Energia y Archivo

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Dossier « Los 10 años de la RAC »

Energía y archivo
Dos fuentes de nuestras prácticas
de conocimiento

Geoffrey C. BOWKER

RESUMEN
Este texto aborda las maneras de pensar la articulación entre
el conocimiento que producimos y su origen social sin caer
en un determinismo ingenuo. Los principales argumentos son
que nuestros modos de descubrimiento y de enunciación del
conocimiento son profundamente sociales: a través del papel
que desempeñan tanto las formas de energía como las prácticas
burocráticas.

Palabras clave: Producción de conocimiento, Archivo, Estudios


sociales de la ciencia.

INTRODUCCIÓN
Todos conocemos la historia clásica del método científico, según la cual la
revolución científica del siglo XVII nos ha permitido (a nosotros como
« Humanidad ») liberarnos de la filosofía de la naturaleza y de la teología, y
adquirir una forma de analizar el mundo alejada de todo posicionamiento
humano cediendo directamente la palabra al mundo a través del laboratorio
(tal como lo describen Schapin y Schaffer [1985]).
En lo sucesivo, nuestro conocimiento parecía liberado de toda influencia
social – como si no hiciéramos más que darnos cuenta de los hechos. La
antropología del conocimiento es un campo que a lo largo de los años no ha
dejado de cuestionar esta historia, mediante diversos tipos de objeciones. A
nivel micro, dicho campo ha mostrado sistemáticamente que la representación
de la certeza científica es un logro social – y que ya sea a través de la

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demostración etnometodológica que la prueba del teorema de Gödel resulte


fundamentalmente un logro social (Livingston, 1986; cf. Netz, 1999) o a través
de la determinación de la regresión del investigador (Collins, 1981) – tema
que se vuelve cada vez más apremiante ante el crecimiento de la ciencia
centrada en los datos y sus problemas de reproductibilidad (Kitzes et al.,
2017). En otro nivel, se puede mostrar cómo la mecánica de los dispositivos de
financiamiento conduce a favorecer ciertos ejes de investigación en perjuicio
de otros. Por ejemplo en los Estados Unidos, la National Science Foundation se
fundó inicialmente para permitir el cruce entre el conocimiento « básico » y
el conocimiento « aplicado ». Hoy en día en los Estados-Unidos, en tanto que
las bases de datos sobre el cambio climático están en riesgo de desaparecer
de los sitios web gubernamentales, es evidente que la ciencia es un asunto del
gobierno (cf. Serres, 1990).
Por mi parte, he seguido desde hace varios años una tercera vía, que se
esfuerza por establecer un vínculo entre nuestras maneras de comprender el
mundo (nuestro conocimiento) y nuestras formas de organizarnos (nuestra
sociedad). En cierta forma, esta perspectiva se remonta a la antigua tradición
funcionalista (Douglas, 1986 – basándose en Durkheim) que concibe nuestras
formas de pensamiento como algo relacionado a nuestras formas de existencia.
Pero ésta se arraiga aún más profundamente en un antiguo precepto de la
tradición marxista según el cual pensamos a través del mundo social y sobre
él: distinguir entre nosotros, prisioneros del tiempo, y un conocimiento
« exterior » es sencillamente un error.
Los caminos que nos llevan a esta manera de concebir el mundo son
numerosos. A menudo comienzo con el maravilloso relato que hace el
reaccionario Gérard Holton (1973) sobre los orígenes temáticos del pensamiento
científico. Holton señala por ejemplo, a propósito de la discontinuidad, que ésta
tuvo su apogeo, ya sea en las matemáticas (con las matemáticas no lineales), en
el mundo físico (con la mecánica cuántica) o en el mundo social (con el interés
de los historiadores por el cambio discontinuo bajo la forma de teorías de la
revolución), paralelamente en casi en todas partes a principios del siglo XX.
Jean-Pierre Dupuy (1982) agregaría, sin duda alguna, que en esta época también
comenzaba una cierta familiaridad con la discontinuidad en los transportes (con
el metro, donde bajamos a un no-espacio para volver a salir llegando a un
nuevo destino; o más aún con el transporte aéreo). Una serie más reciente
podría ser el fracaso del « árbol de la vida » como mecanismo explicativo del
desarrollo biológico (Lima, 2014) casi al mismo tiempo que el del árbol del
conocimiento (diseñado inicialmente por los enciclopedistas de finales del
siglo XVIII, canonizado posteriormente por Auguste Comte) y, de igual forma,
casi al mismo tiempo en que los procedimientos de investigación jerárquica
(incluyendo el recorrido de las ramas para alcanzar el nodo optimo) estaban
siendo reemplazados en el seno de los sistemas informáticos.
Existen igualmente varias maneras de corroborar estas historias analógicas.
Patrick Tort (1989) muestra por ejemplo cómo una sola y misma invención
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importante – los sistemas de clasificación genética, como el de Darwin, que


