Ven y Enloquece - Fredric Brown
Ven y Enloquece - Fredric Brown
Ven y Enloquece - Fredric Brown
VEN Y ENLOQUECE
Fredric Brown
Lo supo de alguna manera, cuando se despertó por la mañana. Ahora, situado junto a la
ventana de la redacción, desde donde contemplaba el dibujo de luz y sombras proyectado
por el oblicuo sol de la tarde sobre los edificios, estaba casi seguro. Sabía que muy pronto,
quizá aquel mismo día, ocurriría algo importante. No sabía si sería algo bueno o malo pero
lo intuía sombríamente. Y con razón; pocas cosas buenas pueden suceder
inesperadamente a un hombre, es decir, cosas de verdadera importancia. El desastre
puede atacar desde innumerables direcciones en formas extraordinariamente diversas.
Una voz dijo: «Hola, señor Vine», y él se apartó de la ventana, lentamente. Eso ya era
extraño, pues no tenía la costumbre de moverse lentamente; era un hombre pequeño y
vivaz, casi felino en la rapidez de sus reacciones y movimientos.
Pero en esta ocasión algo le hizo apartarse lentamente de la ventana, como si
presintiera que jamás volvería a ver aquel claroscuro de una tarde al sol.
- Hola, Red - contestó.
El pecoso botones anunció:
- Su Señoría quiere verle.
- ¿Ahora?
- A su conveniencia. Cualquier día de la semana que viene, quizá. Si está ocupado, dele
un plantón.
El apoyó un puño en la barbilla de Red y le empujó, mientras el botones retrocedía con
fingido arrepentimiento.
Se dirigió al depósito de agua. Apretó el botón y el agua llenó el vaso de papel.
Harry Wheeler fue a su encuentro y dijo:
- Hola, Napi. ¿Qué hay? ¿Te han llamado a capítulo?
- Sí, para un aumento - repuso.
Bebió y estrujó el vaso, que tiró a la papelera. Se dirigió a la puerta que ostentaba el
letrero de «Privado» y la abrió.
Walter J. Candler, el director, alzó la vista de los papeles que llenaban su escritorio y
dijo afablemente:
- Siéntese, Vine. En seguida le atiendo. - Después volvió a bajar la vista.
Tomó asiento en la silla que había frente a Candler, sacó un cigarrillo del bolsillo de la
camisa y lo encendió. Examinó la parte posterior de la hoja que el director estaba leyendo.
En aquel lado no había nada escrito.
El director puso la hoja sobre la mesa y le miró.
- Vine, esto es descabellado. Por lo visto, usted es un genio cuando se trata de escribir
cosas descabelladas.
Sonrió lentamente al director y dijo:
- Si es un cumplido, gracias.
- Es un cumplido, desde luego. Usted nos ha hecho cosas bastante difíciles. Esto es
diferente. Nunca he pedido a un reportero que hiciese algo que yo mismo no haría. Yo no
haría. Yo no haría una cosa así, de modo que no voy a pedírselo.
El director cogió el papel que había estado leyendo y volvió a dejarlo sin mirarlo
siquiera.
- ¿Ha oído hablar alguna vez de Ellsworth Joyce Randolph?
- ¿El director del manicomio? Claro que sí; incluso le conocí, casualmente.
- ¿Qué impresión le produjo?
Observó que el director le observaba escrutadoramente, y le pareció que la pregunta no
había sido demasiado casual. Replicó hábilmente:
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- ¿A qué se refiere? ¿En qué sentido? ¿Quiere saber si es una buena persona, un buen
político, un psiquiatra competente, o qué?
- Quiero saber si le pareció un tipo equilibrado.
Miró a Candler y se dio cuenta de que Candler no bromeaba. Candler era estrictamente
inexpresivo.
Se echó a reír, y después se puso súbitamente serio. Se apoyó sobre la mesa de
Candler.
- Ellsworth Joyce Randolph - dijo -. ¿Se refiere a Ellsworth Joyce Randolph?
Candler asintió.
- El doctor Randolph ha venido esta mañana a verme. Me ha contado una historia
bastante extraña. No quería que la publicara; quería que la comprobara, y que encargase
de ello a nuestro mejor hombre. Me ha dicho que, si descubríamos que era verdad,
podríamos imprimirla en tipos de ciento veinte líneas y tinta roja. - Sonrió irónicamente -.
Es lo que haremos.
Apagó el cigarrillo y estudió el rostro de Candler.
- Pero la historia es tan absurda que usted piensa que el doctor Randolph está loco.
- Exactamente.
- Y ¿qué tiene de difícil el trabajo en cuestión?
- El doctor dice que sólo podremos conseguir la historia actuando desde dentro.
- ¿Entrando como paciente o algo por el estilo?
Candler repuso:
- Algo por el estilo.
- ¡Ah!
Se levantó de la silla y se acercó a la ventana, de espaldas al director. El sol apenas se
había movido. Sin embargo, el dibujo de luces y sombras reflejado en las calles parecía
distinto, sombríamente distinto. Su estado de ánimo también era distinto. Comprendió que
aquello ero lo que había estado esperando que sucediese. Se volvió y dijo:
- No. Desde luego que no.
Candler se encogió imperceptiblemente de hombros.
- No le culpo. Ni siquiera se lo he pedido. Yo tampoco lo haría.
- ¿Qué cree Ellsworth Joyce Randolph que está sucediendo en su manicomio? Debe ser
algo bastante descabellado si usted mismo ha llegado a dudar de su cordura.
- No puedo decírselo, Vine. Le he prometido que no lo haría, tanto si aceptaba usted el
trabajo como si no.
- ¿Pretende decirme que, aunque aceptara el encargo, no sabría lo que debía buscar?
- Así es. Estaría predispuesto, su juicio no sería objetivo. Buscaría algo concreto, y
podría creer que lo había encontrado sin tener una base firme. O, por el contrario, estaría
tan predispuesto a no encontrarlo, que quizá no quisiera reconocerlo aunque lo tuviera
delante de las narices.
El se apartó de la ventana y se acercó a la mesa sobre la que descargó un puñetazo.
- Maldita sea, Candler, ¿por qué yo?. Ya sabe lo que me ocurrió hace tres años.
- Desde luego. Amnesia.
- Eso es, amnesia. Ni más ni menos. Nunca he ocultado que no me he recuperado de
esa amnesia. Tengo treinta años, ¿no es así? Sólo recuerdo lo sucedido en el espacio de
tres años. ¿Sabe lo que es tener un muro que te impide recordar lo sucedido antes de esa
época?
» Oh, bueno, sé lo que hay al otro lado de ese muro. Lo sé porque todo el mundo me lo
dice. Sé que empecé trabajando como botones hace diez años. Sé dónde y cuándo nací y
que mis padres murieron. Sé como eran... porque he visto fotografías suyas. Sé que no
tenía esposa ni hijos, porque así me lo dijeron todas las personas que me conocían.
Téngalo bien presente: todas las personas que me conocían, no todas las personas que yo
conocía. Yo no conocía a nadie.
