2 Iridiscente

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SINOPSIS

Una historia fue contada, pero… ¿será la verdadera?

Dos semanas han pasado desde los acontecimientos ocurridos en la


Mansión Raven. Con esto llegan las fiestas, un nuevo año… y nuevos
problemas.
Lianne, sus amigas y su familia intentan superar todo lo que ha sucedido y
seguir adelante, pero todavía hay muchas preguntas que necesitan
respuestas y secretos que luchan por salir a la luz.
Y todo comenzó cuando, muchos años atrás, una muchacha de la aldea se
enamoró perdidamente de un joven llamado Daniel Raven.

Las historias paralelas fueron un total acierto. Fue como leer dos
libros maravillosos al mismo tiempo y eso me encantó. […] Al final,
ambas historias se conectan de una manera que NO VI VENIR, y ¿a
quién no le gusta sorprenderse? Simplemente wow con esos últimos
capítulos.
— GHIA ZANETTI, AUTORA DE «HEREDERA DORADA»
IRIDISCENTE
TRILOGÍA INCANDESCENTE
LIBRO DOS
ANTONIA GUZMÁN
I RIDISCENTE

© 2023, Antonia Guzmán Claro.


© 2023, Primera edición.
Registro de propiedad intelectual: 2023-A-11212
ISBN: 978-956-416-432-8
Todos los derechos reservados.

Diseño de cubierta: Eira D. Hania


Maquetación: Antonia Guzmán
Ilustración inicios de capítulos: Antonia Guzmán
Ilustraciones: @ereidiam, @lily_artjournal, @xantoniaguzman

Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte de la autora.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.
A todas las personas que quise
y que no supieron quererme. Gracias por enseñarme
que nadie muere de un corazón roto.

Y a todas las Laylas de ahí fuera, que aman


sin amarse a sí mismas. Sepan que merecen
más que un amor a medias.
«Nos hacemos siempre una idea exagerada de lo que no
conocemos».
— ALBERT CAMUS, EL EXTRANJERO.

«Las máscaras cambian, pero los enmascarados siguen siendo los


mismos».
— BRENT WEEKS, EL CAMINO DE LAS SOMBRAS.
P L AY LI S T

Disfruta al máximo la experiencia de Iridiscente escuchando la playlist de


Spotify. Puede encontrar el enlace en clicando la imagen, o buscar las
canciones de cada capítulo a continuación:

1. Ceilings – Lizzy McAlpine


2. Men On The Moon – Chelsea Cutler
3. Like You Mean It – Ruelle
4. Girl – SYML
5. Too Young - Louis Tomlinson
6. People Watching – Conan Gray
7. Hurricane – Tommee Profitt, Fleurie
8. Carry You – Ruelle, Fleurie
9. Favorite Crime – Olivia Rodrigo
10. Hold On – Chord Overstreet
11. Colorblind – Rachel Grae
12. 1000 reasons – Caleb Hearn
13. I guess I’m in love – Clinton Kane
14. Wherever I May Go – Jake Etheridge, Stefanie Scott
15. Exile – Taylor Swift ft. Bon Iver
16. True North – S. Carey
17. On The Edge – Zackery
18. You Stay By The Sea – Axel Flovent
19. Fool’s Gold – Niall Horan
20. Picture Perfect – Jolé
21. The Story Never Ends – Lauv
22. Boyfriends – Harry Styles
23. Tidal Wave (Acoustic) – Old Sea Brigade
24. Remember That Night – Sara Kays
25. Let The Grass Grow – Ruel
26. Human – Civil Twilight
27. Where Do We Go From Here? – Ruelle
28. Break My Heart Again – FINNEAS
29. Thinking About You – Ocie Elliott
30. WYD Now? – Sadie Jean
31. Youngblood – 5 Seconds of Summer
32. Boyfriend – Dove Cameron
33. You Broke Me First – Tate McRae
34. In My Room – Chance Peña
35. Locksmith – Sadie Jean
36. LOUD – Sofia Carson
37. Set Me On Fire – Bella Ferraro
38. Miss Me The Same – Sara Kays, Anson Seabra
39. Take Me Away – Austin Farwell
40. Breakfast – Dove Cameron
41. The Lion’s Roar – First Aid Kit
42. Yours – Ella Henderson
43. Haunted – Maty Noyes
44. Pieces – Andrew Belle
45. Alps – Novo Amor, Ed Tullett
46. Daydream – Ruelle
47. The Other Side – Ruelle
48. Light A Fire – Rachel Taylor
49. War Of Hearts, Acoustic Version – Ruelle
50. Final Hour – UNSECRET, Ruelle
51. Secrets And Lies – Ruelle
52. Carolina – Taylor Swift
53. We go Down Together – Dove Cameron, Khalid
54. Slip Away – UNSECRET, Ruelle
55. Ultraviolet – Freya Ridings
56. Waking Up – MJ Cole, Freya Ridings
A DV E R T E N C I A

Hacia el final del libro encontrarás una única y breve escena en la que se
muestra una violación. No es larga ni explícita, pero si eres sensible a estos
temas, está al final de la cuarta escena del capítulo 48. Puedes saltártela sin
perderte nada de la historia.
ÍNDICE

Una chica rota


1. Antes
2. Murmullos
3. Prohibido
4. Ahora
5. Retazos
6. Problemas normales de adolescentes normales
7. El poder que se había perdido
8. Todo lo que pudo ser
9. Compromiso
10. Torbellino
11. Sospecha
12. Magia
13. En el amor o la indiferencia
14. La muerte de un padre
15. «Acepto»
16. ¿Qué acaba de pasar?
17. Lidiando con lo imprevisto
18. Novecientos noventa y nueve pedazos
19. Desconocido
20. Una nueva vida
21. El trato
22. Ventajas y desventajas
23. Iridiscente
24. «Es distinto contigo»
25. Madre
26. Crianza
27. Tensiones
28. Verdades que duelen
29. Lidiando con lo imprevisto, segunda parte
30. Dulce y amargo
31. Lazos de sangre
32. Magia oscura
33. Encuentro
34. Pensar en el futuro
35. Empezar de nuevo
36. Alguien del pasado
37. Elizabeth Greenbriar
38. Espejismo
39. El día que decidas quererme
40. Bajo cada (maldita) piedra
41. Decir la verdad no es fácil
42. «No todo»
43. Expuestos
44. Secreto
45. Vínculo
46. Porque nos atrevimos a ser felices
47. Inquebrantable
48. El filo de un corazón roto
49. Si no puedo gobernar el cielo…
50. … Moveré el infierno
51. Descubierto
52. Círculo completo
53. Cuentas que saldar
54. En las entrañas del infierno
55. Fuego negro
56. Sin retorno
Despertar

Nota de la autora
Antonia Guzmán
Otras novelas
U N A C H I C A R O TA

E sta es la historia de una chica rota, con un corazón roto.


¿Final feliz? No hubo tal cosa para ella.
Esta es la historia de una joven que, a corta edad, observó cómo todo su
mundo se venía abajo. Era una muchacha que vagaba por la tierra sin
sentido, cuyo único motor era una pequeña chispa que ardía en su interior,
tan débil e insignificante que el más leve soplo del frío podía apagarla. Ella
se apagaba.
Es la historia de una chica que lloró al principio y que después odió.
Odió de verdad. El dolor la endureció hasta convertirla en algo que apenas
podía reconocer dentro de sí misma. Vio con sorpresa cómo había cambiado
todo a su alrededor: la gente, la ciudad, la ropa que se usaba... ¡Dios, ya
nada era lo mismo! Pero había una cosa que no cambiaba: la muerte seguía
ahí, en aquel torbellino del que su familia no había logrado escapar.
Cuando salió de su trance, supo que había dormido demasiado tiempo,
aunque rápidamente se dio cuenta de que el mundo no valía la pena. Todo
lo que tenía por aprender, lo aprendió. Todo lo que tenía que conocer, lo
conoció. Y todo lo que ya suponía, lo comprobó; incluso cuando todo
cambiaba, nada cambiaba.
Esta es la historia de una muchacha que parecía jamás crecer, pues
nunca tuvo la oportunidad.
Esta no es la historia que cuenta cómo una chica rota, con un corazón
roto, logró arreglarse. No; esta es la historia que cuenta cómo una chica
rota, con un corazón roto, logró romper también todo a su alrededor.
1
A NT E S
1863

L a vida en la aldea no era fácil. Su vida, en realidad, no era la más


fácil, pero se había resignado a las pequeñas fascinaciones que el
universo le entregaba solamente a ella.
Estaban, por ejemplo, aquellas caminatas que daba por las mañanas,
antes de que todos despertaran, o por las tardes, al tiempo en que el sol se
estaba poniendo en el horizonte. Estaba, también, la lectura de aquellos
libros y poemas que le fascinaban, que contaban historias de caballeros y
semidioses que atravesaban los viajes más difíciles y las pruebas más
arduas para salvar a aquella doncella que les había enamorado.
Y, por otra parte, estaba la constante contemplación lejana del joven de
la aldea que la había enamorado a ella.
La primera vez que lo vio fue un día de mercado, en el que todos se
instalaban en la plaza a vender los productos con los que ganarían el dinero
de la semana, o intercambiaban la ropa por pan, el pan por verduras, las
verduras por carne, y así. Ella iba todas las semanas a hacer las compras
que su madre le encargaba.
Su madre —una mujer robusta, excéntrica y de dura personalidad— era
viuda, y rara vez salía de la casa desde que su padre murió, cuando ella aún
no había nacido. Según su madre, su padre había sido un embustero, quien
la había seducido con múltiples promesas de amor y dinero, para al final
morirse y dejarla criando a su hija sola. A su madre le gustaba pensar que la
gente moría o vivía por elección, y si no, entonces su debilidad tenía que
ver puramente con su falta de carácter.
Se podría decir que ella llevaba una buena relación con su madre... o al
menos eso era lo que debían aparentar. El papel no era tan arduo y
complicado de ejecutar: en general se llevaban bien, excepto por pequeños
desacuerdos, sobre todo los concernientes a ella, pues su madre era ahora la
cabeza de la familia.
La primera vez que vio al joven, sin embargo, se olvidó de todas las
reglas, de todas las restricciones y las estúpidas cortesías, y se quedó
observándolo intrigada, con sus grandes ojos registrando a aquel muchacho
vestido de traje que llegaba a la aldea para quedarse en la casa grande. Ella
ya sabía de él. Bueno, toda la aldea sabía de él, a oídas, mas esa era la
primera vez que veía cara a cara al famoso hijo del hombre más rico en
aquel olvidado lugar.
El chico y su padre habían llegado hacía poco a la aldea, sin más que
una grandísima fortuna a cuestas y la ropa que llevaban encima. Los
rumores contaban que ambos habían logrado escapar de un terrible incendio
en la mansión familiar, del cual solo ellos dos habían sobrevivido,
perdiendo todo y a todos.
No tenía idea de qué más había tras esa historia: solo sabía lo que su
amiga le contó. Fue lo único de lo que se habló durante semanas, y no dejó
de hablarse de ello hasta que el rumor de los nuevos vecinos llegó hasta el
último par de oídos en la aldea.
Ella sabía muy bien que no debía creerse todo lo que escuchaba, aunque
en su interior no podía evitar sentir cierta fascinación y curiosidad ante tal
tragedia.
Padre e hijo no tardaron en asentarse: nadie con la cantidad de dinero
que ellos poseían tenía problemas en hacerse un nombre en el lugar…
excepto que, cuando ella lo vio, supo que el dinero no era lo único que le
había hecho ganarse su reputación al chico, pues, sin dudarlo, podía decir
que nunca había visto ni vería a un hombre más hermoso que el que en ese
momento veían sus ojos.
Su nombre era Daniel Raven.
—Ni siquiera lo pienses —le murmuró al oído su mejor y única amiga,
Evanne, que caminaba con ella por la feria—. Sabes que tu madre jamás lo
aprobaría.
Ella jamás dijo nada, pero desde ese minuto comenzó a anidar en su
corazón un amor secreto hacia aquel misterioso muchacho. No habló más
del tema y trató de ser discreta, porque Eva tenía razón: su madre jamás lo
aprobaría. Era sabido que, hacía no muchas semanas, el joven Daniel Raven
había sido desheredado por su padre, quien lo había echado de la casa y
condenado a una «vida de trabajo».
Y, a pesar de todo eso, no podía negar el agradable calor que nacía en la
boca de su estómago cada vez que lo veía así, con la camisa blanca
desabrochada cerca del cuello y esos pantalones claros que hacían que
destacara su cabello rubio y sus ojos maravillosamente celestes. A la luz del
atardecer, ella juró que había visto un ángel.
¡Si su madre la viera en ese momento, contemplando desde la banca al
otro lado de la plaza al chico Raven, se moriría de la pura vergüenza!
Trataba de no pensar en su madre cuando, todos los días, se sentaba en
la misma banca, a la misma hora, a observarlo desde lejos. De todos modos,
no tenía caso preocuparse por ello, ya que él jamás la veía ni parecía dar
señales de notarla, y ella preferiría saltar al gélido río en invierno antes que
ir a hablarle. Se sabía muy poca cosa, aun para alguien tan en la deshonra
como él.
Hasta desheredado, sin fortuna, ni familia ni estatus, Daniel Raven, el
hijo del terrateniente, era el joven más codiciado por las muchachas de la
aldea: por su maravilloso aspecto, su fuerza, su actitud y, sobre todo, por su
familia. No necesitaba tener relación con ellos; solo su nombre les bastaba.
Ella, en cambio, era el bicho raro. Lo escuchaba en los murmullos de
sus vecinas; lo sabía por las risillas y las miradas que las chicas de su edad
le lanzaban, por los comentarios que las mujeres hacían sobre su apariencia
delgada y pálida. Algunos rumores decían, incluso, que ella y su madre eran
brujas.
Lo viese por donde lo viese, Daniel jamás se fijaría en alguien como
ella, la extraña, cuyas únicas conexiones en la aldea eran su madre, una
mujer con hija y sin esposo, y Evanne, la hija del panadero.
La muchacha suspiró, imaginando un escenario que jamás podría ser. Si
tan solo él la hubiese notado, por obra del destino, quizás tendrían una
oportunidad de conocerse. Y si tan solo él siguiera en gracia con su familia,
quizás su madre podría llegar a estar de acuerdo... Y ambas eran cosas que
jamás pasarían, por lo que tendría que contentarse con contemplar desde
lejos al joven que vendía leña seca justo antes de que empezara el invierno.
Ni siquiera era capaz de explicarse a sí misma sus sentimientos. Habían
pasado más o menos tres meses desde esa primera vez que lo vio, saliendo
de la casa grande y emprendiendo su camino hacia la plaza. Se quedó tan
embobada que tardó varios minutos en darse cuenta de que tenía la boca
abierta. No había sido amor, sino algo... algo distinto, algo extraño e
inexplicable que había impulsado a su subconsciente a susurrarle «vas a
enamorarte de él».
Y puede que haya sido su predisposición a la afirmación, o lo hermoso
y fuera de lugar que él le parecía, o que fuese el sujeto de todas las
conversaciones, todos los días... Tal vez el hecho de hablar tanto sobre él y
pensar tanto en él la había llevado a enamorarse de la ilusión que había
creado en su cabeza de Daniel Raven. Fuera como fuera, ya no podía negar
sus sentimientos.
Dios, ¿por qué todo en su vida debía ser tan complicado? Si Evanne
estuviera ahí en ese momento, seguro se reiría de ella.
Sin más, la chica se levantó, tomando los pedazos de papel que
componían su destartalado cuaderno y el carboncillo con el que garabateaba
en ocasiones sus desvariados pensamientos. Y lo hacía de ese modo porque
si su madre se enteraba de que gastaba su tiempo escribiendo sus
emociones, de seguro la castigaría de por vida. No podía permitirse comprar
una pluma, así que se conformaba con eso.
No le importaba, pues prefería la incomodidad de la madera quemada a
tener que vivir con las ideas bullendo dentro de su cabeza. Poder plasmarlas
en el papel era su único alivio, lo único que consideraba suyo.
Ese día el objeto de su fascinación no se había presentado en el lugar
habitual, por lo que ella se fue desanimada, sabiendo que había perdido el
único momento de felicidad de su día.
Caminaba hacia su hogar, arrastrando los pies, cuando el ruido de un
portazo resonó en el silencio del solitario camino... Venía de la casa grande.
Desconcertada, giró la cabeza hacia la gran construcción de madera
oscura que se alzaba metros más allá y se sorprendió cuando vio salir nada
más y nada menos que al joven Daniel Raven, hecho una furia. Su cerebro
hizo cortocircuito y, al parecer, su cuerpo también, porque apenas fue
consciente de la tela de su vestido enredándose con sus pies antes de caer de
cara al suelo. Los papeles que sostenía volaron por los aires.
Entonces, para añadir a su mala suerte y creciente mortificación, una
voz grave y definida sonó junto a ella:
—¿Señorita? ¿Se encuentra bien? —Era él.
La muchacha deseó desaparecer de la faz de la tierra. Apenas levantó la
cabeza. ¿Cómo podría verlo a los ojos? ¿Qué debe haber pensado él de ella?
¿Por qué, de todas las otras veces, era justo en ese momento que Daniel
tenía que fijarse en su mísera existencia?
Ruborizada hasta la raíz del pelo, la chica alzó la vista.
—No fue una linda caída —continuó Daniel con una media sonrisa que
no hizo nada para que su pobre corazón volviera a un ritmo normal.
Le extendió una mano.
Creyó que su corazón, efectivamente, se detendría en ese momento.
Muerta de la vergüenza, tomó la mano que él le ofrecía.
No puedo creer que esto esté pasando, pensaba una y otra vez.
—No, no lo fue —murmuró entre dientes. No supo si él llegó a
entenderla.
¡Si su madre la pudiese ver! No alcanzaba ni a imaginase todas las cosas
que le reprocharía: su poca gracia, su falta de propiedad al hablar… sin
siquiera mencionar el hecho de que todavía le tomaba la mano a un hombre
que no estaba emparentado o comprometido con ella, en medio de la plaza.
Mortificada, lo soltó con rapidez.
Sacudió su vestido en un vano intento por mejorar aquella primera
impresión que estaba brindando, antes de armarse de valor para mirarlo a
los ojos... ¡Esos ojos!
Daniel era más alto que ella, le llevaba al menos una cabeza, mas eso no
le impidió fijarse en sus perfectas facciones, en sus labios carnosos y en los
ojos más celestes y brillantes que había visto jamás.
Guardó todo en su memoria, incluso el recuerdo del tacto de sus manos
al levantarla, pues sabía que ese momento jamás se repetiría.
—¿Se hizo daño? —le preguntó amable, a lo que ella negó con la
cabeza, incapaz de encontrar su voz.
Daniel se agachó para recoger los papeles que ella había soltado al caer.
Con solo ese gesto, su corazón se encogió y una sonrisa boba se apoderó de
su rostro. Aprovechó ese minuto en el que él no la estaba viendo para pasar
las manos por su lustroso cabello negro y pellizcar sus mejillas, rogando en
su interior para que él no se fijara en lo que había escrito en los papeles que
estaba recogiendo.
No lo hizo, pero le tendió su libreta con una clara expresión de
curiosidad.
—Gracias —musitó la chica.
—No es de hablar mucho, ¿verdad? —Daniel sonrió.
Oh, esa sonrisa…
—Creo que estoy algo aturdida por el golpe —se disculpó, obligándose
a reaccionar como una persona normal.
Con suerte, él no creería que era aún más rara de lo que ya,
seguramente, pensaba.
El muchacho soltó una risita.
—¿Qué escribe ahí? —terminó por preguntar, vencido por su
curiosidad.
Escribo sobre lo mucho que me gustas. ¡No podía decirle eso! Moriría
ahí mismo si él se enterase y, como no supo qué responder para no
delatarse, se sintió tan nerviosa que comenzó a balbucear:
—Esto… no… yo no… ¿Por qué quiere saber? —soltó al final.
—Siempre la veo en la plaza, sentada en la misma banca, escribiendo en
sus papeles. Tan solo me da curiosidad saber qué es eso que escribe con
tanto… ímpetu. ¿Va ahí seguido?
OH. POR. DIOS.
La veía. Todos esos días… La había notado. ¡Se había fijado en ella! Su
corazón se hinchó de amor, no cabía en sí de la felicidad.
Casi se olvidó de responder.
—Ah, sí, sí. Todos los días, a la hora que pueda. Es un lugar muy
tranquilo, me gusta.
—¿En serio? Antes no la había visto.
—Bueno, es que usted no trabaja en la leña desde hace tanto tiempo —
se excusó, tratando de no dejar a relucir las verdaderas intenciones con las
cuales iba a la plaza en primer lugar. La expresión de él se endureció, y
supo que había dicho algo que no debía—. Lo siento, no quise ser…
—No importa —cortó él. Sacudió la cabeza varias veces, molesto—.
¿Es que no hay nadie que no sepa todo sobre mí ya?
—Lo lamento —repitió, apenada—. No he querido ser entrometida o
imprudente, pero se escuchan los murmullos en la aldea. No se puede evitar
oírlos, incluso si no se están buscando.
Él suspiró.
—No, supongo que no.
Dándose cuenta de que el maravilloso momento había llegado a su fin
por culpa de su gran bocota, ella empezó a despedirse:
—Supongo que lo veré por ahí —suspiró—. Gracias por su ayuda y,
otra vez, lo siento. De veras no quise hablar de lo que no me correspondía.
Aun así… lamento todo lo que pasó con su familia.
Daniel hizo un ruidito extraño —muy impropio de un caballero como él
— como si una parte de él le hiciera gracia lo que ella acababa de decir, o
como si no terminase de creérselo.
—Es la primera persona que se disculpa por mi familia, y no por el
dinero que perdí —comentó—. Seguro que sabe eso también.
Ella asintió, bajando la mirada.
—Es lo que suele importarle a la gente. —Pensó en su madre.
—¿Y a usted no? —inquirió él, dudoso… incrédulo.
Ella lo pensó un momento.
—Nunca he tenido demasiado, y tampoco creo necesitarlo. Todo lo que
me importa es la gente que está conmigo: mi madre, Evanne… La señorita
Wescott —se corrigió.
—¿La hija del panadero?
Asintió.
—Es la única a la que nunca le han importado las cosas que dicen de mí
y mi familia, las habladurías en la aldea… así que no; cosas como el dinero
que perdió no me parecen lo más trascendental, pero que haya gente a quien
sí… no lo sé, debe sentirse muy…
—¿Deprimente? —adivinó él.
—Solitario —terminó ella.
Daniel asintió para sí.
—Las cosas que dicen de usted… ¿Qué dicen?
Ella quiso reír.
—Si no las ha escuchado aún, de seguro que ahora lo hará. —Señaló la
plaza con la cabeza y él siguió su mirada varios metros más allá, donde un
grupo de chicas chismoseaban apuntando en su dirección.
—No habrá diferencia —aseguró él.
—Espero que no —dijo con una leve sonrisa.
De verdad esperaba que no.
Un tenue silencio cayó sobre ellos cuando ya todo estuvo dicho. Ella
quiso alargar ese instante, estirarlo todo lo que fuese posible, pero sabía que
era mejor retirarse cuando ya sintió que había ganado.
—Creo que ya me… me voy —musitó, cohibida ante la mirada que él le
dedicó. Fue como si la viese por primera vez.
Ella se despidió con una sonrisa y se dio la vuelta, dispuesta a
marcharse. No había caminado más de dos pasos cuando una cálida mano
en su hombro la detuvo. Ese calor se extendió por todo su cuerpo, y no
pudo más que sonreír cuando Daniel se plantó frente a ella.
—Ni siquiera sé su nombre.
—¡Oh! Soy Layla. Layla Grace.
Daniel asintió, satisfecho.
—Y yo soy…
—No tiene que decirlo —rio Layla—. Sé quién es.
—Nunca está demás. —Ella asintió, sonriendo otra vez como una boba
—. Daniel Raven, mucho gusto de conocerla, señorita Grace.
Entonces tomó su mano y depositó un beso en sus nudillos. Cuando
Layla retomó su camino, creyó que jamás podría ser tan feliz como en aquel
minuto.
2
M U R M U LL O S
1863

H oras después, llegó a casa como envuelta en una nube, pero tuvo
que forzarse a concentrar su atención en las tareas del hogar si no
quería delatarse a sí misma. Encendió el fuego con habilidad y pensó que,
cuando la leña se acabara, podría ir a comprarle más al bello joven de la
feria. La idea hizo aflorar una vez más su atolondrada sonrisa.
Estaba sonriendo tanto que ya le dolían las mejillas. No podía evitarlo.
Se levantó del suelo y acercó la silla de su madre a la chimenea,
arreglando el almohadón y las mantas que esta solía utilizar, para asegurarse
de no ser motivo de queja. Corrió las cortinas y encendió las velas.
Después, ya en la cocina, cortó con esmero las verduras, las metió en la olla
sobre el fuego y esperó a que el caldo estuviese listo. A lo lejos, oyó a su
madre entrar en la estancia. Sirvió la sopa en un cuenco de greda y lo llevó
hasta donde estaba la mujer, instalada en su asiento predilecto.
El cabello negro le caía como una cascada sobre la espalda. Siempre
que lo veía, Layla miraba también el suyo, admirando su color tan oscuro
como el carbón que se quemaba en el hogar.
—¿Algo interesante en el pueblo? —preguntó Lucía.
—No, madre —dijo sin titubeos—. Todo está igual que siempre.
Su madre suspiró.
—Nada nunca cambiará aquí. Las noticias llegan con retraso y solo
sucede algo interesante cada tres meses.
—A mí me parece interesante…
—¿Sí? ¿El qué?
—Nada —se apresuró a responder ella—, me parece interesante la
tranquilidad de este lugar. No hay a qué temerle.
—Sí, puede ser, pero eso no durará mucho.
Extrañada, la muchacha se sentó en el suelo junto a la chimenea.
—¿A qué te refieres, madre?
Lucía la miró como si recién se percatara de su presencia y le sonrió. A
Layla le pareció que no fue del todo sincera cuando dijo:
—Solo es una suposición, cariño. Lo bueno no suele durar mucho.
Siempre que crees que todo va bien, que las cosas resultan al fin, la vida no
tarda en echarte abajo; es la ley del destino.
Layla no estaba de acuerdo, para nada. Aun así… esa fue una de las
conversaciones más largas que habían tenido.
Poco después de que ambas terminaran de comer, su madre le trenzó el
cabello como todas las noches, y Layla se fue a su habitación después de
dejar los platos vacíos en la cocina para lavarlos por la mañana. Cada vez
que pasaba por la estancia de camino a su dormitorio, se detenía un minuto
a observar a su madre: su esbelta figura oculta y envuelta en mantas,
jugueteando con las llamas de la chimenea sin miedo a quemarse, y se
preguntaba: «¿en qué estará pensando?».
A la mañana siguiente, Layla se levantó muy temprano para hacer las
tareas del hogar: encendió la chimenea, tendió las camas, lavó los cuencos
de la noche anterior y preparó el desayuno, que su madre comió en su
habitación. Después, dejó la sopa cocinándose al calor de la estufa y salió al
pueblo.
Ese día se puso su mejor vestido, una tela larga de lino color crema, y
arregló su cabello con esmero, deshaciendo con cuidado las trenzas de la
noche anterior y recogiéndolo con peines a los lados para descubrir su
rostro. Salió a la calle con su lápiz y sus papeles en mano, esperando tener
un momento para sí misma y, ojalá, repetir el encuentro del día anterior.
Para su suerte, su madre no había sospechado nada; sin embargo, Layla
estaba segura de que pronto llegarían hasta ella los rumores de su
conversación con Daniel. Parecía que la única diversión para la gente en ese
condenado lugar era meterse en los asuntos de los demás.
Odiaba eso, sobre todo porque muchos de los rumores que corrían por el
pueblo eran acerca de ella.
Son brujas, sugerían algunos. Practican la magia negra. No era cierto,
aunque tampoco podía negar que fuera por completo desacertado. Desearía
que así fuera.
La afirmación de brujería les había traído muchos problemas, más a ella
que a su madre. Layla jamás había sido buena defendiéndose; prefería no
interferir antes que entrar en una discusión que nunca iba a ganar, y eso para
muchos se traducía en una confirmación rotunda. Por eso siempre andaba
sola, por eso las personas se alejaban cuando la veían pasar, por eso las
miradas de miedo y extrañeza, por eso ella era la rara. La bruja.
En cualquier caso, esa no era ni de lejos la habladuría que más le
preocupaba. No; había otras que afirmaban que su padre había muerto a
manos de su madre.
Layla no podía negar ni confirmar esa declaración, y se moría de miedo
solo de pensar en preguntarle a Lucía Grace algo al respecto.
Cuando llegó a la plaza, no había señales de Daniel, para su
desconsuelo, pero decidió que eso no le impediría disfrutar de los tenues
rayos de sol que alcanzaban a atravesar las nubes. El aire, como pocas
veces, era cálido y la brisa revolvía su vestido de una forma que la hacía
sonreír.
Disfrutaba de las cosas simples, como la brisa o el olor del césped y de
las flores.
Decidió dar una vuelta antes de sentarse en su sitio habitual: la tercera
banca, la que estaba junto al rosal. Le gustaba ese lugar, sobre todo ahora
que las rosas estaban floreciendo y empezaba a verse un adorable color
damasco entre el verde.
Al final, recogiendo los pliegues de su vestido, aburrida de ver a la
gente pasar, se acomodó en la agradable banca de madera y sacó su
cuaderno. Prefería mil veces perderse en sus pensamientos que ser una
intrusa en el mundo exterior.
No supo con exactitud cuánto tiempo pasó hasta que fue interrumpida.
—¿Consideraría alguna vez dejarme leer una de esas páginas suyas? —
preguntó una voz a sus espaldas.
Conteniendo una sonrisa de lado a lado, la muchacha alzó la cabeza
para ver a su nuevo acompañante. Le sonrió con amplitud, sin importar que
eso delatara lo contenta que estaba de verlo, pues suponía que a todos les
gustaba saber que podían hacer feliz a otra persona con su mera presencia.
—Lo creo muy improbable.
—¿Por qué? —quiso saber Daniel, sentándose a su lado.
—¿Por qué dejaría a un completo extraño hurgar en mis más privados
pensamientos?
Daniel se encogió de hombros con inocencia.
—¿Eso es lo que somos?
—Pues sí —replicó ella—. Si le mostrara esto, le dejaría ver todos mis
secretos, mis desvaríos; lo primero que pienso al despertar y lo último antes
de dormir. Sabría todo sobre mí, y me temo que yo no sé nada sobre usted.
Sin contar que sabría cuan enamorada estaba de él, y eso no podía
permitirlo.
Él resopló con escepticismo.
—¿Nada? No quisiera sonar pretencioso, pero a mí me parece que no
hay nadie en esta aldea que no sepa ya todo sobre mí. Soy yo quien está en
desventaja.
Layla rio y bajó la mirada, negando con diversión. Él, por supuesto, no
entendió qué era lo que le hacía gracia, pues para él ese hecho era más un
fastidio que una entretención. Sin pensar, ella habló:
—Saber tu nombre, el escándalo de tu familia o sus desgracias no es
saberlo todo sobre ti. De hecho, no es saber ni un poco. No sé tu segundo
nombre, por ejemplo, o tu color favorito. No sé de dónde vienes, lo que te
gusta hacer en tu tiempo libre o si te gusta vivir aquí. No sé nada sobre ti —
concluyó la muchacha.
Una amplia sonrisa cargada con una pizca de sarcasmo se extendió por
el rostro de su acompañante.
—¿Nos olvidamos de las formalidades, entonces?
Una vez más, Layla deseó que la tierra se abriera y la tragase ahí
mismo.
—¡Lo siento! Discúlpeme, de verdad, señor Raven, no sé qué…
Su voz se fue apagando mientras sostenía la mirada de Daniel. Él
prosiguió como si nada:
—Supongo que es verdad —aceptó—. Y dígame, si respondo todas esas
preguntas, ¿me dejaría leer algo?
—No lo creo, pero podría probar de igual modo.
—Oh, vamos. Al menos cuénteme qué escribía antes de que yo llegase.
Por supuesto que ella no iba a hacer tal cosa. En cambio, rebatió:
—¿Por qué quiere saberlo?
—Es intrigante. Usted es intrigante.
Layla rio. Sí, seguro.
—Sí, seguro —dijo, esta vez en voz alta—. Yo pienso que estoy lejos de
ser algo similar a «intrigante». Es más, creo que llevo una vida de lo más
aburrida.
—Ah, ¿sí?
Su voz denotaba expectación; quería que le dijera más. Como ella no
veía por qué no, le explicó:
—Me levanto todos los días antes de que salga el sol. Limpio la casa y
preparo el desayuno. En lo que me alisto y termino de comer, ya empiezo a
preparar el almuerzo. Me gusta hacerlo así, porque de ese modo no tengo
que estar apurada; detesto que me apresuren, me pone de los nervios. A
veces, si es necesario, voy al mercado, aunque la mayoría de las verduras
las cosechamos en casa. Tenemos una pequeña huerta en la parte de atrás.
No es mucho, pero solo somos mi madre y yo. Nos alcanza, y lo que sobra
lo vendemos en la feria. Después, si mi madre no tiene ninguna tarea para
mí, vengo a sentarme aquí, justo aquí —suspiró—. Como digo, no es nada
interesante.
—Bien, pues a mí me parece fascinante. Tan simple, tan rutinario…
—¿A quién podría gustarle la rutina? Es monótono.
—Es práctico.
Ella no supo qué responder, así que sonrió. Ahora, al menos, él sabía
algo sobre ella, y más aún… ella le intrigaba. No estaba del todo segura de
qué podría significar eso, sin embargo, estaba decidida a que fuese algo
bueno.
—Es Ian, por cierto. Mi segundo nombre —murmuró él, después de un
rato, cabizbajo y perdido en sus pensamientos—. Y mi color favorito es el
azul oscuro y profundo, como el mar, como… sus ojos.
Layla no pudo evitar que los colores subieran a sus mejillas de forma
violenta. Tuvo que bajar la vista y mirarse las manos para evitar que él
viese la boba sonrisa que se le había formado.
—En cuanto a lo otro… Vengo de un lugar que prefiero dejar atrás, si le
parece bien, y todavía no sé si me gusta o no vivir aquí. No logro
decidirme.
—¿Ha probado hacer una lista? ¿Lo bueno y lo malo de este lugar? —
sugirió ella.
—Lo bueno: hay personas muy agradables —dijo con elocuencia—. Lo
malo… Es cierto lo que decía antes, sobre la gente. Los árboles tienen ojos
y las mentiras vuelan.
Oh, no.
Temía preguntarlo. Necesitaba saberlo.
—¿Ha… escuchado algo?
Él, como solía hacer, se encogió de hombros.
—No mucho. Nada que me haga cambiar de opinión, en cualquier caso,
pero tal parece que toda la aldea estuvo al pendiente de nuestra
conversación de ayer.
—¿Sí? —preguntó con una risilla nerviosa.
Había tenido razón entonces: la noticia no tardaría en llegar a su madre.
Daniel asintió.
—Sí, aunque no entiendo por qué tanto revuelo, en realidad. A menos
que los otros rumores sean ciertos y esté hablando con una bruja en este
momento.
De nuevo Layla bajó la mirada, más por ella que por él; por más que
quisiera ocultarlo, lo que la gente decía sobre ella sí conseguía entristecerla.
—No voy a confirmarlo ni a negarlo, supongo.
—¿Por qué no? Incluso si fuera cierto, podrías decir que no lo es y ya
está.
—¿Para qué? Si de verdad creen que eso es lo que soy, no va a cambiar
si yo lo niego… solo los animaría a decir algo peor.
Durante varios minutos, Daniel no habló. Parecía estar pensando en lo
que ella le acababa de decir. Layla se imaginó que debía estarlo procesando;
hubiese deseado que él nunca escuchara tales cosas, pero sus más recientes
palabras la tranquilizaban y alegraban su corazón. «Nada que cambie mi
opinión…»
—Supongo que tiene razón. De todos modos, da igual. No me importa
lo que digan. Con todo lo que han dicho de mí y mi familia, he aprendido a
no darle crédito a los… ¿cómo los llamó? Los murmullos.
—Supongo que es lo único bueno de estar en el ojo del huracán.
—A usted aún le importa lo que dicen.
—¿Qué le hace creer eso?
—Fue su expresión. No quería que yo me enterara. ¿Por qué?
Layla suspiró. ¿Cómo se lo explicaba?
—Estoy cansada de los murmullos —terminó por decir—. De que cada
persona que llega a la aldea se aleje de mí sin conocerme, por miedo a
que…
—¿Le lance un maleficio? —adivinó él.
—Sí, algo así.
—Yo no me alejé.
Laya le dedicó la más hermosa de sus sonrisas.
—No —suspiró, enamorada—. Usted no se alejó.

Al día siguiente, cuando Layla se disponía a salir de su hogar en dirección a


la plaza, una voz proveniente de la sala la detuvo. Era la voz de su madre, y
sonaba fría como el acero.
—¿Adónde crees que vas, muchacha?
Layla procuró poner una expresión neutral en su rostro antes de dar la
vuelta y mostrar una sonrisa dócil.
—A la plaza. Mi paseo diario…
—¿La plaza? ¿Es ahí donde desapareces todos los días?
No entendió para qué se lo preguntaba si, por descontado, ella ya lo
sabía.
—Es un lugar agradable, me gusta estar ahí.
—¿Y qué es lo que te gusta, exactamente? ¿El lugar… o las personas?
Lo sabía. Su madre lo sabía. A pesar de eso, intentó disimular, sabiendo
de antemano que ya no había esperanza.
—¿A qué te refieres?
Lucía sonrió con cinismo.
—No te hagas la tonta, ese papel nunca nos favorece a las mujeres. —
Supo que la batalla ya estaba perdida—. Sé sobre tus conversaciones con tu
amigo, el hijo del terrateniente… su hijo desheredado.
—Mamá, son solo charlas, no significa…
—¿Qué te dije sobre hacerte la tonta?
—No significa nada —repitió ella, esperando impregnar en su voz una
convicción que no sentía ni sentiría.
—No importa —zanjó la mujer, caminando hacia la chimenea y
clavando la vista en la pared—. No volverás a verlo.
—¿Por qué? —casi gritó la chica—. ¿Porque no es rico? ¡¿Qué
importancia tiene?! Nosotras tampoco lo somos.
Durante un rato no pronunció palabra alguna, como si estuviese
repasando todas las razones por las que su hija nunca comprendería los
sacrificios que había hecho por ella. Al final, habló entre suspiros:
—Es precisamente por eso, Layla. Sé que ahora no lo entiendes, pero lo
hago por tu bien. Mi decisión es final. Puedes ver a tu amiga, ella no es
mayor mal, pero será ella quien venga. Tú no saldrás de esta casa.
Layla quiso gritarle muchas cosas. Cómo se atrevía, ¿por qué le hacía
eso?, ¿quería arruinar su vida?, ¿tanto la odiaba? ¿Era eso, acaso?
¿Quería que fuera infeliz y desdichada, así como lo era ella?
No dijo ninguna de esas cosas.
Conteniendo la respiración, preguntó con voz queda.
—¿Hasta cuándo?
—Ya lo veremos.
Ese fue el final de la conversación.
3
PROHIBIDO
1863

E vanne caminaba por la aldea al atardecer. Acababa de terminar de


repartir el pan que su padre había horneado ese mismo día y ahora
solo le quedaban un par de hogazas envueltas cuidadosamente en varias
capas de tela de algodón dentro de su cesta, que pretendía entregar a Layla
y a su madre antes de irse a casa.
En eso estaba cuando, de pronto, una mano se posó en su hombro y tiró
de ella. Con lo despistada que iba, ni siquiera se había dado cuenta de que
alguien corría a su lado… Y ahí estaba, nada menos que el mismísimo
Daniel Raven plantado frente a ella con la respiración acelerada por la
carrera que había hecho para alcanzarla.
Se detuvo de súbito, casi chocando con él, y observó al muchacho con
una ceja levantada, inquisitiva. Su traje estaba desordenado, su cabello
rubio despeinado por la brisa y su pecho subía y bajaba con rapidez; sin
embargo, su expresión hizo reír a Evanne: casi parecía como si no lograra
encontrar las palabras adecuadas para explicarse.
La verdad es que entendía su atractivo: mirándolo de cerca, le parecía
todavía más guapo que las veces que lo veía desde lejos; no obstante, en ese
minuto a Eva le pareció un tanto atolondrado.
—Hum… Señorita Wescott, ¿verdad?
—Por favor, llámame Eva. No soporto estas cosas.
Daniel sonrió enseguida, sintiéndose cómodo con la muchacha. Él
también odiaba las formalidades sin sentido. Nunca había estado de acuerdo
con que llamar a alguien por su apellido significase respeto. Eso iba en el
tono, en la forma de hablar. Podría respetar a una señorita y, al mismo
tiempo, llamarla por su nombre.
—Eva —convino él—. Soy Daniel.
—Hola —dijo con simpleza.
—Tú eres amiga de la señorita Grace… de Layla. —No era una
pregunta, así que ella no dijo nada y esperó a que él continuase—. ¿Has
sabido de ella últimamente? Suelo verla en la plaza por las tardes, pero hace
días que ya no.
—Oh, ella… —¿Qué podía decirle? ¿Cómo le explicaba que su mejor
amiga, quien estaba por completo enamorada de él, tenía prohibido volver a
verlo o hablarle siquiera?, ¿que la madre de ella era una mujer tan egoísta e
interesada que lo consideraba una paria por ser pobre, incluso si ella no era
rica tampoco? No podía decirle todo eso—. Está enferma.
—¿Enferma?
—Sí —reafirmó, ahora con más convicción.
—¿Está bien?
Layla iba a morir de la emoción cuando Evanne le contara que Daniel
estaba preocupado por ella.
—Sí, sí, solo no se ha sentido muy bien estos días. Ha preferido
quedarse en casa. De hecho… iba a verla ahora mismo.
Daniel asintió, más para sí mismo.
—¿Podrías decirle que…? Pues dile que… que… que espero que pronto
se sienta mejor.
No esperó a que la muchacha respondiera y se dio la vuelta para
marcharse, con una expresión a medio camino entre lo consternado y lo
pensativo.
Evanne creyó que lo oía murmurar para sí a medida que se alejaba.
Sonrió y reprimió un chillido de alegría de solo pensar en llevarle las
noticias a su mejor amiga.
—Pues claro que se lo diré.

Layla llevaba encerrada exactamente cuatro días, seis horas y trece... no,
catorce minutos. Para alguien que desde hacía años acostumbraba a salir
todos los días a disfrutar del aire fresco, eso era mucho decir. Ahora, el
único aire que iba a obtener era abriendo las ventanas o pasando tiempo en
la huerta, y ninguna de esas cosas iba a bastarle.
No entendía cómo su madre podía soportar semanas —¡meses!— sin
salir de casa, cuando ella ya sentía que iba a volverse loca. Su único
consuelo era su gran imaginación, que podía transportarla a donde quisiera:
un parque lleno de gente, niños jugando en las calles y personas que no la
quedaban mirando mientras disimulaban sus risas. O las inmensas aguas de
un océano, olas mecidas por el viento y rompiendo en la orilla contra sus
pies descalzos.
En su imaginación, ella estaba ahí, observando el mundo como si fuera
parte de él. En su imaginación, podía estar donde quisiera, podía ser quien
quisiera y, desde luego, podía estar con quien quisiera. Por más que
intentaba sacarlo de su cabeza, Daniel Raven la acompañaba en cada una de
sus visiones. ¿Podría algún día olvidarlo? Eso esperaba, porque no sabía
cómo podría sobrellevar el resto de su vida enamorada de alguien que no la
amaba de vuelta.
—Oh, malditos sean los sentimientos —dijo para sí, segura de que en su
soledad nadie podría oírla.
De niña, Layla solía fantasear con el amor; por supuesto, un amor
perfecto, idílico, utópico... correspondido. Un amor que la hiciera sentir los
colores más brillantes y los sonidos más hermosos... Un amor que la hiciera
vibrar. Jamás pensó que su adolescencia resultaría tan tormentosa, con una
madre que —ella sospechaba— le tenía tanto afecto como a un adorno,
viviendo en un lugar donde no era bienvenida, donde era una intrusa en su
propia vida y tan, tan sola...
En fin, la lista seguía. Aunque Layla odiaba autocompadecerse, luego
de cuatro días encerrada con sus pensamientos como única compañía, ya no
sabía qué más hacer para pasar el tiempo.
Incluso cuando su madre estaba en casa, estar con ella era como vivir
con un fantasma. Lucía recorría la estancia poco y nada: permanecía en su
habitación la mayoría del tiempo y, cuando no, se sentaba en el sillón junto
al fuego y no pronunciaba palabra, como si lo que ocurriera dentro de su
mente fuese un panorama mil veces más interesante que entablar
conversación con su única hija.
Ese día, para su gran alivio, alguien golpeó la puerta: era Evanne.
Gracias al cielo, pensó Layla.
Conteniendo una sonrisa de alivio, condujo a Eva hacia su habitación,
tomándola de la mano. Cerró con cuidado la puerta tras ellas, dejando el
agudo oído de su madre fuera del cuarto. Entonces abrazó a su amiga como
si no la hubiese visto en miles de años.
—Ay, Eva, te he echado tanto de menos… No sabes lo que es estar aquí,
encerrada… —Ambas se sentaron en la cama, tomadas de las manos como
si así pudiesen entender mejor lo que sentía la otra—. Cuéntame, ¿de qué
me he perdido?
La sonrisa en la cara de su mejor amiga pareció resplandecer.
—Oh, nada, lo usual; un poco de chisme aquí, otro poco por allá…
Daniel Raven ha preguntado por ti… Las ventas de la panadería han ido
bien…
—Espera, espera… ¿Qué?
—Que las ventas en la panadería… —Eva no pudo continuar, pues de
pronto un enorme almohadón de plumas impactó contra su torso.
—¡No seas boba! —rio Layla. Eva se alegró de poder sacarle una risa a
su amiga. Después de todo, esa era la razón por la que estaba ahí—.
Cuéntame, por favor —pidió, seria.
—Está bien, está bien. Venía caminando hacia acá…

Esa misma noche, Layla se encontró preparando una mezcla de pasiflora


que agregó al té de su madre. Tenían una pequeña plantita en un rincón del
huerto: se la habían comprado hacía años a un mercader de paso y había
echado buenas raíces en su jardín trasero. Solían venderla en el mercado
como infusión, y era muy bien pagada, aunque en definitiva aquel
somnífero natural que cultivaban no ayudaba a despejar los rumores de su
práctica de brujería.
Con suerte, eso dejaría a su madre tan profundamente dormida que no la
oiría salir... o entrar. Eso sí, debía tener cuidado de no poner demasiado,
pues su madre podría reconocer el sabor o el aroma.
Siendo sincera, lo único que le importaba era poder salir sin ser
descubierta: mientras no la detuvieran y lograse su objetivo, no le
interesaban demasiado las posibles consecuencias que tendría que enfrentar
al volver.
Revolvió las hojas del té y agregó una cucharada de miel. Así era como
su madre siempre lo tomaba. Layla siempre había odiado la miel, no podía
entender cómo su madre toleraba el olor, mucho menos el sabor, pero ahora
lo agradecía, pues su dulzor ocultaría su ingrediente extra.
Esperó un minuto a que la infusión se asentara y caminó con cuidado
por el corredor con el tazón de cerámica entre las manos, calentando sus
dedos. Su madre, como casi todas las noches, estaba sentada en su silla
predilecta junto al fuego.
—Aquí tienes, mamá.
Lucía tomó la taza sin decir nada, dedicándole una sonrisa que hizo a
Layla preguntarse, no por primera vez, en qué estaría pensando.
Su madre se tomó el té con rapidez; no le gustaba que se enfriara. Veinte
minutos después, estaba acompañándola a su habitación.
Lucía se acostó sin reparos, alisando las sábanas con los brazos.
—¿Necesitas algo más?
Lucía suspiró.
—No, cariño. Ve a acostarte. —Layla asintió, cauta, sonriendo apenas.
Cuando se disponía a salir de la habitación, su madre la llamó. Su tono fue
diferente, más… amoroso, y eso le generó tanta sorpresa que se dio la
vuelta, pensando que algo malo había ocurrido—. ¿Tuviste un rato
agradable con Eva?
Extrañada, la muchacha la miró con curiosidad.
—Yo… sí, sí, la pasé bien. Fue lindo verla.
Lucía asintió, dando por terminada la conversación.
Pasaron alrededor de veinte minutos más hasta que Layla se atrevió a
salir de su habitación, poniéndose una gruesa capa oscura sobre los
hombros, no tanto por el frío, sino porque pensó que el color le ayudaría a
pasar desapercibida. Y sí, por el frío también.
No se atrevió a acercarse a la habitación de su madre para comprobar si
ya estaba dormida. Sabía que, aun si estuviese despierta, no escucharía
ningún sonido proveniente de su cuarto. Así que eligió confiar en las
hierbas somníferas y se escabulló por la ventana de su habitación, dejándola
un tanto abierta para poder entrar de nuevo. Para su suerte, no había nadie
en la calle.
Caminó hasta que se dio cuenta de que cada paso que la alejaba de su
hogar le infundía un sentimiento que hasta el momento desconocía: una
sensación de peligro, de estar haciendo algo indebido, pero que al mismo
tiempo la llenaba de adrenalina. Eso la hizo sonreír. Entonces corrió; lo hizo
con la risa en la garganta y una amplia sonrisa en la cara.
Cuando llegó a la posada, rodeó la entrada principal, atravesando los
arbustos y rogando por encontrar la habitación correcta. No podía solo tocar
la puerta, pues eso haría que todo el mundo se enterase de su visita,
contradiciendo su intención de pasar desapercibida. Además, sería
terriblemente inapropiado. Incluso si su madre no le hubiese prohibido ver a
Daniel, no le convenía que alguien los viera de noche… solos. No
necesitaba más rumores sobre su persona.
A pesar de todo, esa combinación de riesgosos factores solo la hacía
disfrutar más el desplazarse a hurtadillas entre los matorrales.
Por supuesto, la única luz aún encendida en la casa provenía de una vela
que descansaba sobre el escritorio de Daniel Raven. Él se hallaba sentado
frente a la mesa, revisando unos papeles con aire ausente. Layla lo
contempló durante un momento, sonriendo, hasta que lo vio levantarse y
apagar la vela.
Era una suerte que se estuviera quedando en la planta baja, porque de
haber estado alojado en uno de los pisos más arriba, jamás se hubiesen dado
los acontecimientos que vinieron a continuación.
Antes de perder su oportunidad, la chica golpeó tres veces en la
ventana; suave, con discreción. El corazón empezó a palpitarle tan fuerte
que temió que eso la delatara más que los golpes. Después de unos
tortuosos segundos, la ventana se abrió.
—¿Qué…? —dijo Daniel, hasta que sus ojos se posaron en ella,
encaramada en el alero de su ventana, con una capa tan oscura como la
noche, el cabello en miles de ondas desparramadas sobre los hombros y sus
ojos brillando por la emoción. Daniel creyó que era la chica más hermosa
que vería en su vida—. ¿Layla? ¿Qué haces aquí?
Ella retrocedió, sonriendo, con la respiración agitada. Trató de ignorar
que la había llamado por su nombre. Era la primera vez que escuchaba su
nombre salir de sus labios, y tenía un timbre maravilloso.
—Yo también me alegro de verlo. —Daniel no pudo menos que sonreír
y apoyarse en el marco de la ventana, con medio torso fuera de la
habitación. Layla retrocedió un milímetro—. Lo siento, sé que no debería
estar aquí… Por favor, no piense mal de mí por escabullirme a estas horas,
por venir de este modo tan escandaloso. Es solo que… Escuché que estuvo
preguntando por mí.
Quizás, si no hubiese apagado la vela, Layla lo hubiese visto enrojecer.
Apenas las palabras salieron de su boca se dio cuenta de lo estúpida que
sonaba, mas no era momento de retroceder.
—Bueno, yo… Sí. ¿No deberías estar descansando? No creo que estar
afuera a esta hora te haga bien…
—No estoy enferma. De hecho, me encuentro en perfecto estado.
—Pero…
—Por favor, no se enfade con Eva. Ella no quiso mentirle, es solo que
no podía… decirle la verdad.
—Que es… ¿qué, exactamente?
Layla aguantó la respiración, todavía sintiendo cómo sus latidos
golpeaban su pecho y subían por su garganta. Se dio la vuelta, incapaz de
verlo a los ojos y decir lo que había planeado. En cambio, se acercó al árbol
que los escondía del resto del mundo y acarició su corteza.
—Mi madre me ha prohibido salir.
—¿Y eso por qué? —Se notaba la extrañeza en su voz.
Ahí venía lo difícil.
Quería sacar las palabras de su boca, pero estas no salían. Tenía tanto
miedo de que todo lo que estaba pasando, esas lindas conversaciones, el
inicio de una creciente amistad, se esfumara en dos segundos una vez que le
hubiese soltado la verdad.
Daniel percibió sus dudas, mas no quería darle oportunidad de irse sin
saber lo que sea que pasaba por su cabeza. Layla ocultaba muchísimos
secretos: esa era la impresión que le daba. Así que, echando un vistazo a su
puerta cerrada, terminó de abrir la ventana y tomó impulso para saltar fuera
de su cuarto.
Layla retrocedió un par de pasos, poniendo un poco de distancia entre
ellos. Su corazón ya estaba lo suficientemente acelerado sin tomar en
cuenta su cercanía, y necesitaba poder pensar con claridad.
—¿Layla? —susurró temeroso, acercándose a ella en la oscuridad.
—Señor Raven… —le dijo en tono de advertencia.
Si alguien los veía en las sombras, tan cerca… la reputación, que a
duras penas mantenía, se habría hecho trizas. Quizás ir ahí no había sido
una buena idea después de todo…
—Por favor —pidió él, con la súplica grabada en el brillo de sus ojos—,
llámame Daniel.
—Daniel —susurró.
Fue como si su voz llevara con ella una brisa fría que lo hizo
estremecer.
Antes de poder acobardarse, Layla continuó:
—Mi madre no quiere que te vea. —Sonaba tan horrible si lo expresaba
de ese modo… pero era la verdad, y la verdad era lo único que podía
ofrecerle. Había ido allí con el único propósito de brindarle una explicación,
mas no quiso ni imaginarse qué estaría pensando él en ese minuto—. Ella
es… superficial, por decirlo de una forma agradable. No le interesa nada
que no la beneficie, y tu… Tal vez antes, pero ahora… ahora que no estás
con tu familia, no eres… de su interés.
—Con el dinero de mi familia, querrás decir.
Cuando tuvo que asentir, pequeñas lágrimas cayeron de sus ojos.
—Ella, como toda la aldea, se enteró de nuestras breves conversaciones.
Traté de decirle que no significaba nada, pero no me creyó, así que me
prohibió salir, me prohibió verte.
—Y estás aquí, a pesar de todo. —Layla no dijo nada. ¿Qué se suponía
que debía responder a eso? ¿Que a ella no le interesaba el dinero? Eso ya se
lo había dicho. ¿Que estaba completa e irrevocablemente enamorada de él?
No podía. Al final, Daniel suspiró, pasando las manos por su cabello—. ¿Es
así? —quiso saber.
—¿Qué cosa?
—No significó… ¿nada?
Ella medio sonrió, ocultando aquella sonrisa en el manto de la noche.
—Por algo no me creyó, ¿no?
Lo siguiente que sintió fue la mano de Daniel en su hombro; su piel
quemaba ahí, donde sus dedos la tocaban, como si todos sus nervios se
hubiesen trasladado a ese lugar en el que su mano la sostenía, obligándola a
alzar la vista.
—Gracias —susurró él, atreviéndose a acercarse un poco más y
acariciar uno de esos largos mechones de cabello negro como el carbón.
Las ondas negras se sintieron tan suaves escurriéndose entre sus
dedos… Todo lo que estaba haciendo era incorrecto. Sabía que ella debería
empujarlo lejos, recriminarle su falta de control, decirle lo mal que estaba
que se acercara a ella de ese modo…
No hizo nada de aquello.
—¿Por qué? —quiso saber, atónita.
—Por decirme la verdad… por arriesgarte a venir aquí para decirme la
verdad.
Sintió que su corazón se encogía y agrandaba a la vez; que el aire la
abandonaba y, al mismo tiempo, era como si hubiese estado demasiado
tiempo bajo el agua y por fin pudiese respirar. Sus pulmones dolían y su
pecho iba a explotar. ¿Era eso posible?
Supo en ese minuto que ya no le importaba lo que él pensara, tenía que
decírselo. No quería esconderse detrás de una máscara de indiferencia,
ocultar sus sentimientos le llevaba tanto trabajo y estaba cansada de tener
que guardárselos para sí. Quizás él se alejaría, quizás la rechazaría... Nada
de eso le importó, pues, escondidos debajo de los árboles en plena
oscuridad, el brillo de sus ojos casi parecía prometerle que todo iría bien.
—Daniel, yo…
—Shh… —la silenció—. No lo digas. No ahora.
—¿Por qué? —quiso saber.
Jamás se había creído tan capaz de confesárselo todo como en ese
momento.
—Porque voy a besarte.
Una tormenta de emociones explotó en su pecho cuando sus bocas se
encontraron. De nuevo se encontraba bajo el agua y no podía respirar, pero
esta vez... le gustaba. Su corazón se disparó; todos sus sentidos se pusieron
en alerta con el suave roce de los labios con los que llevaba meses soñando.
Él se alejó demasiado pronto, como si una descarga eléctrica lo hubiese
despertado. Ella lo miró, confundida. ¿Podría ser que, a pesar de todo, él
había pasado mucho tiempo dormido y esa corriente era justo lo que
necesitaba?
—Perdóname, yo… no debí haber hecho eso.
¿Y si Layla pensaba que él creía que era una mujerzuela? Querría
desaparecer en el acto. Jamás había pretendido invadir su espacio de esa
manera, pero el beso…
—¿Lo dices porque no quisiste hacerlo, o porque todo lo que te han
enseñado te dice que fue un error? —inquirió ella, mostrando más fuerza en
esas palabras de lo que nunca creyó posible.
Daniel sonrió, culpable.
—En definitiva, sí quise hacerlo.
Eso respondía a su pregunta. Layla sonrió y, armándose de todo su
valor, segura de que su corazón podría resistir un poco más, llevó una mano
a la mejilla de Daniel y dio un paso al frente. Estaban tan cerca que, cuando
habló, su aliento le hizo cosquillas en la nariz.
—No fue un error.
—No quiero que pienses… No quiero que te des una idea equivocada
de mí. No te besé porque creyera que tú… que no eres una dama, Layla, o
que no te respeto.
—Y, entonces, ¿por qué lo hiciste?
Contuvo la respiración mientras aguardaba su respuesta, sin moverse ni
un milímetro.
—Porque yo… Creo que sé lo que ibas a decir.
—¿Y?
Incluso con la tenue luz de la luna, Layla alcanzó a ver el color
subiendo a sus mejillas.
—Y creo que nunca nadie me había visto de la forma en que tú lo haces.
Y eso… me gusta.
Más tarde, Layla volvió a entrar por la ventana de su habitación a
hurtadillas, aunque no necesitó tratar de silenciar sus pasos, pues se sentía
tan ligera que ni siquiera oyó sonar sus propias pisadas sobre la madera.
4
AHORA
2017

C uando tocaron a la puerta, Lianne ya estaba a medio camino de las


escaleras. Lanzó una mirada brave al reloj que adornaba su muñeca:
eran las ocho en punto.
La muchacha les lanzó una sonrisa a Thomas y a Dianna, quienes se
encontraban en la cocina terminando de preparar la cena. «Yo abro»,
pretendía indicar y, no sin cierto nerviosismo, se dirigió a la puerta.
El ruido de los sartenes y las ollas seguía rondando tras ella. Siempre
había admirado cómo sus padres adoptivos se complementaban entre sí y
podían convertir una tarea tan simple como cocinar en algo divertido y
armónico.
Se plantó frente a la puerta de madera y revisó su aspecto en el espejo
una última vez. Su cabello estaba arreglado en una trenza ordenadamente
desordenada que caía por el lado derecho de su cuello hasta su pecho,
dejando algunos mechones más cortos sueltos junto a su rostro. Sus mejillas
estaban sonrosadas en una mezcla de nervios y maquillaje, sus pestañas
negras resaltaban sobre unos tenues brillos dorados que había aplicado en
sus párpados y hacían relucir su mirada, y su vestido... Era la perfecta
mezcla entre casual, elegante y festivo, de color «rojo navidad», como ella
lo llamaba. Era una tela tejida con escote recto y mangas largas sueltas, que
caía en corte «A» hasta quedar sobre sus rodillas.
Sonrió hacia su reflejo, pensando sin poder evitarlo en Sarah, su
hermanita; cómo le hubiese gustado que estuviera ahí con ella, celebrando
ese momento.
Al abrir la puerta, dos cabezas rubias se voltearon hacia ella. La primera
pertenecía a una mujer cuya sonrisa cada vez se volvía más sincera, y la
segunda pertenecía a un chico cuyos ojos sonreían por sí solos, sin
necesidad de que sus labios lo hicieran.
—Feliz Navidad, Lianne.
—Feliz Navidad, señora Davenport. —Lianne no pudo evitar que sus
labios se curvaran con emoción. Se hizo a un lado para que Holly entrara.
La mujer avanzó, anonadada por las luces y decoraciones que colgaban por
toda la casa, recordando que, de niña, navidad había sido una de sus
festividades preferidas. Jason, por su parte, se quedó atrás—. ¿Quieres
congelarte aquí afuera? —masculló, divertida.
Entonces, solo entonces, el chico espabiló.
—Te ves preciosa —dijo con elocuencia, señalándola entera—. Siempre
lo estás, pero me gusta recalcarlo.
Lianne bajó la mirada, tratando de ocultar su sonrojo mientras se hacía a
un lado para dejar pasar a Jason. Ya llevaban casi tres meses juntos, y ella
suponía que era tiempo suficiente para acostumbrarse a su presencia,
entonces, ¿por qué tenía que seguir sonrojándose cada vez que le hacía ese
tipo de comentarios?
Cerró la puerta con cuidado, dejando fuera el frío y la nieve para
refugiarse en el calor de su hogar. Tomó la mano de Jason y lo condujo
hacia el comedor, donde Dianna recibía el postre que Holly había llevado
para esa noche: una tarta de frambuesa y arándanos con crema, y Thomas
recibía su abrigo para colgarlo en el armario.
A Lianne le gustó tener a los Davenport allí. Sabía que las primeras
fiestas eran muy difíciles luego de haber perdido a alguien, y sobre todo con
la muerte reciente de Mía, quiso asegurarse de que ni Jason ni su madre se
quedaran solos en casa. Cuando sugirió la idea, Jason pareció encantado,
aunque Holly se mostró más reticente. El dolor no la dejaba en paz y sentía,
de algún modo, que quizás debería estar sola. Jason tuvo que insistirle un
poco para que finalmente aceptara, pues sabía que la compañía le haría
bien. No quería que se hundiera en la pena otra vez.
La escena se veía tan normal, corriente y simple que era difícil
imaginarse la magnitud de los acontecimientos que tuvieron lugar un par de
semanas atrás.
Jason le lanzó una mirada significativa.
Lianne sabía lo que quería decir: hubo un momento en que ambos
dudaron de que todo pudiera volver a la normalidad, dado lo que sabían. Sin
embargo, los días habían pasado y los secretos dolían cada vez menos.
Tanto ella como los Grace habían puesto de su parte para ser más abiertos y
avanzar, mirando hacia el futuro y eligiendo perdonar.
—¿Lianne? —preguntó Thomas, devolviéndola al presente, a la
realidad.
La muchacha sonrió y se sentó junto a Jason en el comedor.
En la mesa había verduras que destacaban por sus colores y, sobre todo,
su delicioso aroma: zanahorias y pimientos asados en mantequilla,
espárragos cocidos, tomates gratinados y papas salteadas con pimienta y
cebollín.
La cena no duró mucho, pero las risas sí lo hicieron. Comieron entre
bromas y conversaciones, sonrisas y gestos que a todos les salían tan
naturales que a la chica se le antojó que si alguien los viera desde fuera
pensaría que se conocían de toda la vida. Sonriendo de esa forma, reconocía
que había sido ridículo por su parte estar nerviosa por esa cena. Por el
contrario, era muy importante para ella que todas las partes de su vida
coexistieran de forma armónica.
Pronto terminaron de comer. Dianna se levantó de la mesa con una
sonrisa, sin decir nada. Lianne no necesitó pistas para saber que iba a buscar
el regalo de Holly. Volvió con un sobre entre las manos: era simple,
pequeño y blanco. Lianne, que sabía de qué se trataba toda la sorpresa,
sintió que su corazón se aceleraba con nerviosismo y emoción, sobre todo
cuando Holly recibió el sobre y tanto ella como Jason la miraron con
curiosidad.
—Dicen que los mejores regalos vienen en empaques pequeños —le
susurró a Jason.
Él no dijo nada, y ambos observaron expectantes cómo las expresiones
de la mujer cambiaban en su rostro: curiosidad, al principio; luego
desconcierto y, finalmente, las lágrimas inundaron sus ojos.
—¿Mamá…?
Holly levantó la mirada hacia los Grace.
—¿Esto es…? ¿Es…?
—El pago de los primeros tres meses en tu nueva pastelería —exclamó
Dianna, sin poder contener su entusiasmo.
Holly estaba atónita.
—¿Qué?
—Siempre ha sido tu sueño, ¿no es así?
Lianne sabía que era así; la misma Holly se lo había comentado cuando
se conocieron, y Jason le había dicho que su sueño no había podido
realizarse debido a los tratamientos de su hermana, Mía. Ahora que la
pequeña ya no estaba, Lianne pensó que a Holly le vendría bien tener algo a
lo que aspirar, algo que desear. Además, pensó que a Mía le encantaría ver
a su madre cumpliendo uno de sus más grandes deseos y sintiéndose plena
y realizada.
Jason miró a Lianne sin dar crédito a lo que estaba escuchando, aunque
en el fondo tenía el corazón hinchado de alegría.
Poco a poco, Holly salió de su estupor y negó con la cabeza.
—No, es demasiado. No puedo…
—Oh, tonterías —dijo Thomas, antes de que pudiese rechazar la oferta
—. Es el lugar perfecto para ti, Holly, y queremos hacer esto, de verdad.
—Solía ser una panadería —convino Dianna—. Lleva meses sin abrir.
El dueño no estaba seguro de venderla, porque la habían construido con su
familia y no quería que alguien la demoliera y la convirtiera en… no sé, un
centro comercial o algo por el estilo. Así que cuando le contamos sobre ti,
de tu idea…
—En resumen —habló Thomas—, también él creyó que era perfecto.
Holly no dijo nada; intentaba poner en orden sus emociones cuando
Jason se adelantó y le tomó la mano. Cuando habló, lo hizo con extrema
dulzura.
—Te mereces esto, mamá. Y Mía querría que lo tuvieras.
Entonces, la mujer se levantó con lágrimas cayendo de sus ojos y abrazó
a Dianna, recordando todos los años de amistad que llevaban y que por un
momento ambas creyeron perdidos.
Lianne miró a Thomas, quien le hizo una seña sutil con la cabeza antes
de dirigirse a la cocina sin decir palabra. Lianne hizo lo mismo con Jason y
ambos se encaminaron hacia el jardín, dejando a Dianna y a Holly para que
pudieran conversar: ambas lo necesitaban.
Mientras se ponía el abrigo, vio por el rabillo del ojo que Thomas se
entretenía lavando los platos y dejando todo en orden, silbando una melodía
alegre y pegajosa. Lianne se envolvió el cuello en una bufanda y abrió la
puerta para que Jason saliera primero, cerrándola luego a sus espaldas.
Fuera, la noche estaba oscura y la luna apenas alumbraba; sin embargo,
las luces que colgaban del techo estaban encendidas, formando un camino
de luciérnagas sobre ellos. En esa noche sin estrellas, ellos tenían las luces.
Se sentaron en una de las bancas de la entrada, ajustándose los abrigos
debido al gélido aire invernal. Sin previo aviso, Jason la besó.
La sorpresa y la emoción la desconcertaron, aunque no por eso dejó de
corresponderle. Le devolvió el gesto con el mismo sentimiento que él le
profesaba, sonriendo contra sus labios, y solo se alejó cuando sintió que
necesitaba respirar.
—¿Y eso por qué…? —No pudo terminar la frase, pues él de nuevo
estaba besándola—. Jason… —susurró.
—Gracias, Lía —musitó también, rodeando su rostro con las manos con
tanto amor que ella se derritió entre sus brazos—. Sé que fue idea tuya, y no
puedo ni comenzar a decirte lo que significa para mí…
—No tienes que hacerlo. Lo sé.
Él asintió.
—Sé que después de eso esto se queda corto, pero… —De su abrigo
sacó un pequeño paquete rectangular que puso entre sus manos—. Sé que
va a gustarte.
Lo dijo con tanta certeza que ella no pudo menos que sonreír y quedarse
mirando el envoltorio blanco con brillos tenues y estrellas doradas. Una
tarjeta sobresalía a un lado, en la que se podía leer:
Examinó el paquete para ver por dónde podía abrirlo sin romper el
papel, que le parecía demasiado hermoso como para no guardarlo en su
cajita de recuerdos junto con la tarjeta.
Es un libro, pensó, emocionada, incluso antes de comprobarlo.
No se había equivocado: era de tapa dura, con una hermosa portada roja
y arabescos adornando los costados, además de poseer letras en blanco y
azul…
—Alicia a Través del Espejo —murmuró con una gran sonrisa. Sin
poder esperar, abrió el libro por la mitad y pasó las páginas, admirando su
color crema y su grosor, observando en detalle los dibujos e ilustraciones.
Estaba fascinada—. Es perfecto, Jason.
—Sabía que te gustaría.
Lo dijo más como un triunfo personal que como una acotación, eso la
hizo reír, pues mostraba lo mucho que Jason era consciente de lo que el
primer libro le había ayudado en el pasado. Ahora podría leer la segunda
parte y, quizás, le ayudaría también en el futuro.
Por otro lado, su corazón se encogía al pensar que con el tiempo podría
juntar una pequeña biblioteca de sus tomos favoritos en la salita del tercer
piso, junto a la ventana, tal como la que solía tener en casa de sus padres.
—No puedo esperar a leerlo.
—¿Y luego podremos hacer un trabajo sobre él?
Mil respuestas pasaron por su cabeza, junto con los recuerdos de todo lo
ocurrido en los últimos meses. Ese trabajo de literatura había sido el
comienzo de muchas cosas.
Su mente se sumergió en el cambio y la nostalgia, en un millón de
emociones que despertaban dentro de ella y que, sin darse cuenta, la habían
llevado hasta ese momento.
Jason volvió a hablar:
—¿En qué estás pensando?
Lianne suspiró, volviendo a sonreír.
—Estoy pensando… En lo mucho que ha cambiado… No, no eso; en lo
mucho que he vivido en… medio año. Menos.
—¿Por qué lo dices?
—Ser adoptada, venir a vivir a este increíble lugar…
—Nuevo colegio, nuevas personas —continuó él.
Lianne asintió, mirando hacia la calle.
—Dejar a mis compañeras atrás, a mis amigas… y hacer nuevas
también.
—¿Y dónde entro yo en esta ecuación?
Lianne rodó los ojos y continuó como si no lo hubiese escuchado.
—Conocí a un chico, es de mi clase.
—Ah, ¿sí?
—Fue lo más complicado que me pasó.
—¡Oye! —exclamó entre risas. Ambos sabían que había algo de cierto
en aquella frase.
—Enamorarse es complicado, sobre todo de alguien como yo.
—Permíteme diferir —terció él.
—Tenía un gran conflicto conmigo misma —murmuró, recordando.
—Pero lo superamos.
Ella asintió, sonriendo para él.
—Lo hicimos. Y todo lo que vino después con… mi familia, con los
Grace… —suspiró, volviendo la mirada hacia el interior de la casa. En el
comedor, Dianna y Holly continuaban sentadas donde las habían dejado y,
por lo que podía ver, ahora ambas lloraban, sosteniéndose las manos—. No
lo sé, solo siento que ha sido demasiado, y no puedo creer que haya pasado
todo hace tan poco tiempo. Yo… De verdad lo siento, Jason.
Él la miró sin comprender.
—¿Por qué?
—Siento no habértelo dicho todo en el minuto en que sucedió, siento
haberte ocultado las cosas que pasaron. De verdad, creí que era… En serio
que yo… Sé que no es excusa y, de hecho, ahora hasta suena tonto, pero lo
hice pensando en ti, en tu bienestar.
—Ya lo sé, Lía. No tienes por qué seguir disculpándote.
Ella sonrió con timidez.
—Lo siento —dijo sin pensar.
Jason no pudo evitar una risa.
—¿Cómo lo llevas?
Hizo un gesto hacia el interior de la casa; se refería a lo de Thomas y
Dianna. La chica se encogió de hombros.
—Nunca he sido de permanecer enfadada.
—Entonces… ¿Los perdonaste?
Para su sorpresa, ella asintió sin dudarlo.
—Es algo que se me da fácil.
—¿Perdonar?
Lianne asintió otra vez, encogiéndose de hombros mientras Jason
resoplaba, desviando la mirada.
—De veras, me cuesta mucho permanecer enojada con alguien, en
especial si se disculpan conmigo y sé que son sinceros. La confianza… eso
es otra cosa. Tomará tiempo, lo sé, ellos lo saben… Pero han sido muy
abiertos conmigo con respecto a todo lo que ocultaron, y eso me tranquiliza.
—¿En qué sentido?
—Bueno, pudieron no haber vuelto a mencionar el tema o haberme
dicho que ya no había más que contar. —Lianne se encogió de hombros,
pensando en lo mucho que eso la hubiese sacado de quicio—. Desde ese día
han sido sinceros conmigo, han respondido a todas mis preguntas… incluso
si ya las he hecho mil veces. Y la historia nunca cambia. También me han
dado más detalles y me han contado más sobre lo que han vivido en tantos
años.
—Debe ser extraño.
—Sí, pero me hace sentir mejor. Realmente… Realmente quiero hacer
que funcione, Jason —le confesó—. Siento que aquí tengo un hogar, y eso
es algo que no pensé que sucedería. Pasé un año entero preguntándome si…
Y ahora…
—Los quieres —comprendió él—. El amor no entiende de mentiras ni
de secretos. Solo está ahí.
—Sí, los quiero. Se han ganado mi cariño y eso sigue ahí. Aunque la
confianza se haya roto, yo no… no puedo dejar de sentir que pertenezco
aquí.
Un silencio ligero se cernió sobre ellos. Lianne suspiró, dejando entrar
el frío para que refrescara sus pulmones, y apoyó la cabeza en el hombro de
Jason. Entonces, Lianne creyó que era el minuto perfecto para ir a buscar su
regalo: lo había dejado adentro. Se levantó y entró corriendo en la casa,
susurrando un «espérame aquí» antes de dejarlo con una interrogante en el
rostro.
No tuvo que buscar demasiado, pues había dejado el paquete escondido
detrás de uno de los cojines del sofá para poder sacarlo en cualquier
momento que considerase oportuno.
Volvió menos de un minuto después, con las manos tras la espalda.
—¿Siguen hablando? —preguntó Jason, señalando a Dianna y a su
madre.
—Sí. Parece intenso.
Frunciendo el ceño, él asintió.
—Tienen mucho que ponerse al día… Supongo. —Notó su actitud
sonriente, su postura reservada y se extrañó—. ¿Qué…?
—Es mi turno de darte algo —dijo en voz baja, sentándose otra vez
junto a él.
Sacó el regalo, un pequeño paquetito cuadrado envuelto en papel color
café. Era simple: lo había decorado con flores prensadas que había
recolectado del jardín hacía meses. Pensamientos y margaritas. Creyó que el
morado, el blanco y el amarillo hacían una perfecta combinación con el
papel rústico y terroso, junto con el lazo de arpillera con el que lo había
atado. Estaba orgullosa del resultado.
Lo puso frente a ellos.
—Ya me diste mucho, Lía.
—Shh —lo interrumpió—. Solo… ábrelo.
Él hizo caso, sonriendo para sí y bajando la mirada hacia el paquete.
Rasgó el papel por uno de los lados, con cuidado. Lianne pensó que
también lo guardaría. Observó uno de los lados del marco de madera saltar
a la vista, luego el otro. Antes de terminar de sacarlo de su envoltorio, le
lanzó una mirada de expectación y… felicidad. Pura y simple felicidad.
La foto que lo esperaba dentro había sido tomada un mes atrás, lo que le
parecía una eternidad. En ella mostraba un paisaje blanco, nevado, y un
cielo grisáceo. Tres personas sonreían a la cámara como si no importara el
frío, ni el hielo, ni nada más que ese momento que capturarían para
siempre. Eran Jason, Mía y Lianne, en el día de su cumpleaños número
dieciséis.
—Pensé que te gustaría tenerla cerca —susurró ella, señalando la foto.
Jason asintió—. ¿Te gusta?
—Me encanta.
Se quedó mirando la foto durante un largo rato, acariciando el rostro de
su hermana y su sonrisa plasmada en el papel, como si de esa forma
pudiera, por un segundo, tenerla de vuelta.
—¿Algún día se vuelve más fácil? —preguntó de pronto.
Lianne frunció el ceño.
—¿El qué?
—Extrañarlos.
Se lo pensó un momento. Ya había pasado más de un año y medio desde
la muerte de su familia, y aun así…
Sonrió, pues era mejor que dejar que la nostalgia los envolviera.
—Te diré si algún día eso pasa —prometió, recargando la cabeza en su
hombro.
Ambos contemplaron las luces que colgaban del techo, las luces del
camino, las estrellas… Contemplaron todo lo que los iluminaba, en silencio,
recordando a los que estuvieron y que ya no estaban, y agradeciendo por los
que seguían ahí.
Después de un buen rato, en voz baja, Jason repitió:
—Feliz Navidad, Lía.
—Feliz Navidad, Jason.
Esa noche, Lianne se fue a dormir con el corazón contento, lleno de amor,
rememorando una y otra vez en su cabeza todos los instantes que la habían
hecho sonreír. Habían sido muchos.
Esa noche, sin saberlo, sería una de las últimas en las que se podría
sumir en sus recuerdos antes de que todo cambiara… De nuevo.
5
R E TA Z O S
2018

A ño Nuevo, así como Navidad y las vacaciones en general, llegaron y


se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos. El receso de invierno
estaba a punto de terminar y Lianne se preparaba para un nuevo semestre
lleno de —ojalá— tranquilidad. Suponía que, si lo comparaba con el
anterior, no iba a ser demasiado difícil.
—No puedo creer que dentro de dos días volvemos a clases —se quejó
Maya a través del teléfono—. ¡No alcancé a hacer ni la mitad de lo que
quería!
Amanda rio.
—Yo fui al mundo de los muertos y vine de vuelta. No sé ustedes, pero
yo me siento muy realizada.
—Me alegra que te haga gracia —replicó Lianne. A ella, en definitiva,
la situación no le divertía en lo absoluto.
—Podríamos decir que ha cambiado mi perspectiva de las cosas. Estoy
aquí, no hay nada de qué lamentarse. Puedo tomármelo con todo el humor
que quiera.
Sus risas resonaron por el altavoz del teléfono, que descansaba sobre la
blanca colcha de la cama, mientras Lianne, unos pasos más allá, ordenaba la
ropa nueva y limpia en su clóset. Se tomaba su tiempo con cada prenda.
Entre sus manos se hallaba una blusa de color celeste; la alisó con los dedos
y quitó la etiqueta, dejándola a un lado, para luego colgarla y pasar a la
siguiente.
Suspiró, mirando hacia su escritorio, desde donde la observaba la pila
de libros y cuadernos que necesitaría para ese año. No quería ni pensar en
eso; ya tenía suficiente con hacer la secundaria dos veces.
—Solo espero que las clases no sean tan difíciles —murmuró.
No la veía, pero Lianne casi podía escuchar el ceño fruncido de Maya
cuando dijo:
—Nunca lo son.
—Me refiero a que… Ojalá que no consuman demasiado tiempo —
ratificó—. Ya sabes, con los trabajos y todo.
—Encontraremos tiempo para todo —aseguró Amanda—. Se nos da
fácil.
Lianne, muy a su pesar, sonrió.
Iba a responder algo cuando escuchó que Dianna la llamaba desde el
piso de abajo, gritando su nombre.
—¡Ya voy! —gritó también para hacerse oír, apresurándose a tomar el
teléfono de la cama y quitar el altavoz—. Chicas…
—Tienes que irte —adivinó Maya. Aun cuando nadie la veía, Lianne
asintió—. Las veo esta noche, ¿sí?
No quería entrar en demasiados detalles sobre la fiesta de principio de
curso. Lo dejó pasar.
—Dalo por hecho —se despidió Amanda.
—Adiós…
Cortó la llamada y bajó las escaleras de salto en salto. Abajo, Thomas y
Dianna la esperaban junto a la puerta con los abrigos puestos y los bolsos a
mano. Al verlos, Lianne sintió que nada había cambiado entre ellos y, al
mismo tiempo, todo era distinto.
Recordó sus primeros días con ellos, cuando recién llegaba del orfanato
y se maravillaba estudiando su dinámica como pareja y como familia.
—El trabajo no descansa, ¿cierto? —inquirió, dudosa.
—No, me temo que no —le respondió Thomas.
Ella ya estaba acostumbrada a sus horarios apretados cada vez que un
juicio estaba cerca, así que no opuso resistencia. De todos modos, tenía
otros planes para ese sábado por la noche.
—¿Verás a Sebastian hoy? —quiso saber Dianna, tomando su
gigantesco bolso de la mesa de la entrada.
—No, hoy no. Se iba de viaje. Además, hoy es la fiesta de Maya,
¿recuerdas?
—Ah, sí, sí —asintió la mujer.
Thomas abrió la puerta, dirigiéndole una última mirada mientras se
acomodaba una gruesa bufanda de lana.
—Te veremos mañana entonces, ¿verdad? ¿Te quedarás a dormir allá?
—Es la idea —asintió.
—Avísanos para irte a buscar, ¿sí? Podríamos ir a comer, ya sabes, antes
de que comiencen las clases.
Eso le gustó. Ellos siempre buscaban alguna excusa para celebrar algo,
para hacer cada día especial.
—Me encantaría.
—Adiós, linda. Llámanos si necesitas algo —se despidió Dianna,
dándole un abrazo corto y apretado.
—¡Que tengan un buen día!
Ahora estaba sola en la casa.
Lo primero que pensó fue en ir a ver a Jason, pero sabía que él debía
estar aún con sus compañeros del equipo de básquetbol. Querían estar
preparados para el inminente comienzo de la temporada. De todos modos,
lo vería en unas cuantas horas.
Supuso que mataría el tiempo de otra manera. Suspiró y subió las
escaleras de vuelta a su habitación.
Sin ánimo de seguir ordenando ropa —o nada, en realidad—, se sentó
sobre la cama, tomando los tres cuadernos que había sobre su mesa de
noche: el primero, el viejo cuaderno rojo que cargaba consigo desde el
orfanato.
El segundo era uno nuevo, rosa y celeste, que había comprado hacía un
par de semanas en una librería junto con Dianna, cuando fueron a recoger
los libros del colegio. Creía que ya era hora de tener uno nuevo, porque al
otro apenas le quedaba espacio para unos garabatos.
Y el tercero... Era probablemente el más importante de los tres: el diario
de Oliver Raven.
Fue ese último el que abrió sobre su regazo, acomodándose para
analizarlo.
Ya no sabía ni para qué se molestaba.
Durante las últimas semanas, tanto ella como Sebastian habían leído el
diario como si fueran a presentar un examen sobre él. Lo habían leído,
releído y vuelto a leer. Lo habían discutido, tomado notas... Y hasta ahí. No
había nada en él que les fuera de ayuda. Y no es que pensara que lo que
necesitaban estaba ahí, excepto que, quizás...
Tenía que haber algo que estaban pasando por alto.
Su mente viajó por sus recuerdos, deteniéndose en la última
conversación que tuvo con Sebastian antes de abandonar la que había sido
la casa de Xander y su hermano, con una delicada Amanda recién devuelta
de la muerte.
«¡Espera!», la había llamado él, antes de que se subiera al auto.
Ella se volteó como una sonámbula, tratando de encajar en su interior
las piezas de todo lo que acababa de suceder. Miró a sus amigas, recelosa,
pero Amanda estaba ya en el coche y se había quedado dormida con la
cabeza apoyada en la ventana.
«¿Sí?».
«Necesito tu ayuda, Lianne. Necesito que averigües algo sobre Dianna,
ya sea si decides quedarte con ellos o no. Esto podría ser importante».
En ese momento no deseaba saber de ellos. No quería ni escuchar sus
nombres después de lo que se había enterado.
«¿Por qué no lo averiguas tú mismo?», espetó, con más dureza de la que
pretendía. Estaba tan agotada…
«Porque no confío en que ellos me digan la verdad».
Suspiró, recelosa. ¿Le dirían la verdad a ella?
Supuso que no le haría daño agregar una pregunta al montón que ya
tenía para hacerles. Y no tenía ánimos de discutir en ese minuto.
«¿Qué necesitas?».
Si Sebastian se sorprendió por su disposición, no lo demostró. Se acercó
a ella y le susurró:
«Necesito que averigues… si hay una forma de convertir a alguien en
Incandescente».
¿Lo había escuchado bien?
«¿Qué? ¿Convertir a alguien…? ¿De qué estás hablando?».
Él siguió susurrando, aunque no había nadie ahí que pudiera oírlos.
«Es Dianna. Ella no es… Ella no nació siendo uno de nosotros, Lianne.
Y aquí la ves, muchísimas décadas después».
«No entiendo, Sebastian, de verdad no sé qué…». Comenzaba a
abrumarse, pero él la cortó antes de que pudiese armarse todavía más caos
dentro de su cabeza.
«Solo… Solo averigua cómo se convirtió, ¿sí? Pregúntaselo».
Sin comprender nada y con mil preguntas en la cabeza, Lianne se subió
al auto y Maya arrancó.
Desde entonces había quedado en un punto muerto, tratando de
descifrar cómo había ocurrido la magia, puesto que ni la misma Dianna lo
sabía. El diario tampoco era de ayuda; la mayoría de las anotaciones se
remontaba a la adolescencia de Oliver, volviéndose esporádicas con el paso
de los años hasta convertirse en los delirios de un hombre paranoico y lleno
de miedos.
De todos modos, seleccionó una línea cualquiera de las primeras
páginas y leyó:

Ella rodó los ojos; era lo mismo página tras página, creciendo en
arrogancia. ¿Había sido igual de petulante con su familia? Porque, de ser
así, Lianne casi entendía por qué Xander lo había odiado tanto. Hasta a ella
le irritaba; no tenía ninguna palabra buena para decir acerca de nadie, salvo
de sí mismo.
Pero él no puede curar con las lágrimas, se jactó con una pequeña
sonrisa.
Decidió dejar el cuaderno de lado por el momento y tomó otro libro de
su mesita de noche, uno que había dejado hasta la mitad: Alicia a través del
espejo. No tuvo mucho tiempo de leer después de Navidad, cuando Jason se
lo regaló, pero hacía un par de días que lo comenzó y ya no podía parar.
Leía en cada rato libre que tenía… cuando no estaba investigando. Claro
que su investigación era poco fructífera y en extremo frustrante, en cambio,
leer Alicia era divertido y maravilloso.
Debería hacer más cosas que sean divertidas y maravillosas, se dijo.
Entre línea y línea, no supo cuándo sus ojos se cerraron y cayó dormida.
Despertó horas más tarde, sobresaltada cuando el sonido de un mensaje
en su teléfono rompió la bruma de su inconsciencia. ¿Qué hora era…? Ya
estaba oscureciendo. Había dormido más de la cuenta. Restregándose los
ojos para quitarse el sueño, tomó su celular, percatándose de que el mensaje
era de Jason.
Lianne saltó de la cama en un segundo, emocionada y ansiosa a la vez.

¿Estás lista?

Su primer instinto fue correr hacia su armario, sin embargo, se detuvo a


medio camino y tipeó una respuesta:

Dame diez minutos.

Se apresuró a tomar el conjunto que había escogido la noche anterior: un


vestido de lana gris de mangas largas, junto con unas medias negras semi-
transparentes y botas del mismo color. Se cambió rápidamente y se calzó las
botas antes de correr hacia el baño, donde examinó su reflejo mientras se
soltaba el cabello de la trenza que se había hecho esa mañana luego de
ducharse.
Ondas castañas cayeron sobre sus hombros hasta su pecho, y recordó
cuando tuvo que cortarse el cabello estropeado casi hasta las orejas, después
de consumirse y antes de llegar al orfanato, ya que su pelo se había
chamuscado al renacer. Cuando pudo dejárselo largo y sano volvió a
sentirse como ella misma; otra pequeña parte de su identidad que había
recuperado.
Tenía que admitir que un gran peso se había levantado de sus hombros
al obtener las respuestas sobre lo ocurrido con su familia.
Aquellas preguntas la habían atormentado por más de un año, la
carcomían por dentro, y ahora… Era como si durante todo ese tiempo
hubiese tenido una enorme roca en su pecho que le oprimía el corazón y le
impedía comer, pensar y respirar con facilidad. Esa roca ya no estaba y
nunca había sentido los pulmones tan llenos de aire fresco como después de
lo ocurrido con Xander.
Aún conservaba dudas. A medida que el tiempo transcurría, se daba
cuenta de que había muchas cosas que no cuadraban del todo. ¿Sería la
historia que Sebastian le había contado la historia real, o solo la versión de
los hechos que él conocía? ¿Qué tanto de todo aquello se habría
tergiversado con los años? ¿Y si había más que ambos ignoraban?
Sacudió la cabeza. Esa noche no quería pensar en eso.
Se aplicó un poco de maquillaje en los ojos: no demasiado, solo lo
suficiente para resaltar su mirada.
Revisó su aspecto una última vez y, conforme, salió corriendo de la
habitación con las mejillas sonrosadas. No podía evitarlo; cada vez que iba
a ver a Jason su corazón saltaba como loco y se esmeraba en su apariencia
más de lo usual, aunque sabía que a él no le importaba tanto como a ella.
Bajó las escaleras saltando los peldaños, calzándose el abrigo negro. No
solía usar ropa negra, de hecho, le encantaban los colores y lo que
expresaban. Pero el negro siempre denotaba misterio, y sintió que esa noche
le vendría bien. Además, acentuaba sus ojos.
Tomando su mochila, abrió la puerta de par en par, dejando que el aire
frío del exterior terminara de despertarla. Cerró asegurándose de llevar
consigo las llaves, y cruzó el jardín delantero; el coche de Jason estaba
detenido en la calle frente a su entrada.
Sonrió por instinto cuando abrió la puerta y lo vio con el pelo revuelto y
húmedo por la ducha, los ojos celestes brillantes en contraste con su piel
levemente bronceada... Lianne envidiaba que pudiera conseguir ese color
incluso en invierno. Ella ni tomando horas y horas de sol conseguía mitigar
su palidez. Era de familia.
—Te ves preciosa. —Fue lo primero que le dijo.
A menudo, esas palabras eran lo primero que le decía.
—Tú no te ves nada mal tampoco —bromeó. Sin más demora, se subió
al auto y cerró la puerta, poniéndose el cinturón de seguridad—. Gracias
por llevarme.
Jason rio mientras arrancaba el motor. En un par de minutos, la calle de
su vecindario desapareció.
—Vamos al mismo lugar, no es nada. —Le sonrió.
Cuando llegaron a la casa de los Russell ya estaba oscuro. A Lianne le
gustaba la lluvia, el aire fresco, la sensación de estar arropada con una
manta junto a la chimenea mientras afuera nevaba, mas no le gustaba para
nada que durante el invierno oscureciera tan temprano.
Su padre solía decirle que sin oscuridad no había estrellas, sin embargo,
ahora cada vez que pensaba en aquella frase, otra la opacaba. La maldad es
como las estrellas… Aunque hubiese cosas malas ocultas en la oscuridad,
eso no les impedía esconderse también a plena luz del día.
Jason estacionó el auto en la acera junto a la entrada; los padres de
Maya estaban fuera. Lianne no sabía si era porque ellos se iban para no
estar en una casa llena de adolescentes, o si Lucas y Maya aprovechaban su
ausencia para hacer sus fiestas. Tendría que preguntarle a Maya al respecto,
solo por curiosidad. De todos modos, sabía que ambos tenían permiso para
invitar gente, siempre y cuando llamaran si algo se salía de control y
avisaran cuando todos los invitados hubieran llegado a sus casas sanos y
salvos.
Ambos bajaron del auto con actitud relajada. Jason esperó a Lianne para
tomar su mano y caminar hacia la puerta. Alcanzaron a percibir la vibración
de la música y un murmullo revuelto antes de que esta se abriera y un Lucas
enérgico y distraído apareciera tras ella. Les lanzó una gran sonrisa al verlos
y los invitó a pasar.
Dentro, la música resonaba en cada habitación. Lianne estiró el cuello
para espiar quiénes se encontraban ahí, pero Lucas era demasiado alto y le
tapaba la vista. Esperaba ver pronto a Amanda y a Maya; seguro andarían
revoloteando por ahí.
—¡Llegaron al fin! —exclamó Lucas a modo de saludo. Llevaba un
vaso de plástico grande y rojo en la mano—. ¿Una cerveza? —le ofreció a
Jason. Este lo rechazó con un gesto.
—Vine en auto.
Con el ceño fruncido, Lucas le ofreció el vaso a Lianne, quien lo aceptó,
resignada.
—¿Por qué no te quedas a dormir? —ofreció Lucas.
De pronto, Amanda apareció y se ubicó junto a Lucas, con una hermosa
sonrisa iluminándole el rostro. El chico puso un brazo alrededor de sus
hombros y Amanda sonrió, radiante. Se veía tan alegre, tan auténtica…
Lianne estaba feliz por ella.
Se saludaron con un abrazo, como si no se hubiesen visto en semanas.
—Sí, ¿por qué no te quedas? —lo animó Amanda, sonriendo y bebiendo
un sorbo de su vaso—. Yo me quedo, Lía se queda… Pueden irse juntos
mañana por la mañana.
Lianne mentiría si dijera que no cruzó por su cabeza la imagen de ella y
Jason acurrucados por la noche; tuvo que rogar con todo su ser que no se
notara en su rostro lo que estaba pensando cuando le dijo al chico:
—Quédate. —Conmigo, añadió para sí.
Él ni siquiera lo dudó.

La casa estaba atestada de gente. Habían puesto una mesa de ping-pong en


el salón; era posible que no hubiese tantas personas en realidad, sino que el
lugar se viera más pequeño de lo habitual.
Lianne barrió la estancia con la mirada, buscando a Maya. No la
localizó de inmediato; en su lugar, vio a Eliott, el chico de la música —así
lo había apodado al conocerlo y ahora no podía pensar en él de otra manera
—, que se encontraba como siempre con sus grandes audífonos mal
puestos, de modo que tenía un oído sumergido en la música que mezclaba y
el otro semi-presente en la realidad.
Más allá, también vio a Kim, una chica de su clase de música que
siempre vestía algún suéter enorme y holgado, y que tocaba el cello como
los dioses, y también a Becca, con quien había conversado un par de veces
en Gimnasia. Aparte de ellas, reconoció a los compañeros del equipo de
baloncesto de Jason: todos eran altos y bastante esbeltos, pero iban mínimo
un curso o dos más arriba; con todo lo que había sucedido al final del
semestre, no había tenido oportunidad de conocerlos... aún.
Jason apretó su brazo en un gesto que le indicaba «vuelvo enseguida» y
se dirigió a ellos con una sonrisa. Lianne estuvo a punto de ir con él: supuso
que esa ocasión sería tan buena como cualquier otra para hacer
presentaciones. Sin embargo, cuando estaba a punto de dar un paso, sintió
que alguien chocaba con fuerza contra su espalda y la abrazaba por detrás.
Ni siquiera tuvo que voltearse para saber quién era. Sonrió
reconociendo el entusiasmo de Maya; incluso si no hubiese visto sus rizos
rubios y desordenados, su esencia era inconfundible.
—Estoy muy feliz de que llegaras —le susurró Maya—, por un
momento temí que tú también me dejaras plantada.
Lianne se volteó y le devolvió el abrazo, alzando una ceja inquisitiva al
mismo tiempo.
—¿También?
Maya resopló, rodado los ojos.
—Will dijo que no podía venir.
—¿Por qué no? —quiso saber Amanda, quien acababa de llegar para
escuchar esa última parte y se unió sin demora a la conversación.
—Ni idea —replicó la rubia, buscando el teléfono en los bolsillos de su
chaqueta. Cuando lo encontró, lo sacó con rapidez, lo desbloqueó y les
mostró la pantalla encendida—. Esto fue lo único que me dijo.
En la conversación ponía:

Maya [7:48 p.m.]:


¿Vienes ya?

Esto se está poniendo aburrido sin tiiiii.

Will [7:59 p.m.]:


Lo siento, no voy a poder ir.

Maya [8:00 p.m.]:


¿Qué?
¿¿¿Por quééééé???

Ayer dijiste que vendrías.


Maya [8:09 p.m.]:
¿Will?

Maya [8:23 p.m.]:


WILLIAAAAAAAAAAAAAAMMM

—Sí vio los mensajes —comentó Amanda—. Auch.


