2 Iridiscente
2 Iridiscente
2 Iridiscente
Las historias paralelas fueron un total acierto. Fue como leer dos
libros maravillosos al mismo tiempo y eso me encantó. […] Al final,
ambas historias se conectan de una manera que NO VI VENIR, y ¿a
quién no le gusta sorprenderse? Simplemente wow con esos últimos
capítulos.
— GHIA ZANETTI, AUTORA DE «HEREDERA DORADA»
IRIDISCENTE
TRILOGÍA INCANDESCENTE
LIBRO DOS
ANTONIA GUZMÁN
I RIDISCENTE
Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte de la autora.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.
A todas las personas que quise
y que no supieron quererme. Gracias por enseñarme
que nadie muere de un corazón roto.
Hacia el final del libro encontrarás una única y breve escena en la que se
muestra una violación. No es larga ni explícita, pero si eres sensible a estos
temas, está al final de la cuarta escena del capítulo 48. Puedes saltártela sin
perderte nada de la historia.
ÍNDICE
Nota de la autora
Antonia Guzmán
Otras novelas
U N A C H I C A R O TA
H oras después, llegó a casa como envuelta en una nube, pero tuvo
que forzarse a concentrar su atención en las tareas del hogar si no
quería delatarse a sí misma. Encendió el fuego con habilidad y pensó que,
cuando la leña se acabara, podría ir a comprarle más al bello joven de la
feria. La idea hizo aflorar una vez más su atolondrada sonrisa.
Estaba sonriendo tanto que ya le dolían las mejillas. No podía evitarlo.
Se levantó del suelo y acercó la silla de su madre a la chimenea,
arreglando el almohadón y las mantas que esta solía utilizar, para asegurarse
de no ser motivo de queja. Corrió las cortinas y encendió las velas.
Después, ya en la cocina, cortó con esmero las verduras, las metió en la olla
sobre el fuego y esperó a que el caldo estuviese listo. A lo lejos, oyó a su
madre entrar en la estancia. Sirvió la sopa en un cuenco de greda y lo llevó
hasta donde estaba la mujer, instalada en su asiento predilecto.
El cabello negro le caía como una cascada sobre la espalda. Siempre
que lo veía, Layla miraba también el suyo, admirando su color tan oscuro
como el carbón que se quemaba en el hogar.
—¿Algo interesante en el pueblo? —preguntó Lucía.
—No, madre —dijo sin titubeos—. Todo está igual que siempre.
Su madre suspiró.
—Nada nunca cambiará aquí. Las noticias llegan con retraso y solo
sucede algo interesante cada tres meses.
—A mí me parece interesante…
—¿Sí? ¿El qué?
—Nada —se apresuró a responder ella—, me parece interesante la
tranquilidad de este lugar. No hay a qué temerle.
—Sí, puede ser, pero eso no durará mucho.
Extrañada, la muchacha se sentó en el suelo junto a la chimenea.
—¿A qué te refieres, madre?
Lucía la miró como si recién se percatara de su presencia y le sonrió. A
Layla le pareció que no fue del todo sincera cuando dijo:
—Solo es una suposición, cariño. Lo bueno no suele durar mucho.
Siempre que crees que todo va bien, que las cosas resultan al fin, la vida no
tarda en echarte abajo; es la ley del destino.
Layla no estaba de acuerdo, para nada. Aun así… esa fue una de las
conversaciones más largas que habían tenido.
Poco después de que ambas terminaran de comer, su madre le trenzó el
cabello como todas las noches, y Layla se fue a su habitación después de
dejar los platos vacíos en la cocina para lavarlos por la mañana. Cada vez
que pasaba por la estancia de camino a su dormitorio, se detenía un minuto
a observar a su madre: su esbelta figura oculta y envuelta en mantas,
jugueteando con las llamas de la chimenea sin miedo a quemarse, y se
preguntaba: «¿en qué estará pensando?».
A la mañana siguiente, Layla se levantó muy temprano para hacer las
tareas del hogar: encendió la chimenea, tendió las camas, lavó los cuencos
de la noche anterior y preparó el desayuno, que su madre comió en su
habitación. Después, dejó la sopa cocinándose al calor de la estufa y salió al
pueblo.
Ese día se puso su mejor vestido, una tela larga de lino color crema, y
arregló su cabello con esmero, deshaciendo con cuidado las trenzas de la
noche anterior y recogiéndolo con peines a los lados para descubrir su
rostro. Salió a la calle con su lápiz y sus papeles en mano, esperando tener
un momento para sí misma y, ojalá, repetir el encuentro del día anterior.
Para su suerte, su madre no había sospechado nada; sin embargo, Layla
estaba segura de que pronto llegarían hasta ella los rumores de su
conversación con Daniel. Parecía que la única diversión para la gente en ese
condenado lugar era meterse en los asuntos de los demás.
Odiaba eso, sobre todo porque muchos de los rumores que corrían por el
pueblo eran acerca de ella.
Son brujas, sugerían algunos. Practican la magia negra. No era cierto,
aunque tampoco podía negar que fuera por completo desacertado. Desearía
que así fuera.
La afirmación de brujería les había traído muchos problemas, más a ella
que a su madre. Layla jamás había sido buena defendiéndose; prefería no
interferir antes que entrar en una discusión que nunca iba a ganar, y eso para
muchos se traducía en una confirmación rotunda. Por eso siempre andaba
sola, por eso las personas se alejaban cuando la veían pasar, por eso las
miradas de miedo y extrañeza, por eso ella era la rara. La bruja.
En cualquier caso, esa no era ni de lejos la habladuría que más le
preocupaba. No; había otras que afirmaban que su padre había muerto a
manos de su madre.
Layla no podía negar ni confirmar esa declaración, y se moría de miedo
solo de pensar en preguntarle a Lucía Grace algo al respecto.
Cuando llegó a la plaza, no había señales de Daniel, para su
desconsuelo, pero decidió que eso no le impediría disfrutar de los tenues
rayos de sol que alcanzaban a atravesar las nubes. El aire, como pocas
veces, era cálido y la brisa revolvía su vestido de una forma que la hacía
sonreír.
Disfrutaba de las cosas simples, como la brisa o el olor del césped y de
las flores.
Decidió dar una vuelta antes de sentarse en su sitio habitual: la tercera
banca, la que estaba junto al rosal. Le gustaba ese lugar, sobre todo ahora
que las rosas estaban floreciendo y empezaba a verse un adorable color
damasco entre el verde.
Al final, recogiendo los pliegues de su vestido, aburrida de ver a la
gente pasar, se acomodó en la agradable banca de madera y sacó su
cuaderno. Prefería mil veces perderse en sus pensamientos que ser una
intrusa en el mundo exterior.
No supo con exactitud cuánto tiempo pasó hasta que fue interrumpida.
—¿Consideraría alguna vez dejarme leer una de esas páginas suyas? —
preguntó una voz a sus espaldas.
Conteniendo una sonrisa de lado a lado, la muchacha alzó la cabeza
para ver a su nuevo acompañante. Le sonrió con amplitud, sin importar que
eso delatara lo contenta que estaba de verlo, pues suponía que a todos les
gustaba saber que podían hacer feliz a otra persona con su mera presencia.
—Lo creo muy improbable.
—¿Por qué? —quiso saber Daniel, sentándose a su lado.
—¿Por qué dejaría a un completo extraño hurgar en mis más privados
pensamientos?
Daniel se encogió de hombros con inocencia.
—¿Eso es lo que somos?
—Pues sí —replicó ella—. Si le mostrara esto, le dejaría ver todos mis
secretos, mis desvaríos; lo primero que pienso al despertar y lo último antes
de dormir. Sabría todo sobre mí, y me temo que yo no sé nada sobre usted.
Sin contar que sabría cuan enamorada estaba de él, y eso no podía
permitirlo.
Él resopló con escepticismo.
—¿Nada? No quisiera sonar pretencioso, pero a mí me parece que no
hay nadie en esta aldea que no sepa ya todo sobre mí. Soy yo quien está en
desventaja.
Layla rio y bajó la mirada, negando con diversión. Él, por supuesto, no
entendió qué era lo que le hacía gracia, pues para él ese hecho era más un
fastidio que una entretención. Sin pensar, ella habló:
—Saber tu nombre, el escándalo de tu familia o sus desgracias no es
saberlo todo sobre ti. De hecho, no es saber ni un poco. No sé tu segundo
nombre, por ejemplo, o tu color favorito. No sé de dónde vienes, lo que te
gusta hacer en tu tiempo libre o si te gusta vivir aquí. No sé nada sobre ti —
concluyó la muchacha.
Una amplia sonrisa cargada con una pizca de sarcasmo se extendió por
el rostro de su acompañante.
—¿Nos olvidamos de las formalidades, entonces?
Una vez más, Layla deseó que la tierra se abriera y la tragase ahí
mismo.
—¡Lo siento! Discúlpeme, de verdad, señor Raven, no sé qué…
Su voz se fue apagando mientras sostenía la mirada de Daniel. Él
prosiguió como si nada:
—Supongo que es verdad —aceptó—. Y dígame, si respondo todas esas
preguntas, ¿me dejaría leer algo?
—No lo creo, pero podría probar de igual modo.
—Oh, vamos. Al menos cuénteme qué escribía antes de que yo llegase.
Por supuesto que ella no iba a hacer tal cosa. En cambio, rebatió:
—¿Por qué quiere saberlo?
—Es intrigante. Usted es intrigante.
Layla rio. Sí, seguro.
—Sí, seguro —dijo, esta vez en voz alta—. Yo pienso que estoy lejos de
ser algo similar a «intrigante». Es más, creo que llevo una vida de lo más
aburrida.
—Ah, ¿sí?
Su voz denotaba expectación; quería que le dijera más. Como ella no
veía por qué no, le explicó:
—Me levanto todos los días antes de que salga el sol. Limpio la casa y
preparo el desayuno. En lo que me alisto y termino de comer, ya empiezo a
preparar el almuerzo. Me gusta hacerlo así, porque de ese modo no tengo
que estar apurada; detesto que me apresuren, me pone de los nervios. A
veces, si es necesario, voy al mercado, aunque la mayoría de las verduras
las cosechamos en casa. Tenemos una pequeña huerta en la parte de atrás.
No es mucho, pero solo somos mi madre y yo. Nos alcanza, y lo que sobra
lo vendemos en la feria. Después, si mi madre no tiene ninguna tarea para
mí, vengo a sentarme aquí, justo aquí —suspiró—. Como digo, no es nada
interesante.
—Bien, pues a mí me parece fascinante. Tan simple, tan rutinario…
—¿A quién podría gustarle la rutina? Es monótono.
—Es práctico.
Ella no supo qué responder, así que sonrió. Ahora, al menos, él sabía
algo sobre ella, y más aún… ella le intrigaba. No estaba del todo segura de
qué podría significar eso, sin embargo, estaba decidida a que fuese algo
bueno.
—Es Ian, por cierto. Mi segundo nombre —murmuró él, después de un
rato, cabizbajo y perdido en sus pensamientos—. Y mi color favorito es el
azul oscuro y profundo, como el mar, como… sus ojos.
Layla no pudo evitar que los colores subieran a sus mejillas de forma
violenta. Tuvo que bajar la vista y mirarse las manos para evitar que él
viese la boba sonrisa que se le había formado.
—En cuanto a lo otro… Vengo de un lugar que prefiero dejar atrás, si le
parece bien, y todavía no sé si me gusta o no vivir aquí. No logro
decidirme.
—¿Ha probado hacer una lista? ¿Lo bueno y lo malo de este lugar? —
sugirió ella.
—Lo bueno: hay personas muy agradables —dijo con elocuencia—. Lo
malo… Es cierto lo que decía antes, sobre la gente. Los árboles tienen ojos
y las mentiras vuelan.
Oh, no.
Temía preguntarlo. Necesitaba saberlo.
—¿Ha… escuchado algo?
Él, como solía hacer, se encogió de hombros.
—No mucho. Nada que me haga cambiar de opinión, en cualquier caso,
pero tal parece que toda la aldea estuvo al pendiente de nuestra
conversación de ayer.
—¿Sí? —preguntó con una risilla nerviosa.
Había tenido razón entonces: la noticia no tardaría en llegar a su madre.
Daniel asintió.
—Sí, aunque no entiendo por qué tanto revuelo, en realidad. A menos
que los otros rumores sean ciertos y esté hablando con una bruja en este
momento.
De nuevo Layla bajó la mirada, más por ella que por él; por más que
quisiera ocultarlo, lo que la gente decía sobre ella sí conseguía entristecerla.
—No voy a confirmarlo ni a negarlo, supongo.
—¿Por qué no? Incluso si fuera cierto, podrías decir que no lo es y ya
está.
—¿Para qué? Si de verdad creen que eso es lo que soy, no va a cambiar
si yo lo niego… solo los animaría a decir algo peor.
Durante varios minutos, Daniel no habló. Parecía estar pensando en lo
que ella le acababa de decir. Layla se imaginó que debía estarlo procesando;
hubiese deseado que él nunca escuchara tales cosas, pero sus más recientes
palabras la tranquilizaban y alegraban su corazón. «Nada que cambie mi
opinión…»
—Supongo que tiene razón. De todos modos, da igual. No me importa
lo que digan. Con todo lo que han dicho de mí y mi familia, he aprendido a
no darle crédito a los… ¿cómo los llamó? Los murmullos.
—Supongo que es lo único bueno de estar en el ojo del huracán.
—A usted aún le importa lo que dicen.
—¿Qué le hace creer eso?
—Fue su expresión. No quería que yo me enterara. ¿Por qué?
Layla suspiró. ¿Cómo se lo explicaba?
—Estoy cansada de los murmullos —terminó por decir—. De que cada
persona que llega a la aldea se aleje de mí sin conocerme, por miedo a
que…
—¿Le lance un maleficio? —adivinó él.
—Sí, algo así.
—Yo no me alejé.
Laya le dedicó la más hermosa de sus sonrisas.
—No —suspiró, enamorada—. Usted no se alejó.
Layla llevaba encerrada exactamente cuatro días, seis horas y trece... no,
catorce minutos. Para alguien que desde hacía años acostumbraba a salir
todos los días a disfrutar del aire fresco, eso era mucho decir. Ahora, el
único aire que iba a obtener era abriendo las ventanas o pasando tiempo en
la huerta, y ninguna de esas cosas iba a bastarle.
No entendía cómo su madre podía soportar semanas —¡meses!— sin
salir de casa, cuando ella ya sentía que iba a volverse loca. Su único
consuelo era su gran imaginación, que podía transportarla a donde quisiera:
un parque lleno de gente, niños jugando en las calles y personas que no la
quedaban mirando mientras disimulaban sus risas. O las inmensas aguas de
un océano, olas mecidas por el viento y rompiendo en la orilla contra sus
pies descalzos.
En su imaginación, ella estaba ahí, observando el mundo como si fuera
parte de él. En su imaginación, podía estar donde quisiera, podía ser quien
quisiera y, desde luego, podía estar con quien quisiera. Por más que
intentaba sacarlo de su cabeza, Daniel Raven la acompañaba en cada una de
sus visiones. ¿Podría algún día olvidarlo? Eso esperaba, porque no sabía
cómo podría sobrellevar el resto de su vida enamorada de alguien que no la
amaba de vuelta.
—Oh, malditos sean los sentimientos —dijo para sí, segura de que en su
soledad nadie podría oírla.
De niña, Layla solía fantasear con el amor; por supuesto, un amor
perfecto, idílico, utópico... correspondido. Un amor que la hiciera sentir los
colores más brillantes y los sonidos más hermosos... Un amor que la hiciera
vibrar. Jamás pensó que su adolescencia resultaría tan tormentosa, con una
madre que —ella sospechaba— le tenía tanto afecto como a un adorno,
viviendo en un lugar donde no era bienvenida, donde era una intrusa en su
propia vida y tan, tan sola...
En fin, la lista seguía. Aunque Layla odiaba autocompadecerse, luego
de cuatro días encerrada con sus pensamientos como única compañía, ya no
sabía qué más hacer para pasar el tiempo.
Incluso cuando su madre estaba en casa, estar con ella era como vivir
con un fantasma. Lucía recorría la estancia poco y nada: permanecía en su
habitación la mayoría del tiempo y, cuando no, se sentaba en el sillón junto
al fuego y no pronunciaba palabra, como si lo que ocurriera dentro de su
mente fuese un panorama mil veces más interesante que entablar
conversación con su única hija.
Ese día, para su gran alivio, alguien golpeó la puerta: era Evanne.
Gracias al cielo, pensó Layla.
Conteniendo una sonrisa de alivio, condujo a Eva hacia su habitación,
tomándola de la mano. Cerró con cuidado la puerta tras ellas, dejando el
agudo oído de su madre fuera del cuarto. Entonces abrazó a su amiga como
si no la hubiese visto en miles de años.
—Ay, Eva, te he echado tanto de menos… No sabes lo que es estar aquí,
encerrada… —Ambas se sentaron en la cama, tomadas de las manos como
si así pudiesen entender mejor lo que sentía la otra—. Cuéntame, ¿de qué
me he perdido?
La sonrisa en la cara de su mejor amiga pareció resplandecer.
—Oh, nada, lo usual; un poco de chisme aquí, otro poco por allá…
Daniel Raven ha preguntado por ti… Las ventas de la panadería han ido
bien…
—Espera, espera… ¿Qué?
—Que las ventas en la panadería… —Eva no pudo continuar, pues de
pronto un enorme almohadón de plumas impactó contra su torso.
—¡No seas boba! —rio Layla. Eva se alegró de poder sacarle una risa a
su amiga. Después de todo, esa era la razón por la que estaba ahí—.
Cuéntame, por favor —pidió, seria.
—Está bien, está bien. Venía caminando hacia acá…
Ella rodó los ojos; era lo mismo página tras página, creciendo en
arrogancia. ¿Había sido igual de petulante con su familia? Porque, de ser
así, Lianne casi entendía por qué Xander lo había odiado tanto. Hasta a ella
le irritaba; no tenía ninguna palabra buena para decir acerca de nadie, salvo
de sí mismo.
Pero él no puede curar con las lágrimas, se jactó con una pequeña
sonrisa.
Decidió dejar el cuaderno de lado por el momento y tomó otro libro de
su mesita de noche, uno que había dejado hasta la mitad: Alicia a través del
espejo. No tuvo mucho tiempo de leer después de Navidad, cuando Jason se
lo regaló, pero hacía un par de días que lo comenzó y ya no podía parar.
Leía en cada rato libre que tenía… cuando no estaba investigando. Claro
que su investigación era poco fructífera y en extremo frustrante, en cambio,
leer Alicia era divertido y maravilloso.
Debería hacer más cosas que sean divertidas y maravillosas, se dijo.
Entre línea y línea, no supo cuándo sus ojos se cerraron y cayó dormida.
Despertó horas más tarde, sobresaltada cuando el sonido de un mensaje
en su teléfono rompió la bruma de su inconsciencia. ¿Qué hora era…? Ya
estaba oscureciendo. Había dormido más de la cuenta. Restregándose los
ojos para quitarse el sueño, tomó su celular, percatándose de que el mensaje
era de Jason.
Lianne saltó de la cama en un segundo, emocionada y ansiosa a la vez.
¿Estás lista?
D esde que era pequeña, Lucía Grace fue una muchacha seria. Creció
en un hogar pragmático, rayando en lo molesto, donde las
comodidades eran consideradas excéntricas, el cariño una debilidad y el
desinterés, una fortaleza. Eso era importante en su familia: la fortaleza.
En un lugar donde se valoraba la fuerza, el poder y el triunfo, tener una
hija mujer fue considerado la peor de las desgracias, de modo que Lucía
creció con una familia estricta, una madre sumisa y un padre que no
ocultaba su desdén hacia ella. Siempre lo supo, ya que él jamás se tomó la
molestia de fingir lo contrario: ella era su mayor fracaso. Y fue todavía peor
cuando su madre falleció prematuramente, dejando a su padre sin las
conexiones de una buena familia y, para su horror, sin un heredero.
Incluso años después, Lucía recordaría a la perfección sus miradas de
desprecio. A ella no le importaba en lo absoluto, y podía decir, sin una pizca
de remordimiento, que jamás lo quiso. Nunca tomó en cuenta sus ojos
desdeñosos, sus gestos egoístas o sus crueles comentarios; guardó silencio
durante años, ya que era demasiado inteligente y calculadora como para
estropearlo todo en un arrebato. Esperó su momento.
Desde niña Lucía supo que era especial. No permitió que nadie más lo
cuestionara aun si no entendían el verdadero alcance de su potencial. Lo
mantuvo en secreto, pues sabía que habría gente que querría aprovecharse
de ello.
Antes de morir, su madre le contaba historias. Todas las noches la
arropaba entre las mantas y se sentaba junto a ella, siempre con una vela
consumiéndose a su lado. Lucía recordaba con abrumadora claridad, a pesar
de haber sido muy pequeña, cómo su hermoso cabello caía en cascada
cuando se inclinaba hacia adelante para estar más cerca, y sus ojos amables
cuando sonreía al decir:
—Fue hace mucho, mucho tiempo. Tanto, que los libros ya no lo
cuentan, las lenguas ya no se hablan y la gente lo ha olvidado.
»Fue hace tanto tiempo que no se sabe cuánto con exactitud. Una tribu,
cuyo nombre nuestro idioma no conoce, vivía en una aldea muy parecida a
la nuestra, junto al río. En un principio, era gente humilde que vivía de los
cultivos que crecían en sus huertos y de los animales que criaban, pescaban
y cazaban. La naturaleza proveía, y ellos estaban en armonía con ella.
»Pero esa gente no era inmune a las inclemencias del tiempo. En el
invierno, el frío casi los llevó a la extinción y las enfermedades venían
después para terminar el trabajo. Antes de la llegada del invierno, ellos
rezaban a sus dioses y, al ver su sufrimiento, los dioses decidieron
ayudarlos. Era gente buena, arraigada, pensaron. No merecían morir.
»Ya nadie recuerda a aquellos dioses; deidades poderosas, compasivas,
cuya magia provenía del centro de la tierra.
En ese punto, Lucía siempre preguntaba:
—¿Del centro de la tierra? ¿Cómo?
Entonces, su madre sonreía con infinita ternura y continuaba:
—Su magia era tan antigua como la tierra misma, pues provenía de ella,
de la energía con que fue creada. Y su poder, el centro de su conexión con
la naturaleza, residía en la fuerza del volcán.
»Los poderes que los dioses le dieron a la tribu fueron legendarios. Los
ayudaron a perdurar, a sobrevivir. Les dio calor en el invierno, luz en la
oscuridad, vida en la muerte. Los convirtió, en todo sentido práctico, en un
ser mitológico: el ave fénix.
»Así podrían invocar y controlar el fuego a su disposición cada vez que
lo necesitaran. Podrían pelear con agilidad y levantar grandes cargas cuando
tuvieran que migrar a tierras más fértiles. Y de no poder sobreponerse a los
peligros o a la enfermedad, la tribu no se extinguiría por sus fragilidades
humanas, pues el poder los traería de vuelta si ellos lo decidían.
Entonces la mujer se detenía, suspiraba y, luego, sonreía mirando a su
pequeña hija.
—¿Qué pasó después, mamá?
—El problema con el poder, cariño, es que corrompe a aquellos que no
son lo suficientemente fuertes de corazón para resistirlo. Se volvieron
codiciosos, avaros, solo por saberse superiores. Se desencadenaron guerras
y matanzas por el poder, riquezas y territorio... Y los dioses se enfadaron.
Observaron cómo su regalo había sido mal utilizado y desataron su furia
sobre la tribu.
»Cuenta la leyenda que, gracias a un noble sacrificio, uno que conmovió
a los dioses enfurecidos, estos se apiadaron. Decidieron perdonarles la vida,
condenándolos a una existencia sin el poder que tanto los había consumido,
pero con la esperanza de que algún día el poder volvería a despertar en
alguien de su linaje, pues ninguna energía puede desaparecer por completo.
—¿Ni siquiera si los dioses lo deciden?
Su madre se encogió de hombros, sin perder la sonrisa.
—Esa parte de la historia está un poco borrosa —admitió, culpable—.
De hecho, no me sorprendería si hay errores en lo que te estoy contando o
datos que estoy omitiendo; después de todo, han pasado quinientos años, los
suficientes para tergiversar las verdades. —Lanzó un profundo suspiro,
hundiéndose tanto en su silla, que a Lucía le dio la impresión de que
lamentaba no haber podido vivir aquella historia en carne propia, aunque
fuera para poder tener los detalles correctos—. Sea como sea, supongo que
debe haber habido alguna razón de peso para que los dioses no los
despojasen de sus dones por completo y los abandonaran en el olvido.
Esa misma noche Lucía tuvo el primer sueño, el cual se repetiría la
noche siguiente y todas las noches posteriores durante semanas. No veía
nada; lo único que la acompañaba era la oscuridad y una cálida voz que le
hablaba con tanta familiaridad que sintió como si la conociera de toda la
vida. Incluso sin ver su rostro, Lucía supo que podía confiar en quienquiera
que poseía esa voz.
Al principio, decía su nombre.
—Luucííaa… Luuucíííaaa… —Era como un arrullo, como una
invitación.
Intuyó que la voz sonreía.
En la oscuridad, de forma etérea, se acercó.
—¿Te han contado las leyendas, Lucy?
Nadie, ni siquiera su madre, la llamaba Lucy. Le gustó el cambio. Le
hizo sentirse más buena, más inocente, más… niña.
—Me las han contado —dijo, porque no sabía si la otra persona
distinguiría su asentimiento en la oscuridad.
—Eres especial, Lucy —respondía siempre—. Las personas en la
historia, la gente de la tribu… Tú desciendes de ellos.
—Eso dice mamá. —Fue todo lo que agregó.
—Entonces, has de suponer por qué te visito hoy, en tus sueños.
Lucía, que era extremadamente inteligente para su corta edad, no
anduvo con rodeos ni falsas modestias.
—Mamá dice que la gente de la tribu evolucionó luego de perder sus
poderes, que aprendieron a vivir sin ellos, que volvieron a sus raíces y
recuperaron su humildad.
—Así fue.
—Dice, también, que gracias a ello los dioses les dieron una segunda
oportunidad. Que la magia en su sangre estaría latente hasta que la terrible
historia sea olvidada, hasta que sea… justo.
—¿Y, entonces?
—Entonces… —Ella se lo pensó. ¿Sería posible…?—. Entonces los
recuperarían. ¿Es eso? —se adelantó—. ¿Volverán los poderes? ¿Es eso lo
que viene a advertirme?
Una vez más sintió que la voz le sonreía, sin duda divertida por su
entusiasmo.
—Ya lo han hecho. —Era todo lo que decía.
—¿Qué…? ¿Cuándo…? ¿Qué significa?
—Significa… Que eres especial, Lucy.
Ahí terminaba el sueño. Y se repitió tantas veces que, un día, ella al fin
lo comprendió: era especial. En el mismo minuto en que se dio cuenta de
esta realización, el sueño cambió.
Habían pasado varias semanas desde el primer sueño. Esa noche se
metió en la cama esperando que, por primera vez, el sueño fuese distinto.
Cerró los ojos con ahínco y se obligó a dormir. Le tomó muchos minutos
hasta que al final lo logró y se sumió en la inconsciencia. La voz la estaba
esperando.
—Así que, ¿por fin lo entiendes?
—Soy especial —asintió. Llevaba repitiéndoselo desde que lo
descubrió.
Con gran sorpresa, notó algo más que oscuridad. Las visiones eran
etéreas, difusas, pero su intuición era todo lo que necesitó para descifrar su
significado.
Una llama surgía en la penumbra. Era pequeña al principio, como la
llama de una cerilla. Después crecía: una vela, una antorcha, una hoguera.
Un incendio de inmensa magnitud.
—Eres capaz de todo esto, Lucy. Y más.
—¿Más? —preguntó con la voz cargada de asombro.
—¿Recuerdas la leyenda? —Ella, por descontado, asintió—. ¿Qué
decía?
—Ellos podían… pelear con gran destreza y agilidad —recordó—. Sus
poderes les dieron luz en la oscuridad —citó, observando la luz que
desprendían las llamas danzantes que la voz seguía proyectando en su
mente—. Calor en el invierno. —Pensó en el fuego, en una cálida fogata a
la luz de la luna… Era lo último lo que jamás logró entender—. Y vida en…
¿En la muerte?
—Mhm —murmuró la voz.
—No… No sé qué significa.
—Significa que no morirás, Lucy.
—¿Cómo puede ser?
—Un fénix es un ave poderosa, increíble y única, que arde en llamas
cuando llega el tiempo de su muerte para renacer de sus cenizas. Tú,
pequeña, tienes esa capacidad también.
Al principio se mostró escéptica, sin embargo, años pasarían antes de
que Lucía pudiese comprobar este hecho por sí misma.
Cuando el sueño se hubo repetido las veces suficientes como para
asentarse en ella, una noche, después de que su madre dejó su habitación
creyéndola dormida, Lucía se levantó. Se sentó en el suelo junto a la
lámpara de aceite cuya llama estaba por consumirse e imitó las cosas que la
voz le mostraba en sus sueños. La llama creció conforme a sus deseos, y
Lucía no se sorprendió.
De ahí en adelante, todas las noches, luego de que su madre y padre se
durmieran, ella se levantaba y jugueteaba con las llamas, haciéndolas
crecer, apagarse o creándolas de la nada. El fuego danzaba en la habitación,
tomando las formas que su mente mandaba, iluminando la estancia con un
resplandor rojizo o, en ocasiones, azulado. Ese era su favorito.
Con gran rapidez, ganó un total control de sus habilidades: aprendió que
no necesitaba nada para crear el elemento, solo concentrarse, así como
tampoco necesitaba nada más para extinguirlo. Aprendió a darle las formas,
la magnitud y el calor que ella deseara. Incluso, un día, logró crear un fuego
que no quemaba: intentó meterle palitos y papeles y ninguno ardió. Se dio
cuenta, también, de que si ponía las manos dentro de un fuego encendido
por otros no sentía dolor, sino un agradable cosquilleo.
Jamás habló con nadie sobre la Incandescencia, como la había llamado
la voz. No le dijo a su madre de sus descubiertos poderes y, por supuesto,
no se lo diría a su padre: sabía que él solo intentaría controlarla… si es que
no la mataba a golpes por hereje.
No obstante, por el modo en que la miraba, repleta de un orgullo
contenido, Lucía supo que su madre lo sospechaba.
Quizás su madre siempre había sabido, también, que ella era especial.
Cuando Lucía tenía diecisiete años, su madre falleció. Ella no lloró, pero sí
atesoró como nunca la advertencia que le dio en su lecho de muerte, sus
últimas palabras:
«No dejes que nadie se entere. ¿Me entiendes? Mucho menos tu padre.
Ya sea por miedo a un castigo, a que nos la quiten de nuevo, o a que te
maten por bruja… Nadie aquí puede saber sobre las leyendas, Lucía, ni lo
especial que eres. Si se enteran, te reprimirán o intentarán usarte. No puedes
permitirlo».
Y Lucía, que siempre fue buena captando los detalles, lo entendió.
Nadie allí podía saberlo… No significaba que en otra parte tuviera que
ocultarlo.
La voz que aparecía en sus sueños ya no le hablaba. La última vez que
lo hizo fue la noche de su cumpleaños número quince, para advertirle que,
si bien los dioses alguna vez les habían quitado su poder, ya no lo harían
jamás.