» Desde entonces no me ha ido mal del todo. Cuando salí del hospital - ni siquiera
recuerdo el accidente que me mandó allí - vine directamente aquí porque aún me acordaba
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de escribir artículos, a pesar de que tuviese que aprender el nombre de todo el mundo.
No estaba en peor situación que un periodista novato empleado en un periódico de una
ciudad desconocida. Y todo el mundo me ayudó mucho.
Candler abrió una mano para calmar la tempestad. Dijo:
- Está bien, Napi. Ha dicho que no, y eso es suficiente. No me parece que esto tenga
nada que ver con el tema que nos ocupa, ya que lo único que tenía que hacer era decir
que no, así que olvídelo.
La tensión seguía dominándole. Dijo:
- ¿No le parece que esto tenga nada que ver con el tema que nos ocupa? Usted me
pide... o, de acuerdo, no me lo pide, me lo sugiere... que me haga pasar por loco, y entre
en el manicomio. Cuando... ¿qué confianza puede uno tener en su propia cordura si no
recuerda sus días de colegio, no recuerda el día que conoció a las personas que trabajan
con él, no recuerda el día que empezó a trabajar, y no recuerdas... nada de lo sucedido
antes de hace tres años?
Volvió a descargar un puñetazo encima de la mesa, y después miró a su alrededor. Dijo:
- Lo siento. No pretendía excitarme de este modo.
- Siéntese - dijo Candler.
- La respuesta sigue siendo no.
- Es igual; siéntese.
Se sentó, extrajo un cigarrillo y lo encendió.
Candler dijo:
- Ni siquiera tenía intención de mencionarlo, pero ahora me veo obligado a hacerlo. Es
necesario, después de oírle hablar así. No sabía que aún estuviera tan trastornado por su
amnesia. Pensaba que lo había superado.
» Escuche, cuando el doctor Randolph me ha preguntado qué periodista era capaz de
hacer el trabajo, le he hablado de usted. Le he contado sus antecedentes. El también
recuerda haberle conocido. Sin embargo, no sabía nada de su amnesia.
- ¿Acaso me ha recomendado por eso?
- No me interrumpa. Me ha dicho que, mientras usted se encontrara allí, no tendría
inconveniente en someterle a un nuevo tratamiento de choques que podría devolverle la
memoria. Ha dicho que valía la pena intentarlo.
- No ha asegurado que diera resultado.
- Ha dicho que era posible; en cualquier caso, no le perjudicará.
Apagó el cigarrillo que acababa de encender. Miró fijamente a Candler. No tuvo que
decir lo que pensaba; el director lo leyó en su rostro.
- Tranquilícese, muchacho - dijo Candler -. Recuerde que no se lo he dicho hasta que
usted mismo me ha confiado lo mucho que ese muro le preocupa. No es una baza que me
reservase para el final. Se lo he dicho para hacerle un favor, después de oírle hablar de
ese modo.
- ¡Un favor!
Candler se encogió de hombros.
- Ha dicho que no. Yo he aceptado su respuesta. Después ha empezado a quejarse y yo
no he tenido más remedio que mencionar algo que ya había olvidado. No le dé más
vueltas. ¿Cómo va el artículo de los sobornos? ¿Algo nuevo?
- ¿Asignará a otro el artículo del manicomio?
- No; usted es el único que puede hacerlo.
- ¿De qué se trata? Debe de ser una historia muy insólita para que dude del buen
sentido del doctor Randolph. ¿Acaso cree que sus pacientes deberían ocupar el lugar de
los médicos, o qué?
Se echó a reír.
- Ya lo sé, no puede decírmelo. Es un atractivo cebo doble, la curiosidad... y la
esperanza de derrumbar ese muro. ¿Puede contarme el resto? Si digo que sí en vez de
no, ¿cuánto tiempo estaré allí, y en qué condiciones? ¿Qué oportunidades tengo de volver
a salir? ¿Cómo entraría?
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Por otra parte, estaba aquel inquietante mundo en el que se había despertado, este
mundo blanco en el que se hablaba inglés, un inglés que - pensándolo bien - era distinto
del que había oído en Brienne, Valence, Toulon, y que, sin embargo, entendía a la
perfección y estaba seguro de poder hablar si no tuviera la mandíbula enyesada. Este
mundo en el que todos le llamaban George Vine, y en el cual todos utilizaban palabras que
él no sabía, que no podía lógicamente saber, pero que producían imágenes en su mente.
Cupé, camión. Eran dos formas distintas de - la palabra acudió espontáneamente a su
memoria - automóviles. Se concentró en lo que era un automóvil y en cómo funcionaba, y
descubrió que poseía esa información. El bloque de cilindros, los pistones impulsados por
explosiones de vapor de gasolina, encendido por la chispa de electricidad producida por un
generador...
La electricidad. Abrió los ojos y alzó la vista hacia la lámpara que colgaba del techo, y
supo, de alguna manera, que era una luz eléctrica, y se dio cuenta de que tenía una noción
general de lo que era la electricidad.
El italiano Galvani... sí, había leído algo respecto a los experimentos de Galvani, pero
éstos no habían desembocado en nada tan práctico como aquella luz. Y, mientras
contemplaba aquella luz amortiguada por la pantalla, vio energía hidráulica accionando
dinamos, muchos kilómetros de cables, motores accionando generadores... Contuvo la
respiración ante el concepto que le proporcionaba su propia mente, o parte de su propia
mente.
Los confusos e inseguros experimentos de Galvani, con sus débiles corrientes y ranas
que pataleaban, apenas habían presagiado el obvio misterio de aquella luz que brillaba en
el techo; y esto era precisamente lo más extraño; una parte de su mente lo encontraba
misterioso y la otra parte lo consideraba normal y comprendía su funcionamiento de un
modo general.
La luz eléctrica fue inventada por Thomas Alva Edison alrededor de... ¡Ridículo!, había
estado a punto de decir alrededor de 1900, y sólo era el año 1796.
Entonces fue cuando se dio cuenta de lo más horrible de todo e intentó - con grandes
dolores y en vano - incorporarse en la cama. Si su memoria no le engañaba, fue en 1900, y
Edison falleció en 1931... Y un hombre llamado Napoleón Bonaparte murió ciento diez
años antes de esa fecha, en 1821.
Entonces estuvo a punto de volverse loco.
Y, loco o cuerdo, únicamente el hecho de no poder hablar le salvó del manicomio; le dio
tiempo para reflexionar, tiempo para comprender que su única oportunidad residía en fingir
amnesia, en fingir que no recordaba nada de su vida anterior al accidente. No te recluyen
en un manicomio por sufrir de amnesia. Te dicen quién eres, te dejan reanudar lo que
dicen que era tu vida anterior. Te dejan atar cabos, mientras intentas recordar.
Era lo que había hecho hacía tres años. Ahora, al día siguiente, iría a un psiquiatra y le
diría que el era... ¡Napoleón!
Los rayos del sol eran más oblicuos a cada minuto que transcurría. En el cielo, un avión
alteró la quietud reinante con sus zumbidos; alzó la vista y se echó a reír silenciosamente,
en su interior, con una risa que no tenía nada que ver con la locura. Una risa verdadera,
porque surgía de la concepción de Napoleón Bonaparte viajando en un avión como aquél y
de la abrumadora incongruencia de esa idea.
