La Cultura de La Legalidad Laveaga Gerardo

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GERARDO LAVEAGA

La cultura
de la legalidad

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


LA CULTURA DE LA LEGALIDAD
INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS
Serie ESTUDIOS JURÍDICOS, Núm. 8
Cuidado de la edición: Maricela Martínez Durán
Formación en computadora: Jaime García Díaz
GERARDO LAVEAGA

LA CULTURA
DE LA LEGALIDAD

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


MÉXICO, 1999
Primera edición: 1999

DR © 1999. Universidad Nacional Autónoma de México

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS

Circuito Maestro Mario de la Cueva


Ciudad Universitaria, C. P. 04510, México, D. F.

Impreso y hecho en México

ISBN 968-36-7643-X
A Diego Valadés,
promotor de la cultura
de la legalidad
en México
CONTENIDO

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Miguel CARBONELL

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

I. La construcción social del Estado de derecho . . 21

1. Las dimensiones sociales del Estado . . . . . 21


2. Las dimensiones sociales del derecho . . . . 26
3. Instituciones políticas: la preservación del con-
senso . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30

II. La cultura de la legalidad en la preservación del


consenso . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

1. Las necesidades y los intereses como condicio-


nantes de la axiología política . . . . . . . 35
2. La transformación de los valores políticos en
valores jurídicos . . . . . . . . . . . . . 44

III. La difusión de la cultura de la legalidad . . . . 51

1. La socialización jurídica . . . . . . . . . . 51

9
10 CONTENIDO

2. Límites en la difusión de la cultura de la lega-


lidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
3. Funciones de la cultura de la legalidad . . . 65

IV. La cultura de la legalidad en México . . . . . 73

1. Socialización jurídica general . . . . . . . 73

A. Contexto . . . . . . . . . . . . . . . 73
B. Marco legal . . . . . . . . . . . . . . 78
C. Educación formal: la escuela . . . . . . . 83
D. Educación no formal . . . . . . . . . . 86
E. Educación informal: los medios de comuni-
cación . . . . . . . . . . . . . . . . 90

2. Socialización jurídica específica . . . . . . . 94

A. La enseñanza formal del derecho: la univer-


sidad . . . . . . . . . . . . . . . . . 94
B. Informática y derecho . . . . . . . . . . 99

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107
La cultura de la legalidad, editado por el
Instituto de Investigaciones Jurídicas de
la UNAM, se terminó de imprimir el 8
de junio de 1999 en J. L. Servicios Grá-
ficos, S. A. de C. V. En esta edición se usó
papel cultural de 57 x 87 de 37 kgs. para
las páginas interiores y cartulina couché
de 162 kgs. para los forros. Tiraje: 1,000
ejemplares.
Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
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PRÓLOGO

La obra que ahora tiene en sus manos el lector es ejemplar


en varios sentidos. No se trata solamente de un libro escrito
con un rigor y un estilo envidiables, sino que estamos frente
a un ensayo que ha dado en el blanco de una de las proble-
máticas más arduas que existen en el panorama jurídico na-
cional del presente: la cultura jurídica y, dentro de ella, la
cultura de la legalidad. Vamos por partes.
Por lo que hace a la forma en que está escrito el libro,
deben destacarse dos cuestiones. Por un lado, desde las pri-
meras líneas, el autor demuestra un notable dominio del idio-
ma y, sobre todo, un desenvolvimiento y una ilación del texto
sorprendentes.
Por otra parte, debe destacarse la forma en que el autor
va desgranando sus argumentos. Sin asomo alguno de duda,
se pone frente a autores tan importantes como Kelsen y es-
tablece con ellos un diálogo que sirve no únicamente para el
tratamiento de las cuestiones del libro, sino sobre todo que
ilustra al lector en temas de esos autores sobre los que no
se había abundado demasiado hasta el momento. Esto se co-
necta de forma inmediata con la metodología expositiva del
libro.
Laveaga ha preferido abordar su temática, como no podría
ser de otra forma tratándose de una obra de los alcances de
la presente, desde un punto de vista no estrictamente jurídi-
co. Esto merece ser destacado porque para nadie es una sor-
presa la tendencia casi obsesiva que tenemos los que estudia-
mos derecho a encerrarnos en nuestras propias abstracciones,
construyendo en ocasiones universos teóricos que quizá no
sirven mucho —o nada— a la realidad que nos rodea, pero

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12 MIGUEL CARBONELL

que responden a las “necesidades” de una seudorracionalidad


jurídica.
Nuestro autor huye muy bien de lo anterior y combina, de
manera ciertamente original, a autores clásicos de la ciencia
jurídica con lo mejor de la ciencia política y del pensamiento
social de los últimos lustros ( Habermas, Popper, Luhmann,
Huntington, etcétera) .
Una de las explicaciones clave del libro, sobre todo en la
primera parte, es la forma en que se crea el consenso dentro
de las complejas sociedades modernas. En este punto cabe
recordar las recientes y muy importantes aportaciones de Jür-
gen Habermas ( especialmente su reciente libro Facticidad y
validez) y de Robert Alexy ( por ejemplo su Teoría de la ar-
gumentación jurídica o su Teoría de los derechos fundamenta-
les) , entre otros. Laveaga es contundente sobre la importancia
del consenso. Solamente cuando el consenso se mantiene —afir-
ma— “puede hablarse de legitimación”. Obviamente, la vía
consensual no es la única que permite la legitimidad de los
poderes públicos ( como ya demostró Max Weber en su insu-
perado Economía y sociedad) , pero es claro que en los Estados
democráticos es el modo más seguro de lograr lo que, en la
tradición clásica, se entendía como un “buen gobierno”.
A pesar de su fe en el consenso, nuestro autor no se per-
mite falsas esperanzas sobre las posibilidades del tema de su
libro: “La mayor difusión de la cultura de la legalidad no
conduce, necesariamente, al desarrollo político y sí, en cam-
bio, lo puede afectar. El desarrollo político, en cambio, inva-
riablemente propicia las condiciones para que se dé un au-
mento en el nivel de la cultura de la legalidad en un pueblo”.
¿Debemos entonces, bajo la óptica de Laveaga, esperar a lo-
grar un desarrollo político suficiente como para que proporcione
un piso fuerte que permita sostener el edificio de la legali-
dad? Creo que no, si bien coincido con el autor en que un
mínimo de desarrollo político es necesario para la difusión ade-
cuada de la cultura de la legalidad ( y de hecho es necesario
también para la simple existencia de “la legalidad” tal como
se entiende en los países democráticos) .

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PRÓLOGO 13

De la misma manera, el autor tampoco muestra grandes


esperanzas en los principales operadores y posibles difusores
de la cultura de la legalidad: los abogados. En esto coincido
punto por punto con Laveaga. Los abogados han sido, tradi-
cionalmente, uno de los gremios más conservadores dentro
de las sociedades contemporáneas: son los guardianes natos
del status quo. Como se señala en el libro, “A la manera de
los gremios medievales... los abogados prefieren no compartir
sus conocimientos, pues esto originaría que muchas personas
prescindieran de sus servicios”. La cuestión no es menor y sí
resulta muy preocupante; la cerrazón del gremio ha llegado
a un grado tal que se ha descrito al mundo jurídico como
una verdadera isla y a sus habitantes como una variante ilus-
trada de los antiguos “caníbales” ( Pedro de Silva) .
En todo caso es cierto que, de forma parecida a lo que les
sucede a los teóricos —sobre los que ya se ha comentado
algo líneas arriba—, también los operadores jurídicos prácti-
cos parecen obstinados en reservar para ellos mismos y para
el resto de los iniciados los saberes jurídicos. Estando fuera
del gremio, debido tanto a una deficiente educación cívica
como a una complejidad técnica a veces absurda de los di-
versos ordenamientos jurídicos, es muy difícil que los ciuda-
danos puedan hacer valer sus derechos ante los juzgados y
tribunales. En esa tesitura, los conceptos jurídicos más sólidos
se convierten en pura retórica cuando se enfrentan a una
realidad bien lejana de aquella que se explica en las aulas:
¿de qué sirve demostrar de forma indubitable la supremacía
constitucional y explicarles con todo detalle a los alumnos el
caso Marbury vs. Madison si a fin de cuentas a los ciudadanos
no se les da un acceso real ( por tecnicismos innecesarios, por
dificultades económicas o por simple y llana desinformación)
a los recursos que sirvan para proteger sus derechos funda-
mentales?
Aparte de los temas anteriores, en el libro de Laveaga se
encuentra en abundancia material para suscitar muchas otras
reflexiones que alargarían innecesariamente este prólogo. Ob-
viamente, es un libro propositivo que, como todos los de su
especie, no culmina en su propia escritura ni en la lectura

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14 MIGUEL CARBONELL

de los interesados; por el contrario, al terminar de leer el


libro se empieza apenas el camino lleno de sugerencias que
ha abierto el autor. Varios de los temas planteados por La-
veaga no han sido más que dibujados en el libro, debiendo
ser completados con posterioridad por el autor o por quienes
le sigan en la línea de investigación que él ha abierto.
Para futuros trabajos se podría considerar la posibilidad de
practicar un enfoque desde el punto de vista constitucional
y no solamente legal. Como ha dicho la mejor doctrina eu-
ropea sobre la materia ( Aragón Reyes, Rubio Llorente, Zagre-
belsky, Häberle) , hoy el Estado de derecho es Estado consti-
tucional de derecho, de modo que la cultura de la legalidad
bien puede —y debe— ser entendida como cultura de la cons-
titucionalidad.
En suma, estamos frente a un libro que plantea un tema
fundamental en el quehacer de los juristas y de los demás
científicos sociales del México de final de siglo. Merece ser
discutido. Leerlo será, sin duda alguna, una expresión más
de la vieja “lucha por el derecho” a la que ya se refería Ihering
y a la que deben sumarse con toda su energía los juristas
democráticos de este país.

Miguel CARBONELL

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Lo que cuenta en última instancia, y de lo


que todo depende, es la idea del derecho, de
la Constitución, del código, de la ley, de la
sentencia. La idea es tan determinante que, a
veces, cuando está particularmente viva y es
ampliamente aceptada, puede incluso prescin-
dirse de la “cosa” misma, como sucede con la
Constitución en Gran Bretaña... Y, al contra-
rio, cuando la idea no existe o se disuelve en
una variedad de perfiles que cada cual ali-
menta a su gusto, el derecho “positivo” se
pierde en una Babel de lenguas incompren-
sibles entre sí y confusas para el público
profano.

Gustavo ZAGREBELSKY

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INTRODUCCIÓN

Cuando cursaba la preparatoria leí una frase de Baruch Spi-


noza que me impresionó:

Si los hombres hubiesen sido organizados por la naturaleza de


modo que la razón dirigiese siempre sus deseos, la sociedad
no tendría necesidad de leyes; bastaría enseñar a los hombres
los verdaderos preceptos de la moral para que hiciesen espon-
táneamente, sin violencia y sin esfuerzo, todo lo que les fuese
verdaderamente útil.

El fragmento tuvo en mí un efecto provocador: ¿Por qué


no promover, pues, la razón entre los hombres? ¿Por qué no
dirigir todos los esfuerzos de un gobierno para que los hom-
bres aprendieran a regir sus deseos por la razón? ¿Por qué
no enseñarles, antes que cualquier otra cosa, “los verdaderos
preceptos de la moral”? Hacerlo significaría acabar, de una
vez por todas, con la pobreza, el hambre y las guerras.
Conforme fui creciendo, la ilusión se derrumbó: “la razón”
de algunos hombres no tenía que ver, en absoluto, con “la
razón” de otros y “los verdaderos preceptos de la moral” cam-
biaban con el tiempo y variaban de un lugar a otro. No eran
iguales, vaya, para los griegos que vivían en Constantinopla
hace cuatrocientos cincuenta años que para los otomanos de
esa misma época; no son los mismos para los serbios que
para los kosovares de las postrimerías del siglo XX; no son
iguales para los mexicanos ricos que para los mexicanos po-
bres de hoy en día.
Mi inquietud, sin embargo, siguió dando vueltas: ¿Qué pa-
saría si, en lugar de hablar de “la razón” o de “los verdaderos
preceptos de la moral”, pudiéramos hablar de algo menos pre-

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18 GERARDO LAVEAGA

tensioso, como las leyes? Después de todo, éstas representan


“la razón” y “los verdaderos preceptos de la moral”, según
cada época y cada lugar. ¿No tendríamos un mundo más ha-
bitable si la gente respetara la ley? Para que esto ocurriera,
claro, la ley tendría que conocerse. Creo que esta inquietud
fue uno de los motivos por los que decidí estudiar derecho.
Ya en el curso de mi carrera, volví a tropezar con expectativas
engañosas. El conocimiento del derecho variaba en cada in-
terpretación y la misma norma que fortalecía a unos, debili-
taba a otros. ¿Cómo podría dársele a conocer a alguien que
no hubiera estudiado derecho la relatividad del juicio de am-
paro en México, por ejemplo? ¿Cómo explicarle que si dos
personas estaban en el mismo supuesto y una se amparaba,
ya no tenía que pagar el impuesto que la otra —por no ha-
berse amparado oportunamente— estaba en la obligación de
pagar? En otros casos, las leyes —que según se enseña en la
escuela primaria son generales y abstractas— resultaban am-
biguas y contradictorias. Comprendí que si fueran claras, no
se requeriría de jueces y tribunales en ningún lugar del mundo.
A pesar de esto, sigo creyendo que la adecuada difusión
de nuestras disposiciones jurídicas contribuye a fortalecer el
orden social en un Estado. Ciertamente, orden social es un
concepto lleno de aristas: pues puede significar la coexisten-
cia pacífica de los distintos grupos que integran una comu-
nidad pero, también, la preservación del statu quo de la mis-
ma. A lo largo de estas páginas, he preferido el primer
significado y creo que, en la medida en que un gobierno esté
interesado —o se vea obligado— a garantizar y promover
esta coexistencia pacífica, la adecuada difusión de la cultura
de la legalidad ayudará a canalizar los niveles de inconfor-
midad de un modo ordenado, así como a ampliar los niveles
de acceso a la justicia en la sociedad civil. Por lo menos, éste
es uno de mis puntos de partida para pronunciarme a favor
de lo que el discurso político ha dado en denominar “la cul-
tura de apego a la legalidad”.
Esta última conlleva nuevos desafíos: ¿Cómo enseñar a un
pueblo —o a un grupo dentro de este pueblo— que se apegue
a una ley que, en el fondo, no acepta? Los autoproclamados
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INTRODUCCIÓN 19

“pueblos indígenas” del sureste mexicano en nada ayudarían


a solucionar el conflicto chiapaneco si conocieran de memoria
la Constitución. Por otra parte, ¿a quién buscan beneficiar
con la ley sus creadores e intérpretes? ¿Qué pretenden con
ella aquellos que, en cada sociedad, están encargados de eje-
cutarla? ¿Cuál es el papel de la fuerza y cuándo debe echarse
mano de ella para que las leyes se respeten? ¿Cómo hacer
del conocimiento de todos aquellas leyes que sólo pueden ha-
cerse valer por quien contrate los servicios de costosos abo-
gados y por quien esté dispuesto a esperar los larguísimos
períodos de tiempo que supone un litigio? ¿Cómo explicarle
esto a la sociedad civil sin provocar su irritación? Henry Kis-
singer, sintetizando a algunos clásicos del pensamiento polí-
tico, escribió que el equilibrio de poder reducía las oportuni-
dades de recurrir a la fuerza y que el sentido de la justicia
compartido reducía el deseo de emplearla. ¿Cómo lograr, no
obstante, que un mayor número de personas comparta un
sentido de la justicia, sea ésta lo que sea?
El asunto de la difusión jurídica, por tanto, no es un asunto
que sólo esté relacionado con el ámbito jurídico sino, tam-
bién, con el social. Esto explica las constantes referencias a
disciplinas como la política, la educación y la comunicación,
sin las cuales no podría haberse elaborado un estudio como
éste. Partiendo del supuesto de que son las necesidades y los
intereses de un pueblo —y de los grupos que lo conforman—
los que determinan la creación, la aplicación y la interpreta-
ción del derecho, he intentado esbozar las premisas de un
marco teórico que facilite el examen de la relación que existe
entre el orden social de un pueblo y el conocimiento que éste
tiene de su propio derecho. En el último capítulo, este exa-
men se aboca a México. El trabajo parte del análisis de una
variable adicional: el Estado. A pesar de la crisis conceptual
que éste enfrenta hoy en día, desde el enfoque normativo o
desde el enfoque institucional, sigue siendo el punto de con-
vergencia más complejo entre sociedad y derecho. Al menos,
el más observable.
Es importante señalar, asimismo, que he usado el término
cultura de la legalidad porque me parece que define mejor
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20 GERARDO LAVEAGA

que cualquier otro el conocimiento que un pueblo tiene de


su derecho, así como los esfuerzos que hacen grupos y fac-
ciones —principalmente el gobierno— para difundir o no di-
fundir tal conocimiento, las variables del proceso mediante
el que un pueblo acata las normas que lo rigen, los efectos
concretos que este ejercicio tiene en la sociedad civil y los
límites a los que se circunscribe. Hablar de cultura jurídica
habría implicado aludir a la tradición que han seguido diver-
sos pueblos para elaborar, aplicar e interpretar su derecho,
tal como lo hacen John Merryman y otros investigadores, o
bien referirme a la concepción del derecho que ha orientado
el quehacer jurídico de estos grupos humanos, como la en-
tienden Giovanni Tarello y sus discípulos.
En ocasiones, puede parecer que utilizo indistintamente los
conceptos cultura política y cultura de la legalidad como si éstos
fueran sinónimos. No es así. A partir de la idea de que el
derecho es producto de la acción política, el desarrollo de la
cultura política se convierte en condición para el desarrollo
de la cultura de la legalidad. La primera exige la identifica-
ción de necesidades e intereses, los medios que llevarán a
satisfacerlos, la afiliación a los grupos que provean estos me-
dios. La segunda supone la posibilidad de convertir en dere-
cho —o mantener convertidos en derecho— dichas necesida-
des e intereses. Si la cultura política lleva a la consecución y
al goce de más prerrogativas, la cultura de la legalidad lleva
a la preservación de las mismas, a la predecibilidad de las
conductas de grupos e individuos; en suma, al orden social.
Ambas son inseparables y ninguna se entendería sin la otra.
Finalmente, quiero aprovechar esta introducción para agra-
decer el apoyo que me brindaron Ernestina Madrigal y Raquel
Luna Córdova para elaborar el manuscrito. Sin su colabora-
ción, no habría sido posible concluir este trabajo.

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I. La construcción social del Estado de derecho . . 21

1. Las dimensiones sociales del Estado . . . . . 21


2. Las dimensiones sociales del derecho . . . . 26
3. Instituciones políticas: la preservación del con-
senso . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30

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I. LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL ESTADO


DE DERECHO

1. Las dimensiones sociales del Estado

A pesar de las múltiples definiciones de Estado en los umbra-


les del siglo XXI —definiciones que a veces implican su in-
minente desaparición o su inexistencia—, juristas, sociólogos
y politólogos parecen coincidir al identificar elementos comu-
nes en cada una de ellas. De acuerdo con Max Weber, el
Estado es “un instituto político de actividad continuada, cuan-
do y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga
con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción
física para el mantenimiento del orden vigente”.1 Hermann
Heller pensaba que una definición semejante suponía ver al
Estado como “una ficción o síntesis mental” que el estudioso
podía construir o abandonar a placer,2 pero su propia defi-
nición —“El Estado es una unidad de acción jurídicamente
organizada”— apenas logró ir más allá de esta síntesis.
Menos interesado en la “concepción técnica”, Umberto Ce-
rroni sostiene que el Estado puede definirse como el

sistema político representativo ( y por tanto separado de las


actividades socioeconómicas que constituyen la sociedad civil)
que se constituye en un territorio de dimensión nacional en el
curso de un proceso histórico que ve el “nacimiento de una
nación” como pueblo de sujetos iguales unidos por un fuerte
nexo económico-lingüístico-cultural.3

1 Weber, Max, Economía y sociedad, México, FCE, 1983, p. 43.


2 Heller, Hermann, Teoría del Estado, México, FCE, 1989, p. 79.
3 Cerroni, Umberto, Política: métodos, teorías, procesos, sujetos, institu-
ciones y categorías, México, Siglo XXI Editores, p. 127.

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22 GERARDO LAVEAGA

Maurice Duverger optó por la pluralidad al decir que “la pa-


labra Estado tiene dos sentidos diferentes: o bien designa el
conjunto de instituciones gubernamentales de una nación ( Es-
tado-gobierno) , o se refiere a la nación misma en tanto que
está dotada de instituciones gubernamentales de las naciones”.4
Al tratar de definir al Estado, las escuelas norteamericanas
tomaron elementos de las corrientes europeas e introdujeron
otros de carácter didáctico. Karl Deutsch escribe que “el Es-
tado es una maquinaria organizada para la elaboración y eje-
cución de decisiones políticas y para la imposición de las le-
yes y reglas de un gobierno. Sus apéndices materiales no sólo
incluyen a los funcionarios y los edificios de oficinas, sino
también soldados, policías y cárceles”.5 John A. Hall y G. John
Ikenberry consideran que “el Estado es un conjunto de insti-
tuciones, manejadas por el propio personal estatal, entre las
que destaca muy particularmente la que se ocupa de los me-
dios de violencia y coerción”,6 destacando que estas institu-
ciones se localizan en el centro de un territorio geográfica-
mente delimitado, atribuido generalmente a una sociedad a
la cual el Estado vigila y controla a través de reglas al interior
de su territorio, “lo cual tiende a la creación de una cultura
política común compartida por todos los ciudadanos”.7
No es el propósito de este estudio revisar las distintas de-
finiciones que se han propuesto para explicar la naturaleza,
los alcances y los límites del Estado moderno, pero sí destacar
el elemento social que subyace en todas ellas: tanto el “ins-
tituto político” de Weber, como el “sistema político repre-
sentativo” de Cerroni o las “instituciones gubernamentales”
de Duverger suponen aceptación de uno o distintos grupos
sociales para que el instituto, el sistema o las instituciones
puedan existir y actuar socialmente.8 En otras palabras, el

4 Duverger, Maurice, Instituciones políticas y derecho constitucional, Barce-


lona, Ariel, 1980, p. 23.
5 Deutsch, Karl W., Política y gobierno, México, FCE, 1976, p. 120.
6 Hall, John e Ikenberry, John, El Estado, México, Nueva Imagen, 1981,
p. 12.
7 Ibidem, p. 13.
8 Utilizo el término acción social en el sentido weberiano: “Por acción

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 23

consenso. Sin este consenso, ninguna forma del Estado ten-


dría la posibilidad de condicionar las conductas colectivas e
individuales. El concepto de “persona moral” al que nos tie-
nen acostumbrados nuestros clásicos exige una “construcción
social”, para utilizar la imagen propuesta por Berger y Luck-
mann.9 De esta construcción tampoco escapa la “unidad de
acción jurídicamente organizada” de Heller, pues ¿quién de-
termina la unidad de acción y la organización jurídica si no
es aquella comunidad que las acepta como válidas o que,
incluso, las rechaza? El solo adverbio basta para que Heller
no pueda evitar la ficción que criticó en Weber y en Jellinek.
Deutsch, Hall e Ikenberry resultaron menos ambiciosos en
sus definiciones. Los dos últimos, además, estuvieron cons-
cientes de los elementos que permiten construir y mantener
el concepto de Estado, el cual sólo tiene presencia y eficacia
en la medida en que los hombres que han acordado consti-
tuirlo se ajusten a los términos y a las consecuencias de un
acuerdo. Incluso las concepciones más modernas del Estado
—concepciones que tienen que ver más con el análisis eco-
nómico que con el análisis político— integran el elemento
social. Douglass North, el economista que ganó en 1993 el
Premio Nobel de Economía y que piensa que el Estado es “una
organización con ventaja comparativa en la violencia, que se
extiende sobre una área geográfica cuyos límites vienen de-
terminados por el poder de recaudar impuestos de sus habi-
tantes”, tiene que admitir que “no se puede desarrollar un
análisis útil sobre el Estado si se le separa de los derechos
de propiedad”. Si el uso del término “propiedad” no fuera

debe entenderse una conducta humana ( bien consista en un hacer externo


o interno, ya en un omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos
de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La acción social, por tanto,
es una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está
referido a la conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo”.
Weber, Max, op. cit., p. 5.
9 En su libro La construcción social de la realidad, Peter Berger y Thomas
Luckmann hacen un ameno estudio sobre la teoría del conocimiento, resal-
tando los elementos sociales que la conforman.