clasifican según el punto de origen – se expandió a través de todo un conjunto
de campos debido a circunstancias fortuitas (alguien cuyo amigo asiste a una
conferencia dentro de otro campo de especialidad y le informa al respecto y así
sucesivamente). No obstante, por prácticos que sean, este tipo de trabajos no
ofrecen una explicación del tema.
Por mi parte siempre he apreciado el argumento que considera que esto
se reduce a la burocracia: tenemos la tendencia a organizar nuestros hechos
casi de la misma manera, ya sea a título propio o a título del mundo. La oficina
« Wooton » – este escritorio genial inventado en el siglo XIX y provisto de
muchos compartimentos para guardar información útil de manera eficiente –
ha jugado un papel decisivo en la arquitectura de los escritorios así como en las
grandes investigaciones de historia natural en Occidente a finales del siglo XIX.
Las computadoras se pueden considerar como resultado a la vez de las oficinas
y de la organización de las fábricas. Charles Babbage señalaba que el invento del
principio de la división del trabajo – que él alababa en su Traité sur l’économie des
machines et des manufactures (1963[1827]) – era central tanto para la división
intelectual del trabajo como para su máquina diferencial o su máquina analítica. Los
desarrollos posteriores se inspiraron en la reorganización de las grandes oficinas
de seguros de mediados del siglo XIX (Campbell-Kelly, 1994). Las tecnologías
de la información que utilizamos configuran y constriñen nuestras maneras de
pensar el mundo; no es una sorpresa que Melvil Dewey nos haya dado a la vez
los catálogos de bibliotecas (conocimiento) y herramientas de seguimiento de
los inventarios en las empresas, o que los « códigos de barras » hayan circulado
entre los supermercados y el mundo natural (Waterton et al., 2013).
Estos dos registros describen finamente como una « idea » puede atravesar
sin obstrucción los mundos sociales de la ciencia y de los negocios, evocando
la casualidad de los encuentros en el primer caso, o una tecnología compartida
en el segundo caso. Paso ahora a dos figuras que han jugado un papel central
en nuestra economía del conocimiento a lo largo de los dos últimos siglos: la
energía y el archivo.

ENERGÍA
Mitchelle, en Carbon Democracy (2011), anticipa la idea de que la forma de
energía que consumimos está directamente vinculada a las teorías sociales (y,
yo agregaría, religiosas) que producimos. En cierta medida, no hay allí nada
sorprendente. Una sociedad que, siendo consciente de los límites de tal
recurso, busca saquear la luz del sol almacenada durante millones de años en
varias generaciones, expresa con fuerza:
-- Que somos la última generación, o la penúltima, y que debemos
optimizar los recursos en el presente en vez de distribuirlos
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en el futuro. Tal argumentación es omnipresente – hay tantos