Entonces pensó que no recordaba haber viajado nunca en avión. Quizá George Vine lo
hubiese hecho; en algún momento de sus veintisiete años de vida, tenía que haberlo
hecho. Pero ¿acaso eso significaba que él hubiera viajado en uno? Esta era una pregunta
que formaba parte de la gran pregunta.
Se levantó y empezó a andar nuevamente. Eran casi las cinco; Charlie Doerr no tardaría
en abandonar la sede del periódico e ir a su casa para cenar. Lo mejor sería telefonear a
Charlie y asegurarse de que estaría en su casa aquella noche.
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Se dirigió al bar más cercano y telefoneó; Charlie Doerr no tardó más de un minuto en
ponerse al aparato. Dijo:
- Soy George; ¿estarás en casa esta noche?
- Desde luego, George. Iba a una partida de cartas, pero la he cancelado al saber que
irías a verme.
- ¿Al saber que...? Oh, ¿te lo ha dicho Candler?
- Sí. Oye, no sabía que me telefonearías porque entonces habría llamado a Marge, pero
¿qué te parece si salimos a cenar? Ella no tendrá ningún inconveniente; puedo llamarla
ahora, si tu puedes.
- No, gracias, Charlie. Tengo un compromiso para cenar. Y, escucha, sobre la partida de
cartas, puedes ir. Yo pasaré por tu casa hacia las siete y no es necesario que hablemos
toda la noche; una hora será suficiente. De todos modos, tú no saldrías antes de las ocho.
- No te preocupes - dijo Charlie -; no tengo ningún empeño en salir, y tú hace mucho
tiempo que no sales. Así que nos veremos a las siete, ¿de acuerdo?
Desde la cabina telefónica, se acercó a la barra y pidió una cerveza. Se preguntó por
qué había declinado la invitación a cenar; probablemente porque, de un modo
subconsciente, deseara estar solo un par de horas más antes de hablar con nadie, incluso
con Charlie y Marge.
Bebió la cerveza a pequeños sorbos, porque quería hacerla durar; aquella noche tenía
que estar sereno, muy sereno. Aún tenía tiempo para cambiar de opinión; se había dejado
una puerta abierta, aunque pequeña. Aún podía hablar con Candler a la mañana siguiente
y decirle que había resuelto no hacerlo.
Por encima del borde del vaso, se contempló en el espejo que había detrás de la barra.
Bajo, rubio, con pecas en la nariz, corpulento. Lo de bajo y corpulento encajaba a la
perfección, pero el resto... Ni el parecido más remoto.
Bebió lentamente otra cerveza, y así dieron las cinco y media.
Salió y reanudó su paseo, esta vez hacia la ventana del tercer piso por la que estaba
mirando cuando Candler le hizo llamar. Se preguntó si alguna vez volvería a sentarse junto
a esa ventana para contemplar la tarde bañada por el sol.
Quizá sí. Quizá no.
Pensó en Clare. ¿Deseaba verla aquella noche?
Pues no, sinceramente, no. Pero si desaparecía durante una o dos semanas sin
despedirse de ella, ya podía darla por perdida.
No tenía opción.
Se detuvo en un drugstore y telefoneó a su casa.
- Clare, soy George - dijo -. Escucha, mañana tengo que irme de viaje por un asunto del
periódico; no sé cuánto tiempo estaré fuera. Se trata de una de esas cosas que tanto
pueden durar días como semanas. ¿Podemos vernos a última hora, para despedirnos?
- Claro que sí, George. ¿A qué hora?
- Podría ser después de las nueve, aunque no mucho. ¿Te parece bien? Primero tengo
que ver a Charlie, por negocios; quizá no pueda escaparme antes de las nueve.
- Desde luego, George. Cuando tú quieras.
Se detuvo frente a un puesto de hamburguesas, pese a no tener apetito, y consiguió
tomar un bocadillo y un pedazo de tarta. Así dieron las seis menos cuarto y, si iba andando
hasta casa de Charlie, llegaría a la hora fijada. Así que fue andando.
El propio Charlie le abrió la puerta. Llevándose un dedo a los labios, hizo un gesto con
la cabeza en dirección a la cocina, donde Marge estaba lavando los platos. Susurró:
- No le he dicho nada a Marge, George. Se preocuparía.
Habría querido preguntar a Charlie por qué iba a preocuparse, pero no lo hizo. Quizá
tuviera miedo de la respuesta. Significaría que Marge ya se preocupaba por él, y esto era
mala señal. El creía haber desempeñado muy bien su papel a lo largo de los tres últimos
años.
De todos modos, no pudo preguntar nada, pues Charlie le condujo en seguida al salón y
la cocina estaba al lado. Mientras tanto, Charlie le dijo:
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- Me alegro de que hayas decidido venir a jugar una partida de ajedrez, George. Marge
tiene que salir esta noche; quiere ver no sé qué película. Yo iba a esa partida de cartas por
una cuestión de legítima defensa, pero no me apetecía nada.
Sacó el tablero y las piezas de un armario y lo colocó sobre la mesita auxiliar.
Marge entró con una bandeja en la que había dos grandes vasos llenos de cerveza y la
dejó al lado del tablero. Dijo:
- Hola, George. Me he enterado de que te vas un par de semanas.
El asintió.
- Lo malo es que no sé dónde. Candler, el director, me ha preguntado si podía
encargarme de una asunto fuera de la ciudad, y yo le he sido que sí pero no hablaremos
hasta mañana.
Charlie tenía las dos manos extendidas, con un peón en cada una de ellas, y cuando
toco la mano izquierda de Charlie, palideció. Movió un peón hacia el rey y, cuando Charlie
hizo lo mismo, adelantó el peón de la reina.
Marge se retocaba el sombrero frente al espejo. Dijo:
- Bueno, George, si ya te has ido cuando vuelva, hasta pronto y buena suerte.
- Gracias, Marge. Adiós.
Hizo unos cuantos movimientos antes de que Marge se acercara, dispuesta para irse,
besara a Charlie, y después le besara a él en la frente. Dijo:
- Cuídate mucho, George.
Su mirada se cruzó con la de los azules ojos de Marge y pensó: «Está preocupada por
mí». Eso le asustó un poco.
En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ella, dijo:
- No es necesario que acabemos la partida, Charlie. Vayamos al grano, porque he
quedado con Clare a las nueve. No sé cuánto tiempo estaré fuera, así que no puedo irme
sin despedirme de ella.
Charlie alzó la vista hacia él.
- ¿Acaso lo de Clare es serio, George?
- No lo sé.
Charlie cogió su cerveza y tomó un sorbo. De repente adoptó una voz brusca y práctica.
Dijo:
- De acuerdo, vayamos al grano. Mañana por la mañana tenemos hora a las nueve para
ver a un tipo llamado Irving, el doctor W.E. Irving, del Edificio Appleton. Es psiquiatra; el
doctor Randolph nos lo ha recomendado.
