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LA IRRUPCION DE AMERICA EN LA HISTORIA
AMELIA PODETTI
La aparición de América en la historia transforma radicalmente no sólo el
escenario sino también el sentido de la marcha del hombre sobre el planeta. El descubrimiento del “Nuevo Mundo” es, en realidad, el descubrimiento del mundo en su totalidad, es el descubrimiento de que el mundo era algo totalmente diferente a lo que los hombres de una y otra parte habían conocido y creído hasta entonces. América comienza de modo efectivo la historia universal, o la historia se hace efectivamente universal, porque sólo desde ese momento los hombres comienzan a conocer la Tierra tal como es y saben que ya están dispersados en todas sus direcciones. Resulta paradojal que la razón europea moderna, que pretende alcanzar y expresar la universalidad sin límite alguno, pareciera no poder concebir en sus verdaderas dimensiones el hecho de la planetarización. El pensamiento moderno sólo reflexiona sobre este acontecimiento comprendiéndolo como uno entre los muchos hechos producidos por la Europa moderna. Europa no es pensada como el centro de un nuevo mundo, pues pareciera que para la conciencia europea sólo se ha producido una ampliación del mundo tradicional. Sólo en España parece percibirse este carácter absolutamente extraordinario del descubrimiento. En España se desarrolla una verdadera conciencia ecuménica, que está ingenuamente presente en la divisa de la medalla entregada por el monarca a Sebastián Elcano, pero adquiere una claridad, un vigor y una profundidad extraordinarias en el transcurso del siglo XVI. Ejemplos de esta conciencia ecuménica son, también, el lema del monarca –“En mis dominios no se pone el sol”–, la forma que adquiere en Carlos V la vieja idea imperial y el derecho internacional elaborado por Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. Sólo en España –y en el humanismo contemporáneo del descubrimiento y la conquista– parece percibirse este carácter absolutamente extraordinario del descubrimiento. Sin duda opera para producir esta conciencia el hecho de que es España misma la que lleva adelante el proceso, pero además España está impregnada de un profundo sentido de catolicidad y seguramente esto constituyó uno de los impulsos fundamentales para lanzarla plus ultra. Es notable la continuidad y persistencia de esta idea en el pensamiento español, sobre todo castellano: la universalidad efectivamente realizada; no sólo en una filosofía de la historia explícita y específica, sino como horizonte conceptual obvio, natural, para el desarrollo de cualquier disciplina; se trate de la gramática (Nebrija) o de la historia, del derecho o de la metafísica (Vitoria, Suárez), esa idea está siempre presente (el Imperio, la lucha por la fe). Merece sin duda mención especial el hecho de que el primer filósofo de la historia en sentido estricto es un español: Paulo OROSIO, a quien el propio San Agustín encomienda la historia civil, podríamos decir, pues él se ocupa de la historia sagrada, de la historia de la salvación. Un africano y un español elaboran las primeras grandes concepciones de la historia, que habrían de marcar a Occidente. Es bien conocido el influjo perdurable de La Ciudad de Dios, pero quizás se ignora la extensión y profundidad con que la historia de Orosio marcó la conciencia histórica europea medieval. Y en el siglo XVI, descubierta América, el refinado humanista Antonio de Nebrija escribe un elogio de los Reyes Católicos y del Imperio que han creado, rememorando la visión universalista de Orosio y de San Agustín. Pero en el pensamiento que progresivamente se impone a partir del siglo XVII, América no plantea el problema de que con su aparición el mundo se ha revelado como algo distinto (lo que supone la transformación de todas las categorías para pensarlo) sino sólo la cuestión de en qué consiste, cómo es, ese agregado que los castellanos han incorporado al mundo existente. Lo que se ha descubierto es simplemente otro pedazo del mundo conocido y no un mundo desconocido en su verdadera forma y dimensiones para los hombres precolombinos: los antiguos, los medievales y los americanos precolombinos. Pareciera que, justamente, cuando el mundo se universaliza –y por obra de Occidente– el pensamiento occidental se particulariza, se reduce, manteniéndose en los viejos límites mediterráneos, pese a su pretensión de universalidad. Pareciera manifestarse aquí una forma de ese conflicto trágico que simultáneamente desgarra e impulsa a la modernidad: al mismo tiempo que concibe el universo infinito y abierto frente al mundo finito y cerrado del pensamiento antiguo y también medieval –aunque aquí ya late, todavía no pensado, pero sí creído y plasmado, por ejemplo en las catedrales, el sentimiento de lo infinito–, sigue pensando el planeta en los viejos límites y la vieja estructura marcados por el Mediterráneo; la razón moderna piensa sí el universo como infinito, pero no la Tierra como una totalidad.
