CÍRCULOS

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CÍRCULOS-Víctor Falcón Castro

¿Por qué no estoy feliz? Todos hablan de ello: hemos acabado,


cerraremos una etapa, la vida comienza…no me causa alegría saberlo.
Tengo algo de hambre. Bajo a la cocina.
Dentro de poco empieza el encierro para preparar el examen de
ingreso a la universidad. Pienso estudiar derecho. No estoy seguro que
esa carrera sea lo que quiero seguir, aunque mi familia está
entusiasmada con la idea. Y si soy un abogado exitoso como mi padre
mejor.
Cojo cualquier cosa de la refrigeradora, subo a mi habitación y leo una
revista. Tengo sueño, trato de dormir.
Mi madre me despierta y dice que debo ir a cortarme el pelo. Lo haré
en la tarde.
Paso la mañana acostado. Lo único que hago es mirar el techo. No
quiero ir a la graduación, pero sería inútil tratar de convencer a mis
padres.
Salgo de mi casa y camino para hacer tiempo. Cruzo el parque. Me
siento en una banca y observo el estanque un rato. Unos cuantos peces
nadan en círculos. Me levanto y sigo caminando. Llego al cine y elijo
una película al azar. Le doy mi entrada al chico que siempre está a esa
hora. Lo envidio: su trabajo se ve relajado. Sonrío al pensar en la
reacción de mi familia si le dijera que no quiero estudiar en la
universidad, sino trabajar en un cine. Compro algo para comer durante
la función.
Son casi las cinco. Mi madre se altera al ver que no me corté el pelo.
Le contesto que no importa y que luego de bañarme me lo peinaré
hacia atrás. Se calma. Dice que me apure, vienen por nosotros en
media hora.
Me baño y me visto sin ganas.
Entro en el auto. Estamos algo atrasados. Mi padre me saluda y dice
que está orgulloso de mí. Solo atino a sonreírle.
Llegamos al colegio. Hay muchos autos estacionados. Entramos al
auditorio principal y ubicamos los asientos. La graduación comienza.
El director lee algo. No le presto atención. Quiero irme. Miro mi reloj
ansiosamente. Saludo de lejos a Álvaro, mi mejor amigo. Debe estar
tan aburrido como yo, pero a él le molesta todo. Tiene fama de
antisocial y aunque siempre se hace el duro, nos llevamos bien.
Llega la hora de los premios.
Llaman a los mejores alumnos de cada salón: quedé en primer lugar.
Llaman a los mejores alumnos de la promoción: quedé en segundo
lugar. Llaman a los alumnos que “demostraron compromiso y
responsabilidad a lo largo de su formación escolar”: me entregan uno
de los reconocimientos escolares. Llaman a los ganadores del concurso
de ensayo: empate con Josué el primer lugar. Llaman al equipo de
natación: recibo un diploma por haber pertenecido este.
Ese soy yo: el modelo a seguir. Desde los seis años he ganado y
ganado premios en el colegio. Al comienzo me divertía recibir diplomas
y medallas con mi nombre en ellos. No me constaba mucho esfuerzo
conseguirlos. Pero siempre aparenté lo contrario. Con el tiempo me
aburrí. Todo se volvió predecible. No me afecta que Josué haya
ganado el primer puesto de la promoción. Aunque debería, siempre
hubo una competencia entre ambos, pero ya no me importa.
Cuando salimos del auditorio, mis profesores se acercan para decirme
lo de siempre: que soy muy inteligente, que tengo un gran futuro, y
que voy a lograr lo que me proponga. Mis padres llenos de orgullo les
agradecen por haberme preparado para la vida. Los padres de mis
amigos me toman como ejemplo. Odio cuando lo hacen.
Una hora después nos vamos.
Mi madre me dice que hizo reservaciones para cenar. Contesto que
no debería haberse molestado. Mi padre responde que separó esta
tarde desde hacía meses; no se la hubiese perdido por nada.
Debemos esperar casi veinte minutos en el restaurante. El lugar está
repleto y mi padre no quiere otra mesa que no sea la que acostumbra a
usar. En el segundo piso tenemos mejor vista al mar. Había demasiada
gente y ruido en el primero. Nos sentamos, veo la carta y pido filete de
salmón. Y ensalada de endibias.
