Melancolía y Depresión en El Tiempo

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Melancolía

y depresión
en el tiempo:
cuerpo, mente y sociedad
en los orígenes
de una enfermedad
emocional
Estela
Roselló
Soberón

cuadernos de historia,
teoría y bienestar 6
CUADERNOS DE HISTORIA,
TEORÍA Y BIENESTAR

6
Conferencia Interamericana
de Seguridad Social

Secretario general
Gibrán Ramírez Reyes

Este material fue preparado por Estela Roselló


Soberón bajo la dirección de Hugo A. Garciamarín
Hernández, jefe de Especialistas de la Conferencia
Interamericana de Seguridad Social.

Historia, Teoría y Bienestar (año 2, núm. 6,


noviembre de 2020) es una publicación seriada
de periodicidad irregular, editada por la Conferencia
Interamericana de Seguridad Social. San Ramón
s/n, Col. San Jerónimo Lídice, alcaldía Magdalena
Contreras, C.P. 10100, Ciudad de México.
Tel. (55) 5377 4700,
https://ciss-bienestar.org/

El cuidado de la edición estuvo a cargo de Ana


Cecilia Zapien, Gwennhael Huesca y Antonio Álvarez
Prieto.

El diseño y la formación estuvieron a cargo de Janín


Muñoz Mercado y Patricia Reyes.

Se permite la reproducción parcial o total de este


documento siempre y cuando se cite
debidamente la fuente.

isbn: 978-607-8088-37-9
Melancolía
y depresión
en el tiempo:
cuerpo, mente y sociedad
en los orígenes
de una enfermedad
emocional

Estela
Roselló
Soberón
Índice

Prólogo: situaciones melancólicas y contextos


depresivos 11

Depresión y salud mental: un camino hacia la


dignidad humana 23

Breves apuntes sobre la melancolía y la


depresión: una experiencia emocional en la
historia de Occidente 33

En el origen. La melancolía en la Antigüedad


grecolatina 43

Amor y genio: experiencias melancólicas de la


Edad Media y el Renacimiento 59

El teatro del mundo: duda y desengaño en la


melancolía barroca 73

Melancolía y sensibilidad en el siglo de la razón 91

Una sensibilidad de moda: de la melancolía


romántica a la depresión clínica 109
Pérdida y melancolía: el inicio de una vieja historia 133

Medicar la angustia: los antidepresivos entran


en escena 139

Indeseables, olvidados y deprimidos 149

Depresión y tristeza: ¿costos y beneficios? 153

México en la mira: depresión, responsabilidad


pública y solidaridad humana 159

Bibliografía consultada 167


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Prólogo:
situaciones melancólicas
y contextos depresivos

Hugo A. Garciamarín Hernández

“Decía Bertolt Brecht que la esperanza siempre resurge allí


donde el ser humano descubre que ‘algo falta’. Es en ese vacío
melancólico y doloroso que la conciencia individual permite al
sujeto imaginar y crear nuevas rutas para construirse una vida
o un mundo mejor”. Así termina Estela Roselló el presente libro
y con ello no sólo sintetiza el objetivo central de su escrito, sino
también una realidad histórica: las épocas caracterizadas por
el malestar también son un buen momento para imaginar un
mejor futuro.
Curiosamente, fue una circunstancia así la que motivó la
creación de los Estados de Bienestar y la fundación de la Confe-
rencia Interamericana de Seguridad Social (ciss). En medio de
la Segunda Guerra Mundial, con la Organización Internacional
del Trabajo (oit) perseguida y con varios países en crisis, se
decidió crear un organismo internacional, único en su tipo, con
la misión de impulsar la seguridad social en el continente y

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con ello “entreabrir, en forma más generosa y amplia, la puerta


estrecha de la felicidad”.1
Así como entonces, hoy vivimos tiempos complicados. La
pandemia de la covid-19 ha profundizado varios problemas:
pobreza y desigualdad, falta de acceso universal a la salud y la
seguridad social; actividades laborales con mayor riesgo y vul-
nerabilidad; violencia doméstica, cambios en las dinámicas de
cuidados, brecha digital y, entre otras tantas cosas, que una so-
ciedad de por sí extremadamente individualizada ahora debe
convivir en aislamiento o guardando sana distancia.
Además, el cambio en las rutinas —tanto en la vida co-
tidiana como en los rituales para enfrentar la muerte—, el
confinamiento y la obligada soledad, han generado estragos
importantes en la salud mental. Diversas investigaciones han
mostrado que las cuarentenas provocan estrés psicológico, que
la soledad y la reducción de interacciones sociales pueden ser
factores de riesgo de trastornos como la esquizofrenia y la de-
presión, y que la incertidumbre por la pandemia se traduce en
fuertes cuadros ansiedad.2
Sin embargo, que las cosas estén así de mal no significa
que no podamos reflexionar sobre las condiciones necesarias
para vivir mejor y, de esta manera, abrir la ya mencionada
puerta de la felicidad. Con ello, desde luego, no quiero caer en
las frases trilladas de la superación personal o de la psicología
positiva en donde el individuo debe ser resiliente y enfocarse
en ser feliz a toda costa. Más bien, me refiero a que estudiando
las fuentes del malestar y descubriendo cuáles son las cuestio-
1
Hugo Garciamarín, La fundación de la Conferencia Interamericana de Seguri-
dad Social, ciss, Ciudad de México, 2019.
2
Una buena síntesis de la vasta literatura que se ha realizado al respecto pue-
de encontrarse en Sarah Gordon, “El covid-19 y la salud mental: ¿cuáles son
las consecuencias?”, Psicología Iberoamericana, núm. 1, vol. 28, 2020.

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nes que nos faltan como sociedad, podemos plantear nuevas


rutas para que todas las personas puedan ser felices.
Desde antes de la pandemia, en la Conferencia señala-
mos que el horizonte de la institución debía ser impulsar
la felicidad de los pueblos de América. Para ello, no nos cen-
traríamos en la actitud de los individuos frente a la vida ni
en los productos que les ofrece el mercado para alcanzarla,
sino en las experiencias colectivas y los entendimientos públi-
cos de la felicidad. Todas las sociedades deben aspirar a que
sus miembros sean felices, y eso pasa más por crear situacio-
nes propicias para que lo logren y menos por responsabilizar
a los individuos para que lo sean.
Con la covid-19, este horizonte se vuelve todavía más
necesario. La crisis, como ya mencioné, nos ha permitido ver
todo lo que les falta a nuestras sociedades. Particularmente,
ha permitido (re)descubrir lo importante que es vivir y morir
con dignidad, que el orden social sea amable para la vida, que
existan instituciones que nos mantengan seguros frente a los
riesgos sociales, que los gobiernos tengan como objetivo prin-
cipal el bienestar de sus pueblos y lo necesarias que son la
solidaridad, el cariño e incluso las experiencias comunes para
nuestra felicidad. Escuchar música, ver un partido de futbol
y hasta beber una cerveza fría, son cosas que no siempre se
disfrutan en soledad.
Por lo anterior, el ensayo Melancolía y depresión en el
tiempo: cuerpo, mente y sociedad en los orígenes de una enfer-
medad mental de Estela Roselló es una interesante invitación a
reflexionar sobre los males que aquejan a nuestras sociedades,
con el fin de buscar alternativas para vivir mejor. Siguiendo la
metodología propia de la historia de las emociones, da cuenta
de vivencias históricas de la melancolía y la depresión a lo lar-

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go de la historia de occidente, y después las contrapone con las


experiencias contemporáneas.
Con lo anterior, la autora pretende mostrar que en nues-
tro tiempo estos padecimientos han sido atendidos desde una
perspectiva privada: cada vez se viven más de manera aislada
e individualizada; se tratan fundamentalmente a partir de fár-
macos y productos disponibles en el mercado, e incluso son
pensados más como problemas económicos para los Estados
que como un asunto de bienestar. Esta perspectiva contrasta
con diferentes momentos en la historia de occidente en don-
de la melancolía y la depresión no han sido entendidas única-
mente como un problema biológico y fisiológico, sino como
sensaciones influidas por el entorno y la cultura que deben ser
atendidas comunitariamente.
Roselló desarrolla esta idea a través de dos apartados.
El primero, que es el cuerpo del libro, es una breve historia
conceptual de la melancolía y la depresión en occidente, que
va desde los griegos hasta el psicoanálisis de Sigmund Freud.
El segundo es una reflexión a tiempo presente, en la que plan-
tean varias ideas sobre los cambios en su entendimiento a lo
largo del siglo xx y lo que va del xxi. Este apartado, que es
también una larga conclusión, es un diálogo entre la historia de
la primera sección y la forma en la que se experimentan actual-
mente estos padecimientos, con la pandemia de la covid-19 de
telón de fondo.
Considero que el texto en cuestión tiene muchas aporta-
ciones: recopila de buena forma diferentes historias concep-
tuales de la melancolía y la depresión, y las complementa con
fuentes primarias; aporta argumentos convincentes de por qué
es necesario transitar hacia un tratamiento público y comu-
nitario de estos padecimientos; y muestra lo importante que
son la dignidad, el orden y la seguridad frente a los riesgos

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sociales para estar bien. Sin embargo, más que ahondar en


estos y otros aspectos importantes del texto, me centraré
en desarrollar la idea que más me llamó la atención durante mi
lectura: me parece que el trabajo de Estela Roselló permite di-
ferenciar entre melancolía y depresión, y argumentar que en
la actualidad hacen falta más situaciones melancólicas y menos
contextos depresivos.
A lo largo del texto, la autora insiste en que melancolía y
depresión no son lo mismo, aunque no las diferencia explíci-
tamente. Y es que, como bien resalta, no es posible distinguir
de manera tajante entre las dos, pues sus definiciones varían
dependiendo de la disciplina, el tiempo y la cultura. Por ello,
prefiere dar cuenta de las vivencias de estos trastornos en dis-
tintos momentos de la historia y mostrar algunas emociones
que tienen en común y que, si bien las vinculan de alguna for-
ma, no terminan por equipararlas: soledad, tristeza, cansancio,
malestar físico y mental, etcétera.
Pese a eso, el libro permite diferenciar entre los dos tras-
tornos de manera más clara de lo que puede notarse a simple
vista. En él se descubre que, pese a las similitudes, melancolía
y depresión son dos caras de la misma moneda. Desde luego,
esto no siempre es claro pues, al compartir sensaciones simi-
lares, difícilmente podría identificarse plenamente cuándo una
persona sufre depresión, melancolía o las dos. Pero ciertamen-
te puede decirse que a lo largo del tiempo se han descrito dos
sensaciones diferentes relacionadas con un mismo malestar.
La autora comenta que fue a finales del siglo xix que
comenzó a usarse el término depresión en la psiquiatría. La
definición que ella recupera es de Emile Kraepelin, quien ca-
racteriza a este malestar como “un síndrome afectivo, motor e

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intelectual transitorio, de exaltación o de depresión”.3 Las per-


sonas que la sufren “se muestran, sin causa aparente, amodo-
rrados, torvos, desanimados o con una apatía irrazonable […]
sufren también de mal humor, desaliento, insomnio y suelen
despertar de repente de un sueño sobresaltado”.
Sorprende que la definición actual de depresión de la Or-
ganización Mundial de la Salud (oms) es muy similar a lo que
describía Kraepelin, lo que muestra lo poco que ha variado el
entendimiento de este malestar desde entonces. El organismo
define a la depresión como “la presencia de tristeza, pérdida
de interés o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima,
trastornos del sueño o del apetito, sensación de cansancio y
falta de concentración”.4
Pero sorprende todavía más que esas dos definiciones
bien podrían describir el malestar que los griegos contaban
sobre Orestes y que la autora recupera en la primera parte de
su historia conceptual. Para no adelantarme a su narración,
basta con decir que el susodicho experimentó, después de ha-
ber realizado un acto horrible, falta de apetito, sueño e interés;
cansancio corporal, sentimientos de culpa, trastornos de sue-
ño, ira incontrolable, etc. En síntesis, el mito de Orestes resalta
que aquél que padezca este tipo de mal queda incapacitado
para la vida y, si no fuera por el consuelo y los cuidados de al-
guien más —en el caso de Orestes quien lo cuida es su hermana
Elektra—, prácticamente no podría hacer nada por sí solo.
Lo anterior no resultaría problemático sino fuera por
dos cuestiones. En primer lugar, porque el mito de Orestes
3
Las cursivas son mías.
4
La definición de la oms puede encontrarse en su sitio web: https://www.
who.int/topics/depression/es/#:~:text=La%20depresi%C3%B3n%20
es%20un%20trastorno,cansancio%20y%20falta%20de%20concentraci%-
C3%B3n. Consultado 27 de octubre de 2020.

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no sólo resalta la experiencia maniaca y los estragos físicos


del trastorno depresivo, sino también la reflexión del héroe y
el descubrimiento de su destino a través de la pérdida, el dolor
y la tristeza. Roselló hace énfasis en esto último y define al
relato de Eurípides como una de las primeras expresiones sen-
sibles de occidente, en donde el individuo reconoce su lugar en
el mundo a partir del sufrimiento. Si esto es así, ¿entonces a las
definiciones de depresión habría que agregarles la experiencia
sensible?
En segundo lugar, porque los dos sentires de Orestes,
tanto la manía como la experiencia sensible, fueron definidas
como melancolía. Los griegos pensaban que ambas sensacio-
nes eran síntomas de un mismo malestar. Aunque, curiosamen-
te, médicos y filósofos, como Aristóteles, reflexionarían princi-
palmente más sobre el origen físico, biológico y humoral de la
melancolía, y menos sobre la sensibilidad que provoca.
Me parece que, tal y como muestra el texto, esto tiene una
explicación histórica. Aristóteles, particularmente, siempre
procuró distinguir entre los asuntos divinos y los terrenales.
Sus reflexiones sobre la felicidad así lo muestran. Si bien consi-
deraba que sólo se podía alcanzar la felicidad absoluta con la
bendición de los dioses, también pensaba que había formas
de encontrar la felicidad terrenal. Ésta podría darse gracias a
la experiencia sublime del conocimiento o haciendo felices
a otras personas, es decir, a través de la política.5
Tomando en cuenta lo anterior, es posible que Aristóteles
y médicos como Hipócrates se enfocaran más en los padeci-
mientos maníacos y los estragos fisiológicos de la melancolía,
porque era lo que podía explicarse terrenalmente. Difícilmen-
te se podría analizar fuera del encuadre mítico la experien-

5
Véase Darrin M. McMahon, Una historia de felicidad, Taurus, Madrid, 2006.

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cia sensible de Orestes producto de descubrir la fatalidad de


su destino. En cambio, los malestares físicos y el estado que
producían en los individuos sí podían ser objeto de estudio y
de tratamiento.
Pero regresando al tema en cuestión, lo que me interesa
resaltar es que la melancolía se consideraba como una “an-
gustiosa dualidad” y no sólo como una serie de síntomas que
incapacitan al individuo. Y dicha dualidad estaría presente en
distintos momentos de la historia occidental, pese a sus especi-
ficaciones culturales y temporales. Por ejemplo, el mismo Aris-
tóteles reconocía que algunas personas podían experimentar
“una elevación intelectual, un estado de lucidez y una expre-
sión de genialidad” gracias a la sensibilidad melancólica. Esto
también estaría presente en la reivindicación renacentista de
Saturno y en el sentido cristiano que les dio Marsilio Ficino a
las teorías grecolatinas.
La autora muestra que esta característica melancólica se
mantendría constante en diversos momentos de la historia y
sería especialmente resaltada por el prerromántico Jean-
Jacques Rousseau. La obra del ginebrino está atravesada por
la angustiosa dualidad, pero a diferencia del mito de Orestes,
y pese a la detallada descripción de sus malestares, se centra
sobre todo en la elevación intelectual y en la exaltación de la
sensación placentera que producía el estado de tristeza y so-
ledad. Como ejemplo, basta con ver el relato de lo que experi-
mentó tras sufrir un accidente que casi le cuesta la vida:

Vi el cielo, algunas estrellas, y un poco de verdor. Aquella


primera sensación fue un momento delicioso. No me sentía
a mí mismo más que por ella. Nacía en ese instante a la vida
y me parecía que con mi ligera existencia llenaba todos los
objetos que percibía […] Sentía en todo mi ser una calma

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

arrebatadora a la que nada comparable encuentro, cuando


la recuerdo, en toda la actividad de los placeres conocidos.6

Sensaciones “sublimes” como la de Rousseau también fueron


experimentadas por filósofos, poetas y músicos románticos.
Roselló dedica todo un apartado a describir cómo a finales del
siglo xviii, y prácticamente durante todo el siglo xix, surgieron
nostálgicos melancólicos que tradujeron sus sufrimientos en
obras de arte y composiciones musicales maravillosas. Y como,
mientras esto ocurría, la sensación de malestar y de padeci-
mientos que hoy llamaríamos depresivos se expandían entre
las élites, llegando incluso a popularizar el suicidio entre ellas.
Nuevamente la angustiosa dualidad estaría presente.
Pero entonces, ¿depresión y melancolía son lo mismo? A
primera vista parecería que simplemente se trató de un cam-
bio de nombre producto de las reflexiones psiquiátricas que, al
ganarle terreno al psicoanálisis, terminaron por imponerse.
Sin embargo, me parece que el texto permite ver que las defi-
niciones contemporáneas de depresión excluyeron parte de lo
que históricamente se asociaba con la experiencia melancólica
y la centraron sólo en los síntomas y en las posibles explicacio-
nes biológicas del padecimiento.
Hacia el final de su ensayo, la autora describe que la de-
presión contemporánea está “lejos de un posible despertar
humano hacia la imaginación, la autoconciencia o la reflexión.
En nuestro tiempo, la depresión no es una fuerza que impulse
hacia la creatividad, pues la soledad del sujeto deprimido
se convierte irremediablemente en desolación”. Esto lo atribu-
ye al exacerbado individualismo, la alienación, la violencia y, en

6
Jean-Jacques Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, Alianza Edi-
torial, Madrid, 2016, pp. 62-65.

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síntesis, a que el entorno y la mayoría de las relaciones sociales


favorecen que las personas vivan deprimidas.
Pero, ¿y si realmente lo que hoy entendemos como de-
presión nunca fue un factor de genialidad? ¿Y si más bien lo
que asociamos con la experiencia sublime y la elevación inte-
lectual más bien sería melancolía? La historia que cuenta Ro-
selló permite, precisamente, distinguir cuándo los individuos
se encuentran motivados por una fuerza sensible que fomenta
el genio y cuándo el sufrimiento los deja incapacitados. Lo pri-
mero se da en situaciones propicias en donde la sensación de
falta produce el deseo de estar completo, motivando así la crea-
tividad y la realización.7 En este caso, como el mismo Sigmund
Freud argumentaría, la genialidad melancólica también es una
forma de alcanzar la felicidad.8
En cambio, la depresión, tal y como la describen Kraepelin
y la oms, de ninguna forma da espacio para el gozo reflexivo y
creativo. Es más bien una sensación de ruptura del individuo
consigo mismo y con su entorno, que termina por empujarlo
hacia la desolación. Esta sensación incapacita a las personas
y provoca que ni las sensaciones más placenteras sean sufi-
cientes para sentirse bien. Es, como en el mito de Orestes, una
experiencia que imposibilita vivir libremente.
Por lo anterior, me parece que el libro en cuestión permite
decir que todo orden que aspire al bienestar debe de procurar
situaciones melancólicas. Esto significaría generar condiciones
favorables al genio, la intelectualidad, la reflexión e incluso el
encuentro con uno mismo, sin que eso signifique aislamiento
ni desolación. En contraparte, las sociedades deben procurar

7
Joke Hermsen, La melancolía en tiempos de incertidumbre, Siruela, Madrid,
2019, Edición Kindle.
8
Sigmund Freud, El Malestar de la Cultura, Alianza País, Madrid, 2007.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

que no haya contextos depresivos. Estos son circunstancias de


opresión, alienación y falta de libertad, dignidad, seguridad,
solidaridad y de diversos mecanismos que favorezcan a la rea-
lización de los individuos. Un orden que procure la felicidad de
sus miembros, además, tendría que construir instituciones que
ayuden a que las personas que padezcan un trastorno depresi-
vo, ya sea por condiciones biológicas o sociales, sean tratadas
con métodos diversos y siempre encuentren consuelo.
¿Con lo anterior es posible distinguir claramente cuando
una persona es melancólica y cuando sufre depresión? Proba-
blemente no, pues como bien menciona el texto, hay muchos
factores que influyen en estas sensaciones. Sin embargo, me
parece que es posible y necesario separar las experiencias va-
liosas del malestar melancólico de las negativas, y fomentarlas
socialmente.
Desde luego, todo esto puede resultar polémico, pero la
obra de Roselló incita a la reflexión, al debate y al estudio de los
factores del malestar para construir un mundo mejor. Me gus-
taría concluir diciendo que Melancolía y depresión en el tiem-
po: cuerpo, mente y sociedad en los orígenes de una enfermedad
mental deja la sensación de que todos tenemos el derecho de
gozar la tristeza y evitar la desolación. Al final de cuentas “la
depresión es melancolía desprovista de su encanto”.9

9
Esta es una frase de Susan Sontag, retomada por el texto de Joke Hermsen
citado anteriormente.

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Depresión y salud mental:


un camino hacia la dignidad humana

El siglo xxi plantea preocupaciones, dificultades y nuevos tipos


de incertidumbre para los seres humanos. En diversas regio-
nes del mundo, muchos hombres y mujeres viven inmersos en
fuertes sentimientos de dolor, desamparo y soledad generados
por la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades para
construir una vida mejor. En un mundo aparentemente más
libre y democrático, las diferencias y la intolerancia crecen a
niveles alarmantes y muchos padecen en carne propia el in-
cremento del racismo y la discriminación. La polarización que
se vive dentro de muchas sociedades genera fisuras cada día
más profundas en el tejido social, mientras que los discursos
de odio hacen muy difícil entablar un diálogo con “los otros”, y
mucho más, establecer cualquier tipo de empatía o construir
vínculos de solidaridad con quienes nos parece no son “como
nosotros”.
Día con día, la proliferación de diversos tipos de violencia
física, emocional y mental acompaña la necesidad que muchos
tienen de emigrar y encontrar refugio en otros países distintos a
los suyos en busca de esperanza. Por su parte, la competencia
y la agotadora persecución que se generan a partir de un sin-
número de exigencias vinculadas con ciertos estereotipos de

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ESTELA ROSELLÓ SOBERÓ N

éxito y de felicidad que se han puesto de moda entre las clases


medias y altas de la aldea global contemporánea tampoco abo-
nan en la posibilidad de construir vidas plenas ni fomentar el
crecimiento de seres humanos verdaderamente satisfechos. Si
a todo ello se suma la amenaza de las enfermedades, del ham-
bre y los efectos cada vez más evidentes del cambio climático,
el panorama no es exactamente alentador ni sencillo para casi
nadie.
En ese complejo escenario vital, las precarias condicio-
nes materiales y espirituales en que vive la mayor parte de los
seres humanos, así como el vertiginoso ritmo de su existencia,
apenas y ofrecen oportunidad para mirar alrededor, detener-
se un momento y preguntarse quiénes somos, qué queremos
realmente, hacia dónde nos gustaría ir o qué nos falta. Parece-
ría que ciertamente no son tiempos propicios para cultivar la
conciencia ni cuidar el desarrollo de la persona.
Este libro tiene el propósito de contar una historia o al
menos ofrecer una pincelada de distintos momentos de la
misma. Se trata de explorar algunos pasajes de la historia
de la experiencia occidental de la tristeza o, más propiamen-
te, la melancolía y la depresión, que, como se verá a lo largo
de estas páginas, no son exactamente lo mismo. Sin embargo,
contrariamente a lo que pudiera pensar el lector en un primer
momento, el objeto de estas líneas no es deprimirse ni entris-
tecerse con los protagonistas de cada capítulo, sino más bien
todo lo contrario.
Porque en diferentes momentos de la historia de dicha
experiencia emocional, durante siglos, los hombres y las muje-
res que se enfrentaron con la melancolía y con la depresión en
Occidente emprendieron una especie de viaje paradójicamente
esperanzador. Ciertamente, en distintos momentos de la histo-
ria, la confrontación del ser humano con diversos sentimientos

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

de pérdida, soledad, tristeza, culpa, hastío y dolor curiosamen-


te permitió que éste reconociera su propia conciencia y con
ello, no sin gran pesar ni sufrimiento, consiguió preguntarse
por el sentido de su existencia. En algunos casos y en algunas
épocas, dicho proceso de autoconocimiento y de encuentro con
la conciencia de uno mismo hizo posible que muchos hombres
y mujeres emprendieran el proceso de curación necesario para
abandonar la oscuridad y convertir lo sombrío en creatividad,
deseo y movimiento.
En realidad, los sentimientos de tristeza y de dolor son y
han sido naturales en prácticamente todos los seres humanos
a lo largo del tiempo. En el caso de la cultura Occidental, desde
tiempos muy remotos se habló de un tipo de experiencia tris-
te que se calificó como patológica, se habló de una tristeza que
se consideraba distinta a la tristeza normal que los hombres
y las mujeres podían sentir habitualmente. Fueron los griegos
quienes comenzaron a definir dicha expresión de dolor y su-
frimiento como una enfermedad. Este libro trata precisamente
de la historia de ese padecimiento mental y emocional, de la
manera en que se vivió en distintos momentos y de la forma
en que se construyó su representación y en que adquirió dife-
rentes significados a lo largo del tiempo.
Actualmente, la oms llama trastorno depresivo a una en-
fermedad que produce ciertos síntomas en quienes la padecen.
Para describirlo, el organismo internacional sigue la definición
del dsm-5, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos
Mentales en su versión de 2013. De acuerdo con este documen-
to de la Asociación Americana de Psiquiatría, la depresión se
define como un trastorno que presenta los siguientes sínto-
mas: “ánimo deprimido, disminución del interés en actividades
que antes resultaban placenteras, pérdida o aumento de peso,
insomnio o mucho sueño, agitación o retraso psicomotor, can-

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sancio o pérdida de energía, sentimientos de culpa, dificultad


para pensar o para concentrarse y pensamientos recurrentes
en torno a la muerte”.10
Hoy, la depresión se concibe como uno de los padecimien-
tos mentales más graves y más comunes entre los seres huma-
nos de todo el mundo. Los trescientos millones de personas
actualmente diagnosticados con él sufren fuertes sentimientos
de ansiedad, vacío y sinsentido. Cuando se está deprimido, no
hay forma de encontrar energía para seguir adelante. Las per-
sonas que padecen esta enfermedad se sienten desprotegidas,
devaluadas e incapaces de establecer ningún vínculo afectivo
con quienes las rodean. Ante este panorama, el sujeto se ve to-
talmente dañado tanto emocional como mentalmente. No solo
ello, porque como se verá a lo largo de las siguientes páginas,
si bien la melancolía y la depresión han sido concebidas como
enfermedades que afectan sobre todo a la mente y al espíritu,
pocos trastornos como éste revelan la estrecha relación que
guardan dichas dimensiones con la experiencia física y corpo-
ral de la persona.
En efecto, la depresión lesiona la mente y el espíritu, pero
también deteriora al cuerpo de quien enferma de ella. Es decir,
el trastorno que aquí nos ocupa genera un fuerte daño en el
sujeto, mismo que al padecerlo se enfrenta poco a poco con ni-
veles de parálisis y sufrimiento que evidentemente le impiden
desarrollarse como una persona íntegra y plena.
Ahora bien, sin duda, la depresión incluye graves senti-
mientos de tristeza, pero estar deprimido no es únicamente
“estar muy triste”. La depresión es un trastorno serio y necesita
atención médica especializada. Quienes lo sufren experimen-

10
Ver Matthew Bell, Melancholy the Western Malady, , Cambridge University
Press, Cambridge, 2014, p. 3.

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tan el bloqueo de emociones fundamentales como la empatía


hacia los otros o el amor a uno mismo. Las personas deprimi-
das también experimentan la pérdida de impulsos muy prima-
rios y esenciales para la auto conservación, por lo que muchas
veces se hacen daño a ellas mismas e incluso pueden llegar a
provocarse la muerte.
Este padecimiento afecta a quien lo vive y también a quie-
nes lo rodean de manera más cercana. Se trata de un mal que
aqueja a los sujetos y a las sociedades en las que éstos habitan.
Y es que, en palabras de Carl Walker, la depresión “erosiona
la capacidad de las personas para dar y recibir afecto, de co-
nectarse con otros y deja al enfermo con la sensación de aisla-
miento y abandono”.11 Es decir que este trastorno emocional,
mental y corporal inhibe la posibilidad de que las personas
encuentren sentido en su propia vida, pero también impide
que se vinculen con los demás.
Efectivamente, la depresión genera desinterés y despre-
cio por la vida; por la propia y por la de los que nos rodean. Una
persona deprimida es incapaz de cuidarse a ella misma; mucho
menos de cuidar a quienes están a su alrededor. De allí que
esta enfermedad afecte al individuo y también a su comunidad.
A lo largo de la historia occidental, muchos hombres y
mujeres han enfermado de melancolía y de depresión. Como
se verá en las siguientes páginas, los seres humanos afectados
por dichos padecimientos experimentaron síntomas curiosa-
mente parecidos, sin importar la distancia en el tiempo en que
los vivieron. Sin embargo, si bien es fácil identificar cierta con-
tinuidad histórica entre la experiencia emocional melancólica
y la depresiva, en cada época, ambos estados emocionales y

11
Caroline Walker, Depression and Globalization, University of Michigan, Mi-
chigan, 2004, p. 15.

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mentales se llenaron de significados culturales diferentes. No


sólo ello; también, en cada momento de la historia occidental,
las sociedades concibieron de manera distinta a los sujetos en-
fermos de estos males.
A pesar de las diferencias en la concepción y en la repre-
sentación de los melancólicos y deprimidos, también es ver-
dad que, en general, la cultura occidental los ha estigmatizado,
excluido y aislado. El temor hacia lo “diferente”, hacia lo que
se concibe como “raro”, generó el rechazo a todo lo vinculado
con la enfermedad o con la “locura”. En la cultura occidental, la
melancolía y la depresión han guardado una estrecha relación
con los conceptos de insania o demencia.
Hacia el siglo xv, el mito de la Stultifera Navis o la nave de
los locos planteó la existencia de una embarcación tripulada
por hombres y mujeres que no encontraban un lugar dentro
del sentido común, la racionalidad o la sensibilidad de su época
o sociedad. El destino de aquella triste nave era errar por el
mar, sin un puerto fijo al cual llegar. Los “sin lugar” de la embar-
cación fueron rechazados, temidos, despreciados u olvidados
por sus contemporáneos, quienes prefirieron expulsarlos de la
vida y mantenerlos lejos, allá donde se pudieran invisibilizar.
En cada época, la sociedad ha construido sus naves de los
locos; en efecto, en muchos momentos de la historia, Occidente
ha sido incapaz de lidiar con lo que es distinto y ha preferido
marginarlo o aniquilarlo. Pero además, a lo largo del tiempo,
las sociedades occidentales han generado grupos de excluidos,
sectores de la población a quienes se ha discriminado y se ha
relegado a los confines de la soledad, el miedo, la tristeza, el
dolor y la desolación. Es decir, en cada momento histórico las
sociedades occidentales han producido comunidades emocio-
nales cuyos integrantes han sido condenados a la experiencia
colectiva de la depresión. De esta manera, estas comunidades

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se han convertido en tripulaciones ideales de la Stultifera navis


de cada tiempo. Locos, enfermos desechables, gente a quien se
le puede abandonar a su suerte y dejarla navegar por la vida,
con rumbo errante y desconocido.
Como en otras épocas y en otros lugares del mundo, hoy,
en México, la experiencia de la melancolía y de la depresión se
vive tanto de manera individual como colectiva. Son muchos
los sujetos, adolescentes, niños, mujeres, adultos mayores que
padecen estas enfermedades. Cada uno de ellos debe ser aten-
dido médica y psicológicamente desde su especificidad. Es de-
cir, cada ser humano enferma de depresión por motivos únicos
que responden a historias personales particulares y distintas,
y es un error tratarlos de manera generalizada. En realidad,
el Estado y la sociedad deben ofrecer instituciones, centros
especializados y estrategias sociales adecuadas para ayudar a
que dichas personas puedan encontrar un tratamiento que les
permita reintegrarse desde la salud a la vida en su comunidad.
La depresión enferma lo mismo a hombres que a mujeres,
a jóvenes que a ancianos, a ricos que a pobres, pero el modo en
que se experimenta varía en cada caso. En prácticamente todo
el mundo, la atención hacia dicho padecimiento es inequitativa,
y no todas las personas que la sufren tienen la posibilidad de
tratarse de la misma manera. Es decir, la desigualdad econó-
mica y social tiene efectos directos en el cuidado de la salud
mental. Un Estado preocupado por el bien común de su pobla-
ción debe garantizar que todos tengan el mismo acceso a los
recursos necesarios para cuidar de su salud mental. Por otro
lado, mientras que este padecimiento es un mal individual,
también es cierto que en nuestro país la historia ha producido
comunidades emocionales condenadas a la experiencia de la
tristeza, la desesperanza, el sinsentido, la alienación y el hastío.
Es tiempo de poner atención en la salud emocional y mental de

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estos grupos sociales que históricamente han sido destinados


a vivir en medio de la pobreza, la falta de oportunidades y la
desigualdad.
Una sociedad que procura la salud mental de sus habi-
tantes es una sociedad capaz de reconocer la importancia del
desarrollo humano integral. La depresión que no se trata inhi-
be la posibilidad de crear, de vincularse y de innovar. En paí-
ses cuya población padece esta enfermedad, los ciudadanos
están condenados a vivir adormecidos y sin iniciativa. Además,
muchas veces, la depresión se expresa en enojo y frustración
no resueltas, lo cual puede incidir de manera directa en la pro-
liferación de distintas formas de violencia.
El primer paso para tratar la depresión es reconocer que
existe y es grave, quitar los estigmas y los prejuicios que la
rodean y conocer qué es, cómo se manifiesta y por qué se pro-
duce. Una vez que se acepta que este padecimiento merma la
integridad física, mental y emocional de las personas, entonces
se pueden iniciar los procesos necesarios para curarla.
A lo largo del tiempo, la sociedad occidental ha lidiado
con esta enfermedad y ha buscado tratamientos y terapias
para librar a muchos hombres y mujeres de ella. La búsque-
da del equilibrio de las sustancias corporales, hacer ejercicio,
realizar actividades que generen placer, pasear al aire libre,
estar en lugares iluminados y no oscuros, evitar la soledad y
buscar la compañía solidaria, amable y empática de los otros
han sido solamente algunos de los remedios más comunes
y constantes en las recomendaciones médicas para curar estos
padecimientos en la historia de Occidente.
Durante muchos siglos, procurar el equilibrio y la armo-
nía del cuerpo, el alma y la mente ha sido sinónimo de salud.
Sin duda, en las sociedades preocupadas por conseguir el bien-
estar de sus ciudadanos, el cuidado de dicha armonía debe ser

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un derecho que garantice a todos vivir en un ambiente propicio


para el desarrollo personal y el desarrollo de la paz. En ese
sentido, el cuidado de la salud mental es parte esencial de las
condiciones necesarias para construir una sociedad más cons-
ciente de sí misma y más capaz de vivir en la cultura de la no
violencia. Sin duda, promover el equilibrio mental y emocio-
nal de los ciudadanos hace posible articular relaciones socia-
les más sanas, respetuosas, equitativas y justas entre personas
que se reconocen como iguales en su dignidad humana.
Así, lo que se presenta a continuación es una breve his-
toria de ese sufrimiento particular que muchos hombres y
mujeres de la civilización occidental experimentaron en carne
propia y que los convirtió en parte de una experiencia tris-
te y dolorosa que se ha guardado en la memoria sensible de
nuestras sociedades actuales. La historia de la melancolía y
de la depresión que se narra en las siguientes páginas da pistas e
indicios para comprender mejor algunos retos emocionales
que tenemos frente a nosotros. En realidad, el recorrido que
se emprende en ella tiene como propósito invitar a los lectores
a pensar y analizar la experiencia depresiva actual en clave de
historia cultural. Esto con la finalidad de detenernos a reflexio-
nar en quiénes somos y quiénes queremos ser.