«¿Por qué no? —había preguntado ella—. ¿Ya no les importa lo que
hagamos con ellos?».
La respuesta de la voz fue una sonrisa. Se reía de su inocencia. Lo que
no sabía era que su cuestionamiento escondía muchas razones… y ninguna
era inocente.
«No —dijo la voz—. No es eso. Es solo que están muy débiles para
intervenir... Hemos sido olvidados».
No quiso preguntar a qué se refería con eso; no le interesaba. Lo que sí
le interesaba era saber que su poder sería suyo para siempre, sin importar
nada. Y eso era bueno porque ella quería más.
Más poder, más dinero, más estatus. Más.
Años después, Lucía quedó embarazada. La verdad era que nunca supo
quién era el desgraciado padre de su hija. No recordaba ni su nombre, solo
que frecuentaba las tabernas de la aldea y que le gustaba beber. Fue en una
de estas ocasiones en que, borracho, Lucía se cruzó por su camino y decidió
que lo quería para ella. Pasaron cada noche durante dos semanas ocultos en
el granero de un campesino anciano, protegiéndose del frío y la soledad con
poca ropa y nada de recelos. Desnudaron sus cuerpos como si acabaran de
jurarse amor eterno. Y eso era, más o menos, lo que Lucía esperaba cuando
fue una noche a decirle que creía estar embarazada, solo que jamás volvió a
verlo.
Debía dejar la casa de su padre, especialmente ahora que tenía dos
secretos que ocultarle. Buscó a un joven sencillo e ingenuo, dispuesto a
casarse cuanto antes y marcharse de ahí, pues no iba a darle la más mínima
oportunidad a su padre de intentar controlar su vida de casada como lo
hacía con su vida de soltera. Fue ahí cuando conoció a Benedict, quien,
aunque no era el padre biológico de su hija, Layla, dejó que todos creyeran
que sí lo era.
Se marchó de su ciudad natal tan pronto como se casó. Tomó sus
pertenencias, que de momento no eran demasiadas, y se fue con Benedict a
una aldea lejana, donde la familia de él tenía una pequeña propiedad que
iban a dejarles como herencia. Tenía dieciocho años en ese entonces.
Por casi dos años viviendo cómodos en aquella cabaña; él trabajaba y
ella hacía las tareas del hogar. Ambos cuidaban de la bebé y tenían
amigables conversaciones durante la cena. A Lucía incluso había llegado a
gustarle Benedict, por lo que le produjo gran pesar darse cuenta de que, si
quería que Layla tuviese un buen futuro, uno que fuera su elección, ella no
podía tener marido, o todas esas elecciones recaerían en él, no en Lucía.
Sí, Benedict le agradaba, pero no lo suficiente como para dejarlo guiar
la vida de su hija… Así que lo asesinó, y nadie nunca lo supo.
La mano de su madre subía y bajaba en un movimiento repetitivo,
tranquilizador.
Para Layla uno de los mayores placeres de la vida era que peinaran su
cabello. Le gustaba sentir las delgadas fibras del cepillo contra su piel,
bajando con suavidad por su columna. Todas las noches, Lucía la sentaba en
un taburete frente al fuego, para que el calor y la luz de las llamas las
acompañase. Entonces, procedía a desenredar su cabello, largo hasta la
cintura, lleno de pequeñas ondas que caían como volutas de humo negro.
Le gustaba, porque la hacía sentirse pequeña nuevamente, y no como la
mujer en que todos esperaban que se convirtiera.
Layla no estaba preparada para ser una mujer. Apenas tenía diecisiete
años, sin embargo, sabía que a esa edad ya estaba pronta a convertirse en
una solterona. Dios, odiaba esa palabra. ¿Cómo podrían pretender que se
casara, que… tuviera hijos cuando se sentía como una niña ella misma?
—¿Mamá? —preguntó, temerosa.
No podía verla, pero juró que su madre casi sonrió.
—¿Sí, cariño?
—¿Puedo…?
—Claro que puedes —concedió.
¿Puedo preguntarte algo?, había querido decir. Eso su madre ya lo sabía,
y agradecía que no le respondiera cosas como «ya lo hiciste». En general,
no le veía caso a comenzar así su discurso, excepto en ocasiones como esa,
cuando necesitaba predisponerla para una conversación que podía, quizás,
no agradarle.
Supuso que su madre también sabía eso.
—¿Por qué estás tan en contra de mi amistad con Daniel?
—Oh, cariño. —Lucía casi rio. ¿Qué gracia tenía?—. No lo estaría si
tuviera la certeza de que eso es todo lo que puede ser: una amistad. Pero tú
nunca lo verás solo como un amigo, ¿o me equivoco?
No se equivocaba. Prefirió quedarse callada.
—Algún día lo entenderás, que todo esto es por ti. —Volvió a escuchar
la voz de su madre, mezclada con un suspiro profundo—. Eres poderosa,
Layla. Eres fuerte. Desciendes de un linaje grandioso y, por lo tanto, tu
futuro debe serlo también.
Enseguida, la chica se sintió indispuesta. Detestaba, odiaba que su
madre lo mencionara. ¿No era suficiente ya con que todos pensaran que ella
era una bruja? ¿Es que tenía que darles pruebas concretas de que tenían
razón?
—No digas eso —murmuró, más para sí.
—¿Por qué no? Alguien tiene que hablarlo. ¿O es que crees que no me
doy cuenta cómo huyes del fuego, cómo rechazas tu magia? La estás
desperdiciando, hija, porque tienes miedo, y son ellos quienes deben
temerte a ti.
—No quiero que me teman.
—Lo querrás —replicó Lucía—. Lo querrás cuando te des cuenta de
que el amor no es suficiente, y que nunca lo será.
Para ese punto, su madre ya había terminado con su cabello, dejándolo
sujeto en una larga trenza que le daría forma por la mañana. Layla se
levantó de un salto y se obligó a detenerse a mirar a su madre una vez antes
de irse, para que no creyera que estaba escapando.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, Layla.
Se fue antes de que pudiera decir algo más; ya no quería escucharla.
8
TODO LO QUE PUDO SER
1863
—E lla está bien —dijo Jason por milésima vez en lo que llevaban
del almuerzo. Ni Lianne ni Maya habían comido un solo
bocado—. Lucas la llevó a la enfermería y la están curando. Va a llevar un
rato, porque tienen que asegurarse de limpiar todos los pedazos de vidrio de
su mano antes de cerrar la herida, pero estará bien.
—Se irá a casa después, ¿cierto? —La pregunta de Maya fue, más bien,
una... sugerencia agresiva—. ¿Cierto? Debería descansar.
Jason levantó las manos.
—No me lo digas a mí, es su decisión.
—Debe haber llamado a su padre para que venga por ella —intervino
Lianne, tratando de que Maya dejara de lanzarle a su novio cuchillos con la
mirada.
Jason estaba con Lucas en la clase de pintura; cuando el timbre sonó,
entró al salón junto con el resto de la clase de Arte, y se encontraron con un
Lucas que trataba frenético de limpiar la mano de Amanda. Fue con ellos a
la enfermería, después de que la profesora hiciera un escándalo y los sacara
a todos del salón antes de que alguien se desmayara ante la visión de la
sangre.
Y sí, era bastante. Eso era lo malo de las manos: demasiados vasos
sanguíneos.
—¿Qué fue lo que pasó, exactamente? —demandó Maya. Su tono de
voz tan serio como su mirada.
Lianne se preguntó si alguna parte de Jason se sentiría intimidado por la
frialdad que mostraban esos ojos en aquel momento, porque ella sí que se
sentiría de esa forma si su amiga le estuviera hablando así. Por supuesto, el
problema no era Jason. De hecho, nadie era el problema, sino que la
preocupación acumulada de varios días no hacía más que ir en aumento, y
había terminado por estallar… de la forma más literal posible.
—No estoy seguro, creo que ni ellos lo están —dijo Jason, tan sereno
como siempre, refiriéndose a Lucas y Amanda—. Ella solo… Lo rompió.
—Con las manos. —Maya frunció el ceño aún más, si eso era posible.
—Con la mano. Fue solo una.
—¿Cómo?
Era lo que rondaba por la cabeza de todos.
Nadie respondió, sino que se limitaron a encogerse de hombros y
mirarse unos a otros con desconcierto, casi esperando a que, de pronto, la
respuesta cayera sobre ellos.
—Creo que —comenzó Lianne, poniendo una mano sobre el brazo de
Maya para llamar su atención y, con algo de suerte, ser reconfortante— el
problema es justo ese: ¿cómo lo hizo? ¿Solo apretó el frasco sin más, y
cedió?
—Tal vez ya estaba roto —sugirió Jason—, porque no creo que tenga la
fuerza para romper uno de esos, el vidrio es bastante grueso. Quiero decir,
creo que ni yo podría romperlo, mucho menos sin darme cuenta de que me
estoy triturando la piel.
—Eso es lo extraño; no se dio cuenta.
—¿Cómo no…?
La pregunta se vio interrumpida por un Will exaltado y sin aliento, que
venía corriendo desde la entrada del comedor y frenó en seco junto a ellos.
—¿Por qué estás corriendo así? —le preguntó Maya, burlándose.
Will la miró mal.
—Pues porque tengo algo importante que decirles. —Parecía que Maya
iba a replicar, pero se lo pensó mejor y guardó silencio. Will continuó—:
Terminaron con la curación. Ahora están esperando a que vengan a
buscarla.
Amanda se marchó a casa con su padre, y se reportó apenas llegó para
anunciar que se iría a dormir. Todos trataron de confiar en que estaría bien,
sin embargo, era imposible dejar de preocuparse.
¿Era malo eso, preocuparse demasiado? Lianne a menudo se encontraba
haciéndose esa pregunta porque, últimamente, su cabeza pasaba una
cantidad poco sana de tiempo dándole vueltas al mismo asunto.
Sí; si lo pensaban con detenimiento, un par de cortes en la mano no era
nada grave. Eran las circunstancias extrañas de los días anteriores las que
no ayudaban a pensar de ese modo.
Amanda volvió a clases al día siguiente, ya que no consideraba que un
par de heridas en la mano fuesen excusa para no hacerlo. Lianne se sentía
tentada a darle la razón en ese aspecto, mas se lo impedía ver la palidez de
su amiga, que parecía a punto de vomitar.
—¿Te sientes bien, en serio? —Quiso asegurarse.
—Claro, ¿por qué lo preguntas? —dijo Amanda, despreocupada,
mientras rebuscaba algo dentro de su mochila.
Lianne no quiso seguir insistiendo. Si ella decía que estaba todo bien,
entonces le creía.
Al sonar el timbre caminó con Maya hacia el aula de Química. Era
jueves y esa era su primera clase, y si bien no le hacía especial ilusión, le
agradaba el hecho de compartirla con Maya. En los meses desde su llegada,
no había conseguido congeniar con más personas fuera del grupo que ya
había formado... Aunque, tal vez, eso se debía más a que había
experimentado una montaña rusa desde su adopción, y eso ocupó el primer
puesto en su lista de prioridades. Considerándolo todo, socializar con el
resto de sus compañeros se había quedado muy, muy abajo.
Les asignaron un trabajo en parejas durante la clase, el cual comenzaron
a hacer con Maya en cuanto se entregaron las instrucciones. Debían tenerlo
listo para la clase del lunes, de modo que ambas chicas acordaron avanzar
lo máximo posible para luego terminarlo durante el fin de semana.
Cuando se dieron cuenta de que necesitaban un descanso, apartaron un
momento la vista del libro y la guía de trabajo.
—Lía —susurró su amiga.
Lianne tenía la cabeza apoyada sobre su brazo. El tono de Maya le hizo
pensar que podría haberse dormido un momento, pero no era posible. Solo
cerró los ojos durante un segundo, ¿verdad?
—¿Sí?
—Estoy preocupada.
—¿Por el trabajo?
—¿Qué? Claro que no, nos irá genial. Siempre nos va bien. Es Amanda.
—Oh. —Levantó la cabeza del pupitre.
Entonces, ¿no se había dormido? Fue todo lo que su bobo cerebro atinó
a pensar.
—Es solo que —bajó la voz— he estado pensando en algo, y no es
lindo.
—Maya…
—No es como que pudiera hacer una búsqueda de Google sobre estas
cosas. Si pongo en el buscador «volver de la muerte», realmente salen cosas
muy extrañas, pero…
—¿Pero…?
—He estado pensando —continuó susurrando, al tiempo que lanzaba un
vistazo hacia la profesora. La mujer no se daba por enterada, sino que se
dedicaba a ayudar con el trabajo a un grupo de los asientos de la primera
fila— en que no sabemos mucho en qué consiste esto del poder de las
lágrimas.
Maya se quedó callada. Lianne no tenía idea de qué responder: claro
que no sabían mucho. No sabían nada. Como no pronunció palabra, Maya
suspiró y siguió hablando:
—¿No crees que es posible que… tal vez… tenga una fecha de
caducidad?
Ahí, todo en Lianne se estremeció.
—¿Cómo?
—No que tus lágrimas tengan una fecha de expiración —se apresuró a
aclarar la chica—, sino más bien su efecto.
—¿Qué demonios quieres decir con eso, Maya?
Necesitaba escucharlo de su boca. O no. La verdad no quería
escucharlo, porque ahora un vacío horrible, negro y frío se había apoderado
de su interior. ¿Y qué si Maya tenía razón? ¿Y si todo lo que le estaba
ocurriendo a Amanda era porque…?
—Piénsalo: ella estaba mejorando, durante las vacaciones se veía bien,
no como ahora. Y sí, dice que no pasa nada, que es solo cansancio, pero
¡por Dios, basta verla! Y tengo miedo, Lía, porque la única explicación que
puedo pensar es que… está muriendo.
—No. Por favor no digas eso. No lo pienses, no… —¿Qué demonios
estaba diciendo? No podía hablar de forma coherente; tanto su boca como
su cerebro y su corazón habían quedado paralizados en las palabras «está
muriendo»—. No podemos saberlo. No hay forma de comprobarlo.
—Exacto —se lamentó Maya—. Con todo lo que sabes, ¿crees que sea
posible?
Lianne lo pensó un momento, de forma detenida, con cuidado y calma.
—Quiero creer que no, por supuesto. No hay información sobre este
tema y no creo que Sebastian sepa más que yo. Todo lo que tenemos es lo
que nos han contado a través del tiempo. Siento que… Bueno, ¿no crees
que si solo fuera una curación temporal, no se hablaría de este poder con
tanta reverencia? Parecería una parte crucial que dejar de lado en la historia.
—Tiene sentido —murmuró Maya.
—Nunca se ha dicho con exactitud en qué consiste el poder curativo de
las lágrimas de un fénix. Quizás sí tiene límites, pero Amanda se veía
mejor, ¿no? ¿Cómo es que se curó, volvió de la muerte… y ahora está
muriendo de nuevo? —bajó la voz, observando que nadie la escuchara.
Maya miró hacia el techo, reflexionando. Lianne casi podía ver girar los
engranajes dentro de su cabeza.
—Bueno, Harry Potter no murió después de lo que pasó en la cámara
secreta.
¿Ah?
Lo dijo tan seria que a Lianne le llevó un minuto procesar y darse
cuenta de lo que acababa de decir.
—Por favor, dime que no acabas de compararme con Fawkes —suplicó.
Maya solo se encogió de hombros como si fuese lo más lógico del
universo.
—Es la única referencia que tengo.
—¡Eso no existe! —repuso Lianne, quizás un poco más alto de lo que
debía y ganándose una mirada de advertencia de la profesora—. Como
sea… Sé que es lo que queremos creer. Siendo lógica, es lo que más me
hace sentido, pero ahora que lo dijiste, no sé si pueda quitarme la otra
opción de la cabeza.
—No, ni yo —musitó Maya, tan triste y llena de miedo que ninguna de
las dos volvió a hablar durante el resto de la clase.
Lianne decidió terminar el día de mejor forma que como había empezado;
no podía seguir dándole vueltas a la conversación que había tenido con
Maya por la mañana, porque si no se volvería loca.
Su cabeza era un caos de nuevo, y lo que más la molestaba era que
realmente había tenido esperanzas de tener un semestre tranquilo, donde
pudiera dedicarse a lamer sus heridas en paz y lidiar con las secuelas de
todo lo que vivió. No estaba segura de si era ella la que se buscaba
complicaciones o si las complicaciones solo la encontraban.
Ahora, su único deseo era que Amanda estuviera bien, que estuviera
sana. Renunciaría a todas sus expectativas de una vida pacífica a cambio de
asegurar el bienestar de las personas que amaba. Ojalá algún ser superior
escuchara sus pensamientos y le ofreciera ese trato, porque lo aceptaría
gustosa.
Fuera como fuera, por ahora no tenía más opción que tratar de
distraerse. Así que, antes de su última clase, Lianne se dirigió al aula de
Biología para hablar con la profesora, tal como le había dicho a Jason que
haría. No tenía mucho ánimo, sin embargo, en ese momento el prospecto de
aquella conversación le brindaba una distracción muy bienvenida.
Al acercarse al aula, su corazón comenzó a latir con furia. ¿Qué era lo
que iba a decir…? Plantas, se decía a sí misma, recordándoselo cada dos
por tres. Habla de plantas.
Llegó al salón cuando los últimos estudiantes lo estaban abandonando.
Un cálido rayo de sol entraba por la ventana, llenando todo de luz dorada
incluso cuando fuera había nieve y un frío polar. La profesora estaba
sentada en su escritorio con los tobillos cruzados a un lado, los anteojos
negros bien puestos, y la vista fija en la pila de papeles que estaba
revisando.
—¿Señorita Anderson? —preguntó, titubeando.
Al menos, la expresión que le devolvió no fue de absoluta molestia,
aunque de seguro ese sentimiento estaba por ahí, escondido en alguna parte.
—Lianne, hola —saludó sin ánimo.
Entonces Lianne, quizá por primera vez desde que entró a ese colegio,
la analizó con mayor detenimiento. Su edad debía rondar por los treinta o
treinta y cinco, a lo sumo. Su cabello era negro y liso, con reflejos castaños
que recién ahora notaba, pues le daba la luz del sol. Tenía la nariz bastante
respingada, y a Lianne le pareció que ese gesto se combinaba a la
perfección con su ceño fruncido y sus ojos achicados, un tanto ocultos tras
las gafas.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Lianne decidió ser franca, pues no le pareció que la mejor forma de
abordar la situación fuese ignorando la animadversión de ambas.
—Señorita Anderson, quiero ser honesta. Sé que no comenzamos con el
pie derecho cuando llegué al colegio, y por eso mismo tampoco he puesto
mi mejor esfuerzo en clases, pero de veras me gustaría cambiar eso. La
biología me interesa mucho. Me encantan las plantas, todo lo que tiene que
ver con botánica, ecología y ecosistemas. Tengo entendido que usted hizo
cursos en esas áreas, ¿verdad? Me gustaría saber si podría recomendarme
algunas lecturas… También me gusta leer —añadió.
Al hablar, notó que la expresión de la profesora se iba suavizando. Eso
era bueno.
Luego de un rato, la mujer suspiró.
—Tienes razón, Lianne, no hemos empezado de forma correcta y eso
también es culpa mía, lo lamento. ¿De verdad te gusta la biología?
—Sí, mucho. Las áreas que mencioné me apasionan, y pensaba que, tal
vez, podría convertirlas en mi campo de estudio más adelante.
La profesora Anderson sonrió. Era la primera vez que Lianne la veía
sonreír, y sus ojos color castaño se iluminaron con el gesto.
—Te recomendaré libros, claro que sí. Si gustas, puedo prestarte
algunos que me han fascinado, y también puedo mostrarte algunas
universidades con excelentes programas de Botánica.
Lianne no pudo controlar la sonrisa que subió a su rostro desde su
corazón.
El viernes, durante el primer receso, Maya sugirió la mejor idea del mundo:
—Necesitamos una noche de chicas —declaró con la mayor seguridad y
convicción—. Necesitamos salir, o quedarnos, no importa —se corrigió
cuando Amanda la miró mal.
No tenía el aspecto de alguien a quien le vendría bien salir, pero lo
demás…
—Suena bien —concedió Lianne, dudando un poco.
Amanda se lo pensó un minuto.
—Una noche de chicas. Algo tranquilo —agregó, lanzando a Maya una
mirada significativa.
—¡Claro! Estaba pensando que podríamos cocinar la cena, para hacer
algo distinto. Y luego ver una película…
—Deberíamos hacer palomitas.
Lianne, de inmediato, añadió:
—Dulces y saladas. —Todas rieron—. Puede ser en mi casa. ¿Quieren
venir después de clases? Puedo decirle a Dianna que vayamos a buscar sus
cosas y luego ir y preparar todo eso.
—Suena perfecto —admitió Amanda. Después de las semanas que
había tenido, una noche tranquila y llena de risas con sus amigas era justo lo
que le hacía falta.
—Tenemos un plan —sonrió Maya.
Llegaron a la casa de Lianne a eso de las tres de la tarde. En cuanto
bajaron del auto de Dianna corrieron para refugiarse del aire gélido dentro
de la casa. Estaba tan helado que cada respiración se sentía como meterse
hielo en los pulmones, así que Lianne agradeció con todas sus fuerzas
encontrar un enorme fuego encendido en la chimenea al entrar.
Siempre se preguntaba si Thomas y Dianna utilizaban sus poderes para
prenderla. Se imaginaba que sí, pues ya no había nada que ocultar.
A veces, Lianne deseaba con fervor dejar salir sus poderes. Nunca se
habían escapado de su control, ni tampoco sentía que se acumulaban dentro
de ella como si tuvieran vida propia, pero sí había ocasiones en las que solo
quería dejarlo fluir sin pensar. No podía hacer eso, claro, ya que no estaba
en sus planes quemar la casa, la escuela o cualquier otro lugar. Y era eso
mismo lo que a veces picaba en el fondo de su mente, que jamás podría
«dejarlo fluir» sin preocuparse por las consecuencias, pues podían ser
desastrosas. No le gustaba tener que encerrar tanto una parte vital de su ser.
—¿Qué tal el día de clases? —preguntó Thomas, quien, como era usual,
estaba en la mesa del comedor estudiando un nuevo caso.
—Estuvo tranquilo y pasó rápido, por suerte —contestó Lianne.
—¿Nunca descansa? —quiso saber Amanda, señalando a los libros de la
carta constitucional y código civil que había en la mesa.
Thomas rio apenas, como queriendo decir «por desgracia, no».
—Es difícil cuando estás en medio de una demanda. Los tiempos son
limitados y cada segundo cuenta. Si quiero descansar algo el fin de semana,
debo resolver esto hoy para presentarlo a primera hora el lunes.
—Es muy perfeccionista —dijo Dianna.
—No puedo no serlo —replicó él.
Su esposa continuó rebatiendo.
—Sí, pero podrías delegar un poco más.
—Esto es demasiado importante, Di, y no tenemos buenos pasantes en
esta época.
—¡Claro que sí! La chica que llegó de Maine hace unas semanas es muy
buena, y es casi igual de cuidadosa y detallista que tú.
Thomas dijo algo en respuesta, mas su voz quedó ahogada por el
susurro de Maya en el oído de Lianne:
—¿Alguna vez ganas una discusión?
—Si las tuviéramos, me temo que no saldrían a mí favor —respondió la
chica, considerando los años que tenían ambos entrenando la agilidad
mental y la respuesta rápida.
Solo esperaba que, si un día se daba una discusión entre ellos, Dianna
no comenzara a citarle las falacias de la argumentación.
Amanda, Maya y Lianne subieron un momento a dejar sus mochilas y
bolsos en la habitación de esta última, para luego bajar al salón y escoger
qué película verían. Se decantaron por una de misterio y suspenso policial
ambientada en España, que trataba sobre una serie de asesinatos sin resolver
y una detective cuyo pasado familiar era tan turbio como el de Lía. Luego,
fueron a la cocina a preparar la comida para la película; así no se enfriaba.
—¿Quieren solo palomitas, o algo más aparte?
Maya y Amanda se miraron mientras pensaban.
—Podría comer algo más —admitió Amanda—. Algo caliente.
—¿Qué les parece verduras y carne? Quedó del almuerzo —les dijo
Dianna.
—Y está muy bueno —añadió Thomas, quien claramente había
cocinado ese día.
—¿Hay suficiente para las tres? —preguntó Lianne, a lo que ambos
adultos asintieron.
Seguían instalados en el comedor, pero lo bueno del espacio abierto era
que podían conversar con ellos desde la cocina sin perder contacto visual o
tener que hablar a gritos. A Lianne le gustaba eso, porque se sentía siempre
acompañada por todos los que estaban en la casa.
Lianne sacó la comida del frigorífico, que sí era bastante, y puso aceite
en una sartén. No le gustaba meterla al microondas porque nunca sabía
igual después. De todos modos, tenían que esperar a que las palomitas
estuvieran listas; tenían tiempo.
Con un gesto de la mano encendió el fuego de la cocina. Vio por el
rabillo del ojo que sus amigas sonreían, y ella también lo hizo. Eran esos
pequeños gestos por los que se sentía agradecida de no tener nada que
ocultar, cuando podía «dejarlo fluir», aunque solo fuera para calentar sobras
de verduras salteadas.
—¿Necesitas ayuda? —Amanda se acercó a ella.
—No, gracias. Estará listo en un minuto.
Mientras la comida se calentaba, empezó a escucharse los pop de los
granos del maíz al reventar. Perfecto.
—¿Tienen elegida la película? —les preguntó Dianna, acercándose con
Thomas a su espalda.
—Sí, es una policial.
—Me gustan esas —dijo Thomas—. Quizás es por el cambio de
vocación.
Lianne soltó una carcajada.
—Bueno, tienes mucho tiempo por delante.
Lo que pasó después fue tan rápido, que Lianne apenas lo procesó.
Un segundo, estaban Amanda y ella junto a los Grace, conversando
mientras esperaban la comida. Al siguiente, Maya se acercó por detrás con
un enorme bol de palomitas que, de pronto, estaba volcándose y
derramando el contenido. Lianne sintió un empujón por detrás cuando
Maya tropezó con sus propios pies y se precipitó hacia adelante, botando
palomitas y chocando con sus amigas.
El corazón de Lianne subió a su garganta, y entonces una llamarada de
fuego subió desde debajo de la sartén y casi achicharró a Maya, que todavía
no recuperaba el equilibrio.
Todos se quedaron en silencio.
—¡Lianne! —gritó Maya con el corazón en la garganta, apoyándose en
la encimera de la isla para no caer de nuevo—. ¡Casi me quemas las
pestañas!
—¿Estás bien? —preguntó Dianna, rodeando el mesón para acercarse a
Maya.
—Sí, sí, solo tropecé. No es nada.
—Me asustaste —musitó Amanda.
—Creo que nos asustó a ambas —replicó Maya, todavía mirando mal a
Lianne, quien se había quedado pasmada observando el fuego del
quemador, ahora de tamaño normal.
—Yo… Yo no fui —dijo sin comprender.
Al parecer, nadie lo entendió.
—¿Qué? —Thomas puso una mano en su hombro para que ella lo
mirase.
—No fui yo, no pierdo el control de esa forma. No fui yo —repitió.
—Ni yo —dijo Dianna.
Thomas frunció el ceño aún más, mirando por sobre el hombro de
Lianne.
—¿Thomas? —preguntó la chica.
Su voz sonaba dudosa, insegura y llena de miedo. No podría haber sido
él. Dianna no fue, y ella tampoco. ¿Entonces…? Thomas interrumpió el
hilo de sus pensamientos con tono grave:
—Creo que fuiste tú… Amanda.
13
EN EL AMOR O L A INDIFERENCIA
1863
L ayla nunca había asistido a un baile o a una velada hasta esa noche.
Ese tipo de eventos estaban reservados para la alta sociedad y, por lo
general, Layla solía olvidar que estaba a punto de convertirse en parte de
ella.
Ahora, mientras se miraba en el espejo acariciándose la piel con los
guantes de encaje, le era imposible no darse cuenta de que pronto esa sería
su vida.
No era tonta: sabía que envuelta en esas finas telas y ostentando joyas
caras, todos la verían como una impostora. Nada de lo que llevaba puesto
era propio o típico de ella, y aun así... seguía siendo ella, y se sentía como si
hubiera nacido para lucir de ese modo. Analizó su reflejo una vez más,
pensando que le gustaba lo que veía.
Las curvas de su cintura eran abrazadas por un corsé cubierto de seda de
color azul pálido, que se ajustaba en la espalda con lazos blancos y luego se
abría para caer en una falda larga y abultada que apenas dejaba ver la punta
de sus zapatos. El escote... El escote era generoso, y la hacía sentir tan
expuesta que tuvo que insistir en llevar un chal o un collar para cubrirse. Su
madre le dijo que el chal sería inapropiado, ya que la velada se llevaría a
cabo en el interior. Por suerte, no se opuso a la joyería. «Mientras más,
mejor», decía.
Layla suponía que su madre quería demostrar algo, pero ella no dijo
nada mientras escogía un hermoso collar que se asentaba justo debajo de
sus clavículas: una cadena de perlas terminada en un dije de oro. Esperaba
que con eso la atención de todos se quedara en la joya y no en su pecho.
Además, hacía juego con su cabello.
Sus rizos, negros como el carbón, formaban un complicado moño en lo
alto de su cabeza, sujetos por una decena de horquillas que se perdían en la
oscuridad, dejando a la vista solo una perla, blanca y brillante. Parecían
estrellas dispersas en el cielo oscuro de su peinado. Con cuidado, Layla
soltó un par de mechones más cortos, igual de ondulados que el resto de su
cabello, y los dejó caer sueltos a los lados de su rostro.
Retrocedió un par de pasos, sus tacones resonando en el suelo de
madera, y admiró todo el conjunto. Incrédula, se llevó una mano
enguantada a su mejilla sonrosada. ¿Se veía bien? ¿Pensaría su madre que
su aspecto era apropiado? A l menos a Layla le gustaba. No había podido
elegir mucho, pero el color sí que era cosa suya. El celeste era su favorito.
No obstante, jamás en su vida hubiese imaginado que estaría usando algo
tan elegante, refinado y costoso como aquel conjunto que la modista le
entregó días atrás.
¿Le gustaría a Daniel? Esperaba que sí. Después de todo, esa noche
estaban celebrando su compromiso de manera oficial, y casi toda la aldea
había asistido a la mansión Raven para festejar con ellos. O para
lamentarse, supuso Layla, pues sabía de sobra que muchas de las chicas que
asistirían esa noche habían aspirado en secreto a ocupar su lugar, a ser
quienes llevaran el enorme anillo en el dedo, por encima de los inútiles
guantecitos de encaje.
Tal vez incluso se hubieran pasado la tarde despotricando sobre lo poco
apta que era Layla Grace para ese matrimonio, para luego ir y decirle a la
cara lo felices que estaban por ambos.
Las cosas entre Daniel y ella no habían cambiado, al menos, no
demasiado, salvo por un mutuo entendimiento y un acuerdo tácito de ser
amigos. Recordaba con exactitud las palabras que le dijo a su madre cuando
llegó a casa aquella tarde, frenética:
«Él se disculpó conmigo, ¿lo puedes creer, madre? No tendría por qué
haberlo hecho, fue tan… amable, como lo era cuando nos conocimos».
«Eso es bueno, hija. Muy bueno», dijo Lucía, mirándola de reojo con
interés.