América y la transmutación de la historia
Quizás esta imposibilidad resulta de la situación misma de Europa en el
mundo: la totalidad del planeta sólo es visible desde el último lugar ocupado, desde el verdadero finisterrae, desde allí donde la Tierra termina efectivamente. ¿No es acaso también América del Sur el último lugar al que llegaron los hombres al final de la primera etapa de planetarización, hace doce mil años y justamente al extremo más meridional, la Tierra del Fuego? No es extraño que así como sólo desde ese último lugar conocido y ocupado sea posible percibir el planeta en su verdadera forma y dimensiones, también sólo desde allí sea posible percibir en su verdadera forma y dimensiones la historia del hombre sobre el planeta. Esa historia se transforma en otra, adquiere o revela otros sentidos y otras direcciones cuando se la percibe desde América, único lugar desde donde es posible contener la totalidad de esa historia. Desde este punto de vista, así como América es el último confín de Occidente, es también la culminación.
América se constituye como una cultura unificadora
Esta peculiar instalación de América en el mundo, en el espacio y en el
tiempo, se manifiesta en la constitución misma de la cultura americana, que se desarrolla y aparece en la historia como una matriz unificadora, que recoge, absorbe, sintetiza y transmuta todo lo que llega a su suelo, reduciendo a una unidad compleja y ricamente diferenciada los más diversos aportes culturales, aun aquellos que constituyen agresiones y tentativas de destruir el núcleo profundo, último e irreductible del ser americano. Esta virtud unificadora se encuentra en los mismos fundamentos históricos de América, expresada en múltiples rasgos muy definitorios, donde se destacan como hechos peculiares, por una parte, la voluntad mestizadora de la conquista y la colonización y, por la otra, la relación entre cristianismo y cultura, que se establece únicamente en América: profundamente ligados e interpenetrados, al punto que quizás la cultura americana sea la única cultura genuinamente cristiana, es decir, cristiana desde y en sus orígenes. Es justamente esta vocación de síntesis, esta virtud de unidad, esta aptitud para transmutar tradiciones culturales diversas lo que, al mismo tiempo, particulariza y universaliza a América. Hay una vocación de universalidad en su propia particularidad cultural.
Situación de América ante la crisis de la modernidad
Esta situación y estos rasgos peculiares, específicos de América, generan
también una posición histórica peculiar ante la crisis de la modernidad. La crisis, que es percibida y explicada por el pensamiento europeo como una crisis de decadencia, preanuncio de muerte y que genera las más variadas formas de nihilismo, es en cambio percibida desde América como una fractura muy profunda y desgarrante, pero donde potencialmente hay más elementos de fecundidad y de vida, que de muerte. Se suele caracterizar la realidad cultural del Occidente moderno como tipificada ejemplarmente en dos rasgos fundamentales y ligados entre sí: la exaltación del hombre por sobre toda otra forma e instancia de lo real, y la exaltación de la técnica como dimensión esencial del hombre. A estos dos aspectos fundamentales están referidos, de una y otra manera, todos los otros rasgos de esa cultura: el individualismo, el ateísmo, el materialismo, el afán de dominación y de lucro, la racionalidad científico-técnica, la pretensión de extender infinitamente el poder del hombre, etcétera. En cierto modo, la historia de la modernidad es la historia del desarrollo progresivo y expansivo de esta concepción, no sólo frente al universo medieval e incluso renacentista, sino también frente a otras modalidades histórico-culturales modernas que intentan formas nuevas de comprender y realizar la unidad del hombre con el conjunto de la creación, la relación de los hombres entre sí y con Dios, la realidad, validez y primacía de fines espirituales en la vida individual y social y en la historia, proclamando la validez de una tradición que es globalmente cuestionada. Sin embargo, tampoco es nueva la concepción del hombre y de la vida humana que consigue imponerse y marcar con su sello grandes sectores de la vida y de la historia, hasta culminar hoy en las sociedades