Me distraigo viendo las olas.
La cena fue buena aunque no haya tenido hambre: comí demasiado
en el cine.
Rodrigo‒mi padre se aclara la voz- queremos decirte lo felices que
estamos por ti
Gracias… todo se lo debo a ustedes.
Es innegable soy el hijo perfecto.
‒Quiero que conserves esto. Me entrega una caja. Mi madre la mira
encantada.
La abro con cuidado. Dentro hay un reloj antiguo que no funciona.
-Era de tu abuelo. Me lo regaló al graduarme de la universidad.
Quiero dártelo hoy me dice con tristeza.
-Significa mucho para él.- Mi madre no deja de sonreír.
Mi padre se acerca y me abraza.
-Te quiero mucho. Lo dice como si fuera a llorar. Me da un beso en la
cabeza. No lo hacía desde hace tiempo.
Gracias contesto trato de mirar el reloj con cariño; no creo lograrlo.
Hablamos del futuro. Les aseguro que ingresaré a la universidad sin
problemas; es un hecho descontado. Mi padre opina que será
estupendo cuando trabaje con él.
-Y pensar que tu abuelo formó este estudio de la nada…
Pide la cuenta.
En el camino de regreso, comento que me gustaría tener un auto
para ir a la universidad. Lo hago con cuidado para no presionarlos.
Creen que será una buena idea.
-Busca algunos modelos y hablamos.
Una vez en casa, finjo tener sueño. Llego a mi habitación y enciendo
las luces. Entro al baño. Me fuerzo a vomitar. Lo consigo. Me siento
mejor. Me cambio de ropa y observo folletos para decidir a dónde
viajaré de vacaciones cuando ingrese a la universidad.
Recuerdo al chico del cine iré mañana de nuevo le preguntaré como
consiguió ese trabajo y si es difícil.
No quiero dormir por lo que empiezo a cortar las diplomas que me
dieron en la tarde con una tijera de costura. Intento hacer círculos
aunque solo consigo formar figuras toscas.
UNA CITA DE PELÍCULA (Renato Cisneros)
Para que se entienda el sentido de este relato tendría que contar que
a M la conocí hace varios años por amigos en común, pero recién hace
un par de fines de semana nos cruzamos en una disco del sur y nos
quedamos conversando durante horas.
Ella siempre me había parecido atractiva, alegre y muy buena onda, y
esa noche, mientras actualizábamos nuestras vidas en medio del
delirante bullicio de aquel local, no hice más que confirmar cada una
de esas antiguas impresiones.
Fue aprovechando ese bonito reencuentro que el fin de semana
pasado me armé de valor y la invité a salir. Confieso que me daba algo
de vergüenza y miedo que me dijera que no podía, chantándome una
excusa inverosímil.
Así que, para blindar mi orgullo y evitar una frenada en seco, recurrí a
ese método tecnológico que nos ha solucionado la vida a los hombres
tímidos: el mensaje de texto por celular.
No hay pierde con esta modalidad, porque te haces invisible. Si una
chica rechaza una invitación tuya, por lo menos no estarás allí
presente, cara a cara, para disimular tu frustración con risitas y muecas
nerviosas. Si ella te responde negativamente por celular, pues le envías
un mensaje que diga algo como: “OK, flaca, fácil la próxima semana,
hablamos, un beso”, y listo: quedas muy cool, muy fresco, como si no
te importara el desaire, y te ahorras la exposición de tu cara de
abatido.
Le envié el mensaje a M, diciéndole directamente para ir al cine ayer
lunes, pero ella –hasta ahora no sé si por bacanería, por precaución o
porque efectivamente tenía el celular apagado- no me contestó hasta
el día siguiente, dejando que pase una larga noche en suspenso,
despertándome cada cinco minutos, sudando, analizando en silencio
las mil pastrulas posibilidades que uno se plantea en esas
circunstancias.
Primero pensé: “Quizá no sabe cómo decirme que NO y me va a salir
con que no le llegó el mensaje”.