» Le he telefoneado esta tarde después de hablar con Candler; Candler ya había
telefoneado a Randolph. Le di mi verdadero nombre. Mi historia ha sido ésta: tengo un
primo que últimamente se comporta de una forma muy extraña y con el cual deseo que
tenga un cambio de impresiones. No le he dado el nombre de mi primo. Tampoco le he
dicho en qué sentido te comportabas de un modo extraño; he esquivado la pregunta y le
dicho que prefería que juzgara por sí mismo y sin ninguna clase de prejuicios. Le he
explicado que te había convencido para visitar a un psiquiatra y que el único que yo
conocía era Randolph; que había telefoneado a Randolph, que éste me había dicho que ya
no ejercía privadamente y me había recomendado a Irving. Le he dicho que era tu pariente
más próximo.
» Eso deja vía libre a Randolph para ser el segundo médico del certificado. Si logras
convencer a Irving de que estás realmente loco y él quiere firmar tu reclusión, puedo insistir
en que te vea Randolph, a quien quería desde el principio. Y, esta vez, como es natural,
Randolph accederá.
- ¿No has dicho absolutamente nada respecto a la clase de locura que sospechas que
tengo?
Charlie meneó la cabeza. Repuso:
- Así que, de todos modos, ninguno de los dos iremos al Blade mañana por la mañana.
Me iré de casa a la hora de siempre para que Marge no haga preguntas, y nos
encontraremos en el centro - digamos, en el vestíbulo del Christina - a las once menos
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cuarto. Si logras convencer a Irving de que has de ser recluido - si es que ésa el la
palabra correcta -, llamaremos inmediatamente a Randolph y mañana estará todo
arreglado.
- ¿Y si cambio de opinión?
- Telefonearé para decir que no vamos. Eso es todo. Oye, ¿verdad que no hay nada
más que hablar? Terminemos esa partida de ajedrez; no son más que las siete y veinte.
El meneó la cabeza.
- Prefiero seguir hablando, Charlie. Te has olvidado de una cosa; pasado mañana. ¿Con
qué frecuencia irás a verme para recoger los boletines de Candler?
- Oh, es verdad, lo había olvidado. Todos los días de visita... tres veces por semana:
lunes, miércoles, y viernes por la tarde. Mañana es viernes, de modo que si consigues
entrar, el lunes será el primer día que pueda visitarte.
- De acuerdo. Dime. Charlie, ¿te ha insinuado algo Candler respecto a la historia por la
que debo entrar ahí?
Charlie Doerr meneó lentamente la cabeza.
- Ni una palabra. ¿De qué se trata? ¿Acaso es demasiado secreta para que hables de
ella?
Miró fijamente a Charlie, sumido en un mar de dudas. Y de pronto comprendió que no
podía decirle la verdad: que él tampoco sabía nada. Pasaría por un tonto. No pareció una
tontería cuando Candler le dio la razón - una razón, de todos modos - para no decírselo,
pero ahora si que lo parecería.
Repuso:
- Si él no te ha explicado nada, me imagino que yo tampoco debo hacerlo, Charlie. - Y
como esto no le pareció demasiado convincente, añadió -: Se lo he prometido a Candler.
Habían vaciado los dos vasos de cerveza y Charlie se los llevó a la cocina para llenarlos
de nuevo.
El siguió a Charlie, pues prefería la informalidad de la cocina. Se sentó a horcajadas en
una silla de la cocina, acodándose en el respaldo, y Charelie se apoyó en el frigorífico.
Charlie dijo:
- ¡Prosit!
Ambos bebieron, y después Charlie preguntó:
- ¿Ya has pensado la historia que le contarás al doctor Irving?
El asintió.
- ¿Te ha contado Candler lo que debo decirle?
- ¿Que eres Napoleón? - contestó Charlie, reprimiendo una carcajada.
¿Por qué le dio la impresión de que su hilaridad era fingida? Miró a Charlie, y
comprendió que lo que pensaba resultaba completamente increíble. Charlie era una
persona franca y sincera. Charlie y Marge eran sus mejores amigos; habían sido amigos
suyos durante tres años. Según Charlie, mucho tiempo más, muchísimo más. Pero de lo
ocurrido antes de esos tres años... él no podía dar fe.
Se aclaró la garganta para darse ánimos. Tenía que preguntar, tenía que asegurarse.
- Charlie. voy a preguntarte algo que quizá te extrañe. ¿Estáis actuando honestamente?
- ¿Qué?
- Ya sé que es una pregunta extraña. Pero... mira, tú y Candler no creéis que estoy loco,
¿verdad? No habréis ideado todo esto entre los dos para recluirme - o, por lo menos,
examinarme - sin que yo sepa lo que ocurre, hasta que sea demasiado tarde ¿verdad?
Charlie le miró fijamente. Dijo:
- Vamos, George, no me creerás capaza de hacerte una cosa así, ¿verdad?
- No, claro que no. Pero... quizá pensaras que era por mi propio bien, y eso podría
haberte decidido. Escucha, Charlie, si estoy en lo cierto, si realmente piensas eso, déjame
decirte que no es justo. Mañana iré a un psiquiatra para mentirle, para tratar de
convencerle de que tengo alucinaciones. No para ser sincero con él. Y eso sería una gran
injusticia. Lo comprendes, ¿verdad, Charlie?
Charlie palideció ligeramente. Repuso:
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Llegó temprano y dejó atrás la casa de Clare, llegando hasta la esquina, donde se
detuvo bajo el gran olmo que allí había, para fumar el resto de su cigarrillo, mientras
reflexionaba sombríamente.
En realidad, no había nada que pensar; lo único que tenía que hacer era despedirse de
ella. Unas cuantas palabras. Y rehuir sus pregunta acerca del lugar a donde iba, y cuánto
tiempo se quedaría. Tenía que mostrarse tranquilo e indiferente, como si no significaran
absolutamente nada el uno para el otro.
Tenía que ser así. Conocía a Clare Wilson desde hacía un año y medio, y habían estado
saliendo durante todo ese tiempo; no era justo. Esto debía ser el final, por el bien de ella.
No tenía derecho a pedir a una mujer que se casara con él... ¡un loco que creía ser
Napoleón!
Tiró el cigarrillo y lo aplastó furiosamente con la punta del zapato; después retrocedió
hasta la casa, subió los escalones del porche, y tocó el timbre.
La propia Clare le abrió la puerta. la luz procedente del recibidor confirió un brillo dorado
a su cabello, que rodeaba su cara en sombras.
Deseó con tantas fuerzas tomarla entre sus brazos que le costó un verdadero esfuerzo
mantener los brazos estirados a lo largo del cuerpo.
Estúpidamente, dijo:
- Hola, Clare ¿Cómo van las cosas?
- No lo sé, George. ¿Cómo van las cosas? ¿No piensas entrar?
Se retiró del umbral para dejarle pasar y la luz iluminó su cara, dulcemente seria. Sabía
que ocurría algo desusado, pensó él; su expresión y tono de voz se lo revelaron.
No quería entrar. Dijo:
- Hace una noche preciosa Clare. Demos un paseo.
- De acuerdo, George - Salió al porche -. Una noche preciosa, y unas estrellas
maravillosas. - Se volvió hacia él y lo miró -. ¿Alguna de ellas es tuya?
