Anexo Unidad 3 Ciencia y Tecnología

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Anexo VI- ARTÍCULOS PERIODISTICOS

Diario Página 12 – Sábado, 11 de mayo de 2013

Cuando los satélites alcancen


Por Jorge Forno

Desde mediados del siglo XX, los satélites artificiales han sido símbolo de poder
militar y científico y –para qué negarlo– fetiches tecnológicos de la Humanidad. Sin
embargo, la existencia orbital de estos objetos creados por el hombre suele transcurrir
discretamente al servicio de las telecomunicaciones, las actividades de defensa, las
predicciones climáticas o como poderosas herramientas para la investigación científica.
Tanto es así que en la actualidad –superado el brillo de lo novedoso– sólo gozan de una
fugaz fama en ocasiones extraordinarias tales como la concreción de saltos tecnológicos
significativos en el área aeroespacial o cuando suenan las alarmas frente a reingresos
peligrosamente inesperados a la atmósfera terrestre.

Durante la Guerra Fría, los satélites eran ingredientes indispensables del dantesco
juego geopolítico que libraban las superpotencias. Mientras la Unión Soviética y los
Estados Unidos se jactaban de sus conquistas del espacio, la ficción hacía sus aportes a
la popularización de los satélites. En 1958 –plena época de furor aeroespacial–, la
película War of the Satellites narraba el uso de estos artefactos en un combate contra
invasores extraterrestres. Según la trama del film, la guerra se desencadenaba porque
unos alienígenas todopoderosos no soportaban la idea de que los humanos desafiaran su
dominio del espacio exterior.

El argumento de ficción pareció inspirar un plan pergeñado por el ex actor y luego


presidente estadounidense, Ronald Reagan, en los años ’80. Reagan no pensaba en
enfrentar alienígenas sino a sus muy terrestres enemigos soviéticos, a partir de la
construcción de un escudo misilístico montado sobre satélites para fines bélicos que, si
bien nunca se concretó en la práctica, puso en jaque todo el andamiaje defensivo de las
potencias del momento. Y para algunos analistas aportó su granito de arena a la caída de
la Unión Soviética.

PONIÉNDOSE EN ÓRBITA

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La Argentina había incursionado en la actividad aeroespacial desde mediados del
siglo XX. El esfuerzo de los científicos y técnicos, sazonado con las políticas estatales
activas que se aplicaron hasta mediados de los ’70, permitió lograr un proceso de
aprendizaje tecnológico que dio lugar a un muy respetable desarrollo de cohetes y misiles.

Sin embargo, en materia de satélites, el primer artefacto con componentes criollos


llegó recién a principios de los ’90. El satélite Lusat I fue concebido para mejorar las
comunicaciones de los radioaficionados locales, que participaron de la iniciativa y
apostaron fuerte al éxito del desarrollo. Si bien el Lusat I no era totalmente argentino, en
general se lo reconoce como el primer satélite con componentes nacionales. Y alimentó el
orgullo de sus creadores no sólo por eso sino porque continuó sorprendentemente activo
mucho más allá de su tiempo de vida útil planificado.

En 1996 llegó el turno del Víctor I, también conocido como Musat, un satélite
experimental integralmente argentino que fue cabal heredero de los programas de
desarrollo de cohetes que los científicos y técnicos locales llevaron a buen puerto en las
décadas anteriores. El Víctor I fue puesto exitosamente en órbita gracias a los servicios
de un vector ruso.

En los años siguientes, tanto los satélites argentinos de la serie SAC (Satélites de
Aplicaciones Científicas), el Pehuensat (construido por la Universidad Nacional del
Comahue) o los más modernos desarrollos de Invap apuntaron no sólo a su uso científico
y tecnológico sino que también tenían un propósito estratégico. Se buscaba ocupar
efectivamente la porción orbital asignada a la Argentina por los convenios internacionales.

LO PEQUEÑO ES HERMOSO

A medida que la carrera espacial se profundizaba con ingredientes militares y


políticos, los satélites fueron evolucionando en complejidad, peso y tamaño. Tanto es así
que el segundo satélite artificial puesto en órbita por los soviéticos sextuplicaba el peso
del Sputnik I –el primer artefacto de este tipo en la historia de la Humanidad– y también le
ganaba con holgura en tamaño. Para satélites más grandes y pesados había que contar
con cohetes que tuvieran cada vez más potencia de empuje y una gran fortaleza en su
estructura para colocarlos en órbita. También eran necesarios más y más recursos para
afrontar los costos y las necesidades tecnológicas del momento.

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Pero en las últimas décadas soplaron vientos de cambio para esta tendencia.
Hacia el final de la Guerra Fría, y con la puesta en marcha de programas espaciales más
o menos cooperativos, la tecnología satelital salió de la encerrona que significaba el
hermetismo de las estrategias geopolíticas. Además, de la mano de la informática y la
miniaturización de los componentes electrónicos, se crearon satélites mucho más
pequeños y versátiles, de bajo costo y con menores requerimientos para ser puestos en
órbita. Estos satélites pueden ser lanzados en forma individual o grupal a pedido de uno o
más interesados, y orbitar conformando agrupaciones conocidas como enjambres o
constelaciones que les permiten interaccionar entre sí.

