El Huevo y La Gallina - Domingo Santos
El Huevo y La Gallina - Domingo Santos
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EL HUEVO Y LA GALLINA
Domingo Santos
- Como sabrás - siguió hablando Julio Aznar -, cuando nos separamos de la Universidad, así
como tú te dedicaste al estudio de las altas materias (psicología, parapsicología, y tus ensayos de
los Tres Niveles) yo tuve que conformarme con metas menos altas, y me dediqué al prosaico y
vulgar negocio de la importación-exportación. No quiero decir con ello que no me sienta satisfecho
de mi trabajo, ni mucho menos, pero siempre hay diferencia entre el constante estudio y la
investigación y el comercio, vulgar y llanamente hablando.
Con todo, he de decir a mi favor que no puedo quejarme de mi destino. Mi compañía de
importación y exportación tuvo fortuna desde los primeros días, y ahora poseo una vasta red de
representantes por todo el mundo, alcanzando mis utilidades cifras francamente notables. Con
todo, no acabo de estar satisfecho de ello, y he de confesar que envidio a los hombres que, como
tú, no tienen que preocuparse apenas de los bienes materiales de este mundo.
Pero volvamos a lo nuestro. Como te decía, todo empezó hace unos dos años y medio
aproximadamente. Era una tarde igual que las otras tardes. El Sol se estaba ya poniendo, y el aire
empezaba a refrescar. Yo acababa de terminar mi trabajo en el despacho. A la mañana siguiente
tenía que salir de viaje muy temprano, y tenía ganas de volver a casa lo más rápidamente posible.
De modo que cogí el coche y me fui directamente para allá. Llegué a ella, encerré el auto en el
garaje, y me metí dentro. Como no tenía nada importante que hacer por el momento, me senté
cómodamente en un sillón, tomé una novela, me preparé un combinado, y me puse a leer.
Entonces fué cuando recibí aquella llamada.
El rostro que apareció por la pantalla del fonovisor era totalmente desconocido para mí. Era el
rostro de un hombre de mediana edad, fuerte y atlético. Inquirió:
- ¿El señor Julio Aznar?
Asentí con la cabeza.
- Sí. soy yo. ¿Qué desea?
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- Nada. Tan sólo pedirle que me aguarde unos momentos. Tengo necesidad de hablar con usted
personalmente ahora mismo. Es muy importante.
- Bueno - respondí -. Yo estaré en mi casa hasta mañana por la mañana. Si desea verme...
- De acuerdo. Estaré allá dentro de unos minutos.
La pantalla se apagó, y yo no pude por menos que arrugar el ceño. Aquel hombre me era
totalmente desconocido. ¿Para qué querría verme? No lo sabía en absoluto. Seguramente al final
resultaría ser por algo apenas sin trascendencia. Bueno, allí estaría yo si quería encontrarme en
casa.
Volví a enfrascarme en mi lectura, y dejé transcurrir el tiempo. Pero no hubieron pasado apenas
unos diez minutos cuando alguien llamó a la puerta. El robot-criado fué a abrir, y pocos minutos
después me encontraba frente al mismo hombre con el que acababa de hablar por el fonovisor.
Confieso que me extrañó su visita, a pesar de la llamada anterior. El hombre vestía una
gabardina marrón, y un sombrero que le venía excesivamente grande para su cabeza. Se quitó las
dos prendas cuando estuvo frente a mí, y apareció bajo ellas un vestido que no dejó por menos
que parecerme extraño. Un traje de una sola pieza, de color negro brillante, que le cubría todo el
cuerpo excepto la cabeza, manos y pies, y unos zapatos también negros, sin cordones ni nada
que se le pareciera, que llegaban justamente hasta donde terminaba el resto de su indumentaria.
El desconocido paseó su mirada por la habitación, y murmuró algo para sí mismo. Luego se fijó
en mí.
- Sí, usted es Julio Aznar, no cabe duda - dijo -. Lo recuerdo perfectamente. Recorté su
fotografía al recibir su carta, con el fin de reconocerle.
Me sorprendí al oír aquellas palabras.
- ¿Carta? ¿Qué carta?.
El hombre se volvió hacia mí, con evidentes muestras de sorpresa en su rostro.
- ¡Pues la carta que me escribió usted, naturalmente! No me va a decir que no la recuerda.
- Pues... - dudé unos momentos -. No sé, ¿Cuál es su nombre?
- Ard. Verner Von Ard.
- ¿Alemán?
- No, suizo. De Nesslan.
Moví negativamente la cabeza. No conocía ni el nombre ni la localidad. No los había oído
nombrar nunca.