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24 GERARDO LAVEAGA

suficiente, North subraya la importancia del pacto social en


la aproximación económica.10
Al tratar de precisar qué es lo que mantiene unida a una
comunidad, algunos filósofos han privilegiado la fuerza y
otros se han concentrado en la conciliación de intereses entre
los individuos y los grupos que integran dicha comunidad.
Tanto la fuerza como la conciliación de los intereses juegan
un papel importantísimo en la cohesión social, pero de nin-
gún modo explican, por sí mismos, esta cohesión. Es una vez
más el consenso el que hace que una familia, una tribu, un
pueblo o un Estado sobrevivan: la voluntad de sus miembros
de seguir perteneciendo a ese grupo. Por ello, una afirmación
como la de que “el Estado, como tal, ( es) un objeto propio,
sustantivo, autónomo del conocimiento para la teoría políti-
ca”,11 está más vinculado con la poesía que con el análisis
sociológico: Como mero objeto de la teoría política, el Estado
—“Estado de derecho” cuando el orden político que lo define
depende de que se acaten las normas jurídicas— se integra
y desintegra en razón de diversos fenómenos económicos y
políticos, cuya relevancia está determinada por el significado
que se conceda en cada momento a términos como pueblo,
país, nación o gobierno. De aquí que el estudio del Estado
exija, permanentemente, la incorporación de nuevos elemen-
tos de análisis. De aquí también que, como lo ha escrito Um-
berto Cerroni,

la verdadera crisis del Estado de derecho está en su doble dis-


ponibilidad histórica para ser fecundado por la democracia y
colonizado por la reacción antidemocrática. Su llamada neu-
tralidad marca en realidad que él ha llegado a ser el campo
de una competencia política no meramente práctica, sino ex-
quisitamente cultural y teórica.12

10 Cfr. North, Douglass: Estructura y cambio en la historia económica,


Madrid, Alianza Editorial, 1994, núm. 411, p. 36.
11 González Uribe, Héctor, Teoría política, México, Porrúa, 1989, p. 165.
12 Cerroni, Umberto, op. cit., p. 130.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 25

En las postrimerías del siglo XX, las convulsiones que de-


terminaron el surgimiento de los países bálticos, el desmoro-
namiento de la Unión Soviética, la nueva unificación de Ale-
mania o el enfrentamiento de los pueblos yugoslavos no sólo
alteraron el equilibrio político dentro del orden mundial sino
las definiciones, las propuestas y las variables que solían con-
siderarse dentro de la teoría política. El “objeto propio, sus-
tantivo, autónomo del conocimiento para la teoría política”
del que nos habla González Uribe se desvanece. ¿Los Estados
Bálticos lo eran desde siempre o lo fueron hasta que contaron
con el reconocimiento internacional? ¿Las repúblicas soviéti-
cas conformaban un Estado o, en realidad, nunca lo confor-
maron? ¿Hasta qué grado son Estados Argelia, las islas Co-
mores, Taiwán y Myanmar? Las respuestas dependen del
grupo político que las dé. A estas preguntas debemos añadir
las que se derivan de la tendencia actual de los países a for-
mar bloques económicos, desplazando la figura del Estado y
obligando a que se replantee el concepto de soberanía. Esto
ocurre mientras, paradójicamente, muchos Estados se desin-
tegran en lo político.
A veces, la separación es de hecho, sin que se vean afec-
tadas las estructuras jurídicas, como el caso de los flamencos
y los valones que conviven en Bélgica, o como el de los ga-
leses e ingleses del Reino Unido; otras, la separación exige
el surgimiento de nuevas estructuras —y de nuevos Estados—
como en el caso de las Repúblicas Checa y Eslovaca, separa-
das en 1993. Estas desintegraciones resultan menos complejas
comparadas con las de otras comunidades, culturalmente de-
finidas pero sin los mecanismos políticos para garantizar su
independencia, tales como las de los vascos, los kurdos o los
tamiles, pueblos que sólo conseguirán erigirse en Estado en
la medida en que el consenso interno y el consenso externo
lo permitan. En su libro La diplomacia, Henry Kissinger dis-
tingue comunidades “que se llaman naciones ( y que) están
interactuando mientras comparten pocos de los atributos his-
tóricos de las naciones-estado”13 y, en un artículo que se ha

13 Kissinger, Henry, La diplomacia, México, FCE, 1995, p. 804. El autor

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26 GERARDO LAVEAGA

vuelto famoso,14 Samuel Huntington plantea el enfrentamiento


ya no de los Estados sino de las comunidades culturales como
signo de los próximos tiempos. El choque que prevé Huntington
hace inevitable que se examine de nuevo nuestro concepto del
Estado y que se concluya en que éste no es sino un “universo
simbólico”15 —la ficción que rechazaba Heller—, determinado
por la formación y la transformación de los pueblos y civili-
zaciones en la búsqueda de estructuras que permitan organi-
zarse, de acuerdo con los tiempos y las circunstancias.

2. Las dimensiones sociales del derecho

Para evitar dificultades metodológicas y para conseguir un


efecto didáctico al mismo tiempo, Rafael Preciado Hernández
reduce la naturaleza del derecho, explicando que éste tiene
un orden triple: normativo, ético y social.16 Sin embargo, a
poco que lo examinemos, este pretendido “orden” no es más
que una propuesta para estudiar el derecho desde distintos
enfoques didácticos en algunas universidades. Ciertamente,

distingue, además, tres tipos de Estado: “Los fragmentos étnicos de imperios


que se han desintegrado”, las “naciones poscoloniales” y los “Estados de tipo
continental”. Entre los primeros se cuentan los fragmentos de Yugoslavia y
la Unión Soviética; entre los segundos están muchos países africanos y los
terceros son, en palabras de Kissinger, las “unidades básicas del nuevo orden
mundial”.
14 Foreign Affairs, verano, 1993, vol. 72, núm. 3. El artículo provocó
tantas discusiones que su autor lo amplió y lo convirtió en el libro The Clash
of Civilizations and the Remaking of World Order, publicado por Simon &
Schuster ( 1996) y recientemente traducido al español.
15 El concepto está tomado de la obra La construcción social de la reali-
dad, de Berger y Luckmann, a la que nos hemos referido: “Los universos
simbólicos”, escriben los autores, “son cuerpos de tradición teórica que in-
tegran zonas de significado diferentes y abarcan el orden institucional en
una totalidad simbólica... El universo simbólico se concibe como la matriz
de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales;
toda la sociedad histórica y la biográfica de un individuo se ven como hechos
que ocurren dentro de ese universo”, pp. 124-125.
16 Cfr. Preciado Hernández, Rafael, Lecciones de filosofía del derecho, Mé-
xico, UNAM, 1979.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 27

“el mejor modo para acercarse a la experiencia jurídica es


aprehender los rasgos característicos y considerar el derecho
como un sistema de normas, o reglas de conducta”,17 como
sugiere Norberto Bobbio, y quizás, a fin de cuentas, la expe-
riencia jurídica sea “una experiencia normativa”.18 Pero ¿aca-
so esto significa que podamos identificar la naturaleza del
derecho aplicando un enfoque filosófico o uno sociológico?
¿Podemos reducir la naturaleza del derecho a un “orden di-
dáctico”?
Cuando Hans Kelsen esbozó la teoría pura del derecho y
se refirió a la sociología jurídica, afirmó que ésta se pregun-
taba por las razones por las que un legislador había propuesto
una ley y no otra, por la forma en que la religión había in-
fluido en la aplicación de cierta norma o por el motivo por
el que los hombres se ajustaban o no al derecho. “Para este
modo de consideración”, escribió:

el derecho sólo entra en cuenta como hecho del ser, como


factum en la conciencia de los hombres que establecen, cum-
plen o infringen el derecho. Por tanto, no es propiamente el
derecho mismo lo que constituye el objeto de este conocimien-
to, sino ciertos fenómenos paralelos de la naturaleza.19

Kelsen, que consideraba al Estado “un orden normativo”,


no tomó en cuenta los problemas semióticos que originaba
con una afirmación semejante. La “pureza”, principal rasgo
de su aproximación, era también su principal defecto: resolvía
algunas dificultades metodológicas pero generaba otras no
menos graves: ¿Cómo podía estudiarse el derecho desde una
perspectiva “pura” prescindiendo, por ejemplo, del lenguaje?
¿No era el derecho un haz de enunciados cuya interpretación
dependía del significado que la sociedad diera a cada palabra
en un momento determinado?

17 Bobbio, Norberto, Teoría general del derecho, Madrid, Debate, 1993,


p. 15.
18 Loc. cit.
19 Kelsen, Hans, La teoría pura del derecho, México, Editora Nacional,
1981, p. 36.

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28 GERARDO LAVEAGA

Pensemos no en una norma sino en una de sus referencias


positivas: “Una acción humana es acto del Estado sólo porque
es calificada como tal por una norma jurídica”,20 dice Kelsen.
Al hacerlo, aunque no ignora que las normas son redactadas
por unos hombres a los que otros les confirieron la facultad
de redactarlas, sí parece olvidar que el concepto de Estado,
como muchos otros conceptos, es cambiante; que una norma
jurídica lo es sólo en la medida en que sea aceptada por un
grupo determinado que, además, pueda invalidarla cuando le
plazca o, bien, condicionarla a factores distintos a los que él
preveía. Kelsen, que se burló en ¿Qué es justicia? de los errores
del lenguaje y de las contradicciones en las que habían incu-
rrido los pensadores que pretendieron definir un concepto
tan inaprehensible, propuso un método que, de llevarse hasta
sus últimas consecuencias, convertiría a las normas jurídicas
en una materia cuyo estudio correspondería a la semántica y
a la semiología —“la ciencia que estudia la vida de los signos
en el seno de la vida social”— 21 antes que al derecho.
En opinión de buen número de filósofos modernos —Rus-
sell, Moritz, Carnap, por citar a algunos—22 la teoría del co-
nocimiento está estrechamente relacionada con el lenguaje y
el lenguaje, valga la obviedad, es una de las más afinadas
producciones sociales. Incluso cuando se trata de comprender
el derecho.23 Esto, desde luego, no le resta su mérito al en-
foque kelseniano: es un enfoque que, como pocos, facilita el
análisis jurídico, pero es un enfoque nada más. Como afirma

20 Ibidem, p. 160.
21 Ferdinand Saussure, padre de la semiología, hizo esta definición en
su Curso de lingüística general ( 1949) y Charles S. Pierce, en Philossophical
Writings, inventó el término “semiótica” para referirse a lo mismo.
22 Cfr. Ayer, A. J., El positivismo lógico, México, FCE, 1986.
23 Aunque algunos filósofos, como Ludwig von Wittgenstein, han explo-
rado este tema, es en ensayos como Derecho y lenguaje, de Fritjof Haft,
publicado en El pensamiento jurídico y contemporáneo y traducido por Juan
Antonio García Amado, o en otros como Lenguaje jurídico y realidad, de Karl
Olivecrona, donde se hacen planteamientos más profundos sobre la impor-
tancia del lenguaje en el estudio del derecho. En América Latina, el argentino
Genaro Carrió ha hecho también aportaciones significativas en su estudio
Notas sobre derecho y lenguaje, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1993.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 29

Renato Trevés, “la sociología del derecho sigue, en efecto, la


vía de la experiencia y tiene como objeto de estudio un de-
recho relativo y variable, indisolublemente ligado al contexto
social”.24 Este enfoque sociológico resulta, sin lugar a dudas,
el más completo. Así, a la pregunta de ¿qué es el derecho?,
los elementos sociales determinan el “orden normativo” a tra-
vés del lenguaje y condicionan el “orden ético”, de acuerdo
con los valores que promueve cada comunidad. Estos elemen-
tos sociales son los que delimitan el “ars boni et aequi” que
defendía Celso25 y el “conjunto de normas jurídicas” que pre-
fería Kelsen.
Para sostener las aseveraciones anteriores, bastaría revisar
la distinción más amplia que se ha hecho al respecto, la pri-
mera en integrar el elemento social en forma expresa: la de
Max Weber. Si la validez de un determinado orden está ga-
rantizada por la probabilidad de una reprobación general ha-
cia quien lo infrinja dentro de cierto grupo, explica Weber,
el orden es una convención. Si, en lugar de la reprobación,
lo que garantiza este orden es la probabilidad de la coacción
“ejercida por un cuadro de individuos instituidos con la mi-
sión de obligar a la observancia de ese orden o de castigar
su transgresión”,26 estamos frente al derecho. Eduardo García
Máynez se equivoca, por lo tanto, al aseverar que “uno de
los problemas más arduos de la filosofía del derecho es el
que consiste en distinguir las normas jurídicas y los conven-
cionalismos sociales”.27 Esta distinción depende exclusivamen-
te de la sanción que le dé una comunidad a la infracción que
se haga de una conducta prevista. La conducta que hoy es
convención social, mañana puede ser derecho, dependiendo
de la sanción y del grupo que la sancione. Los grandes de-
bates del derecho contemporáneo son la mejor prueba de esta
relatividad: ¿Debe legalizarse el narcotráfico? ¿Puede permi-

Trevés, Renato, La sociología del derecho, Barcelona, Ariel, 1991, p. 20.


24
Digesta Iustiniani 1,1,1.
25
Weber, Max, op. cit., p. 27.
26
García Máynez, Eduardo, Introducción al estudio del derecho, México,
27
Porrúa, 1980, p. 25.

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30 GERARDO LAVEAGA

tirse el aborto en cualquier caso? ¿Conviene apalear pública-


mente a los menores infractores? ¿Es correcto prohibir el ma-
trimonio entre personas homosexuales? ¿A quiénes se les
debe aplicar la pena de muerte? ¿Hasta dónde tiene cada hom-
bre la posibilidad de decidir si sigue viviendo o no? “El hom-
bre es la medida de todas las cosas”, creía Protágoras. Habría
que hacer una precisión: el hombre en sociedad. De esta me-
dida no escapan ni el Estado ni el derecho, dos productos
sociales que, como la moral —el “orden ético”—, no sólo ayu-
dan a canalizar temporalmente algunas de las fuerzas sociales
que surgen permanentemente, sino que ayudan a resolver los
conflictos que derivan de estas fuerzas.

3. Instituciones políticas: la preservación del consenso

Una institución bien puede definirse como “una práctica


social que es regular y continuamente repetida, que es san-
cionada y mantenida por las normas sociales y que tiene una
significancia destacada en la estructura de una sociedad”.28
Si la institución es de carácter político, podría añadirse que
esta práctica, convertida en organización o procedimiento,
funciona como dispositivo “para mantener el orden, resolver
discusiones, elegir líderes dotados de autoridad y, de este
modo, promover la comunidad entre dos o más fuerzas so-
ciales”.29 Esto la convierte en un modelo “sobre el que se
calcan relaciones concretas que adquieren, a causa de ello,
caracteres de estabilidad, de duración y cohesión”.30
Ante los constantes cambios que imposibilitan aislar al Es-
tado para su estudio, el “redescubrimiento” de estas institu-
ciones se ha convertido, hoy en día, en una tarea indeclinable
para politólogos y juristas de las postrimetrías del siglo XX.
James March y Johan Olsen31 sostienen que el Estado ha per-

28 Abercrombie, Nicholas et al., Dictionary of Sociology, Londres, Penguin,


1988, p. 124.
29 Huntington, Samuel, El orden político en las sociedades en cambio, México,
Paidós, 1995, p. 21.
30 Duverger, Maurice, Sociología política, Barcelona, Ariel, 1980, p. 97.
31 Cfr. Rediscovering Institutions de James March y Johan Olsen.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 31

dido su preeminencia como objeto de estudio dentro de la


teoría política para cederla a las instituciones que lo integran.
Según ellos, esta preeminencia se ha perdido porque cada
vez es más fácil lograr consenso en torno a las instituciones
que resuelven las necesidades y satisfacen los intereses de los
distintos grupos que, dentro del Estado, actúan en determi-
nadas localidades. Al mismo tiempo, resulta más difícil lograr
consenso en torno a las necesidades e intereses del Estado en
su conjunto. Aunque el Estado sigue siendo un punto de ref-
erencia obligado para el análisis político, la aproximación de
estos autores es acertada: En términos académicos, es más
fácil aislar a las instituciones que al Estado, sea éste lo que
fuere. Incluso las instituciones que pretenden resolver las ne-
cesidades de grandes agrupaciones, tales como los partidos
políticos, cada vez parecen más fragmentadas y, por ende,
más difíciles de entender. La proliferación de facciones, sectas
y grupos que, en todo el mundo, exigen su independencia
respecto a los gobiernos, es una muestra elocuente de este
fenómeno. Incluso en Estados Unidos, un país donde el orden
político alcanza niveles deseables por otros Estados, la pre-
sencia de estos grupos resulta cada vez más relevante.32
En el estudio de las instituciones, de su andamiaje jurídico,
de sus mecanismos sociales de preservación y expansión, el
individuo y los conflictos que éste genera en su entorno están
estrechamente relacionados. Esta relación es de carácter his-
tórico pero también de carácter económico, como lo han he-
cho ver Douglass North y otros economistas.33 Pero aunque

32 A partir del bombazo que destruyó el Alfred P. Murrah Federal Building,


en Oklahoma ( abril, 1995) , el gobierno de los Estados Unidos ha comenzado
una profunda investigación en torno a los grupos de ciudadanos armados
que, abierta o clandestinamente, se oponen al régimen. Como otros muchos
medios, la revista Time realizó un reportaje sobre estos extremistas al que
tituló “Enemies of the State” ( 8 Mayo, 1995) , denunciando la existencia de
grupos como los Michigan Militia Corps, la American Justice Federation, los
Guardians of American Liberties, la Police Against the New World Order y
otros tantos.
33 Cfr. North, Douglass, Institutions, Institutional Change and Economic
Performance, Cambridge, Cambridge University Press, 1990.

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32 GERARDO LAVEAGA

eventualmente puedan ser estudiadas para explicar la pros-


peridad o la miseria de diversos grupos sociales, las institu-
ciones políticas formalmente organizadas no pueden ser eva-
luadas en términos de productividad o de rentabilidad, si bien
muchas facciones han promovido su existencia precisamente
en términos de productividad o rentabilidad, puesto que su
preservación depende del consenso, del hecho de que cada
facción, secta o grupo sigan considerando que les ayudan a
satisfacer sus necesidades y sus intereses. Las incontables ins-
tituciones de origen religioso bastan para demostrarlo. De
aquí que si se estudia el derecho desde la perspectiva socio-
lógica, ésta sea la perspectiva que exige analizar los elemen-
tos que integran una sociedad y sus instituciones; la que per-
mite definir aquellos “factores reales de poder” que conforman
esa sociedad y, como lo explicó Ferdinand Lassalle,34 los que
precisan el papel de la fuerza en la cohesión social. El enfo-
que sociológico nos lleva a ver al derecho como un instru-
mento para explicar la naturaleza de los grupos que crean,
mantienen, controlan e integran las instituciones políticas con
el fin de hacer prevalecer sus intereses dentro del Estado. En
este proceso —volvamos a citar a March y a Olsen—, el in-
dividuo y sus valores constituyen la variable más significativa.
Ahora bien, si el Estado sólo puede existir y actuar en la
medida en que los miembros de una clase dominante y de
la sociedad civil acepten determinadas normas de conducta
y determinadas instituciones ( la división de poderes, el fede-
ralismo o la conformación de los partidos políticos, por ejem-
plo) , la existencia de estas normas y de estas instituciones
dependerá de que no varíe dicha aceptación: de que no se
altere el consenso. Cuando éste se mantiene puede hablarse
de la legitimación, concepto que, de Aristóteles a Ronald
Dworkin, sigue implicando la misma disyuntiva: ¿es fruto de
un pacto social o de la imposición de un grupo sobre otro?
Autores contemporáneos como Walter Lipmann, Niklas Luh-
mann y Jürgen Habermas, han explorado exhaustivamente los
mecanismos de la creación del consenso. Este último ha acu-

34 Cfr. Lassalle, Ferdinand, ¿Qué es una constitución?

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 33

ñado el término “acción comunicativa” para referirse a ciertas


funciones de estos mecanismos. El debate puede antojarse
excesivamente abstracto, pero cobra importancia cuando se
plantean los grandes temas del derecho contemporáneo a los
que hacíamos alusión: ¿Qué tan amplio debe ser el grupo que
legitime la legalización del narcotráfico, el aborto voluntario,
las azotaínas públicas, el matrimonio entre personas homo-
sexuales, la pena de muerte o la eutanasia? De acuerdo con
unos, basta una mayoría de votos de los representantes po-
pulares.35 Según otros —y esto nos lleva a la dimensión ética
que exploraremos más adelante— aunque todos los hombres
del mundo estuvieran de acuerdo, hay acciones que no se
pueden legitimar. En su encíclica Evangelium Vitae ( marzo,
1995) , Juan Pablo II concluye que “la democracia, a pesar
de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental”
al aceptar prácticas como el aborto.
La discusión continúa en nuestros días36 y de ella apenas
resulta claro que las posiciones asumidas dependen de la vi-
sión que se tenga del individuo y de la sociedad. En el caso
de los regímenes jurídicos que provienen de la tradición ro-
mano-canónica, se consideran legítimas las instituciones cuya
existencia esté prevista en los ordenamientos legales elabo-
rados de acuerdo con el procedimiento que, ya por un pacto,
ya por la imposición de un grupo sobre otro, haya sido apro-
bado por quienes tienen la capacidad de garantizar su efica-
cia. Estos últimos, generalmente, son elegidos por mecanis-
mos democráticos. Cuando no lo son y sus decisiones pueden
afectar la vida de uno o varios grupos, como es el caso de
los ministros de las distintas supremas cortes de justicia del
mundo, la legitimidad de estos órganos provoca debates sin

35 En El futuro de la democracia, p. 14, Bobbio escribe: “La regla funda-


mental de la democracia es la regla de la mayoría, o sea, la regla con base
en la cual se consideran decisiones colectivas y, por tanto, obligatorias para
todo el grupo, las decisiones aprobadas al menos por la mayoría de quienes
deben de tomar las decisiones.
36 La colección de ensayos de Dolf Sternberger, publicados en español
con el título Dominación y acuerdo, replantean los fundamentos del iusnatu-
ralismo y de las propuestas que se han hecho recientemente sobre el tema.

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34 GERARDO LAVEAGA

fin. Casos como el de Roe vs. Wade en Estados Unidos cons-


tituyen una muestra.37
En México, la división de poderes, el federalismo, los par-
tidos políticos y todas las instituciones que conforman al Es-
tado, existen porque la sociedad las ha aceptado pero también
porque esta aceptación quedó contemplada en la Constitución
política y porque se cuenta con un cuadro de individuos capaz
de castigar eventualmente al que no se conduzca en los tér-
minos que señala la ley. Si se acepta una norma, ésta va a
ser legítima y, por tanto, va a tener eficacia para aquellos
que la hayan aceptado; si no se acepta, sucederá lo contrario.
El orden político dentro del Estado de derecho depende, así,
de que se acaten las normas jurídicas y se establezcan patro-
nes de previsibilidad en cuanto a la conducta de los grupos
y los individuos que conforman dicho Estado. Existen grados
de aceptación y cumplimiento naturalmente. En unos y otros
intervienen innumerables procesos de socialización, los cuales
comienzan en la familia, se refuerzan en la escuela —y a
través de los medios de comunicación— y continúan presen-
tándose de múltiples formas en la vida de un individuo. “El
grado de comunicación de una sociedad compleja”, puntuali-
za Huntington, “depende, en términos generales, de la fuerza
y envergadura de sus instituciones políticas, que son la ma-
nifestación conductista del consenso moral y el interés mu-
tuo”.38 Son, precisamente, los alcances y los límites de este
consenso los que se expresan en el derecho. Los cuadros do-
minantes de cada comunidad deberán decidir si dan a cono-
cer este derecho y hasta qué grado lo hacen.