El se sobresaltó ligeramente. Después dio un paso adelante y la cogió por el codo, para
ayudarla a bajar los escalones del porche. Contestó:
- Todas son mías. ¿Quieres comprar una?
- ¿Es que no me la regalarías? ¿Ni una muy pequeñita? Me conformaría con una que
tuviera que mirar con un telescopio.
Se encontraron en la acera, dónde ya nadie podía oírles, y su voz cambió bruscamente,
perdiendo la nota festiva que tenía, para preguntar:
- ¿Qué sucede, George?
El abrió la boca para contestar que no sucedía nada, pero volvió a cerrarla. No podía
decirle una mentira, pero tampoco podía decirle la verdad. El hecho de que ella le hubiese
formulado esta pregunta de ese modo, tendría que haber simplificado las cosas, sin
embargo, las hizo más difíciles.
Le hizo otra pregunta:
- Tienes la intención de despedirte... para siempre, ¿verdad, George?
El repuso:
- Sí. - Tenía la boca seca. No sabía si esa única palabra había salido como un articulado
monosílabo o no, de modo que se humedeció los labios y lo intentó de nuevo -; Sí, me
temo que sí, Clare.
- ¿Por qué?
No tuvo el valor de mirarla, así que siguió con la vista fija en el infinito. Dijo:
- N-no puedo decírtelo, Clare, pero debo hacerlo. Es lo mejor para ambos.
- Dime una cosa, George. ¿Es verdad que te vas o sólo era... una excusa?
- Es verdad. Me voy; no sé por cuánto tiempo. No me preguntes adónde, por favor. No
puedo decírtelo.
- Quizá yo sí que pueda, George. ¿Te importa que lo haga?
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Charlie Doerr salió del despacho que ostentaba el letrero de «Privado» y alzó una mano.
Dijo:
- Buena suerte, George. El doctor quiere hablar contigo.
Estrechó la mano de Charlie y repuso:
- Ya puedes marcharte. Nos veremos el lunes, el primer día de visita.
- Esperaré aquí - contestó Charlie -. Me he tomado el día libre ¿sabes? Además, quizá
no tengas que ir.
Soltó la mano de Charlie y le miró fijamente a los ojos. Repuso lentamente:
- ¿A qué te refieres, Charlie... con eso de que quizá no tenga que ir?
- Verás... - Charlie parecía desconcertado -. Quizá te diga que estás bien, o te sugiera
que vengas regularmente a verle hasta que te repongas, o... - Charlie terminó con un hilo
de voz -: O algo por el estilo.
Incrédulamente, siguió mirando a Charlie. Habría querido gritar: «¿Estoy loco o lo estás
tú?», pero hubiera sido una locura en aquellas circunstancias. Pero tenía que asegurarse
de que las palabras de Charlie no respondieran a sus más íntimos pensamientos; quizá
hubiera caído en el papel que debía desempeñar al hablar con el médico. Preguntó:
- Charlie, ¿acaso no recuerdas que...? - El resto de la pregunta le pareció una locura, al
ver la mirada inexpresiva de Charlie. La respuesta estaba en la cara del propio Charlie; no
necesitaba que éste la tradujera en palabras.
Charlie volvió a decir:
- Esperaré, naturalmente. Buena suerte, George.
El miró a Charlie y asintió, después de lo cual dio media vuelta y entró en el despacho
con el letrero de «Privado». Cerró la puerta, mientras estudiaba al hombre sentado tras la
mesa, que se había levantado al verle entrar. Un hombre corpulento, de anchas espaldas y
cabello gris.
- ¿El doctor Irving?
- Sí, señor Vine. ¿Quiere hacer el favor de sentarse?
Se dejó caer en el cómodo sillón tapizado que había al otro lado de la mesa del médico.
- Señor Vine - dijo el médico -, la primera de este tipo de entrevistas siempre resulta un
poco difícil. Para el paciente, me refiero. Hasta que me conozca mejor, le será un poco
difícil superar ciertas reticencias y hablar libremente de sí mismo. ¿Prefiere hablar,
contarme cosas a su manera, o que yo le haga preguntas?
Lo pensó. Tenía una historia preparada, pero sus pocas palabras con Charlie en la sala
de espera lo habían cambiado todo.
Repuso:
- Quizá sea mejor que me haga preguntas.
- Muy bien. - El doctor Irving tenía una pluma en la mano y una hoja de papel sobre la
mesa, frente a sí -. ¿Dónde y cuando nació?
Suspiró profundamente.
- Si no me equivoco, nací en Córcega, el 15 de agosto de 1769. Naturalmente, no me
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El asintió.
El doctor Irving se puso en pie.
- ¿Quiere disculparme un momento? Voy a telefonear al doctor Randolph.
El doctor Irving entró en un despacho contiguo. El pensó: «Aquí tiene un teléfono, pero
no quiere que yo oiga la conversación»
Permaneció tranquilamente sentado hasta que el doctor Irving regresó y le dijo:
- El doctor Randolph puede recibirnos ahora mismo. He pedido un taxi para que nos
lleve allí. ¿Querrá disculparme otra vez? Me gustaría hablar con su primo, el señor Doerr.
No se movió y ni siquiera volvió la cabeza para ver cómo el doctor salía. Podría haberse
acercado a la puerta y tratado de oír la conversación que se desarrollaba en la sala de
espera, pero no lo hizo. Permaneció sentado hasta oír que la puerta se abría y la voz de
Charlie decía:
- Vamos, George. El taxi ya debe de haber llegado.
Bajaron en el ascensor, y el taxi ya estaba frente al edificio. El doctor Irving dio la
dirección.
En el taxi, cuando estaban a medio camino, comentó:
- Hace un día precioso.
Charlie se aclaró la garganta y repuso:
- Sí, es verdad.
Durante el resto del trayecto no volvió a decir nada, y los demás tampoco.
Llevaba unos pantalones grises y una camisa gris, abierta en el cuello y sin corbata con
la que pudiera ahorcarse. Tampoco llevaba cinturón, por la misma causa, pero los
pantalones se ajustaban tanto a su cintura que no había peligro de que se le cayeran.
Tampoco había peligro de que él se cayera por ninguna ventana; tenían barrotes.
Sin embargo, no estaba en una celda; era un gran pabellón en la tercera planta. En el
pabellón había otros siete hombres. Los observó. Dos de ellos jugaban al ajedrez.
sentados en el suelo y con un tablero entre los dos. Uno estaba sentado en una silla, y
miraba fijamente al infinito; otros dos se hallaban apoyados en los barrotes de una de las
ventanas abiertas, mirando al exterior y hablando normalmente. Uno leía una revista. Otro
estaba sentado en un rincón, tocando escalas en un piano que no se veía por ninguna
parte.
El estaba apoyado en la pared, mirando a los otros siete. Hacía dos horas que se
encontraba allí; le habían parecido dos años.
La entrevista con el doctor Ellsworth Joyce Randolph se desarrolló sin dificultades;
prácticamente fue un duplicado de la mantenida con el doctor Irving. Y resultó evidente que
el doctor Randolph jamás había oído hablar de él con anterioridad.
Era lo que él esperaba, naturalmente.