—Él solo… me ignoró —dijo Maya, un tanto decaída.
—Quizás… Quizás se sienta un poco al margen—sugirió Lianne.
—¿Al margen? ¿Por qué? —El tono de Maya era casi indignado—.
Nada ha cambiado.
—De hecho, muchas cosas han cambiado —le recordó.
—Ya, pero es él el que se va con sus amigos en los recesos y nadie le
dice nada. Además, todo pasó muy rápido y no es como si lo hubiésemos
ignorado en los pasillos o algo así. Cuando hablé con él para invitarlo, no
pareció tener problema.
—Deberíamos hablar con él el lunes —propuso Amanda—, aclarar las
cosas. Tal vez le surgió algo y estamos especulando demasiado.
Ambas chicas asintieron.
—Ya tuve suficiente especulación por un año —comentó Lianne.
Maya lanzó una gran carcajada, recuperando su humor habitual.
—Ni que lo digas —rio—. Ven, vamos a buscar algo de comer, muero
de hambre.
Amanda dudó, frunciendo el ceño.
—Siempre tienes hambre, Maya.
—¡No seas aguafiestas! Vamos a pasar un buen rato, iniciando por la
comida y luego por la «pista» de baile. —Hizo las comillas con los dedos y
lanzó una mirada al salón. Lianne y Amanda sonrieron—. Nada me va a
arruinar mis dos últimos días de vacaciones.
6
P R O B LE M A S N O R M A LE S D E
A D O LE S C E NT E S N O R M A LE S
2018

E l humor de la fiesta estaba decayendo. Eran alrededor de las cuatro y


media de la mañana y no quedaban muchas personas rondando en
casa de los Russell. La mayoría se había ido, y quienes continuaban ahí ya
no bailaban, sino que conversaban en el sofá o en el comedor con gesto
sonriente y cansado.
Amanda había subido hacía unos veinte minutos, se había instalado en
la habitación de Lucas y había caído dormida al instante, mientras que su
novio todavía rondaba por ahí junto con Maya. Lianne se topó con ellos
mientras buscaba a Jason.
—Si estás cansada, enana —escuchó que Lucas le decía—, sube y ve a
dormir, yo espero hasta que se vayan todos.
—Cuidado —le advirtió Maya—, casi suenas como un buen hermano,
todo tierno y preocupado.
Lucas no dijo nada. Le dedicó una linda sonrisa, le revolvió el cabello y
se alejó hacia el salón.
—¡Quizá te tome la palabra! —le gritó Maya, antes de que el chico
desapareciera de su vista.
—¿Te vas a dormir? —preguntó Lianne.
—No todavía, lo acompañaré un rato más —suspiró.
—¿Me considerarías la peor amiga del mundo si te dejo sola y subo? —
tanteó.
—¡Qué va! No, para nada. Yo subiré pronto. Creo que la idea de dormir
de pie ya no me parece tan mala opción —bromeó. No hacía falta que lo
dijera, pues Lianne se sentía igual—. La habitación de invitados es toda
tuya… y de Jason. —Le lanzó una mirada sugerente, acompañada por una
sonrisa burlona. Lianne enrojeció con violencia—. A menos que quieras
despacharlo al sofá —rio—, cualquiera de las dos opciones me parece
interesante.
—Ya —la cortó Lianne, abochornada—. ¿Lo has visto?
Maya señaló un punto tras ella con la cabeza. Al voltearse, Lianne vio al
chico de cabello rubio ceniza que tanto quería.
Se despidió de Maya con un abrazo, dándole las buenas noches e
ignorando sus miraditas, y se acercó a Jason por la espalda. Él conversaba
con chicos del equipo y antiguos compañeros de curso. Lianne se sintió un
poco avergonzada al acercarse, ya que no los conocía y era obvio que esos
muchachos sí sabían quién era ella. Esperaba que esa instancia se diera
pronto.
—¡Hola! —la saludó él, sonriendo al verla—. ¿Estás bien?
Ella le sonrió también y lo abrazó, hablándole al oído.
—Ya estoy muy cansada y voy a irme a dormir. ¿Me…? —dudó un
segundo, sin embargo, él entendió.
—Te acompaño arriba.
—No quiero que te pierdas la fiesta solo por mi —replicó la chica.
—Ya no queda fiesta, Lía. Te acompaño.
Una sonrisa tiró de la comisura de sus labios cuando él tomó su mano y
juntos se dirigieron hacia las escaleras. Lianne creyó que estaría demasiado
cansada como para sentirse nerviosa por ese momento, y también sabía que
no tenía motivos para estarlo... Pero tenía que admitirlo: el pensamiento de
los dos solos en la misma habitación la ponía nerviosa y hacía que mil
mariposas saltaran y bailaran desenfrenadas en su estómago.
En el piso de arriba todo estaba en calma. Caminaron por el pasillo a
paso lento, pasando la habitación de Maya y la de su hermano, hasta llegar
a la tercera puerta: la de invitados. Lianne entró primero y vio que su abrigo
y su mochila ya estaban ahí, sobre la cama justo donde Maya los había
dejado.
Caminó hasta sus cosas sin encender la luz. Sacó su pijama de la
mochila, junto con su cepillo de dientes y miró a Jason, que había apoyado
la espalda contra la pared y se frotaba los ojos, agotado.
—Iré a cambiarme, ¿sí? Vuelvo en un segundo.
Jason asintió. No dijo nada y la dejó pasar.
Se cepilló los dientes y se cambió de ropa con rapidez, deseando volver
pronto junto al chico que la esperaba en la habitación. Se arregló el cabello
y se lavó la cara, tratando de despejar un poco su cabeza y quitarse el sueño
para poder pensar con claridad.
Cuando volvió, Jason se había sentado sobre la cama. Lianne dejó la
mochila en el suelo junto con su abrigo y se metió bajo las mantas.
—¿Estás bien? —le preguntó a Jason.
—Sí, solo… estoy cansado. —Sonrió para ella con los ojos
adormilados.
Mientras se acercaba para abrazarla, Lianne pensó que Jason se veía tan
sincero en ese momento, relajado y entregado como si su única
preocupación en el mundo fuese que tenía sueño.
Pasaron unos segundos o unos minutos, no sabría decirlo con seguridad,
porque dentro de su mente el tiempo se borraba cada vez que sus ojos se
cerraban. Ella sentía que solo parpadeaba y volvía a abrirlos, pero un
parpadeo podía durar una eternidad.
De pronto, Jason se incorporó. Lianne se sobresaltó cuando su cuerpo
dejó de protegerla y el frío la golpeó.
—¿Adónde vas? —inquirió la chica, alarmada.
Jason se quedó de pie junto a la cama, desconcertado, casi sin entender
la situación.
—A dormir —dijo como si fuera lo más obvio del mundo—. Estoy
muerto, Lía.
—Ah. Es que creí que… —Qué tonta había sido.
Jason la miró con una mezcla de disculpa y vergüenza.
—No quise asumir que querrías que me quedara contigo.
—Podrías haberme preguntado —replicó ella.
—Bueno, ¿quieres que me quede? Porque si no, no pasa nada…
—Quiero —afirmó ella—. Quédate.
No necesitó pedírselo una segunda vez.
Se acurrucó junto a ella sin quitarse la ropa. Le dio un beso en la
mejilla, casi inconsciente, y cayó dormido en el segundo en que su cabeza
tocó la almohada.
La chica lo contempló durante un minuto, con una sonrisa boba en los
labios. Examinó en la penumbra las líneas de su rostro que, en ese
momento, no formaban ninguna expresión. Estaba totalmente inconsciente
y Lianne se preguntó qué estaría soñando.
Rio ante el pensamiento y, sin más, se permitió dejarse ir.
Se despertaron de madrugada con el estruendo de un portazo. Lianne se
deshizo de su abrazo con el instinto de levantarse de un salto y con el
corazón en la garganta. ¿Qué demonios…?
Sentía que había pasado dormida menos de un minuto.
—¿Qué fue eso? —susurró Jason a su lado.
—No tengo idea.
—¿Qué hora es?
—Las cinco cuarenta y d…
—¡Amanda! —El grito de Lucas la interrumpió.
Sin pensarlo dos veces, Lianne se levantó y corrió hacia donde
escuchaba el ajetreo. Apenas salió de la habitación se encontró con Lucas
en el pasillo, de pie junto a la puerta cerrada del baño, con los brazos
apoyados sobre ella.
—Maya, ábreme la puerta, ahora —le gritó.
—¡Lo siento, zona no apta para chicos! —gritó de vuelta su hermana
desde el interior del cuartito.
Su tono estaba cargado de sarcasmo, de broma; nada fuera de lo usual,
excepto porque Lianne escuchaba a alguien vomitando y tosiendo dentro
del baño.
—¿Amanda? —preguntó, despacio.
—¿Qué pasó? —quiso saber Jason detrás de ella.
—No lo sé —dijo Lucas con una expresión que mezclaba la
preocupación por su novia y el enfado porque lo dejaron fuera—. Estaba
dormida cuando llegué, así que me acosté y me dormí también… Lo
siguiente que supe fue que salió corriendo hacia el baño.
—¡Se siente mal, tonto! —le gritó Maya.
—No estas ayudando —cantó Lianne, lo suficientemente fuerte para
que la escuchara del otro lado sin gritar.
La casa estaba en sumo silencio fuera del revuelo que ellos mismos
estaban causando; no entendía por qué todos gritaban.
Nadie dijo nada más por unos minutos y pareció que las cosas del otro
lado se calmaban. Luego de un rato en que nadie se miraba, expectantes, se
escuchó una voz trémula y temblorosa:
—Déjalo pasar.
—¿Segura? —le preguntó Maya.
Lianne imaginó que Amanda asentía del otro lado. Escucharon el clic
del cerrojo de la puerta antes de que esta se abriera, Lucas se precipitara
dentro y se arrodillara en el piso junto a Amanda.
Lianne entró también al baño; entre los cuatro ocupaban todo el espacio
ahí dentro.
—¿Qué te pasó? —inquirió preocupada.
Su amiga se veía bastante verde, mareada y tiritona.
—No bebí mucho, lo juro. Debe haber sido algo que comí… Lo siento
—le dijo a Lucas—. No quise despertarte. Le pregunté a Maya si tenía algo
para el estómago…
—Tienes el sueño pesado —le dijo la rubia a su hermano.
Él le gruñó en respuesta.
—Debiste haberme dicho que te sentías mal.
—No me sentía tan mal —se excusó la chica—. Maya me preparó un té,
creí que estaba mejor y cuando me levanté…
—Digamos que fue una suerte que haya un baño en este piso —
completó Maya. Lucas la miró mal—. ¿Qué? No me mires así.
Lianne se dirigió a Amanda.
—¿Te sientes mejor ahora? —La chica se encogió de hombros—.
¿Todavía quieres vomitar? —Amanda asintió, apoyando la cabeza en los
azulejos de la bañera—. ¿Qué crees que haya sido?
—No estarás embarazada, ¿verdad?
—¡Maya! —chillaron Amanda y Lianne al mismo tiempo
Lucas miró a su hermana como si fuera un alienígena.
—¡Dejen de verme así, solo estoy asegurándome!
—No, no estoy embarazada —masculló Amanda por lo bajo.
—¿Estás segura?
—Sí, está segura —la cortó Lucas—. No es que sea de tu incumbencia.
—Es mi mejor amiga —recalcó—. Por supuesto que es de mi
incumbencia.
Lianne los ignoró mientras discutían por estupideces. Se concentró en
Amanda, quien parecía haberse rendido sobre las baldosas.
Extendió la mano y tocó su frente: no tenía fiebre.
—Creo que ya estoy mejor —masculló.
—¿Quieres volver a dormir?
Asintió.
Lianne le hizo una seña a Lucas, quien levantó a Amanda y la cargó
fuera del cuarto. La expresión de Maya se había vuelto totalmente seria
cuando dijo:
—Avísame cualquier cosa, ¿sí? Por favor.
La preocupación teñía su voz. Lucas, sin detenerse, la miró y asintió,
llevándose a Amanda de ahí antes de que su cuerpo se enfriara y cogiera un
resfriado.
El silencio que quedó en la habitación era triste y pesado, de esos que se
producen después de una conmoción en la que nadie se atreve a decir
palabra. En aquel pequeño cuarto de baño solo quedaban ellas dos. Jason
había ido tras Lucas para abrirle la puerta del cuarto y permitirle entrar con
Amanda sin problemas.
Las luces blancas le parecían frías e inhóspitas.
—Ven —animó a Maya a levantarse, poniéndose de pie ella misma y
tendiéndole la mano—. Estará bien —le dijo Lianne.
Maya sacudió la cabeza, volviendo en sí y sonrió.
—Sé que lo estará. Debe haber sido algo que comió. —Lianne asintió
sin decir nada y apagó la luz del baño al salir—. Trata de descansar, Lía. No
creo que nadie se levante muy temprano mañana.
Asintió una vez más. Maya dio un paso hacia su habitación, no obstante,
se detuvo, titubeando, y permaneció donde estaba. Lianne no sabía si se lo
estaba imaginando, mas le pareció ver que una pequeña sonrisa tiraba de la
comisura de sus labios.
—¿Qué pasa? —quiso saber.
Maya la encaró con una expresión que sugería que estaba conteniendo
la risa.
—Solo pensé que esto es lo más normal que nos ha pasado en semanas.
Lianne soltó una pequeña risita. Sí, tenía razón.
Negó con la cabeza, mirado hacia el suelo, divertida, preocupada y
nostálgica a partes iguales.
—Buenas noches, Maya.
Maya le sonrió antes de alejarse por el pasillo. Con un suspiro, Lianne
entró en su cuarto designado, que estaba oscuro y en calma. Juntó la puerta
para que la luz del pasillo no entrara y se metió en la cama, arropándose con
las mantas. Ni siquiera había notado el frío que hacía cuando saltó de la
cama en nada más que una camiseta de mangas largas y pantalones cortos.
Tiritando, subió las mantas hasta tapar sus orejas. Su corazón poco a
poco recobró el ritmo normal y sus ojos se cerraban a ratos sin su permiso.
No se dio cuenta cuando, de pronto, Jason estaba junto a ella. ¿Se habría
dormido? ¿En qué minuto? Vio que acababa de llegar. La luz del pasillo ya
no estaba prendida y él había cerrado la puerta.
—Traté de esperarte —le dijo al chico cuando se metió en la cama, a su
lado.
Lianne se pegó a él, buscando el calor que irradiaba su cuerpo.
—No hacía falta.
—¿Cómo está Amanda?
—Dormida. Se veía mejor.
Lianne asintió, más tranquila con esa información.
—¿Y Lucas?
—Sigue despierto.
No dijeron nada más durante un buen rato en el que Jason la apretó
contra su pecho en la penumbra. Estando tan cerca de él, Lianne podía
sentir cada latido de su corazón, escuchar cada respiración y sentir su
aliento en la curva del cuello, haciéndole cosquillas.
Amaba la sensación de las manos de Jason contra su piel, de sus brazos
rodeándola y sujetándola. Su calor siempre lograba disipar el frío que a
veces se colaba en su interior cuando los recuerdos amenazaban con salir a
la superficie.
—¿Tú estás bien? —quiso saber Jason.
Él notó su cambio de ánimo; por supuesto que lo hizo. A menudo,
Lianne sentía que para él ella era como un trozo de vidrio: fino y
transparente. No podía ocultarle nada, incluso aunque quisiera.
—Él no sabe ni la mitad de lo que le ha pasado —susurró Lianne,
rememorando la última semana. Amanda había muerto, literalmente, y
Lucas no tenía ni idea—. ¿Crees que…? ¿Crees que ella debería decirle? —
vaciló—. A Lucas. Decirle la verdad.
A ella la había atormentado por semanas sentirse incapaz de decirle a
Jason la verdad, y para ese entonces ellos no estaban juntos. No quería que
Amanda pasara por lo mismo si podía evitarlo.
Jason lo pensó un momento.
—¿Crees que ella quiera decirle?
—No lo sé… No hemos hablado del tema.
Lo anotó en el fondo de su cabeza como una de las cosas que
preguntarle.
—¿A ti te importaría?
—No. Es decir… —Era complicado—. Si ella quiere contárselo todo,
no se lo voy a impedir.
Jason sonrió, conmovido por su seguridad, por su ternura. Y la besó.
Pero ese beso fue distinto. No fue solo un gesto dulce, sino lento y
profundo, tanto que Lianne sintió que la respiración, así como el corazón, se
le quedaban atorados en la garganta una vez más.
Un suspiro entrecortado logró escapar de sus labios. Su corazón volvió
a latir desenfrenado cuando entreabrió la boca y la lengua del chico rozó la
suya, suave e intensa al mismo tiempo. Decir que solo sentía mariposas en
el estómago era poco: estaban por todo su cuerpo, revoloteando frenéticas y
fuera de control.
Ella también estaba a punto de perder el control.
En algún momento, Jason dejó de estar a su lado: ahora tenía la mitad
de su cuerpo sobre el suyo y se apoyaba en los codos para no aplastarla con
su peso. A Lianne le gustó esa sensación: se sentía segura debajo de él,
como si nada más pudiera alcanzarla. Se estiró hacia arriba, necesitando
más de él, de su contacto, y le rodeó el cuello con los brazos. Pensó que tal
vez nunca sería suficiente.
Su respiración se aceleró. Cada caricia era especial, electrizante,
maravillosa. Sus sentimientos estaban desbordados: ya no podía
contenerlos, no cabían dentro de sí. Se sentía mareada y llena de vida.
El beso se ralentizó. La boca del chico se alejó hasta que su contacto
dejó de ser apasionado y furioso para convertirse en algo tan suave como el
roce de una pluma. El pecho de Jason subía y bajaba más rápido de lo
normal.
Pegó su frente a la suya con los ojos cerrados. Lianne hizo lo mismo.
Pasaron varios minutos hasta que su corazón volvió a latir a un ritmo
constante y moderado. Luego, ella abrió los ojos y vio cómo Jason la
contemplaba. Apenas unos pocos rayos de luz de luna se filtraban en la
habitación, lo suficiente para distinguir la silueta de su rostro, algunas
sombras y el brillo en sus ojos.
Le pareció que era el chico más hermoso del mundo.
Lo miró una vez más antes de que él sonriera divertido, quitándose de
encima y volviendo a su lado. En ningún momento dejó de abrazarla.
—Buenas noches, Lía —susurró contra su oído.
Lianne sonrió, cerrando los ojos.
Te amo, pensó. Pero no estaba lista para decirlo en voz alta. No todavía.
7
EL PODER QUE SE HABÍA PERDIDO
1863

D esde que era pequeña, Lucía Grace fue una muchacha seria. Creció
en un hogar pragmático, rayando en lo molesto, donde las
comodidades eran consideradas excéntricas, el cariño una debilidad y el
desinterés, una fortaleza. Eso era importante en su familia: la fortaleza.
En un lugar donde se valoraba la fuerza, el poder y el triunfo, tener una
hija mujer fue considerado la peor de las desgracias, de modo que Lucía
creció con una familia estricta, una madre sumisa y un padre que no
ocultaba su desdén hacia ella. Siempre lo supo, ya que él jamás se tomó la
molestia de fingir lo contrario: ella era su mayor fracaso. Y fue todavía peor
cuando su madre falleció prematuramente, dejando a su padre sin las
conexiones de una buena familia y, para su horror, sin un heredero.
Incluso años después, Lucía recordaría a la perfección sus miradas de
desprecio. A ella no le importaba en lo absoluto, y podía decir, sin una pizca
de remordimiento, que jamás lo quiso. Nunca tomó en cuenta sus ojos
desdeñosos, sus gestos egoístas o sus crueles comentarios; guardó silencio
durante años, ya que era demasiado inteligente y calculadora como para
estropearlo todo en un arrebato. Esperó su momento.
Desde niña Lucía supo que era especial. No permitió que nadie más lo
cuestionara aun si no entendían el verdadero alcance de su potencial. Lo
mantuvo en secreto, pues sabía que habría gente que querría aprovecharse
de ello.
Antes de morir, su madre le contaba historias. Todas las noches la
arropaba entre las mantas y se sentaba junto a ella, siempre con una vela
consumiéndose a su lado. Lucía recordaba con abrumadora claridad, a pesar
de haber sido muy pequeña, cómo su hermoso cabello caía en cascada
cuando se inclinaba hacia adelante para estar más cerca, y sus ojos amables
cuando sonreía al decir:
—Fue hace mucho, mucho tiempo. Tanto, que los libros ya no lo
cuentan, las lenguas ya no se hablan y la gente lo ha olvidado.
»Fue hace tanto tiempo que no se sabe cuánto con exactitud. Una tribu,
cuyo nombre nuestro idioma no conoce, vivía en una aldea muy parecida a
la nuestra, junto al río. En un principio, era gente humilde que vivía de los
cultivos que crecían en sus huertos y de los animales que criaban, pescaban
y cazaban. La naturaleza proveía, y ellos estaban en armonía con ella.
»Pero esa gente no era inmune a las inclemencias del tiempo. En el
invierno, el frío casi los llevó a la extinción y las enfermedades venían
después para terminar el trabajo. Antes de la llegada del invierno, ellos
rezaban a sus dioses y, al ver su sufrimiento, los dioses decidieron
ayudarlos. Era gente buena, arraigada, pensaron. No merecían morir.
»Ya nadie recuerda a aquellos dioses; deidades poderosas, compasivas,
cuya magia provenía del centro de la tierra.
En ese punto, Lucía siempre preguntaba:
—¿Del centro de la tierra? ¿Cómo?
Entonces, su madre sonreía con infinita ternura y continuaba:
—Su magia era tan antigua como la tierra misma, pues provenía de ella,
de la energía con que fue creada. Y su poder, el centro de su conexión con
la naturaleza, residía en la fuerza del volcán.
»Los poderes que los dioses le dieron a la tribu fueron legendarios. Los
ayudaron a perdurar, a sobrevivir. Les dio calor en el invierno, luz en la
oscuridad, vida en la muerte. Los convirtió, en todo sentido práctico, en un
ser mitológico: el ave fénix.
»Así podrían invocar y controlar el fuego a su disposición cada vez que
lo necesitaran. Podrían pelear con agilidad y levantar grandes cargas cuando
tuvieran que migrar a tierras más fértiles. Y de no poder sobreponerse a los
peligros o a la enfermedad, la tribu no se extinguiría por sus fragilidades
humanas, pues el poder los traería de vuelta si ellos lo decidían.
Entonces la mujer se detenía, suspiraba y, luego, sonreía mirando a su
pequeña hija.
—¿Qué pasó después, mamá?
—El problema con el poder, cariño, es que corrompe a aquellos que no
son lo suficientemente fuertes de corazón para resistirlo. Se volvieron
codiciosos, avaros, solo por saberse superiores. Se desencadenaron guerras
y matanzas por el poder, riquezas y territorio... Y los dioses se enfadaron.
Observaron cómo su regalo había sido mal utilizado y desataron su furia
sobre la tribu.
»Cuenta la leyenda que, gracias a un noble sacrificio, uno que conmovió
a los dioses enfurecidos, estos se apiadaron. Decidieron perdonarles la vida,
condenándolos a una existencia sin el poder que tanto los había consumido,
pero con la esperanza de que algún día el poder volvería a despertar en
alguien de su linaje, pues ninguna energía puede desaparecer por completo.
—¿Ni siquiera si los dioses lo deciden?
Su madre se encogió de hombros, sin perder la sonrisa.
—Esa parte de la historia está un poco borrosa —admitió, culpable—.
De hecho, no me sorprendería si hay errores en lo que te estoy contando o
datos que estoy omitiendo; después de todo, han pasado quinientos años, los
suficientes para tergiversar las verdades. —Lanzó un profundo suspiro,
hundiéndose tanto en su silla, que a Lucía le dio la impresión de que
lamentaba no haber podido vivir aquella historia en carne propia, aunque
fuera para poder tener los detalles correctos—. Sea como sea, supongo que
debe haber habido alguna razón de peso para que los dioses no los
despojasen de sus dones por completo y los abandonaran en el olvido.
Esa misma noche Lucía tuvo el primer sueño, el cual se repetiría la
noche siguiente y todas las noches posteriores durante semanas. No veía
nada; lo único que la acompañaba era la oscuridad y una cálida voz que le
hablaba con tanta familiaridad que sintió como si la conociera de toda la
vida. Incluso sin ver su rostro, Lucía supo que podía confiar en quienquiera
que poseía esa voz.
Al principio, decía su nombre.
—Luucííaa… Luuucíííaaa… —Era como un arrullo, como una
invitación.
Intuyó que la voz sonreía.
En la oscuridad, de forma etérea, se acercó.
—¿Te han contado las leyendas, Lucy?
Nadie, ni siquiera su madre, la llamaba Lucy. Le gustó el cambio. Le
hizo sentirse más buena, más inocente, más… niña.
—Me las han contado —dijo, porque no sabía si la otra persona
distinguiría su asentimiento en la oscuridad.
—Eres especial, Lucy —respondía siempre—. Las personas en la
historia, la gente de la tribu… Tú desciendes de ellos.
—Eso dice mamá. —Fue todo lo que agregó.
—Entonces, has de suponer por qué te visito hoy, en tus sueños.
Lucía, que era extremadamente inteligente para su corta edad, no
anduvo con rodeos ni falsas modestias.
—Mamá dice que la gente de la tribu evolucionó luego de perder sus
poderes, que aprendieron a vivir sin ellos, que volvieron a sus raíces y
recuperaron su humildad.
—Así fue.
—Dice, también, que gracias a ello los dioses les dieron una segunda
oportunidad. Que la magia en su sangre estaría latente hasta que la terrible
historia sea olvidada, hasta que sea… justo.
—¿Y, entonces?
—Entonces… —Ella se lo pensó. ¿Sería posible…?—. Entonces los
recuperarían. ¿Es eso? —se adelantó—. ¿Volverán los poderes? ¿Es eso lo
que viene a advertirme?
Una vez más sintió que la voz le sonreía, sin duda divertida por su
entusiasmo.
—Ya lo han hecho. —Era todo lo que decía.
—¿Qué…? ¿Cuándo…? ¿Qué significa?
—Significa… Que eres especial, Lucy.
Ahí terminaba el sueño. Y se repitió tantas veces que, un día, ella al fin
lo comprendió: era especial. En el mismo minuto en que se dio cuenta de
esta realización, el sueño cambió.
Habían pasado varias semanas desde el primer sueño. Esa noche se
metió en la cama esperando que, por primera vez, el sueño fuese distinto.
Cerró los ojos con ahínco y se obligó a dormir. Le tomó muchos minutos
hasta que al final lo logró y se sumió en la inconsciencia. La voz la estaba
esperando.
—Así que, ¿por fin lo entiendes?
—Soy especial —asintió. Llevaba repitiéndoselo desde que lo
descubrió.
Con gran sorpresa, notó algo más que oscuridad. Las visiones eran
etéreas, difusas, pero su intuición era todo lo que necesitó para descifrar su
significado.
Una llama surgía en la penumbra. Era pequeña al principio, como la
llama de una cerilla. Después crecía: una vela, una antorcha, una hoguera.
Un incendio de inmensa magnitud.
—Eres capaz de todo esto, Lucy. Y más.
—¿Más? —preguntó con la voz cargada de asombro.
—¿Recuerdas la leyenda? —Ella, por descontado, asintió—. ¿Qué
decía?
—Ellos podían… pelear con gran destreza y agilidad —recordó—. Sus
poderes les dieron luz en la oscuridad —citó, observando la luz que
desprendían las llamas danzantes que la voz seguía proyectando en su
mente—. Calor en el invierno. —Pensó en el fuego, en una cálida fogata a
la luz de la luna… Era lo último lo que jamás logró entender—. Y vida en…
¿En la muerte?
—Mhm —murmuró la voz.
—No… No sé qué significa.
—Significa que no morirás, Lucy.
—¿Cómo puede ser?
—Un fénix es un ave poderosa, increíble y única, que arde en llamas
cuando llega el tiempo de su muerte para renacer de sus cenizas. Tú,
pequeña, tienes esa capacidad también.
Al principio se mostró escéptica, sin embargo, años pasarían antes de
que Lucía pudiese comprobar este hecho por sí misma.
Cuando el sueño se hubo repetido las veces suficientes como para
asentarse en ella, una noche, después de que su madre dejó su habitación
creyéndola dormida, Lucía se levantó. Se sentó en el suelo junto a la
lámpara de aceite cuya llama estaba por consumirse e imitó las cosas que la
voz le mostraba en sus sueños. La llama creció conforme a sus deseos, y
Lucía no se sorprendió.
De ahí en adelante, todas las noches, luego de que su madre y padre se
durmieran, ella se levantaba y jugueteaba con las llamas, haciéndolas
crecer, apagarse o creándolas de la nada. El fuego danzaba en la habitación,
tomando las formas que su mente mandaba, iluminando la estancia con un
resplandor rojizo o, en ocasiones, azulado. Ese era su favorito.
Con gran rapidez, ganó un total control de sus habilidades: aprendió que
no necesitaba nada para crear el elemento, solo concentrarse, así como
tampoco necesitaba nada más para extinguirlo. Aprendió a darle las formas,
la magnitud y el calor que ella deseara. Incluso, un día, logró crear un fuego
que no quemaba: intentó meterle palitos y papeles y ninguno ardió. Se dio
cuenta, también, de que si ponía las manos dentro de un fuego encendido
por otros no sentía dolor, sino un agradable cosquilleo.
Jamás habló con nadie sobre la Incandescencia, como la había llamado
la voz. No le dijo a su madre de sus descubiertos poderes y, por supuesto,
no se lo diría a su padre: sabía que él solo intentaría controlarla… si es que
no la mataba a golpes por hereje.
No obstante, por el modo en que la miraba, repleta de un orgullo
contenido, Lucía supo que su madre lo sospechaba.
Quizás su madre siempre había sabido, también, que ella era especial.

Cuando Lucía tenía diecisiete años, su madre falleció. Ella no lloró, pero sí
atesoró como nunca la advertencia que le dio en su lecho de muerte, sus
últimas palabras:
«No dejes que nadie se entere. ¿Me entiendes? Mucho menos tu padre.
Ya sea por miedo a un castigo, a que nos la quiten de nuevo, o a que te
maten por bruja… Nadie aquí puede saber sobre las leyendas, Lucía, ni lo
especial que eres. Si se enteran, te reprimirán o intentarán usarte. No puedes
permitirlo».
Y Lucía, que siempre fue buena captando los detalles, lo entendió.
Nadie allí podía saberlo… No significaba que en otra parte tuviera que
ocultarlo.
La voz que aparecía en sus sueños ya no le hablaba. La última vez que
lo hizo fue la noche de su cumpleaños número quince, para advertirle que,
si bien los dioses alguna vez les habían quitado su poder, ya no lo harían
jamás.
«¿Por qué no? —había preguntado ella—. ¿Ya no les importa lo que
hagamos con ellos?».
La respuesta de la voz fue una sonrisa. Se reía de su inocencia. Lo que
no sabía era que su cuestionamiento escondía muchas razones… y ninguna
era inocente.
«No —dijo la voz—. No es eso. Es solo que están muy débiles para
intervenir... Hemos sido olvidados».
No quiso preguntar a qué se refería con eso; no le interesaba. Lo que sí
le interesaba era saber que su poder sería suyo para siempre, sin importar
nada. Y eso era bueno porque ella quería más.
Más poder, más dinero, más estatus. Más.
Años después, Lucía quedó embarazada. La verdad era que nunca supo
quién era el desgraciado padre de su hija. No recordaba ni su nombre, solo
que frecuentaba las tabernas de la aldea y que le gustaba beber. Fue en una
de estas ocasiones en que, borracho, Lucía se cruzó por su camino y decidió
que lo quería para ella. Pasaron cada noche durante dos semanas ocultos en
el granero de un campesino anciano, protegiéndose del frío y la soledad con
poca ropa y nada de recelos. Desnudaron sus cuerpos como si acabaran de
jurarse amor eterno. Y eso era, más o menos, lo que Lucía esperaba cuando
fue una noche a decirle que creía estar embarazada, solo que jamás volvió a
verlo.
Debía dejar la casa de su padre, especialmente ahora que tenía dos
secretos que ocultarle. Buscó a un joven sencillo e ingenuo, dispuesto a
casarse cuanto antes y marcharse de ahí, pues no iba a darle la más mínima
oportunidad a su padre de intentar controlar su vida de casada como lo
hacía con su vida de soltera. Fue ahí cuando conoció a Benedict, quien,
aunque no era el padre biológico de su hija, Layla, dejó que todos creyeran
que sí lo era.
Se marchó de su ciudad natal tan pronto como se casó. Tomó sus
pertenencias, que de momento no eran demasiadas, y se fue con Benedict a
una aldea lejana, donde la familia de él tenía una pequeña propiedad que
iban a dejarles como herencia. Tenía dieciocho años en ese entonces.
Por casi dos años viviendo cómodos en aquella cabaña; él trabajaba y
ella hacía las tareas del hogar. Ambos cuidaban de la bebé y tenían
amigables conversaciones durante la cena. A Lucía incluso había llegado a
gustarle Benedict, por lo que le produjo gran pesar darse cuenta de que, si
quería que Layla tuviese un buen futuro, uno que fuera su elección, ella no
podía tener marido, o todas esas elecciones recaerían en él, no en Lucía.
Sí, Benedict le agradaba, pero no lo suficiente como para dejarlo guiar
la vida de su hija… Así que lo asesinó, y nadie nunca lo supo.
La mano de su madre subía y bajaba en un movimiento repetitivo,
tranquilizador.
Para Layla uno de los mayores placeres de la vida era que peinaran su
cabello. Le gustaba sentir las delgadas fibras del cepillo contra su piel,
bajando con suavidad por su columna. Todas las noches, Lucía la sentaba en
un taburete frente al fuego, para que el calor y la luz de las llamas las
acompañase. Entonces, procedía a desenredar su cabello, largo hasta la
cintura, lleno de pequeñas ondas que caían como volutas de humo negro.
Le gustaba, porque la hacía sentirse pequeña nuevamente, y no como la
mujer en que todos esperaban que se convirtiera.
Layla no estaba preparada para ser una mujer. Apenas tenía diecisiete
años, sin embargo, sabía que a esa edad ya estaba pronta a convertirse en
una solterona. Dios, odiaba esa palabra. ¿Cómo podrían pretender que se
casara, que… tuviera hijos cuando se sentía como una niña ella misma?
—¿Mamá? —preguntó, temerosa.
No podía verla, pero juró que su madre casi sonrió.
—¿Sí, cariño?
—¿Puedo…?
—Claro que puedes —concedió.
¿Puedo preguntarte algo?, había querido decir. Eso su madre ya lo sabía,
y agradecía que no le respondiera cosas como «ya lo hiciste». En general,
no le veía caso a comenzar así su discurso, excepto en ocasiones como esa,
cuando necesitaba predisponerla para una conversación que podía, quizás,
no agradarle.
Supuso que su madre también sabía eso.
—¿Por qué estás tan en contra de mi amistad con Daniel?
—Oh, cariño. —Lucía casi rio. ¿Qué gracia tenía?—. No lo estaría si
tuviera la certeza de que eso es todo lo que puede ser: una amistad. Pero tú
nunca lo verás solo como un amigo, ¿o me equivoco?
No se equivocaba. Prefirió quedarse callada.
—Algún día lo entenderás, que todo esto es por ti. —Volvió a escuchar
la voz de su madre, mezclada con un suspiro profundo—. Eres poderosa,
Layla. Eres fuerte. Desciendes de un linaje grandioso y, por lo tanto, tu
futuro debe serlo también.
Enseguida, la chica se sintió indispuesta. Detestaba, odiaba que su
madre lo mencionara. ¿No era suficiente ya con que todos pensaran que ella
era una bruja? ¿Es que tenía que darles pruebas concretas de que tenían
razón?
—No digas eso —murmuró, más para sí.
—¿Por qué no? Alguien tiene que hablarlo. ¿O es que crees que no me
doy cuenta cómo huyes del fuego, cómo rechazas tu magia? La estás
desperdiciando, hija, porque tienes miedo, y son ellos quienes deben
temerte a ti.
—No quiero que me teman.
—Lo querrás —replicó Lucía—. Lo querrás cuando te des cuenta de
que el amor no es suficiente, y que nunca lo será.
Para ese punto, su madre ya había terminado con su cabello, dejándolo
sujeto en una larga trenza que le daría forma por la mañana. Layla se
levantó de un salto y se obligó a detenerse a mirar a su madre una vez antes
de irse, para que no creyera que estaba escapando.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, Layla.
Se fue antes de que pudiera decir algo más; ya no quería escucharla.
8
TODO LO QUE PUDO SER
1863

D os noches después la despertaron un par de golpes en su ventana.


¿Qué demonios?
Abrió los ojos con el corazón en la garganta, palpitando tan fuerte que
no sabía si el golpe despertaría a su madre o si serían sus propios latidos.
Se quedó inmóvil, tratando de contener el grito que amenazaba con
escapar de su boca. Sabía que su figura no era visible a través de la cortina,
sin embargo, la tela de algodón que cubría su ventana era lo suficientemente
fina como para permitir ver su silueta... Tal vez. Por si acaso, no se movió,
como si quedarse quieta pudiera hacerla invisible. Como si eso importara si
alguien de verdad quisiera entrar en su habitación.
Se debatió durante unos segundos sobre qué debería hacer; entonces,
cuando los golpes sonaron de nuevo, se levantó, temblorosa, y caminó hacia
la ventana. ¿Sería posible…? No; no iba a ilusionarse. Siempre su
imaginación volaba hacia donde quería ir, torcía la realidad de acuerdo a sus
deseos y, hasta ese momento, solo había conseguido decepcionarla.
Hasta ese momento.
Era Daniel.
Se atragantó con su propia saliva apenas lo vio. ¿Qué hacía él ahí? ¿A
esa hora? ¿Lo habría escuchado su madre? Y ella… Por Dios ¡estaba en
camisón!
Corrió rápido la cortina, sonrojada hasta la médula y dejó al muchacho
fuera de la vista. Tomó un grueso suéter de lana que estaba sobre su silla,
esperando que eso la tapase un poco, que ocultase la silueta que se
adivinaba bajo su ropa. Mortificada, volvió a abrir la cortina y, esta vez,
también la ventana.
—¿Daniel? —Lo preguntó solo por si las dudas, por si era, en efecto, su
imaginación que la engañaba.
—¿Esperabas a otra persona? —se burló él, apoyando los codos en el
alféizar.
Layla retrocedió; el gesto se estaba volviendo una costumbre en ella. No
era que no quisiera acercarse... ¡Por supuesto que quería! El beso que se
habían dado la había atormentado cada segundo de los últimos cuatro días
de encierro.
Al principio creyó que lo había soñado, aunque ni sus sueños eran tan
vívidos, ni tan realistas... Ni tan perfectos. Todavía sentía un hormigueo en
los labios, junto con un sabor a prohibido y éxtasis. Layla creía que así
sabría el cielo. La torturaba no poder salir y ver si él se fijaba en ella, ver en
su expresión si se arrepentía de lo que había sucedido ahora que había
tenido más tiempo para pensarlo, o si, por el contrario... Bueno, estaba ahí,
¿no? Con la mitad del cuerpo dentro de su habitación y la otra mitad afuera,
en el aire frío de la medianoche. Eso tenía que contar para algo.
Oh, Dioses. ¡Daniel Raven estaba en su habitación! A medias, pero ¡de
igual modo! Ni en sus sueños más locos se lo hubiese imaginado.
—No esperaba a nadie, en realidad —susurró—. ¿Qué haces aquí?
—Pensé que podría devolverte el favor de la otra vez. —¿Qué cosa?
¿Besarla? No se oponía a la idea—. Tú fuiste a verme y ahora vine yo. —
Ah, eso. Como ya no respondió, el continuó—: Yo… Espero que no te
moleste. Quiero decir… espero que esté bien que haya venido. Sé que es
tarde —se apresuró a agregar—. Pensé que a esta hora tu madre ya estaría
dormida…
Dejó la frase en el aire, su voz consumiéndose en el silencio de la chica
que lo observaba con una sonrisa divertida y una ceja alzada.
¿Por qué creyó que ir ahí era una buena idea? Daniel se dio cuenta de
que ella estaba jugando con sus nervios. Sin embargo, aun si se iba de ahí
sin que Layla hubiese dicho una palabra, él habría ganado, porque habría
conseguido verla después de cuatro días de devanarse los sesos pensando en
ella, justo como se veía en ese minuto: sencilla, ruborizada, y con una
pequeña sonrisa en sus labios rosados.
La luz plateada de la luna hacía brillar su cabello negro y sus ojos...
Eran los más azules que había visto en su vida.
—Por Dios, Layla —suspiró, suplicante—. ¿Es que no vas a decir nada?
Su sonrisa se amplió.
—Deberías entrar.
Eso él no se lo esperaba.
—¿Q-qué?
—¿Crees que puedas pasar por la ventana? Ahí fuera cualquiera puede
verte, incluso desde las casas del otro lado de la calle, y preferiría no correr
el riesgo si es que alguien mira por la ventana, así que, ¿quieres entrar?
Lo único que necesitó fue la sonrisa de Daniel.
Esa noche que pasaron conversando hasta altas horas de la madrugada,
sentados sobre su cama, fue todavía mejor que la noche que se besaron,
pues le había dado algo que jamás creyó que tendría: la oportunidad de
conocerlo, conocerlo de verdad, y que él la conociera a ella.
Se quedó alrededor de tres horas, según lo que Layla calculó, hablando
con ella sobre la vida en la aldea, sobre su día a día, sobre lo que hacía antes
de llegar a vivir en ese condenado lugar donde los rumores se esparcían
como la peste.
Nunca mencionó el incendio que los había llevado hasta allí, y ella no
era quien para preguntarle; pensó que quizás era un tema muy sensible
todavía. Él tampoco le habló sobre la pelea que había causado que su padre
lo desheredara, pero sí le dijo que ahora se sentía más libre que nunca.
Por su parte, Layla no le habló de su madre, ni de su relación con ella.
Tampoco mencionó los constantes rumores acerca de su familia, la brujería
o su padre. Eligió esa noche centrarse en lo que era ella en realidad, en su
interior, y no en lo que los demás querían convertirla.
Cuando Daniel se fue, le tomó alrededor de una hora volver a dormirse.
Sabía que al día siguiente estaría exhausta y no lo lamentaba en lo absoluto,
debido a que se sentía plena con la sensación acogedora que se había
apoderado de su pecho, su corazón y su mente.

—¿Cómo puedes decir que lo amas? —le preguntó Eva la semana


siguiente, sentada junto a ella en el jardín trasero mientras observaban el
cielo despejado—. Ni siquiera lo conoces. Apenas han hablado un par de
veces…
Layla suspiró. Esperaba de todo corazón que su confinamiento
terminase pronto, porque ya no lo soportaba. Quería salir, ver a la gente,
andar por la plaza a su antojo.
—No puedo explicarlo —admitió, mirando hacia el cielo—. Lo he
intentado, pero lo que siento por él es algo que no puedo poner en palabras.
Aunque supongo que de eso se trata.
—¿A qué te refieres?
Siempre había odiado cuando la gente le pedía que explicara sus
sentimientos. Creía que tratar de entender el corazón era uno de los
desperdicios de tiempo más imperdonables del mundo. ¿De qué servía
explicar algo que, de todos modos, no podía expresarse con las palabras
precisas? ¿De qué servía tratar de entender algo que no era racional, que
escapaba de toda lógica y sentido común?
Trató de que Eva lo viese de esa manera.
—Me refiero a que los sentimientos no son algo inteligente, sino que
vienen del instinto, del corazón. Incluso si no tiene lógica... ¡Dios! —
exclamó de pronto—. Si hubiese alguna lógica en todo esto, ¿no crees que
hubiese elegido a alguien distinto de quien enamorarme? ¿Alguien más
asequible, con quien no estuviese todo perdido? Sé que mis sentimientos
están condenados, así que, créeme, si pudiese dejarlo de lado, o al menos
encontrar algo de sentido, lo haría.
»No sé por qué lo amo —continuó—. Tienes razón: no lo conozco. No
sé bien qué es lo que hay para amar ni lo que no, pero lo cierto es que mi
corazón salta cada vez que lo veo. Cuando está cerca es como si mariposas
recorrieran mi cuerpo, y cuando habla es como si no hubiese otro sonido en
el mundo que quisiera escuchar.
—De verdad estás enamorada. —Fue todo lo que dijo.
Sabía que Eva pensaba en su amor como algo infantil, algo lejano; más
como una atracción que no hacía ningún daño y no como los abrasadores
sentimientos que ella acababa de expresar.
Layla asintió. Sí, de verdad estaba enamorada… Ahora más que nunca.
Tres semanas después de haber comenzado su encierro, algo extraño
sucedió.
Durante ese tiempo, Daniel había ido a visitarla a menudo, y solían
hablar un rato junto a la ventana o, en ocasiones, lo invitaba a entrar como
la primera vez que fue a verla. No volvieron a besarse. Ese primer beso que
se habían dado se convirtió en el único y, para su sorpresa, no le molestaba.
Sentía que iban por buen camino hacia algo mejor, hacia algo más que solo
una atracción física.
Evanne iba a visitarla sin falta todos los días, y también se encargaba de
llevarles pan de la panadería o carne del mercado. Todo a solicitud de
Lucía, quien le daba el dinero necesario y realizaba las transacciones con
ella. Eva, que no quería dejar de estar en las gracias de su madre, aceptaba
todo esto con gusto.
Aquella mañana Layla se levantó junto con el sol, como lo hacía todos
los días desde que tenía memoria, y preparó el desayuno. El silencio era
habitual en la casa. Ya estaba acostumbrada a él y hasta le gustaba: había
algo en la quietud de la mañana que la hacía sentir como si fuera la única
persona en el mundo. Era tranquilo y pacífico, y le agradaba disponer de ese
tiempo solo para ella antes de que los demás despertaran. Por supuesto, esto
tenía más sentido cuando podía salir y mezclarse con el bullicio de la aldea.
Preparó huevos y también calentó algunos trozos de pan para
acompañarlos. No se entretuvo demasiado cuando estuvo listo el desayuno
de su madre y se apresuró a llevárselo a su habitación para que comiera
mientras ella volvía a prepararse su propio plato; a ninguna le gustaba
comer frío. No obstante, cuando tocó y abrió la puerta de la habitación de
su madre, algo extraño sucedió: ella no estaba en su cama.
—¿Mamá? —preguntó al aire.
Revisó cada rincón de la casa y del jardín sin encontrar rastro de Lucía
Grace en ninguna parte. Consternada, Layla volvió a la cocina y se sentó en
la mesa en un mutismo extraño, preguntándose qué demonios estaba
sucediendo. Podría contar con los dedos de una mano, sin exagerar, las
veces en que su madre había salido de casa. Ella odiaba el exterior,
detestaba la suciedad o el ruido. No le gustaban las personas que caminaban
lento, ni tampoco le gustaba tener que entablar conversación con alguien
que probablemente se dedicaba a esparcir rumores sobre ella y su hija.
Por todo eso, Layla no comprendía que su madre se hubiera aventurado
fuera de la casa cuando bien podría haberla mandado a ella. Claro, estaba la
cuestión del castigo, e incluso así era muy raro que no le hubiera avisado de
su salida, sabiendo que su hija se levantaba temprano para llevarle el
desayuno.
Se comió los huevos y los trozos de pan que había planeado llevarle y
se dedicó a limpiar la casa, sin poder quitar el ceño fruncido de su
expresión. Barrió todas las habitaciones, sacó el polvo de todos los libreros,
sacudió las estanterías, limpió los vidrios y fregó los pisos. Cuando la tarde
cayó, seguía sin haber señales de su madre.
En la aldea nunca sucedía nada malo; era demasiado pequeña para eso,
por lo que la seguridad de su madre no era una cuestión que le preocupara,
al menos no de momento. Pero sí tenía la inquietante sensación de que
había una razón por la cual no le había mencionado nada, y eso sí que la
ponía nerviosa.
Lucía no volvió hasta bien entrada la noche, cuando Layla ya tenía el
fuego encendido y estaba a punto de preguntarse si debería arriesgarse a
incumplir su castigo para ir a buscarla. No fue necesario. Su madre apareció
en la entrada con un semblante bastante alegre, tenía una sonrisilla tirando
de la comisura de sus labios y caminaba a paso ligero, como si hubiera
tenido un gran triunfo esa tarde.
—¡Mamá! —exclamó la chica, corriendo a poner la cena en el fuego y
apresurándose a recibir su chal—. ¿Dónde estuviste? Estaba por salir a
buscarte.
—Oh, hija. Estuve fuera. Supuse que salir de vez en cuando no me haría
mal.
—Pero tú… detestas salir de casa.
—Así es —confirmó, sentándose en su habitual lugar junto a la
chimenea para quitarse las botas y dejar las manos acomodadas sobre su
regazo—. Tenía asuntos pendientes que desde hace mucho tiempo estaba
posponiendo. Me di cuenta de que no podía hacerlo más. Aproveché y di un
par de vueltas por la aldea.
—Mamá…
—Basta de preguntas, Layla. —Lo dijo sonriendo, mas su tono le dio
entender que el tema había quedado zanjado—. Cuéntame, ¿qué hiciste
hoy?
Cuatro días más pasaron hasta que su madre la sorprendió liberándola de su
castigo. Sí, Layla los contaba.
—Creo que has aprendido la lección. —Fue lo que dijo—. Ya no creo
que sea necesario mantenerte encerrada por más tiempo. Ve, sal.
Layla apenas pudo contener el grito de emoción que amenazó con salir
de su garganta; la amplia sonrisa que esbozó tendría que ser suficiente para
mostrar al mundo lo feliz que estaba. De seguro podrían apreciarlo desde el
otro lado de la acera.
Le dio a su madre un abrazo rápido y jubiloso antes de correr a su
habitación para ponerse la capa y salir a la calle. Su primera parada era
visitar a Evanne, porque había pasado mucho tiempo desde que fue ella
quien la visitó.
Corrió con todas sus fuerzas, sin dar cabida a pensamientos del tipo «no
es propio de una señorita andar de ese modo». Cualquiera que la hubiera
visto diría que volaba, pero Layla ni siquiera se fijó en las personas que
pasaban a su alrededor: lo único en lo que podía pensar era que, finalmente,
podría volver a sentarse en su lugar en la plaza, con el cuaderno junto a las
flores.
Oh, el cuaderno.
Esos pequeños trozos de papel habían sido el hilo que la conectaba con
su cordura esos días en casa y, en su apuro por salir de nuevo, se lo había
dejado en su habitación, escondido bajo la almohada.
Bueno, ya habría tiempo para escribirlo todo.
Ni siquiera tuvo que llegar hasta la casa de Evanne para encontrarse con
la muchacha… O más bien chocar con ella a vista de todo el mundo.
—¿Layla? —le preguntó casi como si fuese un fantasma.
Eva tenía la respiración igual de agitada que ella, y Layla no tardó en
darse cuenta de que venía desde su hogar.
—Mi madre me dejó salir —explicó—. De hecho, iba a… —se
interrumpió—. ¿A dónde vas tú? ¿Por qué corrías…?
—¡A verte! —soltó, sin aliento, mientras acomodaba las marañas
enredadas de cabello rubio blanquecino tras sus orejas—. ¡Layla, no lo vas
a creer!
—¿Qué pasó?
—Es el… Oh, Layla —se lamentó. La pelinegra estaba a punto de
gritarle que no la asustara de ese modo cuando Evanne habló al fin—. Es el
padre de Daniel. Enfermó y está muy grave.
—¿Qué?
Ni siquiera tuvo tiempo de procesar la noticia cuando Evanne empezó a
vomitar la información:
—No estoy segura de cuánto tiempo ha estado enfermo o qué es lo que
tiene. Todo es confuso; ya sabes cómo es la gente con los rumores. ¡Iba
justo a tu casa para contártelo! Mi padre se enteró cuando fue a comprar
harina para el pan. Acaba de regresar y en cuanto me lo dijo salí corriendo
de la casa. Escuchó que el señor Raven llamó a Daniel hace un par de días
para que lo cuidara, y no se le ha visto desde entonces. Debe haber
regresado a casa; la hija del posadero dice que no ha vuelto en cinco noches
seguidas.
¿Cinco? Eso era un día antes de que su madre… saliera.
Pero era ridículo, imposible. No tenían nada que ver una cosa con la
otra. Lo único que faltaba era que empezase a esparcir rumores ella misma.
—¡Layla! —El grito de Eva la devolvió a la realidad. Tenía ambas
manos sobre sus hombros y la sacudía con suavidad. Su tono estaba cargado
de urgencia—. ¡Tienes que ir a verlo! —Layla asintió, aún pasmada en su
sitio—. ¡Corre!
Con eso reaccionó. Se apresuró a dar media vuelta, y sus finos zapatos
casi patinaron sobre las piedras. Recuperó pronto el equilibrio y echó a
correr en dirección a la plaza mientras las palabras de Evanne se asentaban
en su cerebro.
Daniel... Su padre estaba enfermo, grave, y había mandado a llamar por
él. ¿Significaría eso que habían hecho las paces?
A mitad del camino se dio cuenta de que, si eso era cierto, Daniel
estaría en la casa grande, no en la plaza cortando madera.
Tonta, se recriminó a sí misma. Piensa en lo que estás haciendo.
Cambió una vez más de dirección. La enorme construcción de madera
no tardó en aparecer frente a sus ojos. Era imponente, hermosa… y a Layla
le parecía lúgubre y solitaria. Era una mansión de tres pisos que debía tener
más habitaciones que habitantes.
Cruzó el jardín como una ráfaga de viento, sin entretenerse en
admirarlo. Aunque, si lo hubiera hecho, probablemente se habría
maravillado con lo verde y pulcro que estaba el césped, incluso después del
invierno, o con los vivos colores de los botones de rosales que cercaban la
casa.
Llegó a la escalinata y tocó la puerta con avidez, sin esperar ni un
minuto para recuperar el aliento. No pensó en algo que decir, solo tocó.
Los segundos pasaron y estuvo a punto de creer que nadie iba a atender
su llamado. Se debatía entre irse o tocar de nuevo cuando la puerta fue
abierta por el mismísimo Daniel Raven.
Con el corazón latiendo desaforado, Layla notó que su apesadumbrada
expresión se congelaba al verla. Sintió que una muralla de concreto se
erguía entre ambos, sin saber cómo ni por qué.
—Daniel —susurró. Las palabras salieron ahogadas de su garganta
debido a su respiración agitada. El rostro de él era frío como la piedra—.
Vine en cuanto me enteré. Mi… Mi madre me dejó salir al fin.
La réplica de él fue amarga como el regusto del té demasiado cargado.
—Sí, seguro que sí.
—Habría venido antes de haberlo sabido…
—Oh, lo que me faltaba —espetó.
Su tono duro y su expresión de desagrado la hirieron en lo más
profundo, la golpearon como una cubeta de agua gélida.
—¿Pe… Perdona?
—No finjas ser tonta, Layla. No te queda bien.
Su madre decía lo mismo.
A punto estuvo de cerrarle la puerta en la cara. Daniel comenzó a darse
la vuelta cuando ella salió de su estupor:
—¡No entiendo de qué estás hablando! —exclamó, indignada, sacando
todo su coraje para no sentirse más y más pequeña—. ¿Por qué me tratas
así? Sé que has tenido días muy difíciles, pero en cuanto me enteré vine a
verte, a ver cómo estabas… No sé por qué te comportas de este modo
conmigo.
Daniel se volteó de nuevo y la encaró. Layla deseó que no lo hubiese
hecho; el portazo hubiese dolido menos que el odio con el que la observó.
—Tú madre —espetó, casi escupiendo las palabras— arregló con mi
padre para que nosotros nos casemos.
—¿Qué?
Layla jamás creyó que algún día fuera a escuchar esas palabras juntas,
ordenadas de esa manera. Nunca se atrevió a soñarlo; la fantasía era
demasiada incluso para ella, no obstante, ahora que Daniel pronunciaba
aquella oración… Le sentó como piedras bajando por su estómago.
—N-no entiendo... —murmuró, ahogada—. Creí que tu padre y tú...
—Oh, sí que me habla ahora —se burló—. Porque descubrió que
todavía puedo serle de utilidad y quiere controlarme hasta su último maldito
aliento.
La expresión de furia que él le dirigió se quedó grabada en su cabeza,
haciendo añicos su corazón.
—¿Cómo puedes decir eso? —susurró, escandalizada. A pesar de tener
diferencias, él era su padre… y estaba enfermo.
—Por favor —resopló, como si no pudiese tolerar su estupidez.
—No es posible —decidió ignorar su comentario—. Mi madre jamás...
Ella nunca... —nunca lo aprobaría, quiso decir, mas él la interrumpió.
—No, claro que no. —Fue como si leyese sus pensamientos—. No
mientras yo fuera pobre, desheredado, ¿no? —Daniel quiso reír—. Así que
el contrato viene con una cláusula especial, y es una muy interesante.
—¿De qué estás hablando? —Layla ya no estaba de humor para su
sarcasmo.
—Si me caso contigo, me devolverán mi herencia.
El corazón de Layla cayó hasta el suelo, de forma tan súbita que tuvo
que contenerse para no mirar hacia abajo y revisar si no se había salido de
su cuerpo y yacía a sus pies. Casi tenía miedo de preguntar…
—¿Y si no?
—Seguiré siendo igual de miserable como soy ahora, quizás más. —Se
volteó. Iba a marcharse, pero antes se giró una última vez y, sin emoción,
declaró—. Felicidades. Tú y tu madre me han atrapado en un matrimonio
que jamás quise, y que ahora nunca querré.
Azotó la puerta al cerrarla, dejándola en la entrada con la mente hecha
un caos, el corazón en pedazos y los ojos llenos de lágrimas.
Eso fue lo último que supo de Daniel Raven en días.
9
COMPROMISO
1863

—¡¿C ÓMO PUDISTE HACERME ALGO ASÍ?!


Layla se precipitó en la cabaña cerrando la puerta de un
manotazo, invadida por la furia. Le importaba un pepino si toda la aldea
escuchaba sus gritos. ¡Mejor si lo hacían! Su madre se merecía el
escándalo, aunque dudaba que eso fuera suficiente para apaciguar su ira.
La única respuesta que obtuvo de su madre fue… una sonrisa. ¡Una
sonrisa!
—¿Qué cosa, cielo? —El tono dulce de su madre la enfermaba.
—¡Oh, por favor! ¡Tú sabes qué!
Su madre desestimó sus comentarios indignados con un gesto de la
mano.
—No seas tan dramática, Layla. Desde donde yo lo veo, te hice un
favor.
Ella no pudo soportarlo más.
—¡ME ESTÁS VENDIENDO! Por eso me dejaste salir —susurró
cayendo en la cuenta, llevándose una mano a la cabeza. Se sintió mareada
de pronto—, porque ya estaba hecho. ¿Tuviste algo que ver? —inquirió—.
¿Es por ti que está enfermo?
Una vez más, su madre la desestimó. En esta ocasión con una risita
socarrona saliendo de sus labios.
—No seas ridícula —resopló.
Genial. Ahora era dramática y ridícula.
—Has escuchado los mismos rumores que yo —le dijo Layla—, y sé de
lo que eres capaz. No me mientas, por favor.
Al fin, su madre se dignó a verla. Su expresión denotaba diversión,
como si su hija le estuviese contando una broma y no algo que estaba
destruyendo todas sus esperanzas de… ¿de qué, exactamente? No tenía
idea.
—¿Desde cuándo te importan los rumores? Pensaba que eras más
inteligente que eso.
—Mamá… —Se acercó hasta arrodillarse junto a su sillón. Tomó las
manos de su madre entre las suyas, esperando ablandarla, y suplicó—. Por
favor, por favor no hagas esto. Daniel…
Lucía la cortó.
Esta vez su tono no era divertido, ni indiferente, ni indignado; era frío,
duro y cortante como el filo de un cuchillo. No dejaba lugar a réplicas.
—Cállate, Layla. Cállate de una vez. —Lanzó un hondo suspiro y miró
hacia el techo, rodando los ojos como si no pudiera creer la mala suerte que
tenía—. Llevas enamorada de Daniel Raven desde que puso un pie en este
lugar. No te molestes en negarlo. Soy tu madre, me doy cuenta de tus
miraditas sosas y de tus paseos por la plaza. No te quejes cuando te di todo
lo que has deseado.
¿Cómo le explicaba a su madre que lo que ella en realidad deseaba era
que él la eligiera?, ¿que quisiera estar con ella? ¿Cómo le decía que no
podría soportar una vida casada con un hombre al que amaba, si sabía que
él la resentiría hasta el final de los tiempos? De solo pensarlo, su corazón
dolió. ¿Cómo le decía a una mujer tan imperturbable como ella lo mucho
que la había herido el desprecio de Daniel esa misma mañana?
Sencillo: no podía.
Con lágrimas en los ojos, Layla se puso de pie. Retrocedió sobre sus
pasos sin dejar de mirar a su madre, aunque Lucía ya no le prestaba
atención y volvía a concentrarse en su tejido. Juró en ese minuto que, si
algún día tenía una hija, jamás le haría sentir que sus sentimientos no
importaban, que sus decisiones no contaban.
Abrió la puerta y dejó que la brisa fresca la golpeara. Ya no podía
respirar dentro de esa maldita cabaña; los muros se le venían encima.
Una vez en el exterior, corrió. Corrió hacia la única persona que podría
comprenderla, pues ni siquiera en su propia casa encontraba consuelo.
—Oh, Eva —lloró Layla—. Esto es terrible.
Evanne dejó que su amiga se recargara en su regazo y acarició su
espalda mientras lloraba, sin embargo, no pudo ocultar el desconcierto que
invadió su expresión.
—¿Por qué? Tú lo amas. Lo único con lo que sueñas desde que lo viste
ha sido una oportunidad de conocerlo, de que te conozca a ti… ¡Y ahora
están comprometidos! —De veras, no entendía el problema o por qué sus
palabras solo conseguían que Layla hipara con más fuerza—. ¿Cómo puede
ser eso un motivo para el llanto?
Era la segunda vez que le decían algo parecido y ya no podía tolerarlo.
Si lo escuchaba una vez más, iba a gritar.
—¡Porque él no quiere casarse conmigo! —explotó la muchacha, con
gruesas lágrimas rodando por su cara—. No lo entiendes, mi… —Se detuvo
un momento, intentando respirar—. Mi madre lo arregló todo a mis
espaldas, a espaldas de él… Recién nos conocíamos, ¡empezábamos a ser
amigos! Podría haber sido algo más, pero ahora… ¡Él cree que yo lo planeé
todo! Ya no quiere saber nada de mí, ¡nada, Eva! Me odia.
—Layla… No es así… ¿Intentaste decirle lo contrario?
—¿Por qué iba a creerme? Además… No es una coincidencia que haya
sucedido cuando su padre enfermó. Mi madre debe saberlo, debe ser ese su
motivo. ¿O crees que iba a perderse una oportunidad como esta, «un paso
más arriba en la escalera de la sociedad»? —bufó—. Ella se aprovechó. No
sé qué le ofreció. Pienso y pienso y no logro dar con algo que pudiera ser lo
suficientemente bueno. No entiendo cómo convenció a su padre de cambiar
el testamento.
—Cambiarlo… ¿A qué te refieres?
—Él solo recibirá el dinero de su herencia si… cuando —se corrigió—
esté casado. Conmigo.
—¿No hay alguna posibilidad…? —comenzó Eva, deteniéndose a
medio camino y dudando de sus palabras—. ¿No crees que, quizás… lo
haya hecho por ti? ¿Crees que exista esa posibilidad?
—No —contestó rotunda—. Si hay alguien por quien mi madre haría
esto… es por ella, no por mí.

Durante los próximos días, lo único de lo que se hablaría en la aldea sería


del compromiso del joven y apuesto Daniel Raven con la extraña y
escurridiza Layla Grace.
¿Por qué habría elegido casarse con ella? De seguro estaba tras su
fortuna y se aprovechaba de él en un momento de dolor y vulnerabilidad.
¿Es que acaso Daniel no se daba cuenta de eso? ¿Estaba tan enamorado que
se había cegado a la realidad? Y si era así, ¿qué le veía a esa chica, de todos
modos? Sí, era linda, joven, en edad fértil... nada más. No era hermosa, ni
brillante, ni talentosa. No era un prodigio del piano o del bordado ni la
costura. No se veía particularmente inteligente ni alumbrada, y de seguro
que no provenía de una buena familia, una de renombre, como él. ¿Es que
no había escuchado los rumores? Decían que ella era... una bruja, igual que
su madre.
Quizás Layla lo había embrujado. Sí, tenía que ser eso. ¿Por qué otro
motivo se casaría con ella cuando tenía tanto que perder en esa unión? Lo
más probable era que Layla lo matara en cuanto tuviera la oportunidad para
hacerse con su dinero, tal como había hecho Lucía con su esposo...
Para ese punto, Layla estaba harta de los murmullos. Había convivido
siempre con ellos, mas nunca habían sido tan terribles, crueles y
devastadores como lo fueron después de que la gente se enteró de su
compromiso con Daniel. Ella fingía indiferencia, sordera e incluso
estupidez, pero estaba harta. No podía fingir siempre, y lo cierto era que
cada una de esas frases pronunciadas a hurtadillas, acompañadas por risillas
burlonas, se clavaban como una daga en su pecho.
No le gustaba admitir lo sensible que era a esas cosas. Le dolían, todas
ellas. Y lo peor era ser consciente de cuánta verdad había escondida en esas
frases malintencionadas.
Porque sí, sabía que no era hermosa, ni talentosa, ni un buen partido. Su
madre y ella tenían reputación de brujas, y se la habían ganado sin que
nadie se enterara siquiera de la verdad sobre su familia, esa que tanto
odiaba e intentaba ignorar.
Sabía que Daniel no quería casarse con ella, que lo hacía por interés, y
que si alguna vez había habido una pequeña posibilidad para ellos, su madre
la había aplastado como a una cucaracha bajo su zapato. Lo único que podía
rebatir de esos rumores era que en esa situación no era ella la que estaba
haciendo las cosas por conveniencia. Eran su madre… y el mismo Daniel.
De él jamás nadie diría nada malo.
No podía culparlos. Hasta ella misma se odiaba por la situación en la
que estaban. ¡Qué lejos quedaron los días en que él se escabullía a su casa
por las noches para conversar!… Lo único que anhelaba era traerlos de
vuelta.
No podía aguantarlo ni un segundo más: iba a hablar con Daniel, y esta
vez él iba a escucharla. No le daría opción.
Lo encontró al borde de la plaza, cortando leña como antaño había
hecho para ganarse la vida. Le parecía casi imposible pensar en que eso
solo había sido semanas atrás, una tontería, pero ahí estaba, con la camisa
arremangada y el cabello revuelto y húmedo cayéndole en mechones sobre
la cara. Todos sus músculos estaban en tensión cuando descargaba un golpe
furioso con el hacha sobre uno de los troncos.
Ya no necesitaba el dinero que le daban por eso; Layla suponía que lo
haría para descargarse. Solo esperaba que no fuese su cara la que estuviese
imaginando sobre la madera antes de cortarla.
Temerosa, se acercó.
—Daniel… —susurró, trémula, esperando una negativa. Él hizo como
si no la escuchara—. ¿Podemos hablar?
Silencio. Layla suspiró.
—Por favor, es… Quiero… —Es importante, quiero explicarte.
No le dio la oportunidad de decir nada. Dejó el hacha clavada sobre uno
de los leños y le dio la espalda, dispuesto a alejarse.
—¡Por favor! —exclamó, exasperada, alzando la voz—. Al menos
podrías dignarte a mirarme, a decirme que no quieres hablar conmigo…
—No quiero hablar contigo —replicó, seco.
—¡Pues qué pena! Porque yo tengo mucho que decir.
—No quiero escucharlo, Layla…
—¡Lo siento, ¿sí?! —gritó fuera de sí. Con eso al menos consiguió que
Daniel se volteara y la encarara por fin—. ¡Siento que tu vida quedara
arruinada al cruzarse con la mía! ¡Perdóname por haberte arrastrado a todo
esto, pero yo no lo quería tampoco, no de esta manera!
Dejó de hablar cuando ya no tuvo fuerzas para continuar. Su pecho
subía y bajaba producto de su respiración agitada, y el silencio cayó como
un bloque de concreto sobre ellos cuando las palabras de Layla se
extinguieron. No le importó estar en medio de la calle o que la gente los
escuchara; ya era la comidilla del pueblo, ¿qué importaba si les brindaba un
poco más de entretenimiento? De seguro se lo agradecerían. Aun así, ese
silencio le dolió.
Le dolió porque, en el silencio, lo único que le quedaba era su
imaginación para llenar los espacios en blanco que Daniel le estaba
dejando, y su imaginación no era muy positiva.
La mirada que él le dirigió… Jamás pensó que las miradas hablaran.
Siempre creyó que no había mejor forma de expresión que la palabra, ya
sea escrita o dicha en voz alta, sin embargo, fue en ese momento que se dio
cuenta de que el silencio también cortaba y de que las miradas mataban.
Ella sintió eso cuando los ojos de Daniel encontraron los suyos, fríos
como el hielo. No había ninguna expresión en ellos; era como si estuviese
viendo a una extraña.
Entonces, su rostro se suavizó. Sus hombros cayeron en un suspiro
invisible que lanzó para deshacerse del aire que se había vuelto demasiado
pesado dentro de su pecho. Y Layla pudo ver algo más que solo
indiferencia: vio pena. Mucha pena.
—Yo… Nunca podré perdonarte, Layla. —Lo decía abatido, como si le
doliera pronunciar las palabras.
¿Adónde quedó ese chico que había preguntado a su amiga por ella, el
que se preocupaba? ¿Dónde estaba el Daniel que salió de su habitación por
la ventana y la besó bajo los árboles?
—¡¿Tan terrible es?! —le gritó, sin poder contener las lágrimas que
brotaban una vez más de sus ojos. Dios, estaba tan cansada de llorar…
Llorar porque su futuro esposo la odiaba y porque a su madre no le
importaba—. ¡¿Tan aborrecible es la idea de casarte conmigo?! ¿Tan
horrible te parezco? —dijo, ya sin voz. Esa verdad era la más dolorosa.
Tenía miedo de que él respondiera, de que lo confirmara—. Creí que…
que…
—¿Qué? —espetó sin fuerzas, Daniel. Se veía cansado, derrotado. Así
se sentía ella también—. ¿Qué creíste, Layla?
—Creí que éramos amigos.
Contra todo pronóstico, Daniel sonrió. Era una sonrisa triste, nostálgica,
que le dijo a la chica que todo lo que había soñado ya no importaba. Él
jamás la querría.
—Yo también —murmuró, apenado, alejándose por la calle.

Volvió a casa con el corazón hecho pedazos y el alma fragmentada. Con


cada paso que daba, Layla podía escuchar un crac dentro de ella. Pensaba
que ya no le quedaba más corazón para romper, pero parecía que los
pedazos querían repararse rápido para poder volver a quebrarse.
Entró en la cabaña abatida, con los hombros caídos y el rostro hinchado.
Ya no quería seguir llorando, estaba cansada. Sin embargo, cada vez que se
mentalizaba para que las lágrimas dejasen de salir, un nudo se volvía a
formar en su garganta y le oprimía el pecho. No podía controlarlo.
Su madre la esperaba en su sillón, frente a la chimenea encendida.
Parecía como si no se hubiese movido desde que Layla salió horas atrás.
Ahora ya no era un puñado de lana a medio tejer lo que tenía sobre las
piernas, sino una enorme manta que le cubría el regazo.
Lucía jugaba con las llamas de la chimenea: chispas bailaban sobre su
mano, moviéndose de aquí para allá como si fuera lo más normal del
mundo. Layla sabía que no lo era, y en otro momento se hubiera
horrorizado al verla hacer esas cosas, pues se empeñaba en negarlas. En ese
minuto, no le importaba nada.
—¿Sigues enfadada, cariño? —preguntó, como quien pregunta sobre el
clima. Layla no respondió—. Supe que hablaste con Daniel.
—Tú y toda la aldea —replicó con amargura. Fue a sentarse junto a la
chimenea, esperando que el fuego lograse mitigar un poco el frío que sentía
crecer en su alma. Lanzó un largo suspiro; el aire le pesaba—. Él jamás
querrá casarse conmigo.
Esa era la verdad. Mientras antes la aceptara, mejor.
Lucía sonrió.
—Eso podemos arreglarlo.
10
T O R B E LLI N O
2018

E n el sueño, Lianne veía el rostro de Xander tan claro como si lo


tuviera plantado delante de ella. Notaba su sonrisa socarrona, sus
ojos azul eléctrico, profundos y oscuros. Tenían una oscuridad distinta, una
que se filtraba de su alma y salía a la superficie en sus ojos. Estaba ahí,
Lianne podía percibirla todavía.
Lo veía escabulléndose por su casa, colándose por la entrada principal
como si fuera un invitado, y lo veía sacar la espada maldita que había
terminado con tantas vidas. Ella no podía hacer nada salvo observarlo desde
las sombras mientras destruía todo lo que amaba y consideraba más valioso.
Sintió el grito construirse poco a poco hasta llegar a su garganta.
Cuando estaba a punto de dejarlo salir, un movimiento brusco cortó la
pesadilla de raíz y la sacó del sueño, lanzándola a la realidad.
Abrió los ojos con la abrumadora sensación de que el corazón quería
salírsele por la garganta: el pulso le latía frenético en las sienes, en el pecho
y en los lados del cuello. Pum, pum, pum.
Fue solo un sueño, se dijo.
A su lado, Jason se había incorporado y no alcanzaba a verla. Estaba
inclinado hacia adelante y su espalda subía y bajaba a un ritmo que le
indicó a la chica que algo lo alteraba. Quizás ella no era la única que tenía
demonios atormentándola en sus sueños, sombras que se colaban en su
mente cada vez que cerraba los ojos y la llevaban de vuelta a los momentos
de su existencia que más luchaba por olvidar. Voces que le susurraban una y
otra vez que jamás conseguiría seguir adelante.
Era su trabajo pelear con los demonios, ahuyentar las sombras y
silenciar las voces. Nadie podría hacerlo por ella.
—¿Jason? —susurró
Él se sobresaltó con el sonido de su voz, como si por un momento
hubiese estado tan hundido en sus pensamientos que se había olvidado de
su presencia. Cuando se volteó para mirarla, Lianne vio que había algo
escondido en sus ojos, una herida abierta que él batallaba por ocultar y, al
mismo tiempo, moría por arreglar.
Le pareció pesado el silencio, cargado de palabras no dichas y
sentimientos enterrados.
—Lía —suspiró al fin—. ¿Te desperté?
—No pasa nada. —Se estiró quitando las sábanas del camino para llegar
hacia él—. ¿Estás bien?
Él dijo en voz alta lo que ella se decía a sí misma constantemente:
—Solo fue un sueño.
—¿Una pesadilla? —adivinó la chica.
Tratando de aligerar el ambiente, con una sonrisa tímida que casi se
esforzaba por no desaparecer, Jason preguntó:
—¿Qué me delató?
—Yo también las tengo.
—¿Sueñas con ese día? —Lianne asintió—. ¿Por qué nunca me dijiste?
—Podría preguntarte lo mismo.
Posó una mano sobre su hombro y él se dejó caer sobre ella como si
fuera lo único que lo sostenía, lo único que evitaba que se hundiera más.
—No lo sé —reconoció—. ¿Me daba vergüenza? Quizás no quería
admitir que…
—¿Que eres humano? —terminó ella por él—. ¿Que te afecta la muerte
de tu hermana? Porque es con ella con quien sueñas, ¿no es así?
Había algo roto en sus ojos, como ver un espejo quebrado en miles de
pedazos: todos reflejaban distintas cosas, y el dolor estaba tan oculto que no
siempre se veía, sino que había que nadar bajo la superficie para
encontrarlo.
Como Jason no encontraba las palabras para responder, Lianne
preguntó, apoyando su cabeza en la de él:
—¿Quieres hablar de eso?
—Sí, sueño con Mía. —Exhaló todo el aire de sus pulmones al
pronunciarlo. No se miraron el uno al otro, sino que ambos vieron al frente,
al vacío que había quedado donde un día estuvieron sus seres queridos—.
Sueño con su muerte, los últimos días que pasó con nosotros… Pero
también con su vida. Sueño con su risa… su risa me persigue. Y hay días en
que eso es bueno, porque me gusta recordarla. Me consuela saber que fue
feliz a pesar de todo, que siempre tenía un motivo para sonreír y, si no, se lo
inventaba. —Él también sonrió al decirlo, evocándolo todo—. Hay días en
que duele tanto que no soporto escucharla en mi cabeza, porque sé que es
ahí el único lugar donde sigue con vida. —Se deshizo de su abrazo para
mirar a Lianne a los ojos con gran incertidumbre—. ¿Tiene sentido eso?
—Por supuesto que lo tiene.
—Y sencillamente no puedo creer que ya ha pasado… más de un mes
—lo dijo con un suspiro ahogado, como si solo pronunciar aquellas
palabras le pareciera una blasfemia—. La tarde en que… murió… solo
quería meterme en la cama y no volver a salir. Creí que no sobreviviría ni
un día con ese dolor, pero eso es ridículo, ¿no? Es una exageración, porque
el dolor no nos mata, solo nos hace desear que estuviésemos muertos.
Lianne sintió que sus ojos se aguaban. No soportaba escucharlo hablar
así y, sin embargo, lo entendía. Vaya que lo entendía, y sería una hipócrita si
le dijera lo contrario, pues ella lo vivió en carne propia.
Jason pareció arrepentido de sus palabras al ver su expresión.
—Lo siento. No pretendía decir…
—No, no te disculpes —lo tranquilizó ella—. Pretendías decir justo eso
y está bien. No quiero que me mientas o le restes importancia, no quiero
que lo suavices, no hay necesidad. Yo también he sentido eso, sé a lo que te
refieres. Duele tanto que solo quieres que pare aunque sea un segundo para
poder respirar, recobrar el aliento.
Jason asintió.
—A veces… Ha pasado tanto en las últimas semanas que hubo
momentos… Breves segundos en que yo me olvidaba de su ausencia, en los
que su muerte no me caía como un bloque sobre el pecho, y me siento tan
culpable…
Lianne no supo qué decir. No quería decirle que no podía sentirse
culpable, porque sí que podía y era normal. Tampoco quería decir que tenía
que seguir adelante; eso ya lo sabía y no le ayudaría en lo absoluto.
—Todos reaccionamos de manera diferente a situaciones traumáticas y
dolorosas, Jason. No hay un manual escrito, una guía para el duelo. Créeme,
si lo hubiera, todo sería más fácil. Pero tú eres el único que puede sacarte
del agujero.
—¿Y tú?
No comprendió exactamente a qué se refería la pregunta, mas dijo de
todos modos:
—Yo todavía estoy peleando por salir, no me rindo. Hay días en que es
más fácil que otros.
—¿Cómo? ¿Cómo haces que sea más fácil?
Lo meditó un momento.
—Pienso todos los días en lo que he ganado, las personas que he
conocido —suspiró—. Si algo sé es que mi familia jamás se irá, no del
todo. Siempre estarán conmigo, y mientras eso sea así… puedo hacer las
paces con el dolor.

Un par de horas más tarde, cuando todos ya estaban despiertos y empezaba


a sentirse movimiento, Lianne se levantó. Sin demoras se cepilló los dientes
y el pelo, se cambió de ropa y se lavó la cara para quitarse los restos de
cansancio. Ni ella ni Jason pudieron volver a dormirse, sin embargo, ella se
quedó tranquila al notar que, luego de su conversación, todo en él pareció
relajarse.
Al bajar, se encontraron con que Maya estaba en la cocina preparando
omelettes para todos y exprimiendo jugo de naranja, mientras que Lucas
recogía vasos de plástico y botellas por el salón. Lianne fue al salón con
gran preocupación por el estado de Amanda; si bien Maya le había
asegurado que estaba bien, ella quería oírlo también de Lucas. Se acercó a
él por detrás del sillón y se apoyó en el respaldo.
—Hola, Lucas. ¿Cómo está Amanda? ¿Está bien?
Él se incorporó con una sonrisa. De inmediato eso la alivió.
—¡Hola, Lía! Sí, está mejor, aunque con el estómago delicado. Le dije
que descansara un poco más. Seguía despierta cuando me levanté, por si
quieres saludarla.
Lianne sonrió también y asintió con energía.
—¡Por supuesto que quiero! Pero antes voy a ayudarte con todo esto.
¿Qué clase de amiga sería si te dejo limpiando solo?
Jason también se les sumó y entre los tres llenaron dos bolsas con el
desastre del piso inferior que luego tiraron a la basura y al reciclaje.
Después, se dedicaron limpiar las mesas y el piso. Poco a poco los estragos
de la fiesta desaparecieron y pronto no hubo señales de ella.
—Ve a ver a Amanda —le dijo Jason—. Nosotros terminamos aquí.
Subió las escaleras de dos en dos. Incluso en el segundo piso le llegaban
las risas y quejas de Maya cuando su hermano trataba de apurarla con el
desayuno. No alcanzó a escuchar lo que respondió, pero supuso que sería
algo del estilo de «agradece que también estoy haciendo para ti» o «cállate
si no quieres quedarte sin comer». Rio para sus adentros.
Se plantó frente a la puerta de la habitación de Lucas y tocó despacio.
—Pasa. —Su voz le llegó amortiguada del otro lado. Lianne empujó la
puerta con suavidad y el dormitorio levemente iluminado la recibió—. ¡Lía!
Fue a sentarse en la cama junto a su amiga. No tenía muy buen aspecto,
sin embargo, eso era lo que pasaba cuando uno se despertaba a vomitar a las
cinco de la mañana. Lucía cansada, pálida y con bolsas bajo los ojos, no
obstante, el tono animado de su voz indicaba que se sentía mucho mejor.
—¿Cómo estás? Anoche me quedé muy preocupada. ¿Pudiste dormir
bien?
Amanda sonrió y le tomó la mano.
—Sí, caí muerta. —Lo dijo sin pensar, como si nada. Entonces cayó en
cuenta de sus palabras e hizo una mueca, enrojeciendo un tanto—. Bueno,
no muerta muerta… ya me entiendes. No tuve percepción de mí hasta hace
un rato. Estoy mejor, Lianne, en serio. Solo necesito descansar un poco más
y… No sé, tomar sopa.
Lianne soltó una gran carcajada, no pudo enviarlo.
—Todos los males se arreglan con comida.
—Si, eso aprendí. —No hacía falta que lo dijera: ambas sabían que el
mismo recuerdo emergió en sus cabezas. Los ojos de Amanda cayeron
sobre ella, intuitivos—. ¿Tú estás bien?
—Por supuesto —sonrió. Amanda se veía tan feliz debajo de todo el
cansancio, que Lianne podía permitirse respirar. Lo peor ya había pasado—.
Anoche estuve pensando en algo… y quería preguntarte al respecto. —Su
amiga no dijo nada. Se limitó a mirarla expectante, hasta que Lianne
suspiró—. Estaba pensando en que quizás te gustaría decirle a Lucas acerca
de… todo. Sobre mí, sobre la magia, sobre lo que te pasó ese día.
Amanda pareció reflexionar un segundo, aunque terminó por restarle
importancia diciendo:
—¿Cuál es la pregunta?
—Pues… ¿Quieres decirle? Porque si quieres hacerlo… está bien,
Amanda.
—¿De verdad? —Lianne asintió, convencida, mas los ojos de Amanda
estaban cargados de duda—. ¿No crees que se tomaría mal que no le haya
dicho nada durante tanto tiempo?
—Era mi secreto, y tú me lo estabas guardando. No creo que eso le
moleste. Pero dejó de ser mi secreto cuando se involucraron tanto, cuando
saliste herida. Es tú secreto también ahora, y si quieres compartirlo con él…
—No puedo decirte que no lo he pensado —admitió—. Sé que él
sospecha que algo ocurrió ese día, que no se termina de creer al cien por
ciento la historia del… del pescado. —No pudo decirlo sin soltar una risa,
recordando la cara de asco de Lucas hacía dos semanas—, porque yo me
veía de lejos peor que ustedes dos…
—¿Y entonces? —inquirió Lianne, intuyendo un gran «pero» en esa
oración.
—Creo que me gustaría tenerlo un poco más… asimilado, antes de
decírselo. Todavía no logro procesar lo que me ocurrió. —Miró al techo
como si el cemento blanco pudiese ayudarla de alguna manera—. Quiero
ser sincera con él, no hay nada que me gustaría más —aseguró—, pero
necesito poder hacer las paces con eso, con el hecho de que morí. A veces
tengo pesadillas al respecto, sueños en los que estoy de vuelta en ese frío
lugar y no me puedo mover, no puedo hablar… Y cuando despierto siento
miedo, como si no acabara de creerme que eso quedó en el pasado.
—Lo… —Lo siento, iba a decirle, conteniéndose en el último segundo.
Tanto Amanda como Maya le hicieron prometer que dejaría de disculparse,
así que optó por intentar ayudar a su amiga en lugar de pedir perdón por
algo que no se podía deshacer—. Lo superarás. Las pesadillas van a dejar
de sentirse reales, te lo prometo. Solo han pasado dos semanas, date un
poco de crédito —la animó.
Contra todo, Amanda sonrió.
—Me gustaría decirle… —asintió, pensativa—. Pronto.
—Cuando tú quieras. Estaré ahí —le prometió.
—Bien, porque voy a necesitarte. Después de que le diga, ten por
seguro que creerá que estamos locas.
A las dos se les escapó una carcajada, como si estuvieran hablando de lo
más trivial del mundo y no de magia, vida y muerte.
—Puede que un poco —reconoció Lianne sosteniéndose el estómago,
que había empezado a dolerle de la risa—. Le probaremos lo contrario.
Amanda la miró con algunas lágrimas saltándole de los ojos. Había
mucho más que solo un poco de humor liberándose con esa risa: era todo el
estrés, el miedo y un profundo deseo de sentirse normal otra vez. Le tomó
la mano antes de decir:
—Gracias, Lía.
Lianne iba a responder cuando unos golpes tímidos sonaron en la
puerta.
—¿Lía? —preguntó Jason desde el otro lado.
—¡Pasa! —le gritó Amanda.
En cuanto el chico entró, Lianne y Amanda se miraron durante un
segundo en silencio, mordiéndose los labios… y estallaron en carcajadas
otra vez.
El rostro confundido de Jason solo fue combustible para una risa que no
podían parar. Debió ser contagioso, porque una sonrisa también apareció en
su rostro… a pesar de que seguía mirándolas como si a ambas les hubiera
salido una segunda cabeza.
—Ehh… ¿Interrumpo algo? —preguntó, inseguro.
Amanda respondió entre risas:
—No, nada.
—Solo… Es que es muy gracioso —añadió Lianne.
—¿El qué?
—Todo. —Jason negó con la cabeza, sonriendo divertido—. ¿Ya nos
vamos?
La miró con una disculpa en los ojos, odiando interrumpir su momento
de risas y despreocupación. Le gustaba escucharla reír y verla con una
sonrisa en la cara.
—Sí, deberíamos.
Lianne asintió, volviéndose hacia Amanda.
—Nos vemos mañana, ¿sí? Recuerda lo que te dije.
Amanda la abrazó con fuerza.
—Lo recuerdo —le susurró al oído.
Jason también se despidió de Amanda antes de alcanzar a Lianne en el
pasillo para bajar juntos la escalera. Cuando le tomó la mano, Lianne sintió
un cosquilleo subir por su brazo. Amaba la sensación de su piel contra la
suya, se sentía tan bien, tan correcto, y no podía evitar preguntarse cómo se
sentiría si esa mano acariciara otras partes de su…
—¿En qué piensas? —le preguntó un curioso e inocente Jason. Lianne
enrojeció con violencia y bajó la vista al suelo con la esperanza de que el
pelo le tapara la cara y él no pudiera leer las emociones vergonzosas en su
mirada—. ¿Lía?
—No puedo decirte —respondió ella, mordiéndose el labio para
contener en su interior una risa incómoda—. Si te dijera, tendría que
matarte.
—Ah, ¿sí? —Ella asintió con vehemencia. Jason reflexionó—.
Considerando todo lo que ya sé, debe ser algo muy serio si es por esto por
lo que tendrías que matarme.
—Lo es —aseguró. No podía decírselo, ¿o sí? No. Definitivamente no.
Iba a morir de la vergüenza—. Sería un asunto muy desagradable.
Jason rio, negando con la cabeza sin siquiera imaginarse por dónde iba
la línea de sus pensamientos. La atrajo hacia si y besó su cabello, para luego
abrir la puerta del asiento del copiloto.
Lianne casi saltó hacia el interior del vehículo, agradecida por el
momento para recuperar la calma y normalizar sus latidos. Parecía que, al
menos, lo estaba ocultando bien.
Cuando Jason se subió por el otro lado y encendió el motor, comentó:
—¿No crees que ya deberías hacer el examen de conducción?
—¿Ah?
—Recuerdas cómo conducir, ¿no? —Se burló él.
—¡Por supuesto que sí! —exclamó, ofendida.
No necesitaba voltearse a verlo para saber que se estaba riendo de ella,
porque él disfrutaba eso: molestarla con bromas hasta que ambos
terminaban lanzando carcajadas sin poder detenerse. Y mientras reían, se
observaban, leyendo en sus miradas miles de historias y palabras que en
silencio se comunicaban. No sabía si todas las parejas eran de esa forma,
pero ella sentía que era especial. Era un lenguaje que ambos entendían a la
perfección y que nadie más podría comprender.
—Tal vez me gusta que seas tú quien me lleva a todas partes —
murmuró por lo bajo.
—Jamás se me hubiera ocurrido.
Anduvieron por las calles poco transitadas de Portland, disfrutando de
las horas de la mañana en que casi todo el mundo estaba en casa,
descansando, preparándose para una nueva semana de trabajo o estudios.
Ellos también debían prepararse.
—¿Puedes creer que las vacaciones ya acabaron?
—Siempre es así —se lamentó Jason—, son los días que más rápido
pasan.
—Desearía que las clases de Biología pasaran igual de rápido —se
quejó, rodando los ojos.
—No son tan malas, ¿vale? Deberías darles otra oportunidad. Con todo
lo que amas las plantas…
—Me gustan las plantas. Incluso me gustarían las clases sin…
La profesora. El desagrado era mutuo, de eso estaba segura.
—Ya, sí sé, pero podrías hablar con ella, ¿no crees? Quizás si muestras
interés o si le pides ayuda…
—¿Por qué necesitaría su ayuda?
Jason resopló, exasperado.
—No se trata de que necesites su ayuda, sino de que la profesora vea
que acudes a ella, que te importa y que tienes iniciativa.
Lianne lo pensó durante un segundo.
—¿Por qué me lo dices?
—No hay gran motivo, solo creo… ¿No has pensado estudiar Botánica?
¿Biología ambiental? Creo que ella ha hecho cursos sobre eso, y pensaba
que podría ser una buena guía.
De hecho, sí, lo había pensado, y ahora que Jason lo mencionaba
parecía poco probable que el tema abandonara su cabeza.
—Bien —aceptó—. Hablaré con ella dentro de estos días.
Podría ser que algo bueno saliera del regreso a clases, después de todo.
En pocos minutos llegaron a su vecindario, donde ella y Jason se
despidieron hasta el día siguiente. Lianne entró a su hogar y fue directo a la
cocina, donde Thomas preparaba el almuerzo mientras Dianna tomaba una
copa de vino sentada a la mesa.
Lianne se sentó junto a ella y conversaron sobre sus expectativas para el
nuevo semestre que estaba por comenzar. El resto de la tarde, Lianne se
dedicó a tocar el piano, pues dudaba tener mucho tiempo libre para
practicar nuevas canciones con el inicio de clases, y a alistar su mochila y
sus libros de texto.
Cuando todos sus apuntes del semestre anterior estuvieron en orden, su
mochila empacada y su ropa del día siguiente colgada en el respaldo de la
silla, los Grace la llevaron a cenar al que se había convertido en su
restaurante favorito. Al volver, encendió las lucecitas azules que colgaban
de la pared tras su cama y se perdió en sus propios pensamientos.
En algún momento el sueño la venció. Lo último que recordaba de ese
día era pensar en que las luces azules parecían revolotear por el techo como
chispas mágicas.
11
S O S P EC H A
2018

E so del amor era complicado. Por un lado, se sentía totalmente segura


de sí misma, de sus sentimientos y también de los de Jason. No era
tonta ni ciega; notaba las miradas cargadas de ternura y deseo. Lo sentía en
todos sus gestos y en cada fibra de su ser. Era un amor tan puro y tan
intenso que la inundaba, desbordando todo su ser y, aun así, no era capaz de
expresar las palabras en voz alta. Cada vez que lo intentaba, un miedo
estúpido e irracional se apoderaba de ella. ¿Por qué no podía solo decirlo?
Eran dos palabras nada complicadas: eran ciertas, profundas y no se
avergonzaba de ellas en lo absoluto.
Te amo.
Eso era todo. Y siempre que lo intentaba, sentía como si un kilo de
cemento se le instalara en el estómago. ¿A qué le temía tanto? ¿A que Jason
no se lo dijera de vuelta? No, no podía ser eso. Estaba segura de lo que él
sentía por ella.
Entonces, ¿qué era lo que no le permitía expresarse? ¿Qué era lo que le
daba tanto miedo? Quizás fuera solo vergüenza o timidez, pues nunca le
había dicho esas palabras a alguien fuera de su familia, mucho menos a un
chico.
A menudo se encontraba dándole vueltas a sus inseguridades. A veces
eran muchas y la abrumaban, y a veces se sentía como una boba por
brindarles tanta importancia. ¿Era ese el efecto que tenía sobre una el estar
enamorada? ¿Que todas sus emociones se revolvieran como un tornado
dentro de su cuerpo, haciéndola sentir cosas que jamás se hubiese
imaginado? ¿Por qué de pronto se notaba tan pequeña y vulnerable?
Eso hacía el amor, se dio cuenta. Por un lado, la volvía valiente y fuerte,
le daba un coraje que ningún otro sentimiento podría brindarle y, muy por el
contrario, dejaba expuesta una parte tan íntima de su ser que se convertía en
la mayor de las cobardes.
Era inevitable que con el amor viniera el miedo, y lo que más temía, por
ilógico y rebuscado que fuese, era perder a Jason de alguna manera. No
sabía ni por qué eso era lo que la preocupaba tanto. Se encontró dándole
vueltas sin parar de camino a su primer día de clases.
Dianna la dejó en la entrada del establecimiento, donde se despidió con
la promesa de llegar a casa para la cena, pues trabajarían hasta tarde en la
oficina.
En la entrada la esperaba Maya, que siempre era la primera en llegar
junto con Lucas. Luego seguía Amanda, ella misma, Will, y Jason solía
llegar casi junto con el timbre que anunciaba el inicio de clases. Lianne le
había ofrecido irse con ella y Dianna por las mañanas, no obstante, eso
implicaba levantarse media hora antes y, según él, debía aprovechar al
máximo cada segundo de su preciado sueño.
—Sé que te vi ayer —le dijo Maya apenas estuvo lo suficientemente
cerca para oírla por sobre el bullicio de los estudiantes—, pero ya te
extrañaba.
Lianne sonrió.
—Yo también me extrañaría si fuese otra persona —bromeó. Maya le
golpeó el brazo con suavidad, ofuscada—. ¡Es broma! Es broma.
—Eres mala —se quejó su amiga—. Es solo que extraño mucho
conversar con amigas cuando tengo solo a mi hermano. Adoro a ese cerebro
de batracio, pero hay muchas cosas que él no entiende.
Algo dentro de Lianne hizo cortocircuito.
—Cerebro de… ¿qué?
—¿Batracio? —repitió Maya, dudando. Lianne negó con fuerza—. Ya
sabes, la rana.
—No tengo idea de lo que estás diciendo, Maya.
—Oh, no importa. Se entiende la idea.
—Supongo que sí —aceptó, encogiéndose de hombros mientras ambas
comenzaban a caminar hacia sus respectivos casilleros—. ¿Amanda no ha
llegado?
—No. No creo que venga, la verdad. Creo que la fiesta quizás no fue
muy buena idea, no tan pronto.
Lianne lo consideró un minuto.
—Ella se veía bien…
—No lo sé, Lía. Esto es nuevo para todas. Tal vez estaba bien, y solo
necesitaba más tiempo para recuperarse. Además, siempre ha sido muy
enfermiza.
—¿De verdad?
El timbre interrumpió a su amiga, quien esperó molesta a que el ruido
terminase para poder decirle:
—Tiene las defensas de un pollito recién nacido.