37 En 1973, la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos estableció


que cualquier ley estatal que, con el fin de proteger al feto, prohibiera el
aborto antes del séptimo mes de embarazo, sería inconstitucional. La deci-
sión, conocida como Roe vs. Wade, provocó —y sigue provocando— severas
críticas, no por su contenido en sí sino por el hecho de que un órgano
integrado por 9 jueces nombrados y no elegidos tomara una decisión que
afecta a más de doscientos cincuenta millones de norteamericanos.
38 Huntington, Samuel, op. cit., p. 20.

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II. La cultura de la legalidad en la preservación del


consenso . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

1. Las necesidades y los intereses como condicio-


nantes de la axiología política . . . . . . . 35
2. La transformación de los valores políticos en
valores jurídicos . . . . . . . . . . . . . 44

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II. LA CULTURA DE LA LEGALIDAD


EN LA PRESERVACIÓN DEL CONSENSO

1. Las necesidades y los intereses como condicionantes


de la axiología política

Las instituciones políticas de un pueblo son la manifestación


del consenso social y el interés mutuo de sus integrantes.
Cada comunidad construye sus instituciones de acuerdo con
sus necesidades e intereses, condicionando la creación, la
aplicación y la interpretación del derecho que lo rige. Una
referencia inmediata sobre el origen de estas instituciones la
tenemos en los escudos y banderas de los distintos grupos
sociales ( llámense éstos familias, clanes o pueblos) de los que
la heráldica da cuenta exacta: Águilas, toros y leones, cruces
y medias lunas que en algunas banderas recuerdan una fe;
franjas que evocan la lucha por la independencia o colores
que sugieren la revolución social, la esperanza o la digni-
dad,39 no hacen sino destacar los valores que justifican la
organización política de una familia, de un clan o de un pue-
blo hasta convertirlo en una nación o en un Estado.40 Podría
parecer lógico que, mientras subsistieran estos valores o la
percepción de que subsisten, la cohesión del grupo no se de-

39 La International Federation of Vexillological Associations y otras asocia-


ciones se dedican de manera exclusiva a estudiar los símbolos y diseños de
blasones y banderas.
40 Aunque los términos Nación y Estado se utilizan prácticamente como
sinónimos en la moderna teoría política, es importante distinguir aquellos
casos, como los de la India, donde diversos pueblos políticamente organiza-
dos ( naciones) forman al Estado. Para hacer esta distinción, algunos acadé-
micos hablan de “Estados multinacionales” y, otros, de “Estados multiétnicos”.

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36 GERARDO LAVEAGA

bilitaría, que lo único que deberían hacer los cuadros domi-


nantes de una comunidad es promover la cultura de la lega-
lidad entre los integrantes del grupo. Esto es cierto sólo de
algún modo. La razón es que el significado de los valores
cambia constantemente.
Cuando Jean Paul Sartre explicaba los fundamentos del
existencialismo, podría haberse referido más al destino del Es-
tado moderno que al destino del hombre.41 Las guerras entre
dos grupos para apoderarse de un territorio, las matanzas
dentro del mismo grupo victorioso para que una facción tenga
más privilegios que la otra, las traiciones y las venganzas que
supone toda lucha política no tienen que ver, en absoluto,
con los valores que los triunfadores tratarán de presentar
como inspiración de su conducta y que, más tarde, se esme-
rará en enseñar y fortalecer por todos los medios. Estos va-
lores, decíamos, son sólo una justificación. Para entender me-
jor este proceso, bastaría seguir con atención el desarrollo de
lo que ocurre en el mundo. De la región de los grandes lagos
de África a las montañas de Irak; de las selvas centroameri-
canas al desierto de Sudán; de la antigua Yugoslavia a los
territorios que, en la India, se disputan musulmanes e hin-
duístas, nada es distinto. Cuando uno de los grupos se im-
ponga sobre el otro, la lucha se justificará a través de la
defensa de algún ideal. Pero desde que el hombre es hombre,
tras los valores políticos han estado, sin excepción, las nece-
sidades —a las que Deutsch define como “insumo( s) o dota-
ción de alguna cosa o relación, cuya carencia va seguida de
un daño observable”—42 y los intereses. Unas y otros son los
que condicionan la cohesión de un grupo y, con frecuencia,
afectan las necesidades y los intereses de otros. Por lo tanto,

41 En El existencialismo es un humanismo ( 1928) , Jean Paul Sartre de-


fendió la corriente filosófica de la cual fue uno de los principales exponentes.
En esta conferencia sostiene que, como el hombre no es parte de un plan
divino, debe “justificar” su existencia: hallarle sentido. A diferencia de los
pensadores tomistas, que consideran que la esencia ( el propósito) es anterior
a la existencia, los existencialistas aducen que la existencia es anterior a la
esencia.
42 Deutsch, Karl, op. cit., p. 24.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 37

la cultura de la legalidad que se difunda entre cualquier gru-


po humano contribuirá al orden social única y exclusivamente
en la medida en que exprese las necesidades y los intereses
de ese grupo.
“Una de las verdades fundamentales acerca de la política”,
escribe Deutsch, “es que gran parte de ella ocurre en la bús-
queda de los intereses de individuos o grupos particulares”.43
Ninguno de los pensadores clásicos de la ciencia política pasó
por alto esta premisa y, aunque el enfoque de Hobbes fue
distinto al de Platón y el de Marx fue diferente al de Rous-
seau, todos ellos sabían que los movimientos sociales y las
revoluciones nunca empezaron por buscar aquello que sus
promotores afirmaban buscar en sus comienzos. Si tomamos
como ejemplo la historia de México a partir de su vida inde-
pendiente, descubriremos que no todos “los libertadores” so-
ñaban con la independencia, tal y como entendemos este tér-
mino actualmente.44
Es cierto que el estudio de la formación de los valores
políticos se complica si consideramos que su significado varía
de un lugar y de una época a otra. “No hay cosa en la que
el mundo sea tan diverso como en costumbres y en leyes”
—dice Montaigne—. “Tal cosa que aquí es abominable, otorga
la fama en otra parte... Ni el asesinato de los hijos, ni el de
los padres, ni la comunidad de mujeres, ni el comercio de los
robos ni el libertinaje en toda suerte de voluptuosidades,
nada hay, a fin de cuentas, tan extremo que no sea aceptado
por las costumbres de alguna nación”.45 Los países afri-
canos donde, en nuestros días, aún se les extirpa el clítoris a las

43 Ibidem, p. 23.
44 Cuando los conspiradores encabezados por Miguel Hidalgo iniciaron
la revuelta independentista en 1810, su intención era apoyar la venida del
rey Fernando VII de España. Entre sus enemigos más encarnizados estuvo
Agustín de Iturbide quien, en 1821 —después de 11 años de pelear en nom-
bre de España—, acabó declarando la independencia de México y convirtién-
dose en emperador.
45 Montaigne, Michel de, “Apología de Raymundo Sabunde”, Ensayos, Ma-
drid, Cátedra, 1993, p. 313.

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38 GERARDO LAVEAGA

mujeres o las disposiciones que dictó el Talibán cuando, a


fines de 1996, tomó Kabul y les prohibió salir a la calle sin
la burka ( una túnica que les cubre hasta los ojos) , dan tes-
timonio de la vigencia de las palabras de Montaigne. Aun si
convenimos que lo bueno es aquello que nos proporciona pla-
cer, como lo sostienen los partidarios del utilitarismo, encon-
traremos que lo que le proporciona placer a un hombre puede
provocarle dolor a otro. ¿Qué es pues lo bueno? ¿Y lo justo?
Orientar nuestros actos por lo bueno o lo justo es algo equí-
voco. En Del espíritu de las leyes, Montesquieu ha enseñado
cómo la historia y el medio físico influyen o determinan el
concepto que cada ser humano se forma de los distintos va-
lores políticos.
Pensemos en lo que, para muchos estudiosos, es el fin úl-
timo del derecho y del Estado mismo, en lo que debiera ser
el fundamento de la cultura de la legalidad: la justicia. Aun-
que Ulpiano nos diga que “Iustitia est constans et perpetua
voluntas ius suum cuique tribuens”46 y aunque Rafael Preciado
Hernández, parafraseando al jurista latino, sostenga que la
justicia es “el criterio ético que nos obliga a dar al prójimo
lo que se le debe conforme a las exigencias ontológicas de
su naturaleza”,47 ninguno aclara qué es lo suyo de cada hom-
bre, qué es lo que se debe a cada quién y —particularmente—
quién se lo debe. La tautología no es reciente. Aristóteles
pensaba que existían una justicia universal y otra particular,
una justicia distributiva, otra correctiva y una más política,
la cual podía ser, a su vez, legal o natural. A esta última la
definía como “la que tiene en todas partes la misma fuerza
y no está sujeta al parecer humano”.48 Pero Aristóteles tam-
poco consiguió ir demasiado lejos. Ante un naufragio, dos
hombres pueden considerar que ocupar un único lugar en
una lancha de salvamento es algo que obedece a las exigen-
cias de su naturaleza y pelear para hacer prevalecer esa jus-

46 Digesta Iustiniani 1,1,10.


47 Preciado Hernández, Rafael, op. cit., p. 209.
48 Aristóteles, Ética nicomáquea, Madrid, Biblioteca Clásica Gredós, núm.
89, 1995, p. 254.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 39

ticia “que tiene en todas partes la misma fuerza y no está


sujeta al parecer humano”. Después de la pelea, no obstante,
sólo uno se salvará. ¿Es justo? ¿Puede hablarse en este caso
de la justicia natural aristotélica? ¿Dónde radica la justicia
en casos como éstos? ¿Quién comete la injusticia? ¿Es la fuer-
za la que lo determinará? Admitamos que así ocurre en un
primer momento: sólo la fuerza será capaz de decidirlo.
Hobbes aseguraba que “la causa más frecuente de que los
hombres deseen hacerse mal unos a otros tiene su origen en
que muchos apetecen a la vez la misma cosa, que muy fre-
cuentemente no pueden ni disfrutar en común ni dividir; de
donde se sigue que hay que dársela al más fuerte”49 y, mu-
chos años antes que él, Calicles había expresado la misma
idea con otras palabras:

Según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo


que el más fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que
el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes,
tanto en los animales como en todas las ciudades y razas hu-
manas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que
el fuerte domine al débil y posea más.50

Diversos filósofos siguen intentado acotar los alcances del


término justicia pero, a pesar del beneplácito con el que se han
recibido sus propuestas en ciertos círculos, en otros se
han destacado sus contradicciones. Ninguno de ellos ha de-
terminado los términos con los que lo pretende definir. Por
lo menos, no de manera convincente. John Rawls, rindiendo
homenaje a Kant, estableció que la justicia podía darse donde
se cumplieran algunos postulados: el principio de igual liber-
tad —toda persona tiene igual derecho al conjunto más ex-
tenso de libertades fundamentales que sea compatible con la
atribución a todos de ese mismo conjunto de libertades— ( no
aclara qué tan extenso puede ser este conjunto) ; el principio
de diferencia —la desigualdad de ventajas socioeconómicas

49 Hobbes, Thomas, El ciudadano, Madrid, Debate, 1993, p. 81.


50 Platón, Georgias, en Diálogos, Madrid, Biblioteca Clásica Gredós, núm. 61,
1992, p. 81.

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40 GERARDO LAVEAGA

sólo está justificada si contribuye a mejorar la suerte de los


miembros menos favorecidos de la sociedad ( no dice en qué
consiste “mejorar la suerte”) — y el principio de igualdad de
oportunidades, que también justifica las desigualdades socioe-
conómicas si las ventajas de los más favorecidos están vincu-
ladas a posiciones que todos tienen oportunidades equitativas
de ocupar.51
Robert Nozick, por su parte, rindiendo homenaje a Locke,
estableció que los principios que debían regir en una sociedad
justa eran el de apropiación originaria —cada persona puede
apropiarse legítimamente de una cosa que anteriormente no
haya pertenecido a nadie con tal de que no resulte disminuido
el bienestar de algún otro individuo— ( no precisa quién de-
cide cuándo se ve disminuido “el bienestar” de algún otro
individuo) y el de transferencia, que establece que cada per-
sona puede convertirse en propietaria legítima de una cosa,
adquiriéndola mediante una transacción voluntaria con la
persona que antes era su propietaria legítima ( no establece
quién debe legitimar esta propiedad) .52 Finalmente, Agnes
Heller, quien ha estudiado tanto a Rawls como a Nozick y
ha formulado sus propias premisas, llega a la conclusión de
que “la meta de la justicia está más allá de la justicia”,53 con
lo cual no adelanta demasiado en el debate.
Así, difundir con buen éxito una cultura de la legalidad,
no puede reducirse a promover el concepto de bien o de jus-
ticia sino los contenidos que cada grupo les da en momentos
diferentes. En cada grupo social, los cuadros dominantes,
apoyados en mayor o menor medida por la comunidad, pro-
ponen qué es lo justo y qué no lo es, premiando o castigando
las conductas que consideren dignas de premio o de castigo.
Ellos señalan qué tan extenso puede ser un conjunto de li-

51 Cfr. Rawls, John, Teoría de la justicia, México, FCE, 1995.


52 Cfr. Nozick, Robert, Anarchy, State and Utopia. En ¿Qué es una sociedad
justa?, Philippe Van Parijs hace un detallado estudio comparativo sobre
Rawls, Nozick y aquellos filósofos que se ocuparon del tema después de la
Segunda Guerra Mundial.
53 Heller, Agnes, Más allá de la justicia, Barcelona, Planeta-Agostini,
1994, p. 406.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 41

bertades, precisan lo que un individuo puede y no puede con-


siderar “su bienestar” y define quién tiene una propiedad su-
jeta a una transacción. En estas transacciones, influyen un
sinnúmero de factores —entre ellos la historia del pueblo o
la imagen que éste tiene de sí mismo— pero el valor o los
valores políticos, en éste y en cualquier otro caso, estarán
determinados por la decisión del más fuerte. “Quis autem for-
tior sit” —volvamos a citar a Hobbes— “pugna indicatum
est”.54 Si no hay dudas sobre quién es el más fuerte, los gru-
pos dominantes harán prevalecer su criterio. Si, en cambio,
el poder está distribuido de manera más o menos amplia, el
grado en que se comparta la cultura de la legalidad facilitará
que se respeten los criterios de los cuadros dominantes y que
la comunidad se rija a través del concepto de justicia acor-
dado. Las aproximaciones más recientes sobre el tema han
renunciado a las pretensiones de abstracción y generalidad
que buscaban Rawls y Nozick, limitándose a destacar la “jus-
ticia local” y las razones que tienen los maestros para preferir
a ciertos alumnos o los patrones para despedir a ciertos em-
pleados.55
Ni siquiera “la verdad”, esa panacea en la que algunos fi-
lósofos han querido hallar el punto de partida para erigir o
derrumbar modelos sociales y que parece ajena a toda inter-
pretación política, ha sido independiente de lugares y épocas,
de lo que ha querido determinada sociedad en determinado
momento: del consenso generado y sostenido por la acción
de los cuadros dominantes. Para estudiar “la verdad”, los fi-
lósofos distinguen las teorías pragmáticas de las teorías de la
correspondencia. Dentro de estas últimas, no son iguales las
teorías semánticas —con Tarski a la cabeza— que las teorías
no semánticas. Hay teorías hermeneúticas de la verdad, co-
mo hay teorías coherenciales y teorías intersubjetivistas para de-

54 Hobbes, loc. cit. “Ahora bien, quién sea el más fuerte es cosa que hay
que dilucidar por medio de la lucha.”
55 Uno de los estudios más característicos de este nuevo enfoque es Jus-
ticia local, de John Elster.

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42 GERARDO LAVEAGA

finirla.56 Hasta en el mundo científico, donde se supone que


“la verdad” posee una dimensión universal, objetiva y verifi-
cable que no depende de factores externos, es fácil comprobar
que ésta suele depender del contenido y los significados que
se le atribuyan a ciertos fenómenos. En Las mentiras de la
ciencia, Federico Di Trocchio da cuenta de cómo algunas pro-
puestas han logrado convertirse en teorías, no por su preten-
dida “universalidad”, sino por la promoción que se ha hecho
de ellas. Otras de estas teorías —que se consideraron objeti-
vas y verificables durante mucho tiempo—, de repente deja-
ron de serlo por diversas circunstancias.
Unos años antes, en Los límites del conocimiento, Jean Ham-
burguer había analizado cómo un mismo objeto, estudiado
desde ángulos diversos, o desde distintas disciplinas científi-
cas, se revelaba de formas diferentes. Cesura, llamó él a esta
discontinuidad que impedía unificar los resultados que un ob-
servador obtenía sobre el mismo objeto, en escalas y con mé-
todos variados. Albert Einstein, por su parte, estimaba que
“el sentido de la palabra verdad es distinto, según se trate de
un hecho de experiencia, un enunciado temático o una teoría
de las ciencias de la naturaleza”57 y llegó a definir la física
como “un sistema lógico de pensamiento en desarrollo”.58 Par-
tiendo de esta conceptualización, hoy en día es posible afir-
mar que el metro es sólo “la longitud igual a 1,650,763.73
longitudes de onda en el vacío de la radiación correspondien-
te a la transición entre los niveles 2p10 y 5d5 del átomo de
Kriptón-86”, no porque lo sea en sí sino porque un grupo
de expertos se puso de acuerdo en concederle el mismo sig-
nificado a ciertas unidades y a ciertos conceptos como “lon-
gitud de onda”, “vacío” y “niveles de un átomo”, durante una
reunión internacional.59 Y otro tanto ocurre con los expertos
en química, que debaten en la American Chemical Society

56 En Teorías de la verdad en el siglo XX, Juan Antonio Nicolás y María


José Frápolli hacen una amplia recopilación de estas teorías.
57 Wagner, Josef, Lo que verdaderamente dijo Einstein, México, Aguilar,
1979, p. 22, citando la obra Mein Weltbild ( 1953) .
58 Ibidem, p. 237, citando la obra Physik und Realitat ( 1936) .
59 XI Conferencia General sobre Pesas y Medidas ( 1960) .

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 43

cómo “debe” designarse un nuevo elemento de la tabla perió-


dica, o con los expertos en astrofísica, que discuten en la
International Astronomical Union cómo bautizar a cada cuerpo
celeste.60 Si esto se da en el ámbito científico, ¿cómo podría-
mos pretender que no se diera en el ámbito social, donde la
historia, la lengua, la religión y las costumbres provocan ce-
suras, que cada sociedad descubre y subsana a su manera?
En la segunda mitad del siglo XX, la confrontación entre
universalidad y relativismo se ha agudizado en los foros aca-
démicos de todo el mundo. La universalidad ha cedido cada
vez más terreno y los enfoques a través de los cuales puede
estudiarse el derecho no escapan de esta confrontación. Qui-
zás, todo sea, en efecto, un problema de lenguaje. Jürgen
Habermas, por ejemplo, acota los alcances del “universalis-
mo”, para ceñirlo a que quienes llegan a un consenso, acepten
las consecuencias del mismo. Sea como fuere, ni el desarrollo
de la ciencia ni la posibilidad de construir nuevas premisas
a partir de otras ya establecidas, deben ser atribuidas al he-
cho de conocer la verdad, sino al hecho de que nos hemos puesto
de acuerdo en concederle significado a ciertos objetos, a cier-
tos procesos, a ciertas normas de conducta y a ciertas insti-
tuciones políticas. Para efectos prácticos, no parece significa-
tivo que se sigan o no ciertas condiciones procedimentales,
como sugiere el propio Habermas. Afirmar que “la tierra gira
alrededor del sol”, puede ser aceptado sin dificultad, lo mis-
mo por los israelíes que por los palestinos que viven en Je-
rusalén.61 Pero hay valores, como libertad, igualdad, democra-
cia, dignidad y paz, que carecen de esta aceptación general
y cualesquiera que sean sus alcances y límites, suponen pér-
didas o ganancias para distintos grupos. Por ello, para cons-
truir un orden social, es importante que los cuadros domi-

60 The Economist echa un vistazo a la naturaleza de estas disputas en su


número del 19.12.98.
61 En Universalidad y diferencia, Salvador Giner y Riccardo Scartezzini
compilaron algunos ensayos que giran en torno al debate sobre el alcance
absoluto o relativo de los valores en las postrimerías del siglo XX. Aunque
se buscó una participación plural, los argumentos a favor del relativismo
pesan mucho más que aquellos a favor de la universalidad.

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44 GERARDO LAVEAGA

nantes de una comunidad —con base en sus necesidades e in-


tereses— definan los valores que difundirán entre los miembros
de dicha comunidad. Esta definición incluye los caminos que se
seguirán para resolver los conflictos sociales, así como el modo
en que se comunicará a dicha comunidad el significado de estos
valores.
Cuando el conflicto social falta por completo —sugiere
Huntington—, las instituciones políticas son innecesarias;
cuando hay ausencia total de armonía, son imposibles. Esta
dicotomía explica por qué la fuerza y durabilidad de una ins-
titución política dependen del consenso que exista en una
sociedad en torno a los valores sobre los que sustenta su
organización política y del modo en que dicha sociedad o sus
cuadros dominantes —particularmente el gobierno— preser-
ven estos valores. Si su preservación supone ganancias para
estos cuadros, serán defendidos a toda costa; cuando deje de
suponerlas —o cuando cambie la conformación de estos cua-
dros—, se originará un proceso de carácter cultural —la mo-
dernización— que no sólo supone una reestructuración de las
instituciones, sino la consolidación y participación de nuevos
grupos, de nuevos actores en la lucha política, de acuerdo
con sus necesidades e intereses. “Las revoluciones políticas”,
sentenció Thomas Kuhn, “se inician por medio de un senti-
miento, cada vez mayor, restringido frecuentemente a una
fracción de la comunidad política, de que las instituciones
existentes han cesado de satisfacer adecuadamente los pro-
blemas planteados por el medio ambiente que han contribui-
do, en parte, a crear”.62

2. La transformación de los valores políticos


en valores jurídicos

Un Estado, una norma o una institución existen o significan


algo en sí en la medida en que los integrantes de una comu-
nidad coincidan en denominar “Estado”, “norma” o “institu-

62 Kuhn, Thomas, La estructura de las revoluciones científicas, México,


FCE, 1985, Col. Breviarios, núm. 213, p. 149.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 45

ción” a ciertas abstracciones. La coincidencia puede ser pro-


ducto de la costumbre, de la aceptación que se tenga de las
prácticas impuestas por los cuadros dominantes, del “pacto”
sobre el que reflexionaron Hobbes, Puffendorf, Locke y Rousseau
o, bien, de las formas de dominación en una sociedad deter-
minada, como lo estudió profusamente Max Weber, quien
propuso el modelo clásico que distingue la dominación en:
tradicional, burocrática y carismática. Lo mismo ocurre con
los significados de “bien”, “justicia” y “verdad”, conceptos que,
en la actualidad, son objeto de mayor consenso gracias a los
acuerdos de carácter internacional, a la actividad de organis-
mos internacionales y a los mass media. Ahí están, como una
muestra, los “derechos humanos”. Aunque no estemos seguros
de cómo capta un individuo las abstracciones y de cómo va
evolucionando el concepto bajo la influencia de factores tales
como las condiciones económicas o la religión, mientras se
dé la coincidencia —el mismo significado— se darán también
las condiciones para establecer un orden político. Sin esta
coincidencia, la cultura de la legalidad no puede aportar nin-
guna contribución al orden político. Una vez generada esta
coincidencia, en cambio, la cultura de la legalidad permitirá
que se sigan dando los mismos significados a los distintos
valores o, bien, que cuando los valores cambien, cambie también,
de manera sincronizada, el significado que se les había dado.
Sin orden social, sería imposible concebir un grupo huma-
no cuya complejidad rebase la estructura familiar. “Al orga-
nizar un gobierno que ha de ser administrado por hombres
para los hombres”, escribía “Publio” en El Federalista, “la gran
dificultad estriba en esto: Primeramente hay que capacitar al
gobierno para mandar sobre los gobernados; y luego obligarlo
a que se regule a sí mismo”.63 Huntington comparte esta opi-
nión al señalar que el problema principal de un Estado no es
la libertad sino la creación de un orden público legítimo.
“Puede haber orden sin libertad, por supuesto, pero no liber-
tad sin orden”.64 El orden social, sin embargo, depende de

63 El Federalista, núm. 51, p. 220.


64 Huntington, op. cit., p. 19.

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46 GERARDO LAVEAGA

los valores del grupo y de los significados que se dé a éstos.