- ¿Y dice que yo le he escrito una carta a usted?
- Sí, naturalmente. Pidiendo que viniera a prevenirle.
Quedé sumamente perplejo por aquellas palabras. No recordaba haber escrito ninguna carta a
ningún tal Von Ard, y mucho menos pidiendo que me viniera a prevenir. ¿De qué iba a
prevenirme?
- No sé, no recuerdo...
El hombre meditó unos momentos. Luego preguntó:
- ¿A qué año estamos?
Se lo dije, aún más extrañado. Y el hombre se dió una palmada en la frente.
- ¡Naturalmente, mi amigo! Lo olvidaba. Usted no me escribió esta carta hasta dos años
después de ahora. Naturalmente, no puede acordarse de haberla escrito, por la sencilla razón de
que no lo ha hecho... todavía.
Aquello acabó de dejarme perplejo. Y una idea se infiltró claramente en mi cabeza. Aquel tipo
estaba loco.
- No, señor Aznar, no estoy loco. ¿Me deja que le explique?
Me encogí de hombros, nada perdería oyéndolo unos minutos, salvo quizás coger un dolor de
cabeza. Le indiqué un sillón, y yo fui a sentarme en otro.
- Está bien. Si usted quiere...
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»No había más que una. Yo debía acudir al pasado a salvarle, ya que la historia del mundo
estaba así escrita. Si yo no acudía, usted volvería a estar lisiado, cuando en realidad no lo tenía
que estar. Y entonces la variación en el tiempo sería al revés: por omisión.
- ¿Y por eso se encuentra ahora aquí?
- Exactamente. Mañana piensa usted realizar el viaje, ¿verdad?
- Sí.
- Muy bien. Pues no debe hacerlo.
Dudé unos momentos. Tomé un cigarrillo y lo encendí, mientras pensaba en todo aquello. En
realidad, distaba mucho de estar claro. Lo veía todo como un intríngulis enrevesado, lioso y
absurdo en grado sumo. Contemplé durante unos instantes las volutas de humo de mi cigarrillo
antes de contestar:
- ¿Quiere que le diga lo que pienso? Todo lo que usted me ha contado es una solemne
majadería.
- ¿De veras?
- Sí, de veras. No creo ni un ápice de lo que me dice.
- Muy bien - el hombre se dirigió hacia donde tenía su gabardina, y sacó de uno de sus bolsillos
un trozo de papel -. ¿Qué me dice entonces de esto?
Tomé lo que el hombre me tendía. Era una página de un periódico, relativamente vieja, arrugada
y amarillenta. En ella se podía leer el reportaje de la catástrofe ferroviaria ocurrida en el tren de
enlace hispanofrancés. A un lado había una relación de las victimas, y en un recuadro una
fotografía con el pie: «El único hombre que se salvó íntegramente del trágico accidente: Julio
Aznar. Tenía ya adquirido su billete para el viaje, pero un súbito cambio de decisión le salvó la
vida.» La fotografía era la mía propia.
- El periódico es de pasado mañana, como podrá ver. Lo arranqué de los archivos de mi tiempo.
¿Considera que esto es suficiente prueba?
Dije que no con la cabeza.
- No sé lo que se trae usted entre manos con todo esto, pero esta página de periódico puede
muy bien haber sido falsificada. No cuesta nada hacerlo.
El hombre dejó escapar una palabra no muy decente.
- ¡Tipo imbécil! - exclamó -. ¿No comprende que se juega la invalidez para el resto de su vida?
Me permití una sonrisa.
- No. Usted mismo dijo que los periódicos de la época mencionaban que yo me había salvado.
¿Qué he de temer, entonces?
- ¿Acaso todavía no ve que los periódicos lo mencionaban por el simple hecho de que yo lo
había puesto sobre aviso? Si ahora hace usted el viaje, quedará inválido para el resto de su vida, y
transmutará la sucesión de los hechos en el tiempo.
Me encogí de hombros.
- Está bien. Ya lo hice una vez,
- No, no lo hizo. ¿Pero tan zoquete es que todavía no ve claro? Usted escribió aquella carta,
pero usted no sufrió daño. No estuvo inválido.
- Entonces, ¿cómo escribí la carta?
El hombre suspiró. Dio un breve vistazo a la esfera cronometradora que tenía en su muñeca, de
idénticas características de las de un reloj normal, según pude apreciar, pero ligeramente diferente
en su aspecto exterior.
- Está bien, idiota - murmuró -. No crea que voy a gastar saliva inútilmente Con usted. Me queda
poco tiempo y no tengo el menor deseo de intentar convencerle. Pero no hará el viaje que tenía
proyectado.