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Breves apuntes sobre


la melancolía y la depresión:
una experiencia emocional
en la historia de Occidente

Algunas notas tristes


antes de empezar

Decía Baruch Spinoza (1632-1677) que la tristeza era el afecto


que movía al hombre a dar un paso “de una mayor a una menor
perfección”. De acuerdo con el filósofo holandés, nadie podía
negar que el que participaba de cierta perfección no podía en-
tristecerse, porque cuando la tristitia afectaba a un sujeto, éste
se veía disminuido en su potencia para obrar.12 Efectivamente,
en muchos momentos de la historia occidental de los afectos
y las emociones, el sentimiento de la tristeza se ha concebido
como un elemento perturbador e inhibidor del desarrollo hu-
mano.13 Sin embargo, para otros, algunos estados emocionales
vinculados con dicho sentimiento también se han concebido

12
Spinoza, Ética, Alianza Editorial, Madrid, 2011, p. 284.
13
Hoy, el neurocientífico portugués Antonio Damasio sigue de cerca a Spi-
noza para afirmar que, ciertamente, la tristeza de la que hablaba el filósofo
holandés se acerca mucho a los estados graves de depresión en donde los
sujetos pierden “el poder y la libertad de actuar”. Antonio Damasio, En busca
de Spinoza. Neurobiología de la emoción y de los sentimientos, Crítica, Barce-
lona, 2005, p. 155.

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como el origen del genio, la inspiración y la posibilidad de en-


trar en comunión con lo divino. Basta con recordar a Ficino, a
Santa Teresa o al propio Chopin para evocar la asociación entre
la melancolía y la iluminación que muchos han observado a lo
largo del tiempo en la historia occidental.
En principio, lo anterior podría parecer contradictorio,
pero es que definir qué son la tristeza, la pena, la melancolía
o la depresión no es tarea sencilla. Entre otras cosas, porque
las definiciones de estos conceptos varían de disciplina en dis-
ciplina y han cambiado con el tiempo, de acuerdo con el mo-
mento, la época, la sociedad y la cultura desde donde se han
hecho.14 Es decir, tal como lo han señalado los antropólogos
e historiadores pioneros en el estudio de las emociones, éstas
no son esencias estáticas, sino más bien construcciones cultu-
rales, históricas y cambiantes que glosan el sentido que tiene
la vida para cierto grupo humano en un contexto particular y
determinado.15

14
La historia de la tristeza, la melancolía o la depresión se pueden contar
desde perspectivas completamente distintas: la clínica, la psicoanalítica, la
médica, la cultural. Lo que se contará en las siguientes páginas son algunos
pasajes de una historia que narra, en palabras de Francisco Fernández, al-
gunos aspectos del significado cultural que ha tenido el dolor de la propia
condición humana en las sociedades occidentales a lo largo de varios siglos.
Ver Francisco Ferrández, “La melancolía, una pasión inútil”, Revista de la Aso-
ciación Española de Neuropsicología, núm. 99, vol. 27, 2007, p. 169.
15
El estudio de las emociones desde una perspectiva antropológica e histó-
rica ha cobrado importancia en las décadas más recientes. Clifford Geertz
y Catherine A. Lutz en la antropología, y Peter y Carol Stearns, William Reddy,
Raymond Williams o Barbara Rosenwein en la historia, fueron algunos de los
primeros en insistir en la importancia del giro emocional para interpretar
y explicar la realidad humana. Ver Daniel Wickberg, “What is the History of
Sensibilities? On Cultural Histories, Old and New”, The American Historical
Review, vol. 112, Issue 3, junio de 2007, p. 669.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

Vistas desde allí, las emociones expresan los sistemas de


ideas, creencias y valores que dan significado a la existencia
de los hombres. Se trata de expresiones que traducen la ma-
nera de imaginar, interpretar y ordenar la vida y las relaciones
humanas; son, también, aquello que vincula a los sujetos con
su sociedad y su cultura. Es a partir de las emociones que los
seres humanos logran articular vínculos, estructurar prácticas
y también imaginar las formas de negociación cotidiana de las
que está hecha la vida en su conjunto.16
En cada época, sociedad y universo cultural, los seres hu-
manos guían su vida a partir de sensibilidades colectivas dis-
tintas y particulares.17 Estas sensibilidades son producto de un
cúmulo de aprendizajes históricos, del registro de la memoria,
de sensaciones, recuerdos, formas de sentir, conocer y percibir
el mundo que, al ser compartidas por otros seres humanos, son
también parte importante de las identidades nacionales, de gé-
nero, de edad o de clase.18 Las emociones siempre son, por lo

16
Peter N. Stearns y Carol Z. Stearns han hablado de la “emocionología” como
el conjunto de actitudes que una sociedad o un grupo de personas muestran
hacia ciertas emociones básicas que guían las conductas humanas. Ver Jan
Plamper, “The History of Emotions: An Interview with Wiiliam Reddy, Barbara
Rosenwein, and Peter N. Stearns”, History and Theory, 2010, p. 262.
17
Entre los conceptos más interesantes para analizar el lugar que tienen las
sensibilidades en la articulación de relaciones sociales y en la interpretación
y el conocimiento del mundo, se encuentra el de “estructuras de sentimiento”.
Fue Raymond Williams quien lo acuñó y, si bien los postulados estructuralis-
tas que se esconden detrás de él se pueden discutir mucho, lo cierto es que el
concepto ayuda a pensar en la relación entre los individuos, sus hábitos y sus
sociedades y culturas. Ver Paul Filmer, “Structures of Feeling and Socio-cul-
tural Formatios: the Significance of Literature and Experience to Raymond
Williams`s Sociology of Culture”, The Brtiish Journal of Sociology, Wiley On
line Press, 2003, p. 200.
18
Como otros historiadores, Susana Broomhall explica que las emociones
son “construcciones socioculturales moldeadas históricamente; nunca son

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tanto, producto de la experiencia histórica de una cultura y de


una sociedad.
Desde épocas muy antiguas, la literatura, la filosofía y la
medicina occidentales registraron la existencia de seres huma-
nos que vivían sumidos en una tristeza muy particular. Se tra-
taba de un tipo de tristeza profunda, que en apariencia no tenía
causa alguna. Las personas que sufrían esta emoción también
manifestaban sentir miedo. No obstante que dicha tristeza se
apoderaba de quienes la padecían de manera casi indefinida
y de forma inexplicable, en ocasiones estos sujetos cambiaban
de estado de ánimo de manera súbita, y de la desolación y el
pesar absoluto pasaban a la furia, a la agresión y, eventualmen-
te, a la locura. Fue entre los siglos v y iv a. C. que los griegos
comenzaron a sentir verdadero interés en observar, definir,
describir y comprender aquella forma peculiar de existencia.
Los poetas, filósofos y médicos helenos fueron, así, los prime-
ros en hablar de melancolía.19
A partir de entonces, en el imaginario sensible de las so-
ciedades occidentales, la melancolía se convirtió en un fenó-
meno ambiguo, misterioso, complejo, difícil de comprender,
asir y clasificar.20 Durante siglos, muchos se han referido a ella
de manera distinta. Algunos la concibieron como un padeci-

exclusivamente experiencias personales: Forman parte de los dominios de la


cultura”. Broomhall, “Introduction. Hearts and Minds: Ordering Emotions in
Europe, 1100-1800”, Brill, Leiden, 2015, p. 2.
19
Jennifer Radden, The Nature of Melancholy: From Aristotle to Kristeva, Oxford
University Press, Oxford, 2000, p. 5. En la antigüedad grecolatina se empezó
a llamar melancólico al sujeto en el que predominaba la melanos choles o bi-
lis negra, uno de los cuatro humores que, de acuerdo con las concepciones
de la medicina hipocrática galénica, formaban parte del cuerpo humano. Ver
Ferrández, “La melancolía, una pasión inútil”, núm. 99, vol. 27, 2007, p. 172.
20
David Pujante, Oráculo de tristezas: la melancolía en su historia cultural,
Xoroi Ediciones, 2018, s. p.

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miento del alma; otros señalaron que la melancolía era una


enfermedad mental; hubo quienes prefirieron definirla como
un desequilibrio fisiológico. En otros momentos, se habló de
ella como un problema de la mente, y que quien la padecía se
quedaba fijo en un mismo objeto. Para muchos, la melancolía
fue simplemente un tipo de temperamento triste o pensativo.
Algunos más dedujeron que era un estado de ánimo pasajero
y otros en cambio insistieron en que era un tipo de delirio o de
locura permanente.
En realidad, ninguna de aquellas definiciones ha resul-
tado categórica, absoluta o excluyente. La naturaleza ambi-
gua del concepto de melancolía ha motivado los esfuerzos de
muchos hombres y mujeres que durante cientos de años han
intentado defender sus teorías para explicar en qué han con-
sistido, cómo se han manifestado y qué han significado en una
época y un contexto cultural específicos, múltiples experien-
cias emocionales vinculadas con la tristeza, el pesar, el miedo,
la soledad, la culpa, el dolor, la desolación y la desesperanza,
que han acompañado a la melancolía durante mucho tiempo.
En los intentos de encontrar coherencia y continuidad entre
dichas experiencias emocionales, algunos autores —médicos,
filósofos, psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas e historiado-
res— han hablado de la conexión existente entre las experien-
cias melancólicas vividas por muchos hombres y mujeres de la
Antigüedad, la Edad Media y la Edad Moderna, y las experien-
cias depresivas del mundo actual.21

21
Stanley Jackson ha insistido en la aparición y desaparición de un sinnú-
mero de teorías que, a lo largo de los siglos, han ofrecido explicaciones muy
diversas de la etiología y la patogénesis de la melancolía y la depresión. Estas
teorías, dice Jacskon, son expresión de los esfuerzos occidentales por com-
prender la continuidad histórica entre estas experiencias emocionales que,

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De esta manera, a lo largo del tiempo se han buscado los


posibles vínculos y similitudes entre las experiencias melan-
cólicas y la depresión moderna. En ese sentido, autores como
Stanley Jackson, Jennifer Radden o Matthew Bell, entre muchí-
simos otros, señalan que estas experiencias emocionales han
compartido algunos síntomas clínicos, malestares corporales
y expresiones psíquicas comunes debido a que tanto la me-
lancolía como la depresión son manifestación de una misma
estructura emocional.22 En otras palabras, ambas son repre-
sentaciones culturales de una misma realidad interior.
Es verdad que lo anterior puede discutirse y resultar po-
lémico. No cabe duda de que, para muchos, la melancolía y la
depresión pertenecen a campos semióticos muy distintos. Ade-
más, tal como se ha dicho ya y como se revisará en las siguientes
páginas, ambos fenómenos obedecen precisamente a construc-
ciones sociales, culturales e históricas muy diferentes. Sin em-
bargo, si bien tal vez no se pueda hablar de una evolución lineal
y continua de la melancolía a la depresión moderna, lo cierto
es que, en efecto, cuando uno se acerca a estas experiencias
emocionales, existen rasgos, manifestaciones y síntomas que
indudablemente resuenan unos en otros. En realidad, más allá
de las diferencias en el significado, la representación o la na-
turaleza misma de estos males, ambos están anclados en la
historia misma de la construcción de la autoconciencia y del
individuo occidental.23

para algunos, guardan una importante relación. Ver Jackson, Historia de la


melancolía y la depresión, Turner, Madrid, 1989, p. 11.
22
Matthew Bell, Melancholia: the Western Malady, Cambridge University
Press, Cambridge, 2014, p. 4.
23
Stanley Jackson es uno de los autores que ha insistido más en ver a la melan-
colía y la depresión como fenómenos propios de la cultura occidental. Entre
los argumentos que da para defender su hipótesis, habla de la existencia de

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

Evidentemente, en todas las culturas y sociedades del


mundo, y en todas las épocas de la historia, los seres humanos
han experimentado tristeza, miedo, enojo o diferentes senti-
mientos vinculados con la soledad y la desolación. Sin embargo,
la forma de vivir esas emociones se ha expresado de manera
muy diversa y ha significado cosas muy distintas.24 Es decir,
el significado cultural de dichas experiencias emocionales, así
como la concepción de las personas que participan de ellas, no
ha sido la misma en todas las sociedades ni en todas las épocas.
En realidad, cuando se habla de melancolía y de depresión es
forzoso remitirse a Occidente, porque es allí donde estas ex-
periencias emocionales han adquirido significados muy preci-
sos, que dan sentido a muchas prácticas, gestos, expresiones y

dos elementos necesarios para la conceptualización de ambas emociones.


Por un lado, el surgimiento de la medicina mental en la Grecia Antigua, y que
durante muchos siglos pervivió en la tradición médica occidental; por otro, la
cultura de la autoconciencia. Ver Jackson, p. 23. Por lo demás, algunos de los
primeros estudiosos que defendieron la idea de que la melancolía estaba en
la raíz de la historia occidental y de la autoconciencia fueron Erwin Panofsky,
Raymond Klibansky y Fritz Saxl, autores de un libro imprescindible para la
historia de dicha emoción: Saturno y la melancolía (Alianza Editorial, Madrid,
2006).
24
En su libro From Melancholia to Prozac, Clark Lawlor ha insistido en el ca-
rácter cultural de la melancolía occidental y de la depresión. Para Lawlor,
tanto una como otra son producto de construcciones mentales y emocionales
occidentales. Al mismo tiempo, este autor menciona otro tipo de experiencias
emocionales no occidentales cercanas a las melancólicas y depresivas, pero
que en otras culturas se viven de manera diferente. Así, por ejemplo, habla
de cómo entre los zunis, pueblo originario de Arizona, se considera admirable
vivir resignado y de forma pasiva, mientras que en China los pacientes que di-
cen estar deprimidos viven dicha experiencia como un fuerte dolor de espal-
da, síntoma no considerado típico de la depresión en Occidente. Ver Lawlor,
From Melancholia to Prozac, Oxford University Press, Oxford, 2012, p. 199.

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formas de estar que no se viven ni se comprenden de la misma


manera en otras culturas ni en otras sociedades del mundo.
Por ello es importante aclarar desde ahora que las notas
que se presentan a continuación se acotan al mundo sensible
de personas que a lo largo de la historia participaron o han par-
ticipado de la cultura occidental. Es decir, en las próximas pá-
ginas se encontrarán ideas sintetizadas, apuntes y reflexiones
alrededor de algunos trabajos de autores que han analizado,
desde diferentes perspectivas, diversas experiencias emocio-
nales vinculadas con la melancolía y la depresión como ex-
presiones propias de Occidente. En ese sentido, la tristeza, el
miedo, la apatía, la culpa o la desesperanza, así como la furia,
la agresión, la violencia o el frenesí de las que se habla en cada
apartado, son expresiones emocionales de hombres y mujeres
que orientaron o han orientado la vida, sobre todo, a partir de
presupuestos propios de la cultura grecolatina y judeocristiana.
Como se verá más adelante, la construcción de dichas
experiencias emocionales se encontró muy vinculada con el
interés en explorar el yo interior, con la autoconciencia, con la
necesidad de preguntarse por la posibilidad o imposibilidad de
fraguarse un destino propio, así como con el intento de com-
prender qué lugar ocupa el sujeto en el mundo que le rodea.
La experiencia melancólica y la depresiva solamente adquieren
significado real a partir de dichas premisas existenciales.
De esa manera, lo que sigue sólo son algunos apuntes rela-
cionados con la historia de la construcción del sujeto moderno
y de la manera en que el ser humano occidental ha modificado
la concepción de su lugar en el universo, el mundo y la sociedad
en la que vive. Curiosamente, seguir la pista de dicha historia
conlleva irremediablemente a la historia de la relación entre el
alma, la mente y el cuerpo; que ha formado parte esencial de la
cultura occidental desde tiempos muy antiguos. En efecto, todo

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lo anterior sólo se puede contar si se mira al sujeto en íntima


relación consigo mismo, y si se observa, también, la manera
en que el sujeto melancólico o deprimido se ha vinculado con
quienes lo rodean y lo han concebido como un otro a quien
ha sido necesario temer o aislar, o bien como un igual al que ha
sido posible curar, amar y cuidar.

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En el origen.
La melancolía en la
Antigüedad grecolatina

De acuerdo con algunos autores, las menciones más antiguas


de personajes que experimentaron sentimientos parecidos a lo
que en Occidente habría de llamarse melancolía se encuentran
en el poema acadio Gilgamesh y en algunos pasajes del Antiguo
Testamento.25 Sin embargo, se trata de referencias a estados
de tristeza profunda que ninguno de los contemporáneos de
dichos textos mostró interés en registrar o estudiar de manera
sistemática. En realidad, no fue sino hasta el siglo v a.C., en la
ciudad de Atenas, que los poetas griegos comenzaron a intro-
ducir en sus tragedias y comedias a personajes más complejos,
capaces de observar sus conductas, de examinar sus decisiones
y de reflexionar sobre su ser y su destino. Es decir, es en dichos
autores que la historia occidental se topa realmente, por pri-
mera vez, con la experiencia melancólica.
En efecto, la melancolía apareció como tópico de la litera-
tura antigua mucho antes de ser un asunto de interés médico o
filosófico. Sófocles y Aristófanes la mencionan para referirse a
algunos de los personajes de sus obras, pero fueron Esquilo y
Eurípides quienes dieron vida a uno de los melancólicos más

25
Matthew Bell, Melancholia: the Western Malady, Cambridge University
Press, Cambridge, 2014, p. 23.

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famosos y estudiados en la historia de Occidente:26 Orestes,


hijo de Agamenón y de Clitemnestra, es quien inaugura así la
historia de los grandes héroes trágicos de la melancolía occi-
dental.27
La historia va más o menos así. Tras haber ejecutado la
orden de Apolo de asesinar a su madre y a su amante Egisto,
para vengar la muerte de su padre, Orestes recibe el castigo
de las Furias por su horrendo crimen.28 Electra, preocupada
y dolida por su hermano, narra al público que hace seis días
que murió su madre, y cómo desde entonces Orestes ha caído
presa de “una feroz enfermedad” que lo lleva de la absoluta
tristeza a horribles ataques de furia y locura. Cuenta Electra
que después de que ella y su hermano purificaron el cadáver de
Clitemnestra, éste “no ha admitido alimentos por su garganta,
no ha bañado su piel. Oculto bajo los mantos llora, cuando la
enfermedad alivia su opresión y recobra la razón, pero otras
veces salta del lecho y echa a correr como un potro que huye
del yugo”.29
Más adelante, Eurípides sigue con la descripción del mal
que aqueja al protagonista de la tragedia. Electra limpia la es-
puma que Orestes echa por la boca e, impresionada ante el
aspecto físico de su hermano, exclama: “¡Lastimosa cabeza de
sucia melena, qué aspecto salvaje tiene, con tanto tiempo sin
26
Esquilo da vida a dicho personaje en su tragedia Euménides, mientras que
Eurípides lo hizo en la obra que lleva el nombre del propio protagonista.
27
Muchos autores griegos y romanos hablaron de la melancolía de Orestes.
Cicerón (ii a. C.), Varro (siglo i a.C) o Aulo Gelio (ii d.C.) lo describieron como
un loco melancólico, iracundo, violento, agitado y, por momentos, también de-
solado. Peter G. Tooney, “Sorrow Without Cause”, Melancholy, Love and Time,
University of Michigan, Michigan, 2004, p. 20.
28
Me apoyo en el espléndido texto de Peter G. Tooney sobre la melancolía de
Orestes para tejer mi propio argumento.
29
Eurípides, Orestes, Gredos, Barcelona, 2010, versos 34-45.

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lavar!”. El diálogo entre ambos hermanos continúa, y da idea


de los síntomas y de la experiencia emocional que aqueja al
matricida durante varios días. Así, en alguna escena, Orestes
pide a su hermana que lo recline en la cama, puesto que “cuan-
do cede el ataque de locura, estoy descoyuntado y desfallecen
mis piernas”. Poco después, le pide que le ayude a ponerse de
pie, y se lamenta: “Molesto carácter es el de los enfermos con
su impotencia”. En todo momento, Electra se compadece de él,
lo ayuda a convalecer y lo auxilia ante su enfermedad.
La imagen de Orestes enfermo de tristeza, culpa, furia y
remordimiento presenta a un ser sumido en el dolor y la agita-
ción extrema. Se trata de un hombre atormentado que ha per-
dido el apetito, que se siente oprimido, agotado e impotente. Es
decir, en aquel estado, el asesino de Clitemnestra es incapaz de
emprender acción alguna por su cuenta; a decir de Eurípides,
éste ni siquiera puede ponerse en pie por sí mismo para levan-
tarse de la cama donde yace exhausto y desolado. Sin embargo,
por momentos, Orestes sale de su funesta condición y entonces
experimenta una furia incontrolable, una violencia interna que
le consume y no lo deja en paz. Su aspecto físico es el de un
salvaje.
Entre los autores que han estudiado la tragedia de Orestes,
muchos sostienen que el mal que atormenta a este personaje
es producto del castigo que las Furias le impusieron por ha-
ber asesinado a su madre. Sin embargo, otros han reparado en
cómo la enfermedad del hijo de Agamenón es resultado más
bien de la culpa y el remordimiento por haber matado a su ser
más amado.30 Y es que cuando Orestes asume que ha perdido

30
En su estudio sobre la culpa de Orestes, Nathaly Mora Contreras afirma que,
efectivamente, la melancolía de Orestes no obedece únicamente al castigo de
los dioses, sino al remordimiento personal que lo confronta consigo mismo.

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a su madre para siempre y peor aún, cuando reconoce que


no hay otro responsable de dicha pérdida más que él mismo,
el héroe de la tragedia queda atrapado en una experiencia
emocional profundamente dolorosa que oscila entre la deso-
lación total y la ira incontenible.
Efectivamente, en la Grecia del siglo v a. C., la locura toda-
vía se concebía como producto del castigo de los dioses ante
los excesos humanos.31 Sin embargo, tal como señalan algunos
estudiosos, es muy probable que en la tragedia de Eurípides y
en la ambigüedad de las casusas que originaron la enfermedad
de Orestes nos encontremos frente a una incipiente transfor-
mación de la noción de locura. Para comprender la naturaleza
de aquel cambio cultural, se puede pensar en que la Grecia de
aquel siglo era testigo del fortalecimiento de las ciudades,
de la consolidación de la vida urbana y, por lo tanto, de la in-
dividualidad. En ese sentido, allí, en la polis, los sujetos ya no
dependían solamente de los designios divinos, sino que de-
bían hacerse responsables de sus actos para tomar decisiones
en aras de construirse una vida propia e incidir en el bien co-
mún de todos los ciudadanos.
De acuerdo con todo lo anterior, en la tragedia de Eurí-
pides la enfermedad melancólica de Orestes todavía apare-
ce como un castigo de las Furias, pero sin duda el estado de
agitación interna y desequilibrio físico que sufre el personaje
también es resultado del examen de conciencia que enfrenta al
matricida con su propio y monstruoso ser. Culpa, remordi-
miento y desolación interior ante la acción premeditada y
ejecutada de manera consciente, porque Orestes sabe que es

Ver Mora Contreras, “El Orestes de Eurípides y su culpa”, Lengua y habla Re-
vista del Centro de Investigación y Atención Lingüística C.I.A.L., 2015, p. 212.
31
Idem.

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responsable de la atrocidad que ha cometido. Frente a ello no


es extraño que el matricida sienta furia consigo mismo. Así,
por momentos, sus impulsos autodestructivos producen pen-
samientos delirantes que lo atormentan sin cesar. Sin embargo,
una vez que el furor desaparece, el protagonista de la tragedia
experimenta miedo, pesar, agotamiento y dolor paralizantes.
En realidad, lo que Eurípides presenta en su obra con
maestría es lo que a partir de aquel momento habría de cons-
tituir la doble cara de la melancolía occidental. Porque cier-
tamente, a partir de entonces, a la experiencia melancólica le
acompañaría siempre la experiencia de la manía. Y nadie me-
jor que Orestes para expresar aquella angustiante dualidad.32
En este sentido, es interesante pensar cómo, durante algunos
siglos, los poetas griegos prefirieron insistir más en la expe-
riencia maniaca de la melancolía que en la triste y dolorosa.
Probablemente, esto se haya debido a que, para su público,
aquella experiencia arrebatada, frenética y descontrolada re-
sultaba más atractiva que la de la congoja, y que por ello fuera
más popular y aceptada dentro la sensibilidad de la sociedad
griega de aquel momento. En todo caso, lo cierto es que en el
siglo v a. C. los griegos miraron a la melancolía más como una
locura furiosa o una ira violenta y destructiva que como un
padecimiento lúgubre y penoso.33
Tendría que pasar algún tiempo para que Aristóteles (384
a. C.- 322 a. C.) desde la filosofía, e Hipócrates y Galeno —ya
en Roma— desde la medicina, definieran de manera más clara
qué era la melancolía y, también, explicaran con mayor pre-
32
Para comprender mejor esta dualidad de le experiencia melancólica de
Orestes, es necesario leer el texto de Peter G. Tooney ya referido.
33
Tooney señala que, entre los siglos v y ii a. C., la manía fue mucho más po-
pular que la melanolía triste en el imaginario cotidiano de los griegos. Tooney,
op. cit., p. 33.

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cisión sus causas, su relación con la grandeza y el genio, y el


carácter dual de una misma experiencia emocional que se ma-
nifestaba de dos maneras aparentemente contrarias: la tristeza
y el furor.
A decir verdad, entre los siglos v y iii a. C., la filosofía y
la medicina griegas tuvieron una estrecha relación. Durante
mucho tiempo, el diálogo entre ambas fue intenso y, ya desde
el siglo V, las escuelas médicas de Cos y de Cnido habían em-
pezado a elaborar textos que profundizaban en las antiguas
teorías humorales de los filósofos jónicos, mismas que, a partir
de aquel momento, y prácticamente durante al menos la pri-
mera mitad del siglo xviii de nuestra era, definieron y dieron
sentido al concepto de la melancolía en la cultura occidental.34
Fueron Hipócrates (484 a. C.- 370 a. C.) y sus discípulos los pri-
meros médicos que estudiaron a conciencia la relación entre
los humores de la fisiología humana, los elementos de la Tierra
y los astros del Universo; también, los primeros en insistir en la
íntima relación entre la salud del cuerpo y de la mente.35
En su texto De la naturaleza del hombre, Hipócrates habló
ampliamente de los humores en los que descansaban el equili-
brio o desequilibro del ser humano; es decir, de las sustancias
de las que dependía la salud o la enfermedad de un sujeto. Al
tratarse de la teoría que habría de dar sentido a la existencia

34
Ver Juan Carlos Alby, “La concepción antropológica de la medicina hipocrá-
tica”, Enfoques, núm. 1, vol. 16, 2004, p. 13.
35
Si bien Hipócrates es reconocido como el padre de la medicina occidental,
y como el primero en estudiar sus causas físicas, es importante recordar que
el primer médico interesado en la relación entre el Macrocosmos y el Micro-
cosmos, entre los humores del cuerpo y los astros, fue Alcmeón de Crotona.
Sin embargo, la idea de la correspondencia entre el Macrocosmos y el Micro-
cosmos se desarrolló sobre todo en el pensamiento de Empédocles. Ver Juan
Carlos Alby, op. cit., p. 17.

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de la melancolía durante los próximos veintitrés siglos, vale la


pena detenerse un momento en ella.
De acuerdo con la tradición griega antigua que se plasma
en los textos hipocráticos, dentro del cuerpo humano circula-
ban cuatro sustancias o humores: la sangre, la flema, la bilis ne-
gra y la bilis amarilla. Cada sujeto contaba con una proporción
distinta de estas sustancias en el cuerpo, lo cual se expresaba
en su personalidad o temperamento, así como en su estado de
salud o enfermedad. A cada uno de esos humores le corres-
pondía un elemento, un astro, una estación del año y ciertas
condiciones de humedad, sequía, calor o frío. Por otro lado,
el exceso de cualquiera de esas sustancias generaba desequi-
librios físicos y, como se verá más adelante, cuando lo que se
elevaba en proporción era la bilis negra, la persona sufría la
alteración de su salud física, emocional y mental.
El esquema era sencillo. A la sangre le correspondía el
aire; se trataba de un humor caliente y húmedo, cuya estación
era la primavera, su astro era Júpiter y los sujetos en los que
predominaba dicho fluido tenían un temperamento sanguí-
neo. En cuanto a la bilis amarilla, ésta era seca y caliente, y
su elemento era el fuego; a ella le correspondía el verano, su
astro era Marte —a veces también se le asociaba con el Sol—
y los sujetos en los que predominaba eran de temperamento
colérico. La flema era fría y húmeda, su elemento era el agua,
su estación el invierno y su astro Venus y, a veces, también se
creía que la Luna. Los sujetos en los que prevalecía la flema
eran, evidentemente, de temperamento flemático. Por último,
se encontraba la bilis negra, la más interesante para los fines
de esta historia. Este humor era frío y seco, su elemento era la
tierra, su estación el otoño; el astro que lo dominaba no era
otro que Saturno y los sujetos en los que predominaba tenían,
precisamente, un temperamento melancólico.

