científico sobre comportamientos de la diversidad?
En el envío de los homosexuales a Yucatán, a pagar con trabajos forzados su crimen, el
número disminuye considerablemente. Son apenas 19. Sin temor de calumniar la honradez
proverbial del aparato de justicia en el México de 1901, es seguro que 22 o 23 víctimas de la
Redada compraron su libertad.
El baile de las Buenas Costumbres
¿Qué piensan de sí mismos los detenidos en el Baile de los 41? A estas alturas es
imposible entrevistarlos y a través de las circunstancias de la época es imposible no
entrevistarlos. Se califican de "huéspedes de la anormalidad", presidio de los pecadores y
edén de los gozadores; se viven como mujeres atrapadas en cuerpo de hombres; se sienten
víctimas de un perverso designio de Dios; se consideran arrastrados por el impulso que arrasa
los controles de la religión. Su catolicismo los lleva a creerse en vísperas del fuego eterno y
sólo aguardan el perdón de última hora. Por así decirlo, acechan el instante de su propia
agonía para arrepentirse y salvarse. Así nacieron y así se han construido, no como
homosexuales (el término no circula), sino como la especie doble o triplemente degradada:
los maricones, sean clandestinos o no tengan ya nada que perder. Si, de acuerdo con Didier
Eribon, el homosexual aprende a hablar dos veces, para su segundo aprendizaje los gays del
Porfiriato anhelan el equilibrio entre la hipocresía (que es sobrevivencia) y el apetito sexual
que, al desatarse, hace añicos las imposiciones de la Decencia.
En las resonancias de la Gran Redada, el relajo es la justificación precisa para hablar del
tema. A lo largo del siglo XX, el número 41 provoca la risa que acompaña al chiste circular.
"Vamos a contar: 39, 40, 42." La expresión pertinente es "¿41? ¡Zafo!" (me zafo, me
exceptúo): es la sustitución del juego de albures por el ingenio instantáneo, ese que se disipa
junto a las carcajadas autocelebratorias. En Cancionero folclórico mexicano, Margit Frenk
consigna dos coplas:
no me parece ninguno:
y el otro es 41.
Los poderes religiosos, sociales, culturales, penales, prohíben el análisis de la condición
maricona, pero no evitan el vértigo, la libertad de movimientos en las horas del gueto, los
chistes autolacerantes, los atavíos y las coreografías del desplante. La reflexión podría ir así:
"Soy un condenado desde el nacimiento, pero mis temporadas en el infierno se alternan con
los indultos sucesivos de la diversión, el relajo, el coito, el disfraz que es la adquisición por
unas horas de la segunda piel, la más profunda, porque la elegí." Por la ley de las
compensaciones psíquicas, el esbozo del gueto se convierte a sus horas en un espacio
libertario sui géneris. Allí, la severidad de los juicios condenatorios queda neutralizada por el
humor y la búsqueda del estilo.
¿Se percibe aquí lo que se llamará "el gueto gay"? Creo que no. Ni siquiera se dispone de
las actas policiales, no se conservan diarios personales, ni testimonios de época. Se sabe
cómo se afirma el mito de la virilidad, pero no cómo algunos escapan de su hegemonía. Todo
o casi todo se adivina: la ansiedad en las albercas, las cantinas, los baños de vapor, los
carnavales, los paseos del ligue. Pero si, antes de 1918 o 1920, no tiene demasiado sentido
hablar de un gueto propiamente dicho, sí procede describir el proyecto, centrado en el
"travestismo verbal", o como se le diga al uso implacable del femenino. Gracias a esto, los
gays de fines del siglo XIX y principios del XX se evaden por momentos, y por el recuerdo
de esos momentos, de las cárceles del comportamiento. Sin mutar de género y feminizar la
realidad, y sin autodenigrarse, no se soporta la persecución.
El principio de identidad de Los 41 es el modo en que se les contempla y juzga. Como
entidad social, el gay nace del estigma y del choteo, y en su caso las imágenes negativas
resultan si se admite la metáfora el estanque del narcisismo inaugural. Un gay de 1901 habría
tal vez dicho con otras palabras: "Me reflejo en la inmoralidad que me atribuyen y el asco que
provocó, y de mi imagen pública, porque no lo puedo evitar, extraigo mi imagen íntima. Soy
lo que me han obligado a ser, y a partir de allí y mezclando diversión y tristeza, soy algo
distinto." Sin que nadie lo suponga o a nadie le interese, la condición de expulsado de las
buenas costumbres conduce, si no a la impensable crítica de la sociedad, sí a la indiferencia
ante la mayoría de los valores en uso. Según los testimonios de la generación siguiente, no
hay gays superpatrióticos, ni abundan los interesados en el desarrollo de la sociedad.
Lo relevante en la perspectiva actual del episodio de Los 41 es, desde luego, la negación
absoluta de los derechos humanos y civiles de los homosexuales. A partir de ese momento,
"se sienta jurisprudencia" y las represiones son legales, no porque correspondan a texto
alguno, sino porque ya se han perpetrado con esa pretensión de legalidad. Y esto promueve
las redadas incesantes, los chantajes policiacos, las torturas, las golpizas, los envíos a las
cárceles y al penal de las Islas Marías sin motivo alguno. Sólo se necesita una frase en el
expediente: "Ofensas a la moral y las buenas costumbres." No hace falta más, no hay
abogados defensores (en el caso de los jotos, ni siquiera de oficio), no hay juicios, sólo
caprichos judiciales dictados por "el asco". Y la sociedad, o la gente que se entera, encuentran
normales o admirables estos procedimientos.
La Gran Redada le entrega a los gays de México el pasado que es, en síntesis, la
negociación interminable con el presente. Vienen del momento de felicidad destruido por la
gendarmería, y son una comunidad a pesar suyo, al ser todos susceptibles de razzias. De la
madrugada del 18 de noviembre de 1901 a 1978, en la marcha conmemorativa del 2 de
octubre, cuando desfila un contingente gay, los homosexuales han sido presa del pánico de la
Redada, y que esto no es psicologismo lo exhibe la alianza de los atropellos policiacos y de la
Redada moral: otra vez las detenciones, golpizas e insultos, y el desprecio, la ira y la congoja
de los padres. Y sólo cuando el término gay se populariza, la Redada se ve interrumpida, no
porque se elimine el ánimo persecutorio, sino porque la invocación de las leyes disminuye las
razzias (excepción hecha de las de travestis) y prepara la irrupción de la voz pública de los
que ya no admiten el silencio.