Luego de las primeras clases de la mañana, Lianne se encontró con Jason


para Historia, y no se sorprendió al saber que él había llegado unos minutos
tarde. No quería mencionarlo, sin embargo, se imaginaba que el nuevo
hábito de casi impuntualidad de Jason se debía a las pesadillas que lo
mantenían despierto por la noche.
Durante el almuerzo estaban ella, Jason y Lucas sentados en una de las
mesas, comiendo y conversando, cuando escucharon la voz ruidosa de
Maya hacer su aparición en el comedor. En unos cuantos segundos, la chica
se sentó junto a ellos, casi tirando su bandeja sobre la mesa.
Ni Jason ni Lucas se atrevieron a pronunciar palabra.
—¿Maya? —susurró Lianne, lanzando una mirada a sus compañeros de
mesa.
Ellos fingieron no escuchar. Cobardes.
—Es Will. Ha estado muy distante… Creo que está molesto conmigo.
—¿Crees que sea por lo que me comentaste el otro día, sobre dejarlo a
un lado?
—No lo sé… tal vez. No entiendo por qué actúa de esa manera. —Maya
resopló—. Podría estar sentado aquí con nosotros ahora mismo, ¿no? Como
siempre lo ha hecho.
—Quizás espera una invitación —sugirió Lianne.
—Nunca la ha necesitado.
—Hablaré con él —propuso Lianne—. Le diré que ustedes estaban
ayudándome a resolver algo de mi familia, a hacer las paces con todo lo que
ocurrió, que no tiene relación con él. ¿Te parece?
Despacio, Maya asintió y una pequeña sonrisa se formó en su rostro.
Con ánimo de hacer lo prometido en ese mismo instante, Lianne se
levantó de la mesa y fue en busca de Will. Lo encontró en la biblioteca y le
preguntó si podrían salir a hablar un momento.
No le dio la impresión de que estuviese enojado, no con ella, por lo
menos, aunque debía considerar que se conocían desde hacía unos meses,
mientras que él y Maya se conocían hace toda una vida.
—Maya te envió, ¿no es cierto? —le preguntó en cuanto estuvieron en
el pasillo.
—De hecho, yo me ofrecí. —Will asintió, sonriendo un tanto—. Está
muy molesta y preocupada por ti. No quiere sentir que te alejas, y pensaba
que, tal vez, se debía a que las últimas semanas hemos estado un poco…
distraídas.
—¿Un poco? —replicó él.
—Bastante —se corrigió, sonriendo cuando Will también lo hizo—. De
verdad lo siento, Will, jamás quisimos que te sintieras así. Lo cierto es que
ella y Amanda estaban ayudándome con un tema personal, tiene que ver
con mi familia, mis padres biológicos y mi hermana.
—Oh…
—No tenía relación contigo, te lo prometo.
Will asintió, despacio. Por un instante, a Lianne le dio la sensación de
que se veía mucho más pequeño de lo que en realidad era.
—¿Pudiste resolverlo? —quiso saber.
—Sí.
—Gracias por decírmelo, Lía.
—¿Te gustaría volver conmigo?
Después de eso, Maya y él hicieron las paces, y el resto del día
transcurrió sin mayores acontecimientos. También el resto la semana, pues
no parecía que el caos del semestre anterior los hubiese perseguido después
de las vacaciones.
Si de Lianne dependía, las cosas podían permanecer así, muchas
gracias. Ya tenían suficiente lidiando con las secuelas de todo lo que
sucedió: la hermanita de Jason había muerto, Amanda volvió a la vida, ella
enfrentó al asesino de su familia... Era demasiado como para pretender
fingir que nada había pasado, y quería concentrarse en sanar y vivir en el
presente, ahora que ya no la perseguían las preguntas del pasado.
Excepto...
Había algo que no podía olvidar, una sensación en el fondo de su mente,
más como un presentimiento, que le decía que no todo era lo que parecía.
Que, si bien todo se había resuelto de forma favorable para ellos, había una
verdad oculta que no conseguían desenterrar.
Cada vez que el pensamiento la asaltaba, se lo sacudía diciéndose a sí
misma que era porque todavía no conseguía descifrar cómo Xander
convirtió a Dianna en Incandescente.
No, no era algo urgente. Y no, tampoco era estrictamente necesario
saberlo... e incluso así, un descubrimiento como ese sería enorme para ellos
y para toda su familia; podría significar muchas cosas.
El miércoles Amanda hizo su aparición en clases. Llegó más tarde de lo
usual. Lucas y Will intercambiaban notas para un examen de Literatura en
el pasillo, mientras que Lianne y Maya miraban algún punto del
establecimiento con aire ausente, pensando cada una en lo mucho que
desearían volver a dormir.
—Hola —saludó Amanda, apareciendo de la nada.
Por supuesto, sabían por ella misma que iría ese día, pero ninguno de
los ahí reunidos esperaba que ella luciera tan… mal.
Si bien no era ni de lejos tan terrible como el día en que volvió de la
muerte, parecía como si hubiese retrocedido todo lo que había sanado esas
semanas de vacaciones.
—¿Qué demonios te pasó? —preguntó Lucas en cuanto la vio,
adelantándose hasta que sus brazos la envolvieron—. Estás helada.
—Oh, sí. Hace mucho frío afuera —sonrió, frotándose las manos.
Enseguida, Lucas se sacó el enorme abrigo que llevaba puesto y se lo
echó sobre los hombros. Amanda debía tener mucho frío, porque ni siquiera
protestó.
Lianne y Maya compartieron una mirada de preocupación. No querían
hacer sentir mal a Amanda atosigándola con preguntas, y podría ser que
solo fuera una intoxicación o deshidratación.
—¿Estás bien? —le preguntó Will—. Te ves como un muerto.
Maya casi se atragantó.
—No me siento mal —se apresuró a decir la increpada, antes de que
alguna de sus amigas pudiera comentar algo mordaz.
Will, por supuesto, no se inmutó, y cuando el timbre anunció que era
hora de ir a clases, fue un acuerdo tácito dejar las preguntas de lado.
Aunque en el resto del día nadie sacó a relucir el tema de la salud de
Amanda, ella notaba las miradas cargadas de preocupación y todas las
preguntas y comentarios que no estaban siendo formulados en voz alta. Era
como ser parte de una exhibición, y por más que agradecía tener amigos a
los que les importara su bienestar, no quería seguir dándole vueltas, sobre
todo porque hacía que el nudo en su estómago se retorciera más y más.
Lo cierto era que, con el paso de los días, tenía altos y bajos. A veces se
sentía físicamente bien, podía levantarse con ánimo y realizar su rutina sin
contratiempos. Estaba cansada, sí, pero eso no era nada del otro mundo.
Luego estaban los días en que despertar era una tortura. Sentía sus
párpados como ladrillos, y tenía que soportar escuchar la maldita alarma
sonar por minutos enteros antes de conseguir espabilar lo suficiente para
apagarla. Por las noches, su cuerpo ardía, como si su sangre se hubiese
transformado en vapor hirviendo que luchaba por escapar de su interior. La
ropa, el roce de la tela, le ardía. Se sentía fuera de sí, incómoda en su propia
piel, y no ayudaba el hecho de que, cuando conseguía dejar de dar vueltas y
vueltas en su cama y dormir, pesadillas de un lugar frío y oscuro la
despertaban.
¿Fue eso lo que vio cuando estuvo muerta? ¿Era ahí donde su mente
volvía cada vez que cerraba los ojos?
Le daba terror solo pensar que parte de ella pudiera seguir viajando a
esa tierra donde nada vive, donde todo susurro de energía se extingue y solo
hay vacío, un eco de lo que era su vida. No quería ser una sombra de ella
misma, y pensaba que este miedo, aunado a la intoxicación y a que, con
toda certeza, su cuerpo se había debilitado de manera considerable al
morir...
—Seguro es la gripe —les decía a sus amigas. Y lo repetía todos los
días—. Es esa época del año, ¿no?
Después, cuando Lucas y Will estaban más lejos, les susurraba:
—Parece demasiado mundano que un resfrío pueda conmigo de esta
forma, considerando todo lo que pasó.
—Siempre has tenido un pésimo sistema inmune —decía Maya, dudosa
—. Ya te lo he dicho, deberías comer más verduras.
Luego, Amanda sonreía, apoyaba por unos segundos la cabeza en el
hombro de Lianne, y todas seguían su camino hacia sus respectivas clases.
—… empiece la temporada de partidos otra vez. Los entrenamientos han
sido ligeros. Creo que ya deberíamos cambiar la rutina. Si nos ponemos en
forma antes, estaremos preparados y quizás podamos ganar una ventaja
sobre los demás equipos. Estoy seguro de que nadie hizo una sola flexión
durante las vacaciones… Bueno, yo tampoco, por eso sé que deberíamos…
¿Amanda?
La voz de Lucas se mezclaba con el pitido en sus oídos. Amanda quería
escucharlo, de veras que sí, pero…
—Amanda. —Lucas le frotó el brazo, tratando de llamar su atención—.
¿Estás bien? ¿Adónde te fuiste?
¿De qué habían estado hablando?
—Oh, yo… Lo siento —se disculpó con una sonrisa nerviosa—. Estoy
muy cansada, no te puse atención.
Lucas no se molestó. Jamás lo hacía.
Estaban en la sala de Arte, ya que Lucas tenía que terminar un proyecto
para la clase en el cual iba muy atrasado. Amanda sabía que ni la música ni
las artes plásticas eran lo suyo; él disfrutaba del deporte y las matemáticas,
no de los colores. Sin embargo, era mejor en los colores que en los sonidos,
así que escogió ese electivo.
A veces, Amanda pasaba sus recesos con él. Disfrutaba esos minutos a
solas que tenían. Había algo agradable en saber que todo el mundo seguía
su curso, que había cientos de personas viviendo sus vidas en los pasillos a
unos metros de ellos, mientras que en esa salita eran solo los dos.
Sonriéndole con la cara llena de pintura, Lucas replicó:
—¿Te estoy aburriendo?
Amanda no lo pudo resistir.
—Algo, sí. La verdad es que ver cómo arruinas un perfecto lienzo es
bastante penoso.
—Ajá. ¿Quieres hacerlo tú?
Amanda extendió la mano, aceptando el desafío. Lucas, arqueando las
cejas, le entregó el pincel y retrocedió con los brazos en alto en señal de
rendición.
Amanda tampoco era una gran pintora, pero sí que le gustaba. No era
como Maya, que siempre quería hacer cada trazo del largo, color y textura
perfectos; ella sencillamente disfrutaba ver cómo se mezclaban los colores
en la tela, combinar unos con otros.
Empezó a pintar por sobre los amarillos de Lucas, primero con naranjos
y rojos, para después salpicar gotas de un celeste tan vibrante que hizo
resaltar cada tono que ya había utilizado, trayéndolos a la vida.
—Creo que sacaré nota máxima gracias a ti —susurró Lucas. Su aliento
golpeó la curva de su cuello.
Cada célula de su cuerpo despertó y vibró con su cercanía. No creyó
que su voz le respondiera de forma correcta, así que se limitó a susurrar:
—Me merezco un beso de recompensa.
—No tienes que decírmelo dos veces —murmuró él, y la chica apenas
alcanzó a darse la vuelta cuando sus labios ya estaban acariciándose,
explorándose con vehemencia y deseo.
Ni siquiera supo qué fue lo que hizo con el pincel. Solo supo que, al
segundo siguiente, sus dos manos se aferraban a la camiseta de Lucas como
si fuese a arrancársela ahí mismo, en el salón. No debía hacer eso, ¿verdad?
Aunque, de pronto, la idea de que alguien pudiera verlos solo hizo que su
sangre corriera más rápido dentro de sus venas, más caliente…
—Oye —susurró Lucas, apartándose. Amanda quiso protestar—, estás
ardiendo.
Ella pensó mil respuestas que iban desde «¿ah?» hasta «tú también».
Para su suerte, no alcanzó a expresar ninguna.
—Tu piel. Creo que tienes fiebre.
Lucas puso la mano sobre su mejilla. Qué extraño, Amanda no la notaba
fría.
—Me siento bien. —Y era verdad.
Por primera vez en días, no sentía que su propio cuerpo estaba en su
contra. No le dolía la cabeza, no se sentía decaída…, solo quería volver a
los besos, pero Lucas no estaba pensando en eso, sino que la miraba con el
ceño fruncido.
—¿De verdad? —Ella asintió—. ¿No quieres que te traiga un poco de
agua? Quizás te haría bien algo fresco.
Ahora que lo decía…
—Bien.
Lucas sonrió, complacido, y salió de la sala llevándose un frasco limpio.
Mientras tanto, Amanda se dedicó a seguir con la pintura. Le gustaba cómo
el celeste contrastaba con los tonos cálidos. ¿Debería agregar morado? No,
serían demasiados colores. Quizás un poco de rosa, para darle otro matiz…
Encontró el pincel en el suelo a unos pasos de ella, aunque no alcanzó a
hacer mucho cuando Lucas volvió. Y tenía razón: el trago de agua fría
pareció darle un chispazo de energía que no le vino nada mal.
—Gracias —le dijo, y se puso de puntillas para besarlo de nuevo,
sosteniendo todavía el frasco lleno de agua.
Tardó un segundo para que Lucas se rindiera y se dejara llevar por el
beso, por ella. Sus manos recorrieron su cintura, su espalda; acariciaron su
cabello, su cuello y la curva de su pecho, y Amanda pensó que el corazón le
iba a estallar…
Crash.
Amanda gritó.
Lucas se alejó como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Pero no
podía ser, porque de ser así, ¿por qué le dolía tanto a ella?
Se miraron un efímero instante sin comprender nada. Lucas la veía con
los ojos desorbitados y la boca abierta en una exclamación que no llegó a
salir. Entonces, Amanda sintió un líquido caliente correr por su mano y bajó
la vista.
Ahí, en el suelo, yacían los restos del frasco sobre un charco del agua
que Lucas le había llevado. Y, en su mano, debajo de toda la sangre, estaban
los pedazos de vidrio que ella seguía apretando.
12
MAGIA
2018

—E lla está bien —dijo Jason por milésima vez en lo que llevaban
del almuerzo. Ni Lianne ni Maya habían comido un solo
bocado—. Lucas la llevó a la enfermería y la están curando. Va a llevar un
rato, porque tienen que asegurarse de limpiar todos los pedazos de vidrio de
su mano antes de cerrar la herida, pero estará bien.
—Se irá a casa después, ¿cierto? —La pregunta de Maya fue, más bien,
una... sugerencia agresiva—. ¿Cierto? Debería descansar.
Jason levantó las manos.
—No me lo digas a mí, es su decisión.
—Debe haber llamado a su padre para que venga por ella —intervino
Lianne, tratando de que Maya dejara de lanzarle a su novio cuchillos con la
mirada.
Jason estaba con Lucas en la clase de pintura; cuando el timbre sonó,
entró al salón junto con el resto de la clase de Arte, y se encontraron con un
Lucas que trataba frenético de limpiar la mano de Amanda. Fue con ellos a
la enfermería, después de que la profesora hiciera un escándalo y los sacara
a todos del salón antes de que alguien se desmayara ante la visión de la
sangre.
Y sí, era bastante. Eso era lo malo de las manos: demasiados vasos
sanguíneos.
—¿Qué fue lo que pasó, exactamente? —demandó Maya. Su tono de
voz tan serio como su mirada.
Lianne se preguntó si alguna parte de Jason se sentiría intimidado por la
frialdad que mostraban esos ojos en aquel momento, porque ella sí que se
sentiría de esa forma si su amiga le estuviera hablando así. Por supuesto, el
problema no era Jason. De hecho, nadie era el problema, sino que la
preocupación acumulada de varios días no hacía más que ir en aumento, y
había terminado por estallar… de la forma más literal posible.
—No estoy seguro, creo que ni ellos lo están —dijo Jason, tan sereno
como siempre, refiriéndose a Lucas y Amanda—. Ella solo… Lo rompió.
—Con las manos. —Maya frunció el ceño aún más, si eso era posible.
—Con la mano. Fue solo una.
—¿Cómo?
Era lo que rondaba por la cabeza de todos.
Nadie respondió, sino que se limitaron a encogerse de hombros y
mirarse unos a otros con desconcierto, casi esperando a que, de pronto, la
respuesta cayera sobre ellos.
—Creo que —comenzó Lianne, poniendo una mano sobre el brazo de
Maya para llamar su atención y, con algo de suerte, ser reconfortante— el
problema es justo ese: ¿cómo lo hizo? ¿Solo apretó el frasco sin más, y
cedió?
—Tal vez ya estaba roto —sugirió Jason—, porque no creo que tenga la
fuerza para romper uno de esos, el vidrio es bastante grueso. Quiero decir,
creo que ni yo podría romperlo, mucho menos sin darme cuenta de que me
estoy triturando la piel.
—Eso es lo extraño; no se dio cuenta.
—¿Cómo no…?
La pregunta se vio interrumpida por un Will exaltado y sin aliento, que
venía corriendo desde la entrada del comedor y frenó en seco junto a ellos.
—¿Por qué estás corriendo así? —le preguntó Maya, burlándose.
Will la miró mal.
—Pues porque tengo algo importante que decirles. —Parecía que Maya
iba a replicar, pero se lo pensó mejor y guardó silencio. Will continuó—:
Terminaron con la curación. Ahora están esperando a que vengan a
buscarla.
Amanda se marchó a casa con su padre, y se reportó apenas llegó para
anunciar que se iría a dormir. Todos trataron de confiar en que estaría bien,
sin embargo, era imposible dejar de preocuparse.
¿Era malo eso, preocuparse demasiado? Lianne a menudo se encontraba
haciéndose esa pregunta porque, últimamente, su cabeza pasaba una
cantidad poco sana de tiempo dándole vueltas al mismo asunto.
Sí; si lo pensaban con detenimiento, un par de cortes en la mano no era
nada grave. Eran las circunstancias extrañas de los días anteriores las que
no ayudaban a pensar de ese modo.
Amanda volvió a clases al día siguiente, ya que no consideraba que un
par de heridas en la mano fuesen excusa para no hacerlo. Lianne se sentía
tentada a darle la razón en ese aspecto, mas se lo impedía ver la palidez de
su amiga, que parecía a punto de vomitar.
—¿Te sientes bien, en serio? —Quiso asegurarse.
—Claro, ¿por qué lo preguntas? —dijo Amanda, despreocupada,
mientras rebuscaba algo dentro de su mochila.
Lianne no quiso seguir insistiendo. Si ella decía que estaba todo bien,
entonces le creía.
Al sonar el timbre caminó con Maya hacia el aula de Química. Era
jueves y esa era su primera clase, y si bien no le hacía especial ilusión, le
agradaba el hecho de compartirla con Maya. En los meses desde su llegada,
no había conseguido congeniar con más personas fuera del grupo que ya
había formado... Aunque, tal vez, eso se debía más a que había
experimentado una montaña rusa desde su adopción, y eso ocupó el primer
puesto en su lista de prioridades. Considerándolo todo, socializar con el
resto de sus compañeros se había quedado muy, muy abajo.
Les asignaron un trabajo en parejas durante la clase, el cual comenzaron
a hacer con Maya en cuanto se entregaron las instrucciones. Debían tenerlo
listo para la clase del lunes, de modo que ambas chicas acordaron avanzar
lo máximo posible para luego terminarlo durante el fin de semana.
Cuando se dieron cuenta de que necesitaban un descanso, apartaron un
momento la vista del libro y la guía de trabajo.
—Lía —susurró su amiga.
Lianne tenía la cabeza apoyada sobre su brazo. El tono de Maya le hizo
pensar que podría haberse dormido un momento, pero no era posible. Solo
cerró los ojos durante un segundo, ¿verdad?
—¿Sí?
—Estoy preocupada.
—¿Por el trabajo?
—¿Qué? Claro que no, nos irá genial. Siempre nos va bien. Es Amanda.
—Oh. —Levantó la cabeza del pupitre.
Entonces, ¿no se había dormido? Fue todo lo que su bobo cerebro atinó
a pensar.
—Es solo que —bajó la voz— he estado pensando en algo, y no es
lindo.
—Maya…
—No es como que pudiera hacer una búsqueda de Google sobre estas
cosas. Si pongo en el buscador «volver de la muerte», realmente salen cosas
muy extrañas, pero…
—¿Pero…?
—He estado pensando —continuó susurrando, al tiempo que lanzaba un
vistazo hacia la profesora. La mujer no se daba por enterada, sino que se
dedicaba a ayudar con el trabajo a un grupo de los asientos de la primera
fila— en que no sabemos mucho en qué consiste esto del poder de las
lágrimas.
Maya se quedó callada. Lianne no tenía idea de qué responder: claro
que no sabían mucho. No sabían nada. Como no pronunció palabra, Maya
suspiró y siguió hablando:
—¿No crees que es posible que… tal vez… tenga una fecha de
caducidad?
Ahí, todo en Lianne se estremeció.
—¿Cómo?
—No que tus lágrimas tengan una fecha de expiración —se apresuró a
aclarar la chica—, sino más bien su efecto.
—¿Qué demonios quieres decir con eso, Maya?
Necesitaba escucharlo de su boca. O no. La verdad no quería
escucharlo, porque ahora un vacío horrible, negro y frío se había apoderado
de su interior. ¿Y qué si Maya tenía razón? ¿Y si todo lo que le estaba
ocurriendo a Amanda era porque…?
—Piénsalo: ella estaba mejorando, durante las vacaciones se veía bien,
no como ahora. Y sí, dice que no pasa nada, que es solo cansancio, pero
¡por Dios, basta verla! Y tengo miedo, Lía, porque la única explicación que
puedo pensar es que… está muriendo.
—No. Por favor no digas eso. No lo pienses, no… —¿Qué demonios
estaba diciendo? No podía hablar de forma coherente; tanto su boca como
su cerebro y su corazón habían quedado paralizados en las palabras «está
muriendo»—. No podemos saberlo. No hay forma de comprobarlo.
—Exacto —se lamentó Maya—. Con todo lo que sabes, ¿crees que sea
posible?
Lianne lo pensó un momento, de forma detenida, con cuidado y calma.
—Quiero creer que no, por supuesto. No hay información sobre este
tema y no creo que Sebastian sepa más que yo. Todo lo que tenemos es lo
que nos han contado a través del tiempo. Siento que… Bueno, ¿no crees
que si solo fuera una curación temporal, no se hablaría de este poder con
tanta reverencia? Parecería una parte crucial que dejar de lado en la historia.
—Tiene sentido —murmuró Maya.
—Nunca se ha dicho con exactitud en qué consiste el poder curativo de
las lágrimas de un fénix. Quizás sí tiene límites, pero Amanda se veía
mejor, ¿no? ¿Cómo es que se curó, volvió de la muerte… y ahora está
muriendo de nuevo? —bajó la voz, observando que nadie la escuchara.
Maya miró hacia el techo, reflexionando. Lianne casi podía ver girar los
engranajes dentro de su cabeza.
—Bueno, Harry Potter no murió después de lo que pasó en la cámara
secreta.
¿Ah?
Lo dijo tan seria que a Lianne le llevó un minuto procesar y darse
cuenta de lo que acababa de decir.
—Por favor, dime que no acabas de compararme con Fawkes —suplicó.
Maya solo se encogió de hombros como si fuese lo más lógico del
universo.
—Es la única referencia que tengo.
—¡Eso no existe! —repuso Lianne, quizás un poco más alto de lo que
debía y ganándose una mirada de advertencia de la profesora—. Como
sea… Sé que es lo que queremos creer. Siendo lógica, es lo que más me
hace sentido, pero ahora que lo dijiste, no sé si pueda quitarme la otra
opción de la cabeza.
—No, ni yo —musitó Maya, tan triste y llena de miedo que ninguna de
las dos volvió a hablar durante el resto de la clase.
Lianne decidió terminar el día de mejor forma que como había empezado;
no podía seguir dándole vueltas a la conversación que había tenido con
Maya por la mañana, porque si no se volvería loca.
Su cabeza era un caos de nuevo, y lo que más la molestaba era que
realmente había tenido esperanzas de tener un semestre tranquilo, donde
pudiera dedicarse a lamer sus heridas en paz y lidiar con las secuelas de
todo lo que vivió. No estaba segura de si era ella la que se buscaba
complicaciones o si las complicaciones solo la encontraban.
Ahora, su único deseo era que Amanda estuviera bien, que estuviera
sana. Renunciaría a todas sus expectativas de una vida pacífica a cambio de
asegurar el bienestar de las personas que amaba. Ojalá algún ser superior
escuchara sus pensamientos y le ofreciera ese trato, porque lo aceptaría
gustosa.
Fuera como fuera, por ahora no tenía más opción que tratar de
distraerse. Así que, antes de su última clase, Lianne se dirigió al aula de
Biología para hablar con la profesora, tal como le había dicho a Jason que
haría. No tenía mucho ánimo, sin embargo, en ese momento el prospecto de
aquella conversación le brindaba una distracción muy bienvenida.
Al acercarse al aula, su corazón comenzó a latir con furia. ¿Qué era lo
que iba a decir…? Plantas, se decía a sí misma, recordándoselo cada dos
por tres. Habla de plantas.
Llegó al salón cuando los últimos estudiantes lo estaban abandonando.
Un cálido rayo de sol entraba por la ventana, llenando todo de luz dorada
incluso cuando fuera había nieve y un frío polar. La profesora estaba
sentada en su escritorio con los tobillos cruzados a un lado, los anteojos
negros bien puestos, y la vista fija en la pila de papeles que estaba
revisando.
—¿Señorita Anderson? —preguntó, titubeando.
Al menos, la expresión que le devolvió no fue de absoluta molestia,
aunque de seguro ese sentimiento estaba por ahí, escondido en alguna parte.
—Lianne, hola —saludó sin ánimo.
Entonces Lianne, quizá por primera vez desde que entró a ese colegio,
la analizó con mayor detenimiento. Su edad debía rondar por los treinta o
treinta y cinco, a lo sumo. Su cabello era negro y liso, con reflejos castaños
que recién ahora notaba, pues le daba la luz del sol. Tenía la nariz bastante
respingada, y a Lianne le pareció que ese gesto se combinaba a la
perfección con su ceño fruncido y sus ojos achicados, un tanto ocultos tras
las gafas.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Lianne decidió ser franca, pues no le pareció que la mejor forma de
abordar la situación fuese ignorando la animadversión de ambas.
—Señorita Anderson, quiero ser honesta. Sé que no comenzamos con el
pie derecho cuando llegué al colegio, y por eso mismo tampoco he puesto
mi mejor esfuerzo en clases, pero de veras me gustaría cambiar eso. La
biología me interesa mucho. Me encantan las plantas, todo lo que tiene que
ver con botánica, ecología y ecosistemas. Tengo entendido que usted hizo
cursos en esas áreas, ¿verdad? Me gustaría saber si podría recomendarme
algunas lecturas… También me gusta leer —añadió.
Al hablar, notó que la expresión de la profesora se iba suavizando. Eso
era bueno.
Luego de un rato, la mujer suspiró.
—Tienes razón, Lianne, no hemos empezado de forma correcta y eso
también es culpa mía, lo lamento. ¿De verdad te gusta la biología?
—Sí, mucho. Las áreas que mencioné me apasionan, y pensaba que, tal
vez, podría convertirlas en mi campo de estudio más adelante.
La profesora Anderson sonrió. Era la primera vez que Lianne la veía
sonreír, y sus ojos color castaño se iluminaron con el gesto.
—Te recomendaré libros, claro que sí. Si gustas, puedo prestarte
algunos que me han fascinado, y también puedo mostrarte algunas
universidades con excelentes programas de Botánica.
Lianne no pudo controlar la sonrisa que subió a su rostro desde su
corazón.
El viernes, durante el primer receso, Maya sugirió la mejor idea del mundo:
—Necesitamos una noche de chicas —declaró con la mayor seguridad y
convicción—. Necesitamos salir, o quedarnos, no importa —se corrigió
cuando Amanda la miró mal.
No tenía el aspecto de alguien a quien le vendría bien salir, pero lo
demás…
—Suena bien —concedió Lianne, dudando un poco.
Amanda se lo pensó un minuto.
—Una noche de chicas. Algo tranquilo —agregó, lanzando a Maya una
mirada significativa.
—¡Claro! Estaba pensando que podríamos cocinar la cena, para hacer
algo distinto. Y luego ver una película…
—Deberíamos hacer palomitas.
Lianne, de inmediato, añadió:
—Dulces y saladas. —Todas rieron—. Puede ser en mi casa. ¿Quieren
venir después de clases? Puedo decirle a Dianna que vayamos a buscar sus
cosas y luego ir y preparar todo eso.
—Suena perfecto —admitió Amanda. Después de las semanas que
había tenido, una noche tranquila y llena de risas con sus amigas era justo lo
que le hacía falta.
—Tenemos un plan —sonrió Maya.
Llegaron a la casa de Lianne a eso de las tres de la tarde. En cuanto
bajaron del auto de Dianna corrieron para refugiarse del aire gélido dentro
de la casa. Estaba tan helado que cada respiración se sentía como meterse
hielo en los pulmones, así que Lianne agradeció con todas sus fuerzas
encontrar un enorme fuego encendido en la chimenea al entrar.
Siempre se preguntaba si Thomas y Dianna utilizaban sus poderes para
prenderla. Se imaginaba que sí, pues ya no había nada que ocultar.
A veces, Lianne deseaba con fervor dejar salir sus poderes. Nunca se
habían escapado de su control, ni tampoco sentía que se acumulaban dentro
de ella como si tuvieran vida propia, pero sí había ocasiones en las que solo
quería dejarlo fluir sin pensar. No podía hacer eso, claro, ya que no estaba
en sus planes quemar la casa, la escuela o cualquier otro lugar. Y era eso
mismo lo que a veces picaba en el fondo de su mente, que jamás podría
«dejarlo fluir» sin preocuparse por las consecuencias, pues podían ser
desastrosas. No le gustaba tener que encerrar tanto una parte vital de su ser.
—¿Qué tal el día de clases? —preguntó Thomas, quien, como era usual,
estaba en la mesa del comedor estudiando un nuevo caso.
—Estuvo tranquilo y pasó rápido, por suerte —contestó Lianne.
—¿Nunca descansa? —quiso saber Amanda, señalando a los libros de la
carta constitucional y código civil que había en la mesa.
Thomas rio apenas, como queriendo decir «por desgracia, no».
—Es difícil cuando estás en medio de una demanda. Los tiempos son
limitados y cada segundo cuenta. Si quiero descansar algo el fin de semana,
debo resolver esto hoy para presentarlo a primera hora el lunes.
—Es muy perfeccionista —dijo Dianna.
—No puedo no serlo —replicó él.
Su esposa continuó rebatiendo.
—Sí, pero podrías delegar un poco más.
—Esto es demasiado importante, Di, y no tenemos buenos pasantes en
esta época.
—¡Claro que sí! La chica que llegó de Maine hace unas semanas es muy
buena, y es casi igual de cuidadosa y detallista que tú.
Thomas dijo algo en respuesta, mas su voz quedó ahogada por el
susurro de Maya en el oído de Lianne:
—¿Alguna vez ganas una discusión?
—Si las tuviéramos, me temo que no saldrían a mí favor —respondió la
chica, considerando los años que tenían ambos entrenando la agilidad
mental y la respuesta rápida.
Solo esperaba que, si un día se daba una discusión entre ellos, Dianna
no comenzara a citarle las falacias de la argumentación.
Amanda, Maya y Lianne subieron un momento a dejar sus mochilas y
bolsos en la habitación de esta última, para luego bajar al salón y escoger
qué película verían. Se decantaron por una de misterio y suspenso policial
ambientada en España, que trataba sobre una serie de asesinatos sin resolver
y una detective cuyo pasado familiar era tan turbio como el de Lía. Luego,
fueron a la cocina a preparar la comida para la película; así no se enfriaba.
—¿Quieren solo palomitas, o algo más aparte?
Maya y Amanda se miraron mientras pensaban.
—Podría comer algo más —admitió Amanda—. Algo caliente.
—¿Qué les parece verduras y carne? Quedó del almuerzo —les dijo
Dianna.
—Y está muy bueno —añadió Thomas, quien claramente había
cocinado ese día.
—¿Hay suficiente para las tres? —preguntó Lianne, a lo que ambos
adultos asintieron.
Seguían instalados en el comedor, pero lo bueno del espacio abierto era
que podían conversar con ellos desde la cocina sin perder contacto visual o
tener que hablar a gritos. A Lianne le gustaba eso, porque se sentía siempre
acompañada por todos los que estaban en la casa.
Lianne sacó la comida del frigorífico, que sí era bastante, y puso aceite
en una sartén. No le gustaba meterla al microondas porque nunca sabía
igual después. De todos modos, tenían que esperar a que las palomitas
estuvieran listas; tenían tiempo.
Con un gesto de la mano encendió el fuego de la cocina. Vio por el
rabillo del ojo que sus amigas sonreían, y ella también lo hizo. Eran esos
pequeños gestos por los que se sentía agradecida de no tener nada que
ocultar, cuando podía «dejarlo fluir», aunque solo fuera para calentar sobras
de verduras salteadas.
—¿Necesitas ayuda? —Amanda se acercó a ella.
—No, gracias. Estará listo en un minuto.
Mientras la comida se calentaba, empezó a escucharse los pop de los
granos del maíz al reventar. Perfecto.
—¿Tienen elegida la película? —les preguntó Dianna, acercándose con
Thomas a su espalda.
—Sí, es una policial.
—Me gustan esas —dijo Thomas—. Quizás es por el cambio de
vocación.
Lianne soltó una carcajada.
—Bueno, tienes mucho tiempo por delante.
Lo que pasó después fue tan rápido, que Lianne apenas lo procesó.
Un segundo, estaban Amanda y ella junto a los Grace, conversando
mientras esperaban la comida. Al siguiente, Maya se acercó por detrás con
un enorme bol de palomitas que, de pronto, estaba volcándose y
derramando el contenido. Lianne sintió un empujón por detrás cuando
Maya tropezó con sus propios pies y se precipitó hacia adelante, botando
palomitas y chocando con sus amigas.
El corazón de Lianne subió a su garganta, y entonces una llamarada de
fuego subió desde debajo de la sartén y casi achicharró a Maya, que todavía
no recuperaba el equilibrio.
Todos se quedaron en silencio.
—¡Lianne! —gritó Maya con el corazón en la garganta, apoyándose en
la encimera de la isla para no caer de nuevo—. ¡Casi me quemas las
pestañas!
—¿Estás bien? —preguntó Dianna, rodeando el mesón para acercarse a
Maya.
—Sí, sí, solo tropecé. No es nada.
—Me asustaste —musitó Amanda.
—Creo que nos asustó a ambas —replicó Maya, todavía mirando mal a
Lianne, quien se había quedado pasmada observando el fuego del
quemador, ahora de tamaño normal.
—Yo… Yo no fui —dijo sin comprender.
Al parecer, nadie lo entendió.
—¿Qué? —Thomas puso una mano en su hombro para que ella lo
mirase.
—No fui yo, no pierdo el control de esa forma. No fui yo —repitió.
—Ni yo —dijo Dianna.
Thomas frunció el ceño aún más, mirando por sobre el hombro de
Lianne.
—¿Thomas? —preguntó la chica.
Su voz sonaba dudosa, insegura y llena de miedo. No podría haber sido
él. Dianna no fue, y ella tampoco. ¿Entonces…? Thomas interrumpió el
hilo de sus pensamientos con tono grave:
—Creo que fuiste tú… Amanda.
13
EN EL AMOR O L A INDIFERENCIA
1863

P asaron exactamente cinco días y Layla no volvió a acercarse a


Daniel. Por más enamorada que estuviera y por mucho que su
corazón herido llorara y pidiera a gritos el bálsamo de una mirada, una
palabra... no valía la pena la humillación que recibiría al intentar conversar
con él. Así que dejó de intentarlo del todo.
Aún se encontraba con él en la plaza. Vivían en el mismo pueblo
después de todo, y la aldea era pequeña, era inevitable cruzárselo. A veces
él le dirigía una leve inclinación de cabeza, un mínimo reconocimiento que
Layla correspondía antes de seguir su camino.
En algún otro tiempo, ese gesto solo hubiera bastado para que su sangre
hirviera, sin embargo, ahora era consciente de que no lo hacía por cortesía,
sino más bien por un ferviente deseo de mantener las apariencias. Iban a
casarse, al fin y al cabo, y aunque todavía no habían hecho ningún anuncio
oficial, el hecho de que ni Daniel ni ella, o sus padres, lo hubieran negado,
no hacía más que reafirmarlo.
Cada día era una lucha para Layla. Salir a la calle, dar paseos por la
plaza o ir a hacer las compras en la feria; ya nada era lo mismo. Estaba
acostumbrada a su relativa invisibilidad, a que las personas mantuvieran
con ella un trato cordial pero distante, y a que los murmullos le llegaran
susurrados por el viento. Ahora ya no lo aguantaba. A donde fuera, las
miradas hostiles la seguían. Madres y chicas de su misma edad sentían que
ella les había robado algo que les pertenecía.
Mujeres que le temían, que veían en ese compromiso extraño y
repentino la confirmación de sus más terribles sospechas: había una familia
de brujas en la aldea, y no tenían escrúpulos para manipular y embrujar a
cualquiera, incluso a alguien tan honorable como la familia Raven, para
conseguir lo que querían.
La chica trataba de hacerle frente lo mejor que podía, bajando la mirada
y manteniendo una expresión neutral, fingiendo que no escuchaba los
«bruja», «maldita» o «zorra» que eran susurrados a su paso. ¿De verdad
pensaban tan mal de ella, o era la envidia lo que hablaba? A pesar de todo,
Layla sonreía, con timidez y recato, como si no tuviera una sola
preocupación en el mundo. Las apariencias eran importantes, más que sus
propios sentimientos, al parecer.
De no ser por Evanne, Layla no sabría cómo hubiese sobrevivido las
últimas semanas. Ella era la única que entendía y conocía la situación real,
con todo lo que eso conllevaba, y no se apartó de su lado ni un segundo,
aun si los murmullos eran peores que nunca.
Layla había expresado su preocupación al respecto en numerosas
ocasiones:
—Esto te va a afectar también. Lo sabes, ¿verdad? Y tu padre…
—Mi padre —la interrumpió Evanne, tomando la mano de Layla entre
las suyas en un gesto reconfortante— me crio para ser sincera y leal, no
para abandonar a las personas que quiero cuando las cosas se pongan
difíciles. No te abandonaré, Layla, no me importan aquellos estúpidos
rumores. Tampoco es que yo fuera la persona más popular de la aldea —
reconoció—. Nadie se fija en mí. ¡Y sabes que mi padre te aprecia! Sabe
que eres una buena persona. No le importa lo que digan los demás, él te
conoce, sabe que eres honesta, trabajadora, amable y una amiga increíble.
Eso es todo lo que se puede pedir.
Layla parpadeó para espantar las lágrimas de sus ojos. Se sentía
extremadamente sensible: cualquier cosa le daba ganas de llorar. Esta vez
las lágrimas valían la pena.
—Gracias, Eva.
—¡Oh, no llores! —le dijo su amiga, afligida, frotándole los brazos en
un gracioso intento por animarla.
—No, no —la tranquilizó Layla—. Estas lágrimas son buenas. No he
llorado por algo lindo en tanto tiempo, y se siente… bien. Son lágrimas de
emoción y agradecimiento.
La sonrisa de Eva le iluminó el rostro.
—Pues, en ese caso, por favor continúa.
Ambas muchachas rieron. La expresión de Layla se tornó más ligera.
Era maravilloso reír por algo tan simple como un chiste tonto; poder
encontrar alegría en momentos pequeños.
Suspiró, dejando salir la opresión en sus pulmones junto con el aire.
El día era gris y pálido, con nubes blancas que no anunciaban tormenta,
y que decían a todo el mundo: «el sol está detrás, pero no puedes verlo, no
hoy». De todos modos, ella agradecía que no hiciera frío y que el clima no
le impidiera salir a pasear. Ni los rumores pudieron amedrentarla lo
suficiente como para quedarse escondida en casa, aunque debía admitir que
lo había considerado.
Iba a comentárselo a Eva, no obstante, antes de que pudiese abrir la
boca, una voz maliciosa espetó cerca suyo:
—Así que, ¿es verdad? —Layla se volteó hacia la persona que se dirigía
a ella con tanto odio y resentimiento, y no le sorprendió encontrarse a
Florence, la hija del mercader, plantada frente a ellas y tapándoles el paso
—. ¿Te casarás con él?
Junto a Florence estaba Simone, su mejor amiga y equivalente en
maldad. Layla casi no las registraba, pues llevaban muchos años
ignorándose… No, eso no era cierto. Layla las ignoraba a ellas, pues
ninguna de las dos chicas perdía la oportunidad de susurrar algo a su paso,
soltar alguna risa o mirada hostil.
Esta era la primera vez que se dirigían a Layla de forma tan directa, y le
hizo gracia pensar que solo su boda con Daniel podría haber provocado eso.
Si bien Florence solía ser la más extrovertida e ingeniosa en sus formas
de molestarla, tanto ella como Simone evitaban intercambios que pudieran
llevar a una discusión mayor. Layla no solía darles importancia, mas esta
vez sentía que todo podría hacerla explotar, en especial el ceño fruncido y
burlón de Florence.
Se consolaba a sí misma pensando que, con la nariz pecosa arrugada de
esa forma, Florence parecía un puerco.
—¿Qué le ofreciste para que aceptara? —Simone intervino, soltando
una risa tonta—. No veo que tengas mucho que ofrecer, a menos que… —
dejó la frase en el aire como si acabara de descubrir el mayor secreto de la
humanidad. Mirándola de arriba abajo, agregó—: ¡¿Te acostaste con él?!
—Tú sí que sabrías sobre eso, ¿no? —replicó Evanne con tanta rapidez
que Layla no tuvo oportunidad de abrir la boca.
¿Cómo podía decir eso Simone, y mucho menos gritarlo en medio de la
plaza? Layla miró a su alrededor, suspirando de alivio cuando no vio a
nadie cerca de ellas. Si alguien la escuchaba, un matrimonio arreglado sería
el menor de sus problemas.
La expresión de Simone flaqueó por un microsegundo. La duda que
atravesó sus ojos fue tan leve que Layla creyó haberlo imaginado.
—No sé de qué me hablas —bufó, mirando a Florence de reojo.
—Está bien. —Eva le siguió el juego. Su voz calmada y su expresión
serena—. Como tú prefieras, pero deberías tener más cuidado… Una
señorita no debería ser vista dando paseos a medianoche con un hombre que
no es su esposo.
El rostro de Simone palideció. ¿De qué estaba hablando Eva?
—¡Por favor! —exclamó Florence, desestimando sus comentarios—.
Simone es una mujer ejemplar.
—¿Entonces por qué te ves tan culpable? —le preguntó Layla,
encontrando al fin su voz.
—Vámonos —le dijo Simone a su amiga—. Estoy harta de ellas.
Layla y Eva compartieron una mirada fugaz, al tiempo que Simone y
Florence se apartaban para alejarse. En el último minuto, Eva les susurró:
—Dale mis saludos a tu hermano, Florence.
La muchacha no entendió el comentario. La miró extrañada, mientras
que Simone tiraba de su brazo con impaciencia.
—¿A qué iba eso? —le preguntó Layla—. No conoces a su hermano.
—No, pero… Está bien, no le cuentes esto a nadie —pidió con una
sonrisa ligera, sabiendo que no hacía falta decirlo para que Layla guardase
sus secretos—, pero hace unos días vi a Simone y al hermano de Florence
besándose.
—¡¿Qué?! —exclamó Layla, sorprendida.
Evanne asintió, incapaz de contener la risa.
Con dificultad, Eva le hizo un gesto para que bajara la voz.
—La ventana de mi cuarto da a la fuente que está en la otra entrada de
la arboleda. Era de noche y me desperté por el calor, así que fui a abrir la
ventana…
—¡No me lo puedo creer! ¿Simone y…?
Chismear sobre alguien más que no fuese ella por una vez, se sentía
maravilloso. Evanne asintió con energía.
—No creo que Florence lo sepa.
—¡Por supuesto que no! —dijo Layla, incapaz de contener la risa por
más tiempo—. ¿No viste la cara de Simone?
Esta vez ambas lanzaron carcajadas animadas, tan fuerte que les dolió el
estómago. Con la vía libre, caminaron por el sendero de vuelta a sus
hogares, hacia donde se dirigían antes de ser interrumpidas.
Ese breve encuentro, lejos de ser humillante, le había proporcionado
diversión para un buen tiempo. No iba a usar la información en contra de
Simone; ella no era así, pero esperaba que con eso ambas chicas dejasen de
molestarla.
Lo comentaron durante un rato mientras avanzaban, pues Layla le
exigió a Eva todos los detalles. Mientras su amiga hablaba, ella observaba
las calles, distraída.
Captándola de reojo, una figura llamó su atención. No fue la figura en sí
lo que le pareció curioso, sino el hecho de que la veía en el jardín delantero
de la mansión Raven. Al principio, pensó que era Daniel. Era casi como un
instinto que había desarrollado el girarse hacia donde él estaba, como un
sexto sentido que le anunciaba su presencia. No obstante, esta vez su
intuición se equivocaba.
No era Daniel, sino su padre, Richard Raven.
¿Qué hacía fuera? ¿No debería permanecer descansando un tiempo
más? Quizás necesitaba un poco de aire; tal vez a estaba mejor. Fuera como
fuera, Layla estaba lista para apartar la mirada y alejarse de ahí con Evanne,
cuando Richard le hizo una seña.
Una seña para que se acercara.
—Oh, por Dios —susurró Evanne, cerca de su oído.
Su tono sonaba tan mortificado como ella se sentía.
—¿Qué crees que quiera?
—No lo sé, pero tienes que ir. —¿Tengo que hacerlo?, pensó Layla. Al
parecer pronunció las palabras en voz alta, pues Eva respondió—: Sí, tienes
que ir. No puedes solo ignorarlo.
Aterrada de pronto, Layla asintió.
—Deséame suerte.
—¡Claro! Y te estaré esperando para ir a casa.
Layla se lo agradeció con la mirada. En todo el tiempo que los Raven
llevaban viviendo en la aldea, ella jamás cruzó ni una palabra con Richard.
Ni siquiera lo hizo después de que se extendieran los rumores del
compromiso.
Claro, él estaba enfermo. Suponía que aquella conversación iba a llegar
tarde o temprano, sin embargo, mientras Layla caminaba hacia donde
Richard se encontrada, sentado en una banca puesta sobre el césped junto a
las escaleras que llevaban a la entrada, se encontró deseando con toda su
alma retrasar ese momento. Lo temía, aunque no estaba muy segura del
porqué.
Tal vez se debía a que ese hombre estaba directamente involucrado en
todas las desdichas que estaba viviendo.
Armándose de valor, Layla se encaminó hacia él, mirando a Evanne una
última vez en busca de coraje.
De lejos, no podía ver del todo bien la expresión de Richard como para
hacerse una idea de lo que le esperaba, así que se contentó con analizar su
postura. La espalda del hombre estaba erguida en el asiento, como si no le
costara en lo absoluto mantener la posición. Quizás era la costumbre. A
Layla le sorprendió, pues pensó que se encontraría con un Richard cansado
y débil. Ella, educada desde pequeña para ser una señorita, incluso en su
máximo esplendor de salud luchaba para tener una buena postura, lo que le
parecía agotador.
Cada paso era más extraño que el anterior. La inquietud empezó a
asentarse en la boca de su estómago. Si iba a casarse con su hijo, tendría
sentido que quisiera conocerla, pero ¿qué querría preguntarle? ¿De qué
podría conversar ella con un hombre como él? Ella era nadie. ¿Le
recriminaría las circunstancias que los habían llevado a ese acuerdo…?
Antes de poder terminar el hilo de sus pensamientos, Layla se encontró
cara a cara con Richard.
—¡Layla, querida! —exclamó él, haciéndole más señas para que fuese a
sentarse a su lado. Con total compostura, reuniendo la calma y parándose
más derecha, la chica se sentó junto a él en la banca—. Ya venía siendo
hora de que conociera a mi futura nuera, ¿no lo crees?
De cerca, Layla podía ver algunos vestigios de la enfermedad reciente
que lo había aquejado: manchas violáceas se hacían presentes bajo sus ojos,
aunque parecían estar desvaneciéndose con lentitud. Un leve temblor le
sacudía los hombros de vez en cuando, como si sintiera frío, a pesar de la
manta y el aire cálido. Además de eso… Nada.
Layla no supo cómo tomarse su entusiasmo. Con igual sorpresa que
desconcierto, murmuró:
—Oh, yo…
—¡No seas tímida, niña! —la instó Richard, ofreciéndole su brazo en un
gesto cortés. Layla, por descontado, entrelazó su brazo con el de él: sería
terriblemente maleducado ignorarlo—. Seremos familia tú y yo, un día.
Ese comentario le cayó como una bofetada. ¿No se suponía que la boda
era una condición para una herencia? No había herencia si él estaba vivo.
¿O es que lo entendió mal?
Ambos eran conscientes de los términos y cláusulas que los llevaron a
esa conversación, de modo que Layla pensó que no perdía nada con
preguntar. Excepto, quizás, un poco más de su dignidad.
—Discúlpeme que sea tan directa, pero yo… —Richard no dijo nada, y
la observó con una expresión neutral que le hizo imposible saber qué estaba
pensando. Su silencio la obligó a continuar, sin poder creer las palabras que
estaba a punto de pronunciar—. Creí que la boda tendría lugar después de
que usted…
Por toda respuesta, Richard asintió:
—Ya veo.
—No quiero casarme con él. —Las palabras salieron de su boca antes
de que su cerebro las procesara. Las facciones de Richard se endurecieron
—. No así. Por favor, no lo obligue…
—Agradezco que seas directa, Layla. —Ya no era querida, pensó—.
Así que permíteme ser sincero a mí también. Esta boda es un hecho, y será
mejor que suceda más pronto que tarde. Mi hijo necesita sentar cabeza, no
voy a arriesgarme a que arruine todo lo que construí. Tu madre y yo hemos
llegado a un acuerdo y harías bien en respetarlo.
—Pero…
—Por eso —continuó como si ella jamás hubiese abierto la boca—,
cuando alguien te pregunte por el compromiso, no olvides decirles lo feliz y
enamorada que estás.
No fue un recordatorio. Fue una amenaza.
Lo cierto era que, a pesar del brazo que tenían entrelazados en un gesto
amable y cordial, y de la sonrisa que le indicaba a todo el mundo que pasara
por ahí que estaban teniendo la más agradable de las conversaciones, todo
en Richard era amenazante.
Se sintió pequeña, muy pequeña al lado de él, y tuvo ganas de encogerse
ante su mirada que parecía atravesarle el alma con punzones de hielo.
Este era el hombre que Daniel detestaba. Los demás no podían verlo,
pues de lejos solo notaban su gesto alegre y casual, mas ella veía sus ojos.
Sus ojos le decían que más le valía cumplir sin rechistar, y que el infierno
que creía haber vivido en las últimas semanas no era nada en comparación a
lo que podía llegar a ser si es que no se comportaba.
Layla no tuvo más opción que mostrar una sonrisa dócil y responder:
—Por supuesto.

A lo largo de su vida, Layla había sentido muchas veces el filo de un


corazón roto. No necesariamente por motivos románticos, pero lo
catalogaba de esa forma cuando el ardor en su pecho superaba a todos los
anteriores. Podía ser una pelea con su madre, un mal sueño o, como aquella
vez en la que se dio cuenta de lo mucho que extrañaba a su padre, un
hombre que nunca conoció.
Podían ser los rumores que escuchaba sobre ella y su madre en boca de
todos, o la abrumadora soledad que la acompañaba en las noches. En todas
esas ocasiones, Layla sentía su corazón romperse y creía que no sería capaz
de soportar un dolor peor.
Lo creyó la primera vez, y la segunda, y la tercera. De hecho, lo creyó
en todas las ocasiones. Sin embargo, ahora se dio cuenta de que podía
soportar —y siempre podría hacerlo— más. Siempre podría aguantar,
porque no tenía otra opción; la tristeza no mataba, aunque doliera como si
lo hiciera.
Este pensamiento le ofrecía muy poco consuelo, ya que venía
acompañado de la certeza de que, sin importar cuán dolorosos fueran los
acontecimientos que el futuro le deparara, no tendría más remedio que
seguir aguantando.
Aquella tarde, después de su conversación con Richard, se sentía más
derrotada y abatida que nunca. Huyó hacia los laberínticos caminos de la
arboleda que bordeaba la plaza, pues no tenía ánimos de ir a casa y
enfrentarse a su madre. Eso era lo que pasaba por su cabeza cuando sintió
que alguien se sentaba a su lado en el suelo.
No necesitó voltearse para saber que era Daniel Raven, su... prometido.
No lo miró, no dijo nada. Se limitó a abrazar sus piernas con más fuerza
y a enterrar el rostro entre los pliegues de su vestido.
Después de un largo silencio, Daniel suspiró.
—Quería ofrecerte una disculpa. —¿Por qué?, quiso preguntar ella,
mas no hizo falta—. Mi comportamiento los últimos días ha sido… Terrible
e inaceptable. Quiero disculparme por eso.
—Estás molesto —murmuró ella, sin aceptar del todo su disculpa—. Lo
entiendo.
Daniel suspiró de nuevo. ¿Esperaría con eso exhalar toda su frustración?
En el fondo, Layla creía que sí. Ojalá fuese posible.
—Aun así…
Entonces ella no lo soportó. Lo encaró con la intención de repetir lo que
llevaba días tratando de decirle. Necesitaba que entendiera. Si no lo hacía
por su condenado matrimonio, entonces por la incipiente amistad que,
aunque efímera, habían compartido.
—No me importa si no me crees, pero necesito que me escuches.
Necesito que sepas que no tuve nada que ver con esto. Yo jamás querría
obligarte a estar conmigo, por más que yo…
Él arqueó las cejas.
—Que tú… ¿Qué?
—Te amo, Daniel —declaró. Lo dijo con fuerza, con rapidez, y así
mismo habló las palabras que siguieron, pues quería que salieran de su boca
antes de tener tiempo para arrepentirse—. He estado enamorada de ti desde
el primer momento en que te vi, desde que llegaste a la aldea. No sabía
quién eras, aunque todos los demás estaban ya al tanto y no tardé en
enterarme. Jamás me importó tu dinero, ni tu familia, ni tu nombre. No me
interesaba y sigue sin hacerlo.
»Te he amado en todas tus formas, siempre desde la distancia, pues
sabía que nunca te fijarías en una chica como yo, que no soy nadie. Cuando
te dije que a mi madre solo le importaba tu posición, era verdad. Este
matrimonio, este… arreglo, ¿es por dinero? Sí, lo es. No voy a insultarte
tratando de pretender lo contrario, y te diré que a mi madre no le importo
yo, o tú, o nadie más que ella misma y lo que otros puedan ofrecerle.
»Así que te pido que me creas cuando te digo que no hay nada que yo
hubiese podido hacer o decir para cambiar esta situación… Créeme, lo he
intentado. Y, por más que te ame, nunca quise que esto sucediera de este
modo. Con tu amistad hubiese bastado. De hecho, eso era mucho más de lo
que yo… de lo que yo me hubiese atrevido a soñar.
Él no dijo nada, solo la miró. Y, si bien su corazón se había conmovido
por sus sinceras palabras y por sus nobles sentimientos, en el fondo Daniel
supo que ya nada sería igual, y supo que, por más que lo intentara, no
podría amarla del mismo modo en que ella lo hacía.
—Quizás si hubiese sido diferente… —dijo para sí, en respuesta a sus
propios pensamientos—. Quizás si hubiese habido más tiempo, si no nos lo
hubiesen impuesto…
Layla asintió.
—Lo sé. Lo entiendo. Solo quiero que… —suspiró. ¿Cómo le decía
todo lo que había en su cabeza, en su corazón, cuando ni ella misma podía
desentrañarlo? —. ¿Crees que al menos podemos… intentar?
—¿Intentar qué?
—Llevarnos bien. Ser amigos. —Esperaba no sonar demasiado ridícula
—. Muchos matrimonios no tienen ni siquiera eso, y tú y yo… estamos en
esto nos guste o no. ¿Crees que podríamos retomar donde lo dejamos?
¿Volver a las conversaciones amistosas, a los paseos por la aldea? Yo
prometeré ser tu confidente, si tú haces lo mismo. Quizás no me ames…
—Layla…
No lo dejó continuar; no quería su lástima.
—Quizás no me ames —repitió—, pero puedes confiar en mí.
14
L A M U E R T E D E U N PA D R E
1863

L ayla nunca había asistido a un baile o a una velada hasta esa noche.
Ese tipo de eventos estaban reservados para la alta sociedad y, por lo
general, Layla solía olvidar que estaba a punto de convertirse en parte de
ella.
Ahora, mientras se miraba en el espejo acariciándose la piel con los
guantes de encaje, le era imposible no darse cuenta de que pronto esa sería
su vida.
No era tonta: sabía que envuelta en esas finas telas y ostentando joyas
caras, todos la verían como una impostora. Nada de lo que llevaba puesto
era propio o típico de ella, y aun así... seguía siendo ella, y se sentía como si
hubiera nacido para lucir de ese modo. Analizó su reflejo una vez más,
pensando que le gustaba lo que veía.
Las curvas de su cintura eran abrazadas por un corsé cubierto de seda de
color azul pálido, que se ajustaba en la espalda con lazos blancos y luego se
abría para caer en una falda larga y abultada que apenas dejaba ver la punta
de sus zapatos. El escote... El escote era generoso, y la hacía sentir tan
expuesta que tuvo que insistir en llevar un chal o un collar para cubrirse. Su
madre le dijo que el chal sería inapropiado, ya que la velada se llevaría a
cabo en el interior. Por suerte, no se opuso a la joyería. «Mientras más,
mejor», decía.
Layla suponía que su madre quería demostrar algo, pero ella no dijo
nada mientras escogía un hermoso collar que se asentaba justo debajo de
sus clavículas: una cadena de perlas terminada en un dije de oro. Esperaba
que con eso la atención de todos se quedara en la joya y no en su pecho.
Además, hacía juego con su cabello.
Sus rizos, negros como el carbón, formaban un complicado moño en lo
alto de su cabeza, sujetos por una decena de horquillas que se perdían en la
oscuridad, dejando a la vista solo una perla, blanca y brillante. Parecían
estrellas dispersas en el cielo oscuro de su peinado. Con cuidado, Layla
soltó un par de mechones más cortos, igual de ondulados que el resto de su
cabello, y los dejó caer sueltos a los lados de su rostro.
Retrocedió un par de pasos, sus tacones resonando en el suelo de
madera, y admiró todo el conjunto. Incrédula, se llevó una mano
enguantada a su mejilla sonrosada. ¿Se veía bien? ¿Pensaría su madre que
su aspecto era apropiado? A l menos a Layla le gustaba. No había podido
elegir mucho, pero el color sí que era cosa suya. El celeste era su favorito.
No obstante, jamás en su vida hubiese imaginado que estaría usando algo
tan elegante, refinado y costoso como aquel conjunto que la modista le
entregó días atrás.
¿Le gustaría a Daniel? Esperaba que sí. Después de todo, esa noche
estaban celebrando su compromiso de manera oficial, y casi toda la aldea
había asistido a la mansión Raven para festejar con ellos. O para
lamentarse, supuso Layla, pues sabía de sobra que muchas de las chicas que
asistirían esa noche habían aspirado en secreto a ocupar su lugar, a ser
quienes llevaran el enorme anillo en el dedo, por encima de los inútiles
guantecitos de encaje.
Tal vez incluso se hubieran pasado la tarde despotricando sobre lo poco
apta que era Layla Grace para ese matrimonio, para luego ir y decirle a la
cara lo felices que estaban por ambos.
Las cosas entre Daniel y ella no habían cambiado, al menos, no
demasiado, salvo por un mutuo entendimiento y un acuerdo tácito de ser
amigos. Recordaba con exactitud las palabras que le dijo a su madre cuando
llegó a casa aquella tarde, frenética:
«Él se disculpó conmigo, ¿lo puedes creer, madre? No tendría por qué
haberlo hecho, fue tan… amable, como lo era cuando nos conocimos».
«Eso es bueno, hija. Muy bueno», dijo Lucía, mirándola de reojo con
interés.
«¿Verdad que sí? Él dice que no está seguro de poder amarme, pero yo
sé que sí, sé que con el tiempo me dará una oportunidad después de todo».
«¿Con el tiempo?»
«Oh, ya sabes, en nuestro matrimonio. Por ahora intentaremos ser
amigos».
«La amistad es una mejor base para un matrimonio que el amor, Layla.
Y muchos no tienen ni siquiera eso. Considérate afortunada».
Layla recordaba haber asentido, pensativa, y haberse retirado en silencio
ante las palabras de su madre, pensando que hablaba por experiencia propia
de la relación que tuvo con su padre. Y también que, en el fondo, a Lucía no
le importaba si Layla se sentía afortunada o no, solamente que lo fuese.
Un golpe en la puerta la sacó de su reflexión.
—¿Señorita Grace? ¿Está lista?
Estaba tan poco acostumbrada a que la llamasen de ese modo que le
tomó un minuto darse cuenta de que le hablaban a ella.
—Oh… ¡Sí, sí! Enseguida salgo.
—La esperan abajo, señorita —le informó la sirvienta que antes la había
ayudado a vestirse. A Layla le apenaba darse cuenta de que jamás le dijo su
nombre.
—Ya salgo —repitió, más bajo.
Escuchó los pasos de la mujer alejándose. Cuando ya no oyó nada más
que el murmullo del piso inferior, se alisó el vestido una última vez en un
gesto nervioso y se forzó a apartar la vista del enorme espejo. Salió de la
habitación. No era su habitación, así como esa no era su ropa y las que
llevaba no eran sus joyas. Lo único que era realmente suyo desde esa
mañana era el anillo.
La semana anterior, después de su extraño encuentro con el señor
Raven, este invitó a Layla y a su madre a tomar el té. Junto a Daniel, por
supuesto. Ahí acordaron la fecha en la que anunciarían el compromiso a la
comunidad, y también que lo celebrarían con un baile en la mansión.
Para los Raven, ni el espacio, ni el costo, ni el personal eran un
problema: se encargarían de todo. Lo que sí era un problema era que Layla
no poseía nada apropiado para la ocasión, nada que elevara su clase o la
hiciera lucir digna de la unión que se le estaba concediendo. Se encargaron
de eso también: la enviaron a la modista para que tomara las medidas, y le
pagaron a la mujer una elevada suma de dinero para que el vestido estuviese
listo a tiempo.
También le permitieron ir a la mansión antes de la hora para que las
sirvientas la asearan, peinaran y vistieran. Layla lo agradeció, claro que sí,
aunque no podía evitar preguntarse... ¿Si tan indigna la consideraban, por
qué seguir adelante con el compromiso?
Tuvo el buen tino de no preguntar.
Esa misma mañana, Daniel se presentó en la entrada de su casa para
escoltarlas a ella y a Lucía a la mansión, trayendo un regalo para su
prometida.
El corazón de Layla dio volteretas cuando él le ofreció el brazo y la
invitó a dar un paseo breve por el jardín. No puso objeciones y lo
acompañó, intrigada.
En pocos minutos rodearon la pequeña cabaña en la que vivía con su
madre. Observando su hogar, la casa donde había crecido, Layla no pudo
evitar comentar:
«Qué insignificante debe parecerte todo esto, en comparación con lo
que tienes tú».
No había malicia en su tono, ni amargura, solo genuina curiosidad.
Muy a su pesar, Daniel le sonrió con dulzura.
«Al contrario, me parece de lo más acogedor».
«¿De veras?».
Daniel asintió.
«La casa que teníamos antes era todavía más grande, y siempre me sentí
muy solo. No tenía hermanos y mis padres siempre estaban fuera, así que la
mayoría del tiempo éramos las sirvientas y yo. De niño, me gustaba jugar y
recorrer las habitaciones, me parecía lo máximo, hasta que un día me di
cuenta de que las personas retratadas en los cuadros eran mi compañía y el
eco era lo único que respondía mis conversaciones. Me ha parecido
deprimente desde entonces».
«Suena… horrible», admitió, dudando si preguntarle sobre su madre o
no.
Daniel jamás le había hablado de ella, y Layla solo sabía que murió en
el incendio que destruyó su antiguo hogar.
Decidió que era mejor no mencionarlo, no ahora que él se estaba
abriendo a ella. Sí que quiso preguntar sobre el incendio, aunque odiaba ser
consciente de que lo preguntaba por mero egoísmo. Si él se enteraba de su
secreto… ¿La odiaría?
Daniel no le dio la ocasión para hablar.
«Lo era. Esa casa sigue siendo extraña, pero tengo la esperanza de
poder sentirla un día como mi hogar. Layla… —dijo con un tono de voz
distinto, un poco dubitativo y, al mismo tiempo, lleno de resolución. Se
plantó frente a ella—. Sé que ni tú ni yo hemos tenido mucha elección en lo
que respecta a nuestro futuro, a cómo nuestras vidas se van a enlazar a
partir de ahora».
Layla asintió con vehemencia. Él continuó:
«Quiero que sepas que… conmigo nunca te va a faltar nada, y quiero
que te sientas cómoda y que tengamos el hogar que los dos nos
merecemos».
Ella sintió sus ojos aguarse sin que pudiera evitarlo.
«Yo también quiero eso, Daniel, más que nada», le aseguró.
«Sé que he sido duro contigo —se apresuró a añadir—, y es solo porque
pensé que de verdad tendríamos la oportunidad de llegar a esto por nuestra
cuenta. He pensado en lo que dijiste… Y, si estás de acuerdo, creo que
podemos hacer que funcione. Lo nuestro, quiero decir. Este matrimonio».
Por supuesto que estaba de acuerdo. ¿Cómo podría no estarlo? Era lo
único que deseaba desde que lo conoció: una oportunidad.
No encontró las palabras para decir nada de eso, mucho menos cuando
vio con gran sorpresa que Daniel sacaba una cajita de su bolsillo y se ponía
de rodillas frente a ella.
«Entramos a esto por las razones equivocadas; tú por obligación, yo por
dinero —admitió sin tapujos. El corazón de Layla se estrujó dentro de su
pecho— y, aunque nos han dicho que no tenemos elección, quiero que
sepas que tú siempre tendrás elección conmigo. Así que… Layla Grace,
¿quieres casarte conmigo?».
Tenía un nudo en la garganta por muchos motivos diferentes. Ahí
estaba, la pregunta que anhelaba, la declaración que tanto había ansiado: un
Daniel que creía que ellos podrían funcionar, que podrían ser más. Y
luego… Sus motivos. Sus motivos no habían cambiado.
«¿Qué pasaría si digo que no? —quiso saber, forzándose a hablar—.
Con tu herencia, quiero decir».
La expresión de Daniel no cambió.
«No lo sé. Supongo que… Me las arreglaré».
«¿Puedo preguntarte algo?», dudó.
«Claro».
«Ese día… El día que fui a tu casa por la noche… Tú me besaste. ¿Por
qué lo hiciste?».
Daniel se demoró una eternidad en responder. No parecía importarle
seguir de rodillas mientras pensaba, ni que el tiempo transcurriese y que
tenían que volver a casa. Lo meditó con el ceño fruncido, hasta que
respondió:
«Porque te quería, Layla. Te deseaba. Despertaste algo distinto en mí».
«¿Y ahora?».
Daniel arqueó una ceja, levantándose para quedar a escasos milímetros
de ella. Estaban tan cerca que podrían…
«¿Me estás preguntando si aún te deseo?».
No se dejó amedrentar por su cercanía, ni por su aliento rozándole la
cara, erizándole la piel, ni por su voz ronca o su mirada oscura.
«Sí», dijo con firmeza.
Daniel hizo algo inesperado. La besó. La besó con furia y con pasión,
como si llevase años esperando por hacer justo eso: devorar sus labios con
devoción.
«Te deseo», le aseguró.
Todo dentro de Layla se revolvió. Y fue por esa promesa, solo por esa
chispa de esperanza que acababa de encenderse dentro de ella, que dijo:
«Sí, quiero casarme contigo».
Daniel rio entre dientes y se apartó solo lo suficiente como para abrir la
cajita y sacar el enorme anillo que contenía: una banda tejida en oro como
si fuese una trenza, y la piedra... Layla nunca había visto una piedra tan
grande y de un color tan particular. Era blanco lechoso, pero a veces se veía
rosa o celeste, dependiendo de cómo le daba la luz. Iridiscente.
Era precioso, y cuando Daniel lo deslizó por su dedo, se sorprendió al
darse cuenta de que le calzaba perfecto.
Volvieron a la casa de ella para buscar a Lucía, quien observó su sonrisa
reluciente y la miró con satisfacción, como si su hija al fin hubiese
conseguido hacerlo todo bien. Los tres marcharon hacia la mansión Raven,
Layla cogida del brazo de Daniel, admirando su anillo cada tanto.
Almorzaron y, después, Layla partió hacia el cuarto que le asignaron
para su aseo. Fue tan extraño tener a otras mujeres haciéndose cargo de
lavarla y vestirla… Layla se sintió incómoda todo el tiempo. Trataba de no
demostrarlo, aguantando constantemente las ganas de decirles que sabía
bañarse sola.
Que viesen su cuerpo desnudo la hacía dudar de cada curva y lunar que
tenía, como si todo lo que hasta ese entonces había considerado normal en
su anatomía fuese ahora defectuoso o imperfecto. Odió sentirse así, mas las
sirvientas no se inmutaron y se limitaron a conversar sobre lo maravillosa
que era la decoración que estaban colgando en el salón.
Ella no vio dicha decoración hasta el momento en que se encontró
bajando al primer piso, con la música resonando suave por debajo del
insistente murmullo de las conversaciones. Era una extraña en su propia
piel, viviendo una fantasía digna de sus sueños más locos. Su prometido,
aguardaba por ella al pie de la escalera.
Se tragó el nudo en la garganta y sonrió.
Llegó al final y Daniel le tendió la mano. Cuando le besó los nudillos,
Layla no pudo evitar encontrarse de vuelta al día en que se conocieron,
cuando todavía estaban lejos de saber lo que las circunstancias harían de
ellos.
—Te ves preciosa —le dijo él al oído. Si ella no hubiese estado tan
exaltada, se habría sonrojado. Por supuesto, él notó el temblor en sus manos
y la afirmó con más fuerza, entrelazando los brazos de ambos—. Todo
estará bien, Layla. Es solo un baile.
—Pues nunca he asistido a uno —replicó.
Daniel ladeó la cabeza. Comenzaron a caminar hacia el salón.
—Tienes razón, lo lamento. Te prometo que no dejaré que te caigas.
—Oh, genial. Ni siquiera había pensado en esa posibilidad —bromeó
ella, muy a su pesar.
Entraron en el enorme salón y fue como ingresar a otro universo. Era
tan distinto a todo lo que ella conocía… Las sedas y encajes de los vestidos
moviéndose de un lado a otro, mientras las parejas bailaban; el destello de
las joyas y el reflejo de las luces… No pudo evitar sentirse maravillada,
incluso cuando la perspectiva de un evento tan desconocido la intimidaba.
—¿Qué se supone que hay que hacer ahora? —le susurró a Daniel por
lo bajo, procurando no perder la sonrisa.
Él rio, volteándose para quedar frente a ella.
—¿Te gustaría bailar conmigo?
Por supuesto que quería, pero…
Pocos metros más allá, Layla captó con el rabillo del ojo a su madre,
enfundada en un vestido color granate que la hacía ver imponente y regia.
Layla jamás podría verse igual, por mucho que lo intentara. Eran los ojos,
se decía siempre: había una frialdad calculadora en los ojos de su madre que
ni en un millón de años ella lograría igualar.
A su lado, estaba Richard Raven. Ambos la observaban a ella y a Daniel
como si estuviesen viendo la exhibición en una feria. Layla se sintió
expuesta, y no estaba segura de si Daniel notaba a los padres de ambos al
fondo del salón, evaluando sus movimientos, viendo si cumplían con los
roles que les habían impuesto.
Lucía le dedicó a su hija el más leve de los asentimientos, y solo
entonces ella recordó que Daniel aguardaba una respuesta.
Se volteó con torpeza, más nerviosa que antes, si eso era posible.
—Sí… Sí, me encantaría bailar contigo.
Cuando Daniel le hizo una pequeña reverencia, tomando su mano, ella
se sintió… Dios, era indescriptible. Se sentía como una princesa en un
cuento de hadas, y tenía el constante miedo de que, en algún momento, toda
aquella ilusión se iba a caer a pedazos y se vería arrojada de vuelta a la
realidad.
Caminaron hacia la pista y Daniel puso una mano alrededor de su
cintura, la otra tomando la suya, extendida a un lado. Una nueva pieza
musical comenzó a sonar.
Layla no había tenido oportunidad de ver a la orquesta, pues quedaba
oculta por una de las paredes del salón, sin embargo, la acústica era
maravillosa, la melodía envolvente, y los ojos de Daniel —fijos en los de
ella como si no hubiese nadie más en la habitación— fueron suficiente para
que se perdiera y entregara por completo al baile.
Danzaron de un lado a otro, olvidándose de todo y todos. Las personas
ya no existían, ni los murmullos ni las miradas envidiosas. No existían las
circunstancias, no había nada más que un chico y una chica, bailando un
vals con el corazón en la mano. Y tal como lo había prometido, Daniel no
permitió que ella tropezara. La guió con amabilidad, con cariño, sujetándola
con firmeza, transmitiéndole una confianza que cada vez más se apoderaba
de ella y la volvía suya.
Nada parecía ser capaz de cortar el hilo que unía sus miradas, y podría
jurar que no era la única que sentía la electricidad zumbando entre ambos,
cargando de iones la burbuja que los envolvía.
—Layla —susurró él, su voz cargada de emoción. Era un sentimiento
que la chica no supo identificar. El cosquilleo la recorrió de igual modo, y
su piel se erizó ahí donde su aliento golpeaba—, te…
El hechizo se rompió cuando el sonido de un cubierto golpeó una de las
delicadas copas de cristal. La música de la orquesta disminuyó, y Layla casi
pudo escuchar la ilusión caer al suelo hecha pedazos cuando Daniel y ella
—junto con todas las demás parejas que bailaban en la pista— se
detuvieron y observaron a Richard solicitar la atención de la audiencia.
—Estoy seguro de que todos aquí saben ya cuál es el motivo por el que
nos reunimos hoy a celebrar —murmullos de asentimiento y emoción
recorrieron la multitud. Layla se volteó hacia Daniel, incómoda, cuando
todas las miradas cayeron sobre ellos—. Me gustaría proponer un brindis —
Richard levantó su copa. Su sonrisa hipócrita brillando como una mentira al
hablar— por el compromiso de mi hijo, Daniel, con la señorita Grace.
Layla sintió la mano de Daniel apretar la suya con fuerza. Se aferró a
ese contacto como si fuese su salvavidas en medio de un océano plagado de
tiburones. Tiburones hambrientos, que esperaban para devorarla apenas
cometiese el más mínimo error.
A su alrededor, las copas de champán comenzaron a pasarse entre los
invitados.
—No puedo esperar al momento en que nuestras familias sean una. —
La mirada que Richard lanzó a Lucía, y el brillo en los ojos de ella… Le
heló la sangre. Estrujó la mano de Daniel, forzándose a no bajar la vista
para ver si sus nudillos se habían puesto blancos. Sonríe, sigue sonriendo,
se dijo—. Que su amor trascienda esta vida; que sea tan eterno como lo es
profundo. ¡Salud!
Todos los asistentes corearon, alzando sus copas y bebiendo felices. Se
oyeron risas y murmullos, personas susurrando sus felicitaciones y buenos
deseos para la pareja. El discurso sonaba muy lindo, en teoría, pero en la
práctica cada palabra se había clavado como una daga lanzada directo al
corazón de Layla. Quizás era ella la que estaba siendo paranoica, e
imaginaba segundas intenciones donde no las había. Sí, tenía que ser eso…
A veces, cuando la incertidumbre se apoderaba de su mente, Layla
buscaba a su madre, esperando encontrar en ella alguna respuesta, algún
indicio de que se había percatado de algo que su hija no.
Lucía permanecía en el mismo lugar donde se había parado durante el
baile, sonriendo y conversando de manera amigable con algunos de los
invitados. Todo en su postura denotaba afabilidad: sus hombros relajados,
sus manos gráciles, que sostenían una copa burbujeante, su sonrisa
luminosa… Todo, menos los ojos.
Lanzaba vistazos en su dirección mientras hablaba, como si supiera que
Layla estaba al pendiente. Cada una de esas miradas furtivas le decía algo
distinto. «Sonríe». «Párate derecha». «Ríe». «Baila». Se imaginaba todo eso
con tal claridad como si se lo estuviese gritando a través del salón.
Y a pesar de esto, le era imposible encontrar palabras para el hielo que
se apoderaba del azul de sus ojos cuando su vista se desviaba. Estaba
observando a…
—Daniel.
Richard estaba junto a ellos. Absorta en sus pensamientos, tratando de
descifrar sus palabras, Layla ni siquiera lo vio acercarse.
—Padre —lo saludó él, cortante.
Casi sin darse cuenta, Daniel entrelazó el brazo de Layla con el suyo, en
un gesto protector. Richard, por supuesto, se percató, y su atención recayó
en la muchacha.
—Un esfuerzo notable —asintió, examinando a Layla desde la cabeza a
los pies. Ella se contuvo de gruñirle.
—No me vestí para obtener su aprobación… señor —agregó, tratando
de remediar de alguna forma su pequeño arrebato.
Ese hombre, así como su madre, sostenían las riendas de su vida en
aquel momento, y no quería darles más poder o razones para arruinarla.
Lo peor fue que Richard sonrió.
—No, imagino que no —murmuró. Se acercó a ellos, asegurándose de
que nadie más pudiese oír lo siguiente que iba a decir—. Has puesto un
buen acto. Los dos lo han hecho, bailando y riendo… Pero recuerden que la
boda todavía no se lleva a cabo, y ahora que el compromiso es oficial, si
todo llegara a cancelarse por alguno de sus berrinches, no será Daniel quien
resulte perjudicado.
—¿Cómo? —musitó ella, pasmada.
—Si alguno de los dos hace algo, lo que sea, para arruinar este trato, me
aseguraré de que tu reputación quede en la ruina, señorita Grace.
—¿A q-qué… se refiere?
Odió el maldito temblor de su voz, la debilidad implícita en su tono… y
odió, más que cualquier otra cosa, la mirada de satisfacción del hombre que
tenía delante.
—Tengo mucha influencia en este pueblo olvidado, harías bien en
tenerlo presente. Compórtate, mantente callada y sonriente, y me aseguraré
de que salgas de aquí con un esposo y un buen nombre, en lugar de una
reputación manchada. ¿Me he explicado bien?
Sus opciones eran claras: no alegar, no discutir, no seguir peleando por
una elección que ni él ni su madre les darían. Actuar como una pareja
enamorada, deseosa de casarse, y todo saldría bien. Se convertiría en Layla
Raven, esposa de Daniel y señora de una buena familia. Tendría a un
hombre decente y amable a su lado, una casa preciosa, dinero… Todo lo
que podría desear.
Todo, menos la opción de elegir. De que Daniel eligiera también. Debía
renunciar a eso, porque si no la arruinarían. Eso le había quedado claro, y su
reputación en la aldea ya era frágil. Había rumores de magia, sí, pero al
menos nadie había cuestionado nunca su virtud o su decencia. Y eso parecía
ser incluso más importante.
Resignada, con una piedra en la garganta, Layla se forzó a asentir. Antes
de que pudiese pronunciar palabra, Daniel se adelantó:
—Estoy seguro de que tus términos son claros, padre, tanto para mí
como para la señorita Grace. —Hacía meses que él no la llamaba de esa
forma. Le dio la impresión de que, de ese modo, Daniel estaba levantando
un muro invisible entre su padre y ella—. Hace mucho tiempo que hemos
dejado de ser una familia como tal, pero, como tú bien resaltas, ahora Layla
será mi esposa. Y ella será mi familia. Así que, de aquí en más, te
recomiendo que tengas cuidado en cómo le hablas a mi prometida.
—Daniel —advirtió él.
Su hijo lo cortó.
—No. Si no quieres un escándalo, no vengas a nosotros a propiciar uno.
Y, por favor, dejemos de fingir que ambos estamos aquí por otra cosa que
no sea mero egoísmo. ¿Qué es lo que obtienes tú con todo esto? No estoy
seguro, pero yo no puedo esperar el día en que te marches de esta vida y yo
obtenga mi parte del trato, habiendo ganado también a una mujer
maravillosa en el proceso.
El corazón de Layla dio una voltereta cuando Daniel le sonrió, con tanta
seguridad en sus palabras, en su compromiso con ella, como veneno
dirigido hacia su padre.
Aunque Richard procuró no perder la sonrisa, consciente de la gente
alrededor, su tono fue tan frío y cortante como una aguja de hielo:
—Como desees.
Daniel le dedicó una última mirada antes de arrastrar a Layla hacia el
otro lado del salón, alejándola de su padre y de sus malditas y
desagradables palabras.
—¿Qué…? ¿Qué fue eso? —le susurró Layla, mientras caminaban.
Daniel estrechó su mano, infundiéndole confianza. Quizás, porque
notaba el temblor de su cuerpo.
—Me parece que era tiempo de dejar ciertas cosas claras —se encogió
de hombros, como si no acabase de decirle a su padre que no le molestaría
que muriese. Tal vez, eso debió haberle hecho sonar algunas alarmas, mas
no fue así—. Lo que dije es verdad. Tú serás mi familia, y yo la tuya. Y
deberíamos actuar como tal.

Lo cierto era que, para Daniel, Richard había muerto años atrás. Jamás fue
un verdadero padre para él, y eso no hizo más que volverse oficial cuando,
tres días después del baile, Richard Raven amaneció muerto en su cama,
asesinado por la misma enfermedad que tiempo atrás lo había aquejado.
15
«ACEPTO»
1863

L a noche en la que Layla descubrió que tenía poderes fue la misma en


que decidió enterrarlos para siempre, tan profundo dentro de su ser
que nunca encontraran su camino de vuelta a la superficie.
Fue la noche en que se perdió en el bosque. La recordaba a la
perfección, ya que, por más que lo había intentado, los sucesos se repetían
en todas sus pesadillas. Layla había cumplido quince años hacía dos
semanas y, aunque la sociedad ya parecía considerarla apta para ser una
mujer, no era más que una niña aventurera y curiosa. Demasiado curiosa, lo
cual la llevó a salirse del camino que solía seguir para volver a casa desde el
mercado.
Hasta el día de hoy, Layla podía sentir la desesperación, el pánico de
pensar en que no lograría regresar y que tendría que pasar la noche a la
intemperie, sola, con hambre, frío y muerta de miedo. Gritó hasta que sus
pulmones no dieron más, y corrió en todas las direcciones antes de darse
cuenta de que lo estaba empeorando.
Respiró profundo varias veces hasta que logró tranquilizarse. Entonces
pensó, y volvió sobre sus pasos todo lo que fue capaz. La noche la había
alcanzado y la temperatura descendía a cada segundo. La desesperación
amenazó con devolverla a la histeria, pero Layla la mantuvo a raya y se
obligó a no ponerse a gritar otra vez.
Fue indescriptible el alivio que sintió cuando vio la luz de una casa
entremedio del follaje. El corazón volvió a latir dentro de su pecho y, esa
vez, sí que no pudo contener las lágrimas que inundaron sus ojos antes de
echarse a correr hacia la luz. Debían ser alrededor de las once o doce de la
noche; la aldea estaba desierta y todos parecían dormir, salvo por esa luz
que la guió en la oscuridad. Quizás jamás hubiera salido del bosque de no
ser por ella.
Se dio cuenta de que provenía de un granero junto a la casa principal
de… alguien. Lo cierto es que no tenía ni idea de en qué parte de la aldea se
encontraba, pero estaba segura de que podría pedir ayuda y luego…
—¿Hola? —casi gritó, abalanzándose sobre la puerta del granero con la
respiración atorada en la garganta—. ¿Hay alguien…?
—Miren quién está aquí —dijo una voz… horriblemente familiar.
Llena de burla y maldad, la voz le pertenecía a un chico tres años mayor
que ella, y Layla lo conocía muy bien de todas esas veces en que la había
empujado o le había tirado el cabello. Se sabía de memoria los insultos que
le tenía reservados por el mero hecho de existir, y jamás lograría entender
por qué la odiaba tanto.
Más adelante se daría cuenta de que él no era la única persona en esa
desgraciada aldea que no necesitaba un motivo para hacerle la vida
imposible.
Aquella luz salvadora la había arrojado a la casa de los Martin, y Billy,
el hijo menor de un matrimonio tierno y amable, resultó ser una persona
hipócrita y desalmada. Layla se quedó paralizada al escucharlo. Tal vez...
Tal vez no estaba todo perdido. Si Billy no estaba solo, si estaba con su
padre o alguno de sus hermanos, ellos la ayudarían y Billy se comportaría.
Si es que no...
—¿Qué haces fuera a esta hora, bruja? —le espetó.
Estaba solo. Apareció en la puerta del granero bañado por la luz dorada
que solo alcanzaba a iluminar el interior de la estancia. Layla rogó para sus
adentros que no pudiera ver su vestido manchado de polvo ni su rostro
cubierto de lágrimas y rasguños causados por el follaje.
El terror subió por su esófago en forma de bilis cuando el muchacho se
acercó a ella.
—¿Estuviste en el bosque? —se burló Billy. Layla guardó silencio—.
¿Qué hacías ahí, pequeña rata sucia? ¿Uno de tus rituales satánicos?
¿Sacrificabas conejos por diversión? Apuesto a que les cortas la cabeza.
Cállate, quería espetarle, mas no lograba encontrar el valor. Estaba harta
de sus estúpidos comentarios: él no tenía idea de nada, no sabía de qué
estaba hablando. Lo odiaba, Layla lo odiaba con todo su ser.
Viendo su expresión de furia y mortificación, Billy soltó una risa que
estuvo a punto de salpicar la cara de Layla con su saliva. Era asqueroso,
todo en él resultaba repugnante: desde su tono jocoso y su mirada
despectiva hasta su estúpida sonrisa torcida.
—Es eso, ¿no? ¿Invocabas al diablo, querías pedirle que te vuelva
bonita? —Billy rio de nuevo—. Oh, no, espera… Querías pedirle que traiga
a tu padre.
Layla no quería escuchar a alguien como Billy hablar de su padre. Ella
no lo conocía, no sabía nada del hombre, no obstante, le gustaba imaginar
cómo habría sido con ella de haber tenido la oportunidad: cálido, amoroso...
Él la habría defendido de idiotas como Billy Martin.
—Suerte con eso —se mofó el chico, mirándola con deprecio. Se acercó
tanto a ella que Layla tuvo que retroceder para no quedar a su alcance. No
quería darle la oportunidad de que la golpeara o la empujara como había
hecho incontables veces—. Sí sabes que tu madre lo mató, ¿verdad? Lo
envenenó como ofrenda al demonio. No me sorprendería de un par de
zorras como…
De pronto Layla se encontró de vuelta en el suelo escupiendo sangre,
saliva y lágrimas esa primera vez que él le pegó. Por su cabeza pasaron
todos los insultos y cosas horribles que él alguna vez le dijo, cosas que la
involucraban a ella y a su madre. Ya no podía tolerarlo.
Todo el coraje y odio que llevaba años acumulando explotó en su
interior como una bomba.
—¡CÁLLATE! —gritó tan fuerte, que su furia resonó en todo el
granero.
No tuvo tiempo de preocuparse de que alguien la oyera. Pudo decir, por
la expresión pasmada de Billy, que por una maldita vez lo había
sorprendido. Bien.
Avanzó hacia él con toda la intensión de golpearlo. Quizás no le doliera.
Quizás su represalia fuese peor y quizás Layla se quebrase un par de dedos
en el proceso, pero no le importó.
—¡Estoy harta de ti y de tus malditos comentarios! ¡ESTOY HARTA!
—Levantó la mano.
Iba a darle un puñetazo con todas sus fuerzas, e iba a disfrutarlo. Si algo
bueno tenía es que era más alta que las chicas de su edad, y Billy no era
gigante, lo que le daba a Layla la oportunidad perfecta para torcer aún más
su sonrisita con su puño.
Sin embargo, cuando su mano estaba a punto de tocar el rostro de Billy,
algo sucedió. Los ojos del chico se desorbitaron y se abrieron tan grandes
que, por un instante, Layla creyó que ya lo había golpeado. Ella no sintió
nada, ¿cómo podía...?
Llamas brotaron de sus dedos, brillantes y rojas como lo había sido su
furia apenas un minuto antes. Solo alcanzó a sentir una breve ráfaga de
calor antes de que las llamas alcanzaran a Billy, prendiendo fuego a su
cabello y su rostro.
Los gritos... Los gritos perseguirían a Layla durante el resto de su vida.
El desconcierto y la confusión se apoderaron de ella durante unos
valiosos segundos en los que podría haber hecho más. Podría haber hecho
más por ayudar a Billy. Él merecía muchas cosas, pero no… no eso.
Oh, Dios... ¿Qué había hecho?
Gritos de agonía y terror desgarraron la noche en lo que Layla se
demoró en reaccionar. Corrió hacia el interior del granero, espantando a las
gallinas que protestaron y huyeron de ella. Layla por poco las pisó: ni
siquiera miró hacia los animales, pues su vista estaba fija en el cubo de agua
de donde bebían las aves.
Algo dentro de ella se revolvía como un remolino extraño, y no sabía si
era horror, pánico, furia o culpa lo que se mezclaba con la bilis, pero ese
algo le decía sin cesar: monstruo, monstruo, monstruo. Mira lo que has
hecho.
Sus manos temblaron al agarrar el bebedero y salir disparada hasta
donde Billy se retorcía en el suelo, tratando en vano de apagar el fuego que
se expandía ahora por su camisa. Layla ni siquiera lo pensó cuando le vertió
encima todo el contenido del cubo y extinguió las llamas.
Pequeña rata sucia. Asesina. Monstruo... Bruja.
Pero ella… Ella no podría… Era imposible… ¿verdad?
Billy siguió gritando cuando el fuego se apagó. Layla quiso agacharse a
su lado… Y era estúpido, en realidad, porque su ayuda era lo que Billy
menos querría en ese momento. No sabía qué más hacer, ni cómo acallar los
gritos que seguían sonando en su cabeza como un eco macabro que jamás la
dejaría en paz.
Tenía que salir de ahí. No podía moverse. Bruja. ¿Qué iba a hacer?
Voces desesperadas de muchas Laylas aterrorizadas se unieron a los gritos
de Billy. ¿Qué explicación daría? Bruja. Iban a matarla. La apedrearían, la
colgarían o la quemarían como ella había hecho con Billy. Te lo mereces. Es
tú culpa, tú culpa… ¿Quedaría su piel igual de negra cuando ardiera en la
hoguera?
Iba a desmayarse.
Dio un paso hacia él… y luego retrocedió. Tuvo que cerrar los ojos y
tragarse el vómito que le subió a la boca al ver cómo había quedado el
rostro de Billy, desfigurado para siempre.
La cuenca de su ojo sobresalía de su cráneo y era… horrible verlo.
Traumático. Terrible. Su piel chamuscada, deforme, hundida y negra… ¿Era
hueso lo que sobresalía de su mandíbula? Layla se obligó a dejar de lado su
repulsión y se acercó a Billy con la intención de ayudarlo.
—¡ALÉ-JATE! —le rugió. Su voz se quebró por la agonía que sentía en
cada poro de su cuerpo. Aunque las llamas se habían apagado, todo en él
seguía ardiendo. Layla retrocedió como si la hubiese golpeado—. ¡BRU-
JA! —sollozó Billy.
Quizás él no tendría fuerzas para nada más, y estaba a punto de
desmallarse, pero tenía la voluntad suficiente para alejarse de ella.
—¡MONSTRUO! ¡A-AYUDA! —lloró—. ¡AYU-UDA! ¡AYUDAAA-
AAA!
No dejó de gritarlo hasta que se oyeron otros gritos en respuesta.
Las luces de todo el vecindario estaban encendidas ahora, y Layla ni
siquiera lo había registrado.
—Lo… Lo siento… —murmuró como una estúpida.
¿A quién le importaba que lo sintiera? A Billy por supuesto que no y,
siendo sincera, a ella tampoco. No sabía qué demonios había pasado, no
obstante, sabía con certeza dos cosas: primero, que era su culpa. Y
segundo… que era imperdonable.
—¡BRUJA!
Tenía que salir de ahí. Tenía que salir de ahí, ya.
Echó a correr como alma que lleva el diablo, y la imagen de Billy,
sollozando en el suelo, abrazando sus rodillas, la acompañó durante todo el
camino.
Monstruo. Bruja. Mala.
La cara desfigurada, la piel derretida y negra, pegada al hueso… El
olor. El olor dulzón a cuero quemado y derretido, como la carne salteada…
Ya basta, pensaba ella. No quise… yo no…
¿Estás segura?
Layla se detuvo y vació todo el contenido de su estómago en el suelo.
No se dio cuenta de que estaba llorando. Llegó a su casa en tiempo
récord. No se perdió, y pensó de forma amarga que, de haber sabido lo que
pasaría, hubiese preferido morir de frío en el bosque durante la noche.
Morir congelada le parecía un castigo justo por el fuego infernal que había
enviado hacia Billy.
Oh, Billy. El idiota de Billy, sí, pero Layla solo había querido golpearlo.
—¡Mamá! —gritó, aporreando la puerta de su casa, con la garganta
desgarrada por los sollozos y el pánico—. ¡MAMÁ!
Aporreó y golpeó la puerta con todas sus fuerzas, utilizando su cuerpo.
Iba a derribarla si era necesario, porque estaba segura de que, en cuanto
Billy dijera lo que ocurrió, lo que hizo, vendrían por ella. Y la matarían, eso
de seguro.
—¡Mam…!
La puerta se abrió y Layla aterrizó de cara en el suelo, dentro de la casa.
Su cabeza rebotó en la madera, mas no perdió ni un segundo en gritarle
a su pasmada madre:
—¡Cierra la puerta! ¡Ciérrala, ciérrala!
En cualquier otra circunstancia, Lucía le hubiese dado una bofetada por
hablarle de esa manera. Ahora, en cambio, hizo lo que le pedía y se
arrodilló junto a ella.
—Habla. Ahora.
No hizo falta más. En medio de un ataque de histeria, Layla vomitó las
palabras y describió con terrible exactitud lo que había ocurrido: las llamas,
los gritos, la agonía, el horror que era ahora —y que sería siempre— Billy
Martin…
—Pude haberlo matado —hipó Layla—. Casi mu-murió, su vida ja…
jamás será igual. —Su voz se fue apagando a medida que hablaba, hasta
que, finalmente, solo pudo susurrar—. Soy un monstruo.
—No eres un monstruo, Layla.
Su madre lo dijo con una mirada indescifrable y una voz tan calmada
que Layla se preguntó si no había soñado todo lo que acababa de contarle.
¿Es que no le creía? Siendo justas, ni ella misma terminaba de creerlo, pero
estuvo ahí y no podía negarlo: las llamas salieron de sus dedos.
—Eres una Incandescente.
Le explicó muchas cosas más esa noche, y esa fue la única vez en toda
su vida que Lucía aguantó que Layla le gritara, que llorase e incluso que
vomitase de nuevo en medio de la sala. Cuando se dio cuenta de que su hija
no iba a recibir bien nada que saliera de su boca, la dejó estar.
Layla no pegó ojo en toda la noche. Tembló y lloró en su cama, y cada
vez que el sueño se la llevaba, la realidad la traía de vuelta, mostrándole la
cara quemada y los gritos de Billy.
Se levantó cinco veces a vomitar y, mientras tiritaba de angustia, miedo
y rabia, se preguntaba cuándo llegarían a buscarla a casa para llevársela. No
quería pensar en eso. De todos modos… se lo merecía. Lo que sea que
pasara, se lo merecía.
Esperó muchas cosas los días siguientes: que un tumulto de gente
apareciera en la puerta de su casa a exigir su sangre, que se la llevaran a
prisión, que el padre o los hermanos de Billy aparecieran y la golpearan
hasta la muerte.
Temió por la vida de su madre cada vez que esta salía de casa a
«controlar los daños». No esperaba que, un mes después, la familia Martin
hubiese desaparecido de la aldea.
Nadie nunca supo por qué y, al parecer, Billy no dijo ni una palabra de
lo que ocurrió.
Tal vez tenía demasiado miedo, o tal vez pensó que nadie le creería. El
hecho era que lo único que se supo fue que había tenido un grave accidente
aquella noche y necesitó cuidados intensivos y un tratamiento muy
específico que no podían ofrecerle ahí, en la aldea, así que lo llevaron a la
ciudad. En el segundo en que fue seguro trasladarlo, él y toda su familia se
fueron lejos de ahí para no volver.
Según lo que sabía, Billy continuó con su tratamiento durante muchos
meses más, pero su rostro permanecería para siempre desfigurado, marcado
y con la piel dañada donde el fuego lo alcanzó primero.
Layla no quiso volver a escuchar sobre sus poderes. No deseaba saber
nada de ellos; no quería aprender a controlarlos ni tampoco averiguar más
al respecto. Mucho menos que crecieran.
Su madre trató de convencerla: le dijo lo afortunada que era, que sus
poderes la volvían especial, diferente. No logró nada, pues Layla tenía la
esperanza de que, si los ignoraba el tiempo suficiente, desaparecerían y
podría vivir en paz. Ya tenía bastante con lo que cargar.
Le rogó a su madre que no volviera a hablarle sobre la… la
Incandescencia o como sea que se llamara. No quería controlar el fuego;
quería que se limitara a quedarse en la chimenea y calentar su hogar, no a
salir de sus manos y convertirla en una bruja, en… en… Un monstruo.
El día de su boda con Daniel Raven, Layla se despertó recordando los gritos
de Billy Martin.
Hacía tiempo que no pensaba en él. Si bien lo que le hizo nunca
abandonaba su mente por completo, había tenido que aprender a vivir con
ello y, sobre todo, a perdonarse a sí misma por el daño que le causó. No fue
fácil, y le costó muchísimo llegar a ese punto. Jamás repararía… No, no
había forma, pero no podía torturarse por ello cada día de su existencia. Lo
que sucedió fue su culpa, mas nunca lo deseó.
Fue la primera y última vez que Layla usó su poder.
Consiguió dejar atrás esa parte de su vida que le causaba tanto dolor, y
aunque siempre se arrepentiría, logró salir adelante. Cada vez que la
llamaban bruja lo revivía, no obstante, lo aceptó como un castigo ligero en
comparación a lo que Billy tendría que sobrellevar por el resto de sus días.
Y Layla guardó silencio, sabiendo que los murmullos tenían razón.
Y ese era el motivo por el que aquellos gritos la atormentaban de nuevo
ese día en particular, con el peso del secreto que le ocultaba a su futuro
esposo.
Era probable que él también le ocultara cosas, dado que no se conocían
desde hacía mucho tiempo y no habían alcanzado el nivel de confianza
necesario para hablar de temas más íntimos. Sin embargo, consideraba que
ese asunto en particular era algo grave que omitir, considerando la razón
que llevó tanto a Daniel como a su padre a terminar en la aldea de Layla.
¿Debería decírselo? Estaban atrapados en el matrimonio de cualquier
manera, así que... ¿qué pasaría si Daniel la odiaba por lo que era? Tal vez le
diría a su padre y cancelarían todo.
No, ya no podían hacer eso. ¡Mucho menos el día de la boda, por el
amor de Dios! La reputación de ambas familias quedaría manchada para
siempre si cancelaban en ese momento. Y todo suponiendo que Daniel le
creyera. Podría demostrárselo, pero Layla no estaba dispuesta a usar el
fuego, ni siquiera por eso.
De modo que decidió ocultarlo por el bien de ambos y seguir con el día
como estaba planeado, enterrando sus dudas y miedos tan profundo como
su Incandescencia.
Se levantó muy temprano ese día y se engañó a sí misma diciendo que
el revuelo en su estómago eran mariposas y no nervios mezclados con un
miedo paralizante. Por suerte, su amiga estuvo a su lado cada segundo.
—No puedo creer que hoy… —Evanne dejó la frase en el aire, que se
perdió entre ensoñaciones y suspiros.
—Lo sé —murmuró Layla, mientras dejaba que cepillaran su cabello
para después ordenar sus rizos—. Yo tampoco.
Cayeron en el silencio una vez más y se entregaron a sus propias
imaginaciones. Poco después, tal vez percibiendo su nerviosismo, Evanne
empezó a parlotear. Habló de lo hermosa que se vería Layla, del
maravilloso clima ese día y de cómo era un buen augurio que el sol brillara
en su día de boda. Comentó sobre cómo todos en el pueblo no podrían
apartar la mirada de ella, lo afortunada que era por haber aclarado las cosas
con Daniel antes de la ceremonia...
Sí, habían aclarado las cosas. Entonces, ¿por qué su corazón latía
desbocado como si cada segundo que pasara la acercara más a su tumba?
Quizás era justo por eso, porque habían aclarado las cosas y, a pesar de que
Daniel se comportaba como un perfecto caballero, cada día era más
evidente que nunca podrían volver a aquellos primeros encuentros, cuando
se conocieron, y de que un matrimonio sustentado por mero deseo...
No, no quería pensar en eso. Solo imaginar la expectativa de esa noche,
lo que se esperaba de ella, la consumación...
No. Si lo pensaba demasiado, seguro que terminaría vomitando. Y no
tenía sentido, después de todo, era solo Daniel... ¿verdad? ¿O acaso no lo
deseaba ella también?
Evanne arqueó las cejas, pero afortunadamente no preguntó nada y
siguió hablando.
Una vez que su cabello estuvo listo, las sirvientas que había enviado
Daniel la ayudaron a ponerse el vestido, mientras Evanne se cambiaba en la
habitación contigua.
Estuvieron listas casi al mismo tiempo. Layla salió de su cuarto seguida
por las dos mujeres que se aseguraban de que su largo velo no arrastrara por
el suelo, y se quedó boquiabierta al ver a su madre y a Evanne tan
diferentes.
No era como si nunca las hubiese visto elegantes, pero esto era…
Su madre interrumpió su hilo de pensamiento, acercándose a ella con
una sonrisa de aprobación.
—Te ves preciosa, cariño.
—Tú también, madre. Eva, se color te sienta maravilloso.
La muchacha sonrió, ruborizándose un poco. Su vestido era de seda,
gasa y un montón de otras telas que Layla desconocía. Ajustado hasta la
cadera, donde se habría en una falda no muy amplia, decorada con
piedrecitas de color verde agua, igual que el resto del conjunto. Ese tono
hacía que sus ojos brillaran.
Tenía la mitad del cabello recogido con un broche de aguamarina y
perlas, y el resto caía en bucles dorados por su espalda.
Si Eva era un retrato de belleza y juventud, Lucía era la personificación
de la elegancia y la compostura. Se veía regia con su vestido azul oscuro y
sus joyas de plata, que destellaban con la luz del mediodía. Todo su cabello
estaba trenzado por sobre su cabeza, formando una corona. No tenía más
adornos y el vestido era sobrio, pero Layla no podía apartar la vista de ella.
—Ven a verte —la animó Evanne, haciéndole señas hacia el espejo.
Su madre la condujo hacia él, encargándose de su velo.
Layla no había querido verse hasta ese minuto, y la persona que le
devolvió la mirada en el reflejo… No estaba del todo segura de si era ella.
Sus ondas negras habían sido trenzadas para apartarlas de su rostro
hasta la nuca, donde una cinta las sostenía en su lugar para luego dejarlas
caer libres en cascadas. El velo… La tela era preciosa. Delgada, casi
transparente, y llena de diminutos brillos que resplandecían con cada uno de
sus movimientos.
El vestido era más de lo que hubiese soñado. Un encaje con motivos
florales, suave y blanco como el algodón, se apegaba a su cuello y bajaba
en mangas largas hasta sus muñecas, dejando entrever solo pequeños
destellos de su piel. La tela blanca se unía al encaje en el inicio de su pecho,
ajustándose a su cintura antes de caer en una falda suelta y vaporosa,
adornada con más brillos que evocaban la luz del sol sobre la nieve recién
caída.
Si se hubiese quedado ahí, el vestido hubiese sido sencillo. Hermoso,
pero sencillo. Sin embargo, una banda de piedras preciosas marcaba su
cintura y se ataba a la espalda con un lazo blanco que caía varios
centímetros por su espalda.
—Parezco…
—Una princesa —dijo su madre, llena de orgullo.
Dios… Daniel le había dado todo eso, y le daría más, estaba segura,
después de que estuviesen casados. Sí, ella había devuelto las joyas que
utilizó el día de su compromiso, pero pronto serían suyas en todo derecho.
El vestido todavía lo conservaba, junto con el resto de hermosos atuendos
que la modista le envió durante las últimas semanas. Alguien de su posición
ya no podía permitirse utilizar simples vestidos de algodón.
El mero pensamiento mandó su cabeza a volar. ¿Cuánto dinero poseía la
familia Raven?
Ya no son la familia Raven, tuvo que recordarse. Es solo Daniel. Y
pronto seré yo también. Él y yo. Yo y él.
Llegaron a la iglesia a la hora indicada. Layla escuchaba las campanas,
el murmullo extasiado de la gente de la aldea, el ruido de los carruajes…
mas se hallaba ajena a todo, su visión borrosa y brillante mientras intentaba,
sin éxito, dejar de pensar en la vida que le esperaba.
Su madre y su amiga la guiaron todo el camino, y esperaron junto a ella
hasta que Eva tuvo irse a buscar su asiento. Eso solo podía significar una
cosa: la ceremonia estaba a punto de empezar.
A solas con su madre, Layla no se atrevió a romper el silencio. Estaba
tan nerviosa que sus manos temblaron al tomar el ramo de flores blancas
atadas con encaje del mismo color. Todo en ella pretendía ser tan… puro.
Se preguntó si la hubiesen dejado casarse de blanco si supieran que los
rumores de su magia eran ciertos.
—Ya es hora —susurró Lucía en su oído.
Ya es hora. Las palabras fueron lo único que escuchó por varios
segundos hasta que la música comenzó. Las puertas de la iglesia se
abrieron. Su madre la agarró fuerte del brazo y caminó con ella hacia el
altar.
El lugar estaba decorado con velas, flores y telas. Había tanta gente…
Layla apenas reconoció la mitad de los rostros, sin embargo, los ojos de
Daniel al otro lado del pasillo eran inconfundibles. Oh, Daniel.
El corazón de Layla dio una voltereta.
Su cabello rubio relucía y sus ojos brillaban, clavados en ella con
intensidad abrasadora. Un atisbo de sonrisa, tímida y encantadora, asomaba
por su rostro y se apoderaba poco a poco de su cara. Era contagiosa, pues de
pronto Layla se encontró anhelando ser un espejo de esa sonrisa tan
honesta.
Y la veía como si la amara, como si su corazón también saltara por ella,
como si tuviesen una oportunidad.
«Te deseo», le había dicho. No «te quiero» ni «me gustas».
«Te deseo».
Esa vez fue su estómago el que dio saltos, y tuvo que contener las ganas
de llorar.
Cuando llegó al altar, la presencia de su madre desapareció de su lado,
llevándose las flores consigo. Daniel le tomó las manos, se acercó a ella y
susurró para que solo ella pudiera escucharlo:
—Eres hermosa, Layla.
«Te deseo».
Se forzó a sonreír. Un escalofrío gélido comenzó a recorrer su espalda,
como una garra que trataba de aferrarse a su columna vertebral para sacarla
de ahí. Se sentía... incorrecto.
No escuchó ninguna de las palabras del sacerdote que los estaba
casando: solo era un susurro distantes, un zumbido en sus oídos. De hecho,
si cerraba los ojos por un segundo, tan solo un segundo... Podía imaginar
que no estaba allí. Las manos de Daniel eran lo único que la mantenían
conectada con la realidad, y su espejismo se rompió en pedazos cuando él la
soltó.
Ella sacudió la cabeza y se obligó a recobrar la compostura.
Los anillos, se dio cuenta cuando Daniel sacó la cajita de su bolsillo.
¿Cómo es que ya llegamos a esta parte…?
Por primera vez durante la ceremonia, la voz del sacerdote sonó clara en
su cabeza, como si la hubiesen amplificado para asegurarse de que Layla la
oyera:
—Tú, Daniel Raven, ¿aceptas a Layla Grace como tu amada y legítima
esposa? ¿Para honrarla y respetarla, amarla y cuidarla en la riqueza, en la
pobreza, en la salud y en la enfermedad?
Daniel tomó la mano izquierda de Layla una vez más, con gentileza, y
deslizó una delicada y fina sortija de oro en el mismo dedo donde brillaba el
anillo de piedra luna que le había regalado hacía unas semanas. Los
contempló ambos, juntos, lo bien que combinaban, y pensó que eran el
símbolo de un compromiso cumplido.
Ella había cumplido su parte.
—Sí, acepto.
Daniel no titubeó al decir las palabras, y su mirada penetrante la
atravesó de mil maneras diferentes mientras las pronunciaba, como si
quisiera ver más allá de ella, más allá de sus facciones neutrales y sus ojos
nerviosos, hasta llegar a su alma atormentada y ver qué encontraba ahí
dentro.
El sacerdote prosiguió:
—Tú, Layla Grace, ¿aceptas a Daniel como tu amado y legítimo
esposo… —tratando de no pensar en las palabras, Layla se limitó a cumplir
con su papel. Jamás pensó que le resultaría tan difícil—… para honrarlo y
respetarlo, amarlo y cuidarlo… —continuó el hombre, al tiempo que Layla
tomaba la mano de Daniel, cálida entre las suyas, y deslizaba la banda de
oro en su dedo anular—… en la riqueza, en la pobreza, en la salud y en la
enfermedad?
Aunque todo dentro de ella protestó, su voz no flaqueó cuando susurró
un firme y seguro:
—Acepto.
Si Daniel notó lo mucho que esas palabras la estremecían, no lo
demostró.
Layla había esperado poder dejar todo de lado ese día y olvidarse de las
circunstancias que los habían llevado hasta allí para disfrutar, sin embargo,
se sentía más como un títere cuyos hilos eran manejados en beneficio de
otros que como una persona. Era una marioneta, no una novia.
Incluso Daniel tenía motivos egoístas para estar ahí delante de ella, y
eso hacía que Layla no pudiera evitar pensar que, más que votos de amor,
acababa de declarar su propia sentencia.
El sacerdote, alzando la voz ajeno a todo, les sonrió.
—Ahora los declaro marido y mujer. Ya puede besar a la novia.
Y, así como así, con un par de palabras, estaban casados. Layla apenas
sintió el roce de los labios de Daniel cuando la besó.
16
¿ Q U É A C A B A D E PA S A R ?
2018

—¿Q ué? —soltó Lianne, negando con la cabeza. El mero


pensamiento hacía que una risilla histérica comenzara a brotar
de sus labios—. Esto no tiene nada que ver con Amanda, ella no es…
—Quizás sí lo es —murmuró Thomas.
—Thomas, ¿crees que…? —comenzó Dianna, mirando a su esposo con
una mezcla a partes iguales de confusión y entendimiento.
—¿Alguien puede explicarme de qué demonios estamos hablando? —
explotó Maya.
—No tengo idea, porque yo tampoco…
Lianne se detuvo en seco al voltearse. Esperaba encontrarse con la
misma Amanda que venía viendo durante semanas: pálida y enfermiza, con
aspecto de querer vomitar en cualquier momento, y en su lugar se encontró
con la chica de siempre. El color había regresado a su rostro; hasta sus
mejillas estaban sonrosadas por ser el centro de atención. Su piel ya no
lucía pálida, sino lozana y maravillosa. Y esos ojos... ¿Acaso brillaban?
—¿Lía?
La voz de Maya titubeó; Lianne no sabía cuál sería su expresión, pero
ciertamente causó un gran impacto en su amiga, quien estaba de espaldas a
Amanda y no podía ver el cambio que Lianne había notado.
—Amanda, ¿cómo te sientes? —preguntó Dianna, acercándose a la
chica para posar una mano en su frente, midiendo su temperatura.
Dianna negó con la cabeza hacia Thomas, comunicándose con él en un
lenguaje que solo ellos entendían.
—Estoy bien. Más que bien.
—Te ves bien —le dijo Lianne—. Mejor que antes, como si…
—Hubieras liberado algo que te estaba haciendo daño —concluyó
Thomas.
Amanda achicó mucho los ojos, frunciendo el ceño.
—¿Eso hice?
Miles de pensamientos pasaban por la cabeza de Amanda, tan rápido
que ninguno alcanzaba a ser procesado. No entendía de qué estaban
hablando; se sentía mejor, ¿no era eso todo lo que importaba? ¿Por qué se
veían tan preocupados?
—Amanda… —Thomas se acercó a ella también, abrazando a su esposa
por la espalda, y miró a Amanda con convicción—. Esto te va a sonar muy
extraño, pero necesito que hagas lo que te digo, ¿sí? —La chica asintió, sin
tener idea de a qué estaba accediendo—. Cierra los ojos. —Ella lo hizo—.
Busca en tu interior una energía que se mueve, que no tiene control y que
lucha por salir.
—¿Qué..? —empezó, abriendo un ojo.
—Hazlo, querida —le dijo Dianna en todo amable y firme.
Lianne y Maya compartieron una mirada aterrada, confundida, y
preocupada. Eran muchas cosas las que reflejaron con solo un gesto, mas
ninguna se atrevió a decir nada.
—No sé cómo hacerlo —dijo Amanda.
Thomas tomó el control de la situación, y de ahí en adelante fue como
entrar en un trance en el que solo existían ellos dos en la sala, envueltos en
una burbuja donde todos los demás quedaban fuera, observando expectantes
para ver qué sucedería.
Lianne sentía un enorme nudo en su pecho y, aunque aún no
comprendía nada, algo en su interior se removía y agitaba, como si supiera.
—Busca algo distinto, algo que no estaba ahí antes y que ahora es
cálido, lleno de vida, inestable…
—Lo siento —murmuró la chica—. Es como un calor dentro de mi
pecho. Como respirar aire caliente en verano, o como meterse debajo del
chorro de la regadera cuando hace mucho frío.
Thomas asintió.
—Eso es. Ahora visualízalo. Dale forma, déjalo salir.
—Me da miedo.
—No pasará nada, estamos aquí.
—¿Qué forma le doy?
—La que tú quieras, la que se te haga más fácil imaginar. Velo delante
de ti, y suéltalo. No te contengas, no dejaremos que ocurra nada malo; lo
prometo.
Y entonces sucedió. Una luz explotó frente a Amanda, una chispa que
surgió de la nada, estalló y se disolvió en pequeños brillos dorados que
terminaron por desaparecer al cabo de un segundo.
La chica retrocedió, alarmada, pero el fuego ya se había extinguido y, en
su lugar, solo había una espacio vacío en el que todas las miradas se
posaban.
Era todo lo que necesitaban, por más efímero que haya sido.
Amanda miraba, perpleja, el espacio frente a sí misma, sin parpadear ni
moverse.
—Estaba… Estaba pensando en el cuatro de julio —confesó en un
susurro—. En los fuegos artificiales.
Amanda era… No, no podía ser.
Ahí estaba, frente a sus narices. No podía negarlo.
—Eres…
—Incandescente —susurró Maya.