aspectos en la retórica de la biodiversidad que vuelven a preservar
una biodiversidad máxima para nuestro uso inmediato en vez de
maximizar la capacidad de la vida de generar nuevas formas en
el futuro. Esta visión apocalíptica precedió la segunda revolución
industrial (a finales del siglo XVIII) bajo la forma del milenarismo –
y es interesante constatar que el apocalipsis pasó del cristianismo a
la ciencia racional sin el menor acto de fe en el horizonte. Después
de nosotros, el diluvio, entonces… gastemos, gastemos, gastemos.
-- Que la energía es más bien un recurso limitado que debe ser
explotado y no un recurso durable que hay que cultivar. El
capitalismo tardío ha justamente configurado a los trabajadores
como un recurso explotable – el lenguaje de la energía ha penetrado
nuestro tejido social.
-- Que somos el borde que adelanta el futuro. El mismo discurso, sobre
la certitud y el optimismo en el progreso, se utilizó para el desarrollo
de la máquina de vapor y la explotación masiva del carbono como
recurso. Podríamos « acelerar » el progreso humano (Perdonnet,
1858) explotando el buque y el tren de vapor. Esta generación era
diferente de todas aquellas que la habían precedido, porque se
imaginaba que tenía al mismo tiempo el poder de acelerar las cosas
y de abolir las distancias. La configuración inicial no funcionaría
realmente hasta que la energía fuera un recurso infinito.
¿Cómo se vincula todo esto con las prácticas del conocimiento? Permítanme
recurrir a Coins, Bodies, Games and Gold de Leslie Kurke (1999). La autora
despliega una semiótica poética para determinar cómo durante muchos siglos
en Grecia se hablaba de dinero, poco después de que la moneda haya sido
instaurada y antes de que Aristóteles le dedicara su trato filosófico (un periodo
de alrededor de 300 años). Ella arguye que se trató de un hecho social de tal
magnitud que este invento no pudo ser ignorado – y que este análisis semiótico
permite descubrir cómo se discutía sin recurrir a un concepto abstracto. Es lo
mismo para el caso de la energía – una gran parte de nuestro discurso social
se relaciona con ella, simplemente debemos comprender cómo descifrar este
discurso.
Desde una perspectiva ontológica, parece que todo en nuestra cultura se
lleva a la cuestión de saber: « ¿qué apareció primero? » – y me gustaría que
fuese diferente. No es tanto que el discurso de la energía sirva de sustrato
al discurso político epifenomenal y filosófico (a pesar de que un argumento
como este podría servir de propedéutico para abordar la cuestión del origen
de nuestras prácticas). Más bien se trata de que la explotación y el discurso
se manifiestan de golpe y en conjunto – no hay flecha universal de causalidad
que vaya del uno al otro. Pienso aquí en el argumento de Sohn-Rethel (1975)
sobre la « ciencia como conciencia alienada ». No tengo ninguna dificultad de
seguirlo y de sostener que el tiempo y el espacio universales son una mediación
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sobre la forma-mercantilizada del capitalismo temprano, a condición de que se


apoye con la misma intensidad que la forma-mercantilizada es recíprocamente
una meditación sobre la naturaleza del espacio y del tiempo. Comparto con
Mitchell la idea de que, sin carbono ni petróleo, los grandes proyectos de
infraestructura del siglo XX nunca habrían visto la luz del día, tampoco las
teorías económicas de Marx y Keynes. Pensamos a través de nuestras formas
sociales y económicas de actuar.