El término nanosatélite apareció hace dos décadas, asociado a una clasificación


internacional de los satélites sustentada en algunas características como su peso y su
potencia. Hoy en día, el concepto se amplió y hablar de nanosatélites es hablar de una
amplia gama de artefactos pequeños y baratos, pero no por ello menos funcionales. Para
tener una idea, la misión internacional de la que forma parte el satélite argentino SAC-D –
un satélite hecho y derecho en términos convencionales– tiene un costo de unos 400
millones de dólares, incluido el vehículo y el equipamiento. Un nanosatélite, en cambio,
requiere de cifras bastante menores, con montos que rondan los 60 mil dólares, una vez
dominado el proceso de producción.

LO QUE VENDRÁ

Es mucho lo que se espera de los nanosatélites. Detección de vida extraterrestre,


predicción de terremotos, producción de medicamentos en el espacio y las más
sofisticadas formas de espionaje, son algunos de los asuntos en los que distintos grupos
de interés depositan sus expectativas frente a estas pequeñas maravillas tecnológicas.

Si todo va bien, en un futuro no muy lejano estas tecnologías serán aun más
accesibles. De ese modo, institutos tecnológicos, universidades y emprendedores podrán
cumplir el sueño del satélite propio, y así la tecnología aeroespacial dejará de estar
fabricada y controlada por unos pocos.

No todas son buenas noticias. Uno de los riesgos más palpables que aparecen en
el horizonte es que estos artefactos incrementen significativamente la cantidad de
chatarra espacial al final de su vida útil. Para ello se han ideado mecanismos que los
hagan retornar de manera programada a nuestro planeta, y que en un inexorable viaje
final produzcan su desintegración por el rozamiento con la atmósfera. En opinión de

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algunos expertos, las regulaciones internacionales deberían exigir que estos mecanismos
estén estandarizados y sean obligatorios para todos los nanosatélites que se coloquen en
órbita.

Siguiendo con el tema de la basura espacial, existen también desarrollos


experimentales de nanosatélites programados para guiar hacia el espacio exterior a sus
hermanos más grandes y así ayudarlos a terminar sus días lejos de la órbita terrestre. De
esta forma se evitarían colisiones orbitales y se reducirían los riesgos de daños
ambientales y materiales que surgen cuando, luego de sus días de gloria, los viejos
satélites reingresan a la atmósfera terrestre fuera de control.

NOS SOBRAN LOS MOTIVOS

La Argentina busca reverdecer viejos y bien ganados laureles en estos desarrollos


tecnológicos de punta, luego de exitosas experiencias que en su mayoría fueron
abortadas por las erráticas políticas del pasado. Invap, la empresa tecnológica estatal de
la provincia de Río Negro, supo sobrevivir a los tiempos difíciles y juega desde hace años
en las grandes ligas de la industria satelital.

El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación y la


empresa rionegrina brindaron un fuerte apoyo a un grupo de emprendedores que encaró
la tarea de construir un nanosatélite argentino. El proyecto requirió una inversión de unos
6 millones de dólares que ayudaron para poner en marcha la empresa Satellogic. Tres
profesionales formados en el país –Emiliano Kargieman, Gerardo Richarte y Eduardo
Ibáñez– lideraron el equipo de trabajo que dedicó sus esfuerzos a construir el Cube Bug-
1, un nanosatélite experimental rebautizado, en honor a Spinetta, como el Capitán Beto y
que fue puesto en órbita desde China en abril de 2013.

El satélite es monitoreado a distancia desde Bariloche, en lo que hace a


parámetros vinculados con su órbita, posición y estabilidad. Toda la información
recolectada será analizada y tenida en cuenta a la hora de diseñar las futuras camadas de
nanosatélites nacionales. Para acompañar al Capitán Beto pronto llegará Manolito, otro
satélite nacional producido por Satellogic, con un nombre que nos remite a Mafalda, la
genial historieta de Quino.

Componentes habituales de computadoras y celulares fueron adaptados para


construir este pequeño gigante, que además cuenta con una plataforma de software libre

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y abierto. Todas estas características vienen de perillas para explorar la innovación, el
aprendizaje y el desarrollo de esta prometedora tecnología.

Fabricar nanosatélites en la Argentina a través de una plataforma experimental de


carácter abierto y modular no sólo permite formar profesionales y técnicos sino que,
además, aporta a la generación de tecnologías estratégicas de factura criolla. Hacerlo con
responsabilidad social y ambiental, y definiendo metas claras a corto, mediano y largo
plazo, será la frutilla del postre para llevar a buen puerto este formidable desafío.

Miradas al Sur, 19 de octubre de 2014

Tecnología satelital y más

Por Jorge Forno

Decía el genial Groucho Marx que jamás aceptaría pertenecer a un club que lo admitiera
como socio. La fina ironía del humorista estadounidense actúa como disparador de
variopintas reflexiones filosóficas de café, pero también nos da lugar a pensar en la
situación opuesta: la de ser admitido en un club que resiste a los nuevos socios. El grupo
de naciones que manejan tecnologías estratégicas es uno de esos círculos exclusivos, en
los que ganarse un lugar requiere años de generación y acumulación de conocimiento
propio.