Luego descarté ese pensamiento suspicaz y cavilé: “No, tal vez la
pobre no tiene saldo… pero bien podría pedirle el celular a una amiga y
contestarme… aunque sea por educación, ¿no?”.
Más tarde, ya de madrugada, me convencí del escenario más fatídico:
“Seguramente está saliendo con alguien más, pero qué raro, me lo
hubiera dicho”.
Al final, desvelado, con ojeras y harto de especular, me dormí
maldiciendo: “Ya fue, también si quiere. No voy a insistir. Total, no será
la primera vez ni la última”.
La crueldad duró hasta las once de la mañana del día siguiente, hora
en que mi celular vibró, anunciando que la respuesta de M acababa de
aterrizar en mi buzón de mensajes: “Ya, mostro, vamos, me llamas para
quedar, chau”.
Lo terminé de leer y sonreí, victorioso.
Como los hombres necesitamos fortalecer todo el tiempo nuestro ego
masculino llamé de inmediato a mi amigo Rafo para contarle con
entusiasmo las novedades. Contra mis pronósticos amicales, el
desalmado me pinchó el globo de la ilusión: “¿Vas a salir por primera
vez con ella y la vas a llevar al cine? ¿O sea, van a pasar dos horas sin
conversar? Uno va al cine a la tercera o cuarta salida; llévala a comer,
no seas bestia”.
Pero ya era tarde para cambiar de idea, así que tuve que desoír las
buenas recomendaciones de Rafo y continuar con los planes cinéfilos.
Cuando llegué a la casa de M para recogerla hubo un detalle, quizá
estúpido, que yo tomé como un buen augurio pues alguna vez lo vi en
una película. Le abrí la puerta del auto y cuando di la vuelta para
ubicarme en mi posición de piloto ella me devolvió el gesto,
abriéndome la puerta desde adentro. Puede ser una minucia cordial,
un tic, una bobada, pero esas reacciones imperceptibles son infalibles
indicadores de un interés encubierto.
La segunda actitud que me gustó ocurrió delante de la impersonal
boletería del Cinemark del Jockey Plaza (que, por cierto, con esas lunas
gruesas y con la boletera hablándote a través del micrófono, más
parece un frío mostrador de embajada donde se tramita una visa).
Una vez ubicados allí, M hizo el amago de querer pagar su entrada.
Yo, como corresponde a un caballero, la atajé, advirtiéndole que yo la
estaba invitando. Ella cerró la billetera y muy segura de sí misma me
avisó: “Está bien, pero yo pongo la canchita”.
No sé si la mayoría de hombres piense igual, pero es estimulante
cuando una chica, primero, hace la finta de querer pagar (no importa
que no pague, lo importante es que haga la finta) y, segundo, busca
alguna salida compensatoria. ¡Eso se llama solidaridad de género!
(Sin embargo, cuando después se lo conté a mi amigo Rafo, él me
volvió a pinchar el globo: “Oe, tarado, ¿no te das cuenta? No es que
ella quiera compartir los gastos contigo, lo que quiere es dejarte en
claro que es una mujer independiente. A lo mejor para ella no fue una
cita, sino una salida de amigos”).
Mientras caminábamos rumbo a la sala 8, pasamos por la confitería y
M me preguntó qué quería comer. Yo comenté que no tenía mucha
hambre y, astutamente, sugerí que compartiésemos un mismo pote de
canchita. Detrás de ese inocente pedido, por supuesto, se escondía un
tierno deseo adolescente: el deseo de que, una vez que estuviésemos a
oscuras viendo la película, nuestras manos se cruzaran dentro del pote
en su afán de recoger un puñado de pop corn, y pudiesen rozarse y
eventualmente quedarse entrelazadas hasta el final de la función. Algo
así de casual como el beso que se dan la Dama y el Vagabundo al pie de
un plato de tallarines.
Nada de eso ocurrió porque, ni bien arrancaron los avances de los
próximos estrenos, en un descuido que yo lamenté más que ella, M
perdió el control del envase y el setenta por ciento de la canchita se
desparramó por el suelo.
Sonrojada y culposa, la linda M se levantó de inmediato y se fue a
comprar dos potes individuales, sin consultármelo. Cuando volvió, aún
ruborizada, me dijo: “Así ya no te voy a tirar la canchita”, mientras yo,
hecho un mongo de las pelotas, me desconcertaba en silencio: “Ahora
cómo hago para agarrarle la mano”.