—¿Cómo es posible? —atinó a preguntar Lianne, todavía anonadada, con la


vista fija en el aire que antes se encendió.
—Fue la espada, tiene que serlo —dijo Dianna. Lianne murmuró un
«¿ah?», mas la mujer no le estaba prestando atención, sino que veía fijo a su
esposo—. Esta es la respuesta que hemos estado buscando. Piénsalo, él ya
tenía la espada cuando tú y yo nos conocimos.
—Pero no había matado a ningún Incandescente —le recordó él—. ¿De
dónde sacó la magia?
—Quizás solo era la magia de la piedra —sugirió Dianna—. O tal vez
hay algo que nos estamos perdiendo, pero tiene que ser… Sí, tiene que ser.
—¿Alguien me explica de qué demonios están hablando? —suplicó
Lianne con la cabeza a punto de reventar.
Dianna la miró.
—Cuando Xander hirió a Amanda con la espada, debe haberle
transferido algo de la magia que tenía acumulada en ella. Llevaba años
matando Incandescentes, quitándoles la magia y guardándola ahí. Podría ser
que algo de ese poder se quedara en Amanda cuando se hizo el corte.
—Ese corte debió haberla matado —replicó Lianne.
—Y no lo hizo. La curaste. Piénsalo, Lía, ¿cómo se podría matar a
alguien que no puede morir, a un ser mágico? —Nadie le respondió—. Con
más magia —puntualizó Dianna—. Quizás esa energía debía volver a la
espada cuando Amanda muriera, y como no pasó…
—Permaneció dentro de mí —terminó ella, saliendo del shock.
Maya sacudió la cabeza con fuerza y se obligó a hablar.
—Por eso te sentías mal. Estabas cambiando, te estabas convirtiendo en
una Incandescente, y ahora que lo dejaste salir…
—El cambio está completo. —Lianne no podía creer que estuviesen
teniendo esta conversación—. Lo dejaste salir.
—El cambio podría haberse completado hace días. —Dianna pensó en
voz alta—. Esa podría ser la razón de que te hayas sentido tan mal:
necesitabas soltar algo de magia, te estaba comiendo por dentro.
—Dianna, tú nunca mencionaste haberte sentido así luego de que te
transformaron —le hizo ver Lianne.
Thomas respondió por ella.
—Estaba dormida. Xander la sedó.
Dianna asintió.
—Cuando desperté, ya habían pasado varios días. Si nuestra teoría es
correcta, de haber estado despierta, me habría sentido igual de mal mientras
mi cuerpo se adaptaba.
Maya dio un paso al frente.
—¿Estamos todos ignorando lo obvio? Xander no tenía a nadie con el
poder de Lianne. ¿Cómo podría haber transformado a Dianna sin matarla en
el proceso?
—No creo que él lo haya hecho directamente con la espada —dijo
Thomas—. Podía manipular la energía, ¿recuerdan? No habría necesitado
más que su propio poder para hacer la transferencia de la magia de la
espada y ponerla dentro de Dianna.
—Pero, ¿qué magia puso dentro de ti, Dianna? —La respiración de
Amanda se agitó mientras procesaba todo lo que la Incandescencia
conllevaba para ella—. ¿Y de quién es el poder que está adentro mío? Oh,
Dios… ¿Significa esto que si muero voy a renacer? ¿Qué edad tendría…?
—Sí, renacerías si es que tú lo decides. Tienes elección, linda —la
consoló Dianna, tomándola de los hombros para contenerla y evitar que
entrara en histeria—. Si lo eliges, renacerías de quince años, tal vez catorce.
Es lo usual en los descendientes del fénix, y así me pasó a mí.
—Pero… Pero yo… Podría herir a alguien, no…
—No dejaremos que ocurra nada de eso —la cortó Lianne. No quería
que su amiga siguiera esa línea de pensamiento. Una vez dicho eso, no pudo
dejar de hablar, desesperada tanto porque Amanda le creyera como por
creerse a sí misma—. Créeme, controlarlo no es tan difícil como parece. Es
parte de ti ahora, y mientras más tiempo pase, más te acostumbrarás. Y yo
te enseñaré… Te enseñaremos —se corrigió— todo lo que sabemos.
—Toda tu vida te han enseñado que no debes jugar con fuego, porque es
peligroso —comentó Thomas—. Ahora vas a ver que hay mucho más que
eso. A ti no te quema, no puede dañarte, y aprenderás que no dañe a otros.
Serán uno: tú y esa energía. Te darás cuenta de que el fuego también es
vida.
Despacio, Amanda asintió. Habían lágrimas no derramadas en sus ojos.
—¿Cómo se lo voy a decir a Lucas? ¿Y a mi padre?
—¿Recuerdas lo que hablamos el otro día? —Amanda asintió hacia su
amiga—. Es tú secreto también, ahora más que nunca. No tienes que decir
nada hasta que no estés preparada, y tampoco es una obligación. Nosotras
estaremos ahí, a cada paso.
17
LI D I A N D O C O N L O I M P R E V I S T O
2018

—Q ue ella es… ¿qué? —preguntó Jason, con la misma cara de no


entender nada que había puesto desde el minuto en que Lianne
le soltó las palabras: «Amanda es Incandescente».
Tenía que admitir que la forma en que lo dijo podría no haber sido la
mejor, ni la más atinada, pero no tenía idea de qué otra manera dar la
noticia.
Lianne procedió a explicarle todo lo que sucedió el día anterior una vez
más, sin omitir ningún detalle y, cuando terminó, Jason solo puedo decir:
—No entiendo nada.
Lianne suspiró.
—No, yo tampoco. Te juro que no sé cómo es que todo esto está
pasando. Siento como si alguien me hubiese suplantado dentro de mi propio
cuerpo y estuviese observando la vida de otra persona.
—Ni que lo digas —suspiró él, apoyando la espalda en el borde de su
cama—. Me siento así desde… Desde Mía.
A Lianne se le apretó el pecho.
—Me temo que seguiremos sintiéndolo durante un buen tiempo. Por
cómo siguen las cosas, solo veo que se pondrán más difíciles antes de que
todo se calme.
—Qué optimista.
—Se llama ser realista —replicó—. Tengo que hablar con Sebastian.
—¿Todavía no le dices nada?
—No. Ayer fue un día de locos. Tratamos de distraernos y ver la
película. Al final solo vimos la mitad. Es difícil intentar pensar en otra cosa
cuando acaba de explotar una bomba como esta en tu vida. Dianna estuvo
hablando mucho con Amanda; ella entiende mejor que yo lo que está
viviendo. Yo nací así, nací con estos poderes y, desde el minuto en que se
presentaron, he aprendido y he sabido manejarlos. Amanda no.
—¿Le dirá a Lucas? —preguntó Jason, preocupado por su amigo.
—Ella quiere esperar. Y sé que es tu amigo y mentirle apesta —agregó
antes que él pudiese protestar—, pero esta decisión es de ella.
—No iba a decir nada… aunque sí, apesta.
Lianne le tomó la mano y prometió:
—Se lo dirá. Solo necesita un poco de tiempo para procesarlo y
aprender a controlarse. No solo son los poderes de fuego, sino que también
tiene mucha fuerza y mayor agilidad que antes. He ahí el incidente en el
salón de Arte.
—Oh.
—Sí, oh. —Lianne suspiró, sin saber qué más agregar. Miró a Jason un
segundo, observando con detenimiento al chico que se había convertido con
gran rapidez en su mayor apoyo—. ¿Jason?
—¿Sí?
—¿Crees que he traído demasiado caos a la vida de todos? Porque no
puedo evitar pensar en eso. Amanda casi muere por mi culpa, y ahora se
convirtió en algo que ella jamás eligió. Es tu amiga, al igual que Lucas, sé
que él también ha sufrido por todo esto, y tú…
—Lía, para.
—Es que lo pienso siempre —admitió ella—. Todo lo que han vivido
desde que llegué… Nada de esto tendría que estar sucediendo, y sé que
nadie me culpa, me lo han dicho, pero yo sí lo hago. No puedo evitar pensar
en cómo habrían sido los últimos meses sin mí, sin que su tranquilidad se
hubiera visto afectada.
»Jamás creí que llegaríamos a situaciones como esta… aunque lo pienso
y realmente no sé qué otra cosa esperaba. Debí haberlo previsto. Estaba
buscando a un asesino, por Dios —rio sin gracia—. Debí haberlo previsto, o
por lo menos haber anticipado…
—Tal vez sí —la cortó Jason—. Solo tienes dieciséis años, Lía. Sí,
fuiste mayor en algún momento, lo sé —añadió antes de que Lianne
replicara—, pero ya no lo eres. Tú, yo, todos nosotros; somos niños jugando
a ser adultos, Lianne. No puedes echarte abajo de esta forma por las malas
decisiones que todos tomamos, porque ya pasó, y te estás haciendo
responsable por ello. Es todo lo que uno puede pedir. Y te aseguro que no
eres la única que se siente igual.
—¿A qué te refieres?
Lianne frunció el ceño al tiempo que Jason suspiraba.
—¿Crees que eres la única que se recrimina por las elecciones que ha
hecho, por la forma en que ha manejado las cosas? Piensa en Maya; estoy
seguro de que ella también se culpa por haber llevado a Amanda a la casa
ese día, y estoy seguro de que se culparía todavía más si no hubieran ido y
te hubiese pasado algo. Era una elección, y eligió ir en lugar de dejarte sola;
no se arrepiente y aun así desearía que las cosas fuesen diferentes. O piensa
en Amanda, que tuvo que morir para atreverse a actuar y hacer algo por
conseguir lo que quería, por estar con quien quiere. Quizás, si no te
hubiéramos conocido, ella seguiría sin atreverse.
—¿Has hablado de esto con ellas? —quiso saber la chica, pues parecía
muy seguro de lo que decía.
—Claro que sí. No te culpan, Lía. Nadie lo hace; deja de hacerlo tú.
—Yo…
—¿Quieres saber lo que creo yo? —Lianne, por supuesto, asintió—.
Creo que si no hubieras llegado, me hubiese faltado algo de lo que ni
siquiera era consciente, porque en el poco tiempo que nos conocemos me
has ayudado a verme a través los ojos de alguien más. ¿Recuerdas eso que
me dijiste uno de los primeros días que hablamos?
Lianne se tapó la cara con las manos, llena de vergüenza.
—Ni me lo digas. Fui muy mala contigo. —Una risilla nerviosa salió de
sus labios y por un segundo no quiso enfrentarlo. Al alzar la mirada, notó
que Jason la veía con ternura e inmenso cariño. No hay nada que temer,
pensó—. Te dije que creía que actuabas, que eras un idiota egocéntrico…
Eso lo mantengo —sonrió.
—Por supuesto, soy maravilloso. —Lianne lo golpeó en el brazo y él
solo rio, tan dulce que Lianne tuvo que aceptar que sí lo era, aunque no
pensaba decirlo en voz alta—. Me dijiste que actuaba, sí. Y nunca me había
dado cuenta de lo cierto que era, porque jamás nadie me lo dijo, pero
llegaste tú y en un segundo me tenías rendido y parecías haber calado más
hondo que cualquiera que conociera de hace años.
»Enseguida supe que tenías razón, que me mostraba de esa forma ante
el mundo para ocultar lo inseguro que me hacían sentir todas las cosas que
sucedían a mi alrededor con Mía, con mamá y con mi padre. —Era de las
pocas veces que Jason lo mencionaba. Lianne se acercó más a él, pegando
su cuerpo al suyo para transmitirle calidez—. Me cerraba con quienes son
cercanos a mí, y también hacía parecer que nada me afectara cuando, en
realidad, todo lo hacía.
»Me hiciste libre de sentir, Lía. Contigo por primera vez me di cuenta
de que estaba bien ser vulnerable; que puedo llorar, reír, enojarme o dejar
de hablar, y que todo eso está bien, que no tengo por qué dejarlo adentro.
Sentí tanto contigo y tan rápido —admitió. Los colores subieron a su rostro,
mas él siguió hablando sin dejar que eso lo trabara—. Me diste la confianza
de dejarlo fluir, de abrirme contigo y no asustarme si me permitía sentir lo
que sentía, porque… ¿qué es lo peor que podría pasar? Y luego vino Mía —
suspiró, frotándose los ojos con las manos, porque solo pensar en ella los
hacía lagrimear—. ¿Sabes por qué me culpo yo? Por no haberlo manejado
bien. Podría haber hecho más; con ella, contigo, con mi madre, a la que me
daba terror enfrentar. Y, dentro de todo el dolor que me consume todos los
días, estás tú, y gracias a eso siento que me muero un poco menos.
Lo que más admiraba Lianne de él era que, incluso cuando sus ojos
estaban brillantes y reflejaban el dolor de su alma, conseguía esbozarle una
sonrisa. Pequeña y cargada de amor, amor por ella.
—Jason —susurró, también con los ojos llenos de lágrimas. Sabía lo
que él sentía y odiaba que lo estuviera viviendo.
Todo lo que había dicho…
—Entonces no —concluyó el chico, respirando con fuerza—: no creo
que las cosas serían mejores si no hubieras llegado.
Lianne se quedó sin palabras. No había forma suficiente de expresar la
explosión demoledora que ocurría dentro de ella, así que lo besó. Con
fuerza, deseo y amor. Lo besó con ímpetu, entrelazando sus dedos en su
cabello rubio como siempre tenía ganas de hacer.
Jason respondió de inmediato, estrechándola contra él, fusionando sus
cuerpos hasta que sintió cada uno de sus músculos tensarse, firmes mientras
que ella se derretía como gelatina entre sus brazos. Siempre era de esa
forma, y solo tenía que buscar los pequeños detalles —como el temblor en
sus dedos mientras recorrían su espalda, aferrándose a su camiseta como si
deseara arrancársela ahí mismo, o los latidos frenéticos de su corazón
golpeando su pecho— para darse cuenta de que él se sentía igual.
Tal vez eran los latidos de ella, o tal vez eran los de ambos, latiendo al
mismo ritmo.
Todo lo demás desapareció para Lianne hasta que solo quedaron ellos
dos, besándose en el suelo de la habitación del chico como si hubieran
pasado años sin verse. La burbuja que siempre los envolvía cuando estaban
juntos no tardó en aislarlos del mundo, hasta que solo existieron ellos dos y
el sonido de sus respiraciones aceleradas, con la sangre corriendo a mil por
hora.
Algo dentro de Lianne la impulsó y, antes de darse cuenta, estaba
encima de Jason, derribándolo hasta que su espalda quedó contra el suelo.
Él no se quejó, solo jadeó contra su boca y abrió los ojos por un instante,
mirándola con un azul tan intenso que a Lianne le recordó al mar que se ve
desde lejos, justo antes de perderse en el horizonte.
Ella sonrió. Él sonrió, y la besó nuevamente, pasando una mano por su
nuca para acercarla más.
Lianne no estaba segura de si alguna vez sería suficiente, porque
mientras más exploraban sus bocas y se acariciaban, más deseaba dejar que
todo fluyera sin detenerse. No estaba pensando con claridad, eso era
evidente. Aun así, había dos partes dentro de ella en conflicto: una que no
quería parar y otra que quería acobardarse. Pero era Jason, se decía a sí
misma. Si algo no le parecía correcto, solo tenía que decirlo.
El dilema era que no se atrevía, porque eso significaría que él dejaría de
besarla, y tampoco quería eso.
—¿Estás bien? —susurró él, intuyendo que algo ocurría.
Ella asintió con fuerza.
—Sí, es solo que… Bueno. —¿Cómo demonios lo decía sin sonar como
una estúpida?—. Es que no sé si…
—¿Si…?
—No estoy segura de querer hacer más. —Le puso especial énfasis a la
palabra, porque por algún motivo decir algo como «sexo» la hacía querer
morirse ahí mismo—. Todavía —se apresuró a agregar. Porque sí que
quería… En un futuro cercano.
Él se carcajeó.
—No soy yo el que está arriba tuyo —le hizo ver, y Lianne quiso
morirse otra vez.
Jason la tomó con fuerza por la cintura y se incorporó sin soltarla, de
modo que ella quedó abrazada a él como un koala a una palmera… lo cual
no le molestaba. No le molestaba en lo absoluto.
Lo rodeó con los brazos y recostó la cabeza en su pecho, escuchando los
latidos de su corazón golpeando su caja torácica y sintiendo su torso subir y
bajar con la respiración acelerada.
—Ya, es que tampoco quiero que dejes de besarme —replicó,
levantando la mirada para observarlo.
Él sonrió, riendo para sí, y pasó un mechón de su cabello castaño por
detrás de su oreja.
Jason jugueteó un momento con el arete brillante que colgaba de su
lóbulo, y continuó haciéndolo hasta que en algún minuto sus bocas
volvieron a quedar a centímetros de distancia, tan cerca que sus alientos se
mezclaban y se hacían uno.
—Podemos hacer esto —susurró él—. Solo esto.
Mierda, quería besarlo. Iba a hacerlo, y entonces…
—¿Jason? ¡Ya llegué! —era Holly.
—Mierda —masculló, en voz alta esta vez.
Jason soltó una risa y, tratando de ocultar que había enrojecido como un
tomate, los levantó a ambos del suelo como si la chica no pesara más que
una pluma. Luego, intentó ordenarse la ropa y el cabello.
Lianne no quería despegarse de él. Se sentía tan bien…
—¿Lía? ¿Estás bien?
Ella suspiró y se forzó a dar un paso atrás. Sonrió.
—Sí. Vamos a saludar.

—Respira… Eso, sí.


La voz de Dianna era tranquila y serena, como si no tuviese una sola
preocupación en el mundo. Era increíble, la verdad; Lianne no pensaba que
ella fuese capaz de tener esa paciencia y control. No porque Amanda lo
estuviese haciendo mal, para nada. Más bien porque, incluso estando en un
segundo plano, sentía los nervios a tope y a punto de estallar.
—¿Recuerdas lo que sentiste el otro día, cuando lo dejaste salir? Ten en
mente esa sensación, el poder fluyendo desde el fondo de tu ser, por tus
venas, saliendo por tus poros hacia el exterior. Imagínalo así.
Sus palabras eran tan gráficas que Lianne sentía el cosquilleo del fuego
en su piel. Y parecía funcionar.
Estaban a la intemperie, en el jardín delantero de la casa, como medida
de precaución ante cualquier posible incidente durante aquella sesión de
práctica. El césped estaba cubierto de nieve y algunos copos seguían
cayendo en aquel frío domingo a fines de enero.
Lianne se frotaba las manos enguantadas para mantener sus dedos
calientes, exhalando aire que se convertía en vapor frente a sus labios,
mientras observaba a Amanda, quien estaba unos pasos más allá,
obedeciendo cada palabra susurrada por Dianna con los ojos cerrados.
Ya habían pasado alrededor de treinta minutos, y durante ese tiempo,
Amanda había logrado generar un par de chispas como las de días
anteriores. Eran fugaces: explotaban con un sonoro «¡pam!» y luego
desaparecían en el aire como si nunca hubieran existido.
Lianne tenía que cerrar los ojos cada vez que uno de aquellos fuegos
aparecía, porque eran cegadores incluso a metros de distancia.
—Ha progresado bastante en veinte minutos —comentó Sebastian.
Su tío se encontraba junto a ella, con la mirada fija en Amanda y en las
llamas que intentaban surgir de sus dedos.
Las últimas semanas había estado de viaje, y fue bastante escueto con la
información que le dio a Lianne sobre su paradero. Ella suponía que eso era
más por hábito que por desear ocultarle cosas. Después de todo, llevaba la
vida entera huyendo y le llevaría un tiempo acostumbrarse a lo contrario.
De todas formas, había regresado hacía dos días y cuando Lianne lo
llamó para informarle sobre asuntos urgentes que necesitaban ser
discutidos, él se ofreció a pasar por su casa ese domingo. La situación era
perfecta, ya que Amanda también iba a estar presente para su primera
lección sobre cómo ser una Incandescente, así que podrían mostrarle a
Sebastian de primera mano todo lo que se había perdido.
—Es resiliente, brillante y muy capaz. Podrá con esto.
—No lo dudo —afirmó Sebastian—. Lianne, ¿te das cuenta de lo que
significa esto? —Ella asintió, mas dejó que él hablara, pues de alguna
extraña forma lucía como si se hubiese cumplido el mayor anhelo de su
corazón—. No lo puedo creer. Es decir… Sabía que era posible, Dianna es
prueba de ello, pero llegué a pensar que jamás podríamos replicar lo que le
hicieron. Y ahora…
—Es increíble —concedió Lianne—. Yo tampoco logro concebir cómo
es que llegamos a esto. Sigo repasándolo en mi cabeza… ¿La trajiste?
Sebastian asintió.
Con cuidado, tomó su bolso y sacó de él un paquetito envuelto en tela,
asegurado con un trozo de cuerda, la cual desató para revelar su contenido.
Dentro del paquete estaba el tubo metálico negro que Xander había llevado
a la mansión Raven con intención de matarlos. A simple vista, no parecía
un arma. Ni siquiera se veía letal... A menos que se usara para golpear a
alguien hasta la muerte, pero ese pensamiento era demasiado sombrío.
No era más que un cilindro metálico común y corriente, sin mayor
gracia que la hermosa piedra roja que adornaba su base. La magia en su
interior brillaba como si la vida misma se agitara dentro de ella, mostrando
a veces tonos más oscuros y otras veces un brillo anaranjado.
Una parte morbosa en el interior de Lianne se preguntaba a quién
pertenecería el poder contenido dentro de la piedra de fuego. ¿Sería el de su
padre, o esa energía ahora residía en Amanda?
—La he mantenido guardada durante este tiempo, sobre todo cuando
estuve fuera. No podía arriesgarme sacándola si no estabas cerca…
—Lo entiendo —cortó Lianne. Todavía se le hacía muy, muy incómoda
la forma en que todos hablaban casi con reverencia cuando mencionaban su
habilidad. Lo entendía, de verdad que sí. Era legendaria, se remontaba a las
antiguas historias de la primera tribu que despertó la Incandescencia, los
descendientes directos del fénix y todo eso. Aun así: era rarísimo—. Tú
también crees que eso fue lo que pasó, ¿no? Que la magia debió haberla
matado y vuelto a la piedra, pero cuando la salvé se quedó dentro de ella.
—No solo lo creo, sino que no tengo ninguna duda. Tiene sentido,
Lianne. ¿Es que no estás convencida?
—No es eso. Solo… Sí, creo que eso fue. Es la única forma. Si hubiese
otro modo, creo que ya lo habríamos descubierto, y Amanda es la única que
tuvo contacto con la espada y la piedra. Es lo lógico.
—Suena muy… teórico.
—Mis dudas van hacia otro lado.
—Cuéntame.
—Pues… Bueno; ¿cuánta magia crees que almacena esa cosa? —Señaló
la piedra con un gesto de la cabeza—. ¿Cuánto crees que soporte hasta que
ya no haya? Hipotéticamente hablando, ¿qué pasaría si hacemos la
transferencia —así habían comenzado a llamarlo— y la magia… se agota?
—Los curas con tus lágrimas y ya está —dijo Sebastian, como si fuese
la cosa más simple del mundo—. Un humano normal, vivo y sin magia.
Lianne no tenía tanta seguridad.
—¿Y qué si no funciona? ¿Y qué si mis lágrimas solo sirvieron para
curar el daño de la espada porque la magia ya estaba dentro de Amanda? ¿Y
si ya no hay magia y no sale de la misma manera? Si alguien… ¿muere? —
terminó susurrando, consciente de que Dianna y Amanda seguían a solo
unos cuantos metros de distancia.
—Lía… Eso no va a pasar —le dijo Sebastian con calma—. Incluso si
la magia de la piedra se agotara, cosa que dudo, tus lágrimas son lo que la
trajeron de vuelta; solo eso. Tú tienes ese poder y no va a ir a ninguna parte.
Funcionaría sin importar las circunstancias.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—¿Cómo puedes dudarlo tanto? —contraatacó. El tener que
experimentar para obtener información de primera mano no le gustaba ni un
poco—. Además, hablas como si quisiéramos convertir en Incandescente a
todo el estado de Oregón —rio.
—¿No queremos?
—Claro que no.
—Bien —dijo, aunque sonó más como una pregunta—. ¿Has podido
sacar la piedra de la espada? Porque, por más convencido que estés de este
tema de las lágrimas, sí que sería bueno evitar toda la parte de «tu sangre se
metalizará» y tal —citó a Xander.
No conseguía sacarlo de su cabeza, por mucho que lo odiara.
Habían pasado semanas y seguía soñando con sus exactas palabras.
Amanda le había descrito lo dolorosos y agonizantes que fueron los minutos
luego de que la espada la cortó. Lianne se lo había pedido en un acto de
masoquismo, y luego no pudo dejar de pensar en que eso fue lo último que
sintieron sus padres, o que los últimos momentos de su hermana de diez
años fueron igual de terribles.
—Por descontado —acordó su tío, suspirando—, pero no. La unión
mágica es demasiado fuerte, y me imagino que ha sido potenciada con la
magia que ha acumulado por años. No estoy seguro de que sea posible, Lía.
—El teléfono de Sebastian vibró con un nuevo mensaje. Lianne desvió la
mirada, aunque le picaba la curiosidad de mirar la pantalla y ver de quién se
trataba. No porque le interesara particularmente, solo era curiosa y ya—.
Me temo que debo irme.
Lianne asintió.
—Nos veremos de nuevo pronto, ¿no?
Por algún motivo, necesitaba asegurarse de ello.
—Claro que sí. Lianne… Hay algo que quiero decirte.
—¿Oh? —musitó la chica, con un nudo formándose en su pecho—. No
sé si me gusta cómo suena eso.
Sebastian soltó una carcajada.
—Sé que no me conoces, Lianne, y como te dije en algún momento, yo
tampoco pretendo conocerte, mucho menos saberlo todo sobre ti solo
porque tu padre es mi hermano. —A Lianne le gustaba mucho cómo
Sebastian siempre hablaba de Daniel en presente. Ella quería comenzar a
hacerlo también, porque la muerte jamás cambiaría lo que era—. Pero
quiero hacerlo. Quiero conocerte y saber todo de ti. Eres mi sobrina. Incluso
sin haber estado presente en tu vida, te he fallado ya de muchas maneras. —
Sebastian también se culpaba por lo que había sucedido. No sabía si algún
día dejarían de hacerlo—. Quiero compensarlo. Quiero estar en tu vida,
porque eres mi familia, Lía.
Ahora el nudo ya no estaba en su pecho, sino en su garganta. De reojo,
Lianne captó un movimiento que atrajo su atención y volteó un poco para
observar a Dianna, quien le sonreía desde donde estaba y asentía,
satisfecha. Había escuchado.
Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas y fue incapaz de hablar, ya
que las palabras la habían abandonado por completo. Sin pensarlo abrazó a
Sebastian, quien olía un poco como su padre, al de su padre. Deseó que el
gesto le transmitiera que su deseo mutuo: quería ese vínculo con todo su
corazón.
Él correspondió al abrazo, y después de un momento Lianne lo
acompañó hasta su automóvil, donde se despidieron hasta una próxima vez.
—¿Sebastian? —lo llamó ella, antes de que cerrara la puerta del auto—.
¿Puedo preguntarte algo? —Él asintió—. ¿Por qué te importa tanto que
hayamos encontrado la forma de convertir a un Incandescente?
Sebastian sonrió para sí. Una sonrisa pequeña y llena de emoción.
—Solo digamos que… Hay alguien especial, una persona con quien me
gustaría compartir más de una vida. —Oh, Dios. Lianne se quedó
anonadada. Otra vez—. He vivido muchos años con miedo, escapando
siempre. Nunca quise formar una familia, porque sabía el peligro que
correrían. Nunca me permití tener nada con nadie… —No hacía falta
decirlo: temía por la vida de aquellos que podía llegar a amar—. Ella sabe
lo que soy. Nos conocimos hace años, y yo… la alejé. Creo que estuve bien
en hacerlo, porque luego pasó lo de tu familia y yo solo podía pensar en que
la necesitaba y, al mismo tiempo, necesitaba el alivio que me daba saber
que ella se había mudado a la otra punta del país, que Xander jamás la
ligaría a mí. Y ahora…
—Ahora es posible —completó Lianne, sintiendo la esperanza crecer en
su pecho.
—No esperaba que ella todavía me quisiera. Pensaba que ni siquiera se
acordaba de mi… Ha pasado mucho tiempo —se lamentó él—. Pero fui a
buscarla, y ella me estaba esperando.
La sonrisa que tiró de sus labios fue instantánea.
—¿Cómo se llama?
—Isabelle. Se llama Isabelle.
—¿Vino contigo?
—No, tenía unas cuantas cosas que arreglar en casa. Espero
presentártela pronto, porque le pedí que se casara conmigo… Y ella dijo
que sí.

—Soy un desastre —se lamentó Amanda más tarde, cuando estaban solas
en la habitación de Lianne.
Hacía una hora terminaron la sesión de entrenamiento, ya que el frío era
paralizante y Amanda no parecía estar progresando. Cada vez que sus
llamas se extinguían sin ningún control, su frustración aumentaba, de modo
que decidieron dejarlo por lo sano. Entraron a la casa y Amanda fue directo
a darse una ducha, mientras Lianne preparaba chocolate caliente para
mitigar el frío.
Se instalaron en su habitación, sentadas en el suelo frente al ventanal,
contemplando el manto de nieve que cubría los prados y se perdía en el
horizonte. El chocolate caliente estaba entre sus manos, sus dedos
enrojecidos aferrándose a la taza mientras miraba a Amanda con
preocupación. La chica apoyaba la espalda en el costado de la cama,
mirando el techo como si esperara que este le brindara las respuestas a su
vida.
—No eres un desastre.
—Lo dices para no herir mis sentimientos —se quejó su amiga.
—No, lo digo porque llevas dos días siendo Incandescente y solo una
hora de práctica. ¿Sabes cuánto me tomó a mi controlarlo? Tres meses.
—¿Eso es lo que me espera?
—Tal vez. Puede ser más, puede ser menos; no deberías compararte
conmigo, ni con nadie, Amanda. Ve a tu tiempo, ¿quién te apura?
—No sé… Es que, Lía —dijo, viéndola al fin. Lianne supo por qué
rehuía su mirada: sus ojos, con una mezcla de verde y gris, estaban aguados
por las lágrimas que no quería dejar caer. Estaba siendo valiente, y no era
por sí misma, sino por su amiga—. Tengo miedo de que pase algo, de herir
a alguien con esta magia que no entiendo…
—Shh, Amanda...
Lianne se arrastró por el suelo hasta alcanzar a su amiga y abrazarla con
todas sus fuerzas. Odiaba sentirse así impotente, odiaba que alguien tan
bueno como Amanda, quien no había hecho más que quererla y apoyarla,
estuviera sufriendo debido a que su amistad la había puesto en peligro.
—¿Te ha pasado algo así alguna vez?
—No —admitió Lianne—. Nunca perdí el control, pero imagino que la
experiencia de todos será diferente. No podría asegurarte que nunca va a
suceder… Lo que sí te aseguro es que no voy a dejarte sola, no hasta que
aprendas. Estaré ahí para ti y, si pasa algo, estaré ahí para controlarlo. Nada
malo va a ocurrir, te lo prometo.
—Lía… No llores.
¿Eso hacía? Lianne frunció el ceño y se llevó una mano a la mejilla:
estaba húmeda. Oh, qué tonta. No quería llorar, ella no era la que importaba
en ese momento, ¿por qué demonios estaba llorando?
—Lo siento —susurró.
Amanda sonrió y la abrazó de vuelta, apoyando la cabeza en el hombro
de Lianne. Juntas lloraron, sin apartar la mirada del horizonte, hasta que el
chocolate se enfrió y no salió más vapor de las tazas. A pesar de eso, Lianne
se lo bebió por completo, esperando que eso ayudara a aliviar el nudo en su
garganta.
Con el paso de los minutos, sus piernas empezaron a acalambrarse.
Lianne cambió de posición un par de veces sin decir nada. Amanda
tampoco habló, solo dejó que Lianne se moviera, para luego acomodarse
nuevamente en su hombro, suspirar y retomar el silencio.
Después de un rato, sin saber cuánto tiempo había pasado, Amanda
soltó un sonoro suspiro, se enderezó y se limpió las lágrimas de la cara. Sus
ojos estaban enrojecidos, al igual que la punta de su nariz y su boca. Lianne
pensó que eso hacía que sus ojos se vieran aún más grandes y verdes,
aunque decidió guardar ese pensamiento para sí misma.
Se quedó mirando a Amanda mientras ella se arreglaba el cabello,
apartándolo detrás de sus orejas.
—Ya tuve suficiente —anunció.
—¿De llorar?
—Ajá —asintió, restregando sus ojos con las mangas de su camiseta—.
Creo que lo necesitaba. Ya estoy mejor.
—¿Sí?
—Ahora que saqué toda la frustración de mi cuerpo, quiero decirte algo.
—Todo el mundo quiere «decirme algo» estos días.
Amanda sonrió.
—Será que eres muy receptiva —rio—. Creo que todo esto es… bueno.
Lianne no estaba segura de a qué se refería con «todo».
—Que… ¿Qué?
—Esta nueva parte de mí, la Incandescencia… No creo que sea malo,
¿sabes? —Amanda se sentó de nuevo junto a ella y apoyó también la
espalda en la base de la cama, estirando las piernas—. ¿Crees que las cosas
suceden por una razón? Porque yo pienso que sí, y quizás esto me pasó a mí
por un motivo. Tal vez tenía que ser de esta forma.
—¿En serio piensas eso?
Lianne nunca lo vio de ese modo.
—Me gusta hacerlo, sí. Es nuevo, raro e imposible. Nada de esto
debería estar ocurriendo, y aquí estamos. Me intriga y, a una gran parte de
mí, también le emociona. Llevará tiempo aprender. Tres meses, ¿no? De
veras espero que no sea más, porque no quiero causar ningún accidente.
—No lo harás —repitió Lianne.
—¿Conoces esa sensación luego de llorar, en donde ya no parece que el
motivo por el que llorabas era tan terrible? —Lianne la conocía—. Dejando
el miedo y la frustración de lado, no creo que sea malo. Y cuando lo
controle, será mejor.
Lianne la observó en silencio, sin poder procesar lo que estaba
escuchando. ¿De verdad se sentía así? ¿Lo veía de esa forma? Era… Bueno.
—No sé qué decir —susurró—. He estado tan preocupada por cómo lo
estás afrontando, y que me digas esto…
—Siempre quise ser parte de algo más grande que yo, Lía. Sentirme
segura, sentir que tengo un propósito y que no estoy solo aquí, esperando
por algo. Y ahora… Sé que no tengo esto dentro de mí desde hace tanto,
pero lo siento. Lo siento con cada respiración. Es tan natural como el latido
del corazón, ¿no?
—Lo es —murmuró Lianne; ella también lo sentía.
—Hay algo lleno de vida dentro de mí. Es como dijo Thomas: una
energía salvaje y poderosa, y me hace sentir que soy indestructible, que
puedo usarla para mi beneficio.
Lianne sonrió.
—Puedes hacer lo que quieras, Amanda. Puedes lograr lo que sea que te
propongas.
18
N OV EC I E NT O S N OV E NTA Y N U E V E
PEDAZOS
2018

E n un abrir y cerrar de ojos, llegó febrero entre ventiscas y nevadas.


En lo más profundo de su mente, Lianne se preguntaba si algún otro
invierno había sentido tanto frío como en este. Quizás era el cambio
climático, o tal vez era percepción suya, pero cada fibra de su ser se
congelaba en el instante en que ponía un pie fuera de la calidez de su casa.
Por más que amaba la nieve, ansiaba el momento en que comenzara a
derretirse y las primeras flores de primavera emergieran entre lo blanco. La
primavera seguía siendo su estación favorita.
Una semana había transcurrido desde aquel viernes en que descubrieron
los poderes de Amanda, y durante ese tiempo Lianne cumplió su promesa:
no la dejó sola. Acompañarla a lo largo de la jornada escolar resultaba
sencillo, ya que las asignaturas y los inminentes exámenes actuaban como
una distracción para que Amanda no se concentrara en el fuego que ardía
dentro de ella y mantuviera la cabeza enfocada en el mundo exterior.
Después de clases la cosa era distinta, sin embargo, habían conseguido
manejarlo de buena manera.
Algunos días, cuando no tenían trabajos o plazos que cumplir, Amanda
se dirigía a casa junto con Lianne, donde pasaban la tarde, cenaban y
practicaban. En ocasiones, Maya se les unía y juntas observaban cómo
Dianna impartía las lecciones. Ya no practicaban al aire libre, pues morir
congeladas no era una opción, así que utilizaban el fuego de la chimenea
para que Amanda pudiera intentar controlarlo o darle forma.
Aunque Thomas contribuía en ocasiones, era Dianna quien asumía el
liderazgo de la situación; era la más adecuada, ya que era la única de todos
ellos que sabía cómo era despertar un día con un poder que no estaba ahí
antes.
Y Amanda parecía haber establecido una conexión con ella de una
manera que Lianne no comprendía del todo, pero que llenaba su corazón de
emoción.
Las sesiones de entrenamiento duraban alrededor de una hora, un
tiempo justo para avanzar sin que Amanda se frustrara demasiado por su
lento, o más bien casi nulo, progreso. A pesar de ser un tiempo limitado,
ella terminaba exhausta, por lo que se iba a la ducha mientras que los Grace
preparaban la cena. Después de comer, daban por terminado el día.
No todos los días seguían el mismo patrón, porque Amanda no podía
vivir en casa de Lianne sin que su padre se preguntara qué demonios estaba
ocurriendo. Por lo tanto, algunos días era Lianne quien iba a casa de
Amanda. Durante esas visitas no practicaban; eran una especie de
«descanso» de la rutina que habían adquirido, pues no querían correr el
riesgo de quemar algo y luego tener que explicarlo. Además, no era tan
sencillo generar llamas en secreto, sobre todo porque los fogonazos de
Amanda aún sonaban como la explosión de un fuego artificial.
En esas instancias, utilizaban la excusa de que tenían un importante
proyecto de Literatura en el que debían trabajar juntas, sumado a un examen
de Cálculo para el cual estaban estudiando. Eso era lo que le decían al padre
de Amanda, y él estaba encantado de ver que su hija se tomaba en serio la
escuela sin descuidar sus amistades.
Lianne no había tenido demasiadas oportunidades de conversar con el
padre de Amanda, ya que solo lo veían durante las cenas. Era un hombre en
sus cincuenta años que trabajaba en una empresa de construcción, y hacía
poco se habían adjudicado un nuevo proyecto que demandaba mucho de él.
Amanda le había comentado que los proyectos solían demorar como
mínimo dos o tres años en ejecutarse, y al finalizar un proyecto había
períodos en los que no llegaba mucho trabajo; en esos momentos él pasaba
más tiempo en casa con su hija.
El segundo viernes de febrero, Lucas fue a cobrarle sentimientos a
Amanda. Estaban en el primer receso de la mañana, y a pesar del frío
penetrante que calaba hasta los huesos, Amanda insistió en que la
acompañara a ver caer la nieve.
Lucas cedió, por supuesto, y juntos salieron hacia el jardín por donde
nadie transitaba, salvo ellos dos, locos y enamorados, mientras los copos de
nieve cubrían el suelo de hielo.
—Ya casi no te veo. Estoy llegando a pensar que mi hermana y Lía te
tienen secuestrada o algo —bromeó él, pasando un mechón de cabello por
detrás de su oreja.
Amanda sonrió con una mezcla de pesar y nervios; nervios porque no
quería mentirle, y la idea de preguntarse qué diría él cuando le confesara
todo la hacía temblar. Pesar… Porque él tenía razón. En las últimas
semanas casi no habían pasado tiempo juntos fuera de la escuela, y eso la
entristecía. Si dependiera de ella, lo vería mucho más, especialmente ahora
que se sentía llena de vitalidad y energía, muy diferente a cómo fue después
de Año Nuevo.
—Lo siento. Espero que no creas que te he estado evitando, porque no
es el caso.
—Claro que no, ¿por qué querrías evitarme? —dijo con sorna.
Amanda bufó.
—Has estado pasando demasiado tiempo con Jason, se te contagia su
ego.
Lucas rodó los ojos y le revolvió el cabello como solía hacer a veces
con su hermana. Le gustaba molestar a Amanda de esa forma, pues ella se
removía y quejaba como una niña, y el rostro se le ponía tan rojo que
parecía que sus mejillas iban a explorar. Justo como en ese momento.
—¡Deja de hacer eso! —chilló, su voz elevándose varias octavas sobre
su nivel usual.
—No puedo si me hablas así. Es que suenas tan…
—¿Ridícula? ¿Infantil?
—Tierna —terminó él.
Amanda le dedicó una de las sonrisas más lindas que había visto en su
vida. Tenía puesto un gorro de lana que le tapaba toda la frente hasta las
cejas, de color verde musgo, con un enorme pompón marrón en la parte de
arriba. Resaltaba sus ojos, pensó Lucas, los cuales se iluminaban cada vez
que lo miraba.
Le gustaba eso de ella, la forma tan transparente en que su rostro
reflejaba sus emociones. O podía ser que él podía leerla de esa forma, ver la
ilusión, el amor, la tristeza o la frustración tan fácil como si tuviera un cartel
pegado a la cara donde ponía lo que estaba sintiendo.
—Tú siempre crees que sueno así.
—Será que te escucho diferente.
—Quizás.
—Ven aquí. —Lucas la tomó de la mano, tirando de ella hasta que sus
cuerpos chocaron, tal vez un poco más brusco de lo que pretendía, mas a
ninguno le importó—. Te extraño cuando no te veo, eso es todo.
La envolvió con sus brazos, estrechándola contra su cuerpo como si de
esa forma pudiese compensar todo el tiempo que habían perdido; no solo
esa semana, sino durante todos aquellos años que había pasado amándola en
silencio, anhelando el momento en que podrían estar juntos de esta manera,
sin dejar espacio alguno que los separara.
Amanda alzó la vista para mirarlo a los ojos.
—Me has visto en clases.
—Apenas.
—Si, es verdad —reconoció ella—. Yo también te extraño, Lucas.
Siempre.
Él sonrió, sintiendo sus palabras en el corazón.
—¿Vas a contarme qué han estado tramando? —Probó su suerte.
—Nop —negó ella, rotunda, sonriendo con ganas.
—Ah, ¿no? ¿Ni una pista?
—Ni una sola. Es un secreto de amigas… Por ahora, al menos.
—Por favor, dime que no es que mi hermana está saliendo con alguien.
Amanda soltó una carcajada tan grande que él la miró mal. No era solo
por el tono de su voz, sino que cuando lo dijo era con una mezcla muy
extraña de celos y deseos de vomitar.
—¿Sería muy ma…?
—Sí.
Amanda volvió a reír.
—No, no está saliendo con nadie… que yo sepa.
—Oh, Dios.
—¿No puedes dejar de verlo en tu mente? —se burló ella, a lo que
Lucas hizo una mueca. Negó con la cabeza—. ¿Sabes qué te ayudaría a
distraerte?
Él esperaba un beso. En su lugar, ella lo golpeó en la cara con una bola
de nieve. Su expresión fue épica: desconcierto, sorpresa, realización y…
—No acabas de hacer eso —la retó.
—Claro que sí. —Amanda retrocedió un par de pasos, intuyendo lo que
iba a pasar a continuación.
Lucas se acercó con lentitud. Sonreía como si fuera la persona más feliz
del mundo y, al mismo tiempo, como si estuviese a punto de cometer una
idiotez.
Los nervios y la anticipación revolvieron el estómago de Amanda, y se
debatió internamente sobre si prefería seguirle el juego y escapar, o permitir
que la atrapara y convencerlo a besos de no cubrirla de nieve. Ambas
opciones parecían tentadoras.
—Podría devolvértelo, pero prefiero sacar ventaja de mi tamaño —hizo
un gesto con las manos, señalando la diferencia de altura entre ambos; eso
no pintaba nada bien para ella—, de mi fuerza y de que soy más rápido que
tú…
En un movimiento tan rápido que ni siquiera lo vio venir, Amanda
sintió los brazos de Lucas alcanzar su cintura, y luego ella estaba cayendo.
Lucas no la soltó, no iba a dejarla caer, sino que se tiró con ella y la sujetó
hasta que su espalda quedó contra la nieve y él estaba apoyando el peso de
su cuerpo con los codos.
Era un raro contraste entre el frío de la nieve y la calidez de él.
—Ahora es cuando debería tirarte nieve a la cara —susurró.
Sus bocas estaban tan cerca que él miró a sus labios al hablar.
Amanda también desvió la vista hacia abajo. Lucas se estaba mordiendo
el labio, como hacía cuando estaba nervioso o exaltado. Respiraba con
fuerza; ella sentía el movimiento de su pecho subir y bajar contra el de ella,
y tenía que esforzarse para recordar dónde estaban.
—¿Vas a hacerlo? —musitó también, deseando ese beso con todo su ser.
Lucas no dijo nada. Se acercó más a ella. Sus alientos se
entremezclaban, y Amanda casi podía sentir los labios de él contra los
suyos…
Cerró los ojos, y lo siguiente que sintió fue una bola de hielo contra su
rostro, mientras Lucas se partía de la risa sobre ella.
Aunque Amanda quería sentirse indignada, tenía que admitir que había
sido una jugada excelente. No podía ni imaginarse su propia cara en ese
momento, roja, llena de nieve y falsa molestia. De solo pensarlo, la risa de
Lucas se contagió y ambos estallaron en carcajadas.
Lo empujó con todas sus fuerzas y él se dejó caer hacia un costado para
que ella se limpiara el rostro. Permanecieron así, riendo tumbados en la
nieve, mirándose y sonriendo como dos niños que habían realizado una
travesura y ahora compartían un secreto que juraron guardar para siempre.
A su lado, Lucas la observaba con copos de nieve mezclados en su
cabello rubio, los ojos azules brillantes de felicidad, las mejillas sonrosadas
y la sonrisa más hermosa del mundo.
—Te amo —le dijo ella, buscando su mano entre la nieve—. Lo sabes,
¿verdad?
—Lo sé —asintió él, entrelazando sus dedos con los suyos—. Yo
también. Siempre te he amado.
El corazón de Amanda se saltó un latido. Podía jurarlo, porque de
pronto, por una milésima de segundo, el mundo se detuvo para ella y luego
volvió a seguir su curso. Y por más que la espalda se le estaba congelando,
la llama dentro de ella se removía plácida, feliz de estar donde estaba.
Ella también estaba feliz de estar donde estaba.
—Concéntrate. No te preocupes por lo que pasa a tu alrededor, solo es ruido
—instó Dianna.
Amanda asintió con los ojos cerrados, tratando de aislar todo excepto lo
que sucedía dentro de ella, su ser, sus sentimientos y su fuego.
Resultaba extraño pensar en eso como «su fuego», porque jampas pensó
que el fuego podría ser suyo para empezar. Lo sentía más y más intenso con
cada día que pasaba, y era difícil creer lo mucho que todo había cambiado
desde la mansión Raven. Estuvo al borde de la muerte... No, murió. Su
corazón se detuvo por unos segundos, para luego volver a latir. Desde
entonces, su vida se había convertido en una montaña rusa de subidas y
bajadas constantes.
Al principio, se sintió bien. Débil, como si estuviera saliendo de una
gripe muy fuerte, pero bien al fin y al cabo. Pensó que no había nada mal en
ella, que todo estaría bien y dejaría atrás esa oscuridad que la acosaba en
sus sueños y la arrastraba de vuelta al abismo de la muerte.
Todavía luchaba contra esos pensamientos.
Amanda creía haber identificado el momento exacto en que la
transformación se completó. Fue en la noche de Año Nuevo, cuando salió
junto a su padre a observar los fuegos artificiales. Algo se agitó en su
interior, y si bien en ese minuto no supo identificarlo, ahora comprendía que
ese fue el instante en que su conexión con el fuego se estableció. Quizás por
eso, cada vez que invocaba llamas, estas se manifestaban como un fuego
artificial que estallaba y desaparecía en una lluvia de estrellas.
Suponía que los días siguientes fueron un período de latencia, con la
magia esperando a que Amanda la reconociera, que accediera a ella. El
problema era que la chica desconocía su existencia, y eso se prolongó más
de lo debido hasta que el poder buscó su propia forma de salir. Esa era su
teoría.
Y ahora… Las pesadillas ya no eran tan gélidas como antes, ni el
abismo tan oscuro. Ya no temía quedarse dormida por las noches, pues
sabía que la muerte no vendría a llevársela. Incluso si lo hiciera, ella
renacería. Solo tenía que desearlo con suficientes ganas.
Ella renacería. Nunca iba a volver al limbo.
Solo pensar en ello le traía una paz infinita. Ese mismo fuego que le
daba calma, también le transmitía calor cuando el miedo la hacía temblar.
Era parte del fuego, y él era parte de ella. ¿No era así como Lianne lo había
descrito?
Entonces sucedió: Amanda abrió los ojos cuando se dio cuenta de que la
oscuridad detrás de sus párpados se había visto reemplazada por una luz
amarilla radiante, cálida y potente.
No hubo ruido esta vez, cosa que agradeció. Apenas tuvo tiempo de
procesar ese hecho, pues se quedó pasmada al ver que las chispas no
desaparecían, sino que permanecieron en el aire frente a ella, esperando su
señal.
Amanda se preguntó si podría hacer que tuvieran la forma de los fuegos
artificiales que vio con su padre la noche de Año Nuevo. Hizo un esfuerzo
por recordarlos con precisión, manteniendo los ojos abiertos para no
perderse ni un solo detalle. Era lo máximo que había logrado mantener las
llamas, y estaba tan orgullosa de sí misma que deseaba chillar de alegría.
A su lado, Lianne y Dianna contuvieron la respiración.
Amanda rememoró el brillo de aquellos fuegos, que parecían un faro en
la oscuridad de la medianoche. Al ser lanzados, la llama ascendía como un
cohete hasta alcanzar su punto máximo, donde explotaba y se desarmaba,
fragmentándose en un millón de luces que lo cubrían todo como estrellas.
Deseó con todas sus fuerzas recrear eso.
No logró hacer que su fuego ascendiera, pero sí logró que explotara. Y
no fue el desastre descontrolado de ocasiones anteriores, sino un caos
hermoso, lleno de magia que la dejó maravillada.
Miles de chispas se desprendieron de la llama, y le recordaron a esos
videos que mostraban el estallido de una supernova, excepto que donde
esos se veían fríos y peligrosos, estos eran una manifestación de vida.
Descendieron como estrellas cayendo del cielo, y se desvanecieron
lentamente, disminuyendo su luz hasta que no quedó nada en el aire.
Reinó el silencio.
Lo único que lo rompió fue el susurro ahogado y lleno de maravilla y
orgullo de su mejor amiga:
—Lo lograste —dijo Lianne.
Con la respiración agitada, Amanda se volteó.
Tenía los ojos brillantes.
Lo dejó salir todo: la sonrisa, el saltito tonto, el chillido de alegría.
Corrió hacia Lianne y la abrazó, sin poder creer lo que acababa de hacer,
porque fue ella, solo ella. Amanda, una Incandescente.
—¡Lo logré, Lía! ¡Lo hice!
Sintió la mano de Dianna en su hombro, lo que la hizo sonreír todavía
más.
—Felicidades, querida. Estuviste asombrosa.
—Gracias —musitó, sin soltar a Lianne.
—¿Cómo te sientes?
—Creo… Creo que necesito una siesta muy larga.

—Estuvo increíble, deberías haberlo visto —le comentó Lianne a Jason,


terminando de relatarle cómo Amanda logró convocar el fuego. Y no solo
eso, sino mantenerlo y darle forma.
Estaba tan orgullosa…
Jason sonrió, tomando su mano con más fuerza.
—Espero hacerlo algún día. Estoy seguro de que aprenderá muy pronto.
Se le ve muy emocionada.
—Oh, lo está —sonrió Lianne, recordando la conversación que tuvieron
días atrás en su habitación.
El paseo que Lianne y Jason estaban dando en ese momento distaba
mucho de ser la típica salida romántica de adolescentes: caminaban a paso
lento, sorteando las tumbas del cementerio local.
Luego de lo ocurrido en la mansión Raven y con la inminente llegada de
las fiestas, Jason se había animado a visitar por primera vez la tumba de su
hermanita en un frío diciembre. Lianne se ofreció a acompañarlo en su
momento, pero era algo que él quiso hacer solo. Ella respetaba y entendía
eso.
Cuando volvieron a verse, Jason le contó lo difícil que fue para él. Ir al
cementerio era un recordatorio crudo de que su hermana no estaba, y
acentuaba el hecho de que Mía ya no era una persona de carne y hueso, sino
un nombre grabado en la lápida que su familia puso para ella. Mía no se
encontraba allí de verdad. Al menos, no la niña alegre, risueña y valiente
que fue.
Esa piedra, por más simbólica que fuera, no la representaba. Y esa era
una verdad dolorosa de aceptar: que nunca habría un lugar donde pudiera
visitarla de nuevo, excepto aquel.
A Jason le costó volver, sin embargo, con el paso de los meses lo
incorporó a su rutina; todos los sábados por la mañana, sin falta, se dirigía
al cementerio. Ahora que la nieve lo cubría todo no podía sentarse en el
césped y hablarle al aire como un idiota, pero podía hacerlo de pie sin
problema.
Le reconfortaba pensar que, aunque su hermana no estuviera
físicamente ahí, tal vez estuviera en alguna parte, observándolo desde lejos,
escuchando todo lo que él tenía para contarle.
Le hablaba de su vida, de las clases, de los entrenamientos y de su
madre. Le contaba cómo iban las cosas en casa y lo mucho que la
extrañaba. Y de alguna forma, eso lo ayudaba. Sacaba todo el dolor de su
pecho y lo convertía en palabras que se perdían con el viento.
Solo esperaba que esas palabras llegaran lejos y, con suerte, que en
algún punto del camino ese dolor se convirtiera en algo más.
—¿Estás cansada? —le preguntó a Lianne. Ella negó.
—No. Me gusta caminar.
Jason sonrió sin decir nada.
Esa semana le había preguntado a Lianne si le gustaría ir con él. Por lo
general, los sábados Jason iba solo al cementerio: era su tiempo con su Mía.
Aparte de eso, también acompañaba a su madre en la semana, después de
que él salía de clases y ella del trabajo. Juntos lloraban, abrazados frente a
la tumba.
Esta vez quería que Lianne estuviera a su lado, al menos para saber
cómo se sentía, si era mejor o peor que hacerlo solo.
Y lo necesitaba. Tenía que admitirlo, la necesitaba. Necesitaba que
alguien —ella— le tomara la mano y la apretara para recordarle que estaba
allí, que no era el único que conocía la pérdida y que, a pesar de todo del
poco tiempo que se conocieron, también la extrañaba.
Se detuvieron frente a una de las lápidas de concreto. Esta, en particular,
leía:
Sin que Lianne tuviese que decir o preguntar nada, las palabras fluyeron
de él:
—¿Sabes? Después de que ocurrió… Después de que murió… —Tenía
que decirlo, no podía endulzarlo o evitarlo. No ayudaba en nada—. Quise
encerrarme. No quería saber de nadie, solo quería desaparecer y que el
mundo desapareciera conmigo. Aún lo quiero a veces —confesó—, cuando
despierto y pienso que ella sigue aquí, o cuando sueño que ella está en el
hospital en sus últimos días y todo se repite de nuevo en mi cabeza. Dicen
que hay días malos y días buenos. Yo pienso que en general todos los días
son bastante buenos. Ese «intermedio» entre la mañana y la noche; eso es lo
bueno. Lo otro es mi problema, lo malo, porque por las mañanas, al
despertar, a realidad me golpea siempre. Y cuando estoy solo por las
noches… me consume.
»Volver a clases me ayudó. Esa semana que pasé encerrado en casa fue
la peor. Pensé que regresar al colegio iba a ser terrible, que no soportaría ni
un día, y resultó ser lo opuesto. No solo porque me daba una falsa sensación
de normalidad, sino porque todos ustedes estaban ahí, no me dejaron solo,
pero tampoco me agobiaban con preguntas ni miradas de lástima. Era como
siempre. Y las clases me distraían. Escuchar las cátedras, hacer las lecturas,
responder los cuestionarios… todo eso servía. Sirve. Son minutos de paz,
de no pensar en el dolor.
»Retomar los entrenamientos con el equipo también ha sido muy bueno.
Siento que es una buena forma de canalizarlo todo y dejarlo salir. Es más…
saludable. Estar en casa ha sido lo más difícil, porque para mamá y para mí
es imposible ignorar el peso de su ausencia, es… —Su voz se quebró. Con
calma, Jason suspiró y continuó—: Lo estamos trabajando.
—Es lo más difícil, estar rodeado de algo que era tan normal y que
ahora se siente tan ajeno.
—Sí, justo eso. Se siente ajeno, como si ya no fuera mi hogar, excepto
que nada más ha cambiado. Y es difícil… No, es imposible ver sus cosas
ahí, porque ni mamá ni yo sabemos qué hacer con ellas. Nos hace sentir
como si jamás se hubiese ido, como si sus juguetes, su ropa, todo estuviera
ahí, esperándola, pero no es así. Ella no va a volver, no las va a usar de
nuevo y, a pesar de eso, no podemos animarnos a empacarlo todo sin más y
admitir que ella se ha ido definitivamente.
—No tienen por qué hacerlo —le hizo ver Lianne, apoyando la cabeza
en el espacio entre su hombro y su cuello. Se abrazaron de lado, sin dejar de
mirar la lápida, mientras que cada uno lloraba a su manera—. Nadie los
apresura, Jason. Mírame a mí; ha pasado más de un año y no he hecho nada
de eso. Tampoco me animo.
—Ay, Lía —suspiró Jason con la voz quebrada, volviéndose hacia ella.
Sus ojos estaban brillantes, como siempre que hablaban del tema.
Eso era bueno, se recordaba Lianne, por más que le partía el corazón
verlo de esa manera. Esas lágrimas eran dolor, y ese dolor tenía que salir.
Era duro, sí, mas si se lo guardaba solo se convertiría en veneno.
—Dale tiempo al tiempo. No tienes por qué hacer nada para lo que no
estés preparado. No hay plazos para el duelo ni para las emociones.
Además, ha pasado muy poco, Jason.
—Tienes razón. Y en el fondo lo sé, es solo que… Mía… —Dejó la
frase en el aire, suspendida como si incluso el tiempo se hubiese paralizado.
Su voz tembló al decir el nombre de la pequeña. Al final, Jason volvió a
mirarla—. ¿Crees que alguna vez logre decir su nombre sin romperme en
mil pedazos? O sin llorar, al menos.
—Sí. Sí a ambas —respondió Lianne, sin pensárselo dos veces.
A Jason le sorprendió mucho su respuesta, el hecho de que ni siquiera lo
dudara, y no estaba muy seguro de si eso le daba esperanza o lo hacía
sentirse todavía más miserable.
—¿En serio?
—En serio. Porque el tiempo pasa, y realmente es cierto lo que dicen
acerca de que el tiempo cura. —Lianne suspiró con fuerza, pensando en
Mía, en Sarah, en su padre, en su madre… En el hermano, cuñada y sobrina
que Sebastian había perdido, en los abuelos que no conoció…—. Claro que
podrás decir su nombre sin llorar. Llegará el día en el que hacerlo no te
romperá en mil pedazos… Serán novecientos noventa y nueve. Y, con
suerte, mientras el tiempo siga pasando, llegarán a ser novecientos noventa
y ocho, y así. Pero…
—¿Pero?
—Pero no creo que haya tiempo suficiente en esta vida para que lleguen
a ser cero.
—¿Quizás en la siguiente? —sugirió Jason, con una sonrisa tímida en
los labios.
Y podía ser que solo fuera una adolescente enamorada. Podía ser que
sus sentimientos le estuvieran nublando el juicio. Podía ser que en los
últimos años había vivido más cosas que muchas personas en toda una vida,
y podría ser que para ella lo imposible, en realidad, no era tan imposible,
pero cuando Jason dijo eso, no pudo imaginarse una nueva vida en la que él
no estuviera.
Así como tampoco pudo evitar la imagen que apareció en su mente de
ambos controlando el fuego.
—Quizás —concedió ella.
19
DESCONOCIDO
1863

E sa tarde, Layla atravesó las imponentes puertas de la mansión Raven


no como Layla Grace, sino como Layla Raven, la esposa de Daniel.
Fue como si nunca antes hubiera pisado aquel lugar; todo le parecía
distinto, y no estaba segura de si realmente había cambiado, o si era ella
quien se sentía diferente.
Echó un vistazo a su alrededor, admirando cómo la luz de la tarde se
colaba a raudales por las inmensas ventanas y teñía la madera de dorado y
rosa. Parecía un sueño, y en otra vida, Layla hubiese reído. Se habría
girado, nerviosa, y hubiese besado a su esposo mientras él la levantaba para
entrar por primera vez a su nuevo hogar.
Inhaló con fuerza y sostuvo la enorme falda de su vestido, dispuesta a
subir las escaleras.
Daniel entró tras ella, cerrando la puerta.
—¿Estás bien?
Su voz la devolvió a la realidad.
—Sí, sí. Un poco abrumada por… Por todo.
Daniel le dedicó una sonrisa encantadora y asintió.
—Ha sido un día agitado —dijo, sin perder la sonrisa. Se adelantó un
par de pasos para tomar su mano—. Ven conmigo.
Sin hacer preguntas, Layla lo siguió escaleras arriba. No habló, en parte
porque estaba muy ocupada tratando de no tropezarse con su falda, y en
parte porque un enorme nudo de nervios se había apoderado de su
estómago.
Cuando llegaron al piso superior, Daniel comenzó a decir:
—Los sirvientes trajeron tus cosas mientras estábamos en la ceremonia.
Sé que debes sentir todo… ajeno. Si te soy sincero, yo también, así que,
quizás, esta sería una buena oportunidad para cambiar algunas cosas y hacer
que esta casa sea un poco más como un hogar, y menos como un museo. —
Daniel se volteó hacia ella; sus ojos resplandecían ante la idea—. ¿Qué
dices?
Layla no pudo menos que sonreír. Si lo decía de ese modo…
—Suena perfecto —admitió.
Al parecer, las sonrisas eran contagiosas, porque a pesar de los
nervios… A pesar de todo, ambos sonreían. Layla siguió a Daniel por el
pasillo del segundo piso, hasta que se detuvo frente a una puerta cerrada.
—Esta es la habitación más grande de la casa —le explicó, abriendo la
puerta por completo, haciéndole a Layla un gesto para que entrase—. Mi
padre nunca la usó, supongo que fue porque la ausencia de mi madre era
demasiado notoria aquí. —Se encogió de hombros como si no importara,
aunque Layla notó una sombra pasar por sus ojos—. Pensé que ahora podría
ser la nuestra.
Layla deseó saber cómo se verían ambos desde fuera. Se imaginó a
Daniel de pie en el marco de la puerta, y ella cruzando el umbral de la
habitación con todas esas capas de tul blanco arrastrándose a su espalda; su
cabello ya no en el apretado peinado de antes, sino un poco revuelto, sin el
velo.
Se imaginaba a sí misma con una sonrisa radiante, rebosante de amor, y
a Daniel observándola con devoción unos pasos más atrás, mientras ella
absorbía la luz, la claridad de la habitación y la paz que la envolvía,
deseando que todo eso se asentara.
La mayoría de esas suposiciones eran ciertas, y si bien Daniel se veía
feliz y esperanzado, Layla no se atrevió a girarse y enfrentarlo. Sabía muy
bien que la devoción y el amor real no tenían nada que ver con la felicidad
que él mostraba ante la perspectiva de tener finalmente un hogar tranquilo.
Tal vez la deseaba. Tal vez confiaba en ella. Tal vez, incluso, la quería...
pero no la amaba.
Layla quería pretender que sí, al menos en ese día.
—¿Nuestra habitación? —Fue todo lo que atinó a susurrar con aire
ausente.
Era… preciosa. No parecía en absoluto un cuarto en desuso. No había
partículas de polvo flotando en el aire ni olor a humedad. Es más, de hecho,
había un leve aroma… Era limón y algo más, algo floral y dulce que le
recordó a la primavera, al calor y a la sensación de tener el sol en la cara.
Layla se acercó a la enorme —enorme— cama y pasó una mano,
contemplativa, sobre la inmaculada y blanca tela del edredón, sintiendo la
textura de los bordados en la punta de los dedos. La tela era blanca, igual
que su vestido.
Sintió la cercanía de Daniel a su espalda, su calor.
—Oh —murmuró, dudando—. Quizás debí preguntarte. Si quieres otra
habitación…
—No —lo cortó ella, volteándose al fin. Daniel lucía como un niño
pequeño que acaba de olvidar lo que llevaba meses intentando memorizar
—. Me gusta.
La sonrisa volvió al rostro de su esposo, un poco tímida esta vez. Layla
sintió que su corazón se ablandaba ante sus gestos, no obstante, los nervios
seguían ahí.
—Hice que trajeran tus cosas aquí —susurró, inseguro.
—Gracias.
Ninguno supo qué decir durante unos segundos en que se miraron
tratando de pensar en algo para romper el silencio. Al final, fue Layla quien
habló:
—Me siento un poco ridícula —admitió.
Eso pareció sacar a Daniel de su estupor, que sacudió la cabeza y
preguntó, pasmado:
—¿Qué? ¿Por qué?
Layla levantó una de las capas de tela de su falda.
—Todo esto, el vestido, las joyas, me… Se siente fuera de lugar. Nunca
habría usado algo así para estar dentro de la casa…
—¿Quieres quitártelo?
Layla enrojeció con violencia. No estaba segura de si eso era una
invitación para que él mismo le quitara el vestido.
Eso solo la hizo ruborizarse más. Daniel pareció darse cuenta del hilo de
sus pensamientos, porque enrojeció también y comenzó a balbucear:
—Yo… Yo no… Me refería a que… puedes…
—Sí, ya lo entendí.
Se miraron durante una fracción de segundo antes de soltar una
carcajada. Incluso cuando dejaron de reírse, la sonrisa permaneció. Daniel
dio un paso tímido hacia ella, y permaneció ahí.
Cuando recuperó la seriedad, dijo:
—¿Estás nerviosa por…? ¿Por esto? ¿Por nosotros?
Layla bajó la vista al suelo, incapaz de ver directo a esos ojos azules
mientras tocaban el tema que la tenía hecha un manojo de dudas desde esa
misma mañana.
—No, yo… Bueno, sí, pero…
—¿Acaso tú no…?
Layla lo interrumpió antes de que pudiese preguntarle si quería o no.
Habló rápido, sin pensar. Ni siquiera tuvo tiempo de arrepentirse cuando las
palabras ya salían de su boca:
—Sucederá tarde o temprano. Mejor… Mejor enfrentarlo de una vez.
Quizás no fue el mejor modo de decirlo.
—No si tú no quieres —replicó él.
Todo rastro de broma y diversión se había esfumado de su rostro, de su
voz.
—Somos un matrimonio. Se espera que…
—No voy a forzarte, Layla.
Daniel se alejó un paso de ella, como si quisiera darle énfasis a sus
palabras. Ella nunca pretendió ofenderlo, pero su mirada… La herida en sus
ojos era clara. «No soy un monstruo», pretendía decirle.
Ella parpadeó.
—Tú… Dijiste que me deseabas —le recordó.
—Sí. —Daniel resopló, un tanto cortante—. Y preferiría que el
sentimiento fuera mutuo.
—Lo es —exclamó la chica.
El calor le subió a las mejillas cuando Daniel arqueó las cejas en su
dirección.
—¿Y entonces?
Su garganta se apretó tanto, que tuvo que darse un momento y respirar
para conseguir sacar las palabras de su sistema.
—No lo sé, supongo que yo… Solo son los nervios —su voz bajó hasta
convertirse en un susurro que se perdió en el espacio entre ellos.
En dos grandes zancadas, Daniel cruzó ese espacio y acortó la distancia
que había interpuesto. Por un segundo, Layla creyó que iba a besarla en ese
mismo instante, sin embargo, Daniel no hizo tal cosa. Levantó los brazos
hasta acunar su rostro con ambas manos, tan tierno, tan suave…
Su pecho tocaba el de ella; estaban tan cerca que sus respiraciones eran
la misma. El aliento de Daniel le hizo cosquillas en las mejillas cuando
habló:
—Dime qué es lo que quieres. —Más que una petición, fue una súplica.
Sus ojos… Había deseo en ellos, pero era más que eso. Sus ojos eran
tan sinceros, como si de verdad estuviese luchando por descifrarla, por
entenderla con una mirada, y escondían un pequeño atisbo de dolor, uno
que decía que, tal vez, él había intuido esas palabras que ella no llegó a
expresar en voz alta.
Tal vez fue por eso que dijo, sin aliento:
—A ti. Te quiero a ti.
Era toda la verdad que podía ofrecerle. Lo querría, siempre lo querría,
por más que eso acabara con ella, y esa era su verdad.
Solo entonces, Daniel la besó.
La sangre de Layla hirvió, se convirtió en burbujas que luego se
esparcieron por sus venas, haciendo su cuerpo hormiguear. No sabía lo que
hacía. O sí, pensó: quizás sí que lo sabía.
Decir que una cosa llevó a la otra era subestimarlo, era desprenderse de
sus acciones y culpar al impulso, a su poca experiencia. A pesar de ambos
aspectos, Layla era plenamente consciente de cada roce, de cada caricia.
Sabía con exactitud dónde terminaba un beso y comenzaba el siguiente,
incluso si el espacio entre uno y otro era tan efímero como una mirada
furtiva, una sonrisa o un suspiro. Y, por más que había una parte de ella que
se estaba deshaciendo por los nervios, Layla estaba al tanto de cada prenda
que se quitaban.
Con un escalofrío, notó cómo Daniel acercó los dedos a la cremallera de
su vestido, haciéndole cosquillas en la nuca. Antes de bajarla, preguntó:
—¿Puedo? —Sus ojos estaban clavados en ella con tanta fuerza que
pensó que la atravesarían.
Ella asintió con fuerza. Para demostrar su punto, llevó las manos a su
espalda, al elaborado moño que mantenía en su lugar el cinturón enjoyado,
y tiró del lazo. El nudo se deshizo en un instante y Layla dejó el cinto sobre
la cama. No podía creer que esto estuviera pasando.
Se puso de puntillas para besar a Daniel otra vez, temiendo que notara
lo nerviosa que estaba y lo confundiese con inseguridad: ella estaba segura
de lo que hacía, lo quería.
Dentro de nada, el cierre de su vestido estaba abierto por completo,
revelando su corsé y la ropa interior. La prenda cayó al suelo y Daniel dio
un paso hacia atrás. Layla trató de seguirlo; no quería que dejara de besarla,
pero sus pies se enredaron con el amasijo de tela que era su vestido y
hubiese tropezado si los brazos del Daniel no la hubieran sujetado.
Se sentía tan firme, tan sólido contra su cuerpo. En ese minuto, Layla no
pudo contener el amor avasallador que explotó dentro de ella, porque
cuando miró a aquellos ojos celestes y claros, supo que él nunca la dejaría
caer. Y lo amaba por eso.
—Déjame ayudarte —murmuró, rozando sus labios.
Sus pies dejaron el suelo y fue como si su mundo se sacudiera cuando
Daniel la cargó, liberándola del vestido y de todo ese tul, y la llevó hacia la
cama. Iba a soltarla, pero de pronto a Layla le pareció insoportable la idea
de que se quedara atrás, así que enredó ambas piernas en sus caderas y
atrajo a Daniel hacia su cuerpo, pegándolo a ella, a la piel que solo estaba
oculta por un corsé y una fina capa de lino.
Daniel gimió contra sus labios.
—Layla…
—Te amo —se limitó a decir ella.
Daniel murmuró algo que no consiguió entender. O quizás solo fue un
gruñido mientras se desprendía de sus botas y su camisa. Layla lo
contempló con la boca seca. Su piel era hermosa, todo él lo era. Cada
músculo, cada curva…
Sus pensamientos murieron ahí, cuando Daniel se acomodó sobre ella y
besó su cuello, su clavícula y el lugar donde comenzaban sus pechos, al
mismo tiempo que desataba los lazos del corsé. ¿Todo eso era real? No
podía ser real, pero lo era.
El temblor de sus manos la delató cuando quiso llevarlas hacia el
pantalón de Daniel. Quería más de él, y deseaba eliminar la única barrera de
tela restante entre ellos: esos malditos pantalones.
Él sostuvo sus muñecas con gentileza, infundiéndole seguridad y
guiándola en cada paso.
Mientras desabrochaba los botones, la chica no pudo evitar pensar en
todo lo que los había llevado hasta ahí, y se preguntó qué hubiese sucedido
si nadie más hubiese intervenido. ¿Estarían haciendo todo esto en otras
circunstancias? Tal vez era egoísta, pero ahora que lo tenía, Layla no se veía
capaz de soltarlo, mucho menos cuando todas las acciones de Daniel eran
tan… Amorosas y honestas.
Cuando no hubo nada entre sus cuerpos, solo piel con piel, rozándose en
lugares que Layla jamás hubiese imaginado… Ella jadeó.
—Esto puede doler un poco —advirtió Daniel, mirándola con
preocupación—. Si…
Fue como si la burbuja estallase en mil fragmentos, destrozándose con
el ruido de un cristal enorme.
—¿Doler? —chilló Layla en un murmullo ahogado—. ¿Por qué?
¿Cuánto?
Su madre le había explicado sobre el sexo semanas antes de su boda,
muy a grandes rasgos. Le explicó lo que se hacía y lo que podría esperar al
hacerlo. Se lo dijo de forma dura e indiferente, sin un ápice de vergüenza,
aunque las mejillas de Layla hirvieron durante toda la conversación. Así
que, en general, ella entendía lo que estaba pasando, pero su madre jamás le
dijo nada sobre dolor.
—Solo será la primera vez—se apresuró a decir Daniel, leyendo el
pánico en sus ojos—. Después te acostumbrarás.
—¿Te dolerá a ti? —quiso saber ella. Él negó despacio—. ¿Cómo
sabes…? ¿Has…? ¿Has hecho esto antes?
Daniel pareció avergonzarse. A Layla no le gustaba preguntar, no
obstante, intuía la respuesta. De hecho, se dio cuenta de que ya sabía qué
iba a decir mucho antes de plantearse verbalizar la pregunta. Tenía sentido.
Para un hombre tenía sentido. Y eso, más que el hecho de que Daniel
hubiese compartido lecho con otras mujeres, fue lo que le molestó. ¿Por
qué? ¿Por qué tenía él esa libertad, cuando ella debió guardarse para un
esposo al que ni siquiera conocía, al que no tenía certeza de encontrar?
—Solo una vez —dijo él. Para darle crédito, la vio a los ojos mientras lo
decía. Layla asintió—. Lo siento.
—¿Por qué?
—No lo sé. Por no ser lo que esperabas, quizás.
—Mis expectativas no son culpa tuya —le aseguró, con un dejo de
amargura que fue incapaz de ocultar. Suspirando, lo miró de nuevo—.
¿Dolerá mucho?
—No. Un poco, al inicio. Pero si no quieres, podemos…
—Hazlo. Estaré bien.
Él la observó un momento, la duda cruzando sus ojos azules mientras
escrutaba el rostro de Layla en busca de arrepentimiento. Cuando no lo
encontró, una sonrisita tiró de la comisura de sus labios. La besó una vez
más, recordando ese primer beso que compartieron bajo el sauce y las
noches en que entró a hurtadillas a su habitación para hablar durante horas.
Layla boqueó como un pez fuera del agua y, entonces, un dolor le quitó
el aliento cuando Daniel se introdujo en ella. Debió haber hecho algún ruido
extraño, porque él se detuvo y la abrazó con fuerza, susurrándole:
—Lo siento. Lo siento. —Le besó las mejillas sonrosadas, los párpados
cerrados, y depositó besos en su oreja mientras seguía disculpándose.
Layla no dijo nada. Era una sensación muy extraña. Una parte de ella
estaba perdida en Daniel, en los besos húmedos que bajaban por su cuello,
dejando su piel ardiendo y rogando por más. Otra parte de ella sentía la
intrusión en su cuerpo como algo ajeno; no molesto ni desagradable, se dio
cuenta, sino… nuevo. Fue como si varias agujas pincharan sus órganos
internos. Daniel tenía razón: no duró mucho.
Cuando el dolor pasó, ella abrió los ojos.
Cada centímetro de su cuerpo desnudo estaba en llamas. La piel de
Daniel estaba caliente al tacto, y notaba la tensión en sus brazos, en esos
fuertes brazos que sostenían su peso para no aplastarla.
—Estoy bien —le dijo.
—¿Segura? —Asintió con convicción—. ¿Quieres que siga?
Layla asintió de nuevo, y Daniel no despegó la vista de ella mientras se
hundía un poco más en su interior, hasta que estuvo dentro por completo. El
dolor se abría paso también, mas era rápido, efímero, y luego ya no era.
Desapareció a medida que su cuerpo se acostumbraba, se amoldaba a él.
Se movieron despacio después de eso. Daniel no dejó de observarla en
ningún momento, escaneando su rostro en busca de cualquier señal de
incomodidad. Layla hizo lo mismo: lo vio, tratando de desentrañar cada una
de las emociones que manifestaban sus ojos. Una mezcla de preocupación,
preocupación por ella, pero había más. Debajo de eso había… Contención,
refreno, a medida que se movía lento, muy lento en su interior, dándole
tiempo de ajustarse. Y también deseo. Mucho deseo.
El dolor se fue, convirtiéndose en un leve ardor al que pronto pudo
acostumbrarse. Luego, sintió un dejo de incomodidad, una que le decía que
eso era algo nuevo, algo ajeno, extraño y… agradable. Entonces todo eso se
disolvió y se transformó en placer. Le llegó en oleadas, atravesándola desde
la parte en la que sus cuerpos que se unían, se fundían, y la recorrió por
completo, como purpurina entre sus venas.
Vivió en carne propia lo que era sentirse deseada, ser el objeto del
deseo de otra persona, de alguien como él, y saber que era ella, solo ella…
La hizo sentir poderosa.
Cerró los ojos casi por inercia. Sintió a Daniel removerse y, de pronto,
notó que una de sus manos estaba entre ellos, tocándola, acariciándola en su
punto débil… Layla jamás pensó que pudiese sentir tantas cosas al mismo
tiempo. Placer, sobre todo. Amor… Y un deseo que no se apagaba, que no
disminuía sino que crecía y aumentaba hasta llenar cada parte de su
anatomía de temblores y burbujas.
Esa noche, Layla conoció el placer y lo que era ser acariciada por otro,
por alguien a quien se había abierto en cuerpo y alma, en todos los sentidos
posibles. Su… Su esposo.
Daniel y ella jadeaban cuando todo terminó. La noche se había
apoderado de la habitación para ese entonces, aunque Layla nunca notó el
paso del tiempo. Su piel ardía, cada centímetro de ella, desde dentro hacia
afuera, y Daniel… Su corazón latía tan fuerte que Layla lo sentía contra su
pecho como un martillo. ¿O acaso era el suyo?
—Voy a… encender una lámpara —dijo Daniel entre jadeos, luchando
por recuperar la respiración.
Sin embargo, no se movió. Permaneció sobre ella, abrazándola durante
algunos minutos antes de levantarse y encender la lámpara de aceite que
estaba sobre su mesita de noche. Una luz cálida y leve inundó la habitación,
y rebotó como fuego sobre su piel.
Volvió a la cama junto a ella antes de darle oportunidad de sentir el frío
de su ausencia.
—¿Estás bien? ¿Te duele?
Layla negó, girando la cabeza para poder verlo.
—No. Estoy… bien. Me siento bien.
Se sentía en las nubes, tan liviana y etérea como una de ellas, flotando a
la deriva.
—Métete a la cama, ven —la animó, corriendo las sábanas para que ella
pudiese arroparse dentro—. Ha sido un día largo, deberíamos descansar.
—Pero…
—Mañana nos preocuparemos de todo lo demás.
Asintiendo, la chica se metió en la cama, a su lado. Se le hacía extraño
pensar en ella misma como una mujer, una adulta. Su madre era una adulta
hecha y derecha y Layla no se sentía parecida a ella en lo absoluto. En su
mente seguía siendo solo una chica, aun si el mundo le decía lo contrario.
Estaba a punto de comentarle aquello a Daniel, compartir una parte de
sus pensamientos para ver si a él le ocurría lo mismo, cuando se dio cuenta
de que su rostro ya no la miraba.
No; Daniel se había dado la vuelta y su espalda, desnuda y esbelta, era
lo único que Layla veía de él entre las sábanas. Por su respiración
acompasada, Layla se dio cuenta de que se había quedado dormido.
¿Había esperado abrazos? ¿Más besos? ¿Charlar un momento antes de
dar el día por terminado? Sí. No. Tal vez.
Lo cierto era que no estaba segura de lo que debía hacerse después del
sexo, lo «apropiado» o lo «usual»; nadie hablaba de eso, pero creyó que
podría decirle más. Decirle lo extraño que se le hacía dormir en una cama
distinta, en una casa que no era la misma en la que creció, donde pasó todos
los momentos importantes de su vida. Esta casa era suya ahora, y no se
sentía de esa forma en lo absoluto. «Extraña» y «ajena» eran palabras más
apropiadas.
Hubiese esperado que hablaran sobre cómo manejarían las cosas de ahí
en adelante, pues mucho se esperaba de una pareja recién casada, y siendo
ella mujer… Bueno, había muchas cosas que siempre se esperaban de ella.
Le hubiese gustado conversar sobre lo extraño y aun así maravilloso que
había sido todo: la boda, la recepción, la… consumación —sus mejillas
enrojecieron de solo pensarlo—. No pudo hacer nada de eso, no tuvo la
oportunidad.
Caer de las nubes era muy fácil, pues ahí, en la penumbra de un lugar
desconocido, en la cama con un hombre que no estaba segura de sí la
quería… Layla se sintió más sola que nunca.
20
U N A N U E VA V I D A
1863

L a mañana siguiente, Layla despertó con la abrumadora presencia del


espacio vacío al otro lado de la cama.
Se incorporó de golpe, como si la realización de los hechos ocurridos la
noche anterior hubiese sido un resorte en el colchón bajo su cuerpo. Un
escalofrío la hizo estremecerse, y llevó las sábanas hacia sí en un
desesperado intento por cubrir su piel desnuda.
Quiso levantarse. De hecho, ese fue el primer instinto, mas se detuvo
antes de comenzar la acción, dándose cuenta de que, por primera vez en
años, no tenía idea de qué hacer.
Nunca se detuvo a reflexionar sobre eso antes de la boda. Su
preocupación por la primera noche con Daniel la había consumido tanto que
obvió muchos otros aspectos. No tenía idea de qué ropa debía usar ni si sus
antiguos vestidos aún eran adecuados para su nueva posición y estatus.
Desconocía el horario del almuerzo en esa casa o si le correspondía a ella
prepararlo. Con su madre, las tareas domésticas siempre habían sido su
responsabilidad. Sin embargo, recordaba a las sirvientas que la habían
ayudado a vestirse y prepararse para la celebración de su compromiso, y
dudaba que incluso ellas viesen con buenos ojos que la señora del hogar se
pusiera a cocinar.
Le resultaba sumamente extraño pensar en sí misma de aquella manera.
Había esperado poder discutir todas esas cuestiones con Daniel después
de la boda; jamás se le hubiese pasado por la cabeza que, al día siguiente
nada más, despertaría sola en su lecho.
Se sintió más perdida que nunca.
Para su gran alivio, una sirvienta tocó despacio la puerta de su
habitación alrededor de media hora después.
—¿Señora Raven? —dijo una voz suave que Layla no reconoció del día
de su compromiso—. ¿Está despierta?
—Sí —murmuró. Y luego…—. ¡No, espera! —La puerta se congeló a
medio centímetro de su marco. Layla sintió que hasta sus huesos enrojecían.
Dios, iba a morir de vergüenza—. Me temo que… Eh… ¿No sabrá donde
puedo encontrar… Ehmm… Algo para cubrirme?
Su voz se convirtió en un murmullo apenas audible al terminar la frase.
Oh, ¿cómo no pensó en eso antes?
—No se preocupe, aquí traigo una bata para usted.
Casi pudo escuchar la sonrisa amable en su tono.
—Oh… Está bien. Entra.
Se quedó inmóvil, aferrándose a las sábanas y sintiéndose como una
estúpida. Lo primero que vio fue una cabeza pelirroja asomarse por la
puerta, con el hermoso cabello cobrizo recogido en un moño bajo. Luego,
unos gentiles ojos verdes.
Llevaba en las manos varios bultos. Uno de ellos, supuso, sería su
abrigo.
—Espero no haberla despertado —se disculpó la chica, cerrando la
puerta tras de sí y acercándole la gruesa bata de un color precioso, oscuro y
profundo entre el azul y el verde. Layla la tomó, sacando con disimulo una
mano de entre las cobijas, todavía sonrojada—. El señor Raven salió al
amanecer. Me pidió que me ocupase de usted.
Como una carga que requiere ser manejada, no pudo evitar pensar
Layla. Se forzó a esbozar una sonrisa que no delatase su amargura, después
de todo, ninguna de sus penurias era culpa de aquella chica.
Vio que ella se volteaba para darle un momento de privacidad, lo cual
agradeció. Con rapidez, se deshizo de todas las mantas y se apresuró a
envolverse con la bata. El color le gustaba, mucho, aunque no conseguía
reconocer la tela. Era mullida, agradable y elegante, suave contra su piel
desnuda.
Se ajustó la cinta a la cintura con fuerza, como si la presión le recordara
que todo lo que estaba sucediendo era real, y le estaba pasando a ella. Se
encontró necesitando ese recordatorio.
Salió de la cama, tocando el suelo con sus pies descalzos. Carraspeó con
fuerza.
—Me disculpo por todo esto, de veras. Pensé que mi esposo estaría aquí
esta mañana y me ayudaría a…
A entender mi nueva vida, nuestro matrimonio, el funcionamiento de
esta casa. Al menos, pensé que sabría con qué vestirme al despertar.
No dijo nada de aquello, pero su acompañante pareció leerlo en su
mirada. Sin decir nada, se acercó otra vez para entregarle un par de
zapatillas de tela del mismo color oscuro que la bata. Se sintieron cómodas
en sus pies y le quedaron a la perfección.
Antes de que Layla pudiese decir más, sus ojos cayeron en el amasijo de
sábanas y cobertores que habían quedado revueltos al levantarse. O, mejor
dicho, en lo que había bajo ellos. Consternada, observó las gotas de sangre
esparcidas sobre la tela blanca, como una evidencia de lo que había hecho.
No estaba mal, pensó. Estaba casada ahora; nadie la juzgaría por ello.
Era lo esperable, lo correcto. Aun así… Se sintió lejos de estar
avergonzada. No, lo que la embargó fue otra cosa. Al ver su sangre ahí,
delatando su virtud perdida, se sintió expuesta y muy, muy vulnerable,
como si fuesen los restos de su corazón los que estaban desparramados.
La pelirroja siguió su mirada.
—No tiene por qué disculparse —dijo, retomando la conversación como
si nada. Con agilidad, tomó las sábanas y las arrugó hasta formar un bulto
en sus brazos, que depositó en el suelo mientras retiraba también los
cobertores. Layla Lo agradeció: no quería seguir viendo esa imagen—. Yo
la ayudaré en todo lo que necesite. Y no se preocupe por estas cosas, me
encargaré.
Asintió, aliviada y agradecida a partes iguales. Por lo menos, se dio
cuenta de que su vestido de novia no se había quedado en el suelo, sino que
descansaba en el sillón individual que había junto a la ventana.
Daniel debió haberlo recogido al irse.
—¿Cómo se llama?
—Astrid, señora. Pero…
—¿Sí?
—No debería tratarme de usted. Ni a mí ni al resto de las sirvientas —le
dijo bajito, como si fuera un secreto.
—Oh… Ya veo.
No entendía por qué. Como si leyese su mente, Astrid añadió:
—No es que no lo aprecie, en serio que sí, es solo que usted es la señora
de la casa y nosotras… no. No sería bien visto.
—Es que no estoy acostumbrada a tratar así a quienes no conozco,
jamás lo pensaría apropiado y…
—Lo entiendo —sonrió Astrid—. Solo intento ayudar, señora.
—¿Sabes a dónde fue Dan… Mi esposo?
Siguió con la mirada los movimientos de Astrid mientras ella tendía la
cama con diligencia, sacando sábanas nuevas de la pila de cosas que había
traído consigo. Eran igual de blancas y sedosas que las anteriores.
—Oh, no. No lo dijo y no estaría bien preguntar, pero imagino que
volverá pronto.
Layla asintió, sumiéndose una vez más en el silencio. Se abrazó a sí
misma, intentando confortarse. Por un lado, se sentía adormecida al millar
de sensaciones que la invadían, como si un dique se hubiera levantado entre
ella y la ola de desconcierto, incertidumbre y soledad con la que había
despertado. Le tenía gran temor al momento en que esa represa dejase de
estar en su lugar.
En un gesto nervioso, comenzó a desenredar su cabello con los dedos,
recordando las noches en que su madre solía peinarlo y trenzarlo antes de
dormir. Ahora alguien más que lo haría por ella, ¿o no? Las mujeres casadas
de alta posición solían tener damas de compañía... Quizás Astrid se
encargaría.
Era algo tan simple, tan tonto, que casi quiso reírse de sí misma cuando
sintió un picor detrás de los ojos al no poder dar con una respuesta certera.
—¿Está bien, señora Raven?
Sacudió la cabeza, volviendo a la realidad.
—Sí, sí, es solo que… ¿Puedo confesarte algo?
—Por supuesto, señora. No diré nada, soy una tumba —le prometió—.
Además, tal vez pueda serle de ayuda.
—No tengo idea de cuál es mi papel aquí, de cómo actuar, cómo
vestir… Antes de que llegaras, hace un rato, no sabía si permanecer en la
cama todo el día, desnuda —se ruborizó una vez más—, o volver a
enfundarme en mi vestido de novia y bajar. No sé dónde están las cosas
aquí, mi ropa…
—Hay tres baúles con ropa nueva para usted en el cuarto del lado;
llegaron hace un par de días. Vestidos, enaguas, corsés, abrigos, zapatos y
sombreros. Hay todo lo que podría necesitar. Las cosas que tenía en su
antiguo hogar también están aquí, si prefiere usar esas.
—¿Puedo hacer eso?
Astrid la miró sin comprender.
—Claro que puede. ¿Por qué no habría de poder?
—No, no, me refiero a que… ¿Sabes quién era yo antes de casarme,
antes de venir aquí? ¿Sabes algo sobre mi familia? —Vio que Astrid dudaba
—. Por favor, sé sincera, no me molestaré.
—Sé que vivía en una cabaña con su madre al otro lado de la aldea,
cerca de la panadería. Sé que su padre murió antes de que pudiera
conocerlo… Lo lamento muchísimo por eso, señora. Sé que su estatus se
vio… considerablemente elevado con el matrimonio. Y sé de los rumores.
¡Pero yo no creo nada de eso! La gente habla y habla… Si supiera las cosas
que decían de mí antes, en mi ciudad natal. Oh, eran terribles, señora.
Terribles. Desde entonces que no tomo cuidado a los susurros de las
personas a espaldas de otros: no eran ciertos sobre mí, así que creo que
tampoco son ciertos sobre usted.
Sonaba tan sincera, tan libre de maldad, que Layla le creyó cada
palabra, incluso el pésame por su padre, un hombre que ella no conoció. Le
conmovió el corazón la forma tan tierna y profunda con que Astrid lo había
mencionado, como si se disculpara solo por el hecho de que ella alguna vez
hubiese experimentado dolor al respecto.
No quería ni pensar las cosas que podrían haber dicho de alguien como
Astrid; qué injusto era, siendo ella tan buena y servicial. Las personas se
recreaban con destrozar almas como la suya.
—Entonces —dijo Layla con convicción—, sabrás que mi antigua ropa
no es nada como… Como esto —señaló la bata que estaba usando—. Es
solo un abrigo, algo que usar al levantarse, y sigue siendo mil veces más
refinado que el mejor de mis vestidos. Pensé que, tal vez… no serían
apropiados.
—Ya nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento —la
tranquilizó.
Layla se distrajo de sus movimientos. Se acercó al que fue su vestido de
bodas, ahora extendido sobre una silla, y acarició la tela, sintiendo su
textura.
—Es un vestido precioso, señora. Se veía muy hermosa.
—¿Estuviste ahí?
—No, estaba en la entrada con las demás sirvientas cuando llegó con el
señor Raven.
—Oh… lo lamento, Astrid. No te vi.
—No se preocupe, no me lo tomo como algo personal. —Layla sonrió
—. Debe haber tenido muchísimas cosas en la cabeza, y me imagino que
fue un día muy largo.
—No tienes ni idea —murmuró, recordando el comienzo del día, las
pesadillas que la despertaron, los gritos… No se percató de que Astrid le
estaba hablando hasta que la vio plantada frente a ella, observándola—.
Disculpa… ¿Qué?
Astrid sonrió, paciente. Layla se preguntó cuántos años tendría la
muchacha. No podía ser mucho mayor que ella, ¿unos diecinueve, veinte
años, tal vez?
—¿Quiere que le prepare ya el baño, o preferiría que le trajese el
desayuno?