Nuestro país puso en órbita el pasado jueves un satélite de comunicaciones de factura


nacional, conocido como Arsat-1, y así ingresó por la puerta grande a uno de los clubes
más selectos –tecnológicamente hablando– que existe en el concierto de las naciones. Es
que sólo ocho países, ahora incluyendo a la Argentina, poseen capacidad para producir
estos cruciales artefactos para la vida moderna. El asunto tiene ribetes tecnológicos y
simbólicos muy fuertes, que como si eso fuera poco se ven condimentados por cuestiones
productivas y formativas nada despreciables.

El Arsat-1, una vez instalado en su posición orbital, se aprontará a cumplir su misión


específica en cuanto a mejorar sustancialmente los sistemas de telecomunicaciones
regionales.

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De Río Negro al Espacio. Argentina ostenta pergaminos de sobra si de tecnologías
aeroespaciales se trata. Desde la década del cincuenta los desarrollos de cohetes
potenciaron las capacidades del complejo científico-tecnológico local y dieron lugar a
experimentos exitosos, que colocaban a nuestro país entre los más avanzados en el
campo de la por entonces naciente astronáutica. Luego las políticas neoliberales abrieron
un paréntesis que dejó a la Argentina al borde de perder definitivamente los
conocimientos acumulados en la época de gloria de la actividad aeroespacial.

En términos de satélites, la historia local comenzó de manera muy amateur en los


noventa, siguiendo por una experiencia que se basó en el capital privado. Pero en la
última década el Estado decidió impulsar a través de políticas activas la fabricación de
artefactos que, con diversas prestaciones, nada tienen que envidiarles a los que
construyen los países centrales.

Como muestra vale un botón. En la Argentina, Invap, una empresa tecnológica estatal de
la provincia de Río Negro, no sólo aguantó la tormenta neoliberal de los noventa sino que
consiguió ubicarse como un fabricante de prestigio mundial en lo que hace a tecnologías
de punta, desde reactores nucleares a satélites. Sus productos son de una calidad
reconocida más allá de nuestras fronteras y abren un atractivo mercado internacional de
tecnologías avanzadas.

Entre los productos más descollantes de Invap se encuentra el SAC-D, un satélite de


observación climática y oceanográfica lanzado en una misión internacional el 10 de junio
de 2011 y de una vida útil estimada en cinco años. El SAC-D contiene siete instrumentos
para estudiar el medio ambiente, entre ellos uno llamado Aquarius que fue creado para
medir la salinidad de los océanos y es operado por la NASA.

En base a este y otros antecedentes de fuste, Invap se convirtió en un actor fundamental


para impulsar la construcción de satélites de comunicaciones de fabricación local, que dio
lugar a los de la serie Arsat.

Poniéndose en órbita. No todos los satélites artificiales describen los mismos tipos de
trayectoria en su viaje orbital. Si de los productos de Invap se trata, el SAC -D da la vuelta
a la Tierra en una órbita sincrónica al Sol. Para aclararlo en términos técnicos, se trata de

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una órbita que permite a un objeto pasar sobre una determinada latitud terrestre siempre
a un mismo tiempo solar local.

A diferencia de aquéllos, los satélites de comunicaciones como los de la serie Arsat


requieren de órbitas conocidas como geoestacionarias. Simplificando al extremo,
podemos decir que deben orbitar como si estuvieran quietos en un determinado punto del
cielo.

Además, es obvio que los satélites no pueden ubicarse en cualquier lado. Si esto fuera así
la anarquía orbital derivaría en una casi segura catarata de colisiones e interferencias que
darían por tierra –a veces literalmente, por el retorno a la superficie de chatarra espacial–
con la utilidad de estos artefactos. Las posiciones orbitales son –al fin y al cabo– recursos
finitos que requieren una meticulosa administración de su uso y están estrictamente
asignadas por un organismo internacional, la Unión Internacional de Telecomunicaciones
(UIT), que funciona en el ámbito de las Naciones Unidas, con el fin de “promover un uso
eficaz de los recursos orbitales del espectro y el acceso equitativo a los mismos” a los
Estados miembros.

En la práctica, esto implica que las naciones deben tomar recaudos para ocupar
efectivamente las posiciones asignadas y no perderlas. Se trata, aunque no lo parezca a
primera vista, de una cuestión que atañe a la soberanía nacional.

Cuando los satélites no alcancen. Desde los años noventa, Argentina tomó cartas en el
asunto de ocupar las posiciones orbitales que le corresponden según el derecho
internacional. Sin embargo, por entonces se decidió transitar un camino alejado de la
autonomía tecnológica que no tuvo un final feliz. NahuelSat, un consorcio privado, obtuvo
la licencia para operar un sistema satelital en la órbita geostacionaria argentina y en 1998
puso en órbita el Nahuel 1, un satélite fabricado en el exterior y utilizado para la
transmisión de imagen, voz y datos. El consorcio NahuelSat estaba integrado por
empresas europeas y argentinas, y tenía previsto montar un sistema satelital que
integraría a un segundo satélite. Así se ocuparían dos de las órbitas asignadas a nuestro
país por la UIT.