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Efectivamente, a partir del siglo iv, las teorías hipocráti-


cas y aristotélicas retomaron las teorías humorales antiguas
para explicar con mucho mayor precisión el funcionamiento
de la mente humana, sus capacidades cognitivas y su relación
con la composición física del cuerpo humano. Desde entonces,
dichas teorías resultaron fundamentales en la construcción
de las ideas sobre la naturaleza de la experiencia melancólica
occidental.
En ese sentido, en primer lugar, vale la pena recordar que
tanto Hipócrates como Aristóteles afirmaron que el exceso
de bilis negra en un sujeto podía tener dos manifestaciones:
una normal y otra anormal. Cuando este humor predominaba
de manera no alarmante en el cuerpo de un sujeto, este tenía
un temperamento melancólico normal, es decir, una persona-
lidad proclive a la tristeza, la soledad y la introspección. Sin
embargo, cuando dicho humor alcanzaba niveles excesivos, el
cuerpo y la mente del individuo en cuestión sufrían el desequi-
librio que producía la enfermedad de la melancolía.
Los estudios aristotélicos e hipocráticos sobre los humo-
res transformaron la concepción de la salud y la enfermedad
física, pero también la manera de entender la locura. Durante
mucho tiempo, los filósofos y médicos griegos se habían inte-
resado en estudiar las causas de los trastornos del ánimo y la
mente. En aquella tradición, la locura se había concebido como
un estado provocado por la voluntad divina y, a grandes rasgos,
los médicos y filósofos anteriores a Hipócrates y Aristóteles
habían hablado de tres tipos de trastorno mental: el frenesí
(phrenitis), la manía (furia) y la melancolía (melancholere).36

36
Clark Lawlor, From Melancholia to Prozac, Oxford University Press, Oxford,
2012, p. 26.

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En su famoso Problema XXX, 1, Aristóteles explicó por pri-


mera vez que la melancolía y la manía no eran dos tipos de
locura distintos, sino en realidad dos síntomas de un mismo
padecimiento físico. Es decir, en su tratado, el filósofo sostuvo
que lo que antiguamente se había comprendido como dos ti-
pos de enfermedad mental no era sino el resultado de un mis-
mo fenómeno: el desequilibrio de la bilis negra en el cuerpo,
provocado por dos circunstancias distintas.37 La explicación
era más o menos así. De acuerdo con el Estagirita, dentro del
cuerpo humano la bilis negra podía calentarse o enfriarse en
extremo. Cuando la bilis se calentaba debido a una mala dieta
o a la experiencia de alguna pasión desbordada, esta genera-
ba vapores que subían al cerebro y nublaban con su sombra
el entendimiento. El resultado de ello era la manía, un estado
de ánimo violento, agresivo y agitado, pero también inspirado,
lúcido y creativo. En cambio, cuando la bilis negra se enfriaba
dentro del cuerpo, el sujeto era presa de un desequilibrio físico
que lo dejaba sumido en una tristeza profunda, atrapado en
sensaciones de miedo, dolor, culpa, cansancio y soledad. Es de-
cir, el individuo quedaba inmerso en la depresión y la decaída,
propias de la melancolía.
En cuanto a las contribuciones más interesantes de Hi-
pócrates en la transformación que sufrió la manera de vivir
y concebir la melancolía en el mundo antiguo, una de ellas
fue comenzar a explicar dicha experiencia como un fenómeno
integral y fisiológico cuyos síntomas mostraban un trastor-

37
Por ello, algunos autores han dicho que Aristóteles fue el primero en hablar
del carácter bipolar de la melancolía, rasgo que efectivamente perduró a lo
largo de los siglos como uno de los más típicos de los trastornos depresivos.
Ver Tooney, op. cit., p. 29.

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no interno mucho más profundo.38. No solo ello, con Hipócrates


la melancolía comenzó a mirarse más como un padecimiento
vinculado con la tristeza sin causa aparente que con la furia
o la locura.39 Pero además, las teorías hipocráticas sobre la me-
lancolía fueron las primeras en aseverar que ésta no obedecía
a un castigo divino ni a ninguna causa religiosa. Al insistir en
que la melancolía obedecía a causas fisiológicas y naturales,
ésta se desprendió del destino programado por los dioses y se
convirtió en un asunto mundano, médico e individual.
Más todavía, para Hipócrates, si la experiencia melancó-
lica obedecía al padecimiento de la mente en relación con un
desequilibrio físico, la medicina podía ofrecer diversos trata-
mientos, terapias y remedios para ayudar a sanar a quienes lo
sufrían. Así, tres siglos más tarde, Galeno (ca.129 d. C.-200 d. C.),
el médico del emperador Marco Aurelio, retomó las teorías
aristotélicas e hipocráticas sobre los humores para profundi-
zar en los tratamientos que podía suministrar a sus pacientes
melancólicos. Es curioso pensar que, no obstante el cambio
que sufrió la concepción de la melancolía a través del tiempo, la
mayor parte de los médicos occidentales usaron la terapéutica
galénica por lo menos hasta el siglo xviii.
Al tratarse de un padecimiento humoral, los tratamientos
y terapias que Galeno y sus seguidores recomendaron fueron
básicamente de dos tipos: por un lado, dietéticos y físicos, y
por otro, purgantes o depurativos. Al mismo tiempo, llama la
atención que, ya desde la Antigüedad grecolatina, los médicos
tuvieran tan claro que el cuidado de la salud física debía acom-

38
Entre las innovaciones que trajo la medicina hipocrática a Occidente se en-
contró la observación de síntomas para diagnosticar enfermedades propias
de cada individuo. Ver Matthew Bell, op. cit., p. 24.
39
Ver Tooney, op. cit., p. 33.

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pañarse de condiciones cotidianas que permitieran el desarro-


llo psicológico sano del sujeto, lo mismo que de un ambiente
que promoviera sensaciones y sentimientos de alegría, com-
pañía y seguridad.
Antes de detenerse en los tratamientos alimenticios para
curar la melancolía, es importante recordar que tanto Hipócra-
tes como Galeno señalaron que el exceso de bilis negra podía
producirse como efecto de una dieta deficiente.40 A partir de
sus tratados, muchos médicos encontraron una estrecha rela-
ción entre la alimentación y la experiencia melancólica. Así, por
ejemplo, resulta curioso pensar que en el imaginario médico
occidental, las personas que padecían de esta enfermedad mu-
chas veces también sufrían de problemas digestivos, por lo que
fue común enumerar la sensación de pesadez, la inflamación
del estómago y las flatulencias como algunos de los síntomas
físicos más comunes que aquejaban a los melancólicos en su
vida cotidiana. Fue así que durante muchos siglos los médicos
les recomendaron consumir alimentos ligeros, no abusar del
vino —sobre todo, del vino pesado— ni de los quesos añejos,
las carnes grasosas o los potajes sustanciosos.41

40
En su espléndida investigación sobre la relación entre la salud y la alimenta-
ción en el Renacimiento, Mariana Coria ha señalado que fueron Hipócrates y
sobre todo Galeno, los primeros en insistir en “el imperativo de buscar dietas
diferentes para hombres enfermos puesto que su alimentación exigía sustan-
cias que el hombre sano no requería”. Ver Mariana Coria, Magia, astrología y
alimentación en la cultura médica novohispana del siglo XVI, tesis de doctora-
do, unam, en proceso, p. 5.
41
En este sentido, Coria recuerda cómo, en su tratado Sobre las propiedades
de los añolentos, Galeno señalaba que “la sangre de aquellos con inclinación a
la bilis negra era gruesa y más oscura, características que también se encon-
traban en quienes incluían en sus dietas lentejas, carne de buey, de víbora, de
cabra y vino oscuro, robusto y áspero”. Coria, op. cit., p. 3.

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Pero los médicos grecolatinos que buscaron curar la me-


lancolía no sólo recomendaron cuidar la dieta. También acon-
sejaron aplicar sangrías y ventosas, lo mismo que el suministro
de purgantes que provocaran vómito y diarrea. Bajo su mirada,
todos los procedimientos depurativos resultaban muy efecti-
vos para restablecer el equilibrio humoral dentro del cuerpo
enfermo.
Por último, cuando se habla de los remedios que los mé-
dicos de la Antigüedad ofrecieron para curar la melancolía,
no hay que olvidar las terapias físicas ni las prácticas para
generar condiciones psicológicas favorables en la mente del
enfermo. Es interesante pensar que todas ellas subsistieron en
la terapéutica melancólica a lo largo de muchos siglos. Sobre
este tipo de curas, Galeno recomendó hacer paseos frecuen-
tes y fomentar todo tipo de actividad motora, pero sobre todo
—muy importante— distraer al paciente con sensaciones
y experiencias agradables y felices. El ejercicio diario, los baños
calientes, escuchar música o procurar que el enfermo nunca
estuviera solo y tuviera cerca a personas que lo cuidaran y
conversaran con él sobre temas interesantes, eran todos parte
de los remedios médicos que contra la melancolía se usaron
durante mucho tiempo.
De esa manera, entre los siglo v a. C. y ii d. C. la melancolía
y sus tratamientos cobraron verdadera vida por primera vez.
A partir de entonces, ésta se concibió como un mal terreno e
individual o, mejor dicho, como una enfermedad del cuerpo
cuyos efectos perturbaban la mente y el ánimo de la persona
afectada. Y es que, como se ha visto ya, de acuerdo con las teo-
rías médicas y filosóficas grecolatinas, la melancolía trastorna-
ba al individuo y lo sumía en un estado de confusión emocional
y mental que lo paralizaba y lo inutilizaba. Es casi paradójico
pensar que, durante siglos, esta perturbación paralizante y

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dolorosa se volvería, en realidad, el escenario interno en donde


el individuo occidental podría tomar conciencia de sí mismo y
del sentido de su existencia.
El caso de Orestes es claro. Frente a lo que el destino le or-
denara ejecutar, el hijo de Agamenón terminó por reconocerse
a sí mismo como un ser deleznable y vil. Si los dioses le habían
pedido vengar la muerte de su padre como un acto necesario
para restablecer el orden patriarcal que Clitemnestra y Egisto
habían roto al asesinar al rey, había sido sólo él quien empren-
diera tan espantosa acción. Es decir, por monstruoso que fuera,
no había manera de negar que el verdadero responsable del
cadáver de su madre era únicamente él mismo. De ahí la deses-
peración del héroe de Eurípides, de ahí su rabia, su impotencia
y su desolación. Así, frente a la revelación interna de su ver-
dadero ser, Orestes quedaba hecho prisionero de la angustia
propia de la culpa y, por lo tanto, de la autodestrucción.
En realidad, la tragedia de Eurípides plantea un elemento
que también habría de ser central en la experiencia melancóli-
ca de Occidente: la tensión entre el poder de la voluntad indivi-
dual y los condicionamientos sociales que permiten o impiden
al sujeto actuar con libertad dentro de un orden histórico, po-
lítico, social y cultural determinado. Efectivamente, en la tra-
gedia griega, Orestes cumple con las órdenes del oráculo y, así,
al asesinar a su madre satisface el mandato de su sociedad. Sin
embargo, el resultado de aquella obediencia ciega cuesta caro
al hijo de Agamenón, pues con ella llega también el despertar
de una autoconciencia fatal. Y es que, en efecto, para Orestes
el asesinato de su madre plantea, para siempre, la imposibi-
lidad del retorno a un antes que no existirá más. De esta ma-
nera, el crimen matricida del héroe de Eurípides ilumina con
crueldad el drama existencial del hombre: la conciencia de un
pasado jamás recuperable, acompañada de la dolorosa e incó-

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moda tensión que caracteriza la relación entre el sujeto y su


sociedad.
Solo una cosa más. En la tragedia de Orestes también hay
otra pista que merece la pena escudriñar. De acuerdo con las
descripciones que su adolorida hermana hace de él, una vez co-
metido el crimen y ya purificado el cadáver de su madre, Ores-
tes ha quedado hecho una piltrafa humana. Su aspecto físico se
ha transformado por completo; su cuerpo sucio y descuidado
lo señalan como un desadaptado. Orestes se ha vuelto loco,
pero además ha adquirido la facha de un salvaje.
Esto último no es un detalle menor. En el drama de Ores-
tes, Eurípides presenta al melancólico como un enfermo presa
del dolor y de la culpa. Pero además, más allá del sufrimiento
interno y privado que vive el matricida, éste se describe como
un sujeto disfuncional y peligroso para el orden social. Orestes
ha cometido un crimen brutal y como consecuencia ha caído
presa de una terrible enfermedad. Es decir, por un lado, su per-
sona ha quedado afectada y desequilibrada, lo que lo ha con-
vertido en un salvaje, en un ser completamente desordenado
en el interior, pero también en la antítesis del ciudadano ne-
cesario para el desarrollo del bien público y de la civilización.
De esa manera, el mal melancólico que aqueja a Orestes
no sólo lo enferma a él física y mentalmente, sino que ade-
más lo excluye de su sociedad. La violencia que lo posee por
momentos y la tristeza que lo inmoviliza por otros le impiden
integrarse al orden de la polis y, mucho más, le impiden asu-
mir las responsabilidades de un ciudadano útil, deseable en
la construcción del bien común. Efectivamente, la melancolía
de Orestes lo confina a la soledad absoluta, pero sobre todo lo
condena a la alienación.
Es interesante pensar que mientras su hermana Electra
intenta cuidarlo, contenerlo y consolarlo, los argivos lo recha-

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zan y exigen su muerte. Y lo es porque, a partir de entonces,


éstas dos serían, precisamente, las respuestas que las socie-
dades occidentales ofrecerían al dilema de qué hacer con los
melancólicos y deprimidos. Por un lado, acogerlos con com-
pasión, buscar curarlos para ayudar a reintegrarlos al orden;
por otro, abandonarlos a su suerte o incluso exigir abierta o
veladamente su aniquilación.

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Amor y genio:
experiencias melancólicas
de la Edad Media y el Renacimiento

Durante la Edad Media y el Renacimiento, las teorías hipocráti-


cas y galénicas sobre la melancolía continuaron vigentes en la
imaginación, las prácticas, las conductas y las relaciones de
la vida cotidiana de muchos hombres y mujeres de muy dis-
tintos estratos sociales. Por otro lado, en los siglos anteriores
al despertar del humanismo, la vida se organizó en torno a la
reinterpretación tomista, cristiana, de las teorías aristotélicas
sobre el hombre, el universo y la mente, teorías que también
influyeron de manera muy importante en la construcción de
la melancolía y del enfermo melancólico medievales. Como
se verá más adelante, esto último habría de transformarse a
partir del siglo xv con el regreso de muchas ideas platónicas
y neoplatónicas que se olvidaron en la Europa Occidental du-
rante siglos y que, al caer el imperio bizantino, volvieron des-
de Oriente para imprimir nuevos significados a la experiencia
melancólica y a la mirada con la que se concibió al sujeto que
la padecía.
Efectivamente, entre los siglos v y xv de nuestra era, mu-
chos hombres y mujeres de los reinos medievales enfermaron
de melancolía y abandonaron las estrechas y retorcidas calles de
sus ciudades para encerrarse en sus casas a padecer su triste-
za. Los cirujanos y los barberos de entonces aplicaron ventosas

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y practicaron sangrías entre pacientes llorosos, hoscos y hura-


ños; por su parte, siguiendo a Hipócrates y a Galeno, los mé-
dicos les recetaron ciertos alimentos y les prohibieron otros.
Además, por prescripción médica, los melancólicos hicieron
paseos al aire libre, escucharon canciones alegres y buscaron la
compañía afable de sus amigos y parientes para curar su en-
fermedad.
Ahora bien, en la cultura popular medieval la melancolía
también se concibió como un padecimiento corporal y mental,
producido por el desequilibrio de los humores; sin embargo,
con la llegada del cristianismo, la experiencia melancólica oc-
cidental incorporó nuevas sensaciones que habrían de nutrir el
repertorio de la sensibilidad con la que se traducían la tristeza,
la soledad interior, la angustia, el enojo y el miedo. La acedia
fue una de dichas novedades emocionales.
A decir verdad, esta nueva expresión melancólica apare-
ció en el siglo iii d. C., cuando la experiencia de la vida monacal
generó nuevas tensiones internas en el universo emocional de
quienes decidían renunciar al mundo, la carne y el deseo en
aras de encontrar la unidad originaria en Dios.42 Sin duda, para
dichos hombres, esta nueva forma de vida planteó desafíos
dolorosos que, una vez más, enfrentaron al individuo con su
soledad intrínseca, pero sobre todo, con la contradicción entre
sus deseos y anhelos más primigenios y las exigencias de un
universo cultural que los constreñía, los reprimía y los anulaba.

42
Rubén Peretó Rivas cita a Evragio Póntico, el monje asceta que en el siglo iv
se retiró a los desiertos de Nitria y Kellia en busca de una vida contemplativa.
Fue él quien describió por primera vez aquella emoción a la que calificó como
“uno de los más peligrosos padecimientos” propio de los monjes del desierto
que decidían vivir lejos del mundo, en soledad. Ver Peretó Rivas, “Angustia
y acedia como patología en el monacato medieval, manifestación y recursos
curativos”, núm. 2, vol. 47, 2017, p. 770.

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Son famosos en ese sentido, por ejemplo, los tormentos


de San Antonio, quien al huir al desierto de Egipto en busca de
Dios tuvo que hacer frente a todo tipo de tentaciones, delirios
y alucinaciones para no sucumbir al pecado y abandonar el
recto y virtuoso camino de la oración. Pero no todos los monjes
o eremitas de la temprana Edad Media salieron victoriosos de
esas batallas mentales y espirituales ni lograron vencer al
demonio fácilmente. Para muchos, la renuncia al mundo los
puso en un estado de permanente nostalgia por lo que habían
perdido; de tensión interna que hacía imposible elaborar el
duelo por la vida mundana.43 Cuando la batalla con uno mis-
mo se perdía, lo que llegaba era una sensación de negligencia
paralizante, una especie de indiferencia absoluta que provo-
caba la pérdida del sentido vital. Esa era, precisamente, la
acedia.44
La acedia fue una experiencia propia de monjes y frai-
les enfrentados con la conciencia de su yo interior; esta vez,
la lucha entre los deseos más íntimos y la regla impuesta por la
religión, sumieron al sujeto medieval en un estado de malestar,
incomodidad y sensación de falta o vacío permanente. Efectiva-
mente, la acedia paralizaba al ser humano y, al dejarlo atrapado

43
Una vez más, Peretó Rivas explica cómo en la Grecia antigua el vocablo kedos
estaba relacionado con no hacer el duelo por los muertos. El término está
presente en las obras de Esquilo, Isócrates, Platón y Sófocles, y se refiere a un
estado de desánimo ante la negación de haber hecho el trabajo por el duelo.
Ver Peretó Rivas, op. cit., p. 772.
44
Siglos más tarde, la acedia como expresión de tristeza se enumeró entre los
pecados capitales; poco a poco, perdió su antiguo sentido y se relacionó con
el pecado de la pereza, debido al síntoma de desgano que generaba este tipo
de melancolía. Ver Jennifer Radden, op. cit., p. 19.

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en la indiferencia, lo alejaba, trágicamente de toda posibilidad


de emprender su búsqueda de la unidad perdida con Dios.45
Pero no todo mundo fue monje o fraile en la Edad Media.
Para los seglares y laicos de aquellos siglos, la melancolía tuvo
reservadas otras experiencias tristes que habrían de confron-
tarlos con sus deseos y frustraciones más profundos, pero des-
de lugares emocionales distintos. Uno de ellos fue, por ejemplo,
la experiencia del mal de amor.
Para la religión cristiana, las emociones eran afectos o
pasiones del alma a las que había que domesticar o combatir
en aras de evitar caer en el pecado o presa de alguna enferme-
dad. Bajo aquella mirada, una de las emociones más peligrosas
para el ser humano era el amor hereos, que no era otra cosa
que el deseo carnal entre un hombre y una mujer. En palabras
del médico francés del siglo xiv, Bernardo de Gordonio, esta
clase de amor era “locura de la voluntad porque el corazón
goza de vanidades, mezclando algunas alegrías con grandes
dolores y pocos gozos”.46
Durante mucho tiempo, los médicos y teólogos de la Edad
Media vieron en el deseo amoroso el afecto que movía a las
personas a anhelar fundirse o completarse en la unidad corpo-
ral con el amado o la amada. Dicha pasión era para ellos una de
las causas más obvias de la enfermedad melancólica en su ver-

45
Al experimentar acedia, el monje perdía el sentido último de su vida, que
no era otro que unirse a Dios. Es decir, el monje paralizado “renunciaba a la
búsqueda de la unidad originaria”. Peretó Rivas, op. cit., p. 772.
46
En su estupedo estudio sobre la melancolía amorosa en La Celestina, Fran-
cisco Ríos revisa varios de los discursos médicos medievales en torno a este
padecimiento. Entre ellos se encuentra la obra de Gordonio. Ver Francisco
Ríos, La tragicomedia de la vida: la pasión amorosa en la cultura urbana hispá-
nica a través de La Celestina 1438-1545, Tesis de Licenciatura, unam, México,
2018, p. 89.

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sión amorosa. A decir verdad, la enfermedad de amor o locura


de amor se producía ante el deseo erótico no satisfecho y la
explicación era sencilla: cuando el amor no era correspondido
o era imposible consumarlo, el corazón del amante se contraía
y retenía la sangre, y los espíritus “que debían alimentar y dar
calor al cuerpo, el cual se enfriaba y entraba en un estado me-
lancólico”.47
En los tratados médicos y teológicos medievales, los sín-
tomas del enfermo de amor eran, nuevamente, los que la cultu-
ra occidental habría de identificar como propios de la expe-
riencia melancólica durante muchos siglos. Así, por ejemplo, el
doctor Bernardo de Gordonio los enumeraba más o menos
de esta manera: “pérdida de sueño, del comer y del beber; el
cuerpo adelgaza salvo los ojos; se tiene profundos y oscuros
pensamientos y llorosos suspiros”. Además, de acuerdo con el
médico francés, los enfermos de melancolía amorosa “si [oían]
cantares de separación de amores en seguida [comenzaban] a
llorar y entristecerse, y si [oían] de unión en seguida [comen-
zaban] a reír y cantar. Su pulso [era] diverso y no ordenado,
pero veloz, frecuente y alto si la mujer que [amaban] [llegaba]
al enamorado o la nombrasen o pasase delante de él”.48
El loco amor, como se llamó a la pasión amorosa durante
la Edad Media, generó entonces desequilibrio corporal y men-
tal entre quienes la padecieron. Por su parte, para quienes
prefirieron consumar su amor y librarse de la enfermedad
terrena, la religión cristiana aseguró la condena eterna en el
Infierno. Es decir, la Iglesia de la Edad Media quiso hacer de la
experiencia del amor carnal un sinónimo de dolor y sufrimien-
to, ya fuera en la Tierra o en el Cielo. Ya lo decía el Arcipreste

47
Francisco Ríos, Ibid., p. 92
48
Idem.

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de Talavera en el siglo xv, en su famoso tratado contra los peli-


gros del amor desordenado, “que amor su naturalesa es penar
el cuerpo en vida, e procurar el tormento al ánima después
de la muerte”. De acuerdo con lo anterior, el autor del Corba-
cho retrataba al enfermo de melancolía amorosa y decía que
“su vida era dolor e enojo, pensamiento, sospiros e congoxas;
non dormir, mucho velar, non comer, mucho pensar. E, lo peor,
mueren muchos de tal mal, e otros son privados de su buen
entendimiento; e sy muere va su ánima donde penas crueles
le son aparejadas para sienpre jamás”.49
Y es que durante la Edad Media, la Iglesia concibió las
pulsiones sexuales como algo sucio, impuro, de lo que había
que librarse para no padecer tristeza ni dolor. Sin embargo,
para muchos, el resultado de aquella represión de los deseos
corporales fue exactamente contraria a lo esperado: una vez
que el sujeto intentaba vencer las pulsiones de la carne, este
enfermaba de enojo, miedo y culpa, entonces caía, vencido, por
sentimientos propios de la experiencia melancólica, como eran
la indiferencia y la desolación. Todo aquello habría de empezar
a cambiar a partir del siglo xv.
Efectivamente, la llegada de nuevas ideas clásicas en tor-
no al amor, la belleza y la vida habría de transformar una vez
más la manera de vivir la melancolía, lo mismo que de concebir
a los sujetos melancólicos. Como se verá a continuación, este
cambio cultural tuvo mucho que ver con las teorías neoplató-
nicas que nutrieron el nuevo universo sensible con el que mu-
chos comenzaron a interpretar la existencia, el amor y a Dios.
En realidad, fueron los poetas, filósofos, pintores, artistas
y humanistas italianos quienes exaltaron y pusieron de moda
aquella nueva sensibilidad. Ya desde el siglo anterior, Frances-

49
Arcipreste de Talavera, Corbacho, Austral, Madrid, 1990, p. 73.

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co Petrarca (1304-1374) había rescatado a los poetas clásicos


para loar la belleza luminosa de un nuevo tipo de amor ideali-
zado que alejaba al sujeto de las pasiones sucias y perturbado-
ras del amor hereos. Con él, Laura, la dama bella, blanca, frágil
y etérea se convirtió en el canon de la amada renacentista; el
poeta, por su parte, en el estereotipo del amante melancólico
que ya no sufriría más a causa del amor no correspondido, si-
no más bien, ante la contemplación de la belleza luminosa pero
gélida, del siempre inalcanzable objeto perfecto de su deseo.
De ahí los suspiros melancólicos de los pastores de la poesía
bucólica de Garcilaso, pobladores imaginarios del siglo xvi, he-
rederos de esta sensibilidad renacentista melancólica y triste.
Pero fue más bien en el siglo xv cuando Marsilio Ficino
sintetizó las teorías platónicas y neoplatónicas del amor con
muchas ideas cristianas para identificar la belleza idealizada
de la dama petrarquista con la virtud de la bondad. En su tra-
tado De amore, el filósofo florentino comentó El Banquete y
el Fedro de Platón, y allí planteó que el amor era la verdadera
vía para reencontrar la unidad con lo divino. Sin embargo, la
experiencia amorosa de la que hablaba Ficino, la que permitía
fundirse con el Uno, era completamente contraria a la del amor
carnal, porque a diferencia de esta última, que sometía al su-
jeto al engaño del placer sensual, la primera debía poner los
sentidos al servicio del intelecto y, con ello, llevar al individuo
al conocimiento de la belleza divina, superior.50
Para Ficino, el amor hereos y su sufrimiento eran propios
de hombres ordinarios; en cambio, el amor intelectual que él
proponía era una experiencia reservada a los hombres nobles,

50
Jimena Gamba, “Hacia una lectura de la teoría neoplatónica del amor en La
Galatea”, Literatura, historia, crítica, Universidad Nacional de Colombia, en
línea, 2006, p. 291.

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a los filósofos o artistas capaces de “trascender la belleza sen-


sible para alcanzar lo que de eterno encierra”.51 De esa mane-
ra, mientras que el amor sensual asimilaba a los hombres con
los animales, el amor neoplatónico impulsaba al ser humano a
fundirse con Dios. Lo anterior solamente era posible mediante
la experiencia del amor verdadero, que no era otra cosa que la
mera contemplación.
Ahora bien, en principio, esta nueva forma de experien-
cia amorosa parecía completamente placentera y gozosa; sin
embargo, en realidad, no estaba exenta de una fuerte carga de
dolor. Lo que aparentemente era una novedosa fuente de pla-
cer absoluto fue, también, una nueva causa de tristeza y de
sufrimiento.
Porque esta vez, en aras de recuperar una unidad existen-
cial en algún momento perdida, el sujeto occidental se vio for-
zado a doblegarse ante la agridulce experiencia de la resigna-
ción.52 Ciertamente, el amante neoplatónico guardaría consigo
la imagen de su amada en la memoria, pero paradójicamente,
al estar con él, siempre en la mente, aquella imagen bella, pe-
renne y lejana no hacía otra cosa que recordarle, de manera
constante, su inevitable condición de soledad existencial.
A decir verdad, entre los siglos xv y xvi, el amor melancó-
lico de Ficino se puso de moda. De acuerdo con Panofksy, ex-
51
Ibid., p. 289.
52
En su excelente artículo sobre el amor platónico en el pensamiento de Fici-
no, Jimena Gamboa plantea lo anterior de esta manera: “el deseo del hombre
de reencontrarse con Dios solo puede provenir de una situación arrojada
y desamparada del sujeto; esa en la que se vio envuelto cuando consideró
estar preparado para echarse a andar sin la mano amiga de los dioses”. Señala
además Gamboa que Ficino no retomó el tema medieval de la Caída, puesto
que, como buen humanista, estaba más interesado en la Redención, pero aun
así era imposible no tener presente “el momento de quiebre entre dioses y
hombres posterior al estado de unidad y completud”. Gamba, op. cit., p. 292.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

perto en la historia de la experiencia melancólica renacentista,


en esta época la melancolía dejó de ser vista solamente como
una enfermedad del cuerpo y de la mente, y se convirtió, más
bien, en una especie de estado emocional conocido por mu-
chos.53 Así, en el Renacimiento la melancolía se asimiló como
parte del sentido común que orientó la vida cotidiana; es decir,
se convirtió en un elemento fundamental de la sensibilidad con
la que muchos hombres y mujeres interpretaron la realidad
que les rodeaba.
De esta manera, la literatura y la pintura del siglo xvi se
llenaron de personajes que padecían esta peculiar forma de
nostalgia, una extraña sensación de incompletud y un nuevo
tipo de tristeza que asolaba trágicamente al yo. Basta con re-
cordar cómo muchos artistas de la época buscaron plasmar el
protagonismo de la melancolía en la sensibilidad de su vida
diaria, y así, por ejemplo, cómo en 1513 Durero dio a cono-
cer sus famosos grabados para representarla, precisamente,
rodeada de todos sus símbolos astrológicos y atributos alquí-
micos.54 También, cómo Shakespeare, ya para fines de aquella
centuria, se burló del estereotipo del amante melancólico al
hacer de Romeo el joven siempre enamorado que sufría, sus-
piraba y se lamentaba frente a la imposibilidad de consumar
su amor.55

53
Panofsky, Saturno y la melancolía, Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 224.
54
La obra de consulta obligatoria para comprender el significado simbólico
de los grabados de Durero es el extraordinario libro de Panofsky, Saturno y
la melancolía.
55
Agradezco a Alfredo Michel Modonesi, gran estudioso y experto en la obra
de Shakespeare, esta observación. Como se verá más adelante, si bien Sha-
kespeare presentó la melancolía de Romeo con ciertos tintes de burla, su
representación del mismo mal en Hamlet anunciaba ya la transformación de
la melancolía renacentista a la melancolía barroca. Ver al respecto Douglas

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ESTELA ROSELLÓ SOBERÓ N

Ahora bien, para muchos amantes del siglo xvi, el escena-


rio perfecto para vivir la experiencia agridulce de su amor pla-
tónico fue el campo. Ciertamente, muchos poetas renacentistas
y escritores del siglo de Oro español presentaron a pastores
jóvenes y melancólicos que se retiraban al campo para recor-
dar a su amada, rodeados de arroyos, flores y sol. Para ellos, el
contacto con la Naturaleza ofreció un refugio alegre, apacible y
agradable, algo así como la recuperación de un paraíso perdido
que contrarrestaba la soledad inherente a la vida misma.
En realidad, este regreso idílico a la Naturaleza era sím-
bolo de algo mucho más complejo y profundo.56 Y es que la
alegría solitaria del amante melancólico era expresión del for-
talecimiento de la introspección, ese ejercicio mental y aními-
co indispensable en el proceso de construcción del yo interior
occidental. Efectivamente, al retirarse al campo en soledad, el
amante melancólico del Renacimiento pudo contemplar la be-
lleza sublime de la Naturaleza y de su amada inalcanzable; con
ello, el sujeto enamorado hizo de la melancolía el medio idóneo
para observar lo más bello y lo más oculto de la existencia.
En el pensamiento y la sensibilidad renacentistas, la rea-
lización del anhelo de contemplar lo sublime mediante el inte-
lecto iluminado requirió de la ayuda de un astro muy particular.
Ciertamente, entre los siglos xv y xvi, Saturno, el patrón de
los melancólicos, el más lejano y elevado de todos los cuerpos

Trevor, The Poetics of Melancholy in Early Modern England, Cambridge Univer-


sity Press, Cambridge, 2004.
56
Tres siglos más tarde, la asociación entre soledad, melancolía y Naturaleza
tan propia de la cultura renacentista habría de convertirse en un tópico fun-
damental para la sensibilidad del Romanticismo dieciochesco y decimonónico
europeo.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

celestes, surgió como el señor de la especulación mística, del


pensamiento reflexivo y de la iniciación.57
Es importante recordar cómo entre los siglos xii y xv la
astrología que llegó a Europa desde Oriente se había hecho un
saber cada vez más popular. Poco a poco, los conocimientos
árabes sobre los astros y el universo habían ido permeando en
el pensamiento médico de Occidente, y así, al llegar el Renaci-
miento, la melancolía comenzó a mirarse cada vez más como
una enfermedad sujeta a fuerzas cósmicas y ya no sólo como un
padecimiento fisiológico, causado por el desequilibrio de los
humores corporales.58 Bajo aquella mirada, la influencia de Sa-
turno sobre la salud física, el estado de ánimo y mental de los
sujetos pesó cada vez más.
Durante siglos, Saturno fue concebido como el planeta
más lejano, pesado y oscuro de la bóveda celeste. Su tempe-
ratura fría y su color negro evidenciaban el carácter nocivo y
desfavorable del poderoso astro. Como los melancólicos a los
que regía, Saturno se movía lento; su energía podía generar
sentimientos de limitación y de autodestrucción.59 Pero, por
otro lado, el patrono de los melancólicos estaba vinculado con
la tierra, y esta última condición era símbolo de su fuerza para
penetrar en los conocimientos más profundos del cosmos.60

57
Para comprender la construcción de Saturno como patrono de la introspec-
ción y la iluminación intelectual, ver Panofsky, op. cit., pp. 139-210.
58
Clark Lawlor los efectos del auge de la alquimia y de la medicina árabe en
los cambios que sufrió la concepción de la melancolía en el Renacimiento.
Mientras que la medicina galénica concibió al cuerpo humano como un siste-
ma cerrado, que mantenía un precario equilibrio humoral, el neoplatonismo,
la alquimia y la influencia de la astrología árabe miraron al cuerpo humano
como un sistema abierto en constante relación con las fuerzas de la Natura-
leza y del Cosmos. Lawlor, op. cit., p. 59.
59
Panofsky, op. cit., p. 184.
60
Clark Lawlor, op. cit., p. 57.