La supervivencia de este grupo depende, a su vez, del orden.
El orden social permite que una asociación sea estable. El
consenso sobre el significado de los valores es el principal
elemento para construir tal orden. Así lo explicaron, primero
Émile Durkheim ( 1858-1917) y luego Talcott Parsons ( 1902-
1979) . Preservar el consenso —o, en su caso, controlar las
variaciones que éste sufra— es indispensable para que el Es-
tado sobreviva. Durkheim consideraba que la sociedad era un
fenómeno moral cuya cohesión dependía del compromiso de
cada individuo con el bienestar colectivo. Para él, el derecho
era “un signo visible del invisible medio moral” y, más aún,
la primera expresión de tal medio, que promovía la cohesión
social a través de una solidaridad mecánica —la cohesión ba-
sada en los valores compartidos por la sociedad y garantizada
por el derecho penal— y la solidaridad orgánica —la cohesión
basada en la independencia funcional de grupos y roles—,
garantizada por el derecho “restitutivo”. Sin la presencia del
compromiso moral, Durkheim no le hallaba ninguna utilidad
al derecho.
Parsons, por su parte, estimó que una sociedad era un sis-
tema territorialmente amplio —como la iglesia católica— o
limitado —como una empresa— cuya existencia exigía requi-
sitos funcionales y factores jerárquicamente ordenados. Los
primeros eran la integración, la consecución de los objetivos,
el mantenimiento de las pautas y la adaptación al entorno,
mientras que los segundos eran los valores —las concepciones
deseables de la sociedad compartidas por sus miembros—,
las normas societales —la aplicación de estos valores a las
condiciones particulares del grupo—, las colectividades —la
familia y la escuela— y los roles individuales —las expecta-
tivas normativas a las acciones del individuo como miembro
de un grupo—. En el modelo parsoniano, cada uno de estos
factores controlaba al otro ( estabilidad) , o lo condicionaba
( cambio) . El derecho sólo podía surgir en las sociedades don-
de los valores no se ponían en entredicho.
Aunque Durkheim entendió la integración social como un
ejercicio de solidaridad —una cohesión social espontánea,
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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 47

surgida de las creencias y las actitudes compartidas de mutua


cooperación— y Parsons la entendió como la integración de
los subsistemas en un sistema social, ambos coincidieron en
que, al formalizar y regularizar las relaciones de poder, el
derecho contribuía de manera determinante a la estabilidad,
al orden social. Desde luego, es posible mantener este orden
sin consenso. En este caso, los cuadros dominantes sólo po-
drán garantizarlo con el uso de la fuerza y, tarde o temprano,
se verán obligados a ceder ante la resistencia interior o ex-
terior. “La modernización también crea y lleva a la conciencia
y actividad políticas a grupos sociales y económicos que no
existían en la sociedad tradicional o que se encontraban fuera
de la esfera de su política”, explica Huntington.

O dichos grupos son asimilados al sistema político, o se con-


vierten en una fuente de antagonismo y revolución contra el
sistema. El logro de la comunidad política en una sociedad en
modernización implica, pues, la integración horizontal de gru-
pos comunales y la asimilación vertical de clases sociales y eco-
nómicas.65

No es lo mismo sancionar a quien incurre en una desviación


—entendiendo por ésta la no conformidad a una norma o a
una serie de normas dadas que son aceptadas por un número
significativo de personas de una comunidad o sociedad—66
que imponer el orden a base de sanciones. Cuando se trans-
forma en derecho, el consenso implica legitimidad y ésta es
la que, a fin de cuentas, hace que las instituciones sean pre-
decibles. La predecibilidad genera confianza, un valor que
cada día cobra mayor relevancia a la hora de explicar la co-
hesión de los grupos sociales más simples o más complejos.67
Desde el Código de Shulgi ( 2094 a. C.) al Código de Ham-
murabi ( 1792 a. C.) , desde el Ius Civile Romano a la compi-

65 Op. cit., p. 349.


66 Giddens, Anthony, Sociología, Madrid, Alianza editorial, 1995, p. 151.
67 Niklas Luhmann y Francis Fukuyama escribieron sendos libros titula-
dos Confianza, donde sostienen, con enfoques distintos, que la confianza es
la base de toda sociedad.

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48 GERARDO LAVEAGA

lación de Justiniano, desde los glosadores y posglosadores,


pasando por la gestación del Common Law, la transformación
de los valores políticos en valores jurídicos ha constituido la
historia del derecho en Occidente. Lo mismo ha ocurrido en
Oriente. El derecho islámico con el Corán y las sunnas, el de-
recho brahamánico y los nibandha, el derecho chino y el ja-
ponés con sus vertientes clásicas y contemporáneas, no son
sino el producto del esfuerzo de los cuadros dominantes de
cada una de estas civilizaciones por consensar y preservar los
valores políticos que originaron la asociación de sus pueblos.
El paso subsecuente de estos cuadros ha sido la difusión de
la cultura de la legalidad. ¿Tenía entonces razón Jeremy
Bentham ( 1748-1832) cuando afirmaba que el derecho supo-
nía la imposición de la voluntad de un legislador sobre un
grupo humano? Parcialmente: El proceso mediante el que se
ha creado cada uno de los sistemas jurídicos mencionados es
distinto y habría que remitirnos a las características de cada
región, de cada momento histórico, de cada civilización, para
comprenderlo. Por ello, Friedrich Karl von Savigny ( 1779-
1861) , que no aceptaba la afirmación de Bentham, sostenía
que el derecho era un producto espontáneo del espíritu de
cada comunidad. El derecho, así, es imposición y producto.
Dejaría de serlo si careciera de alguno de estos dos elemen-
tos. Dejaría de serlo si no hubiera quien hiciera cumplir sus
normas en aras de preservar el consenso y si sus normas no
fueran resultado de un esfuerzo por alcanzar dicho consenso.
Si admitimos la tesis de los interaccionistas simbólicos: la
conducta de un individuo o de un grupo tiende a modificar
la conducta de otros individuos o grupos,68 admitiremos, tam-
bién, que la principal función del derecho en una sociedad es
servir como punto de referencia y como guía. Vincenzo Ferrari
considera que el derecho tiene tres funciones relevantes:69

68 Cfr. Marc, Edmond y Picard, Dominique, La interacción social, Barce-


lona, Paidós, 1992.
69 Cfr. Ferrari, Vincenzo, Funciones del derecho, donde el autor, a través
de un análisis eminentemente funcionalista, parte del supuesto de que el de-
recho tiene un carácter persuasivo y examina su papel en el desarrollo de
una sociedad.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 49

— Dirimir los conflictos declarados dentro de una comunidad.


— Orientar a la sociedad.
— Legitimar el poder.

La primera y la tercera de estas funciones, aunque indis-


cutibles, sólo adquieren su auténtica relevancia a través de
la segunda, como el propio Ferrari lo reconoce: los conflictos
se dirimen con base en los criterios que se expresan en la
ley y sólo en la medida en que el pueblo de un Estado co-
nozca las posibilidades que le proponen los cuadros dominan-
tes y acepte solucionar sus problemas a través de las institu-
ciones propuestas. Por otra parte, la legitimación surge
cuando una comunidad reconoce como tales a sus cuadros
dominantes, según los valores políticos desarrollados en su
seno. Para que se cumpla con eficacia la función persuasiva
a la función de orientación social, es indispensable, por su-
puesto, que el grupo o los grupos dominantes de una comu-
nidad difundan la cultura de la legalidad, enseñándole a sus
miembros a aceptar aquellos valores políticos transformados
en derecho.
Si nos convencieran los planteamientos que han hecho
John B. Watson ( 1878-1958) , Burrhus F. Skinner ( 1904-
1990) y otros sicólogos conductistas en el sentido de que el
comportamiento del hombre es condicionable a través de una
“tecnología” que implica modificar el medio ambiente y que,
si se renuncia a preservar la libertad y la dignidad, un cuerpo
de científicos puede “crear” seres humanos que inhiban su
agresividad y aprendan a vivir en armonía, aun así tendría-
mos que admitir que las funciones del derecho no variarían
demasiado: se requeriría un modelo de sociedad armónica,
mecanismos para dirimir los conflictos derivados de cualquier
error a la hora de aplicar esta “tecnología de la conducta” y
razones para permitir que este cuerpo de científicos impusiera
su modelo de orden social. Aun en el escenario más optimista,
el derecho tendría funciones insustituibles.

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III. La difusión de la cultura de la legalidad . . . . 51

1. La socialización jurídica . . . . . . . . . . 51
2. Límites en la difusión de la cultura de la lega-
lidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
3. Funciones de la cultura de la legalidad . . . 65

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III. LA DIFUSIÓN DE LA CULTURA


DE LA LEGALIDAD

1. La socialización jurídica

Hemos visto que para que un Estado subsista como tal, es


indispensable que sus cuadros dominantes generen las condi-
ciones para convertir los valores políticos en valores jurídicos.
Independientemente del modo en que lo consigan —modo
que determinará la tradición jurídica a la que pertenezca di-
cho Estado—, de esta transformación dependerá la preserva-
ción del consenso. En el curso de la historia, han sido los
gobiernos del Estado los que, en la mayoría de los casos, han
promovido esta conversión, procurando que el pueblo que in-
tegra dicho Estado tenga una percepción común de sus ne-
cesidades, de sus intereses, del camino que deberá seguir para
satisfacerlos y de los mecanismos específicos —expresados en
la norma jurídica— de los que ha de valerse para alcanzarlos
sin alterar sus principios de coexistencia.
Un gobierno resuelto a preservar el orden social se asegura,
pues, de que todos y cada uno de los integrantes de su pueblo
se identifiquen con ciertos símbolos y posean una cultura po-
lítica. También se esmera en que esa cultura política esté
respaldada por una cultura de la legalidad: en que, si bien
no sea capaz de comprenderlas en términos técnicos, cada
uno de los miembros de la comunidad conozca las normas
jurídicas que determinan la organización fundamental del Es-
tado, que entienda sus alcances, sus límites, las sanciones a
las que puede hacerse acreedor en caso de desobedecerlas y las
autoridades encargadas de crear las leyes, ejecutarlas y diri-
mir las controversias que surjan de su aplicación. Los gobier-

51
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52 GERARDO LAVEAGA

nos que pretenden mantener el orden social se preocupan,


asimismo, por reformar las estructuras jurídicas, conforme va-
yan alterándose los valores políticos del pueblo del Estado.
Con métodos diversos y fundamentos de carácter cultural,
religioso, o moral, los grupos dominantes que han tenido me-
jor éxito en mantener la organización estatal, se han preocu-
pado porque los gobernados conozcan las normas jurídicas
en mayor o menor grado. La identidad de elementos como
la lengua, la religión y las costumbres facilitan en ocasiones
este esfuerzo; en otras, las diferencias lo han dificultado y
hasta imposibilitado. Convertir a un pueblo en Estado, ha
exigido un proceso educativo mediante el que no sólo se en-
seña la lengua, la religión y las costumbres sino los valores
políticos y las estructuras que, mediante premios y castigos,
los hacen prevalecer. Un repaso a la historia nos permitiría
comprobarlo: Plutarco nos cuenta cómo Licurgo pensaba “que
las normas más eficaces e importantes para lograr la felicidad
de una ciudad y la virtud se conservan inalterables cuando
se han inculcado en los caracteres y métodos educativos de
los ciudadanos”.70 En la legislación judía, los padres están
obligados a educar a sus hijos en la ley71 y los sacerdotes al
pueblo.72 En Las leyes, Cicerón recuerda que, de niño, se le
obligó a aprender y recitar las XII tablas73 y, entre los mu-
sulmanes, el aprendizaje de memoria de extensos pasajes del
Corán forma parte importante de la devoción religiosa. Los
musulmanes que memorizan enteramente su contenido reci-
ben el título honorífico de al-hafiz.
Los sociólogos y antropólogos han denominado socializa-
ción al proceso por el que las personas aprenden a confor-
marse con las normas sociales y a regirse a través de ellas.
Este proceso hace posible la transmisión cultural entre las
distintas generaciones, pues supone una “internalización”,

70 Plutarco: Licurgo en Vidas paralelas, Madrid, Biblioteca Clásica Gredós,


núm. 77, 1985, pp. 301-302.
71 Ex. 13, 8-10.
72 Dt. 33, 10 y Lev 10, 11.
73 Cicerón, Las leyes, Madrid, Alianza Editorial, 1992, Col. El libro de
bolsillo, núm. 1420, p. 222.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 53

mediante la cual el individuo se impone a sí mismo estas


reglas y también una “interacción social”, por medio de la
que el individuo se ajusta a las reglas para ser aceptado por
los otros.74 “La socialización efectiva” —escribe Roger Cotte-
rrell— “se entiende como un requisito funcional del sistema,
una tarea de promoción y configuración de actitudes y opi-
niones que deben realizarse para el bienestar del sistema”.75
Cuando esta socialización define la relación que un individuo
tiene con las instituciones políticas, puede hablarse concreta-
mente, de socialización política.76
Sin pretender adentrarse al campo político —y menos aún
al jurídico—, Jean Piaget estudió el periodo de desarrollo
intelectual de los niños, en el que identificó una etapa de
“operaciones concretas”, entre los 7 y 11 años de edad. El
célebre educador suizo señaló que, en esta etapa, se da un
“realismo moral” cuando el niño hace suyos los parámetros
que le señala la autoridad y sus valores son los que se hallan
determinados por la ley.77 Así esbozó los principios de lo que
bien podríamos llamar socialización jurídica. Entre los estu-
diosos que han abordado el tema de manera más amplia,
destacan J. Carbonnier, K. Kulcsár78 y W. M. Evans, quien
habla de “la función educativa del derecho”, para indicar —en
el mismo sentido de Vicenzo Ferrari— la orientación especí-
fica que puede dársele al derecho para facilitar las relaciones
sociales y modificar el comportamiento de una comunidad.79

74 Abercrombie, Nicholas et al., Dictionary of Sociology, Londres, Penguin,


1988, p. 231.
75 Cotterrell, Introducción a la sociología del derecho, Barcelona, Ariel,
1991, p. 126.
76 Bobbio et al., Diccionario de política, 10a. ed., México, Siglo XXI, 1997,
p. 1514.
77 Cfr. Piaget, Jean, El criterio moral del niño.
78 Kulcsár, K., “The Educational Role of Law in the Socialist Society”,
Acta Jurídica Académica Scientiarum Hungaricae, 1962, y Carbonnier, J.,: “Va-
riations sur la loi pédagogue”, Societá, norme e valori. Studi in onore di Renato
Treves, Milán, 1984. Ambos, citados por Ferrari, Vicenzo en Las funciones
del derecho, Madrid, Debate, 1989, p. 122.
79 Cfr. Evans, W. M., “Law as instrument of Social Change”, Applied Sociology:
Opportunities and Problems, Nueva York, The Free Press of Glencoe, 1965.

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54 GERARDO LAVEAGA

También sobresalen los trabajos de D. J. Dalneski, Kurtines


y Greif, R. Irvine80 y, sobre todo, los de June Tapp,81 quien
ha señalado que, de acuerdo con el desarrollo cognitivo del
hombre, pueden identificarse con relativa facilidad cuatro ni-
veles de socialización jurídica:

— Preconvencional. Estadio en el que se busca obtener una


recompensa o evitar un castigo.
— Convencional. Estadio en el que se aceptan las reglas por
el solo hecho de ser reglas y así cumplir con lo que
señala la autoridad.
— Posconvencional. Estadio en el que se aceptan los prin-
cipios morales sobre la autoridad formal.
— Ético. Estadio en el que se acepta el derecho sólo cuando
éste refleja las propias convicciones éticas.

Dentro de este último nivel, la objeción de conciencia y la


desobediencia civil ocupan un lugar preponderante. Son te-
mas que revelan el buen éxito de una socialización política —se
está de acuerdo con los fines— y, al mismo tiempo, el fracaso
de la socialización jurídica: No se está de acuerdo con los
medios e, incluso, se desafía la posibilidad de la sanción.82
Quienes defienden la paz pero no creen que el servicio militar
sea la mejor forma de conseguirla constituyen un ejemplo del
primer tema. Quienes creen que la igualdad debe caracterizar

80 En su estudio Legal Socialization ( Londres, Macmillan, 1979) , R. Irvine


ha formulado una crítica a aquellos procesos de socialización jurídica que
incorporan juicios de valor sobre el “progreso moral”, mismos que sólo re-
flejan los “valores occidentales” de ciertos grupos de interés.
81 Tapp, J.L. and Kohlberg, L., “Developing senses of Law and Legal Jus-
tice”, Journal of Social Issues, núm. 2 ( 1971) y Tapp, J.L. and Levine, F.L.,
“Legal socialization: Strategies for an Ethical Legality”, Stanford Law Review,
núm. 27, 1974.
82 Jorge Malem reflexiona sobre el segundo en Concepto y justificación
de la desobediencia civil. José Luis Gordillo analiza el primer tema en La
objeción de conciencia, enfocándose, particularmente, al ejército, al servicio
militar y a la participación en una guerra.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 55

a una sociedad justa pero no creen que esta igualdad se


alcance a través de los impuestos y —más aún— se niegan
a pagar los que les corresponden, son ejemplo del segundo.
Los resultados de la socialización jurídica pueden medirse
a través de tres indicadores fundamentales:

— Conformidad
— Obediencia
— Participación social

La conformidad y la obediencia han sido estudiadas desde


diversos enfoques, entre los que destaca el sicosociológico.
John M. Levine y Mark A. Pavelchak explican que “existe con-
formidad cuando un individuo modifica su comportamiento o
actitud a fin de armonizarlos con el comportamiento o actitud
de un grupo” y que “existe obediencia cuando un individuo
modifica su comportamiento a fin de someterse a las órdenes
directas de una autoridad legítima”.83 La primera supone una
presión ejercida por los miembros de la sociedad que se rigen
por las mismas normas e interactúan en un nivel de igualdad,
mientras que la segunda implica una presión ejercida por una
autoridad que tiene un status superior. “La obediencia presu-
pone que la autoridad desee ejercer una influencia y vigile
la subordinación del subordinado a sus órdenes”, puntualizan.
Por el contrario, “la conformidad puede producirse sin que
el grupo desee ejercer una influencia o vigilar al individuo,
basta con que la persona conozca la posición del grupo y
desee estar de acuerdo con ella, de hecho, ni siquiera es ne-
cesario que el grupo tenga conciencia de la existencia del
individuo”.84 En cualquier caso, ambas suponen un proceso
de socialización cuyas pautas de orientación son las que se-
ñala el derecho. Para que se dé la “integración de subsiste-

83 Levine, John M. y Pavelchak, Mark A., Conformidad y obediencia, den-


tro de Psicología social, S. Moscovic, p. 43.
84 Loc. cit.

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56 GERARDO LAVEAGA

mas” que describe Parsons, es preciso que tanto la conformi-


dad como la obediencia sean promovidas por los grupos do-
minantes del Estado. Lo mismo podría decirse de la partici-
pación social, la cual debe ser encauzada hacia la preservación
del orden político y debe ser contenida cuando tienda a su
destrucción.

2. Límites en la difusión de la cultura


de la legalidad

Como toda socialización, la socialización jurídica se desa-


rrolla en distintos niveles. El gobierno de cada Estado, según
sus pretensiones y de acuerdo con la distribución de fuerzas
políticas que condicionen su actuación, tendrá que resolver a
quiénes les conviene conocer a fondo la estructura jurídica
del Estado, a quiénes les conviene conocerla parcialmente y
a quiénes les conviene conocer, única y exclusivamente, los
principios fundamentales de su organización. Si bien el artí-
culo 19 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano, aprobada por los países miembros de la Or-
ganización de las Naciones Unidas en 1948, establece que:
“Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de ex-
presión” y aclara que “este derecho incluye el de no ser moles-
tado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir in-
formaciones y opiniones y el de difundirlas sin limitación de
fronteras, por cualquier medio de expresión”, también es cierto
que todos los Estados se han esmerado en limitar este dere-
cho en el ámbito jurídico y, por consecuencia, en el político.
En México, el artículo 6o. de la Constitución prevé que “el
derecho a la información será garantizado por el Estado”,
pero también señala que “la moral”, “los derechos de terceros”
o aquello que “provoque algún delito, o perturbe el orden
público”, son límites a la libertad de expresión y, por tanto,
al derecho a la información. El motivo de esta restricción es
que la mayor difusión de la cultura de la legalidad no con-
duce, necesariamente, al desarrollo político y sí, en cambio,
lo puede afectar. El desarrollo político, en cambio, invaria-
blemente propicia las condiciones para que se dé un aumento
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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 57

en el nivel de la cultura de la legalidad en un pueblo. Incluso,


la primera recomendación del Informe de la Comisión Inter-
nacional para el estudio de los problemas de la comunicación
( UNESCO, 1980) , parte del supuesto de que “no hay lugar
para la aplicación universal de modelos preconcebidos en ma-
teria de comunicación e información”.85
Más allá del “derecho a la información”, a un gobierno le
conviene promover la cultura de la legalidad entre los habi-
tantes de su pueblo cuando lo exija el desarrollo político del
mismo y le conviene constreñirla cuando esta cultura pueda
generar expectativas que el desarrollo político de la comuni-
dad no permita satisfacer.86 Cuando la demanda de una res-
puesta rebasa la oferta, la frustración tiende a traducirse en
una crisis de legitimidad. La pérdida de confianza en una
institución ayuda a reformarla pero también puede contribuir
a destruirla si no existe alternativa viable. Prácticamente to-
dos los autores que han estudiado el tema de la legitimación
coinciden en esto. “Al afirmar que una función del derecho
es la legitimación del poder”, apunta Vincenzo Ferrari, “que-
remos señalar el hecho de que todos los sujetos que disponen
de capacidad de decisión o que desean ampliarla pueden ha-
cer uso —y normalmente lo hacen— del derecho para con-
seguir el consenso sobre las decisiones que asumen o deben
asumir”.87 Desafortunadamente, el derecho no siempre ofrece
los dispositivos necesarios para instrumentar las decisiones o

85 Esta Comisión, que abogaba por la tolerancia como resultado de una


mejor comunicación en todos los ámbitos, estuvo presidida por Sean Mac
Bride y sus resultados fueron publicados en español con el título Un solo
mundo, voces múltiples.
86 A manera de ejemplo, los esfuerzos que algunas autoridades de la
Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal hicieron entre 1993 y
1994 para promover la denuncia de los delitos dentro de la comunidad tu-
vieron que disminuir, en virtud de que se dieron cuenta de que si aumentaba
el índice de denuncias de aquellos delitos que constituían la “cifra ne-
gra”, el efecto resultaría contraproducente: se generaría en la sociedad civil
la idea de que los delitos se estaban incrementando y, peor aún, la poca ca-
pacidad de respuesta.
87 Ferrari, Vincenzo, op. cit., pp. 115-116.