Pero cuestiones financieras de diverso tenor hicieron que los planes se desvanecieran
como castillos de naipes, poniendo a NahuelSat al borde de la quiebra y al Estado

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nacional en un fenomenal problema de varias aristas, todas ellas de cierta urgencia. Por
un lado se debía reemplazar al Nahuel 1, un artefacto vital para las comunicaciones
locales y regionales que se acercaba al final de su vida útil, prevista para 2010. Por otro
se debía garantizar la ocupación efectiva de las posiciones orbitales correspondientes a
nuestro país, a riesgo de ser perdidas en manos de otros interesados.

No se trataba sólo de sacar las papas del candente fuego que había avivado la crisis de
NahuelSat, sino de implementar una solución superadora. Así fue que en el año 2006 el
Estado argentino decidió crear la empresa pública Argentina de Soluciones Satelitales
AR-SAT S.A. Esta empresa se hizo cargo de los activos de la empresa Nahuelsat S.A.,
que explotaba la posición orbital geoestacionaria 72° Oeste a través del satélite Nahuel-1
hasta que éste cumplió con su ciclo de vida útil en 2010 y elaboró un plan de producción
criolla de satélites los Arsat-1, Arsat-2 y Arsat-3, que ocuparán las posiciones orbitales
asignadas a la Argentina y se integrarán al estratégico Sistema Satelital Geoestacionario
Argentino de Telecomunicaciones. Se trataba de una iniciativa que busca garantizar la
soberanía satelital, asegurar el funcionamiento de las comunicaciones locales y que
además cuenta con plus en lo que hace a la generación de capacidades locales y
formación de recursos humanos.

Capacidades para todos los gustos. Luego de un esfuerzo de ingenieros, técnicos y


otros trabajadores argentinos que demandó más de un millón de horas hombre y una
inversión cercana a los 300 millones de dólares, vio la luz la primera criatura tecnológica
nacida de esta iniciativa de desarrollo tecnológico autónomo, el satélite geoestacionario
Arsat-1, diseñado y construido en Invap con prestaciones para todos los gustos.

Hablando de datos técnicos puros y duros Arsat transporta un total de 24


transpondedores de la banda Ku IEEE (banda J OTAN) de los cuales 12 operarán a 36
MHz, ocho a 54 MHz y cuatro a 72 MHz. Dicho más sencillo, el satélite cuenta con una
amplísima oferta de servicios de telecomunicaciones, transmisión de datos, telefonía y
televisión a lo largo de Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, incluyendo a las islas
Malvinas y el sector de la Antártida Argentina.

En relación con la inclusión digital, el satélite también lleva configurados los canales
transmitidos por la Televisión Digital Abierta. Tan versátil resulta este satélite que cuenta
con capacidades alejadas de los asuntos tecnológicos más rimbombantes pero que tienen

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que ver con la vida cotidiana de la gente. Por ejemplo, permite ser utilizado en el
funcionamiento de los cajeros automáticos ubicados en zonas remotas de la Argentina.

Autonomía y tecnologías globales. En tiempos de tecnologías globales sería poco


inteligente pensar en empezar todo de cero. Arsat recurrió a dos empresas europeas,
EADS Astrium y Thales Alenia Space para proveer ciertos componentes que fueron
incorporados al emprendimiento de diseño y factura nacional.

La generación del software de control y el armado definitivo del artefacto se realizó en


Bariloche, y en cada paso fueron evaluadas rigurosamente las condiciones de resistencia,
seguridad e impacto ambiental del producto.

El 31 de agosto de 2014, el Arsat-1, terminado y listo para su lanzamiento, viajó desde el


Aeropuerto de Bariloche rumbo a Cayena, capital de Guayana Francesa, en un avión
ruso, siendo luego trasladado por tierra hacia el Centro Espacial de Guayana (CSG) de
Arianespace –una compañía comercial de transporte aeroespacial de origen francés–,
emplazado en Kourou.

El vector fue un cohete Ariane V, un vehículo producido por la Agencia Espacial Europea,
diseñado especialmente para colocar satélites en órbitas geoestacionarias.

Un equipo de soporte argentino viajó con antelación para ajustar los últimos detalles del
lanzamiento. El Arsat-1, una vez instalado en su posición orbital, se aprontará a cumplir
su misión específica en cuanto a mejorar sustancialmente los sistemas de
telecomunicaciones regionales.

Otras misiones menos visibles pero igualmente importantes, como la recuperación de


capacidades tecnológicas y productivas y el resguardo de la soberanía satelital, ya están
cumplidas de antemano. Con ellas también está sellado el ingreso a un club de naciones
al que –a pesar de la frase de Groucho– vale la pena pertenecer.

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Diario Página 12 - Sábado, 7 de abril de 2012

Aquél novedoso Comic argentino


En los albores de la informática de nuestro país, un grupo de programadores afrontó el
desafío de desarrollar un software autóctono, con más ingenio que herramientas.

Por Jorge Forno

En la década del sesenta las historietas hacían furor en nuestro país y la palabra
comic era ajena al universo fantástico en que se sumergían los lectores ávidos de
aventuras. Transcurrían épocas de gloria para la nobleza de Patoruzú, la genialidad de El
Eternauta, o el reflexivo humor de Mafalda, cuando el término –que hoy en día es
aceptado por la Real Academia Española para definir a una serie o secuencia de viñetas
con desarrollo narrativo– adquirió un significado muy distinto entre un grupo de pioneros
programadores, liderado por Wilfred Durán. Alejados de la ficción –o quizá no tanto– estos
tenaces científicos crearon el Sistema Compilador del Instituto de Cálculo (Comic).