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Paradójicamente, no obstante su relación con la tierra, baja y


profunda, este poderoso astro atraía al movimiento hacia lo
más alto y trascendente. No en vano era él quien dominaba
también el estado de la transformación alquímica llamada ni-
gredo, el estado de muerte que anunciaba, en realidad, la re-
surrección.61
Fue así como, poco a poco, y en gran medida gracias a la
astrología, la magia y la alquimia tan en boga en el Renacimien-
to, Saturno dejó de ser percibido como el astro de la melancolía
oscura y comenzó a mirarse como el planeta que permitía al-
canzar el furor divino. Es decir, a partir del siglo xv y sobre todo
en el xvi, Saturno se vio como el astro que permitía tocar un
estado de elevación intelectual sublime, y la melancolía como
un extraño estado de lucidez, conciencia y creatividad maniaca
que no obstante su relación con la locura, era más bien una
especie de iluminación para quienes poseían el don divino y
singular del genio.
En realidad, la reivindicación renacentista de Saturno
y de la experiencia melancólica convertida en expresión de
genialidad provenía del pensamiento de Platón y también
de Aristóteles, pero fue Marsilio Ficino quien dotó a las teorías
grecolatinas de un sentido cristiano para construir una nueva
interpretación de aquella antigua relación. Y es que en el pen-
samiento de Ficino aparecieron nuevas ideas que hicieron de la
manía melancólica o furor divino un atributo positivo y único
que permitía a los hombres de genio acceder a la verdad y por
lo tanto, al Bien.62
El neoplatonismo cristiano de Ficino retomaba el Fedro
de Platón, el diálogo en donde Sócrates explica cómo a veces

61
Clark Lawlor, op. cit., p. 59.
62
Jimena Gamba, op. cit., p. 301.

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la manía o el furor permite que algunos hombres alcancen el


conocimiento de las esencias. Bajo la mirada de Platón que Fi-
cino rescató, las sombras propias de la melancolía arrobaban
al sujeto y le otorgaban el genio necesario para comprender
las verdades más profundas y ocultas del cosmos y de la vida.63
Ahora bien, en sus ideas sobre el genio, Ficino no sólo
retomó a Platón, sino también recuperó las ideas de Aristóteles
para insistir en la relación que existía entre el genio y la me-
lancolía.64 Y es que hay que recordar cómo en su Problemata
XXX, 1, el Estagirita había hablado de un tipo de melancolía que
provocaba en el sujeto un estado de exaltación o arrobamiento
intelectual que le permitía acceder al conocimiento supremo.65
Así, en su defensa del lado positivo de la manía, Aristóteles
había insistido en cómo los grandes hombres de la historia ha-
bían sido siempre melancólicos.
A grandes rasgos, esas fueron algunas de las ideas de la
filosofía antigua que nutrieron el neoplatonismo humanista de
Ficino. En él, el pensamiento de Platón, Plotino, Macrobio y
Aristóteles se cristianizó y se convirtió en el fundamento filo-
sófico para mirar a la melancolía como un estado de furor espi-
ritual que llevaba al ser humano al conocimiento de lo divino.
Poco a poco, esta nueva concepción de la melancolía en
su versión neoplatónica, cristiana y astrológica permeó en el
mundo sensible y en la vida diaria de los hombres y mujeres de
las aldeas y de las cortes europeas de los siglos xv y xvi. En ese
sentido, es curioso pensar que, efectivamente, la gente común y
corriente siguió enfermando de melancolía en su vida diaria
y acudió con los médicos para que le recetaran los remedios

63
Ibid., p. 291.
64
Panofsky, op. cit., 254.
65
Jimena Gamba, op. cit., p. 301.

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necesarios para curar el mal bien conocido por todos. Al mis-


mo tiempo, mientras la melancolía estaba presente lo mismo
en las casas de los aldeanos que en los palacios de los reyes
y las reinas, en la literatura popular, el teatro, la pintura y la
filosofía de aquella época, Saturno y la melancolía se convir-
tieron en un personaje y en un padecimiento recurrentes que
aparecían lo mismo en las obras de Shakespeare y de Cervan-
tes, que en los grabados de Durero o, incluso, en los tratados
de Ficino mismo.
Es decir, Saturno, genio y melancolía formaron parte fun-
damental de la cotidianidad y del imaginario popular del Re-
nacimiento en Italia, Inglaterra, Francia y España. Sin embargo,
si bien en aquel contexto cultural, la influencia de los astros en
la vida y el temperamento humano fue reconocida y aceptada
por todos, es necesario recordar que el humanismo occidental
concibió al hombre ante todo como una criatura libre y res-
ponsable de sí misma. Es decir, entre los siglos xv y xvi, el pen-
samiento occidental habló de la libertad como la fuerza más
importante para forjar el verdadero destino del hombre.66 Por
ello mismo, no deja de ser paradójico que el descubrimiento
del valor de la libertad renacentista haya sido precisamente
lo que abriera nuevos recovecos en la conciencia del dolor, la
angustia y la soledad occidental. Y es que, como se verá a con-
tinuación, la libertad del mundo moderno inauguró en realidad
un nuevo capítulo en el drama de la melancolía.

66
No en balde la dignidad humana de la que hablaba Pico della Mirandola en
su famoso Discurso estaba hecha, precisamente de razón, voluntad y libertad.

72

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El teatro del mundo:


duda y desengaño
en la melancolía barroca

Tal como lo señala Roger Bartra, para fines del siglo xvi, en
las aldeas y las cortes de todo Europa la melancolía se había
convertido en un padecimiento tan común como la peste o la
sífilis.67 Las explicaciones médicas para comprenderla y tratar-
la seguían abrevando del canon galénico e hipocrático, sobre
todo en las versiones que los médicos árabes y judíos habían
difundido de él durante la Edad Media y el Renacimiento.68 Sin
embargo, poco a poco, el orden de las sociedades renacentistas
comenzó a transformarse y, así, el mundo empezó a poblar-
se con brujas, herejes y demonios a los que muchos pensaron
era urgente y necesario combatir. Al mismo tiempo, mientras
el miedo, la intolerancia y el odio se esparcían y se apodera-
ban de muchos rincones de la vida cotidiana europea, las ciu-
dades y las universidades comenzaron a estar habitadas por

67
Roger Bartra, El siglo de la melancolía, Universidad Iberoamericana, México,
1998, p. 22.
68
De acuerdo con Bartra, las versiones árabes más populares de la medicina
de Galeno eran el Canon de Avicena o el De melancholia de Constantino el
Africano, que en realidad era la traducción de otro tratado médico del siglo
X, cuyo autor, Ishaq ibn Imrán, definía la melancolía como “el humor negro
que provoca sentimientos de soledad y abatimiento en el alma”. Roger Bartra,
op. cit., p. 40.

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matemáticos, filósofos, médicos, astrónomos y científicos que


desearon explicar la vida y el funcionamiento del Universo de
una manera distinta a como se había hecho antes. Llegaban
así, de la mano, la Reforma y la Contrarreforma, las guerras de
religión, la consolidación de las monarquías absolutas y el des-
pertar del pensamiento racionalista. Sin duda, todos estos fe-
nómenos habrían de revolucionar y convulsionar la vida de los
hombres y las mujeres del siglo xvii europeo; al mismo tiempo,
todos ellos habrían de incidir de manera muy importante en la
transformación de los significados que habían dado sentido a
la experiencia melancólica hasta ese momento.69
Ciertamente, en aquel siglo, la razón y la religión fueron
los ejes articuladores de la melancolía barroca, porque si bien
en la época de Shakespeare, Cervantes, Calderón, Descartes y
Hobbes ésta siguió concibiéndose como una enfermedad del
cuerpo, generada por el desequilibrio de los humores, a partir
del siglo xvii la melancolía también comenzó a vivirse y a mi-
rarse como un problema moral, filosófico y político.70

69
En su estudio sobre Hamlet y Segismundo, Paloma García Picazo hace una
interesante síntesis histórica del periodo barroco en donde analiza la situa-
ción política de las relaciones internacionales del siglo xvii europeo para com-
prender el contexto cultural que hizo posible que Shakespeare y Calderón
dieran vida a sus melancólicos personajes. Ver García Picazo, “Hamlet y Se-
gismundo como emblemas políticos del sistema de Estados europeos del siglo
xviii: algunas perspectivas internacionales”, Studia Storica: Historia Moderna,
Salamanca, vol. 40, 2018, p. 473.
70
Douglas Trevor explica cómo en el siglo xvii la melancolía ya no se concibió
tanto como una enfermedad amorosa, sino más bien como un padecimiento
psicológico cuyos motivos emergían del yo interior. Ver Trevor, op. cit., p. 73.
Por su parte, Jeremy Schmidt señala que en el siglo xvii surge una nueva ne-
cesidad de comprender la melancolía no solamente desde la medicina, sino
también desde la filosofía moral. Ver Schmidt, Melancholy and the Care of the
Soul. Religious Despair and Religious Melancholy, Ashgate Publishing, Nueva
York, 2007, p. 34.

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Efectivamente, entre las poblaciones europeas de aquella


época, la convulsión religiosa y la efervescencia científica gene-
raron cambios profundos en la manera de concebir el sentido
de la vida, las relaciones con la autoridad, el funcionamiento del
Universo y la naturaleza humana. La lente de las reformas
católica y protestante aumentó la dimensión del sujeto y de
su yo interior, y al ampliarlos, la imagen del libre albedrío y su
potencia también se modificó. De esta manera, durante el siglo
xvii, el sujeto moderno tuvo que preguntarse por el poder o la
impotencia de su libertad, una libertad que sin duda lo diferen-
ciaba del resto de las especies, pero también, una libertad que lo
encadenaba a interrogarse constantemente por el peso que
tenía la responsabilidad individual en el devenir de la vida hu-
mana. En pocas palabras, el dilema se encontraba entre poder
elegir libremente el propio destino o aceptar, de manera irre-
mediable, que este nunca dependía de uno mismo.71 En reali-
dad, tanto en un caso como en otro, la respuesta era trágica y
dolorosa y, por lo tanto, la melancolía apareció como el estado

71
Sólo para tenerlo claro: en 1519, Martín Lutero protestó contra los abusos
de una Iglesia cada vez más corrompida. Las denuncias que hizo en sus 95
tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg anunciaron el inicio de la Re-
forma protestante. A partir de ese momento, los seguidores de Lutero, a los
que pronto se sumó el teólogo francés Calvino, creyeron en la doctrina de la
predestinación, que sostenía que la salvación del alma no dependía de las
obras de los hombres, puesto que era Dios quien elegía desde el principio
de los tiempos a quienes serían salvos y a quienes serían réprobos. Para los
protestantes, la libertad era un valor importante en tanto que era a partir
de ella que el sujeto podía vincularse directamente, sin intermediarios, con
Dios. A diferencia de los protestantes, los católicos siguieron creyendo que
la salvación dependía de las buenas obras terrenas, por lo que defendieron la
importancia del libre albedrío al ser el único medio para elegir ganar o perder
la felicidad eterna.

75

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emocional más adecuado para transitar por una vida que se


ofrecía confusa, incierta, hostil y llena de contradicciones.
En ese contexto cultural, durante la segunda mitad del
siglo xvi y la primera del xvii, muchos médicos franceses, in-
gleses, italianos y españoles retomaron el interés en el tema
de la melancolía. Todos ellos intentaron explicar sus causas y
la naturaleza de sus síntomas, e hicieron de aquel tema una de
sus preocupaciones más consistentes. Por ejemplo, en 1586,
en su famoso Tratado de la melancolía, Timothy Bright (1549-
1615) señaló que ésta era un mal fisiológico, causado por el
humor negro que generaba en los pacientes “tristeza, miedo,
desconfianza, duda y desesperación”.72 En sus explicaciones del
antiguo mal, el médico británico sostenía que afectaba al cuer-
po, pero también perturbaba a la mente, el alma y el espíritu.
Con ello, Bright se convirtió en uno de los primeros médicos
modernos en hablar de la dimensión psicológica y moral de
esta enfermedad, en medio del ambiente reformista de la Igle-
sia. De acuerdo con Bright, los enfermos de melancolía sufrían
con apariciones fantasmales, con la presencia imaginaria de
duendes y con sueños que les generaban temor y tristeza. Ade-
más, Bright señaló que los melancólicos encontraban su casa
más como una prisión o un calabozo que como un lugar apaci-
ble y agradable para reposar y encontrar descanso.73
Pocos años antes de que se publicara el tratado de Bright,
las teorías sobre la melancolía desarrolladas por Jean Fernel
o Fernelius (1497-1558), o Giovanni da Monte o Montanus
(1498-1558), habían sido muy populares entre muchos mé-

72
Jennifer Radden, op. cit., p. 10.
73
Para ver el facsímil del tratado de Bright en línea, buscar Treatise of Melan-
choly, Imprinted in London by Thomas Vautrollier, dwelling in the Black Friers,
1586, The British Library, on line, Octavo Book.

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dicos europeos.74 Otros tratados que también habían enri-


quecido la literatura médica sobre la enfermedad en aquella
época fueron los del doctor andaluz Andrés Velásquez y los
del galeno catalán Arnau de Villanova. Si bien todos ellos se
habían concentrado en retomar las teorías grecolatinas sobre
el desequilibrio de la bilis negra, este último había insistido en
mirar el exceso de “las pasiones del alma —como la ira y el te-
mor súbito—, la preocupación debida al estudio o a la pérdida
de algo, el exceso de vigilia, el exceso de sangre retenida por
la menstruación o la esperma corrupta retenida más allá de la
medida”, como causas muy frecuentes del terrible mal.75 Como
es fácil advertir, los factores fisiológicos seguían presentes en
esta enumeración, pero al mismo tiempo, el doctor catalán ha-
blaba ya de elementos más bien psicológicos y morales que se
sumaban de manera interesante a las antiguas causas fisioló-
gicas y humorales con las que se había explicado la melancolía
desde la Antigüedad.
Ahora bien, mientras los médicos del siglo xvii incorpo-
raban nuevos principios éticos a las explicaciones de la enfer-
medad melancólica, la evolución de la concepción de dicho pa-
decimiento también tuvo mucho que ver con el desarrollo del
método científico y de las teorías mecanicistas en aquella épo-
ca. Sin duda, este fenómeno también transformó la manera en
que muchos médicos ingleses y franceses comenzaron a con-
cebir el funcionamiento del cuerpo humano y, por lo tanto, a la
melancolía a partir de aquel momento.76 En ese mismo sentido,

74
Roger Bartra, op. cit., p. 48.
75
Ibid., p. 47.
76
Clark Lawlor señala la introducción de conceptos como “nervios, fibras y
espíritus” entre los cambios que vivió el discurso médico sobre el cuerpo
humano, a partir de las nuevas teorías químicas y mecanicistas del siglo xvii.
Ver Lawlor, op. cit., p. 43.

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tampoco deben olvidarse los descubrimientos de la química


moderna, ya que, en algunas universidades, estos también die-
ron nuevos argumentos para poner en tela de juicio las teo-
rías humorales galeno-hipocráticas que habían dado sentido
a la melancolía hasta entonces. Por último, a todo esto habría
que sumar los conocimientos médicos generados gracias a la
práctica de disecciones y autopsias promovidas por el espíritu
empirista, pues éstos también habrían de influir mucho en la
construcción de la nueva mirada con la que muchos médicos
del siglo xvii comenzaron a definir el antiguo padecimiento.
Sin embargo, si bien el siglo xvii fue testigo de una im-
portante evolución en el concepto médico de la melancolía, en
realidad, como se ha mencionado ya, quizás resulte aún más in-
teresante y más significativo pensar en la transformación que
sufrió la experiencia melancólica en su relación con el sentido
vital de la existencia barroca. Y es que a lo largo del siglo xvii
la melancolía formó parte esencial de la experiencia religiosa
que orientó y dio significado a la vida misma.
Ciertamente, los movimientos de reforma que dividieron
a la cristiandad a partir de los planteamientos de Martín Lute-
ro, y más tarde de Calvino, transformaron el universo sensible
con el que los europeos habían interpretado y dado sentido a
su existencia. Así, muy pronto, el protestantismo y la Contra-
rreforma cimentaron los nuevos andamios emocionales sobre
los que habrían de edificarse las nuevas experiencias moder-
nas de la introspección, la culpa y la soledad occidental.
Si la Reforma y la Contrarreforma plantearon una nue-
va relación con Dios, este nuevo vínculo entre el hombre y su
Creador también significó el despertar de una nueva concien-
cia sobre la relación entre el alma, el cuerpo y la mente. En
efecto, la batalla que tanto los católicos como los protestan-
tes tuvieron que emprender contra el pecado evidenció un

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vínculo distinto entre la salud del cuerpo y la salvación del


alma. En ese contexto cultural, la experiencia de la melancolía
también se transformó.
Es probable que el tratado más famoso sobre la melanco-
lía durante el siglo xvii haya sido La Anatomía de la melancolía
(1621) de Robert Burton. En esta curiosa obra, el teólogo de la
Universidad de Oxford definió el conocido mal como un proble-
ma médico y moral generado por las pasiones que afectaban
de manera muy peligrosa tanto la salud mental como del al-
ma.77 Así, en el tratado de Burton se ponía de manifiesto que la
vida del ser humano estaba plagada de dolores y sufrimientos
corporales, mentales y espirituales de los que era muy difícil
escapar.
Ciertamente, el miedo y el odio generados por el fanatis-
mo religioso, la violencia cotidiana de la guerra, la opresión
que las monarquías cada vez más poderosas ejercían sobre
súbditos, que debían obedecer de manera absoluta a su rey,
generaron un ambiente emocional de zozobra, pena y tensión
extremas para el sujeto moderno. Esto, sobre todo, en tanto
que el pensamiento religioso que orientaba la vida lo mismo
en las monarquías protestantes que en las católicas exaltaba,
si bien de manera muy distinta, el valor de la libertad del hom-
bre. En un caso, aquella libertad debía ejercerse en cada mo-
mento y en cada decisión para elegir correctamente el camino
de la virtud y con ello asegurar la vida eterna en el Más Allá.
En el otro, aquella libertad era la única vía para comunicarse

77
De acuerdo con Jeremy Schmidt, Burton defendió la importancia de mirar
la unidad del cuerpo con el alma; de allí que sus explicaciones supusieran
que los síntomas de la melancolía podían curarse al corregir las pasiones
melancólicas que perturbaban el alma; bajo su visión, los vicios y las pasio-
nes espirituales tenían efectos directos sobre la salud física del melancólico.
Schmidt, op. cit., p. 34.

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de manera personal e íntima con un Dios que debía susurrar


al individuo, de manera no siempre clara, si el destino elegido
para él era el de la condena eterna o el de la salvación. Así, el
drama de la libertad confrontó al sujeto occidental con nuevas
experiencias melancólicas que lo habrían de llenar de tristeza,
miedo y dudas muy profundas.
Ahora bien, más allá de las dificultades para lograr recu-
perarlo o de las diferentes miradas con las que los católicos
y los protestantes del siglo xvii intentaron orientar el nuevo
sentido de la vida, lo cierto es que, tanto para unos como para
otros, la autodisciplina fue un principio fundamental.78 Tem-
plar el cuerpo, liberarlo de los impulsos y las pulsiones que
lo llevaban o lo acercaban al pecado, fue sin duda un interés
generalizado en la ecúmene cristiana barroca.
Efectivamente, en la búsqueda de la salvación eterna, la
ética religiosa del siglo xvii exigía que el sujeto templara sus
instintos y moderara sus pulsiones corporales en aras de estar
cerca de la virtud y lejos del pecado. Para lograrlo, el ser huma-
no debía aprender a controlar sus emociones o, para decirlo en
el lenguaje de la época, sus deseos y sus pasiones. Allí, mente,
cuerpo y voluntad entraron en una nueva relación cotidiana.
Sin duda, aquella nueva relación habría de modificar la noción
de la experiencia interna, y de transformar el significado de la
unidad de la persona en la cultura occidental moderna. Como
se verá a continuación, todo aquello tuvo mucho que ver con la
aparición de nuevas formas de vivir la melancolía.
Como se ha visto ya, desde tiempos antiguos la medicina
occidental había señalado que los excesos emocionales gene-

78
En palabras de Jeremy Schmidt, “el pensamiento ético de los siglos xvi y
xvii hizo de su preocupación más importante el control de los deseos y de las
emociones”. Jeremy Schmidt, op. cit., p. 30.

80

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rados por el desequilibro fisiológico, muy especialmente de la


bilis negra, perturbaban a la mente. Más allá de las novedades
en las explicaciones médicas inspiradas por el racionalismo,
el empirismo y el método científico, los médicos del siglo xvii
siguieron aceptando la estrecha relación entre el desequilibrio
corporal y el desorden de la mente. Sin embargo, entre las no-
vedades más interesantes que la medicina barroca incorporó
para hablar de la melancolía fue examinar el lugar que tenía
la voluntad en la posibilidad de que el sujeto decidiera, por
sí mismo, recuperar el orden tanto en su mente como en su
cuerpo.
Así, por ejemplo, en su Anatomía de la melancolía Burton
advirtió la necesidad de curar la enfermedad no sólo mediante
tratamientos médicos, sino también con reflexiones filosóficas
sobre la contención de las pasiones.79 Poner la razón al servi-
cio de la virtud cristiana significaba tejer una relación entre
el pensamiento, la emoción y el comportamiento humano.
Bajo aquella concepción, la clave para domesticar las pasiones
del alma generadas por la melancolía era el uso racional de la
voluntad para elegir curarse.
De esta manera, Robert Burton fue uno de los primeros
estudiosos modernos que plantearon que el sujeto melancólico
podía mover su voluntad para encontrar consuelo en el alma y
tranquilidad en la mente.80 Para el teólogo de Oxford, conseguir
el dominio del cuerpo enfermo mediante la voluntad racional

79
Burton aconsejaba el uso de técnicas filosóficas inspiradas en los trabajos
de Séneca, Cicerón o Plutarco para consolar el dolor del enfermo melancólico.
Jeremy Schmidt, op. cit., p. 34.
80
Algunos años antes de Burton, el médico teólogo Joseph Hall había señalado
que la mente podía encontrar la tranquilidad si se alejaba de las perturbado-
ras pasiones del alma. Sus teorías estaban inspiradas, también, en el tratado
de Séneca De traqnuilitate anime. Jeremy Schmidt, op. cit., p. 37.

81

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requería, básicamente, de dos condiciones: en primer lugar, del


autoconocimiento y, en segundo, del autocontrol. Es decir,
de acuerdo con la lógica del autor de la Anatomía de la melan-
colía, cuando el enfermo que padecía aquel mal practicaba el
ejercicio de la introspección y reconocía las pasiones que lo en-
fermaban, éste podía elegir qué tanto entregarse a su malestar
o qué tanto contrarrestarlo mediante el dominio de su mente.81
Los remedios que Burton enumeraba para que el enfer-
mo melancólico recuperara “la seguridad y la tranquilidad” del
cuerpo, el alma y la mente eran sencillos y no poco conocidos
por los expertos en melancolía: hacer ejercicio, evitar la sole-
dad, encontrar satisfacción física e intelectual. Ya para fines
del siglo xvii, y en ese mismo tenor, otro médico inglés volvió a
insistir en la importancia de comprender que la melancolía no
tenía un origen únicamente corporal ni una cura únicamente
fisiológica. Siguiendo muy de cerca a Burton, Thomas Willis
(1621-1675) explicó que este mal también obedecía a causas
psicológicas y podía tratarse mediante remedios propios de
la filosofía moral, es decir, a partir del autodominio de las pa-
siones del cuerpo y la disciplina de la mente. De esta manera,
el autor de De anima brutorum (1672) fortaleció las hipótesis
de Burton sobre la melancolía como un padecimiento origina-
do, a veces sí, por los desequilibrios fisiológicos, pero muchas
otras provocado por pasiones que atormentaban la mente y
el alma.82 En aquel nuevo escenario, la pregunta era qué tan
poderosa era la voluntad humana y qué tanto podía elegir el
hombre su propio destino.

81
Jeremy Schmidt, op. cit., p. 36.
82
Tanto Burton como Willis plantearon que la filosofía moral podía ponerse al
servicio de la salvación del alma y del cuerpo. Jeremy Schmidt, op. cit., p. 44.

82

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

Ciertamente, luchar contra las tentaciones del pecado


para alcanzar la salvación del alma o llevar la vida ascética ne-
cesaria para suponer que uno había sido bendecido con la gra-
cia divina de la vida eterna produjeron en el sujeto moderno
un nuevo universo interno de angustia, miedo, auto exigencia e
incertidumbre. Sin duda, la experiencia de la melancolía barro-
ca cobró verdadera fuerza a partir de las sombras proyectadas
por aquella nueva postura existencial que incluyó sentimientos
como la desconfianza, la indecisión y la duda.
Ahora bien, se ha dicho ya que el sentido vital del siglo
xvii estuvo orientado, por un lado, por el universo sensible de
la religiosidad barroca, pero por otro, por el espíritu raciona-
lista que al mismo tiempo emergía con fuerza en la Europa
de aquel momento. Fueron así los racionalistas franceses los
primeros en plantear la necesidad de abandonar las creencias
religiosas para encontrar las leyes naturales que explicaran el
funcionamiento del hombre y del cosmos. Frente a las certezas
de la fe, los seguidores de Descartes defendieron el escepticis-
mo como punto de partida para construir las nuevas verdades
racionales y científicas que debían explicar el mundo.
El escepticismo filosófico de Descartes había tenido un
antecedente en Montaigne, quien ya en el siglo xvi había se-
ñalado la necesidad de aceptar que la vida estaba siempre en
suspenso y que la única manera de no vivir atrapado en el
error y, sobre todo, de encontrar tranquilidad para la mente,
era asumir sin resistencia aquella condición.83

83
Trevor, op. cit., p. 74. En sus estudios sobre la literatura inglesa del siglo
xvii, Douglas Trevor se adentra en el escepticismo filosófico para explicar de
manera magistral la manera en que la duda fue un rasgo esencial dentro del
universo cultural en el que Shakespeare escribió Hamlet. Como se verá a con-
tinuación, Trevor propone que, para muchos, la condición de incertidumbre
no fue fácil de sobrellevar.

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Ahora bien, mientras que los filósofos franceses pare-


cieron estar dispuestos a vivir en la duda metódica e hicieron
de ella un elemento indispensable para el desarrollo del pen-
samiento científico y racional del siglo xvii, parecería que en
otros rincones de Europa, como España o Inglaterra, el escepti-
cismo generó más problemas; allí, la conciencia de que todo en
la existencia era incierto y dudoso provocó, más bien, mucho
dolor.
Efectivamente, a lo largo del siglo xvii, en toda Europa el
teatro del mundo se presentó como una farsa, como una reali-
dad engañosa, confusa, difícil de descifrar. Nada era seguro en
el escenario de una vida que discurría en medio de guerras,
persecuciones, intolerancia y hambre; nada era confiable en
medio de una existencia cuya única finalidad era morir para
alcanzar la felicidad eterna o para descubrir la irremediable
respuesta del fin predestinado. La libertad humana, en apa-
riencia un regalo tan prometedor para el ser humano del Re-
nacimiento, no era en realidad sino una esperanza falsa que
terminaba siempre por diluirse ante la oscura objetividad. En
aquel ambiente emocional, la melancolía encontró un lugar to-
talmente a su medida.
Si el mundo era ilusorio e incierto, la lucha contra el
pecado y el vicio se hacía, evidentemente, muy problemática.
¿Cómo elegir el verdadero camino hacia la virtud? ¿Cómo sa-
ber a ciencia cierta si se era bueno o malo, salvo o réprobo, vir-
tuoso o pecador? La respuesta a aquellas preguntas requería
de replegarse en uno mismo, de hacer constante examen de
conciencia, asumir la inevitable culpa, arrepentirse y resignar-
se ante la evidente vulnerabilidad y fragilidad del yo. Poco a
poco, la exigencia de someterse a todos estos ejercicios men-
tales y revelaciones espirituales sumieron al sujeto barroco en
un insoportable estado de dolor, sufrimiento y aflicción moral.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

El terror al Infierno y la desesperación ante las funestas con-


secuencias de la Caída nutrieron la sensibilidad barroca, que
hizo del dolor producido por la conciencia del pecado un nuevo
síntoma de la enfermedad melancólica occidental.84
Son bien conocidas, por ejemplo, las cuitas melancólicas
que Santa Teresa de Ávila padeció en este sentido. Desde muy
niña, Teresa solía imponerse penitencias dolorosas para ven-
cer las tentaciones del pecado. En sus escritos autobiográfi-
cos, ella misma cuenta cómo, de joven, sus arrobos místicos le
habían provocado mucho sufrimiento físico. Efectivamente, la
santa vivió largas temporadas de su vida enferma, hirviendo en
calenturas que la hacían delirar. En realidad, el cuerpo enfermo
de la monja castellana hablaba de su alma melancólica, un alma
presa de las contradicciones generadas por la tensión entre la
fuerza de la voluntad, los deseos prohibidos y la libertad.
Se sabe que si algo definió al siglo de Oro español fue el
sufrimiento de la experiencia melancólica.85 Muchos historia-
dores han insistido en cómo la Contrarreforma exigió al sujeto
emprender una dolorosa búsqueda espiritual en un ambien-
te de extrema vigilancia y control. En esa realidad, el hombre
tuvo que reprimir las pulsiones más primarias de su cuerpo

84
De acuerdo con Jeremy Schmidt, el sujeto moderno del siglo xvii sintió te-
rror, angustia y desesperación frente al pecado. Y es que, para la sensibilidad
de los católicos y los protestantes de entonces, el Infierno representó el aban-
dono en que Dios había dejado al hombre después de la Caída. Ciertamente,
tal como señala esta autora, la sensación de abandono divino debió producir
mucho estrés, sufrimiento y agitación mental entre los fieles de aquella época.
Ver Jeremy Schmidt, op. cit., p. 58.
85
Roger Bartra recuerda la melancolía de Santa Teresa, pero también la que
Fray Luis de León padeciera en sus años de prisión, cuando mandaba pedir a
una monja amiga suya unos polvos muy efectivos para contrarrestar su mal.
Ni qué decir de San Juan de la Cruz y la melancolía que sufrió al atravesar la
noche oscura del alma. Ver Roger Bartra, op. cit., pp. 115 y 122.

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para ponerse una máscara y presentarse virtuosamente en un


mundo lleno de falsas apariencias, mentiras, engaños y confusa
ensoñación.86
Como Segismundo, el protagonista de La vida es sueño,
el hombre del barroco español vivió preso en la cárcel de su
cuerpo, sumido en el dolor de su trágica existencia. Tal como
lo muestra Calderón de la Barca en el retrato de su personaje,
el sujeto moderno no tenía más remedio que asumirse a veces
furioso, a veces triste, pero siempre impotente, solo, asustado
y cautivo.87 Frente a la realidad confusa e incierta, la melanco-
lía aparecía como el estado emocional ideal para alejarse del
mundo, replegarse sobre uno mismo e intentar encontrar
el sentido perdido de la vida y del yo.88
En efecto, en la España contrarreformista de Quevedo,
Góngora, Gracián o Calderón, los hombres y las mujeres se
asumieron como pecadores cautivos de las cavilaciones pro-
pias de aquella dolorosa búsqueda. Por su parte, es interesante
mirar cómo en Inglaterra el tema de la duda también encontró
una expresión melancólica propia. Curiosamente, en la expe-
riencia inglesa la tragedia de la incertidumbre existencial halló
un lugar muy particular en los diálogos que se establecieron

86
Entre las obras más interesantes para adentrarse al universo cultural del
barroco español, para comprender los símbolos, las tensiones y contradiccio-
nes de aquel teatro del mundo, es imprescindible consultar las Pasiones frías
de Fernando R. de la Flor.
87
En este sentido, Paloma García Picazo explica cómo Segismundo se descu-
brió “libre para elegir someterse a la obediencia ciega” y, al hacerlo, se siente
furioso, solo y aterrorizado. Ver García Picazo, op. cit., p. 492.
88
A decir de Enrica Cancilliere, al replegarse en su cueva, Segismundo reco-
noce la soledad como una condición universal y, con ello, se entrega a la me-
lancolía. Ver Cancilliere, “Dos tipos de locura: la rebelión de Segismundo y la
obediencia de don Fernando”, Criticón, Centro Virtual Cervantes, pp. 129-141.