Ahora se sentía muy tranquilo. Había decidido que por el momento, no pensaría, no se
preocuparía por nada, ni siquiera sentiría nada.
Se apartó de la pared y observó el desarrollo de la partida de ajedrez.
Era una partida de ajedrez normal; se seguían todas las reglas.
Uno de los jugadores alzó la vista y preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
Era una pregunta perfectamente normal; lo único anormal era que este mismo hombre
ya se la había formulado cuatro veces durante las dos últimas horas.
Contestó:
- George Vine.
- Yo me llamo Bassington, Ray Bassington. Llámame Ray. ¿Estás loco?
- No.
- Algunos de nosotros lo están y otros no. El lo está. - Miró al hombre que tocaba el
imaginario piano -. ¿Sabes jugar al ajedrez?
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- No muy bien.
- De acuerdo. Aquí se come muy temprano. Cualquier cosa que quieras saber,
pregúntamela.
- ¿Cómo se sale de aquí? Espera, no es una broma, ni nada por el estilo. En serio,
¿cuál es el procedimiento?
- Compareces ante la junta una vez al mes. Te hacen preguntas y deciden si has de irte
o quedarte. A veces te clavan agujas. ¿Qué ha pasado contigo?
- ¿Pasar conmigo? ¿A qué te refieres?
- ¿Imbecilidad, maníaco depresivo, demencia precoz, melancolía involutiva...?
- Oh. Paranoia, me imagino.
- Mala cosa. Es cuando te clavan agujas.
Se oyó un timbre.
- Es la cena - dijo el otro jugador de ajedrez -. ¿Has tratado de suicidarte alguna vez?
¿O de matar a alguien?
- No.
- Entonces, te dejarán comer en una mesa A, con cuchillo y tenedor.
En aquel momento abrieron la puerta de la sala. Se abrió hacia fuera, apareció un
guardia y dijo:
- Adelante. - Todos salieron, excepto el hombre sentado en la silla que miraba al infinito.
- ¿Qué hay de él? - preguntó a Ray Bassington.
- Se perderá la cena. Es un maníaco depresivo, en plena etapa de depresión. Te dejan
perder una comida; si no vas a la siguiente, se te llevan y te dan de comer. ¿Eres un
maníaco depresivo?
- No.
- Tienes suerte. Es horrible cuando estás en baja forma. Por aquí, por esta puerta.
Era una habitación muy grande. Mesas y bancos estaban ocupados por hombres
vestidos con pantalones y camisa grises, igual que él. Un guardia le agarró por un brazo al
entrar y le dijo:
- Aquí. Este es tu sitio.
Estaba al otro lado de la puerta. Había un plato de hojalata, lleno de comida, y una
cuchara junto a él. Preguntó:
- ¿Es que no me dan cuchillo y tenedor? Me habían dicho que...
- Periodo de observación, siete días. Nadie tiene cubiertos hasta después del periodo de
observación. Siéntese.
Se sentó. Su compañeros de mesa tampoco tenían cubiertos. Todos comían, algunos
ruidosa y torpemente. El mantuvo la vista fija en su plato, a pesar de su aspecto
repugnante. Jugueteó con la cuchara y consiguió ingerir unos cuantos trozos de patata y
uno o dos de los pedazos de carne que eran menos grasosos.
El café les fue servido en una taza de hojalata, y se preguntó por qué hasta darse
cuenta de lo fácil que resultaba romper una taza normal y de lo mortífero que podía ser uno
de los pesados tazones que usan en los restaurantes baratos.
El café era flojo y estaba tibio; no fue capaz de tomarlo.
Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. Cuando los abrió nuevamente, vio que su plato
y su taza estaban vacíos y que el hombre situado a su izquierda comía rápidamente. Era el
hombre que tocaba el inexistente piano.
Pensó: «Si me quedo mucho tiempo, llegaré a tener tanta hambre que me comeré toda
esta porquería.» No le gustó la idea de quedarse tanto tiempo.
Al cabo de un rato sonó un timbre y todos se levantaron, mesa por mesa, respondiendo
a una seña que no vio, y salieron del comedor. Su grupo fue el último en entrar y el primero
en salir.
Ray Bassington le dio alcance en las escaleras. Dijo:
- Te acostumbrarás. ¿cómo has dicho que te llamas?
- George Vine.
Bassington se echó a reír, la puerta se cerró tras ellos y la llave dio la vuelta en la
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cerradura.
Vio que fuera estaba oscuro. Se acercó a una de las ventanas y miró al exterior a través
de los barrotes. Una sola estrella brillaba justo encima del olmo del jardín. ¿Su estrella?
Bueno, la había seguido hasta allí. Una nube la ocultó a sus ojos.
Alguien se hallaba detrás de él. Volvió la cabeza y vio que era el hombre que tocaba el
piano. Tenía la piel aceitunada y aspecto de extranjero, así como unos ojos muy negros;
en aquel momento sonreía, como animado por una secreta alegría.
- Eres nuevo aquí, ¿verdad? ¿O es que acaban de trasladarte a esta sala?
- Soy nuevo. Me llamo George Vine.
- Baroni. Músico. Por lo menos, lo era. Ahora... no importa. ¿Quieres saber algo en
especial?
- Desde luego; cómo salir.
Baroni se echó a reír, sin demasiada alegría ni amargura.
- Lo primero es convencerles de que vuelves a estar bien. ¿Te importa decirme lo que te
pasa... o prefieres no hablar de ello? A algunos les importa, y a otros no.
Miró a Baroni preguntándose a qué grupo pertenecería. Finalmente dijo:
- Creo que no me importa. Yo... creo ser Napoleón.
- ¿Lo eres?
- ¿Qué?
- ¿Eres Napoleón? Si no lo eres, ya es algo. Entonces, quizá te dejen salir dentro de
seis o siete meses. Si realmente lo eres... mala cosa. Lo más probable es que te mueras
aquí.
- ¿Por qué? Quiero decir, si lo soy, es que no estoy loco y...
- Esta no es la cuestión. La cuestión es que ellos crean que no lo estás. Tal como ellos
lo ven, si crees que eres Napoleón, es que estás loco. Quodd erat demonstrandum. Te
quedarás aquí.
- ¿Aunque les diga que estoy convencido de ser George Vine?
- Han tratado a mucho paranoicos, antes que a ti. Y a ti te consideran un paranoico,
puedes estar seguro. Cada vez que un paranoico se cansa de un lugar, trata de largarse
mintiendo. Ellos no son tontos, y lo saben.
- En general, sí, pero ¿cómo...?
Un repentino escalofrío le bajó por la espina dorsal. No tuvo que terminar la pregunta.
Te clavan agujas... No le dio importancia cuando Ray Bassington se lo dijo.
El hombre de piel aceitunada asintió.
- El suero de la verdad - dijo -. Cuando un paranoico llega al punto de afirmar que está
curado, se aseguran de que dice la verdad antes de soltarle.
Pensó que se había dejado atraer a una trampa perfecta. Probablemente moriría allí.
Apoyó la cabeza en los fríos barrotes de hierro y cerró los ojos. Oyó unos pasos que se
alejaban y comprendió que estaba solo.