El Comic surgió de una necesidad concreta derivada de un paso trascendental en


la incipiente informática criolla. A comienzos de los años sesenta había llegado al Instituto
de Cálculo de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (FCEN) de la Universidad de
Buenos Aires un portento tecnológico para la época. Se trataba de una computadora
Mercury, de las que existían sólo 19 ejemplares en todo el mundo y que había sido
fabricada por Ferranti, una empresa británica que desde 1905 se había convertido en líder
en el diseño y tendido de redes eléctricas y en sistemas de defensa electrónica.

La fundación del Instituto de Cálculo y la llegada de aquella primera computadora


fue promovida por un grupo de innovadores entre los cuales estaban Rolando García y
Manuel Sadosky, decano y vicedecano de la FCEN. Se trataba de científicos y también de
hacedores de política científica. Con una concepción de desarrollo a largo plazo que
incluía la incursión en tecnologías de punta, la emprendieron contra viento y marea dando
los primeros pasos del desarrollo informático ante los muchos escépticos que dudaban
acerca del futuro de la computación.

TÓCALA DE NUEVO, CLEMENTINA

En la FCEN, la máquina –un aparato a válvulas de unos dieciocho metros de


largo– fue bautizada como Clementina y la elección del nombre parece haber sido
motivada por razones nada científicas. Según una historia con visos de leyenda, el

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nombre se debió a que la máquina tocaba la canción “Clementine”, un clásico de la
música popular estadounidense, por medio de una serie de rudimentarios pitidos que
asombraban a los escuchas en tiempos tan lejanos a la actual música digital. Y parece ser
que los profesionales del Instituto de Cálculo se ocuparon puntillosamente de programarla
para que cambiara la melodía por la de un tango, en lo que sería uno de los primeros
desarrollos de software nacional, técnica y simbólicamente hablando.

Hoy en día estamos acostumbrados a comunicarnos con las computadoras en


nuestro idioma, vía teclado, mouse, micrófonos o las más modernas pantallas táctiles. En
los tiempos de Clementina, aquello sólo era posible en la imaginación de los más febriles
creadores de ciencia ficción. La computación era cosa de científicos e ingenieros y las
interfaces no eran para nada amigables. El flujo de datos entre la máquina y el hombre no
circulaba por los medios a los que estamos acostumbrados en la actualidad y una de las
herramientas más comunes para introducir programas y datos eran unas cintas de papel
convenientemente perforadas. El oficio de perfograboverificador se promocionaba con
bombos y platillos como la profesión del futuro durante buena parte de las décadas del
sesenta y del setenta, y los cursos para operar con las dichosas tarjetas perforadas
atraían a muchos jóvenes inquietos.

Pero esto no era todo: había que lidiar con lenguajes de programación y conocer a
fondo de códigos fuente para poder operar uno de estos artefactos. Clementina venía con
un lenguaje de fábrica, el Autocode, que encorsetaba a los investigadores de la FCEN, ya
que no cubría sus crecientes necesidades de cálculo y representaciones gráficas.

DEL TANGO AL COMIC

Clementina había sido adquirida en forma de un paquete tecnológico cerrado, que


incluía el hardware y los programas proporcionados con ella. Sólo los fabricantes
conocían los secretos de tan complejo aparato. Lejos de amilanarse por aquellas
restricciones, los programadores locales tomaron cartas en el asunto. Frente a las
limitaciones existentes, las técnicas de ingeniería reversa –tan familiares para descifrar
los secretos de los artefactos tecnológicos– fueron meticulosamente aplicadas al
software.

El equipo de programadores del IC-FCEN trabajó a destajo para lograr un sistema


que hiciera cosas que hoy nos parecen elementales, pero que en aquel momento
representaban un logro significativo, tales como llamar a las variables por nombres o

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abreviaturas humanamente reconocibles y aumentar la capacidad de escribir funciones en
una forma modular, dividiéndolas en pequeños fragmentos de código.

Así surgió el Comic, un sistema bastante más amigable –si lo pensamos en


términos de los años sesenta– que el Autocode. Su mayor virtud consistía en que estaba
dirigido a las necesidades concretas de los investigadores de la FCEN. Los científicos de
la facultad no perdieron el tiempo y una vez listo el sistema aprovecharon al máximo su
capacidad embarcándose en un amplio abanico de investigaciones que iban desde el
estudio de las órbitas planetarias hasta el procesamiento de datos censales, pasando por
una asombrosa simulación de la sociedad de Utopía.

El sistema se fue perfeccionando con el tiempo y se mantuvo en constante


evolución. La limitación que existía respecto de la entrada y salida de datos por medio de
las famosas cintas perforadas fue zanjada cuando se logró hacer funcionar un nuevo
periférico de salida, una especie de impresora lineal que permitía obtener funciones
graficadas.

Más allá de los detalles técnicos, el Comic fue exponente de una corriente de
pensamiento que buscaba el desarrollo endógeno de tecnología y reconocía el valor
estratégico del conocimiento informático, un campo que adquiriría cada vez más
relevancia con el paso del tiempo.