La película, como dije, resultó un fiasco total. Muy bacán la fotografía
de una Nueva York deshabitada y muy alucinante la teoría de un virus
mortal que se extiende por el mundo, pero ver al zambito rapero de
Will Smith y a su perro chusco peleando con vampiros calatos me
produjo más risa que susto. No hubo una sola ocasión como para
aprovechar el pánico y acurrucar a M, cogerle la pierna, rodearla con
mi brazo o robarle un beso asustadizo. Nada.
El único momento en que pude hacer derroche de mi carácter y mi
valentía fue cuando la conchudita vecinita de la butaca derecha
comenzó a hablar por celular de lo más pancha, como si estuviera
reposando en la sala de estar de su casa un domingo por la tarde.
- Hola, Javier, estoy en el cine, tú dónde andas –dijo la fulanita, en
medio del cine, interrumpiendo con descaro la obligada quietud de la
sala.
Automáticamente le piqué el hombro y le pedí que guardara silencio.
Lo hice con algunos ademanes excesivos, como para que M se
percatara de lo bien que yo podía manejar la situación.
La fulanita me miró y ajustó los dedos índice y pulgar, como diciendo
“un ratito que ya termino”. Pero la fresca no terminaba.
- Ya pues, Javier, mañana pásate por la casa de Eduardo y ahí te
cuento lo que le pasó a Miryam.
Por la insolencia del hecho, pero también para apantallar a M, levanté
la voz y le espeté: “Cuelga, pues, que este no es un mercado”.
La mujercita me miró con indignación y, de pronto, asomó por encima
de ella la voluminosa cabeza de su otro vecino de butaca (y a todas
luces su pareja): un hombre mazacotudo de unos cuarenta y cinco
años, de bigote ancho, y con cara de haber pasado más de una
temporada en el pabellón de reos primarios de la cárcel de San Jorge.
- Oe, flaco, mira la película nomás y no te hagas el bravo –me contuvo
el malandro, con un tono amenazante bastante exitoso.
Al ver su complexión de maestro de obras y su rostro de sicario, me
acobardé y sólo atiné a decirle a M en voz lo suficientemente alta: “La
próxima vamos a otro cine”.
Increíblemente, en lugar de secundarme y seguirme la corriente, M
me reprendió, dejándome como un idiota frente a mis circunstanciales
adversarios.
- Ya no reniegues, pareces un viejito maniático.
[Díganme si no es irónico: tú tratas de lucirte delante de la chica que
te gusta y al final terminas haciendo un papelón, y, para colmo, ella te
tilda de anciano esclerótico].
A pesar de todas esas contrariedades, ir al cine fue una buena opción.
El cine siempre es un terreno ideal para medir cuánto congenias con la
chica que te acompaña.

A mí, por ejemplo, me gusta sentarme adelante, entre la cuarta y


sexta filas, y ayer la buena de M no puso mayores objeciones al
respecto.
Y aunque no converses durante las dos horas con la otra persona
(como bien me recriminaba mi amigo Rafo), igual puedes conocer
silenciosos detalles de su personalidad, como sus gustos cinéfilos al
momento de los tráileres.
También puedes medir su sentido del respeto y de la prudencia (si
apaga el teléfono o no, si te habla e interrumpe mientras proyectan la
película o no, si bosteza, si se duerme, si se quita los zapatos).
Y también puedes detectar sus niveles de sensibilidad artística luego
de terminado el espectáculo: no es igual que te digan: “Me gustó la
naturalidad de los diálogos, la propuesta narrativa del director y el
casting de los actores”, a que te digan: “Ay, me ha dado hambre, ¿me
invitas una butifarra?”.
He quedado con M en volver a salir, y no puedo negar que estoy
entusiasmado. Por lo pronto, quiero decirle para ir a ver El amor en los
tiempos del cólera. O mejor no: mejor que sea ella quien elija la
película. Eso sí, esta vez me la llevaré al Alcázar, mi cine favorito. Quizá
ahí sí pueda robarle un beso.

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