«¿Verdad que sí? Él dice que no está seguro de poder amarme, pero yo
sé que sí, sé que con el tiempo me dará una oportunidad después de todo».
«¿Con el tiempo?»
«Oh, ya sabes, en nuestro matrimonio. Por ahora intentaremos ser
amigos».
«La amistad es una mejor base para un matrimonio que el amor, Layla.
Y muchos no tienen ni siquiera eso. Considérate afortunada».
Layla recordaba haber asentido, pensativa, y haberse retirado en silencio
ante las palabras de su madre, pensando que hablaba por experiencia propia
de la relación que tuvo con su padre. Y también que, en el fondo, a Lucía no
le importaba si Layla se sentía afortunada o no, solamente que lo fuese.
Un golpe en la puerta la sacó de su reflexión.
—¿Señorita Grace? ¿Está lista?
Estaba tan poco acostumbrada a que la llamasen de ese modo que le
tomó un minuto darse cuenta de que le hablaban a ella.
—Oh… ¡Sí, sí! Enseguida salgo.
—La esperan abajo, señorita —le informó la sirvienta que antes la había
ayudado a vestirse. A Layla le apenaba darse cuenta de que jamás le dijo su
nombre.
—Ya salgo —repitió, más bajo.
Escuchó los pasos de la mujer alejándose. Cuando ya no oyó nada más
que el murmullo del piso inferior, se alisó el vestido una última vez en un
gesto nervioso y se forzó a apartar la vista del enorme espejo. Salió de la
habitación. No era su habitación, así como esa no era su ropa y las que
llevaba no eran sus joyas. Lo único que era realmente suyo desde esa
mañana era el anillo.
La semana anterior, después de su extraño encuentro con el señor
Raven, este invitó a Layla y a su madre a tomar el té. Junto a Daniel, por
supuesto. Ahí acordaron la fecha en la que anunciarían el compromiso a la
comunidad, y también que lo celebrarían con un baile en la mansión.
Para los Raven, ni el espacio, ni el costo, ni el personal eran un
problema: se encargarían de todo. Lo que sí era un problema era que Layla
no poseía nada apropiado para la ocasión, nada que elevara su clase o la
hiciera lucir digna de la unión que se le estaba concediendo. Se encargaron
de eso también: la enviaron a la modista para que tomara las medidas, y le
pagaron a la mujer una elevada suma de dinero para que el vestido estuviese
listo a tiempo.
También le permitieron ir a la mansión antes de la hora para que las
sirvientas la asearan, peinaran y vistieran. Layla lo agradeció, claro que sí,
aunque no podía evitar preguntarse... ¿Si tan indigna la consideraban, por
qué seguir adelante con el compromiso?
Tuvo el buen tino de no preguntar.
Esa misma mañana, Daniel se presentó en la entrada de su casa para
escoltarlas a ella y a Lucía a la mansión, trayendo un regalo para su
prometida.
El corazón de Layla dio volteretas cuando él le ofreció el brazo y la
invitó a dar un paseo breve por el jardín. No puso objeciones y lo
acompañó, intrigada.
En pocos minutos rodearon la pequeña cabaña en la que vivía con su
madre. Observando su hogar, la casa donde había crecido, Layla no pudo
evitar comentar:
«Qué insignificante debe parecerte todo esto, en comparación con lo
que tienes tú».
No había malicia en su tono, ni amargura, solo genuina curiosidad.
Muy a su pesar, Daniel le sonrió con dulzura.
«Al contrario, me parece de lo más acogedor».
«¿De veras?».
Daniel asintió.
«La casa que teníamos antes era todavía más grande, y siempre me sentí
muy solo. No tenía hermanos y mis padres siempre estaban fuera, así que la
mayoría del tiempo éramos las sirvientas y yo. De niño, me gustaba jugar y
recorrer las habitaciones, me parecía lo máximo, hasta que un día me di
cuenta de que las personas retratadas en los cuadros eran mi compañía y el
eco era lo único que respondía mis conversaciones. Me ha parecido
deprimente desde entonces».
«Suena… horrible», admitió, dudando si preguntarle sobre su madre o
no.
Daniel jamás le había hablado de ella, y Layla solo sabía que murió en
el incendio que destruyó su antiguo hogar.
Decidió que era mejor no mencionarlo, no ahora que él se estaba
abriendo a ella. Sí que quiso preguntar sobre el incendio, aunque odiaba ser
consciente de que lo preguntaba por mero egoísmo. Si él se enteraba de su
secreto… ¿La odiaría?
Daniel no le dio la ocasión para hablar.
«Lo era. Esa casa sigue siendo extraña, pero tengo la esperanza de
poder sentirla un día como mi hogar. Layla… —dijo con un tono de voz
distinto, un poco dubitativo y, al mismo tiempo, lleno de resolución. Se
plantó frente a ella—. Sé que ni tú ni yo hemos tenido mucha elección en lo
que respecta a nuestro futuro, a cómo nuestras vidas se van a enlazar a
partir de ahora».
Layla asintió con vehemencia. Él continuó:
«Quiero que sepas que… conmigo nunca te va a faltar nada, y quiero
que te sientas cómoda y que tengamos el hogar que los dos nos
merecemos».
Ella sintió sus ojos aguarse sin que pudiera evitarlo.
«Yo también quiero eso, Daniel, más que nada», le aseguró.
«Sé que he sido duro contigo —se apresuró a añadir—, y es solo porque
pensé que de verdad tendríamos la oportunidad de llegar a esto por nuestra
cuenta. He pensado en lo que dijiste… Y, si estás de acuerdo, creo que
podemos hacer que funcione. Lo nuestro, quiero decir. Este matrimonio».
Por supuesto que estaba de acuerdo. ¿Cómo podría no estarlo? Era lo
único que deseaba desde que lo conoció: una oportunidad.
No encontró las palabras para decir nada de eso, mucho menos cuando
vio con gran sorpresa que Daniel sacaba una cajita de su bolsillo y se ponía
de rodillas frente a ella.
«Entramos a esto por las razones equivocadas; tú por obligación, yo por
dinero —admitió sin tapujos. El corazón de Layla se estrujó dentro de su
pecho— y, aunque nos han dicho que no tenemos elección, quiero que
sepas que tú siempre tendrás elección conmigo. Así que… Layla Grace,
¿quieres casarte conmigo?».
Tenía un nudo en la garganta por muchos motivos diferentes. Ahí
estaba, la pregunta que anhelaba, la declaración que tanto había ansiado: un
Daniel que creía que ellos podrían funcionar, que podrían ser más. Y
luego… Sus motivos. Sus motivos no habían cambiado.
«¿Qué pasaría si digo que no? —quiso saber, forzándose a hablar—.
Con tu herencia, quiero decir».
La expresión de Daniel no cambió.
«No lo sé. Supongo que… Me las arreglaré».
«¿Puedo preguntarte algo?», dudó.
«Claro».
«Ese día… El día que fui a tu casa por la noche… Tú me besaste. ¿Por
qué lo hiciste?».
Daniel se demoró una eternidad en responder. No parecía importarle
seguir de rodillas mientras pensaba, ni que el tiempo transcurriese y que
tenían que volver a casa. Lo meditó con el ceño fruncido, hasta que
respondió:
«Porque te quería, Layla. Te deseaba. Despertaste algo distinto en mí».
«¿Y ahora?».
Daniel arqueó una ceja, levantándose para quedar a escasos milímetros
de ella. Estaban tan cerca que podrían…
«¿Me estás preguntando si aún te deseo?».
No se dejó amedrentar por su cercanía, ni por su aliento rozándole la
cara, erizándole la piel, ni por su voz ronca o su mirada oscura.
«Sí», dijo con firmeza.
Daniel hizo algo inesperado. La besó. La besó con furia y con pasión,
como si llevase años esperando por hacer justo eso: devorar sus labios con
devoción.
«Te deseo», le aseguró.
Todo dentro de Layla se revolvió. Y fue por esa promesa, solo por esa
chispa de esperanza que acababa de encenderse dentro de ella, que dijo:
«Sí, quiero casarme contigo».
Daniel rio entre dientes y se apartó solo lo suficiente como para abrir la
cajita y sacar el enorme anillo que contenía: una banda tejida en oro como
si fuese una trenza, y la piedra... Layla nunca había visto una piedra tan
grande y de un color tan particular. Era blanco lechoso, pero a veces se veía
rosa o celeste, dependiendo de cómo le daba la luz. Iridiscente.
Era precioso, y cuando Daniel lo deslizó por su dedo, se sorprendió al
darse cuenta de que le calzaba perfecto.
Volvieron a la casa de ella para buscar a Lucía, quien observó su sonrisa
reluciente y la miró con satisfacción, como si su hija al fin hubiese
conseguido hacerlo todo bien. Los tres marcharon hacia la mansión Raven,
Layla cogida del brazo de Daniel, admirando su anillo cada tanto.
Almorzaron y, después, Layla partió hacia el cuarto que le asignaron
para su aseo. Fue tan extraño tener a otras mujeres haciéndose cargo de
lavarla y vestirla… Layla se sintió incómoda todo el tiempo. Trataba de no
demostrarlo, aguantando constantemente las ganas de decirles que sabía
bañarse sola.
Que viesen su cuerpo desnudo la hacía dudar de cada curva y lunar que
tenía, como si todo lo que hasta ese entonces había considerado normal en
su anatomía fuese ahora defectuoso o imperfecto. Odió sentirse así, mas las
sirvientas no se inmutaron y se limitaron a conversar sobre lo maravillosa
que era la decoración que estaban colgando en el salón.
Ella no vio dicha decoración hasta el momento en que se encontró
bajando al primer piso, con la música resonando suave por debajo del
insistente murmullo de las conversaciones. Era una extraña en su propia
piel, viviendo una fantasía digna de sus sueños más locos. Su prometido,
aguardaba por ella al pie de la escalera.
Se tragó el nudo en la garganta y sonrió.
Llegó al final y Daniel le tendió la mano. Cuando le besó los nudillos,
Layla no pudo evitar encontrarse de vuelta al día en que se conocieron,
cuando todavía estaban lejos de saber lo que las circunstancias harían de
ellos.
—Te ves preciosa —le dijo él al oído. Si ella no hubiese estado tan
exaltada, se habría sonrojado. Por supuesto, él notó el temblor en sus manos
y la afirmó con más fuerza, entrelazando los brazos de ambos—. Todo
estará bien, Layla. Es solo un baile.
—Pues nunca he asistido a uno —replicó.
Daniel ladeó la cabeza. Comenzaron a caminar hacia el salón.
—Tienes razón, lo lamento. Te prometo que no dejaré que te caigas.
—Oh, genial. Ni siquiera había pensado en esa posibilidad —bromeó
ella, muy a su pesar.
Entraron en el enorme salón y fue como ingresar a otro universo. Era
tan distinto a todo lo que ella conocía… Las sedas y encajes de los vestidos
moviéndose de un lado a otro, mientras las parejas bailaban; el destello de
las joyas y el reflejo de las luces… No pudo evitar sentirse maravillada,
incluso cuando la perspectiva de un evento tan desconocido la intimidaba.
—¿Qué se supone que hay que hacer ahora? —le susurró a Daniel por
lo bajo, procurando no perder la sonrisa.
Él rio, volteándose para quedar frente a ella.
—¿Te gustaría bailar conmigo?
Por supuesto que quería, pero…
Pocos metros más allá, Layla captó con el rabillo del ojo a su madre,
enfundada en un vestido color granate que la hacía ver imponente y regia.
Layla jamás podría verse igual, por mucho que lo intentara. Eran los ojos,
se decía siempre: había una frialdad calculadora en los ojos de su madre que
ni en un millón de años ella lograría igualar.
A su lado, estaba Richard Raven. Ambos la observaban a ella y a Daniel
como si estuviesen viendo la exhibición en una feria. Layla se sintió
expuesta, y no estaba segura de si Daniel notaba a los padres de ambos al
fondo del salón, evaluando sus movimientos, viendo si cumplían con los
roles que les habían impuesto.
Lucía le dedicó a su hija el más leve de los asentimientos, y solo
entonces ella recordó que Daniel aguardaba una respuesta.
Se volteó con torpeza, más nerviosa que antes, si eso era posible.
—Sí… Sí, me encantaría bailar contigo.
Cuando Daniel le hizo una pequeña reverencia, tomando su mano, ella
se sintió… Dios, era indescriptible. Se sentía como una princesa en un
cuento de hadas, y tenía el constante miedo de que, en algún momento, toda
aquella ilusión se iba a caer a pedazos y se vería arrojada de vuelta a la
realidad.
Caminaron hacia la pista y Daniel puso una mano alrededor de su
cintura, la otra tomando la suya, extendida a un lado. Una nueva pieza
musical comenzó a sonar.
Layla no había tenido oportunidad de ver a la orquesta, pues quedaba
oculta por una de las paredes del salón, sin embargo, la acústica era
maravillosa, la melodía envolvente, y los ojos de Daniel —fijos en los de
ella como si no hubiese nadie más en la habitación— fueron suficiente para
que se perdiera y entregara por completo al baile.
Danzaron de un lado a otro, olvidándose de todo y todos. Las personas
ya no existían, ni los murmullos ni las miradas envidiosas. No existían las
circunstancias, no había nada más que un chico y una chica, bailando un
vals con el corazón en la mano. Y tal como lo había prometido, Daniel no
permitió que ella tropezara. La guió con amabilidad, con cariño, sujetándola
con firmeza, transmitiéndole una confianza que cada vez más se apoderaba
de ella y la volvía suya.
Nada parecía ser capaz de cortar el hilo que unía sus miradas, y podría
jurar que no era la única que sentía la electricidad zumbando entre ambos,
cargando de iones la burbuja que los envolvía.
—Layla —susurró él, su voz cargada de emoción. Era un sentimiento
que la chica no supo identificar. El cosquilleo la recorrió de igual modo, y
su piel se erizó ahí donde su aliento golpeaba—, te…
El hechizo se rompió cuando el sonido de un cubierto golpeó una de las
delicadas copas de cristal. La música de la orquesta disminuyó, y Layla casi
pudo escuchar la ilusión caer al suelo hecha pedazos cuando Daniel y ella
—junto con todas las demás parejas que bailaban en la pista— se
detuvieron y observaron a Richard solicitar la atención de la audiencia.
—Estoy seguro de que todos aquí saben ya cuál es el motivo por el que
nos reunimos hoy a celebrar —murmullos de asentimiento y emoción
recorrieron la multitud. Layla se volteó hacia Daniel, incómoda, cuando
todas las miradas cayeron sobre ellos—. Me gustaría proponer un brindis —
Richard levantó su copa. Su sonrisa hipócrita brillando como una mentira al
hablar— por el compromiso de mi hijo, Daniel, con la señorita Grace.
Layla sintió la mano de Daniel apretar la suya con fuerza. Se aferró a
ese contacto como si fuese su salvavidas en medio de un océano plagado de
tiburones. Tiburones hambrientos, que esperaban para devorarla apenas
cometiese el más mínimo error.
A su alrededor, las copas de champán comenzaron a pasarse entre los
invitados.
—No puedo esperar al momento en que nuestras familias sean una. —
La mirada que Richard lanzó a Lucía, y el brillo en los ojos de ella… Le
heló la sangre. Estrujó la mano de Daniel, forzándose a no bajar la vista
para ver si sus nudillos se habían puesto blancos. Sonríe, sigue sonriendo,
se dijo—. Que su amor trascienda esta vida; que sea tan eterno como lo es
profundo. ¡Salud!
Todos los asistentes corearon, alzando sus copas y bebiendo felices. Se
oyeron risas y murmullos, personas susurrando sus felicitaciones y buenos
deseos para la pareja. El discurso sonaba muy lindo, en teoría, pero en la
práctica cada palabra se había clavado como una daga lanzada directo al
corazón de Layla. Quizás era ella la que estaba siendo paranoica, e
imaginaba segundas intenciones donde no las había. Sí, tenía que ser eso…
A veces, cuando la incertidumbre se apoderaba de su mente, Layla
buscaba a su madre, esperando encontrar en ella alguna respuesta, algún
indicio de que se había percatado de algo que su hija no.
Lucía permanecía en el mismo lugar donde se había parado durante el
baile, sonriendo y conversando de manera amigable con algunos de los
invitados. Todo en su postura denotaba afabilidad: sus hombros relajados,
sus manos gráciles, que sostenían una copa burbujeante, su sonrisa
luminosa… Todo, menos los ojos.
Lanzaba vistazos en su dirección mientras hablaba, como si supiera que
Layla estaba al pendiente. Cada una de esas miradas furtivas le decía algo
distinto. «Sonríe». «Párate derecha». «Ríe». «Baila». Se imaginaba todo eso
con tal claridad como si se lo estuviese gritando a través del salón.
Y a pesar de esto, le era imposible encontrar palabras para el hielo que
se apoderaba del azul de sus ojos cuando su vista se desviaba. Estaba
observando a…
—Daniel.
Richard estaba junto a ellos. Absorta en sus pensamientos, tratando de
descifrar sus palabras, Layla ni siquiera lo vio acercarse.
—Padre —lo saludó él, cortante.
Casi sin darse cuenta, Daniel entrelazó el brazo de Layla con el suyo, en
un gesto protector. Richard, por supuesto, se percató, y su atención recayó
en la muchacha.
—Un esfuerzo notable —asintió, examinando a Layla desde la cabeza a
los pies. Ella se contuvo de gruñirle.
—No me vestí para obtener su aprobación… señor —agregó, tratando
de remediar de alguna forma su pequeño arrebato.
Ese hombre, así como su madre, sostenían las riendas de su vida en
aquel momento, y no quería darles más poder o razones para arruinarla.
Lo peor fue que Richard sonrió.
—No, imagino que no —murmuró. Se acercó a ellos, asegurándose de
que nadie más pudiese oír lo siguiente que iba a decir—. Has puesto un
buen acto. Los dos lo han hecho, bailando y riendo… Pero recuerden que la
boda todavía no se lleva a cabo, y ahora que el compromiso es oficial, si
todo llegara a cancelarse por alguno de sus berrinches, no será Daniel quien
resulte perjudicado.
—¿Cómo? —musitó ella, pasmada.
—Si alguno de los dos hace algo, lo que sea, para arruinar este trato, me
aseguraré de que tu reputación quede en la ruina, señorita Grace.
—¿A q-qué… se refiere?
Odió el maldito temblor de su voz, la debilidad implícita en su tono… y
odió, más que cualquier otra cosa, la mirada de satisfacción del hombre que
tenía delante.
—Tengo mucha influencia en este pueblo olvidado, harías bien en
tenerlo presente. Compórtate, mantente callada y sonriente, y me aseguraré
de que salgas de aquí con un esposo y un buen nombre, en lugar de una
reputación manchada. ¿Me he explicado bien?
Sus opciones eran claras: no alegar, no discutir, no seguir peleando por
una elección que ni él ni su madre les darían. Actuar como una pareja
enamorada, deseosa de casarse, y todo saldría bien. Se convertiría en Layla
Raven, esposa de Daniel y señora de una buena familia. Tendría a un
hombre decente y amable a su lado, una casa preciosa, dinero… Todo lo
que podría desear.
Todo, menos la opción de elegir. De que Daniel eligiera también. Debía
renunciar a eso, porque si no la arruinarían. Eso le había quedado claro, y su
reputación en la aldea ya era frágil. Había rumores de magia, sí, pero al
menos nadie había cuestionado nunca su virtud o su decencia. Y eso parecía
ser incluso más importante.
Resignada, con una piedra en la garganta, Layla se forzó a asentir. Antes
de que pudiese pronunciar palabra, Daniel se adelantó:
—Estoy seguro de que tus términos son claros, padre, tanto para mí
como para la señorita Grace. —Hacía meses que él no la llamaba de esa
forma. Le dio la impresión de que, de ese modo, Daniel estaba levantando
un muro invisible entre su padre y ella—. Hace mucho tiempo que hemos
dejado de ser una familia como tal, pero, como tú bien resaltas, ahora Layla
será mi esposa. Y ella será mi familia. Así que, de aquí en más, te
recomiendo que tengas cuidado en cómo le hablas a mi prometida.
—Daniel —advirtió él.
Su hijo lo cortó.
—No. Si no quieres un escándalo, no vengas a nosotros a propiciar uno.
Y, por favor, dejemos de fingir que ambos estamos aquí por otra cosa que
no sea mero egoísmo. ¿Qué es lo que obtienes tú con todo esto? No estoy
seguro, pero yo no puedo esperar el día en que te marches de esta vida y yo
obtenga mi parte del trato, habiendo ganado también a una mujer
maravillosa en el proceso.
El corazón de Layla dio una voltereta cuando Daniel le sonrió, con tanta
seguridad en sus palabras, en su compromiso con ella, como veneno
dirigido hacia su padre.
Aunque Richard procuró no perder la sonrisa, consciente de la gente
alrededor, su tono fue tan frío y cortante como una aguja de hielo:
—Como desees.
Daniel le dedicó una última mirada antes de arrastrar a Layla hacia el
otro lado del salón, alejándola de su padre y de sus malditas y
desagradables palabras.
—¿Qué…? ¿Qué fue eso? —le susurró Layla, mientras caminaban.
Daniel estrechó su mano, infundiéndole confianza. Quizás, porque
notaba el temblor de su cuerpo.
—Me parece que era tiempo de dejar ciertas cosas claras —se encogió
de hombros, como si no acabase de decirle a su padre que no le molestaría
que muriese. Tal vez, eso debió haberle hecho sonar algunas alarmas, mas
no fue así—. Lo que dije es verdad. Tú serás mi familia, y yo la tuya. Y
deberíamos actuar como tal.
Lo cierto era que, para Daniel, Richard había muerto años atrás. Jamás fue
un verdadero padre para él, y eso no hizo más que volverse oficial cuando,
tres días después del baile, Richard Raven amaneció muerto en su cama,
asesinado por la misma enfermedad que tiempo atrás lo había aquejado.
15
«ACEPTO»
1863
—Soy un desastre —se lamentó Amanda más tarde, cuando estaban solas
en la habitación de Lianne.
Hacía una hora terminaron la sesión de entrenamiento, ya que el frío era
paralizante y Amanda no parecía estar progresando. Cada vez que sus
llamas se extinguían sin ningún control, su frustración aumentaba, de modo
que decidieron dejarlo por lo sano. Entraron a la casa y Amanda fue directo
a darse una ducha, mientras Lianne preparaba chocolate caliente para
mitigar el frío.
Se instalaron en su habitación, sentadas en el suelo frente al ventanal,
contemplando el manto de nieve que cubría los prados y se perdía en el
horizonte. El chocolate caliente estaba entre sus manos, sus dedos
enrojecidos aferrándose a la taza mientras miraba a Amanda con
preocupación. La chica apoyaba la espalda en el costado de la cama,
mirando el techo como si esperara que este le brindara las respuestas a su
vida.
—No eres un desastre.
—Lo dices para no herir mis sentimientos —se quejó su amiga.
—No, lo digo porque llevas dos días siendo Incandescente y solo una
hora de práctica. ¿Sabes cuánto me tomó a mi controlarlo? Tres meses.
—¿Eso es lo que me espera?
—Tal vez. Puede ser más, puede ser menos; no deberías compararte
conmigo, ni con nadie, Amanda. Ve a tu tiempo, ¿quién te apura?
—No sé… Es que, Lía —dijo, viéndola al fin. Lianne supo por qué
rehuía su mirada: sus ojos, con una mezcla de verde y gris, estaban aguados
por las lágrimas que no quería dejar caer. Estaba siendo valiente, y no era
por sí misma, sino por su amiga—. Tengo miedo de que pase algo, de herir
a alguien con esta magia que no entiendo…
—Shh, Amanda...
Lianne se arrastró por el suelo hasta alcanzar a su amiga y abrazarla con
todas sus fuerzas. Odiaba sentirse así impotente, odiaba que alguien tan
bueno como Amanda, quien no había hecho más que quererla y apoyarla,
estuviera sufriendo debido a que su amistad la había puesto en peligro.
—¿Te ha pasado algo así alguna vez?
—No —admitió Lianne—. Nunca perdí el control, pero imagino que la
experiencia de todos será diferente. No podría asegurarte que nunca va a
suceder… Lo que sí te aseguro es que no voy a dejarte sola, no hasta que
aprendas. Estaré ahí para ti y, si pasa algo, estaré ahí para controlarlo. Nada
malo va a ocurrir, te lo prometo.
—Lía… No llores.
¿Eso hacía? Lianne frunció el ceño y se llevó una mano a la mejilla:
estaba húmeda. Oh, qué tonta. No quería llorar, ella no era la que importaba
en ese momento, ¿por qué demonios estaba llorando?
—Lo siento —susurró.
Amanda sonrió y la abrazó de vuelta, apoyando la cabeza en el hombro
de Lianne. Juntas lloraron, sin apartar la mirada del horizonte, hasta que el
chocolate se enfrió y no salió más vapor de las tazas. A pesar de eso, Lianne
se lo bebió por completo, esperando que eso ayudara a aliviar el nudo en su
garganta.
Con el paso de los minutos, sus piernas empezaron a acalambrarse.
Lianne cambió de posición un par de veces sin decir nada. Amanda
tampoco habló, solo dejó que Lianne se moviera, para luego acomodarse
nuevamente en su hombro, suspirar y retomar el silencio.
Después de un rato, sin saber cuánto tiempo había pasado, Amanda
soltó un sonoro suspiro, se enderezó y se limpió las lágrimas de la cara. Sus
ojos estaban enrojecidos, al igual que la punta de su nariz y su boca. Lianne
pensó que eso hacía que sus ojos se vieran aún más grandes y verdes,
aunque decidió guardar ese pensamiento para sí misma.
Se quedó mirando a Amanda mientras ella se arreglaba el cabello,
apartándolo detrás de sus orejas.
—Ya tuve suficiente —anunció.
—¿De llorar?
—Ajá —asintió, restregando sus ojos con las mangas de su camiseta—.
Creo que lo necesitaba. Ya estoy mejor.
—¿Sí?
—Ahora que saqué toda la frustración de mi cuerpo, quiero decirte algo.
—Todo el mundo quiere «decirme algo» estos días.
Amanda sonrió.
—Será que eres muy receptiva —rio—. Creo que todo esto es… bueno.
Lianne no estaba segura de a qué se refería con «todo».
—Que… ¿Qué?
—Esta nueva parte de mí, la Incandescencia… No creo que sea malo,
¿sabes? —Amanda se sentó de nuevo junto a ella y apoyó también la
espalda en la base de la cama, estirando las piernas—. ¿Crees que las cosas
suceden por una razón? Porque yo pienso que sí, y quizás esto me pasó a mí
por un motivo. Tal vez tenía que ser de esta forma.
—¿En serio piensas eso?
Lianne nunca lo vio de ese modo.
—Me gusta hacerlo, sí. Es nuevo, raro e imposible. Nada de esto
debería estar ocurriendo, y aquí estamos. Me intriga y, a una gran parte de
mí, también le emociona. Llevará tiempo aprender. Tres meses, ¿no? De
veras espero que no sea más, porque no quiero causar ningún accidente.
—No lo harás —repitió Lianne.
—¿Conoces esa sensación luego de llorar, en donde ya no parece que el
motivo por el que llorabas era tan terrible? —Lianne la conocía—. Dejando
el miedo y la frustración de lado, no creo que sea malo. Y cuando lo
controle, será mejor.
Lianne la observó en silencio, sin poder procesar lo que estaba
escuchando. ¿De verdad se sentía así? ¿Lo veía de esa forma? Era… Bueno.
—No sé qué decir —susurró—. He estado tan preocupada por cómo lo
estás afrontando, y que me digas esto…
—Siempre quise ser parte de algo más grande que yo, Lía. Sentirme
segura, sentir que tengo un propósito y que no estoy solo aquí, esperando
por algo. Y ahora… Sé que no tengo esto dentro de mí desde hace tanto,
pero lo siento. Lo siento con cada respiración. Es tan natural como el latido
del corazón, ¿no?
—Lo es —murmuró Lianne; ella también lo sentía.
—Hay algo lleno de vida dentro de mí. Es como dijo Thomas: una
energía salvaje y poderosa, y me hace sentir que soy indestructible, que
puedo usarla para mi beneficio.
Lianne sonrió.
—Puedes hacer lo que quieras, Amanda. Puedes lograr lo que sea que te
propongas.
18
N OV EC I E NT O S N OV E NTA Y N U E V E
PEDAZOS
2018
Sus ojos se aguaron como si solo ese gesto hubiese puesto el parche en
todas sus heridas.
—Es… Es hermoso, Daniel. Muchísimas gracias. Me encanta.
Daniel hizo a un lado su cabello azabache con una gentileza
devastadora, y el óvalo de plata se acomodó en su pecho, justo sobre su
corazón. No pudo menos que admirar el brillo del metal sobre la palidez de
su piel.
Era delicado, hermoso y perfecto. El peso del collar se sentía… Bien.
Reconfortante.
Daniel apretó su hombro con cariño y le sonrió a través del espejo,
inclinándose para besar su cuello, subiendo por él hasta el lóbulo de su
oreja. Luego los besos siguieron, y la rutina que ya habían establecido las
últimas semanas siguió su curso.
21
E L T R AT O
1863
Mi querida Eva:
Eva estaba hermosa con el vestido de color verde agua; tenía razón en que
esos tonos fueron hechos para ella.
A Layla le recordaba al que usó para su boda. Solo por el color, porque
todo lo demás era distinto. Era de mangas cortas y abultadas, con girasoles
bordados en el corsé que hacían juego con el cabello dorado de su amiga.
Parecía una princesa.
Layla se apegaba a los celestes, aunque de vez en cuando disfrutaba
variar hacia colores lilas o rosas. Siempre admiró cómo el cabello de Eva y
su piel ligeramente bronceada hacían que todo se viera bien en ella.
Amarillos, rojos… Se vería despampanante en un vestido rojo. Ella, en
cambio, sentía que se vería por completo opacada por su atuendo si se ponía
algo así.
—¿A qué te refieres? —Layla se contuvo de sacudir la cabeza cuando la
voz de su amiga la trajo a la realidad—. Digo… No puedo ni imaginarme el
gran cambio que esto ha sido para ti, pasar de vivir solo con tu madre en la
cabaña a esto —gesticuló de forma exagerada hacia su alrededor—. Pero,
¿no es lo que querías? ¿Acaso no lo vale a cambio de estar con Daniel?
—Esa es la cuestión. Es que no estoy con Daniel. Él nunca está en casa,
se pasa los días fuera y yo me siento tan sola. Sí, por supuesto que es
distinto a cómo era mi vida antes de casarme. En casa éramos mi madre y
yo, y estaba bien con eso. Me sentía… en control; hacía las cosas del hogar
y eso me gustaba, era una buena forma de ocupar mis días.
—¿Y ahora?
—Ni siquiera escojo a qué hora levantarme. Vienen por mi todas las
mañanas, me asean, me visten… Soy como una muñeca que no puede
cuidarse por sí sola. No estoy a cargo de nada, no en realidad. —Antes de
que Eva pudiese decir nada, ella agregó—: Y estoy tan agradecida, tan
agradecida con Astrid… Ni te imaginas cuánto. Sin ella, estaría perdida en
esta casa.
Layla miró a su amiga, afligida, sin conseguir encontrar las palabras
para su pesar. Lo intentó una vez más, suspirando para ordenar sus
pensamientos:
—Todo lo que solía hacer ahora está fuera de los límites, pues es mal
visto que alguien de mi… de mi nuevo estatus haga lo que era mi rutina.