Lamentablemente, lo bueno duró poco. El golpe de Estado de 1966 arremetió


contra la universidad pública, muchos proyectos de investigación se abortaron y se inició
una irrecuperable diáspora de investigadores. Clementina funcionó hasta 1971, cuando ya
no había forma de reemplazar las piezas obsoletas por la falta de repuestos, y el Comic
quedó en la historia como un hito en el accidentado camino que debió recorrer durante
décadas el desarrollo científico y tecnológico argentino.

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Estado, política industrial y desarrollo económico
Miradas al Sur. Año 5. Edición número 218. Domingo 22 de julio de 2012

Facundo Picabea. Investigador de la Universidad de Nacional Quilmes / Conicet

En los ’50, Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado protagonizó una experiencia única en
América latina: el diseño y la producción de automóviles. Con recursos propios generó un
entramado productivo y de conocimientos que invita a pensar problemas y desafíos actuales; entre
ellos: el rol del Estado como promotor del cambio tecnológico y económico.

A comienzos de la década de 1950, una empresa argentina protagonizó la primera


experiencia de un país periférico en la producción de automóviles en serie a partir de
diseños propios. A diferencia de lo ocurrido en Europa o Estados Unidos, el proyecto
automotriz no fue liderado por una empresa privada especializada, sino que fue producto
del trabajo de funcionarios públicos, ingenieros y técnicos aeronáuticos, desde una fábrica
de aviones del Estado. ¿Qué aprendizajes de aquel proceso continúan teniendo vigencia?
¿Qué ventajas estratégicas se pueden generar articulando las diferentes dimensiones del
poder del Estado en la implementación de políticas de desarrollo?
Luego del fracaso estrepitoso de las políticas neoliberales implementadas en la década de
1990, el rol del Estado como promotor del cambio tecnológico y económico, del desarrollo
social de un país, ha vuelto a ser considerado un tema de análisis y debate. En este
nuevo escenario se vuelve relevante y necesario recuperar una experiencia histórica en la
cual la planificación e intervención estatal fueron fundamentales para consolidar un
modelo tecnoproductivo que posibilitó el crecimiento del país

Industrializar, el mandato. En 1945, con la llegada del peronismo, se consolidó en el


Estado la idea de que la seguridad nacional y el desarrollo eran fundamentales para la
autonomía económica y la autodeterminación política del país. Orientado por el Primer
Plan Quinquenal, en 1946 inició un proceso manufacturero que profundizó la elaboración
de alimentos y bienes finales como los textiles, se amplió a fabricación local de pequeños
electrodomésticos y se proyectó la industria de bienes pesada y de bienes intermedios.
A comienzos de la década de 1950, el parque automotor local (abastecido a través de la
importación), presentaba un notable desabastecimiento debido a la situación de
posguerra. Por otra parte, el gobierno consideraba que la industria automotriz era un
sector clave para el desarrollo económico debido a su capacidad para generar
encadenamientos en la estructura productiva, la demanda de insumos primarios e

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intermedios y la generación de empleo calificado. Empresas extranjeras como Ford y
General Motors rechazaron la propuesta del gobierno de radicar plantas productoras. Se
diseñó entonces una estrategia alternativa: aprovechar los aprendizajes adquiridos en 25
años de producción aeronáutica para el diseño y fabricación de automóviles. En 1952 se
creó la empresa pública Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado (Iame).
El objetivo principal de la firma era promover la generación de un sector automotriz
integrado localmente. El gobierno articuló diferentes políticas de promoción industrial con
el objetivo de crear en torno a la fabricación de automotores un conjunto de pequeñas y
medianas empresas. A nivel financiero, Iame asesoraba a las empresas para solicitar
créditos al Banco Industrial (donde contaba con funcionarios que los aprobaban); a nivel
de infraestructura, asesoraba sobre la compra de maquinaria (que incluso prestaba a los
talleres); a nivel técnico, ofrecía sus servicios especializados en la capacitación y
selección de personal calificado. Para generar fuerza de trabajo industrial se complejizó el
sistema educativo, expandiendo las escuelas industriales y de oficios, y se creó la
Universidad Obrera –hoy Universidad Tecnológica Nacional–. Finalmente, para mantener
el control de la comercialización de los vehículos se creó un consorcio mixto llamado
Cipa.
El aspecto más significativo del proyecto fue qué tipo de vehículos se fabricaron y para
qué usuarios. A partir de 1953, la producción se concentró en tres segmentos de nuevos
usuarios de vehículos, vinculados directamente con la política económica y la ideología
peronista: la industrialización no sólo representaba el crecimiento nacional, sino también
la movilidad social. En primer lugar se dio prioridad a los automotores utilitarios,
vinculados al sector PyME tanto rural como urbano, allí se destacó el Rastrojero diesel.
Su bajo costo de adquisición y mantenimiento, su financiamiento y sus prestaciones,
permitía a un pequeño cuentapropista acceder por primera vez a un vehículo para el
trabajo. En segundo lugar, se impulsó la fabricación de motocicletas, diseñadas a partir
del salario medio industrial, y financiadas en cuotas. En 1955, la producción de la Puma
superó las 5.000 unidades anuales y se consolidó como el vehículo de la clase
trabajadora urbana. En tercer lugar, se buscó incrementar la producción de tractores. Para
dar cuenta de las necesidades del sector, la estrategia se complementó asociando a Iame
con firmas privadas Fiat para alcanzar una mayor escala.
Iame representó un cambio de una serie de relaciones sociales y políticas como la
creación de nuevos actores económicos del sector PyME y un nuevo grupo de usuarios
de ciertas tecnologías, hasta el momento excluidos. La producción metalmecánica se