- ¿Sí? - una sonrisa burlona floreció en mis labios.
- Sí, seguro. Aunque mi deseo no haya sido éste, me he encontrado metido en este asunto por
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la fuerza. Y no voy a dejarlo todo a medio hacer. Lo voy a dejar resuelto. Aunque usted no quiera.
- ¿De veras? Dígame cómo piensa hacerlo.
El hombre se encogió de hombros.
- De una manera muy sencilla.
Y antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que sucedía, lo tuve sobre mí. Cuando quise
darme cuenta de sus intenciones, el tipo ya me aporreaba tranquilamente el rostro. Recibí un
golpe en la cabeza, otro más, luego otro... y perdí beatíficamente el sentido.
Cuando me desperté, el sol entraba a raudales por las ventanas de la casa. Quise moverme,
pero me encontré atado concienzudamente de manos y pies, tirado por el suelo como un fardo. La
cabeza me dolía horrores sobre todo en dos otros puntos que fueron objeto más detenido de las
atenciones del tipo. Hice unos esfuerzos por desatarme, pero no pude. El hombre había hecho
nudos de marinero.
A mi lado, cerca de mi cabeza, tirado sobre el suelo, pude ver un papel. Era una nota. Me
acerqué a ella y, esforzándome mucho, pude leer:
Estuve tentando de comerme la nota, si hubiera podido. Empecé a gritar, Ilamando a mis robots.
Pero ninguno acudió. Seguramente Ard había tenido buena cuenta de inutilizarlos a todos
momentáneamente. No me quedaba más remedio que esperar.
Y esperé. No sé cuánto tiempo transcurrió antes de que acudieran en mi ayuda, pero a mí me
parecieron siglos. Cuando el cartero, que vino a entregar la correspondencia, oyó mis voces, avisó
a la policía, y ésta tuvo que derribar la puerta para venir en mi ayuda. Me desataron, y al fin pude
respirar tranquilo. Pero eran ya las doce del mediodía, y el tren que tenía que coger salía a las
nueve de la mañana. Verner Von Ard había conseguido su propósito.
En fin, no creo que me quede mucho por contar. Por la tarde, escuchando las noticias, pude oír
la del accidente que había sufrido el ferrocarril hispanofrancés, muy cerca de la frontera. En él
habían perecido ciento quince personas, y otras doscientas treinta y siete resultaron heridas. No
hubo nadie que saliera ileso. Nadie salvo yo, naturalmente.
Cuando por la noche de aquel mismo día algunos periodistas acudieron a mi casa, sabedores
de mi suerte, a entrevistar al «único hombre que se había salvado íntegramente del accidente»,
me guardé muy mucho de decirles la verdad. Simplemente, les dije que todo se había debido a un
cambio de decisión. Y a la mañana siguiente, como tal salió en los periódicos. Y he de confesar
que la página del mismo era en todo idéntica a la que me enseñó Von Ard, aunque no tan
amarillenta ni arrugada.
Desde que sucedió todo esto confieso que no habido un día en que no haya pensado un poco
sobre ello. He de reconocer que el caso tiene muchas derivaciones y muchos ángulos
insospechados. Pero la verdad es una: que yo me salvé de una invalidez total para el resto de mi
vida sin haber puesto nada de mi parte.
Bueno, nada...
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Fué hace medio año. Un día regresé a mi casa del despacho, sin siquiera esperarme nada. Y
allí me encontré una carta. Decía, simplemente:
Ni que decir tiene que aprecié en su justo valor la razón de estas palabras, y comprendí el
motivo que hizo que Verner Von Ard las escribiera. De modo que aquel mismo día, hoy hace casi
seis meses, escribí una carta para ser abierta el día 30 de julio del año 2144, y dirigida a Verner
Von Ard. Y en ella, naturalmente, yo era un pobre y triste inválido que pedía al inventor de una
máquina del tiempo acudiera al pasado para ayudarme y librarme de mi desgracia.
Y esto es todo.
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»Y aquí tenemos la cuestión. Cada una de las dos cosas es consecuencia de la otra. Sin
embargo, las dos no pueden haber sido simultáneas. Ha de haber una de las dos que lo haya
originado todo, promovido a la otra e iniciado la cadena. Ha de haber una de las dos que lo haya
originado todo.»
Hizo una pausa. Miró fijamente al otro, y luego inquirió:
- Y ésta es mi pregunta, Jorge. Qué fue primero; la carta, o el viaje de Von Ard al pasado?
FIN
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