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58 GERARDO LAVEAGA

para satisfacer las expectativas de la sociedad, aunque así


conste en las leyes.
Si esto no fuera suficiente para constreñir la difusión de
la cultura de la legalidad, es preciso recordar que el orden
social no sólo implica neutralizar desviaciones como el delito
sino, también, reconocer que el derecho está diseñado para
mantener la estabilidad y que cualquier alteración al statu
quo supone que algunos grupos aumenten sus prerrogativas
y que otros las vean disminuidas. Esta posibilidad explica los
deseos que tienen unos para llevar al cabo reformas políticas
y la renuencia que otros muestran al respecto. Explica, asi-
mismo, la necesidad que tiene un gobierno de adecuar la
difusión de la cultura de la legalidad al desarrollo político
del Estado, evitando, en lo posible, hacer hincapié en las nor-
mas jurídicas que aún no han podido cumplirse por causas
políticas o económicas que escapan de las intenciones del
legislador y que, de respetarse, implicarían enfrentamientos
entre los diversos grupos de la sociedad. ¿Significa esto que
el derecho revela, inevitablemente, las contradicciones y las
desigualdades de la sociedad que lo crea...? Sí.
Algunos estudiosos del tema se han preocupado por saber
cómo puede, pues, elaborarse la doctrina jurídica y aplicarse
“de una forma genuina y explícita” al revelar su naturaleza
y efectos.

¿Puede librarse alguna vez la doctrina jurídica de su servidum-


bre a la ideología? ¿Puede admitir fundamentalmente alguna
vez sus propias incertidumbres? ¿Puede la doctrina jurídica re-
conocer que no hay, ni puede haber nunca, un cerrado, com-
pleto, comprehensivo sistema de orden racional? ¿Puede acep-
tar que es solamente un imperfecto, y a veces incoherente
intento de imponer un relativo orden sobre unos pocos aspec-
tos de una infinitamente compleja realidad social?88

Las respuestas no parecen muy alentadoras para quienes


no participan en la creación, aplicación e interpretación del
derecho, ni para quienes padecen las consecuencias de un

88 Cotterrell, op. cit., p. 260.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 59

régimen jurídico ineficaz: “Los juristas aceptan con frecuencia


estas características del derecho. Están lo suficientemente cer-
ca de los detalles de su doctrina y su aplicación como para
hacerlo: pero el sistema jurídico, en conjunto, parece no po-
der admitir que éstas son sus características dominantes”. La
denuncia de Cotterrell, su desafío, nos conduce de nuevo a
examinar la inevitable relación entre el desarrollo político —“la
infinitamente compleja realidad social”— y la cultura de la le-
galidad.
La propuesta que el mismo autor formula —la posibilidad
de brindarle a la comunidad mayor apertura informativa acer-
ca de los procesos jurídicos y las razones para la toma de
decisiones— supone que las desigualdades establecidas en los
ordenamientos jurídicos se admitan en la propia doctrina:

Entre ellas, la distinta influencia de diferentes sectores de la


población sobre la creación del derecho; la distinta ejecución
del mismo; las desigualdades de poder económico o de otro
tipo, de las partes en litigio; y las especiales dificultades que
tienen algunos sectores de la población para lograr la ayuda
de los juristas o para invocar el derecho.89

Pero esto, concluye, “sería una hipocresía” si no se empren-


dieran, al mismo tiempo, las acciones necesarias para corregir
“las injustificables desigualdades” con las que está concebido
y se aplica el derecho. Sobre este tema han ahondado otros
académicos, entre los que sobresale el argentino Carlos María
Cárcova, quien escribió un tratado dedicado al tema.90 Su
voz se ha sumado a la de muchos partidarios de la “demo-
cratización del derecho”, la cual incluye cuatro corrientes más
o menos identificables. Las tres primeras exigen que el pueblo
de un Estado esté ampliamente informado sobre su derecho.
La cuarta propone, precisamente, ampliar los alcances de la
difusión de la cultura de la legalidad: 91

89 Loc. cit.
90 Cárcova, Carlos María, La opacidad del derecho, Madrid, Trotta, 1998.
91 Cfr. Cotterrell, loc. cit.

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60 GERARDO LAVEAGA

— Informalismo. Propone la creación de instancias alternas


como el arbitraje y la conciliación para procurar y ad-
ministrar justicia. Sus partidarios aseguran que esto evi-
taría trámites y simplificaría instancias.
— Desprofesionalización. Defiende la sustitución de los pro-
fesionales del derecho por otras personas no profesiona-
les que puedan procurar y administrar justicia. Sus sim-
patizantes creen que esto permitiría que el derecho se
aplicara con criterios más prácticos y a un costo menos
elevado.
— Participación. Sugiere la inclusión de personas de la so-
ciedad civil dentro de los órganos estatales encargados
de procurar y administrar justicia. Los jurados populares
y los juzgados de paz a cargo de profesionales y no
profesionales son un ejemplo.
— Información. Propone la divulgación masiva y sin restric-
ciones de las estructuras, funcionamiento y reglamenta-
ción de los órganos encargados de procurar y adminis-
trar justicia.

Democratizar el derecho, desde luego, implica riesgos.


Quienes pueden sobornar a un juez, pueden sobornar, aún
con mayor facilidad, a un árbitro o a un conciliador ¿Qué
ventajas tendría entonces el informalismo si no existen ins-
tancias superiores a las que pueda acudirse formalmente?
Quien impugna a un abogado con título, puede impugnar,
aún con mejores resultados, a uno que no lo tiene y actúa
guiado por su buena fe. ¿Qué aporta, en tal caso, la despro-
fesionalización? En cuanto a la participación, los no profesio-
nales sólo pueden legitimar su actuación actuando a través
de las instituciones existentes. ¿Hasta dónde se da, auténti-
camente, la participación?
Difundir una cultura de la legalidad, independientemente del
desarrollo político de una comunidad e independientemente
del grado de accesibilidad que tiene el pueblo de un Estado
a la justicia, suele generar más dificultades de las que resuel-
ve. Platón insistía en su Politeía ( República) sobre la conve-
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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 61

niencia de enseñar los valores políticos a los niños y jóvenes


como un camino para alcanzar la justicia, pero sugería que
no se enseñara lo mismo a los artesanos que a los guardianes.
Llegó, incluso, a recomendar que se suprimiera de la educa-
ción de estos últimos la enseñanza de Homero y Hesíodo —cu-
yas fábulas le parecían poco edificantes— y exigió que se
prohibiera a los poetas presentar a los dioses haciendo el mal.
Aunque Karl Popper terminó acusando a Platón de ser un
“enemigo de la sociedad abierta”, vale la pena recordar que
la preocupación de restringir la información no es nueva.
¿Cuál sería, entonces, el criterio que debe servirnos para
establecer un punto de referencia? Si bien la transparencia
es una de las características de cualquier régimen democrá-
tico un antídoto contra la corrupción y contra cualquier prác-
tica ilícita que requiera del secreto para prosperar, es nece-
sario determinar qué informar, cuándo y a quién. Informar
para garantizar un mayor acceso a la justicia o para orientar
sobre las posibilidades que ofrece el derecho, representa, sin
duda, un punto de partida. Durante muchos años, los gobier-
nos se conformaban con declarar los derechos de la sociedad
civil sin preocuparse por crear las condiciones para hacerlos
efectivos. Las nuevas tendencias del derecho exigen que, hoy
en día, todo derecho vaya acompañado de medios procesales
para que se haga valer. “Las palabras acceso a la justicia”,
apuntan Mauro Cappelletti y Bryant Garth,

no se definen con facilidad, pero sirven para enfocar dos pro-


pósitos básicos del sistema jurídico por el cual la gente puede
hacer valer sus derechos y/o resolver sus disputas, bajo los
auspicios generales del Estado. Primero, el sistema debe ser
igualmente accesible para todos; segundo, debe dar resultados
individual y socialmente justos.92

A esta luz, la información que proporcione un gobierno a


la sociedad civil para darle mayor acceso a la justicia cobra
una importancia fundamental. Antes de informar, no obstan-

92 Cappelletti, Mauro y Garth, Bryant, El acceso a la justicia, México,


FCE, 1996, pp. 9-10.

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62 GERARDO LAVEAGA

te, es conveniente que un gobierno o los grupos dominantes


de la sociedad actúen con responsabilidad y definan qué bus-
can: si informar para que la sociedad active mecanismos exis-
tentes o si informar para que la sociedad advierta sus carencias
en materia de acceso a la justicia y realice planteamientos y
propuestas sin alterar el orden social.
Otro de los obstáculos que presenta con mayor frecuencia
la difusión de la cultura de la legalidad se encuentra, para-
dójicamente, en los mismos abogados. A la manera de los gre-
mios medievales —y actuando como lo hacen también los
médicos, los arquitectos o cualquier otro profesionista cuyo
modo de ganarse la vida consista en conocer fórmulas para
producir ciertos resultados— los abogados prefieren no com-
partir sus conocimientos, pues esto originaría que muchas
personas prescindieran de sus servicios. Así, se agrupan en
asociaciones que, con el pretexto de velar por la dignificación
profesional, vetan los intentos de otros grupos por populari-
zar las disposiciones jurídicas y por simplificar los procesos
judiciales. Después de todo, mientras más oscuras sean las
leyes, más demanda habrá de intérpretes. Aunque esto ocurre
más en Estados Unidos y en Europa que en México, es un
tema que merece considerarse.93
Ninguna de estas limitaciones afecta un ejercicio respon-
sable de difusión de la cultura jurídica. Sobre todo, si parti-
mos del supuesto de que la idea de educar sin restricciones
a la población en materias política y jurídica, no ha sido tan
eficaz como lo pareció al principio. Algunos pensadores —es-
pecialmente en el siglo diecinueve— sostuvieron que la edu-
cación política y jurídica era la que determinaba, por sí mis-
ma, el nivel de desarrollo político de un pueblo. En sus
Consideraciones sobre el gobierno representativo, John Stuart

93 Como un buen ejemplo de estos casos, tenemos el de las asociaciones


de abogados de Texas que demandaron a la empresa Nolo Press por editar
manuales de orientación jurídica. Estos materiales, adujeron los abogados
texanos, desorientan al público y le hacen creer que pueden acudir ante un
tribunal sin el auxilio profesional de un abogado. El Journal de la American
Bar Association dedicó un artículo a este asunto en su número de julio de
1998.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 63

Mill se pronunciaba por dar el voto a los obreros y por edu-


carlos para que se volvieran “ciudadanos conscientes” de su
comunidad. Con otras palabras y con otros propósitos, Marx
proclamaba lo mismo. Sin embargo ¿qué ganaría el hombre
de la calle al conocer los ideales políticos de dos o tres dis-
tintos partidos que, por otro lado, prometen más o menos lo
mismo y que, a fin de cuentas, no parecen estar tan preocu-
pados por satisfacer los intereses inmediatos de este hombre?
¿Qué beneficios iba a obtener al enterarse de las auténticas
razones que tuvo su gobierno para aplicar una norma jurídica
y no otra en el caso de una aprehensión, de una extradición
o de una sentencia? Ninguna. Los recientes estudios sobre la
opinión pública nos demuestran que si él cree que el gobierno
está procediendo conforme a derecho —creencia que, por sí
misma, no significa que esto ocurra así—, lo apoyará y estará
contribuyendo a ampliar los márgenes de legitimidad con los
que cuente dicho gobierno. Si, por el contrario, considera que
el gobierno está actuando fuera del marco legal —lo que, por
sí mismo, no significa que esto esté sucediendo— lo criticará
y estará contribuyendo a socavar su legitimidad, apoyando a
las facciones opositoras.94
Para fortuna de los gobiernos, en estas creencias influyen
más la ayuda social, los programas de empleo y la construc-
ción de mercados, escuelas y hospitales que la legalidad con
la que se esté actuando, lo cual, por paradójico que se antoje,
contribuye a elevar los niveles de legitimidad en un gobierno.
También para su fortuna, en estas consideraciones influyen
más los medios de comunicación que la posible honestidad
con la que se proceda. Ni Stuart Mill, ni Marx, ni aquellos
intelectuales norteamericanos que impulsaron la educación
política y jurídica hacia los años sesenta se preocuparon por
analizar la correspondencia que esta cultura podía tener con

94 Cfr. The Spiral of Silence, de Elizabeth Noelle-Neumann ( 1984) ; Ad-


vertising and Democracy in the Mass Age, de Terence H. Qualter ( 1991) ;
L’information, la desinformation et la realité, de Guy Durandin ( 1993) ; Poli-
tical Marketing and Comunication, de Philippe J. Maarek ( 1995) entre otros
estudios modernos sobre la opinión pública.

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64 GERARDO LAVEAGA

el desarrollo político de cada Estado, ni tampoco por las con-


secuencias inmediatas del problema. Para ellos, la mayor edu-
cación suponía mayor participación política y nada más.95 En
nuestros días, la fe en la educación por la educación misma
y el entusiasmo que generaba el hecho de que el mayor nú-
mero de personas contara con la mayor información posible
ha decrecido. Los hechos no han correspondido al optimismo
de sus promotores.
Al hablar de los mitos en torno a la democracia, Norberto
Bobbio no puede dejar de considerar el de la educación po-
lítica y de subrayar cómo, a medida que algunos grupos au-
mentan la suya, paradójicamente crece su apatía y aumenta
el abstencionismo entre sus miembros. “En los regímenes de-
mocráticos como el italiano, en el que el porcentaje de vo-
tantes es todavía muy alto ( pero va descendiendo en cada
elección) ” —dice Bobbio— “existen buenas razones para creer
que esté disminuyendo el voto de opinión y esté aumentando
el voto de intercambio”.96 Y, ciertamente, sin que la cultura
política o la cultura de la legalidad influyan en lo más míni-
mo, los votos se dan cada día con mayor frecuencia a quienes
ofrecen favores personales y a quienes satisfacen intereses
individuales o de grupos; no a quienes presentan mejores pro-
gramas de gobierno. Si ningún partido o candidato representa
la posibilidad de satisfacer necesidades o intereses específi-
cos, el voto no se da. “Incluso las interpretaciones más mo-
deradas”, sostiene el académico italiano, “no me pueden qui-
tar de la cabeza que los grandes escritores democráticos
sufrirían al reconocer en la renuncia a usar el propio derecho
un buen fruto de la educación de la ciudadanía”.97

95 Sobre la necesidad de impulsar la cultura política, Seymour Martin


Lipset escribió: “Donde las relaciones económicas no son fácilmente percep-
tibles para los que están afectados, se hacen importantes una capacitación
y un refinamiento generales. La apreciación de los problemas sociales com-
plejos puede provenir de la educación y, sin duda, contribuye al aumento
de los votos entre los grupos más educados”. Cfr. Lipset, Seymour Martin,
El hombre político, Madrid, Tecnos, 1987, p. 166.
96 Cfr. Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, México, FCE, 1986, p. 25.
97 Loc. cit.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 65

3. Funciones de la cultura de la legalidad

¿De qué sirve entonces la cultura de la legalidad? ¿Ante


quién y cuándo conviene promoverla? ¿Cómo fomentar la
conformidad, la obediencia y una participación social que
coadyuve a mantener el orden social a través de lo que Vasco
de Quiroga llamó la “información en derecho”?98 ¿A qué prin-
cipios debe sujetarse la socialización jurídica dentro de un
Estado para que la cultura de la legalidad rinda sus frutos?
Y, ante todo, ¿qué frutos debemos esperar de ella? A pesar
de las dificultades que supone desarrollar el proceso de so-
cialización jurídica en cualquier nivel, es innegable que con-
tar con cierta información jurídica resulta primordial no sólo
para que los cuadros dominantes puedan aspirar a cierto gra-
do de control social —entendiendo éste como el conjunto de
mecanismos diseñados para prevenir las desviaciones—99 sino
también para que cualquiera de los grupos que conforman un
Estado pueda participar en la preservación del mismo. La di-
fusión de la cultura de la legalidad, no obstante, sólo resul-
tará eficaz y eficiente en la medida en que el gobierno de
un Estado satisfaga las siguientes condiciones:

— Que el derecho sea producto del consenso. Mientras más


sectores y personas participen en su creación, aplicación
e interpretación, más fácil resultará hacerlo valer y me-

98 Vasco de Quiroga escribió La información en 1535, con el doble pro-


pósito de desautorizar algunas disposiciones reales que permitían la esclavi-
tud de los indios, así como de crear pueblos con ciertas características po-
líticas. Su obra alertaba al lector para “velar e informar” y proteger los
intereses de los indígenas.
99 El término control social fue acuñado por E. A. Ross en su libro Social
Control ( 1901) . Una definición más amplia podemos hallarla en el Dicciona-
rio de sociología , p. 229, de Luciano Gallino: “Mecanismos, acciones reactivas
y sanciones que una colectividad elabora y utiliza, ya sea con el fin de
prevenir la desviación de un sujeto individual o colectivo respecto de una
norma de comportamiento, sea para eliminar una desviación que ha ocurrido
logrando que el sujeto vuelva a comportarse de conformidad con la norma
o, en fin, para impedir que la desviación se repita o se extienda a los demás”.

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66 GERARDO LAVEAGA

nos resistencia hallarán los procesos de difusión de la


cultura de la legalidad. En esta participación, por su-
puesto, deben tomarse en cuenta los límites enunciados
anteriormente.
— Que la ley se aplique de forma equitativa.

La ausencia de un Estado de derecho consiste, fundamental-


mente, en que ciertos grupos e individuos se encuentran por
encima de las leyes; en particular, las autoridades... cuentan
con la posibilidad real de cometer abusos de poder sin que
existan mecanismos jurídicos eficaces que limiten y castiguen
dichos abusos. Más aún, el que las autoridades violen el orde-
namiento jurídico estimula la desobediencia generalizada de
las leyes por parte de los ciudadanos...100

A propósito de esta forma equitativa de aplicar las


leyes, Tácito argüía que nada hacía a las leyes tan efec-
tivas como su aplicación contra las altas personalidades.
— Que el derecho sea accesible para el mayor número de
personas y que, en efecto, existan los dispositivos jurí-
dicos para hacer valer los derechos que el gobierno se
ha comprometido a garantizar. Esto se consigue a través
de un derecho conformado por normas sencillas y de
fácil comprensión, así como por procedimientos breves
e instancias encargadas de aplicar la ley de manera rá-
pida y expedita. “...La posesión de derechos carece de sen-
tido si no existen mecanismos para su aplicación efecti-
va”, dice Cappelletti. “El acceso efectivo a la justicia se
puede considerar, entonces, como el requisito más básico
—el derecho humano más fundamental— en un sistema
legal igualitario y moderno, que pretenda garantizar y
no solamente proclamar los derechos de todos.”101

100 Rubio, Luis et al., A la puerta de la ley, México, Cal y Arena, 1994,
p. 137.
101 Cappelletti, Mauro y Garth, Bryant, op. cit., p. 12.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 67

Establecidas estas tres condiciones, es más fácil compren-


der la afirmación que se hacía anteriormente sobre los límites
de la difusión de la cultura de la legalidad y la relación que
ésta debe tener con el desarrollo político de un Estado. No
se trata de negar el acceso a la cultura de la legalidad al
pueblo de un Estado sino de establecer las ventajas y desven-
tajas que puede tener la difusión de dicha cultura, la cual
puede clasificarse en:

— Socialización jurídica general. Comprende los esfuerzos


para promover los valores políticos que permiten la co-
hesión social dentro de un Estado y que han sido trans-
formados en normas jurídicas o se espera que lo sean.
La difusión de la cultura de la legalidad está encaminada
a preservar el orden social y, generalmente, corre a car-
go del gobierno del Estado. Respeto, democracia, justi-
cia, libertad, solidaridad, honestidad y otros valores se-
mejantes se difunden a través de todos los instrumentos
al alcance del gobierno, el cual les da diversos conteni-
dos en momentos distintos. La escuela y los medios de
comunicación juegan un papel relevante.
— Socialización jurídica específica. Comprende los esfuerzos
para promover determinados valores o conductas —ya
convertidos o por convertirse en derecho— y está diri-
gida a ciertas comunidades o a grupos restringidos de
esas comunidades. La difusión de la cultura de la legalidad
puede correr a cargo del gobierno del Estado ( cuando
a éste le interesa dar a conocer nuevos ordenamientos
jurídicos o busca apoyo para convertir ciertas conductas
en leyes con un fin particular) o, bien, a cargo de otros
grupos dominantes como los partidos políticos, los sin-
dicatos, las iglesias o las cámaras de industria y comer-
cio, cuando a éstos les interesa difundir disposiciones
jurídicas que les beneficien de forma directa o, simple-
mente, fortalecer su imagen como elementos integrantes
del Estado de derecho. Los cursos de orientación jurídica
que se imparten esporádicamente a sectores distintos de
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68 GERARDO LAVEAGA

la comunidad —y que incluyen temas tan diversos como


las obligaciones fiscales, las prerrogativas en un divorcio
o las alternativas que tiene un obrero ante un despido
injustificado— también pueden incluirse en este género.

Una vez más, son las necesidades e intereses de los diver-


sos grupos dominantes o los de la sociedad civil los que con-
dicionarán a ambas. El buen éxito que han tenido en algunos
países las campañas en pro de los derechos humanos, por
ejemplo, ha estado sujeto, invariablemente, a las necesidades
y a las expectativas de los grupos afectados. Aunque todas
estas campañas pudieran basarse en la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1948, cada
grupo ha dado énfasis a aspectos diferentes. Mientras en los
países desarrollados se espera una acción vigorosa por parte
del gobierno, de los partidos políticos y de las organizaciones
no gubernamentales ( ONG’s) en materia de protección ecoló-
gica y de sanciones severas a quienes dañen el medio am-
biente,102 en otros países menos desarrollados se esperan me-
didas de control contra los cuerpos policiacos que abusen de
su autoridad, como en México, o contra las fuerzas armadas
que hagan lo mismo, como en Guatemala.
La capacidad de convocatoria y movilización de un grupo
se verá fortalecida o debilitada, según la visión que tengan
los convocados del Estado, de la autoridad, del problema para
el que se busque solución y, más aún, del modo en que éste
pueda resolverse. En suma, según el grado del consenso. Si,
por otra parte, las concepciones son distintas, los grupos
dominantes perderán tanto su capacidad de convocatoria y
movilización como su propia fuerza. Incluso en una época
donde se habla del “fin de las ideologías” o del “fin de la histo-

102 En Redes que dan libertad, Barcelona, Paidós, 1994, Jorge Riechmann
y Francisco Fernández Buey presentan a los movimientos sociales —especial-
mente a los que tienden a preservar el medio ambiente— como responsables
de una nueva configuración política y jurídica en los países industrializados.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 69

ria”,103 los satisfactores inmediatos o los recursos económicos


no garantizan por sí mismos, ni conformidad, ni obediencia,
ni una participación social que coadyuve a mantener el orden
político. Si los satisfactores inmediatos o los recursos inme-
diatos bastaran para asegurar el orden político, sería imposi-
ble explicar la gran cantidad de movimientos sociales y re-
voluciones que se han generado a lo largo de la historia.104
Cualquier movimiento político que tienda a integrar o a des-
integrar un Estado exige, pues, una intensa socialización ju-
rídica.
En ocasiones, esta socialización se va gestando poco a
poco: se crean expectativas, se fortalecen los vínculos de
unión entre los miembros de un grupo, se alcanza un con-
senso ante lo que se considera una violación a los derechos
de ese grupo y, finalmente, se exige que dicho consenso se
exprese en la ley y tenga efectos erga omnes. Revisemos las
movilizaciones que realizaron los afroamericanos para refor-
mar la Constitución norteamericana en los años sesenta.
Otras veces, la falta de socialización jurídica hace fracasar
un movimiento político, el cual sólo se consolida a partir de
la percepción común que van adquiriendo sus miembros entre
sí, sobre el derecho que se les está negando, o sobre las respon-
sabilidades de quienes lo niegan. Revisemos la acción de los
grupos pacifistas que comenzó en los años cincuenta o la de
los grupos ecologistas que cada día cobra mayor influencia.
En el primer caso, la socialización jurídica se promovió en
forma casi espontánea; en el segundo, fue preciso un ejercicio

103 En El fin de las ideologías ( 1960) , Daniel Bell estudia el agotamiento


del pensamiento político-social que había comenzado con Hegel y concluido
con Marx. En El fin de la historia ( 1992) , Francis Fukuyama, también par-
tiendo de la concepción hegeliana de la historia, reflexiona sobre el fin de
los regímenes dictatoriales de derecha y el colapso de los de izquierda.
104 Los niveles económicos saludables, no necesariamente implican que
exista orden político dentro de un Estado. En nuestros días, Tailandia cons-
tituye un ejemplo: Desde 1973, el país ha padecido seis golpes de Estado
( o intentos de golpes de Estado) y, de 1992 a 1996, cuatro procesos elec-
torales. El gobierno actual —que no fue elegido— lleva en el poder casi tres
años. A pesar de esto, Tailandia ha mantenido, desde entonces, un creci-
miento económico del 7% anual. Cfr. The Economist, 30.11.96.