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orientó hacia la fabricación de bienes durables y complejos, que requerían mayores
niveles de inversión de capital, capacitación laboral e integración sectorial, lo que
aumentó la sinergia entre el modelo de acumulación y el proyecto tecnoproductivo.

Acumulación y cambio. Iame generó un estilo de diseño y producción caracterizado por


la reasignación de sentido y la resignificación de tecnología del sector aeronáutico al
automotriz. Se conformaron equipos de trabajo liderados por ingenieros aeronáuticos que
resignificaron sus conocimientos para fabricar aviones al diseño y fabricación de
automóviles. También se seleccionaron artefactos disponibles en el mercado que fueron
tomados de modelo para el diseño de los nuevos vehículos. Así surgieron las ideas para
el diseño de los automóviles y utilitarios Justicialista (DKW), la moto Puma (Göricke) y el
tractor Pampa (Lanz); mientras que el Rastrojero se diseñó directamente a partir de la
mecánica de un tractor (Empire).
En menos de un año, en Iame se ensayaron siete prototipos de automotores y se
diseñaron los procesos productivos para iniciar la fabricación en serie. El personal de la
empresa se cuadruplicó, alcanzando los 8.000 trabajadores, y se generaron más de 1.000
contratos con el sector privado de proveedores autopartistas de Córdoba, Rosario y
Buenos Aires. Entre 1954 y 1955, se radicaron en al país cuatro firmas automotrices: las
alemanas Borgward y Mercedes Benz (asociadas ambas a capitales locales), la italiana
Fiat y la norteamericana Kaiser Corp. (ambas asociadas con Iame y capitales locales). La
creación de Industrias Kaiser Argentina (IKA), que llegó a producir en serie más de 10.000
vehículos por año, fue el paso que consolidó la industria automotriz argentina integrada
localmente.

El rol del Estado. En 1952, el Estado reforzó su rol de agente económico a través de una
estrategia que articuló empresas estatales, marcos legales, un banco sectorial,
capacitación y formación técnica de la fuerza de trabajo, misiones al exterior, empresas
extranjeras, proveedores nacionales e internacionales, etc. El modelo de empresas mixtas
fue un elemento característico del período a través del cual el Estado subsidió la
generación de nuevos sectores industriales y se incorporó capital privado, sin perder el
control del proceso de cambio tecnoproductivo. El Estado logró el desarrollo
tecnoproductivo de la industria metalmecánica, lo que reforzó el modelo de acumulación
redistribucionista basado en el mercado interno. La empresa pública respondió a objetivos
políticos como económicos:

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1. en un contexto periférico, se generó una política de desarrollo tecnoproductivo a partir
de la resignificación y adecuación de las tecnologías disponibles;
2. se inició la producción local de bienes durables complejos;
3. las cadenas de valor en torno de esos bienes integraron el mayor número posible de
actores locales;
4. se formó fuerza laboral calificada;
5. se colocaron en el mercado doméstico bienes durables a disposición de pequeños
productores rurales y urbanos, así como de la clase trabajadora;
6. se consiguió que empresas extranjeras con experiencia en la producción automotriz a
gran escala se radicaron en el país a través de un sistema de empresas mixtas.
El complejo automotriz creado en torno a Iame a comienzos de la década de 1950 es un
ejemplo de la planificación de políticas tecnoproductivas, así como de la capacidad del
Estado para intervenir en el proceso económico. La experiencia liderada por Iame alcanzó
la articulación de diferentes niveles tecnoeconómicos y sociopolíticos, que fueron
fundamentales para transformar parte de la estructura económica argentina.
El derrocamiento del peronismo en 1955 relegó buena parte de las actividades de Iame,
especialmente, los proyectos experimentales de materiales y motores. Sin embargo, el
Rastrojero y la Puma se siguieron produciendo y se convirtieron en los vehículos más
vendidos en sus segmentos. Esta continuidad permitió consolidar el modelo de
acumulación sustitutivo y favoreció aprendizajes no sólo a nivel de diseño, sino de
producción y organización del trabajo que fueron fundamentales para el desarrollo y la
consolidación del complejo automotriz localmente integrado en la década de 1960,
cuando la fabricación de automotores se convirtió en uno de los pilares de la
industrialización nacional.

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Página12, Sábado, 24 de agosto de 2013

CONSECUENCIAS DE LA POLITICA DE DESTRUCCION TECNO-PRODUCTIVA DEL


ULTIMO GOBIERNO MILITAR

Represión, liberalización y desindustrialización

IME fue en los ’50 la primera empresa de un país periférico en diseñar y producir
localmente automotores; en 1980, a partir de un informe manipulado, fue cerrada para
beneficiar a las automotrices transnacionales que apoyaban al gobierno militar.