PERFORMATIVIDAD DEL ARCHIVO


Hoy en día, un hecho social se impone masivamente: parece que estamos
recolectando de manera constante y creciente datos sobre todos los aspectos
del mundo social y del mundo natural. La burocracia ha caído encima. Se ha
escrito tanto sobre la huella global que dejamos… incluso la oligoptica de Latour
parece estar convertida en panóptico tardino (Latour, 2002). Todas estas huellas
circulan con toda promiscuidad y se van a anidar en múltiples bases de datos.
Parece como si renaciéramos constantemente, como ciudadanos nuevos del
mejor de los mundos, de los calientes mares de datos que nos bañan como un
líquido amniótico en el patrocinio publicitario: un líquido que simultáneamente
describe y configura (performación) los que somos.
Cuando se habla de economía de servicios o de la información, o más aún de
una economía post-industrial, se hace como si no fuera más que una cuestión de
medios de producción, y como si no quedara más que el mercado, funcionando
dentro de un espacio sin fricción y a velocidades cada día más rápidas para
difundir la información bajo formas siempre más ligeras – acumulamos capital
e información.
El Archivo performativo tal como se constituye hace invisible el trabajo
material de producción, que se realiza en los pliegues invaginados, lejos de
los ojos de nuestro mundo falogocentrico hecho de bits de datos (Derrida,
2006). Subcontratamos y escondemos tanta injusticia que somos capaces
de construirnos un imaginario social hecho de una existencia numinosa que
funciona dentro de una máquina de datos en movimiento perpetuo, liberada
de toda necesidad energética. Lo mismo ocurre con el yo, incluso si hay que
constatar primero que el « yo » es un concretismo inapropiado. Es cierto que
la piel puede constituir la última línea de defensa del filósofo (Bentley, 1941),
ésta es cada vez menos pertinente para marcar las fronteras de la individualidad.
Soy un simbionte estricto, viviendo en un mundo simbiótico… la primera parte
de la frase evoca nuestra fauna y flora interior y la segunda nuestra experiencia
de la vida cada vez más conectada a y gracias a nuestra tecnología (un antiguo
movimiento de varios siglos).
Cuando el archivo total concierne efectivamente al material, lo hace
frecuentemente bajo la forma de un concretismo desplazado. Hay fuertes
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razones para pensar que las especies no tienen ninguna existencia real, y
por tanto proyectos como el Catalog of Life et l’International Barcode of Life
(Waterton et al., 2013) se fundaron a partir de su existencia. Y las políticas en el
mundo material siguen el mismo orden: la Reserva de semillas de Svalbard está
implacablemente centrada sobre las especies. Preservamos la biodiversidad de
las especies, pero no preservamos ni favorecemos el proceso de especiación,
que pese a todo les dio lugar. De igual forma, el « terrorismo » tal como lo
conocemos es como el gran menú de un restaurante chino compuesto de
huellas heterogéneas, y sin embargo actuamos en el mundo material como si
se tratara de una cosa. El archivo en este caso, no es simplemente una manera
de registrar el pasado – es una manera de predecir el futuro. Cuando el
círculo se hace demasiado estrecho (e impide ver la luz a aquéllos que podrían
potencialmente desarrollar algunos problemas sociales, mentales o físicos), el
archivo está efectivamente en proceso de configurar el futuro al mismo tiempo
que almacena nuestros datos, información y conocimiento. A pesar de todo el
discurso que defiende una visión tardiana, post-teórica de la sociedad, nuestro
archivo totalizante clasifica de verdad y esta clasificación tiene consecuencias
materiales.
Es posible, desde luego, construir archivos de manera justa y eficaz. Pero eso
implica comprender hasta qué punto una cultura de archivos – una verdad que
tiende a disiparse bajo una evanescencia de mal gusto. Todo el periodo que va
de la mitad del siglo XVIII a la mitad del siglo XX fue una era de la clasificación.
Esquemas universalizantes se desarrollaron en numerosas esferas del mundo
social y natural. Estos esquemas nos han permitido catalogar el mundo,
inventariar la información a su título y finalmente actuar sobre la base de esta
información. Nos alejamos poco a poco de este régimen, pero funcionamos
siempre según la misma lógica. Hay una profunda verdad en la máxima de Lacan
según la cual se habla a través del propio idioma. Lacan quería decir (siempre
que se pueda atribuirle significados particulares) que nuestro sentimiento de sí
mismo es el producto del idioma que aprendemos a hablar y, más aún, que el
idioma no es un vehículo neutro para expresar nuestro « si mismo » interior.
Es lo mismo para el Archivo que construimos: el Archivo nos performa y
performa nuestro conocimiento. La gran oportunidad que se presenta aquí
requiere ver a través de las apariencias de polvo y de descomposición que la
palabra sugiere a menudo para vislumbrar, por una parte, el significado social de
todo esto y, por otra parte, desarrollar nuevos discursos que puedan ir más allá
de la neutralidad del archivo para asumir plenamente la performatividad. Los
Clasificadores nunca hablaban verdaderamente de eso que es la clasificación
(hubo conferencias internacionales sobre las estadísticas desde los años 1850,
pero ninguna en sí sobre la clasificación). Esperamos que sea de otro modo
para los Archivistas del nuevo mundo.
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CONCLUSIÓN
Una de las grandes misiones que persigue la antropología del conocimiento es
comprender las prácticas de conocimiento en sus contextos sociales. Nuestro
campo ha conocido evoluciones significativas desde los primeros argumentos
de la Escuela de Edimburgo, según los cuales el conocimiento científico describe
los intereses sociales y políticos – mientras esto sea claramente el caso (la
ciencia de la inteligencia, o la manera en la cual se desarrolló la sociobiología),
tal perspectiva es restrictiva. He sugerido aquí que existen varias maneras de
construir una comprensión rigurosamente socio-económica del conocimiento
y que, para ello, debemos desarrollar nuevas herramientas para trabajar tanto
en filigrana (sobre los mecanismos de transmisión) como en los más grandes
rasgos.

Agradecimientos
Traducido al español por Mina Kleiche.

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LXXXII Revue d’anthropologie des connaissances – 2017/2

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Geoffrey C. BOWKER es Profesor de Informática en la School of


Information and Computer Science de la Universidad de California en Irvine.
Sus investigaciones tratan sobre la manera en que los valores sociales,
culturales y políticos afectan y son moldeados por las tecnologías de
la información. Fundó la red Values in Design. Él escudriña los valores
inscritos en las infraestructuras sociotécnicas tales como las bases de
datos y las normas científicas y técnicas. Ha publicado particularmente:
Sorting Things Out: Classification and its Consequences (MIT Press, 1999,
con Susan Leigh Star); Memory Practices in the Sciences (MIT Press, 2005).

Dirección University of California, Irvine


Irvine, CA 92697-3440 (USA)
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