Así que, en lugar de hacer las comidas, la limpieza o las compras, me siento
aquí todos los días, leo, tomo el té y Astrid me hace compañía. Eso es todo.
¿No crees que… carece de propósito?
Los ojos de Eva brillaron. Con la voz llena de pena, musitó:
—Somos mujeres. —Casi se lamentó—. Creo que… No se supone que
debamos tener un propósito.
—¿Entonces solo… dejo que mi vida se me escape?
—Oh, Layla —lloró Eva, extendiendo su mano hacia la de ella para
consolarla—. No sé qué decirte, esto está fuera de todas mis experiencias.
—Lo sé, lo sé. Solo me alegro de que estés aquí, de poder hablar
contigo.
—Quizás solo necesites más tiempo —sugirió.
—¿Está mal querer más que esto? Quiero decir… Sé que soy muy
afortunada, que muchas mujeres sueñan con esta vida, pero yo solo quería
amor, quería el amor de Daniel, y parece ser lo único que no puedo tener.
—Creí que las cosas habían mejorado entre ustedes antes de la boda,
que habían conversado y que…
—También yo. Tenía esperanzas, y fue en vano. No soy… —No sabía
cómo decirlo, o quizás la realidad era demasiado dura de aceptar—. No soy
una esposa, Eva. Soy un trofeo que exhibir.
Eva no dijo nada. ¿Qué podía decir que aliviara el dolor de su mejor
amiga? Se había quedado sin palabras y, en cualquier caso, no creía que
hubiese palabras adecuadas. La abrazó; la estrechó entre sus brazos con
fuerza y urgió:
—Habla con él, Layla. Habla con él y dile todo esto tal como me lo
estás diciendo a mí, porque no soporto la idea de que lleves una vida de
tristeza, encerrada en un castillo.
Una lágrima rodó por la mejilla de Layla, quien asintió contra el cabello
de Eva, enterrando más en él su rostro y su pesar.
—Lo haré esta noche, lo prometo.
M eses antes…
—Creo que estoy embarazada —le soltó a su mejor amiga esa misma tarde,
cuando la visitó a la hora del té.
—¿Cómo?
Layla enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Pues… Tú sabes, me imagino…
La cara de Evanne se tornó rojo intenso.
—¡No era eso lo que estaba preguntando! —Ambas soltaron una risilla
llena de vergüenza. Con las circunstancias que a ambas les había tocado
vivir, era muy fácil olvidar que no tenían más que diecisiete años—. Quiero
decir… ¿Estás segura?
—Eso creo, Eva.
—¡Es maravilloso, Layla! ¿No estás contenta?
Layla sintió pesar y culpa en su corazón. Debería estarlo, ¿no? Tal vez
juzgarse a sí misma por eso era ser demasiado dura consigo, después de
todo, era muy reciente y aún no ponía en orden sus pensamientos y
emociones.
—No sé, estoy… Confundida.
Eva frunció el ceño.
—¿Lo sabe Daniel?
—No, no se lo he dicho todavía. Pensaba que podría ser mejor esperar
otro mes, para confirmar.
La rubia meneó la cabeza, considerando las opciones.
—Sí, creo que sería bueno, solo por si acaso.
—¿En serio?
Hasta ese momento, Layla sentía dudas de cada cosa que se le pasaba
por la cabeza, así que sentirse validada por una vez le hizo soltar el aire de
golpe.
—Sí. No estoy muy segura de cómo funcionan estas cosas, pero he
escuchado que hay muchas posibilidades de perder al bebé los primeros
meses.
Layla palideció con las palabras.
—¿Q-qué?
Había querido esperar para tener una confirmación certera; jamás se le
pasó por la cabeza que pudiera perder…
Oh, Dios, pensó por millonésima vez en lo que iba del día.
No quería perderlo.
Eva debió haberse dado cuenta de que el peso del mundo cayó de pronto
sobre sus hombros, porque se acomodó en la silla para acercarse a ella y le
apretó la mano con fuerza.
—Estará todo bien, ya verás —la consoló su amiga.
—Y Daniel… ¿Crees que se lo tomará bien? —susurró, a lo que Evanne
hizo una mueca.
—¿Por qué no lo haría?
—Pues, ya que no hemos tenido la mejor de las relaciones, pensaba
que… Oh, soy un desastre —se lamentó—. Lo siento, estoy desbordada.
—No tienes por qué sentirlo. Soy tu amiga, estoy aquí para ti.
Layla sonrió, agradecida.
—Gracias, Eva —suspiró—. Entonces haré eso: esperaré y, en un mes
más…
—Le dirás.
¿Cómo comenzaba a prepararse siquiera para ello?
Tenía un mes para hacerlo.
Los días pasaron y la certeza de su embarazo eliminaba un poco más su
incertidumbre con cada día que pasaba y seguía sin haber sangre en las
sábanas. En su mente, ya no quedaban dudas: desde ya, era madre, y tenía
que decirle a Daniel que iba a ser padre también.
Todas las mañanas se frotaba el estómago, como esperando alguna señal
de su hija o hijo, del bebé que llegaría al mundo en unos meses gracias a
ella. Solo de pensarlo le daban escalofríos. ¿Dolería mucho? Esperaba que
no.
Cuando se cumplió el plazo que se había impuesto a sí misma, y otro
mes había transcurrido, supo que era hora de hablar con su esposo. Su
sorpresa fue enorme cuando, en la fecha que había decidido, se despertó y
encontró a Daniel sentado en la cama junto a ella. Estaba vestido, pero
todavía despeinado por haberse levantado hacía poco.
—¿Daniel? ¿Qué haces aquí? —quiso saber ella, sorprendida de verlo
en ese momento—. No importa, de hecho, me alegra que no te hayas ido,
porque así no tengo que esperar hasta la noche. Hay algo de lo que me
gustaría conversar contigo.
Daniel arqueó las cejas, interesado.
—Ah, ¿sí? ¿Está todo bien?
—Sí —se apresuró a responder ella, incorporándose en la cama. El aire
frío la golpeó con fuerza cuando se apoyó sobre los almohadones,
traspasando su fina camisa. Antes de que pudiera decir nada, Daniel le
tendió una de las mantas para que se cubriera los hombros—. Gracias —
dijo, sonriendo a pesar de los nervios.
Incluso cuando un cosquilleo de anticipación le recorría el cuerpo, se
sentía tranquila, mucho más de lo que se había sentido durante todo el mes.
Tal vez, ahora que era el momento de la verdad, la ansiedad por fin había
desaparecido, aceptando los hechos.
—¿De qué quieres hablar?
—Creo que… No, no creo —se corrigió—. Yo… Estoy embarazada,
Daniel.
Muchas emociones pasaron por su rostro en menos de un segundo:
sorpresa, reconocimiento, felicidad, paz, deseo.
Una sonrisilla tiró de sus labios, victoriosa y tranquila.
—Lo sabía.
Layla parpadeó.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Tal vez pienses que no me preocupo de ti, pero sí lo hago, Layla. Me
di cuenta cuando tu ciclo no llegó, siempre me he fijado en esas cosas. No
dije nada, porque no estaba seguro, pensé que tal vez me había equivocado
al hacer la cuenta, así que esperé y…
—Tenías razón.
Ella también sonrió cuando el nudo en su pecho al fin, al fin, se deshizo.
—¿Cómo te sientes?
—Oh, no lo sé. La verdad, he estado tan preocupada pensando en cómo
te ibas a sentir tú, que no tengo idea de cómo me siento yo.
—¿Y eso? —Layla solo se encogió de hombros. No sabía cómo
explicarlo—. Layla… Quiero decirte que lo siento. Lo siento por todo. Sé
que ni siquiera hemos hablado de ello en todo este tiempo, y no es que no
haya querido, es que no sé cómo afrontarlo. Te escucho llorar por las
noches. —El corazón de la chica se estrujó dentro de su pecho, más aún
cuando él le tomó la mano con ternura y la acunó entre las suyas—. Veo tu
mirada de decepción, el dolor en tus ojos cada vez que estamos juntos… Y
me odio a mí mismo por no poder darte más, por no ser el hombre que tú
esperabas, el héroe sobre el que lees en tus libros… No soy un héroe, Layla.
Jamás lo he sido. Tengo demasiado resentimiento, cargo con demasiado
odio hacia un pasado que ya no importa, mas no puedo sacarlo de mí. Pero
esto —los señaló a ambos—, esto es todo lo que tengo, y me hace feliz…
Más que feliz… saber que voy a ser padre. Lamento muchísimo si no te di
la confianza para decírmelo antes.
26
CRIANZA
1864 – 1866
—¡H an pasado dos años, Layla! —gritó Daniel, fuera de sí. Layla
jamás lo había visto de ese modo, ni siquiera años atrás,
cuando ambos se enteraron de que su matrimonio había sido arreglado—.
¡Dos malditos años y nada! Y tú…
Layla, quien no solía perder la compostura, lo cortó ahí mismo, antes de
que pudiese terminar la frase.
—¿Yo? ¡¿Yo, qué?! —Daniel se limitó a observarla, y si bien no lo dijo
en voz alta, sus ojos lo gritaban lo suficientemente fuerte—. ¿Cómo es que
esto es culpa mía?
No entendía por qué demonios estaban teniendo esta conversación otra
vez. Llevaban dos años con la maldita charla y Layla estaba harta. A ella no
le interesaba, era de lo más ridículo seguir discutiéndolo, pero para Daniel
era otra cosa, como si alguien lo hubiese estafado al momento de casarse. Y
en el fondo esa era la cuestión, porque si bien para Layla era un alivio que
Xander no tuviera poderes, para Daniel parecía ser la prueba de que el trato
que hizo para casarse con ella solo se cumplió por su lado.
Si Xander no tenía poderes, podría llevar la vida de un niño normal.
Viviría sin sentirse un extraño dentro de su propia sociedad, como ella
siempre se sintió. Nunca conocería el miedo que Layla vivió cuando era una
adolescente, ni cargaría con la culpa si perdía el control y llegaba a lastimar
a alguien… Era una bendición, y no sabía cómo más hacérselo ver a Daniel.
El tema era una espina que se había clavado en su pecho cuando Xander
cumplió catorce años, y que luego, a los quince, no hizo más que retorcerse
dentro, pues si bien Layla agradecía aliviada su falta de magia del fuego,
para Daniel fue como si desconociera a su propio hijo. De modo que
Xander no fue un extraño en su sociedad, sino que comenzó a serlo dentro
de su familia.
Su esposo la miró con… No, Layla no quería pensarlo. Tenía que estar
equivocada, exagerando las cosas.
—Si hubieses usado tus poderes de la forma correcta en lugar de
ocultarlos, nuestro hijo habría aprendido a hacer lo mismo. ¡Has concebido
un niño inútil, Layla!
Y la espina solo se clavaba más profundo, crecía y se fragmentaba
dentro de su corazón. Hacía años, cuando se enteraron del compromiso, la
respuesta de él le permitió vislumbrar un poco de sus verdaderos colores,
pero al parecer Layla se había negado a aceptarlos.
Ignoró el insulto hacia su persona y gritó con rabia:
—¡¿Niño inútil?! ¡Es nuestro hijo! Tenemos dos hijos preciosos,
Daniel…
—Tal vez tú lo ves de esa forma porque así eres tú: romántica, ingenua.
Desde donde yo lo veo, solo estoy contando a un hijo.
—¡No puedes estar hablando en serio!
Layla no cabía en sí de toda la mezcla de emociones que le llegaron
como el golpe de una ola furiosa. ¿Era en serio? ¿Esa iba a ser la dinámica
desde ahí en adelante?
—Oliver cumplió catorce años hace dos días, y hoy ya ha mostrado un
poder inimaginable. Pudo controlarlo a la perfección, como si hubiese
estado esperando durante toda su vida el momento de mostrar algo que ya
dominaba. Con práctica, será invencible, podrá hacer todo lo que quiera…
Que otros lo hagan, incluso.
Dejó de mirarla al hablar, sin embargo, el brillo que Lucía Grace vio
alguna vez en sus ojos, estaba ahí más imperdible y evidente que nunca.
—No te reconozco, Daniel —dijo en un susurro ahogado, retrocediendo
varios pasos dentro de su propia habitación. Odiaba eso, ser siempre la que
retrocedía, mas esta vez no era por ceder, sino por alejarse. Era muy, muy
distinto—. ¿Es que esto es todo lo que te importa? ¡Es un niño, Daniel! ¡Y
es tu hijo! —recalcó. No sabía si podría repetirlo otra vez sin desmoronarse
—. Solo tiene dieciséis años. No, no ha mostrado poderes. No, no es muy
probable que lo haga, pero ¡yo no necesito que los tenga para quererlo,
maldita sea! ¡¿Qué demonios te sucede?!
Daniel casi sonrió, quizás porque reconoció en ese segundo que no
había más que hablar, que jamás estarían de acuerdo y que ella nunca vería
las cosas igual que él. Y eso para Layla fue la gota que colmó el vaso,
porque las espinas en su pecho no aguantaron y explotaron, destruyéndolo
todo a su paso. Se preguntó a sí misma qué era lo que estaría mal con ella
para seguir amando a alguien que pensaba de esa forma.
Con los años, ese amor pasó a ser un grillete y cadenas tan apretadas
que la herían, le hacían daño y no le permitían moverse. Ya no era libre,
nunca lo sería mientras siguiera atrapada por sus propios sentimientos.
—No tienes ambición, Layla. Ese siempre ha sido tu único defecto.
—Puedes decirlo de esa forma si te da un poco de paz —espetó ella—;
si quieres creer que esto es falta de anhelos, piensa lo que te plazca, pero tú
y yo sabemos muy bien que esto solo se trata de ti, de lo que tú no eres y de
lo que jamás serás.
No le dio el tiempo de decir nada más, porque no quería escucharlo. No
tenía en sí la fuerza para seguir discutiendo con él. Dolía en cada fibra de su
ser, en cada pedazo de su corazón sangrante. Dolía porque era su esposo y
lo amaba. Dolía porque jamás pensó que la clase de persona que diría esas
cosas se ocultaría dentro del hombre bueno y de sonrisa amable con quien
se casó; porque era el padre de su hijo, quien debía amarlo más que nadie, y
ahí estaba, hablando pestes sobre él por algo que no podía controlar.
Y dolía porque, cuando Xander nació, Layla se prometió a sí misma que
no dejaría que nadie jamás le hiciera daño, y ahí estaba él, con la mirada
vacía, fracturada y distante cuando Layla salió de la habitación.
Los ojos de Xander siempre tuvieron algo en ellos que hacía parecer
que su mente estaba a mil kilómetros de ahí, en otro mundo, quizás. Sin
embargo, Layla jamás lo había visto tan ido como esa noche: era como si
ese no fuera su hijo, sino alguien a quien le habían robado toda empatía,
todo amor, toda sonrisa.
Su hijo era un niño, y lo que escuchó esa noche lo hizo convertirse en
adulto.
Layla abrió la boca antes de saber qué demonios iba a decir para
arreglar la situación. Nada de lo que dijese iba a mejorarlo y, al final, ni
siquiera tuvo que hacer el esfuerzo, porque sin más que una mirada hostil,
Xander se dio media vuelta y bajó las escaleras hasta desaparecer, y lo
único que Layla escuchó fue un portazo.
No fue tras él. Fue tonta, pensó que lo mejor era que pudiese tomar aire,
despejarse y, cuando volviera, hablarían.
Fue ingenua, no pensó que nada pudiese salir peor… Y, por supuesto,
eso fue lo que pasó.
En el bar, Xander pidió un whisky tras otro, con algunas cervezas entre
medio. Tal vez haya incluido alguna copa de vino en algún momento; si fue
así, ya no lo recordaba. Estaba tan ebrio, que se olvidó hasta de qué lo había
llevado ahí.
Tenía algo que ver con su padre, eso de seguro, porque él era la causa de
todos los dolores de cabeza de Xander desde que tenía siete años. Tal
parecía que habían cosas que nunca cambiaban.
Entendía la preferencia de su padre por Oliver. En serio que lo hacía. Si
él fuese padre de ambos, probablemente también elegiría a su hermano
antes que a sí mismo. Oliver se encargó de eso con cada dócil, sumiso y
estúpido «sí, padre» o «tienes tanta razón, padre». Y aunque Xander jamás
se atrevería a contradecirlo, al menos tenía claro en su interior que nunca
estaría de acuerdo con su progenitor, ni verían la vida con el mismo lente.
Oliver lo idolatraba. Xander solo quería evitarse problemas. Esa era la
gran diferencia entre ambos.
Por muchos años creyó que esa animadversión hacia su persona se debía
solo a eso, a no ser el primogénito lame suelas que Daniel Raven esperaba,
sin embargo, cuando sus trece años se estaban desvaneciendo y su
cumpleaños número catorce era inminente, su abuela, Lucía, le dio un
regalo como ningún otro:
«Tú madre nunca te ha contado, ¿verdad? No, por supuesto que no lo ha
hecho —se respondió a sí misma, sin darle tiempo a Xander de abrir la boca
—. Voy a darte un regalo, Xander, porque tu madre jamás lo hará».
«Pero mi cumpleaños no es sino hasta la próxima semana», replicó él,
inseguro.
«Esto es algo que tienes que tener antes, cariño».
«¿Lo tendrá también Oliver?», quiso saber.
«En su momento. —Lucía asintió—. Es importante, Xander».
Aunque un tanto dudoso, Xander asintió. Su abuela no tenía la
costumbre de bromear, mucho menos de decir las cosas sin razón, por lo
que estaba seguro de la importancia del asunto, incluso si no entendía de
qué hablaban.
Curioso, preguntó:
«¿Cuál es el regalo?».
«La verdad».
«¿Cómo?». No comprendió sus palabras.
Lucía se acercó a él, dejando que su larga trenza del color de la noche se
deslizara sobre su hombro. Xander era consciente de las actitudes de su
madre alrededor de su abuela: cautelosa, como si estuviese construyendo un
muro en su interior para protegerse de ella, y jamás lo entendió, porque todo
en Lucía era sencillo, agradable y cariñoso cuando estaban ellos dos.
Al hablar, le tomó ambas manos a su nieto:
«La verdad sobre nosotros, sobre lo que somos y sobre lo que tú serás».
Así fue cómo se enteró. Lucía le habló con tanta seguridad esa noche…
Le contó acerca de dioses antiguos, del fénix y su magia. Le mostró sus
poderes, haciendo caer chispas desde el techo como una lluvia de estrellas
amarillas dentro de su vieja cabaña.
Le habló con tanta seguridad sobre el resurgimiento de los
Incandescentes y todo lo que él lograría, que a Xander jamás se le ocurrió
que podría haber sido en vano. No sopesó la posibilidad de que la magia lo
hubiese saltado, porque su abuela tampoco lo hizo y Xander confiaba en
ella más que en nadie.
Pero su cumpleaños llegó y se fue, y los días, semanas, meses y años le
pasaron la cuenta, esperando el minuto en que sintiera el fuego dentro de él.
«Tranquilo», repetía su abuela cada vez que él lo mencionaba. «Ya llegará
y, si no, no importa, mi niño».
Layla terminó por enterarse de que Xander sabía de la Incandescencia, y
fue un verdadero caos. Estaba furiosa; con Lucía por revelárselo a su hijo y
con él por ocultarlo. Xander no se dejó intimidar por la ira de su madre, que
resultaba ser tan efímera como inofensiva. Sin embargo, no pudo evitar
espetarle en la cara lo hipócrita que era: estaban hablando de su vida, de
algo que lo afectaba en todos los sentidos: tenía todo el derecho de saberlo
y no podía culparlo por guardar el secreto cuando ella había hecho lo
mismo.
Esa fue la primera sonrisa —y una de las últimas— que su padre le
dedicó. En ese momento, Xander supo que algo en sus palabras había sido
acertado, mas no comprendía qué.
Ahora lo entendía, y era una jodida mierda lo que entendía.
Ah, sí: por eso había ido a emborracharse.
—¡Otro! —pidió.
Xander llevaba semanas trabajando en la única panadería decente de la
aldea, un pequeño negocio familiar que pasó de padre a hija luego de la
muerte de éste hacía unos años. La mujer tenía más trabajo de lo que podía
abarcar, especialmente cuando llegaban pedidos grandes, por lo que Xander
ayudaba, ganaba algunas monedas y evitaba tener que pasar más tiempo a la
sombra de su hermano.
Si no se equivocaba, la dueña había sido amiga de su madre. Ya no
hablaban.
Se gastó en una noche el salario de tres semanas… tal vez un poco más.
No le importaba; después de lo que escuchó, estaba ansioso por hacer horas
extra para recuperar lo perdido. Tampoco pensaba que en casa lo echarían
de menos, después de todo, su padre solo contaba un hijo.
—¡Otro! —volvió a llamar. ¿Por qué demonios se demoraban tanto?—.
¡Ot…!
—Ya es suficiente, Xander.
El mismísimo demonio podría aparecer para llevárselo al infierno en ese
instante, y no se le habría detenido el corazón como le pasó al ver a su
padre de pie a su lado en el bar.
—Padre. —No lo dijo como si temiera su reacción, ni siquiera como si
le importara. El alcohol le dio la valentía para hablarle de esa forma; de otro
modo, jamás lo hubiera hecho—. ¿Qué te trae por aquí? No hubiese
pensado que te dignarías a juntarte con gentuza como nosotros.
Daniel solo sonrió y eso, en sí, fue mil veces peor.
—Tu madre está preocupada. Ya sabes cómo es de aprensiva; se altera
por todo, incluso por cosas que no valen la pena.
Xander rio por lo bajo.
—Tal parece que tú haces lo mismo.
«No vales la pena», le había dicho. Enterró las palabras tan pronto
salieron de la boca de su padre. Ni siquiera tuvo oportunidad de procesarlas.
Daniel se tomó su tiempo para responder, y su silencio le dijo más a
Xander que cualquier palabra: le dio a entender que esa conversación en
realidad no le interesaba, y que Xander no era lo suficientemente
importante como para no hacerlo esperar, pues prefería examinar con ojos
despectivos la pocilga en la que estaban, pasando los dedos por la encimera
para revisar qué tanto polvo tenía acumulado.
Detestaba eso con todo su ser. Odiaba la mirada que ponía cuando
pensaba que todo y todos estaban por debajo de él, como si fuera un dios
que debía ser alabado. Xander no quería ser así.
Tuvo que morderse la lengua para no decir algo de lo que se arrepentiría
después. Para su alivio, el cantinero apareció al fin con su ansiada jarra de
cerveza. Si su padre no tenía intenciones de hablar con él, entonces Xander
tampoco la tenía de escucharlo.
Se llevó la jarra a la boca, esperando que el líquido frío y refrescante
hiciera algo por calmar la furia que bullía dentro de su pecho…
¡Crash!
No atinó a nada, salvo a llevarse la mano al labio ensangrentado y
adolorido que le quedó cuando su padre arrancó la jarra de sus dedos de un
manotazo y la mandó a volar, todavía llena.
El impacto del metal en su boca le partió el labio contra los dientes. La
cerveza se derramó sobre su cuerpo justo antes de que el maldito objeto
escapara de sus dedos y cayera al suelo con un repiqueteo que, y fue lo
único que se escuchó, pues todo el bar se sumió en el silencio.
—Se acabó la fiesta, niño.
Xander solo pudo mirarlo, estupefacto. Dios, qué cara más idiota debía
tener en ese momento, porque no terminaba de asimilar si le dolía más el
labio o el hecho de que su padre lo acaba de golpear por primera vez.
—No hay nada que ver aquí —espetó Daniel a toda la audiencia que se
había quedado mirándolos
Todas las cabezas se voltearon, mas los oídos permanecieron atentos al
espectáculo que ambos estaban brindando. Xander se limpió la boca y se
tragó la sangre que se había estado acumulando. Cuando vio sus dedos
teñidos de rojo, al fin consiguió reaccionar.
—A mí me parece que hay mucho que ver —escupió de vuelta—. ¿O es
que no quieres que todo el mundo se entere de cómo eres en realidad?
—Xander —advirtió, pero él estaba harto.
Llevaba muchos años guardándose el sentimiento de no ser suficiente.
Lo suficientemente bueno, lo suficientemente hábil y, ahora, lo
suficientemente poderoso.
—Siempre me has tratado como si no existiera. O peor, ¡como si no
fuera más que alguien del servicio! Me ignoras, no me tomas en cuenta.
—Te he dado todo lo que has podido querer, mocoso ingrato —replicó
Daniel, entre dientes.
—¿Y qué mierda sabes tú de lo que yo quiero? ¡No me conoces, nunca
te has esforzado por hacerlo! Siempre es mi hermano, siempre Oliver. Así
que, ¿qué demonios te importa lo que haga yo?
—Estás avergonzándonos a todos. —Daniel hablaba como si no quisiera
ser escuchado, apretando la mandíbula con cada palabra llena de veneno
que salía de su boca. Miró alrededor una vez más; nadie los veía. Si él lo
decía, Xander estaba seguro de que todos olvidarían lo que pasó ahí.
Después de todo, Daniel Raven era la persona más rica y con más prestigio
de toda la puta aldea, y él… solo era uno de sus hijos—. ¿Te preguntas por
qué te considero una desgracia para esta familia? ¡Mírate, imbécil! ¡Eres un
desastre!
Le dio un empujón con ambas manos. Xander, que no se lo esperaba, se
tambaleó hacia atrás hasta chocar con las sillas de la mesa más cercana. Le
hubiera gustado decir que era culpa de su mal equilibrio, pero en el fondo
sabía que era el resentimiento y la fuerza con que lo habían empujado.
—¿Yo soy un desastre? —rio. O se esforzó para que así sonara, porque
un horrible nudo se le estaba formando en la garganta—. Mírate, padre. Tú
eres el que está en un bar, golpeando a su hijo. Quiebras toda buena
impresión existente de ti, ¿no? Y todo porque me desprecias, admítelo.
—¿Quieres que lo admita? ¿Qué, exactamente? —Jugaba con él, lo
retaba, acercándose lo justo para que nadie más escuchara sus palabras—.
¿Que eres una decepción? Lo eres, Xander. ¿Que no te comparas a tu
hermano? Seguro que ya lo sabes. Tenía grandes esperanzas para ti. Cuando
naciste, creí que serías grandioso… Ahora me apena tener que llamarte
«hijo» —escupió al fin.
—Ahí está. —Contuvo las ganas de llorar, de gritar o de golpear algo—.
Tú no querías una familia, querías poder. ¿Y sabes? Me hace feliz no
dártelo.
Daniel sonrió y asintió despacio, como sopesando sus palabras.
Entonces, cuando pensó que se marcharía y lo dejaría solo al fin, llegó el
segundo golpe.
El puñetazo le dio vuelta la cara, y sintió un crac resonar dentro de su
cráneo. Su nariz, de seguro.
Y terminó por romperlo. Ya no daba más. Saberlo era una cosa;
escucharlo y sentir su desprecio a golpes era otra..
—Vete a casa, niño. Vete ahora, mierda.
Xander no sabía cuál era el «o sino…» implícito en sus palabras. No se
atrevió a contradecirlo, a desobedecer o a replicar. Hizo lo que le ordenaron,
y esa noche fue la primera de muchas en que se perdería en el bosque de
camino a casa, donde gritó y golpeó los troncos de los árboles hasta que los
nudillos le sangraron. Y no sabía si eran lágrimas de impotencia, de pena o
de odio lo que le caía por los ojos, pero las detestaba. Y cada vez que
pensaba en lo que su padre estaría diciendo en la taberna, la historia que
estaría contando, gritaba más alto.
Su madre no le dijo nada cuando la encontró al volver a casa.
Lucía se mudó de la aldea poco después de que sus nietos nacieran. Era una
decisión práctica, porque para ella era difícil mantener por sí sola la casa
donde solía vivir con su hija, con el huerto y los cultivos.
Al menos, eso fue lo que les dijo, porque de haber querido, era muy
capaz de hacer lo que fuera que se propusiera. En realidad, solo deseaba
alejarse del inútil de su yerno, quien iba añadiendo un poco más a la
creciente pila de odio que Lucía estaba acumulando hacia su persona con
cada año que pasaba.
Distanciarse de su hija fue una ventaja añadida; era bueno que Layla
aprendiera que no estaría siempre dispuesta y disponible para socorrerla
cuando la necesitara. No le vendría mal aprender a valorar un poco más
todo lo que su madre hizo por ella.
A Lucía le gustaba su soledad, y la distancia jamás fue un impedimento
para poder seguir viendo a su nieto cada vez que deseaba. Con los años,
Xander encontró en su casa un verdadero hogar, a diferencia del territorio
hostil que compartía con su familia.
Xander se convirtió en la desgracia y vergüenza de su padre, pues
pronto fue evidente que Oliver poseía gran poder, quizás incluso más que su
madre, mientras que él solo tenía una gran agilidad, fuerza y rapidez que no
contaban de nada. Su abuela le decía que esos también eran poderes del
fénix, que la magia no lo había saltado, y si bien Xander le creía, no lo
ayudaba demasiado.
A Daniel no le importaba. A él solo le interesaba el fuego, las llamas
llenas de vida, energía y peligro que su hermano convocaba. Xander
pensaba que en ese peligro implícito del fuego estaba la clave, porque el
miedo significaba sumisión, control, y si algo le gustaba a Daniel, era el
control.
Nadie en la aldea entendía muy bien por qué Daniel dejaba de lado a su
primogénito y, aun así, en la calle lo miraban con lástima y pena, como si
las personas tuvieran que compadecerse del pobre idiota que jamás lograría
nada en la vida.
Día a día Xander se preguntaba qué pasó en el bar luego de que él lo
abandonara; estaba seguro de que ahí encontraría respuesta a aquellas
miradas. Había transcurrido un año ya de ese suceso y Xander no había
vuelto a beber cerveza desde entonces, porque su aroma le recordaba al de
la sangre y los golpes.
Esa noche, mientras caminaba de camino a casa, se enteró al fin de qué
fue lo que dijo su padre para explicar sus arrebatos y su violencia, gracias a
dos borrachos que no reconoció.
—¡Oye, tú! —le gritó uno, tambaleándose hacia ambos lados y
llevándose a su amigo con él—. ¿No eres tú el chiquillo de Raven? ¿Ese
que nació enfermo?
—¿Perdona? —Xander se quedó pasmado.
—¡Sí, es él! —dijo el otro hombro, sonriendo como imbécil—. No te
ves enfermo.
Deteniéndose en seco, los encaró.
—Te aseguro que estoy en perfecta salud —replicó.
—Sí, sí. Fue hace tiempo, Jeffry. Ya sanó.
El tal Jeffry respondió en un susurro:
—La mente no sana así, quizás siga loquito —lo miró de reojo, y
Xander no pudo más.
—No estoy loco ni enfermo, ¿de dónde mierda sacaste eso?
El que no era Jeffry respondió, con una sonrisa asquerosa y burlona que
Xander quiso borrar de un puñetazo:
—Nos lo contó tu papi.
De modo que eso fue.
Llegó a casa hecho una furia. Por lo general, siempre se esperaba algún
comentario cruel a su llegada, algo sobre que nunca sería más que un
ayudante de cocina, que era indigno de llevar su apellido o que al menos no
estaba limpiando establos. Esa noche, Xander estaba preparado para
enfrentarse a ello.