Layla se encontraba sentada en la enorme mesa del comedor, a la cabecera,


aseada y vestida. Luego de que Astrid la bañara y peinara, la ayudó a
enfundarse en uno de los preciosos y enormes vestidos que Daniel mandó a
pedir para ella.
No era un vestido de gala, ni de lejos tan ornamentado como el que usó
para su baile de compromiso, pero superaba con creces sus antiguas
prendas.
Estuvo a punto de decantarse por alguno de ellos, deseando sentir la tela
familiar sobre su piel como un consuelo ante lo desconocido, sin embargo,
el consejo de Astrid la hizo desistir. Cuando le pidió su opinión acerca de la
vestimenta, se limitó a responder:
—Puede hacer lo que quiera, señora. Si desea usar su ropa de siempre,
no soy quién para decirle lo contrario. Pero si es mi consejo lo que busca…
Quizá sería bueno que se acostumbre desde ya a esta ropa, a esta vida.
Serán su realidad a partir de ahora.
Así que Layla se olvidó del algodón, de los cortes sencillos y rectos, y
dejó que Astrid le abrochara los lazos del corsé, le trajera múltiples capas
faldas y le abrochara los delicados botones recubiertos de seda del vestido
lila que escogió. Nunca había utilizado ese color, jamás pensó que le
sentaría; se había apegado religiosamente a los celestes y beiges, no
obstante, ese le llamó la atención desde el segundo en que lo encontró en el
baúl.
Lo sostuvo con manos temblorosas y admiró cómo resaltaba con la
palidez de su piel. No tenía adornos, excepto por el tul transparente con
rosas bordadas que recorría la falda. Eran pequeñas, como botones recién
floreciendo, de un morado un poco más oscuro que el resto del vestido.
Hojas verdes y algunos brillos dorados lo acompañaban.
Ahora acariciaba el diseño en la falda al tiempo que mordisqueaba una
tostada y tomaba sorbitos de té en el comedor. Astrid pululaba a su
alrededor, llevando y trayendo platos a la cocina, ordenando objetos que
consideraba fuera de lugar.
Mientras, le decía a Layla en voz baja:
—El almuerzo se sirve todos los días a eso de la una. Se ha hecho así
por años y le recomendaría mantenerlo; en la cocina ya han desarrollado
una buena rutina y no les gustará que la cambie. Luego, a la hora del té, hay
bocadillos y galletas. Puede comerlos en el salón o en el jardín. Y la cena es
a las siete.
Layla asintió, interiorizando la información. No tenía ninguna intención
de llegar a cambiar la forma en que se hacían las cosas, por más que ahora
fuera «la señora de la casa», como Astrid la había llamado.
—Todo será hecho por nosotras; usted no tiene que preocuparse por
nada, salvo aprobar el menú de la semana.
—¿Debo hacer eso? —murmuró Layla para sí.
Astrid le sonrió.
—Ahora que está aquí, sería lo apropiado, señora.
—Lo haré, entonces. Por supuesto que sí.
—Entiendo que todo esto debe ser muy abrumador para usted, pero
créame, en una semana ya se habrá acostumbrado y será como si siempre
hubiese vivido así.
Ella lo dudaba mucho, mas asintió de igual modo.
No vio a Daniel durante el resto del día. Esperó nerviosa hasta que la tarde
cayó. ¿Dónde estaría su esposo? ¿Sería parte de su rutina normal salir de
esa forma, o acaso la estaba evitando? No sabía si podía soportar que esa
fuera una opción.
Comió sola y, después, para su deleite, se dedicó a examinar los libros
de la biblioteca en el comedor. Su madre le enseñó a leer cuando era muy
pequeña, pero a lo largo de su vida nunca tuvo oportunidad ni tiempo para
hacerlo. Aunque no estaba segura de si le gustaría, necesitaba
desesperadamente algo para pasar el tiempo, por lo que analizó los tomos
hasta que uno le llamó la atención: era de romance.
Al caer la noche, se dio cuenta de que no podía seguir esperando; no
cuando un presentimiento en la boca de su estómago le decía que así sería
su vida de ahí en adelante: una larga espera.
Cenó junto a Astrid, tras haberle insistido —casi rogado— por su
compañía. Luego, subió a su habitación con el libro en mano. Planeaba
dejar que la muchacha le ayudaste a salir del enorme amasijo de tela, y
después acostarse a leer hasta que el sueño la venciera. Astrid estaba apenas
comenzando a desabrochar los lazos de su corsé cuando la puerta de la
habitación se abrió.
—Señor Raven —dijo Astrid al instante. Layla se volteó justo a tiempo
para verla inclinarse con cortesía.
—Muchas gracias por tu ayuda, Astrid —dijo Daniel. La chica sonrío
con timidez—. Puedes retirarte por hoy.
—Por supuesto. —Con otra inclinación, encaró a Layla—. Buenas
noches, señora Raven.
—Buenas noches —murmuró, casi sin alcanzar a procesar lo rápido que
Astrid se escabulló fuera de la habitación.
Solo alcanzó a escuchar un clic antes de que Daniel hablara.
—Te ves hermosa, Layla. —Ella no supo qué responder ante las
inesperadas palabras—. Lamento no haber estado aquí.
—¿Dónde estabas?
Eso era todo lo que quería saber, aunque, quizás, la pregunta que
realmente moría por formular era: ¿estabas evitándome? Pero eso era
estúpido... ¿Verdad?
—Ahora que estamos casados, los bienes de mi padre ya están a mi
nombre. Hay tierras, propiedades, dinero… Es mucho de lo que debo que
encargarme: inventarios, empleados… Ya me entiendes.
Oh.
Oh. Se sintió como la más tonta de las tontas en ese momento. Por
supuesto que tenía muchísimos asuntos pendientes, una abismal cantidad de
trabajo por hacer, y ella, en su inseguridad, se pasó el día preocupada de qué
él no deseara su compañía.
—Claro que entiendo —dijo, como si no hubiese gastado siquiera un
pensamiento al respecto. Al menos podría mantener su dignidad—. Me
imaginé.
No supo si Daniel se dio cuenta de su mentira, así como no supo si le
dolía más la idea de que su esposo no la conociera en lo absoluto, o que no
le importara lo suficiente para insistir.
Daniel sonrió como si nada estuviera mal en el mundo. En un par de
movimientos se quitó las botas y, al instante siguiente, estaba frente a ella,
manos en su cintura, labios contra los suyos. Y ¡maldita sea! Layla olvidó
todo su descontento y se dejó arrastrar por el remolino de besos y pasión.
—Extrañé esto —susurró él.
«Esto». No «a ti». No «estar contigo».
«Esto»: los besos, las caricias, el sexo.
Lo ignoró. Lo ignoró todo y dejó que le desatara el corsé, que el vestido
cayera, que su cuerpo y el suyo fueran uno de nuevo, porque pensó, muy en
su interior, que quizás así era como debía ser. Tal vez eso era ser amada, y
tal vez era ella la que estaba equivocada al esperar más.
Los días siguientes fueron una copia exacta de ese. Astrid la despertaba,
la bañaba, la vestía y la arreglaba. Comían juntas, y todas las tardes ella era
más su dama de compañía que su sirvienta.
Cada noche, Daniel llegaba y despedía a Astrid. No lo decía en voz alta,
pero el mensaje estaba claro: «yo puedo ayudarla a quitarse el vestido». Y
Layla lo dejaba, pues ese era el único consuelo que tenía, la única similitud
con la vida que alguna vez imaginó.
Un par de semanas después de su boda, el patrón cambió.
Layla estaba sentada en su tocador, cepillando su cabello y recordando
cuando aquella era tarea de su madre. Hacía unos días había liberado a
Astrid de acompañarla por las noches; era inútil de todos modos.
Esperaba a Daniel ensimismada en su reflejo, tratando de percibir algún
cambio visible en su ser. No se percató de su presencia hasta que lo vio
reflejado en el espejo junto a ella.
Dios, era tan hermoso...
—Te tengo algo.
—¿Cómo? —musitó sin comprender.
—Un regalo —aclaró, sacando una cajita de terciopelo azul de su
bolsillo—. Ya era hora de que te diera tu regalo de bodas.
—Creí que ya lo habías hecho. —Señaló la casa, la habitación, su
vestido…
Daniel negó con la cabeza.
—Eso es solo mi deber. Pero esto… —Abrió la caja, extrayendo algo
brillante y plateado—. Esto —dijo al tiempo que posaba la cadena en sus
manos— es solo para ti.
Era un relicario. Grande, tanto que cabía perfectamente en el centro de
su mano, de forma ovalada. Era precioso, con un bello diseño de flores
silvestres y rosas que se extendía hacia el centro del dije.
—Ábrelo.
Eso hizo. Dentro pudo leer la inscripción:

Sus ojos se aguaron como si solo ese gesto hubiese puesto el parche en
todas sus heridas.
—Es… Es hermoso, Daniel. Muchísimas gracias. Me encanta.
Daniel hizo a un lado su cabello azabache con una gentileza
devastadora, y el óvalo de plata se acomodó en su pecho, justo sobre su
corazón. No pudo menos que admirar el brillo del metal sobre la palidez de
su piel.
Era delicado, hermoso y perfecto. El peso del collar se sentía… Bien.
Reconfortante.
Daniel apretó su hombro con cariño y le sonrió a través del espejo,
inclinándose para besar su cuello, subiendo por él hasta el lóbulo de su
oreja. Luego los besos siguieron, y la rutina que ya habían establecido las
últimas semanas siguió su curso.
21
E L T R AT O
1863

—D e veras es un regalo precioso, Layla —dijo Eva, admirando


cómo el enorme óvalo de plata se asentaba de forma delicada
y perfecta en la clavícula de su amiga.
—Lo es —aceptó ella, llevando los dedos al collar en un acto de reflejo
—. Debería estar muy feliz —murmuró.
Eva frunció el ceño, preocupada.
—¿No lo estás?
Layla solo se vio capaz de suspirar. Había pasado ya un mes y medio
desde el día de su boda, y en todo ese tiempo había tenido que
acostumbrarse a una vida que jamás pensó que llevaría. ¿Era demasiado
ingrato mostrarse infeliz por ello?
Pero Eva la entendería, tenía que hacerlo, pues Layla no sabía qué haría
si no podía contar con su gran amiga y confidente sobre ese aspecto.
—Yo… No lo sé —admitió, todavía insegura sobre si debía ser franca o
mejor disfrazar un poco la verdad—. Es difícil, Eva, realmente difícil, y me
siento tan… fuera de lugar.
La expresión de Eva se intensificó, con creciente preocupación por su
amiga.
No se habían visto mucho desde la boda, pues era comprensible y lógico
que ella necesitaría un tiempo para adaptarse a su nuevo hogar y estatus.
Solo se encontraron en una ocasión, cuando Layla fue a casa de Eva
acompañada de Astrid para entregarle a ella y a su padre una canasta de
regalos, comestibles y postres en agradecimiento por todo su apoyo y cariño
durante tantos años. Le parecía lo menos que podía hacer.
Esta era la primera ocasión en que Evanne iba a visitarla de forma
oficial como «su invitada». Layla le había enviado una carta hacía unos
días, citándola para esa tarde a tomar el té. Sabía que era innecesario; de
hecho, ambas lo sabían. Con una simple palabra bastaba, pero había que
admitir que seguir ese protocolo les hizo ilusión a dos muchachas que jamás
imaginaron que se encontrarían en un salón como aquel, luciendo vestidos
tan elegantes, finos y hermosamente decorados, tomando el té como dos
mujeres de la alta sociedad.
Layla sonrió, recordando la carta que había enviado a su amiga junto
con el paquete de regalo:

Mi querida Eva:

Espero que puedas hacerme el honor de asistir a la mansión Raven el


miércoles por la tarde a compartir el té conmigo. Tengo muchísimas ganas
de verte y ponerte al día sobre todo lo que te has perdido. ¡No sabes cuánto
te he extrañado!
Ha pasado demasiado tiempo para mi gusto, y mi corazón llora por tener
una conversación contigo como las de antes. Siento como si hubiesen
pasado años, cuando han sido solo unas semanas.
Sé que tanta formalidad no es necesaria entre nosotras, pero es mi primera
carta como la señora de esta casa y tengo que confesar que moría por
escribirla. Además, ¿cómo sino podría hacerte llegar también mi regalo?
Espero que te guste, y antes de que puedas protestar, ¡por favor, insisto! Te
lo mereces y, de todos modos, este color siempre te ha quedado mucho
mejor que a mí.
Espero verte pronto.

Con mis más sinceros cariños,


Layla Raven.

Eva estaba hermosa con el vestido de color verde agua; tenía razón en que
esos tonos fueron hechos para ella.
A Layla le recordaba al que usó para su boda. Solo por el color, porque
todo lo demás era distinto. Era de mangas cortas y abultadas, con girasoles
bordados en el corsé que hacían juego con el cabello dorado de su amiga.
Parecía una princesa.
Layla se apegaba a los celestes, aunque de vez en cuando disfrutaba
variar hacia colores lilas o rosas. Siempre admiró cómo el cabello de Eva y
su piel ligeramente bronceada hacían que todo se viera bien en ella.
Amarillos, rojos… Se vería despampanante en un vestido rojo. Ella, en
cambio, sentía que se vería por completo opacada por su atuendo si se ponía
algo así.
—¿A qué te refieres? —Layla se contuvo de sacudir la cabeza cuando la
voz de su amiga la trajo a la realidad—. Digo… No puedo ni imaginarme el
gran cambio que esto ha sido para ti, pasar de vivir solo con tu madre en la
cabaña a esto —gesticuló de forma exagerada hacia su alrededor—. Pero,
¿no es lo que querías? ¿Acaso no lo vale a cambio de estar con Daniel?
—Esa es la cuestión. Es que no estoy con Daniel. Él nunca está en casa,
se pasa los días fuera y yo me siento tan sola. Sí, por supuesto que es
distinto a cómo era mi vida antes de casarme. En casa éramos mi madre y
yo, y estaba bien con eso. Me sentía… en control; hacía las cosas del hogar
y eso me gustaba, era una buena forma de ocupar mis días.
—¿Y ahora?
—Ni siquiera escojo a qué hora levantarme. Vienen por mi todas las
mañanas, me asean, me visten… Soy como una muñeca que no puede
cuidarse por sí sola. No estoy a cargo de nada, no en realidad. —Antes de
que Eva pudiese decir nada, ella agregó—: Y estoy tan agradecida, tan
agradecida con Astrid… Ni te imaginas cuánto. Sin ella, estaría perdida en
esta casa.
Layla miró a su amiga, afligida, sin conseguir encontrar las palabras
para su pesar. Lo intentó una vez más, suspirando para ordenar sus
pensamientos:
—Todo lo que solía hacer ahora está fuera de los límites, pues es mal
visto que alguien de mi… de mi nuevo estatus haga lo que era mi rutina.
Así que, en lugar de hacer las comidas, la limpieza o las compras, me siento
aquí todos los días, leo, tomo el té y Astrid me hace compañía. Eso es todo.
¿No crees que… carece de propósito?
Los ojos de Eva brillaron. Con la voz llena de pena, musitó:
—Somos mujeres. —Casi se lamentó—. Creo que… No se supone que
debamos tener un propósito.
—¿Entonces solo… dejo que mi vida se me escape?
—Oh, Layla —lloró Eva, extendiendo su mano hacia la de ella para
consolarla—. No sé qué decirte, esto está fuera de todas mis experiencias.
—Lo sé, lo sé. Solo me alegro de que estés aquí, de poder hablar
contigo.
—Quizás solo necesites más tiempo —sugirió.
—¿Está mal querer más que esto? Quiero decir… Sé que soy muy
afortunada, que muchas mujeres sueñan con esta vida, pero yo solo quería
amor, quería el amor de Daniel, y parece ser lo único que no puedo tener.
—Creí que las cosas habían mejorado entre ustedes antes de la boda,
que habían conversado y que…
—También yo. Tenía esperanzas, y fue en vano. No soy… —No sabía
cómo decirlo, o quizás la realidad era demasiado dura de aceptar—. No soy
una esposa, Eva. Soy un trofeo que exhibir.
Eva no dijo nada. ¿Qué podía decir que aliviara el dolor de su mejor
amiga? Se había quedado sin palabras y, en cualquier caso, no creía que
hubiese palabras adecuadas. La abrazó; la estrechó entre sus brazos con
fuerza y urgió:
—Habla con él, Layla. Habla con él y dile todo esto tal como me lo
estás diciendo a mí, porque no soporto la idea de que lleves una vida de
tristeza, encerrada en un castillo.
Una lágrima rodó por la mejilla de Layla, quien asintió contra el cabello
de Eva, enterrando más en él su rostro y su pesar.
—Lo haré esta noche, lo prometo.

Tal como prometió a su amiga, Layla esperó a Daniel paseándose por la


habitación como si pretendiera hacer un agujero en el suelo y enterrarse
dentro. Se movió de un lado a otro, inquieta. Como Astrid ya no la
acompañaba, no tenía con quién compartir sus preocupaciones, y aunque su
confiable sirvienta estuviese allí… ¿No vería con malos ojos lo que Layla
tenía para confesar? No, era mejor que ni se enterara.
Retorciendo sus manos, aguardó el momento en que su esposo abrió la
puerta. En el silencio y quietud de la noche, el sonido de la puerta al chocar
con la pared del cuarto se sintió como un estruendo que la hizo sobresaltar.
—¡Daniel! —exclamó, nerviosa, sin saber muy bien qué más decir.
Nunca habían tenido saludos cariñosos en su regreso a casa. Al menos,
no en palabras. Daniel sonrió en su dirección y le dedicó una mirada tan
efímera que, si Layla no hubiese estado acostumbrada a ellas, podría pensar
que se la imaginó. El cabello le caía desordenado sobre los ojos, y su
camisa estaba arrugada después de un arduo día de trabajo. Se veía… No;
no quería pensar en eso. No iba a dejar que la distrajera.
Era hermoso, sí, siempre lo había sido, y ahora era suyo. Estaban
casados y no tenía que rebuscar momentos para admirarlo. Además, su
apariencia no lo era todo, y podía apagar sus pensamientos acerca de su
físico para concentrarse en la tarea en mano. Si tan solo fuera así de fácil
apagar el resto de sus sentimientos de la misma manera…
Daniel terminó de quitarse las botas y se acercó a Layla con ansias y
hambre en los ojos. Intuyendo lo que venía, ella retrocedió. Solo un paso,
no lo suficiente para chocar con el borde de la cama, pero sí lo suficiente
para hacer clara su intención.
—Daniel —habló antes de que el desconcierto cubriera cada una de sus
facciones—, esperaba que pudiéramos hablar.
Terminó con una sonrisa, la más inocente de todas.
—¿Oh? —se limitó a murmurar, alzando las cejas con curiosidad—.
¿De qué quieres hablar?
—Pues… de nosotros. De nuestra vida juntos.
Odiaba sonar tan débil, tan pequeña y dudosa de cada una de sus
palabras.
Sin comentar nada al respecto, Daniel avanzó y pasó de ella, sentándose
en el borde de la cama. La miró, expectante, y Layla se sintió un poco más
tranquila al ver que su esposo parecía genuinamente interesado en lo que
ella quisiese discutir.
—Te escucho.
—Bueno… —¿Cómo debía empezar?—. Estas semanas han sido un
gran cambio para mí. He intentado ajustarme lo mejor posible a esta vida;
Astrid ha sido una ayuda muy valiosa, pero ya casi han pasado dos meses
desde nuestra boda, y esperaba…
Al ver que se detenía, Daniel la animó:
—¿Sí? ¿Qué esperabas?
—Esperaba atravesar todo esto contigo, Daniel —casi exclamó las
palabras. Y se sentía tan bien poder decírselas, que él las escuchara… Layla
fue a sentarse junto a él y le tomó las manos—. Sé que has tenido
muchísimo trabajo y lo entiendo, de veras que sí, es solo que yo… me
siento muy sola aquí, Daniel. Y quizás me equivocaba al pesar que todo
sería más fácil y que tendrías todo el tiempo para resolverlo conmigo, pero
quizás… Tal vez…
—Tal vez, ¿qué?
—Tal vez podríamos encontrar la manera de pasar más tiempo juntos,
de poder hablar más y no solo… encontrarnos por las noches en la cama.
La expresión de Daniel era inescrutable. Layla solo deseaba poder
entrar en su mente para poder conocer lo que estaba pensando, porque su
rostro no le decía nada. Para no caer en el silencio, ella continuó:
—No me malinterpretes, me gusta lo que hacemos. El problema es que
ni eso se siente auténtico, porque luego tu… Y por las mañanas te vas y ya
no sé más de ti. ¿Quizás podría acompañarte en tus tareas? Solo por un
tiempo. Aún hay tanto que no hemos discutido…
—Layla —la cortó Daniel. Ella se detuvo en seco y se volteó a verlo, su
estómago descendiendo hasta el suelo—. Por supuesto que no puedes
acompañarme. ¿Cómo crees…? —suspiró exasperado, revolviendo su
cabello con las manos, como si fuese la idea más inimaginable—. ¿Cómo
piensas que se vería que mi nueva esposa me acompañe al trabajo? Tienes
que dedicarte a lo tuyo, a la casa y esas cosas. Lamento que te sientas sola,
pero ¿qué creías? Así es como funciona.
Todo dentro de ella se puso tenso, esperando, intuyendo lo que venía.
—Creí que seríamos diferentes —musitó, apenas audible—. Creí que
seríamos amigos, ante todo, y…
—No somos amigos, Layla. Somos marido y mujer.
—Eso lo sé…
—Y tu obligación como esposa es servirme, ¿entiendes eso? Ya sea en
la cama o de otras formas, aquí, en casa.
Ella tuvo que tomarse un minuto para procesar sus palabras. Tragó
saliva con dificultad, sintiendo una piedra bajar por su garganta.
—¿Qué? —fue lo único que atinó a decir.
—Estoy bajo mucha presión, trabajo todo el día, ¿y tú qué haces? —Su
voz sonaba tan despectiva, tan fría… Ella jamás pensó que volvería a
escucharlo hablarle de esa forma—. Lo único que te pido a cambio es un
momento de cariño por las noches, y tampoco es como si no lo disfrutaras.
—No era consciente que debía pagarte por ser tu esposa —espetó.
—Así es como funciona —repitió él.
Layla, sin poder contenerse, soltó:
—Pues, en ese caso, creo que ya lo he hecho, ¿no? Si no te hubieses
casado conmigo, no tendrías lo que tienes ahora. ¡Estarías en la ruina!
—¡Y qué mal resultó para ti ese arreglo, ¿a que sí?! —gritó Daniel de
vuelta, poniéndose de pie—. Obtuviste todo lo que querías.
—¡No, no he obtenido nada!
—Porque una mansión, un nuevo estatus y más dinero del que has
gastado en tu vida es poca cosa —se burló él.
—¡Te quería a ti! Lo sabes —recriminó—. ¡Y nunca estás!
—Sí, claro.
—Pensé que todo esto había quedado zanjado. Pensé que todo quedó
acordado antes de casarnos, que seríamos un… un equipo. Pensé… —Se
detuvo; no lo valía—. Qué pena —dijo en su lugar— que te cueste tanto
creer que alguien pueda quererte a ti por ser tú, sin importar todo lo que
conlleva.
Daniel soltó un resoplido a medio camino entre la risa y la burla.
—Dedícate a lo tuyo, Layla. Y deja de pensar tanto, ya que estamos.
Cuando el portazo anunció la salida de Daniel y Layla se quedó sola en
la habitación, fue como si el vacío de la estancia amenazara con tragársela
por completo. No era capaz de procesar las palabras dichas, de inferir un
significado o de darle el lugar correcto dentro de sus pensamientos. Solo
permaneció sentada al borde de la cama, con ambas manos sobre el pecho,
sintiendo el latido de su corazón desaforado…
En algún momento empezó a llorar, y las lágrimas cayeron con tanta
facilidad que no pudo detenerlas. Se quedó pasmada, quieta y rota, casi
como esperando a que alguien moviera sus hilos para levantarla de nuevo,
porque comenzó el día sintiéndose como una mujer que luchaba por lo que
deseaba para su vida, y ahora se vio reducida a una marioneta.
Miró por horas la puerta por la que Daniel había desaparecido, deseando
que se abriera, verlo entrar y caminar hacia ella. Entonces, hablarían las
cosas con calma, ambos se disculparían por lo que había pasado y estaría
todo bien. Ellos estarían bien.
Eso no fue lo que pasó. Sin moverse, llorando y con el alma encogida,
Layla observó la puerta hasta que la vela que iluminaba la habitación se
consumió, y no pudo ver nada más.
Daniel no volvió en el resto de la noche.

La siguiente noche, cuando se esperaba la aparición de Daniel, Astrid ocupó


su lugar. No pronunció palabra alguna; solo la miró con pena y empatía, y
se dedicó a prepararla para dormir. Le quitó el vestido, desató su cabello y
lo cepilló, amarrándolo en una larga trenza que caía sobre su espalda. Y
mientras lo hacía, Layla lloró: no con lágrimas, sino con un llanto
silencioso que nadie más escuchaba.
Layla no encontró la fuerza para hablar durante todo el tiempo que
Astrid estuvo a su lado. Y cuando la joven se despidió, Layla tampoco dijo
nada cuando escuchó sus palabras:
—No puedo imaginar cómo debe sentirse, señora. Y aunque no es mi
lugar, he visto cómo ha luchado por encontrar su espacio aquí, por convertir
este lugar en su hogar. Nunca la he visto flaquear. Usted es fuerte, no lo
olvide.
Layla asintió y, aunque estaba estupefacta, guardó cada palabra en su
corazón. Eso hizo que ya no sintiera tanto frío.
Se acostó y se aovilló sobre sí misma para entrar en calor, y por más que
la cabeza le daba vueltas, pronto consiguió caer en un pesado sueño que
solo se vio interrumpido una hora más tarde, cuando Daniel entró en la
cama y, sin decir nada, se durmió junto a ella.
Layla no consiguió despertarse lo suficiente como para conversar con
él. Era una situación fría e inhóspita, pues intuía que, aunque hubiese
podido despertar, había una razón por la que su esposo envió a Astrid esa
noche, y esperó para ir al cuarto hasta una hora en que ella ya estaría
dormida.
Por la mañana, la luz blanca de un día nublado inundó sus retinas
mucho antes de lo que Layla solía despertarse. Sintiendo un movimiento a
su lado, entreabrió los ojos para ver a Daniel atándose las botas.
—¿Dan? —murmuró.
—Es temprano. Sigue durmiendo.
Su voz no era fría como la otra noche. No era cálida ni amorosa,
tampoco. Solo sonaba… indiferente.
Tratando con todas sus fuerzas de desperezarse, se incorporó un tanto.
—Pero… deberíamos hablar.
Solo escuchó un largo suspiro en respuesta. Lo vio levantase, de
espaldas a ella, y caminar hacia la puerta. ¿Iba a irse otra vez, así sin más?
El pensamiento bastó para terminar de despertarla, pues de pronto se sentía
lúcida y enojada, con la sangre corriendo furiosa por sus venas.
—Daniel.
Su voz era cortante y determinada: no aguantaba más esa situación.
¿Por cuánto tiempo, si no, estarían peleados?
—Ya lo hicimos, Layla. No funcionó.
Abrió la boca para replicar. Antes de que el sonido la abandonara, la
cerró, pues iba a hablarle al cuarto vacío.

Esa noche la despertaron las voces.


Se incorporó sacudiéndose el sueño, extrañada. ¿Qué hora sería? No
podría ser tan tarde, pues ¿quién en su sano juicio visitaría la mansión en
mitad de la noche? Los sirvientes ya estaban dormidos, de eso al menos
estaba segura.
Un murmullo extraño y agitado alcanzaba sus oídos, aunque
amortiguado. De haber estado sumida en un sueño más profundo, jamás se
habría despertado, sin embargo, su constante angustia debido a la situación
con Daniel la mantenía nerviosa y agitada, en constante estado de alerta, de
modo que el menor movimiento o ruido la arrojaba de vuelta a la realidad.
El corazón le latía desaforado, como si quisiera escapar de su pecho y
dejar un enorme agujero sangrante. Últimamente se despertaba mucho con
esa sensación, y era de lo más desagradable.
Trató de respirar, calmarse y escuchar. Agudizó el oído y se concentró
en los murmullos... Nada, no entendía nada. Ni siquiera podía distinguir si
eran voces masculinas o femeninas, solo que debían estar hablando bastante
fuerte si el sonido llegaba hasta su habitación en el segundo piso.
La curiosidad se removió en su interior, junto con una extraña sensación
indescriptible que le decía que necesitaba averiguar de qué se trataba, que
era algo importante.
Se levantó y se cubrió con su bata de terciopelo, que a oscuras parecía
de un azul intenso, sin rastro del tono verde que tanto le gustaba.
Tomó la palmatoria de la mesita de noche y encendió la vela antes de
abrir la puerta y salir al pasillo, iluminando su camino. A medida que se
acercaba a las escaleras, pudo distinguir que eran dos personas discutiendo:
un hombre y una mujer. ¿Acaso era Daniel el que sonaba tan molesto? Y la
otra persona... ¿Quién era? ¿Por qué estaba aquí?
Una sensación de vacío y nausea comenzó a formarse en la boca de su
estómago. ¿De qué demonios tendría que hablar Daniel con una mujer a
escondidas, en medio de la noche? No quería que su imaginación la
traicionara; de seguro no era ni de lejos tan terrible como se imaginaba…
—… no sabes ser paciente.
La voz de la mujer… Le parecía familiar.
Escuchó a Daniel resoplar en la estancia contigua.
—¿Es una broma?
—No han pasado más de dos meses, por el amor de Dios —se burló la
mujer—. Estas cosas no suceden de la noche a la mañana.
—Teníamos un trato —escupió Daniel.
—Tenemos un trato. Y cuando lo hicimos, te dije que mi hija ha pasado
años sin tocar su poder. ¿Acaso creías que su amor por ti iba a cambiar eso?
Dudo que te quiera tanto.
Layla se quedó de piedra al pie de la escalera. No pudo reaccionar, no
pudo moverse, no pudo hacer nada más que apretar con fuerza la palmatoria
entre las manos, pues de otro modo estaba segura de que la iba a dejar caer
de la impresión, delatando su presencia. Reconoció la voz de su madre, el
tono de burla con el que había pasado toda su vida, en cuanto se acercó lo
suficiente.
Pero lo que había dicho… No podía estar hablando de eso, ¿cierto?
—No puede ser —musitó Layla—. Ella no lo haría, no…
—Layla ni siquiera ha mencionado…
—Por supuesto que no, niño tonto. —Layla casi podía ver a su madre
poniendo los ojos en blanco del otro lado de la pared. Jamás la había
escuchado hablarle así a alguien, no de forma tan directa. Daniel no iba a
estar nada feliz al respecto—. Necesita confiar en ti para hacerlo, y te
aseguro que jamás vas a darle esa seguridad si siguen peleando por un
matrimonio arreglado.
La voz de Daniel era fría como el hielo cuando dijo:
—No quería esto. Entenderá que sea difícil…
—Puedes engañarte diciendo que esto no es lo que querías todo lo que
desees, Daniel —habló Lucía con calma, como si nada en el mundo pudiera
perturbarla—, puedes mentirle a ella o a ti mismo, pero a mí no me vengas
con cuentos, porque quisiste esto en el minuto en que te ofrecí el poder de
mi hija a cambio de aceptar su mano.
A oír eso, Layla ya no pudo aguantarlo más. Soltando toda la
respiración que estaba conteniendo en un suspiro furioso y herido, bajó los
últimos escalones que le quedaban y entró en la sala.
—Debo haberme visto como una tonta todos estos meses —dijo, sin
esperar a que se percataran de su presencia, con todo el resentimiento que
sus palabras fueron capaces de destilar—, tratando de ser una chica normal,
debatiéndome conmigo misma sobre si decirte o no, preguntándome si no
estaríamos mejor así… Y lo has sabido todo este tiempo. Y por eso
aceptaste casarte conmigo.
No estaba segura de cuál era la reacción que esperaba, sin embargo, su
madre, como siempre, se mostró imperturbable, y el rostro de Daniel era
una mezcla de emociones tan enredadas una con la otra que le era imposible
separar la sorpresa del desconcierto, la tristeza de la lástima, el enojo del
dolor.
—Layla…
—Siempre tan exagerada, mi niña.
Su madre se acercó un par de pasos, lentos, deliberados. Y Layla no lo
aguantó. ¿Es que le importaba tan poco que ni siquiera podría aceptar lo
traicionada que se sentía?
—¡¿Disculpa?! —alzó tanto la voz que salió como un chillido. Respiró
una, dos veces para calmarse, obligándose, por lo menos, a lucir tan serena
como su madre en ese momento—. Me vendiste al mejor postor… ¡Otra
vez!
—Todo era parte del mismo trato, cielo, ¿qué no es lo que querías?
Layla casi sonrió por la ironía.
—¡Estoy harta… —gritó— de que todos se crean los indicados para
saber qué quiero y qué no! Tú, de todas las personas —se burló, tal como
Lucía había hecho antes con Daniel: imaginaba que a su madre no le iba a
agradar tampoco, pero ya no… no le importaba—, deberías velar por mi
bienestar, y en su lugar solo juegas de acuerdo a tus intereses, no los míos,
jamás los míos.
—Cuida tu tono, Layla —advirtió su madre.
—Es «señora Raven» para ti —le espetó—. Te aseguraste de eso, ¿no?
Por todos los medios, según veo. Así que ahora acepta las consecuencias,
madre, y lárgate de mi casa.
Muchas emociones pasaron por los ojos de Lucía, y esa fue la primera
vez que Layla pudo reconocer de forma tan clara el chispazo de ira que la
asaltó. Por un segundo, pensó que su madre iba a abofetearla. Fuera como
fuera, ella no cedería. Estaba harta de ser utilizada como moneda de
cambio.
Para su sorpresa y la de Daniel, Lucía sonrió y caminó hacia la salida.
Abrió la puerta, dejando entrar una ráfaga de aire frío del exterior, y se
volteó, mirando a ambos con desdén. Le dijo a su hija:
—Es la primera vez que me siento remotamente orgullosa de ti.
Y se fue sin decir más.
Layla se tomó un minuto para procesarlo, sin terminar de comprender
qué demonios acababa de pasar. Su respiración estaba tan agitada que se
sentía sin aire, y la adrenalina corría por sus venas, haciéndole hervir la
sangre.
El silencio era aplastante y se hacía más pesado con cada respiración
exaltada que ingresaba a su cuerpo. Se volteó hacia Daniel, que la miraba
perplejo.
Layla no habló. No movió un solo músculo de su cuerpo o de su rostro,
esperando.
Daniel se dio cuenta y pasó ambas manos por su rostro, como si de
pronto el mundo se le viniera encima. La miraba con pesar, al menos,
aunque eso no le servía de mucho.
—Yo no…
—¿Cuándo? —exigió saber ella. Como Daniel no respondió, ella perdió
la calma—. ¡¿Cuándo?!
Su estómago se revolvió y dio un vuelco, pues muy dentro de su ser…
ella sabía. Sabía cuándo.
—Fue… Fue el día que mi padre te amenazó.
—El día que te disculpaste conmigo, querrás decir —espetó con
amargura, apretándose con los dedos el puente de la nariz. Lágrimas
ardieron en sus ojos, por lo que se dio la vuelta para evitar verse todavía
más patética—. El día que decidiste volver a tratarme como a un ser
humano, a dirigirme la palabra. Ese día.
Daniel, sabiendo que no tenía caso negar hacia dónde se dirigía la
conversación, se limitó a asentir con pesar.
—Sí.
Layla ahogó un grito de frustración, de rabia, de pena, de dolor. Se
controló. Respiró hondo, enterró todos sus sentimientos y los pedazos de su
corazón en el fondo de su alma, lo suficiente para que ni ella misma pudiese
volver a encontrarlos. No en su presencia, al menos.
Lo enfrentó, aun con lágrimas no derramadas en los ojos, pero con una
mirada distante, tan fría y carente de expresión como pudo.
—Y esta conversación con mi madre… ¿Fue antes o después que la que
tuvimos nosotros?
—Layla… —Por primera vez, era Daniel el que parecía atrapado,
acorralado y marchito. Esta vez el gato era ella, y él era el ratón enjaulado.
Su voz decayó hasta convertirse en un susurro—. Ya lo sabes.
¿Acaso creía que por decirlo despacio iba a romperla menos?
—Todo este tiempo… —rio con amargura—. Todo este maldito
tiempo… Me mentiste al decirme que lo sentías, que, en el fondo, sabías
que no podías culparme. Me mentiste al decirme que podríamos confiar el
uno en el otro, que seríamos una familia… Me mentiste al decirme que me
deseabas…
—No era mentira…
—¡No! —Esta vez fue una carcajada—. No, eso último no es mentira,
me ha quedado claro. —Su voz estaba cargada de un desdén que ella no
conocía, de una rabia que solo sintió una vez en su vida, cuando… No. No.
Tenía que controlarse, enterrar dentro de ella eso que chispeaba en la punta
de sus dedos, rogándole dejarlo libre—. Pero deseas mi cuerpo, no a mí. A
mí nunca me has querido. Supongo que la culpa de esa ilusión es mía, ya
que fuiste claro desde el principio.
—Layla… —dijo de nuevo, como si su nombre lo arreglara todo. Oh, y
a ella le encantaba escucharlo saliendo de sus labios… No cambiaba nada,
no ahora que sabía. Daniel trató de acercarse—. Es complicado, yo… Sí, te
culpaba y te resentía, y quizás mi disculpa ese día estuvo condicionada, tal
vez no fue del todo sincera…
—¡¿Tal vez?!
—¡No lo sé! —explotó él—. No sé lo que estaba pensando en ese
momento.
—¡Yo te digo lo que estabas pensando! —gritó a su vez—. Codiciabas
mi poder, así como lo codicias ahora —siseó. El fuego pareció removerse
tras ella. Daniel retrocedió un paso—. ¿Te dijo mi madre por qué no lo uso?
¿Se dignó a explicarte mis razones? ¿Te dignaste tú a preguntar?
Interpretaré tu silencio como un «no». Te lo diré, entonces: ¡casi mato a
alguien! ¿Lo entiendes ahora? ¡Podría haberlo matado! ¡¿Eso es lo que
quieres para ti también, para los hijos que tendrán tu nombre?!
—¡¿Y qué si lo es?! Has fantaseado durante mucho tiempo con historias
de amor, te pasas los días leyendo y te llenas la cabeza de ideas, ¿o piensas
que no lo sé? Layla, ¡madura de una vez! ¡Esas cosas no existen, ¿por qué
te empeñas en creerlo?!
—¿Por qué crees? —espetó casi sin aire, con lágrimas en los ojos. Esa
fue la gota que colmó el vaso, y ya no pudo contenerse—. Fantaseo con
ellas porque quiero creer que en la vida hay algo más, que existe un amor
capaz de superar todas las barreras y los obstáculos, capaz de conquistarlo
todo. Que allá afuera hay alguien destinado a amarme a pesar de mis
enojos, mis fantasías y mis lágrimas. Alguien que sienta que sus días son
mejores gracias a mí, que piense en mí por las mañanas y que sueñe con un
futuro para ambos antes de irse a dormir. Alguien cuyos momentos sean
más felices si está conmigo, alguien que no me deje sola, que comparta mis
risas y me abrace cuando estoy triste. Alguien que no se vaya, a quien no
pueda perder…
Todo lo dijo de una sola vez, sin pensarlo, sin respirar. Y se dio cuenta
del tiempo que llevaba guardándose aquellas palabras que contenían todo su
dolor, sus miedos y anhelos. Habían quemado en su interior por tanto
tiempo, que ahora que las dejaba salir no pudo parar, pues cada verdad que
pronunciaba era como un bálsamo para su corazón herido.
Antes de continuar, miró a Daniel a los ojos y respiró, infundiéndose
valor:
—Quiero creer que ese amor existe para mí, y que está en alguna parte,
esperándome, porque si no… Si no todo lo que me queda es permanecer
aquí, amando como lo hago, con todo lo que soy, sabiendo que tú nunca me
amarás de la misma forma. Aceptando que tus mejores momentos no son
cuando estamos juntos, y que soy lo último en lo que piensas por las
mañanas. Que el único futuro que ves para nosotros es uno que te
impusieron.
»Me toca quedarme haciendo las paces con el hecho de que, aunque
dices que me quieres, cada vez deseas pasar menos tiempo conmigo, y que
buscas excusas para que así sea. Aceptar, con todo el dolor de mi corazón,
que ahora no sonríes al verme como lo hacías cuando nos conocimos, o que
ya no me buscas con la mirada, preguntándote qué estoy haciendo o en qué
estaré pensando.
—Layla… —comenzó a decir Daniel. Ella lo interrumpió.
—Quiero creer que algún día encontraré a alguien cuyo amor por mí sea
tan fuerte, tan puro y verdadero, que no tenga miedo de expresarlo. Que me
diga que me ama, ¡que lo grite a los cuatro vientos si hace falta! Que le
cuente a todo el mundo lo orgulloso que está de mí, la suerte que tuvo de
encontrarme y lo increíblemente feliz que es de saber que, al día siguiente,
cuando despierte, estaremos juntos. Que lo diga sin vergüenza, porque…
¿por qué habría de tenerla? Y quiero creer todo esto aun si sé que es
imposible. Quiero creerlo porque necesito hacerlo. Pero… ¿sabes qué es lo
peor de todo? —preguntó, casi indignada consigo misma por lo que estaba a
punto de decir—. Lo peor de todo es que, incluso sabiendo que esa persona
no eres tú, no puedo dejar de amarte y de tener esperanzas de que algún día
me veas de otra manera. Y sé que podría renunciar a todo eso con tal de
que…
No hizo falta que terminara la frase. Él entendió. Y por primera vez en
mucho tiempo, Layla vio su dolor reflejado en los ojos de él. Era un dolor
compartido, pues él sabía que ya jamás podría darle lo que anhelaba.
—Renunciaría a todo eso con tal de que lo nuestro no se acabe, porque
así de mucho te amo —susurró.
No tuvo el valor de verlo a los ojos después de aquella confesión. Había
abierto su alma y no tenía el coraje para quedarse y escuchar su rechazo… o
peor: su silencio.
22
V E NTA J A S Y D E S V E NTA J A S
2018

W ill y Maya conectaron desde el momento en que se conocieron;


fue algo casi destinado. A menudo, ella pensaba en todas las
cosas que hubieran cambiado en su vida si su madre no hubiera conocido a
su padre y a Lucas, y sinceramente, no tenía idea de qué hubiera sido de
ella. Bueno, en primer lugar, ¡ella no existiría! Era tan simple como eso.
Solía olvidar que ella y Lucas no compartían la misma madre. Eran
iguales en tantos sentidos y se complementaban de tal manera que nunca
podría pensar en él como su «medio hermano». Era su hermano y punto.
En cualquier caso, si hubiese una forma de que ella existiera por
separado de Lucas, lo más probable era que nunca hubiera conocido a
ninguno de sus amigos, ni habría asistido a la misma escuela. Mucho menos
habría conocido la magia y todo ese mundo nuevo y extraordinario.
Cuando conoció a Will, fue gracias a Lucas, por supuesto, porque ellos
se hicieron amigos primero. Esa era otra cosa que a menudo olvidaba: tanto
Will como Jason y también su hermano eran un año mayores que ella. Era
algo que pasaba por alto, que en realidad a nadie le importaba y nadie tenía
en cuenta, excepto cuando la realidad se lo recordaba. Como cuando Lucas
cumplió dieciséis y se dedicó a recordárselo cada cinco minutos, diciéndole
todo lo que «no podía hacer» por seguir teniendo quince.
Maya sentía que un año no era tanto. ¡Qué va! No era nada. Era una
estupidez, y aun así…
Muchas veces se sintió dejada de lado, como si ella y Amanda no
fuesen lo suficientemente geniales como para juntarse con el grupo, y
odiaba eso con todo su ser.
Cuando Will llegó al colegio, fue como el respiro que necesitaba,
porque si bien Jason era su amigo, siempre sintió que él era más amigo de
Lucas que suyo. Will estaba en un punto intermedio, justo en la línea, y por
eso Maya sentía que podía confiarle lo que fuera.
Irónico era que él y su hermano eran de las personas más importantes en
su vida, y ninguno tenía idea de todo lo que les estaban ocultando.
Ese día, como cualquier otro, salieron corriendo de clases para escapar
de la institución apenas terminó la jornada. Lucas y Jason tenían práctica de
baloncesto, Amanda se había ido a casa a estudiar para un examen de
Historia, y Lianne se había quedado en el aula de Biología para discutir una
lectura reciente con la profesora, ¡porque ahora se llevaban bien! De hecho,
Lía solía quedarse hasta más tarde los lunes para poder analizar temas de
botánica, ensayos y cosas por el estilo. A Maya nunca se le ocurriría
quedarse dentro del colegio más tiempo del necesario, mucho menos para
estudiar, así que salía de inmediato.
Will parecía sentirse de la misma forma, o quizás era solo para
acompañarla, en cuyo caso lo apreciaba todavía más.
—¿En qué piensas? —quiso saber Will.
Eso la devolvió a la realidad.
—Tonterías —sonrió, e hizo un gesto de la mano para desestimar sus
propios pensamientos.
Will rodó los ojos.
—Sí, seguro.
—¿Eh?
—No soy idiota —replicó. Maya se volteó a verlo, sin comprender qué
acababa de suceder. Con el frío, sus mejillas y la punta de su nariz se veían
tan rojos como su cabello—. Sé que todos ustedes me ocultan algo, solo no
sé qué ni por qué.
—Will…
—Por favor, no me mientas.
Ofendida, Maya se llevó una mano al pecho.
—¡No iba a hacerlo!
—¿En serio? —sonaba escéptico.
—En serio —confirmó ella—. Solo iba a disculparme.
—Ah, ¿sí?
—Pues sí, porque tienes razón. Hemos estado guardando muchos
secretos, y créeme, no es lindo. No es que queramos esconderlo, la verdad
es que solo se ha dado así y es más fácil. Amanda ha estado lidiando con
muchas cosas estas semanas, no ha estado muy bien.
—Sí, eso lo he notado. Pero se ve mejor ahora —comentó—. Mucho
mejor. ¿Estuvo enferma?
—Sí. Y muy decaída. La cosa es… que es ella quien tiene que decidir a
quién contárselo y cuándo, ¿entiendes? —Will, por supuesto, asintió—.
Estoy segura de que cuando termine de procesarlo todo, querrá que sus
amigos lo sepan.
—¿Lucas lo sabe? —inquirió, curioso.
Maya suspiró. No quiso decir directamente que no, por lo que se limitó
a responder:
—Se lo dirá pronto.
—Entiendo. —Fue todo lo que dijo Will. Después, la imitó y soltó un
profundo suspiro—. Antes de las vacaciones llegué a pensar que había
hecho algo para molestarte.
—¿Qué? No, claro que no. Sé que estuve distante, pero ¿por qué
creerías eso?
Él se encogió de hombros.
—No sé, es que te enojas por todo.
—¡No me enojo por todo! —Su chillido de indignación hizo que
algunos compañeros de clase que todavía rondaban por ahí, voltearan a
verlos. Maya se forzó a respirar y a no seguir chillando—. Puede que un
poco. Solo un poco.
Will se carcajeó, y aunque Maya odiaba que se burlaran de ella, no pudo
evitar reírse con él.
—¿Sabes? —comenzó Will, dejando las risas de lado—. Aparte de todo,
y por más que haya sentido que te alejabas un poco, estoy feliz, porque a ti
se te ve feliz.
—¿En qué sentido?
—Con Amanda y Lianne. Se nota que se llevan muy bien y que
disfrutan el tiempo juntas.
—Sí, eso es cierto. ¿Te soy sincera? Creo que es lo que siempre me
faltó: tener un grupo de amigas de mi edad. Claro, siempre ha estado
Amanda, pero ya sabes lo que dicen, «tres personas son una fiesta», ¿no? —
Will negó, divertido—. De hecho, en eso pensaba cuando iniciamos toda
esta conversación.
—¿En las tonterías?
—Las mismas. Pensaba en que, por más que Lucas, Jason, tú y yo
somos amigos… mejores amigos, con Amanda y Lía somos un equipo. No
sé si me explico.
—Claro que sí, Maya.
—Es que nadie me entiende como ellas.
—Por eso estoy feliz de que las encontraras a ambas.
—Yo también. —Maya sonrió—. ¿Y tú? Ya que estamos, ponme al día.
Siento que me he perdido del mucho.
—No, no en realidad. Mi vida es aburrida, Maya. Y creo que ni siquiera
a mí me gusta.
—Pues cámbialo —sugirió—. Haz cosas nuevas.
—¿Cómo qué?
Maya se lo pensó un minuto.
—Podrías tratar de unirte al equipo, con los chicos.
—Ni loco. ¿Te das cuenta de todas las probabilidades que tendría de
acabar con mil huesos rotos?
—Pues… ¿Música?
Will lo pensó un momento.
—Eso sería interesante. Siempre me ha gustado la guitarra, podría
buscar a alguien que me enseñe.
—Te imagino tocando guitarra. Tienes cara de guitarrista.
—Ni siquiera voy a preguntar —murmuró él.
—A ti lo que te falta es una novia —declaró Maya, con toda certeza.
William resopló fuerte.
—¿Y qué?, ¿te estás ofreciendo?
—¡Ni loca…! Pero si llegamos solteros a los cuarenta, puede que tenga
que pensármelo de nuevo.
Esa era otra de las cosas que la preocupaban. Su amistad con Will
siempre fue muy linda, sincera y tierna, de esas que se ven en las películas o
se leen en los libros, de esas en las que esperas y rezas para que los
protagonistas se queden juntos al final. Maya casi sentía esa presión sobre
ella; sin embargo, jamás había sentido por Will de esa manera. Era como su
segundo hermano, tan familiar y cercano que no podía imaginárselo de otro
modo.
Para su suerte, parecía que Will sentía lo mismo.
—Haremos el trato, entonces. —No era una pregunta.
—¿Qué trato?
—Ese en donde decimos que nos casaremos a los cuarenta si ninguno
tiene pareja.
—No sé si decir que eso es demasiado cliché para mí o solo seguir la
corriente y decirte que sí. Creo que eso, sí. Suena muy tentador.
—Entonces, ¿aceptas?
—Por supuesto que acepto, William. Siempre y cuando tú accedas a
algunas condiciones.
—¡JÁ! Pues claro. No me lo esperaba de otra forma.
Se sonrieron el uno al otro, dejando atrás todos los malentendidos.
Dándole un empujoncito con el brazo, Will se despidió de ella, y Maya se
fue a casa con el corazón ligero.

—¿Crees que ganaremos? —preguntó un dudoso Lucas.


Jason soltó el resoplido más grande de toda su vida.
—Por favor, eso no se pregunta.
—Entonces, ¿sí?
—¡Claro que sí! ¿Quién eres y qué hiciste con mi mejor amigo? Tierra
llamando a Lucas.
—Oh, cállate ya —le pidió, mas sonreía—. A veces eres odioso.
—Gracias, me esfuerzo cada día por ser así.
—Los dos son odiosos —se quejó Amanda.
Lianne asintió.
—Muy odiosos.
Jason la miró, ofendido.
—¡Es el primer partido de la temporada! ¿Sabes lo que eso significa? —
se defendió.
—No, pero estoy segura de que estás a punto de explicármelo.
—¡Pues que es el partido más importante del año! ¡Define cómo irá
toda la temporada!
Lucas, a su lado, asentía en modo automático.
—Si ganamos…
—Cuando ganemos —corrigió Jason.
Lucas rodó los ojos.
—Cuando ganemos, será como decirle a todos los equipos rivales que
eso es lo que pueden esperarse para el resto de los juegos. Es como…
—Guerra psicológica —terminó Jason.
—Vale, ¿y esto es…? —preguntó Amanda, tan desorientada como
Lianne.
—En dos semanas, el viernes dos.
—Y… ¿Estamos invitadas? —preguntó Lianne.
Todavía recordaba cuando le dijo a Jason que nunca lo había visto jugar.
Le había preguntado si era bueno, y no se le olvidaba el temblor que sintió
ni la forma en que su piel se erizó cuando él le susurró al oído «soy el
mejor».
Se sintió abochornada solo de pensarlo. Para su suerte, nadie lo notó.
—Claro que estás invitada, Lía. Tú, y tú —le dijo Jason a Amanda—,
tienen que venir.
Amanda sonrió.
—Ah, ¿sí? ¿Tenemos?
Lucas se encogió de hombros.
—Es apoyo moral.
—No pareciera que lo necesiten —se burló Lianne, y cuando Jason la
miró mal, ella negó con la cabeza—. Obvio que iremos, bobo. No me lo
perdería por nada del mundo. Pero vas a tener que explicarme cómo se
juega; no quiero estar colgada todo el partido. —Jason la miró como si
hubiese dicho la cosa más terrible del mundo. Antes de que le dijera algo,
ella agregó—: No, no sé cómo se juega, ¿sí? Nunca me ha interesado. ¡No
digas lo que estás pensando!
—Entonces lo diré yo. —Lucas se sacudió entero, como si la sola idea
lo espantara—. Lianne, no puedes no saber. Es trágico.
—Eso es nuevo —comentó Amanda.
Lianne y su amiga se miraron con la cara seria por exactamente medio
segundo antes de estallar en risotadas que les ganaron varias muecas de
parte de Jason y Lucas, que las veían como si no entendieran lo gracioso de
la situación.
En ese minuto, llegaron Will y Maya, quienes venían atrasados de la
cafetería.
—¿De qué nos reímos? —quiso saber Will.
—No sé, me pregunto lo mismo —dijo Lucas con el ceño fruncido.
Jason le explicó:
—Lianne no sabe cómo se juega el basquetbol.
—Oh. —Maya lo sopesó un momento. Entonces se dirigió a su amiga
—. No te pierdes de nada.
—¡Te juro que no es mi hermana! —declaró Lucas de inmediato.
—¿Hablaban del partido? —preguntó Will.
Tanto Jason como Lucas pronunciaron, al mismo tiempo, un rotundo:
—Sí.
—¿Irás? —Will le preguntó a Maya.
—Mmm… No lo sé. Lo siento —le dirigió una mirada a su hermano—.
¡Es que me aburre!
—Podemos ir por malteadas —ofreció Will, antes de que Lucas dijese
otra estupidez—. Y nos juntamos todos cuando termine el juego.
—¿Y luego vamos todos por hamburguesas? —sugirió Amanda.
Maya asintió con energía.
—Sé que lo digo siempre, pero suena como el mejor plan del mundo.

—¿Lo ves? No es difícil. Defensa y ofensa, nada más.


Jason hablaba como si fuera lo más lógico del mundo y, por
supuesto, para él lo era.
Ese día era miércoles. Estaban a poco más de una semana del partido, y
Jason tenía entrenamientos tres veces a la semana con el equipo. Después
de clases, Lianne se fue directo a casa a estudiar y, como terminó antes de
repasar la materia que necesitaba, aprovechó el tiempo para tocar el piano.
Su instrumento había estado bastante abandonado, y ahora notaba sus
dedos tensos y torpes. Hizo varios ejercicios, que repitió hasta que se sintió
preparada para tocar una melodía. No fue perfecta, sin embargo, se sintió
tan bien que la tocó de nuevo, y esta vez fue mucho mejor.
Con el colegio, los exámenes, el tiempo que pasaba con sus amigas,
Jason o con los Grace, y la recién descubierta Incandescencia de Amanda,
no había logrado encontrar un minuto para reconectarse con su música.
Ahora que lo hacía, se prometió que intentaría no volver a dejarlo de lado
por tantos días.
Decidió dar por terminada su sesión de práctica cuando vio que había
pasado más de una hora. Jason ya debía estar de vuelta, así que, estirándose,
fue a buscar un abrigo para ir a verlo.
—Esa parte sí la entiendo —replicó Lianne—. Es todo lo demás lo que
me complica.
Holly no estaba en casa. Últimamente, gastaba casi todos sus días en la
planificación para la apertura de su pastelería. Hacía poco habían terminado
de remodelar y acomodar el lugar, y Jason le había comentado que ahora
estaba tramitando los permisos que faltaban, el personal y las recetas. Esas
últimas eran lo que menos trabajo requería, y lo que más disfrutaba.
Así que ahí estaban, en la habitación de Jason, quien le había prometido
una clase rápida acerca de las reglas del basquetbol, para que no estuviese
tan perdida en el juego de la próxima semana. La casa estaba cálida por la
chimenea que encendieron al llegar, mientras que afuera el día era gris y
apagado.
Jason se encogió de hombros, mirándola con una disculpa en la cara,
como diciendo «¿qué se le va a hacer?». Tenía una pelota de baloncesto
entre las manos y había estado haciéndola rebotar desde que comenzaron la
conversación. Lianne tenía la leve sensación de que a su madre no le
gustaría que hiciera eso dentro de casa.
—Sé que son varias reglas; lo más importante es que solo puedes tocar
la pelota con las manos y, para avanzar, tienes que hacerla rebotar, no
sostenerla, porque eso es falta. Puedes lanzar desde cualquier parte de la
cancha, da igual, pero dependiendo del lugar, obtienes más o menos puntos.
—¿Y los puntos…?
—Eso es más complicado —acotó Jason—. Hay áreas delimitadas en la
cacha: están las de tres puntos, dos y uno. Eso es lo que ganas si anotas en
cada una de ellas. Básicamente, mientras más lejos anotes, mejor, porque te
dan los tres puntos. Luego hay otras reglas que tienen relación con el
contacto físico, el espíritu deportivo y la cantidad de tiempo que puedes
permanecer en ciertas áreas de la cancha de juego… —dejó de hablar
cuando vio la expresión aturdida de Lianne, que lo miraba como si sus
palabras la marearan. Él sonrió, un poco avergonzado—. Pero eso no es tan
necesario saberlo, a menos que estés jugando. Espero no haberte aburrido
demasiado —se disculpó.
—No me aburres, Jason —le aseguró—. Me gusta escucharte, y estoy
segura de que voy a aprender con el tiempo. Es solo que los deportes nunca
han sido lo mío, entonces no entiendo mucho. Seguro que observándolo me
va mejor. Dijiste que había posiciones también, ¿no?
Jason asintió.
—Sí. Son cinco, igual que los jugadores. Lucas es el jugador base,
porque es quien organiza y dirige al equipo. También tiene que encargarse
de llevar la pelota hacia el lado de los otros jugadores.
—Suena como mucho en lo que enfocarse al mismo tiempo —opinó
ella.
—Lo es, requiere concentración y práctica. Él lo hace muy bien, lleva
años en ello.
—¿Y tú?
—Yo soy el alero. Eso significa que me encargo de hacer los tiros y
jugadas de ataque a larga distancia.
—Suena… probablemente mucho más fácil de lo que es en realidad.
Jason rio, sosteniendo la pelota un segundo más antes de volver a
hacerla rebotar.
—Sí, suena sencillo, pero cuando estás jugando pueden pasar muchas
cosas, hay demasiado que influye en si aciertas o no: la posición de los
demás jugadores, el tiempo que tengas para hacer el tiro, o a veces quizás
algo tonto como desconcentrarse por un segundo, puede hacer que falles.
—Y entonces, ¿cómo lo haces? Dijiste que eras el mejor, ¿no es así? —
probó Lianne.
—No sé, solo… Es como si todo pasara en cámara lenta antes de hacer
el tiro, luego el mundo vuelve a reanudar su curso. Y respiro. Antes de
lanzar, respiro y lo contengo hasta que veo si acerté o no.
Lianne le sonrió, imaginándose todo en su cabeza.
—¿Sabes? Es la primera vez que siento ganas de ver un partido.
Jason dejó caer el balón al fin, y este rodó por el suelo hasta chocar con
una de las paredes. Permaneció rodando por ahí, mas Lianne ya no le estaba
prestando atención. Por más que el constante bote la había estado
distrayendo, ahora algo más se llevaba su atención.
—Me gusta la idea de que vayas —admitió Jason, abrazándola por la
cintura—. Me gusta la idea de que estés ahí para ver cada jugada.
—A mí también —susurró ella, atontada—. Claro que tengo que
confesar que la idea de verte con el uniforme también es un gran plus.
Jason soltó una risa ligera, mirando por un segundo a la ventana para
luego devolver su vista a ella.
—Sí, me imaginé. ¿Por qué crees que te invité?
—¡Oye! —exclamó indignada, dándole un pequeño golpe en el hombro
que ni siquiera consiguió moverlo de su posición—. Eres un tonto.
—Te gusto de esa forma —se jactó.
Lianne lo golpeó otra vez, ante lo cual Jason siguió sonriendo con esa
expresión tan suya, tan transparente y llena de una alegría que conseguía
abrirse paso entre todas las grietas de su corazón.
—Sigues siendo un tonto —murmuró.
—Y tú eres preciosa.
Esa vez no lo golpeó, sino que se dejó besar.
23
I R I D I S C E NT E
2018

E l jueves antes del partido fue el turno de Lianne de ir a la casa de


Amanda. Después de clases, ambas subieron al autobús e hicieron en
silencio el camino hacia el hogar de la chica. No era lejos; de hecho, en
otras circunstancias, hubieran caminado, pero fuera hacía un frío que calaba
hasta los huesos y a ninguna de las dos les apetecía morir congeladas.
La noche anterior, Lianne había vuelto a tocar el piano. Se quedó hasta
muy tarde, dejándose llevar por la música como si le fuera la vida en ello,
decidida a terminar de sacar una nueva canción.
A su madre le gustaría la melodía, porque en ese aspecto siempre
tuvieron gustos similares. Pensar en eso la inundaba de felicidad, porque
ahora lo que más disfrutaba de tocar el piano era sentir viva la conexión con
Amber, que a ratos notaba borrosa y difusa, como si sus recuerdos se
estuviesen quedando atrás, enterrados bajo otros.
Cada vez que presionaba las teclas, Lianne sentía en el pecho la sonrisa
de su madre, su música, su voz cuando tarareaba las notas, distraída, con los
ojos cerrados y moviéndose al compás de una melodía que solo ella
entendía.
Aún tenía los dedos hormigueantes, llenos de sonidos que esperaban a
ser creados.
Amanda y ella llegaron a su destino alrededor de las cuatro de la tarde y,
para desagrado de ambas, tuvieron que invertir al menos una hora de su
tiempo en hacer tareas y cuestionarios. Si querían asistir al partido tan
esperado, no podían atrasarse.
Cenaron con el padre de Amanda, quien les preparó pasta con una
enorme variedad de salsas. Les comentó que, en su momento, quiso ser
chef, mas decidió dejarlo como hobby luego de que la madre de Amanda se
fuera. Les dijo que nunca pensó que la construcción podría gustarle, sin
embargo, cuando llevaba ya un mes en el trabajo, se dio cuenta de que había
una parte artística en todo, que a veces estaba oculta, pero estaba ahí y eso
le fascinaba.
Más tarde, en su habitación, Lianne le enseñó a Amanda a crear figuras
de fuego, y ella lo logró. Eran un poco deformes, sí, aunque eso no le quitó
la emoción de su increíble progreso. Comenzaron con chispas, como era
habitual, y luego Lianne empezó a crear árboles y todo tipo de nuevas
plantas que había descubierto en sus sesiones de estudio con la profesora
Anderson. Amanda se unió, tratando de visualizar los elementos en su
cabeza y llevarlos a la vida con el fuego de sus manos.
Ambas estaban recostadas sobre la cama, mirando el techo y meneando
las manos. Habían apagado todas las luces, excepto la lámpara de la mesita
de noche, la cual voltearon hacia la pared para que la mayor fuente de
iluminación fueran ellas mismas.
—Creo que te estás inventando la mitad de las flores que estamos
haciendo —se quejó Amanda.
—¡Te prometo que no! —Lianne replicó, divertida.
—En ese caso, parece que las sesiones van bien, ¿no? Te ves contenta.
—Lo estoy —afirmó la chica, desconcentrándose un minuto de las
llamas. Se giró sobre sí misma para quedar de costado y poder observar
mejor a Amanda—. Pienso que juzgué mal a la señorita Anderson ese
primer día, y quizás a ella le pasó lo mismo conmigo. Hasta me pidió que la
llame Elina, ¿te lo puedes creer? —Amanda rio, negando con la cabeza—.
Me ha contado sobre todo lo que ha estudiado… que es demasiado, de
verdad. Cuando la veía, pensaba que solo era docente de Biología; jamás
me imaginé lo mucho que sabe sobre ecología y sistemas ambientales, y me
ha dado libros geniales para leer.
—Eso es muy bueno, Lía. Entonces, ¿crees que te gustaría seguir ese
camino? Ya sabes, estudiar algo en esa materia.
—Creo que sí. —Se lo pensó un momento—. Siempre pensé que
estudiaría música, como mi mamá, pero ahora siento que el piano es algo
más mío, ¿sabes? No creo que me gustaría dedicarme a ello de forma
profesional.
—Te entiendo. Yo todavía no sé qué demonios haré con mi vida —
suspiró.
—Tal vez podrías partir por las cosas pequeñas —sugirió Lía.
El fuego de Amanda se extinguió, y la muchacha también se giró para
ver a su amiga.
—¿Cómo qué?
—Pues… Veo que ya tienes esto muy controlado. —Señaló al espacio
sobre ellas—. Eres realmente buena, Amanda, y no creo que sigas teniendo
el mismo miedo que hace unas semanas.
Amanda sonrió con el alivio marcado en todas sus facciones.
—No. Me siento mucho más tranquila. Tenías razón cuando me dijiste
que era parte de mí, tanto como mis brazos o mis piernas. Ya no creo que
perder el control sea algo que vaya a suceder de un segundo a otro.
—Entonces, ¿has pensado en si te gustaría decírselo a Lucas?
—Oh. —Amanda cerró los ojos un momento—. ¿Cómo supiste que era
el momento de decírselo a Jason? —quiso saber, volviendo a mirarla—.
Sufriste mucho.
—Justo por eso. Ya no quería que doliera más, mucho menos si estaba
en mi poder evitarlo.
—Y confiabas en él.
—No creo que la confianza sea tu problema, Amanda. Tú y Lucas se
conocen desde hace años, mucho más de lo que yo conozco a Jason.
—Lo sé. No entiendo por qué me da tanto miedo, Lía —confesó—.
Quiero decírselo, claro que quiero, y cada vez que creo que estoy decidida,
siento un pozo sin fondo dentro de mi estómago que está listo para
devorarme. Me aterra.
—Atrasarlo no lo hará mejor, Amanda. Mientras más lo alargues…
—Sí. Lo sé.
Las dos suspiraron y dejaron que el silencio envolviera sus
pensamientos de todo y nada. Sin decir palabra, Amanda levantó la mano y
dejó que las chispas salieran de ella, subiendo hacia el techo sin llegar a
tocarlo. Tenía cuidado, siempre lo tenía, pero cada vez era más fácil medir
la extensión de su nuevo poder. Era como estirar el brazo en el aire con los
ojos cerrados; incluso si no podía verlo, sabía exactamente hasta dónde
llegaba.
Las pequeñas chispas se alargaron hasta convertirse en las ramas de un
árbol, que se extendían de un lado al otro de la habitación y bajaban para
posarse en los dedos de Amanda. Ella sentía su calor, mas no le quemaba.
Ya nunca lo haría.
—Hace que me sienta invencible —susurró.
—¿Qué cosa?
—Saber que puedo volver a la vida si lo deseo. Creo que… No se los he
comentado; no había querido preocuparte, ni a Maya. Después de lo que
pasó en la casa de tus antepasados, tenía mucho miedo a morir, porque ya sé
cómo se siente.
—Oh, Amanda…
—No, está bien —agregó antes de que Lianne pudiera lamentarse—. A
eso me refería; ahora ya no me siento así. Sé que, llegado el momento,
puedo elegir volver. No puedo explicarte la paz que eso me da.
—Yo… —Lianne no tenía idea de qué decir. No quería disculparse, no
de nuevo. De seguro sus amigas ya estaban hartas de ello, sin embargo,
¿cómo más podía expresar lo mucho que sentía todo lo que había causado?
Pero, tal vez… Tal vez no fue tan malo—. Gracias —terminó por decir—.
Gracias por contármelo.
Amanda sonrió.
—¿Sabes? No me siento como una Incandescente.
Lianne parpadeó, perpleja.
—Ah, ¿no?
Amanda negó, sonriendo, al tiempo que observaba sus llamas,
pensativa.
—Ser Incandescente es algo de nacimiento, y aunque sé que es lo que
soy, yo no nací de esta forma, con esta magia.
—No —concedió Lianne—. Dianna y Thomas dicen que los poderes
son los mismos, que no se ven disminuidos solo por haber sido adquiridos
por transferencia.
—No siento que tenga que ver con eso —reflexionó la chica—, sino con
el hecho de estar unida a una magia que lleva décadas traspasándose por
generaciones, y que ese no sea mi caso.
—Pero si no te sientes como una Incandescente… ¿Qué serías?
—Ni idea —rio Amanda—. Es como… Es como ser el reflejo de lo que
tú y tu familia son. Porque en esencia, es lo mismo; los mismos poderes, las
mismas habilidades… pero jamás será igual.
—Entiendo lo que dices. —Lianne lo pensó un minuto—. Bueno,
Incandescente es el color del fuego, son esas tonalidades anaranjadas que
cambian según el calor. Es como la luz del fuego, al fin y al cabo. ¿Tal vez
podrías ser un reflejo de eso? —sugirió.
—¿Un reflejo de la luz? Algo que cambia de color según cómo se lo
vea. Hay una palabra…
—Iridiscente —completó Lianne por ella, con la sonrisa más grande que
podía esbozar—. Algo que brilla, reflejando otros colores.
—Iridiscente. Me gusta, incluso rima.
Lianne soltó una carcajada.
—Eres una Iridiscente. —Le gustó cómo sonaba—. Hay que decírselo a
Dianna, le va a encantar.
24
« E S D I S T I NT O C O NT I G O »
2018

E l día del partido, Lianne y Amanda llegaron al gimnasio después de


un viaje fugaz a la cafetería, abriéndose paso entre la gente vestida
de naranja y blanco, los colores de su equipo. Lianne pensó que le habría
gustado llevar algo distintivo de ese modo, pero lo cierto era que no se le
había ocurrido.
De sus dos vidas, esa era su primera experiencia deportiva, y estaba más
emocionada por ello de lo que le gustaría admitirlo.
Durante la última clase antes de que los liberaran, por la ventana,
Lianne y sus amigas vieron llegar el autobús escolar en el que venían los
miembros del equipo rival. Sobraba decir que todos los alumnos de la clase
se amontonaron unos junto a otros para poder observar el borrón de
uniformes azules que bajaron del vehículo e hicieron su camino hacia el
establecimiento.
En la cancha, ya estaban practicando tiros algunos miembros de los
equipos, tanto del suyo como del contrario. Lianne no divisó ni a Lucas ni a
Jason. Le habría gustado poder desearles suerte antes del partido, mas tuvo
que contentarse con un mensaje de texto lleno de emojis victoriosos.
Miró la hora en su teléfono: el partido comenzaría en cualquier
segundo. Lo más probable era que estuviesen esperando a que todos
terminaran de sentarse, y por eso ya no había tantos practicantes haciendo
ejercicios de calentamiento.
Lianne se volteó hacia su amiga.
—¿Dónde podemos…? —comenzó a preguntar, cuando un grito la
distrajo.
—¡Amanda! ¡Amanda! ¡Lianne!
Venía de las graderías, un poco más arriba de ellas. Ambas se giraron
hacia la voz que Lianne no reconoció hasta que vio a quién pertenecía. Su
dueño les sonreía con la melena de rastas alborotadas, y llevaba una
camiseta teñida de distintos colores, muy parecida a la que usaba cuando
Lianne lo vio por primera vez.
Eliott, el chico de la música que conoció en la «fiesta de día de semana»
de Maya hacía meses… Oh, ¿en serio había pasado tanto tiempo desde
entonces?
Él les hizo señas para que fueran a sentarse con él, mostrándoles el
espacio vacío que había a su lado. Sin dudarlo, ambas se encaminaron hacia
sus nuevos lugares, pidiendo permiso a todo el mundo para poder subir los
escalones sin pisar a nadie.
Eliott abrazó a Amanda cuando esta llegó junto a él. Al parecer,
tampoco se veían desde hacía tiempo.
—¡Chica nueva! —La saludó Eliott.
Lianne no supo si sonreír o fruncir el ceño, así que le salió una mezcla
rara entre ambas mientras tomaba asiento.
—Llegué hace seis meses, Eliott. Ya no puedes decirme «chica nueva»,
no es válido —protestó, conteniendo la risa.
—Claro que puedo, chica nueva. No ha llegado nadie después de ti; me
temo que seguirás siendo la chica nueva durante algún tiempo.
—Oh, qué terrible —se lamentó en broma.
Eliott fingió pena.
—Sí, estás marcada. Lo siento mucho.
A ella no le quedó más remedio que sonreír y tomar asiento a su lado.
Ni siquiera alcanzó a preguntar en cuánto tiempo creían que iba a empezar
el partido, porque de inmediato vieron salir a los jugadores. Doce uniformes
blancos con ribetes de color naranja y diez uniformes de color azul. Pudo
ver que cinco de cada equipo se apartaban, mientras que los demás
permanecían en la banca, listos para jugar si alguien se lastimaba.
Lianne esperaba que ese no fuera el caso.
Divisó a Jason en cuanto salieron. Fue imposible no hacerlo, porque él
atraía sus ojos como el un imán al metal. Tuvo que contener un suspiro,
porque en cuanto lo vio, el aire quiso abandonarla. Todo dentro de ella se
detuvo, y quizás era ridículo que lo primero que pasó por su cabeza fue
admirar el tono de la piel bronceada de sus brazos, o la forma de sus
músculos…
—Estás babeando —le susurró Eliott.
—¡Claro que no! —chilló en protesta, su voz elevándose al igual que el
rubor por su rostro.
Eliott solo se limitó a reír y negar con la cabeza. Le dio tregua y no
volvió a comentar nada, por suerte, porque sus ojos volvieron a dirigirse
con rapidez a su novio al otro lado del gimnasio, que conversaba con el
entrenador y otro compañero que ella no conocía. Lucas estaba más allá;
por los gestos que hacía, supuso que estaba dándole órdenes al resto del
equipo.
Desvió la mirada hacia Amanda, solo por curiosidad.
Eliott siguió sus ojos.
—Genial —masculló—. Tú también estás babeando.
—Oh, cállate —le dijo Amanda con una sonrisita.
Ambos rieron, no tanto por la broma, sino porque en el fondo sabían lo
mucho que Amanda y Lucas habían esperado para estar juntos.
Seguramente significaba mucho para él tenerla ahí, entre el público,
animándolo.
Los equipos tomaron sus posiciones. Justo antes de que el partido
comenzara, vio que Jason recorría el gimnasio con la mirada. Sus ojos se
encontraron, y Lianne pensó que se veían tan azules como el mar; a la
distancia, todo rastro de verde en ellos desaparecía por completo.
Él le dedicó un guiño, ella una sonrisa, y el juego comenzó.
Lianne siguió a Jason con la mirada mientras todos los jugadores
corrían, dando botes a la pelota. Se escuchaba el chirrear de las zapatillas
contra el suelo, a veces un grito, una orden. La voz de Lucas era
inconfundible. Las demás voces, Lianne no las conocía.
Lianne se acercó a Eliott sin dejar de mirar lo que sucedía en la cancha.
—¿Sueles venir a los juegos? —quiso saber.
—Sí, no me los pierdo. Estoy seguro de que no sabes esto, pero cubro la
sección de deportes en la revista escolar.
Lianne lo observó con sorpresa.
—¿Hay una revista escolar?
Eliott asintió.
—Estamos trabajando para traerla de regreso, esta vez en formato
digital. Ya nadie imprime esas cosas, son muchos gastos, y también
creemos que podemos llegar mejor a las personas a través de una
plataforma más familiar.
—Es como una versión académica de Gossip Girl —susurró Amanda.
Entonces, perpleja, se volteó a ver a Lianne—. Por favor, dime que has
visto Gossip Girl.
—Esto… No. ¡O sea, sí! —se defendió ante la épica cara de decepción
de Amanda—. Es que no me gustó —dijo en un hilo de voz.
Amanda chilló, indignada, pero rio, aceptando su opinión.
—Bueno, básicamente es eso —concedió Eliott, regresando al tema—.
Y me gusta el deporte. No practicarlo; verlo y comentarlo.
—Este es mi primer partido —admitió—. Me gustaría leer lo que
escribas luego sobre él.
—Dalo por hecho —sonrió.
Murmullos se alzaron a su alrededor. Al girarse, Lianne se dio cuenta de
que todos estaban inclinándose hacia adelante en sus asientos. Vio a Jason,
nada menos, muy cerca de la línea de los tres puntos, tal como le había
enseñado. Corría como un rayo, rodeado tanto por compañeros como por
miembros del otro equipo. Cuando ya no pudo avanzar más, pues estaba
rodeado, Lianne se percató de que Lucas asentía en su dirección.
Fue apenas un milisegundo, y se preguntó si alguien más lo habría
notado. Lo siguiente que vio fue a Jason saltar y lanzar la pelota.
Anotaron.
Todo el colegio se levantó de sus asientos, gritando para celebrar.
Lianne no pudo menos que aplaudir con ellos y sonreír cuando sintió su
corazón hincharse de orgullo dentro de su pecho.
Jason la vio desde lejos, y su corazón dio un vuelco, porque verla tan
feliz y saber que era por él era algo que todavía no dimensionaba.
—Es distinto contigo —le comentó Eliott, señalando con la cabeza a su
amigo, que volvía a posicionarse.
—¿Cómo?
—Eso. —Se encogió de hombros—. Es distinto desde que está contigo.
Hemos sido amigos por años —replicó—. Sí, nos alejamos un poco cuando
reprobó el curso; yo no sabía lo mal que estaba, no hablaba de eso con
nosotros… Conmigo y el resto del equipo. Solo con Lucas, al menos al
principio. Pero nos acostumbramos a una nueva dinámica, volvimos a ser
los de siempre.
—¿Y luego? —Quería saber más.
Eliott sacudió la cabeza, como si de pronto se hubiera perdido entre sus
recuerdos.
—Lo de Mía ha sido… Fue imposible para él —dijo con pena—. Era
horrible verlo sufrir y sentir que no podríamos hacer nada. No digo que
estuviese mal todo el tiempo, ni que no riera o lo pasara bien con nosotros,
es solo que estaba como… sonámbulo, en otro lugar. Y cuando llegaste tú,
de pronto parecía despierto, tal como era antes de… Todo. Y es lindo, muy
lindo, tenerlo de vuelta.
Escuchar eso le provocó una mezcla de sensaciones que no supo cómo
ordenar dentro de sí. Era bonito que lo dijera, ¿qué chica no querría oír eso?
Pero al mismo tiempo, lamentaba que hubiese situaciones que lo afectaron
tanto en primer lugar, y que seguirían haciéndolo por mucho tiempo,
incluso si no lo demostraba.
No hablaron más sobre ese tema, aunque sí comentaron sobre el juego.
Celebraron las anotaciones y también aplaudieron un poco al equipo rival,
porque ¿por qué no?
Al final, ganaron. Por supuesto que lo hicieron, pues el equipo era
fantástico. Se notaba la sincronización entre todos, como si pudieran leerse
la mente mientras sostenían la pelota.
En cuanto terminó el partido, todos los espectadores bajaron a la
cancha. Lianne corrió hacia Jason, quien la abrazó con fuerza en cuanto sus
cuerpos colisionaron. Tenía la respiración agitada y el corazón tan acelerado
que Lianne podía sentirlo en su propia piel.
—¡Ganaron! —chilló, sin contener su emoción—. Fue genial, Jason.
—¿Te divertiste? ¿Te gustó?
Se veía tan cansado y tan feliz al mismo tiempo.
—Me encantó —asintió—. ¿Estás bien? Pareciera que te estás
ahogando.
Él se carcajeó apenas.
—Siempre es así. Estoy bien, no te preocupes. —La vista de Jason se
desvió hacia algo, o a alguien, tras ella—. Espérame diez minutos, ¿vale?
Podremos irnos y me cuentas todo sobre cómo fue tu primer partido.
Lianne casi no alcanzó a asentir cuando Jason ya estaba corriendo de
vuelta a los vestidores, dándole un beso en la frente antes de irse. Suspiró,
resignada, y dejó que la conversación que sostenían Amanda y Eliott sobre
el resultado del partido la distrajera.
Debía admitir que, para alguien que jamás se había interesado por el
deporte, su primera vez asistiendo a un partido fue más divertida de lo que
pensaba.
El gimnasio era un caos total; todos los alumnos que estuvieron
sentados durante el juego ahora estaban esparcidos por la cancha, lo que
hacía ver el lugar mucho más pequeño de lo que en realidad era.
—¿Qué hora es? —preguntó Amanda.
—Dos y media —respondió Eliott.
—Muero de hambre —se quejó su amiga.
Lianne, distraída, buscando entre la multitud, murmuró:
—Sí, yo también.
—¿Crees que Jason y Lucas estén listos?
—Creo que allá los veo. —Hizo una seña, indicando que enseguida
volvía.
Amanda y Eliott asintieron, pero Lianne ya estaba tratando de abrirse
camino hacia los vestidores. «Permiso», «lo siento», se encontraba diciendo
a cada paso, luchando para no ser aplastada por la marea de estudiantes que
trataban de salir, mientras que ella se dirigía en la dirección contraria.
Creyó divisar la cabeza rubia de Jason a la distancia, estaba segura. No
confundiría la forma del remolino que se le hacía cuando tenía el cabello
desordenado.
De pronto, sintió que impactaba contra alguien.
Más que sentir el dolor del golpe, fue un extraño déjà vu lo que se
apoderó de ella, transportándola meses atrás, a su primer día de clases.
—Al menos él se llevó una mejor reacción que la que yo obtuve de tu
parte —dijo una voz a su espalda, una que conocía a la perfección.
Masculló una disculpa a medias, sin siquiera mirar a la persona con
quien había chocado, para luego voltearse con una enorme sonrisa.
—¿Qué puedo decir? —Movió su cabello, como quien no quiere la cosa
—. Al menos él no me llamó «preciosa» sin conocerme.
Jason la miró como si quisiera decirle «es que lo eres». Ella sonrió.
—Sigues teniendo el mal hábito de chocar con las personas
—Y tú de aparecer de la nada —replicó.
El chico se encogió de hombros, jugueteando con la pelota de
básquetbol que traía entre las manos y no parecía querer soltar. Se había
duchado, y el cabello le caía en mechones húmedos sobre la cara, más
oscuros de lo normal. Estaba usando una de las camisetas del equipo
todavía, blanca con ribetes naranjos, junto con unos jeans y una chaqueta
que llevaba en las manos para ponerse al salir.
—No aparecí de la nada. Lo que pasa, es que vi a una chica hermosa
acercarse a la cancha y quise venir a hablar con ella.
—Ah, ¿sí?
—Claro que sí. —Dejó caer la pelota, que avanzó dando botes hasta la
otra punta del gimnasio.
A Lianne realmente le importaba muy poco a dónde fue a parar. Jason
estuvo frente a ella en un solo paso, abrazándola con fuerza y alzándola por
la cintura. Ella lanzó un gritito de lo más vergonzoso.
—Tenías razón —murmuró cuando sus pies volvieron a tocar el suelo y
pudo despegar su cuerpo del chico, lo suficiente para poder mirarlo.
—¿En qué? —quiso saber, curioso.
Lianne señaló la cancha, el gimnasio, el uniforme… Maldito uniforme.
—Sí que eres bueno —susurró, forzándose a despegar la vista de los
músculos de sus brazos. Ya había quedado como una idiota una vez en las
bancas, no tenía interés en repetir la escena—. Anotaste los puntos
ganadores. Y no sé mucho de eso, pero jugaste increíble. Todos ustedes.
Él solo sonrió antes de besarla. Y Lianne tuvo más que claro que
estaban haciendo una escena, incluso antes de oír los aplausos y vítores que
emitieron hacia ellos los compañeros de equipo de Jason.
A ella no le interesó en lo más mínimo. Sonrió contra su boca y soltó
una risa cuando él le besó la punta de la nariz, las mejillas, la frente y todo
el rostro.
—¡Jason! —alegó, y luego bajó la voz—. No es que quiera que dejes de
besarme, pero estamos en medio del gimnasio —le recordó.
—¿Estás sugiriendo que nos vayamos a otra parte? —insinuó él, riendo.
Bueno, ahora que lo mencionaba…—. Oye, era broma —rio él, cuando vio
que ella se lo planteaba en serio. Lianne enrojeció hasta la raíz del pelo—.
Tenemos planes, ¿recuerdas?
Ella solo atinó a mascullar como una boba:
—¿Ah?
Jason se carcajeó con ganas, todavía sosteniéndola por la cintura.
—Para comer. Ya sabes, con Maya, Lucas y todos nuestros amigos…
—¡Claro que me acuerdo!
Jason le besó el cabello una última vez. Por un instante, mientras la
abrazaba, para Lianne fue como si todo el movimiento se detuviera, y el
sonido del mundo se hubiera apagado. Deseó permanecer en ese instante,
congelados en ese abrazo, aunque fuera solo por unos minutos más.
Lianne suspiró, resignada.
—Vamos —murmuró él. Tal vez ella no era la única que se sintió de esa
forma, extrañando ya ese largo y cálido abrazo que no alcanzaron a darse—.
Nos están esperando.
Siguió su mirada hacia unos sonrientes Lucas y Amanda, y eso hizo que
Lianne se contagiara de su entusiasmo.
Se abrigaron antes de salir al frío de la tarde. Esta vez, el aire no los
golpeó apenas pusieron un pie fuera, sino que fue una transición amena: la
primavera se estaba acercando con cada día que pasaba, y eso llenaba a
Lianne de expectativa y ansias por ver florecer las plantas del enorme jardín
de los Grace, pues cuando llegó todas las hojas estaban cayendo.
Fueron hacia el restaurante en el auto de Lucas, porque era tarde y todos
estaban famélicos. La perspectiva de unas hamburguesas enormes era
demasiado tentadora como para caminar hasta el lugar.
Vieron a Maya y a Will en cuanto entraron al recinto, sentados en un
cubículo cerca de la ventana, ambos con unos cuantos vasos vacíos de
malteadas a su alrededor.
—¡Llegaron! —exclamó Maya, feliz—. ¡Al fin! Me mueeeeerooo de
hambre.
Lucas alzó una ceja, dejando que Amanda pasara a sentarse primero.
—¿Sí? ¿Seguro que todavía te cabe algo en el estómago? Por dios,
Maya, ¿cuántas malteadas tomaste?
Ella se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa.
—¿Tres? ¡¿Qué?! ¡Tenía hambre! Pero quería esperarlos.
Todos soltaron una gran carcajada.
—A mí ni me mires —se defendió Will—, es imposible decirles que no
a las malteadas. Además, ¿has probado las de este lugar?
Comieron hamburguesas. Demasiadas. Quizás más de las necesarias y, a
pesar del enorme dolor de estómago que se había apoderado de ella,
producido por las risas y la comida, Lianne supo que recordaría esa tarde
por mucho tiempo, sentada en la mesa con sus amigos, sosteniendo la mano
de Jason.
Es distinto contigo. Las palabras de Eliott volvieron a sonar en su
cabeza. Lianne no pensaba que Jason fuese distinto, aunque claro, no
conocía cómo era sin ella; no podría saberlo. Aun así, no le parecía del todo
cierto. Tal vez era que Jason al fin se permitía ser él mismo, sin ataduras,
sin barreras.
—¿Lía? —preguntó Jason de pronto—. ¿Estás bien?
Ella le sonrió.
—Claro que sí. Solo pensaba.
—¿En qué? —quiso saber el chico.
—Es un secreto.
—Tú y tus secretos —negó él, sonriendo.
Salieron del restaurante casi tres horas después de haber llegado, cuando
el cielo ya estaba oscureciendo y las luces del camino estaban encendidas,
iluminando las aceras. El aire se estaba refrescando.
Lianne fue la primera en salir y respiró con ganas la brisa que limpió
sus pulmones. Escuchó la campana de la puerta detrás de ella, anunciando
la salida de más personas. Vio a Amanda y Maya que venían al final,
conversando con las cabezas juntas.
Por otro lado, Lucas y Jason estaban relatando por millonésima vez
cada jugada del partido a Will. Era evidente que a Will le encantaba
escucharlos, ya que sonreía con entusiasmo casi igual al de ellos.
Era hora de ir a casa. Había sido un día increíble, y Lianne anhelaba
tumbarse en la cama, arroparse entre las mantas para sumergirse en un
sueño profundo.
—Lía —la llamó Amanda.
Ella se quedó atrás, dejando que Lucas, Jason y Will se adelantaran.
—¿Sí?
Amanda jugaba con sus manos, nerviosa. A su lado, Maya la miraba
con expectación, un poco como si ya supiera lo que iba a decir.
Probablemente, era eso lo que venían conversando. De todos modos, a
Lianne tampoco le sorprendió cuando Amanda dijo:
—Quiero decírselo. A Lucas. Quiero decirle todo.
—¿Cuándo? —quiso saber Lianne, asintiendo.
—Yo… Mañana —dijo con fuerza, antes de poder acobardarse—. No
quiero pensarlo demasiado. Él merece saberlo, pero no creo que pueda
hacerlo sola.
—Estaremos contigo —le prometió Maya—. Puedes ir a casa mañana,
nosotras estaremos ahí.
Lianne le tomó la mano a su amiga, quien sonrió apenas.
—Va a necesitar procesarlo. ¿Puedes decirle a Jason que vaya también?
—Claro, cuenta con nosotros.
Amanda dudó.
—¿Y qué pasa si no me cree? —masculló bajito.
—Se lo muestras —contestó Maya—, como Lianne nos mostró a
nosotras.
—Y si necesitas un refuerzo… —Lianne movió los dedos, dejando que
el resto de su cuerpo ocultara al mundo las chispas que salieron de su mano.
Fue suficiente para que Amanda captara el mensaje: si necesitaba ayuda
para convencer a Lucas, ella estaría ahí.
—Mañana, entonces —decretó la chica.
Lianne y Maya compartieron una mirada.
—Mañana —confirmaron.
25
MADRE
1863

M eses antes…

Lucía Grace se había presentado en la casa de Richard Raven con un solo


propósito, y era el de asegurar un matrimonio ventajoso para su hija. No iba
a aceptar un «no» por respuesta, así que iba preparada con una oferta que
sabía que ningún hombre en su sano juicio iba a rechazar.
Ofrecía poder, la posibilidad de ser un nombre importante y de que,
quizá, algún día, ese nombre tuviera el peso suficiente para que los Raven
hicieran lo que quisieran con el mundo.
Richard la escuchó con atención y, si bien se sintió tentado desde el
primer momento, Lucía añadió algo que un padre cansado y viejo como él
no iba a discutir:
—Daniel le ha causado muchos problemas, señor Raven, no intente
negarlo; reconozco los dilemas de un padre cuando los veo, habiéndolos
experimentado de primera mano al criar a mi hija sola. Quiere que siente
cabeza, que se responsabilice, que deje de tomarse la vida como algo que se
le da fácil gracias a su dinero y estatus. Por algo le quitó la herencia, ¿no?
Quiere a un hombre, no a un niño. —Richard no dijo nada, mas su mirada
bastaba: Lucía supo que había dado en el clavo—. ¿Qué mejor para
conseguir eso que el matrimonio?
—Y usted gana algo con esto, presumo.
Por supuesto, quiso replicar Lucía. Si no, no estaría ahí.
—Si Daniel se casa, se verá obligado a asumir las responsabilidades de
un adulto. Si se casa con mi hija, tendrá una descendencia poderosa. En
realidad, para usted no hay dónde perder, pero para mí y mi Layla no hay
mucho que ganar… A menos que la herencia de Daniel se vea restaurada.
Entonces, me aseguraré de que ella tenga una buena vida, con un buen
nombre y una buena familia. Nunca le faltará nada.
A Richard no parecía importarle en absoluto que Lucía le estuviese
admitiendo de forma tan descarada que se interesaba por su dinero. Tal vez
estaba acostumbrado.
El hombre movió con los labios el cigarrillo que tenía entre los dientes.
Fumar, qué hábito más desagradable. Lucía detestaba el hedor del humo que
se le adhería al cabello y a la ropa, sin embargo, sabía elegir sus batallas y
prefirió no luchar en esa.
Richard suspiró.
—¿Qué le hace creer que Daniel aceptará un matrimonio arreglado?
Apenas conoce a su hija, y según veo, ella no es una muchacha que
destaque en… nada, realmente.
—Tiene magia —replicó Lucía, sin perder la calma.
—Daniel no lo sabe.
—Pues vuélvalo una cláusula de su testamento —sugirió la mujer,
paseándose con la espalda erguida por el salón de té—: la herencia será
restaurada solo si Daniel cumple su parte y contrae matrimonio con Layla
Grace.
Después de eso no hubo mucho más que discutir: el acuerdo estaba
hecho. Con lo que Lucía no contaba, era con que Layla —de todas las
personas, ¡Layla!— hiciera un escándalo al respecto, y todo porque la
estúpida quería un amor de cuentos. Eso no existía, ¿qué no se había
encargado ella de enseñarle eso?
No quería que sus planes se vieran frustrados porque su hija era una
idealista, aunque tampoco le agradaba la idea de que ella sintiera que estaba
siendo vendida. Además, Daniel Raven la había tratado mal, cosa que no
era parte del trato, por lo que decidió tomar cartas en el asunto e ir a
visitarlo del mismo modo que acudió con su padre.
Entró en la casa como si fuera la dueña, sin un solo cabello fuera de
lugar o una arruga en el vestido. Se veía impecable, siempre lo hacía.
Daniel estaba solo, se había asegurado de ello. Por más que Richard ya
había aceptado su propuesta, no tenía ganas de tratar con él ni de incluirlo
en la conversación. Bastante tenía de él metiéndose en sus asuntos y
hablando con su hija… Como si ella no fuese a enterarse. Lucía se enteraba
de todo.
Le avisó a la criada de su presencia, una chica pelirroja llena de pecas y
mirada atenta, sin mayor gracia. Esta se retiró con una pequeña reverencia y
salió del salón a buscar al señor de la casa.
—¿Qué demonios hace aquí? —Fueron las primeras palabras de Daniel
al ingresar en la estancia.
—Vaya, sí que tienes clase —se burló.
Su tono era despectivo y superior. Daniel no era más que un medio para
un fin, y no le podía importar menos herir sus susceptibilidades, al fin y al
cabo, él ya había herido las de Layla, ¿no? Era lo justo.
—¿Qué quiere?
—Directo al grano, me parece bien. Vine aquí para decirte lo que va a
suceder de ahora en adelante: vas a tratar a mi hija con el respeto que se
merece, vas a hacer las paces con Layla y vas a disculparte por tu actitud.
—¿Perdón?
Lucía no lo dejó hablar.
—No me importa demasiado que estén en buenos términos, pero a ella
sí, y eso me basta. Por más que estés en desacuerdo con todo esto, Layla no
tiene nada que ver, eso tenlo por seguro.
—No es asunto suyo —masculló el chico.
El comentario le hizo gracia.
—Ah, ¿no? ¿Me crees estúpida? —Antes de que por algún arrebato de
insensatez él dijera que sí, ella continuó—: ¿O acaso crees que no me di
cuenta de las noches en que te escabullías a su habitación por la ventana? Te
quedabas horas y horas hablando con ella… Qué lindo.
Daniel enrojeció, sin saber muy bien cómo reaccionar ante la mezcla de
burla y hielo de su voz.
—Entonces sabrá que no ha vuelto a ocurrir.
—Por descontado. —Le quitó importancia con un movimiento de la
mano—. Y eso no importa ahora. Se van a casar de todas maneras.
»Tu padre y yo hemos llegado a un acuerdo que nos beneficia a ambos.
Puedes aceptarlo o no, eso es elección tuya, pero los dos sabemos que no
vas a negarte, ¿a que sí? Porque, en el fondo, eres como todos los demás:
ocultas tus verdaderas intenciones debajo de sonrisas encantadoras y esos
lindos ojitos azules. Las llenas de halagos y falsas expectativas de amor
eterno, aun cuando sabes que nada de eso va durar. No es lo que te interesa
de verdad. Eres ambicioso, quieres lo que todos los hombres quieren, al
igual que tu padre, y por eso aceptarás, igual que él.
—No tengo ni idea de qué está hablando. No pretenda que me conoce…
—Oh, por favor, ahorrémonos eso. Verás, joven Daniel… Tu padre no
tenía más opción que devolverte la herencia: él lo supo desde el principio.
Esperaba que este período de... infortunio te enseñara algo, y luego podrías
tener todo de regreso. Al fin y al cabo, eres su único hijo, su única familia,
su único candidato. Fue su enfermedad la que lo obligó a precipitarse.
»Iba a devolverte el dinero de cualquier modo, o eso hasta que aparecí
yo con una oferta mucho más interesante. Lo discutimos y acordamos que
lo mejor para todos es que te cases con mi hija. Sí, él sabía que esa
imposición no te sentaría bien, así que decidimos hacer las cosas de otro
modo: tú te casas con Layla, y luego recibes la herencia; no antes. Puedes
llamarlo como un... seguro.
—¿Y qué? ¿Qué es lo que tú pudiste ofrecerle a alguien como él para
que aceptase tu trato?
—Lo mismo que vengo a ofrecerte a ti.
—Yo no quiero nada suyo —escupió Daniel.
—Oh, pero… sí lo quieres. Todos los hombres lo quieren, y yo puedo
dártelo.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es eso? —resopló, condescendiente.
—Poder.
Con un gesto de la mano, hizo algo que rara vez hacía, mas era parte de
ella, tanto como respirar: llamas salieron de sus dedos en torrentes de tonos
anaranjados y se extendieron, controladas, hacia el alto techo de la
residencia. Daniel soltó una exclamación.
Antes de que pudiese retroceder, las llamas lo rodearon, creando formas
que, sin él saberlo, contaban la historia que las voces de los dioses le habían
susurrado a ella de niña; la historia de su magia, el inicio de todo su poder,
la leyenda del fénix.
Cuando el miedo remitió y el desconcierto y la sorpresa pasaron, Lucía
vio que los ojos de Daniel, los mismos de los que antes se había burlado,
ahora brillaban con el reflejo de las llamas de su fuego. Y debajo de esa
chispa, había otro brillo que nada tenía que ver con los destellos
incandescentes que danzaban en el aire. Era un brillo de codicia, de
ambición y ansia. Lucía sabía que estaba ahí, oculto en alguna parte, y
ahora había salido a la luz.
Esa misma tarde, Daniel encontró a Layla sentada con la espalda
apoyada en los arbustos y se disculpó con ella por como la había tratado.