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entre la medicina y el escepticismo filosófico de la época.89 Tal


como han señalado autores como Douglas Trevor, el propósito
de aquellos debates consistió en comprender si el ser humano
libre y racional podía vencer, o no, el sufrimiento provocado
por la duda y la confusión mental.
Frente a las teorías de Burton o de Willis, que defendían
el poder de la voluntad y su capacidad de curar la melancolía
con reflexiones morales y filosóficas, otros médicos prefirieron
determinar que, al final, el poder de la voluntad y de la libertad
era limitado. La posición de la imposibilidad para modificar
el destino melancólico fue muy popular en la sensibilidad in-
glesa del siglo xvii y permeó en la literatura de la época que
retroalimentó, a su vez, dicha interpretación emocional de la
existencia.
En realidad, para Shakespeare, John Donne y muchos de
sus contemporáneos, aceptar que la vida era solamente duda y
confusión no resultó sencillo.90 La batalla contra la incertidum-
bre y, sobre todo, la exigencia moral de reprimir las pasiones
del alma para evitar el sufrimiento en el cuerpo y la confusión
en la mente, resultaron, sin duda, realidades muy dolorosas de
sobrellevar. En los intentos de explicar la naturaleza del mundo
interior del hombre, los médicos ingleses insistieron en que el
cuerpo humano podía sufrir el desequilibrio de la bilis negra o
poseer una proporción mayor de dicho humor, lo cual genera-
ba, en un caso, una enfermedad, y en el otro, una complexión
particular, de la que era imposible escapar.91

89
De acuerdo con Douglas Trevor, aquellos debates entre médicos y filósofos
ingleses generaron dudas sobre todo lo que hasta entonces se había dado por
sentado. Douglas Trevor, op. cit., p. 74.
90
Ibid., p. 77.
91
Douglas Trevor, op. cit., p. 78.

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Bajo la mirada de aquellos médicos ingleses, el sujeto


dudaba, se confundía y era presa de la angustia y del miedo
porque la naturaleza melancólica de su cuerpo así lo disponía,
irremediablemente. Según ellos, la única opción para contra-
rrestar tan trágico destino era simplemente, aceptar que ésa
era la condición del ser. Es decir, por más esfuerzo que el ser
humano hiciera para encontrar alguna certeza desde la razón,
la voluntad y la libertad, al final éste terminaría por toparse
con una corporalidad que lo limitaba y lo constreñía. Por ello,
el melancólico no podía escapar al dolor, la tristeza y la confu-
sión de su mente, porque para él resultaba imposible controlar
o combatir los vapores melancólicos que generaban la duda y
la perturbación dentro de él.92
De ahí, por ejemplo, el sufrimiento de Hamlet, que al
intentar encontrar la verdad objetiva en realidad quedó atra-
pado en otro tipo de búsqueda mucho más dolorosa. Y es que,
en efecto, el viaje del príncipe de Dinamarca al interior de sí
mismo fue sin duda tortuoso y difícil porque, al final, la única
conclusión a la que pudo llegar fue que el ser humano era in-
capaz de saber o conocer nada con certeza.93 De esa manera,
Hamlet, uno de los más grandes melancólicos de la historia de
Occidente, asumía lleno de pesar y sufrimiento la irremediable
predisposición en que lo dejaban sus oscuros, perturbadores y

92
Explica Trevor que la aceptación de esta condición dejaba al sujeto del siglo
xvii profundamente vulnerable. Asumir que su vida estaba determinada por
la complexión de sus humores hacía dudar al sujeto de la posibilidad de volver
a sentirse bien alguna vez. Ver Douglas Trevor, op. cit., p. 79.
93
La actitud escéptica de Hamlet lo hace dudar de todas sus percepciones.
Douglas Trevor, p. 66. Es precisamente esa duda constante lo que lo conduce
a concluir la imposibilidad del hombre de conocer nada con certeza. Douglas
Trevor, op. cit., p. 80.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

melancólicos humores.94 Con ello, Shakespeare intentaba dejar


al descubierto el destino fatal del alma y de la mente humanas,
ambas condenadas a vivir eternamente prisioneras en un cuer-
po adolorido.
De esta manera, una vez más, pero ahora en su versión
barroca, la melancolía del siglo xvii dejó al sujeto moderno
preso en el sufrimiento y la desesperanza de su frágil y enga-
ñosa existencia. Tendría que pasar algún tiempo para que la
fuerza de la razón occidental iluminara de una forma distinta
la experiencia melancólica. Solo entonces, muchos hombres y
mujeres comenzaron a vivir y a mirar el dolor, la tristeza y la
soledad también desde nuevos lugares emocionales.

94
Douglas Trevor, op. cit., p. 78.

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Melancolía y sensibilidad
en el siglo de la razón

Hablar del siglo de las luces remite inevitablemente a la razón.


Es por ello que a veces la historia se olvida de la importancia
que tuvieron las emociones y el discurso de la sensibilidad en
el pensamiento ilustrado del siglo xviii.95 Sin embargo, lo cierto
es que, para muchos filósofos y médicos de aquella época, la
teoría moral de los sentidos y de los sentimientos fue clave
para comprender la naturaleza humana y los procesos cogni-
tivos que distinguían al hombre. Allí, en esa revaloración de lo
sensible, la experiencia melancólica adquirió también nuevos
significados y una relevancia particular.
Efectivamente, la melancolía generó mucho interés entre
teólogos, médicos, literatos y filósofos del siglo xviii. Como sus
antecesores medievales, los primeros defendieron la creencia de
que aquel estado de sufrimiento humano era consecuencia
de la Caída. Para ellos, la conciencia del pecado generaba un

95
Autores como Henry Martyn Loyd, Ann Jessie Sant o Paul Goring han dedi-
cado muchas de sus investigaciones al estudio de la sensibilidad en la episte-
mología sensacionista, la medicina vitalista y la teoría moral de los sentidos
en el siglo xviii. En algunos de sus artículos han explicado el significado que
adquirieron términos como sentimiento, sentido, sensación o sentimental en
la literatura ilustrada de diferentes autores. Ver Henry Martyn Lloyd, The Dis-
crourse of Sensibility: the Knowing Body in the Enlightment, Springer, Nueva
York, 2013, p. 5.

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dolor moral insoportable que muchas veces sumía al hombre


en un estado de perturbación espiritual y corporal muy difícil
de sobrellevar en la vida cotidiana. Pero además, herederos de
una larga tradición cultural, muchos teólogos del siglo xvi-
ii también vieron en la melancolía la clara manifestación de
Satanás, puesto que para ellos el sujeto melancólico sólo po-
día mirarse como un sujeto frágil y vulnerable, poseído por el
demonio.96
Ahora bien, mientras aquellas ideas religiosas continua-
ron vigentes en el imaginario dieciochesco de muchos hombres
y mujeres, al mismo tiempo, la melancolía cobró fuerza e in-
terés en los escritos de muchos médicos, escritores y filósofos
ilustrados cuyas ideas circularon y formaron parte del sentido
común, sobre todo, de las burguesías que emergían con fuerza
en Francia, Alemania e Inglaterra. De esta manera, el discurso
médico del siglo xviii volvió a definir a la melancolía como una
enfermedad, pero, como se verá más adelante, las explicacio-
nes que ofreció para comprender el origen de aquella antigua
patología, así como los tratamientos para curarla, sufrieron
cambios importantes al incorporar algunas ideas procedentes
de las teorías de la nueva epistemología, lo mismo que de la
mecánica y la hidráulica que se hacían muy populares en los
ámbitos científicos de la época.
Por su parte, muchos filósofos y escritores de aquel mo-
mento también hicieron de la experiencia melancólica un tema
central en sus disquisiciones e historias. Para ellos, la melan-

96
Durante siglos, el imaginario occidental asoció la melancolía con la posesión
diabólica. Esto, por ejemplo, llevó a que muchos enfermos melancólicos fue-
ran condenados a la hoguera por la Inquisición. También, que muchas muje-
res que sufrían de dicho padecimiento fueran perseguidas y quemadas como
brujas. Fue San Jerónimo el primero en referirse a la melancolía como el baño
del diablo. Ver Roger Bartra, op. cit., p. 73.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

colía era expresión de las nuevas formas de estar en el mundo,


una emoción necesaria para la construcción de una sociedad
más civilizada, consciente y responsable; también, una pose
chocante y cómica que reflejaba el nuevo estilo de vida de la
gente rica y superflua que se aburría de los excesos y la des-
preocupación generados por un orden donde las necesidades
materiales se encontraban prácticamente resueltas.97
Ya fuera como posesión diabólica, enfermedad o forma
afectada de plantarse ante el mundo, la melancolía del siglo
xviii reflejaba el proceso histórico de fortalecimiento de un
yo interior cada vez más autónomo y consciente de sí mismo.
Sin duda, las nuevas teorías médicas y filosóficas sobre la re-
lación entre el cuerpo y la mente, sobre el funcionamiento del
sistema nervioso y sobre las facultades de la percepción y el co-
nocimiento, fueron realmente importantes en la consolidación
de la nueva conciencia individual que surgió en occidente a
partir del siglo xviii. Allí, el sujeto melancólico encontró dentro
de sí nuevos espacios para experimentar amor, desesperación,
unidad con lo sublime y un nuevo tipo de soledad triste que, al
mismo tiempo, podía resultar extrañamente muy placentera.
En aquel universo cultural, razón y sentimiento se con-
virtieron en el eje de muchas discusiones y reflexiones en
torno a la fisiología, la epistemología y el sentido existencial
del ser humano. En ese contexto, muchos filósofos y médicos

97
De acuerdo con Soledad Díaz Alarcón, cuando se piensa en la experiencia
melancólica del siglo xviii se pueden distinguir claramente dos tendencias.
Por un lado, dice la autora, se puede identificar cierta simpatía entre varios
filósofos y literatos que la entendieron de forma positiva, y una noción más
bien negativa entre muchos médicos y teólogos que miraron en aquel pade-
cimiento una condición nociva y muy dolorosa para quienes la vivían. Ver So-
ledad Díaz Alacrón, “La melancolía amorosa en el siglo xviii francés”, Alfinge,
Uco Press, Córdoba, 2013, p. 23.

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vitalistas ingleses, escoceses y franceses buscaron comprender


la relación entre las emociones, la mente y el cuerpo huma-
no. Para ellos, las pasiones eran el principio de la vida y de la
acción. Lejos de ser fuente de pecado y sufrimiento, como lo
habían sido en la cultura medieval y barroca, en los nuevos
discursos del siglo xviii las emociones se concibieron como el
vehículo mediante el cual el sujeto percibía la realidad y se vin-
culaba con el mundo. Así, por ejemplo, para Diderot, Barthez
o Holbach, aquél que carecía de sensibilidad estaba condena-
do a la muerte en vida.98 También en ese mismo rescate de
la dimensión emocional de la experiencia humana, empiristas
ingleses como Locke o Hume exaltaron el valor que tenían las
sensaciones captadas por los sentidos en el proceso cognitivo
de todo ser humano.99 Bajo su mirada, pensar y sentir eran
operaciones absolutamente indisolubles.
En ese nuevo juego entre emoción, pensamiento y rea-
lidad, los melancólicos se concibieron como sujetos que se
vinculaban con el mundo de manera muy particular. Muchos
médicos, filósofos y literatos reconocieron que las personas
que padecían de melancolía tenían una sensibilidad aguda,
mucho mayor que la del resto de los seres humanos. El dolor y
el sufrimiento con los que percibían la vida provenían, además,
de una imaginación poderosa; era precisamente aquella imagi-
nación la que imprimía tonos muy particulares a la experien-
cia individual de esos sujetos distintos, a veces geniales, pero
ciertamente enfermos.
A decir verdad, las nuevas teorías sobre la melancolía
como una emoción que traducía una percepción específica de

98
Paul Goring, The Rethoric of Sensibility in XVIII Century Culture, Cambridge
University Press, Cambridge, 2004, p. 40
99
Henry Martyn Lloyd, op. cit., p. 5.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

la realidad estaban vinculadas con el interés de los médicos


del siglo xviii en comprender mejor el funcionamiento del sis-
tema nervioso. De acuerdo con las nuevas teorías médicas, el
cerebro era el órgano mediante el cual las sensaciones físicas
se convertían en emociones. Por ello resultaba especialmente
importante explicar la relación que dicho sistema tenía con el
corazón, órgano que durante siglos se había concebido como
el centro físico de la experiencia emocional.100
En ese sentido, las investigaciones médicas del siglo de
las luces arrojaron ideas novedosas sobre el funcionamiento
de los nervios. De acuerdo con ellas, estos funcionaban como
cuerdas musicales que vibraban al recibir las imágenes del ex-
terior. Las vibraciones provocadas por los estímulos sensoria-
les del mundo llegaban al cerebro que, a su vez, las convertía en
imágenes y más tarde en emociones. Nervios, fibras nerviosas,
órganos en movimiento, circulación de la sangre, fueron todos
conceptos muy utilizados en el nuevo lenguaje que en el siglo
xviii se utilizó para imaginar la experiencia interior humana.101
Bajo la nueva mirada médica, la sensibilidad, es decir, la capa-
cidad que hacía posible la experiencia afectiva entre los seres
humanos, era siempre resultado de la fisiología.
En el siglo xviii, la experiencia melancólica comenzó a
recibir nuevos nombres. Vapores, esplín, histeria e hipocondría
fueron nombres que se dieron a padecimientos nerviosos muy
cercanos a lo que se había concebido como melancolía duran-
te siglos.102 Poco a poco, la teoría galénica del desequilibrio

100
Anne Jessie von Sant, Eighteenth Century Sensibility and the Novel: the Sen-
ses in Social Context, Cambridge University Press, Cambridge, 1993. pp. 5-6.
101
Ibid., p. 6
102
Germán Berrios, Historia de los síntomas de los trastornos mentales. La psi-
copatología descriptiva desde el siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, Ciudad
de México, 2008, p. 376.

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humoral empezó a desdibujarse, y en su lugar estos nuevos


padecimientos se explicaron a partir de nociones médicas que
incluían las teorías modernas de la circulación de la sangre y
de la hidráulica.
Además, las nuevas explicaciones fisiológicas de la natu-
raleza de los trastornos nerviosos, como se llamó a las enfer-
medades mentales entre las que se encontraba la melancolía,
abrevaron de las ideas mecanicistas de Newton. Durante la pri-
mera mitad del siglo xviii, dichas ideas se popularizaron en el
gremio de los médicos, en parte gracias a las investigaciones de
Herman Boerhaave.103 Este médico holandés fue uno de los pri-
meros en explicar que el cuerpo humano funcionaba como un
sistema de canales y redes por el que circulaban los jugos o los
fluidos de los espíritus que alimentaban la sangre. De acuerdo
con sus teorías, cuando dichos canales se obstruían, la sangre
se quedaba estancada y se pudría en la zona del hipocondrio,
lugar donde se generaban los vapores, el esplín, la hipocondría
o la melancolía.104 Poco a poco, las teorías en torno a las enfer-
medades “de los nervios” abrieron paso a lo que a partir de
fines del siglo xix habría de conocerse como depresión.
Timothy Rogers (1658-1728) y Richard Baxter (1615-
1691) fueron médicos famosos por tratar enfermos melancó-
licos. Para ambos, y de acuerdo con las teorías más populares
de principios de siglo, la melancolía era un padecimiento que
se originaba debido a la putrefacción de la sangre que, al que-
darse estancada, dejaba de alimentar a la imaginación en el
cerebro, con lo cual sobrevenían problemas en el entendimien-

103
Clark Lawlor, op. cit., p. 78.
104
Ibid., p. 77.

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to, la memoria y los afectos.105 Para estos médicos ingleses, la


melancolía generaba terribles sufrimientos tanto para el cuer-
po como para la mente. Entre los síntomas que ambos enume-
raban como típicos de tan triste enfermedad se encontraban
la culpa, la desesperanza, la perturbación interior, el temor de
Dios, el miedo a la muerte, la angustia, las dudas constantes.106
Además, las afectaciones que los melancólicos sufrían en el
cerebro generaban confusión, sentimientos de odio e incapa-
cidad para actuar.107
La evolución del concepto médico de “las enfermedades
de los nervios” se aceleró al llegar la segunda mitad del siglo
xviii. Entonces, las teorías mecanicistas se abandonaron y, en
su lugar, llegaron nuevas ideas inspiradas en el conocimiento
de la electricidad; estas habrían de incidir de manera muy po-
derosa no sólo en la transformación de la idea de la melancolía,
sino también en los tratamientos que se utilizaron para com-
batirla sobre todo ya en los siglos xix y xx.
Pero la mirada médica no fue la única que colaboró en
la transformación de los significados que dieron sentido a la
experiencia melancólica en el siglo xviii. Mientras que los mé-
dicos se empeñaron en encontrar nuevas explicaciones fisioló-
gicas, los filósofos y literatos de la época intentaron definir qué
era la melancolía en el contexto cultural de sociedades donde

105
Insgram, Melancholy Experience in Literature of the Long Eighteenth Cen-
tury: Depression, 1660-1800, Palgrave Macmillan, Londres, 2011, p. 43.
106
Ingram, op. cit., p. 38.
107
Es curioso pensar que, para Baxter, algunos melancólicos también podían
enfermar a causa del susto, la muerte de algún ser querido o la sensación de
fuerte pérdida. En esos casos, explicaba el médico inglés, la enfermedad no
tenía relación con la sangre estancada, sino con las pasiones que perturbaban
a los espíritus de la sangre, que viciaban las vísceras, el cerebro y, por lo tanto,
generaban enfermedad. Ingram, op. cit., p. 43.

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las burguesías comenzaban a ordenar la vida a partir de va-


lores como la individualidad, la civilización, el refinamiento
y, efectivamente, la sensibilidad.108 En ese contexto, el lujo, lo
exótico y el contacto con la otredad aparecieron como parte de
una realidad nueva y contradictoria que despertaba debates,
burlas y críticas entre los interesados en la transformación de
la moral y las costumbres. Allí, una vez más, la melancolía co-
bró un lugar muy importante.
En ese sentido, es curioso recordar la manera en que
George Cheyne, médico y amigo de personajes como Samuel
Richardson o Alexander Pope, explicaba la naturaleza, las
causas y los tratamientos de un padecimiento cada vez más
popular y más presente en el ámbito de la sensibilidad bur-
guesa europea. Para uno de los primeros vegetarianos de la
historia, la melancolía tenía su origen en la mala alimentación.
Como muchos de sus contemporáneos, Cheyne sostenía que la
acumulación de los jugos o los fluidos en el estómago impedía
la buena circulación de la sangre, y que la obstrucción de los
vasos sanguíneos provocaba que los nervios dejaran de recibir
las vibraciones o tremores de los estímulos exteriores, situa-
ción que generaba dolores físicos, convulsiones, espasmos y
demás problemas nerviosos.109
Como es fácil advertir, las teorías médicas de Cheyne se-
guían la lógica de la medicina hidráulica y mecanicista de la
que ya se ha hablado aquí; sin embargo, lo verdaderamente
interesante y novedoso de su pensamiento se encuentra, más
bien, en la asociación que este médico escocés obsesionado
con las bondades de los vegetales y los lácteos hacía entre

108
Sobre la sentimentalización de la vida y la transformación del sentido vital
entre las burguesías del siglo xviii, ver Paul Goring, op. cit., p. 43.
109
Ingram, op. cit., p. 85.

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la alimentación, la melancolía, la moral y las costumbres. De


acuerdo con el médico de Pope, la melancolía que enfermaba al
cuerpo de muchos de sus pacientes estaba muy relacionada
con las dietas lujosas y excéntricas que llegaban a Inglaterra
desde países como Francia, Italia o España, como consecuencia
de la expansión imperial y del auge de la riqueza comercial.110
Por ello, la mejor manera de combatir los pesares melancóli-
cos era regresar a la dieta simple y tradicional de los ingleses;
evitar los vinos y preferir la leche; no ingerir carnes rojas con-
dimentadas con especias o salsas excéntricas, y mejor volver a
las carnes blancas cocinadas sencillamente.111
Las explicaciones médicas y dietéticas del doctor Cheyne
tenían, en realidad, un fuerte trasfondo moral. Muchos filóso-
fos ingleses y franceses de mediados del siglo xviii debatieron
en torno a la utilidad o inutilidad de la riqueza y los bienes
lujosos para conseguir la felicidad en la vida terrena. Mientras
que algunos de ellos, como Voltaire o Bernard Mandeville, de-
fendieron que la riqueza material y el lujo podían generar un
mayor grado de felicidad entre los hombres, hubo otros que
denostaron los excesos del lujo al considerarlos fuente de in-
satisfacción, insaciabilidad y sufrimiento constante. Entre los
críticos más tenaces de la frivolidad producida por la rique-
za material excesiva se encontró, por supuesto, Jean Jacques
Rousseau.
Rousseau fue, sin duda, uno de los grandes melancólicos
del siglo de las luces. La sensibilidad con la que el autor de las
Ensoñaciones del paseante solitario percibió el mundo era la
de un sujeto atrapado en las contradicciones propias de una

110
Ibid., p. 86.
111
Ibid., p. 90.

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sociedad en transición.112 En Rousseau se pueden observar las


tensiones entre el valor del individuo moderno y la fuerza de lo
comunitario, entre los encantos de la vida civilizada y el de-
seo de volver a los placeres más profundos y más simples
de la Naturaleza. Pero más allá de las contradicciones de la
vida moderna que frecuentemente lo atribulaban, Rousseau
era un convencido del poder de la conciencia individual y de
la introspección como única vía para encontrar la paz y la fe-
licidad interior.
Frente a los excesos materiales y las frivolidades burgue-
sas que tanto le molestaban, Rousseau encontraba en el reti-
ro del mundo y en el exilio voluntario que implicaba la vuelta
a la Naturaleza el camino perfecto para encontrarse con uno
mismo. Replegarse en el espacio de la mente, conectarse con
los poderes de la imaginación y del sentimiento, eran para él
mecanismos indispensables para escapar de los sufrimientos
generados por las exigencias de una sociedad cada vez más
banal y más alejada de la verdadera felicidad.113 De acuerdo
con Rousseau, ésta solamente podía encontrarse en el interior
de la mente y del corazón. Como es fácil advertir, ambos se
encontraban profundamente relacionados con la experiencia
melancólica occidental.

112
Aleksander Franiczek tiene un interesante artículo en el que analiza la
experiencia de la soledad melancólica en las Ensoñaciones del paseante soli-
tario de Rousseau.
113
De acuerdo con Franiczek, para Rousseau, la mente era el espacio en donde
el ser humano podía unirse con la Unidad, de allí que fuera precisamente en
dicho espacio interno que el sujeto podía encontrar la verdadera felicidad. Ver
Aleksander Franiczek, “The Pleasurable Pain of Melancholic Solitude: Exami-
ning Rousseau´s Emotional Self Indulgence”, Reveries of the Solitary Walker,
Western University, 2017, p. 11.

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Y es que, en efecto, la melancolía era una experiencia pri-


vilegiada para entrar en contacto con el mundo interno. Du-
rante siglos, el imaginario occidental había hablado del sujeto
melancólico como un individuo deseoso de apartarse de la
sociedad para replegarse en sí mismo, como un ser humano
cuyo estado natural era, precisamente, el de aislarse y vivir en
soledad. Debido al gusto y a la necesidad que los melancólicos
sentían por la vida solitaria y volcada hacia el yo interior, estos
sujetos habían sido privilegiados con la capacidad para mirar
hacia dentro y entrar en contacto con su propia conciencia in-
dividual. De esta manera, para Rousseau, la soledad melancó-
lica no sólo es una de las experiencias más gratificantes y pla-
centeras de la vida, sino también una condición indispensable
para hallar un estado de paz y alegría que solamente podía
encontrarse en el interior de cada quien.
Ahora bien, es importante insistir en que, bajo la mira-
da de Rousseau, la soledad sólo podía vivirse en melancólica
tranquilidad cuando ésta se elegía por voluntad propia. Es de-
cir, para que el exilio y el retiro del mundo fueran realmente
provechosos y gozosos, estos debían ser una elección personal
y nunca el resultado del aislamiento forzado de un sujeto re-
chazado por su sociedad.114 Cuando la soledad era producto de
esto último, lejos de proveer alegría y contento, lo que otorga-
ba al sujeto eran profundos sentimientos de abandono y dolor.
Los placeres de la soledad melancólica eran, así, completamen-
te antagónicos al sufrimiento provocado por la alienación.115

114
Aleksander Franiczek, op. cit., p. 1.
115
En este sentido, Hugo Garciamarín ha dedicado varias reflexiones a ex-
plicar el significado doloroso que tenía la soledad impuesta para Rousseau.
Garciamarín insiste en que, para el filósofo ilustrado, la experiencia solitaria
resultaba sumamente gozosa cuando se trataba de una elección libre. Cuando
la soledad era impuesta, en cambio, el sujeto padecía la ruptura o la falta de

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Para el filósofo ginebrino, la soledad como experiencia vi-


tal que acercaba a la felicidad tenía, además, un estrecho víncu-
lo con el poder de la imaginación. Para bien o para mal, durante
siglos, melancolía e imaginación estuvieron en indisoluble re-
lación. En sus reflexiones sobre la soledad, Rousseau señalaba
lo favorable que era aquel estado para estimular el poder de la
imaginación.116 A partir del contacto con esa capacidad no ra-
cional de la mente, el ser humano podía perderse dentro de sí
para encontrar, o más bien reencontrar, la unidad con lo subli-
me. El escenario perfecto para disfrutar aquella experiencia
transformadora era el campo.
El placer melancólico que generaba el contacto con la Natu-
raleza hablaba de ese sujeto que, una vez más, reconocía la necesi-
dad de retirarse del mundo para intentar buscar algo que de otra
manera continuaría perdido. En el caso de la búsqueda de
Rousseau, el final prometía ser feliz, si bien la experiencia
de recogimiento interior no podía estar completamente exenta de
cierto dolor. Con el paso del tiempo, los placeres agridulces
de la soledad melancólica, cerca de la Naturaleza, habrían de
nutrir de manera fundamental la sensibilidad romántica del
siglo xix.117 Es interesante pensar también, en ese sentido, que
la melancolía dieciochesca francesa fue precursora de otras ex-

afiliaciones sociales tan necesarias para vivir con bienestar. Ver Hugo Gar-
ciamarín, Un ensayo de felicidad y bienestar, Inédito al momento de citarse.
116
Rousseau vive la soledad voluntaria como el estado más favorable para
estimular la imaginación de la mente. Así, para él, la melancolía solitaria era
una experiencia que permitía entrar en contacto con estados mentales más
emocionales y menos racionales, que hacían posible conectarse con lo subli-
me y lo divino. Franiczek, op. cit., p. 9.
117
Franiczek explica que en las Ensoñaciones de Rousseau la Naturaleza fun-
ciona como un espejo interior que permite al sujeto encontrarse con él mis-
mo. La imagen sería recurrente en la literatura Romántica del siglo xix. Ver
Franiczek, op. cit., p. 11.

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periencias emocionales que, poco tiempo después, el roman-


ticismo habría de apropiarse y resignificar. Así, la simpatía, la
empatía, el amor y la amistad formarían parte de esa nueva
sensibilidad refinada y elevada que ya desde la Ilustración se
relacionó con la experiencia de la melancolía.
La reivindicación ilustrada de la capacidad de sentir,
como un atributo exclusivo de gente civilizada y superior, pos-
tuló el problema de la relación entre el alma y la mente. Allí, la
melancolía tuvo un lugar muy importante, puesto que era una
experiencia interna que abría el canal de comunicación entre
la emoción y el pensamiento. En palabras de Diderot, la melan-
colía perturbaba al cuerpo y al espíritu al generar conciencia
de nuestra eterna imperfección.118 Cuando el sujeto quedaba
preso de aquel sentimiento, sufría un gran vacío que era im-
posible llenar, “ni con los otros, ni con los objetos placenteros,
ni con los placeres de la Naturaleza”.119 Para el médico filósofo,
cuando el alma y el cuerpo quedaban presos de la melancolía,
la única vía para encontrar descanso era la meditación.
Nuevamente, como en Rousseau, Diderot pensaba en la
riqueza del mundo interior. En realidad, en ambos casos,
la reivindicación de la experiencia interna del sujeto surgía
de la nueva sensibilidad burguesa que apreciaba sobre todas
las cosas el valor de la individualidad y el fortalecimiento de la
autoconciencia. Sin duda, en el proceso de reconocimiento de
un yo cada vez más libre y autónomo, el sujeto moderno se
encontró con nuevos dolores que, curiosamente, no siempre
se vivieron desde el sufrimiento, sino que también contaron
118
En su artículo “La melancolía amorosa en el siglo xviii francés”, Soledad
Díaz Alarcón cita a Diderot. Yo he tomado las palabras del filósofo de dicho
texto, si bien las he traducido más bien libremente. Ver Soledad Díaz Alarcón,
op. cit., p. 9.
119
Idem.

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con ciertas dosis de placer y gozo. El amor romántico, por


ejemplo, brindó una nueva experiencia agridulce y melancó-
lica que ya en el siglo xix se habría de incorporar al nuevo es-
tilo de vida burgués. Una vez más, en palabras de Diderot, la
melancolía permitía disfrutar de las ilusiones del amor; para
el médico filósofo francés, el poder de la fantasía y de la imagi-
nación surgía nuevamente como una fuerza interna que hacía
posible gozar de “los placeres más delicados del alma y de los
sentidos”.120
Ahora bien, como se ha dicho ya, en el siglo xviii muchos
hombres y mujeres continuaron enfermando de melancolía y
asistieron con sus médicos para que éstos los aliviaran y los
curaran. Para ellos, la experiencia melancólica significó vivir
dolores corporales, físicos y espirituales muy profundos. En
ese sentido, médicos como Richard Baxter o Bernard Man-
deville insistieron en la necesidad de reconocer que las y los
melancólicos sufrían de un padecimiento real. De acuerdo con
ellos, los síntomas que atormentaban con mayor frecuencia
a sus pacientes eran la perturbación interior, la ansiedad, el
mal humor y la constante inseguridad. Además, es curioso que
Mandeville hablara de otros nuevos síntomas físicos, como la
vista borrosa o los molestos zumbidos en los oídos.121
Si bien los síntomas físicos y mentales descritos por am-
bos médicos son de por sí interesantes, en realidad, lo que re-
sulta más curioso sobre las ideas de Baxter y Mandeville son las
nuevas terapias que propusieron. Lejos de continuar con pur-
gas y sangrías, Mandeville recomendaba escuchar a los pacien-
tes. Hablar con ellos, oírlos y, sobre todo, tratarlos con compa-

120
Ibid., p. 11.
121
Ingram, op. cit., p. 51.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

sión.122 De esta manera, el médico y filósofo inglés promovía


el trato amoroso hacia sujetos que anteriormente habían sido
vistos con miedo, temor o desconfianza. Para lograr esa trans-
formación era necesario educar a la gente en nuevas formas de
sensibilidad efectivamente más sofisticadas o, en palabras de la
época, más civilizadas y empáticas.
En cualquier caso, durante el siglo xviii, la melancolía se
convirtió en parte esencial de la sensibilidad y la percepción
burguesas de la vida. Si bien muchos hombres y mujeres de
aquella época enfermaron realmente de ella, otros la hicieron
una manera de enfrentar la vida. Esto, porque entre los sec-
tores más acomodados de la Europa de aquella época, el ocio,
las comodidades o la despreocupación por ganarse el sustento
cotidiano generaron un nuevo tipo de aburrimiento existen-
cial. Así, el ennui burgués, nueva expresión de la melancolía
del siglo xviii, se vivió como una forma frívola de hartazgo, dis-
plicencia o apatía frente a la vida de la que muchos escritores
ingleses como Jonathan Swift, Alexander Pope o Edmund Spen-
ser se burlaron en varios de sus divertidos textos satíricos.
En efecto, la pose melancólica fue motivo de risa y bur-
la para muchos escritores y lectores del siglo xviii; al mismo
tiempo, la dimensión trágica de esa experiencia emocional en-
contró nuevas expresiones a partir del estilo de vida de los
sectores medios europeos de aquella época. Efectivamente, la
transformación de las relaciones entre el sujeto y la familia, el
amor, la autoridad, la religión o la muerte, planteó nuevas pre-
guntas y formas de sufrimiento interno que originaron mani-
festaciones melancólicas muy propias de la cultura romántica
de los siglos xviii y xix.