Abrió la puerta de golpe, azotándola contra la pared con un estruendo
que resonó por toda la calle. Xander alcanzó a ver la reacción de su madre,
sentada en uno de los sillones junto al fuego con un libro en el regazo. Ella
dejó de leer y pegó un salto, justo antes de girarse para ver a su hijo.
Xander no le prestó atención, pues sus ojos estaban fijos en Daniel,
impasible al final del salón con un vaso de licor entre las manos.
—Así que tienes un hijo enfermo. Qué lindo, me alegro de al fin
enterarme de la forma en que me has estado presentando ante el mundo. De
seguro eso explica por qué todos creen que soy una paria.
—Buenas noches para ti también, hijo —replicó su padre, burlón.
—Lo serían si no tuviera que verte la cara —escupió él.
Layla se levantó, alarmada.
—¡Xander! ¿A qué se debe…?
—Pregúntale a él.
Si hubiera podido lanzar cuchillos con la mirada, habría empalado a su
padre en la pared contraria.
—Te ven como una paria, niño, porque tú nunca has hecho nada para
probar que no lo eres. Ni dentro de tu familia ni fuera de ella.
—Tú lo veas de esa forma porque no puedo hacer magia, ¿no? ¿Sabes
quién más no puede hacerlo? Tú.
La expresión de Daniel cambió. Se terminó de un trago el contenido de
su vaso, dejándolo de golpe sobre la mesita de apoyo. Xander, orgulloso de
sí mismo, no retrocedió ni un paso. Ya no le importaban los golpes, después
de todo, lo peor que podría pasar era que dolieran, ¿no? Eso era lo que
trataba de repetirse para evitar bajar la mirada como un cobarde.
—Quizás no —aceptó Daniel, con una expresión que ni Xander ni
Layla le habían visto jamás. Podría ser la luz tenue y sombría de las llamas,
sin embargo, en ese minuto a Xander le pareció que su padre no tenía alma
—, pero tengo algo que tú jamás tendrás.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es eso?
—Respeto.
—No, padre —negó Xander, sin dar su brazo a torcer por más que ahora
estaban frente a frente y su estómago se estaba retorciendo junto con sus
tripas—. Puede que tú no me respetes, pero desde hace años sé que tu
respeto no vale nada.
—Xander, no… —comenzó a decir Layla.
Su voz se perdió cuando Daniel se movió tan rápido que derribó la
estantería a su lado, para agarrar con fuerza a su hijo por el brazo. El ruido
ahogó el gritito de Xander; fue involuntario, un acto de reflejo que salió de
su ser cuando las uñas de su padre se le enterraron en la carne.
—Así que mi respeto no vale nada, ¿eh? ¿Qué eres tú al lado mío? —
habló con furia, con odio, resentimiento y rencor, y Xander no pudo evitar
preguntarse una y otra vez: ¿qué hice yo?, mientras era arrastrado con vicio
hacia el centro de la estancia—. No eres más que un mocoso sin talento, sin
aficiones ni prospectos. —Xander iba a replicar que, una vez más, él ni
siquiera lo conocía, mas no tuvo oportunidad—. Yo tengo tierras,
propiedades, un buen matrimonio y un hijo que llegará a la grandeza. ¡Tú
eres mi único defecto! Pero resolvamos esto de una vez por todas,
¡¿quieres?! A ver si no eres un completo fracaso después de todo.
Xander pensó que el brazo se le iba a despegar del hombro con la fuerza
que aplicó su padre para tirar de él. Y, de pronto, se encontró de rodillas
frente a la chimenea, con las llamas rozándole la cara.
—No —susurró.
—¡Daniel! —chilló su madre.
—Demuestra que eres más que un puto error.
Tenía los latidos del corazón en las sienes, y el maldito órgano en la
garganta. Durante un segundo, fue como si todo el mundo se detuviera,
como si transcurriera más lento. No había ruido, no había nadie más con él
en el salón; solo estaban las llamas ondulantes y calientes, jodidamente
calientes. Vio el naranjo, el amarillo, el blanco y uno que otro destello de
azul. Lanzaban reflejos en los azulejos que habían alrededor, y destellos
brillantes se proyectaban por toda la habitación.
Xander no podía dejar de pensar en lo hermoso que era, y se preguntó si
lo seguiría viendo de esa forma cuando su mano se hubiese achicharrado en
ese calor.
¿Dolería mucho? Mierda, no quería gritar, no deseaba darle esa
satisfacción.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Escuchó en el fondo de su mente, que su madre seguía chillando,
llamando a su padre, desesperada. Si estaba haciendo algo más que solo
lanzar gritos al viento, él nunca lo supo.
Observó las llamas, casi rogándoles que se enfriaran, que no le dejaran
un miembro inútil para el resto de la vida. Entonces, Daniel tiró otra vez de
su brazo hacia adelante y, sin tocar las llamas, empujó de él al fuego.
Xander ahogó un grito, jadeando, a punto de desmayarse. La sangre
corría como hielo por sus venas, y esperaba que eso fuera suficiente para…
—Ya lo ves —resopló Daniel, complacido consigo mismo. Xander lo
escuchó cuando el mundo volvió a recuperar sonido y color—. No eres tan
inútil después de todo.
Sin poder creer lo que estaba sucediendo, Xander movió la mano por
entre las llamas. No se quemó.
28
V E R D A D E S Q U E D U E LE N
2018
A manda estaba tan nerviosa que las manos le temblaban. Sabía que ya
no podía seguir posponiendo la conversación: Lucas merecía la
verdad, pero tenía tanto miedo... y gran parte de ese miedo era que sabía.
Amanda sabía que, si la situación fuese al revés, ella no se lo tomaría nada
bien. Todo lo que había ocurrido y lo que había ocultado... No podía culpar
a Lucas si se enfadaba.
Tal vez debió ser sincera desde el principio.
Fuera como fuera, ahí estaban Lucas y ella, sentados en su cama uno
frente al otro. Amanda trató de recordar cómo fue que Lianne comenzó la
conversación cuando se sinceró con ella y con Maya; no pudo. Su mente
estaba en blanco.
—¿Amanda? —Lucas sonrió, dudoso. No tenía idea de qué era lo que
ella quería decirle, y Amanda no quería ni pensar las cosas que podrían
estar pasando por su cabeza para hacer que su sonrisa se tambaleara de esa
forma—. Me estás asustando.
—Lo siento —comenzó disculpándose, aunque de inmediato se dijo a sí
misma que esa era la peor forma en que podría haber iniciado la
conversación—. Hay muchas cosas que no te he dicho, Lucas; cosas que
han pasado y te las he ocultado.
Eso sonaba todavía peor. La sonrisa se le borró del rostro.
—¿Qué?
—Quiero decírtelo todo.
—Esto no pinta nada bien, lo sabes, ¿verdad?
—N-No puedo decirte que no es malo, porque sí lo es. O lo fue, en
realidad… Pero te aseguro que, cualquier cosa que puedas estar pensando
en este momento, no es eso. —Trató de arreglar un poco la situación—.
Solo mantén la mente abierta, porque lo que te tengo que decir no es fácil
de creer, y necesito… necesito que me creas. ¿Puedes hacer eso?
Lucas asintió.
—Te creería lo que fuera, Amanda, aunque eso me haga un idiota —
suspiró, vencido.
Entonces Amanda habló.
Comenzó con lo más fácil, algo que él sabía y que no tendría por qué
cuestionarse: su amistad con Lía. Él estuvo ahí, lo vio; sabía lo unidas que
se habían vuelto en el tiempo que llevaban de conocerse, así que no pondría
en duda el hecho de que todas estuvieron dispuestas a arriesgarse por su
amiga.
Le recordó aquella conversación durante el primer día de clases, cuando
Lianne les contó sobre la muerte de su familia y que había sido adoptada
hacía poco. Luego, la historia se torcía, porque si bien Lucas sabía de la
muerte de los padres de la chica, ahí terminaban las verdades y comenzaban
las mentiras. U omisiones. «Omisiones» era mejor.
Le contó la verdad de Lianne, la realidad de cómo sucedieron los
acontecimientos y la razón por la que su familia fue asesinada. Le dijo todo
cuánto entendía sobre Xander y el odio que cargaba, y la forma en que
ayudaron a Lianne a buscarlo incansablemente, hasta que dieron con la
mansión…
Lucas palideció. Todo rastro de humor o ligereza había desaparecido de
su expresión, y ahora la veía con la mirada sombría y una mezcla de
emociones que Amanda no quiso descifrar hasta haber terminado, porque si
no, no tendría el valor para continuar.
Cuando le dijo sobre la Incandescencia, Lucas resopló.
—Es broma, ¿verdad?
Amanda sintió su estómago caer hasta el suelo. Trató de ponerse en su
lugar, porque al fin y al cabo, esa fue la misma reacción que ella y Maya
tuvieron, así que…
—No, no lo es. Esa magia existe, y Lía puede probártelo. Por eso vino,
está…
—Magia del fuego. Ya. ¿Se supone que me tengo que creer todo eso?
Sonaba molesto, muy molesto, y ni siquiera le había dicho la peor parte.
—Lucas…
—Mira, entiendo lo de Lianne, y no te culpo ni a ti ni a nadie por
ocultármelo. Es algo que ella decide si cuenta o no, y no soy quién para
presionarte por eso, pero ¿esto? ¿Para qué?
—Lucas —repitió Amanda, firme—. Es real, ¿sí? Es real. Lía puede
probártelo —volvió a decir. Titubeó un segundo antes de añadir—: Y yo
también.
—No sé de qué estás hablando.
—Verás… Cuando encontramos la casa, entramos. Pensamos que Lía
podría necesitar ayuda, no lo dudamos. No lo pensamos demasiado
tampoco, lo reconozco. Xander tenía un arma especial que puede matar a
alguien con solo tocarlo. Es magia también; así fue como mató al padre de
Lía. Él debió haber renacido, y no lo hizo.
—Por la magia del fénix, ¿no?
—Sí. La espada le impidió usar su magia para renacer y volver a la
vida. Tan solo bastaba un corte para matar a cualquier persona,
Incandescente o no, y yo… Digamos que me puse en su camino.
Lucas no dijo nada. Era difícil decir si su expresión había cambiado, si
se sentía más molesto, incrédulo, enojado o dolido que antes, porque
sencillamente no había nada.
No podía leer nada en su rostro.
El silencio era demasiado pesado, Amanda no lo soportaba. No solo era
un nudo de tripas y nervios en su interior, sino que sus manos temblaban
como una hoja al viento y sentía un profundo vacío extenderse en sus
entrañas.
—Yo… —trató de decir algo, lo que fuera, para eliminar la expresión
que Lucas tenía en el rostro—. La espada me cortó —carraspeó, forzándose
a retomar el hilo de la historia—. Y fue… horrible. Cada segundo, aunque
está muy borroso en mi memoria, recuerdo el dolor y sé que jamás en mi
vida he sentido algo parecido. Era una tortura hasta que se detuvo. Morí,
Lucas. Por unos segundos, mi corazón se detuvo.
—Amanda. —La voz de Lucas había cambiado por completo. Ya no era
firme ni incrédula, solo… Débil, frágil—. ¿Q-qué…? ¿Qué estás diciendo?
Su corazón se partió en pedazos al escucharlo. No sabía cómo decirlo de
otra forma, no podía suavizarlo, así que solo lo repitió:
—Morí, Lucas. Pero estoy aquí. Estoy aquí.
—¿Cómo?
—Lianne. Ella me curó con sus lágrimas. —Antes de que él replicara,
Amanda vomitó las palabras—. Es un poder extraño, antiguo y escaso…
Ella no sabía que lo tenía, pero lo tiene, me curó y me trajo de regreso.
Estoy aquí, eso es lo que importa.
—Amanda…
—Y no debería haber sucedido, pero algo extraño pasó con los
poderes…
—Amanda.
—La magia que estaba en la piedra, que se ha acumulado con los
Incandescentes que Xander ha matado…
—¡Amanda! —estalló Lucas, poniéndose de pie y pasando ambas
manos por su cabello, como si quisiera arrancarse los pensamientos del
cerebro—. Basta, ¿sí? Basta. Esto es… No tengo idea de qué estás diciendo,
no…
—¿No me crees? —susurró ella.
—No puedo, ¿vale? No puedo —repitió las palabras una y otra vez.
Amanda no sabía si estaba tratando de convencerse a sí mismo de que
no podía creerlo, o si solo estaba tratando de encajar las piezas dentro de su
cabeza, mas ella supo que lo había hecho todo mal. Mierda, lo había jodido.
Era demasiado, ¿cómo demonios podía esperar que alguien procesara todo
eso de golpe? Quizás debió haber empezado con menos, quizás…
—Lucas, lo siento. —Quiso llorar—. No era mi intención… Lo siento,
de verdad. No quería mentirte, es que…
—Es que, ¿qué? —Negó con la cabeza, soltando una risa cargada de
ironía. Se paseaba por la habitación de un lado a otro, sin detenerse, sin
mirarla—. No sé qué me moleta más de todo, que me hayas mentido, que
me hayas ocultado cosas… Algunas las entiendo, pero ¿esto? ¿Por qué te
inventarías todo esto? Y eso de que tú… moriste… —Casi se ahogó con la
palabra—. No juegues con eso, no tiene gracia.
—¡Claro que no la tiene! —chilló Amanda.
Se forzó a respirar, porque uno de los dos debía mantener la calma antes
de que la situación se fuese al carajo. Por un lado, Amanda quería gritarle la
verdad hasta que le creyera, quería demostrarle. Y, por el otro, se sentía
hecha pedazos viendo cómo lo estaba destrozando, pieza por pieza, con
cada palabra que decía.
Si le estuviese lanzando balas, probablemente dolería menos, porque
cada frase que salió de su boca se le clavó como una estaca directa al
corazón, y ahora no sabía cómo quitarlas sin que se desangrara por dentro.
Lucas quería gritar, llorar o golpear algo, No estaba seguro de cuál. Lo que
sí sabía, era que se sentía mareado. Tenía que salir.
—No tiene gracia —volvió a decir Amanda, respirando rápido—, pero
es la verdad.
—Por favor —resopló Lucas.
Estaba a punto de abrir la puerta y marcharse, cuando ella le gritó:
—¡Ahora soy como ella! ¿Si? Soy como ella, eso es lo que estoy
tratando de decirte, maldita sea. Y sí, sé que es increíble, pero si te das la
vuelta medio segundo…
—Si me doy la vuelta, ¿qué?
Él lo hizo y la observó con todo lo que estaba sintiendo. Se maldijo a sí
mismo, porque a pesar de todo, lo primero que seguía pensando al verla era
en lo hermosa que era.
Amanda dejó de mirarlo para cerrar los ojos y frunció el ceño. Él no
tenía idea de qué era lo que estaban esperando. Estaba por decírselo cuando
Amanda levantó las manos y las extendió delante de ella. De la nada, una
chispa apareció, saliendo del aire como si… No, no había analogía que
pudiese describirlo.
Flotaba en el espacio entre los dos, lanzando destellos anaranjados hacia
su piel, y Lucas no podía explicarse cómo demonios estaba sucediendo. Se
quedó sin aliento, más todavía cuando Amanda abrió los ojos y estos
brillaron con la luz del fuego que estaba conjurando.
La llama creció, extendiéndose hacia arriba. Parecía un fósforo recién
encendido, porque se tambaleó de un lado a otro, creció y luego disminuyó
otra vez.
—Sé —comenzó Amanda, alternando la mirada entre él y su fuego—
que debería ser imposible. Yo tampoco lo creía, y ahora entiendo…
Suspiró e hizo un gesto como de atrapar la llama con una de sus manos.
En lugar de quemarse y gritar ante el contacto, permaneció con la mirada
fija en él, mientras que el fuego desaparecía dentro de su palma.
Avanzó tres pasos, cerrando la distancia que los separaba, y la misma
mano con la que había consumido la llama, la llevó a la mejilla de Lucas.
—Necesito que me creas. Por favor.
Lucas no entendía un carajo. No fue capaz de decir palabra alguna, ni
tampoco de dejar de mirar el punto donde el fuego había estado hacía dos
segundos.
—Yo no… No te lo dije antes porque tenía mucho que procesar. No ha
sido fácil para mí tampoco, y tenía miedo de perder el control, de hacerte
daño, de que no me creyeras y que te alejaras de mí… Sé que fue un error, y
lo siento. —Cada palabra era como un susurro roto y ahogado, como si
luchara por salir de su alma, más que de sus labios. Amanda solo deseaba
dejar de herirlo con cada cosa que decía. Explicarlo solo lo estaba haciendo
peor, pero él tenía que saberlo todo—. ¿Recuerdas lo enferma que estuve?
¿Lo mal que me sentía y me veía? —Lucas asintió, mortificado—.
Pensamos que era gripe. No lo era. Cuando dejé salir mi poder, volví a
sentirme bien, volví a ser yo. Dianna me enseñó a controlarlo, y Lianne
estuvo ahí cada segundo. Ni ella ni Maya me dejaron sola y…
—¿Qué? —Era lo primero que Lucas le decía, y su voz le trasmitió
tanto resentimiento, que los ojos de ella se aguaron en un segundo—. ¿Mi
hermana lo sabe?
—Es mi mejor amiga, Lucas —susurró Amanda.
La expresión de Lucas se volvió fría y, sin pronunciar palabra alguna, se
dio la vuelta y abrió la puerta para abandonar la habitación, tan rápido que
Amanda no pudo detenerlo; lo único que consiguió hacer fue ir tras él, con
lágrimas rodando por su cara.
Había arruinado todo.
Lucas avanzó decidido por el pasillo y descendió las escaleras de dos en
dos. Abajo se escuchaban conversaciones amortiguadas, que se detuvieron
en seco cuando Lucas llegó al primer piso.
Amanda llegó tras él, y se quedó paralizada al ver las miradas de sus
amigos dirigidas hacia Lucas y, detrás de él, hacia ella.
El silencio les pesó, porque todos sabían… Todos sabían.
—Lucas… —susurró Maya, levantándose del sillón para avanzar hacia
él—. Veo que Amanda te contó todo. Sé que es difícil de creer y de
asimilar… —Fue a poner una mano en el brazo de su hermano, y el
retrocedió como si lo hubiese quemado.
Lucas retrocedió hasta que su espalda chocó contra el barandal de la
escalera; no despegó la vista de su hermana menor.
Todo en Maya se rompió. La expresión conciliadora que había intentado
adquirir se esfumó.
—Tú lo sabías —la acusó, susurrando, porque todavía no terminaba de
creerlo—. Lo sabías todo.
—Sí —aceptó Maya, con pena. Tratando de ordenar sus pensamientos,
alzó un poco más la vista para ver a Amanda. Quedaba parcialmente oculta
tras de Lucas, sin embargo, Maya podía ver que lloraba con el corazón
hecho trizas. Amanda y Lucas parecían las dos mitades de un vaso roto, y
no tenía idea de cómo empezar a juntar las piezas—. Lo sabía.
Ahora ella también quería llorar.
—¿Y tú? —Le habló a Jason, quien no alcanzó a decir algo antes de que
Lucas bufara—. ¿Para qué pregunto? Por supuesto que lo sabías, porque el
único imbécil aquí soy yo —terminó con amargura—. Todos ustedes han
decidido mentirme, y quiero saber por qué mierda ninguno pensó…
Ninguno creyó que…
No pudo continuar. Ahí estaba, al fin; había terminado de quebrarse.
Amanda, tras de él, puso una mano sobre su hombro. Él se sacudió,
porque ya no podía soportarlo. Se dio la vuelta para observarla.
—Dijiste… Dijiste que habías muerto. —Sintió que los ojos se le
llenaban de lágrimas que no quería botar. No quería sentirse todavía más
idiota y que todos ahí le siguieran viendo la cara de estúpido.
—Lo hice.
—¿Cuándo?
—Fue antes de navidad —contestó Lianne, cuando vio que Amanda no
era capaz de hablar—. Un día que Amanda y yo vinimos a pasar la noche y,
al día siguiente, ninguna fue a clases…
—El puto pescado —recordó Lucas. Lianne asintió—. Entonces la
noche anterior a esa excusa de mierda… ¿moriste?
La pregunta era para Amanda, pero Maya respondió:
—Sí. No estaba en condiciones de ir a clases…
—Y no dijiste nada.
Esa vez, nadie habló por ella, porque Lucas tenía que escucharlo de su
boca.
—No —aceptó, llorando—. No dije nada. No sabía cómo.
—No sabías cómo —repitió él—. Me parece la subestimación del año.
¡¿Qué se supone que hago con todo esto?! —estalló. Amanda no habló. El
nudo en su garganta ya era demasiado, y lo único que se sentía capaz de
hacer era llorar como una niña por el dolor que estaba causando—. Dímelo,
porque no sé la respuesta.
Lianne se adelantó un paso.
—Sé que tienes mil dudas…
—¿Tú crees?
—Solo pregunta.
—Amanda dijo que tú también puedes… —No sabía ni cómo terminar
esa frase.
—Controlar el fuego, sí.
Antes de que él lo pidiera, ella hizo un gesto con la mano y cientos de
chispas volaron delante de ella, como cuando alguien soplaba las brasas de
la chimenea. Eran más pequeñas, mucho más controladas que la llama de
Amanda, y era totalmente imposible.
—Así que todo es cierto. Todo.
—Nadie quiso herirte, Lucas. Nadie quiso ocultártelo, es… Es
complicado.
—No seas mentirosa.
—Lucas —advirtió Jason.
—Todos ustedes tomaron una decisión. No solo lo ocultaron o lo
omitieron, me mintieron. —Los señaló uno a uno, hasta llegar a Jason—. Y
tú… —resopló, lleno de un resentimiento que no quería sentir—. Afuera.
Ahora.
No lo esperó, sino que, hecho una furia, salió de la casa, azotando la
puerta tras él.
Jason compartió una mirada preocupada con Lianne. Quería decirle que
todo iba a estar bien, incluso si no tenía la certeza. Le apretó la mano, le dio
un rápido beso en el cabello y salió. Lo último que escuchó fue el llanto de
Amanda.
Fuera, la lluvia caía incesante y torrencial. Los empapó en un minuto,
pero Jason no iba a replicar ni quejarse por eso. Después de todo, mojarse
un poco era lo que menos importaba en ese momento.
Lucas avanzó por el jardín delantero sin esperarlo ni voltearse a verlo.
Jason le dio su espacio para calmarse y ordenar sus pensamientos, aunque
parte de él solo quería sacudirlo para que dejase de pasearse de un lado a
otro y le dijera al fin lo que estaba pasando por su cabeza.
No podía ni imaginar lo que Lucas estaba sintiendo. En ese sentido,
Jason lo tuvo mucho más fácil, ya que no tuvo que enterarse de tantas cosas
de golpe. Primero fue la magia, luego la mansión, lo de Amanda...
Maldición. Con todo, Jason se preocupó tanto por el hecho de que
Lucas creyera en lo que iban a decirle, en todo lo que tenía que ver con el
fénix y la Incandescencia, que pasó por alto…
—¿Qué mierda, Jason? —soltó Lucas al fin, cuando ya se hubo dado al
menos diez vueltas por el jardín.
Se volteó a mirarlo en un arrebato, como si su furia se hubiese estado
construyendo y acumulando con cada paso, hasta que no aguantó más.
Jason bajó los tres escalones de la entrada y buscó las palabras
adecuadas:
—Sé que es complicado e imposible, pero la magia…
—No —lo cortó Lucas—. No eso. —A Jason se le hizo un nudo en el
estómago al darse cuenta de que no estaba seguro de si eran lágrimas o
gotas de lluvia lo que corría por el rostro de Lucas—. Dentro de todo, eso lo
entiendo. Quiero que me expliques cómo es que supiste todo, todo el
tiempo… —La voz de Lucas fue subiendo—. Y quiero que me digas a la
cara por qué no me dijiste una palabra.
Él lo detuvo antes de que siguiera por ese camino.
—No es tan simple…
—¡Y un demonio que lo es! —gritó, exasperado—. ¡Eras mi mejor
amigo, maldita sea!
El resentimiento, el dolor, la acusación en su voz… Jason se quedó de
piedra, sin ser capaz de moverse o respirar.
—Lo sigo siendo —susurró.
—¿Lo eres? —acusó—. Porque desde donde yo lo veo, he estado para ti
cada segundo, Jason, cada maldito segundo, a una llamada de distancia cada
vez que me has necesitado, y jamás te he pedido nada, salvo tu amistad.
—¡Y la tienes!
—¡¿Acaso sabes lo que eso significa?! Es honestidad. Sinceridad,
lealtad y apoyo, y no sé en dónde mierda han quedado todos los años de
eso, porque en cinco meses se fueron por el drenaje.
—¡Cállate! —terminó por gritarle. No soportaba escucharlo y, con cada
palabra, un ácido odioso y corrosivo le subía por la garganta hasta terminar
quemando sus palabras y su calma—. ¡Cállate de una vez! He cumplido mi
parte, Lucas, y te habría dicho todo si hubiesen sido mis secretos, pero no lo
son. ¡¿Entiendes eso?! ¡No lo son!
—¡Guárdate tus malditos secretos, ¿vale?! Guárdale a Lía todos los
secretos que quieras; esto no es sobre eso.
—¡Entonces, ¿qué?!
—¡Me estás diciendo que ella murió! ¿Entiendes eso? Estuvo muerta.
Podría no haber vuelto jamás, y tú no dijiste nada. Sabías que yo… —Su
voz se rompió, y algo dentro de Jason también lo hizo.
No sabía que todavía le quedaban partes enteras por romperse. Tal
parecía que siempre conseguía encontrar nuevas, porque el corazón se le
hizo trizas cuando la voz de Lucas falló y todo en él casi colapsó.
Su amigo se forzó a recomponerse, y a Jason le dolió, porque eso
significaba que algo en su relación estaba fuera de lugar, algo había
cambiado y ahora él no se atrevía a ser vulnerable frente a él.
Y era su culpa. Era su maldita culpa por haberlo roto, por haber
despedazado la confianza entre ellos.
—Lucas…
—¡No! No quiero escuchar más. Porque tú supiste todo este tiempo lo
que significaba para mí. Lo viste, lo viviste conmigo. Sabías que la amaba,
sabías que estuve a punto de perderla, y no dijiste nada.
La acusación le atravesó el pecho como una bala y, aunque sabía que no
había excusa posible, lo intentó de todos modos.
—No es tan simple…
No supo qué fue lo que llegó primero, si fue el golpe o el grito de
Lucas.
Sintió el puñetazo estallar en su rostro, junto con una ola de dolor que se
esparció desde su mandíbula hasta su cerebro.
Se quedó aturdido, embobado, sin entender qué acababa de suceder o
por qué dolía tanto. No era la primera vez que él y Lucas peleaban; tampoco
era la primera vez que se golpeaban, pero esta vez era diferente. Era por
algo importante, grave. Las veces anteriores ni siquiera recordaba por qué;
quizás un desacuerdo de estrategia en un partido, lo más probable, o
cualquier otra tontería sin relevancia. Ahora era distinto. Sin embargo, eso
no impidió que la furia explotara en su interior como una bomba una vez
pasado el desconcierto.
Quizás era necesario, porque ambos tenían mucho que soltar.
No lo pensó dos veces cuando le devolvió el golpe directo al rostro, tal
como él había hecho. Parte de él se preguntaba: «¿Por qué demonios estoy
haciendo esto?», y la otra parte lo hacía de igual manera.
Lucas reaccionó de inmediato y lo siguiente que sintió fue un fuerte
tirón de su camiseta hacia adelante. Cayeron juntos, rodando por el suelo
empapado como dos idiotas que no saben controlar sus emociones. En el
fondo, eran eso: dos niños tontos jugando a pelear sin tener ninguna
intención de dañarse en realidad, esperando que, cuando todo terminara, el
mundo hubiese retomado su curso.
No tenía ni idea de a quién daría el siguiente puñetazo, cuando Lucas
gritó tan fuerte, que sus palabras se escucharon por encima del estruendo de
la lluvia y el pitido en sus oídos:
—¿Y qué si hubiera sido ella, Jason? ¡¿Eh?! ¡¿Qué si hubiera sido Lía y
te hubieras enterado meses después?! —Jason se quedó inmóvil, y Lucas,
que estaba arriba suyo listo para el siguiente golpe, se quitó de encima,
vencido, para caer a su lado—. ¡¿Me odiarías ahora?!
Decir que no lo haría un hipócrita, y decir que sí lo haría un mentiroso.
No tenía idea, esa era la verdad. Lo pensó, y las palabras le dieron un golpe
de realidad aún más fuerte que los puños.
—¿Eso es lo que sientes? —le preguntó, mientras volvía a incorporarse,
limpiándose con la manga la sangre que le caía de la nariz—. ¿Me odias?
Lucas lo miró sin decir nada por tanto tiempo, que Jason temió haberlo
perdido para siempre.
Luego de un rato, suspiró, sentándose también.
—No.
—¿Y entonces? —El labio le dolía terriblemente.
—Odio que lo único que hacen todos ustedes es dar excusas, tratar de
explicarse, en lugar de solo…. Disculparse. —Tenía razón. Mierda, si la
tenía—. Y me duele más de ti que de nadie, Jason. Eres mi mejor amigo.
—Lo sé —admitió al fin—. Tienes razón, y lo siento, Lucas.
De golpe, Lucas soltó todo el aire que sus pulmones podían contener y
agachó la cabeza, como si ya no soportara su propio peso. Jason vio el
movimiento de sus hombros mientras lloraba.
—¿Qué se supone que haga ahora? —murmuraba una y otra vez. Al
final, encontró la fuerza para mirar a Jason y preguntárselo directamente—.
¿Qué hago ahora?
Jason le puso una mano en el hombro.
—Sacas todo lo que tengas que sacar, y luego vas y hablas con ella.
—No sé si…
—Sí, sí puedes —lo cortó Jason—. Puedes y lo harás. No lo dejes estar,
no solucionará nada y no te hará sentir mejor.
—Ya, no me regañes. —Sin poder evitarlo, Jason sonrió. Y pareció ser
contagioso, porque una minúscula sonrisa también apareció en el rostro de
Lucas.
—Va a estar todo bien, te lo prometo. Nada como esto va a suceder de
nuevo.
Lucas suspiró, restregándose los ojos.
—Más vale.
Se miraron durante un segundo sin decir nada, hasta que, por alguna
razón que incluso ellos desconocían, una risa desenfrenada comenzó a
abrirse paso entre ambos. Resonó como un trueno dentro de sus pechos,
saliendo de sus gargantas sin control ni sentido. Y ambos se preguntaron
por qué demonios se estaban riendo. ¿Era porque no sabían qué más hacer o
por la estupidez que habían cometido hace apenas dos minutos,
golpeándose como energúmenos?
A Jason le empezó a doler el estómago de tanto reír, pero no podía
parar. Se contagiaba de Lucas y viceversa. Así no iban a llegar a ninguna
parte
La puerta de la casa de los Russell se abrió de repente, y Lianne se
asomó por ella con Maya detrás. Ambas se quedaron plantadas ahí,
observando a los dos chicos sentados en el suelo bajo la lluvia, riendo,
empapados y llenos de barro y… ¿sangre? ¿Por qué estaban llenos de
sangre?
Lianne no podía asociar la imagen de una pelea con la de ellos dos
riendo como niños en el suelo. Sin entender nada, lanzó al aire:
—¿Qué… acaba de pasar?
29
LI D I A N D O C O N L O I M P R E V I S T O,
S EG U N D A PA R T E
2018
—Detesto el colegio —se quejó Maya a Will esa tarde, mientras caminaban
hacia su casa.