Por Facundo Picabea *

A comienzos de la década de 1950 se creó la empresa Industrias Aeronáuticas y


Mecánicas de Estado (IAME, luego IME), punto de partida de una estrategia para
promover una industria automotriz integrada localmente. IME fue la plataforma tecno-
económica para la radicación de empresas extranjeras como Kaiser, Fiat y Mercedes
Benz, las primeras del complejo automotor argentino. El control e intervención estatal en
la economía promovieron la industrialización a través de un modelo de acumulación
redistributivo y proteccionista. Sin embargo, a mediados de la década de 1970, la
dictadura militar inició un proceso nacional de desindustrialización y destrucción tecno-
productiva.

Los economistas “de facto” justificaron la apertura comercial como una “liberación” de la
acción de los agentes económicos que depuraría y actualizaría la estructura tecno-
productiva. Lo que ocurrió finalmente fue una transformación del modelo de acumulación
a partir de la valorización financiera, desindustrialización y privilegios para el nuevo poder
económico.

Desarticulación del modelo industrialista

En 1976, el Estado fue ocupado una vez más en la historia argentina por un gobierno de
facto, producto de una coalición cívico-militar. A diferencia de los gobiernos militares que
se alternaron en el poder desde 1943, el gobierno conformado el 24 de marzo de 1976 no
consideró estratégica la industrialización del país. Por el contrario, el gobierno militar
operó como custodio de una fracción dominante que diseñó una política económica
monetarista basada en medidas de apertura de los mercados de bienes y de capitales, de
reducción arancelaria, especulación financiera, inflación estructural y reducción de

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incentivos a la producción local, que operaron en contra del modelo de industrialización
por sustitución de importaciones. El gobierno modificó el régimen de promoción y
protección a la producción manufacturera local y se produjo una severa caída de la
participación de los asalariados en el ingreso, cambios terminales para un modelo de
desarrollo tecno-productivo mercado-internista.

La liberalización de la economía promovió el ingreso indiscriminado de productos y


tecnología importados más baratos que los nacionales que, en una espiral inflacionaria
que quebró la cadena de pagos, desestructuraron la trama industrial construida durante
treinta años. La apertura afectó al sector pyme como a empresas grandes de capitales
locales, en general especializadas y no integradas en grupos económicos. La salida de la
sustitución fue abrupta, lo que impidió a la industria nacional comprender el proceso e
intentar diseñar estrategias tecno-productivas para hacerle frente.

La modificación del régimen de promoción industrial fue el principio del quiebre del
modelo sustitutivo: se liberaron las importaciones; se eliminaron los subsidios y la
protección al sector pyme; se eliminaron las líneas de crédito público; se impuso un
modelo financiero que llevó a la quiebra a un gran número de empresas; se redujo el
salario real y se eliminó progresivamente empleo industrial bien remunerado. En el caso
del sector automotor, se concentró la industria terminal, lo que le dio mayor poder de
negociación frente a una industria autopartista pyme en retroceso.

IME, estabilizada y en crecimiento

En 1974 la participación del mercado de utilitarios de IME era similar a la de Ford y


Chevrolet y se mantuvo constante hasta 1978, cuando se modificó la política industrial.
Como se observa en el gráfico, Chevrolet también fue perjudicada y en 1978 abandonó el
país. Por el contrario, en 1980, con el mercado a su disposición, Ford triplicó su
producción de utilitarios e inauguró una nueva planta a la que asistió Martínez de Hoz.

En 1979 IME era una empresa estabilizada que preparaba un joint venture con Peugeot y
un plan de producción para consolidar a la empresa como la fábrica nacional de vehículos
para el trabajo. Sin embargo, en abril de 1980 el gobierno militar consideró que IME era
inviable y la cerró. Se nombró una Comisión Liquidadora, que en 1981 elaboró un informe
a partir de datos manipulados para justificar la medida irreversible. Un ejemplo de ello fue

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contemplar como pasivos que justificaban el cierre los enormes costos de las
indemnizaciones a trabajadores y proveedores, que eran una consecuencia del mismo.

El cierre de una empresa como paráfrasis del fin de un modelo de desarrollo industrial.

A mediados de la década de 1970, el gobierno de facto estaba enfocado en la


consolidación del cambio en el modelo de acumulación. El cierre y liquidación de IME en
poco más de dos meses fue una medida intempestiva e injustificable a partir de la
posición en el mercado o la situación contable de la empresa, pero completamente lógica
de acuerdo con el objetivo del gobierno militar.

En un escenario apoyado en la valorización financiera como eje de la acumulación del


bloque dominante, una empresa pública y especializada en la producción automotriz no
se adecuaba al modelo diversificado y concentrado impuesto por el gobierno militar. Ello
implicó el cierre definitivo de la planta y de lo que quedaba del proyecto metalmecánico de
desarrollo local de capacidades económicas y tecnológicas.

El cierre de IME, empresa fundadora de la industria automotriz nacional en la década de


1950, es un ejemplo más de la política económica antiindustrialista de la dictadura cívico-
militar que dirigió el proceso de destrucción tecno-productiva más grande de la historia
argentina.

* Investigador Conicet/UNQ

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