122
Idem.

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Frente a los nuevos desafíos éticos de un mundo cada vez


más racional y secularizado, pero también cada vez más sensi-
ble y sentimental, el sujeto moderno asumió nuevas formas de
responsabilidad que a veces activaron el lado más oscuro de la
melancolía. Porque ante las demandas de una sociedad cada
vez más exigente con el individuo, éste se concibió como un
sujeto libre y responsable, capaz de elegir con dignidad poner
fin a sus sufrimientos terrenos con el acto fatal de la muerte.
Así, durante el siglo xviii y xix, el suicidio hizo a un lado la
carga pecaminosa y prohibida con la que lo había mirado el
cristianismo y se convirtió no sólo en una moda entre los jó-
venes burgueses europeos, sino también en una opción vital
para quienes no podían satisfacer las costosas expectativas de
su sociedad.
Si bien la mirada más compasiva y empática propia del
sentimentalismo dieciochesco incluyó una actitud más amoro-
sa hacia el sufrimiento melancólico, por otro lado, conforme el
tiempo avanzó, la experiencia de la melancolía se vinculó con
sujetos a los que comenzó a mirarse con miedo y desconfianza.
Mientras Rousseau había exaltado las bondades del gusto por
la soledad voluntaria, para fines del siglo xviii, el carácter an-
tisocial, hosco y huraño de los enfermos melancólicos empezó
a ser motivo más bien de preocupación. Y es que poco a poco la
sensibilidad burguesa se volvió cada vez más intolerante hacia
la diferencia y la otredad. En medio de aquel contexto emocio-
nal temeroso, segregacionista e intransigente, las sociedades
europeas se encontraron con la necesidad de construir asilos
y hospitales para confinar a los enfermos mentales.123 Efecti-
vamente, las clases medias de las futuras naciones imperiales

123
Para Mary Cosgrove, el melancólico de fines del siglo xviii se convirtió en
el loco “otro” a quien era necesario purgar de su enfermedad si se le deseaba

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

llegaban felices, fuertes y confiadas de sí mismas al siglo xix.


Bajo su mirada del mundo, un mundo que avanzaba veloz e
irremediablemente hacia el progreso, no había lugar alguno
para la locura. Por ello, las burguesías europeas de aquella épo-
ca pronto decidieron que había que esconderla, aislarla y des-
terrarla de la realidad. Muy pronto, la experiencia melancólica
de siglos abriría paso a los dolores y sufrimientos propios de
la depresión moderna.

reintegrar a la sociedad. Mary Cosgrove, Sadness and Melancholy in German


Language Literature and Culture, Boydell and Brewer, Edimburgo, 2012, p. 6.

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Una sensibilidad de moda:


de la melancolía romántica
a la depresión clínica

Las sociedades burguesas que emergieron en Europa, Estados


Unidos y algunos países de América Latina a lo largo del siglo
xix ordenaron la vida a partir de nuevas formas de sentir y, por
lo tanto, de percibir y traducir la realidad y la experiencia. La
revolución industrial y el desarrollo de la economía capitalista
promovieron el proceso de urbanización que vino acompaña-
do de la fe en el progreso, la secularización de la vida y la pola-
rización de la riqueza y la pobreza. Así, en el campo y la ciudad
del siglo xix surgieron nuevas tensiones y contradicciones que
enfrentaron a los hombres y las mujeres con una conciencia
distinta del dolor, la desesperación y el sufrimiento.
En aquella nueva realidad, los salones, los cafés y las gran-
des casas de banqueros, políticos y profesionistas ricos alber-
garon nuevas conversaciones animadas por las noticias de
la prensa, la circulación de novelas, la llegada de inventos tec-
nológicos y la admiración por los descubrimientos científi-
cos. La herencia ilustrada y liberal alimentó el entusiasmo de
aquellos nuevos sectores poderosos que vieron con fervor la
expansión de la bonanza y el progreso de sus imperios y sus
naciones. Sin embargo, aquel optimismo propio del estilo de
vida burgués también tuvo otra cara. Frente a la posibilidad
que sintieron las élites intelectuales, políticas y económicas

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ESTELA ROSELLÓ SOBERÓ N

de conocerlo y controlarlo todo, hubo hombres y mujeres que


sufrieron con gran dolor las contradicciones en las que se vio
atrapada su existencia.
Mientras que las burguesías europeas se regocijaban ante
las comodidades, la seguridad y estabilidad de la vida, muchos
artistas, pintores, poetas, escritores, músicos, profesionistas
y aristócratas de la Europa del siglo xix se instalaron en una
nueva forma de percibir y vivir la realidad, una nueva forma
que se rigió por el rechazo al progreso y la nostalgia por el pa-
sado, pero sobre todo por el dolor, la desesperación, la angustia
y el desánimo provocado por el insoportable hastío de la vida.
La melancolía romántica surgía, así, como un estado de ánimo
y una respuesta vital ante las nuevas condiciones de opresión
generadas por las promesas de la razón occidental.
La sensibilidad romántica de fines del siglo xviii y de
prácticamente todo el siglo xix se caracterizó, entre muchas
otras cosas, por concebirse como un rasgo propio de hombres
y mujeres refinados, que se distinguían del resto de la pobla-
ción por su enorme capacidad para sentir. Ya Rousseau había
señalado cómo la capacidad para sentir con el otro eran expre-
sión de civilidad y superioridad moral.124 La sensibilidad aguda
era una característica que identificaba a aquellos hombres y
mujeres capaces de tocar lo sublime y de comprender mucho
más que el resto de la humanidad. Para esos seres humanos
de sensibilidad intensa, la conciencia no se iluminaba con la
razón, sino más bien con la emoción.

124
Así, por ejemplo, en el Emilio, Rousseau hablaba de la importancia de una
educación sentimental que hiciera capaces a los seres humanos de reconocer
la vulnerabilidad común entre el otro y uno mismo. Ver Elizabeth A. Dolan,
Seeing Suffering Women´s Literature of the Romantic Era, Routledge, Nueva
York, 2008, p. 5.

110

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Pero formar parte de esa élite sensible, poseer esos al-


tos niveles de conciencia emocional generaba, sin duda, un
gran sufrimiento. La vida dolía tan sólo por vivirla. Y así, por
ejemplo, frente a la contemplación de la belleza sublime de un
acantilado, la existencia recordaba el irremediable final de la
muerte. Bajo aquella sensibilidad, también el dolor de los otros
se hacía insoportable. La conmiseración hacia los esclavos en
las colonias, el interés en la protección de los animales, la filan-
tropía, la ternura hacia los niños, la compasión por los pobres
y menesterosos formaron parte de esa nueva sensibilidad en
torno al dolor y al sufrimiento ajeno.125
Si el progreso ilustrado y liberal miraba hacia el futuro
y generaba júbilo, la nostalgia romántica añoraba el pasado y
provocaba melancolía. De ahí la obsesión por las ruinas aban-
donadas en medio de paisajes naturales tétricos, imaginarios,
más propios de la ensoñación que de la realidad. Aquellas rui-
nas eran señales de la memoria, símbolo implacable de un pa-
sado que no volvería ya.126 Efectivamente, la angustia y el pesar
generados por el inevitable paso del tiempo también fueron
parte esencial de la experiencia melancólica que atormentó a
pintores y poetas como John Constable o William Wordsworth.
Para los románticos, la naturaleza se presentaba desbor-
dada e incontrolable; ni la razón, ni la tecnología ni la cien-
cia podían hacer nada por dominarla o constreñirla, y en ese
sentido las tempestades marinas que fascinaban a Schelling, a
Novalis o a Caspar David Friedrich recordaban al hombre su
pequeñez e insignificancia. Porque en la literatura y la pintura

125
Sobre dichos movimientos abolicionistas y protectores de animales como
rasgo de esta nueva sensibilidad, ver Dolan, op. cit., p. 4.
126
Ver Colin Dekeersgieter, Wordsworth, Ruins, and the Dialectics of Melancho-
lia, The Graduate Center, Nueva York, 2014, p. 111.

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de los románticos, la imagen de la inconmensurabilidad del


mar volvía al sujeto a esa “inmensidad íntima” de la que habla-
ra Baudelaire en su momento.127
Como se dijo antes, la melancolía romántica del siglo xix
fue una reacción a las nuevas formas de opresión y sumisión
generadas por el nuevo orden ilustrado y liberal que atormen-
taban emocionalmente a sujetos que se asumían en su vul-
nerabilidad y su fragilidad. Frente a un mundo exterior que
auguraba felicidad absoluta, los melancólicos románticos se
replegaban en su interior para volver a descubrir que la vida
del hombre estaba destinada solamente al dolor, el pesar y el
sufrimiento.
Las exigencias sociales de un orden burgués ávido de ri-
queza material y de estatus se traducían en roles masculinos
y femeninos rígidos y agobiantes; las convenciones culturales
para mantener la seguridad generaban asfixia y malestar; la
explotación de las poblaciones nativas y esclavas en las colo-
nias y de los sectores obreros en las metrópolis era origen de
injusticia y desigualdad, mientras la soberbia y la prepoten-
cia de muchos políticos y científicos europeos convencidos de
su superioridad hacían más evidentes los verdaderos límites
de la inteligencia y de la razón humanas. Entre los más sensi-
bles, los más conscientes y los más empáticos, todo ello pro-
vocaba fuertes sentimientos de ahogo, angustia, tristeza, has-
tío y desolación. La melancolía proliferó así como una opción
vital para las élites educadas del siglo xix europeo, pero muy
pronto también se convirtió en una sensibilidad de moda entre
127
Ver María Teresa Caro Valverde, “El mar, absoluto literario. La influencia del
romanticismo alemán en la Reinaxenca catalana”, Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes, Alicante, 2014, p. 298. En su artículo, Caro recuerda que el primero
en hablar del mar en ese sentido fue Goethe, quien efectivamente influyó en la
visión utópica marina de los hermanos Schegel, Novalis y Schelling.

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hombres y mujeres burgueses y aristócratas que moldearon


su sentimentalidad a partir de las novelas, los poemas, las pin-
turas y las obras maestras de artistas, músicos e intelectuales
que hicieron de la melancolía un sinónimo de aristocracia y
refinamiento.
Así, por ejemplo, en 1774, la publicación de Los sufrimien-
tos del joven Werther de Goethe provocó un extraño fenómeno
de imitación y admiración colectiva hacia la personalidad del
joven melancólico cuya sensibilidad extrema lo había llevado
al suicidio. El “furor wertherius”, como se conoció al curioso
hecho se tradujo en cientos de muchachos europeos que co-
menzaron a vestirse con frac azul, pantalón y chaleco amari-
llo, a la manera del nuevo héroe, y de jovencitas que copiaron
la indumentaria del vestido blanco con moños rosas de Lotte,
la amada del famoso protagonista.128 Del mismo modo, la ima-
gen del joven Werther apareció en cajas de chocolates y en los
abanicos de las damas aristócratas. Los perfumeros de Euro-
pa crearon agua de colonia Werther y en algunos parques de
las ciudades alemanas se colocaron urnas con las supuestas
cenizas del desdichado protagonista de la novela de Goethe.129
La angustia y el dolor del sensible joven resultaron muy
atractivas para un público que se fascinó con la historia de amor
del atormentado Werther. Al parecer, muchos lectores de la
época comprendieron a la perfección los sufrimientos de aquel
muchacho melancólico quien, ante la imposibilidad de con-
sumar su amor con una mujer casada, pronto comprendió que
la única vía para dar fin a su sufrimiento era el suicidio.

128
Es Eustaquio Barjau quien en la introducción a la novela del romántico
alemán recuerda los curiosos detalles de aquel fenómeno.
129
Eustaquio Barjau (tred.), en Goethe, Los sufrimientos del joven Werther,
Editorial Vicens Vives, Madrid, 2013. p. vii.

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Ya desde el siglo xviii, el tema del suicidio en relación


con la experiencia melancólica había estado presente en las
disertaciones de varios filósofos ilustrados. En sus Four Dis-
sertations and Essays on Suicide and the Immortality of the Soul
(1777), David Hume había argumentado por qué el suicidio no
era un crimen. Por su parte, tanto Montesquieu en sus Cartas
persas (1721) como Voltaire en el Cándido (1759) habían pre-
sentado reflexiones sobre el suicidio como una decisión que no
resultaba inmoral.130
Con el pasar del tiempo y el advenimiento del sentimen-
talismo romántico, la añoranza por la muerte se consideró un
signo de enorme sensibilidad.131 Así, por ejemplo, personajes
como George Sand, Alfred de Musset, Chateubriand o Lamar-
tine confesaron en algún momento que durante su juventud
habían experimentado la tentación de quitarse la vida.132
Bajo la mirada de la melancolía romántica, el suicidio no
era otra cosa que una solución contundente, la única verdade-
ramente efectiva para acabar con los tormentos de una vida
tiránica y opresiva. Es decir, el suicida era heroico porque ele-
gía aquella fatal opción como el máximo acto de liberación hu-

130
Ver Mark Curran. Atheism, Religion, and Enlightment in Pre-revolutionary
Europe, Boydell Press, Londres, 2012, p. 39.
131
En su artículo “Romanticism and the Culture of Suicide in xix Century
France”, Lisa Lieberman explica que a mediados del siglo xix, los médicos
alienistas debatieron de manera sistemática el origen patológico de este acto.
Así, por ejemplo, en los Annales médico-psychologiques de 1850, muchos mé-
dicos escribieron sobre la relación entre el suicidio y la enfermedad mental.
Sin embargo, en términos culturales, el suicidio formó parte de la sensibi-
lidad melancólica que tanto el neoclasisismo y el romanticismo vincularon
con el heroísmo. Ver Lieberman, “Romanticism and the Culture of Suicide in
xix Century France”, Comparative Studies in Society and History, vol. 33, Issue
3, July 1991, s. p.
132
Lisa Lieberman, op. cit.

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mana. También en Gran Bretaña, Mary Shelly y otros escritores


góticos como Horace Walpole o Anne Radcliffe se introdujeron
en el tema del suicidio para expresar la angustia y la desespe-
ración propias de la melancolía decimonónica.133 Para ellos, el
acto irreparable se cubría de terror y acontecía en escenarios
donde la realidad, el sueño y las pesadillas se confundían den-
tro de una atmósfera de completa congoja y oscura desolación.
Efectivamente, en el siglo xix, la melancolía formó parte de
un universo sensible que se rebeló contra la fe en la razón. Sin
embargo, es curioso pensar que la experiencia melancólica de
los románticos también surgió a partir de la tristeza generada
por la pérdida de la fe en la religión. Nuevamente fue Goethe
quien planteó la angustia de un ser humano que en busca del
conocimiento absoluto había sido capaz de vender su alma
al diablo. La desesperación de Fausto ante lo insuficiente que le
resultaban la ciencia y la religión lo llevaron a pactar con Me-
fistófeles en una historia que mostraría, una vez más, la fuerza
de las pasiones y de lo irracional en la vida de un ser humano
abatido y encadenado al sufrimiento existencial.134
El agotamiento de la razón como elemento explicativo
de todas las cosas y como vía omnipotente para controlar-
lo todo también fue el hilo conductor de la trágica vida de
Frankenstein. El gran héroe melancólico de la literatura gótica
que sufría arranques de locura e irracionalidad y vivía presa
de un desorden mental que lo convertía en el temido mons-
truo alienado por la sociedad. En realidad, el salvajismo y los
ataques febriles del personaje de Shelly eran resultado de la
133
Ver Michelle Flaubert, “Introduction to Suicidal Romanticism: Origins and
Influences”, en Studies in the Literary Imagination, núm. 1, vol. 5, s. p.
134
Ver Matthew Bell, “Faust´s Pendular Atheism and the British Tradition of
Religious Melancholy”, en Nicholas Boyle and John Guthrie (eds.), Goethe and
the English Speaking World, Camden House, Nueva York, 2002, p. 79.

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mala relación del hombre con la Naturaleza y con su fantasía


de poder ilimitado. En su afán por controlar lo incontrolable,
por conocer los secretos más misteriosos de la existencia, la
medicina había creado un engendro que habitaba en las fron-
teras entre el la vida y la muerte.135
El universo de los melancólicos románticos estuvo ha-
bitado, entonces, por hombres y mujeres hipersensibles, por
seres curiosos, imaginativos, ávidos de conocimiento sublime,
por monstruos necesitados de afecto y sujetos indeseables
que poseían una naturaleza distinta y poco convencional. En
pocas palabras, en el siglo xix la experiencia melancólica fue
propia de quienes que no cabían en los estándares de orden y
estabilidad propios de la vida burguesa. Los hombres de genio
también quedaban, sin duda, fuera de aquellos parámetros de
“normalidad”.136
Los ataques febriles y las alucinaciones, esta vez de
Chopin, y no del monstruo de la novela gótica de Shelly, eran
síntoma de aquel desánimo vital compartido por seres sobre-
salientes, capaces de ver, tocar y sentir con mucha mayor cla-
ridad y lucidez que los demás. El malestar físico constante, la
palidez y la fragilidad de un cuerpo siempre enfermo manifes-
taban una pesadumbre más profunda e interna, aquella que
hacía que Chopin declarara que, para él, “morir o vivir no era
135
Ver Ludmilla Jordanova, “Melancholy Reflection: Construction on Identity
for Unveliers of Nature”, Nature Displayed: Gender, Science and Medicine, 1760-
1820, Longman, Harlow, 1999, p. 67.
136
Es importante recordar la antigua relación que desde Grecia se había he-
cho entre genio y melancolía. En el imaginario romántico, esta asociación
pesó mucho. Genio, locura, inspiración y melancolía fueron conceptos que
era difícil separar. Ver Lawlor, op. cit., p. 49. La manía, la cara agresiva de la
melancolía, era el estado ideal para despertar el genio creativo. Con el tiempo,
los estudios sobre la depresión clínica también incorporaron a la manía como
parte esencial de aquel padecimiento mental.

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importante”.137 En una conmovedora carta fechada en 1839,


George Sand narra el sufrimiento que vivió el músico durante
aquel invierno en la cartuja de Valldemossa en Mallorca, ro-
deado de humedad, frío, tormentas e inundaciones que lo su-
mieron en el más grande pesar melancólico. Tras una terrible
tempestad nocturna, Sand encontró a su amado compañero
agitado, febril, desolado: “su composición de esa noche, hu-
medecida por las gotas de lluvia que resonaban sobre las tejas
sonoras de la Cartuja, pero en su imaginación se habían con-
vertido en lágrimas que caían sobre su corazón”.138
Vivir triste, atribulado y con el ánimo decaído era lo ade-
cuado para pertenecer al grupo selecto de artistas, intelectua-
les, escritores y poetas que se sabían parte de una élite muy
particular. Su dolor cotidiano no estaba exento de satisfacción,
no sólo porque sentir a profundidad tenía un lado siempre go-
zoso, sino también porque la sensibilidad extrema era señal
de exclusividad. Mucho tiempo después de aquel desdichado
viaje con Chopin a Mallorca, ya en sus últimos años, Sand es-
cribía a su muy querido amigo Flaubert desde Croisset, No-
hant. Esta vez, la escritora contaba a su amado corresponsal
que estaba concluyendo Cadio, y que muy frecuentemente caía
“en ataques de melancolía de miel y rosas no por ello menos
melancólicos”. “Me parece”, continuaba la escritora, “que todos
aquellos a quienes he amado me olvidan, y que ello es de jus-
ticia, porque vivo egoístamente, sin hacer nada por ellos”.139

137
Raúl Cicero Sabido, “Sintomatología y creatividad. El caso de Federico Cho-
pin”, Gaceta Médica de México, núm. 2, vol. 139, 2003, p. 193.
138
Se sabe que la composición de aquella noche fue el Preludio núm. 15, en
donde la repetición constante de La bemol parece recordar la gota de la lluvia
que atormentaba la cabeza de Chopin sin cesar. Ver “La lluvia mallorquina que
obsesionó a Chopin”, tiempo.com.
139
George Sand y Gustave Flaubert, Correspondencia, Marbot, 2010, p. 55.

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Culpa y congoja, sentimientos que sin duda también atri-


bularon al doctor Flaubert desde los veintitrés años de edad,
en que comenzó a padecer una fuerte melancolía. De acuerdo
con el autor de La educación sentimental, los “ataques de ner-
vios”, la palidez y la angustia que lo atormentaban desde joven
le recordaban a cada instante “el sufrimiento de estar vivo”.140
También en ese mismo sentido se lamentaba con su querida
amiga George Sand, a quien le escribía: “Estoy dotado de una
sensibilidad absurda, lo que roza a otros a mí me desgarra”.141
A Flaubert, la melancolía le hacía sentir que todos sus
nervios se estremecían “como cuerdas de violín y sus rodillas,
sus hombros y su vientre temblaban como una hoja”. Para con-
trarrestar aquel malestar físico y emocional, el médico escritor
tomaba quinina, se daba friegas con mercurio, se sometía a
sangrías, purgas y llevaba una dieta ligera y sin vino. A pesar de
ello, el dolor no lo abandonaba ni un segundo, por lo que afligi-
do señalaba “soy hombre muerto”.142 Ese fue el estado anímico
en que Flaubert dio vida a Madame Bovary, la melancólica más
importante del imaginario romántico del siglo xix.
No sólo los artistas e intelectuales de aquella época fue-
ron los seres más proclives a caer enfermos de melancolía.
También las mujeres se encontraron en las listas de los sujetos
más propensos a sufrir el triste padecimiento. De esta manera,
Emma Bovary caracterizó como ninguna a muchas otras muje-
res alemanas, francesas e inglesas que fueron diagnosticadas
de vapores, esplín e hipocondría, todos nombres para referirse
al padecimiento melancólico de ese momento, que muy pronto

140
Así lo refería en una de sus muchas cartas a Louise Colet, p, 60.
141
Sand y Flaubert, op. cit., p. 60.
142
Ibid., p. 61.

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comenzó a vincularse, cuando se trataba de una experiencia


femenina, con la histeria.
Durante siglos, la cultura occidental miró al cuerpo feme-
nino, la naturaleza de sus ciclos biológicos y su muy particular
fisiología con angustia y confusión. Al llegar el siglo xix, mu-
chos médicos hablaron de la histeria como una enfermedad
que se originaba por desórdenes en el útero de las mujeres.143
De allí que muchos de ellos recomendaran la extracción del
órgano femenino para curar un trastorno fisiológico.144
Como Emma Bovary, las “histéricas” del siglo xix manifes-
taban síntomas corporales como desmayos, sofocamiento, ma-
reos, vómitos, la mirada perdida y palpitaciones angustiantes
en el corazón. Además, era característica de ellas la palidez del
rostro, el temblor de manos, la mirada perdida, la elocuencia
o pérdida del habla. Las mujeres diagnosticadas con histeria
parecían agotadas eternamente; su tristeza y hastío muchas
veces provocaba “ataques de nervios” imposibles de contro-
lar.145 Hoy se sabe que aquel tipo de melancolía femenina era
provocada por la represión generada por un régimen patriar-
cal y burgués que anulaba la voluntad de las mujeres y exigía

143
Entre muchas otras autoras, Laura Alexander ha estudiado las ideas mé-
dicas que vinculaban la histeria con los ciclos fisiológicos de las mujeres. Ver
Laura Alexander, The Beauty of Melancholy and British Women Writers 1670-
1720, Cambridge Scholars Publishing, Cambridge, 2019, pp. 2-5.
144
La teoría hipocrática de que la causa de la histeria era un útero que se
había desacomodado de su lugar continuó vigente durante muchos siglos.
Bajo aquella mirada, un simple estornudo podía ayudar a colocarlo y, por lo
tanto, a curar la histeria.
145
Israel Roncero, “Melancólicas y emancipadas. La transformación de los mi-
tos de la feminidad patológica en discursos de empoderamiento femenino”,
Cuadernos Kóre, núm. 8, p. 281.

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de ellas decoro, obediencia y respeto a las convenciones y las


“buenas” costumbres a costa de todo.146
Así, la desdichada melancólica de Flaubert no soportó la
frivolidad y lo insulso de una vida llena de convenciones que
la asfixiaban; ante la imposibilidad de rebelarse contra aquel
orden soso y anodino de la burguesía provinciana francesa,
Emma sucumbió a sus impulsos y no vio otro remedio que qui-
tarse la vida.147
Pero la enfermedad nerviosa que aquejó a Madame Bo-
vary no fue exclusiva de la fantasía literaria. Como Emma,
muchas mujeres del siglo xix padecieron en carne propia la
angustia y el hastío de un orden que las oprimía y las anulaba.
El cuerpo femenino del siglo xix reaccionó a la represión en
que vivía para expresar su profunda insatisfacción. Para los
médicos hombres, los desmayos, temblores y ataques con-
vulsivos de aquellos cuerpos eran síntoma de una variante
de melancolía histérica, un desorden originado debido a una
fisiología problemática, una enfermedad mental que habría de
pesar como estigma a muchas mujeres incluso bien avanzado
el siglo xx.
A lo largo de la historia, la cultura occidental había vin-
culado lo emocional con lo femenino; de ahí que la locura
también se mirara como una realidad muy cercana a las mu-
jeres. En el siglo xix, la epidemia de histeria femenina de la
que hablara, por ejemplo, el doctor Jules Claretie en París en
1881, corroboraba lo problemático que resultaba el exceso de

146
Sobre el contexto social y cultural en el que se construye la histeria de las
mujeres burguesas europeas, vale la pena asomarse a las obras de Asti Hus-
tvedt, Medical Muses.Hysteria in XIX Century in Paris, Bloomsbury, Londres,
2011, y a Evelyne Ender, Sexing the Mind. XIX Century Fictions of Hysteria,
Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1995.
147
Ver Israel Roncero, op. cit., p. 286.

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emocionalidad tan típico de las mujeres.148 Bajo la mirada de


los alienistas, el “bello sexo” poseía una sensibilidad delicada
y profunda, muy distinta a la de los hombres, vinculada, sobre
todo, con los ciclos fisiológicos por los que atravesaban las mu-
jeres a lo largo de su vida. De allí que el sufrimiento femenino
fuera muy diferente del masculino y que las terapias para curar
la melancolía de las histéricas también fueran más específicas.
El uso de valeriana, los baños de alcanfor y el consumo
de agua de colonia fueron remedios muy aconsejados para
paliar el sufrimiento de las víctimas de aquella enfermedad
psicosomática que se manifestaba, también, en la anorexia, el
insomnio o la hipersensibilidad en la piel.149 Conforme la medi-
cina mental del siglo xix avanzó, los alienistas y los psiquiatras
europeos también recomendaron utilizar otro tipo de trata-
mientos más severos para curar a las histéricas melancólicas.
Estos incluían duchas de agua fría, choques eléctricos y, como
se ha mencionado ya, la extracción del útero y de los ovarios.
En realidad, desde la Antigüedad, la melancolía histéri-
ca de las mujeres había sido un verdadero problema para los
médicos que habían intentado comprender sus causas y su
naturaleza. Durante muchos siglos, la histeria fue el diagnós-
tico más cómodo para clasificar cualquier trastorno o padeci-
miento emocional femenino difícil de explicar. Sin embargo, el
común denominador de todos los síntomas de tristeza, per-
turbación mental o desorden emocional femenino había sido,
desde tiempos hipocráticos, su supuesta relación con el útero.
Fue Charcot en el siglo xix, en medio de la “epidemia” del “mal
del siglo”, el primero en asegurar que la histeria no provenía

148
Ver David T. Gies, “Romanticismo e histeria en España”, Biblioteca Virtual
Cervantes, 2007, p. 216.
149
Ver Israel Roncero, op. cit., p. 284.

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del útero y que, en realidad, era un problema nervioso, un des-


orden neurológico muchas veces heredado.150
Los trabajos clínicos que realizó Jean Martin Charcot en
el hospital de Salpetriere en París con mujeres histéricas de
la capital francesa revolucionaron la historia de la locura y
de la melancolía occidental en el siglo xix. Tras una revisión co-
tidiana y constante de sus muy numerosas pacientes, el curioso
y afamado neurólogo francés llegó a la conclusión de que la his-
teria no era un problema uterino, sino más bien un trastorno
generado por muy diversas causas como el miedo, las prácticas
religiosas fanáticas, la imitación de ciertas conductas, algún
traumatismo o shock nervioso sufrido en el pasado, la fiebre, el
exceso venéreo o la continencia sexual, lo mismo que algunas
crisis de agotamiento o el abuso del alcanfor o del alcohol.151
Para llegar a tales conclusiones, Charcot había utilizado
una nueva metodología que consistía en relacionar los sín-
tomas de sus pacientes vivas con las lesiones cerebrales que
podía encontrar en las autopsias que practicaba en pacientes
ya muertas. Charcot defendió ante todo la observación clínica
individual y criticó las teorías de los psicólogos alemanes de
moda, que proponían explicaciones generalizadoras para ex-
plicar los padecimientos mentales de hombres y mujeres. Los
novedosos descubrimientos neurológicos de Charcot fueron
reconocidos en toda Europa y, así, su prestigio creció en mu-
chos países, donde neurólogos y psiquiatras decidieron viajar
a París para estudiar con él y escuchar sus famosas y contro-
versiales conferencias de los martes en el Hospital de Salpe-
triere. Allí, médicos como Pierre Janet, Cilles de la Tourette,

150
Asti Hustvedt, Medical Muses: Hysteria in XIX Century Paris, Bloomsbury,
Londres, 2011, p. 21.
151
Israel Roncero, op. cit., p. 277.

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Desire Bounville y el propio Sigmund Freud se convirtieron en


discípulos atentos y admirados por los nuevos métodos de la
hipnosis que el polémico maestro proponía como alternativa
para acabar con las terapias crueles y severas a las que se so-
metía a las mujeres enfermas de los nervios.
A decir de sus alumnos, las clases de Charcot incluían
lecciones de gran teatralidad en las que el maestro hipnotiza-
ba a sus pacientes histéricas para mostrar la manera en que,
durante la terapia, estas reproducían los síntomas de su tras-
torno, mismos que al despertar parecían haber desaparecido.
De manera que las convulsiones, los espasmos, los episodios de
parálisis, el dolor y la rigidez del cuerpo tan propios de las me-
lancólicas histéricas formaron parte de las clases de Charcot,
pero al mismo tiempo nutrieron el conocimiento de los labora-
torios de análisis de tejidos cerebrales y nervios espinales tam-
bién creados por el gran maestro en eso que el mismo llamó el
“gran asilo de la miseria humana”, y que no era otro sitio que
el Hospital de Salpetriere a fines del siglo xix.152
Como se ha visto hasta ahora, en las sociedades burgue-
sas y capitalistas decimonónicas, la experiencia melancólica
formó parte esencial de la vida y la sensibilidad cotidiana. La
tristeza, la soledad, el miedo, la angustia y la enfermedad men-
tal relacionadas con la melancolía durante siglos encontraron
un nuevo significado en la vida de las élites sensibles, de los
sujetos distintos a lo que pedían las convenciones sociales y
de las mujeres oprimidas que se escapaban del statu quo y que
no cumplían con los ideales del progreso ilustrado y liberal.
En ese orden económico, la riqueza se reprodujo para quienes

152
Sobre la vida de las mujeres en aquellos asilos ver Thomas Knowles and
Serena Tnowbridge, Insanity and the Lunatic Asylum in the XIX Century, Rout-
ledge, Londres, 2015.

123

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gozaron de los privilegios del nuevo sistema de producción y


acumulación del capital, pero para otros la pobreza, la margi-
nación y el abandono fueron el pan de cada día. En el imagina-
rio de aquellas sociedades el valor del mérito y el esfuerzo per-
sonal aparecían como la panacea para conseguir estabilidad,
seguridad y felicidad.
Era ese un orden excluyente que dejaba fuera a mendigos,
trabajadores pobres, niños, enfermos y locos. Y era un orden
que no soportaba convivir con todo aquello que no coincidie-
ra con los parámetros de belleza, higiene, modernidad, salud
y “normalidad”. Fue precisamente a partir de esa intolerancia
hacia “lo otro” que muchas sociedades de Europa, Estados Uni-
dos y América Latina de fines del siglo xix y principios del xx
fundaron asilos o casas de locos donde se confinó a “lunáticos”,
pobres, histéricas, menesterosos y enfermos mentales que, una
vez que ingresaban a esas instituciones, rara vez volvían a salir
a ese mundo que los desechaba y los condenaba al olvido, al su-
frimiento y a la alienación total. Así, el Hospital de Bethlem en
Londres, el de Salpetrerie en París, el de Santa María de Boni-
facio en Florencia, fueron sólo algunos de esos nuevos centros
para aislar y desaparecer a hombres y mujeres considerados
indeseables, peligrosos y amenazantes.
Ahora bien, a partir de fines del siglo xviii y durante todo
el siglo xix, el miedo a los enfermos mentales también vino
acompañado del creciente interés médico y científico en de-
tectar el origen y la naturaleza de los trastornos afectivos y
psíquicos. En ese período, la religión y la medicina terminaron
de diferenciarse y, además, la psiquiatría apareció como una
especialidad que se estudiaba en las universidades, los hospi-
tales y los asilos para enfermos mentales. Fue precisamente en
esa época que los neurólogos y los psiquiatras comenzaron a
abandonar la melancolía para empezar a hablar de depresión.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

A lo largo del siglo xix, los psiquiatras alemanes, france-


ses, ingleses e italianos debatieron intensamente para siste-
matizar y definir científicamente las enfermedades mentales
que habían formado parte de la locura occidental hasta ese
momento. La melancolía fue una de ellas. Así, médicos como
Phillipe Pinel, Dominique Esquirol, Jules Baillarger, Jean Pie-
rre Falret, Johann Christian Heinroth o Wilhelm Griesinger
transformaron por completo la concepción de aquel antiguo
padecimiento que poco a poco comenzó a vincularse e incluso
a sustituirse por el trastorno de la depresión moderna y con-
temporánea.
En estos intentos de redefinición, Philippe Pinel (1745-
1826), jefe del sistema de asilos de la ciudad de París a princi-
pios de siglo, señaló que la melancolía era un estado de ánimo
pensativo y triste que provocaba delirios cambiantes y muchas
ganas de estar solo.153 Pinel hizo varias aportaciones muy im-
portantes para la evolución del concepto del antiguo padeci-
miento físico y emocional; fue él quien explicó, por ejemplo,
que otro de los síntomas de la melancolía era la fijación del
paciente en un solo objeto.154 Pinel también señaló que la me-
lancolía generaba fuertes daños en la memoria y en la asocia-
ción de ideas, pero además, insistió en que la melancolía no
era una enfermedad como tal, sino el resultado de una consti-

153
Clark Lawlor, op. cit., p. 111.
154
Pinel llegó a afirmar que los melancólicos no estaban enfermos, sino sim-
plemente vivían obsesionados con sus objetos de fijación. En ocasiones, el
suicidio era la obsesión más peligrosa entre los melancólicos. Ver Guillermo
Calderón Narváez, Depresión: un libro para enfermos deprimidos y médicos en
general, Trillas, Ciudad de México, 1999, p. 12.