Will tenía planes para salir con Jason y Lucas después de que ambos
salieran de entrenamiento. Irían a casa mientras, y quizás hasta podían pasar
por una malteada en el camino, si es que Maya lograba convencerlo; no
creía que fuera a ser una tarea difícil.
—Lo sé. Lo dices todo el tiempo.
—Es que en serio lo detesto.
—A nadie le gusta, Maya.
—Lo sé. —Claro que lo sabía—. Pero es que me cuesta taaantooo
mantener la concentración durante todo el día. Y levantarme temprano,
¡agh! Siempre tengo sueño.
Will frunció el ceño.
—Quizás, si te durmieras temprano en vez de quedarte viendo películas
hasta las dos de la madrugada todas las noches, no sería tan terrible.
—¡Oye! —Ella lo golpeó en el brazo—. No es tan simple, ¿sabes? Ya
tengo que pasar toda mi mañana y media tarde en clases; luego, la otra
mitad de la tarde se va entre llegar a casa, comer, hacer la tarea y preparar
todo para el día siguiente. Así que, si tengo que quedarme despierta hasta
las dos de la mañana para tener algo de tiempo para mí misma, claro que lo
haré.
Nadie iba a convencerla de lo contrario: ya podría dormir el fin de
semana.
Will se carcajeó, aunque Maya veía en sus ojos que le daba la razón.
Ese era uno de los motivos por los que le agradaba tanto: siempre conseguía
entender su punto de vista. Él murmuró:
—Eres imposible.
—Gracias —dijo ella, con una sonrisita de suficiencia—. Cuéntame
algo tú, entonces.
—Resulta que sí tengo novedades, para variar.
Maya resopló.
—Lo dices como si tu vida fuera aburridísima. —Al ver la expresión de
Will, una mezcla de pesar y resignación, la sonrisa desapareció de su rostro
y de su voz—. ¿Es así como te sientes?
—Vamos —se forzó a reír, en lugar de responder—; de seguro no soy el
único adolescente promedio que ha sentido alguna vez que a su vida le falta
un propósito.
Maya no pudo negarlo.
—Tienes mucho tiempo para encontrarlo, Will.
—Seguí tu consejo. Me apunté a clases de guitarra y esta semana tuve
mis primeras lecciones.
—¡¿En serio?! —chilló ella, emocionada—. ¿Y? ¿Qué tal estuvieron?
—Bien. Más que bien, de hecho. Estoy en el nivel intermedio, porque
como he tomado el electivo de música, algo sé. Voy dos veces a la semana,
pero quizás quiera ir a tres; la hora pasa muy rápido, y la verdad es que me
divierto mucho.
—Ay, Will, ¡me alegro demasiado! ¿Cuándo podrás tocar una canción
para mí?
—Pronto —prometió el chico—. Aún no he aprendido ninguna
completa. Voy a preparar algo para mostrarte.
—¡Más te vale!
—Y eso no es lo único.
—Ah, ¿no?
La sonrisa enigmática de él le decía poco; aun así, su corazón saltó de
felicidad cuando él dijo:
—Hay una chica en la clase…
Ni siquiera lo dejó terminar.
—¡Oh-por-Dios! ¡Me muero! —chilló—. ¿Cómo se llama? ¿Te gusta?
—¡Maya! —Le hizo un gesto para que bajara la voz.
—¡No hay nadie aquí para escucharnos!
—Me estás rompiendo los tímpanos. —Maya no supo si reírse a
carcajadas o rodar los ojos. Al final, hizo lo último y no dijo más, esperando
a que su amigo continuara—. No sé cómo se llama. No hemos hablado
demasiado, en realidad, solo compartimos algunas partituras, pero…
—¿Pero…?
—Es muy linda —admitió, sonrojándose hasta que su rostro fue del
color de su cabello—. Y toca muy bien.
Maya chilló de nuevo. No iba a decir nada hasta que Will lo hiciera
primero, pero ¡qué ganas tenía de contárselo a sus amigas!
30
DULCE Y AMARGO
2018
Amanda caminaba de la mano de Lucas por los pasillos del colegio, con
destino a la cafetería. Fuera, el sol brillaba entrando a raudales por las
ventanas, dando con su calor un ambiente de primavera.
Los demás estudiantes iban de un lado a otro, charlando y llenando los
pasillos con un murmullo indistinguible, tan alto que casi interfería con los
pensamientos de Amanda. No parecía afectar el hilo de pensamiento de
Lucas, quien caminaba en silencio con el ceño fruncido, como si estuviera
viendo algo que no terminaba de comprender.
—¿Está todo bien? —quiso saber ella.
Quizás el problema no radicaba en que su mente se viera opacada por el
bullicio de los demás alumnos: se dio cuenta de que, en realidad, lo único
que ocupaba su cabeza era un desfile de los alimentos que le gustaría
ingerir.
Lucas pareció espabilar al fin.
—Claro, ¿por qué lo dices?
—Pues, porque se te nota la arruga del entrecejo.
—¿Ah?
—Sí —ratificó Amanda, llevando una mano al lugar señalado. Trató de
alisarlo con los dedos, hasta que él relajó su expresión—. Aquí. ¿En qué
pensabas?
—Te vas a reír de mí.
Solo eso ya la hizo soltar una risita por lo bajo.
—Te prometo que no.
—Solo… intento ver cómo encaja la magia en todo esto —dijo, bajando
la voz—. ¿No se te hace raro? Seguir con tu vida como si nada hubiera
cambiado, cuando ahora sabes que hay todo un mundo que el resto
desconoce.
Eso, en realidad, no era algo que le hiciera gracia. Lo consideró un
momento.
—Creo que al principio sí —confesó—, pero ahora me doy cuenta de
que esto es algo más… interno.
—¿Cómo así?
—Tiene que ver conmigo, no con el resto. Nada más ha cambiado, soy
solo yo.
Él no dijo nada, aunque sonrió como si lo comprendiera todo. Amanda
esperaba que lo hiciera.
El hacha descendió una vez más, con fuerza y precisión. El corte fue
limpio: el tronco se abrió y cada pedazo cayó al suelo con un sonoro golpe.
A Xander le gustaba la metodología de cortar leña. Era sencilla, y podía
liberar toda su frustración en aquellos trozos de madera, además de ganar
un par de monedas ayudando a personas que no podían hacer el trabajo por
sí mismas.
En general, ayudaba a hombres mayores, viudas y madres que no
podían o no tenían tiempo para encargarse de ello, y le pagaban por cortar
la leña que juntaban para el invierno. No necesitaba el dinero de forma
urgente, sin embargo, tenía la sensación de que pronto lo haría: no estaba
seguro de cuánto tiempo más tendría una cama y un plato de comida a los
que regresar. En el fondo de su mente, sentía que su lugar en la mansión —
aunque menospreciado y tortuoso— peligraba cada vez más.
Por otro lado, pasar el día fuera de su casa no era un mal agregado al
trabajo. De hecho, le gustaba.
Todo dentro de Xander se convirtió en ácido, una sustancia negra y fría
extendiéndose por sus venas. La presencia de Oliver era una sorpresa
desagradable, especialmente si comenzaba el día escuchando sus malditos
comentarios. Estaba harto de ellos.
El trozo de madera se partió y Xander apartó el hacha, limpiándose con
la manga el sudor de la frente. Tuvo que reunir coraje para ver a su hermano
a los ojos: Oliver lo observaba con desprecio y burla en el rostro. Odiaba
ser hermano de alguien que se creía mejor que él, mejor que todos.
Pensó en el niño que podría haber sido sin la maldita influencia de
Daniel, un joven tierno y gentil, de mirada azul traviesa y cabello dorado
revuelto. Pensó en ese chico del que habló con su abuela hacía unas
semanas, aquel que lo apoyaba y lo quería, y se dio cuenta de que esa
persona jamás existió.
—No tienes idea de lo que es caer bajo, Oliver.
Tomó otro pedazo de madera y lo puso en posición. No iba a darle a
Oliver la satisfacción de caer en sus juegos.
—Por favor —resopló él—. ¿Por qué te denigras más? No es necesario
que hagas esto, haces parecer que somos una familia de pordioseros.
Xander apretó los dientes y cortó el trozo de leña.
—Se llama trabajo.
—Xander, si no te conociera mejor, diría que lo haces a propósito.
—¿El qué?
—Ser la decepción que eres.
La furia se apoderó de él de una manera salvaje, consumiéndolo por un
breve segundo en el que consideró golpear a Oliver con el mismo tronco
que había estado cortando. Lanzó el hacha al suelo y se acercó a él.
No iba a golpearlo, o al menos, intentó convencerse de eso, porque
ganas no le faltaban. Llevaba años soportando su mierda, años, y lo peor
era que, en el fondo, todavía trataba de defenderlo. ¿Qué tan estúpido lo
hacía eso?
—Claro, comparado contigo, ¿quién no lo sería?
El sarcasmo en su tono era evidente, pero Oliver prefería obviarlo para
regodearse en sus palabras. Sonrió.
No era más que un mocoso de dieciséis años al que habían mimado y
malcriado desde que era un bebé, en eso Lucía tenía un punto. Era un niño
que pretendía ser adulto, sin saber pensar como tal; alguien que se había
creído el papel de rey que le otorgaron al nacer.
—Sí, supongo que tienes razón.
Ahí estaban de nuevo las ganas de clavarle el puño en la mandíbula. Se
controló respirando profundo, recordándose a sí mismo que ese de ahí era
su hermano, su hermano menor.
El problema era que ya no estaba seguro de si ese vínculo aliviaba o
empeoraba su dolor y su furia.
—Oliver —le dijo con firmeza, luchando por recomponerse, por no
dejar que la ira se llevara lo mejor de sí—; no tienes por qué ser como él,
¿lo sabes, verdad? No te conviertas en su copia cuando puedes ser diferente,
mejor —pidió, casi rogando—. Tener un gran poder no te convierte en una
gran persona, pero podrías serlo, si quisieras.
Por un segundo, por tan solo un segundo, Xander creyó que había
llegado a él. ¿Sería posible? ¿Sería esta la vez en que realmente lo
escuchara? Sin embargo, todas sus ilusiones se partieron como los troncos
que estaba cortando.
—¿Acaso te estás escuchando? ¡Madura ya, Xander! La forma en la que
hablas, las cosas que dices… —Resopló, señalándolo con burla—. Te
conformas con esta existencia mediocre porque es lo único a lo que puedes
aspirar. Alguien como tú no va a llegar más lejos, y lo pruebas cada
segundo que pasas cortando leña como un campesino ordinario, en lugar de
cultivar el maravilloso don que tenemos. ¡Eres tú el que no se da cuenta,
hermano!
—Para alguien que cree saber mucho, no tienes idea de nada, ¡¿a que
sí?! ¡¿O es que no sabías que nuestro padre, a quien tanto idolatras, hacía
esto mismo para ganarse la vida?! —La cara de Oliver se desfiguró. Con
urgencia, miró a su alrededor, como si no soportase la idea de que alguien
escuchara las palabras que estaban gritando. Y Xander sintió que al fin un
peso de sus hombros se levantaba al escupírselas en la cara—. ¡A esto se
dedicaba cuando su padre lo desheredó, porque no tenía nada! He soportado
tu mierda mucho tiempo; la tuya y la de él, ¡¿y qué es lo que te hace mejor
que yo, eh?! Podrás tener mucho poder, Oliver, pero te quedas corto en todo
lo demás.
Sintió el puño estrellarse en su cara.
La furia explotó en su interior, la sangre llenó su boca, y Xander se
tambaleó unos pasos hacia atrás. Sus piernas temblaban; no sabía si de rabia
o dolor, mas no iba a darle a su hermano la satisfacción de ver lo mucho que
lo destruía.
Oliver pareció dar por terminada la batalla. Hizo una mueca, a medio
camino entre una sonrisa y un gesto de desagrado. Se dio la vuelta para
marcharse, observando todo a su alrededor como si le diera asco rodearse
de cosas tan mundanas.
Xander solo lo miró alejarse, escupiendo sangre.
C uando Daniel y Oliver llegaron a casa, media hora más tarde, Layla
ya se había obligado a recomponerse. Todavía sentía las palabras de
su primer hijo clavadas como dagas al cuerpo: le había fallado en todos los
aspectos posibles.
Se encontraba sentada en el salón, en su silla habitual, esperando a su
esposo y a su hijo menor. Ambos entraron a la casa riendo, y Layla no pudo
evitar notar que Daniel nunca se reía junto a Xander, ni siquiera cuando este
era un niño. El hombre que había mirado a su primogénito con amor… Ese
hombre ya no existía. Algo se había apagado en él, y jamás volvió a
encenderse.
—¡Layla! —la saludó él, acercándose para besar su cabello—. No
tenías que esperarnos despierta, querida.
—Claro que sí. No podría dormir sabiendo que todavía no están en casa.
—Sonrió—. Además, quisiera hablar con nuestro hijo.
Daniel asintió, acariciando la piel de su hombro desnudo, para luego
alejarse hacia la escalera.
—Estaré arriba.
Layla no dijo palabra alguna. Se limitó a mirar a Oliver, quien fue a
sentarse junto a ella en el salón con la sonrisa pintada en la cara.
—¿Está todo bien, madre?
—No lo sé, hijo. Dímelo tú.
—Me temo que no entiendo a qué te refieres.
—¿Peleaste hoy con tu hermano?
La sonrisa de Oliver desapareció.
—Tuvimos un pequeño altercado, nada más.
—Ah, ¿sí?
—No fue nada terrible.
—Su labio roto e hinchado me parece que no opina lo mismo. —Ante
esto, Oliver hizo una mueca. Layla suspiró—. Hijo, quiero que tengan una
buena relación. Detesto que tu padre los esté enfrentando constantemente;
tú puedes ser mejor, puedes decidir por ti mismo y ser un buen hermano. Él
te necesita.
A Oliver, esas palabras le sonaron familiares.
—Eso lo dudo —dijo, resoplando—. Madre, él y yo nunca seremos
amigos, jamás tendremos la relación que esperas de nosotros.
—¿Por qué? —lo urgió.
—Porque somos distintos en todo sentido, porque él es… Mamá, ¿es
que no te das cuenta de que no es digno de esta familia? Mi padre decía
que…
—Tu padre —lo cortó Layla— no es quién para decir que su propio hijo
es indigno de ser parte de la familia. Permíteme que te recuerde que él llegó
aquí antes que tú. —Vio el cambio en la expresión de Oliver cuando las
palabras lo golpearon. No estaba diciéndole nada nuevo y, aun así, parecía
que no ser el primogénito era la humillación de su vida. Layla prosiguió—.
Él ha cuidado de ti desde que eras un niño, te ha enseñado y ha puesto su
mejor esfuerzo en no dejar que los métodos de tu padre dañen su relación
contigo. Se merece tu amor y tu respeto.
—No puedes obligarme a ninguna de ellas. Lamento desilusionarte.
Su tono era tan gélido y cortante, que Layla sintió un escalofrío
recorrerla de pies a cabeza.
—No, tienes razón. Sin embargo, puedo obligarte a que dejes de tratarlo
como si no fuera más que la mugre bajo tus zapatos, Oliver. Y lo harás.
Estoy cansada de estas discusiones, ¿me oyes? Así que dejarás tu ego de
lado, y espero que recapacites sobre tus actitudes, porque este no es el hijo
que yo crie.
—Lo soy. Soy el hijo que criaste, tú y papá, por más que eso te moleste.
Siento disgustarte, de veras que sí, pero…
—¡No, Oliver! No más «peros». ¿He sido clara? —Él no respondió.
Layla lo observó morderse la lengua para contener lo que fuera que
estuviese por decir. A ella no le interesaba—. ¿He sido clara?
Al final, Oliver suspiró.
—Sí, madre. Has sido clara.
—Bien. Y, por lo que más quieras, Oliver, piensa en lo que te he dicho;
todavía no es tarde para que formes un vínculo con tu hermano. Pueden
apoyarse mutuamente, sé que ambos lo necesitan.
—Lo intentaré. ¿Puedo irme ya?
A Layla no le quedó más remedio que asentir, y aceptar la mentira que
traían sus palabras.
Días después, Xander aún no conseguía tomar una decisión. O más bien, se
convencía a sí mismo de que no podía tomarla sin hablar primero con
Julien. Aunque sabía que Julien no se opondría, solo pensar en mencionarlo
le apretaba el pecho. Por supuesto, podía seguir trabajando para él, y estaba
seguro de que recibiría su aprobación —por más que no la necesitara—,
pero no sabía cómo sacar el tema.
Para su sorpresa, fue Julien quien inició la conversación una tarde
mientras ambos trabajaban en el estudio de la casa de los Lacroix. Estaban
en silencio, absortos en la montaña de papeles frente a ellos; en el caso de
Xander, eran libros contables.
A través del ventanal abierto, la luz azulada del cielo inundaba la
habitación, mientras una brisa cálida traía consigo el aroma de la hierba
recién cortada.
—Xander —lo llamó Julien. Él se giró a verlo, fingiendo que no se
había dado cuenta de que su mentor llevaba minutos observándolo, sumido
en sus pensamientos—. Creo que ya nos conocemos bastante, y confío en
que en estos años has logrado verme como más que solo un socio de
trabajo, sino como familia.
—Por supuesto que sí. Lo sabes.
Julien asintió.
—Y, es justo porque yo también te considero parte de mi familia, que
comprenderás que me preocupe por tu futuro.
—¿Mi futuro? —murmuró él como un idiota. Claro que entendía el
significado de la palabra, mas no entendía a qué quería llegar Julien.
—¿Qué quieres hacer con tu vida, Xander? ¿Qué esperas de ella, cuáles
son tus anhelos?
—Me gusta mi vida ahora —replicó, a la defensiva.
—Incluso así, no creo que tengas planeado trabajar para mí durante el
resto de ella.
—¿Acaso estás pensando en despedirme?
Julien lanzó una carcajada, haciendo que Xander casi se sintiera absurdo
por preguntar. Casi.
—Claro que no. Pero de seguro quieres… más. Más que esto, más que
vivir para siempre en esta aldea.
Él escuchaba las palabras que no estaba pronunciando, las mismas que
su padre jamás le diría: mereces más.
—Eso creo —asintió—. Sí que me gustaría irme. De hecho… Mi abuela
me dijo que podía quedarme con ella, si lo deseaba —soltó—. No está lejos
y todavía podría venir…
Se interrumpió cuando Julien negó con la cabeza, restándole
importancia.
—¿Y? ¿Qué más?
—Tal vez me gustaría tener mi propio hogar, pero…
—¿Y qué tal una esposa? ¿Hijos, quizás? —Xander se atragantó con su
propia saliva. Lo miró con una mezcla muy convincente de sorpresa y
espanto. Julien alzó ambas manos—. ¿Has pensado en el matrimonio?
Sí.
—No.
—No me digas que nunca lo has considerado.
—Está bien, sí, lo he considerado —admitió Xander—, y no estoy
seguro de que sea una buena idea, de momento.
—¿Por qué no?
—Bueno, para empezar, no hay ninguna mujer que me haga pensar de
esa forma.
—Ah, ¿no? —dijo Julien, suspicaz. Él se balanceó nervioso sobre la
silla, un hábito terrible que ni siquiera sabía cuándo adquirió—. Tienes
veintiún años, buena posición, estabilidad, buen parecido… Debo admitir
que me cuesta creer que no haya ninguna chica.
—Pues no la…
—¿Qué hay de la señorita Greenbriar?
Xander perdió el equilibrio sobre la silla, y se hubiera precipitado al
suelo de no ser porque se rehusaba a ver su dignidad tan profundamente
mancillada.
—¿Elizabeth?
Julien asintió.
¿Por qué le preguntaba eso? ¿Los habría visto conversar en el baile,
solos en la terraza? No, de seguro que ya habría hecho algún comentario al
respecto. ¿O era este ese comentario?
—Está soltera —enumeró—, es hermosa, de buena familia… Ustedes
dos serían una muy linda pareja.
Xander desvió la mirada, rezando por no haber enrojecido tanto como
sentía, pues una oleada de calor y vergüenza lo recorrió.
No quería, mas la imagen se formó en su cabeza de igual forma: él y
Elizabeth, juntos. Se vio abrazándola, paseando del brazo por la plaza, y a
ella con una argolla en el dedo.
Fijó la vista en su trabajo, esparcido sobre la mesa del estudio.
—No estarás tratando de ser mi casamentero, ¿o sí?
Su tono era burlesco, divertido, como si no pudiese imaginar a Julien
tomándose las molestias, como si el único interés de Xander en ese
momento fuesen los papeles que estaba revisando sobre la mesa. Esperaba
que la sonrisa en sus labios fuese suficiente para convencerlo de que así era,
aunque había dejado de prestar atención a los números hacía rato.
Julien suspiró, vencido.
—No puedes culparme por intentarlo.
—No creo que la señorita Greenbriar y yo seamos tan excelentes como
piensas, Julien —dijo, convencido—. Además, casarme no está en mis
planes próximos. Por lo menos, no hasta salir de aquí. Estoy seguro de que
no hay nada que mi padre amaría más que arruinar mi matrimonio.
La sonrisa de Julien se desvaneció.
—No quieres arriesgarte.
—No quiero darles ni siquiera la oportunidad. No quiero arrastrar a
nadie conmigo, ¿entiendes? Ya tengo bastante mierda que soportar… Lo
siento —se disculpó por su lenguaje.
Julien lo desestimó.
—No tiene por qué ser así, ¿sabes? Puedes tener el fututo que quieras,
no deberías contenerte, no por miedo. Mereces ser feliz, Xander. Y tendrías
mi apoyo… Nuestro apoyo —corrigió, refiriéndose a su esposa. Xander no
pudo menos que sonreír—. Sé que no significa lo mismo…
—No —confirmó Xander—. Significa más.
Lo decía de corazón.
Julien suspiró, y Xander asumió que la conversación había terminado.
En parte, era un alivio, aunque todavía quedaba un pedacito de su ser que
sentía que le estaban apretando el alma con el puño.
—Bien, supongo que ya veremos. —Julien se puso de pie, dejando sus
anteojos y su pequeña pila de papeles en la mesita junto al sillón individual
donde estaba sentado. Antes de continuar, se alisó el traje—. Debo salir un
momento, Xander. ¿Estarás bien por tu cuenta? —Él asintió—. Perfecto,
entonces.
Se sintió libre de volver a enfocar toda su atención en los números,
dejando salir toda la tensión de sus hombros al botar el aire. Sin embargo,
justo antes de que Julien se marchara, le dijo desde la puerta:
—¡Ah! Me olvidaba. Allison invitó a la señorita Greenbriar… Elizabeth
—le lanzó una mirada elocuente— a cenar esta noche. Cuento con tu
presencia.
No hubo espacio para replicar.
—Encantado.
No supo si Julien oyó toda aquella tensión volver a su voz, pues, antes
de poder leer su expresión, él ya se había ido.
Xander sentía que lo habían emboscado. La conversación sobre el
matrimonio, sobre Elizabeth, y luego la cena con Elizabeth. ¿Sabía ella que
él estaría ahí? De seguro que sí; era imposible que a esas alturas —siendo la
protegida de los Lacroix y todo eso— Julien no le hubiese mencionado que
Xander trabajaba con él, de modo que la siguiente pregunta era… ¿Le
agradaría verlo?
Xander ni siquiera sabía cómo se sentía con relación a ella. Desde esa
noche en el baile, cuando estuvieron juntos en la terraza, había notado una
especie de complicidad entre ambos, similar a la sensación que experimentó
al conocer a Julien y Alison; parecía que ella realmente lo veía, mas no
sabía si esa conexión fugaz seguiría presente después de tantos días. ¿Era lo
que deseaba?
Resolvió, luego de un momento arreglando el cuello de su camisa frente
al espejo por enésima vez, que no iba a darle importancia.
Fue él quien la recibió en la puerta, listo para disfrutar de su compañía,
para conversar e incluso para elogiar lo hermosa que se vería esa noche,
pues sabía sin verla que así sería, pero no estaba preparado para sentir cómo
se le escapaba el aliento cuando sus ojos se encontraron. Eran tan verdes
como su vestido, del color del césped iluminado por el sol al atardecer.
Tragó saliva con fuerza.
—Señorita Greenbriar —la saludó en un susurro—. Es… —carraspeó,
obligando a su garganta a que no lo hiciera sonar como un completo idiota
al hablar—. Es un gusto verla.
Sus ojos brillaban; Xander no podía decir si era la luz o algo más.
Odiaba admitir lo bella que era, la forma en que su expresión lo
cautivaba. Odiaba admitirlo pues sabía que no significaba nada.
Ella sonrió casi con timidez.
—Lo mismo digo, señor Raven.
Déjalo ya, se dijo.
—Pase, por favor.
Elizabeth alzó el bajo de su vestido y subió los pequeños escalones de la
entrada. Cuando pasó a su lado, Xander no se movió.
El aroma de su perfume, fuera cual fuera, lo golpeó de lleno. Xander no
lo había sentido desde aquella vez en el bosque; no habían estado tan cerca
desde entonces. Era una mezcla extraña, como pimienta con madera y
rosas; algo floral y delicado que al mismo tiempo estaba lleno de vida y
fuego.
Y, maldita sea, Xander inhaló. Cerró los ojos con fuerza, derrotado.
Estoy hasta la mierda, pensó, su único consuelo siendo el hecho de que
llevaba días sin pensar en ella. Podía ser solo el efecto que tenía en él su
presencia, y desaparecería cuando estuviese lejos, sin ver esos ojos llenos
de interrogantes.
Maldito sea Julien Lacroix por meterle ideas en la cabeza.
—¡Oh, Elizabeth! —exclamó Alisson, entrando en el vestíbulo. Xander
cerró la puerta y se volteó justo para ver cómo recibía a la muchacha entre
sus brazos abiertos—. Estoy muy feliz de que vinieras, querida.
—Yo también —respondió ella con una sonrisa, siempre amable,
siempre cortés—. Muchísimas gracias por la invitación.
—Es un placer. —Julien saludó—. ¿Cómo está Eloise?
Su tía. Xander se maldijo a sí mismo: debió habérselo preguntado antes.
Elizabeth exhaló, llena de alivio. Se llevó una mano al pecho.
—Está mucho mejor. El médico ha sido maravilloso, viene a revisar su
estado cada semana, pero ya se encuentra bien. Estoy segura de que pronto
estará en pie.
La voz de Alisson estaba cargada de alivio.
—¡Me alegro tanto! Ojalá podamos verla en los próximos meses.
—Seguro que ella está muy orgullosa de ti —dijo Julien, un comentario
que tenía como propósito hacer sonrojar a las personas.
Elizabeth abrió la boca para responder —una frase cordial y reservada,
seguro—, algo del estilo: «me esfuerzo cada día por que así sea». Eso
sonaba a Elizabeth, no obstante, antes de que pudiera pronunciar palabra,
Alisson exclamó:
—¡Pues claro que lo está! —Pasó un brazo por los hombros de la
muchacha, guiándola hacia el comedor donde servirían la cena—. Eres una
joven carismática, bien educada y hermosa. ¿No se ve hermosa, Xander?
Esa última parte lo tomó por imprevisto.
Xander enrojeció, más aún cuando sintió seis pares de ojos sobre su
persona. Quiso decirle a Alisson que sabía lo que estaba haciendo, cuando
la mirada de Elizabeth se conectó con la suya y no fue capaz de apartarla.
Eran solo ellos, observándose.
No podía negarlo, tampoco.
Le respondió a Alisson, con los ojos todavía puestos en el rostro de
Elizabeth.
—Sí. Lo es.
Y justo debajo:
Lianne decidió que confrontaría a Olivia al día siguiente y averiguaría qué
demonios quería de ella.
Tenía que calcular su momento. No podía ser durante un receso; no
quería llamar la atención de todos. Tampoco en clase, ya que solo
compartían Cálculo y Amanda estaría presente, pero Música... En el
electivo estarían juntas, solas, pues Amanda y Maya irían a Artes.
Así que esperó. Mantuvo una sonrisa en su rostro durante todo el día y
fingió no darse cuenta de las miradas de reojo que Olivia le lanzaba. ¿Qué
pretendía con todo esto? Esperaba obtener respuestas en pocas horas.
Finalmente, llegó la clase de Música después del almuerzo. Lianne
sentía un nudo de nervios en el estómago ante la confrontación y, al mismo
tiempo… rabia. Mucha rabia.
Amanda, Maya, Olivia y ella caminaban juntas por el pasillo. Cuando
llegaron a la puerta de la sala de Arte, sus amigas se despidieron y Lianne
se quedó a solas con Olivia y sus mentiras. Notó que la puerta del aula
estaba abierta; la profesora todavía no llegaba.
Antes de que Olivia diera un solo paso, Lianne tiró de ella hacia el final
del pasillo, doblando en la esquina para quedar ocultas a la vista.
—Auch. —Se quejó Olivia, mas su rostro no mostraba ni dolor ni
molestia, solo una expresión engreída que Lianne deseaba borrar de su cara
—. ¿A qué se debe todo esto?
Lianne resopló.
—¿Qué te parece si dejamos de pretender que no sabemos quiénes
somos?
La expresión de la chica se tornó fría.
—Sí, pienso que sería bueno.
—¿Qué demonios haces aquí? ¿Qué es lo que quieres de mí, de mis
amigos?
Fue el turno de Olivia de resoplar.
—No sé de qué hablas.
—Desapareciste —enfatizó—. Fui a verte al orfanato y tú ya te habías
ido. ¿Dónde estabas?
—Por aquí y por allá —dijo, encogiéndose de hombros—. No veo cómo
es asunto tuyo.
—Sí, tienes razón —concedió Lianne—. Y yo no veo cómo mi familia y
mis recuerdos son asunto tuyo. ¿Por qué escribiste eso en mi cuaderno?
¿Por qué me dejaste esas notas? —Podía sentir que el nudo en su estómago
ahora se iba a hacia su garganta.
No iba a perder la compostura, no frente a ella, sin embargo, no
entendía nada de lo que estaba sucediendo y eso amenazaba con
desbordarla.
Olivia quiso fruncir el ceño, como si ella tampoco entendiera de qué
estaba hablándole, aunque le salió más como una sonrisa de satisfacción
que como cualquier otra cosa.
—No te he escrito nada —mintió.
Lianne perdió la paciencia.
—¡Tengo las notas! —casi gritó. De inmediato se arrepintió, mirando a
su alrededor para ver si alguien la había escuchado. Bajó la voz—. Tu letra
sigue siendo la misma, Olivia.
—La de tus notas, tal vez, pero si quieres probar algo con eso, me
aseguraré de que no lo consigas. No hay ningún registro de mí en ese
orfanato, Lianne —habló entre dientes—, nada que pruebe que no soy
exactamente quien digo ser.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué las mentiras, las amenazas…?
—Porque estoy buscando algo. Y cuando llegue el momento, tú vas a
ayudarme a encontrarlo.
—Ah, ¿sí? —la retó.
No había forma en el infierno de que fuese a ayudarla. Parecía que
Olivia leyó todo eso en su mirada, porque se acercó un paso más y,
susurrando, le dijo:
—Sí. ¿Quieres saber por qué? —Lianne no se movió—. Porque sé lo
que eres. Así que vas a ayudarme si no quieres que toda la escuela se entere
de lo que son tú y tu familia en realidad. Tus dos familias.