Un mes luego de enterarse del trato, Layla descubrió que estaba


embarazada.
Su ciclo menstrual solía llegar cada veinticinco o veintiséis días, y era
bastante regular. Cuando al día veintiocho no llegó, pensó que era extraño.
Al día treinta comenzó a preocuparse, y al día treinta y tres… lo supo.
Sencillamente, lo supo.
Estaba embarazada.
¿Cómo reaccionaba ante tal noticia? No sabía ni siquiera por dónde
comenzar a procesarlo. Nada de lo que había vivido hasta el momento la
había preparado para eso, y no tenía ni la menor idea de cómo afrontarlo.
¿Qué debía hacer a continuación? ¿Debería esperar hasta estar segura?
Quizás un mes más, solo por las dudas…
No, ¿a quién engañaba? Estaba segura. Esperaba un hijo, era claro y,
con todo, ni siquiera se había planteado cómo se sentía con respecto a la
maternidad. Se había mentalizado para ser una esposa y todo lo que eso
conllevaba y, tal vez, se consumió demasiado al preocuparse tanto por el
aspecto sentimental del matrimonio, que ignoró las consecuencias del acto
sexual que a menudo realizaba… O realizó, porque después de aquella
discusión, Daniel no había vuelto a tocarla.
No volvieron a hablar al respecto, aunque para Layla no pasaban
desapercibidas las miradas cargadas de pena que él le dedicaba cuando
pensaba que no lo estaba viendo.
Continuaba ausentándose durante el día, y Layla pasaba su tiempo entre
los quehaceres de la mansión, los libros y dando paseos con Astrid o Eva
por la plaza. En un par de ocasiones, Daniel salió con ella. No estaba segura
de si eso se debía a que tenían que aparentar frente a una sociedad
entrometida y chismosa, o a que él sentía lástima por ella.
Dadas ambas opciones, Layla prefería su silencio antes que conversar
del tema. Pero eso le dejaba una nueva duda: si ella estaba embarazada,
¿cómo reaccionaría él? ¿Lo alegraría la noticia o, por el contrario, le
amargaría la vida todavía más…? Descubrió que le daba terror esa última
opción; ¡como si la relación entre ambos no fuera tensa de por sí! No
necesitaba otra razón para sumar a la pila de resentimiento que entre ambos
estaban acumulando, y le daba mucho miedo que Daniel no estuviese para
apoyarla durante el embarazo.
Sin embargo, él sabía lo que hacía, ¿no? Sabía que el sexo,
eventualmente, traería a un niño, así que no tendría por qué ser una
sorpresa… ¿verdad?
—Oh, Dios —susurró Layla en la soledad de su habitación.
Se encontraba de pie junto a la cama, con las sábanas desechas al
haberlas removido hacía un momento, esperando encontrar la dichosa
mancha de sangre de todos los meses. Recordaba que una mancha muy
similar al inicio de su matrimonio fue causa de gran vergüenza para ella.
Incluso cuando Astrid ni siquiera se inmutó, Layla había tenido que
repetirse muchas veces que estaba casada, que estaba bien, que nadie la
juzgaría. Era lo correcto.
Y ahora Astrid esperaba a su lado, sin decir nada, observando las
sábanas inmaculadas con preocupación en su rostro. Esos sentimientos eran
contagiosos.
—¿Qué quiere que haga, señora? —Llevaba preguntándole lo mismo
cada mañana desde que le anunció que su ciclo no se había cumplido.
—No digas nada —masculló, insegura, ajustándose la bata para mitigar
el frío que se colaba en su interior—. Tengo que pensar.
Astrid asintió y se llevó las sábanas sin decir más que:
—Le prepararé un baño relajante.
Layla asintió.
Mientras esperaba a que la bañera fuese llenada con agua caliente y
aceites esenciales, Layla se observó a sí misma en el espejo. No veía ningún
cambio, nada diferente en su rostro, en su mirada o en su mismo estómago
que desvelara su secreto.
Acarició su vientre varias veces, pensando: ¿estás ahí?. No sintió nada,
ningún movimiento, realización o conexión con el niño o niña que podría
estar ahí dentro. Solo sentía… nervios, ansiedad y miedo.
Mientras se aseaba, reflexionó. ¿Qué sentía ella acerca de ser madre? Si
estaba embarazada, técnicamente ya era madre. ¿La hacía sentir distinta de
alguna forma? No, no en realidad, salvo por las inmensas ganas de llorar
que a ratos la asaltaban.
Quizás… Quizás ser madre sí era algo que ella deseaba, mas no podía
analizarlo con claridad hasta que el nudo en su pecho se deshiciera, lo cual
no ocurriría hasta saber qué era lo que pensaba Daniel.
Pero, ¿y si solo era un retraso? ¿o si algo ocurría durante el transcurso
de otro mes? Oh, Dios…
No, mejor esperaría. Y, antes que nada, hablaría con Eva.

—Creo que estoy embarazada —le soltó a su mejor amiga esa misma tarde,
cuando la visitó a la hora del té.
—¿Cómo?
Layla enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Pues… Tú sabes, me imagino…
La cara de Evanne se tornó rojo intenso.
—¡No era eso lo que estaba preguntando! —Ambas soltaron una risilla
llena de vergüenza. Con las circunstancias que a ambas les había tocado
vivir, era muy fácil olvidar que no tenían más que diecisiete años—. Quiero
decir… ¿Estás segura?
—Eso creo, Eva.
—¡Es maravilloso, Layla! ¿No estás contenta?
Layla sintió pesar y culpa en su corazón. Debería estarlo, ¿no? Tal vez
juzgarse a sí misma por eso era ser demasiado dura consigo, después de
todo, era muy reciente y aún no ponía en orden sus pensamientos y
emociones.
—No sé, estoy… Confundida.
Eva frunció el ceño.
—¿Lo sabe Daniel?
—No, no se lo he dicho todavía. Pensaba que podría ser mejor esperar
otro mes, para confirmar.
La rubia meneó la cabeza, considerando las opciones.
—Sí, creo que sería bueno, solo por si acaso.
—¿En serio?
Hasta ese momento, Layla sentía dudas de cada cosa que se le pasaba
por la cabeza, así que sentirse validada por una vez le hizo soltar el aire de
golpe.
—Sí. No estoy muy segura de cómo funcionan estas cosas, pero he
escuchado que hay muchas posibilidades de perder al bebé los primeros
meses.
Layla palideció con las palabras.
—¿Q-qué?
Había querido esperar para tener una confirmación certera; jamás se le
pasó por la cabeza que pudiera perder…
Oh, Dios, pensó por millonésima vez en lo que iba del día.
No quería perderlo.
Eva debió haberse dado cuenta de que el peso del mundo cayó de pronto
sobre sus hombros, porque se acomodó en la silla para acercarse a ella y le
apretó la mano con fuerza.
—Estará todo bien, ya verás —la consoló su amiga.
—Y Daniel… ¿Crees que se lo tomará bien? —susurró, a lo que Evanne
hizo una mueca.
—¿Por qué no lo haría?
—Pues, ya que no hemos tenido la mejor de las relaciones, pensaba
que… Oh, soy un desastre —se lamentó—. Lo siento, estoy desbordada.
—No tienes por qué sentirlo. Soy tu amiga, estoy aquí para ti.
Layla sonrió, agradecida.
—Gracias, Eva —suspiró—. Entonces haré eso: esperaré y, en un mes
más…
—Le dirás.
¿Cómo comenzaba a prepararse siquiera para ello?
Tenía un mes para hacerlo.
Los días pasaron y la certeza de su embarazo eliminaba un poco más su
incertidumbre con cada día que pasaba y seguía sin haber sangre en las
sábanas. En su mente, ya no quedaban dudas: desde ya, era madre, y tenía
que decirle a Daniel que iba a ser padre también.
Todas las mañanas se frotaba el estómago, como esperando alguna señal
de su hija o hijo, del bebé que llegaría al mundo en unos meses gracias a
ella. Solo de pensarlo le daban escalofríos. ¿Dolería mucho? Esperaba que
no.
Cuando se cumplió el plazo que se había impuesto a sí misma, y otro
mes había transcurrido, supo que era hora de hablar con su esposo. Su
sorpresa fue enorme cuando, en la fecha que había decidido, se despertó y
encontró a Daniel sentado en la cama junto a ella. Estaba vestido, pero
todavía despeinado por haberse levantado hacía poco.
—¿Daniel? ¿Qué haces aquí? —quiso saber ella, sorprendida de verlo
en ese momento—. No importa, de hecho, me alegra que no te hayas ido,
porque así no tengo que esperar hasta la noche. Hay algo de lo que me
gustaría conversar contigo.
Daniel arqueó las cejas, interesado.
—Ah, ¿sí? ¿Está todo bien?
—Sí —se apresuró a responder ella, incorporándose en la cama. El aire
frío la golpeó con fuerza cuando se apoyó sobre los almohadones,
traspasando su fina camisa. Antes de que pudiera decir nada, Daniel le
tendió una de las mantas para que se cubriera los hombros—. Gracias —
dijo, sonriendo a pesar de los nervios.
Incluso cuando un cosquilleo de anticipación le recorría el cuerpo, se
sentía tranquila, mucho más de lo que se había sentido durante todo el mes.
Tal vez, ahora que era el momento de la verdad, la ansiedad por fin había
desaparecido, aceptando los hechos.
—¿De qué quieres hablar?
—Creo que… No, no creo —se corrigió—. Yo… Estoy embarazada,
Daniel.
Muchas emociones pasaron por su rostro en menos de un segundo:
sorpresa, reconocimiento, felicidad, paz, deseo.
Una sonrisilla tiró de sus labios, victoriosa y tranquila.
—Lo sabía.
Layla parpadeó.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Tal vez pienses que no me preocupo de ti, pero sí lo hago, Layla. Me
di cuenta cuando tu ciclo no llegó, siempre me he fijado en esas cosas. No
dije nada, porque no estaba seguro, pensé que tal vez me había equivocado
al hacer la cuenta, así que esperé y…
—Tenías razón.
Ella también sonrió cuando el nudo en su pecho al fin, al fin, se deshizo.
—¿Cómo te sientes?
—Oh, no lo sé. La verdad, he estado tan preocupada pensando en cómo
te ibas a sentir tú, que no tengo idea de cómo me siento yo.
—¿Y eso? —Layla solo se encogió de hombros. No sabía cómo
explicarlo—. Layla… Quiero decirte que lo siento. Lo siento por todo. Sé
que ni siquiera hemos hablado de ello en todo este tiempo, y no es que no
haya querido, es que no sé cómo afrontarlo. Te escucho llorar por las
noches. —El corazón de la chica se estrujó dentro de su pecho, más aún
cuando él le tomó la mano con ternura y la acunó entre las suyas—. Veo tu
mirada de decepción, el dolor en tus ojos cada vez que estamos juntos… Y
me odio a mí mismo por no poder darte más, por no ser el hombre que tú
esperabas, el héroe sobre el que lees en tus libros… No soy un héroe, Layla.
Jamás lo he sido. Tengo demasiado resentimiento, cargo con demasiado
odio hacia un pasado que ya no importa, mas no puedo sacarlo de mí. Pero
esto —los señaló a ambos—, esto es todo lo que tengo, y me hace feliz…
Más que feliz… saber que voy a ser padre. Lamento muchísimo si no te di
la confianza para decírmelo antes.
26
CRIANZA
1864 – 1866

C on el paso de los meses, cada pieza del puzle pareció ir encajando en


su lugar. Una parte de Layla no podía estar mejor, pues sentía que al
fin se estaba encaminando a hacia la vida que deseaba. Una vez que se armó
de valor y le habló a Daniel sobre el bebé, fue como si el peso del mundo se
levantara de encima de su pecho. El alivio fue inexplicable, y pudo dejar de
sentir el frío crónico, el temblor en las manos o el palpitar nervioso de su
propio corazón.
Una vez que la preocupación por lo que Daniel pensaría se esfumó,
Layla pudo concentrarse en ella y en lo que ella sentía con respecto a ser
madre. Se dio cuenta de que lo deseaba. Era un nuevo capítulo de su vida
que estaba emocionada por comenzar, y sentía que con la llegada del bebé
tendría al fin ese amor que siempre quiso: incondicional, profundo y
dispuesto a traspasar todos los límites.
En su fuero interno, Layla estaba segura de que era una niña.
Podría llamarse Melody. Le parecía un nombre encantador: Melody
Raven. O Lily. Lily Raven también sonaba muy bien, aunque no estaba
segura de si quería continuar la tradición familiar implícita de nombrar a las
niñas con la letra «L».
Todos los síntomas de su ansiedad se vieron sustituidos por los del
embarazo. Sentía nauseas constantemente y casi tenía que obligarse a
comer, pensando que se estaba alimentando por dos. Cada día se despertaba
con la sensación de que alguien la hubiese estado sacudiendo sin que ella se
diera cuenta, revolviéndole el estómago. Para ayudarla con esto, Astrid le
llevaba sin falta té de jengibre todas las mañanas; eso ayudaba en algo. Aun
así, debía permanecer recostada hasta dejar de sentir que el mundo daba
vueltas a su alrededor.
Entre Astrid y ella se dedicaban a preparar las cosas que necesitarían.
Layla compraba las telas en el mercado de la aldea, y Astrid hacía la ropa
del bebé con increíble cuidado y precisión. Además, mes a mes se
encargaba de ensanchar un poco más su corsé. Si Layla se miraba con
detenimiento, no veía cambios en su cuerpo, mas bastaba probarse uno de
sus viejos vestidos para darse cuenta de que sí estaba cambiando, pues
ninguno le cerraba.
Daniel, por su parte, se había encargado de mandar a hacer la cuna al
carpintero, la cual estaría lista en una semana. No había apuro todavía, pero
a Layla le gustaba sentir que las cosas seguían fluyendo de forma correcta.
Cada pequeño paso contaba, y Daniel y ella se iban a asegurar de que no les
faltara nada para el momento en que el niño llegase al mundo.
Desde que se enteró de su embarazo, Daniel pasaba más tiempo con ella
en casa. No todos los días, pues aún debía trabajar; se quedaba un poco más
por las mañanas, al menos hasta asegurarse de que el malestar remitía y
Layla hubiese tomado el té de jengibre e ingerido el desayuno. Entonces, se
despedía con un beso y le prometía volver temprano, lo cual cumplía. Y,
cuando no, siempre llegaba con alguna sorpresa para ella. Al principio,
fueron flores, joyas o algo que había encontrado para su futuro hijo. Más
adelante, cuando las náuseas pasaron y lo único que Layla quería era comer
dulces, Daniel llegaba por las noches con pasteles, tartas o buñuelos de la
panadería del padre de Eva: él debía estar tan complacido por las constantes
compras como Layla de comerlas.
Con los meses, ella se sintió mejor, más fuerte y lúcida. Ahora su estado
era evidente, pues su estómago se había inflado como un globo de una
semana a otra. Cuando salía por las tardes a pasear con Daniel, todo el
mundo los llenaba de cumplidos y felicitaciones que Layla no sabía cómo
tomarse.
También estaba el tema de su madre: Layla le contó sobre su embarazo
al día siguiente que a Daniel. Por más que no estuviesen en el mejor de los
términos, era su madre y necesitaba su apoyo. Lucía solo sonrió y, en lugar
de felicitarla como hacía todo el mundo, largó una sarta de consejos y cosas
que debería hacer para asegurar la buena salud del niño o niña… Y la de
ella, durante el parto.
Esa era la parte que le preocupaba, y luchaba a diario por no prestarle
atención. No quería que saliera a flote y comenzara a empañar todo lo que
estaba viviendo, la emoción que sentía a medida que veía crecer su vientre.
Layla no era tonta, sabía lo peligroso que era dar a luz e ignorarlo no iba a
servirle de nada, sin embargo, la idea de todo lo que podía salir mal era
aterradora y horrible.
Daniel le decía que no debía estresarse por ello, que llamarían al mejor
médico que el dinero pudiera pagar, que le darían algo para el dolor y que él
estaría ahí, esperando para recibir a su hijo.
Pero había algo que todavía no hablaban y era lo que más daba vueltas
en la cabeza de Layla. Sí, era consiente que podía morir durante el parto, y
también… de que si moría, podía renacer. Eso la aterraba. Le causaba tanto
pánico, que su mente bloqueaba el pensamiento tan pronto como aparecía,
mas no podía ignorarlo para siempre: quedaban semanas para la fecha
prevista.
A ella ni siquiera se le había ocurrido, hasta que su madre se lo hizo ver
el día que hablaron. Si ella moría durante el parto, podría renacer si así lo
deseaba. Y claro que no quería morir, esa idea era igual de horripilante…
¿Qué se suponía que iba a hacer? ¿Qué pasaría si el doctor, Astrid y
quienquiera que estuviese en la sala del parto la veían entrar en combustión
en su lecho de muerte? Se espantarían, la tildarían de bruja y todos los
rumores que apenas se estaban extinguiendo regresarían con más fuerza.
Y lo peor… ¿Qué pasaría si renacía con dos años menos, casada y con
un bebé recién nacido que no recordada? Oh, Dios… No, no podía con eso,
y tampoco podía con la idea de dejar a Daniel y al bebé solos.
Finalmente, lo habló con Daniel. No había mucho que decir, en realidad,
pues ninguno sabía qué era lo que iba a pasar. Al menos, compartió sus
preocupaciones con él, por más incómodo que se le hiciera hablarle de su
magia sabiendo lo ocurrido. Juntos decidieron que, si Layla renacía, Daniel
se encargaría de Astrid y del doctor; le explicaría todo a la chica, mientras
que al hombre le pagarían lo que fuese necesario para no hacer preguntas y
mantener el silencio. Por las dudas, buscarían a un médico de otra ciudad.
Llegó el día en que su bolsa se rompió y Layla comenzó el trabajo de
parto. Enviaron por el doctor a uno de los sirvientes que trabajaban con
Daniel en los campos. Volvió horas más tarde, cuando las contracciones ya
eran tan fuertes, que Layla tuvo que tumbarse en la cama. Astrid, quien
estaba preparada desde hacía meses para ese momento, tenía las toallas, las
sábanas y el agua hirviendo lista para utilizar en el segundo en que el
médico pusiera un pie en el cuarto.
Daniel esperó fuera de la habitación, paseándose de un lado a otro en el
pasillo, temblando cada vez que escuchaba uno de los gritos de Layla.
A ella le dieron a inhalar un trapo con éter. Se sintió como si la hubiesen
golpeado fuerte en la cabeza, no por el dolor, sino por la ligereza que
invadió sus pensamientos y su cuerpo. Le costaba concentrarse en lo que le
decían; se forzaba a sí misma a permanecer despierta. A pesar de la
sedación, el dolor perforó el velo que la droga había puesto en su mente, y
no era muy consciente de qué estaba pasando, salvo de las manos que
manejaban su cuerpo, los susurros de ánimo de Astrid y los constantes
«puja» que le comandaba alguien, no estaba segura quién.
Layla pujó. Pujó hasta que sintió que se le salía el cerebro por los oídos,
mas hizo lo que decían. De un momento a otro, un alivio inmenso, tan
grande como nunca lo había sentido, se apoderó de cada rincón de su ser, y
lo siguiente que escuchó fue el llanto de su bebé.
«¿Está bien? ¿Está sano?», quiso preguntar. Las palabras no salieron.
Una oleada de cansancio la golpeó con fuerza, pero ella no iba a dormirse,
no hasta saber que su bebé estaba en perfectas condiciones.
La puerta de la habitación se abrió y Layla vio a Daniel entrar por el
rabillo del ojo. Vio que Astrid le entregaba un bulto envuelto. Era tan
pequeño…
—Es un niño, Layla —susurró Daniel, con la sonrisa más radiante que
nunca le había visto.
Un niño. Layla sonrió también, exhausta. Tal parecía que se había
equivocado, y no le importaba en absoluto.
Un niño. Su hijo. Su pequeño.
No podía estar más feliz.
—¿Quieres sostenerlo? —Daniel se había acercado a ella con el niño en
brazos.
Lo cargaba como si fuera un objeto de cristal. Layla no tenía idea de lo
delicados que eran los bebés, sobre todo recién nacidos. Intentó aprender lo
que más pudo, sin embargo, había mucho que tendría que aprender sobre la
marcha. Ni siquiera sabía cuál era la forma correcta de hacerlo.
Se encontró asintiendo de igual modo, sin encontrar en sí la fuerza para
hablar.
—Así. —Su esposo le mostró cómo tomar al niño, sosteniendo con
cuidado su cabeza para que no cayera hacia atrás.
Daniel no retrocedió cuando el peso de su hijo estuvo en los brazos de
Layla, sino que se arrodilló al lado de la cama y la abrazó a ella también. El
tacto de Daniel fue como un soporte para su cuerpo cansado, y Layla se
recargó en él y observó a su hijo por primera vez. No tenía cabello, y su
cabecita era tan pequeña que cabía en la palma de su mano. Layla la
acarició con suavidad, sintiendo sus ojos aguarse con lágrimas de emoción
y felicidad. El pequeño tenía los ojos cerrados, al igual que los puños de
ambas manitas.
La voz de Daniel rompió el silencio una vez más:
—¿Está bien, doctor?
—Sí. El sangrado ya se detuvo y todo parece estar en orden.
Permaneceré en la aldea un día más, por si acaso. Si tiene nauseas, fiebre o
cualquier otra complicación o síntomas fuera de normal, hágamelo saber de
inmediato.
Por el rabillo del ojo, vio a Daniel asentir con firmeza. No tenía idea de
dónde se habría ido Astrid, quizás a deshacerse de las toallas
ensangrentadas, pero pronto solo estuvieron ellos tres en la habitación.
Con dificultad, Layla consiguió decir:
—¿Cómo…? ¿Cómo vamos llamarlo?
—¿Qué te parece… William? —insinuó él. Lo cierto era que, en todos
esos meses, no habían logrado acordar un nombre para su hijo si resultaba
ser hombre.
William Raven.
—Mmm no, es muy típico.
—¿Qué tal… Howard?
—Ugh, no. —No sonaba para nada bien.
Daniel pensó un momento, mirando hacia el techo, como si estuviese
luchando por recordar cada nombre que había oído en su vida.
—¿Alexander? —sugirió.
—Alex… Xander. Solo Xander.
—Xander Raven —probó, para luego sonreír—. Me gusta.
—Xander Raven —acordó Layla. Se dirigió a su bebé, observando su
carita dormida, tan pequeña y llena de paz. Se preguntó si en su sueño ese
diminuto ser sabía lo amado que era—. Me pregunto cómo vas a ser,
Xander. No puedo esperar a conocerte.
Xander nació siendo un niño saludable y lleno de energía, y continuó
siéndolo mientras crecía. Poco después de recibirlo en el mundo, añadieron
una nueva línea al relicario que Daniel le dio a Layla como regalo de bodas:

Layla estaba encantada con Xander. Lo amaba como si fuese el único


ser en todo su universo, y sentía que el hueco en su corazón poco a poco se
había ido llenando con cada llanto, cada parpadeo y cada mueca que hacía
el bebé, porque no importaba que la despertara por las noches o que se
sintiera más cansada que en toda su vida: estaba feliz.
No quiso dejarlo al cuidado de Astrid ni conseguir una nodriza. Por más
que sabía que eso era lo que se esperaba de ella, Layla decidió que no era
asunto de nadie lo que ocurría dentro de su hogar, así que hizo lo que le
vino en gana y se dedicó al cuidado de su hijo ella misma.
A veces lo paseaba por la aldea junto con Daniel, recorriendo los
mismos laberintos de arbustos donde ella solía esconderse. Aquellos
rincones habían sido su refugio en el pasado, y Layla no podía evitar
preguntarse si algún día su hijo también buscaría ocultarse en ese lugar, o
incluso en los árboles que se encontraban más allá, en el comienzo del
bosque.
Pero, ¿de qué tendría él que refugiarse? No, ella se encargaría de que
jamás lo necesitase. Sería el niño más feliz del mundo, y nunca tendría que
vivir lo que ella vivió al cumplir los quince años. Era lo que más miedo le
daba, sin embargo, por primera vez en su vida Layla sintió que ese miedo
ya no la paralizaba, sino que la despertaba y la instaba a tomar acción.
Con el paso de los meses, Daniel volvió a mirarla como lo hizo antaño,
cuando recién se conocían y todo parecía sacado de un cuento de princesas
y valientes caballeros. Aunque esa estaba lejos de ser la realidad, Layla
estaba tranquila al ver que las piezas de su corazón se iban reparando,
limando las asperezas un poco más con cada sonrisa o beso, para luego
encajarse de vuelta donde iban.
Daniel y ella se volvieron cercanos de nuevo, y si bien él pasaba la
mayor parte del tiempo trabajando fuera de casa, ya no se escabullía de la
cama antes de que ella se despertara, sino que la esperaba con una sonrisa y
la besaba hasta perder el control. Y hacían el amor como dos tontos
enamorados, sin importarles dónde ni cuándo: entre medio de las sábanas
era como si solo fueran ellos dos en el mundo.
Layla sabía que los sentimientos de Daniel no habían cambiado, pero
quizás ella sí lo había hecho, porque ese mismo corazón reparado, en lugar
de convertirse en uno frágil y quebradizo, se había vuelto fuerte gracias a
las junturas que lo mantenían unido.
Quizás nunca dejaría de amarlo, mas podía aceptar que no eran dos
personas destinadas a estar juntas, que el amor no siempre era
correspondido y no era culpa de nadie. Estaba bien con eso.
Cuando Xander tenía dos meses, Layla lo llevó a conocer a Lucía. Y por
más que su madre no cambió su expresión, ni le dijo palabras de afecto al
niño o a ella, Layla vio el brillo en sus ojos, un destello de un amor que
jamás sintió en carne propia. Hubiera sido imperceptible para cualquier
otro, menos para ella.
—Es un lindo niño.
Fue todo lo que dijo Lucía, acariciando un poco la pelusilla negra de
cabello que comenzaba a aparecer en su cabeza. Apenas lo miró, apenas
habló de él, pero no tuvo que hacer nada de eso para que Layla se diera
cuenta de que Xander había conseguido hacer lo que ella nunca pudo: tocar
el corazón de Lucía Grace.
Cuando el niño tenía seis meses, Evanne le llevó de regalo la colcha
más hermosa que Layla había visto jamás. Su amiga estuvo ahí cada vez
que la necesitó; hasta se había ofrecido a cuidar a Xander un par de veces.
Lo cierto era que Evanne tenía una afinidad increíble con los niños; siempre
que iba a visitarla, el pequeño Xander reía y jugaba con su cabello dorado.
Y cada vez, sin importar el tiempo que hubiese pasado, Eva le decía:
—Estoy segura de que hoy tiene los ojos todavía más azules que la vez
anterior.
Eran de un color muy peculiar, eso era cierto. No eran celestes como el
cielo, claro y despejado como los de Daniel, sino un azul tan eléctrico y
oscuro como el de Layla. Su hijo se parecía mucho a ella en cuanto a sus
colores, mas no podía decir si tenía su nariz o la de su padre, o de quién
había sacado los labios o la expresión. Por ahora, lo único que Layla veía
era un niño dulce y risueño que, a veces, lloraba sin razón, incluso cuando
ya había sido alimentado y había dormido.
Cuando cumplió nueve meses, el padre de Eva le llevó un montón
dulces y bizcochos para que Xander comenzara a probarlos y, cuando
cumplió el año, Daniel le regaló el juego de figuritas de madera más
enorme que Layla había visto en su vida: debían haber cerca de cincuenta
muñecos dentro de la caja. Las había tallado el mismo hombre que
construyó la cuna para su hijo, y eso, por algún motivo, hizo que su corazón
se encogiera de emoción.
Y luego, cuando el pequeño cumplió un año y cuatro meses, Layla supo
que estaba esperando un segundo hijo.
Decidieron llamarlo Oliver. Nació en una sofocante noche a mediados
de julio de 1866, cuando el calor y el esfuerzo dejaron a Layla deshecha
después del parto. La alegría que sintió al sostener a su hijo hizo que se
alejaran de su mente todas las preocupaciones, los miedos e inseguridades
que habían vuelto a ella al enterarse de su embarazo, y solo podía dar
gracias por que ninguno de sus temores se había vuelto real.
Ya no era ella quien importaba, sino Xander, el pequeño Xander y,
ahora, Oliver.
Daniel la acompañó de una manera que nunca hubiera imaginado, y
Layla, al igual que con Xander, se rehusó a dejar a sus hijos al cuidado de
alguien más. Se dedicó a criarlos y educarlos, brindándoles todo el amor
que podía ofrecer. Y aunque Daniel no era tan expresivo como Layla,
siempre estaba pendiente de las necesidades de sus hijos.
La dinámica familiar que habían establecido funcionaba bien. Layla se
sentía feliz y aliviada, sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, se le
hacía cada vez más difícil ver a su esposo como aquel chico que se
escabullía en las noches por la ventana de su habitación, ese que recogió sus
notas del suelo y besó su mano el día que se conocieron.
Daniel ya no era un chico, sino un hombre. A veces Layla lo olvidaba.
Luchaba constantemente con las dos partes en conflicto dentro de sí misma:
una que le decía que sólo tenía veinte años y era imposible que lo tuviera
todo resulto, y otra parte que le recordaba a cada segundo que no solo era
mujer, sino esposa y madre. Era todo eso y tenía que ser más, mejor, al
igual que Daniel
Así como Layla dejó de lado sus pensamientos infantiles y nociones
románticas en favor de la simplicidad y el pragmatismo, Daniel también
dejó de lado las demostraciones de afecto que consideraba innecesarias,
volviéndose serio y práctico. Jamás fue cruel, nunca fue cruel… Al menos
no al principio. Solo era serio y estricto.
Layla trataba de imponer orden en el hogar, pero la autoridad de Daniel
siempre se imponía sobre la suya, gracias a su porte regio, su voz fuerte y
firme, y una mirada fría que advertía que no había nada bueno para quien lo
desafiara.
Xander y Oliver crecieron rápido, y desde niños fue evidente que nunca
serían el tipo de hermanos inseparables; peleaban por las cosas más tontas,
desde los juguetes que pertenecían a uno o a otro, cuando eran pequeños, o
quién merecía más o menos la aprobación de su padre, fuera cual fuera el
motivo, a medida que pasaban los años.
Layla se diera cuenta de que, sin pretenderlo, su papel como madre y
señora de la casa había sido disminuido por la presencia de un padre al que
era difícil agradar, casi imposible de complacer, y que rara vez mostraba
gestos amables, risas o aprobación. Layla, quien siempre estuvo presente, se
convirtió en un objeto decorativo en su propio hogar, después de todo, ella
era la que siempre estaba, la que nunca se apartaría o diría que no, entonces
¿qué importaba?
Se esforzó en exceso y en vano, ya que sus hijos aprendieron a una edad
temprana que no necesitaban la aprobación de alguien que no la exigía.
Sobre todo Oliver, porque a Xander no le importaba realmente si su padre
aprobaba o no su comportamiento; era solo un niño, ¿qué tanto había para
evaluar? Sin embargo, y tal vez justo por eso, fue él quien más castigos se
ganó: más retos, más miradas severas y más crudos silencios.
Y así, entre idas y venidas, pasaron los años.
27
TENSIONES
1880

—¡H an pasado dos años, Layla! —gritó Daniel, fuera de sí. Layla
jamás lo había visto de ese modo, ni siquiera años atrás,
cuando ambos se enteraron de que su matrimonio había sido arreglado—.
¡Dos malditos años y nada! Y tú…
Layla, quien no solía perder la compostura, lo cortó ahí mismo, antes de
que pudiese terminar la frase.
—¿Yo? ¡¿Yo, qué?! —Daniel se limitó a observarla, y si bien no lo dijo
en voz alta, sus ojos lo gritaban lo suficientemente fuerte—. ¿Cómo es que
esto es culpa mía?
No entendía por qué demonios estaban teniendo esta conversación otra
vez. Llevaban dos años con la maldita charla y Layla estaba harta. A ella no
le interesaba, era de lo más ridículo seguir discutiéndolo, pero para Daniel
era otra cosa, como si alguien lo hubiese estafado al momento de casarse. Y
en el fondo esa era la cuestión, porque si bien para Layla era un alivio que
Xander no tuviera poderes, para Daniel parecía ser la prueba de que el trato
que hizo para casarse con ella solo se cumplió por su lado.
Si Xander no tenía poderes, podría llevar la vida de un niño normal.
Viviría sin sentirse un extraño dentro de su propia sociedad, como ella
siempre se sintió. Nunca conocería el miedo que Layla vivió cuando era una
adolescente, ni cargaría con la culpa si perdía el control y llegaba a lastimar
a alguien… Era una bendición, y no sabía cómo más hacérselo ver a Daniel.
El tema era una espina que se había clavado en su pecho cuando Xander
cumplió catorce años, y que luego, a los quince, no hizo más que retorcerse
dentro, pues si bien Layla agradecía aliviada su falta de magia del fuego,
para Daniel fue como si desconociera a su propio hijo. De modo que
Xander no fue un extraño en su sociedad, sino que comenzó a serlo dentro
de su familia.
Su esposo la miró con… No, Layla no quería pensarlo. Tenía que estar
equivocada, exagerando las cosas.
—Si hubieses usado tus poderes de la forma correcta en lugar de
ocultarlos, nuestro hijo habría aprendido a hacer lo mismo. ¡Has concebido
un niño inútil, Layla!
Y la espina solo se clavaba más profundo, crecía y se fragmentaba
dentro de su corazón. Hacía años, cuando se enteraron del compromiso, la
respuesta de él le permitió vislumbrar un poco de sus verdaderos colores,
pero al parecer Layla se había negado a aceptarlos.
Ignoró el insulto hacia su persona y gritó con rabia:
—¡¿Niño inútil?! ¡Es nuestro hijo! Tenemos dos hijos preciosos,
Daniel…
—Tal vez tú lo ves de esa forma porque así eres tú: romántica, ingenua.
Desde donde yo lo veo, solo estoy contando a un hijo.
—¡No puedes estar hablando en serio!
Layla no cabía en sí de toda la mezcla de emociones que le llegaron
como el golpe de una ola furiosa. ¿Era en serio? ¿Esa iba a ser la dinámica
desde ahí en adelante?
—Oliver cumplió catorce años hace dos días, y hoy ya ha mostrado un
poder inimaginable. Pudo controlarlo a la perfección, como si hubiese
estado esperando durante toda su vida el momento de mostrar algo que ya
dominaba. Con práctica, será invencible, podrá hacer todo lo que quiera…
Que otros lo hagan, incluso.
Dejó de mirarla al hablar, sin embargo, el brillo que Lucía Grace vio
alguna vez en sus ojos, estaba ahí más imperdible y evidente que nunca.
—No te reconozco, Daniel —dijo en un susurro ahogado, retrocediendo
varios pasos dentro de su propia habitación. Odiaba eso, ser siempre la que
retrocedía, mas esta vez no era por ceder, sino por alejarse. Era muy, muy
distinto—. ¿Es que esto es todo lo que te importa? ¡Es un niño, Daniel! ¡Y
es tu hijo! —recalcó. No sabía si podría repetirlo otra vez sin desmoronarse
—. Solo tiene dieciséis años. No, no ha mostrado poderes. No, no es muy
probable que lo haga, pero ¡yo no necesito que los tenga para quererlo,
maldita sea! ¡¿Qué demonios te sucede?!
Daniel casi sonrió, quizás porque reconoció en ese segundo que no
había más que hablar, que jamás estarían de acuerdo y que ella nunca vería
las cosas igual que él. Y eso para Layla fue la gota que colmó el vaso,
porque las espinas en su pecho no aguantaron y explotaron, destruyéndolo
todo a su paso. Se preguntó a sí misma qué era lo que estaría mal con ella
para seguir amando a alguien que pensaba de esa forma.
Con los años, ese amor pasó a ser un grillete y cadenas tan apretadas
que la herían, le hacían daño y no le permitían moverse. Ya no era libre,
nunca lo sería mientras siguiera atrapada por sus propios sentimientos.
—No tienes ambición, Layla. Ese siempre ha sido tu único defecto.
—Puedes decirlo de esa forma si te da un poco de paz —espetó ella—;
si quieres creer que esto es falta de anhelos, piensa lo que te plazca, pero tú
y yo sabemos muy bien que esto solo se trata de ti, de lo que tú no eres y de
lo que jamás serás.
No le dio el tiempo de decir nada más, porque no quería escucharlo. No
tenía en sí la fuerza para seguir discutiendo con él. Dolía en cada fibra de su
ser, en cada pedazo de su corazón sangrante. Dolía porque era su esposo y
lo amaba. Dolía porque jamás pensó que la clase de persona que diría esas
cosas se ocultaría dentro del hombre bueno y de sonrisa amable con quien
se casó; porque era el padre de su hijo, quien debía amarlo más que nadie, y
ahí estaba, hablando pestes sobre él por algo que no podía controlar.
Y dolía porque, cuando Xander nació, Layla se prometió a sí misma que
no dejaría que nadie jamás le hiciera daño, y ahí estaba él, con la mirada
vacía, fracturada y distante cuando Layla salió de la habitación.
Los ojos de Xander siempre tuvieron algo en ellos que hacía parecer
que su mente estaba a mil kilómetros de ahí, en otro mundo, quizás. Sin
embargo, Layla jamás lo había visto tan ido como esa noche: era como si
ese no fuera su hijo, sino alguien a quien le habían robado toda empatía,
todo amor, toda sonrisa.
Su hijo era un niño, y lo que escuchó esa noche lo hizo convertirse en
adulto.
Layla abrió la boca antes de saber qué demonios iba a decir para
arreglar la situación. Nada de lo que dijese iba a mejorarlo y, al final, ni
siquiera tuvo que hacer el esfuerzo, porque sin más que una mirada hostil,
Xander se dio media vuelta y bajó las escaleras hasta desaparecer, y lo
único que Layla escuchó fue un portazo.
No fue tras él. Fue tonta, pensó que lo mejor era que pudiese tomar aire,
despejarse y, cuando volviera, hablarían.
Fue ingenua, no pensó que nada pudiese salir peor… Y, por supuesto,
eso fue lo que pasó.

En el bar, Xander pidió un whisky tras otro, con algunas cervezas entre
medio. Tal vez haya incluido alguna copa de vino en algún momento; si fue
así, ya no lo recordaba. Estaba tan ebrio, que se olvidó hasta de qué lo había
llevado ahí.
Tenía algo que ver con su padre, eso de seguro, porque él era la causa de
todos los dolores de cabeza de Xander desde que tenía siete años. Tal
parecía que habían cosas que nunca cambiaban.
Entendía la preferencia de su padre por Oliver. En serio que lo hacía. Si
él fuese padre de ambos, probablemente también elegiría a su hermano
antes que a sí mismo. Oliver se encargó de eso con cada dócil, sumiso y
estúpido «sí, padre» o «tienes tanta razón, padre». Y aunque Xander jamás
se atrevería a contradecirlo, al menos tenía claro en su interior que nunca
estaría de acuerdo con su progenitor, ni verían la vida con el mismo lente.
Oliver lo idolatraba. Xander solo quería evitarse problemas. Esa era la
gran diferencia entre ambos.
Por muchos años creyó que esa animadversión hacia su persona se debía
solo a eso, a no ser el primogénito lame suelas que Daniel Raven esperaba,
sin embargo, cuando sus trece años se estaban desvaneciendo y su
cumpleaños número catorce era inminente, su abuela, Lucía, le dio un
regalo como ningún otro:
«Tú madre nunca te ha contado, ¿verdad? No, por supuesto que no lo ha
hecho —se respondió a sí misma, sin darle tiempo a Xander de abrir la boca
—. Voy a darte un regalo, Xander, porque tu madre jamás lo hará».
«Pero mi cumpleaños no es sino hasta la próxima semana», replicó él,
inseguro.
«Esto es algo que tienes que tener antes, cariño».
«¿Lo tendrá también Oliver?», quiso saber.
«En su momento. —Lucía asintió—. Es importante, Xander».
Aunque un tanto dudoso, Xander asintió. Su abuela no tenía la
costumbre de bromear, mucho menos de decir las cosas sin razón, por lo
que estaba seguro de la importancia del asunto, incluso si no entendía de
qué hablaban.
Curioso, preguntó:
«¿Cuál es el regalo?».
«La verdad».
«¿Cómo?». No comprendió sus palabras.
Lucía se acercó a él, dejando que su larga trenza del color de la noche se
deslizara sobre su hombro. Xander era consciente de las actitudes de su
madre alrededor de su abuela: cautelosa, como si estuviese construyendo un
muro en su interior para protegerse de ella, y jamás lo entendió, porque todo
en Lucía era sencillo, agradable y cariñoso cuando estaban ellos dos.
Al hablar, le tomó ambas manos a su nieto:
«La verdad sobre nosotros, sobre lo que somos y sobre lo que tú serás».
Así fue cómo se enteró. Lucía le habló con tanta seguridad esa noche…
Le contó acerca de dioses antiguos, del fénix y su magia. Le mostró sus
poderes, haciendo caer chispas desde el techo como una lluvia de estrellas
amarillas dentro de su vieja cabaña.
Le habló con tanta seguridad sobre el resurgimiento de los
Incandescentes y todo lo que él lograría, que a Xander jamás se le ocurrió
que podría haber sido en vano. No sopesó la posibilidad de que la magia lo
hubiese saltado, porque su abuela tampoco lo hizo y Xander confiaba en
ella más que en nadie.
Pero su cumpleaños llegó y se fue, y los días, semanas, meses y años le
pasaron la cuenta, esperando el minuto en que sintiera el fuego dentro de él.
«Tranquilo», repetía su abuela cada vez que él lo mencionaba. «Ya llegará
y, si no, no importa, mi niño».
Layla terminó por enterarse de que Xander sabía de la Incandescencia, y
fue un verdadero caos. Estaba furiosa; con Lucía por revelárselo a su hijo y
con él por ocultarlo. Xander no se dejó intimidar por la ira de su madre, que
resultaba ser tan efímera como inofensiva. Sin embargo, no pudo evitar
espetarle en la cara lo hipócrita que era: estaban hablando de su vida, de
algo que lo afectaba en todos los sentidos: tenía todo el derecho de saberlo
y no podía culparlo por guardar el secreto cuando ella había hecho lo
mismo.
Esa fue la primera sonrisa —y una de las últimas— que su padre le
dedicó. En ese momento, Xander supo que algo en sus palabras había sido
acertado, mas no comprendía qué.
Ahora lo entendía, y era una jodida mierda lo que entendía.
Ah, sí: por eso había ido a emborracharse.
—¡Otro! —pidió.
Xander llevaba semanas trabajando en la única panadería decente de la
aldea, un pequeño negocio familiar que pasó de padre a hija luego de la
muerte de éste hacía unos años. La mujer tenía más trabajo de lo que podía
abarcar, especialmente cuando llegaban pedidos grandes, por lo que Xander
ayudaba, ganaba algunas monedas y evitaba tener que pasar más tiempo a la
sombra de su hermano.
Si no se equivocaba, la dueña había sido amiga de su madre. Ya no
hablaban.
Se gastó en una noche el salario de tres semanas… tal vez un poco más.
No le importaba; después de lo que escuchó, estaba ansioso por hacer horas
extra para recuperar lo perdido. Tampoco pensaba que en casa lo echarían
de menos, después de todo, su padre solo contaba un hijo.
—¡Otro! —volvió a llamar. ¿Por qué demonios se demoraban tanto?—.
¡Ot…!
—Ya es suficiente, Xander.
El mismísimo demonio podría aparecer para llevárselo al infierno en ese
instante, y no se le habría detenido el corazón como le pasó al ver a su
padre de pie a su lado en el bar.
—Padre. —No lo dijo como si temiera su reacción, ni siquiera como si
le importara. El alcohol le dio la valentía para hablarle de esa forma; de otro
modo, jamás lo hubiera hecho—. ¿Qué te trae por aquí? No hubiese
pensado que te dignarías a juntarte con gentuza como nosotros.
Daniel solo sonrió y eso, en sí, fue mil veces peor.
—Tu madre está preocupada. Ya sabes cómo es de aprensiva; se altera
por todo, incluso por cosas que no valen la pena.
Xander rio por lo bajo.
—Tal parece que tú haces lo mismo.
«No vales la pena», le había dicho. Enterró las palabras tan pronto
salieron de la boca de su padre. Ni siquiera tuvo oportunidad de procesarlas.
Daniel se tomó su tiempo para responder, y su silencio le dijo más a
Xander que cualquier palabra: le dio a entender que esa conversación en
realidad no le interesaba, y que Xander no era lo suficientemente
importante como para no hacerlo esperar, pues prefería examinar con ojos
despectivos la pocilga en la que estaban, pasando los dedos por la encimera
para revisar qué tanto polvo tenía acumulado.
Detestaba eso con todo su ser. Odiaba la mirada que ponía cuando
pensaba que todo y todos estaban por debajo de él, como si fuera un dios
que debía ser alabado. Xander no quería ser así.
Tuvo que morderse la lengua para no decir algo de lo que se arrepentiría
después. Para su alivio, el cantinero apareció al fin con su ansiada jarra de
cerveza. Si su padre no tenía intenciones de hablar con él, entonces Xander
tampoco la tenía de escucharlo.
Se llevó la jarra a la boca, esperando que el líquido frío y refrescante
hiciera algo por calmar la furia que bullía dentro de su pecho…
¡Crash!
No atinó a nada, salvo a llevarse la mano al labio ensangrentado y
adolorido que le quedó cuando su padre arrancó la jarra de sus dedos de un
manotazo y la mandó a volar, todavía llena.
El impacto del metal en su boca le partió el labio contra los dientes. La
cerveza se derramó sobre su cuerpo justo antes de que el maldito objeto
escapara de sus dedos y cayera al suelo con un repiqueteo que, y fue lo
único que se escuchó, pues todo el bar se sumió en el silencio.
—Se acabó la fiesta, niño.
Xander solo pudo mirarlo, estupefacto. Dios, qué cara más idiota debía
tener en ese momento, porque no terminaba de asimilar si le dolía más el
labio o el hecho de que su padre lo acaba de golpear por primera vez.
—No hay nada que ver aquí —espetó Daniel a toda la audiencia que se
había quedado mirándolos
Todas las cabezas se voltearon, mas los oídos permanecieron atentos al
espectáculo que ambos estaban brindando. Xander se limpió la boca y se
tragó la sangre que se había estado acumulando. Cuando vio sus dedos
teñidos de rojo, al fin consiguió reaccionar.
—A mí me parece que hay mucho que ver —escupió de vuelta—. ¿O es
que no quieres que todo el mundo se entere de cómo eres en realidad?
—Xander —advirtió, pero él estaba harto.
Llevaba muchos años guardándose el sentimiento de no ser suficiente.
Lo suficientemente bueno, lo suficientemente hábil y, ahora, lo
suficientemente poderoso.
—Siempre me has tratado como si no existiera. O peor, ¡como si no
fuera más que alguien del servicio! Me ignoras, no me tomas en cuenta.
—Te he dado todo lo que has podido querer, mocoso ingrato —replicó
Daniel, entre dientes.
—¿Y qué mierda sabes tú de lo que yo quiero? ¡No me conoces, nunca
te has esforzado por hacerlo! Siempre es mi hermano, siempre Oliver. Así
que, ¿qué demonios te importa lo que haga yo?
—Estás avergonzándonos a todos. —Daniel hablaba como si no quisiera
ser escuchado, apretando la mandíbula con cada palabra llena de veneno
que salía de su boca. Miró alrededor una vez más; nadie los veía. Si él lo
decía, Xander estaba seguro de que todos olvidarían lo que pasó ahí.
Después de todo, Daniel Raven era la persona más rica y con más prestigio
de toda la puta aldea, y él… solo era uno de sus hijos—. ¿Te preguntas por
qué te considero una desgracia para esta familia? ¡Mírate, imbécil! ¡Eres un
desastre!
Le dio un empujón con ambas manos. Xander, que no se lo esperaba, se
tambaleó hacia atrás hasta chocar con las sillas de la mesa más cercana. Le
hubiera gustado decir que era culpa de su mal equilibrio, pero en el fondo
sabía que era el resentimiento y la fuerza con que lo habían empujado.
—¿Yo soy un desastre? —rio. O se esforzó para que así sonara, porque
un horrible nudo se le estaba formando en la garganta—. Mírate, padre. Tú
eres el que está en un bar, golpeando a su hijo. Quiebras toda buena
impresión existente de ti, ¿no? Y todo porque me desprecias, admítelo.
—¿Quieres que lo admita? ¿Qué, exactamente? —Jugaba con él, lo
retaba, acercándose lo justo para que nadie más escuchara sus palabras—.
¿Que eres una decepción? Lo eres, Xander. ¿Que no te comparas a tu
hermano? Seguro que ya lo sabes. Tenía grandes esperanzas para ti. Cuando
naciste, creí que serías grandioso… Ahora me apena tener que llamarte
«hijo» —escupió al fin.
—Ahí está. —Contuvo las ganas de llorar, de gritar o de golpear algo—.
Tú no querías una familia, querías poder. ¿Y sabes? Me hace feliz no
dártelo.
Daniel sonrió y asintió despacio, como sopesando sus palabras.
Entonces, cuando pensó que se marcharía y lo dejaría solo al fin, llegó el
segundo golpe.
El puñetazo le dio vuelta la cara, y sintió un crac resonar dentro de su
cráneo. Su nariz, de seguro.
Y terminó por romperlo. Ya no daba más. Saberlo era una cosa;
escucharlo y sentir su desprecio a golpes era otra..
—Vete a casa, niño. Vete ahora, mierda.
Xander no sabía cuál era el «o sino…» implícito en sus palabras. No se
atrevió a contradecirlo, a desobedecer o a replicar. Hizo lo que le ordenaron,
y esa noche fue la primera de muchas en que se perdería en el bosque de
camino a casa, donde gritó y golpeó los troncos de los árboles hasta que los
nudillos le sangraron. Y no sabía si eran lágrimas de impotencia, de pena o
de odio lo que le caía por los ojos, pero las detestaba. Y cada vez que
pensaba en lo que su padre estaría diciendo en la taberna, la historia que
estaría contando, gritaba más alto.
Su madre no le dijo nada cuando la encontró al volver a casa.

Lucía se mudó de la aldea poco después de que sus nietos nacieran. Era una
decisión práctica, porque para ella era difícil mantener por sí sola la casa
donde solía vivir con su hija, con el huerto y los cultivos.
Al menos, eso fue lo que les dijo, porque de haber querido, era muy
capaz de hacer lo que fuera que se propusiera. En realidad, solo deseaba
alejarse del inútil de su yerno, quien iba añadiendo un poco más a la
creciente pila de odio que Lucía estaba acumulando hacia su persona con
cada año que pasaba.
Distanciarse de su hija fue una ventaja añadida; era bueno que Layla
aprendiera que no estaría siempre dispuesta y disponible para socorrerla
cuando la necesitara. No le vendría mal aprender a valorar un poco más
todo lo que su madre hizo por ella.
A Lucía le gustaba su soledad, y la distancia jamás fue un impedimento
para poder seguir viendo a su nieto cada vez que deseaba. Con los años,
Xander encontró en su casa un verdadero hogar, a diferencia del territorio
hostil que compartía con su familia.
Xander se convirtió en la desgracia y vergüenza de su padre, pues
pronto fue evidente que Oliver poseía gran poder, quizás incluso más que su
madre, mientras que él solo tenía una gran agilidad, fuerza y rapidez que no
contaban de nada. Su abuela le decía que esos también eran poderes del
fénix, que la magia no lo había saltado, y si bien Xander le creía, no lo
ayudaba demasiado.
A Daniel no le importaba. A él solo le interesaba el fuego, las llamas
llenas de vida, energía y peligro que su hermano convocaba. Xander
pensaba que en ese peligro implícito del fuego estaba la clave, porque el
miedo significaba sumisión, control, y si algo le gustaba a Daniel, era el
control.
Nadie en la aldea entendía muy bien por qué Daniel dejaba de lado a su
primogénito y, aun así, en la calle lo miraban con lástima y pena, como si
las personas tuvieran que compadecerse del pobre idiota que jamás lograría
nada en la vida.
Día a día Xander se preguntaba qué pasó en el bar luego de que él lo
abandonara; estaba seguro de que ahí encontraría respuesta a aquellas
miradas. Había transcurrido un año ya de ese suceso y Xander no había
vuelto a beber cerveza desde entonces, porque su aroma le recordaba al de
la sangre y los golpes.
Esa noche, mientras caminaba de camino a casa, se enteró al fin de qué
fue lo que dijo su padre para explicar sus arrebatos y su violencia, gracias a
dos borrachos que no reconoció.
—¡Oye, tú! —le gritó uno, tambaleándose hacia ambos lados y
llevándose a su amigo con él—. ¿No eres tú el chiquillo de Raven? ¿Ese
que nació enfermo?
—¿Perdona? —Xander se quedó pasmado.
—¡Sí, es él! —dijo el otro hombro, sonriendo como imbécil—. No te
ves enfermo.
Deteniéndose en seco, los encaró.
—Te aseguro que estoy en perfecta salud —replicó.
—Sí, sí. Fue hace tiempo, Jeffry. Ya sanó.
El tal Jeffry respondió en un susurro:
—La mente no sana así, quizás siga loquito —lo miró de reojo, y
Xander no pudo más.
—No estoy loco ni enfermo, ¿de dónde mierda sacaste eso?
El que no era Jeffry respondió, con una sonrisa asquerosa y burlona que
Xander quiso borrar de un puñetazo:
—Nos lo contó tu papi.
De modo que eso fue.
Llegó a casa hecho una furia. Por lo general, siempre se esperaba algún
comentario cruel a su llegada, algo sobre que nunca sería más que un
ayudante de cocina, que era indigno de llevar su apellido o que al menos no
estaba limpiando establos. Esa noche, Xander estaba preparado para
enfrentarse a ello.
Abrió la puerta de golpe, azotándola contra la pared con un estruendo
que resonó por toda la calle. Xander alcanzó a ver la reacción de su madre,
sentada en uno de los sillones junto al fuego con un libro en el regazo. Ella
dejó de leer y pegó un salto, justo antes de girarse para ver a su hijo.
Xander no le prestó atención, pues sus ojos estaban fijos en Daniel,
impasible al final del salón con un vaso de licor entre las manos.
—Así que tienes un hijo enfermo. Qué lindo, me alegro de al fin
enterarme de la forma en que me has estado presentando ante el mundo. De
seguro eso explica por qué todos creen que soy una paria.
—Buenas noches para ti también, hijo —replicó su padre, burlón.
—Lo serían si no tuviera que verte la cara —escupió él.
Layla se levantó, alarmada.
—¡Xander! ¿A qué se debe…?
—Pregúntale a él.
Si hubiera podido lanzar cuchillos con la mirada, habría empalado a su
padre en la pared contraria.
—Te ven como una paria, niño, porque tú nunca has hecho nada para
probar que no lo eres. Ni dentro de tu familia ni fuera de ella.
—Tú lo veas de esa forma porque no puedo hacer magia, ¿no? ¿Sabes
quién más no puede hacerlo? Tú.
La expresión de Daniel cambió. Se terminó de un trago el contenido de
su vaso, dejándolo de golpe sobre la mesita de apoyo. Xander, orgulloso de
sí mismo, no retrocedió ni un paso. Ya no le importaban los golpes, después
de todo, lo peor que podría pasar era que dolieran, ¿no? Eso era lo que
trataba de repetirse para evitar bajar la mirada como un cobarde.
—Quizás no —aceptó Daniel, con una expresión que ni Xander ni
Layla le habían visto jamás. Podría ser la luz tenue y sombría de las llamas,
sin embargo, en ese minuto a Xander le pareció que su padre no tenía alma
—, pero tengo algo que tú jamás tendrás.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es eso?
—Respeto.
—No, padre —negó Xander, sin dar su brazo a torcer por más que ahora
estaban frente a frente y su estómago se estaba retorciendo junto con sus
tripas—. Puede que tú no me respetes, pero desde hace años sé que tu
respeto no vale nada.
—Xander, no… —comenzó a decir Layla.
Su voz se perdió cuando Daniel se movió tan rápido que derribó la
estantería a su lado, para agarrar con fuerza a su hijo por el brazo. El ruido
ahogó el gritito de Xander; fue involuntario, un acto de reflejo que salió de
su ser cuando las uñas de su padre se le enterraron en la carne.
—Así que mi respeto no vale nada, ¿eh? ¿Qué eres tú al lado mío? —
habló con furia, con odio, resentimiento y rencor, y Xander no pudo evitar
preguntarse una y otra vez: ¿qué hice yo?, mientras era arrastrado con vicio
hacia el centro de la estancia—. No eres más que un mocoso sin talento, sin
aficiones ni prospectos. —Xander iba a replicar que, una vez más, él ni
siquiera lo conocía, mas no tuvo oportunidad—. Yo tengo tierras,
propiedades, un buen matrimonio y un hijo que llegará a la grandeza. ¡Tú
eres mi único defecto! Pero resolvamos esto de una vez por todas,
¡¿quieres?! A ver si no eres un completo fracaso después de todo.
Xander pensó que el brazo se le iba a despegar del hombro con la fuerza
que aplicó su padre para tirar de él. Y, de pronto, se encontró de rodillas
frente a la chimenea, con las llamas rozándole la cara.
—No —susurró.
—¡Daniel! —chilló su madre.
—Demuestra que eres más que un puto error.
Tenía los latidos del corazón en las sienes, y el maldito órgano en la
garganta. Durante un segundo, fue como si todo el mundo se detuviera,
como si transcurriera más lento. No había ruido, no había nadie más con él
en el salón; solo estaban las llamas ondulantes y calientes, jodidamente
calientes. Vio el naranjo, el amarillo, el blanco y uno que otro destello de
azul. Lanzaban reflejos en los azulejos que habían alrededor, y destellos
brillantes se proyectaban por toda la habitación.
Xander no podía dejar de pensar en lo hermoso que era, y se preguntó si
lo seguiría viendo de esa forma cuando su mano se hubiese achicharrado en
ese calor.
¿Dolería mucho? Mierda, no quería gritar, no deseaba darle esa
satisfacción.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Escuchó en el fondo de su mente, que su madre seguía chillando,
llamando a su padre, desesperada. Si estaba haciendo algo más que solo
lanzar gritos al viento, él nunca lo supo.
Observó las llamas, casi rogándoles que se enfriaran, que no le dejaran
un miembro inútil para el resto de la vida. Entonces, Daniel tiró otra vez de
su brazo hacia adelante y, sin tocar las llamas, empujó de él al fuego.
Xander ahogó un grito, jadeando, a punto de desmayarse. La sangre
corría como hielo por sus venas, y esperaba que eso fuera suficiente para…
—Ya lo ves —resopló Daniel, complacido consigo mismo. Xander lo
escuchó cuando el mundo volvió a recuperar sonido y color—. No eres tan
inútil después de todo.
Sin poder creer lo que estaba sucediendo, Xander movió la mano por
entre las llamas. No se quemó.
28
V E R D A D E S Q U E D U E LE N
2018

A manda estaba tan nerviosa que las manos le temblaban. Sabía que ya
no podía seguir posponiendo la conversación: Lucas merecía la
verdad, pero tenía tanto miedo... y gran parte de ese miedo era que sabía.
Amanda sabía que, si la situación fuese al revés, ella no se lo tomaría nada
bien. Todo lo que había ocurrido y lo que había ocultado... No podía culpar
a Lucas si se enfadaba.
Tal vez debió ser sincera desde el principio.
Fuera como fuera, ahí estaban Lucas y ella, sentados en su cama uno
frente al otro. Amanda trató de recordar cómo fue que Lianne comenzó la
conversación cuando se sinceró con ella y con Maya; no pudo. Su mente
estaba en blanco.
—¿Amanda? —Lucas sonrió, dudoso. No tenía idea de qué era lo que
ella quería decirle, y Amanda no quería ni pensar las cosas que podrían
estar pasando por su cabeza para hacer que su sonrisa se tambaleara de esa
forma—. Me estás asustando.
—Lo siento —comenzó disculpándose, aunque de inmediato se dijo a sí
misma que esa era la peor forma en que podría haber iniciado la
conversación—. Hay muchas cosas que no te he dicho, Lucas; cosas que
han pasado y te las he ocultado.
Eso sonaba todavía peor. La sonrisa se le borró del rostro.
—¿Qué?
—Quiero decírtelo todo.
—Esto no pinta nada bien, lo sabes, ¿verdad?
—N-No puedo decirte que no es malo, porque sí lo es. O lo fue, en
realidad… Pero te aseguro que, cualquier cosa que puedas estar pensando
en este momento, no es eso. —Trató de arreglar un poco la situación—.
Solo mantén la mente abierta, porque lo que te tengo que decir no es fácil
de creer, y necesito… necesito que me creas. ¿Puedes hacer eso?
Lucas asintió.
—Te creería lo que fuera, Amanda, aunque eso me haga un idiota —
suspiró, vencido.
Entonces Amanda habló.
Comenzó con lo más fácil, algo que él sabía y que no tendría por qué
cuestionarse: su amistad con Lía. Él estuvo ahí, lo vio; sabía lo unidas que
se habían vuelto en el tiempo que llevaban de conocerse, así que no pondría
en duda el hecho de que todas estuvieron dispuestas a arriesgarse por su
amiga.
Le recordó aquella conversación durante el primer día de clases, cuando
Lianne les contó sobre la muerte de su familia y que había sido adoptada
hacía poco. Luego, la historia se torcía, porque si bien Lucas sabía de la
muerte de los padres de la chica, ahí terminaban las verdades y comenzaban
las mentiras. U omisiones. «Omisiones» era mejor.
Le contó la verdad de Lianne, la realidad de cómo sucedieron los
acontecimientos y la razón por la que su familia fue asesinada. Le dijo todo
cuánto entendía sobre Xander y el odio que cargaba, y la forma en que
ayudaron a Lianne a buscarlo incansablemente, hasta que dieron con la
mansión…
Lucas palideció. Todo rastro de humor o ligereza había desaparecido de
su expresión, y ahora la veía con la mirada sombría y una mezcla de
emociones que Amanda no quiso descifrar hasta haber terminado, porque si
no, no tendría el valor para continuar.
Cuando le dijo sobre la Incandescencia, Lucas resopló.
—Es broma, ¿verdad?
Amanda sintió su estómago caer hasta el suelo. Trató de ponerse en su
lugar, porque al fin y al cabo, esa fue la misma reacción que ella y Maya
tuvieron, así que…
—No, no lo es. Esa magia existe, y Lía puede probártelo. Por eso vino,
está…
—Magia del fuego. Ya. ¿Se supone que me tengo que creer todo eso?
Sonaba molesto, muy molesto, y ni siquiera le había dicho la peor parte.
—Lucas…
—Mira, entiendo lo de Lianne, y no te culpo ni a ti ni a nadie por
ocultármelo. Es algo que ella decide si cuenta o no, y no soy quién para
presionarte por eso, pero ¿esto? ¿Para qué?
—Lucas —repitió Amanda, firme—. Es real, ¿sí? Es real. Lía puede
probártelo —volvió a decir. Titubeó un segundo antes de añadir—: Y yo
también.
—No sé de qué estás hablando.
—Verás… Cuando encontramos la casa, entramos. Pensamos que Lía
podría necesitar ayuda, no lo dudamos. No lo pensamos demasiado
tampoco, lo reconozco. Xander tenía un arma especial que puede matar a
alguien con solo tocarlo. Es magia también; así fue como mató al padre de
Lía. Él debió haber renacido, y no lo hizo.
—Por la magia del fénix, ¿no?
—Sí. La espada le impidió usar su magia para renacer y volver a la
vida. Tan solo bastaba un corte para matar a cualquier persona,
Incandescente o no, y yo… Digamos que me puse en su camino.
Lucas no dijo nada. Era difícil decir si su expresión había cambiado, si
se sentía más molesto, incrédulo, enojado o dolido que antes, porque
sencillamente no había nada.
No podía leer nada en su rostro.
El silencio era demasiado pesado, Amanda no lo soportaba. No solo era
un nudo de tripas y nervios en su interior, sino que sus manos temblaban
como una hoja al viento y sentía un profundo vacío extenderse en sus
entrañas.
—Yo… —trató de decir algo, lo que fuera, para eliminar la expresión
que Lucas tenía en el rostro—. La espada me cortó —carraspeó, forzándose
a retomar el hilo de la historia—. Y fue… horrible. Cada segundo, aunque
está muy borroso en mi memoria, recuerdo el dolor y sé que jamás en mi
vida he sentido algo parecido. Era una tortura hasta que se detuvo. Morí,
Lucas. Por unos segundos, mi corazón se detuvo.
—Amanda. —La voz de Lucas había cambiado por completo. Ya no era
firme ni incrédula, solo… Débil, frágil—. ¿Q-qué…? ¿Qué estás diciendo?
Su corazón se partió en pedazos al escucharlo. No sabía cómo decirlo de
otra forma, no podía suavizarlo, así que solo lo repitió:
—Morí, Lucas. Pero estoy aquí. Estoy aquí.
—¿Cómo?
—Lianne. Ella me curó con sus lágrimas. —Antes de que él replicara,
Amanda vomitó las palabras—. Es un poder extraño, antiguo y escaso…
Ella no sabía que lo tenía, pero lo tiene, me curó y me trajo de regreso.
Estoy aquí, eso es lo que importa.
—Amanda…
—Y no debería haber sucedido, pero algo extraño pasó con los
poderes…
—Amanda.
—La magia que estaba en la piedra, que se ha acumulado con los
Incandescentes que Xander ha matado…
—¡Amanda! —estalló Lucas, poniéndose de pie y pasando ambas
manos por su cabello, como si quisiera arrancarse los pensamientos del
cerebro—. Basta, ¿sí? Basta. Esto es… No tengo idea de qué estás diciendo,
no…
—¿No me crees? —susurró ella.
—No puedo, ¿vale? No puedo —repitió las palabras una y otra vez.
Amanda no sabía si estaba tratando de convencerse a sí mismo de que
no podía creerlo, o si solo estaba tratando de encajar las piezas dentro de su
cabeza, mas ella supo que lo había hecho todo mal. Mierda, lo había jodido.
Era demasiado, ¿cómo demonios podía esperar que alguien procesara todo
eso de golpe? Quizás debió haber empezado con menos, quizás…
—Lucas, lo siento. —Quiso llorar—. No era mi intención… Lo siento,
de verdad. No quería mentirte, es que…
—Es que, ¿qué? —Negó con la cabeza, soltando una risa cargada de
ironía. Se paseaba por la habitación de un lado a otro, sin detenerse, sin
mirarla—. No sé qué me moleta más de todo, que me hayas mentido, que
me hayas ocultado cosas… Algunas las entiendo, pero ¿esto? ¿Por qué te
inventarías todo esto? Y eso de que tú… moriste… —Casi se ahogó con la
palabra—. No juegues con eso, no tiene gracia.
—¡Claro que no la tiene! —chilló Amanda.
Se forzó a respirar, porque uno de los dos debía mantener la calma antes
de que la situación se fuese al carajo. Por un lado, Amanda quería gritarle la
verdad hasta que le creyera, quería demostrarle. Y, por el otro, se sentía
hecha pedazos viendo cómo lo estaba destrozando, pieza por pieza, con
cada palabra que decía.
Si le estuviese lanzando balas, probablemente dolería menos, porque
cada frase que salió de su boca se le clavó como una estaca directa al
corazón, y ahora no sabía cómo quitarlas sin que se desangrara por dentro.
Lucas quería gritar, llorar o golpear algo, No estaba seguro de cuál. Lo que
sí sabía, era que se sentía mareado. Tenía que salir.
—No tiene gracia —volvió a decir Amanda, respirando rápido—, pero
es la verdad.
—Por favor —resopló Lucas.
Estaba a punto de abrir la puerta y marcharse, cuando ella le gritó:
—¡Ahora soy como ella! ¿Si? Soy como ella, eso es lo que estoy
tratando de decirte, maldita sea. Y sí, sé que es increíble, pero si te das la
vuelta medio segundo…
—Si me doy la vuelta, ¿qué?
Él lo hizo y la observó con todo lo que estaba sintiendo. Se maldijo a sí
mismo, porque a pesar de todo, lo primero que seguía pensando al verla era
en lo hermosa que era.
Amanda dejó de mirarlo para cerrar los ojos y frunció el ceño. Él no
tenía idea de qué era lo que estaban esperando. Estaba por decírselo cuando
Amanda levantó las manos y las extendió delante de ella. De la nada, una
chispa apareció, saliendo del aire como si… No, no había analogía que
pudiese describirlo.
Flotaba en el espacio entre los dos, lanzando destellos anaranjados hacia
su piel, y Lucas no podía explicarse cómo demonios estaba sucediendo. Se
quedó sin aliento, más todavía cuando Amanda abrió los ojos y estos
brillaron con la luz del fuego que estaba conjurando.
La llama creció, extendiéndose hacia arriba. Parecía un fósforo recién
encendido, porque se tambaleó de un lado a otro, creció y luego disminuyó
otra vez.
—Sé —comenzó Amanda, alternando la mirada entre él y su fuego—
que debería ser imposible. Yo tampoco lo creía, y ahora entiendo…
Suspiró e hizo un gesto como de atrapar la llama con una de sus manos.
En lugar de quemarse y gritar ante el contacto, permaneció con la mirada
fija en él, mientras que el fuego desaparecía dentro de su palma.
Avanzó tres pasos, cerrando la distancia que los separaba, y la misma
mano con la que había consumido la llama, la llevó a la mejilla de Lucas.
—Necesito que me creas. Por favor.
Lucas no entendía un carajo. No fue capaz de decir palabra alguna, ni
tampoco de dejar de mirar el punto donde el fuego había estado hacía dos
segundos.
—Yo no… No te lo dije antes porque tenía mucho que procesar. No ha
sido fácil para mí tampoco, y tenía miedo de perder el control, de hacerte
daño, de que no me creyeras y que te alejaras de mí… Sé que fue un error, y
lo siento. —Cada palabra era como un susurro roto y ahogado, como si
luchara por salir de su alma, más que de sus labios. Amanda solo deseaba
dejar de herirlo con cada cosa que decía. Explicarlo solo lo estaba haciendo
peor, pero él tenía que saberlo todo—. ¿Recuerdas lo enferma que estuve?
¿Lo mal que me sentía y me veía? —Lucas asintió, mortificado—.
Pensamos que era gripe. No lo era. Cuando dejé salir mi poder, volví a
sentirme bien, volví a ser yo. Dianna me enseñó a controlarlo, y Lianne
estuvo ahí cada segundo. Ni ella ni Maya me dejaron sola y…
—¿Qué? —Era lo primero que Lucas le decía, y su voz le trasmitió
tanto resentimiento, que los ojos de ella se aguaron en un segundo—. ¿Mi
hermana lo sabe?
—Es mi mejor amiga, Lucas —susurró Amanda.
La expresión de Lucas se volvió fría y, sin pronunciar palabra alguna, se
dio la vuelta y abrió la puerta para abandonar la habitación, tan rápido que
Amanda no pudo detenerlo; lo único que consiguió hacer fue ir tras él, con
lágrimas rodando por su cara.
Había arruinado todo.
Lucas avanzó decidido por el pasillo y descendió las escaleras de dos en
dos. Abajo se escuchaban conversaciones amortiguadas, que se detuvieron
en seco cuando Lucas llegó al primer piso.
Amanda llegó tras él, y se quedó paralizada al ver las miradas de sus
amigos dirigidas hacia Lucas y, detrás de él, hacia ella.
El silencio les pesó, porque todos sabían… Todos sabían.
—Lucas… —susurró Maya, levantándose del sillón para avanzar hacia
él—. Veo que Amanda te contó todo. Sé que es difícil de creer y de
asimilar… —Fue a poner una mano en el brazo de su hermano, y el
retrocedió como si lo hubiese quemado.
Lucas retrocedió hasta que su espalda chocó contra el barandal de la
escalera; no despegó la vista de su hermana menor.
Todo en Maya se rompió. La expresión conciliadora que había intentado
adquirir se esfumó.
—Tú lo sabías —la acusó, susurrando, porque todavía no terminaba de
creerlo—. Lo sabías todo.
—Sí —aceptó Maya, con pena. Tratando de ordenar sus pensamientos,
alzó un poco más la vista para ver a Amanda. Quedaba parcialmente oculta
tras de Lucas, sin embargo, Maya podía ver que lloraba con el corazón
hecho trizas. Amanda y Lucas parecían las dos mitades de un vaso roto, y
no tenía idea de cómo empezar a juntar las piezas—. Lo sabía.
Ahora ella también quería llorar.
—¿Y tú? —Le habló a Jason, quien no alcanzó a decir algo antes de que
Lucas bufara—. ¿Para qué pregunto? Por supuesto que lo sabías, porque el
único imbécil aquí soy yo —terminó con amargura—. Todos ustedes han
decidido mentirme, y quiero saber por qué mierda ninguno pensó…
Ninguno creyó que…
No pudo continuar. Ahí estaba, al fin; había terminado de quebrarse.
Amanda, tras de él, puso una mano sobre su hombro. Él se sacudió,
porque ya no podía soportarlo. Se dio la vuelta para observarla.
—Dijiste… Dijiste que habías muerto. —Sintió que los ojos se le
llenaban de lágrimas que no quería botar. No quería sentirse todavía más
idiota y que todos ahí le siguieran viendo la cara de estúpido.
—Lo hice.
—¿Cuándo?
—Fue antes de navidad —contestó Lianne, cuando vio que Amanda no
era capaz de hablar—. Un día que Amanda y yo vinimos a pasar la noche y,
al día siguiente, ninguna fue a clases…
—El puto pescado —recordó Lucas. Lianne asintió—. Entonces la
noche anterior a esa excusa de mierda… ¿moriste?
La pregunta era para Amanda, pero Maya respondió:
—Sí. No estaba en condiciones de ir a clases…
—Y no dijiste nada.
Esa vez, nadie habló por ella, porque Lucas tenía que escucharlo de su
boca.
—No —aceptó, llorando—. No dije nada. No sabía cómo.
—No sabías cómo —repitió él—. Me parece la subestimación del año.
¡¿Qué se supone que hago con todo esto?! —estalló. Amanda no habló. El
nudo en su garganta ya era demasiado, y lo único que se sentía capaz de
hacer era llorar como una niña por el dolor que estaba causando—. Dímelo,
porque no sé la respuesta.
Lianne se adelantó un paso.
—Sé que tienes mil dudas…
—¿Tú crees?
—Solo pregunta.
—Amanda dijo que tú también puedes… —No sabía ni cómo terminar
esa frase.
—Controlar el fuego, sí.
Antes de que él lo pidiera, ella hizo un gesto con la mano y cientos de
chispas volaron delante de ella, como cuando alguien soplaba las brasas de
la chimenea. Eran más pequeñas, mucho más controladas que la llama de
Amanda, y era totalmente imposible.
—Así que todo es cierto. Todo.
—Nadie quiso herirte, Lucas. Nadie quiso ocultártelo, es… Es
complicado.
—No seas mentirosa.
—Lucas —advirtió Jason.
—Todos ustedes tomaron una decisión. No solo lo ocultaron o lo
omitieron, me mintieron. —Los señaló uno a uno, hasta llegar a Jason—. Y
tú… —resopló, lleno de un resentimiento que no quería sentir—. Afuera.
Ahora.
No lo esperó, sino que, hecho una furia, salió de la casa, azotando la
puerta tras él.
Jason compartió una mirada preocupada con Lianne. Quería decirle que
todo iba a estar bien, incluso si no tenía la certeza. Le apretó la mano, le dio
un rápido beso en el cabello y salió. Lo último que escuchó fue el llanto de
Amanda.
Fuera, la lluvia caía incesante y torrencial. Los empapó en un minuto,
pero Jason no iba a replicar ni quejarse por eso. Después de todo, mojarse
un poco era lo que menos importaba en ese momento.
Lucas avanzó por el jardín delantero sin esperarlo ni voltearse a verlo.
Jason le dio su espacio para calmarse y ordenar sus pensamientos, aunque
parte de él solo quería sacudirlo para que dejase de pasearse de un lado a
otro y le dijera al fin lo que estaba pasando por su cabeza.
No podía ni imaginar lo que Lucas estaba sintiendo. En ese sentido,
Jason lo tuvo mucho más fácil, ya que no tuvo que enterarse de tantas cosas
de golpe. Primero fue la magia, luego la mansión, lo de Amanda...
Maldición. Con todo, Jason se preocupó tanto por el hecho de que
Lucas creyera en lo que iban a decirle, en todo lo que tenía que ver con el
fénix y la Incandescencia, que pasó por alto…
—¿Qué mierda, Jason? —soltó Lucas al fin, cuando ya se hubo dado al
menos diez vueltas por el jardín.
Se volteó a mirarlo en un arrebato, como si su furia se hubiese estado
construyendo y acumulando con cada paso, hasta que no aguantó más.
Jason bajó los tres escalones de la entrada y buscó las palabras
adecuadas:
—Sé que es complicado e imposible, pero la magia…
—No —lo cortó Lucas—. No eso. —A Jason se le hizo un nudo en el
estómago al darse cuenta de que no estaba seguro de si eran lágrimas o
gotas de lluvia lo que corría por el rostro de Lucas—. Dentro de todo, eso lo
entiendo. Quiero que me expliques cómo es que supiste todo, todo el
tiempo… —La voz de Lucas fue subiendo—. Y quiero que me digas a la
cara por qué no me dijiste una palabra.
Él lo detuvo antes de que siguiera por ese camino.
—No es tan simple…
—¡Y un demonio que lo es! —gritó, exasperado—. ¡Eras mi mejor
amigo, maldita sea!
El resentimiento, el dolor, la acusación en su voz… Jason se quedó de
piedra, sin ser capaz de moverse o respirar.
—Lo sigo siendo —susurró.
—¿Lo eres? —acusó—. Porque desde donde yo lo veo, he estado para ti
cada segundo, Jason, cada maldito segundo, a una llamada de distancia cada
vez que me has necesitado, y jamás te he pedido nada, salvo tu amistad.
—¡Y la tienes!
—¡¿Acaso sabes lo que eso significa?! Es honestidad. Sinceridad,
lealtad y apoyo, y no sé en dónde mierda han quedado todos los años de
eso, porque en cinco meses se fueron por el drenaje.
—¡Cállate! —terminó por gritarle. No soportaba escucharlo y, con cada
palabra, un ácido odioso y corrosivo le subía por la garganta hasta terminar
quemando sus palabras y su calma—. ¡Cállate de una vez! He cumplido mi
parte, Lucas, y te habría dicho todo si hubiesen sido mis secretos, pero no lo
son. ¡¿Entiendes eso?! ¡No lo son!
—¡Guárdate tus malditos secretos, ¿vale?! Guárdale a Lía todos los
secretos que quieras; esto no es sobre eso.
—¡Entonces, ¿qué?!
—¡Me estás diciendo que ella murió! ¿Entiendes eso? Estuvo muerta.
Podría no haber vuelto jamás, y tú no dijiste nada. Sabías que yo… —Su
voz se rompió, y algo dentro de Jason también lo hizo.
No sabía que todavía le quedaban partes enteras por romperse. Tal
parecía que siempre conseguía encontrar nuevas, porque el corazón se le
hizo trizas cuando la voz de Lucas falló y todo en él casi colapsó.
Su amigo se forzó a recomponerse, y a Jason le dolió, porque eso
significaba que algo en su relación estaba fuera de lugar, algo había
cambiado y ahora él no se atrevía a ser vulnerable frente a él.
Y era su culpa. Era su maldita culpa por haberlo roto, por haber
despedazado la confianza entre ellos.
—Lucas…
—¡No! No quiero escuchar más. Porque tú supiste todo este tiempo lo
que significaba para mí. Lo viste, lo viviste conmigo. Sabías que la amaba,
sabías que estuve a punto de perderla, y no dijiste nada.
La acusación le atravesó el pecho como una bala y, aunque sabía que no
había excusa posible, lo intentó de todos modos.
—No es tan simple…
No supo qué fue lo que llegó primero, si fue el golpe o el grito de
Lucas.
Sintió el puñetazo estallar en su rostro, junto con una ola de dolor que se
esparció desde su mandíbula hasta su cerebro.
Se quedó aturdido, embobado, sin entender qué acababa de suceder o
por qué dolía tanto. No era la primera vez que él y Lucas peleaban; tampoco
era la primera vez que se golpeaban, pero esta vez era diferente. Era por
algo importante, grave. Las veces anteriores ni siquiera recordaba por qué;
quizás un desacuerdo de estrategia en un partido, lo más probable, o
cualquier otra tontería sin relevancia. Ahora era distinto. Sin embargo, eso
no impidió que la furia explotara en su interior como una bomba una vez
pasado el desconcierto.
Quizás era necesario, porque ambos tenían mucho que soltar.
No lo pensó dos veces cuando le devolvió el golpe directo al rostro, tal
como él había hecho. Parte de él se preguntaba: «¿Por qué demonios estoy
haciendo esto?», y la otra parte lo hacía de igual manera.
Lucas reaccionó de inmediato y lo siguiente que sintió fue un fuerte
tirón de su camiseta hacia adelante. Cayeron juntos, rodando por el suelo
empapado como dos idiotas que no saben controlar sus emociones. En el
fondo, eran eso: dos niños tontos jugando a pelear sin tener ninguna
intención de dañarse en realidad, esperando que, cuando todo terminara, el
mundo hubiese retomado su curso.
No tenía ni idea de a quién daría el siguiente puñetazo, cuando Lucas
gritó tan fuerte, que sus palabras se escucharon por encima del estruendo de
la lluvia y el pitido en sus oídos:
—¿Y qué si hubiera sido ella, Jason? ¡¿Eh?! ¡¿Qué si hubiera sido Lía y
te hubieras enterado meses después?! —Jason se quedó inmóvil, y Lucas,
que estaba arriba suyo listo para el siguiente golpe, se quitó de encima,
vencido, para caer a su lado—. ¡¿Me odiarías ahora?!
Decir que no lo haría un hipócrita, y decir que sí lo haría un mentiroso.
No tenía idea, esa era la verdad. Lo pensó, y las palabras le dieron un golpe
de realidad aún más fuerte que los puños.
—¿Eso es lo que sientes? —le preguntó, mientras volvía a incorporarse,
limpiándose con la manga la sangre que le caía de la nariz—. ¿Me odias?
Lucas lo miró sin decir nada por tanto tiempo, que Jason temió haberlo
perdido para siempre.
Luego de un rato, suspiró, sentándose también.
—No.
—¿Y entonces? —El labio le dolía terriblemente.
—Odio que lo único que hacen todos ustedes es dar excusas, tratar de
explicarse, en lugar de solo…. Disculparse. —Tenía razón. Mierda, si la
tenía—. Y me duele más de ti que de nadie, Jason. Eres mi mejor amigo.
—Lo sé —admitió al fin—. Tienes razón, y lo siento, Lucas.
De golpe, Lucas soltó todo el aire que sus pulmones podían contener y
agachó la cabeza, como si ya no soportara su propio peso. Jason vio el
movimiento de sus hombros mientras lloraba.
—¿Qué se supone que haga ahora? —murmuraba una y otra vez. Al
final, encontró la fuerza para mirar a Jason y preguntárselo directamente—.
¿Qué hago ahora?
Jason le puso una mano en el hombro.
—Sacas todo lo que tengas que sacar, y luego vas y hablas con ella.
—No sé si…
—Sí, sí puedes —lo cortó Jason—. Puedes y lo harás. No lo dejes estar,
no solucionará nada y no te hará sentir mejor.
—Ya, no me regañes. —Sin poder evitarlo, Jason sonrió. Y pareció ser
contagioso, porque una minúscula sonrisa también apareció en el rostro de
Lucas.
—Va a estar todo bien, te lo prometo. Nada como esto va a suceder de
nuevo.
Lucas suspiró, restregándose los ojos.
—Más vale.
Se miraron durante un segundo sin decir nada, hasta que, por alguna
razón que incluso ellos desconocían, una risa desenfrenada comenzó a
abrirse paso entre ambos. Resonó como un trueno dentro de sus pechos,
saliendo de sus gargantas sin control ni sentido. Y ambos se preguntaron
por qué demonios se estaban riendo. ¿Era porque no sabían qué más hacer o
por la estupidez que habían cometido hace apenas dos minutos,
golpeándose como energúmenos?
A Jason le empezó a doler el estómago de tanto reír, pero no podía
parar. Se contagiaba de Lucas y viceversa. Así no iban a llegar a ninguna
parte
La puerta de la casa de los Russell se abrió de repente, y Lianne se
asomó por ella con Maya detrás. Ambas se quedaron plantadas ahí,
observando a los dos chicos sentados en el suelo bajo la lluvia, riendo,
empapados y llenos de barro y… ¿sangre? ¿Por qué estaban llenos de
sangre?
Lianne no podía asociar la imagen de una pelea con la de ellos dos
riendo como niños en el suelo. Sin entender nada, lanzó al aire:
—¿Qué… acaba de pasar?
29
LI D I A N D O C O N L O I M P R E V I S T O,
S EG U N D A PA R T E
2018

L as horas que siguieron a la confesión de Amanda eran una mezcla de


unas con otras. El tiempo pasó sin que ninguno de ellos se diera
cuenta, ya que había cosas mucho más importantes de las que preocuparse.
Cuando Jason y Lucas entraron a la casa, empapados, con sangre y barro en
sus rostros, subieron directo al piso superior. Jason regresó media hora
después, con ropa seca, el cabello húmedo y el labio inferior visiblemente
hinchado.
—¿Quieres un hielo? —ofreció Maya.
—Sí —contestó Lianne por él—. Sí lo quiere.
Él no replicó, quizás porque notaba el tinte de molestia en su voz. Maya
fue a la cocina y regresó con un cubito de hielo dentro de una bolsa que le
entregó a Jason.
—¿Qué demonios tenían en la cabeza? —soltó la rubia—. ¿Volvieron a
tener diez años o qué?
—Puedes meterte en peleas a los diecisiete —masculló Jason.
—Puedes —aceptó Maya, también molesta—, pero no con tu mejor
amigo. Por Dios, son un par de mandriles.
—Creo que era necesario —se defendió él.
Lianne rodó los ojos.
—Claro que sí.
Ella apartó la vista del rostro de Jason. No quería observar esos ojos
azules que le decían «por favor, no te enojes conmigo», porque le daban
deseos de dejarlo ir, y eso solo terminaba enojándola más.
Amanda, quien había permanecido callada desde entonces, preguntó
desde el sillón:
—¿Y Lucas?
—Estoy aquí —respondió el chico desde la escalera. Maya rodó los ojos
y fue a la nevera por otro cubo de hielo, que casi le lanzó a su hermano, sin
molestarse en ver si lo atrapaba o no. Lo hizo—. ¿Podemos hablar?
Amanda asintió, casi sin atreverse a responder en voz alta. Se puso de
pie como un cachorro asustado, temiendo que Lucas fuese a rechazarla.
Subió con él y ambos se perdieron de vista.
Maya se sentó junto a Lía, y ambas observaron a la nada en silencio.
Jason miró a ambas chicas, alternando la vista entre el ceño fruncido de Lía
y el de Maya. Suspiró.
—¿Las dos están enojadas conmigo?
—Sí —respondieron al unísono.
—No es mi culpa que él me golpeara.
—Pero sí que lo golpeaste de vuelta —se quejó Maya.
—Es mi mejor amigo, claro que lo golpeé de vuelta. Se lo merecía, yo
me lo merecía, estamos a mano.
—¿Así de simple? —inquirió Lianne.
Jason se encogió de hombros.
—Así de simple.
—Idiotas —repitió Maya—. Malditos cavernícolas.
A pesar de todo, Jason sonrió. Luego, hizo una mueca de dolor, sin
atreverse a quejarse en voz alta, pensando en que iban a caerle encima las
penas del infierno si lo hacía.
—¿Creen que Lucas y Amanda estén discutiendo? —preguntó Lianne,
preocupada.
Maya bufó.
—Claro que no. Se le va a pasar. Es un tonto, pero no va a estar enojado
para siempre. Deben estar besándose ahora mismo. —Hizo un gesto como
si fuese a vomitar y a Lianne no le quedó más remedio que reír.
—Ojalá —murmuró.
Amanda cerró la puerta de la habitación de Lucas al entrar. Jugueteaba con
sus dedos, nerviosa; una manía que incluso a ella le molestaba. Se forzó a
dejar las manos tranquilas, y respiró profundo.
Como Lucas la miraba sin decir nada, apoyado en el borde de la cama,
ella decidió romper el silencio, aunque fuera con una pregunta estúpida
como…
—¿De qué querías hablar?
Vaya idiota.
Lucas suspiró también, cansado.
—No lo sé —confesó—. Tengo muchas preguntas y, honestamente, creo
que hasta tengo ganas de llorar.
Por algún motivo, el comentario hizo que Amanda sonriera.
—Creo que yo también.
Su sonrisa tímida, tierna y triste se replicó en el rostro de Lucas. Él botó
el aire que había en sus pulmones y extendió los brazos.
—Ven acá.
Ella casi corrió a refugiarse en su pecho, en su abrazo. Por fin, después
de horas, Amanda sintió que podía respirar con tranquilidad. Todavía tenía
un inmenso nudo en la garganta, sin embargo, la opresión en sus pulmones
poco a poco fue desapareciendo.
—Lo siento —susurró—. Nunca quise mentirte, Lucas.
—Yo también lo siento —dijo él, besando la coronilla de su cabeza—.
Perdón por reaccionar así, es que… No sé, Amanda, no sé cómo sentirme al
respecto.
—Yo tampoco lo sabía. Creo que yo habría reaccionado peor si me lo
hubiesen dicho todo de golpe. Admito que quizás no fue la mejor forma. Yo
también necesitaba procesarlo. Pasaron muchas cosas en los últimos meses
que tampoco entendía, y los secretos se fueron acumulando. Al principio,
era por Lía. No podía decírtelo. Y luego, cuando se volvió mi secreto
también, solo era… demasiado retorcido.
—Lo entiendo. Siento tanto que hayas tenido que pasar por todo eso.
Yo… No sé qué más decirte, aparte de que mi único deseo es que estés bien,
Amanda. Siempre.
—Lo estoy —le aseguro ella, apartándose unos centímetros para
observarlo.
—Quisiera haberte ayudado, haberte apoyado más…
—No tenías cómo saberlo. Y sé que es horrible, Lucas. Créeme que lo
sé, pero siento que todo ha resultado para mejor.
Lucas la miró como un tonto enamorado, sin poder creer que, con todo
lo que le había confesado, seguía ahí junto a él, más hermosa y resiliente
que nunca.
—Eres más fuerte de lo que piensas, ¿lo sabías?
Ella desvió la mirada, sonrojándose como siempre que recibía un
cumplido.
—Eso creo. Sí, lo sé.
—Quiero que me lo cuentes todo, quiero saber qué pasó.
—Lo haré. Lo haré, lo prometo. Y Lía puede ayudar con las preguntas
que tengas. No sé si soy la más indicada.
—Tienes su magia —recalcó él.
—Sí. ¿Quieres ver?
Lucas asintió, con una minúscula sonrisa tirando de la comisura de sus
labios. Lo peor ya había pasado.
—¿Qué puedes hacer?
Ante eso, Amanda sonrió. Sonrió de verdad, con ganas. El corazón de
Lucas dio un vuelco; ella no se veía como alguien que acababa de vivir una
experiencia traumática, ni tampoco como una persona que había terminado
resignándose a ello. Se veía como alguien que, desde el fondo de su
corazón, creía que había sacado lo mejor de una mala situación. Eso lo
alivió de sobremanera y, al mismo tiempo, lo asustó.
Le dio miedo porque era desconocido. No tenía idea de qué significaba,
ni mucho menos cómo afrontarlo, no obstante, confiaba en que, con el
tiempo, aprendería a hacerlo.
Amanda se alejó unos pasos y él permaneció quieto, dándole el espacio
que necesitaba. Llamas comenzaron a salir de sus manos, tomando la forma
de decenas de mariposas que revoloteaban alrededor de ella. Las había
anaranjadas, amarillas, blancas, algunas con destellos azulados… Era
hermoso, increíble. Lucas quiso tocar una.
—¡No lo hagas!
Las mariposas se esfumaron. No hubo humo, ni nada que delatara que
alguna vez estuvieron ahí, excepto por el leve calor que permaneció en el
espacio por unos segundos.
—Queman —murmuró Lucas.
Amanda chilló como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—¡Claro que lo hacen!
—A ti no.
—No —suspiró—. Es parte de la magia; el fuego ya no me quema.
—¿Puedes…? ¿Puedes hacerlo de nuevo?
Amanda no pudo contener su risa. Todos los miedos, los reparos que
pudo haber tenido en su momento, terminaron por abandonarla. Lo había
hecho. Había invocado al fuego y, cuando se sobresaltó, en lugar de perder
el control como tanto había temido, las llamas solo se extinguieron.
Mariposas volvieron a aparecer, batiendo las alas de fuego, volando
alrededor de Lucas sin tocarlo.
—Una de las razones por las que me tardé tanto en decírtelo todo, es
que tenía mucho miedo. No solo de tu reacción, sino de lo que yo podía
hacer. Este poder es peligroso, temía perder el control y que tú estuvieras
cerca. Jamás me lo perdonaría si…
—Oye… Shh, eso no va a pasar. —Todo dentro de él se derritió. La
entendía, no podía culparla por tratar de protegerlo cuando él haría lo
mismo por ella—. Está bien, te prometo que lo está. No tengo idea de cómo
hubiese reaccionado yo con todo lo que te ha pasado, no quise ser injusto
contigo antes. Jamás haría nada para dañarte, Amanda y, siendo sincero…
La parte que más me costará procesar es la de ti… muriendo. —Hizo una
mueca al decir las palabras.
Pronunciarlas le dañaba el corazón.
Amanda podía ponerse sin problemas en su lugar, mas no quería
hacerlo. Solo pensarlo era terrible.
—Estoy aquí, Lucas —susurró, cerrando la distancia que los separaba.
Lo miró a los ojos, buscando eliminar cada duda, cada gota de dolor. Sus
alientos se mezclaban; la respiración de Lucas le hacía cosquillas en la nariz
y… lo deseaba. Más que nada—. Estoy aquí.
—Te siento, Amanda —susurró él, acunando su rostro con ambas
manos. Las mejillas de ella se sentían cálidas bajo sus dedos—. Con todo lo
que soy.
Ella lo besó. Lo besó con los labios, con el aliento, con las manos, con
el alma. Lo besó con cada parte de su ser y le entregó todo de sí, sin
reparos. No volvería a dejar que el miedo la detuviera, nunca más.
—Entonces… ¿Desciendes de un pájaro? —inquirió Lucas, dudoso. Muy
dudoso.
Lianne no creía que todavía pudiese fruncir más el ceño, pero logró
hacerlo.
—Ehhh… No. No es tan literal.
—¿Y entonces?
¿Cómo explicárselo? Lianne ya había pasado por eso más de una vez, y
seguía sintiendo que la historia de su familia, su pasado y la herencia de sus
poderes era un caos que ni siquiera ella lograba comprender. Quizás era
justo por eso: era difícil de explicar porque había mucho que aún no sabía.
Lucas y Amanda bajaron las escaleras un par de horas después de haber
subido. Ella tenía las mejillas sonrosadas y él lucía una sonrisa en los labios
y los ojos brillantes. Lianne y Maya intercambiaron una sonrisa cómplice.
Lianne observó a Amanda, preguntándole sin decir una palabra si todo
estaba bien. Amanda asintió; lo estaba.
—No estoy segura de cómo comenzó —admitió. Era la primera vez que
lo decía en voz alta; no tenía idea de sus orígenes, y confesar que en
realidad no sabía más sobre su magia de lo que sus padres le habían
contado, era penoso—. De alguna manera, hace muchos años, hubo
personas que adquirieron la magia del fénix. Obtuvieron su habilidad para
renacer de las cenizas al momento de morir…
—¿Puedes hacer eso? ¿Y tú? —Miró a su novia.
—Sí, ambas podemos —dijo Lianne—. Lo he hecho antes, luego de que
mi familia… muriera. —Siempre prefería esa palabra. Decir que «fueron
asesinados» era más apropiado, más preciso, pero no podía. Era demasiado
duro.
—¿Cómo funciona?
Oh, Dios. Explicarle lo de la edad iba a ser complejo. Lianne soltó un
suspiro, sonriendo, antes de explicarle a detalle cómo funcionaba la magia
de los Incandescentes.
Pasaron casi toda la noche en vela, dando explicaciones y respondiendo
a cada pregunta que a Lucas se le podía ocurrir. Fueron horas muy
agotadoras, hasta que, pasadas las cuatro de la mañana, se fueron a dormir.
Lianne no sabía que se podían hacer tantas preguntas con respecto a un
mismo tema. Al parecer, había subestimado la curiosidad de Lucas.
Entró al cuarto de invitados totalmente exhausta. Sentía que, o bien iba
a quedarse dormida de pie, o iba a caerse del sueño en medio de la
habitación. Ambas opciones le parecían aceptables, mientras implicaran
cerrar los ojos.
Ni ella ni Jason encendieron la luz. ¿Para qué? Lianne estaba segura de
que él se sentía igual de agotado.
—Fue un día intenso —suspiró la chica, dejándose caer sobre la cama,
quitándose las zapatillas con los pies.
—Lucas parecía estar… aceptándolo —comentó Jason, haciendo una
mueca.
—¿Aceptándolo? —inquirió Lianne—. Parecía un pez fuera del agua.
Sintió la cama hundirse cuando Jason se acomodó junto a ella. La miró
de costado, con los ojos entrecerrados por el sueño: se veían oscuros por la
falta de luz. Como era usual, Lianne se perdió en ellos, tratando de
distinguir las manchas de verde alrededor de las pupilas.
No pudo.
—Necesita tiempo.
Lianne se acercó un poco más a él, acurrucándose en su pecho,
disfrutando del calor que emanaba. Sintió los latidos del corazón de Jason
como una melodía cerca de su oído, una que la invitaba a cerrar los ojos y
dejarse llevar.
Para él fue una reacción instintiva; no necesitó pensarlo cuando sus
brazos ya estaban rodeándola, pegándola a su cuerpo todo lo que podía.
—Lo sé, lo sé. Es solo que me preocupa.
—¿Por qué?
Jason acarició un mechón de cabello que caía por su espalda, y de
inmediato Lianne sintió su efecto tranquilizador. Su cercanía le daba paz.
—Creo que es por Will, ¿te das cuenta que es el único que no sabe
nada? ¿Crees que debamos decirle?
—No lo sé. —La respuesta de Jason la sorprendió. Pensó que le diría
que sí al instante, y ahí estaba, titubeando. Ella se incorporó un poco para
verlo a los ojos—. Quizás no, Lía. Ya ves cómo se lo tomó Lucas, y creo
que para Will sería peor, es decir…
—Es demasiado, ¿no? —Él asintió—. Tal vez si esperamos a que Lucas
lo acomode en su sistema, él pueda ayudarnos.
—Sí, no me parece mala idea. Y habría que comenzar de apoco, no
deberíamos decírselo todo de golpe.
—Tienes razón…
—Lía, no tengas miedo, ¿vale? Estará todo bien.
Ella lanzó aire a medio camino entre un suspiro y una risa. Puso ambos
brazos sobre el pecho de Jason y apoyó la cabeza en ellos, mirándolo.
—¿Así de obvia?
—Algo —admitió él.
—Siento que el miedo ya está arraigado en mí, me cuesta soltarlo.
Jason la estrechó más fuerte, besando su frente.
Lianne cerró los ojos, disfrutando la caricia de sus labios contra su
rostro. Deseó quedarse de esa forma para siempre, congelar en el tiempo
ese momento en que nada más existía, solo ellos, piel contra piel.
—Deja de preocuparte, Lía. Está todo bien, nadie te va a hacer daño…
ni a ti ni a ninguno de nosotros. Saber tu secreto no es peligroso; él ya no
está, recuérdalo. Se acabó.
Los ojos de la chica se aguaron. Dios, odiaba el maldito nudo en su
garganta que no le permitía hablar, y también detestaba que, en el último
tiempo, cada maldita cosa que la emocionaba, ya fuera para bien o para
mal, la hacía llorar.
—Gracias —musitó. Era justo lo que necesitaba escuchar, y ni siquiera
tuvo que pedirlo—. ¿Cómo es que sabes exactamente lo que me hace falta?
Jason soltó una risa, sus ojos cerrándose.
—Será mi súper poder. Algo para compensar, ¿no?
—Claro que sí.
—Duerme, Lía. Ya nos preocupamos de lo demás luego. —Ella asintió,
descansando su cabeza en el hueco entre su hombro y su cuello—. Buenas
noches —lo oyó murmurar, justo antes de caer en la inconsciencia.
Levantarse para ir al instituto el lunes por la mañana fue un acto de fuerza
de voluntad por parte de Lianne. Estaba tan cansada y trasnochada, que solo
deseaba seguir en la cama, hundirse entre los almohadones y seguir
dormida. Aunque había algo dentro de ella que ya no quería conformarse
solo con las almohadas. Era una parte sutil dentro de sí misma, pero estaba
ahí, y quería a Jason a su lado.
El día anterior llegó a casa alrededor del mediodía. Jason la dejó en la
puerta antes de marcharse y, desde entonces, Lianne sentía su aroma
impregnado en ella.
La imagen de Sarah apareció en su cabeza. La vio pequeña, tal como era
antes de morir, y sintió pesar en el corazón al pensar que su hermana
siempre tendría diez años. No crecería; nunca podría saber si compartían los
mismos gustos por las plantas o por el café. No saldrían de compras, ni a
comer ni a bailar. Sarah no experimentaría la vida, no haría amigos, ni se
enamoraría jamás.
Y Lianne pensó en lo lindo que era sentir el amor, querer a una persona
que no tenía nada que ver contigo, a la que conociste por caprichos del
destino, y que había elegido amarte de vuelta. Deseó que su hermana
pudiese tener eso, deseó que siguiera con vida.
—¡Lianne, ¿estás lista?! —Dianna la llamó desde el piso inferior.
Se secó los ojos, que habían empezado a aguarse por los recuerdos, y se
apresuró a tomar su mochila y bajar los escalones para ir al colegio.
—¿Estás bien? —quiso saber Thomas, mirándola, ceñudo.
Decidió ser sincera. Decir que «estaba bien» era fácil, pero ya no quería
apegarse solo a lo fácil para salir del paso.
—Recordaba a mi hermana. Me entristece pensar en todo lo que no va a
vivir.
—Todavía está contigo, Lía. No lo olvides.
—No lo haré —prometió.
Ella viviría al máximo por ambas.
Thomas les abrió la puerta a su esposa y a ella antes de marcharse. Al
salir, el aire templado las recibió, y Lianne respiró profundo, disfrutando del
aroma de las flores recién brotadas de la tierra. Aunque faltaban algunas
semanas para la llegada oficial de la primavera, esa anticipación la llenaba
de felicidad. No solo tendría la oportunidad de contemplar la belleza de las
plantas en pleno esplendor, sino que el clima cálido le permitiría pasar más
tiempo al aire libre y retomar las caminatas a casa junto a Jason.
Además, un poco de sol sería beneficioso para subir los ánimos.
—Oye, Dianna —la llamó cuando subieron al auto—. Tengo que
contarte lo que se le ocurrió a Amanda el otro día.
Dianna la observó por el espejo retrovisor, mientras ella parloteaba
sobre la tarde antes del partido y cómo llegaron a un nuevo término para
describir lo que eran ambas.
—¿Iridiscente, ah? —Thomas sonrió, doblando por la calle del colegio
—. Es como tú —le dijo a Dianna—: lleno de luz. Me gusta cómo suena.
—A mí también.
Lianne se despidió de ellos con el corazón más ligero que unas horas
antes, luego de haber conversado y bromeado. No quería estar triste para
siempre; anhelaba el día en que recordar a su familia le arrancara más
sonrisas que lágrimas. Por ahora, se encontraba en un punto intermedio
entre ambos extremos, pero lo que le había dicho a Jason era verdad:
necesitaría más de una vida para que el dolor disminuyera.
Tomó una profunda bocanada de aire, dándose ánimos para afrontar una
nueva semana de clases, y entró al edificio. El tiempo era ajustado y no
tuvo oportunidad de ver a sus amigas merodeando por los pasillos. En el
aula de Química se encontró con Maya, y juntas comenzaron a hacer planes
para estudiar con Amanda y Jason ante la proximidad de los primeros
exámenes.