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tución nerviosa particular que hacía reaccionar a los pacientes


de una manera específica ante la vida.155
Por los mismos años en que Pinel cobraba relevancia en la
psiquiatría europea y norteamericana, el boticario del hospital
de Bethlem en Londres, John Haslam (1764-1844), definió a
la melancolía como un padecimiento que provocaba “el sem-
blante ansioso, el aspecto sombrío, las pocas ganas de hablar,
el deseo de recluirse en lugares oscuros o quedarse permanen-
temente en cama”. Haslam continuaba su descripción de los
pacientes melancólicos como seres que sentían mucho miedo,
como personas que “concebían miles de fantasías, recordaban
actos inmorales o se sentían culpables de crímenes que jamás
habían cometido […]; con frecuencia, los melancólicos sentían
desesperación e intentaban terminar con su existencia, por pa-
recerles aflictiva y odiosa”.156
Mientras que los psiquiatras de Francia e Inglaterra de-
batían al respecto, en Alemania Johann Christian Heinroth
(1773-1843) insistía en que la melancolía era una enfermedad
de las emociones y no del intelecto. Para el psiquiatra alemán,
las causas de dicho mal eran meramente psicológicas, y las te-
rapias para tratarlo consistían, sobre todo, en ser amable con
quienes lo padecían y sacarlos de su ocio, ensimismamiento y
soledad.157
155
Clark Lawlor, op. cit., p. 112. Pinel fue jefe del manicomio de Bicetre y más
tarde, en 1795, del Hospital de Salpetriere. El psiquiatra francés insistió en
que los enfermos mentales debían tratarse con terapias morales que pro-
curaran el bienestar de los pacientes. Carlos Rojas Malpica y Daniela Rojas
Esser, “De Emile Kraepelin a Sigmund Freud”, Revista de Neuro-Psiquiatría,
núm. 2, vol. 76, p. 70.
156
Ver Calderón Narváez, op. cit., p. 13.
157
Influidos por el romanticismo alemán, los psiquiatras alemanes dieron
mucho mayor peso a las pasiones en el desarrollo de la enfermedad mental.
Rogelio Luque Y Germán Barrios, Historia de los trastornos afectivos, p. 134.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

Entre los debates más interesantes y fructíferos para


la psiquiatría de principios de siglo xix se encontró el de com-
prender si la locura era total o si podía clasificarse en diferen-
tes enfermedades. Allí fue central comprender la relación entre
la melancolía y la manía. Durante mucho tiempo se había pen-
sado que la locura era solamente una, es decir, que ésta era un
trastorno mental total. Sin embargo, en 1818 Pinel planteó que
la locura se podía manifestar de distinta manera, y explicó que la
melancolía originaba la manía, un tipo de locura que el médico
francés definió como “el tipo de alienación más frecuente”; una
clase de insania que se distinguía “por una excitación nerviosa
o agitación extrema que a veces alcanza la furia y por un delirio
general más o menos marcado, con los juicios más extrava-
gantes, e incluso con trastorno de todas las operaciones del
entendimiento”.158
Para 1820, Dominique Esquirol, el discípulo favorito de
Phillipe Pinel, subrayó la necesidad de que la medicina abando-
nara el término melancolía para referirse a estados de tristeza
sin causa experimentados por distintos sujetos, pues, según
él, dicho concepto era más pertinente para los moralistas, los
filósofos o los literatos que para los psiquiatras.159 En lugar de
hablar de melancolía, Esquirol propuso usar el término mé-
dico lipemanía para referirse a “una enfermedad del cerebro
caracterizada por delirios crónicos y fijos en temas específicos,
ausencia de fiebre y una tristeza que con frecuencia es debili-
tante y abrumadora”.160

158
Ibid., p. 133.
159
Germán E. Berrios, Historia de los síntomas de los trastornos mentales. La
psicopatología descriptiva desde el siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, Ciu-
dad de México, 2008, p. 382.
160
Idem.

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El término acuñado por Esquirol fue muy criticado y deba-


tido en su momento.161 A pesar de ello, Esquirol insistió en que
este tipo de trastorno debía tratarse con “medicina moral”, es
decir, mediante terapias que permitieran revivir la esperanza
en los pacientes que lo sufrían. Seguir dietas adecuadas, ha-
cer ejercicio, conversar con personas amistosas y amables, así
como contemplar cielos claros y buscar distracciones al aire
libre fueron remedios recomendados por el psiquiatra fran-
cés.162 En todo caso, no obstante que él prefería hablar de lipe-
manía, Esquirol llegó a aceptar que ésta era un grado agudo de
lo que antes se había llamado melancolía.
Al llegar la mitad del siglo xix, los discípulos de Esquirol
dieron un nuevo giro de tuerca, fundamental para la historia
de la depresión en Occidente. Hacia 1854, Jules Baillarger y
Jean Pierre Falret propusieron la existencia de una nueva en-
fermedad mental que consistía en la alternancia entre ciclos de
melancolía y de manía. Nacía así la folie cirulaire, antecedente
de lo que a partir de fines del siglo xix se conocería como en-
fermedad maniaco-depresiva.163
Si bien muchos psiquiatras europeos vieron con interés
los esfuerzos de comprender la naturaleza de la “locura de
doble forma” o folie circulaire, este concepto psiquiátrico no
cristalizó antes de la década de 1880.164 Durante varias déca-
das, los psiquiatras europeos se reunieron en congresos in-
ternacionales para definir qué eran la lipemanía, la locura de
doble forma, la melancolía y la manía. También, poco a poco,

161
Lipemanía se utilizó en la psiquiatría francesa, pero no en la alemana, la
suiza, la austriaca ni la británica, donde se continuó hablando de melancolía
durante mucho tiempo. Lawlor, op. cit., p. 114.
162
Idem.
163
Jennifer Radden, op. cit., p. 16.
164
Germán E. Berrios, op. cit., p. 384.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

los psiquiatras comenzaron a introducir en su vocabulario el


concepto de depresión mental. El término provenía de la me-
dicina cardiovascular, que durante mucho tiempo había utili-
zado el concepto de depresión para referirse a la insuficiencia
cardiaca. Con el tiempo, los psiquiatras comenzaron a hablar
de depresión mental para referirse al “abatimiento anímico de
las personas que sufren alguna enfermedad”.165
Pero en realidad fue Emile Kraepelin, hoy considerado el
verdadero padre de la psiquiatría moderna, quien legitimó
el uso del término depresión en el ambiente de la medicina
psiquiátrica de fines del siglo xix. En la sexta edición de su libro
Psiquiatría (1896), éste acuñó el concepto de psicosis mania-
co-depresiva para referirse a “un síndrome afectivo, motor e
intelectual transitorio, de exaltación o de depresión, de ambas
o a veces de perplejidad”.166 A decir del profesor de la Universi-
dad de Heidelberg, los pacientes que padecían dicho trastorno:

Se muestran, sin causa aparente, amodorrados, torvos, des-


animados o con una apatía irrazonable, así comienza la me-
lancolía. Sufren también de mal humor, desaliento, insomnio
y suelen despertar de repente de un sueño sobresaltado […]
tienden a cambiar de idea rápidamente; se hacen autorita-
rios, mezquinos y ruines para pasar al poco tiempo a ser
simples, extravagantes y generosos, pero no por virtud del
espíritu sino por lo mutable de la enfermedad.167

165
Rogelio Luque y Germán Berrios, op. cit., p. 135.
166
De acuerdo con Kraepelin, la psicosis maniaco-depresiva se presentaba
más en mujeres que en hombres. Andrés Ríos Molina, op. cit., p. 111.
167
Alejandro Ávila, “Psicodinámica de la depresión”, Anales de Psicología, núm.
1, vol. 6, p. 38.

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Como se ha visto ya, desde tiempos antiguos la cultura occi-


dental había vinculado la melancolía con la manía; al llegar el
fin del siglo xix, Emile Kraepelin volvió a insistir en que ambos
estados no eran opuestos, sino muy cercanos entre sí, ya que en
un caso o en otro, siempre “había un grado de parálisis psíqui-
ca enmascarado por la euforia o por la tristeza”.168 Para el psi-
quiatra alemán, profesor en Heidelberg y más tarde en Viena,
el trastorno maniaco depresivo tenía causas neurológicas, ya
que se originaba por lesiones en el cerebro.169
Efectivamente, a lo largo del siglo xix, los psiquiatras in-
sistieron en explicar la naturaleza de los trastornos afectivos y
mentales a partir de criterios biológicos y médicos. Los neuró-
logos intentaron hacer una cartografía del cerebro para ubicar
las lesiones que podían originar tales padecimientos. Bajo esa
mirada, las alteraciones en ciertas áreas específicas del cerebro
tenían una relación directa con la manifestación de trastornos
mentales y afectivos.170 En la psiquiatría de fines del siglo xix,
el auge del positivismo científico se reflejaba, así, en la búsque-

168
Andrés Ríos Molina, Ibid., p. 112. Cabe recordar que el primero en hablar
de la relación médica entre la manía y la melancolía fue Areteo de Capadocia,
en el siglo ii d. C. Ver Ávila, op. cit., p. 38.
169
Clark Lawlor, op. cit., p. 136. Emile Kraepelin fue profesor en la Universidad
de Tartu (hoy en Estonia), en Heidelberg y en Viena. Fue contemporáneo y
coetáneo de Sigmund Freud, aunque no se conocieron realmente. De acuerdo
con el padre de la psiquiatría moderna, el trastorno maníaco-depresivo se
producía debido a las lesiones cerebrales de un enfermo; sin embargo, Krae-
pelin señaló que la herencia genética y la historia personal también podían
ser factores a tomar en cuenta en el diagnóstico de dicho trastorno. Ver Carlos
Rojas Malpica y Daniela Rojas Esser, op. cit., p. 70.
170
Actualmente, muchos psiquiatras y especialistas en las neurociencias con-
tinúan explorando las áreas del cerebro y los circuitos nerviosos para diag-
nosticar enfermedades mentales como la esquizofrenia, la depresión o las
adicciones. Carlos Rojas Malpica y Daniela Rojas Esser, op. cit., p. 72.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

da de evidencias orgánicas y empíricas para tratar esos pade-


cimientos. Sin embargo, algunos médicos especialistas en la
mente humana comenzaron a proponer nuevas teorías para
incorporar diversos factores psicológicos, sociales e incluso
propios de la historia personal de cada paciente en la explica-
ción y el tratamiento de las psicopatologías humanas. Una vez
más, la melancolía y la depresión quedaron en el centro de la
mira. Fue entonces que el doctor Sigmund Freud apareció en
escena no sólo para transformar la historia del antiguo padeci-
miento melancólico, sino para cambiar el rumbo de la historia
de la subjetividad y del yo interior en Occidente.

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Pérdida y melancolía:
el inicio de una vieja historia

Para fines del siglo xix, Viena era una de las capitales cultu-
rales del viejo mundo y una metrópoli cuyo poder económico
reflejaba el desarrollo que vivían los grandes imperios euro-
peos en aquel momento. Por sus calles paseaban personajes
como Ludwig Wittgenstein, Joseph Roth, Gustav Mahler o Ar-
nold Schönberg. Además, sus élites burguesas eran uno de los
sectores financieros más prósperos del continente, mientras
que sus clases medias hacían alarde de una sólida educación
liberal que formaba a médicos y abogados muy prestigiosos.
La Viena de fines del siglo xix y principios del xx también fue
el escenario en donde surgieron las teorías más novedosas y
revolucionarias sobre la melancolía y la depresión de la época
contemporánea.
Entre 1883 y 1885, Theodor Meynert invitó al neurólo-
go y psiquiatra Sigmund Freud a trabajar en su laboratorio de
estudios cerebrales en el Hospital General de Viena. El doc-
tor Freud aceptó la invitación y durante un tiempo colaboró
con Meynert en sus intentos de profundizar en las teorías
fisiológicas para comprender la naturaleza de la locura. Poco
a poco, Freud se separó de la psiquiatría y prefirió buscar ex-
plicaciones psíquicas para los trastornos y enfermedades de la
mente, entre las que le interesaban especialmente la histeria
y la depresión. Como se verá más adelante, sus ideas sobre

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el inconsciente, la represión, el fenómeno de identificación y


la importancia de las pulsiones eróticas en el universo de la
salud y la enfermedad mental dieron la pauta para inaugurar
un nuevo capítulo en la historia de la experiencia melancólica
y la depresión en el mundo moderno.
Las discusiones sobre la psique humana habían forma-
do parte de los debates psiquiátricos en el ámbito francés que
Freud conoció muy bien cuando viajó a París para realizar la
estancia de estudios con su maestro Charcot. Algunos años
antes de que el psiquiatra vienés diera a conocer sus grandes
descubrimientos psíquicos, Pierre Janet (1859-1947), también
discípulo de Charcot, había hablado del papel del inconsciente
en el desarrollo de la enfermedad mental de sus pacientes.171
En 1893, en la tesis sobre el trabajo que había realizado con
histéricas a las que trataba con hipnosis, Pinel dio a conocer
varias ideas sobre el subconsciente que Freud retomó y desa-
rrolló con mucha mayor profundidad tiempo después.172
En 1894, en alguna de sus cartas a Wilhelm Fliess, cono-
cida como el Manuscrito G, Freud expuso el caso del señor K.
para explicar las causas de la melancolía que había observado
en su paciente. Allí, el psiquiatra vienés refería a su amigo que
el padecimiento del señor K. se manifestaba como “un debilita-
miento del dominio psíquico sobre la excitación sexual somáti-
ca que persiste desde hace tiempo y que facilita la producción
de angustia y signos típicamente melancólicos”.173 Por primera
vez, la experiencia melancólica aparecía vinculada con el fenó-
meno de la represión libidinal. En sus esfuerzos por estudiar la
fuerza del inconsciente, los deseos y los conflictos de la psique,

171
Carlos Rojas Malpica y Daniela Rojas Eser, op. cit., p. 72
172
Idem.
173
Alejandro Ávila, op. cit., p. 39.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

Freud evidenció la relación entre la represión de la energía


sexual y el padecimiento psicológico de la depresión.174
Las nuevas ideas de Freud sobre el antiguo padecimien-
to físico y mental abrevaron de las investigaciones de muchos
otros autores y colegas, entre los que se encontró su asistente
Karl Abraham (1877-1925), quien en 1911 había definido la
depresión como un trastorno “producto del enojo contra uno
mismo”.175 En efecto, cuatro años más tarde, en 1915, Freud es-
cribió Duelo y melancolía, obra que salió a la luz en 1917 y en la
que Freud expuso, por primera vez, sus teorías psicoanalíticas
sobre la melancolía. Allí, el padre del psicoanálisis definió a la
antigua enfermedad como un trastorno que afligía la mente y
que tenía que ver con la experiencia de la pérdida, el autodes-
precio y la depresión.176
En su ensayo, Freud habló de la melancolía como de
la enfermedad del sujeto en conflicto, es decir, un sujeto en
lucha con su yo interior.177 Es interesante observar que, a dife-
rencia de lo que había planteado en los tiempos del Manuscrito
G, la hipótesis sobre la melancolía que expuso en 1915 ya no
consideraba la represión sexual como la causa más directa de
dicho padecimiento; en su lugar, el médico prefirió concentrar-
se en el trastorno narcisista y en la experiencia inconsciente de
la pérdida para explicar el origen de la enfermedad.178
En dicha obra, el autor de Duelo y melancolía señaló que
los sujetos que sufrían de algún tipo de depresión podían ex-

174
Ver Clark Lawlor, op. cit.,p. 143. Wilhelm Fliess fue un médico polaco, ami-
go de Freud, con quien el psiquiatra vienés mantuvo una larga y fructífera
correspondencia entre 1887 y 1904.
175
Clark Lawlor, op. cit.,p. 144.
176
Jennifer Radden, op. cit., p. 29.
177
Francisco Fernández, op. cit., p. 175.
178
Alejandro Ávila, op. cit., p. 40.

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perimentar la pérdida ya fuera desde la normalidad o desde


la patología. La idea central para diferenciar ambos tipos
de experiencia era más o menos la siguiente:

Ante la pérdida de algo querido, de uno de los elementos


básicos de nuestra existencia, de un ser amado, de algo fun-
damental, la forma de resolver dicho conflicto interior es
pasar un período de duelo, aceptar con mayor o menor fa-
cilidad esa pérdida, asimilar la ausencia. Transcurrido el
duelo, el sujeto vuelve a la normalidad […] Pero si el duelo
no se supera con éxito, si esa pérdida de algo querido y de-
seado se convierte en una herida imposible de curar, si toda
la energía del sujeto se dedica a la contemplación morbo-
sa de su propio y doloroso estado, entonces sobreviene la
melancolía, esa tristeza inscrita en el más profundo interior
de la persona y que no abandona nunca a su huésped ni ja-
más le permite un momento de descanso ni de consuelo.179

Es decir, el duelo y la melancolía se parecían porque ambas


generaban mucho dolor interior; sin embargo, estos eran dis-
tintos en varios aspectos. Para empezar, Freud señaló que, ante
la pérdida, el duelo no sólo era una experiencia normal, sino
un proceso necesario para salir del sufrimiento. En cambio,
la melancolía era un estado patológico que, tras una pérdida,
instalaba al sujeto en el pesar y la aflicción. Cuando el sujeto
quedaba preso de la melancolía, éste sufría la merma de su

179
Borja Rodríguez Gutiérrez, “Melancólicos y solitarios: la voz de la tristeza
en el Romanticismo”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2018,
s. p.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

autoestima, experimentaba fuertes sentimientos de culpa e in-


cluso se sometía al autocastigo y a la autohumillación.180
En efecto, el padecimiento del melancólico se debía a que
éste perdía un objeto o un ser muy amado, pero sobre todo a
que tenía “una noción muy vaga de la naturaleza de su pérdida
y era capaz de reconocer la causa de su abatimiento, pero aún
cuando sabía qué había perdido, no sabía lo que había perdido
con ello”. Es decir que, de acuerdo con Freud, el origen de la de-
presión melancólica era, entonces, el sufrimiento generado por
“una pérdida interna e inconsciente”.181 Bajo aquella mirada,
el melancólico era incapaz de nombrar lo que había perdido.
Por otro lado, Freud habló de la ambivalencia caracterís-
tica del melancólico que vivía entre el amor y el odio, así como
de su identificación narcisista con el objeto amado. A partir de
las teorías expuestas en Duelo y melancolía, era posible soste-
ner que el sujeto deprimido sufría un fuerte trastorno en su
identidad debido a la dolorosa experiencia de la pérdida. En
los casos en que el enfermo elaboraba su duelo, el trastorno
era pasajero; cuando no lo hacía, permanecía en este estado
patológico mucho tiempo.
Ciertamente, Duelo y melancolía de Freud abrió un nuevo
capítulo en la historia de la subjetividad, la enfermedad psíqui-
ca y la construcción de la conciencia individual en Occidente.
A partir de 1917 y, sobre todo, una vez que la Primera Guerra
concluyó, el psicoanálisis cobró mucha fama. Las teorías de
Freud sobre el inconsciente, los sueños, la importancia de la
libido en la experiencia humana, el papel de la madre y del pa-
dre en la historia de cada sujeto, el peso de la infancia, fueron
ideas que permearon de forma muy distinta en muy diversos

180
Ana Meléndez, op. cit.
181
Alejandro Ávila, op. cit., p. 41.

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ámbitos de la cultura europea, norteamericana y latinoameri-


cana de principios y mediados del siglo xx. Por lo demás, no
cabe duda de que la pintura, la literatura o la filosofía de dicha
centuria no habrían sido las mismas sin las teorías freudianas
en torno al sufrimiento, la tristeza, el miedo y la soledad.182
A mediados del siglo xx, la historia de la melancolía ha-
bía llegado, así, a un primer fin. El mundo de la posguerra no
habló más de dicho padecimiento; en su lugar, el universo
emocional contemporáneo incorporó nuevas experiencias de
dolor, soledad y muerte. En el nuevo espectro de las emociones
vinculadas con el sufrimiento, la experiencia de la depresión
se vinculó con la imagen de la falta, el deseo incumplido y la
ausencia.183

182
Para una mirada sobre la influencia del pensamiento de Freud en la cultura
occidental, la obra obligada es la de Peter Gay, Freud for Historians, Oxford
University Press, Oxford, 1985.
183
De acuerdo con Jennifer Radden, a partir de Freud el mundo occidental
identificó a la depresión sobre todo con esas tres emociones. Ver Radden,
Ibid., p. 45.

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Medicar la angustia:
los antidepresivos entran en escena

De acuerdo con las estimaciones que la oms hacía en el año


2018, al llegar el 2020 la depresión sería la segunda causa de
discapacidad en el mundo y la primera en países en vías
de desarrollo, como México. Efectivamente, hoy se calcula que
la población mundial que padece dicha enfermedad mental es
de 300 millones de personas, y se sabe que la cifra va en au-
mento. Esta situación ha provocado que muchos especialistas
en salud mental hayan hablado con preocupación —incluso
antes de la llegada de la pandemia del covid-19 que hoy nos
afecta— de la existencia de una epidemia global de depresión
en esta segunda década del siglo xxi.
La dimensión de los efectos en la salud mental generados
por el covid-19 y sus consecuencias económicas, culturales y
sociales aún se desconoce, pero sin duda la historia de la de-
presión no podrá dejar a un lado el impacto del funesto episo-
dio en nuestro estado de ánimo y en nuestra salud emocional.
Le tocará ya a los Estados y a las sociedades de los próximos
años hacerse cargo de dichos estragos y de colaborar en el pro-
ceso de curación y sanación necesario para repararlos.
En todo caso, muchos economistas han comparado la si-
tuación que actualmente atraviesa la humanidad con los tiem-
pos de la posguerra. Sin duda, dicha comparación se ha hecho
sobre todo para pensar en los daños materiales provocados
por la pandemia. Sin embargo, es imposible hacerla sin pensar

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también en términos emocionales. Y es que, en efecto, los años


de la posguerra fueron años de una severa crisis económica,
pero además, la década de los años cincuenta del siglo pasado
encontró a gran parte de la humanidad atrapada en fuertes
sentimientos de tristeza, dolor y, sobre todo, ansiedad.
Las muertes en los campos de batalla, los horrores en
los campos de concentración, la pobreza generalizada que
sobrevino tras el conflicto armado, vinieron acompañados de
la polarización de un mundo dividido en dos bloques y de la
constante y abrumadora tensión generada por la amenaza de
las armas nucleares.184 Aquel escenario económico, político y
cultural se configuró dentro de un universo emocional predo-
minantemente agitado. La zozobra, la inquietud y el desasosie-
go dictaron la pauta para interpretar una realidad tirante que
generó fuertes dosis de intranquilidad en la vida cotidiana de
muchos seres humanos que vivieron con angustia la segunda
mitad del siglo xx.
No en balde escritores, músicos y coreógrafos como W. H.
Auden, Leonard Bernstein o Jerome Robbins plasmaron en sus
obras el espíritu de una época a la que llamaron “la edad de la
ansiedad”.185 Y es que, para muchos, el orden de la posguerra
evidenció que la existencia era pesada, lastimosa y difícil de
sobrellevar. Así, por ejemplo, muchos ex combatientes que re-
gresaron a sus casas después de la guerra tuvieron que hacer
frente al reto de volver a empezar. No debió ser fácil para ellos
intentar rehacer o reinventar la vida después de haber sufrido
grandes pérdidas de todo tipo y de vivir profundos traumas
difíciles de curar. Muchos de ellos tuvieron que recurrir al

184
Ver Allan Horowitz and Jerome C.Wakefield, The Loss of Sadness. How Psy-
chiatry Transformed Normal Sorrow into Depressive Disorder, s. p.
185
Guillermo Calderón Narváez, op. cit.., p. 17.

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consumo de ansiolíticos, la nueva promesa farmacológica que


aseguraba la posibilidad de sobrevivir al sufrimiento y al dolor
existencial de la segunda mitad del siglo xx.
Efectivamente fue en ese contexto que las industrias far-
macéuticas de los años cincuenta comenzaron a fabricar medi-
camentos que prometían paliar el sufrimiento del alma, la tris-
teza y el temor entre los seres humanos. Las investigaciones
de los psiquiatras de aquella época se pusieron al servicio de
estas industrias, mismas que a partir de entonces habrían
de capitalizar con creces los costos de la miseria espiritual, el
individualismo egoísta, la competencia salvaje, la alienación y
la capacidad de destrucción y autodestrucción humanas. En las
décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, ansiolíticos como
el Valium, el Librium o el Diazepam se convirtieron en las me-
dicinas más vendidas en todo el mundo.
De esa manera, poco a poco, los psiquiatras comenzaron
a ganar la carrera a los psicoanalistas, a los terapeutas y a los
psicológicos, y para 1960 o 1970, las medicinas para calmar
la ansiedad instalaron su dominio en el universo emocional
de las sociedades occidentales. Frente a la incapacidad de re-
conocer que efectivamente los mundos capitalista y socialista
habían generado condiciones económicas, sociales y culturales
que oprimían y enfermaban emocionalmente al sujeto moder-
no, lo más fácil fue diagnosticar a todo mundo con ansiedad
y recetar sin reparo alguno el consumo de los psicotrópicos
necesarios para olvidar el malestar emocional creciente y co-
tidiano.186
Las cosas llegaron a un punto de inflexión a principios de
los ochenta. Si la ansiedad había sido la clave para leer la rea-

186
Éste es el proceso que Allan V.Horowitz y Jerome C. Wakefield han llamado
patologización de la tristeza.

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lidad de la posguerra, al llegar el último tercio del siglo xx, la


“nueva depresión” protagonizó el universo sentimental de las
sociedades occidentales.187 Durante mucho tiempo, los psi-
quiatras de la segunda mitad del siglo habían intentado po-
nerse de acuerdo en una definición de la depresión. En una
época en que los antidepresivos se ofrecían como la panacea
para hacerse cargo de los problemas de la vida, los debates en
torno a las causas, los síntomas y formas de diagnosticar el
trastorno depresivo se intensificaron.188
Ya en 1952, los psiquiatras norteamericanos habían dado
a conocer el dsm I, en el que sentaron las pautas para tratar a
los enfermos que padecían lo que allí se definía como depre-
sión. En 1960 se publicó una nueva versión del manual y no
fue sino hasta 1980 que el dsm iii habló de dicho trastorno
como un desorden de las emociones que se definía sobre todo a
partir de varios síntomas. Efectivamente, una de las novedades
más importantes de esta nueva versión de la biblia psiquiá-
trica moderna fue que en su definición de depresión enfatizó
la importancia de los síntomas depresivos en lugar de ofrecer
teorías para entender sus causas.189 Bajo aquella mirada, todo
aquel que presentara signos de “tristeza, desesperanza, falta
de hambre o de energía, falta de sueño, desinterés, pensamien-
to lento, sentimientos de culpa o pensamientos suicidas” du-

187
Ver Clark Lawlor, op. cit., p. 157.
188
De acuerdo con Clark Lawlor, entre 1918 y 1952 los psiquiatras norteame-
ricanos utilizaban el Statistical Manual for the Use of Hospitals for Mental Di-
seases para decidir cómo tratar a los enfermos mentales dentro de los asilos.
Ver Clark Lawlor, op. cit., p. 165.
189
Ibid., p. 165.

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rante al menos dos semanas seguidas debía diagnosticarse con


depresión y tratarse con algún fármaco.190
A partir de aquel momento, cualquier médico que revisa-
ra el dsm iii frente a un paciente triste, insomne o desesperan-
zado pudo encasillarlo en aquella categoría psiquiátrica que
anulaba todo matiz y toda particularidad en la experiencia hu-
mana de la soledad, el agotamiento o la tristeza. El negocio no
se hizo esperar y, a fines de 1987, la farmacéutica estadouni-
dense Lilly lanzó al mercado uno de los fármacos más exitosos
de la historia: el Prozac, cuyo principio activo es la fluoxetina.
Éste se convirtió en “la pastilla de la felicidad”, e hizo de la de-
presión una enfermedad nuevamente de moda.
En la década de los noventa, el Prozac aparecía en pelícu-
las, novelas y series de televisión que alimentaban la cultura
pop en todo el mundo; consumir el fármaco era una especie
de signo de estatus entre las clases medias y medias altas de
muchas sociedades europeas y americanas. El diagnóstico ma-
sivo de personas deprimidas comenzó a incrementarse y se
justificaba mediante explicaciones neurológicas y psiquiátri-
cas que hablaban de desequilibrios bioquímicos en las sustan-
cias reguladoras de las emociones en el cerebro. Así, muchas
universidades volvieron a ponerse al servicio de los intereses
económicos de empresas que producían fármacos para esta-
bilizar los niveles de neurotransmisores como la serotonina,
la dopamina o la norepirefrina. Para 1994, el Prozac fue la se-
gunda droga más vendida en el mundo.191

190
Clark Lawlor, op. cit., p. 165. Allan V. Horowitz y Jerome C. Wakefield han
señalado cómo para el año 2000 la venta de antidepresivos como el Paxil o
el Efexor generó en Estados Unidos siete billones de dólares. Ver Horowitz y
Wakefield, op. cit., s.p.
191
Clark Lawlor, op. cit., p. 176.

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A casi 25 años de aquel furor psicotrópico, los antidepre-


sivos siguen siendo los medicamentos más vendidos en Esta-
dos Unidos y en muchos países europeos. Sólo para darse una
idea de esto, vale la pena recordar cómo en 2011 el Prozac
fue prescrito 24.5 millones de veces en la Unión Americana
y cómo, en 2013, las ventas de Cymbalta, otro fármaco tam-
bién de Lilly, se calcularon en 5084 millones de dólares, con lo
que se volvió el cuarto medicamento más vendido en el Reino
Unido.192 Para México, la Encuesta Nacional de Adicciones del
2011 registró que la venta de antidepresivos alcanzaba los 180
millones de dólares al año.193
Efectivamente, en las primeras décadas del siglo xxi, el
auge del enfoque psiquiátrico para tratar la depresión ha limi-
tado la posibilidad de diversificar y buscar otro tipo de trata-
mientos psicológicos o terapéuticos para mejorar y curar la sa-
lud mental y emocional de millones de seres humanos en todo
el planeta. En realidad, el uso indiscriminado de antidepresi-
vos y su venta masiva anula la posibilidad de buscar las causas
sociales, económicas o culturales que expliquen la tristeza, la
desesperanza y el cansancio de personas que sufren de sínto-
mas en realidad muy naturales en sociedades que exigen del
sujeto esfuerzos sobrehumanos permanentes. En lugar de ello,
ha sido mucho más cómodo convencerse de que la depresión
tiene causas exclusivamente bioquímicas, genéticas y cerebra-
les para recetar fármacos que permiten esconder el malestar
y el dolor emocional de manera masiva y adormecen y alienan
a todos aquellos que los consumen incluso sin receta médica.

192
Ana Gabriela Jiménez Cubría, “Los diez países que más consumen antide-
presivos”, Merca2.0, 17 de noviembre de 2015.
193
Excelsior, 8 de diciembre de 2011.