Lianne quiso chillarle: «¡¿sabes sobre la Incandescencia?!», pero algo la
detuvo. ¿Y qué si en realidad no sabía nada, si solo presentía que había algo
que ella estaba ocultando? No iba a revelarlo preguntándole al respecto.
—Nadie te creería.
—¿Quieres apostar?
41
D EC I R L A V E R D A D N O E S F Á C I L
2018
Decidieron que lo mejor sería que solo Lianne y Maya estuvieran presentes
cuando le contaran la verdad a Will. Lianne sería la encargada de explicar
lo que sabía, mientras Maya reforzaría sus palabras y trataría de hacerle
entender que solo buscaban su bienestar. Esperaban que fuera suficiente.
Era miércoles, el día en que Will tenía clases de música con Olivia
después del horario escolar. Debían actuar antes de eso. Esperaron hasta el
receso, cuando Maya le pidió a Will que la acompañara al jardín. Si bien no
era la situación ideal y no disponían de mucho tiempo para hablar con
tranquilidad, Maya no quería retrasarlo.
Lianne ya los esperaba en el lugar acordado. Will y Maya llegaron unos
minutos después de que sonara el timbre, y al ver a Lianne, la expresión de
Will se tornó confusa.
—¿Lía? —Fue su saludo, sorprendido de verla ahí.
Cuando Lianne quiso hablar, las palabras la abandonaron. Entonces
Maya comenzó, jugueteando nerviosa con sus manos.
—Disculpa que no te dijera nada. —Maya carraspeó y respiró profundo,
dándose ánimo para continuar—. Queríamos hablar contigo sobre… Sobre
Olivia.
—¿Qué pasa con ella? —inquirió Will, y aunque su tono era curioso e
inocente, ya no había sonrisas en él.
Lianne intervino.
—Yo la conocía… de antes. El lunes, cuando llegaron, no era la primera
vez que la veía.
Will la miró como preguntando «¿qué tiene de malo?» y, al mismo
tiempo, «¿qué quieres decir con eso?».
Lianne le contó todo con detalles, esperando que eso lo hiciera más
creíble y verosímil; desde su llegada al orfanato, la bienvenida que le
hicieron, la conversación en la sala del piano… hasta las notas. Le mostró la
que guardaba, y él las recibió sin decir palabra, confundido y anonadado.
Cuando Lianne terminó de hablar, miró a Maya. Esta añadió:
—Sé que esto es… repentino e inesperado y, francamente, horrible.
Pero estoy preocupada, Will. Lo que menos quiero es que salgas herido, no
quiero que te haga daño…
—Maya… —comenzó él, inspirando de súbito—. La única que está
lastimándome en este momento, eres tú. Ustedes. —Las miró a ambas—.
¿Por qué me dicen todo esto sobre ella? Ni siquiera la conocen.
—¡Eso es lo que tratamos de decirte! —chilló Maya—. Lianne sí la
conoce, y por eso sabemos que está mintiendo. Ella…
—No quiero escucharlo, Maya.
—Will…
—No —interrumpió de nuevo él—. Basta, por favor. Ella me dijo que
intentarían algo como esto —miró a Lianne—, me contó de su conversación
en el pasillo el otro día, dijo que intentarías poner a mis amigos en su
contra.
Lianne quiso golpear algo.
—¿Qué? ¿Por qué querríamos hacer eso sin razón, Will?
Él negó con la cabeza, mirando hacia otro lado, como si ya no soportara
verlas.
—Y estas notas… —añadió, devolviéndoselas a Lianne, quien apenas
tuvo tiempo de cogerlas antes de que él las soltara—. Esa ni siquiera es su
letra.
Si quieres probar algo con eso, me aseguraré de que no lo consigas.
Debió haberlo sabido.
—No quiero escuchar más de esto.
Will se dio la vuelta para marcharse, sin embargo, Maya no iba a dejarlo
ir así de fácil.
—¡William! ¡No puedes solo irte! Te decimos esto porque te queremos
—enfatizó—. No quiero que ella te utilice para…
—¿Para qué? —espetó—. ¿Te estás escuchando?
Maya perdió la compostura.
—¡La conoces desde hace un mes, maldita sea! —Lágrimas empezaron
a salir de sus ojos. Si eran lágrimas de frustración, enojo o pena, Lianne no
lo sabía—. ¿Cómo puedes creerle a ella antes que a mí? ¡Hemos sido
amigos por años!
El silencio de Will pareció durar una eternidad. Al final, soltó un
suspiro y, sin decir una palabra más, optó por marcharse.
Las dos muchachas observaron perplejas la espalda de Will hasta que su
silueta se perdió al interior del edificio. Lianne se resistió a hablar, sintiendo
que su pequeño momento de calma iba derrumbarse si lo hacía.
Entonces miró a Maya, y vio que ella lloraba.
—Maya…
—No lo entiendo —susurró—. Sabía que le costaría aceptarlo, pero no
pensé que no nos creería ni una palabra, que confiaría más en ella que en
mí.
Lo dijo tan dolida…
—Maya —susurró Lianne de vuelta.
No había nada que decir, así que solo la abrazó.
L uego de eso, los ánimos quedaron por los suelos. Maya quiso
marcharse de inmediato y no permitió que ninguna de sus amigas la
acompañara; deseaba estar sola esa tarde, así que respetaron su decisión.
Amanda y Lianne esperaron a Jason y Lucas, despidiéndose poco después.
No hablaron sobre lo ocurrido, pues era evidente que solo deseaban
regresar a casa. Además, de seguro Amanda informaría a Lucas en el
camino.
Lianne y Jason decidieron seguir con su plan original y dirigirse a su
antigua casa, ¡como si todos sus planes no acabaran de estallar en sus caras!
No hacía falta decir nada para que Jason se diera cuenta de que estaba
furiosa: casi le salía vapor por las orejas, y todo cobró sentido cuando ella le
contó lo sucedido.
Will lo sabía todo.
Olivia lo sabía todo, y se lo había revelado.
Jason no tenía más que añadir. Se daba cuenta de que todos los cuidados
y planificaciones que habían tenido se les habían vuelto en contra, de modo
que no hablaron más durante el trayecto. Jason dejó que Lianne se perdiera
en sus pensamientos, mientras él hacía lo mismo, tratando de encontrar una
solución a todos sus problemas.
Tomaron el autobús en la carretera, ya que ese día Holly necesitaba el
auto. Supuso que era bueno, porque el aire fresco les vendría bien, aunque
el día se volvía cada vez más oscuro y tormentoso. Tal vez deberían haber
consultado el clima antes de tomar una decisión.
Caminaron por el bosque hasta que la tormenta los alcanzó. La lluvia
era tan fuerte que traspasaba el espeso follaje de los árboles como si no
existiera. Pronto, el suave aroma del bosque fue reemplazado por el olor
húmedo de las hojas empapadas que cubrían el suelo. Corrieron al
principio, antes de aceptar que estaban demasiado lejos de la casa como
para ganarle a la naturaleza.
Cuando por fin llegaron, ambos se apresuraron a refugiarse bajo el
porche. Lianne metió a la mochila los dedos torpes, fríos y temblorosos,
tratando de encontrar las llaves. A medida que pasaban los segundos y
sentía la mirada intensa de Jason sobre ella, empezó a ponerse nerviosa.
¿Dónde estaban las malditas llaves...? Su enfado, aún presente, no ayudaba
en absoluto.
Es que ese día no podía empeorar.
Refunfuñando, Lianne entró a la casa, olvidando por un momento que
Jason venía tras ella cuando azotó la puerta para cerrarla. Él la atajó justo
antes de que le diera en la cara, arqueando las cejas con sorpresa y salvando
a la pobre puerta de un golpe innecesario.
—Perdona —susurró ella, avergonzada.
Jason suspiró con fuerza y no dejó de mirarla como si pensara «¿es en
serio?». O bien «no te desquites con la casa». Lianne soltó todo de golpe; su
corazón latía a mil por segundo
—Es solo que… ¡Estoy enojada, ¿vale?! ¡Muchísimo! Todo está mal,
¿te das cuenta de eso? Jodidamente mal. Teníamos un plan, por primera vez
en toda esta historia, íbamos a adelantarnos a las circunstancias y ya ves. —
Se quedó sin aire. Jason pensó que eso sería todo, pero entonces…—. ¡¿Y
sabes qué?! —chilló, casi riendo de la ironía—. ¡Estoy hasta la mierda de
Olivia! —Jason abrió todavía más los ojos si era posible. Nunca la había
oído hablar así—. Aparece bajo cada maldita piedra, siempre está ahí y, de
alguna forma, consigue arruinarlo todo. A cada paso que das, ahí está la
maldita Olivia.
Jason quiso reír. Se contuvo, sabiendo que eso solo le ganaría el enojo
de Lianne, aunque una parte de él no podía evitar pensar en que era lindo
verla tan molesta por algo normal, para variar: una compañera que no
agradaba. ¿Había algo más mundano que eso?
—Voy a confrontarla. Tengo que saber cómo demonios es que sabe,
antes de que abra la boca con alguien más —suspiró, vencida al fin—.
Todo… Todo está mal, Jason.
Jason clavó sus ojos en ella como tantas otras veces. Sin embargo, ahora
se preguntó algo diferente: ¿qué pensaría él si esa fuese la primera vez que
la viera? No la conocería, por supuesto, definió. No sabría lo asombrosa que
era, ni lo hermoso que tocaba el piano. Solo vería a una chica empapada por
la lluvia, con el cabello oscuro goteando, pegado a la cara. Una chica con
ojos curiosos y paso trémulo debido al frío. No habría nada y a la vez habría
todo para amar.
—No todo, Lía —le sonrió—. Te ves preciosa —le dijo cuando ella iba
a preguntarle qué pasaba por su mente (el enojo evaporándose con cada
segundo) y por qué la observaba de esa forma—. Y te amo.
Era la primera vez que se lo decía, mas supo en ese instante que, entre
ellos, esas palabras estuvieron escritas desde el principio, que estaban
destinadas a ser dichas y, por el modo en que ella lo besó, sonriendo, supo
que sentía lo mismo.
En realidad, lo había sabido todo ese tiempo, pero nunca se sintió más
libre de decirlo que ahí, en ese mismo instante.
—Y yo te amo a ti, Jason.
No lo dijo en un susurro o un murmullo: lo dijo alto, sin temor ni
vergüenza, como debía ser.
Él sonrió más amplio y radiante que nunca, y Lianne no pudo evitar
preguntarse si su corazón se habría saltado un latido al escucharla decir que
lo amaba, tal como hizo el suyo.
Jason se acercó a ella. La manera en que cada parte de sus cuerpos se
tocaba —desde sus frentes unidas, el pecho, las caderas, las piernas— era
tan íntima que Lianne sintió el calor recorrer todos sus nervios.
Sí, estaba empapada, estilando agua por todas partes, y nunca se había
sentido más cómoda. Y sí, habían muchas cosas que estaban mal, muchas
cosas que tenían que resolver antes de poder decir «sí, lo logramos», sin
embargo, ellos no eran una de esas cosas. Nada más importaba, y nunca se
había sentido más segura que estando entre sus brazos.
—¿Recuerdas que por varias semanas no quisiste estar conmigo? —
susurró él, su aliento acariciándole la punta de la nariz.
Lianne lo recordaba. Nunca en su vida anterior supo lo que era sufrir
por amor, pero lo supo entonces, en el segundo en que le dijo que no podían
estar juntos. No tenía ninguna intención de revivirlo.
—Sí. Me acuerdo.
—Incluso ahí, cuando todo parecía imposible, sabía que esto terminaría
así, contigo y conmigo de esta forma.
—Ah, ¿sí? —lo retó.
Jason asintió sin despegarse ni un centímetro de ella.
—Te amé entonces, y te amo ahora, y aun cuando tú lo hubieses negado
hasta la muerte, yo sabía que también me querías.
—No lo hubiese negado —replicó ella, susurrando también, como si
temiera romper el orden del universo si hablaba más fuerte—. Porque sí, lo
hacía. Aunque no te conocía, aunque no pudiese explicarlo y aunque sentía
que no debía. Algo dentro de mí respondía a ti.
—Cuando me dijiste que sí estarías conmigo, pensé que ninguna otra
palabra que me dijeras me haría sentir como ese día —sonrió al recordarlo
—. Estaba eufórico. Y, a pesar de todo, creo que me equivocaba.
Lianne, intuyendo por dónde iban sus pensamientos, ensanchó su
sonrisa y llevó una de las manos a la mejilla del chico. Tenía la pelusilla de
la barba que empezaba a nacer después de afeitarse, y le hacía cosquillas en
los dedos cuando lo tocaba.
—¿Te equivocabas?
—Sí. Porque no tienes ni idea de cómo me siento ahora.
Acalorada otra vez, Lianne no pensó que las palabras le fueran a salir.
Solo consiguió soltar:
—Creo que me lo imagino.
No esperó a que él respondiera para besarlo. Se puso en puntillas y
juntó sus labios con más deseo del que había sentido nunca. Lo quería, lo
amaba y lo deseaba, así como deseaba todo lo que pudiera vivir junto a él.
Y supo, entonces, que quería llegar hasta el final.
Sin ver y, por supuesto, sin dejar de besarlo, se quitó las zapatillas de un
tirón. Se dio cuenta de que estaba avanzando hacia atrás; Jason dio un
vistazo rápido para calcular dónde estaba la pared y extendió el brazo detrás
de ella. Pronto estuvo apoyada contra la isla de la cocina. Se sintió atrapada
en un espacio pequeño y, aunque eso jamás le había gustado, pensó que
estar entre un mueble y Jason no era lo peor del mundo.
No, no era lo peor ni de lejos, mucho menos cuando, en un impulso, se
subió a la mesa y enredó las piernas en sus caderas, atrapándolo también
con su cuerpo.
Él jadeó entre sus labios como si lo hubiera golpeado y se hubiese
quedado sin aliento. Por una milésima de segundo, Lianne pensó en
soltarlo, pero terminó haciendo lo contrario, apretando más las piernas a su
alrededor. Sintió cada músculo tensarse en el cuerpo de Jason, y las manos
de él se cerraron en torno a su cintura, como si buscara memorizar cada una
de sus curvas, y recorrieron su espalda, sus caderas, su cuello, su clavícula y
su pecho.
En algún minuto el corazón le iba a explotar, estaba segura, y no sabía si
era por la expectación o porque cada vez que él suspiraba sentía su aliento
dentro de su boca y se le erizaba la piel. Eran esas y todas las otras cosas
que estaban a punto de hacer lo que convertía su sangre en vapor y burbujas
dentro de sus venas.
Jason le apartó el pelo que caía sobre su cuello, todavía con la vista fija
en sus labios y los ojos nublados. Besó el punto donde le latía el pulso, justo
sobre la piel sensible, cerca de su oreja.
Lianne no pudo más. Quería eso: a él, sin barreras entre sus cuerpos.
Tomó la iniciativa, sabiendo que él podría no atreverse a hacerlo por
todo lo que habían hablado antes. Se aferró a los bordes de su camiseta con
decisión; la tela empapada se le pegaba al torso. Lianne tiró de ella hacia
arriba, y si una pequeña parte de ella creyó que Jason opondría resistencia,
no fue el caso. Él lo dejó ser, y terminó de sacarse la prenda por sobre la
cabeza. Cayó lejos, ninguno supo dónde.
A esa camiseta pronto se le unió la de Lía y, a pesar de que era la
primera vez que estaba semi desnuda con un chico, no sintió vergüenza
como pensó que lo haría. Se sintió… bien. No como si estuviera expuesta,
sino que en confianza. En completa y absoluta confianza.
Jason se quedó un minuto mirando su cuerpo, recorriendo su piel con
los ojos oscuros y las pupilas dilatadas. Lianne no estaba cien por ciento
segura de que él estuviese respirando. O ella, para ese caso, porque contuvo
el aliento y no objetó mientras él la examinaba. Levantó una mano y la puso
justo sobre el corazón desaforado de Jason: sentía los golpes que daba bajo
su palma, rápidos y constantes. Trató de no quedarse embobada mirándolo,
admirando su piel bronceada o sus músculos marcados por el ejercicio
constante, pero falló estrepitosamente.
—Lía —dijo Jason con la voz ronca. Alzó la vista para mirarlo, mas no
dijo nada, solo esperó—. ¿Quieres que pa…?
—No. —Sabía lo que iba a preguntar. Jason se separó de ella y la
observó, con la interrogante todavía en los ojos—. No, no quiero que pares.
—¿Estás segura?
—Más que nada.
—Si cambias de opinión…
—Te lo diré. Lo prometo.
Él asintió, y antes de que volviera a besarla y Lianne perdiera la
concentración, desenroscó las piernas de su torso y se bajó de la mesa.
Por un instante, Jason la miró sin comprender nada, pero ella lo tomó de
la mano y dijo:
—Ven conmigo.
Él no discutió.
Lo guió escaleras arriba. Ahora que su piel ya no estaba en contacto con
la suya, un escalofrío recorrió su cuerpo, haciéndola temblar. Era consciente
de que seguía empapada, con el cabello mojado y los jeans pegados a la
piel… y moría por quitárselos. Más bien, que él se los quitara.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
Llevó a Jason hacia la habitación que una vez fue suya… Seguía siendo
suya. Con él volvería a reclamarla, porque pensó que, tal vez, sería posible
crear nuevos recuerdos en esa casa, y vivir momentos que no estuviesen
plagados de dolor, sino de cosas buenas, de paz y felicidad, como lo hizo en
el pasado. No tenía que marcarla para siempre con el único recuerdo
horrible que tenía de ella. Porque sí, era espantoso, mas no toda su vida
había sido así.
Ansiaba poder regresar y revivir las risas que soltó hasta que le dolió el
estómago, o las noches en las que se quedaban despiertas viendo películas
infantiles con su hermana, lanzando palomitas al aire para tratar de
atraparlas con la boca. Quería volver a sentir las horas que pasó junto al
piano, el mismo que su madre solía tocar y en el que le enseñó desde niña;
recrear los abrazos, escuchar las palabras y consejos que su padre le dio
mientras se sentaban juntos en el solitario sillón frente a la chimenea,
mientras la noche caía afuera.
Y crear nuevos recuerdos también, memorias que guardaría como un
tesoro dentro de su mente y su corazón.
Aunque no se lo dijo a Jason, en su interior le agradecía infinitamente
por estar allí con ella ese día hacía meses: sabía que, si no hubiera sido por
él, quizás nunca habría encontrado el coraje para regresar.
Entraron juntos a la habitación, y ella dejó que Jason se sentara en la
cama primero. No necesitó preguntarse qué hacer a continuación, porque él
la atrajo hacia sí y en un instante volvió a estar contra su pecho, su piel
transmitiéndole el calor que le faltaba.
Se deshicieron de la ropa que todavía traían sin decir nada, entre
suspiros, miradas que atravesaban el alma y besos a ojos cerrados. Y
sonrisas, muchas sonrisas, porque cada vez que uno de los dos se apartaba
un par de milímetros, ya sea para recuperar el aliento o solo para
observarse, sonreían. Sonreían porque sí, porque estaban juntos, porque
eran felices.
43
EXPUESTOS
1885
Rememoró esa noche en particular porque, ahora, solo tenía una pregunta
más que hacerle al amor de su vida antes de que su compromiso fuese
oficial. Tenía que asegurarse.
La vio aparecer entre las hierbas con un vestido azul, camuflándose en
la oscuridad.
—¿Estás segura de esto? ¿De mí? —soltó en cuanto estuvo lo
suficientemente cerca.
Ella frunció el ceño, tanto que una pronunciada arruga se marcó en su
frente.
—¿Cómo puedes preguntarme eso? ¿Qué no ha quedado claro después
de todo este tiempo y de lo que hemos pasado?
—Te lo pregunto justo por eso, Elizabeth. Mañana ya no habrá vuelta
atrás, y no quiero que después te arrepientas de enredar tu vida con alguien
que trae la muerte dentro suyo.
Así que era eso.
Elizabeth se acercó a él y puso las manos en sus mejillas para que él
pudiera ver que en sus ojos no había ninguna duda, ni el más mínimo
cuestionamiento. Habló firme y calmada:
—No me importa la magia que hay dentro de ti, Xander. No me importa
lo que es capaz de hacer o lo mala que podría llegar a ser. Me importas tú.
Conozco lo que hay en tu corazón y sé que jamás le harías daño a alguien,
no al menos sin una muy buena razón. —Xander quiso protestar, mas ella lo
cortó—. Tú me dijiste lo que pasó hace cuatro años, la forma en que te
ganaste la gratitud de Julien. Es la única vez que has usado tus poderes en
alguien, y fue para ayudar, no para herir. No tengo dudas de que eres bueno,
Xander.
Eso era todo lo que él necesitaba escuchar. Sonrió apenas, conmovido.
—Entonces… ¿Estás lista para esto?
—Sí —afirmó—. ¿Tú lo estás?
—Más que nunca.
Esa noche regresó a la pérgola, al igual que las cinco siguientes sin tener
señales de Xander.
Cada noche que no lo encontraba, se quedaba acurrucada en el suelo de
concreto y cerámica de la pérgola, con los brazos apoyados en la banca y la
cabeza oculta entre ellos. Lloraba durante horas, hasta que llegaba a un
punto en el que no podía más, cuando ya no quedaban lágrimas dentro de
ella para botar.
A medida que pasaban los días, la preocupación aumentaba. Por las
mañanas salía a pasear con su tía, esperando ver a Xander en algún lugar.
Tampoco había logrado obtener información de Julien, a quien había
visitado al día siguiente de su desagradable encuentro con Oliver.
Por suerte, a él tampoco lo había vuelto a ver.
Temía por Xander. Sabía muy bien que la situación en su hogar nunca
había sido fácil, pero ahora tenía nuevos miedos que sumarle. Si hubiera
sido posible, Xander habría ido a la pérgola la noche en que Daniel Raven
los traicionó, cuando la vendió a su hijo menos sin miramientos. Si no lo
hizo...
Elizabeth no quería pensar en eso.
De modo que continuó yendo a la pérgola sin importarle el frío ni su
deteriorada salud, pues con cada noche que trascurría, más se acercaba la
fecha fijada para la boda. No podía perder la esperanza de, al menos, ver a
Xander una última vez antes de firmar su sentencia de muerte.
Se enteró de la fecha gracias a su tía, quien recibió noticias de su padre
hace unos días. No solo ignoró por completo las súplicas de Eloise para que
no prometiera a Elizabeth a Oliver Raven, sino que también acordó la fecha
con Daniel a espaldas de ambas.
Le quedaban tres días. Tres días antes de que su libertad muriera junto
con su espíritu.
Buscó a Julien en un último intento desesperado. Le suplicó que
transmitiera un mensaje suyo a Xander.
«No sabes cuánto lo siento, Elizabeth. No puedo hacerlo. Es demasiado
peligroso».
«¿Peligroso? ¿Peligroso cómo?».
Julien no respondió, dejándola solo con su imaginación como respuesta.
¿Acaso la vida de Xander estaba en peligro? ¿Era eso a lo que se refería?
No, no podía ser cierto. Aunque estaba claro que Daniel y Oliver no tenían
ningún aprecio por su hijo y hermano, no podía ser tan grave... ¿Verdad?
No podían haberlo amenazado de esa manera.
Esto le dio nuevas fuerzas. No se rendiría, eso estaba claro. Vería a
Xander pase lo que pase, ya sea antes o después de la boda, no le
importaba.
La noche previa a la ceremonia se dirigió una vez más a la pérgola,
decidida a llegar hasta él, dondequiera que estuviera, incluso si fuera en el
mismísimo infierno.
Creyó que esa noche sería como las anteriores cuando se adentró en el
bosque, pero cuando lo vio allí, de pie apoyado en los cimientos metálicos
de la pérgola, su mundo se derrumbó.
No fue en absoluto la reacción que esperaba de sí misma: pensó que
cuando lo viera, nada más importaría; que correría a sus brazos y se
declararían el uno al otro, enamorados, y que de alguna manera todo estaría
bien... Excepto que nada estaba bien y no podía fingir lo contrario. Al verlo
allí, moviendo las manos en un gesto frenético y con una expresión de
profunda angustia, Elizabeth sintió que el cielo le caía encima.
Fue imposible engañarse a sí misma, mentirse solo para tranquilizarse.
No podía, porque de repente toda la ansiedad, el miedo y el dolor que había
estado experimentando durante días se volvieron demasiado pesados para
soportarlos de pie. Un sollozo traicionero escapó de sus labios, revelando su
presencia en el claro.
Xander giró sobre su eje como si un hilo invisible lo arrastrara hacia
ella. La vio en el suelo, destrozada, luchando por recomponerse y por
guardar todo dentro de sí. No lo soportó. Supo entonces que ningún dolor,
ninguna pena que pudieran infligirle se compararía con eso, con saber que
no podía hacer nada para aliviar el sufrimiento de la única persona a la que
amaba.
Corrió hacia ella, tan rápido que en un abrir y cerrar de ojos se arrodilló
a su lado en el suelo. En ese momento, lo que menos le importaba era si su
traje se ensuciaba y luego lo descubrían por eso; ya se encargaría de eso
más tarde. Lo esencial en ese instante estaba allí, justo entre sus brazos.
—Déjalo salir, Elizabeth —le susurró, animándola a cargar su peso en él
y acariciando su cabello lleno de horquillas—. Déjalo salir. Las cargas están
para que ambos las soportemos.
—Xander. —Hipó entre llantos, aferrándose a él desesperada, temiendo
que fuese una ilusión, y que esa sería la última noche en que podría verlo.
Al menos, siendo dueña de sí misma—. Tengo tanto, tanto miedo…
—Shh… lo sé. Lo sé.
—¿Tú no lo tienes?
—Estoy aterrado —confesó—. Tengo miedo de perderte, siempre lo he
temido. Pero más me aterra que te pierdas a ti misma, que te conviertan en
algo que no eres, que te hagan daño… Podría vivir con esto si fuera tu
decisión, y sé que estás sufriendo tanto que casi desearía que así fuera.
A pesar de todo, ella consiguió sonreír.
—Casi —murmuró.
—Casi —concordó él—. Te amo, Elizabeth. Lo sabes, ¿verdad?
La muchacha asintió.
—Y yo te amo a ti, Xander. Con todo el corazón.
—Toda mi vida —comenzó él, estrechándola más fuerte, jalándola más
cerca de su cuerpo— me han hecho sentir que no merezco nada bueno, que
no merezco amor. Y que, si alguien como tú llegase a mi vida, no sería
merecedor de ti tampoco.
Elizabeth quiso replicar enseguida.
—Xander…
—Espera —pidió él—. Déjame terminar. Iba a decir que… Gracias a ti
sé que eso no es cierto. Creo que siempre lo supe, pero por ti es que puedo
expresarlo, y lo creo más que nunca. Y voy a luchar por esto, por nosotros.
Aunque me lleve toda la vida, mi último aliento. Te lo prometo.
—¡No digas eso! —exclamó, alarmada, viéndolo muy seria—. Jamás
digas eso. No podría… No podría vivir conmigo misma si…
El corazón de Xander se ablandó. Sabía que ella lo amaba, que
necesitaba de él y, aun así, seguía sorprendiéndole el alcance de ese
sentimiento, que Elizabeth prefiriese su compañía, su amor, antes que la de
cualquier otro.
—No lo harás. Eso también te lo prometo.
Elizabeth susurró lo siguiente, porque incluso en la oscuridad de la
noche y en la intimidad de sus brazos, temía decirlo en voz alta:
—No sé si puedo superar esto, Xander —confesó—. No sé si tengo la
fuerza para vivir de este modo, para casarme con él, para… —Su voz falló.
Nuevas lágrimas inundaron sus ojos y se derramaron enseguida,
sobrepasándola—. Oh, Dios. No puedo, Xander. No puedo. Y saber todo el
sufrimiento que te causa, es imperdonable. No quiero que tengas que verlo,
estar presente. Ni mucho menos que imagines lo que pasará después… Me
siento sucia de solo pensarlo, me doy asco…
—Para —frenó él, subiendo la voz—. No digas eso, jamás. ¿Me
escuchas? Jamás. No estás sucia, ni ahora ni después. Me enferma la idea
de que él te toque, te juro que… —respiró. Una vez, dos, tres veces. No
logró calmarse del todo, pero tenía que conseguirlo, tenía que poder pensar
con claridad. Se lo debía—. Nada de esto es tu culpa, y para mí jamás serás
menos de lo que eres ahora, no por eso. ¿Está bien? Nunca vuelvas a decir
algo así.
—¿No hay forma de… evitarlo? —preguntó con timidez.
Era una mezcla tan extraña de sentimientos en su interior. Un poco de
vergüenza, de pudor, siendo arrollados por una ola de náuseas, miedo y
terror.
Xander quiso morirse ahí mismo.
—Tú y yo… Podríamos irnos ahora. Dímelo si eso quieres, y lo
haremos, porque no necesito nada más que a ti. Lo demás podemos
arreglarlo.
—¿Pero…? —intuyó.
—No llegaríamos lejos —se lamentó él, desesperado, con ganas de
golpear algo… o alguien—. No tenemos dinero, comida ni un cambio de
ropa sencilla con la que podríamos pasar desapercibidos en las aldeas
vecinas. No podríamos pagar la estadía ni la cena en una posada, ni
conseguir un boleto en tren hasta la ciudad más lejana posible de mi maldita
familia. Y tengo miedo… Tengo miedo de que terminemos muertos si lo
intentamos.
Su corazón se congeló.
—¿A qué te refieres?
—Mi padre amenazó con matarme si me acerco a ti. Por eso no podía
venir, Elizabeth. —Omitió la parte en la amenazaba a ella también. No
hacía falta que lo supiera, que temiera más—. Y si eso pasa… no podré
protegerte. Oliver moverá cielo y tierra para encontrarte, lo sabes.
Ella asintió.
—¿Y entonces? Dime que hay un «entonces», porque no creo poder…
—Tengo un plan —le aseguró—. Hablaré con Julien, él nos ayudará.
Ella asintió. Tenía la certeza de que, si alguien podía ayudarlos a salir
del fondo del mar, era él. Se limpió las lágrimas con el dorso de su mano.
Tenía los párpados hinchados y la cara roja, sin embargo, Xander pensó que
se veía hermosa.
—¿Cuál es el plan?
Xander suspiró.
—Conseguiré dinero, más de lo que tengo ahorrado, comida y nos
aseguraré un carruaje para que nos lleve a la estación de trenes. Nos iremos
lejos, donde nadie sepa quiénes somos. Empezaremos desde cero…
—Como marido y mujer —dijo Elizabeth.
Xander sonrió.
—Nada me haría más feliz. —Le besó el puente de la nariz, y ella cerró
los ojos ante su contacto—. Julien nos ayudará a conseguir la anulación de
tu matrimonio con Oliver; ya le pregunté y es posible.
—¿Y si no?
—Si no… Nos las arreglaremos. No me importa cómo, pero lo haremos.
Ahora estamos demasiado vigilados, Elizabeth. Apenas sí pude
escabullirme, y tengo miedo. Temo por ti, por lo que puedan hacer si nos
descubren. Pero después de la boda…
—Será diferente. Estarán más tranquilos, pensarán que ya ganaron.
—Tendrás que engañarlo. No creerá que cambiaste de actitud de la
noche a la mañana, tiene que ser paulatino. Que crea que lo estás aceptando
como tu esposo, ¿entiendes? Debes ganarte su confianza.
—Lo intentaré.