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70 GERARDO LAVEAGA

más o menos planificado de difusión. En uno y otro, no obs-


tante, la socialización jurídica ha tenido resultados favorables
para sus promoventes y cada vez es menos probable hallar a
un político ( o al representante de cualquier grupo cuya exis-
tencia dependa directa o indirectamente de un amplio con-
senso) pronunciarse públicamente a favor de la discrimina-
ción racial, de la carrera armamentista o de la destrucción
del medio ambiente. No en todos los casos ocurre lo mismo.
Temas como el aborto, la pena de muerte o los derechos de
los animales, siguen enfrentando a grupos con intereses dis-
tintos y sin la capacidad suficiente para socializar jurídica-
mente a aquellos de quienes depende su legitimación.
Ahora bien ¿es posible medir el grado de consenso que se
necesita para que un grupo o un pueblo entero actúen de
una u otra forma? James Buchanan, Gordon Tullock y los
economistas que han desarrollado los principios de la Public
Choice lo han intentado. En El cálculo del consenso, estos au-
tores estudian la manera en la que toman sus decisiones los
poderes públicos y analizan las reglas de las votaciones, la
función de las legislaturas bicamerales, el papel de los grupos
de presión y de la “ética democrática”. Partiendo de la pre-
misa de que los individuos están motivados por consideraciones
maximizadoras de utilidad y que, cuando existe una oportu-
nidad de ganancias mutuas, tiene lugar el intercambio, esta-
blecen hasta dónde es posible medir y prever el consenso,
del mismo modo en que otros académicos intentan describir
las relaciones entre oferta y demanda, previendo las utilida-
des del sector privado. Aunque sus conclusiones han merecido
todo género de reconocimientos, aún son insuficientes para
explicar los factores que permiten la integración de una so-
ciedad o la de aquellos que propicien su desintegración.
Nicolas Tenzer ha sido menos ambicioso al describir los
primeros y analizar los segundos.105 Él considera que son tres
las grandes crisis que afectan a las sociedades que tienden a
desintegrarse:

105 Cfr. Tenzer, Nicolas, La sociedad despolitizada, Barcelona, Paidós,


1992.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 71

— Política. La desaparición del sentimiento de comunidad.


— Social. La desaparición del sentimiento de pertenencia.
— Cultural. La desaparición de expectativas con respecto a
la comunidad a la que supuestamente se pertenece.

Con denominaciones distintas y alcances diversos, las tres


debilitan cualquier proceso de socialización jurídica. Conju-
rarlas exige, ante todo, el acuerdo de los grupos con intereses
encontrados y la definición del valor o los valores que todos
—o al menos los más fuertes— estén dispuestos a promover.
Un ejemplo de los buenos resultados que generan los procesos
de socialización jurídica basados en el acuerdo de los distin-
tos grupos que integran una sociedad lo tenemos en la rees-
critura de la historia nacional que se ha llevado a cabo en
Hong Kong, a raíz de su reincorporación a China. El ejercicio
supone que los niños que estudian en las escuelas de Hong
Kong ya no consideren que éste es “un país” y que, en cambio,
vean con simpatía algunas de las decisiones adoptadas por
China desde 1842, cuando Hong Kong pasó a manos de Gran
Bretaña. “La idea”, han declarado las autoridades educativas
de China, “es ayudar a los niños a adoptar activamente una
nueva identidad nacional”.106 En ocasiones, para asegurar es-
tos buenos resultados, es necesario, incluso, restringir con-
ductas que en cualquier otra parte —o en cualquier otro momen-
to— habrían parecido inofensivas. Una muestra la tenemos
en la prohibición de la película infantil The Prince of Egypt, en
las Islas Maldivas ( 1998) . Las autoridades estimaron que la
cinta era sólo “propaganda bíblica” que atentaba contra los
principios del Islam.107
Por el contrario, un ejemplo de los malos resultados que
se obtienen cuando el proceso de socialización jurídica se
inicia por parte de un gobierno o de alguna facción sin que
antes exista un acuerdo, lo tenemos en el concepto de “se-
guridad colectiva” que promovió Woodrow Wilson al final de

106 Newsweek en español, 26.06.96, p. 13.


107 Time, 01.02.99.

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72 GERARDO LAVEAGA

la Primera Guerra Mundial y con el que ninguna de las po-


tencias europeas estuvo de acuerdo. Una socialización jurídi-
ca eficaz, por lo tanto, exige, en primer término, un acuerdo
de aquellos grupos capaces de garantizar los efectos que esta
socialización pueda tener en una sociedad, o bien de aquéllos
capaces de transformar un sistema de valores que ya no res-
ponda a las necesidades e intereses de quienes serán some-
tidos al proceso de socialización. En segundo, que en mayor
o menor medida se cumplan las condiciones de participación,
equidad y accesibilidad a las que nos referimos.

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IV. La cultura de la legalidad en México . . . . . 73

1. Socialización jurídica general . . . . . . . 73

A. Contexto . . . . . . . . . . . . . . . 73
B. Marco legal . . . . . . . . . . . . . . 78
C. Educación formal: la escuela . . . . . . . 83
D. Educación no formal . . . . . . . . . . 86
E. Educación informal: los medios de comuni-
cación . . . . . . . . . . . . . . . . 90

2. Socialización jurídica específica . . . . . . . 94

A. La enseñanza formal del derecho: la univer-


sidad . . . . . . . . . . . . . . . . . 94
B. Informática y derecho . . . . . . . . . . 99

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IV. LA CULTURA DE LA LEGALIDAD EN MÉXICO

1. Socialización jurídica general

A. Contexto

El Consejo Consultivo del Programa Nacional de Solidaridad


publicó en 1990 un Informe sobre la pobreza en México,108
donde llegaba, entre otras, a las siguientes conclusiones: En
1987, la población del país ascendía a 81.2 millones de ha-
bitantes, de los cuales 9.1 pertenecía al estrato alto; 30.8 al
estrato mediano; 24.0 a la “pobreza” y 17.3 a la “pobreza
extrema”. Sumando estas dos últimas categorías, se contaban
41.3 millones de pobres: más del 50% de la población total.
En su libro ¿Qué hacemos con los pobres?, Julieta Campos
actualiza estas cifras y aclara que “en la base de la pirámide
mexicana hay cerca de 50 millones de pobres: el 60% del
país”. Explica que la pobreza extrema se sitúa en los límites
de un salario mínimo o menos y, partiendo del Informe del
Programa Nacional de Solidaridad, se refiere al “primer círculo
de la miseria urbana” —quince millones de personas que ga-
nan entre dos y cinco salarios mínimos—, a los diez millones
de personas que ganan más de cinco salarios mínimos, a los
seis millones que están entre los cinco y nueve y a los cuatro
que “se ubican en un estrato bastante acomodado, recibiendo
entre 10 y 19 mínimos”. Sólo 4 millones y medio de personas
ganan más de 20 salarios mínimos.109 Los resultados del úl-
timo Censo de Población y Vivienda, realizado por el Instituto

108 El combate a la pobreza, p. 20.


109 Campos, Julieta, ¿Qué hacemos con los pobres?, México, Aguilar, 1995,
p. 88.

73
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74 GERARDO LAVEAGA

Nacional de Estadística, Geografía e Informática ( INEGI) , re-


velan que en 1995 había en México 93 millones de habitan-
tes. Los porcentajes sobre riqueza y pobreza, sin embargo, no
han variado mucho.
El concepto de pobreza, ciertamente, es discutible. Los so-
ciólogos afirman que la pobreza absoluta se da cuando la
gente no tiene los recursos suficientes para garantizar condi-
ciones mínimas de existencia —condiciones expresadas a tra-
vés de calorías y niveles de nutrición—, y que la pobreza
relativa se da comparando los niveles de vida promedio de
una determinada comunidad con otra.110 Las que no parecen
discutibles son las profundas desigualdades que existen en
México. “En Suecia, la distancia entre los más ricos y los más
pobres es de 4 a 1. En México, los más ricos ganan por lo
menos 38 veces más, consumen el 68% de los bienes indus-
triales en el mercado y el 80% de los automóviles”.111 En su
Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares ( 1996) ,
el INEGI concluye que el 10% de la población concentra el
41% de la riqueza nacional, mientras que el 50% de ésta
apenas disfruta del 16% de esta riqueza.112
Estas desigualdades, acentuadas por el hecho de que, entre
los pobres, se cuentan más de 50 grupos indígenas que hablan
lenguas y dialectos distintos al español,113 se ven reflejadas
en la alimentación, la salud y la educación de cada estrato
social y de cada grupo étnico. La encuesta del INEGI precisa
que de los 34 millones de mexicanos que integran la pobla-
ción económicamente activa, más de 4 millones no tienen
instrucción alguna; 7.4 millones empezaron la educación pri-

110 Abercrombie, Nicholas et al., Dictionary of Sociology, Londres, Penguin,


1988, p. 191.
111 ¿Qué hacemos con los pobres?, loc. cit.
112 Reforma, 27.03.96.
113 Si se consideran las “lenguas sin variante”, el Instituto Nacional Indi-
genista ( INI) ha enumerado 59. En el censo de 1990, el Instituto Nacional
de Estadística, Geografía e Informática ( INEGI) publicó que en el territorio
nacional se contaban 5’282,347 personas que hablaban una lengua indígena
distribuidas en 55 grupos étnicos. Cfr. Informe del Instituto Nacional Indige-
nista 1989-1994, publicado por el propio Instituto y por SEDESOL en 1994.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 75

maria pero no la concluyeron. De los 7.16 millones que ter-


minaron la educación primaria, 2 millones comenzaron la
educación secundaria pero no la concluyeron. De los 6.5 mi-
llones que completaron la educación secundaria, un millón
comenzó la educación preparatoria pero no la concluyó. De
los 2.24 millones que sí la finalizaron, un millón 462 mil
personas comenzaron a estudiar una carrera pero no la con-
cluyeron. En el período que comprende la encuesta, sólo 2
millones 182 mil personas consiguieron titularse después de
terminar una carrera profesional.114 El promedio de escolari-
dad es de primero de secundaria.
Las cifras anteriores explican, de algún modo, por qué los
valores de las clases altas y medias altas que viven en las
ciudades más ricas del país, tienen que ver muy poco con los
de las clases medias y medias bajas que habitan en las zonas
rurales, y prácticamente nada con los grupos indígenas de la
selva lacandona o del desierto tarahumara. La socialización
a cargo del gobierno mexicano, por lo tanto, ha empezado
creando y manteniendo valores comunes para todos estos gru-
pos. Con diferencias tan pronunciadas, el concepto de mexi-
canidad parece ambiguo y los esfuerzos que se han hecho
para definirlo, entre los que destacan los de Samuel Ramos,
los de Octavio Paz y los de Carlos Fuentes,115 han resultado
insuficientes.
A últimas fechas se han efectuado novedosos estudios sobre
la mexicanidad y la axiología de los mexicanos. Uno de estos
estudios nos explica que los objetivos de los mexicanos son,
por orden de importancia, educar a sus hijos, ayudar a su
familia y conseguir una buena educación personal; que los
factores que, según ellos, les permiten triunfar en la vida,
son una educación esmerada, inteligencia y trabajo duro; que
las características que más admiran en una persona son la
honradez, el respeto y la dignidad; que las personas que más

114 Excélsior, 03.04.96.


115 Cfr. Ramos, Samuel, El perfil del hombre y la cultura en México ( 1934) ;
Paz, Octavio, El laberinto de la soledad ( 1950) y Fuentes, Carlos, El espejo
enterrado ( 1992) .

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76 GERARDO LAVEAGA

respeto les merecen son el padre, la madre, el maestro y el


sacerdote.116 Otro de estos estudios, a partir de una sofisti-
cada técnica de estadísticas, evalúa las preferencias sexuales,
los prejuicios religiosos, las simpatías políticas y muchos otros
aspectos de los mexicanos.117 A pesar de las aportaciones que
cada uno de estos estudios hace al conocimiento de la socie-
dad mexicana, en ambos se reconocen las limitaciones y la
impresionante variedad de significados que pueden tener tér-
minos como educación, ayuda a la familia o revolución mexi-
cana de un grupo social a otro.
Existen aspectos comunes entre los distintos grupos socia-
les, desde luego, pero no queda más remedio que admitir que
existen más similitudes entre dos adolescentes de la clase me-
dia urbana que viven en la Ciudad de México, en Bogotá o
en Buenos Aires que entre un niño purépecha que pesca en
Pátzcuaro y otro que estudia inglés o francés en cualquiera
de los institutos especializados de Guadalajara o Monterrey.
En su afán por construir un concepto de identidad nacional
entre quienes hablan español y quienes no lo hablan, de crear
referentes que vinculen a quienes ganan más de 20 salarios
mínimos con aquéllos que ganan menos de uno, los distintos
gobiernos de México han concentrado sus esfuerzos en la en-
señanza de una lengua común y en algunas acciones, entre
las que destacan:

— Difusión de una historia patria, en la que se acentúan


los contrastes entre los grupos que han buscado “el bie-
nestar” de México y los que han buscado satisfacer sus
propios intereses a costa de este bienestar. A últimas
fechas, no obstante, se ha dado cierto proceso de aper-
tura en la televisión, el cual ha permitido que los pró-
ceres aparezcan como hombres de carne y hueso y sin

116 Cfr. Alduncin, Rafael, Los valores de los mexicanos, México, Fomento
Cultural Banamex, A.C., 1986.
117 Cfr. Beltrán, Ulises, Los mexicanos de los noventa, México, UNAM, Ins-
tituto de Investigaciones Sociales, 1996.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 77

un proyecto político tan definido como parecían tenerlo


en la “historia oficial”. Por otra parte, cada vez es más
patente el esfuerzo de los partidos de oposición por “res-
catar” de esta historia a sus propios héroes.
— Difusión de la bandera y del escudo nacional, pintándo-
los, imprimiéndolos, grabándolos y transmitiéndolos en
diversos medios escritos. A ambos, además, se les rinden
honores en incontables ceremonias cívicas.
— Difusión del Himno Nacional, no sólo en las ceremonias
cívicas y escolares sino a través de los distintos medios
de comunicación. Los intentos por cambiar la letra al
Himno, en su mayoría, han sido respetuosos y no han
ido más allá de adecuarlo a las corrientes internaciona-
les que promueven la tolerancia y la solidaridad.

Estas acciones de naturaleza política han sido convertidas


en derecho118 como resultado del acuerdo tácito entre las
diversas facciones que integran el Estado mexicano. Otro ele-
mento integrador de enorme relevancia ha sido la religión
católica, la cual ha sido tolerada y hasta fomentada por los
distintos gobiernos de México, en la medida en que la iglesia
católica ha contribuido a promover la obediencia y la confor-
midad ante la autoridad. El grado de esta contribución puede
advertirse en los diversos ordenamientos jurídicos del país.
La Constitución de 1824 prohibía el ejercicio de cualquier otra
religión en su artículo 3; las Bases Constitucionales de 1836
establecían en su artículo primero que la nación mexicana no
profesaba ni protegía “otra religión que la católica, apostólica,
romana, ni tolera el ejercicio de otra alguna”; en la Consti-
tución de 1857 ya no aparecen precisiones tan estrictas, si
bien no se logra garantizar la libertad de cultos. No fue sino

118 Además de las sanciones que establece el Código Penal en su capítulo


relativo al “Ultraje a las insignias nacionales”, y que alcanzan hasta 4 años
de prisión, la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, impone
otras multas y arresto hasta de 36 horas por cualquier acto que implique
“desacato o falta de respeto a los símbolos patrios”.

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78 GERARDO LAVEAGA

hasta 1917 cuando la Constitución, en su artículo 24, deter-


minó que cada hombre era libre “para profesar la creencia
religiosa que más le agrade”. En fechas más recientes, los
teóricos de la iglesia católica se han esforzado por asimilar
los pecados a los delitos y, a principios de 1999, después de
inaugurar el Sínodo de la Américas, el Papa Juan Pablo II
enlistó algunos de los “pecados sociales” que no son otros
que el narcotráfico, el lavado de dinero, la corrupción, el
terrorismo y hasta los delitos ecológicos.

B. Marco legal

Los valores jurídicos que promueve —o debe promover—


México como Estado se encuentran enumerados en la Cons-
titución Política de los Estados Unidos Mexicanos y, desde el
punto de vista de la socialización jurídica general, pueden
dividirse en cuatro rubros:

— Valores de identidad: las perspectivas y aspiraciones que


caracterizan —o deben caracterizar— a los integrantes
del pueblo mexicano. Están enlistados en el artículo ter-
cero de la Constitución y, entre ellos, destacan el “amor
a la Patria”, la “conciencia de la solidaridad internacio-
nal, en la independencia y en la justicia”, “el aprecio
para la dignidad de la persona y la integridad de la
familia” y “la convicción del interés general de la socie-
dad”, expresada en “los ideales de fraternidad e igualdad
de derechos de todos los hombres”. La ambigüedad de
estos términos permite que el grupo o los grupos domi-
nantes vayan dándole a estos valores contenidos dife-
rentes, según las circunstancias. Los valores de identidad
también señalan cómo se adquiere la nacionalidad me-
xicana ( artículo 34) ; cómo se pierde ( artículo 37-B) ; por
qué se suspenden los derechos ciudadanos ( artículo 38)
y qué ventajas tienen los mexicanos con respecto a los
extranjeros ( artículos 32 y 33) . La difusión de estos va-
lores permite establecer diferencias ante los integrantes
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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 79

de otros pueblos y refuerza el concepto de pertenencia


a un Estado.
— Valores que implican un derecho: Estos valores, expresa-
dos a lo largo de la Constitución y de las leyes mexica-
nas, tienen su origen principal en el I capítulo del Título
Primero de la Constitución, a través de las garantías in-
dividuales que otorga el propio ordenamiento. Entre
ellas sobresalen el derecho a la libertad física —la pro-
hibición de la esclavitud—, el derecho a la educación,
el derecho a decidir “de manera libre, responsable e in-
formada” el número de hijos que se desea tener, el de-
recho a la protección de la salud, el derecho a manifes-
tar libremente las ideas y el derecho de poseer armas
en el domicilio, “con excepción de la prohibidas por la
ley federal y de las reservadas para uso exclusivo del
Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional”. Los
valores que implican un derecho también están plasmados
en el capítulo IV del Título Primero de la Constitución,
donde se apunta que los ciudadanos pueden votar en
las elecciones populares, ser votados en los cargos de
elección popular, asociarse libre y pacíficamente para
tomar parte en los asuntos políticos del país y ejercer
en toda clase de negocios el derecho de petición ( artículo
35) . La difusión de estos valores supone que se promue-
va en la sociedad civil un espíritu crítico y, en ocasiones,
combativo. Por ello, son más bien los opositores al go-
bierno quienes están interesados en su promoción. Cuan-
do un gobierno garantiza el cumplimiento de estos de-
rechos, sin embargo, fortalece sus posiciones y logra
mayores índices de apoyo popular y legitimación. El gra-
do de consenso que exista en la creación del derecho,
la forma equitativa en que se aplique la ley y los niveles
de accesibilidad a la justicia son, de nuevo, condiciones
para determinar la eficacia de la divulgación, de la cul-
tura de la legalidad que promueva un gobierno.
— Valores que implican una obligación: Al igual que los an-
teriores, estos valores están enlistados a lo largo de toda
la Constitución y de las leyes mexicanas. Su origen prin-
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80 GERARDO LAVEAGA

cipal son los artículos 31 y 36, que establecen, entre


otras, las siguientes obligaciones para los mexicanos y
para todo “ciudadano de la República” respectivamente:
Hacer que sus hijos concurran a las escuelas públicas o
privadas; recibir instrucción militar; alistarse y servir en
la Guardia Nacional; “contribuir para los gastos públicos,
así de la federación, como del Distrito Federal o del
Estado y municipio en que residan, de la manera pro-
porcional y equitativa que dispongan las leyes”; votar en
las elecciones populares y desempeñar los cargos de elec-
ción popular de la Federación, de los Estados o de los
municipios. Cuando se difunden estos valores —los más
fomentados por los gobiernos mexicanos y extranjeros—,
se facilita enormemente la consecución de los patrones
de conformidad y obediencia, que permiten la goberna-
bilidad. Paradójicamente, su difusión es la más delicada
y, para que resulte eficaz, es conveniente asociarla con
el “amor a la patria”, el “desarrollo” y otros fines sociales
vinculados a la identidad y al “destino común”.
— Valores de organización política: Son aquellos cuya pro-
moción y difusión alientan a la participación social en
un Estado. En México, están recogidos en el capítulo I
del Título Segundo de la Constitución —artículos 39, 40
y 41—, el cual establece que la soberanía nacional resi-
de en el pueblo; que el pueblo mexicano se ha consti-
tuido en una República representativa, democrática y fe-
deral y que ejerce su soberanía por medio de los Poderes
de la Unión y los partidos políticos, cuyo fin principal
es promover la participación del pueblo en la vida de-
mocrática. Están concebidos para hacer posible el acceso
de los ciudadanos al ejercicio del poder público, de
acuerdo con los requisitos que establezcan las leyes res-
pectivas. Sin importar los alcances de términos como
soberanía, representatividad, federalismo o poder público,
sin importar que otros Estados se organicen de forma
similar,119 son estos conceptos los que describen los princi-

119 La Constitución Argentina precisa que este país “adopta para su go-

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 81

pios del orden político y, por ende, los de México como Es-
tado. Su difusión exige que los cuadros interesados en este
modelo fortalezcan, a la par, los valores de identidad, los
que implican una obligación y los que implican un derecho.

Las leyes y los demás ordenamientos derivados de la Cons-


titución contienen un sinnúmero de disposiciones que supo-
nen otros muchos valores. Todos ellos tienen su fundamento
jurídico en la Constitución. A veces, los valores expresados
en la norma resultan sumamente abstractos o complejos. Obe-
decer las normas se dificulta enormemente y la necesidad de
contratar abogados para interpretarlas y sostener posiciones
encontradas ante los tribunales suele propiciar la prolonga-
ción indefinida de los asuntos y la corrupción. La actual Ley
de Amparo ( Diario Oficial del 1o. de octubre de 1936) cons-
tituye un ejemplo de ley confusa, cuya puesta en práctica
exige de abogados experimentados —y costosos—, lo cual va
en detrimento de los sectores menos favorecidos de la socie-
dad.120 En estos casos, los cuerpos legislativos deberían es-
merarse en elaborar las leyes con un lenguaje más accesible
y abreviar los procedimientos. Otras veces, los valores expre-
sados en las normas no se divulgan de manera adecuada.
Obedecer la norma podría resultar muy sencillo si se le co-
nociera. La gran cantidad de inmuebles que dejan de ser ren-

bierno la forma representativa republicana federal”; la de Bolivia, que ésta


es una “República unitaria... democrática representativa”; la de Brasil, que
el Estado constituye una “República unitaria, descentralizada... democrática,
participativa y pluralista”; la de Alemania, que este país es un “Estado Fe-
deral, democrático y social”; la de España, que esta nación “se constituye
en un Estado social y democrático de derecho”; la de Francia, que ésta es
“una República indivisible, laica, democrática y social...” y ad infinitum.
120 Philip Howard publicó en 1994 un libro titulado The Death of Common
Sense ( Random House) , donde enumera los múltiples excesos que se cometen
en Estados Unidos debido a la confusión legal que aún existe en muchos
ámbitos. Los casos que describe el abogado de Nueva York ponen en evi-
dencia la corrupción de abogados y jueces, que aprovechan la ambigüedad
y la oscuridad del derecho.