—Detesto el colegio —se quejó Maya a Will esa tarde, mientras caminaban
hacia su casa.
Will tenía planes para salir con Jason y Lucas después de que ambos
salieran de entrenamiento. Irían a casa mientras, y quizás hasta podían pasar
por una malteada en el camino, si es que Maya lograba convencerlo; no
creía que fuera a ser una tarea difícil.
—Lo sé. Lo dices todo el tiempo.
—Es que en serio lo detesto.
—A nadie le gusta, Maya.
—Lo sé. —Claro que lo sabía—. Pero es que me cuesta taaantooo
mantener la concentración durante todo el día. Y levantarme temprano,
¡agh! Siempre tengo sueño.
Will frunció el ceño.
—Quizás, si te durmieras temprano en vez de quedarte viendo películas
hasta las dos de la madrugada todas las noches, no sería tan terrible.
—¡Oye! —Ella lo golpeó en el brazo—. No es tan simple, ¿sabes? Ya
tengo que pasar toda mi mañana y media tarde en clases; luego, la otra
mitad de la tarde se va entre llegar a casa, comer, hacer la tarea y preparar
todo para el día siguiente. Así que, si tengo que quedarme despierta hasta
las dos de la mañana para tener algo de tiempo para mí misma, claro que lo
haré.
Nadie iba a convencerla de lo contrario: ya podría dormir el fin de
semana.
Will se carcajeó, aunque Maya veía en sus ojos que le daba la razón.
Ese era uno de los motivos por los que le agradaba tanto: siempre conseguía
entender su punto de vista. Él murmuró:
—Eres imposible.
—Gracias —dijo ella, con una sonrisita de suficiencia—. Cuéntame
algo tú, entonces.
—Resulta que sí tengo novedades, para variar.
Maya resopló.
—Lo dices como si tu vida fuera aburridísima. —Al ver la expresión de
Will, una mezcla de pesar y resignación, la sonrisa desapareció de su rostro
y de su voz—. ¿Es así como te sientes?
—Vamos —se forzó a reír, en lugar de responder—; de seguro no soy el
único adolescente promedio que ha sentido alguna vez que a su vida le falta
un propósito.
Maya no pudo negarlo.
—Tienes mucho tiempo para encontrarlo, Will.
—Seguí tu consejo. Me apunté a clases de guitarra y esta semana tuve
mis primeras lecciones.
—¡¿En serio?! —chilló ella, emocionada—. ¿Y? ¿Qué tal estuvieron?
—Bien. Más que bien, de hecho. Estoy en el nivel intermedio, porque
como he tomado el electivo de música, algo sé. Voy dos veces a la semana,
pero quizás quiera ir a tres; la hora pasa muy rápido, y la verdad es que me
divierto mucho.
—Ay, Will, ¡me alegro demasiado! ¿Cuándo podrás tocar una canción
para mí?
—Pronto —prometió el chico—. Aún no he aprendido ninguna
completa. Voy a preparar algo para mostrarte.
—¡Más te vale!
—Y eso no es lo único.
—Ah, ¿no?
La sonrisa enigmática de él le decía poco; aun así, su corazón saltó de
felicidad cuando él dijo:
—Hay una chica en la clase…
Ni siquiera lo dejó terminar.
—¡Oh-por-Dios! ¡Me muero! —chilló—. ¿Cómo se llama? ¿Te gusta?
—¡Maya! —Le hizo un gesto para que bajara la voz.
—¡No hay nadie aquí para escucharnos!
—Me estás rompiendo los tímpanos. —Maya no supo si reírse a
carcajadas o rodar los ojos. Al final, hizo lo último y no dijo más, esperando
a que su amigo continuara—. No sé cómo se llama. No hemos hablado
demasiado, en realidad, solo compartimos algunas partituras, pero…
—¿Pero…?
—Es muy linda —admitió, sonrojándose hasta que su rostro fue del
color de su cabello—. Y toca muy bien.
Maya chilló de nuevo. No iba a decir nada hasta que Will lo hiciera
primero, pero ¡qué ganas tenía de contárselo a sus amigas!
30
DULCE Y AMARGO
2018

D ecir que la vida de Holly y Jason había cambiado desde la muerte


de Mía era quedarse corto. No solo había cambiado, sino que
también se había destrozado, y ambos todavía luchaban por encontrar los
pedazos de ellos mismos que el viento había esparcido. No estaban seguros
de si iba a ser posible volver a unirlos.
En lo más profundo de su ser, Jason imaginaba que los fragmentos de su
corazón eran un desastre de grietas, como un florero roto y vuelto a pegar
con resina de oro.
Necesitaba con urgencia un respiro.
—Quiero hacer algo —le anunció a su madre, observando su espalda
mientras ella preparaba el desayuno.
Holly lo miró un momento por sobre su hombro, antes de volver a su
labor, revolviendo despacio los huevos en el sartén. Jason le sonrió,
inseguro, apretando su taza de té para calentarse las manos.
—¿Algo como qué?
—No estoy seguro de qué, pero… No lo sé.
—Creo que entiendo —bromeó su madre, apagando el fuego y dejando
el sartén sobre la mesa.
—Me gustaría hacer algo para honrar a Mía. —Lo pensó un momento
—. Para agradecerles a quienes cuidaron de ella, hacer algo en su lugar. Sé
que a ella le habría gustado.
—Es una idea maravillosa, cielo. —La sonrisa de Holly decía mucho,
también el brillo y el amor en sus ojos—. ¿Qué tienes en mente?
Jason tomó un sorbo de té. Estaba tibio.
—Bueno, en esa parte esperaba que me ayudaras. ¿Un pastel, quizá?
Podríamos llevárselo a toda la planta del hospital.
—Suena perfecto. ¿Quieres prepararlo conmigo? Te enseñaré.
Él sonrió. No hizo falta decir nada más, pues últimamente las sonrisas
eran difíciles de regalar, sin embargo, cuando aparecían eran sinceras, y
hablaban por sí solas.
Pasaron la tarde entre harina y esencias, exprimiendo jugo de limón,
mezclando ingredientes y batiendo la crema. Jason sintió que su vida
dependía de eso: que en ese sencillo pastel depositaba todas las esperanzas
que alguna vez tuvo de ver a su hermana crecer sana, de ser feliz y tener
una vida más allá del cáncer.
Ahora esas esperanzas yacían junto con Mía, pero todavía quedaba un
destello tenue en su interior que esperaba poder hacer lo correcto por ella,
vivir la vida que ella no pudo y hacerlo al máximo
Su paso por el hospital fue breve. Ni su madre ni él quisieron
permanecer mucho tiempo entre esas paredes que parecían contener todos
los sentimientos que trataban de olvidar, así que solicitaron hablar con los
doctores de Mía, entregaron el pastel en la cocina para que pudieran
disfrutar de un trozo en su horario de comida, dieron las gracias y se
marcharon.
Quién pensaría que algo tan simple podía sentirse tan llenador.
Caminaban en silencio por la calle hacia el auto cuando Holly preguntó:
—¿Quieres ver algo?
En algún otro momento, en alguna otra vida, Jason habría preguntado:
«¿el qué?», y no habría dejado de insistir hasta saber qué era lo que su
madre quería mostrarle, para luego decidir qué le parecía. En cambio, ahora
solo asintió.
Holly le sonrió. Era una sonrisa pequeña, como si un hilo invisible tirara
de una comisura de sus labios y se hubiera olvidado de la otra.
Jason se subió sin rechistar al asiento del copiloto, pensando en lo
mucho que le gustaba la sensación de «ser llevado», de no tener que estar
pendiente del camino o del tráfico y solo disfrutar del paisaje y el vaivén
del coche.
Reconoció las calles a su alrededor.
—¿Vamos a…? —No hizo falta que terminase la pregunta. Su madre
sonrió, una sonrisa de verdad esta vez, y asintió.
Jason se irguió en su asiento, buscando con la mirada sin saber
exactamente qué.
Desde que visitó el lugar por primera vez luego de Navidad, su madre
no le había permitido volver. «Es un desastre, y quiero que sea una
sorpresa», decía cada vez que Jason preguntaba. Y él preguntaba seguido:
moría por ver los arreglos que estaba haciendo su madre en la pastelería, en
especial cuando ella llegaba a casa luego de un día trabajando en ella junto
con las personas que había contratado para ayudarla con la remodelación.
Holly estacionó el auto; Jason no tenía idea de si estaban cerca o lejos
del lugar que sería el futuro negocio y sueño de su madre. Poco sabía que
estaban justo en frente.
—Cierra los ojos —pidió la mujer. Jason protestó—. Vamos, solo un
momento. —Él lo hizo. Dejó que lo guiara por la acera, rezando por no
tropezar con algo, hasta que escuchó en un susurro—. Espera aquí… ¡No
abras los ojos!
Obedeció sin siquiera intentar espiar a través de las pestañas. No fue
difícil, porque, por más curiosidad que sentía, solo serían unos segundos y
quería darle el gusto.
Oyó el familiar sonido del manojo de llaves de su madre y cómo
insertaba una de tantas en la cerradura; luego, una puerta abrirse y pasos en
la… ¿madera? No estaba seguro.
—Prenderé las luces… —murmuró Holly, más para sí que para él—.
¡Ya está! Puedes abrir los ojos.
No supo dónde mirar primero: si a la preciosa pintura de color amarillo
claro que había remplazado al horrible gris de antes, o las ventanas y puerta
blanca que se veían como si hubiesen sido pintadas el día anterior —muy
probable—. O también podía mirar con asombro los hermosos azulejos del
piso, con diseños geométricos en blanco y verde agua.
Su madre soltó un gritito de emoción contenida y, con el rostro
iluminado de alegría por primera vez en meses, le hizo señas para que la
acompañara dentro. Sus pasos resonaron en el suelo de cerámica, y ahora
que Jason los escuchaba, se preguntaba cómo había podido confundirlo con
el de pasos sobre madera, si eran tan distintos.
Siguió a Holly, admirando cada detalle. Era imposible imaginar que esa
pastelería de estilo francés había sido antes una panadería industrial; si
Jason nunca la hubiese visto, ahora no lo creería.
Las paredes interiores estaban pintadas de blanco, con paneles
decorativos en el mismo tono de verde de los azulejos. El mostrador se
encontraba a la derecha, con la caja registradora junto a la pared trasera, y
una extensa vitrina se extendía hasta la entrada, exhibiendo pasteles y
dulces: era de color amarillo.
—Mamá, es… precioso.
—¿Te gusta en serio? —preguntó como si no terminara de creérselo.
—¡Claro que sí!
La pared detrás del mostrador era diferente. En su centro, se encontraba
una enorme pizarra de tiza, sin nada escrito en ella todavía. A ambos lados
estaba decorada con los mosaicos más pequeños que Jason había visto en su
vida, en distintos tonos de blanco, gris y verde. Algunos brillaban, otros
reflejaban la luz y otros eran opacos.
—De hecho, fue idea de Dianna.
—¿La pizarra? —Frunció el ceño; no concordaba demasiado con la idea
que Jason tenía de la mujer.
—No, los azulejos. —Eso sí, pensó—. La pared original también era
blanca, pero con la pizarra ahí se veía muy… plano. Y aburrido. Ella
sugirió los mosaicos, y tengo que decir que son perfectos. Amo cómo
brillan.
—¿Suele venir seguido? —quiso saber Jason—. Dianna.
Holly sonrió con una mezcla de nostalgia y emoción.
—Sí. Ha pasado por aquí varias veces luego del trabajo, y también
hemos ido a cenar.
Jason sintió alivio en el pecho. Le costó identificar la razón, no
obstante, luego de un segundo se dio cuenta de que estaba feliz de saber que
su madre no venía aquí y lloraba sola mientras trabajaba en los arreglos. Ni
siquiera había sido consciente de ese miedo hasta ahora, enterándose de que
había retomado una antigua amistad.
—Me alegra mucho eso, mamá. Creo que es genial que salgas con ella
y… retomes tu vida.
No lo decía solo por el duelo. Ni siquiera lo decía por lo demandante
que había sido cuidar a Mía desde que enfermó, sino por cómo su madre
también se había cerrado a la vida romántica desde que su padre se fue. Por
más extraño que fuera imaginarla con alguien más, deseaba ese tipo de
felicidad para ella.
Deseaba que tuviera una amiga con quien ir por las noches a tomar algo,
conversar sobre su día y reírse de la vida. Y, quizás, conocer a alguien que
la hiciera sentir contenta de haber salido.
—Todavía estoy decidiendo qué hacer con la pizarra. —Ese comentario
lo devolvió a la realidad.
—¿Por qué?
—Me gustaría que fuera como un menú ilustrado. Ya sabes, de esos que
ves en Pinterest.
Jason frunció el ceño todavía más.
—¿Tú usas Pinterest?
Su madre se llevó una mano al pecho, ofendida.
—¡Claro que sí! ¿Acaso crees que soy tan vieja como para no saber lo
que es?
Ante eso, no hubo otra respuesta posible. Jason se echó a reír con tanta
fuerza, que se dobló sobre su estómago. No podía respirar, mas no se veía
capaz de dejar de reír tampoco.
—No es gracioso —dijo su madre, aunque poco a poco la risa se
contagiaba y terminaron los dos riendo en ese lugar vacío y, a la vez, lleno
de vida.
Entre carcajadas, Jason dijo:
—Me gusta la idea que dices.
Su madre dejó de reír para decir con suficiencia:
—Por supuesto que sí, es una idea genial. El problema es que soy un
desastre dibujando y, honestamente, no creo que tú seas mucho mejor.
—Eso… es muy cierto —admitió él.
—¿Lianne no dibuja?
—No creo, no. Pero Maya es una gran artista. Podría preguntarle.
—Eso sería perfecto, hijo. Gracias.
—¿Cómo se llama?
—¿Ah?
—La pastelería —señaló—. ¿Cómo vas a llamarla?
—Oh —musitó. Su mirada pareció llenarse de recuerdos pasados. Se
dirigió tras el mostrador—. Falta colgar el cartel todavía, pensaba hacerlo
más cercano a la inauguración. Todavía tienen que llegar las mesas, sillas
y… Bueno, aquí está.
Jason se acercó también, espiando tras la vitrina, y lo que vio fueron
unas enormes letras de madera talladas, pintadas de blanco, que ocupaban
casi todo el largo de la tienda. Su garganta se convirtió en un nudo, pero las
lágrimas que llenaron sus ojos no fueron de tristeza.
—Es perfecto —susurró, leyendo una vez más:

Amanda caminaba de la mano de Lucas por los pasillos del colegio, con
destino a la cafetería. Fuera, el sol brillaba entrando a raudales por las
ventanas, dando con su calor un ambiente de primavera.
Los demás estudiantes iban de un lado a otro, charlando y llenando los
pasillos con un murmullo indistinguible, tan alto que casi interfería con los
pensamientos de Amanda. No parecía afectar el hilo de pensamiento de
Lucas, quien caminaba en silencio con el ceño fruncido, como si estuviera
viendo algo que no terminaba de comprender.
—¿Está todo bien? —quiso saber ella.
Quizás el problema no radicaba en que su mente se viera opacada por el
bullicio de los demás alumnos: se dio cuenta de que, en realidad, lo único
que ocupaba su cabeza era un desfile de los alimentos que le gustaría
ingerir.
Lucas pareció espabilar al fin.
—Claro, ¿por qué lo dices?
—Pues, porque se te nota la arruga del entrecejo.
—¿Ah?
—Sí —ratificó Amanda, llevando una mano al lugar señalado. Trató de
alisarlo con los dedos, hasta que él relajó su expresión—. Aquí. ¿En qué
pensabas?
—Te vas a reír de mí.
Solo eso ya la hizo soltar una risita por lo bajo.
—Te prometo que no.
—Solo… intento ver cómo encaja la magia en todo esto —dijo, bajando
la voz—. ¿No se te hace raro? Seguir con tu vida como si nada hubiera
cambiado, cuando ahora sabes que hay todo un mundo que el resto
desconoce.
Eso, en realidad, no era algo que le hiciera gracia. Lo consideró un
momento.
—Creo que al principio sí —confesó—, pero ahora me doy cuenta de
que esto es algo más… interno.
—¿Cómo así?
—Tiene que ver conmigo, no con el resto. Nada más ha cambiado, soy
solo yo.
Él no dijo nada, aunque sonrió como si lo comprendiera todo. Amanda
esperaba que lo hiciera.

Las semanas volaron. Pronto, el frío dejó de ser constante y Lianne se


despertaba cada día a tiempo para contemplar el cielo teñido de naranja y
rosa sobre el prado a través de su ventana. Incluso notó pequeñas flores
amarillas y blancas que cubrían el campo. En unas semanas más apenas
lograría ver el verde del pasto bajo ellas.
Estaba abstraída pensando en qué tipo de flores serían, mientras Maya y
Amanda trataban de persuadir a Will para que tomara la guitarra que estaba
a unos pasos de distancia, dentro de la sala de música en la que se
encontraban, y les mostrara algo de lo que había aprendido en sus clases.
—Siempre has tenido buen oído musical —le decía Maya—. De seguro
que no ha sido difícil ponerle un nombre a todo lo que ya sabías.
—No es que no supiera nada —se quejó Will—. Se te olvida que
también tomo el electivo de música.
—Más razón aún para que nos muestres una canción —comentó
Amanda—. ¡Vamos! ¿Una pequeña?
Lianne, interviniendo por primera vez en la conversación, añadió:
—Sería muy lindo escucharte, Will.
Él la miró por un segundo mientras debatía en su mente todos los pros y
contras, para luego asentir y dirigirse hacia el instrumento.
Maya chilló como una niña.
Las cuerdas de la guitarra comenzaron a sonar, y las tres muchachas
cayeron en un silencio inmersivo mientras las notas ganaban volumen;
parecían ocupar todo el espacio de la habitación con su melodía.
Lianne no conocía la canción, pero sonaba… Sonaba a nostalgia; no de
una clase triste, sino como si alguien estuviese evocando recuerdos felices
de un tiempo pasado. Esa era la clara imagen que se le formaba en la cabeza
con aquella música.
Will lucía diferente mientras cambiaba las notas y acariciaba las cuerdas
con delicadeza y confianza. Ya no era el chico tímido y callado de siempre,
sino que contaba historias de una manera distinta, expresando con la
guitarra lo que no decía con palabras.
Para Lianne, era maravilloso.
Cuando la canción llegó a su fin, él las miró a las tres y sus mejillas se
tiñeron de rojo intenso. Ninguna de ellas dijo nada, sin saber cómo romper
el silencio después de la música. El rostro de Will se ruborizó aún más, si
eso era posible, y bajó la mirada mientras murmuraba:
—Así de mal, ¿eh?
—¡No! —chilló Maya al instante—. No, no estuvo mal para nada. Todo
lo contrario.
Eso pareció iluminar a Will.
—¿De verdad?
—Estuvo increíble, Will —dijo Lianne—. Has aprendido muy rápido.
Él asintió.
—Suelo practicar en casa, de veras me gusta mucho. Y es curioso,
porque cuando tocábamos guitarra aquí, en clases, no lo disfrutaba tanto
como ahora. Ahora siento que es algo… mío. ¿Tiene sentido?
Amanda sonrió.
—Mucho. Se me hizo como… una canción de amor.
Lianne sintió curiosidad por esa afirmación. El romance fue lo último
en su cabeza al escuchar la melodía, sin embargo…
La mirada de Maya y la expresión de sus labios decían mucho. Casi
parecía estar mordiéndose la lengua para no soltar lo que tenía en la cabeza.
—Estás escondiendo algo —la acusó Lianne.
Maya explotó:
—¡Vamos, cuéntales! No creo que pueda seguir con mi vida sin hablar
de esto con nadie —animó a Will.
Amanda y Lía se miraron sin entender de qué demonios estaban
hablando. Will, por su parte, sonrió como si hubiese estado esperando ese
momento todo el día.
—Díselos tú, sé que quieres hacerlo…
—¡Conoció a una chica! —chilló Maya.
—¿Conociste a una chica? —le preguntó Amanda, al mismo tiempo que
Lianne decía:
—¿En tus clases de música?
Will asintió a ambas.
—Oh. Por. Dios. —Amanda sonrió, aguantándose la risa—. ¿Cómo se
llama?
—Ni siquiera yo lo sé —soltó Maya, ofuscada.
Will intervino.
—Y no voy a decírtelo, porque te conozco y sé que vas a buscarla en
todas las redes sociales existentes, y luego vas a molestarme.
—Por supuesto que sí. Ni siquiera intentaré negarlo.
—¿Cómo es ella? —preguntó Amanda.
—Tiene lindos ojos —comentó Will—. Es muy simpática, siempre sabe
qué decir o de qué hablar. Solo nos conocemos desde hace un mes, pero
coincidimos en varias cosas; no solo en gustos musicales, sino también en
películas y televisión. A ella le gusta mucho el cine.
—¿Han salido juntos?
—Pues… La semana pasada la invité a una cafetería que hay junto a la
escuela, después de clases. Iremos el viernes.
El chillido de emoción de Maya se escuchó por todo el colegio.

Esa tarde, al finalizar la jornada, Lianne se dirigió a su casillero para


guardar los libros que había utilizado durante el día, y llevarse otros para
estudiar en el transcurso de la semana. Sería mejor empezar desde ya; no
quería quedarse corta de tiempo cuando llegaran los exámenes.
Llegó a su taquilla ansiosa por deshacerse del peso que traía en los
brazos. Al abrirla, un papelito cayó al suelo, doblado por la mitad. Lianne
dejó los libros a un lado y se agachó para recogerlo, asumiendo que era de
Jason, con quien planeaba encontrarse más tarde para ir a comer, o tal vez
de alguna de sus amigas, aunque ninguno de ellos le había dejado notas de
ese tipo antes.
Su humor decayó de forma automática al leer la nota, escrita con tinta
negra en una letra que no reconocía.
—¡Oye, Lía! —El grito de Lucas apenas consiguió entrar en sus oídos,
que parecían haber amortiguado el sonido del exterior—. Me preguntaba
si… Hey, ¿estás bien?
Lucas llegó junto a ella. Lianne se preguntó qué cara debía tener para
que su desconcierto fuese tan notorio.
Se forzó a sí misma a recomponerse, a enterrar sus sentimientos en un
cajón para lidiar con ellos más tarde, y arrugó el papel con tanta fuerza que
la bolita áspera se incrustó en su piel. No tenía idea de quién había sido, ni
mucho menos por qué, sin embargo, si esa persona estaba por ahí en alguna
parte, observando su reacción, no iba a darle el gusto de caer en su juego.
Lucas la observaba con preocupación, alternando la vista entre su rostro
y la mano que sostenía el papel.
—Alguien pensó que sería muy gracioso hacer una broma sobre mi
adopción —dijo con amargura, meneando la bolita en el aire—. Supongo
que ya es un hecho de conocimiento público. Y no es que quisiera que fuese
un secreto de estado —se apresuró a decir—, pero… pensé que podría
evitar estas situaciones.
Lucas pareció molestarse. No con ella, dedujo Lianne, sino con quien
fuera lo bastante cruel para hacer bromas al respecto.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar.
—Estoy bien —dijo ella, con más dureza de lo que pretendía—. Solo
estoy… molesta.
Miró a su alrededor, y cuando no logró localizar un basurero cerca,
guardó la estúpida bolita de papel en su bolsillo, sin querer seguir
sosteniéndola.
Terminó de sacar sus libros y cerró la taquilla.
—Déjalo pasar —le dijo Lucas.
Era lo que todos decían, siempre.
—Sí, lo sé, es que…
—No me dejaste terminar. —La interrumpió él de vuelta, sonriendo un
poco. Lianne también sintió que sus labios se curvaban: tenía razón. Le hizo
un gesto con la mano, indicándole que podía continuar—. Quien sea que te
escribió eso, es alguien que está muy aburrido y sin nada mejor que hacer
con su vida que molestarte por algo que no tiene nada de gracioso. Esta
persona de seguro no sabría qué mierda hacer ni cómo salir adelante si
estuviera en tu situación.
Lianne no pudo evitar una pequeña risita.
—Eso es… —buscó la palabra correcta—. Extrañamente motivador.
—Creo que nunca te lo he dicho, pero creo que eres de las personas más
valientes que he conocido.
Eso la hizo sonreír.
—Todos tenemos un tipo de valentía diferente. No creo que tú estés
corto de ella. —No estaba segura de si a Lucas alguna vez le habían hecho
un cumplido como ese, porque enrojeció hasta la raíz del pelo. Decidió
cambiar de tema—. ¿Qué era lo que querías decirme? Antes, cuando venías
hacia acá.
—¡Ah! Eso, sí. Jason está un poco atrasado. Me pidió que te avise:
vendrá en cinco.
31
LAZOS DE SANGRE
1882

—T u padre no es más que un cerdo arrogante y engreído —


espetó Lucía, paseándose de un lado al otro de la habitación
en bucle—. Y tu hermano es un mocoso malcriado y mimado, otro inútil
insolente y detestable.
—Oliver no es… —No era ¿qué? ¿No era tan malo? Xander se detuvo
antes de que la mentira abandonara su boca.
Lucía lo sabía, sabía cómo era. A ella no podía mentirle.
—Me parece que ya lo tienes claro. —Casi se burló—. No trates de
defenderlo, Xander. Tú y yo sabemos que Oliver solo ha adquirido lo peor
de Daniel, y tu madre es demasiado blanda y sumisa para inculcarle lo
contrario. No la crie de ese modo, por el amor de Dios.
—No quiero que mi hermano se transforme en mi padre —declaró
Xander, firme—. Solo tiene dieciséis años, quizás si trato de acercarme más
a él, mostrarle otra forma de…
—Por favor, Xander. —Lucía lo desestimó con un gesto de la mano,
grácil y efímero—. ¿Cuántos años llevas intentando hacer justo eso? ¿Y
cuántas veces te ha escupido en la cara? A veces, mi niño, la gente no
quiere ser mejor y, en definitiva, no quiere que la ayuden.
—Me niego. Es mi hermano pequeño, no puedo dejarlo a su suerte.
—No lo estás dejando a su suerte, estás aceptando lo que él quiere, y
eso es ser la copia de tu padre. ¿Por qué crees que actúa como lo hace? Cree
que tratándote mal, despreciándote constantemente, se ganará su favor. ¿Es
así como actuaría una buena persona? Tú sabes que me importas más que
nadie —le dijo su abuela, suavizando su tono y acercándose a él. Acunó la
mejilla de Xander con las manos, y él pudo ver en esa fría y dura mujer
todo el amor y bondad a la que el resto se cegaba—. Detesto ver cómo te
disminuyes a su alrededor, cómo has llegado a creer las mentiras que te
dicen. Tu hermano… Tu hermano, Xander —recalcó—, te trata como si
fueras inferior por no llamar a un poder que él ni siquiera entiende. Tu
padre hace lo mismo, cuando no es más que un hombre ordinario y sin
mayor gracia que su dinero. Tu madre no es capaz de juntar el coraje para
defender a su propio hijo…
Esa discusión la tuvieron muchas veces.
Él sabía todo eso, y aun así, ponerlo en perspectiva... dolía. Tal vez el
problema era que, en lo más profundo de su ser, todavía se negaba a admitir
que esa era su realidad: que vivía en un mundo donde una parte de su
familia lo despreciaba por algo que escapaba de su control, y la otra parte
no lo quería lo suficiente como para lanzarse al fuego por él, incluso si no
quemaba.
Aceptar eso significaba reconocer que estaba solo, y que nunca podría
contar con las personas que más deberían amarlo. Ese era el pensamiento
que partía su corazón en pedazos.
Si lo examinaba detenidamente, no podía decir que amaba a su padre. El
odio era mutuo: Daniel Raven nunca fue un padre para él, y así como, al
parecer, Xander no era digno de su respeto o de su amor, Daniel tampoco lo
era del suyo.
La relación con su madre era un más complicada. Xander prefería no
darle muchas vueltas. La quería, sí, pero era imposible que ese amor no
estuviera teñido de resentimiento por todas las veces que Layla se quedó
callada mientras su padre lo maltrataba.
Lo que más pena le daba era Oliver. Siempre se destacaron las
diferencias entre ambos mientras crecían, lo cual nunca resultaba en favor
de Xander. Incluso cuando aún no tenía catorce años, si él era rápido, Oliver
era mejor en los números. Si él era fuerte, Oliver era más obediente. Y si
Xander era inteligente, Oliver era más poderoso. No importaba lo que
hiciera, jamás estaba a la altura.
Tal vez era imposible que fuesen amigos a la vez que hermanos, pero
Xander creyó que cuando los poderes de Oliver se manifestaron, él lo
apoyaría. Pensó que sería la persona que estaría a su lado y lo defendería.
Qué imbécil fue.
—Solo me pregunto si pude haber hecho algo diferente —le confesó a
su abuela, con los ojos brillantes—. Si pude haber contrarrestado de alguna
forma la influencia que nuestro padre tiene en él, si pude haberle enseñado
a ser mejor.
—Solo eras un niño, Xander. —Lucía suspiró, sentándose a su lado—.
No era tu deber criarlo; no te culpes por las cosas que no puedes controlar.
Él resopló.
—Parece ser que hay muchas de ellas.
—Si lo dices por el fuego, tienes que dejar de creer que el no haberlo
invocado es un defecto. —Le puso una mano en el hombro, obligándolo a
mirarla—. Hay magia en ti, Xander. Lo comprobaste hace dos años. Eres
ágil, rápido, tienes una gran destreza… Sé que hay algo increíble en tu
interior, solo que todavía no entendemos lo que es. Desearía poder
preguntarles a los dioses sobre ese poder que ocultas —suspiró—. Solo
puedo asegurarte que, mientras más intentes forzarlo, menos vas a poder
hacerlo salir.
Xander no discutió. No solo porque no tenía ánimo para hacerlo, sino
por otros dos motivos. En primer lugar, parecía que Lucía ya no quería
escuchar que él se menospreciara, así que decidió guardar silencio. Y en
segundo lugar, porque tenía miedo de esa ingenua esperanza que se avivaba
dentro de él cada vez que su abuela mencionaba lo ocurrido hacía dos años,
cuando Daniel puso sus manos en el fuego para ver si se quemaba.
Aquella noche, con lágrimas en los ojos, el terror en su corazón se
transformó en un asombro desconocido mientras observaba las llamas
acariciar su piel. Era un calor suave, agradable y placentero. Desde
entonces, intentó invocar al fuego o manipular las llamas de una chimenea o
una vela, sin tener éxito.
Podría ser que su abuela tuviera razón. Tal vez había algo en él que era
diferente a todo lo que conocían, y eso no tenía por qué ser algo malo.

El hacha descendió una vez más, con fuerza y precisión. El corte fue
limpio: el tronco se abrió y cada pedazo cayó al suelo con un sonoro golpe.
A Xander le gustaba la metodología de cortar leña. Era sencilla, y podía
liberar toda su frustración en aquellos trozos de madera, además de ganar
un par de monedas ayudando a personas que no podían hacer el trabajo por
sí mismas.
En general, ayudaba a hombres mayores, viudas y madres que no
podían o no tenían tiempo para encargarse de ello, y le pagaban por cortar
la leña que juntaban para el invierno. No necesitaba el dinero de forma
urgente, sin embargo, tenía la sensación de que pronto lo haría: no estaba
seguro de cuánto tiempo más tendría una cama y un plato de comida a los
que regresar. En el fondo de su mente, sentía que su lugar en la mansión —
aunque menospreciado y tortuoso— peligraba cada vez más.
Por otro lado, pasar el día fuera de su casa no era un mal agregado al
trabajo. De hecho, le gustaba.
Todo dentro de Xander se convirtió en ácido, una sustancia negra y fría
extendiéndose por sus venas. La presencia de Oliver era una sorpresa
desagradable, especialmente si comenzaba el día escuchando sus malditos
comentarios. Estaba harto de ellos.
El trozo de madera se partió y Xander apartó el hacha, limpiándose con
la manga el sudor de la frente. Tuvo que reunir coraje para ver a su hermano
a los ojos: Oliver lo observaba con desprecio y burla en el rostro. Odiaba
ser hermano de alguien que se creía mejor que él, mejor que todos.
Pensó en el niño que podría haber sido sin la maldita influencia de
Daniel, un joven tierno y gentil, de mirada azul traviesa y cabello dorado
revuelto. Pensó en ese chico del que habló con su abuela hacía unas
semanas, aquel que lo apoyaba y lo quería, y se dio cuenta de que esa
persona jamás existió.
—No tienes idea de lo que es caer bajo, Oliver.
Tomó otro pedazo de madera y lo puso en posición. No iba a darle a
Oliver la satisfacción de caer en sus juegos.
—Por favor —resopló él—. ¿Por qué te denigras más? No es necesario
que hagas esto, haces parecer que somos una familia de pordioseros.
Xander apretó los dientes y cortó el trozo de leña.
—Se llama trabajo.
—Xander, si no te conociera mejor, diría que lo haces a propósito.
—¿El qué?
—Ser la decepción que eres.
La furia se apoderó de él de una manera salvaje, consumiéndolo por un
breve segundo en el que consideró golpear a Oliver con el mismo tronco
que había estado cortando. Lanzó el hacha al suelo y se acercó a él.
No iba a golpearlo, o al menos, intentó convencerse de eso, porque
ganas no le faltaban. Llevaba años soportando su mierda, años, y lo peor
era que, en el fondo, todavía trataba de defenderlo. ¿Qué tan estúpido lo
hacía eso?
—Claro, comparado contigo, ¿quién no lo sería?
El sarcasmo en su tono era evidente, pero Oliver prefería obviarlo para
regodearse en sus palabras. Sonrió.
No era más que un mocoso de dieciséis años al que habían mimado y
malcriado desde que era un bebé, en eso Lucía tenía un punto. Era un niño
que pretendía ser adulto, sin saber pensar como tal; alguien que se había
creído el papel de rey que le otorgaron al nacer.
—Sí, supongo que tienes razón.
Ahí estaban de nuevo las ganas de clavarle el puño en la mandíbula. Se
controló respirando profundo, recordándose a sí mismo que ese de ahí era
su hermano, su hermano menor.
El problema era que ya no estaba seguro de si ese vínculo aliviaba o
empeoraba su dolor y su furia.
—Oliver —le dijo con firmeza, luchando por recomponerse, por no
dejar que la ira se llevara lo mejor de sí—; no tienes por qué ser como él,
¿lo sabes, verdad? No te conviertas en su copia cuando puedes ser diferente,
mejor —pidió, casi rogando—. Tener un gran poder no te convierte en una
gran persona, pero podrías serlo, si quisieras.
Por un segundo, por tan solo un segundo, Xander creyó que había
llegado a él. ¿Sería posible? ¿Sería esta la vez en que realmente lo
escuchara? Sin embargo, todas sus ilusiones se partieron como los troncos
que estaba cortando.
—¿Acaso te estás escuchando? ¡Madura ya, Xander! La forma en la que
hablas, las cosas que dices… —Resopló, señalándolo con burla—. Te
conformas con esta existencia mediocre porque es lo único a lo que puedes
aspirar. Alguien como tú no va a llegar más lejos, y lo pruebas cada
segundo que pasas cortando leña como un campesino ordinario, en lugar de
cultivar el maravilloso don que tenemos. ¡Eres tú el que no se da cuenta,
hermano!
—Para alguien que cree saber mucho, no tienes idea de nada, ¡¿a que
sí?! ¡¿O es que no sabías que nuestro padre, a quien tanto idolatras, hacía
esto mismo para ganarse la vida?! —La cara de Oliver se desfiguró. Con
urgencia, miró a su alrededor, como si no soportase la idea de que alguien
escuchara las palabras que estaban gritando. Y Xander sintió que al fin un
peso de sus hombros se levantaba al escupírselas en la cara—. ¡A esto se
dedicaba cuando su padre lo desheredó, porque no tenía nada! He soportado
tu mierda mucho tiempo; la tuya y la de él, ¡¿y qué es lo que te hace mejor
que yo, eh?! Podrás tener mucho poder, Oliver, pero te quedas corto en todo
lo demás.
Sintió el puño estrellarse en su cara.
La furia explotó en su interior, la sangre llenó su boca, y Xander se
tambaleó unos pasos hacia atrás. Sus piernas temblaban; no sabía si de rabia
o dolor, mas no iba a darle a su hermano la satisfacción de ver lo mucho que
lo destruía.
Oliver pareció dar por terminada la batalla. Hizo una mueca, a medio
camino entre una sonrisa y un gesto de desagrado. Se dio la vuelta para
marcharse, observando todo a su alrededor como si le diera asco rodearse
de cosas tan mundanas.
Xander solo lo miró alejarse, escupiendo sangre.

Lo odiaba. Ya no había caso en negarlo. Todo el amor o afecto que alguna


vez pudo haber sentido hacia su hermano se había extinguido, como las
llamas del poder que no lograba convocar. Tal vez, al igual que ellas, nunca
existieron.
Cortó la leña con toda la fuerza de su enojo, hasta que no quedó nada.
Para cuando el último tronco se partió en dos, su furia seguía intacta, y
Xander no sabía cómo apagarla.
Se obligó a recomponerse, a apilar la leña con el cuidado y precisión de
siempre. Luego, llevó los pedazos a las personas que lo habían contratado, y
al ver sus sonrisas de agradecimiento y el aprecio que tenían por su ayuda,
logró relajarse. El nudo en su pecho se aflojó.
—¿Así está bien? —le preguntó a la anciana, mientras dejaba la pila de
leña junto a la chimenea. La mujer asintió, sentada en el asiento que
siempre tenía junto a la ventana de su cabaña—. ¿Quiere que le deje el
fuego encendido? Ya está refrescando.
—Oh, sí, sí —murmuró, despegando la mirada del exterior—. Sería
maravilloso, gracias.
Xander lo hizo. Encendió el fuego mientras la mujer le traía una taza de
té de la cocina. Reconoció algunas hierbas en la mezcla: manzanilla, menta,
jengibre. Era como si ella supiera que había algo dentro de él que
necesitaba calma. El líquido caliente mitigó el frío que sentía por dentro.
Juntó los troncos en la chimenea, agregó un poco de aceite y luchó con
los fósforos para encenderlo. No necesitó ningún poder estúpido para
conseguirlo; jamás lo hacía. Él solo era suficiente.
Se aseguró de dejar más troncos a su alcance para que la mujer pudiera
disfrutar del calor del fuego durante varias horas. La noche se anunciaba
fría, así que quería hacérselo fácil. Se despidió con ánimo, pero antes de
que pudiese marcharse, ella se acercó con una bolsa de monedas.
—No, por favor —insistió él—. No tiene que pagarme, no es necesario.
—Quiero hacerlo —le dijo ella, poniendo la bolsita en sus manos, a
pesar de las protestas—. Me has ayudado muchísimo, has hecho más de lo
que tenías que hacer, ¡y me has hecho compañía toda la tarde! Es todo lo
que una anciana como yo podría pedir. —Se rio de sí misma—. Por favor,
acepta el dinero. No es problema, de verdad.
Xander le agradeció desde el fondo de su corazón; atesoraría aquellas
palabras para siempre, pues era la primera vez que alguien reconocía algo
bueno en él, aunque solo fuera su esfuerzo y buena voluntad. La sonrisa en
el rostro arrugado de la mujer permaneció con él durante mucho tiempo.
Empujó la puerta de la mansión Raven, exhausto, pero tranquilo. No
sabía de qué manera su familia podría arruinarle la tarde en las pocas horas
que quedaban entre la cena y la hora de dormir. Intentaría no darle
demasiada importancia. Por supuesto, era más fácil decirlo que hacerlo.
—¡¿Qué te pasó?! —El chillido de su madre lo hizo pegar un salto.
Layla se acercó a él, corriendo desde el salón. Xander ni siquiera había
cerrado la puerta cuando ella lo estaba examinando de pies a cabeza—. Por
Dios, Xander, ¿qué ocurrió?
De seguro su labio se había hinchado bastante desde el golpe. Sí, ahora
que lo pensaba, lo sentía bastante más grande de lo usual y le dolía como el
demonio.
—Pregúntale a tu otro hijo, de seguro su historia es diferente a la mía.
Porque así era Oliver: se inventaría cualquier excusa para quedar bien
ante su padre, y él le creería, como siempre.
—¿Oliver? ¿Él te hizo esto?
El ceño fruncido de incredulidad de su madre también decía mucho.
Xander no quiso arruinar su humor dándole vueltas a por qué todos
pensaban que Oliver era un santo, de modo que se dirigió directo a la
cocina.
—¿Dónde está? —le preguntó a su madre, ya dándole la espalda.
—Salió con tu padre hace un momento. Los perdiste por poco.
Excelente. Su tarde seguía mejorando.
Dejó atrás el salón y entró en la cocina. Al instante sintió la calidez del
lugar, y notó que el fuego estaba encendido y la tetera puesta. Junto a la
estufa, las sirvientas estaban cenando.
—Hola, Astrid. —Astrid había estado con ellos desde que eran niños:
Xander siempre recordaría cómo se sentaba a jugar con él luego del
nacimiento de su hermano—. ¿Cómo estás? Por favor, dime que no llegué
tarde para comer, porque me muero de hambre.
—¡Señor Raven! —Astrid se levantó de su asiento para ir a saludarlo.
Con un gesto, Xander le pidió a las demás señoritas que no se levantaran;
no quería interrumpirles la comida—. ¿Qué le sucedió? ¿Necesita que
limpie su herida?
—No te preocupes, Astrid. En serio, se ve peor de lo que se siente.
No creía que fuera del todo cierto, pero aún no se había visto al espejo:
no se atrevía a apostar.
—Venga, siéntese, ya le sirvo.
—Gracias.
Esa era otra de las cosas que su padre desaprobaba: a Xander le gustaba
comer junto a Astrid y las demás sirvientas de la casa cuando el resto de su
familia no estaba, en lugar de sentarse a la cabecera de un comedor vacío e
interminable. De hecho, también lo preferiría si estuvieran presentes.
Xander disfrutaba pasar tiempo con aquellas mujeres; casi sentía que
eran más su familia que el resto de los habitantes de la casa, y las trataba
como tal.
Resignada, volviendo a las costumbres que tenía cuando recién se casó
con Daniel, Layla también apareció en la cocina y se unió a Astrid para
cenar, como en los viejos tiempos: no deseaba comer sola.
El tiempo pasó rápido. Xander conversó sobre trivialidades con las
sirvientas, sonriendo, mientras que Layla permaneció muda durante toda la
velada. A veces, una ínfima sonrisa aparecía en sus labios, y en otras
ocasiones parecía tan distante que Xander se detenía a observarla,
preguntándose qué estaría pasando por su mente.
Un rato después de haber terminado su comida, Xander se levantó.
—Muchas gracias, Astrid. Estuvo magnífico. ¿Te ayudo a lavar?
Xander lo dijo sabiendo las negativas que recibiría por parte de todas.
—¡Señor Raven, por favor! —Su tono de indignación y la forma en que
los colores subían a sus mejillas eran la única razón por la que Xander
seguía preguntando. Soltó una risa ante la cantidad de miradas reprobatorias
que recibió—. ¡Eso es impensable! Ya se lo he dicho yo. —Lo condujo
fuera de la cocina, todavía retándolo. Entonces, bajó la voz—. Vamos;
váyase a la cama antes de que llegue su padre.
A Xander solo le bastó una mirada para captar la implicación en sus
ojos. Por supuesto, ella sabía cómo lo trataban: todos en la casa eran
conscientes de ello. A puertas cerradas, la familia Raven era la viva imagen
de amor y el privilegio; envidiaban a Layla por su matrimonio ventajoso, a
Daniel por su bella esposa, y a Xander y Oliver por tenerlo todo fácil. No
sabían lo equivocados que estaban.
El amor y la compasión en los ojos de la pelirroja sirvienta ablandaron
su corazón, ya que Xander también encontró ahí comprensión, esperanza y
el deseo de una vida mejor para él.
—Gracias, Astrid.
Salió de la cocina y emprendió su camino hasta el segundo piso. Estaba
a la mitad de la escalera cuando su madre lo llamó; subía los peldaños
sujetándose el vestido azul. Esta vez, era uno oscuro como el mar, del color
de los ojos de Xander.
Él esperó; no tenía nada que decir, era su madre la que quería hablar.
—Hijo. —Llegó hasta él. Permanecieron en la escalera, mirándose cara
a cara. Por algún motivo, su madre parecía avergonzada—. No sé cómo
decir esto, pero quiero hacerlo. Es que… siento como si no te conociera.
Escuchándote hablar hoy, reír… No eres de esa forma con nosotros.
Xander no quería que su buen humor se fuera a la mierda, mas no pudo
evitar soltar:
—Es una broma, ¿verdad? Por favor, madre, dime que es una broma. —
Ella no lo hizo. Xander respiró profundo varias veces—. ¿Y de quién es la
culpa?
—Sé que tu padre es duro contigo…
—¡¿Duro?! Ser duro y estricto no es lo mismo que ser cruel y violento.
Tú lo sabes, ¡deja de buscar excusas para su trato! Estuviste ahí hace dos
años, cuando metió mis manos al fuego, ¡y no hiciste nada! —Bajó la voz
cuando se dio cuenta de que estaba gritando; no quería que las sirvientas lo
escucharan, no deseaba entristecerlas—. Observaste mientras lo hacía,
mientras lloraba y gritaba. ¡Pude haber perdido el brazo!
Había lágrimas en los ojos de su madre.
—Yo… Lo siento, lo siento…
Xander ya estaba harto de esa conversación.
—Te sientas en la mesa todos los días y lo escuchas llamarme mediocre,
fracaso, desilusión, inútil, error… ¡La lista sigue! Ves cómo ha adoctrinado
a mi hermano desde niño para odiarme, para creerse superior a mí, y tú no
haces nada. Me ha golpeado, me ha echado de la casa más veces de las que
puedo contar, me ha dejado sin comer por las noches, y todo porque me
desprecia… ¡Y es Astrid quien viene a escondidas a darme de cenar, no tú!
—Las lágrimas empezaron a picar en sus ojos. Era dolor, decepción, rabia y
resentimiento, todo mezclado; lo dirigía hacia su madre, a su familia y,
quizás, incluso hacia él mismo—. Y no sé si es que a él lo amas demasiado,
aunque admito que no entiendo cómo podrías, o es que a mí me amas muy
poco… O no sabes lo que es el amor en absoluto.
»No soy experto en el tema, lo admito, pero algo sé y es que jamás,
¡jamás! Dejaría que nadie trate a mi hijo de la forma en que ellos me tratan
—respiró. Al fin, respiró. El nudo que formaban todas esas palabras no
dichas comenzó a deshacerse. Y respiró—. Así que no —concluyó—; no
acepto tus disculpas, ni tampoco quiero tus excusas. No tengo ningún
interés en que me conozcas más allá de la versión de mí que estás viendo
ahora. Eso debes ganártelo, y tú no lo has hecho. Buenas noches.
No quiso darle la oportunidad de decir nada más, sin embargo, tuvo la
impresión de que ella tampoco lo hubiera hecho.
Entró en su habitación, se quitó la ropa y se metió en la cama.
Escondido entre las sábanas, pensó en todo lo que había ocurrido ese día, en
las confrontaciones que le arrancaron palabras que tenía retenidas, en los
ojos amables de Astrid y en la sonrisa cariñosa de la anciana.
Por primera vez en mucho tiempo, pudo irse a dormir con el alma
tranquila.
32
MAGIA OSCURA
1882

C uando Daniel y Oliver llegaron a casa, media hora más tarde, Layla
ya se había obligado a recomponerse. Todavía sentía las palabras de
su primer hijo clavadas como dagas al cuerpo: le había fallado en todos los
aspectos posibles.
Se encontraba sentada en el salón, en su silla habitual, esperando a su
esposo y a su hijo menor. Ambos entraron a la casa riendo, y Layla no pudo
evitar notar que Daniel nunca se reía junto a Xander, ni siquiera cuando este
era un niño. El hombre que había mirado a su primogénito con amor… Ese
hombre ya no existía. Algo se había apagado en él, y jamás volvió a
encenderse.
—¡Layla! —la saludó él, acercándose para besar su cabello—. No
tenías que esperarnos despierta, querida.
—Claro que sí. No podría dormir sabiendo que todavía no están en casa.
—Sonrió—. Además, quisiera hablar con nuestro hijo.
Daniel asintió, acariciando la piel de su hombro desnudo, para luego
alejarse hacia la escalera.
—Estaré arriba.
Layla no dijo palabra alguna. Se limitó a mirar a Oliver, quien fue a
sentarse junto a ella en el salón con la sonrisa pintada en la cara.
—¿Está todo bien, madre?
—No lo sé, hijo. Dímelo tú.
—Me temo que no entiendo a qué te refieres.
—¿Peleaste hoy con tu hermano?
La sonrisa de Oliver desapareció.
—Tuvimos un pequeño altercado, nada más.
—Ah, ¿sí?
—No fue nada terrible.
—Su labio roto e hinchado me parece que no opina lo mismo. —Ante
esto, Oliver hizo una mueca. Layla suspiró—. Hijo, quiero que tengan una
buena relación. Detesto que tu padre los esté enfrentando constantemente;
tú puedes ser mejor, puedes decidir por ti mismo y ser un buen hermano. Él
te necesita.
A Oliver, esas palabras le sonaron familiares.
—Eso lo dudo —dijo, resoplando—. Madre, él y yo nunca seremos
amigos, jamás tendremos la relación que esperas de nosotros.
—¿Por qué? —lo urgió.
—Porque somos distintos en todo sentido, porque él es… Mamá, ¿es
que no te das cuenta de que no es digno de esta familia? Mi padre decía
que…
—Tu padre —lo cortó Layla— no es quién para decir que su propio hijo
es indigno de ser parte de la familia. Permíteme que te recuerde que él llegó
aquí antes que tú. —Vio el cambio en la expresión de Oliver cuando las
palabras lo golpearon. No estaba diciéndole nada nuevo y, aun así, parecía
que no ser el primogénito era la humillación de su vida. Layla prosiguió—.
Él ha cuidado de ti desde que eras un niño, te ha enseñado y ha puesto su
mejor esfuerzo en no dejar que los métodos de tu padre dañen su relación
contigo. Se merece tu amor y tu respeto.
—No puedes obligarme a ninguna de ellas. Lamento desilusionarte.
Su tono era tan gélido y cortante, que Layla sintió un escalofrío
recorrerla de pies a cabeza.
—No, tienes razón. Sin embargo, puedo obligarte a que dejes de tratarlo
como si no fuera más que la mugre bajo tus zapatos, Oliver. Y lo harás.
Estoy cansada de estas discusiones, ¿me oyes? Así que dejarás tu ego de
lado, y espero que recapacites sobre tus actitudes, porque este no es el hijo
que yo crie.
—Lo soy. Soy el hijo que criaste, tú y papá, por más que eso te moleste.
Siento disgustarte, de veras que sí, pero…
—¡No, Oliver! No más «peros». ¿He sido clara? —Él no respondió.
Layla lo observó morderse la lengua para contener lo que fuera que
estuviese por decir. A ella no le interesaba—. ¿He sido clara?
Al final, Oliver suspiró.
—Sí, madre. Has sido clara.
—Bien. Y, por lo que más quieras, Oliver, piensa en lo que te he dicho;
todavía no es tarde para que formes un vínculo con tu hermano. Pueden
apoyarse mutuamente, sé que ambos lo necesitan.
—Lo intentaré. ¿Puedo irme ya?
A Layla no le quedó más remedio que asentir, y aceptar la mentira que
traían sus palabras.

—Tuve una interesante conversación con madre anoche, ¿a que no adivinas


lo que dijo?
—Que eres un idiota narcisista, de seguro.
Oliver se vio forzado a darle la razón, por más que lo odiaba.
—No en esas palabras, pero sí, algo en esa línea.
—No debe haberte gustado —comentó Xander, sin mirarlo.
—Al contrario, me pareció bastante divertido. —Xander lo miró,
parpadeando varias veces. ¿Acaso su hermano había perdido la cabeza?—.
Fueron un montón de estupideces, si te soy sincero. Una sarta de tonterías
acerca de darte una oportunidad, formar un vínculo fraternal y aceptarte por
el fracaso que eres. Bueno, ella no lo dijo así, mas eso fue lo que escuché.
Xander apretó los dientes, esperando que Oliver no hiciera un hábito de
ir a incordiarlo en su lugar de trabajo: el claro junto al bosque donde
cortaba la leña. No tenía previsto trabajar ese día, pero esa misma mañana
decidió que le apetecía ausentarse de nuevo. Además, el invierno se
acercaba y el frío se intensificaba cada noche, lo que hacía que sus servicios
fueran muy bien recibidos.
—¿No tienes nada mejor que hacer? —le preguntó a su hermano.
El hacha descendió en un golpe limpio. De forma metódica, Xander
remplazaba un tronco partido por uno entero, para apilarlos luego. Le
gustaba lo automático que era el trabajo, le daba paz no tener que pensar en
lo que hacía… y, como siempre, Oliver tenía que venir y arruinarlo.
—Hay algo que quería dejar en claro, solo en caso de que nuestra madre
te haya dado las ideas equivocadas.
—Apenas si hablamos, Oliver…
Su hermano no lo escuchó.
—Tú y yo jamás seremos amigos, Xander. —Él resopló.
—No te preocupes, no tengo ningún interés en serlo.
—Y jamás seremos iguales.
—Me queda claro.
—Deberías irte, Xander. En serio. ¿Por qué sigues en la casa? Ambos
sabemos que estarías mejor en otro lado, vivirías más tranquilo.
—Oh, ¿lo dices porque te preocupas por mí? —Oliver hizo una mueca
de desagrado. Xander lo observó por un momento, sin saber qué decir ni
cómo reaccionar. Estaba tan cansado de las peleas, de ser siempre un
objetivo sin razón… Al final, suspiró, se secó el rostro con la manga y
volvió a su trabajo—. Lo haré cuando pueda.
—No creerás que con esto vas a ganarte la vida, ¿verdad?
—¿Qué es lo que quieres de mí, Oliver?
No podía trabajar, no de esa forma. Dejó caer su herramienta a un lado.
—Te quiero fuera de mi vida, Xander.
—¿Por qué? ¿Para que puedas ser el único imbécil mimado de la casa?
Ya lo eres. Y como estamos aclarando las cosas… Tú y yo nunca seremos
iguales, eso es verdad: yo jamás seré un engreído, egoísta y manipulador
como tú. Eres patético, hermano, y no eres más que el lame suelas de
nuestro padre.
Oliver enrojeció de la furia. Entre dientes, habló:
—No tienes idea de lo que dices.
—¿Vas a golpearme de nuevo? ¿Es eso? —se burló—. Creo que toqué
una fibra sensible.
—Cuidado —le advirtió, acercándose.
Xander no quería tener cuidado. Estaba harto de medir sus palabras, sus
acciones.
—Quizás en el fondo sabes que, si no fuera por esos poderes que tanto
ostentas, no serías nada. Al menos yo sé cómo ser una persona decente,
cómo ganarme la vida. —Oliver levantó los brazos. Las llamas comenzaron
a arremolinarse entre sus dedos—. Cuidado —le repitió Xander—, alguien
podría ver lo que haces. A eso se reducen tus poderes, hermanito: una
habilidad que ni siquiera puedes mostrar.
Las llamas se extinguieron. El destello de pánico que cruzó por los ojos
de Oliver fue tan fugaz, que Xander pensó que se lo había imaginado.
—Carbonizaré toda la aldea si es necesario.
—No a mi —le hizo ver—. A mí nunca podrás herirme de ese modo, y
eso te molesta, porque significa que no eres el único. Que, sin importar lo
poco mágica que sea mi sangre, hay algo ahí que te aterra.
—No puedo mostrarlo, en eso tienes razón. No todavía. Pero llegará el
día en que ya no tenga que ser así. Soy superior a todos estos imbéciles,
¿crees que me importa lo que pienses al respecto? Escúdate de la forma que
quieras —espetó, y señaló a la leña que había estado cortando, apilada junto
al hacha—. Nunca serás más que esto, nunca serás más que yo, y nuestros
padres lo saben. Te pasas la vida quejándote de lo injustos que son contigo,
de la falta de afecto de nuestro padre, ¡de la mía! Pero el amor se gana,
Xander, e incluso sin tus poderes, sigues siendo un fracaso. No hay nada en
ti para amar. No eres Incandescente, no eres poderoso, solo estás… roto, a
medio camino hacia algo que pudo ser.
El grito se construyó en su garganta, mas ya no eran palabras, solo
rabia. Xander lo dejó salir porque ya no podía seguir conteniéndolo, no
daba más. No podía aguantar quedarse callado, dejar que lo tratasen como
si fuese poco más que basura.
Algo pasó cuando gritó. Fue como si una ola de energía se liberara de su
interior, tan potente que hizo que Oliver se tambaleara.
Y Xander lo sintió: la descarga electrizante recorrer cada fibra de su ser,
el tirón de la magia luchando por liberarse de su piel y salir al exterior.
¿Acaso era como se sentía la magia del fénix, el poder del fuego? No, no
podía ser. El fuego era cálido y lleno de vida, mientras que esto...
—¿Qué demonios?
Oliver estaba pálido, un color grisáceo apoderándose de su rostro.
Parecía a punto de vomitar.
Como un tonto, Xander quiso ayudarlo. En el segundo antes de que su
mano tocara a Oliver, él lo apartó de un golpe.
—No me toques —le gruñó. Xander rodó los ojos.
—¿Siempre tienes que ser tan imbécil? Solo trato de ayudarte.
—No necesito tu ayuda, Xander. Solo estoy… mareado. Me largo de
aquí.
En otras circunstancias, Xander hubiese replicado, o al menos dicho
algo. Esta vez estaba tan perplejo que no se vio capaz.
Miró a Oliver alejarse en silencio, con pasos pesados y tambaleantes. Lo
observó dejar de lado una pelea, y eso ya era decir demasiado. Aquella
energía… ¿provenía de él? ¿Sería posible que, de algún modo, él hubiese
atacado a su hermano?
Oliver no sospechó nada. Si bien le pareció extraño el incidente, la idea
de que Xander tuviera alguna habilidad desconocida era tan impensable que
ni siquiera se le cruzó por la cabeza. Lo dejó estar, y optó por atribuir el
mareo a las emociones intensas, la adrenalina, y tal vez el hecho de haberse
saltado el desayuno esa mañana. Decidió no mencionarlo para no preocupar
a sus padres, y dado que el malestar no volvió a ocurrir, no le dio más
importancia.
Regresó a casa, comió algo y durmió una siesta temprana para
reponerse, despertando renovado. Dejó el incidente atrás, sin saber que,
mientras él se dejaba caer en la cama, más agotado que nunca, Xander
abandonaba todo lo que estaba haciendo para coger el primer tren que
saliera hacia la ciudad vecina y visitar a su abuela: ella era la única persona
en la que podía confiar, y a quien podía contarle lo sucedido.
Su corazón latía a mil por hora; estaba eufórico y asustado. No sabía
qué demonios había ocurrido, mas estaba seguro de que era él quien lo
había provocado. Su interior se notaba extraño, frenético y revuelto, como
si todo dentro de sí hubiese aceptado esa energía que era y no era, porque
era vida y, al mismo tiempo, parecía querer alimentarse de ella. Era oscuro,
y poderoso. Muy poderoso.
Llegó a casa de Lucía un par de horas después, y golpeó la puerta con
fuerza. Su abuela apareció en el umbral, serena, sosteniendo una taza de té
entre sus manos.
—Xander. —Lo miró, extrañada—. ¿Está todo bien? No te esperaba
hoy.
—Lo sé. Siento venir sin avisar. Si estás ocupada…
—Tonterías, niño, entra. —Abrió más la puerta y se hizo a un lado,
dejando que Xander entrara en la estancia. Él fue directo a sentarse en el
salón; ahí se sentía con más libertad y más a gusto que en su propia casa—.
Solo me has sorprendido, nada más.
—Pasó algo, abuela, y eres la única que puede ayudarme a entenderlo.
Y sabes que allá no confío en nadie.
—Por descontado —asintió ella, sentándose a su lado. Le sirvió una
taza de té sin que él tuviera que pedirlo, y él agradeció en silencio, bebiendo
un sorbo para tranquilizarse—. Cuéntame, ¿qué ocurrió?
Xander tomó otro sorbo de té antes de empezar:
—Oliver y yo… Estábamos discutiendo. Estábamos en el claro del
bosque, donde corto la leña, y él llegó diciendo un montón de estupideces.
—Como siempre —comentó Lucía.
Esta vez, Xander ni siquiera intentó discutir.
—Sí —aceptó—. Dijo muchas cosas sobre mí, y estaba tan enojado,
abuela, tan enojado… Creí que lo golpearía. Iba a hacerlo, y de pronto me
encontré gritando y creo que… —Se detuvo, sin tener idea de cómo
explicarlo—. Creo que algo salió de mí. Lo siguiente que supe es que él
perdió el equilibrio, como si lo hubiera golpeado. Dijo que no era nada, que
solo estaba mareado…
—¿Qué pasó después?
—Se fue a casa. No creo que él haya pensado que yo le hice algo, si es
que en realidad fue así.
—Pero eso es lo que crees.
Xander asintió con vehemencia.
—Lo sentí. Era una energía muy extraña, oscura. Era como si algo
dentro de mí quisiera herirlo, robarle su fuerza.
—¿Y dices que él no se dio cuenta? —Xander negó—. ¿Cómo era, la
energía? ¿Tenía color, forma?
—No, nada de eso. Solo era una sensación. Y cuando él se tambaleó, yo
me sentí más fuerte.
El rostro de Lucía era la seriedad encarnada. Xander no tenía cómo
saber qué era lo que estaba pensando.
—¿Puedes hacerlo de nuevo? Esta vez, hacia mí.
—¿Qué? No quiero hacerte daño, abuela. Además, estaba muy enojado
antes, cuando ocurrió.
—Xander, mi niño; no es que quiera hacerlo, pero sabes que no tengo
problema en decirte unas cuantas cosas si es necesario.
—Me queda claro —refunfuñó.
Cerró los ojos, y pensó en todas las veces en las que Oliver se había
metido con él; cada palabra hiriente que le había espetado, cada mirada de
burla y superioridad. Pensó en su madre y en su silencio: en todas las veces
donde una palabra suya podría haberlo ayudado, en aquellas noches en las
que se había ido a dormir llorando. Y pensó en su padre, en el odio en sus
ojos cada vez que lo veía.
Repasó cada palabra que había sido como un cuchillo clavado en su
pecho y se dio cuenta de que, tal vez, incluso eso dolería menos. «No hay
nada en ti para amar». «Sigues siendo un fracaso». «Te conformas con una
existencia mediocre, porque es a todo lo que puedes aspirar». «Nunca
llegarás más lejos». «A ver si no eres tan inútil después de todo». «Te
quiero fuera de mi vida». «Eres un desastre». «Tú eres mi único defecto».
«Demuestra que eres más que un puto error». «Estás roto».
—Puedo sentirlo —susurró Lucía, asombrada—. Está aquí, la energía.
Emana de ti.
Xander abrió los ojos, despacio. Sintió el minuto en que la energía lo
abandonó, buscando algo —alguien— más a lo que aferrarse, deseando
robárselo todo. Pero él no quería herir a su abuela; jamás proyectó esos
sentimientos hacia ella y la magia lo sabía, de modo que permaneció allí,
rondando en el espacio entre los dos, esperando a que llegara el verdadero
objeto de su odio.
Era potente, más de lo que había sido con Oliver horas atrás. Era tan
denso y poderoso, que el aire entre ellos hubiese podido cortarse con un
cuchillo.
Lucía estiró la mano, como si quisiera tocarlo, mas la retiró antes de
llegar demasiado lejos, como si le hubiera dado una pequeña descarga.
Abrió los ojos todavía más, incrédula.
—¿Qué es, abuela? —la urgió Xander—. ¿Qué sientes?
—Muerte.
33
E N C U E NT R O
1885

—N o le dirás a nadie lo que ocurrió hoy. ¿Me entiendes? Ni una


palabra —le dijo Lucía. Xander asintió—. Lo mantendremos
en secreto, tú y yo. Hiciste bien en no confiar en tu familia; quién sabe
cómo querrían usarte y a tu poder. No, es mejor que no lo sepan. —Xander
estaba de acuerdo—. No estoy segura de qué es, no completamente, pero es
un arma, Xander, y será bueno que tengas algo con qué defenderte en esa
casa, incluso si nadie lo sabe.
—No entiendo este poder. Debería tener relación con el fuego, ¿no? Eso
se supone que soy.
—Eso es porque ves el fuego como lo que es tu hermano, yo, hasta tu
madre. Lo ves en llamas, luz y calor, como la manifestación de la vida, pero
el fuego también puede quitarla.
—¿Qué haremos entonces?.
—Practicaremos —le dijo Lucía—. Todas las semanas vendrás aquí y
cultivaremos tu habilidad.
Y eso hicieron. Cada semana, Xander fue a ver a Lucía. Nadie jamás
imaginó por qué; no era inusual que pasaran tiempo juntos, de modo que el
secreto permaneció. Lucía ayudó a Xander a nutrir su magia, a potenciarla
y, sobre todo, a controlarla.
Así, durante tres años, Xander se convirtió en lo que jamás creyó que
sería: poderoso.
Xander apenas podía creer que ya tenía veintiún años. El tiempo parecía
escurrírsele de las manos, con los meses y las semanas mezclándose entre
sí.
La vida en su hogar no había cambiado. Continuaba soportando la
crueldad de su padre, la superioridad de su hermano y el silencio de su
madre. Muchas veces estuvo a punto de revelar su secreto, deseando liberar
su poder para acallarlos de una vez por todas, sin embargo, se contuvo, y
empezó a buscar cualquier excusa posible para no pasar tiempo en casa. Un
día, la oportunidad se presentó ante él, y no pudo rechazarla.
Aquella oportunidad estaba sentada en el otro extremo de la habitación,
en la forma de un hombre alto y elegante, con ojos amables de color
terroso, y cabello cobrizo. Fumaba un cigarrillo mientras observaba a
Xander con aire pensativo y una pequeña sonrisa asomando en la comisura
de sus labios. Lo veía como un padre orgulloso, alguien que apreciaba su
compañía, su ayuda y su esfuerzo. Era uno de los pocos que pensaban en él
de esa manera, y por ello, Xander estaría dispuesto a hacer cualquier cosa
por él.
—Has aprendido mucho estando aquí, Xander. Mejoras cada día.
Xander sonrió, feliz de recibir el cumplido.
—Gracias, señor. No sabe lo mucho que le agradezco todas las
oportunidades que me ha dado.
El hombre hizo una mueca divertida.
—Xander, por favor. Llevas tres años trabajando para mí, y me atrevo a
decir que hemos llegado a ser amigos en este tiempo. Creo que va siendo
hora de que me llames por mi nombre de pila.
—Será difícil acostumbrarme —pensó en voz alta—, pero estoy de
acuerdo… Julien.
Julien Lacroix. Ese hombre había cambiado el curso de su vida en
muchos sentidos.
Xander conoció a Julien el mismo año en que descubrió su poder, apenas
unos meses después. El comerciante se mudó a la aldea en busca de
ayudantes y aprendices para el mercado de azúcar que se importaba desde
Cuba: era un oficio en auge en el extremo opuesto del país, y aunque en su
ínfima aldea apenas se hablaba al respecto, parecía que Julien y su
compañía también buscaban mejorar la economía de pequeños
asentamientos como aquel, en donde podían obtener mano de obra más
barata que en las grandes ciudades.
El destino hizo que sus caminos se cruzaran en una tarde ventosa y gris.
Xander daba un paseo por la aldea después de terminar sus labores, tratando
de calcular el momento en que su padre saldría para poder regresar a casa y
disfrutar de una cena tranquila, sin encontrárselo.
Decidió desviarse de su ruta habitual, cosa que lo llevó al límite de la
aldea. Fue entonces cuando escuchó el eco de cascos de caballos golpeando
el suelo, y el inconfundible sonido de un carruaje aproximándose. Al
principio, no le dio mucha importancia, y estuvo a punto de regresar para
llegar antes de que oscureciera cuando dos voces se alzaron a lo lejos. No
alcanzaba a distinguir las palabras, mas el tono agitado era evidente.
¿Estarían perdidos? El camino hacia la aldea no era fácil para quienes
no lo conocían, ya que implicaba atravesar el bosque. Si ese era el caso,
Xander pensó que podría ofrecer su ayuda. Con esa intención en mente, se
adentró entre los árboles y se dirigió hacia donde las voces sonaban cada
vez más fuertes, abriéndose paso entre los arbustos.
Entonces, pudo descifrar lo que decían:
—Sería prudente que se marchen, señores. No queremos problemas.
No lo supo entonces, pero esa era la voz del hombre que cambiaría el
curso de su vida: Julien. Xander notó el miedo en su voz, incluso debajo del
tono firme y duro.
Otro hombre contestó, arrastrando las palabas como quien ha bebido
demasiado.
—Prudente —se burló—. ¿Escuchaste eso, Jimmy?.
El tal Jimmy respondió:
—Sería prudente que baje ya del carruaje, señor.
A Xander le llevó apenas unos segundos darse cuenta de lo que estaba
ocurriendo. Ralentizó sus pasos, midiendo cada pisada para no hacer algún
ruido que delatase su presencia a los asaltantes.
El segundo hombre, Jimmy, dijo algo que Xander no alcanzó a
escuchar; parecía estar igual o más borracho que su compañero.
Con cuidado, apartó algunas ramas del camino para obtener una mejor
visión de lo que pasaba y se agachó detrás de un arbusto para ocultarse.
—Sí, podríamos divertirnos un poco con su esposa.
El hombre había abierto la puerta del acompañante del carruaje, donde
una mujer los miraba con terror. El asaltante fue a tomarla del brazo, con
intención de bajarla del carro a la fuerza. Ella chilló.
Xander casi saltó de su escondite.
—Señores —saludó con toda la calma del mundo, aprovechando el
desconcierto que produjo su llegada para analizar la situación—. Les
sugiero que dejen en paz a la señorita.
—¿Y tú quién mierda eres? —soltó Jimmy.
—Oh, nadie, nadie. Pero me recordarán para siempre si no se marchan.
Ahora.
Xander no avanzó más, pues pretendía que los asaltantes se acercaran a
él y dejaran en segundo plano al matrimonio. Dio resultado: los hombres
caminaron hacia él con furia hirviendo en sus ojos y toda la intención de
molerlo a golpes. No iba a dejar que eso sucediera.
Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que era un borrón en su
cabeza. No recordaba con exactitud quién lanzó el primer golpe, pero sí
recordaba haber hecho una señal al hombre del carruaje para que
permaneciera donde estaba y no bajara a ayudarlo; sería una distracción,
alguien más de quien preocuparse cuando Xander liberara su poder.
Usó solo una gota: no pretendía herir a nadie, sino debilitar a los
asaltantes lo suficiente para que el siguiente golpe los dejara inconscientes y
les permitiera escapar. Sin embargo, se sintió tan bien dejarlo salir…
Cuando ambos cayeron, Xander levantó la vista con la respiración
agitada. Tenía sangre acumulándose en su boca, que escupió al suelo de la
forma más disimulada que pudo, consciente de las miradas que estaban
sobre él.
Tanto el hombre como la mujer se bajaron del carruaje, mirando con
asco y desagrado a los ladrones en el suelo.
A pesar del miedo que acababa de experimentar, la mujer tenía la
mirada más amable que Xander jamás había visto en la aldea. Siempre
recordaría la gratitud que brillaba en sus ojos marrones cuando la conoció.
Desde aquel momento, ella lo trató como a un hijo.
—Estás herido. Oh, Dios, qué horrible. Por favor, ven con nosotros. Te
podrán curar las heridas en casa y te servirán algo de cenar. Es lo menos
que podemos hacer, ¿verdad, Julien?
Xander se sintió abrumado por su bondad.
Julien asintió, extendiéndole la mano.
—Tienes toda mi gratitud, muchacho, por habernos ayudado a mi
esposa y a mí. —Miró a la mujer con el más infinito amor—. ¿Cuál es tu
nombre?
—Xander Raven, señor.
—Encantado de conocerte, Xander. Por favor, acompáñanos.
Xander no pudo negarse. Los acompañó durante el resto de la travesía
hacia la aldea, descubriendo mucho de ellos en el proceso.
El hombre se llamaba Julien Lacroix, y junto con su esposa, Alisson,
acababan de mudarse a una de las casas más hermosas y grandes de la
aldea, que anteriormente perteneció a la abuela de Alisson. Le explicaron
que la casa llevaba muchos años siendo habitada por sirvientes y
trabajadores que se encargaban de su mantención, sin embargo, ahora
querían expandir su negocio de azúcar y habían decidido mudarse allí.
Esa noche Xander cenó con ellos. Pudo experimentar de primera mano
la bondad de Alisson, quien era una mujer de treinta años y rostro afable,
con algunas arrugas alrededor de los ojos castaños que se le formaban al
sonreír, y cabello rubio que siempre usaba recogido. También percibió la
sencillez de Julien; a Xander le gustó eso de él, pues nunca presumió de su
riqueza, su casa o su posición social, sino que se mostraba agradecido por
las cosas que su trabajo y esfuerzo le habían brindado.
Por primera vez en su vida, Xander permitió que alguien que no
compartía su apellido pudiera conocerlo en realidad. Les habló de su gusto
por la naturaleza y por pasar tiempo al aire libre. Les contó que se dedicaba
a cortar leña o a realizar cualquier trabajo pequeño que le surgiera, ya que
disfrutaba de ayudar y sentirse útil, y que el dinero que ganaba lo estaba
guardando para irse de una casa que no se sentía como un hogar.
No profundizó en detalles sobre su familia, al menos no esa noche, y los
Lacroix no lo presionaron para que lo hiciera. En cambio, le preguntaron
sobre sus aspiraciones y sueños.
Xander no tenía claro qué quería en la vida, y les dijo justo eso: que en
su situación jamás se había detenido a considerar todo lo que podía llegar a
ser, que de seguro había muchas oportunidades que estaba pasando por alto,
pero que, algún día, iba a irse de la aldea y podría descubrir todo su
potencial.
Esa noche, Xander regresó a casa con el corazón lleno de alegría.
Al día siguiente, mientras cortaba leña en la plaza, Julien lo buscó para
ofrecerle el trabajo de su vida.

Con los meses Xander encontró en Julien un confidente y, ciertamente,


también un amigo. Julien siempre lo consideró su mano derecha, y le
encargó tareas que demostraban la confianza que estaba depositando en él.
Una de las principales responsabilidades de Xander era encargarse de la
contabilidad financiera, descubriendo en el proceso lo bien que se le daba.
Además, participaba en reuniones importantes con inversionistas y socios,
algo que inicialmente le generó dudas cuando Julien le pidió su compañía y
consejo. Aunque ya se había sumergido en el negocio del azúcar y había
estudiado todo lo posible sobre el tema, había una parte de él que aún no se
sentía merecedora de las oportunidades que se le estaban brindando, incluso
después de varios meses.
A pesar de sus dudas, Xander aceptó la invitación. Se vistió con su
mejor ropa y lució su mejor semblante en la cena en la mansión de los
Lacroix, un lugar con el que ya estaba más que familiarizado. La velada
resultó increíble, con una comida maravillosa y una conversación fluida.
Alisson también estuvo presente, ya que rara vez se separaba de Julien. Su
melodiosa risa y su sonrisa amenizaron una conversación que, de otro
modo, podría haber sido seria y aburrida.
Para sorpresa absoluta de Xander, Julien le comentó la semana siguiente
que sus socios quedaron encantados con él y deseaban verlo en futuras
ocasiones. Xander no cabía en sí de la emoción, y lo que comenzó como un
agradecimiento por su ayuda, se estaba convirtiendo en algo más. Con cada
día que pasaba, Xander se ganaba el derecho de estar allí y demostraba su
valía.
Julien siempre reconoció su esfuerzo, y admiraba su dedicación. «Eres
una persona justa y buena, Xander», le dijo una vez. «Y un hombre de
esfuerzo admirable. Tendrás todo lo que desees al alcance de tu mano; que
no te sorprenda. Solo tienes que creerlo».
Estoy trabajando en ello, pensó en esa ocasión.
Y seguía trabajando en ello; en creer que él, como persona, valía la
pena. No por su magia —o, a ojos de su padre, su falta de ella—, sino por sí
mismo, por su personalidad y sus habilidades.
Así pasaron tres años; tres años en que Julien lo acogió en su hogar
cuando Xander no podía volver a casa ante el temor de encontrarse a su
padre borracho y predispuesto a la violencia. Tres años en que le brindó un
plato de comida cuando nadie en casa cocinaba para él por órdenes de
Daniel; incluso, gracias a Julien, Xander pudo ayudar a Astrid cuando su
padre la dejó sin trabajo. Alisson había estado feliz de recibir a la sirvienta
pelirroja y tímida, convirtiéndola, luego de pocos meses, en su ama de
llaves, dada su experiencia y su pulcritud.
Alisson Lacroix no se quedó atrás; siempre estuvo ahí para ofrecerle
una palabra amable, un consejo o una sonrisa que se llevaba los malos ratos
cada que lo necesitaba. Ambos lo trataron como al hijo que nunca pudieron
tener.
Eso Daniel Raven lo sabía... Y lo odiaba.
Su padre aborreció a Julien Lacroix desde el minuto en que se presentó
en su casa, tratando de convencerlos de que Oliver era una mejor inversión
que Xander, y él le cerró la puerta en la cara. Desde entonces, ambos se
evitaban cuanto podían y, cuando no, mantenían una tensa aunque cordial
relación en público.
Julien nunca hizo ni dijo nada que pudiese empeorar la situación de
Xander en casa, y era la única persona en la aldea que no tenía miedo de
bajarle los humos a Daniel Raven; este, por su parte, tampoco lo enfrentaba,
ya que Julien lo superaba en riquezas e influencia: todo lo que le importaba.
Esa era otra de las razones por las que su padre lo detestaba: que no
podía usar ninguna de sus superficialidades contra él.
Durante esos tres años que antecedieron a la llegada de 1885, Xander se
dedicó a seguir estudiando; ya no solo trataba de aprender más sobre el
azúcar, su cultivo y procesos, sino también sobre importación y
exportación, sobre economía, números e incluso leyes que se involucraban
de forma directa en su ocupación. Y, gracias a eso y a su trabajo, comenzó a
ahorrar para que, un día, cuando juntara lo suficiente, pudiera largarse de
ese lugar.

En marzo de ese año, la vida de Xander tomó un rumbo inesperado, y él no


fue consciente de eso hasta varios meses después. Era un día ordinario en el
que Xander se disponía a almorzar junto a sus padres y su hermano. No
tenía ánimos de hacerlo, en realidad, pero cuando su madre dijo que quería
una reunión familiar decente, una fría mirada de su padre fue suficiente para
decirle que su asistencia no era opcional.
Tenía veintiún años y seguía sintiéndose como un niño indefenso
cuando estaba con él.
Seguro que Layla extrañaba ver a su hijo mayor en casa. O quizás lo
que echaba de menos en realidad era la idea de normalidad que eso le
brindaba, como si pasar un almuerzo los cuatro juntos, sentados en el
comedor siendo atendidos por una de las nuevas sirvientas, fuese a hacer
realidad su sueño de una familia amable y perfecta.
Ellos eran todo menos eso.
Fue la comida más incómoda de su vida, pues hacía casi un año que
Xander básicamente llegaba a casa de sus padres solo a dormir; almorzaba
fuera y llegaba a cenar cuando ya todos estaban en la cama. Incluso si no
estaba con Julien, se permitía gastar una pequeña parte de sus ahorros en
evitarse encuentros como ese, ya sea comiendo en alguno de los bares de la
aldea o saliendo de la ciudad a ver a su abuela, quien lo recibía de brazos
abiertos.
Trató de no llamar demasiado la atención mientras almorzaban y
mantener la vista baja, para que una mirada no provocara la ira de su padre
o el narcisismo de su hermano. Ninguno habló demasiado. Xander no
estaba seguro de si eso era bueno o malo.
Era malo, decidió, cuando, poco antes de terminar la comida, Oliver
comentó:
—Estás callado, hermano.
Una serie de respuestas pasaron por su cabeza. «Tú también». «No
tengo nada que comentar». «No me interesa hablar con ninguno de
ustedes». «Quiero que termine rápido».
Al final, se decidió por:
—Estoy disfrutando de la comida, es todo.
Su padre rechistó. En el último tiempo, casi parecía que él y su hermano
se leían la mente cuando se trataba de provocarlo o insultarlo, pues de
seguro Daniel Raven estaba pensando justo lo que Oliver dijo a
continuación.
—¿De verdad? ¿Todavía encuentras que nuestra comida es digna de ti?
—Oliver —advirtió Layla.
Él no le hizo caso.
—¿Qué? —dijo, como si no entendiera qué estaba mal en el mundo.
Xander estaba harto de esa maldita fingida inocencia—. Es la verdad; ya
parece que incluso nosotros dejamos de serlo desde que tu preciado Julien
llegó.
Xander apretó el puño alrededor del tenedor. Tuvo que forzarse para
tragar en lugar de escupirle en la cara lo que estaba masticando. Eso sería
gracioso.
Solo de pensarlo, Xander no pudo contener la sonrisita que tiró de la
comisura de sus labios. Con los años, había aprendido que en ocasiones
como esa era mejor retirarse a su cabeza, a ese lugar dentro de su mente al
que nadie más que él podía acceder, donde todo era suyo. Por desgracia, eso
lo hizo sonreír con demasiada facilidad y su padre no iba a pasarlo por alto.
—¿Te causa gracia? —Su voz congeló a Xander en su silla. La sonrisa
desapareció, siendo reemplazada por una enorme piedra que se estaba
formando en su garganta—. Te crees demasiado bueno para nosotros, a que
sí.
No era una pregunta, mas Xander decidió responderla de todos modos.
—No estaba pensando en eso, para nada. —Y era cierto: no pensaba
aquello en ese momento.
—Julien te ha estado metiendo ideas en la cabeza.
—No hables de él. —No pudo controlar el gruñido que se escapó junto
con las palabras.
El estruendo del puño de Daniel contra la mesa los sobresaltó. Xander
no quiso demostrarlo, pero todo dentro de él se había erizado; un escalofrío
le recorría la espalda, y lo único que quería era encontrar una forma de salir
de ahí cuanto antes.
—Hablaré de quien me dé la gana en mi puta casa —dijo entre dientes.
—Daniel… —Su madre trató de aplacarlo, sin embargo, hacía años que
eso ya no daba resultado.
—¡¿Te has preguntado alguna vez por qué trabaja contigo, niño?! —Se
puso de pie, casi botando su plato. La furia chispeaba en sus ojos: si había
algo que lo hacía perder el control últimamente, era hablar de Julien—. Te
está utilizando. Va a exprimirte todo lo que pueda, y va a dejarte tirado en el
minuto en que ya no puedas darle más. Eres el sirviente para sus mandados.
Al ver la expresión herida de Xander, Oliver sonrió.
—No vas a decirme que pensaste que podrían ser... socios, ¿o sí? —se
burló.
Claro que lo había pensado. De hecho, ya se sentía como tal. Jamás lo
admitiría en voz alta, no ante ellos.
Su padre resopló.
—Tienes que estar de broma —le dijo a Xander, casi luchando por
contener la risa—. ¿De qué crees que puede servirle un bueno para nada
como tú? Eres su proyecto de caridad, ¡despierta de una vez!
Xander lo hizo. Despertó, y con él, su poder ronroneó en la oscuridad de
la cueva donde lo tenía enterrado. En menos de un segundo, se imaginó esa
oscuridad como garras extendiéndose hacia su padre, arrancándole los
malditos ojos de la cara, drenando su energía hasta que no fuese más que un
cascarón vacío y marchito.
No. No podía perder el control de esa forma. Si tenía que dejar salir su
furia, lo haría de otra manera. No esa, nunca esa que lo hacía sentir terror de
sí mismo.
Se puso de pie.
—¿Sabes lo que te molesta, padre? —Despacio, salió del espacio
reducido entre la mesa y su silla. No tenía ningún interés en volver a
sentarse a la mesa con ninguno de ellos—. Te molesta que ves en Julien a
una competencia, a alguien que tiene todo lo que tú deseas, e incluso más.
Por primera vez en tu miserable vida, no eres el hombre más poderoso, el
más rico y con la mejor posición dentro de la aldea. Y déjame decirte… —
Xander miró a su madre. Por una milésima de segundo, dudó. Pero su
madre jamás lo había defendido, ni siquiera ahora—: su matrimonio no es
una maldita farsa como el de ustedes. Son felices. Y no necesitan
restregárselo en la cara a nadie.
—No me digas. —El tono de voz de Daniel estaba afilado como el
hacha con que solía cortar leña.
No despegó ni un segundo sus ojos de los suyos mientras rodeaba la
mesa hasta donde estaba.
Xander no se detuvo.
—Te molesta que, aun siendo igual de rico e influyente, Julien es
amable, humilde y bueno, no un mediocre infeliz e incompleto.
Debió haber visto venir el golpe.
En serio, a esas alturas, debió verlo venir.
Quizás lo hizo y no le importó, porque siguió hablando:
—Él es todo lo que tú jamás serás.
El segundo golpe sí que lo vio venir, y hasta lo disfrutó. Disfrutó ser la
persona sacando de quicio a su padre, para variar. Disfrutó ver el brillo en
sus ojos azules que le decía que, en el fondo, Daniel era consciente de
cuánta razón tenía.
Aun así… Por más años que hubiese pasado viviendo con su constante
crueldad, Xander no estaba seguro de si algún día sus palabras dejarían de
doler.
—Crees demasiado de ti mismo, Xander, pero no eres más que un
mocoso malcriado, mal agradecido, egoísta y tonto. —Quiso protestar, mas
su padre no le dio ocasión—. Que te quede claro: eres nada, y nunca serás
más que eso.
Xander resopló, sintiendo las palabras como un puño revolviéndole las
entrañas. Entonces, dijo lo que llevaba años conteniendo:
—Nunca me has querido. Incluso cuando no sabías, cuando era un
niño… Jamás pudiste quererme lo suficiente. —El pensamiento llevaba
atormentándolo por más tiempo del que podría recordar, y no creyó que lo
diría en voz alta: era su mayor vulnerabilidad, su mayor dolencia. Tenía
terror de que solo lo utilizaran en su contra, pero allí estaba. Miró a su padre
con ojos brillantes—. ¿Por qué? ¿Por qué, padre?
Para darle algo de crédito, Daniel sí pareció meditarlo un momento y, al
final, solo dijo:
—No lo sé —suspiró, con los ojos fríos y la voz cruel—. Quizás solo
preví la desilusión que ibas a ser.
Xander solo se vio capaz de parpadear. Asentir y parpadear. Parpadear y
asentir.
—Xander… —comenzó su madre, quien, al parecer, solo era capaz de
pronunciar nombres en tono culposo, sin llegar a decir nada.
En silencio, Xander salió de la casa.

Si Xander hubiese podido desprenderse de todo cuanto era, lo habría hecho.


Estaba claro que no era suficiente, y jamás lo sería.
Mientras caminaba por el bosque, dando manotazos a los matorrales,
sintió el ardor de las lágrimas en la parte de atrás de sus ojos. No pensaba
dejarlas salir. Si las circunstancias fuesen otras, no le molestaría: las dejaría
caer y que lavaran sus heridas con agua salada. Pero no por esto, no por él.
No lo valía.
Oh, si tan solo fuese más fácil hacerlo que decirlo.
Estaba decidido a no dedicarle ni un solo pensamiento más al hombre
que lo había engendrado, aquel que solo le traía miseria. Se daba cuenta de
cómo lo había manipulado y maltratado durante los años, con burlas y
crueldades. Sobre todo, con el peso de las expectativas que le habían
impuesto.
Xander ya no quería sacrificar su bienestar por alguien que no lo quería.
Claramente, para Daniel, su primer hijo no era más que un fracaso, así que,
¿por qué seguir esforzándose en cumplir metas que no le importaban? Por
más que su padre le dijera lo contrario, Xander estaba contento consigo
mismo y con las decisiones que había tomado durante su corta vida. Le
agradaba la persona que era, y eso era lo único que debía contar.
Había conseguido recuperar mucha de su paz mental cuando un
movimiento más adelante interrumpió por completo el hilo de sus
pensamientos.
Y no fue solo un movimiento. Era una silueta, era...
—Disculpe —dijo Xander, empleando el tono más suave que pudo.
Frente a él, entremedio de la maleza y los arbustos, había una joven que
aferraba un pequeño maletín con una mano, mientras que con la otra
intentaba evitar que su enorme falda se enganchase con las ramas. Xander
nunca la había visto. No era de la aldea; estaba seguro, pues era muy
pequeña y ahí todos se conocían—. ¿Señorita…?
Esperaba que ella le dijera su nombre, no obstante, eso no fue lo que
sucedió.
Con una profunda inhalación a medio camino entre la sorpresa y el
disgusto, la muchacha se llevó una mano al pecho y exclamó:
—¡No debería acercarse así a una señorita! Casi hace que se me salga el
corazón del pecho.
Xander, a pesar de su tono ofuscado, no pudo evitar que una sonrisa
luchara por aparecer en sus labios. Se forzó a contenerla, pues no quería que
ella pensara que se estaba burlando. Desde luego, era todo menos eso.
—Lo siento —se apresuró a disculparse—. No pretendía asustarla, es
solo que parecía algo… perdida. Pensé que, tal vez, necesitaba ayuda.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué debería aceptar ayuda de un desconocido? Es muy extraño
que pasee por este lado del bosque, ¿no cree? Especialmente sin compañía.
—Lo mismo podría decirle a usted —replicó Xander.
Ella enrojeció hasta la raíz del pelo. Abochornada, sujetó con más
fuerza la pequeña maleta que cargaba y comenzó a balbucear:
—Sí, bueno… yo… —suspiró, resignada—. Si tiene que saberlo, me
dirigía a la aldea a visitar a mi tía. Verá, está muy enferma y no tiene a
nadie que cuide de ella. Pero nuestro carruaje se estropeó.
—Comprendo. ¿Está muy lejos de aquí? Su carruaje, quiero decir.
—No… No lo sé —admitió la muchacha, con aire derrotado—. Llevo
mucho tiempo caminando. Creí que podría llegar a la aldea antes y
conseguir ayuda. Me temo que me he perdido por el camino.
—Yo podría escoltarla. No está lejos, pero el bosque puede ser confuso
si nunca lo ha recorrido antes.
—Oh, no creo que… No pienso que sería apropiado llegar junto a un
extraño.
Xander sonrió y, elocuente, retrocedió un paso.
—Por supuesto, entiendo. Entonces, me iré.
Apenas se había dado la vuelta cuando un grito agudo resonó a su
espalda:
—¡No!
Su voz sonaba más cercana que antes. Xander se detuvo y encaró a la
muchacha. Claro que no iba a irse y dejarla a su suerte, mucho menos en el
bosque, donde podría pasar horas perdida, aunque también comprendía sus
reparos.
Expectante, aguardó a que ella hablase primero.
—Por favor… Lo siento. Ha sido un viaje largo y estoy agotada. Por
favor, no me deje sola aquí. Le estaría eternamente agradecida si me
acompañase de vuelta, ¿señor…?
—Raven —le dijo Xander, más rápido de lo que nunca había hablado—.
Xander Raven.
Le ofreció el brazo. Esta vez, ella lo tomó sin titubear.
—Señor Raven. Se lo agradezco de corazón.
—¿Va a decirme su nombre, entonces?
Xander moría por saber.
—Elizabeth Greenbriar.
—Encantado de conocerla, señorita Greenbriar.
Xander la miró con una pequeña sonrisa en el rostro que, por algún
motivo, pareció hacerla enrojecer. Él negó con la cabeza; probablemente se
lo estaba imaginando.
Le hizo un gesto con la mano, indicándole el mismo camino por el que
había venido. Sin demorarse, Elizabeth lo siguió, sorteando las ramas y
malezas que entorpecían su paso. De seguro, andar por el bosque con un
vestido tan enorme como el que ella llevaba no debía ser cómodo, pensó
Xander.
—¿Conoce bien el bosque, señor Raven? —preguntó de pronto
Elizabeth, su voz dulce y curiosa.
¿Cuántos años tendría? Se veía de su misma edad.
Xander carraspeó.
—Sí. Es muy tranquilo y, si se sabe el camino, es un buen lugar para
despejarse. De hecho, un poco más allá hay una pérgola muy hermosa
donde sentarse a ver el cielo y los árboles.
—Suena maravilloso —admitió ella—. ¿Pasa mucho tiempo por aquí?
—No tanto como antes, pero me gusta venir a pasear de vez en cuando.
La chica asintió, y Xander aprovechó el momento para analizarla
mientras caminaba a su lado. Tenía los ojos más bonitos que había visto en
la vida, de un tono muy particular, a medio camino entre el dorado, la miel
y el verde claro. Imaginó que debían brillar con la luz del sol, y le pareció
una combinación hermosa entre el inusual color y la curiosidad y asombro
que se asomaban en ellos. Su cabello era castaño como la corteza de los
árboles iluminados por el atardecer, lleno de rizos que caían por su espalda,
escapando de su peinado hasta la cintura.
Era menuda, un poco más baja que él, y su piel tenía un leve tono
dorado de quien vive en un lugar soleado. Xander se preguntó si su
suposición sería correcta.
—¿Viene desde muy lejos, señorita Greenbriar?
—Unas ciudades de distancia. Tuve que viajar todo el día para llegar.
—Debe haber sido agotador.
Se aferraba a su maletín como si temiera perder lo único conocido para
ella en ese momento.
—Lo fue, pero está bien. Me gusta mucho viajar en tren. Me parece
hermoso poder ver el paisaje a gran velocidad.
A Xander le gustó su perspectiva. Iba a comentar algo al respecto
cuando avanzaron un poco más y, de pronto, Elizabeth tropezó con una
rama enorme en el suelo, que no había podido ver con toda la tela que tenía
su vestido verde.
Xander se precipitó hacia adelante y la tomó por los hombros para
evitar que cayera. Alcanzó a percibir su aroma. Incluso de haberlo
intentado, no podría haberlo descrito: era algo que nunca antes había
sentido.
Elizabeth lo miró con el corazón desbocado. Un poco ahogada, musitó:
—Gracias... Yo…
—No hay de qué —respondió él con simpleza.
Permanecieron así durante el segundo más largo de su vida, hasta que
Elizabeth se dio cuenta de sus brazos entrelazados y se apartó de golpe.
—Lo siento —musitó ella, sonrojándose. Quizás fue la expresión
confundida de Xander que la hizo explicarse—. Es que… La gente hablará
en la aldea. No es apropiado, para nada. Mi tía se infartaría si se entera de
que llegué del brazo de un desconocido. Si hay rumores, ya puedo ir
olvidándome de cuidarla. ¡Querrá morir de la vergüenza!
—Si alguien dice algo, me encargaré de explicarles la situación yo
mismo —le prometió Xander.
La forma en que Elizabeth lo miró... Podría haberse derretido ahí
mismo. A lo largo de su vida, Xander había sido mirado de muchas
maneras: con enojo, reprobación, desdén y decepción... Pocas veces lo
habían visto como si fuera el ser más bondadoso del planeta. Le gustó esa
sensación, para variar.
Ella abrió tanto los ojos, que Xander pudo ver el anillo de oro que
rodeaba sus pupilas y se fundía con el verde.
—¿De verdad haría eso?
—Por supuesto. Sé lo importante que es la reputación para una dama.
—Nunca nadie se había preocupado tanto por mi reputación —rio ella
—. Nadie que no sea de mi familia, quiero decir.
—Bueno, no querría causarle a su tía más malestar —intentó bromear.
No lo hacía a menudo, así que esperaba no ser tan malo. Para su suerte,
Elizabeth rio—. ¿Es cercana con su tía? —quiso saber Xander.
—¡Por supuesto que lo soy! Mi adorada tía tiene un lugar especial en mi
corazón, al igual que el resto de mi familia.
Elizabeth sonaba exaltada, como si le fuera imposible siquiera imaginar
una situación contraria. Xander sintió que enrojecía, aunque no estaba muy
seguro de por qué.
—Discúlpeme, no pretendía insinuar lo contrario. Es solo que…
—¿Sí? —inquirió Elizabeth cuando él no continuó.
Curiosa.
—No estaba seguro de cuál sería su situación, eso es todo.
Lo dijo con amargura, sintiendo el sabor desagradable que le dejaban las
palabras en la boca. La muchacha debió haberlo notado, pues comentó:
—¿No cree que la familia merece un lugar especial en el corazón de
uno, entonces?
Xander casi tuvo miedo de confesarle la verdad. Lo pensó con cuidado
antes de decir:
—No creo que un vínculo de sangre implique amor y respeto, a menos
que sea ganado. Eso es todo.
—¿Cómo puede decir tal cosa? ¿Qué clase de persona no ama a su
propia sangre, no atesora a su familia? —exclamó ella, horrorizada. Cuando
Xander la miró, se dio cuenta de que las mejillas de Elizabeth también
habían adquirido un color escarlata—. Y, en cualquier caso, ¿no cree que
sus palabras son un reflejo de su situación, más que de la mía?
La expresión de Xander se ensombreció. Deseó estar en cualquier otra
parte, menos ahí. Lo que su padre siempre le decía se repitió en su cabeza:
«eres nada, y nunca serás más que eso».
En ese momento, ambos cruzaron el límite del bosque.
—Sí, supongo que es así —murmuró, desviando la mirada, incapaz de
seguir viéndola a los ojos. Señaló con una mano hacia adelante—. Ya
hemos llegado.
Como si hubiesen estado envueltos en una burbuja hasta aquel
momento, el ruido y ajetreo de la plaza principal les llegó de lleno: el
murmullo de pasos ajetreados y conversaciones animadas, una que otra risa,
carruajes paseando, los cascos de los caballos sonando tap, tap, tap.
Xander sintió alivio y decepción en partes iguales. Encontrarse con
Elizabeth había sido, por lejos, la mejor parte de su día, sin embargo, este
ya había sido arruinado múltiples veces y en más maneras de las que su
orgullo le permitía soportar. No quería admitir que ser juzgado por una
mujer que ni siquiera conocía, había sido el clavo final en su ataúd.
—Oh. Yo… —masculló Elizabeth, su voz tan débil como si le hubiesen
robado todo el aliento. Echó un vistazo a la plaza, pero sus ojos
rápidamente volvieron a posarse en los de Xander. Su expresión era
atormentada—. Si lo he ofendido, por favor, perdóneme…
—Me aseguraré de conseguir gente que la ayude con su carruaje antes
de volver a casa.
Ya no quería ver esos ojos miel. Más bien, no quería seguir viendo la
lástima que había en ellos.
Elizabeth contuvo la respiración.
—¿No vendrá conmigo?
—Ya lo dijo usted —le recordó Xander. Esta vez, sin una pizca de
humor—: no sería apropiado.
—Pero… —Ella quiso protestar.
—Lo mejor será que nos despidamos cuanto antes.
No tenía forma de estar seguro, mas Xander habría podido jurar que la
mirada de Elizabeth se enfrió. Una sola vez, ella asintió.
—Por supuesto, tiene usted razón. —Abrió la boca varias veces, no
obstante, al final lo único que dijo fue—: Adiós, señor Raven. Le agradezco
su ayuda enormemente.
Xander se forzó a sonreír.
—Adiós, Elizabeth.
Se dio media vuelta y comenzó a caminar hacia el hogar del zapatero:
su familia era numerosa, y sus hijos no tendrían problema en ayudar con el
carruaje estropeado. También tenía una hija, así que se aseguraría de que
fuera con ellos para hacerle compañía a Elizabeth.
Solo cuando estuvo en su hogar, al final del día y en la tranquilidad de
su habitación, se dio cuenta de que se había despedido de la muchacha
utilizando su nombre de pila.
34
PENSAR EN EL FUTURO
2018

—¿Q ué te pareció el último libro que te di? —preguntó la señorita


Anderson. Elina. Lianne tendría que acostumbrarse a eso—.
¿Pudiste terminarlo?
Asintió con energía.
—Claro que lo terminé, ¡me pareció fantástico! Me gustó muchísimo el
capítulo donde hablaba de las hierbas medicinales y cómo se utilizaban en
la antigüedad para tratar distintas dolencias.
Elina asintió, como si lo que Lianne acababa de deducir fuese justo lo
que ella había pensado al leer el texto.
—No solo en la antigüedad —comentó—. Muchas de ellas siguen
usándose hoy en día en tratamientos alternativos o investigaciones. ¿Has
considerado lo que te comenté? Sobre las universidades.
Lianne sintió la garganta seca. Carraspeó, tratando de pensar su
respuesta a una pregunta que no esperaba.
—Yo… No —admitió.
—Tienes que empezar a pensar en tu futuro, Lianne.
—No he tenido demasiadas oportunidades para hacer eso. Siento que
los últimos años me quedé atrapada en el pasado.
—¿Y ya no?
—Creo que no.
Elina sonrió.
—Entonces, es momento de empezar, ¿no?
—Supongo. Quiero decir… Me gusta la botánica, mucho, pero cuando
pienso en hacer una carrera de ello, no sé ni por dónde empezar.
La profesora le sonrió, compasiva, y Lianne se sintió como una niña
pequeña a la que su madre trataba de enseñarle una lección.
—No me refiero solo a las universidades o a tu carrera profesional,
Lianne, sino a tu vida en general. A quién quieres ser, qué quieres lograr.
¿Tienes alguna aspiración, un sueño loco? Ese tipo de cosas, ¿entiendes? —
Muda, Lianne asintió—. Piensa en eso durante esta semana.
Salió del aula de Biología con la mente varios años en el futuro. ¿Quién
quería ser? Era una pregunta más difícil de responder de lo que hubiese
esperado, aunque si tuviese que responder algo rápido, pensó que querría
ser una mujer como su madre, quien, desde niña, la había inspirado a seguir
sus sueños y a no dejarse llevar por las opiniones de los demás.
—Aquí estás. —Sintió el aliento de Jason en el oído, las manos
entrelazándose alrededor su cintura—. ¿Cómo te fue?
Se volteó a verlo. Él sonreía como siempre hacía cuando estaba con
ella, y eso la hacía sentir especial. Le dio un beso en la mejilla a modo de
saludo y, juntos, caminaron hacia la cafetería.
—Bien, supongo.
—¿Supones?
—Ya te contaré. —Jason asintió, adelantándose un par de pasos cuando
llegaron a las puertas del comedor. Antes de que se juntaran con el resto del
grupo, Lianne tiró de su mano—. De hecho, quería preguntarte... ¿Tienes
algo que hacer por la tarde?
Se lo pensó un segundo.
—No, no particularmente. Aunque tengo el presentimiento de que ahora
sí. —Sonó como una pregunta.
Ella sonrió.
—He estado pensando, y creo que ya es tiempo de que ponga un poco
de orden en la casa de mis padres. —Suspiró—. Es mía ahora, ¿no?
Jason asintió con un atisbo de duda en los ojos.
—¿Estás segura?
—No tengo por qué hacerlo todo de inmediato, pero quizás comenzar
por tirar las cosas que se han deteriorado en este tiempo, limpiar un poco y
luego… ya veré. Tengo que hacerlo en algún momento.
—Y quieres que vaya contigo.
—Me gustaría, sí.
Jason la miró con ternura, atrayéndola hacia sí para darle un beso en el
cabello. Lianne cerró los ojos un segundo al sentir sus labios. Contra su
cabello, murmuró: «claro que sí».
No tardaron en encontrar al resto de sus amigos en su sitio habitual. Ahí
estaban Maya y Lucas, comiendo y discutiendo algo como si fueran dos
niños pequeños. Lianne se acercó, despacio, tratando de aguantarse la risa
para poder escuchar sobre qué peleaban.
—Me conoces desde antes que naciera, Lucas, ¿y todavía no sabes que
detesto la mayonesa?
—Se me olvidó. No le presto atención a todo lo que haces —replicó él.
—¡Te lo he dicho miles de veces! La odio, ¡y lo sabes! Ahora tengo que
cambiar todo mi plato.
—Bien, entonces no sigas pidiéndome que te traiga la comida. —Tenía
el ceño tan fruncido, que se le juntaban ambas cejas. Ofuscado, Lucas miró
por la ventana para dejar de ver el rostro de su hermana—. Eres una llorona.
Lianne no supo si fue ella o Jason quien rio primero. No aguantó más: la
carcajada salió con fuerza de sus labios, y no pudo parar hasta que se le fue
el aire y le dolió el estómago.
Maya los miró con cara de pocos amigos.
—¿Qué? No es gracioso.
Jason rio.
—Sí, lo es. Ustedes dos son imposibles —miró a Maya—. Si quieres,
cambia de plato conmigo. No me importa.
La sonrisa de Maya dejó ver todos sus dientes, y miró a Jason como si
acabase de convertirse en su nueva persona favorita. Recibió con gusto su
ensalada libre de condimentos y le dio la suya, embadurnada en mayonesa.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Lianne.
Lucas le respondió:
—Amanda está terminando una tarea atrasada en la librería, y Will…
No hizo falta que lo dijera, porque enseguida, detrás de ellos, surgió
Will. Se veía alterado. No, no era eso. Emocionado. Llegó corriendo tan
rápido, que chocó con la mesa, usándola como freno.
—¡Tengo buenas noticias! —exclamó.
Esperó unos segundos para obtener la atención de todos, mas no hacía
falta, porque ya tenía a cuatro pares de ojos mirándolo con sorpresa,
curiosidad o, sencillamente, como si hubiera enloquecido de repente.
—¿Y? ¿Qué es?
—¿Recuerdan que les conté sobre la chica que conocí en clases de
música?
—¿Tu novia? —se burló Maya, al mismo tiempo que Lianne
preguntaba a los chicos:
—¿Ustedes lo sabían?
Will asintió.
—Se lo conté a todos en distintas ocasiones. —Se encogió de hombros
y miró a Maya—. Y no, no era mi novia… pero ahora sí que lo es.
—¡¿Qué?! ¿En serio?
Will sonrió más aún.
—Y eso no es ni siquiera lo mejor. ¡Vendrá a estudiar aquí! ¡Se
cambiará de escuela!
Jason sonrió y le dio a su amigo un golpecito en el hombro.
—Oye, eso es genial.
Maya rio despacio y extendió la mano para tomar la de Will por sobre la
mesa.
—Estoy muy feliz por ti, Will.
—Sí, Will —coincidió Lucas—. No puedo esperar a conocerla.
¿Cuándo llegará?
—El próximo mes. Resulta que a su padre lo transfirieron aquí por
trabajo hace un tiempo. Ella seguía yendo a su antiguo colegio, pero porque
quedaba muy lejos, así que ya estaban en la búsqueda de uno que fuese más
conveniente. Ay, en serio espero que les agrade.
—No tendría por qué no hacerlo —lo tranquilizó Lianne.
Siguieron hablando sobre la novia de Will mientras comían,
aprovechando también que eran los únicos que sabían, de momento, que
llegaría una alumna. Lianne supuso que ya podría dejar de ser la «chica
nueva». Tendría que decírselo a Eliott cuando lo viera.