—Tienes que hacerlo —la urgió—. Dependerá de eso. —Se miraron
durante un minuto hasta que ella, despacio, asintió. Xander botó el aire en
sus pulmones—. Lo siento, Elizabeth. No sabes cuánto lo siento. —Le
picaban los ojos. Si eran lágrimas de dolor o de rabia, no estaba seguro—.
Desearía que fuera diferente, pero la boda es mañana y no sé cómo
podríamos…
—Shh —lo tranquilizó ella—. No importa lo que pase con él. Puede
tomar mi nombre, mi libertad, mi… Mi cuerpo. Pero mi corazón jamás lo
tendrá. Es solo que… —Ella dudó.
Elizabeth negó con la cabeza, como manteniendo una conversación
consigo misma en la cual salió victoriosa.
Lo miró con determinación:
—No quiero que él sea el primero.
—Voy a matarlo.
—Está bien —susurró ella—. Ya no importa.
—Sí que importa…
—Xander —lo llamó ella, rompiendo el muro de sus defensas—. No
quiero que él sea el primero —repitió.
Se acercó a él hasta que su aliento le acarició el rostro. Deseaba que la
besara, que no se detuviera, y se lo transmitió con la mirada.
Xander la observó en silencio, comprendiendo al fin el significado de
sus palabras. Su corazón dio un vuelco y, por un instante, le resultó difícil
respirar.
—¿Estás segura? —susurró, casi con miedo de decirlo muy alto, por si
la burbuja que los mantenía ocultos del resto del mundo se rompía.
Elizabeth asintió con fuerza.
—Muy segura. Te quiero a ti, Xander. Ahora y siempre.
—No quiero que te apresures si no…
—Tendré que hacerlo de igual modo, mañana después de la boda. Y si
no hay forma de huir de esto, de evitarlo, quiero que sea elección mía. Tú
eres mi elección.
—Y tú la mía —afirmó antes de besarla.
Así que, la noche antes de que se casara con su hermano, Elizabeth se
entregó a Xander en cuerpo y alma. Le dio todo cuanto tenía, todo lo que
era, su amor y su lealtad, con la esperanza dentro de su pecho de que, un
día, se irían del lugar que los había roto a ambos, para construirse de nuevo,
pieza por pieza… juntos.
Xander la condujo hacia la pérgola para poder besarla y desnudarla bajo
ese mismo techo lleno de arabescos que los vio enamorarse.
48
EL FILO DE UN CORAZÓN ROTO
1886
La mañana después de la boda, ella alegó que necesitaba estar sola para
poder asimilar su nueva vida. A regañadientes, Oliver accedió a su petición.
Por la tarde, Elizabeth se unió a él para la cena; comieron en silencio,
intercambiando algún comentario ocasional sobre la comida o sus
respectivos días. Luego, cuando Oliver se apresuró a besarla y comenzó a
desabrochar su vestido, ella no pudo contener las lágrimas.
Lo mismo ocurrió la noche siguiente, y Oliver estaba harto. Se alejó
lleno de ira.
—¿Vas a llorar cada vez que te bese, maldita sea? ¿Cada vez que quiera
acostarme contigo?
Elizabeth se tragó el nudo que tenía en la garganta, sabiendo que tenía
que pensar en algo rápido antes de arruinarlo más.
—No, no… yo… Por favor, discúlpame —terminó por decir, asqueada
y queriendo llorar todavía más—. Es solo que… Entiéndeme, me han criado
toda la vida de una manera. Sé que ahora estamos casados, pero a una parte
de mí le cuesta hacerse la idea de que esto no… No está mal.
Claro que estaba mal, aunque no por las razones que le dio a entender.
Su expresión se suavizó.
—Supongo que tiene sentido.
—No te vayas —le pidió—. Ya me acostumbraré.
Respiró profundo y permitió que él la besara, la desvistiera y la tocara.
Al día siguiente, ya no lloró, y al siguiente, fue ella misma quien le pidió
que la besara.
Contra todos sus instintos, siguió el consejo de Xander y se tomó su
tiempo. Solo en una ocasión se atrevió a preguntarle a Alisson lo que
realmente quería saber:
—¿Está bien? —susurró, desesperada. Oliver no estaba, mas no se
confiaba de eso. Cualquiera de los sirvientes podría escucharla y podía
asegurar que no la estuvieran vigilando—. ¿Él está bien?
La mujer meneó la cabeza, insegura de cómo responder. ¿Debería
mentirle? No, no podía hacer eso.
Acercándose a ella, dijo en un murmullo:
—Es un desastre. Está tan bien como puede estarlo.
Elizabeth quiso llorar. Moría por decirle que lo amaba, que pronto
podrían estar juntos. Que lo sentía.
Pero todo eso él ya lo sabía, así que optó por enviarle el único mensaje
que quizás podía aliviar su sufrimiento.
—Dile que estoy bien. Dile haré lo que sea necesario y que… estoy
esperándolo.
Alisson asintió y la abrazó con fuerza, sin volver a tocar el tema. Ella se
convirtió en su compañía más constante, junto con su tía Eloise, quien la
visitaba casi a diario. Oliver soportaba la situación, pretendiendo que no le
importaba quién veía a su nueva esposa, pero Elizabeth notaba en su
expresión que desconfiaba de que alguna de las mujeres le trajera noticias
de Xander.
Para intentar compensar la situación, Elizabeth sugirió:
—Estaba pensando en salir a pasear con mi tía esta tarde. ¿Quisieras
acompañarnos?
Oliver aceptó de inmediato, complacido. A ella le desagradaba pasear
colgada de su brazo. Siendo honesta, detestaba todo lo que tenía que ver
con él y su compañía, sin embargo, sabía que era un mal necesario: había
hecho una promesa y cumpliría su parte del plan al pie de la letra.
La primera semana se esfumó. Elizabeth bebió el tónico anticonceptivo
sin falta cada noche, en secreto, rogando que funcionara. Su tía se lo había
conseguido antes de la boda, sabiendo que concebir un hijo de Oliver era lo
único que no soportaría.
A pesar de todo, seguía sin tener permiso para salir de la casa sola.
Como sea.
Una noche, Oliver anunció:
—Hoy cenaremos en casa de mis padres. —Ella se sintió de tantas
maneras, que no supo por cuál decidirse: sorpresa, incredulidad,
esperanza… Alguna de ellas debió haberse reflejado en su rostro, porque,
con amargura, su esposo añadió—: No te hagas ilusiones, mi hermano no
está invitado.
Asintió sin decir nada. No confió en que su voz no la traicionara.
La ausencia de Xander la quemaba como ácido en las venas. Sabía que
tendría que soportar el dolor de la separación, extrañarlo junto con el horror
de su matrimonio, pero no esperaba sentirse tan... incompleta.
Aguantó esa maldita cena bajo el constante escrutinio de Daniel Raven.
Casi no habló, y desviaba la mirada cada vez que un nuevo par de ojos se
posaba sobre ella.
—¿Qué te parece la nueva casa, querida? —le preguntó Layla de
repente.
Elizabeth quiso bufar. ¿Qué le iba a parecer? ¿Qué clase de pregunta
absurda era esa? Conteniendo el aire, tratando de mostrar una expresión
neutral, murmuró:
—Está bien.
Daniel rechistó, a medio camino entre la risa y el descontento.
—Mira, hijo, ¡has convertido a tu esposa en una mujer sumisa! —Oliver
rio ante el comentario. Elizabeth lo ignoró—. Bien por ti. Casi me da pena
que el imbécil de tu hermano no esté aquí para verlo.
—Xander no… —comenzó Elizabeth, antes de darse cuenta de lo que
estaba diciendo. Se detuvo, sintiendo que el corazón se le caía hasta el
suelo. Lo vio en los ojos de ambos hombres en la mesa: lo había arruinado
todo—. No tiene nada que ver con mi esposo o conmigo —terminó por
decir.
Por un instante, nadie habló. No supo cuánto tiempo pasó, pero fueron
los segundos más largos de su vida.
—Mhm. —Fue todo lo que Daniel dijo en respuesta antes de pasar a
hablar de otras cosas.
No volvió a pronunciar palabra en el resto de la cena, ni tampoco en la
caminata de vuelta a casa.
Subió directo a su habitación, exhausta. Todo el estrés de la maldita
comida se estaba yendo de su cuerpo y dejándola sin soporte, como una
muñeca de trapo. Entonces, Oliver entró en la habitación y comenzó a
besarla.
—Oliver —consiguió decir ella. Estaba borracho—. Oliver, estoy muy
cansada hoy, ¿podríamos…?
Se calló cuando el golpe la hizo doblar la cara. El mundo dejó de sonar;
lo único que podía sentir era el correr furioso de su sangre en los oídos,
inundándolo todo. ¿Acaso él…? Pero… ¿por qué? ¿Por dudar? ¿Por decirle
que no una vez? Antes de que tuviera tiempo de recomponerse, él la tomó
con fuerza del mentón. De su boca salió un quejido de protesta, dolorido:
sentía su dedo enterrándose en el hueso de su mandíbula.
La expresión en su rostro… Elizabeth lo había visto enojado. Esa vez,
no lo reconoció. Tuvo tanto miedo de lo que podía hacerle que no se atrevió
a decirle que la estaba lastimando con sus garras clavadas en las mejillas.
—No quiero volver a escuchar en tu boca el nombre de mi hermano —
siseó, apretando su rostro todavía más. Ella lloriqueó—. ¿Entiendes? —La
tenía agarrada tan fuerte que no pudo moverse; su boca estaba desfigurada
por la presión de sus dedos—. ¡¿Entiendes?! —Su grito la estremeció. A
duras penas consiguió asentir—. Bien.
Oliver ignoró las lágrimas que corrían por su rostro cuando la besó con
violencia. La tomó por los brazos y la arrojó a la cama. Su codo golpeó uno
de los postes y ella chilló, pero él ya estaba encima suyo, levantando su
vestido.
Se introdujo en ella con tanta fuerza que se le fue el aire, y más lágrimas
cayeron sin control. No era una persona, era un animal.
—Oliver. Me… Me duele.
Él no le hizo caso.
No consiguió dejar de llorar en toda la noche, temblando, acurrucada en
su lado de la cama mientras él dormía como si todo estuviese bien en el
maldito mundo.
Oliver se disculpó por su arrebato al día siguiente. Lo más difícil que nunca
haría Elizabeth fue fingir que lo perdonaba.
—Realmente te amo. Lo sabes, ¿verdad? —había dicho.
Y con una sonrisa llena de hipocresía, ella respondió:
—Por supuesto que lo sé.
Pasaron otras dos semanas sin mayores inconvenientes. Elizabeth
continuó con su farsa y esperó. Esperó... Esperó. Hasta que llegó la noticia
que tanto anhelaba, en forma de un trocito de papel oculto entre las manos
de Alisson.
Al despedirse, Alisson se lo entregó a Elizabeth, deslizándolo entre sus
dedos al sostener sus manos. Oliver las observaba, atento y sonriente, ajeno
a lo que sucedía. Tan pronto como Elizabeth sintió el papel contra su piel,
su corazón se desbocó. Sintió los latidos en cada parte de su cuerpo.
Una mirada seria y preocupada de Alisson fue suficiente para confirmar
sus sospechas: era de Xander.
Elizabeth se obligó a sonreír como si nada.
—Ha sido un gusto verte, Alisson. Muchas gracias por visitarnos. Por
favor, dale mis saludos a Julien.
—Así lo haré, querida. —Le apretó las manos una vez más… y la soltó.
La nota se quedó con ella—. Oliver, ha sido un placer. Espero que no te
importen mis visitas.
—En absoluto. —Su voz era el reflejo de la elegancia y la cordialidad.
Una mentira.
Elizabeth aprovechó el segundo en que Alisson lo abrazó, aquella
pequeña distracción, para guardar la nota entre los pliegues de su corsé.
Alisson se fue, y ella no se atrevió a sacar la nota hasta varias horas más
tarde, cuando Oliver salió unos minutos de la casa sin decirle a dónde iba.
Elizabeth lo observó marcharse desde la ventana y, una vez segura de que
estaba sola, miró lo que Alisson le había entregado.
El primer papel estaba escrito y doblado para ocultar otro sobre hecho
del mismo material. Era más pequeño que la palma de su mano; sintió una
textura extraña dentro. Lo dejó a un lado y pasó a la nota:
J
Julien:
Xander.
Eso fue todo. Las cartas se detuvieron, y nunca más supo de ellos. No
directamente, por lo menos. Xander solo esperaba que pudiesen perdonarlo,
y que fueran felices. Decirles adiós terminó de hacerlo trizas, mas sabía que
era lo correcto: no podía permitir que ellos viesen la persona llena de odio,
rencor y sed de venganza en que se había convertido. Mucho menos, el
asesino que pronto sería.
Les rompería el corazón. Así que les dijo adiós y se obligó a olvidarlos.
Se enteró de que su hermano había abandonado la aldea también, luego
de los rumores acerca de las sospechosas circunstancias en que murió su
nueva esposa. Xander no logró dar con él hasta que, a principios de 1889,
Lucía le dio una noticia:
—Te has convertido en tío, querido nieto.
Lucía podía traer la cara de una niña de dieciséis años, pero no había
mujer más astuta que ella.
Se enteró, así, que su hermano se casó un año después de marcharse de
la aldea, con una mujer que había conocido en la ciudad, más o menos por
el tiempo en que Xander estaba moviendo a Elizabeth a otro volcán. Era lo
típico entre ellos: mientras Xander estaba desesperando, luchando con
garras y dientes por mantener su vida a flote, Oliver olvidaba todo y
comenzaba de nuevo.
—Bien —respondió él.
Que de algo sirviese su hipocresía, su cara bonita. Que se casara, que se
enamorase y fuera feliz, dichoso, porque Xander ya sabía que no le bastaría
solo con matarlo. Deseaba arruinarlo, romperlo del mismo modo que él
había hecho, tomar su felicidad, sus esperanzas y sus sueños, y hacerlos
pedazos frente a sus ojos.
—Bien —repitió.
—Y lo mejor… —Lucía sonrió—. Son mellizos. Tendrás dos chances,
dos posibilidades. Un niño y una niña; los pequeños Ian y Leah Raven.
—No te encariñes demasiado, no vivirán mucho.
—Sí, lo harán —Lucía cortó—. Solías ser más paciente que esto, mi
niño.
—¡Estoy harto de esperar!
—Sabías cuál era el precio. Mi consejo es que no desperdicies este
tiempo. Necesitas…
—Sé que necesito un arma. Y en estos años hemos logrado acceder a
muchísima magia, abuela, poderes tan antiguos como los dioses que los
crearon. Magia del fuego, energía y vitalidad… Nada de eso me sirve —
terminó entre dientes, sintiendo la muerte revolverse en su interior.
Muerte era lo que necesitaba. Desearía encontrar una forma de convertir
su poder en un arma, sin embargo, ni siquiera de ese modo estaba seguro de
que podría impedir el renacimiento.
—Reúne los materiales, entonces. ¿Qué tal una daga? —sugirió Lucía
—. Es elegante, discreta y fácil de forjar.
—Una… daga. —Xander lo consideró.
Vio los ojos de su abuela encenderse con las ansias de una nueva idea
formándose en su cabeza.
—Metal y piedra. Una aleación entre ambos puede ser justo lo que
necesites. El hierro ha sido ancestralmente conocido y utilizado para
bloquear la magia. Solían esposar con hierro a las brujas en la antigüedad.
Titanio, para conducir la electricidad y energía; la contraposición de ambos
puede darte equilibrio. Y plomo —agregó como un pensamiento de último
minuto—, para que sea duradera y proteja a los otros metales.
—¿Y la piedra?
—Obsidiana. —Lucía no titubeó, y Xander sabía de sobra que no debía
cuestionarla; sabía más que él de estos asuntos—. Una piedra ígnea,
volcánica y muy, muy poderosa. Transmuta la energía; quizás podamos
utilizar eso a nuestro beneficio, cambiar las propiedades para transformar la
vida en muerte.
Xander se puso a trabajar en recolectar aquellos elementos. Probó
distintas aleaciones en diversos porcentajes, hasta formar cinco dagas;
cuatro de ellas cargadas hacia uno de los metales o a la obsidiana, y la
última a partes iguales. Todas eran tan negras como el carbón.
En octubre de ese año, no obstante, sus prioridades se vieron alteradas
cuando conoció a una mujer llamada Regina. Ella era sencilla, recatada y
perceptiva. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, siempre encontraba algo
acertado o útil que comentar. Era mayor que Xander; él tenía 25 y ella 27, y
estaba en un apuro por casarse antes de que la sociedad la tachara como
solterona de por vida.
Xander vio en ella una oportunidad. No de ser feliz, sino de tener un
hijo que pudiese darle la magia que ansiaba con desesperación, el poder de
curar con las lágrimas. Si lo conseguía, podría despertar a la única mujer
que realmente amaría, y ninguno de sus otros planes sería necesario.
Tal vez, solo tal vez, vio en Regina la oportunidad de no convertirse en
un asesino. Y la tomó.
Se casó con ella, prometiéndole que nada le faltaría jamás y que, a su
lado, tendría una vida cómoda y respetable; ella lo aceptó. Al iniciar el
nuevo año, su esposa le dio la noticia de que estaba embarazada.
Xander sintió de nuevo el frío de la muerte y la indiferencia removerse
en su pecho ante la noticia. Podía ser que ya fuera demasiado tarde para
detener a la persona en que se había convertido.
Nueve meses pasaron. A inicios de Octubre de 1899, Xander recibió al
hijo que pensó que jamás tendría, con una mujer que no era su Elizabeth.
55
F U EG O N EG R O
1899
—Tienes que ver la magia con tu mente, evocar lo que quieres que haga,
aunque no puedas verlo.
Su abuela estaba allí, de pie junto a él, ambos frente a las llamas de la
chimenea. En una de sus manos, Xander sostenía las piedras: dos lágrimas
de fuego, perfectas, idénticas y tan pequeñas como la última uña de su
meñique. Dentro de ellas el poder se removía inquieto. En la otra mano,
tenía lo último de la aleación de obsidiana, hierro, titanio y plomo, siendo la
piedra volcánica la más potente de las cuatro.
Las dagas que alguna vez forjó quedaron en el olvido, inutilizables
después de tantos experimentos, pero conservaba aquel fragmento. Era más
un cilindro que cualquier otra cosa, negro y reluciente; la combinación de
materiales utilizados para crearlo había dejado vetas en su superficie, y
cuando Xander lo sostenía a contraluz, casi podía ver a través de él, aun si
era tan impenetrable como la más profunda oscuridad.
Era un trabajo… precioso. Elegante, hermoso y letal. Y era suyo.
—Convoca tu poder, Xander —dirigió Lucía—. Dale forma a las llamas
como la hoja de una espada.
Hizo lo que le decía. Había conseguido manejarlo con el tiempo: sus
llamas salieron más azules que anaranjadas; desprendían un frío glacial,
como si estuviesen hechas de hielo y no de fuego. Siguiendo su comando,
las llamas se ordenaron en la base del cilindro, el cual resplandeció por un
momento.
Xander contuvo la respiración y obligó a su magia a avanzar, a crecer
hasta que alcanzó a ser del largo de su brazo. Tras él, Lucía continuó:
—Las piedras de fuego pueden vincularse a objetos, Xander. Tienes que
crear el vínculo con intención, darle todo tu poder y voluntad, y hacerlo
bien, porque será irrompible.
Xander pensó en la Incandescencia. Recordó el poder que les había sido
conferido y se imaginó, sobre todas las cosas, ese poder siendo almacenado
en la piedra, retenido hasta que la persona herida por su arma no tuviera
más magia en su sangre. Se imaginó una espada de fuego capaz de detener
el renacimiento, capaz de arrebatar la vida misma.
Sintió cómo la energía lo atraía, y podría haber jurado que era la piedra
misma respondiendo a sus pensamientos.
—¿Qué… hago? —jadeó, luchando por mantener el control de la
magia.
—Une la piedra a la espada. Insértala en el mango.
Xander obedeció y acercó una de las piedras al cilindro metálico y
negro. Lo hizo despacio, visualizando su posición... hasta que el cilindro, la
obsidiana, tiró de su mano como estuviera atrayendo un imán. En menos de
un parpadeo, la piedra quedó soldada al mango de lo que sería su nueva
espada.
Sintió cómo el metal se calentaba y resplandecía en su mano. Y lo
sintió. Por primera vez, después de cientos de experimentos fallidos, lo
sintió. Experimentó el zumbido de la magia y la energía recorriendo el
metal, como si una corriente estática vibrara desde su interior y quisiera
salir a la superficie. Todo su brazo tembló.
Ni siquiera tuvo que voltearse para saber que Lucía estaba conteniendo
la respiración. Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo: las llamas ya no
estaban bajo su control, ya no dependían de Xander para mantener su forma
y posición. Una luz electrizante recorrió el mango de la espada y ascendió
hasta la llama. Observaron con asombro cómo esta dejaba de ser una forma
difusa e incontrolable, transformándose en un núcleo sólido y letal rodeado
de fuego azul y naranja.
—Está funcionando —susurró Xander.
No lo podía creer, pero ahí estaba el arma que tanto necesitaba y quería.
Ninguno había hablado desde que la magia comenzó, sin embargo, se
sintió como si hubiesen estado escuchando un murmullo contante que
recién se hubiese silenciado. Cuando Xander miró a Lucía, su expresión era
seria y decidida.
—No podemos estar seguros. Tienes que probarla.
Xander no pareció comprender.
—¿Cómo?
—Tienes que probarla —repitió Lucía. Su nieto palideció—. Pruébala
en mí.
—Estás loca. —Se negaba rotundamente a hacer tal cosa, sobre todo
porque, en el fondo, sabía que iba a funcionar, y no estaba seguro de estar
listo para perder a la única familia que le quedaba.
—Si no funciona, estaré bien. No hay nada de qué temer. Pero si
funciona, y estoy segura de que es lo que ambos pensamos… está bien
también, mi niño. Puedo hacer las paces con eso.
—Pero… ¡abuela!
—Solo quiero verte feliz, Xander, y si puedo ayudarte, darte una
ventaja, una oportunidad, me parece una buena forma de terminar con mi
vida. ¿Y sabes? Estoy harta de esta vida, de esta gente y esta sociedad.
Harta, hastiada. Detesto el rol que me han asignado.
—Eso puede cambiar. —Xander trató de hacerla entrar en razón,
sintiendo que la espada pesaba una tonelada entre sus manos—. Más
adelante…
—Estoy cansada, ¿entiendes eso, mi niño? —Despacio, Xander asintió.
Si alguien entendía eso, era él—. Estoy cansada de tener que luchar por
hacerme un espacio, por ganarme el respeto de las personas desde que era
una niña o de fingir respetarlos a ellos, empezando por mi padre. Pero, si no
es mucho pedir… Me gustaría algo a cambio por mi sacrificio.
Xander arqueó una ceja y, titubeando un segundo, se levantó.
—Lo que sea.
Lucía lo agarró por el brazo, sosteniendo su mirada a la vez que su
muñeca.
—Quiero que mates a tu padre. Quiero que su muerte siga
inmediatamente a la mía.
Xander resopló.
—No sería difícil de cumplir en lo absoluto.
«Sería», no «será». Todavía dudaba.
—Yo trataré de renacer. Si esa espada todavía no se ha convertido en un
arma para matar a alguien como nosotros, la magia de mi sacrificio hará el
trabajo; estoy segura.
Hablaba de la muerte como si no significara nada, como si fuese poco
más que un ítem en su lista de tareas, o un descanso bienvenido.
Xander la admiraba.
—¿En serio haremos esto?
Lucía asintió y sonrió.
Ella tomó las manos de Xander, que aun empuñaba la espada, y giró la
hoja cubierta de llamas hacia su pecho, justo en el centro. Se observaron
durante un segundo que pudo haber durado mil años; no hizo falta
pronunciar palabras, porque esa mirada decía todo lo que podrían haber
querido decir a modo de despedida. Con las manos de Lucía sobre las
suyas, guiándolo, Xander introdujo la espada en su corazón.
Lucía inhaló con fuerza. Un ínfimo quejido escapó de sus labios, siendo
la única señal de dolor que jamás mostraría.
—Siento… la magia escaparse de mí. No puedo controlarlo. —Su voz
era apenas un susurro entrecortado.
Xander jamás la había escuchado hablar así. Jamás conseguiría definir
si se arrepentía de matar a su abuela, porque en el fondo sentía que no fue él
quien lo hizo, por más que fueron sus manos y su fuerza las que le clavaron
la espada.
—¿Qué sientes? —quiso saber él.
La energía negra en su interior ronroneó, complacida de su curiosidad
oscura.
—Mi sangre… —Los ojos de Lucía se abrieron en sorpresa—. No
corre, me pesa, siento… —Su voz se cortó cuando el aire escapó de sus
pulmones.
Antes de que pudiese caer, Xander la sostuvo. Bajó hasta el suelo con
ella entre sus brazos, con la espada todavía en su pecho. Casi tenía miedo
de sacarla.
—Puedes ir por Oliver ahora —susurró Lucía. Sus ojos cerrándose poco
a poco—. No renacerá; ninguno de ellos lo hará.
—Lo haré, lo prometo.
—Dale la otra piedra a Elizabeth. —Parecía como si estuviese juntando
lo último de sus fuerzas para decir aquello—. Puede canalizar la magia que
reúnas en la espada a través del vínculo entre las piedras, así no tendrás que
subir al volcán para entregársela. Ella vivirá; solo tienes que encontrar un
objeto al que vincular la otra piedra y darle la intención, como hicimos
ahora.
Xander tenía en mente el objeto perfecto.
—Gracias, abuela.
—Espero que… encuentres la felicidad, mi niño.
Los ojos de Lucía se desviaron hacia el mango negro que sobresalía de
su pecho. Sin decir nada, Xander lo sacó.
Mientras Lucía Grace exhalaba su último aliento, antes de cerrar los
ojos para siempre, vio que la llama de la hoja se volvía negra como la
obsidiana.
FIN LIBRO II
N O TA D E L A A U T O R A
¡¡¡AHHHHHHH!!!
No puedo creer que estés leyendo esto. En serio, no puedo creerlo.
La idea de la trilogía Incandescente vino a mi cuando tenía unos 13
años. Era pequeña, lo sé, pero vi claramente en mi cabeza la historia de una
familia ligada a la antigua magia del fénix, repartida en tres libros que nos
llevan más y más al pasado para conocer los secretos que se perdieron en el
tiempo. Y, si bien la historia de Incandescente siempre me gustó, mi mayor
motivación para escribirlo fue llegar al segundo libro.
Pienso que la trama de estos dos libros fue una que llegó a mí, en lugar
de ir yo a ella, y desde el primer momento vi a dos hermanos y un amor
condenado que me partiría el corazón tanto al imaginarlo como al
escribirlo. Lo hizo, en mil pedazos.
Desde que planeé todo, hasta ahora que estás leyendo, ha pasado mucho
tiempo; la idea original sufrió algunos cambios —como la aparición de
Julien y Alisson, o la «no-muerte» de Will JAJAJA—, pero la pareja en la
pérgola lleva años en mi corazón. Desde niña los he guardado para mí, y ni
siquiera a quienes les conté la novela antes de escribirla les hablé sobre
ellos. Y es por eso que no puedo creer que después de tanto los estés
leyendo. ¡Al fin alguien más comparte mi sufrimiento!
Tengo que admitir que lo que pasa en el epílogo fue una ocurrencia de
último minuto… ¡Ups! Tendremos que esperar a ver qué aventuras nos
cuenta el tercer libro, del cual tengo escrito únicamente el epílogo. Sí, el
final JAJAJA y les prometo que la espera valdrá cada segundo, porque van
a amarlo.
No pensé que fuera a extenderme tanto aquí, pero necesitaba que sepan
todo eso antes de agradecerle a las personas que me han acompañado en el
viaje de la escritura. Iridiscente es mi cuarto libro escrito, y también es el
que más me ha costado terminar, así que gracias a Bea por ayudarme a
resolver los vacíos en la trama y por disuadirme de mi idea de matar a cierto
personaje; sí, tenías razón, no era necesario.
Gracias también por ser mi calculadora humana que hizo posible el
árbol genealógico: la línea temporal sería un desastre sin ti, ¡eres la más
inteligente del mundo!
Gracias a mi compañera de escritura, de ferias literarias y de desahogos,
Ghia Zanetti (vayan a leer su trilogía Heredera Dorada, no se van a
arrepentir). Gracias por aguantar todas las rabias y frustraciones que pasé al
editar, y por entretenerme haciendo teorías conspirativas JAJAJA SÍ, TÚ
SABES DE QUÉ TE HABLO. Gracias por aceptar leer la historia antes que
nadie, y por amar a X y E tanto como yo (ya aprendí a no poner spoilers en
estas notas *guiño*): tu fanguirleo me devolvió los años de vida que perdí
editando.
Gracias a Vale y Caro, que también fueron de las primeras en leer
Iridiscente y amarlo. Y gracias Vale por enviarme el libro de vuelta con los
errores marcados y los comentarios reaccionando a cada capítulo, ¡los amé!
Y gracias a ti. Sí, a ti, que estás leyendo esto probablemente con una
mantita y un té. Gracias por confiar en mí para entretenerte, en mis palabras
para transportarte al pasado. Sé que la historia se demoró en llegar, pero
espero que haya cumplido con lo que esperabas, que te haya sorprendido y,
especialmente, que te haya hecho sentir. Eso es todo lo que puedo pedir.
Si disfrutaste la historia, significaría el mundo para mí que pudieras
dejar una pequeña reseña en Goodreads.
Gracias por apoyarme. Gracias por llegar hasta aquí.
¡Nos vemos en el próximo!
A NT O N I A G U Z M Á N
Antonia nació el 2 de abril del 2001 en un frío rincón del sur de Chile. Siempre fue amante de los
brillos, la pintura, las películas de Disney y todo lo que sea rosado. Descubrió la escritura a los 13
años, y desde entonces intenta plasmar en sus historias los mundos llenos de magia y secretos en
donde le gustaría vivir. Le encanta mezclar y experimentar con diversos géneros, pero sus favoritos
siempre serán la fantasía, el misterio y el romance (si es todo junto, mejor).
Actualmente se desarrolla como Diseñadora Gráfica, además de escritora, y tiene muchos
proyectos futuros que combinan ambas áreas, como diseñar las portadas de los libros que tanto le
encantan.
Su primer libro, A través de las sombras, cuenta una historia de fantasía oscura, pérdida y magia.
Su segundo libro, Incandescente, es una historia juvenil romántica que navega por la el duelo, el auto
descubrimiento y la leyenda del fénix.
O T R A S N OV E L A S
Aura tiene visiones extrañas. Sueños, en realidad, en los que un ente sin rostro le quita la
respiración... pero lo inquietante no es eso, sino que, por algún motivo, las marcas de sus sueños se
quedan grabadas en su piel. Eso no puede ser normal... ¿o sí?
Ahora ella y Lucas, el peculiar chico que llegó a su vida como por obra y arte del destino, y quien
parece saber más de ella que ella misma, tendrán que hacer frente a las sombras que, comandadas por
un antiguo enemigo, buscarán eliminar a la muchacha a cualquier precio.
Cuando todas las verdades se enfrenten, Aura y Lucas deberán remover el pasado y emprender un
viaje en busca de lo único que puede ayudarlos... y apurarse, antes de que la Oscuridad se apodere de
todo.