Abrió los ojos y miró al cielo; las nubes también habían ocultado la luna.
«Clare - pensó -; Clare.»
Una trampa.
Pero... si era una trampa, debía haber un trampero.
Estaba cuerdo o estaba loco. Si estaba cuerdo, había caído en una trampa, y si había
un trampa tenía que haber uno o varios tramperos.
Si estaba loco...
Que Dios le confiriera la gracia de estar loco. De este modo, todo sería mucho más
sencillo, y algún día podría salir de allí, podría volver a trabajar en el Blade, posiblemente
con todos los recuerdos de su vida anterior. O la vida de George Vine.
Esta era la dificultad. El no era George Vine.
Y había otra dificultad. El no estaba loco.
El frió hierro de los barrotes sobre su frente.
Al cabo de un rato oyó que se abría la puerta y miró a su alrededor. Habían entrado dos
guardias. Una absurda esperanza surgió en su interior. No duró demasiado.
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- Hora de acostarse, muchachos - dijo uno de los guardas. Miró al maniaco depresivo,
que seguía sentado en la misma silla, y dijo -: Está como una cabra. Oiga, Bassington,
ayúdeme a llevármelo.
El otro guardia, un hombre muy corpulento con el cabello cortado al rape como un
luchador, se acercó a la ventana.
- Usted. Usted es el nuevo. Vine, ¿verdad?
El asintió.
- ¿Quiere jaleo, o prefiere portarse bien? - Los dedos de la mano derecha del guardia se
cerraron, y alzó el puño.
- No quiero jaleo. Ya he tenido bastante.
El guardia se relajó un poco.
- De acuerdo, siga así y todo irá bien. Ahí tiene una cama libre. - Señaló -. Esta de la
derecha. Tiene que hacérsela por la mañana. Quédese en la cama y ocúpese de sus
propios asuntos. Si hay ruidos o alboroto en la sala, venimos y nos ocupamos de
solucionarlo. A nuestro modo. A usted no le gustaría.
No estaba seguro de poder hablar, así que se limitó a asentir. Dio media vuelta y
traspuso la puerta del cubículo que el guardia le había señalado. Había dos camas; el
maníaco depresivo que había visto sentado en la silla se hallaba acostado en una de ellas,
mirando al techo con ojos muy abiertos. Le habían quitado los zapatos, pero estaba
completamente vestido.
Se acercó a su cama, sabiendo que no podía hacer nada por el otro hombre, ya que no
había forma de llegar a él a través del impenetrable caparazón de horrible tristeza que es
el intermitente compañero de una maníaco depresivo.
Retiró una sábana manta que cubría su propia cama y vio otra sábana manta del mismo
color gris de la primera sobre una dura almohadilla. Se quitó la camisa y los pantalones y
los colgó de un clavo situado en la pared a los pies de su cama. Miró a su alrededor en
busca de un interruptor con que apagar la luz del techo, pero no lo encontró. Sin embargo,
en aquel momento, la luz se apagó.
Una sola luz seguía brillando en algún lugar de la sala, y gracias a ella pudo quitarse los
zapatos y calcetines y meterse en la cama.
Permaneció inmóvil durante un rato, sin oír más que dos sonidos, ambos débiles y
aparentemente lejanos. En un cubículo situado fuera de la sala, alguien cantaba en voz
baja, para sí, una melodía sin palabras; en otro lugar, alguien sollozaba. En su propio
cubículo, ni siquiera se oía la respiración de su compañero de cuarto.
Entonces se oyó el ruido ahogado de unos pies descalzos y, desde el umbral, una voz
dijo:
- George Vine.
- ¿Sí?
- Chist, no tan alto. Soy Bassington. Quiero decirte algo acerca de este guardia; tendría
que haberte advertido antes. No se te ocurra provocarle.
- No lo he hecho.
- Ya lo he oído; eres muy listo. Te hará pedazos si le das la oportunidad. Es un sádico.
Muchos guardias lo son; por eso son carceleros de manicomios, así es como se llaman a
sí mismos, carceleros de manicomios. Si les echan de un sitio por ser demasiado brutales,
se vengan en otro. Mañana volverá; he pensado que debería advertirte.
La sombra del umbral desapareció.
Permaneció tendido en la penumbra, en la casi total oscuridad, sintiendo más que
pensando. Preguntándose muchas cosas. ¿Podían saber los locos que estaban locos?
¿Lo sabían? ¿Estaban todos seguros, tal como él lo estaba...?
Aquella criatura inmóvil que se hallaba acostada en la cama vecina a la suya, sufriendo
en silencio, aislada de toda ayuda humana, y sumergida en una profunda tristeza
incomprensible para los cuerdos...
- ¡Napoleón Bonaparte!
Una voz muy clara, pero ¿procedía de su propia mente, o del exterior? Se incorporó en
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Sólo entonces, sentado en la cama y habiendo contestado «Sí», se dio cuenta del
nombre con el que la voz le había llamado.
- Levántese y vístase.
Levantó las piernas sobre el borde de la cama, y se levantó. Cogió la camisa y estaba
empezando a ponérsela cuando se detuvo repentinamente y preguntó:
- ¿Por qué?
- Para saber la verdad.
- ¿Quién es usted? - inquirió.
- No hable tan alto. Ya le oigo. Estoy dentro y fuera de usted. No tengo nombre.
- Entonces, ¿qué es usted? - Hizo la pregunta en voz alta, sin pensar.
- Un instrumento del Brillante Fulgor.
Dejó caer los pantalones que tenía en las manos. Se sentó lentamente en el borde de la
cama, se inclinó hacia el suelo, y los buscó a tientas.
Su mente también buscaba algo, aunque no sabía qué. Finalmente encontró una
pregunta... la pregunta. Esta vez no la formuló en voz alta; la pensó, se concentró en ella
mientras recogía los pantalones y se los ponía.
«¿Estoy loco?»
La respuesta - No - le llegó tan clara y nítida como una palabra pronunciada en voz alta,
pero ¿acaso había sido así? ¿O era un sonido que sólo estaba en su mente?
Encontró los zapatos y se los puso. Mientras anudaba los cordones en una especie de
lazos, pensó: «¿Quién - qué - es el Brillante Fulgor?»
- El Brillante Fulgor es la misma esencia de la Tierra. Es la inteligencia de nuestro
planeta. Es una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas existentes en
el universo, la Tierra es una; se llama El Brillante Fulgor.
«No lo entiendo», pensó.
- Lo entenderá. ¿Está preparado?
Acabó de hacer el segundo lazo. Se levantó. La voz dijo:
- Venga. No haga ruido.
Fue como si le guiaran a través de la casi total oscuridad, a pesar de que no sintió
ningún contacto físico; tampoco vio ninguna presencia física unto a él. Sin embargo,
avanzó confiadamente, aunque de puntillas y sin hacer ruido, seguro de que no tropezaría
con nada. Atravesó la gran estancia que constituía la sala donde le habían destinado, y su
mano extendida tocó el pomo de la puerta.
Lo hizo girar lentamente y la puerta se abrió hacia dentro. la luz le cegó. La voz dijo:
«Espere», y él se mantuvo inmóvil. Oyó un sonido - el crujido de un papel - al otro lado de
la puerta, en el pasillo iluminado.