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82 GERARDO LAVEAGA

tables debido a prolongados litigios derivados de un intestado


son un ejemplo de las ganancias que se obtendrían si se fo-
mentara en México una “cultura del testamento”. Asimismo,
las disposiciones contenidas en el Reglamento Gubernativo de
Justicia Cívica para el Distrito Federal ( Diario Oficial del 27
de julio de 1993) podrían ser más respetadas si el gobierno
capitalino las diera a conocer y explicara, a través de diversos
métodos didácticos, que lo mismo comete una infracción cí-
vica quien solicita con falsa alarma los servicios de un esta-
blecimiento médico que quien desperdicia el agua o quien
propicia la venta de boletos de espectáculos públicos con pre-
cios superiores a los autorizados.121
Finalmente, existen casos donde la simplicidad en la que
está expresada la norma y la difusión que se hace de ésta
—incluso a través de los métodos didácticos más originales—
influye muy poco —o no influye en absoluto— sobre la con-
ducta de los individuos. El derecho penal aporta diversos
ejemplos al respecto: Las penas que se establecen para ciertos
delitos casi nunca son conocidas por quienes los cometen. La
intención de disminuir los índices delictivos de una comuni-
dad aumentando las penas sólo ha tenido buen éxito como
bandera de campaña electoral. Nada más. La experiencia y
los estudios al respecto nos demuestran que quien no teme
a cuatro años de prisión, tampoco teme a seis. Además, la
difusión de esta información no causa impacto intimidatorio
entre los delincuentes, quienes actúan convencidos de que no
serán atrapados y de que, en caso de que lo sean, tendrán
múltiples oportunidades para evadir el castigo. Por otro lado,
quienes no cometen delitos, difícilmente podrían explicar su
conducta socialmente aceptable en virtud de la mayor o me-
nor amenaza que supone la pena. De esta categoría habría
que excluir al narcotráfico, puesto que quienes lo practican

121 En nuestros días, Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York, ha reali-


zado un notable ejercicio para “civilizar” a la ciudadanía. A principios de
1998, no sólo difundió reglamentos y disposiciones, sino que colocó rejas
en las banquetas para que los ciudadanos sólo pudieran cruzar las calles en
los sitios permitidos.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 83

están casi siempre advertidos del número de años de prisión


a los que se exponen.122

C. Educación formal: la escuela

Antes de los años setenta, el término educación se identi-


ficaba con el de escolarización e, incluso, se determinaba “la
educación” de una persona según su grado de escolaridad.
Hoy en día, el concepto se ha ampliado y se identifica con
el aprendizaje, el cual supone “un proceso que dura toda la
vida y abarca desde la primera infancia hasta el final de
la vida”.123 A partir del Informe de la UNESCO titulado Lear-
ning to be,124 se establecieron tres modalidades de la educa-
ción que han sido internacionalmente aceptadas:

— Educación formal. Abarca el sistema escolarizado como tal.


— Educación no formal. Comprende “toda actividad educa-
tiva organizada, sistemática, impartida fuera del marco
del sistema formal, para suministrar determinados tipos
de aprendizaje a subgrupos concretos de la población,
tanto adultos como niños”.125
— Educación informal. Supone un proceso permanente “por
el que cada persona adquiere y acumula conocimientos,
habilidades, actitudes y criterio a través de las experien-
cias cotidianas y de su realización con el medio”.126

122 Acerca de este tema, prácticamente agotado por la penología, se su-


giere revisar los múltiples documentos emitidos en los Congresos Internacio-
nales de Prevención del Delito que, desde 1955, son convocados cada 5 años
por la ONU.
123 Coombs, Philip H., La crisis mundial de la educación, Madrid, Santi-
llana, Siglo XXI, 1985, p. 43.
124 Informe de la Comisión Internacional para el Desarrollo de la Edu-
cación.
125 Coombs, op. cit., p. 46.
126 Ibidem, p. 47.

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84 GERARDO LAVEAGA

En México, dentro de la educación formal, la socialización


jurídica general se lleva al cabo tanto en la educación básica
como en la media básica superior. Dentro del sistema educa-
tivo nacional hay inscritos 14’994,600 niños en la escuela
primaria y 4’294,600 en la secundaria.127 Cada uno de ellos
es educado —o debería ser educado— de acuerdo con los
planes y programas de estudio que, al efecto, publica la Se-
cretaría de Educación Pública. Para los estudiantes de prima-
ria, la educación cívica se concibe como “el proceso a través
del cual se promueve el conocimiento y la comprensión del
conjunto de normas que regulan la vida social y la formación
de valores y actitudes que permiten al individuo integrarse a
la sociedad y participar en su mejoramiento”.128 Está dividida
en seis cursos que comprenden, entre otros, los siguientes
temas:

— Primer grado: Los niños, la familia y la casa, la escuela,


la localidad, el campo y la ciudad.
— Segundo grado: Normas de convivencia escolar, el mu-
nicipio y la delegación.
— Tercer grado: La división de México en estados y muni-
cipios, el municipio como forma de organización y sus
autoridades, la división de los poderes en la entidad, la
igualdad de derechos y los símbolos patrios.
— Cuarto grado: La Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos, los derechos de los mexicanos —al
voto y a ser electos en los cargos de representación po-
pular—, el artículo 27 constitucional y el patrimonio na-
cional.
— Quinto grado: La importancia de las leyes para determi-
nar derechos y obligaciones, las garantías individuales,
los derechos sociales —salud, educación y trabajo— y los
principios de las relaciones internacionales.

127 Anuario estadístico 1997, México, editado por la ANUIES, 1997.


128 Cfr. Plan y programas de estudio de primaria, editados por la Secretaría
de Educación Pública.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 85

— Sexto grado: Los componentes del Estado —territorio,


población y gobierno—, la soberanía, la democracia, la
Suprema Corte de Justicia, la Procuraduría General de
la República, el amparo, la pluralidad de ideas, religio-
nes y posiciones políticas.

Para los estudiantes de secundaria, desde 1993 a 1999, se


impartieron dos cursos de civismo, cuyo propósito era “ofre-
cer... las bases de información y orientación sobre sus dere-
chos y sus responsabilidades, relacionados con su condición
actual de adolescentes y también con su futura actuación ciu-
dadana”. El programa explicaba que la educación cívica no
podría circunscribirse a algunos cursos formales ni a la en-
señanza de contenidos aislados, pues “la sistematización de
la información y su organización en programas es indispen-
sable, pero sólo será eficaz si los valores que son objeto de
la enseñanza se corresponden con las formas de relación y
con las prácticas que caracterizan la actividad de la escuela
y del grupo escolar”.129 Los temarios incluían las leyes como
fundamento de derechos y deberes; el derecho a la educación;
el derecho a la salud; el derecho a la seguridad personal
—delitos contra menores y menores infractores—; las liber-
tades —de pensamiento, expresión, asociación y creencias—;
la igualdad de derechos y obligaciones; las características de
México como República representativa, democrática y federal;
el municipio; los derechos políticos y el sistema democrático
—derecho a elegir y a ser electo—; el derecho de asociación,
el derecho de petición; las autoridades; el voto; las elecciones
y la soberanía, entre otros.
A partir del ciclo escolar 1999-2000, estos cursos se deno-
minan Formación cívica y ética. En el ciclo 2000-2001 se in-
cluye un tercer curso de orientación educativa. Los dos pri-
meros ampliarán los contenidos de los programas anteriores
y se enfocarán al estudio de la “organización social, demo-

129 Cfr. Plan y programas de estudios de secundaria, editados por la Se-


cretaría de Educación Pública, 1993, p. 122.

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86 GERARDO LAVEAGA

cracia, participación ciudadana y forma de gobierno en Mé-


xico”, mientras que el último irá de temas como la Constitu-
ción, el ejercicio de la autoridad y el ejercicio de las liberta-
des ciudadanas hasta la implicación de la sexualidad en las
relaciones humanas y la dignidad del trabajo.130
En lo que a la educación media superior se refiere, la so-
cialización jurídica se imparte de manera distinta en los di-
versos subsistemas que la conforman131 y, por ende, no existe
uniformidad. Al igual que la educación básica, la socialización
jurídica de la educación media superior está limitada por la
insuficiente cobertura de la educación, por la dispersión po-
blacional, por la insuficiente articulación institucional y por
otros de los desafíos que, de manera general, admite el Pro-
grama de Desarrollo Educativo 1995-2000.132 A pesar de estas
carencias, es la educación formal la que proporciona a la ma-
yoría de los mexicanos los elementos más importantes de la
socialización jurídica general, elementos que le permitirán
aproximarse al mundo jurídico a lo largo de su vida. Es esta
educación, por lo tanto, la que debe estar sujeta al más es-
tricto “control de calidad”.

D. Educación no formal

La socialización jurídica general no sólo se adquiere en la


escuela. Las actividades educativas organizadas y sistemáti-
cas, impartidas fuera del marco del sistema formal, concebi-
das para suministrar determinados tipos de aprendizaje a sub-
grupos concretos de la población —la educación no formal—,

130 Diario Oficial, 03.02.99.


131 En México, la educación media superior está dividida de acuerdo con
los programas de la Universidad Nacional Autónoma de México —Escuela
Nacional Preparatoria y Colegios de Ciencias y Humanidades—, del Instituto
Politécnico Nacional —vocacionales— y de la propia Secretaría de Educación
Pública —Colegios de Bachilleres y Colegio Nacional Técnico Profesional—,
además de las opciones de educación media y media terminal que ofrecen
diversas instituciones privadas.
132 Cfr. Programa de Desarrollo Educativo 1995-2000, publicado dentro de
los lineamientos del Plan Nacional de Desarrollo 1995-2000.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 87

también juegan un papel decisivo. Estas actividades se orga-


nizan de acuerdo con los tiempos y las circunstancias, así
como con las necesidades e intereses de sus promotores.
Abarcan conferencias, seminarios, mesas redondas y, particu-
larmente, cursos de capacitación. A pesar de la enorme va-
riedad que se presenta en México, tres son los temas que más
parecen preocupar al gobierno y a los principales grupos de
poder del país. Los tres han contribuido a aumentar los ín-
dices de obediencia, de conformidad y de participación de la
sociedad civil:

— Cultura electoral. Promovida principalmente por los par-


tidos políticos y las asociaciones políticas —aunque tam-
bién por distintas instituciones académicas interesadas
en situarse ante la opinión pública como promotoras del
desarrollo político del país—, su objetivo es enseñar a
las personas mayores de 18 años que tienen el derecho
de elegir a sus representantes y —en los casos de los
partidos de oposición— a no obedecer a quienes hayan
sido impuestos en cargos de elección popular. La pro-
moción de la cultura electoral está circunscrita a los
principios que establece el Código Federal de Instituciones
y Procedimientos Electorales en su artículo 25, y son: la
obligación de observar la Constitución Política, la obli-
gación de que el partido político al que se pertenezca
no acepte pacto o acuerdo que lo subordine a una or-
ganización internacional y la obligación de conducir sus
actividades por medios pacíficos y por la vía democrá-
tica. El Código también señala que para que una orga-
nización pueda ser registrada como partido político na-
cional, deberá formular una declaración de principios,
un programa de acción que determine las medidas para
“formar ideológica y políticamente a sus afiliados, infun-
diendo en ellos el respeto al adversario y a sus derechos
en la lucha política” y los estatutos que normen sus ac-
tividades. Bajo estos postulados, el artículo 36 del mis-
mo ordenamiento concede a los partidos políticos el de-
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88 GERARDO LAVEAGA

recho de recibir el financiamiento público “para garan-


tizar que... promuevan la participación del pueblo en la
vida democrática”. Para facilitar el ejercicio de estos de-
rechos, el Código les da acceso “en forma permanente a
la radio y televisión”. Entre las obligaciones de los par-
tidos está también la de editar “por lo menos una pu-
blicación mensual de divulgación, y otra de carácter teó-
rico, trimestral”.
— Cultura para la defensa de los derechos humanos. Promo-
vida por el gobierno federal y los gobiernos locales en
respuesta a las presiones nacionales e internacionales,
así como por múltiples organizaciones no gubernamen-
tales, la difusión de esta cultura ha permitido legitimar
la imagen del propio gobierno y canalizar la indignación
popular ante los abusos de la autoridad. El apartado B
del artículo 102 de la Constitución señala que el Con-
greso de la Unión y las legislaturas de los Estados “en
el ámbito de sus respectivas competencias establecerán
organismos de protección de los derechos humanos que
otorga el orden jurídico mexicano”. Entre las obligacio-
nes de estos órganos se cuentan, invariablemente, las de
promover esta cultura. El artículo 6 de la Ley de la Co-
misión Nacional de Derechos Humanos establece, como
una de sus atribuciones, la de “promover el estudio, la
enseñanza y divulgación de los derechos humanos en el
ámbito nacional e internacional”. La Ley fue publicada
en el Diario Oficial del 29 de junio de 1992, pero la pro-
moción de estos derechos a cargo de diversas ONG’s ve-
nía de mucho tiempo atrás.
— Cultura de prevención del delito. Promovida por el go-
bierno federal y los gobiernos de cada entidad federati-
va, a propuesta de la Organización de las Naciones Uni-
das, tiene un doble propósito: instruir a la sociedad civil
sobre las formas en las que puede dificultar la labor de
los posibles delincuentes y reducir sus ganancias, así
como corresponsabilizarla del delito y reducir su grado
de inconformidad ante la insuficiencia del gobierno para
combatirlo. La primera Comisión para la Prevención del
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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 89

Delito fue creada en abril de 1993, por Acuerdo del Pro-


curador General de Justicia del Distrito Federal. Entre
sus atribuciones estaba: “Organizar las conferencias, cur-
sos, módulos de información y mecanismos de colabo-
ración ciudadana para desarrollar en la población una
cultura preventiva del delito”. De entonces a la fecha,
en toda la República han proliferado las unidades admi-
nistrativas encargadas de dictar cursos y conferencias,
de producir mensajes de radio y televisión, de editar ma-
nuales, videos y folletos, así como de formar personal que
instruya a la sociedad civil sobre las medidas básicas
que debe adoptar el ciudadano para su autoprotección.
Algunas instituciones privadas que desde tiempo atrás
ofrecían servicios de seguridad, se han involucrado más
en la difusión de esta cultura. Si bien ha habido quienes
han señalado este ejercicio como una “claudicación gu-
bernamental”, la experiencia internacional demuestra
que, en la medida en que la cultura de la prevención
del delito abarque también la cultura de la denuncia y
la cultura jurídica necesaria para que los ciudadanos se-
pan activar correctamente el aparato de procuración de
justicia, esta corresponsabilidad, lejos de ser inadecua-
da, se traducirá en la consolidación de una comunidad
más segura, y, por lo tanto, más cohesionada.

No son estos rubros los únicos que constituyen la educa-


ción no formal del derecho, pero sí tres de los más observa-
bles y medibles. A diferencia de los cursos de orientación
jurídica, que incluimos dentro de la socialización jurídica es-
pecífica, estos temas están comprendidos dentro del género
de la socialización jurídica general en virtud de que su difu-
sión no está destinada a un sector específico de la sociedad
sino a toda ella, en su conjunto. También vale la pena recor-
dar que aún hay campos donde parece existir cierto abandono
por parte del gobierno y de los órganos que deberían estar
interesados en difundir la cultura de la legalidad. El funcio-
namiento del sistema judicial de México, por ejemplo, nos
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90 GERARDO LAVEAGA

muestra la distancia que puede existir entre pueblo y gobier-


no cuando no se conocen los mecanismos para la solución
de un conflicto judicial —o el modo en que los tribunales
adoptan sus decisiones— y cuando el primero, a falta de una
cultura de la legalidad adecuada, es incapaz de hacer valer
sus derechos a través de las instituciones creadas para tal
efecto.133

E. Educación informal: los medios de comunicación

Con las prerrogativas y las limitaciones que suponen, la li-


bertad de expresión, la libertad de prensa y el derecho a la
información constituyen el marco jurídico al que están sujetos
los medios de comunicación. En México, estos tres principios
están consagrados en los artículos 6 y 7 de la Constitución
y fundamentados en diversos ordenamientos. Cada uno de
ellos hace alusión al deber que tienen los medios —prensa,
radio, televisión y cinematografía— de promover la integra-
ción social.
La Ley de imprenta enumera los casos que constituyen ata-
ques a la vida privada, los que implican un ataque a la moral
y los que suponen un ataque al orden o la paz pública. El
Reglamento sobre publicaciones y revistas ilustradas especifica
lo que se considera contrario a la moral pública. La Ley Fe-
deral de Radio y Televisión señala que “la radio y la televisión
tienen la función social de contribuir al fortalecimiento de la
integración nacional y el mejoramiento de las formas de con-
vivencia humana” y, más adelante, precisa que “las transmi-
siones contrarias a la seguridad del Estado, a la integridad
nacional, a la paz y al orden públicos” se considerarán una

133 Si bien es cierto que un Poder Judicial se expresa, generalmente, a


través de sus sentencias, la aparición de nuevas fuerzas sociales lo obliga a
romper esta tradición en casos excepcionales. En México, entre algunos
miembros del Poder Judicial de la Federación, aún existe la percepción de
que cualquier intento de difundir entre la sociedad civil los mecanismos
jurídicos a través de los cuales opera, afecta la dignidad de este poder. Los
medios de comunicación, no obstante, están logrando que esta percepción
se deje atrás.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 91

infracción. El Reglamento de la Ley Federal de Radio y Televi-


sión y de la Ley de la Industria Cinematográfica, relativo al
contenido de las transmisiones en radio y televisión explica que
la radio y la televisión deben “constituir vehículos” de inte-
gración nacional y de enaltecimiento de la vida común, a
través de sus actividades culturales, de recreación y de fo-
mento económico, añadiendo que, tanto la radio como la te-
levisión, deberán orientar sus actividades “preferentemente”
a algunos ámbitos entre los que se cuenta “la propalación de
las ideas que fortalezcan nuestros principios y tradiciones”.
Por último, la Ley Federal de Cinematografía establece que la
Secretaría de Educación Pública, a través del Consejo Nacio-
nal para la Cultura y las Artes, está obligada a “fortalecer,
estimular y promover, por medio de las actividades de cine-
matografía, la identidad y la cultura nacionales, considerando
el carácter plural de la sociedad mexicana”.
La educación jurídica informal, por lo tanto, queda ceñida,
en primer lugar, a los principios generales a los que se espera
que se apeguen los medios de comunicación; en segundo, a
las prohibiciones que establecen los ordenamientos mencio-
nados. No siempre es posible garantizar el cumplimiento de
estas disposiciones, como lo advertimos en los casos en que
los medios, adelantándose a la sentencia de un juez, deter-
minan —o dan voz a quienes determinan— la culpabilidad o
inocencia de una persona ante la opinión pública, cuando el
proceso penal ni siquiera ha comenzado. La relación entre
los medios, la democracia y el Poder Judicial se vuelve cada
día más importante y los recientes congresos internacionales,
donde el tema es obligado, o libros como Decisions and Ima-
ges, de Richard Davis ( Nueva Jersey, 1994) , o Le gardien des
promesses, de Antoine Garapon ( Paris, 1996) , dan cuenta de
ello. En México, se espera que todos los medios contribuyan
a la unidad nacional, si bien los programas de radio y tele-
visión dan prioridad a fomentar la obediencia y la conformi-
dad, mientras que la prensa y la cinematografía privilegian
la participación social. Una nueva paradoja en este campo la
constituye el hecho de que el gobierno, a cambio del apoyo
que le brindan algunos medios para defender sus políticas y
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92 GERARDO LAVEAGA

consolidar su legitimidad, les permita la transmisión indiscri-


minada de programas que, contrariamente al espíritu de nues-
tro derecho, presentan el uso de las armas de fuego —y en
general de la violencia— como el mejor camino para dirimir
controversias. Esto ocurre, particularmente, con la televisión.
La complicidad, por supuesto, no es un rasgo exclusivo de
México, pero resulta pertinente llamar la atención sobre las
reacciones jurídicas que se dan para equilibrar —o compen-
sar— las acciones derivadas de un ilícito tolerado por quien
está obligado a castigarlo.134 Más aún cuando se trata de un
medio como la televisión, que, según estudios recientes, in-
fluye en la conducta de la gente más de lo que se había
imaginado. En una encuesta se llegó a la conclusión de que
el 71.6% de los habitantes de la Ciudad de México se infor-
man de los asuntos políticos por medio de la televisión.135 Si
consideramos que la forma en la que se selecciona y presenta
esta información genera actitudes de conformidad, obediencia
y participación, este 71.6% explica, de algún modo, la in-
fluencia del medio. La Universidad Nacional Autónoma de
México, por su parte, ha establecido que “un niño mexicano
invierte al año más de 2 mil horas frente al televisor, mientras
que sólo acude a la escuela 600 horas en el mismo lapso. A
los 15 años habrá ya visto un promedio de 7 mil 300 críme-
nes, tan sólo por ese medio”.136
Un día antes de su muerte, Karl Popper escribió:

La televisión produce la violencia y la lleva a los hogares en


donde no se daría de otra manera... En una democracia no
debería existir ningún poder no controlado. Ahora bien, sucede
que la televisión se ha convertido en un poder político colosal,

134 Mientras en los Estados Unidos el Congreso de la Unión ha aprobado


una ley para que, a partir de 1998, todos los aparatos de televisión que se
comercialicen estén dotados del Chip V, un adminículo que permitirá a los
padres de familia bloquear los programas que consideren excesivamente vio-
lentos para sus hijos, el presidente mexicano Ernesto Zedillo ha hecho un
exhorto para que los medios de comunicación se “auto regulen” ( Excélsior,
08.06.96)
135 Cfr. Este País, diciembre, 1996.
136 El Nacional, 06.01.96.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 93

se podría decir que, potencialmente, el más importante de to-


dos, como si fuera Dios mismo quien habla. Y así será si con-
tinuamos consintiendo el abuso. Se ha convertido en un poder
demasiado grande para la democracia. Ninguna democracia so-
brevivirá si no pone fin al abuso de este poder.137

A este debate se han sumado Pierre Bourdieu quien, en


Sobre la televisión ( 1997) , critica el hecho de que los medios
se hayan convertido, también, en jueces de la filosofía, del
arte y hasta de la ciencia —un proceso de heteronomía que
destruye la autonomía de estas ramas del saber humano— y
Giovanni Sartori quien, en Homo videns ( 1998) , denuncia
cómo los medios teledirigen al hombre moderno, provocando
que se atrofie su capacidad para pensar, pues sólo se guía
por imágenes y no por símbolos. ¿Puede, pues, defenderse
la libertad de expresión por un lado mientras, por el otro,
esta libertad se traduce en la desintegración familiar, en la
violencia y en la apatía que provoca la televisión? El análisis
de costos y beneficios debe ser riguroso.
En un país como México, donde “Ignorantia Legis Neminem
Excusat”,138 es necesario tomar en cuenta este análisis, así
como el hecho de que se presente en la televisión una serie
de problemas cuyas soluciones jurídicas no corresponden, en
modo alguno, a las que se dan en México sino a las que se
dan en los países donde se producen los programas transmi-
tidos. En los Estados Unidos, principalmente. Incluso, los pro-
gramas que se producen en México —entre ellos las teleno-
velas y los documentales policiacos—, a menudo desorientan
en materia jurídica y hacen que las personas de más bajos
niveles culturales, en el mejor de los casos, acudan a los ór-
ganos de procuración e impartición de justicia, solicitando
intervenciones que éstos no están facultados para realizar.