supertécnicas, sino que es tan antigua como el hombre mismo y su cultura. Pero es nueva en sí la forma que asume en la modernidad. Es nueva, más profunda, más rica, más extrema, porque surge en el horizonte histórico- cultural del cristianismo y son las nuevas actitudes, la nueva conciencia, las nuevas expectativas y dimensiones que el advenimiento del cristianismo genera, lo que permite el desarrollo de muchos rasgos de la modernidad, quizás especialmente aquellos que se presentan como específicamente anticristianos. Sólo la nueva dimensión que el cristianismo abre en la historia puede explicar ciertos rasgos esenciales de la modernidad. Sólo con el cristianismo el hombre, cada hombre, adquiere una dignidad y un valor que proceden de su calidad de hijo de Dios, creado por Dios y redimido por Dios mismo hecho hombre. El “cógito” cartesiano ha sido precedido por el “cógito” agustiniano. El impulso de superar los propios límites, el ansia de infinito, también se expresan negativamente en el superhombre, en la afirmación de que Dios ha muerto y en las sociedades supertécnicas que intentan dominar y controlar la totalidad del universo. Pues también la tendencia natural del hombre a fabricar utensilios, instrumentos, aún exaltada como fin en sí y considerada como el rasgo que distingue al hombre del resto de la naturaleza, no pudo llegar al nuevo nivel de creación y desarrollo que alcanzó en la modernidad y que permitió el salto contemporáneo, sino gracias a la nueva valoración del trabajo, el orden y la disciplina, introducidos por el cristianismo y llevados a su perfección como experiencias colectivas en el seno de las primeras órdenes e impulsada por la nueva conciencia de infinitud. Sin embargo una tendencia fundamental de la modernidad exaltó e hipostasió al hombre y la técnica, arrancándolos del contexto unificador y trascendente de la nueva dimensión de la cultura generada por el cristianismo, olvidando y negando sus orígenes y la dinámica que los hizo posibles. Este olvido y esta factura son la causa más profunda de la crisis pues llevan consigo una fragmentación, una dispersión y una fracturación muy destructivas en todos los órdenes y dimensiones de la vida. Sin embargo, este gran proceso de desgarramiento cultural y espiritual resulta de radicalizar y llevar a los límites la diferencia, la separación y el conflicto presentes en la cultura occidental ya desde sus orígenes clásicos, pero profundizados y redimensionados por su vertiente judeo-cristiana: Dios y hombre, Dios y universo, hombre y universo, espíritu y materia, cultura y naturaleza, varón y mujer, hombre y hombre, razón y sentimiento, teoría y praxis, logos e impulso, gracia y naturaleza, necesidad y libertad, son separados y enfrentados. Pero para la conciencia cristiana todos estos conflictos se despliegan sobre una unidad originaria y fundante y tienden a resolverse en una nueva unidad. Por eso la posibilidad de superar la crisis que agobia al mundo contemporáneo se encuentra en la tentativa de reunir nuevamente los términos que Occidente ha enfrentado. ¿Y quién puede asumir hoy esta tentativa? ¿Dónde están aquellas experiencias, aquellas tradiciones, aquella voluntad, aquellas actitudes vitales y espirituales que el avance del espíritu fáustico no pudo aniquilar ni subsumir? América parece ser hoy el único gran reservorio cultural y espiritual en condiciones de asumir esta tarea; sin duda en todas partes del planeta existen tales reservas vitales y espirituales, pero sólo aquí existen en forma de cultura viviente; y sólo la voluntad sintetizadora de esa cultura puede hoy encarar el proyecto de integrar y transmutar, en el marco de la unidad que la hizo posible, las conquistas materiales y espirituales de la modernidad.
América es capaz de integrar la modernidad con su propio fundamento
histórico y espiritual porque ella es capaz de concebir la universalidad de la historia y el sentido de búsqueda de la unidad en la marcha del hombre sobre el planeta. Pareciera pues que América ha sido preparada, por su surgimiento y por su historia, para cumplir una misión esencial en esta etapa de la universalización: proponer una vía de universalización distinta a la de las sociedades supertécnicas, y capaz de contenerla, pues su misión y su destino es realizar y pensar la unidad.