Después, en el fondo del rellano, se oyó un estridente chillido. El ruido de una silla y
unos pies que corrían hacia el lugar de procedencia del chillido. Una puerta se abrió y se
cerró.
La voz dijo: «Venga», así que acabó de abrir la puerta y salió, pasando frente a la mesa
y la silla vacía que estaba junto a al puerta de la sala.
Otra puerta, otro pasillo. La voz dijo: «Espere», la voz dijo: «Venga»; esta vez el guarda
estaba dormido. Pasó de puntillas frente a él. Bajó las escaleras.
Pensó la pregunta:
«¿Hacia donde me dirijo?»
- Hacia la locura - dijo la voz.
- Pero usted ha dicho que yo no estaba... - Había hablado en voz alta y el sonido le
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sobresaltó más que la respuesta a su última pregunta. Y, en el silencio que siguió a las
palabras que había pronunciado, oyó - procedente del pie de las escaleras - el zumbido de
un interfono, y alguien dijo: «¿Sí...? De acuerdo, doctor. En seguida subo.» Pasos y el
ruido de la puerta de un ascensor al cerrarse.
Terminó de bajar las escaleras, dobló una esquina, y se encontró en el vestíbulo
principal. Había una mesa vacía con un interfono junto a ella. Siguió adelante y llegó a la
puerta que daba a la calle. Estaba cerrada y descorrió el pestillo.
Salió al exterior, a la oscuridad de la noche.
Avanzó silenciosamente sobre cemento, sobre gravilla; después, sus pies avanzaron
sobre hierba y dejó de andar de puntillas. La oscuridad era completa; sintió la presencia de
árboles a su alrededor y las hojas rozaron ocasionalmente su cara, pero siguió andando
rápidamente, confiadamente, y extendió la mano justo a tiempo para tocar un muro de
ladrillos.
Levantó el brazo y tocó la parte superior; se encaramó a él. En la superficie de la pared
había innumerables trozos de cristales; se hizo numerosos cortes en la ropa y la carne,
pero no sintió dolor, sólo la humedad y la viscosidad de la sangre.
Siguió andando a lo largo de una carretera iluminada, a lo largo de calles oscuras y
vacías, bajó por un callejón todavía más oscuro. Abrió la verja de un jardín y se dirigió
hacia la puerta trasera de una casa. Abrió la puerta y entró. En la parte delantera de la
casa había una habitación iluminada; vio el rectángulo de luz al final del pasillo. Enfiló el
pasillo y entro en la habitación iluminada. Junto a él, procedente de la nada, se oyó la voz
del instrumento del Brillante Fulgor.
- Mire - dijo -; he aquí El Ser de la Tierra.
Miró. No como si tuviera lugar un cambio exterior, sino uno interior, como si sus sentidos
se hubiesen transformado para percibir algo que hasta entonces no se podía ver.
El globo que era la Tierra empezó a brillar; a relucir fulgurantemente.
- Está usted viendo la inteligencia que rige la Tierra - dijo la voz -; la suma de los negros,
blancos, y rojos, que son uno, divididos tal como los lóbulos de un cerebro, la trinidad que
es una.
El brillante globo y las estrellas que había tras él se desvanecieron, y la oscuridad se
hizo más impenetrable, al mismo tiempo que la mortecina luz se intensificaba, y se
encontró en la habitación con el hombre situado junto a la mesa.
- Lo ha visto - dijo el hombre al que odiaba -, pero no lo entiende. Usted pregunta: ¿Qué
he visto? ¿Qué es el Brillante Fulgor? Es una inteligencia colectiva, la verdadera
inteligencia de la Tierra, una de las tres inteligencias del sistema solar, una de las muchas
que hay en el universo.
» Entonces, ¿qué es el hombre? Los hombres son peones, en partidas de... para
usted... una complejidad increíble, entre rojas y negras, blancas y negras, por diversión. El
juego de una parte de un organismo contra otra parte, para entretenerse un instante de la
eternidad. Hay unos juegos más largos, que se desarrollan entre galaxias. No con el
hombre.
» El hombre es un parásito característico de la Tierra, que tolera su presencia durante
cierto tiempo No existe en ningún otro lugar del cosmos, y su existencia aquí será muy
corta. Un poco de tiempo, unas cuantas guerras sobre el tablero, que creerá haber
provocado él mismo... Veo que empieza a comprender.
El hombre situado junto a la mesa sonrió.
- Quiere saber algo de sí mismo. No hay nada menos importante. Se hizo un
movimiento, antes de Lodi. Se presentó la oportunidad de mover los rojos; se necesitaba
una personalidad más fuerte y despiadada; fue un momento critico de la historia... es decir,
de la partida. ¿Lo comprende ahora? Se introdujo a un sustituto para que se convirtiera en
Napoleón.
Consiguió articular dos palabras:
- ¿Qué más?
- El Brillante Fulgor no mata. Teníamos que hacer algo con usted, trasladarle de lugar y
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Se acercó un poco más y vio lo que tenía que ver. Una hormiga subía lentamente por la
puerta.
La siguió con los ojos, mientras un creciente horror le dominaba, le invadía totalmente.
Un centenar de cosas que le habían dicho y mostrado cobraban repentinamente sentido,
un sentido hecho de espantoso horror. Los negros, los blancos, y rojos; las hormigas
negras, las hormigas blancas, las hormigas rojas, los que jugaban con los hombres, los
lóbulos separados de un solo cerebro, la inteligencia que era una. El hombre como
accidente, parásito, peón; un millón de planetas en el universo, habitados por una raza de
insectos que era la única inteligencia del planeta... y todas las inteligencias reunidas
constituían la única inteligencia cósmica que era... ¡Dios!
Fue incapaz de articular esta única palabra.
Se volvió loco.
Golpeó la puerta, sumida otra vez en la oscuridad, con sus manos recubiertas de
sangre, con las rodillas, la cara, todo su cuerpo, a pesar de que ya se había olvidado de la
razón, ya se había olvidado de lo que quería aplastar.
Estaba loco - demencia precoz, no paranoia - cuando aliviaron su cuerpo al ponerle una
camisa de fuerza, lo aliviaron del frenesí a la quietud.
Era una locura tranquila - paranoia, no demencia precoz - cuando le dieron de alta al
cabo de once meses.
La paranoia es una enfermedad muy peculiar; no tiene síntomas físicos, es la presencia
de una idea fija. Una serie de choques de metrazol curaron su demencia precoz y sólo le
dejaron la idea fija de que era George Vine, periodista.
Los médicos del manicomio también creían que lo era, así que su manía no fue
reconocida como tal y le dejaron marchar, entregándole un certificado que demostraba su
completa recuperación.
Se casó con Clare; sigue trabajando en el Blade... para un hombre llamado Candler.
Sigue jugando al ajedrez con su primo, Charlie Doerr. Sigue viendo - para someterse a
revisiones periódicas - al doctor Irving y al doctor Randolph.
¿Cuál de ellos sonríe interiormente? ¿De qué les serviría saberlo?
No importa. ¿No lo comprenden? ¡Nada importa!
FIN
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