137 El artículo se publicó en la revista italiana Reset ( 16.09.94) y en Mé-


xico fue traducido por la revista Nexos en su número de abril de 1996. El
Fondo de Cultura Económica hizo una nueva edición de este artículo y de
otros de Juan Pablo II, John Condry y Charles S. Clark en La televisión es
mala maestra.
138 Código Civil para el Distrito Federal, art. 21: La ignorancia de las leyes
no excusa su cumplimiento.

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Los esfuerzos que han emprendido algunos medios en este


sentido no parecen sinceros, puesto que siguen empeñados
en aumentar los ratings a cualquier costo.139 Si, por lo tanto,
se busca elevar el nivel de cohesión social en México, con-
vendría que los medios de comunicación se ciñeran a los va-
lores políticos establecidos en nuestra Constitución. Mantener
los ratings con esta limitante exige audacia e imaginación.
La preservación del orden social de un Estado no está reñido
ni con una ni con la otra.

2. Socialización jurídica específica

A. La enseñanza formal del derecho: la universidad

De acuerdo con los Anuarios Estadísticos publicados por la


Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Edu-
cación Superior ( ANUIES) , en 1995 concluyeron la carrera
de derecho 18,878 personas en la República Mexicana y se
recibieron 10,083. Si consideramos que, ese mismo año, con-
cluyeron sus estudios universitarios 173,693 personas, esto
convierte a la carrera de derecho en la tercera más poblada
del país, superada por contaduría pública —se recibieron
16,572 personas— y por administración, en la que se reci-
bieron 10,674.140 Un año después, concluyeron sus estudios
universitarios 191,024 personas y se titularon 10,995 en de-
recho, 11,510 en administración y 21,767 en contaduría.141

139 A mediados de 1997, ante la insistente solicitud del presidente de la


República, las dos televisoras privadas más importantes del país, Televisa y
TV Azteca, sacaron del aire sus programas policiacos. Las notas de estos
programas, sin embargo, se incluyeron más tarde en otros. Por su parte, la
Cámara Nacional de la Industria de Radio y Televisión ( CIRT) , convocó en
julio de 1998 al primer Simposium Internacional sobre la Libertad de Expresión
y Responsabilidad Social. No obstante el nombre del evento y las ponencias
críticas de algunos participantes, pocos parecieron interesarse en la respon-
sabilidad social y casi todos exigieron “más libertad” a la hora de transmitir.
140 Cfr. Anuario Estadístico 1996, México, ANUIES, 1996.
141 Cfr. Anuario Estadístico 1997, México, ANUIES, 1997.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 95

Más allá de las cifras, la enseñanza formal del derecho —y


casi la de cualquier otra disciplina, tanto en México como en
el resto del mundo— enfrenta tres problemas relacionados
con el orden social de un Estado:

— Calidad de la enseñanza.
— Relación entre los conocimientos adquiridos y su aplica-
ción.
— Objetivos sociales.

El primero está directamente vinculado con los programas


de estudio, con sus objetivos académicos y con la eficiencia
con la que se cumplen. En otras palabras, con el “capital hu-
mano”, al cual Paul Samuelson define como la “cantidad de
conocimientos técnicos y cualificaciones que posee la pobla-
ción trabajadora de un país, procedente de la educación for-
mal y de la formación en el trabajo”.142 ¿Qué es lo que saben
los abogados que se forman en las escuelas y en las univer-
sidades de México? ¿Qué tan preparados están para resolver
los desafíos que supone el orden social de su país? ¿Es similar
el grado de habilidades que posee uno de los 1,768 egresados
de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autó-
noma de México al que posee uno de los 81 que se titularon
ese mismo año en la Escuela Libre de Derecho?143
El segundo problema —la relación entre los conocimientos
adquiridos y su aplicación— tiene que ver con lo que los
economistas denominan input y output educativos; es decir,
con las contribuciones concretas que ese capital humano hace
al desarrollo económico de una región o de un país, de acuer-
do a lo que se haya invertido en su obtención. Theodore
Schultz, Gary Becker y otros economistas han realizado nu-
merosos estudios para averiguar si la inversión en la mejora
de las cualificaciones humanas puede beneficiar a la sociedad,

142 Samuelson, Paul, Economía, 13a. ed., México, McGraw Hill.


143 Cfr. Anuario Estadístico 1997 de la ANUIES.

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96 GERARDO LAVEAGA

tanto como lo haría un nuevo ferrocarril o una nueva fábrica


de calzado. Recuperar la “inversión educativa” es uno de los
planteamientos más inquietantes que formulan estos econo-
mistas. Una de las mejores formas de evaluar esta recupera-
ción es, sin lugar a dudas, precisar el modo en que se aplican
los conocimientos adquiridos. El número de profesionistas
que no encuentran empleo o el de los que encuentran un
empleo desvinculado de sus conocimientos, por ejemplo, sir-
ven para determinar la eficiencia o la ineficiencia de una
educación formal y de lo que se invirtió en ella. No son éstos
los únicos indicadores, por supuesto, pero todos ellos deben
aportar elementos que ayuden a establecer la relación entre
el input y el output.
En su libro La fiebre de los diplomas, Ronald Dore nos habla
de la “inflación educativa”, un fenómeno que se presenta con
mayor frecuencia en los países de “desarrollo tardío” y que
supone la necesidad de obtener cada vez más títulos acadé-
micos para ocupar posiciones laborales cada vez menos atrac-
tivas.144 Esto acaba por provocar desequilibrios importantes.
Dore refiere cómo, en cierta época, Sri-Lanka registró la exis-
tencia de cuatro médicos por cada enfermera. Dadas las ca-
racterísticas socioeconómicas de México, la inflación educati-
va alcanza proporciones inmensas en la carrera de derecho.
¿Cuántos de los abogados formados en México se dedican a
practicar su profesión? De ellos, ¿cuántos aplican la mayoría
de los conocimientos adquiridos y cuántos sólo aplican un
porcentaje mínimo? Si en su currículum se hubieran suprimi-
do algunas asignaturas, ¿se habrían disminuido los costos y
aumentado los beneficios? ¿Cuáles conocimientos contribuyen
al orden político y cuáles no? ¿Hasta dónde se justifica im-
partir cuatro cursos de derecho romano y dos de filosofía del
derecho en una Universidad? Aún no se cuenta con estudios
al respecto, pero estas preguntas dan una pauta para explorar
las opciones que deberían generarse dentro de la educación
formal del derecho.

144 Cfr. Dore, Ronald, La fiebre de los diplomas, México, FCE, 1976.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 97

Dore y otros educadores proponen que los pasantes de


cualquier carrera no puedan recibirse sin haber alternado su
formación académica con la práctica. En lo que toca a la
enseñanza formal del derecho, una reforma universitaria se-
mejante garantizaría que todos los estudiantes contaran con
un trabajo seguro en el momento de recibirse ( aunque dis-
minuiría considerablemente el número de titulados) y, por
otra parte, que México no alcanzara los niveles de frustración
que se alcanzaron a mediados de los años setenta en Sri-Lan-
ka, en la India y en otros países de “desarrollo tardío” ante
los índices de desempleo y subempleo. La alternancia entre
estudio y trabajo tendría que diseñarse a partir de un curri-
culum más flexible y mejor adaptado a las distintas necesi-
dades de cada centro de trabajo, de acuerdo con los intereses
específicos de cada alumno. Aunque una formación amplia
siempre es deseable, la especialización que exigen los tiempos
modernos nos obliga a preguntarnos hasta dónde es pertinen-
te mantener los cursos de derecho romano a los que aludía-
mos, mismos que aún se imparten en muchas instituciones
de educación superior, y hasta dónde vale la pena que un
joven que desea dedicarse al derecho penal tenga que aprobar
cursos exhaustivos de derecho mercantil.
Proponer cualquier esquema cuyo enfoque principal sea la
eficiencia ( obtener los mayores beneficios al menor costo po-
sible) , significaría ignorar el tercer problema que entraña la
educación formal del derecho: los objetivos sociales de los
estudiantes. ¿Qué pretenden cuando se inscriben a la carrera
de derecho en México? ¿Satisfacer las expectativas familia-
res? ¿Contribuir al desarrollo económico del país? Las aspi-
raciones, como es de suponerse, varían de un grupo socioe-
conómico al otro y difícilmente podría creerse que, al inscribirse
en la carrera, están buscando lo mismo los jóvenes de las
clases altas que los de las clases medias. Como lo han des-
tacado Pierre Bourdieu, Henry A. Giroux y Michael Apple,145

145 Bourdieu, Giroux y Apple, entre otros, han abordado el tema de la


educación, cuestionando su función social y estableciendo los vínculos que
tiene el proceso educativo con la política y la economía. La corriente de

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98 GERARDO LAVEAGA

el “capital social” con el que cuenta cada estudiante antes de


ingresar en la escuela será determinante para pronosticar su
desempeño y su contribución al desarrollo de un país. Aun
en igualdad de circunstancias académicas, sería ingenuo es-
perar un output idéntico entre el hijo de un abogado célebre
—que ya cuenta con un despacho, una cartera de clientes,
una visión amplia de la profesión, relaciones con funcionarios
del gobierno y con los miembros del Poder Judicial— y el
hijo de un obrero cuyo objetivo es adquirir un documento
que, a los ojos de su familia, eleve su prestigio social y, en
el mejor de los casos, le acredite una serie de conocimientos
que lo hagan atractivo en el mercado laboral.
Al ponderar los objetivos sociales de la educación jurídica
formal, debe considerarse, asimismo, que la falta de estruc-
turas educativas que fomentan en los jóvenes mexicanos su
interés por las “ciencias exactas”146 convierte a la carrera de
derecho en la última opción para los menos dotados intelec-
tualmente. Los mejor dotados suelen mirarla como un meca-
nismo de ascenso social y, sobre todo, como una sustanciosa
fuente de ingresos. Las tarifas por hora de ciertos despachos,
así como los altísimos honorarios de algunos litigantes, son
una muestra de ello.147 Es cierto que la profesión jurídica
—incluyendo jueces, agentes del Ministerio Público, catedrá-

“pedagogía crítica” que ellos encabezan ha servido de base para que, desde
mediados de los años setenta, se busque un nuevo sentido a la escuela y a la
educación en general.
146 Jean Piaget tuvo como una de sus preocupaciones el hecho de que,
en todo el mundo, la proporción de vocaciones científicas fuera notablemente
inferior a la de vocaciones humanistas. En ensayos como ¿A dónde va la
educación? ( 1972) , sostuvo que la mayoría de los jóvenes están dotados,
igualmente, para el campo científico que para el campo humanista; que todo
se reduce a saber despertar estas aptitudes, lo cual no hace la escuela como
debería hacerlo.
147 Según The Economist ( 25.11.95) —que cita, a su vez, a Forbes— la
ocupación mejor remunerada en 1994 fue la de director de cine y quien más
altos ingresos obtuvo fue Steven Spielberg, quien llegó a los 165 millones
de dólares. La segunda fue la de abogado litigante y quien más altos ingresos
obtuvo fue Joseph Jammil, que ese mismo año ganó 90 millones de dólares.

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 99

ticos e investigadores— ha dejado de ser la más atractiva en


términos políticos —desde 1988 empezó a ser desplazada por
los economistas— pero quienes se dedican al litigio o al de-
recho corporativo continúan hallándola como una de las más
atractivas en términos económicos.148 No obstante lo anterior,
la profesión jurídica aún representa más que esto: Es, a la
fecha, la que proporciona los conocimientos técnicos de la
mayoría de aquellos que crean, aplican e interpretan las le-
yes; es decir, de quienes constituyen y vigilan —o se espera
que lo hagan— nuestro Estado de derecho.

B. Informática y derecho

Los sistemas informáticos son también un instrumento para


promover la socialización jurídica específica. El derecho no
es, de ningún modo, ajeno a los avances en materia informá-
tica, la cual ha contribuido a su sistematización y divulgación.
Términos como derecho informático o informática jurídica re-
sultan cada día más comunes. El primero comprende las dis-
posiciones legales y las sentencias de los tribunales que tienen
que ver con la “libertad informática”, con el flujo internacio-
nal de datos y con el control de estas nuevas tecnologías. La
informática jurídica, por su parte, supone la aplicación de
estas tecnologías al campo del derecho. Antonio Pérez Luño
distingue tres aplicaciones fundamentales: 149

148 “¿Cuál es la profesión en la que parece que se gana más dinero?”,


pregunta Paul Samuelson: “En los últimos años ha sido, sin duda alguna, la
de médico. Los que trabajan en sociedades médicas en Estados Unidos per-
cibieron en 1988 unos ingresos medianos de 155,000 dólares. Los médicos
han dejado atrás a los abogados, cuyos ingresos medios fueron de 52,000
dólares ese mismo año”. A pesar de este promedio, el mismo Samuelson
aclara que “en 1988, los mejores graduados de las escuelas de derecho más
importantes empezaron ganando en los grandes bufetes de Nueva York
80,000 dólares al año”. Cfr. Economía, p. 753.
149 Cfr. Pérez Luño, Antonio Enrique, Manual de informática y derecho,
Barcelona, Ariel, 1996.

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100 GERARDO LAVEAGA

— Informática jurídica documental: Tiene por objeto la


automatización de los sistemas de información relativos
a la legislación, la jurisprudencia, la doctrina y, en ge-
neral, a las fuentes del conocimiento jurídico.
— Informática jurídica de gestión: Consiste en sistematizar
las tareas rutinarias que se llevan a cabo en oficinas y
despachos jurídicos. Su realización supone “soportes in-
formáticos” de operaciones destinadas a recibir y trans-
mitir comunicaciones, organizar y actualizar archivos,
etcétera.
— Informática jurídica decisional: Incluye los procedimien-
tos dirigidos a la sustitución o reproducción de las ac-
tividades del jurista: a proporcionar decisiones y dictá-
menes, a procesar información y, en suma, a establecer
inferencias lógicas.

La aplicación de estas tecnologías, como es de suponerse,


depende de los recursos humanos y materiales con los que
cuente un gobierno o cualquier otro grupo que participe en
la vida jurídica de un Estado. Hay ámbitos, como la univer-
sidad, donde estas tecnologías pueden tener usos educativos
y otros, como el litigio, donde la complejidad social las hace
menos atractivas: ¿Qué sabe el software más sofisticado acer-
ca de la propensión al cohecho que tendrá determinado juez,
de las convicciones políticas del magistrado que revisará el
caso o de la preparación de los ministros que analizarán una
contradicción de tesis?
En México ha empezado a proliferar la informática jurídica
documental y existen centros de informática que han empe-
zado a recopilar leyes, jurisprudencia y otras disposiciones
jurídicas en CD-rom’s. Esto no sólo facilita el almacenamiento
del material jurídico sino su consulta a través de índices te-
máticos que ahorra un tiempo considerable al investigador.
El Diario Oficial, las leyes federales, la jurisprudencia histó-
rica ( 1871 a 1914) , la jurisprudencia emitida de 1917 a la
fecha, los tratados celebrados por México de 1823 a nuestros
días y diversas colecciones de legislación estatal ya están dis-
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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 101

ponibles en esta forma. También habría que mencionar los


servicios de información jurídica que algunas compañías pri-
vadas ofrecen a sus clientes, vía Internet.
En cuanto a la informática jurídica de gestión, se está in-
crementando substancialmente el número de ordenadores
personales y de programas de cómputo adquiridos no sólo
por los grandes y pequeños despachos sino por la Suprema
Corte de Justicia de la Nación y el Consejo de la Judicatura
Federal, la Procuraduría General de la República, la Procura-
duría General de Justicia del Distrito Federal, las procuradu-
rías de los Estados y los tribunales del fuero común. Por los
rezagos que aún se registran en cada uno de estos órganos
y por la lentitud con la que se trabaja en muchos de ellos,
es posible determinar que aún queda un largo camino por
recorrer para que la automatización sea completa. La auto-
matización, por sí misma, no contribuirá a fortalecer la cul-
tura de la legalidad en México pero, ciertamente, es una he-
rramienta de utilidad en todos los campos donde pueda
fomentarse esta cultura.

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EPÍLOGO

Lo que mantiene unida a una sociedad, lo que garantiza que


las distintas facciones que la integran coexistan pacíficamente
bajo ciertas reglas de conducta cuyo cumplimiento deviene
en la predecibilidad de la actuación de grupos e individuos
—lo que a fin de cuentas constituye el orden social—, no es
sólo la fuerza. Como lo enseña la historia, un ejército y una
policía eficaces no bastan para preservar un Estado. Lo más
que éstos pueden conseguir es reprimir las “desviaciones” y
contener las fuerzas sociales durante determinado tiempo.
Esto, por lo general, a un costo elevado.
Por otra parte, el interés común para alcanzar ciertas metas
que beneficien a todos los integrantes de una sociedad tam-
poco es suficiente para explicar la cohesión social. A menudo,
la satisfacción del interés de ciertos grupos implica la afec-
tación del interés de otros y, en estos casos, la conciliación
—por sí misma— no basta para instaurar el orden político.
Una de las críticas que se han hecho a John Locke, promotor
de este modelo, es que partía de la premisa de que todos los
hombres se comportaban —o se comportarían— como aristó-
cratas de la Inglaterra que a él le tocó vivir: como personas
que querían exactamente lo mismo y estaban dispuestas a
seguir el mismo camino para obtenerlo.
Es, una vez más, la historia la que nos demuestra que más
que la fuerza o el “interés”, el elemento esencial para que
exista y subsista un Estado es la voluntad —espontánea o
provocada— de la mayoría de sus integrantes. Esta voluntad
puede reforzarse a través de la fuerza y de la conciliación
de intereses, según sea el caso, pero nunca debe perderse de
vista que es el consenso el que permite que exista un Estado

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104 GERARDO LAVEAGA

y que existan y se cumplan las normas jurídicas, lo cual se


traduce en el orden social del mismo. Para que el Estado
surja y sobreviva, es conveniente que sus cuadros dominantes
generen y alimenten este consenso, tanto entre quienes for-
man parte del Estado como entre los otros Estados que lo
han reconocido.
En este esfuerzo, también la religión, la moral y el arte
cumplen una función relevante. Con mayor o menor éxito,
los cuadros dominantes de las distintas civilizaciones han sa-
bido valerse de la ignorancia y los temores de los gobernados
para hablar en nombre de Dios o de principios éticos cuyo
efecto sobre los gobernados ha decrecido en la medida en
que ha aumentado el grado de conocimiento de éstos, así
como en la medida en que los “valores universales” han ido
dejando de serlo. Hammurabi y Moisés pudieron hacerse pa-
sar por voceros de un ser supremo, mientras que Solón y
Licurgo tuvieron que conformarse con ser intérpretes de una
tradición para condicionar la conducta de aquellas sociedades
que gobernaron. En épocas más recientes, los gobernantes
han tenido que recurrir a otros argumentos para legitimar
sus decisiones y mantener la voluntad de sus pueblos para
seguir construyendo un Estado. Entre los argumentos más re-
curridos —aunque a la fecha ya muy vulnerable al embate
teórico— está “la voluntad del pueblo” pero, por supuesto,
hay muchos otros.
Lo que, sin duda, ha sido común a todos los cuadros do-
minantes, lo mismo a los de la Antigüedad que a los del
Medioevo, lo mismo a los del Renacimiento que a los de la
Revolución Industrial, ha sido la necesidad de contar con el
conjunto de normas al que nos referíamos —pueden ser es-
critas o no— que señalen, tanto a gobernados como a gober-
nantes, cómo deben conducirse, qué pueden y qué no pueden
hacer, así como las sanciones a las que se harán acreedores
—en última instancia— quienes no ciñan su comportamiento
a este “catálogo”. El derecho, no obstante, tiene que conocer-
se para poder acatarse. Los cuadros dominantes de toda so-
ciedad han entendido, en mayor o menor grado, la importan-
cia de divulgar las leyes y los códigos pues, si un pueblo no

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LA CULTURA DE LA LEGALIDAD 105

conoce sus derechos y obligaciones, si ignora las autoridades


que los crean, aplican e interpretan, si desconoce lo que le
está permitido y lo que le está prohibido hacer, las formas
en que se expresa el consenso acaban por extinguirse.
La manera y la amplitud con las que se difunda la cultura
de la legalidad pueden servirnos, por lo tanto, como referen-
cia para distinguir un régimen legítimo de uno que no lo es.
Cuando el derecho es producto del consenso, cuando la ley
se aplica de forma equitativa, cuando el derecho no sólo es
accesible al mayor número de personas sino que, en efecto,
se cumple, y cuando las normas jurídicas son claras y breves,
es más fácil alcanzar los niveles de conformidad, obediencia
y participación social que determinan la legalidad de un ré-
gimen y el orden que lo mantiene.
Cuando, en cambio, las leyes no son producto del consen-
so, cuando la ley se aplica de modo inequitativo, cuando las
normas no suelen aplicarse tal y como están concebidas,
cuando son oscuras, la divulgación jurídica presenta innume-
rables dificultades. La más importante de ellas es explicar,
de manera convincente, el origen de la ley. La ola democra-
tizadora que recorre el mundo —“la tercera ola”, como la
bautizó Huntington— cada día deja menos espacio a aquellos
regímenes que carecen de una base social bien definida. Aun
así, en todos los regímenes —hasta en el más democrático
de los Estados— existen leyes que se elaboran para satisfacer
los intereses inmediatos de algunos grupos o facciones, aun
a costa de perjudicar los de otras. Las legislaciones fiscales
y las legislaciones bancarias de muchos países —incluso de
los más avanzados— suelen elaborarse bajo esta premisa. Las
legislaciones electorales de los países en vías de desarrollo
casi siempre se elaboran de este modo. El problema de la
difusión de la cultura de la legalidad se complica entonces:
¿Qué normas conviene difundir? ¿Hasta dónde? En algunas
ocasiones, los gobiernos se ven presionados por fuerzas inte-
riores o exteriores para elaborar leyes que saben que, por las
características de su organización, serán incapaces de cum-
plir. ¿Deben divulgarse estos ordenamientos? Cumplirlos —o
intentar cumplirlos— podría resultar contraproducente para

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106 GERARDO LAVEAGA

los cuadros que decidieron impulsar la difusión de la cultura


de la legalidad. En algunos países, hacer las leyes ambiguas
ha ayudado a disimular los privilegios que el derecho garan-
tiza para ciertos segmentos de la población.
Por todo lo anterior, decidir cuándo se difunde el derecho
y cuándo no, es una tarea compleja. No depende de un acto
gracioso de los cuadros dominantes de un Estado —particu-
larmente del gobierno— sino de la correspondencia que exista
entre el derecho de un Estado y los factores sociales, políticos
y económicos que éste pretende regular. Cuando el derecho
de un Estado puede darse a conocer de la forma más amplia
a todos los sectores de la sociedad civil, es porque ésta goza
de altos niveles de igualdad, libertad, seguridad y acceso a
la justicia. Cuando no ocurre así, la difusión de la cultura de la
legalidad se enfrenta a muchos obstáculos. Por paradójico que
parezca, sin embargo, por más expectativas defraudadas
que pueda generar, la difusión de la cultura de la legalidad
es uno de los mejores instrumentos para abatir estos obstácu-
los, pues le brinda a la sociedad civil la posibilidad de co-
nocer sus alternativas, de orientar sus inconformidades de
manera pacífica y de exigir aquellos derechos que, de ante-
mano, le han sido concedidos por la ley.

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