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En el caso de México, el consumo de antidepresivos es


también muy común. Se sabe que en los meses más recientes
(mayo de 2020) la población aumentó su consumo en un 10%.
Las personas que han recurrido a ellos declararon necesitar
algún medicamento para combatir el insomnio, el pánico y la
tristeza que, en este caso muy preciso, bien pudieron haber
estado vinculados con la realidad de la pandemia. En todo caso,
llama la atención que la mayor parte de quienes acudieron a
las farmacias para comprar medicamentos como diazepam,
clonazepam, triazolam o metilfenidato lo hicieron sin receta,
y muchos de ellos por automedicación.194
Durante varias décadas, algunos países fuertemente afec-
tados por la depresión o el sobrediagnóstico psiquiátrico de
dicho padecimiento han adoptado políticas de salud pública
que incluyen la prescripción de antidepresivos a la población
afectada por dicho trastorno. Países como Estados Unidos,
Gran Bretaña o Finlandia han contado con este tipo de políticas
que han ofrecido una solución aparentemente más económica
y rápida para enfrentar el problema de miles de hombres y
mujeres afectados por trastornos emocionales que los inca-
pacitan y les impiden integrarse al mundo laboral y al orden
social. Para dichos Estados, optar por las terapias psicológicas
o psicoanalíticas para atender a su población deprimida ha pa-
recido poco práctico y mucho más costoso.195

194
Esta información la proporcionó el presidente de la Anafarmex (asociación
Nacional de Farmacias de México), Antonio Pascual Feria, el 3 de mayo de
2020. De acuerdo con él, el distanciamiento social, el aislamiento para evitar
los contagios y la constante sensación de peligro y amenaza generados por la
pandemia han tenido efectos muy notorios en el incremento de las ventas de
antidepresivos entre la población mexicana. Ver Infobae, 3 de mayo de 2020.
195
La sociedad norteamericana y las europeas han sido llamadas socieda-
des psicofarmacológicas. Sólo entre 1990 y 2000, el uso de antidepresivos en

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De manera que en muchas de las sociedades capitalistas


más ricas del mundo un porcentaje de su población vive dopa-
da o anestesiada para poder sobrellevar la vida de una manera
en apariencia menos dolorosa. Frente a dicha realidad, en los
últimos años, han aumentado mucho las críticas y polémicas
en torno al uso de medicamentos como política pública para
atender el trastorno depresivo. Los detractores del abuso de
psicofármacos en el mundo han esgrimido diversos argumen-
tos entre los que se encuentran el contubernio económico
entre las industrias farmacéuticas, los gobiernos y las institu-
ciones de investigación de la salud mental; además, mucho se
ha hablado de que los antidepresivos tienen efectos benéficos
reales apenas mayores que los placebos.196 Por lo demás, mu-
chos críticos del uso indiscriminado y masivo de antidepre-
sivos han señalado también que estos medicamentos pueden
tener efectos secundarios que en lugar de mejorar la salud de
los enfermos terminan por dañarla y deteriorarla mucho más.
Hoy se sabe que la depresión es una enfermedad mental
muy compleja que tiene su origen en múltiples causas bioló-
gicas, genéticas, sociales, culturales, emocionales y psíquicas.
Padecer depresión va mucho más allá de “sentirse muy tris-
te” y no es un padecimiento que pueda explicarse ni curarse
desde un solo lugar. Este trastorno emocional no se quita solo

Estados Unidos creció 70%, en Europa 44% y en Japón 30%, frente a 1.6%
en Sudamérica o 13% en Sudáfrica. Ver Martin Knapp et al., Salud mental en
Europa: políticas y prácticas, Observatorio Europeo de Políticas y Sistemas
Sanitarios, España, 2007.
196
Así, por ejemplo, el Royal College of Psychiatrists ha señalado que, después de
tres meses, mejoran entre 50 y 60% de las personas que consumen antidepre-
sivos, mientras que, en el mismo periodo, mejoran entre 25% y 30% de quie-
nes reciben placebos. Ver Elizabeth C. Velázquez y Manuel Lino, “Depresión en
2020 será la principal causa de discapacidad den México”, Animal Político, s.p.

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ni mucho menos es una condición que dependa de la “buena


actitud” de las personas que lo sufren, como mucha gente suele
creer. Actualmente, atender la depresión tendría que ser una
verdadera prioridad para los sistemas de salud pública, que no
deberían subestimar sus consecuencias.
La depresión tiene efectos mentales, emocionales y cor-
porales que dañan la integridad. Cuando llega a presentarse
en estados severos, esta enfermedad puede ser una verdadera
causa de muerte. A pesar de su gravedad, en la mayor parte
del mundo, los sistemas de salud se ocupan poco de diagnos-
ticar a los enfermos depresivos y mucho menos de ofrecerles
verdaderas alternativas para su tratamiento. En muchas so-
ciedades, la enfermedad mental y, en este caso muy preciso,
la depresión, se sigue mirando como un defecto o un atributo
vergonzoso para quienes lo padecen y para sus familias.197 Hoy,
el estigma social de lo que durante siglos se ha concebido como
“locura”, “anormalidad” o “desviación” sigue cayendo con todo
el peso de la discriminación sobre hombres y mujeres de todas
las edades que sufren trastornos depresivos de distinto tipo.

197
Ver Elizabeth C. Velázquez y Manuel Lino, “Depresión en 2020 será la prin-
cipal causa de discapacidad en México”, Animal Político, 22 de julio de 2018.

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Indeseables,
olvidados y deprimidos

Como se vio en estas páginas, a lo largo del tiempo las socie-


dades occidentales han construido distintas concepciones de
la experiencia de la tristeza, la soledad y el temor, emociones
vinculadas durante siglos tanto con la melancolía como con
la depresión. La construcción cultural de estos padecimientos
emocionales ha venido acompañada, a su vez, de distintas ma-
neras de ver a los enfermos melancólicos o depresivos. Más allá
de las diferencias en el significado que han tenido la melancolía
y la depresión, y entre aquellos hombres y mujeres que las han
padecido, lo cierto es que estas experiencias y estos sujetos se
han definido a partir de lo que Occidente ha concebido como
“lo que puede aceptarse o admitirse y lo que no” dentro de
eso que en cada momento se ha pensado como el orden social
“sano y cuerdo”.198
En su Melancholy: the Western Malady, Matthew Bell ha
recordado a Foucault para explicar cómo durante siglos “los lo-
cos, los enfermos, los ociosos, los desempleados o los pobres”
han sido agrupados bajo la categoría de los “sin razón” para

198
En palabras de Matthew Bell, la depresión ha generado sujetos socialmente
no admitidos, disfuncionales socialmente. Ver Matthew Bell, op. cit., p. 6.

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aislarlos y excluirlos de la sociedad.199 En realidad, a lo largo


del tiempo, cada sociedad y cada época ha generado comuni-
dades emocionales formadas por distintos “indeseables” o per-
sonas consideradas “desechables”, a quienes se ha confinado
a la experiencia de la tristeza, el abandono, la indefensión, la
violencia, el abuso y la desolación.
Basta pensar, por ejemplo, en las comunidades de escla-
vos negros en Estados Unidos en el siglo xix, en las de judíos
en la Alemania nazi, en las de personas infectadas con vih en
los años ochenta del siglo pasado o en las de migrantes cen-
troamericanos que intentan atravesar México actualmente.
Más allá de las muchas diferencias que todos estos grupos hu-
manos pueden tener entre sí, lo cierto es que todos ellos han
compartido el haber sido depositarios del desprecio, el odio, la
indiferencia o el olvido de sus contemporáneos.
La construcción cultural de dichas comunidades emo-
cionales ha obedecido a procesos sociales y culturales en
los que vale la pena detenerse un momento. Y es que estos
grupos humanos han cobrado existencia, por un lado, a par-
tir de la mirada de “los otros”, que los han definido de cierta
manera, y, por otro, mediante elementos emocionales que han
dado sentido a identidades compartidas por quienes se sienten
parte de dichas comunidades.
Efectivamente, en distintos momentos históricos, los “ne-
gros”, “los judíos”, “los sidosos”, “los migrantes”, por mencio-
nar solamente algunos ejemplos, han sido depositarios de los
miedos, los estereotipos y los prejuicios con los que ciertas
sociedades han dado sentido a la realidad. Es curioso pensar

199
Idem. Foucault puntualizó que a partir del siglo xix la estrategia del Estado
para liberarse de los sectores “indeseados” fue confinarlos en asilos o insti-
tuciones mentales.

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MELANCOLÍA Y DEPRESIÓ N EN EL TIEMPO

que la construcción imaginaria de dichas comunidades de in-


deseables haya obedecido en parte a la necesidad humana de
excluir y apartar todo aquello que no se quiere cerca y que se
concibe como asqueroso y repugnante; como todo lo que no
pertenece a la realidad segura, propia y conocida, que es en la
que la mayor parte de los seres humanos busca vivir y desea
conservar. De esta manera, en el afán de mantenerse “a salvo”
de lo “distinto” y “limpio” de lo que se considera ajeno o impu-
ro, los seres humanos construyen colectividades imaginarias
de sujetos “peligrosos” y “amenazantes”, pero sobre todo des-
preciables y abandonables a su suerte.
En ese sentido, es curioso pensar en lo que sostiene Sara
Ahmed: que los sujetos colectivos son siempre entes emocio-
nales. De acuerdo con la autora británica, esta característica
es la que les da un lugar en las relaciones de jerarquía y de
poder de la sociedad, de acuerdo con los significados y valores
culturales que adquieren en cada momento.200
Ahora bien, por otro lado, es importante señalar que los
sujetos que forman parte de estas comunidades imaginarias de
“indeseables” comparten ciertas experiencias emocionales
de marginación y desprecio que nutren su identidad colectiva.
Si bien dichas comunidades emocionales no han sido
vistas o descritas como “melancólicas” o “deprimidas”, una
mirada cuidadosa de las emociones y sensaciones que han
dado sentido a su existencia puede arrojar pistas de que estos
grupos humanos vivieron o viven condenados a la melancolía
o la depresión. Ciertamente, el universo sensible que dio sen-
tido a su vida cotidiana estuvo conformado por fuertes dosis
de tristeza, agotamiento vital, desesperanza, miedo y enojo.

Ahmed, La política cultural de las emociones, unam, Ciudad de México,


200

2018, p. 22.

151

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En muchos casos, los individuos pertenecientes a dichas co-


munidades incluso han sentido culpa de ser lo que son y han
experimentado la sensación de merecer todo el dolor y toda la
desolación que les rodea.
El desprecio y el maltrato que han recibido de sus socie-
dades ha llegado a convencer a muchos de que su vida no vale
nada, de que su existencia es prescindible; el lugar en el que
los otros los colocaron les ha hecho sentir que son desechables,
sustituibles, igual de despreciables que todos los demás miem-
bros de su comunidad emocional. Bajo este universo sensible,
la vida se vuelve difícil, pesada, casi insoportable. Sin embargo,
también es verdad que en todas las épocas, muchos hombres
y mujeres confinados a la experiencia del dolor y el sufrimien-
to propio de dichas comunidades de “desechables” mostraron
fuertes deseos no solamente de sobrevivir, sino de hacerlo con
dignidad, y de encontrar momentos de alegría, esperanza y
resiliencia. Es posible que, tal como lo explicó Victor Frankl
en su famoso El hombre en busca de sentido, la clave para esto
se haya encontrado en las posibilidades que, aun siendo míni-
mas y que a veces han surgido de lo que parece más trivial e
insignificante en la vida, han permitido que muchos hombres y
mujeres desolados hayan sido capaces de encontrar el valor de
su existencia incluso allí donde aparentemente no había más
motivos o razones para vivir.
Hoy, las sociedades contemporáneas han generado sus
propias comunidades emocionales de desechables, olvidados y
deprimidos. Es obligación de los Estados y de los ciudadanos
reintegrarlos al orden social, brindarles alternativas materia-
les, intelectuales y espirituales que les permitan reencontrar
la salud y la energía que les hace falta para volver a reconocer
su valor como personas.

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Depresión y tristeza:
¿costos y beneficios?

Tal como se mostró en las páginas de este libro, siempre resul-


ta interesante reconstruir las nociones con las que cada socie-
dad ha mirado a sus melancólicos y deprimidos a lo largo de
la historia. La manera en que se ha concebido a dichos sujetos
dice mucho del sentido común que ha orientado la existencia
de los seres humanos en cada momento y en cada lugar. Y es
que en realidad las respuestas y reacciones culturales a la ex-
periencia del dolor, la soledad y el miedo revelan mucho de
nuestras formas de estar en el mundo y de interpretar.201
En el año 2017, la oms dedicó el Día Mundial de la Salud
al trastorno de la Depresión. Como cada 7 de abril en que se
conmemora la fundación del organismo internacional, en esa
ocasión la campaña mundial invitó a que todos “habláramos de
depresión” debido a lo preocupante que resultaba el predomi-
nio de esa enfermedad en muchas sociedades del planeta. La
oms señaló con alarma que 50% de la población global que su-
fría de ese padecimiento no recibía tratamiento alguno, y que
en los países más ricos se destinaba solamente 5% del presu-

201
Nuevamente merece la pena recordar a Sara Ahmed cuando explica cómo
“el dolor está vinculado con la manera en que habitamos el mundo, en que
vivimos en relación con las superficies, cuerpos y objetos que conforman los
lugares que habitamos”. Ver Ahmed, op. cit., p. 59.

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puesto destinado a salud pública para tratarlo, mientras que en


los países de más bajos ingresos esta porción era 1%.202 Hasta
allí, todo parecían estadísticas relevantes para comprender el
descuido en el que vivían los hombres y las mujeres afectados
por este mal que se definía como una de las dos causas princi-
pales de suicidios en el mundo. Lo curioso venía después.
De acuerdo con las descripciones oficiales de la enferme-
dad mental y, sobre todo, con las explicaciones de la urgencia
de cambiar esta situación, atender a los enfermos de depresión
era impostergable por los nocivos efectos materiales que esta
enfermedad podía llegar a generar en todas las economías del
mundo. De esta manera, la página oficial de la ops señalaba
que la “inversión en salud mental beneficia el desarrollo eco-
nómico. Cada dólar invertido en la ampliación del tratamiento
para la depresión y la ansiedad conduce a un retorno de cuatro
dólares en mejor salud y habilidad para trabajar”.
Más adelante se insistía en que la falta de acción podía
resultar realmente costosa, pues la depresión podría llegar
a causar “una pérdida económica global de un billón de dólares
cada año. [...] Los hogares pierden financieramente cuando la
gente no puede trabajar. Los empeadores sufren cuando los
empleados se vuelven menos productivos”, y lo que parecía
también muy problemático era que, de seguir sin pronta aten-
ción los enfermos de depresión, “los gobiernos tendrían que
pagar mayores gastos en salud y bienestar”.
A simple vista, hay algo que salta al leer estos argumen-
tos. La oms insistía en la imperiosa necesidad de atender la
salud mental, pero, como es fácil advertir, lo hacía sobre todo
esgrimiento razones económicas. No cabe duda de que el argu-

202
Esta información aparecía en las páginas oficiales tanto de la oms como
de la ops.

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mento económico es un elemento fundamental entre las preo-


cupaciones de un organismo internacional como la oms, pero
no deja por lo menos de llamar la atención que la depresión
preocupara principalmente por eso, y no por el sufrimiento pa-
decido por los enfermos, por los daños a su integridad humana
o la inhibición de su desarrollo personal.
A decir verdad, no se trata de culpar a la oms de nada;
más bien, resulta francamente sintomático de nuestro tiempo
la manera en que este organismo internacional en principio
preocupado por la salud de los seres humanos construyera la
representación de este padecimiento en términos predomi-
nantemente económicos. Al leer el argumento que daba para
atenderlo de manera urgente en todo el mundo resulta inevi-
table no pensar que, efectivamente, la depresión de nuestro
tiempo cobra significados culturales muy particulares a partir
del sentido común de “las sociedades del rendimiento” descri-
tas por el filósofo surcoreano Byung Chul Han en su La socie-
dad del cansancio. En el orden cultural de dichas sociedades,
parecería que no hay otra manera de concebir las experiencias
humanas del dolor, la tristeza o la desesperación que no sea la
pérdida económica; mucho menos posible incluso compren-
der el origen social de la sensación de fracaso permanente y
del agotamiento extenuante que genera la absoluta impoten-
cia ante las exigencias de “rendir”, “producir” y ser “un sujeto
exitoso” bajo los parámetros aceptados por estas sociedades
voraces de aparente “superabundancia”.203

En su famosa obra, Byung Chul Han describe al sujeto de estas sociedades


203

como un individuo abrumado por lo que se exige de él, exhausto, “cansa-


do, hastiado de sí mismo, harto de pelear contra sí mismo”. Byung Chul Han,
La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2010, p. 38. El sujeto descrito
por el filósofo surcoreano es un individuo rodeado de una aparente súper
abundancia de todo y una total libertad. La exigencia de aprovechar ambas

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Efectivamente, en este universo cultural, el sujeto sola-


mente es valioso por su capacidad para trabajar, rendir y pro-
ducir riqueza.204 Allí, no hay cabida para tocar el dolor de ma-
nera consciente; no hay forma de preguntarse por el origen de
los sentimientos de soledad y miedo que pueden aquejar al su-
jeto en un orden de competencia, individualismo y hastío vital.
En una sociedad así, no hay tiempo ni interés en comprender
de qué está hecho el sufrimiento o la miseria existencial de uno
mismo y, mucho menos, del otro.
Como pudo verse a lo largo de estas páginas, la melanco-
lía y la depresión han formado parte de la experiencia huma-
na —al menos de la experiencia occidental— desde tiempos
muy remotos. Sin duda, el dolor, el miedo, el hastío y la soledad
que han caracterizado a estos dos padecimientos emociona-
les siempre generaron un sufrimiento profundo; sin embar-
go, tal como pudo observarse también, en muchos momentos
y en muchos casos, melancolía y depresión frecuentemente
confrontaron al sujeto consigo mismo, le obligaron a hacer
introspección, le exigieron reflexionar sobre sí mismo, sobre
el sentido de su vida y sobre el lugar que ocupaba en el mun-
do que le rodeaba. De esta manera, las experiencias de la me-
lancolía y de la depresión fueron fuente de autoconciencia y
autoconocimiento. Los beneficios secundarios del sufrimiento
melancólico y depresivo fueron, en ese sentido, la posibilidad
de despertar al pensamiento creativo, de hacer contacto con la
razón lo mismo que con la emoción para conocerse. La historia
del yo interior y la construcción de la conciencia individual no

condiciones para conseguir un éxito que se dice sólo depende de uno mismo
resulta verdaderamente aplastante y devastadora.
204
Aquí, Byung Chul Han sigue de cerca varias ideas de Hannah Arendt, quien
señalaba que las sociedades modernas redujeron al ser humano al trabajo
como única acción vital. Byung Chul Han, op. cit., p. 18.

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habría sido la misma sin la experiencia melancólica y depresiva


en Occidente.
Hoy, en cambio, la experiencia de la depresión está lejos
de brindarnos el beneficio de un posible despertar humano ha-
cia la imaginación, la autoconciencia o la reflexión. En nuestro
tiempo, no es una fuerza que impulse hacia la creatividad, pues
la soledad del sujeto deprimido se convierte irremediablemen-
te en desolación. El enfermo de tristeza se encuentra presa de
una sociedad de vínculos rotos y de individualismo exacerba-
do. En realidad, la desolación es un sentimiento común al su-
jeto deprimido de las sociedades del siglo xxi, sin importar el
sector social en el que vive; sin embargo, también es verdad
que la imposibilidad para detenerse a reflexionar sobre la au-
toconciencia y encontrar fuerza creativa en la experiencia de la
depresión es aún más difícil cuando se vive en condiciones de
pobreza y marginación extrema. A pesar de lo anterior, es im-
portante señalar que, incluso entre las clases privilegiadas, la
competencia, la carrera de las apariencias y el individualismo
juegan en contra del sujeto deprimido. Y así, tal como lo expli-
ca Byung Chul Han, el universo emocional de las sociedades
del rendimiento impiden al ser humano hacerse dueño de sí
mismo.205 En este orden cultural contemporáneo, comprender
nuestras emociones, elaborarlas, hacerlas conscientes se mira
como una pérdida de tiempo y de dinero. Por ello, en su lugar,
la alternativa para los hombres y mujeres deprimidos ha sido
dejarlos solos, alienados y dopados.206 Es decir, hacerlos invi-
sibles y abandonarlos a su suerte.

Byung Chul Han, op. cit., p. 39.


205

206
Para el filósofo surcoreano, la sociedad del rendimiento es “la sociedad
del dopaje”, una sociedad en donde los seres humanos se auto explotan, se
“queman” y viven como muertos vivientes. Ver Byung Chul Han, op. cit., p. 44.

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México en la mira:
depresión, responsabilidad pública
y solidaridad humana

De acuerdo con el Boletín núm. 1290 de la Cámara de Diputa-


dos, en el año 2019 la Comisión de Salud del Congreso reportó
que la depresión afecta a 10 millones de mexicanos.207 Ese mis-
mo año, algunos investigadores de la unam dieron a conocer
que 15 de cada 100 mexicanos sufren esa enfermedad.208 De
acuerdo con Alfonso Andrés Fernández Medina, subdirector
de Información de la Dirección General de Divulgación de la
Ciencia, seis millones de niños y adolescentes de entre 12 y
22 años son víctimas de dicho padecimiento en nuestro país,
mientras que otra gran parte de los enfermos deprimidos en
México son adultos mayores de 65 años. Las estadísticas de las
que habló el funcionario de la Máxima Casa de Estudios tam-
bién sugieren que en México por cada dos mujeres deprimidas
hay un hombre en la misma condición.209
Contrariamente a lo que se creyó durante siglos, el pre-
dominio del género femenino sobre el masculino en las cifras
de enfermos de depresión no tiene que ver con ninguna causa

207
Boletín núm. 1290 de la Cámara de Diputados, 17-03-2019.
208
Boletín UNAM, “De cada 100 mexicanos 15 padecen depresión”, Ciudad de
México, 26 de junio 2019.
209
Idem.

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fisiológica, biológica ni genética. La doctora Clara Fleiz Bau-


tista explica esta proporción en función de “la discriminación,
la desigualdad laboral, los conflictos entre ser madre, esposa
y trabajar” que viven las mujeres de nuestro país de manera
cada vez más cotidiana.210 A estas lamentables condiciones de
vida habría que agregar, sin duda, la creciente violencia contra
ellas, que se expresa lo mismo en el incremento de todo tipo
de acoso que en el maltrato físico o psicológico diario que dra-
máticamente muchas veces conduce al feminicidio.
La Ensanut (Encuesta Nacional de Salud y Nutrición) re-
gistró que 6% de los adolescentes mexicanos de entre 10 y 19
años interrogados entre 2018 y 2019 confesó sentirse depri-
mido por lo menos tres veces a la semana, mientras que 14%
respondió no disfrutar la vida más de dos días a la semana.211
En México, la depresión es la tercera causa de suicidios entre
la población de 14 a 25 años, y afecta sobre todo a las perso-
nas que oscilan entre los 12 y los 35. A pesar de estas cifras,
en 2018 se otorgó solamente 2% del prespuesto destinado a
salud para atender esta enfermedad.212
Como se ha señalado ya, el trastorno depresivo es una
enfermedad compleja que no tiene una sola causa ni un solo
modo de tratarse. En algunos casos, es posible que realmente
se requiera del uso de medicamentos psiquiátricos que puedan
ayudar a mejorar la producción y regulación de los neurotrans-
misores cerebrales vinculados con la alegría, la tranquilidad o

210
Idem.
211
Erick Ramírez Martínez, “La Depresión ronda a nuestros jóvenes”, El Sol de
México, 21 de enero de 2020. Esta nota se publicó algunos días después del
tiroteo en el que un niño de 11 años asesinó e hirió a varios de sus maestros
y compañeros en el Colegio Cervantes de Torreón.
212
Elizabeth C. Velázquez y Manuel Lino, “Depresión en 2020 será la principal
causa de discapacidad en México”, Animal Político.

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el placer. Sin embargo, estos fármacos no pueden consumirse


como resultado de la automedicación y deben ser prescritos de
manera responsable por especialistas verdaderamente com-
prometidos con el cuidado de la salud y la integridad física,
emocional y espiritual del ser humano.
Además, hoy se reconoce que un verdadero tratamiento
contra la depresión no puede limitarse al consumo de antide-
presivos, sino que siempre debe incluir terapias psicológicas,
cognitivo-conductuales o psicoanalíticas, que promuevan un
proceso de verdadera curación emocional y que permitan al
sujeto autoconocerse a partir de que este confronte y toque su
dolor y sufrimiento de manera conciente. Es evidente que el
Estado mexicano tiene la obligación de proporcionar todos los
medios necesarios para garantizar la atención médica y psico-
lógica a toda la población deprimida que así lo requiera.
Pero la depresión sólo puede tratarse realmente de ma-
nera conjunta y comunitaria. Ciertamente, el Estado tiene que
asumir su responsabilidad pública y ofrecer las instituciones
y los especialistas médicos capaces de guiar a los enfermos
en su proceso de curación. Sin embargo, en nuestro país el
combate a la depresión sólo será verdaderamente posible
si comprendemos sus causas sociales, económicas y cultura-
les y entre todos buscamos combatirlas. Efectivamente, el pri-
mer paso para tratar este terrible padecimiento emocional es
aprender a reconocer el dolor de uno mismo, pero sobre todo,
el del otro; asumir que vivimos en un país lleno de tensiones,
problemas, contradicciones, violencia, injusticia y desigualdad
que enferman y causan gran sufrimiento entre toda la pobla-
ción sin importar el sector, el género o el grupo social al que
se pertenezca. En nuestro país el dolor ajeno y propio existe
y ya es tiempo de reconocerlo, asumirlo y hacer algo con ello.

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En las décadas más recientes, nuestro país se ha conver-


tido en un territorio cuyo clima emocional ofrece escenarios
de muerte e inseguridad que cada día resultan más insopor-
tables de sobrellevar. Los feminicidios que aumentan cada día,
los cuerpos de jóvenes mutilados que aparecen en bolsas de
plástico para la basura, los desaparecidos, los niños secuestra-
dos, las masacres y enfrentamientos entre grupos que se dis-
putan el control de sus territorios, son solamente algunas de
las realidades cotidianas que poco a poco y de manera terrible
se han ido incorporando a nuestra normalidad generando un
universo sensible en el que prevalecen el miedo, la sensación
permantente de amenaza y la convicción de que la vida es hos-
til, caótica y adversa.
Todos sabemos que hoy, México es un país donde el sis-
tema de justicia es inoperante, donde la violencia física y emo-
cional se vuelven cada día más presentes y donde la pobreza
crece a niveles alarmantes. En un mundo como éste, la existen-
cia se cubre y se oscurece con fuertes dosis de dolor, a veces
indescriptibles. Aquí, las pérdidas son muchas y se presentan
y aparecen de manera constante. Hoy, México es un país de
cuerpos adoloridos y cansados; un país de hombres y mujeres
condenados a la miseria material y espiritual, una nación de
sujetos en gran parte alienados y desesperanzados.
No ayudan el enojo, la división ni el resentimiento que se
han generado en los años más recientes. El tejido social está
prácticamente roto y la confrontación que los mexicanos viven
unos contra otros se manifiesta no sólo en las batallas de clase,
en el recelo que muchas mujeres sienten hacia los hombres
o en los enfrentamientos cotidianos en las comunidades domi-
nadas por el narco y el crimen organizado. El odio y la descon-
fianza hacia el otro impiden cualquier intento por reconstruir
los vínculos o la cooperación social. Hoy, nuestro país vive uno

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de los momentos más difíciles por los que ha atravesado his-


tóricamente; las ausencias y las pérdidas son muchas y es muy
probable que cada día sean mayores. A la falta de un orden ju-
dicial claro, de garantías individuales, de seguridad cotidiana,
de oportunidades reales se suma la falta de contención social a
partir del verdadero fortalecimiento de instituciones que per-
mitan el desarrollo de relaciones sociales construidas sobre la
conciencia del bien común.
Ciertamente, la llegada de la pandemia del covid-19 no
ayudará tampoco. A la desolación ya existente en nuestro país
habrá que sumar la presencia de más muertos y de mucha gen-
te enferma y cansada que tendrá que debatirse al tener que
elegir entre cuidar su salud o salir a trabajar para no morir de
hambre. El desempleo generado por la crisis económica será
inevitable, mientras que es muy probable que los niveles de
violencia e inseguridad también se incrementen en esta muy
desoladora pero real “nueva normalidad” mexicana.
Frente a esta perspectiva sin duda lacerante y triste, los
retos que aparecen frente a nosotros son muchos. Es nueva-
mente Sara Ahmed quien en alguna de sus reflexiones se ha
preguntado qué debe hacer una sociedad con el dolor y el sufri-
miento colectivo.213 Hoy, su pregunta nos viene muy bien a los
mexicanos, quienes en los próximos años sin duda tendremos
que hacer frente a una realidad por demás compleja y difícil
de transitar.
Nos toca a todos intentar contestar dicha pregunta; no
será en estas páginas que se ofrezca una respuesta definiti-
va, pero parecería que lo primero que tendríamos que hacer
como sociedad para combatir tanto dolor es asumir que hoy
todos vivimos rodeados de él, formamos parte de él y nos ve-

213
Sara Ahmed, op. cit., p. 48.

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mos afectados por él. Es decir, parecería que el primer paso


a fin de iniciar un tratamiento para paliar o curar nuestros
dolores históricos, culturales y sociales debería ser dejar de
negarlos, dejar de intentar hacerlos invisibles.
Ahora bien, es importante insistir en que reconocer el do-
lor que enferma a la sociedad mexicana de hoy no puede ser,
de ninguna manera, profundizar las heridas, regodearse en las
cicatrices, abrir una y otra vez las llagas históricas para con-
vertirlas en un discurso que en lugar de movilizarnos a la re-
construcción, a la búsqueda de nuevas formas de solidaridad,
de cooperación y de empatía nos paralicen en el resentimiento,
en la polarización y en la sed de venganza.214
La sociedad mexicana no se merece eso. Los mexicanos
necesitamos reconocer nuestro dolor, nuestras múltiples cau-
sas de dolor para emprender una búsqueda inteligente y con-
ciente de nuestras pérdidas. La depresión, decía Freud, sólo
puede curarse cuando se transita por el proceso del duelo. Hoy
y durante los próximos años, es necesario que nuestro país
elabore muchos duelos, todos los duelos que se requieran para
crear nuevos vínculos solidarios que promuevan el desarrollo
humano entre todos los mexicanos.
Decía Bertolt Brecht que la esperanza siempre resurge
allí donde el ser humano descubre que “algo falta”.215 Es en ese
vacío melancólico y doloroso que la conciencia individual per-
mite al sujeto imaginar y crear nuevas rutas para construirse

214
Aquí sigo a Ahmed cuando retoma a Wendy Brown para explicar cómo los
regímenes políticos que hacen de las heridas históricas el pilar de las identi-
dades colectivas imposibilitan hacer política y solamente promueven la ven-
ganza. Ver Ahmed, op. cit., p. 65.
215
Es Joke Johannetta Hermsen en su libro sobre la melancolía en tiempos de
incertidumbre quien recuerda esta idea de Brecht. Joke Johannetta Hermsen,
La melancolía en tiempos de incertidumbre, Siruela, Madrid, 2019, p. 124.

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una vida o un mundo mejor. En el caso de nuestro país, los


mexicanos deberíamos aprovechar este periodo triste, doloro-
so y deprimente para despertar y buscar, por todos los medios,
construir una sociedad más justa, igualitaria, libre y democrá-
tica que brinde a todos los hombres y mujeres la posibilidad de
vivir seguros, tranquilos y en paz. Una sociedad que reconozca,
ante todo, que todos los mexicanos, sin importar su clase, etnia,
género o credo religioso, somos iguales, y que lo somos porque
todos poseemos exactamente la misma dignidad humana, esa
cualidad que en los últimos años se ha olvidado y dañado y que
hoy, más que nunca, es necesario recuperar, cuidar y defender
para construir un verdadero orden de bienestar.

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La depresión es una de las amenazas más comunes a la salud
mental y el bienestar. Esta enfermedad paraliza el cuerpo, el
alma y la mente, y deja al sujeto en un estado de total malestar
consigo mismo y desolación frente a los demás. En décadas re-
cientes, la OMS y muchos gobiernos del mundo han reconocido
que este padecimiento es una de las principales causas de dis-
capacidad; incluso se sabe que es una de las primeras causas de
suicidio en muchas partes del mundo. Sin embargo, a pesar de su
gravedad, hay quienes se empeñan en minimizar o ignorar sus
efectos en la vida de las personas y de la sociedad en su conjunto.

Si bien la depresión es una enfermedad común y típica de nuestra


época, también es verdad que a lo largo del tiempo los seres hu-
manos han padecido experiencias de tristeza profunda, soledad,
hastío, cansancio vital, desolación y alienación. Este cuaderno
ofrece una breve historia de una enfermedad que durante siglos
las sociedades occidentales llamaron melancolía. Si bien la me-
lancolía y la depresión no son lo mismo, en estas páginas el lector
se sorprenderá con las similitudes existentes entre ambas.

San Ramón s/n, Col. San Jerónimo Lídice,


alcaldía Magdalena Contreras C.P. 10100,
Ciudad de México.
Tel. (55) 5377 4700.
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