Al salir de clase, Jason y ella hicieron el recorrido a su antiguo hogar.


Pasaron antes por la casa de los Grace para buscar algunas cajas, bolsas de
basura e implementos de limpieza. Lianne suponía que allá iba a encontrar
todo eso, mas no estaba segura: habían pasado dos años desde la última vez
que estuvieron ahí, y jamás se fijaron en ese tipo de cosas.
Fue difícil, muy difícil, sin embargo, una vez que comenzó, ya no quiso
detenerse. Decidió que donaría la ropa, pero no tocaría la de su hermana
todavía, no con Jason ahí para enfrentarse a lo que pronto tendría que hacer
con las pertenencias de Mía. Eso era demasiado.
Se quedó con los perfumes de su madre, que cada vez que olía, sentía
como si estuviera con ella; con sus joyas, delicadas y brillantes, y sus
abrigos favoritos, aquellos que de niña no podía dejar de mirar, deseando
tomar prestados años más adelante, cuando creciera y le quedaran bien.
—¿Vamos arriba? —sugirió luego de un rato, necesitando cambiar de
ambiente.
Jason asintió y la siguió por las escaleras. Al llegar al segundo piso,
Lianne repasó todo con cuidado.
—¿Quieres ir al cuarto de Sarah?
—No, al mío.
No esperó una respuesta, sino que dobló a la izquierda, dispuesta a
entrar en su antigua habitación. Se sentía más como la habitación de una
extraña; esa ya no era ella. No toda ella, al menos.
—No tienes que protegerme, ¿sabes? —dijo Jason tras ella.
Lianne se detuvo en el umbral, suspirando. ¿Por qué podía descifrarla
tan fácil? Era una bendición y, al mismo tiempo, un gran inconveniente.
Optó por ser sincera.
Se volteó a verlo y apoyó ambas manos en el marco de la puerta,
bloqueando el paso.
—No tengo que hacerlo, pero siempre lo haré.
Él sonrió y negó con la cabeza. Caminó para entrar en la estancia con la
vista baja. Lianne no se movió: dejó que sus cuerpos chocaran, y cuando él
alzó los ojos con las cejas arqueadas, listo para preguntarle si iba a dejarlo
entrar, ella lo besó. Lo besó hasta que la sonrisa desapareció. Lo besó hasta
que ya no hubo diversión, ni risas, ni bromas, sino piel y aliento y calor;
hasta que no quedó en la habitación más que el sonido de un suspiro
entrecortado que se le escapó de los labios.
Pensó en lo último que sintió en su vida pasada, en ese calor abrasador
que la envolvió justo antes de consumirse y estallar en llamas, y le pareció
que esto era lo más cercano a eso que llegaría a experimentar sin
consumirse, porque sus propias emociones también la consumían. La
sensación de su piel erizándose en cada lugar que él la tocaba, o ese suspiro
que salía de sus labios para perderse entre ambos, o la delicadeza con que le
acariciaba el rostro... Todo eso la quemaba, y sentía que moría un poco más
cada vez que la mano de Jason en su cintura apretaba más fuerte, buscando
sentirla cerca. Nunca iba a ser suficiente.
Entonces fue realmente consciente de lo que estaba pasando, y dejó que
continuara. Se abrazó a Jason al igual que una enredadera que llevaba
tiempo creciendo, aferrada a su cuerpo. Cada parte en la que sus pieles se
tocaban le quemaba, como si todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo
solo fueran conscientes de ese punto unido entre ellos. Había sido así desde
el principio.
Las manos de Jason se enredaban en su pelo, bajaban por su espalda,
apretaban su cintura… Cuando se colaron por el doblez de su camiseta,
Lianne sintió que el pecho le iba a estallar.
Quería más de él y, al mismo tiempo, estaba nerviosa como nunca. Se
sentía torpe, aturdida, y no la ayudaba a pensar con claridad el hecho de
que, ahora, los labios de Jason se movían con ternura por la curva sensible
de su cuello. Cada beso era una descarga eléctrica que enviaba una extraña
calidez por su cuerpo, haciéndola temblar. Cerró los ojos, disfrutando de la
sensación.
Se sentía tan suave, tan correcto… Entonces, ¿por qué estaba tan
nerviosa?
—¿Lía? —susurró Jason.
Ella se alejó, apenas unos centímetros, para alcanzar a verlo a los ojos.
Lianne suspiró; tenía unos ojos preciosos.
—¿Sí?
—Hace poco me dijiste que no querías hacer más —le recordó, citando
sus palabras.
—No todavía.
—Vale, no todavía. —Él sonrió, casi contra sus labios—. Y tengo que
preguntarte, solo para que estemos en la misma página… ¿exactamente
hasta dónde quieres llegar?
Lianne no tenía idea. Ni siquiera sabía cómo empezar a responder esa
pregunta sin sentir que su estómago se retorcía. De forma ahogada, casi
soltándolo junto con su aliento, respondió:
—No lo sé.
Jason le sonrió, calmado, como si entendiera justo lo que estaba
pasando por su cabeza, aunque ella misma no tenía idea. La tomó de la
mano y fue a sentarse sobre la cama, invitándola a ir con él. Se veía un poco
acalorado, su respiración estaba agitada y los ojos le brillaban, nublados por
miles de sensaciones que no podía expresar, mas su expresión era el retrato
de la serenidad.
Cuando Lianne no se movió, su sonrisa se vio reemplazada por un gesto
preocupado.
—¿Qué pasa, Lía?
¿Cómo lo decía? Tenía muchas certezas y a la vez muchas dudas. No
sobre él; por supuesto que no.
Decidió soltarlo sin más.
—Es solo que… No estoy lista —susurró.
Jason solo la observó con ojos de cachorro.
—No te estoy pidiendo que lo estés.
Eso lo sabía. Él jamás la había apresurado o presionado para algo. De
hecho, era ella la que se estaba imaginando todo tipo de ideas y, luego,
llegada la práctica, se acobardaba como lo estaba haciendo ahora. Lianne
asintió y avanzó hasta sentarse junto a él, recogiendo las piernas sobre la
cama.
—Nunca he estado con un chico antes —confesó—. Es decir… Hubo
besos y eso, en mi otra vida, pero nunca nada más.
Era la conversación más extraña que iba a tener en sus vidas, pensó.
Pensó, también, que él era la única persona en la faz de la tierra con la
que se sentiría cómoda hablando de algo tan privado. Porque sí, tenía
vergüenza. Mucha. Pero sabía que era necesario que ambos se comunicaran.
—¿En serio?
Jason la miraba con tanta sorpresa, que hasta la misma Lianne se
sorprendió.
—¿Pensabas que sí? —inquirió.
Él frunció el ceño.
—Bueno, asumí que sí —dijo, encogiéndose de hombros—. Eras
mayor, así que pensé que sí y solo no estabas lista para intentarlo conmigo,
lo cual entiendo. Además… No sé, debe ser raro, al fin y al cabo, es una
vida nueva. —Frunció el ceño.
En eso tenía un punto: era rarísimo.
—Era mayor. —Hizo una mueca—. Nunca tuve demasiadas
oportunidades para conocer gente de mi edad. Chicos de mi edad. Te conté
que estudié en casa, así que no había instituto ni compañeros ni amigos.
Además, vivíamos en un lugar apartado del centro, y yo tampoco iba a
fiestas, fuera de las que organizaban en casa en ocasiones especiales, y ahí
solo veía a amigos de mis padres.
—¿Por qué no ibas? A fiestas, quiero decir.
—No lo sé, no me llamaban la atención. Siempre estuve cómoda en
casa, con mi familia, y pensaba que no sería igual si estaba rodeada de
gente que no sabía… Que nunca sabría mi secreto. Supongo que me sentía
un poco fuera de lugar en otros lados.
Jason tomó su mano.
—¿Nunca se lo contaste a alguien?
—No en esa vida.
Tampoco había tenido a nadie a quien contarle, añadió para sí misma
con nostalgia. No obstante, ahora ya no le importaba demasiado. Había sido
una chica solitaria, sí, pero eso había quedado atrás, junto con un montón de
recuerdos que se volvían más borrosos cada día que pasaba.
—Entonces sí estuviste con otros chicos… antes.
Lianne no pudo evitar sonreír ante su expresión. Se veía como un pez
fuera del agua.
—No en una relación.
—¿Por qué no?
Lianne solo se encogió de hombros.
—Conocía a algunos, sí, es solo que nunca me animé a tener nada serio.
No quería estar en una relación llena de mentiras… Un poco como lo que
me pasaba contigo al principio —reconoció, rememorando las lágrimas, el
deseo, el beso…—, y jamás ninguno me gustó lo suficiente como para
pensar en decírselo.
Parecía que a Jason no se le acababan las preguntas. ¿Es que no se había
atrevido a sacar el tema antes?
—Entonces, ¿tú nunca…?
—¿Te has estado guardando esas preguntas todo este tiempo? —
inquirió, divertida, con un dejo de sarcasmo.
Le gustaba cuando Jason se sonrojaba; se veía muy distinto al chico que
era cuando estaba frente a otras personas. Era un Jason que solo ella
conocía.
—No —contestó, rascándose el cuello con la vista baja.
—¿Por qué no me preguntaste antes?
—Supongo que asumí que me lo dirías cuando quisieras hablar del
tema, o cuando estuvieras lista. Y lo hiciste, justo ahora. No quería
presionar y, en realidad, no me importa si has estado con alguien antes, Lía,
solo me importa que ahora quieras estar conmigo. —Jason sonrió, y le
apretó al mano—. No tenemos que hacer nada más y, si sientes que tienes
que darme explicaciones al respecto, no es así. Si me dices que no te sientes
lista, eso me basta.
Lianne sintió que su corazón crecía cuatro tallas con sus palabras.
—¿Y tú? —quiso saber—. ¿Has estado con alguien?
Ahora fue su turno de enrojecer.
—No.
—¿No?
—Nadie.
—¿En serio?
—Mhm.
—Vaya.
Jason medio se carcajeó y medio frunció el ceño.
—Lo mismo que tú, un par de besos y ya.
Lianne suspiró.
—Supongo que yo también asumí muchas cosas.
—¿Por qué?
—Porque te ves… Pues, así. —Lo señaló entero. A ella le parecía
bastante obvio, y estaba muy segura de que, si él nunca había estado con
otra chica, no era por falta de interesadas—. Eres lindo. Más que lindo —
susurró, sintiendo de nuevo la molesta oleada de calor recorrer todo su
cuerpo.
Debía verse como una boba.
—Ah, ¿sí?
—Ajá. Y eres divertido, y guapo… Eso ya lo dije. Y eres sincero, y creo
que cualquier chica se derretiría si le sonríes… Así, justo así como lo estás
haciendo.
Porque Jason la miraba con la sonrisa en los ojos. No cualquier persona
podía expresarse de esa manera, y él tenía algo que hacía que todo su rostro
brillara cuando sonreía. Lianne se derretía por dentro cuando la observaba
de esa forma.
—¿Quieres seguir hablando, o quieres volver a los besos?
—Besos —se apresuró a decir, porque estaba hablando como una niña
enamorada y le parecía que ya había dicho suficiente para avergonzarse
toda la vida—. Cállame, por favor.
Y él lo hizo, claro que lo hizo, tocándola con tanta ternura que ella se
sintió delicada bajo su tacto. Se aferró a él con fuerza, dejó de preocuparse
por cosas que no debería y solo disfrutó el momento y el roce de su piel
contra la de Jason.
35
E M P E Z A R D E N U E VO
2018

P ara la siguiente semana ya volaban los rumores sobre la llegada de


una nueva alumna al instituto. Lo que más parecía intrigar a todo el
mundo era que nadie sabía nada acerca de ella. Will era el único que la
conocía, mas se mantuvo en silencio al respecto, pasando desapercibido.
Lianne y el resto de sus amigos solo sabían lo que él les había dicho: que
era nueva en la ciudad.
No era mucho. Nada, en realidad.
—¿Cómo te fue el viernes? —le preguntó Amanda a Lianne, mientras
se dirigían a su clase de Cálculo de todos los martes—. Ayer no te pude
preguntar.
—¿El viernes? —La mente de Lianne estaba en blanco.
Amanda frunció el ceño.
—¿Qué no fueron a tu antigua casa?
Ah, eso. Sacudió la cabeza con fuerza.
—Estuvo… bien, la verdad.
—¿Sí?
—En algún punto se volvió un poco abrumador —admitió, entrando en
el aula—. La compañía ayudaba, y también saber que no tengo por qué
hacerlo todo en un día. Fuera de eso… Sí, se sintió bien. Me hace sentir que
estoy volviendo a tomar las riendas de mi vida.
Amanda sonrió. Ambas se acomodaron en su mesa habitual, una junto a
la otra, esperando a que iniciara la clase. Todavía faltaban algunos minutos.
—Quizás nosotras también podríamos acompañarte más adelante —
sugirió Amanda—. Si quisieras, claro.
—¡Claro que quiero! No sé por qué no hemos ido antes.
—¿Tal vez porque la vida no parece querer darnos un descanso?
Lianne rio, asintiendo. Sí, le parecía lo más lógico. Le gustaba la idea de
ir también con sus amigas a la casa de sus padres, mostrarles su habitación
y su antiguo piano… Tal vez cuando lo hubiese sacudido un poco. Así
podría crear nuevos recuerdos en ese lugar, y pronto los buenos sustituirían
a los malos.
En eso pensaba cuando sacó su cuaderno de Cálculo de la mochila y un
pequeño papel salió volando desde su interior para aterrizar en el piso.
Una idea fugaz pasó por su cabeza… Pero no, no podía ser.
Se agachó para tomar el papel, sin querer analizarlo demasiado, y todas
sus sospechas se confirmaron cuando desdobló la nota y leyó:

Era la misma letra que el anterior.


Lianne miró a su alrededor, escaneando a sus compañeros de clase.
Ninguno le prestaba atención, ni siquiera Amanda, quien revisaba algo en
su teléfono. Ella ni siquiera sabía sobre las notas. Lucas se lo había
guardado para él, estaba segura, porque sino Amanda ya lo hubiese
mencionado.
Si la vez anterior se sintió molesta, en esta ocasión no supo cómo
sentirse.
No tuvo tiempo de hacer nada más, porque la clase inició. Lianne no
prestó atención en toda la hora.
La siguiente ocasión que vio a Jason, comenzó su discurso con:
—Hay algo que no te he dicho. —Jason la miró, como queriendo decirle
«otra vez no». Ella se apresuró a aclarar—. No es que no haya querido, es
que… lo olvidé.
No era mentira. La tarde que recibió la primera nota se molestó, sí, mas
no tardó en descartarlo como una tontería, una broma pesada, y luego su
mente viajó a otros lugares. Cuando se juntó con Jason para ir a comer y él
empezó a hacerla reír, contándole sobre la práctica de ese día, la nota ya no
rondaba por su cabeza.
Buscó el papel en su mochila y se lo entregó.
—Recibí otra hace una semana, pero no era como esta. Era… un
comentario insidioso sobre mi adopción. —Suspiró, encogiéndose de
hombros—. No lo pensé mucho, y luego lo borré de mi cerebro.
—Lía… —comenzó Jason, mirándola serio—. Esto no… No podría
venir de cualquier persona. ¿Alguien más sabe…?
—No.
—¿Reconoces la letra?
—No. ¿Y tú? —inquirió ella—. Conoces a más personas que yo aquí.
Jason lo pensó un segundo, negando.
—No, nunca la había visto.
Lianne suspiró. Después de haber pensado en ello durante toda la clase
de Cálculo, aún no sabía cómo sentirse al respecto. ¿Debería sentirse
amenazada, asustada o intimidada porque alguien supiera la verdad? ¿Qué
tanto sabrían en realidad?
—Podrían estar jugando conmigo —propuso, acercándose un poco más
a Jason en el asiento—. Quizás no saben nada y solo tratan alterarme. Es
imposible que alguien, aparte de nosotros cinco lo sepa.
Jason, aunque no muy convencido, asintió.
—Tal vez… Tal vez.
Como no volvió a recibir otra nota, al final ambos se olvidaron del
tema.
Unas semanas más tarde, en casa con Thomas y Dianna, esperaban la visita
de Sebastian Raven junto a su prometida.
Lianne estaba nerviosa y no sabía por qué. No sabía si era porque
Isabelle era la primera persona adulta que no poseía poderes y que conocía
su secreto, y eso le inquietaba, o porque ella era alguien importante para su
tío. Si lo pensaba... ¿Qué tanto conocía a Sebastian? Casi nada, la verdad,
así que lógicamente no debería darle tanta importancia. Tal vez era el
mismo nerviosismo de Thomas y Dianna que se pegaba a ella como un
chicle, o también podía ser su propio deseo de establecer conexiones con lo
que quedaba de su familia.
Fuera como fuera, deseaba conocer a Isabelle y también relacionarse
con Sebastian de mejor manera. Confiaba en él; la había ayudado en todo
cuanto podía. Desde que lo encontró en la antigua mansión Raven, siempre
estuvo dispuesto a escucharla y acompañarla. Pero más allá de eso, quería
conocer a la persona que era en los pequeños momentos, cuando nadie
miraba, aquella que había quedado escondida bajo capas de miedo e
incertidumbre. Pensó que le gustaría saber acerca de su infancia y de los
momentos que había compartido con su padre de niños.
—¡Lía! —le gritó Thomas desde la planta inferior—. ¡Ya están aquí!
Lianne asintió para sí. Alisó su ropa en un gesto inconsciente que había
adquirido, y se acercó a la escalera. Como una niña, espió por la ventana
que miraba hacia el jardín. Vio la Ford gris de Sebastian entrar en el recinto
por el camino de piedras y estacionarse junto a la entrada.
Corrió al primer piso; los Grace ya estaban fuera. Lianne se unió a ellos
para recibir a los visitantes, apreciando que el sol brillaba ese día y el aire
era lo suficientemente cálido como para poder disfrutar de un almuerzo en
el jardín. Sebastian les sonrió desde el auto y, bajando del asiento del
copiloto, apareció Isabelle.
Lo primero que pensó fue que lucía tímida, precavida, como si estuviera
entrando en territorio enemigo. Después, Sebastian tomó su mano y parte de
esa inseguridad desapareció, reemplazada por una luz en sus ojos tan
evidente que Lianne no entendía cómo no la vio desde el principio.
Isabelle levantó la cabeza y avanzó junto a su prometido hacia ellos. Su
cabello era rizado, muy rizado y hermoso, largo hasta su pecho y un tanto
alborotado. Su piel era del color del chocolate, y sus ojos tenían un hermoso
tono a medio camino entre el avellana y la miel.
Dianna, siempre la más sociable de todos, se adelantó hacia ellos y
envolvió a Isabelle en un abrazo que la dejó perpleja al principio y luego la
hizo sonreír. Le devolvió el abrazo mientras se susurraban saludos al oído.
Dianna siempre sabía cómo hacer eso, cómo lograr que la gente se
olvidara de sus nervios o aprensiones y sonriera.
Lianne se adelantó.
—Hola, Isabelle. —Imitó a Dianna y la abrazó, sintiendo un aroma
fresco como la brisa marina emanando de su cabello—. Soy Lianne.
—Ella es mi sobrina —aclaró Sebastian—. La hija mayor de Daniel.
Lianne tuvo medio segundo para forzarse a no descomponer el rostro,
porque las palabras de Sebastian la llevaron de golpe a recordar la sonrisa
de su hermana, y cómo esa sonrisa se había transformado en una mueca de
miedo y dolor en la que se había quedado congelada.
Sacudió la cabeza, deseando que las imágenes desaparecieran. Y sonrió.
—Me han hablado mucho de ti, Lianne. ¿O prefieres Lía?
—Cualquiera está bien por mí.
Ahora, Thomas estaba saludando a la visitante y, antes de darse cuenta,
Lianne tuvo que sacudir la cabeza una vez más para escuchar lo que Dianna
le estaba diciendo.
—Lía, ¿le mostrarías a Isabelle dónde dejar sus cosas adentro? La
comida está casi lista.
—Sí, por supuesto.
Le sonrió a Isabelle, enseñándole el camino de piedritas que llevaba a la
entrada.
—Esta casa es un sueño —comentó ella.
—Eso es lo mismo que pensé yo cuando vine a vivir aquí.
—Eso fue hace unos meses, ¿no? —Lianne asintió.
—En septiembre.
—¿Te gusta aquí, vivir con Thomas y Dianna?
Llegaron a la entrada principal y Lianne abrió la puerta para dejar pasar
a Isabelle.
—Sí. Ha sido difícil, pero no me imagino en otro lugar. Por cierto,
puedes dejar por aquí tu abrigo. —Le mostró una serie de ganchos tras la
puerta, donde estaba colgada una de sus bufandas—. Y tu bolso, si quieres,
puede ir en el mueble de allá, para que estés más cómoda.
—Gracias, Lía.
Lianne observó a Isabelle dejar su enorme bolso negro en la mesita del
pasillo, y se preguntó con curiosidad cuántas cosas debía llevar ahí dentro.
Mientras la mujer se quitaba el abrigo y los guantes, Lianne preguntó:
—Así que… ¿Sabes todo sobre nosotros? —Isabelle asintió, lanzando
una mirada fugaz hacia el jardín, donde estaban los demás—. ¿Puedo
preguntar cómo reaccionaste?
No quería ser entrometida, mas se sentía genuinamente curiosa al
respecto. Encogiéndose de hombros, Isabelle le contestó:
—Le creí.
—¿De inmediato? —No pudo ocultar su sorpresa.
—Sin dudarlo.
—¿Por qué? —El asombro era notorio en su voz. Carraspeó y decidió
contarle algo de sí misma—. Me sorprende, porque las personas a las que se
lo he confesado, no me han creído al principio. O han reaccionado…
terrible. —Pensó en Lucas.
Isabelle pareció considerarlo un segundo, como si ni ella misma se lo
hubiese cuestionado.
—Porque lo amo. —Su respuesta era tan simple, tan honesta… Con
esas palabras, Isabelle viajó por sus recuerdos—. Todo ese tiempo luego de
que se alejó de mí, yo sabía que no era porque no me amara, ni porque
deseara irse. Estaba tan segura de ello…
—¿Nunca dudaste?
—Jamás. Podrías pensar que fui una tonta —rio entonces—, pero creo
que ha valido la pena la espera, ¿no?
Lianne no podía estar más de acuerdo. Sin decir nada más, ambas
volvieron al jardín y caminaron hacia la mesa que habían preparado para
comer.
—¿Te ha mostrado? —Quiso saber. Se refería al fuego.
—Sí —susurró la mujer—. Es impresionante. Y él me dice que tú tienes
dones más increíbles todavía.
Lianne enrojeció con violencia. Esperaba que Sebastian no lo hubiese
dicho exactamente así.
—Yo…
Quizás Isabelle notó que ese tema la incomodaba, porque la interrumpió
con una sonrisa.
—No tenemos que hablar de eso si no quieres. Por qué no mejor me
cuentas… ¿El piano que vi adentro es tuyo, Lía?
«Gracias», pensó ella.
—Sí. Fue un regalo de cumpleaños de parte de los Grace. Le había
mencionado a Thomas que me gustaba y… me dieron esto. Intento tocar un
poco todos los días, para no perder la práctica, aunque con los estudios y
demás…
—Me encantaría escucharte más tarde, si te animas. Yo también tocaba
cuando tenía tu edad —comentó—, pero luego lo dejé.
Como hablaban mientras caminaban, pronto Sebastian quedó al alcance
de su conversación, de modo que se insertó en la charla con un:
—A mí también me gustaría mucho escucharte.
Lianne enrojeció. Asintió de todos modos, porque el piano era algo que
compartía con su madre, y su madre era algo que deseaba compartir con
ellos.
Vio por el rabillo del ojo que Isabelle alcanzaba a los Grace unos metros
más allá y, entre los tres, terminaron de arreglar la mesa para almorzar.
—Te traje algo, Lía. —La voz de Sebastian llamó su atención. El
hombre sacó de su bolso algo que Lianne no pudo ver al inicio, sin
embargo, se sintió emocionada como una niña ante un regalo—. Pensé que
te gustaría ver esto. Tómalo con cuidado, es igual de viejo que yo —rio él.
Entonces Lianne vio la encuadernación antigua, la tapa forrada en
cuero. Primero, pensó que era un diario. ¿Sería suyo? ¿De…? ¿De su
padre?
Lo tomó con los ojos muy abiertos, poniendo el libro en su regazo.
Abrió la primera página, esperando ver letras dentro y, en su lugar, encontró
una fotografía.
Un sonido ahogado escapó de su garganta. Miró a Sebastian, sin
comprender, mas él solo asintió hacia el libro. Lianne volvió a observarlo,
tocando los bordes de la imagen con los dedos de forma suave, con miedo a
que se desintegrara bajo su tacto.
La foto estaba impresa en tonos sepia y mostraba a dos niños rubios
parados el uno junto al otro frente a un enorme rosal. Uno de ellos era un
poco más alto que el otro, quizás algunos años mayor también. Lianne lo
sabía, lo entendió en el momento en que la vio, pero no se atrevía a
afirmarlo en voz alta.
—¿Este es…?
—Es él —confirmó Sebastian—. Nosotros, de niños. Teníamos cinco y
ocho años en esa foto.
Lianne no podía despegar la vista de aquellos niños, pensando en
cuántos años la separarían de ellos, cuántas vidas.
—No… No sé qué decir —confesó. No sabía cómo sentirse tampoco.
—Mira la siguiente —la animó él. Hizo lo que le decía; pasó la página.
En la siguiente foto salía una mujer con un niño en brazos y otro un poco
más grande de pie, a su lado—. Es nuestra madre. Su nombre era Leah.
—Era preciosa
Sebastian sonrió.
—Sí, lo era. —Su voz sonaba perdida, como si ya no estuviese ahí con
ella, sino en un tiempo y espacio diferentes. Lianne miró a Leah, una abuela
que nunca tuvo oportunidad de conocer. Se parecía más a Sebastian que a
su padre, pero como la fotografía se veía amarilla, no podía distinguir bien
el color de sus ojos o de su cabello—. Traje esto porque quería compartirlo
contigo —le dijo Sebastian, sin presionarla—, contarte sobre nuestra
infancia, sobre mis recuerdos de nosotros.
Lianne despegó la vista de la fotografía para fijarla en él, en su tío. No
quería delatar el nudo que se había formado en su garganta.
—Yo también tengo algunas. Traje varias desde la casa de mis padres;
he estado yendo a… poner algunas cosas en orden. —Si creyó que
Sebastian la juzgaría por ello, estaba equivocada. El hombre solo asintió—.
No sé si ya las habrás visto…
—Me encantaría que me las mostraras.
Lianne sonrió.
—Vuelvo enseguida.
Se levantó como un resorte y fue a su habitación para coger la cajita
donde guardaba todo aquello que deseaba recordar para siempre. No estaba
segura de si Sebastian le pidió que se las mostrara solo para compartir con
ella o si realmente nunca había visto el álbum de fotos familiares que
guardaba su madre. De cualquier modo, ella siempre estaba feliz de verlas.
Lianne descendió las escaleras con las fotografías en la mano, ansiosa
por mostrarlas y continuar viendo las que Sebastian había traído. Anhelaba
saber cómo fue la vida de ambos durante los años en que estuvieron
separados, alejados para protegerse el uno al otro. ¿Habrían deseado
eliminar la distancia cada día? ¿A quién conoció Sebastian en sus viajes?
¿Qué hacía en los momentos donde la nostalgia lo embargaba?
Tenía tantas preguntas y no creía que un solo día bastara para
responderlas.
Estaba a punto de poner un pie en el piso inferior cuando las voces la
detuvieron. Eran murmullos innecesarios, en realidad, pues de inmediato le
quedó claro a Lianne que Thomas y Sebastian eran los únicos presentes en
la habitación.
—¿Qué te ha parecido Isabelle? —preguntaba Sebastian.
Su tono era expectante, y Lianne casi pensó en que esa sería la forma en
que ella misma trataría de averiguar la opinión de su familia acerca de
Jason, llena de ansias y deseos de escuchar que lo aprobaban, que les
gustaba para ella.
—Es increíble, mereces a una mujer como ella. No sabes cuánto me
alegro por ti, y no puedo creer que nunca me hayas dicho que conociste a
alguien.
Pareció como si Thomas se hubiese arrepentido de sus palabras en
cuanto las pronunció.
—Supongo que entiendes por qué no lo hice —recalcó su tío, despacio
—. Después de todo lo que pasó, lo que me hicieron creer…
—Sebastian…
—No tienes que explicarte de nuevo, Tom. Lo entiendo. Hicieron lo que
tenían que hacer, yo hice lo mismo. No podía dejar que nada le sucediera.
—¿Fue difícil alejarte?
—Lo más duro que he hecho en mi vida. Pero era lo correcto.
—Lo siento.
—Ya te dije que…
—No, no —pidió Thomas. Lianne apenas respiraba, con la espalda
pegada a la pared—. No es eso. Yo… —suspiró—. ¿Puedo ser
completamente sincero? —Lianne supuso que Sebastian asintió, porque
Thomas siguió hablando—. Si me disculpara por mentirte, sería una
mentira en sí. Tal como dijiste tú: era lo que tenía que hacer. No se trataba
solo de mi vida o de la tuya, sino que la de Dianna, de Lía… No siento eso,
pero sí siento no haberte dado la confianza para que dudaras. Siento que
algo en mí, en nosotros, haya hecho tan fácil creer que te traicionábamos.
Hubo silencio por un momento; Lianne tenía miedo de que los latidos
de su corazón la delataran. Ni siquiera entendía bien por qué estaba
escondida ahí, como escuchando algo prohibido. No, no era eso lo que la
tenía clavada en su sitio, sino el profundo deseo de no interrumpir ese
momento: ellos lo necesitaban.
Al fin, Sebastian habló:
—Eso fue culpa mía también. Estaba enojado, acababa de perder a mi
hermano, a una familia que nunca pude disfrutar. Estaba dolido y propenso
a creer lo peor de cualquiera. Quería un culpable y tú me lo diste.
—Mi padre…
—Era más fácil odiarte a ti que a un fantasma. Pero nunca serás él,
Thomas.
Thomas no dijo nada, aunque Lianne no necesitó ni escucharlo ni verlo
para saber que sus ojos brillaban, y que por su mente pasaban todos esos
años de miedo y paranoia, y antes incluso, cuando lo criaron para odiar en
vez de para amar. Por más tiempo que pasara, esa era una herida que jamás
podría borrarse.
Antes de que hablaran de nuevo, Dianna llamó a su esposo desde fuera.
Sebastian rio.
—Deberías ir.
No supo si Thomas asintió antes de salir o si se miraron, diciendo
palabras con los ojos. Asumía que sí.
Cuando Thomas salió de la casa, Lianne asomó la cabeza por la pared
de la escalera. Despacio, mostrando primero los ojos.
Sebastian estaba observándola con una sonrisa que le contagió de
inmediato. No era de alegría, precisamente, sino una cargada de recuerdos.
—Me parece que nos conocimos en circunstancias similares.
Lianne sacó el cuerpo de detrás de la pared y terminó de bajar al primer
piso.
—Los viejos hábitos nunca cambian.
—Han cambiado muchas cosas más desde entonces.
—Sí —afirmó con pena—, y otras siguen iguales. Creo que eso es lo
que importa.
Sebastian ensanchó un poco su sonrisa y alcanzó a Lianne para
estrecharla con un brazo. Se sentía tan familiar y ajeno a la vez, como si
fuese su padre y no lo fuese al mismo tiempo.
—Claro que sí. —Sebastian suspiró y soltó a Lianne, caminando hacia
la puerta—. Ya deberíamos volver.
—¿Sebastian?
—¿Sí?
—Papá estaría orgulloso de nosotros, ¿no crees?
Él se detuvo en seco, como si fuese el mismo espíritu del hermano que
ya no estaba, del padre y amigo que había sido, y lo jalara de vuelta,
tratando de unirlos en su ausencia. Y no le fue difícil imaginárselo ahí, entre
ambos, sonriendo por todo lo que habían conseguido.
Lianne pensó que, donde sea que estuviese su familia, esperaba que
pudiesen verla en ese momento.
—Así es, pequeña.
36
A L G U I E N D E L PA S A D O
2018

S i a Lianne le hubieran dicho que, más temprano que tarde, estaría


reunida con nuevos amigos en el hogar de su familia, se habría
reído. Claro que ya no era el hogar de su familia, era solo suyo. Y era más
una «casa» que un «hogar»; ese ahora estaba en otra parte.
—Esta casa es preciosa, Lía —comentó Amanda al entrar—. Quiero
recorrerlo todo.
Jason ya estaba ahí con ellas, ocupado en la cocina; Lianne había
desempolvado la caja con la parrilla eléctrica de sus padres, y él la estaba
utilizando para cocinar unas hamburguesas.
Lucas llegaría junto con Maya y Will en cualquier momento y, aunque
Lianne sabía que su otra amiga también querría la visita guiada, le dijo a
Amanda:
—Ven conmigo. —Tomó el abrigo y el bolso de la chica y los dejó en el
muble del recibidor de camino a la escalera—. Empecemos por arriba y
luego bajamos, ¿te parece? —La chica asintió con la cabeza—. No puedo
creer que nunca les haya mostrado este lugar. Tampoco es que haya venido
tantas veces, pero…
—No pasa nada, Lía. Estoy feliz de estar aquí ahora.
Lianne no pudo menos que sonreír y le presentó a Amanda el lugar
donde, en algún momento, creyó que pasaría el resto de su vida. Le mostró
el descansillo en el piso superior y la repisa con los libros que había leído;
le enseñó la habitación de su hermana, presentándole a Sarah a través de las
pertenencias que se habían quedado atrás y que en su mayoría seguían
intactas.
—Creo que ella es la más difícil de dejar atrás —le comentó, mirando
una de las fotografías en la pared—. Jason y yo limpiamos bastante de
todos los cuartos, pero este… No sé qué hacer con él.
—Ya lo averiguarás.
Lianne asintió sin decir que, tal vez, todo se debía a que parte de ella
que sentía que le había fallado a su hermana pequeña cuando más la
necesitaba, y tenía que hacer las paces con eso.
Hicieron el recorrido por el resto de las habitaciones mientras Lianne le
contaba a Amanda uno que otro recuerdo que se le venía a la cabeza al
pasear. Acababan de bajar cuando escucharon el timbre de la entrada.
Maya, Lucas y Will entraron en la casa, asombrados por conocer una
parte de su vida que ninguno pensó ver. Ni siquiera hizo falta que Maya lo
dijera: una mirada bastó y Amanda las acompañó a hacer de vuelta el
recorrido. Lianne pensó que, quizás, más tarde podría enseñarles el bosque
que había sido su final y su comienzo, su refugio y su infierno.
Eso sería más tarde. Ahora, solo deseaba disfrutar de un buen rato con
sus amigos.
Observó desde el sillón cómo Jason y Lucas se peleaban con la parrilla,
y Will reía al tiempo terminaba de preparar los aderezos para la comida.
—Me gusta cuando ellos cocinan y yo puedo solo observar y criticar —
comentó Maya con una risa.
—Nos dimos cuenta —dijo Lianne, al mismo tiempo que Lucas gritaba:
—¡Tú no lo harías mejor que nosotros!
—Puedo apostarte lo que quieras a que sí.
Lucas no quiso tomar la apuesta, y Maya decidió considerar ese hecho
como una victoria implícita.
Lianne dejó que su mirada se desviara hacia Jason, de donde ya no fue
capaz de despegarla. Lo observó con una sonrisa en la cara, recordando
todo lo que habían vivido en poco tiempo e imaginando las miles de
aventuras que, de seguro, estaban por venir. Lianne se preguntó cómo era
que nunca antes había estado enamorada y, aun así, sabía exactamente cómo
se sentía.
Él jamás se dio cuenta de la mirada posada sobre él.
Media hora más tarde, estaban todos comiendo, sentados en el piso de la
sala en lugar de las sillas, alrededor de la mesita de café. Reían por algo que
Amanda había dicho... ¿O había sido Will? Lo cierto era que ya llevaban
tanto tiempo carcajeándose, que una broma se mezclaba con otra, y no tenía
idea de quién había dicho qué. Lianne solo sabía que ya le dolía el
estómago.
—Will —dijo Lucas. En realidad, casi lo gritó, como si de pronto se
hubiese acordado de algo importantísimo que había olvidado—. ¿No es
mañana que llega tu novia al colegio?
—¡¿Mañana?! No es posible —declaró Maya—. Dijiste que llegaba
en… —entonces cayó en la cuenta—. Oh.
—Sí, oh —se burló Will.
—¿Cómo es que ha pasado tan rápido el tiempo? —se quejó la rubia,
llevándose las manos a la cara—. Entonces… ¿mañana?
—Ajá —confirmó Will, mordiendo su tercer sándwich—. De hecho,
pensaba que quizás podríamos ir a comer después de clases. Para que se
conozcan.
—Suena genial —asintió Jason.
—Claro —dijo Amanda.
Así lo acordaron todos, y hablaron del tema un poco más, antes de pasar
al siguiente.

—Maya, deja de mover el pie, me estás dando ansiedad —dijo Amanda la


mañana siguiente, el lunes, cuando estaban todos reunidos en la entrada
para esperar a Will y a su novia.
—¡Lo siento! Estoy nerviosa, ¡es que es la novia de Will! —chilló,
como si ya no supieran cuál era el motivo que los convocaba—. Lo conozco
desde que era un tartamudo pequeño y mocoso, y ahora tiene novia.
—Sí, cómo crecen —se burló Lucas.
Maya rodó los ojos, sin decir nada.
Lianne evitó la mirada de Amanda o de Jason, porque sabía que, si los
veía, se echaría a reír sin poder controlarlo.
El nerviosismo de Maya era contagioso, de modo que Lianne decidió
distraerla hablando de otra cosa, con la secreta esperanza que se dejara de
golpear el suelo con la pierna izquierda, porque el sonido los estaba
volviendo locos a todos.
—¿Hiciste la tarea de química?
—Por supuesto, ¿con quién crees que estás hablando?
—Es que me falta la última pregunta —mintió.
—¿Quieres ver mi respuesta? —Lianne asintió.
Maya estaba rebuscando dentro de su mochila por su cuaderno cuando,
por supuesto, Will hizo su aparición. Llegó por detrás de ellos, y la rubia
apenas alcanzó a darse la vuelta cuando él ya estaba hablando.
—Estos son mis amigos —le decía a alguien más en un tono de
emoción y de vergüenza—. Lucas, Jason, Amanda, Lía y Maya. —Esta
última dejó de lado su bolso y levantó la vista con una sonrisa. Se acercó a
saludar a los recién llegados, y Lianne vio que abrazaba a una chica de
cabello negro, cuyo rostro quedaba oculto entre sus ondas rubias
despeinadas—. Ella es Livy, mi novia.
Maya se alejó lo suficiente para que Lianne pudiese ver el rostro de la
muchacha.
El corazón se le fue al suelo. De todas las personas en la faz de la
tierra… A quien tenía en frente, sosteniendo la mano de su amigo y
mirándola con sorna, era a la maldita Olivia.
37
E LI Z A B E T H G R E E N B R I A R
1885

—T endremos un baile la semana que viene —anunció Alisson


Lacroix en cuanto Xander se presentó en su hogar—. Tienes
que venir, Xander. No puedes perdértelo.
Julien rio ante la sutileza de su esposa, que apenas había dejado que
Xander entrara cuando le lanzó las noticias.
—Déjalo que respire, Alisson. El pobre chico ni siquiera se ha quitado
el abrigo, por el amor de Dios.
Xander soltó una risa pequeña, bajando la mirada para que Alisson no
se topara de lleno con sus mejillas coloradas cuando fue a recibirle el
abrigo.
—Oh, tendrás que perdonar mi entusiasmo, Xander. Hace años no
organizamos un baile, ¿no es así, cariño?
—Bastante tiempo, sí.
—Pero han asistido a muchos —comentó Xander, recordando las
ocasiones durante los últimos tres años desde que los Lacroix se mudaron a
la aldea. Incluso él había ido a eventos con ellos.
Alisson sonrió con picardía. En voz baja, le confesó:
—Ninguno tan bueno como los nuestros.
Le guiñó un ojo antes de retirarse hacia la sala, donde Julien la recibió
con una sonrisa, sentado en el sofá con el periódico entre las manos,
ojeándolo sin prestar atención. Xander la siguió, acomodándose en uno de
los sillones cerca de su empleador.
—¿Hay algún motivo especial para el baile?
—¿Debería haberlo? —rio Alisson, pero su expresión se tornó seria una
vez que su risa se extinguió—. Me imagino que ya escuchaste acerca de la
llegada de la sobrina de Eloise Greenbriar a nuestra pequeña aldea.
Eloise Greenbriar.
Por supuesto que sabía de ella, así como todos los habitantes de ese
maldito pueblo. Eloise era una mujer de familia acomodada, de la clase alta
de la aldea, aunque no tanto como los Lacroix —ni siquiera como su propia
familia—. Por lo que sabía, ella conoció a un hombre en la ciudad vecina,
se casaron y ambos se mudaron, sin embargo, ella quedó viuda pocos años
más tarde y volvió a vivir a la casa de su familia. No había vuelto a casarse
desde entonces, y de eso hacía unos… ¿seis años? ¿Cinco? No estaba
seguro.
—Sí, eso escuché —murmuró, rogando porque su expresión no se
agriara al igual que su humor al recordar su pequeño encuentro con
Elizabeth Greenbriar.
No conectó los puntos en su momento. No pensó en Eloise, sola en esa
casa, ni tampoco en su apellido. Había perdido la cabeza como un idiota
mirando aquellos ojos miel, tratando de descifrar lo que se ocultaba tras
ellos, que no analizó nada más.
No había vuelto a pensar en ella desde ese día hacía casi una semana,
pero los rumores se esparcían rápido en un pueblo pequeño lleno de gente
aburrida. Todos hablaban de la muchacha que viajó desde la ciudad para
cuidar de su tía enferma, viuda y rica. Y cuando su nombre resonaba en
cada esquina, era imposible no recordarla.
—Es joven y muy bella —prosiguió Alisson. Eso él ya lo sabía—. Y le
prometimos a su tía que organizaríamos este baile en su honor.
Xander parpadeó.
Julien debió notar su confusión, pues procedió a explicar:
—Hemos sido amigos de los Greenbriar por muchos años, tanto de
Eloise como de su hermano, Edward. En circunstancias normales, sería ella
misma la que organizaría el evento en su hogar para presentar a Elizabeth a
la sociedad. Su salud delicada se lo impide, de modo que lo haremos
nosotros.
—Oh. —Fue todo lo que Xander pudo decir.
—Así que… Debes venir —concluyó Alisson. Luego, lo miró con
sugerencia y agregó—. Ella tiene tu edad, creo que es solo un año menor.
—¿Y? —preguntó él, fingiendo que no sabía cuál era su intención.
—No importa. —Alisson sacudió la tensión del ambiente como si fuera
polvo sobre su mueble favorito—. ¿Vendrás, cierto?
No podía decirle que no a Alisson.

El baile era un desastre.


No, eso no era cierto. El baile era maravilloso, perfecto en cada detalle,
como todo lo que hacía Alisson Lacroix.
Era él el desastre, y lo había sido desde que Julien le pidió su
aprobación para invitar al resto de su familia a aquel ridículo evento.
«Sabes que los quiero aquí tanto como tú, pero conoces la influencia y el
alcance que tiene tu padre», le dijo un par de días atrás.
La respuesta de Xander fue un murmullo amargo: «no podemos
arriesgarnos a que haga algo para hundir el negocio. No me gustaría que te
taiga problemas».
No quiso darle más vueltas. No le daría a su padre la oportunidad ni la
satisfacción de destruir con rumores y susurros todo lo que Julien había
construido. Asintió, y continuó asintiendo, taciturno, por más rato del que
hubiese pretendido.
«Si te opones, Xander, él no vendrá —le recordó Julien. Xander lo
sabía. Claro que lo sabía—. Ninguno de ellos. Se quedarán esperando la
invitación, y ya veremos cómo nos arreglamos después».
No fue capaz de aceptar esa oferta, por más que lo deseaba. En contra
todos sus instintos de supervivencia y sus ganas de dejar de lado su
apellido, hizo su aparición en el baile junto a su familia de sangre, como un
invitado más. Por supuesto, todos ahí sabían del malestar que había entre
Daniel Raven y él, por llamarlo de alguna manera. Sin embargo, en los
últimos años había logrado reparar su reputación dañada gracias a las
habladurías de su padre.
El tumulto de gente se acercó a ellos al llegar, alabando el vestido de su
madre, felicitando a su hermano por quién sabía qué, o adulando a su padre;
personas desesperadas por ser recordadas por él.
Qué desperdicio.
Xander se alejó de ellos apenas pudo: fue como si se volviera invisible
en cuanto salió del aura de su familia. Bien, porque deseaba con urgencia
un trago. No pensaba emborracharse; no le haría eso a Allison ni a Julien,
pero sí creía que un par de vasos de whiskey harían de la velada un poco
más soportable.
Estaba en eso, estirando todo cuanto podía el último sorbo de su
segundo —y último— vaso, cuando un murmullo recorrió la habitación y se
alzó por sobre la música, que seguía sonando bajo los susurros y las
exclamaciones.
Xander siguió la mirada de los demás hacia la puerta. Hacia ella,
vestida de blanco.
Se veía incluso más hermosa de lo que Xander la recordaba. Su cabello
era un poco más oscuro bajo las luces artificiales, sin el sol para resaltar los
destellos de rojo y dorado. Estaba lejos, al otro lado del salón, por lo que
Xander no alcanzaba a distinguir el color de sus ojos. Mejor.
Entró tomada del brazo de Julien a falta de su tía. Elizabeth parecía
encajar con Julien Lacroix de una forma en que Xander solo desearía: como
si fuera su propia hija.
Xander decidió desviar la vista antes de que ella mirase en su dirección.
Cobarde.
Todos los presentes se acercaron a Elizabeth como polillas a la luz,
atraídos hacia la magnética muchacha. Xander no quería pensar en ella, por
más que fuese el motivo de la celebración. Un pinchazo doloroso de
resentimiento todavía ardía en su interior cuando recordaba sus palabras.
«¿Qué clase de persona no ama a su propia sangre?». Lo había dicho como
si fuese la más miserable escoria.
Decidió olvidarlo, dedicándose a conversar con uno de los socios y
amigos de Julien, a quien encontró a su lado. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?
¿Habría presenciado cómo ahogaba sus penas en el vaso que tenía en la
mano? De pronto, sintió repulsión por él y lo dejó a un lado con ese último
sorbo aún intacto.
Hablaron de temas que Xander más tarde olvidaría, enterrándolos en la
pila de cosas poco importantes. No obstante, en ese minuto, se sumergió de
lleno en la conversación, con la mejor sonrisa que podía fabricar, y que se
vio disminuida cuando la voz de su madre lo interrumpió:
—Buenas noches —saludó—. ¿Podré robarme a mi hijo unos minutos?
—El hombre asintió, grácil, despidiéndose de Xander con ese mismo gesto.
Su madre se dirigió a él—. Vamos a presentarnos con la invitada de honor,
cariño.
«Ya la conozco». «¿Tengo opción?». «No estoy interesado». «Desearía
que no hubiesen venido». En lugar de cualquiera de esas respuestas, apretó
los labios en una línea fina y siguió a su madre entre la multitud.
Daniel y Oliver se unieron a ellos en algún punto. Su hermano parecía
un maldito pavo real, pavoneándose a través del salón con la espalda
erguida y aquella maldita sonrisa con la que esperaba impresionar a
Elizabeth. A Xander no le importaba lo que ella pensara, ni de él ni de su
familia, pero…
Daniel le lanzó una mirada gélida, de advertencia. No supo exactamente
qué le advertía, mas apartó la vista.
En el momento en que lograron abrirse paso, en cuanto hubo espacio
suficiente para que los cuatro se plantaran frente a Elizabeth Greenbriar, los
ojos de ella cayeron en él, reconociéndolo y asimilándolo. Recordando, sin
duda, lo horrible que él había sido cuando se conocieron y la forma en que
la había dejado sola luego de llegar al corazón de la aldea. Sus ojos, más
verdes que dorados, se endurecieron y se apartaron de los suyos.
La sonrisa volvió al rostro de la joven mientras escrutaba a su familia.
—Señorita Greenbriar —la saludó Daniel. Cortés, amable, hipócrita—.
Mi nombre es Daniel Raven; esta es mi esposa, Layla… —Su madre se
acercó a Elizabeth para besar sus mejillas, sonriendo—. Y mi hijo, Oliver.
Julien, que todavía estaba parado cerca de Elizabeth, hizo una mueca
que demostraba de todo, menos alegría.
—¿No se te olvida alguien?
Para horror de Xander, la mirada de su padre se posó en él.
No iba a darle tiempo de hablar, de humillarlo, así que aclaró su
garganta y dio un paso adelante, ofreciendo su mano.
—Xander Raven. —Para sorpresa de Xander, Elizabeth le tomó la
mano, observándolo con una mezcla de curiosidad y desafío, retándolo.
Casi hizo que él se atragantara, mas no titubeó al besar su mano enguantada
—. Encantado de conocerla.
—Lo mismo digo, señor Raven —murmuró ella, haciendo una pequeña
cortesía, sin despegar sus miradas.
Ahora, de cerca, Xander se dio cuenta de que su vestido no era blanco,
sino del más claro de los rosas.
—No se me puede culpar por presentar al único hijo que vale la pena
conocer.
A Xander le sorprendió el comentario; no por lo que decía, sino porque
no esperaba que su padre hablase de esa forma en presencia de Julien.
Entonces se dio cuenta: él no estaba escuchando, pues había sido atraído
hacia otra multitud que demandaba su atención.
Xander, por primera vez en su vida, se sintió indiferente.
—Disculpe. —Se lo dijo a Elizabeth, pero su mirada seguía clavada en
Julian, unos metros más allá.
Xander se alejó para encontrar a su mentor, una compañía mucho más
deseada, y ni siquiera volteó para ver la expresión contrariada y molesta de
Elizabeth.
—¿Por qué diría eso? —interrogó a Daniel.
Este solo rio.
—Espero que no llegues a darte cuenta, querida.
Como siempre, Layla no habló en defensa de su hijo. En cambio, con
una expresión radiante, dijo:
—No te entretendremos más. De seguro muchos aquí mueren por
saludarte. ¡Ten una preciosa noche!
Daniel murmuró también una despedida antes de alejarse y dejar de
acaparar la atención de la chica. Oliver, por su parte, se quedó atrás.
—Debes disculpar a mi hermano. —Fue lo primero que dijo,
acercándose a ella como si estuviesen compartiendo un secreto.
Elizabeth frunció el ceño.
—¿Por qué? No ha hecho nada malo. —Él no sabía lo que había
ocurrido en el bosque, no podía, así que no había forma de que se estuviese
refiriendo a eso.
Oliver suspiró.
—Él es… —comenzó, entonces se detuvo, pensándolo mejor—. No, no
desperdiciemos nuestro tiempo hablando sobre él.
Desperdiciar. El término pareció resonar como una campana dentro de
la mente de Elizabeth. Ella no conocía Xander Raven, no más de lo que
habían conversado durante esos pocos minutos en el bosque, sin embargo,
le pareció amable y sincero. La había ayudado sin conocerla y, aun cuando
ella se lo había pagado con palabras crueles, hiriendo sus sentimientos, él se
aseguró de que llegase a casa sana y salva, y de que alguien pudiese buscar
su carruaje.
Por más que lo dicho ese día la desconcertaba, no pensaba que el señor
Raven fuese alguien a quien llamar «desperdicio».
—Yo pensé que hablar sobre su familia lo llenaría de orgullo —tanteó.
Cierto, Xander había expresado malestar al mencionarlos, aunque nunca
pronunció una mala palabra acerca de ellos. No como lo que Oliver dijo a
continuación:
—Xander está lejos de ser un orgullo. Yo, en cambio…
—¿Y qué es, exactamente, lo que lo vuelve a usted mejor? —
interrumpió.
Oliver sonrió, entrelazando su brazo con el de ella en un gesto del todo
inapropiado. Elizabeth ardió en vergüenza e incomodidad.
—Con el tiempo, quizás lo vea. —Elizabeth no quiso pensar en el
significado oculto de esa frase, que parecía implicar que todo ese «tiempo»
lo pasarían juntos. ¿Acaso él estaba…?—. Encontrará, señorita Greenbriar,
que soy una excelente compañía.
Elizabeth no pudo escuchar más. Su estómago se revolvió de solo
pensarlo.
—Discúlpeme, señor Raven. —Puso su mejor y más radiante sonrisa,
engañándolo, haciéndole creer que, en realidad, se veía obligada a cortar la
conversación por fuerzas que estaban fuera de su control. Despacio, se
liberó de su agarre—. Me temo que me necesitan por allá. —Señaló algún
lugar del salón. Cualquiera—. Odiaría ser maleducada y no saludar a todos
los invitados y…
Oliver captó el mensaje, asintiendo con solemnidad. Como si ya hubiera
ganado.
—Por supuesto. Ha sido un placer.
Ninguna mentira le había sabido más amarga que la que soltó:
—El placer ha sido todo mío, señor Raven.
Hizo la reverencia más rápida y horrible de toda su vida. Su tía se
infartaría de solo verla, pero no quería seguir ahí ni un segundo más. No se
quedó lo suficiente para ver a Oliver marcharse.
Volteó atrás unas cuantas veces, para asegurarse de que no la estuviese
observando, mas él ya había desaparecido entre el tumulto. Elisabeth buscó
a Xander con la mirada, decidida como nunca a disculparse por sus palabras
del día en que se conocieron.
Lo encontró a unos metros, hablando con gente que no conocía sobre
temas que no alcanzaba a escuchar. Se veía tan… diferente estando fuera de
la órbita de su familia. Cuando antes le había parecido pequeño y cauteloso,
ahora, sonriendo y conversando con fluidez, le parecía una persona llena de
seguridad y confianza en sí mismo y en lo que decía.
No pudo dejar de sorprenderse.
—Señor Raven —saludó al alcanzarlo, con lo que esperaba fuese una
expresión suave y llena de arrepentimiento.
No pareció dar resultado, pues, en cuanto Xander se dio cuenta de quién
le hablaba, una pared de acero se irguió entre ellos en un segundo.
—No deseo que me siga juzgando por mi vida personal, señorita
Greenbriar —dijo con dureza, escudándose. Elizabeth suponía que merecía
ese recibimiento—. Espero que disfrute la velada, de todo corazón.
Se fue sin dejarla decir más. ¿Qué…? Ofuscada, fue tras él.
Lo perdió algunas veces, viéndose atrapada por saludos y cortesías,
sonrisas y apretones de manos.
Encontró nuevamente a Xander en la terraza, casi por casualidad, con el
peso de su cuerpo apoyado en el barandal, observando la noche.
—Si me hubiese dejado terminar —soltó. Xander se volteó a verla,
sorprendido— sabría que mi intención no era recriminarlo. Todo lo
contrario, de hecho.
Confusión. Luego, el atisbo de una sonrisa en su rostro. Elizabeth
caminó hacia él, saliendo a la terraza, y apoyó los brazos en la cerca que los
separaba del jardín, imitándolo. Era una vista preciosa, con las estrellas y la
luna brillando en el cielo oscuro. Alternó la mirada entre ellas y los ojos del
hombre en frente suyo.
—Realmente lo siento, de todo corazón, por mis palabras del otro día…
—continuó.
Xander la detuvo, restándole importancia con un gesto.
—No tiene que disculparse…
—Sí, sí tengo —replicó ella y, con convicción en su mirada, tomó su
mano—. No sabía nada, no tenía idea de cuál era su situación y lo juzgué
sin pensar. Lo lamento mucho.
Xander, muy a su pesar, sonrió. Puso una mano sobre la de ella, tratando
de recordar cuándo fue la última vez en que alguien le había dedicado un
gesto cariñoso, aunque fuera mínimo, como aquel.
Antes de que pudiera pensar demasiado sobre el calor que recorrió su
brazo enguantado, Elizabeth comentó:
—Ahora que he tenido el placer de conocer a su hermano, me parece
que entiendo un poco mejor. Jamás había deseado con tanto ahínco salir de
una conversación —confesó.
Xander no pudo evitarlo: estalló en carcajadas.
—Entiendo el sentimiento —murmuró—. Disculpas aceptadas. Muchas
gracias, señorita…
—Elizabeth —pidió. Estaba harta de oír su propio apellido.
Xander, como un tonto, sonrió de nuevo. Quizás era que en su vida
diaria no tenía muchos motivos para hacerlo, o tal vez era que hacía muchos
años no se sentía tan relajado y en paz en la compañía de otra persona, pero
sonreír con ella era tan fácil como respirar.
—Elizabeth.
—Puedo preguntar… ¿Qué fue lo que ese día le afectó tanto?
—Me parece que acaba de averiguar la respuesta —suspiró. Sí, supuso
que podría decirle—. Solo un padre que me desprecia, una madre que no
tiene el valor para enfrentarlo y un hermano al que durante toda su vida le
han enseñado a odiarme.
—Debe ser muy difícil vivir con personas como aquellas, sintiéndose
inferior todo el tiempo. Yo no entiendo… ¿cómo puede un padre despreciar
a su hijo?
—No soy lo que esperaba.
—Eso es imposible. No, no lo acepto. Tiene que haber otra razón.
¿Cómo podría usted no ser lo que esperaba?
—Me temo que no me creería si se lo dijera, Elizabeth.
—¿Y por qué no? —lo retó ella.
Xander tuvo un pequeño lapso, solo un segundo en que contempló
cómo sería si le dijera todo. Luego, respondió:
—Porque, si yo fuera usted, tampoco me creería. Y, para colmo, no
tengo nada con qué probárselo. Es, precisamente, mi inhabilidad para
probar esa verdad el motivo por el que he resultado ser tan decepcionante
—terminó con amargura.
Antes de que su humor pudiera decaer, Elizabeth se acercó un paso más.
Viéndolo a los ojos, con palabras sinceras y genuinas, le aseguró:
—No me parece alguien decepcionante.
Xander sonrío.
—Sería la primera.
38
ESPEJISMO
1885

L os días que Xander pasaba trabajando con Julien parecían escurrirse


entre sus manos. Suponía que eso sucedía porque era feliz
haciéndolo, y también porque se sentía verdaderamente competente en lo
que hacía, como si estuviera trazando su propio camino en la vida de
manera acertada.
Además, no se quejaba del salario. En realidad, no estaba nada mal, y le
permitía ahorrar una buena parte de sus ganancias cada mes. Aunque no era
suficiente para independizarse de la casa de su padre y comenzar desde
cero, sí le daba la libertad de no depender de él y poder adquirir sin
problemas las cosas que necesitaba para vivir.
A veces invertía en un nuevo traje, sobre todo ahora que el verano había
llegado y la cantidad de eventos a los que era invitado junto a los Lacroix
había aumentado con el buen clima. Otras veces, se permitía comprar un
par de zapatos nuevos, una nueva loción o disfrutar de un almuerzo en el
bar local para evitar tener que regresar a la mansión más temprano de lo
necesario. Y la mayoría de las veces, compraba un boleto de tren para
visitar a su abuela en la ciudad.
En casi todas esas ocasiones, Xander se detenía en el centro para
llevarle algo a su abuela: podía ser un pequeño ramo de flores, una caja de
bombones o pasteles para la cena. Sabía que su abuela se lo merecía.
Siempre le estaría agradecido por la forma en que lo había apoyado y se
había convertido en su confidente y apoyo incondicional desde que era
niño. Le llevaba esos regalos como una forma de expresarle cuánto
significaba para él.
Ese día, fueron pasteles de la panadería más maravillosa que Xander
había descubierto en sus viajes a la ciudad. No estaba seguro de si habría
una mejor en algún otro lugar. El aroma de la masa recién horneada y la
crema azucarada llegaba hasta el otro lado de la acera.
Cuando llegó a casa de Lucía, sostenía el paquete en alto y la esperaba
con una sonrisa. Ella no tuvo más remedio que imitar su expresión al abrir
la puerta. Su abuela siempre había sido diferente con él, dispuesta a
brindarle todo el amor que su familia le negaba, incluso cuando se mostraba
fría y distante con el resto del mundo.
—¿Cómo estás querido? ¿Y qué es lo que traes ahí? —Se detuvo a
olfatear el aire—. Huele maravilloso.
—Tus favoritos —respondió, abriendo el envoltorio de cartón para
dejarla ver los dulces de crema—. Pensé que podríamos cenar juntos.
Su abuela no habló; su sonrisa era suficiente. Por supuesto que sería
bienvenido, siempre lo era.
Juntos, prepararon estofado. Xander aprendía mucho de ella cada vez
que la visitaba, y se esforzaba por hacerlo, sabiendo que todas esas recetas
le servirían algún día.
Mientras revolvían las verduras en la olla, Lucía comentó:
—Tu madre estuvo aquí la semana pasada.
Eso no lo esperaba.
—Oh —musitó, porque no sabía qué más agregar.
—Vino con tu hermano —lo dijo como si le desagradara el solo hecho
de mencionarlo—. Creyó que sería bueno que pasara más tiempo de calidad
con mi otro nieto.
—¿Y qué tal estuvo?
Lucía lo miró de lleno.
—No es sorpresa que pienso que Oliver es un completo idiota, sin
embargo, creo que todavía tenía esperanzas de que la influencia que tiene tu
padre en él dejase de ser tan… abrumadora.
—¿A qué te refieres? —preguntó, aunque suponía cuál iba a ser la
respuesta.
La mujer dejó de revolver, posando la cuchara a un lado.
—Para ser un joven de solo diecinueve años, jamás en mi vida he
conocido a alguien tan nepotista, arrogante y narcisista como él. Ni siquiera
Daniel era así.
Sonaba igual a lo que Elizabeth dijo en el baile sobre su hermano, una
semana atrás. Xander suspiró; de pronto, todo el aire dentro de su pecho le
pesaba. A veces era demasiado para mantener dentro de él sin sacarlo de
alguna forma. En el fondo, debajo de todo el odio y resentimiento, Xander
sentía lástima por él.
—Lo sé. Es así siempre.
—¿Por qué no te mudas conmigo, Xander? —dijo Lucía, tan repentina
que Xander no estaba seguro de si hablaba en serio—. Deja esa casa, a esa
gente. No necesitas a ninguno de ellos.
Sí que hablaba en serio.
Y tenía razón. Xander no necesitaba a ningún miembro de su familia, ni
tampoco los quería. De hecho, su vida sería mejor lejos, era eso lo que
siempre había deseado, ¿no? Marcharse de la aldea, encontrar un lugar
donde tener un nuevo comienzo, hacerse un nombre por sí mismo,
demostrar su valor.
—Yo… —dudó. A pesar de todo, dudó—. Me gusta mi trabajo —
confesó—. No creo que quiera dejarlo…
—No tienes por qué dejarlo —lo interrumpió ella, casi riendo por su
poca imaginación—. Puedes hacer que funcione, no está lejos, ¿sabes? Solo
estarías dejando atrás la parte de tu vida que constantemente te arrastra
hacia abajo.
—Lo pensaré —prometió.
En el fondo, ya sabía la respuesta.

Días después, Xander aún no conseguía tomar una decisión. O más bien, se
convencía a sí mismo de que no podía tomarla sin hablar primero con
Julien. Aunque sabía que Julien no se opondría, solo pensar en mencionarlo
le apretaba el pecho. Por supuesto, podía seguir trabajando para él, y estaba
seguro de que recibiría su aprobación —por más que no la necesitara—,
pero no sabía cómo sacar el tema.
Para su sorpresa, fue Julien quien inició la conversación una tarde
mientras ambos trabajaban en el estudio de la casa de los Lacroix. Estaban
en silencio, absortos en la montaña de papeles frente a ellos; en el caso de
Xander, eran libros contables.
A través del ventanal abierto, la luz azulada del cielo inundaba la
habitación, mientras una brisa cálida traía consigo el aroma de la hierba
recién cortada.
—Xander —lo llamó Julien. Él se giró a verlo, fingiendo que no se
había dado cuenta de que su mentor llevaba minutos observándolo, sumido
en sus pensamientos—. Creo que ya nos conocemos bastante, y confío en
que en estos años has logrado verme como más que solo un socio de
trabajo, sino como familia.
—Por supuesto que sí. Lo sabes.
Julien asintió.
—Y, es justo porque yo también te considero parte de mi familia, que
comprenderás que me preocupe por tu futuro.
—¿Mi futuro? —murmuró él como un idiota. Claro que entendía el
significado de la palabra, mas no entendía a qué quería llegar Julien.
—¿Qué quieres hacer con tu vida, Xander? ¿Qué esperas de ella, cuáles
son tus anhelos?
—Me gusta mi vida ahora —replicó, a la defensiva.
—Incluso así, no creo que tengas planeado trabajar para mí durante el
resto de ella.
—¿Acaso estás pensando en despedirme?
Julien lanzó una carcajada, haciendo que Xander casi se sintiera absurdo
por preguntar. Casi.
—Claro que no. Pero de seguro quieres… más. Más que esto, más que
vivir para siempre en esta aldea.
Él escuchaba las palabras que no estaba pronunciando, las mismas que
su padre jamás le diría: mereces más.
—Eso creo —asintió—. Sí que me gustaría irme. De hecho… Mi abuela
me dijo que podía quedarme con ella, si lo deseaba —soltó—. No está lejos
y todavía podría venir…
Se interrumpió cuando Julien negó con la cabeza, restándole
importancia.
—¿Y? ¿Qué más?
—Tal vez me gustaría tener mi propio hogar, pero…
—¿Y qué tal una esposa? ¿Hijos, quizás? —Xander se atragantó con su
propia saliva. Lo miró con una mezcla muy convincente de sorpresa y
espanto. Julien alzó ambas manos—. ¿Has pensado en el matrimonio?
Sí.
—No.
—No me digas que nunca lo has considerado.
—Está bien, sí, lo he considerado —admitió Xander—, y no estoy
seguro de que sea una buena idea, de momento.
—¿Por qué no?
—Bueno, para empezar, no hay ninguna mujer que me haga pensar de
esa forma.
—Ah, ¿no? —dijo Julien, suspicaz. Él se balanceó nervioso sobre la
silla, un hábito terrible que ni siquiera sabía cuándo adquirió—. Tienes
veintiún años, buena posición, estabilidad, buen parecido… Debo admitir
que me cuesta creer que no haya ninguna chica.
—Pues no la…
—¿Qué hay de la señorita Greenbriar?
Xander perdió el equilibrio sobre la silla, y se hubiera precipitado al
suelo de no ser porque se rehusaba a ver su dignidad tan profundamente
mancillada.
—¿Elizabeth?
Julien asintió.
¿Por qué le preguntaba eso? ¿Los habría visto conversar en el baile,
solos en la terraza? No, de seguro que ya habría hecho algún comentario al
respecto. ¿O era este ese comentario?
—Está soltera —enumeró—, es hermosa, de buena familia… Ustedes
dos serían una muy linda pareja.
Xander desvió la mirada, rezando por no haber enrojecido tanto como
sentía, pues una oleada de calor y vergüenza lo recorrió.
No quería, mas la imagen se formó en su cabeza de igual forma: él y
Elizabeth, juntos. Se vio abrazándola, paseando del brazo por la plaza, y a
ella con una argolla en el dedo.
Fijó la vista en su trabajo, esparcido sobre la mesa del estudio.
—No estarás tratando de ser mi casamentero, ¿o sí?
Su tono era burlesco, divertido, como si no pudiese imaginar a Julien
tomándose las molestias, como si el único interés de Xander en ese
momento fuesen los papeles que estaba revisando sobre la mesa. Esperaba
que la sonrisa en sus labios fuese suficiente para convencerlo de que así era,
aunque había dejado de prestar atención a los números hacía rato.
Julien suspiró, vencido.
—No puedes culparme por intentarlo.
—No creo que la señorita Greenbriar y yo seamos tan excelentes como
piensas, Julien —dijo, convencido—. Además, casarme no está en mis
planes próximos. Por lo menos, no hasta salir de aquí. Estoy seguro de que
no hay nada que mi padre amaría más que arruinar mi matrimonio.
La sonrisa de Julien se desvaneció.
—No quieres arriesgarte.
—No quiero darles ni siquiera la oportunidad. No quiero arrastrar a
nadie conmigo, ¿entiendes? Ya tengo bastante mierda que soportar… Lo
siento —se disculpó por su lenguaje.
Julien lo desestimó.
—No tiene por qué ser así, ¿sabes? Puedes tener el fututo que quieras,
no deberías contenerte, no por miedo. Mereces ser feliz, Xander. Y tendrías
mi apoyo… Nuestro apoyo —corrigió, refiriéndose a su esposa. Xander no
pudo menos que sonreír—. Sé que no significa lo mismo…
—No —confirmó Xander—. Significa más.
Lo decía de corazón.
Julien suspiró, y Xander asumió que la conversación había terminado.
En parte, era un alivio, aunque todavía quedaba un pedacito de su ser que
sentía que le estaban apretando el alma con el puño.
—Bien, supongo que ya veremos. —Julien se puso de pie, dejando sus
anteojos y su pequeña pila de papeles en la mesita junto al sillón individual
donde estaba sentado. Antes de continuar, se alisó el traje—. Debo salir un
momento, Xander. ¿Estarás bien por tu cuenta? —Él asintió—. Perfecto,
entonces.
Se sintió libre de volver a enfocar toda su atención en los números,
dejando salir toda la tensión de sus hombros al botar el aire. Sin embargo,
justo antes de que Julien se marchara, le dijo desde la puerta:
—¡Ah! Me olvidaba. Allison invitó a la señorita Greenbriar… Elizabeth
—le lanzó una mirada elocuente— a cenar esta noche. Cuento con tu
presencia.
No hubo espacio para replicar.
—Encantado.
No supo si Julien oyó toda aquella tensión volver a su voz, pues, antes
de poder leer su expresión, él ya se había ido.
Xander sentía que lo habían emboscado. La conversación sobre el
matrimonio, sobre Elizabeth, y luego la cena con Elizabeth. ¿Sabía ella que
él estaría ahí? De seguro que sí; era imposible que a esas alturas —siendo la
protegida de los Lacroix y todo eso— Julien no le hubiese mencionado que
Xander trabajaba con él, de modo que la siguiente pregunta era… ¿Le
agradaría verlo?
Xander ni siquiera sabía cómo se sentía con relación a ella. Desde esa
noche en el baile, cuando estuvieron juntos en la terraza, había notado una
especie de complicidad entre ambos, similar a la sensación que experimentó
al conocer a Julien y Alison; parecía que ella realmente lo veía, mas no
sabía si esa conexión fugaz seguiría presente después de tantos días. ¿Era lo
que deseaba?
Resolvió, luego de un momento arreglando el cuello de su camisa frente
al espejo por enésima vez, que no iba a darle importancia.
Fue él quien la recibió en la puerta, listo para disfrutar de su compañía,
para conversar e incluso para elogiar lo hermosa que se vería esa noche,
pues sabía sin verla que así sería, pero no estaba preparado para sentir cómo
se le escapaba el aliento cuando sus ojos se encontraron. Eran tan verdes
como su vestido, del color del césped iluminado por el sol al atardecer.
Tragó saliva con fuerza.
—Señorita Greenbriar —la saludó en un susurro—. Es… —carraspeó,
obligando a su garganta a que no lo hiciera sonar como un completo idiota
al hablar—. Es un gusto verla.
Sus ojos brillaban; Xander no podía decir si era la luz o algo más.
Odiaba admitir lo bella que era, la forma en que su expresión lo
cautivaba. Odiaba admitirlo pues sabía que no significaba nada.
Ella sonrió casi con timidez.
—Lo mismo digo, señor Raven.
Déjalo ya, se dijo.
—Pase, por favor.
Elizabeth alzó el bajo de su vestido y subió los pequeños escalones de la
entrada. Cuando pasó a su lado, Xander no se movió.
El aroma de su perfume, fuera cual fuera, lo golpeó de lleno. Xander no
lo había sentido desde aquella vez en el bosque; no habían estado tan cerca
desde entonces. Era una mezcla extraña, como pimienta con madera y
rosas; algo floral y delicado que al mismo tiempo estaba lleno de vida y
fuego.
Y, maldita sea, Xander inhaló. Cerró los ojos con fuerza, derrotado.
Estoy hasta la mierda, pensó, su único consuelo siendo el hecho de que
llevaba días sin pensar en ella. Podía ser solo el efecto que tenía en él su
presencia, y desaparecería cuando estuviese lejos, sin ver esos ojos llenos
de interrogantes.
Maldito sea Julien Lacroix por meterle ideas en la cabeza.
—¡Oh, Elizabeth! —exclamó Alisson, entrando en el vestíbulo. Xander
cerró la puerta y se volteó justo para ver cómo recibía a la muchacha entre
sus brazos abiertos—. Estoy muy feliz de que vinieras, querida.
—Yo también —respondió ella con una sonrisa, siempre amable,
siempre cortés—. Muchísimas gracias por la invitación.
—Es un placer. —Julien saludó—. ¿Cómo está Eloise?
Su tía. Xander se maldijo a sí mismo: debió habérselo preguntado antes.
Elizabeth exhaló, llena de alivio. Se llevó una mano al pecho.
—Está mucho mejor. El médico ha sido maravilloso, viene a revisar su
estado cada semana, pero ya se encuentra bien. Estoy segura de que pronto
estará en pie.
La voz de Alisson estaba cargada de alivio.
—¡Me alegro tanto! Ojalá podamos verla en los próximos meses.
—Seguro que ella está muy orgullosa de ti —dijo Julien, un comentario
que tenía como propósito hacer sonrojar a las personas.
Elizabeth abrió la boca para responder —una frase cordial y reservada,
seguro—, algo del estilo: «me esfuerzo cada día por que así sea». Eso
sonaba a Elizabeth, no obstante, antes de que pudiera pronunciar palabra,
Alisson exclamó:
—¡Pues claro que lo está! —Pasó un brazo por los hombros de la
muchacha, guiándola hacia el comedor donde servirían la cena—. Eres una
joven carismática, bien educada y hermosa. ¿No se ve hermosa, Xander?
Esa última parte lo tomó por imprevisto.
Xander enrojeció, más aún cuando sintió seis pares de ojos sobre su
persona. Quiso decirle a Alisson que sabía lo que estaba haciendo, cuando
la mirada de Elizabeth se conectó con la suya y no fue capaz de apartarla.
Eran solo ellos, observándose.
No podía negarlo, tampoco.
Le respondió a Alisson, con los ojos todavía puestos en el rostro de
Elizabeth.
—Sí. Lo es.

Xander no había comido tanto en su vida, y habría caído vencido de no ser


por lo delicioso que estaba; superaba todas sus expectativas gastronómicas.
Por algún motivo, Alisson se había empeñado en hacer un menú de varios
platos como si no fuesen solo los cuatro, en la intimidad de una reunión
familiar.
Mientras saboreaba cada bocado, Alisson y Elizabeth entablaron una
animada conversación. Alisson no escatimaba en preguntas sobre la vida de
Elizabeth antes de llegar a la aldea para cuidar de su tía. Con cada
respuesta, Xander descubría un poco más sobre la familia de Elizabeth: un
padre estricto, pero no indiferente, un hermano mayor dedicado a la ciencia
y casado desde hace años.
Por su forma de hablar, era evidente la profunda admiración y afecto
que Elizabeth sentía hacia su tía, en quien veía una figura materna más que
en su propia madre, a la cual solo mencionaba de pasada.
Cuando Elizabeth hablaba de Eloise, su voz adquiría una dulzura
especial, revelando el cariño que le profesaba. Aunque Xander desconocía
la naturaleza exacta de la enfermedad que había llevado a su sobrina a la
ciudad, deseaba de todo corazón que se recuperara pronto y, secretamente,
que Elizabeth decidiera quedarse.
Tampoco estaba seguro de en qué le afectaba a él si la chica a su lado se
iba o no. Antes de poder contenerse, preguntó:
—¿Se irá? —Por algún motivo, sus mejillas ardieron. Se aclaró la
garganta—. Cuando su tía mejore, quiero decir. ¿Volverá con sus padres?
Elizabeth sonrió; ya había pensado aquella respuesta.
—No lo creo, señor Raven. Han decidido que sería bueno para mí
alejarme de la cuidad y tener la influencia de una mujer como mi tía Eloise.
—¿Y usted está de acuerdo?
—Lo estoy. Quiero quedarme, me gusta este lugar —afirmó.
Elizabeth había llegado hacía casi un mes y medio y ya parecía lista
para hacer de la aldea su hogar, mientras Xander lo único que deseaba era
marcharse.
—Tenemos que juntarnos para el té algún día —sugirió Alisson—, en
cuanto tu tía se encuentre mejor. ¡Hace muchísimo tiempo que no la veo!
No sé si te lo había contado, Xander, pero Eloise y yo mantuvimos
correspondencia por muchos años antes de que nos mudáramos aquí.
—Me parece fantástico cómo han logrado seguir en contacto a pesar de
la distancia y las distintas circunstancias que han vivido —comentó
Elizabeth.
—Siempre hemos estado la una para la otra. —Alisson se encogió de
hombros.
—Entonces, ¿te quedarás? —La muchacha asintió—. Tú te quedas, y
Xander se va. —El suspiro de Julien que siguió fue el de un padre que ve a
sus hijos comenzar a hacer sus respectivas vidas.
Xander se ahogó con la comida. Para su suerte, nadie lo notó.
¿Por qué mencionar eso ahí, en ese minuto, delante de ella? Le pareció
una jugada muy sucia, porque, de pronto, Xander se encontró con el rostro
de Elizabeth vuelto hacia él, y no supo juzgar si era la luz lo que había
hecho que palideciera de repente.
—¿Se va? —susurró, sin creer las palabras que estaba pronunciando.
Sus ojos se habían abierto a causa de la sorpresa, y Xander podía ver
exactamente cuán verdes eran—. ¿A-adónde?
Él meneó la cabeza.
—Todavía estoy considerándolo. —¿Por qué dijo eso? ¿Por qué sentía
la necesidad de defenderse? Sacudió la cabeza con fuerza y dijo, luego de
un pequeño silencio—: me iría a la ciudad, con mi abuela materna.
—¿Cuidará de ella?
Él frunció el ceño. De seguro Lucía se moriría si Xander sugería que
ella necesitaba «cuidados», pero era lo que se solía hacer, ¿no? ¿Cómo más
entendería Elizabeth la extraña relación entre ellos si es que primero no
entendía la magia y todo lo que eso conllevaba?
Su abuela estaba en perfectas condiciones, fuerte y sana, «fresca cual
rocío de la mañana», solía decirle, así que…
—Es más como que cuidamos uno del otro —optó por decir. Ella
pareció comprender—. De todos modos —añadió, lanzándole a Julien una
mirada que esperaba fuese fulminante—, no está lejos. Si decido irme, lo
cual no he hecho, me temo que todavía tendrían que soportarme.
Julien alzó su copa y bebió un sorbo de vino. Su mirada era astuta, y
sonreía como diciendo «bien jugado».
—No digas tonterías. —Alisson replicó, mirando a su marido con
reproche—. Sabes que estamos encantados de que estés aquí, eres parte de
nuestra familia, sin importar si vives dentro de la aldea o fuera de ella.
El corazón de Xander se encogió. Volvió a ver a Julien, solo para
comprobar que no había ninguna réplica en su expresión.
—Gracias —masculló, incapaz de decir nada más.
—¿Vendría a verme?
La pregunta de Elizabeth lo hizo girar la cabeza de golpe, sorprendido.
¿En serio le estaba preguntando eso? Tenía que ser una broma, seguro que
sí. No obstante, cuando analizó su expresión, lo único que encontró fue
genuina preocupación, interés y, bajo todo eso, ternura. Nada más.
Se le fue el aliento.
—Si se va, ¿vendrá a visitarme? —volvió a preguntar ella.
Su tono no había cambiado, pero algo dentro de Xander sí lo había
hecho. Atrás quedó aquella lucha de orgullos al conocerse, y también la
distancia que debían guardar dos personas que apenas se relacionaban. Para
Xander, fue como si su armadura cayera hecha pedazos justo frente a sus
narices, y no fue capaz de mirarla a los ojos y decirle que no, incluso
cuando los sentía a todos pendientes de él.
Casi podía escuchar en la sonrisa de Julien: «Ves? Te lo dije». No quería
darle la razón, mas en ese momento poco le importaba quedar como un
tonto enamorado. Que creyeran que eso es lo que era, aunque quizás
Xander podría engañarse a sí mismo por un tiempo más, fingiendo que no
comenzaba a sentir algo por ella.
—Por supuesto.
39
E L D Í A Q U E D EC I D A S Q U E R E R M E
1885

E l tiempo pasó, y Xander jamás se fue. Se dijo a sí mismo de que la


cantidad de horas que pasaba en casa de sus padres no era tan
terrible, ya que apenas los veía. Se convenció de que marcharse sería
innecesario, y solo complicaría el resto de sus actividades.
Nadie comentó al respecto, mas notaba un alivio generalizado en la
mansión Lacroix al no tener que extrañarlo, aunque fuera solo un par de
días a la semana. Las visitas de Elizabeth se volvieron más frecuentes;
Xander se convenció de que su presencia le resultaba grata, pero no
indispensable, y que su deseo oculto de verla no era lo que había mermado
su determinación.
Evitaba analizar sus sentimientos, que crecían como musgo entre el
concreto, avanzando por las grietas de su armadura. Sus emociones
permanecían enterradas, al igual que su magia, pero donde una era fría y
llena de muerte, la otra ardía con la llama de la vida. Para alguien inmune al
fuego, le dolía cada vez que se encendía dentro de su pecho en forma de un
vuelco en el corazón, un latido acelerado o una respiración temblorosa.
De regreso a la mansión Raven, Xander esperaba poner un poco de
orden en la habitación que prácticamente había abandonado y que se había
convertido en un desastre las últimas semanas. Además, ese día había
recibido su pago y pretendía ocultarlo junto con sus ahorros en un zapato
viejo, el izquierdo, al fondo de su armario.
Caminaba distraído por la plaza, disfrutando de las últimas brisas
frescas del verano, cuando su nombre resonó con una voz demasiado
familiar. Su pulso latió más rápido.
—¡Señor Raven! —Elizabeth lo saludó desde el otro lado de la calle,
cruzando la acera hasta pararse frente a él—. Qué casualidad encontrarlo,
justo iba a casa de Alisson. Me invitaron a cenar.
—Espero que sea una hermosa velada. Estoy seguro de que lo será —se
corrigió, tratando de no observarla demasiado, fuera de reparar en el hecho
de que su vestido era lila.
—¿No se unirá a nosotros?
—No, me temo que hoy no. Tengo algunas cosas que hacer en… casa.
La palabra le sonaba agria. Aquel no era su hogar.
—Oh, bueno, eso es una pena.
Xander sonrió. Sacando valentía de quién sabía dónde, tanteó:
—¿Va a extrañarme?
Elizabeth enrojeció con violencia, y murmuró sin llegar a decir nada.
—Yo… no. Pues, bueno, sí. —Xander soltó una risa. Una pequeña,
porque no quería hacerla sentir mal—. Aunque no lo extrañaría tanto si
pasea conmigo un momento —sugirió.
—¿No sería eso… inapropiado? —terminó por decir, luego de haber
examinado cada parte de su rostro.
Ella se encogió de hombros.
—Lo sería si no nos conociéramos —puntualizó—. Somos amigos,
¿no?
Claro que lo eran, por más que Xander no lo dijese en voz alta. No era
como si hubiera olvidado las horas que pasaban hablando en la biblioteca
de la casa cuando ambos se encontraban allí. Xander dejaba su trabajo de
lado por un momento para escucharla, deseando conocerla en todos los
sentidos posibles. Además, sabía que no podía concentrarse en los cálculos
cuando ella rondaba a su alrededor. Casi parecía que ella lo sabía, como si
lo hiciera a propósito.
Aprendió que el color favorito de Elizabeth era justo el que llevaba
puesto; que su estación favorita era el otoño y que, cuando nadie la veía,
disfrutaba pisar las hojas caídas en el camino para escuchar su crujido.
Decía que la relajaba.
Descubrió que Elizabeth se sentía pequeña en un mundo tan grande y
que, en secreto, tenía miedo de no poder cumplir con las expectativas de su
familia, sobre todo las de su padre.
A pesar de esas semanas, Xander todavía sentía que había miles de
cosas más que deseaba saber sobre ella. Por eso, cuando le propuso seguir
compartiendo su compañía, no se negó.
Se le ocurrió una idea.
—¿De cuánto tiempo dispone?
—Una hora, más o menos. Quería llegar temprano para conversar un
rato con Alisson antes de cenar, pero eso puede esperar.
—Cuando nos conocimos… ¿Recuerda haberme preguntado si pasaba
mucho tiempo en el bosque? —La muchacha asintió—. Pues hay un lugar
que disfruto mucho, podría enseñárselo… Si se anima —dijo, cuando se dio
cuenta de que su proposición era totalmente inadecuada.
Elizabeth ni siquiera lo dudó.
—Lo sigo.
Xander trató de disimular su sorpresa. Deseaba que ella aceptara, sin
embargo, en cuanto pronunció las palabras, se preparó para su rechazo.
Sacudió la cabeza. Si ella había dicho que sí, no iba a desaprovecharlo
cuestionándose sus razones.
—No está lejos.
La guio por el bosque, siguiendo un camino muy similar al de su primer
encuentro, ahora mucho más despejado y abierto. Xander conocía aquel
bosque como la palma de su mano, y en cuestión de minutos llegaron a la
pérgola.
Dejó que Elizabeth se adelantara, con los ojos bien abiertos al
contemplar los intrincados arabescos de metal que formaban la cúpula. Los
rayos del sol de la tarde teñían el claro con tonos miel y dorados, filtrándose
a través de las copas de los árboles.
A sus espaldas, Xander explicó:
—Me gusta venir aquí cuando tengo demasiado en la cabeza. Me parece
un lugar perfecto para pensar y poner mis asuntos en orden.
—Es… precioso.
Xander caminó hasta aparecer a su lado, y disfrutó de su expresión
anonadada, una que admiraba la belleza escondida. Se veía todavía más
hermosa que antes, si era posible.
Le gustaba eso de ella: la forma en que algo tan simple como una linda
vista podía dejarla sin palabras.
—¿Quiere sentarse?
Asintió, y Xander la acompañó hasta la banca bajo la cúpula de metal.
Se sentaron uno al lado del otro.
—Quién diría que el bosque oculta tantos secretos.
—La naturaleza siempre ha sido buena para eso —murmuró él.
Fue como si tal comentario —pensar que todo lo que dirían ahí jamás
sería escuchado por nadie más— le diera el coraje para decir algo que
Xander nunca podría olvidar.
—Señor Raven —comenzó Elizabeth. Debía estar nerviosa, pues no era
capaz de sostenerle la mirada. Suspiró—. He estado pensando mucho estas
últimas semanas y creo que debo decírselo.
Xander sintió frío bajar por su espalda.
—¿El qué?
No tenía motivos para pensar que le fuese a dar malas noticias, ¿verdad?
Entonces, ¿por qué se sentía como si estuviese al borde del precipicio?
Elizabeth suspiró de nuevo, considerando sus palabras mientras
contemplaba sus manos entrelazadas sobre su regazo.
—Muero de vergüenza de solo pensar en lo que voy a decir, pero tengo
que hacerlo, porque no puedo guardarlo más.
—¿Qué es? —la urgió él, su pecho apretándose en un puño.
—¿Recuerda cuando nos conocimos? —No hizo falta que él asintiera.
Elizabeth mostró una débil sonrisa—. Ese mismo día supe que lo había
juzgado mal. No lo conocía y, aun así, algo dentro de mí no se sintió bien
cuando se marchó, como si algo no terminara de encajar. Pero mi orgullo…
Oh, mi orgullo estaba hecho trizas. —Una risa nerviosa escapó de sus
labios, recordando algo que jamás había dicho en voz alta—. Nunca me
habían abandonado de esa forma. Cuando supe que estaría en el baile en
casa de los Lacroix, estaba decidida a no dirigirle la palabra.
—¿Qué cambió? —quiso saber él, curioso.
—Supongo que yo lo hice —reconoció ella—. Se presentó con su
familia, tan sincero, tan sencillo… y no fui capaz de pensar en mi orgullo.
O tal vez no me importó, ¿sabe? Siempre he creído que hay algunas cosas
por las que vale dejar el orgullo de lado.
Tuvo miedo de preguntar, mas lo hizo de igual forma.
—¿Cómo qué?
—Amor —respondió ella, más rápido de lo que pretendía—. O la
esperanza de uno, al menos.
Al decir eso, por primera vez en todo lo que llevaba de su discurso, lo
miró de lleno. Sus ojos verdes estaban llenos de incertidumbre y miedo,
pero no titubeó ni apartó la mirada. Contuvo la respiración, esperando que
él captara el significado implícito en sus palabras.
El frío se mezcló con calor dentro de su ser. Xander no era tan idiota
como para pensar en que lo había entendido mal, que no había leído bien el
mensaje que deseaba entregarle. El problema fue el miedo, irracional y a la
vez lógico, que inundó cada rincón de su mente.
La miró, perplejo, tratando de encontrar en esos ojos algún rastro de
duda o engaño. No halló nada de eso.
—Mis sentimientos por usted han cambiado —dijo ella, sin rodeos esta
vez—. Crecido. Y quisiera… Necesito saber si usted siente lo mismo.
El maldito mundo se detuvo en ese momento.
¿Sentía algo por ella? Xander suponía que la pregunta era tan simple
como la respuesta. Claro que sí. No había dejado de pensar en Elizabeth
desde aquel maldito baile. La veía en su cabeza cada vez que cerraba los
ojos, y la buscaba entre la multitud durante el día. Su corazón saltaba
cuando ella sonreía, cuando esa sonrisa era para él, pero... ¿cómo podía
confesárselo sabiendo que también significaba revelar que nunca podrían
estar juntos?
No podía prometerle un futuro, al menos no todavía. Y sabía que
querría hacerlo: se vería tentado a querer darle todo, porque se merecía cada
cosa en el mundo que él pudiera ofrecerle. Le prometería la luna si fuera
posible, y no podría cumplir nada de eso. Estaba tan hundido que solo la
hundiría con él.
Eso era lo que más temía. Maldito Julien por haberle metido la idea del
matrimonio en la cabeza, de tener una vida normal, de amar sin riesgos ni
miedos. O tal vez esa idea siempre había estado latente, germinando y
esperando a que alguien rociara unas gotas de agua sobre la tierra: era todo
lo que necesitaba.
Quizás sí era tan miserable y patético como su padre decía. Si no lo
fuera, habría tenido el valor de mandarlo todo al diablo y permitirse, por
una vez en su vida, actuar sin calcular cada paso, sin limitarse. Habría
podido mirar a los ojos a Elizabeth, esos ojos que se llenaban de desilusión
y dolor con cada segundo que pasaba, y decirle que la quería, prometerle
todo aquello que no podía.
Ella apartó la vista, parpadeando múltiples veces.
—Entiendo —musitó, tan bajito que Xander logró oírla porque estaban
solos en un bosque silencioso. No había otro ruido más que el de sus
palabras y el de su corazón retumbando en sus oídos. Elizabeth se puso de
pie, alisando arrugas inexistentes en su vestido—. Gracias por escucharme,
señor Raven. —Lo miró una última vez, antes de darse la vuelta—.
Podemos pretender que nada de esto ha sucedido; no hay necesidad de… —
su voz se cortó. Fue tan fugaz que creyó que lo había imaginado— hacer un
alboroto al respecto.
Ella caminó en dirección contraria.
Mierda.
Xander reaccionó como si le hubieran dado una descarga eléctrica. En
un segundo estaba de pie, con la mano sobre la muñeca de Elizabeth,
deteniéndola.
No podía dejar que eso fuera todo, que ella se marchase creyéndolo
indiferente. Quizás sería lo mejor, pero no podía. No podía.
—Lo siento. —Fue lo primero que dijo ante su mirada confundida—.
Desearía que fuera de otra manera, pero no puedo… amarla.
La expresión de ella se endureció.
—Ya veo. —Su voz era fría cual hielo. Tiró de su brazo, deshaciéndose
de su agarre—. No soy suficiente para usted.
—No, no —dijo Xander, atropellando sus palabras—. Me refiero a
que… Sería mejor si no lo hiciera.
Algo de ese hielo en sus ojos se derritió. Solo un poco, con cautela.
—¿Por qué?
—No podemos estar juntos. —Elizabeth rio con desdén.
—Eso es mentira. Es una vil excusa —recriminó—. Si no siente lo
mismo, si es indiferente, solo debe decirlo. No hace falta que sea cruel.
Xander la miró a los ojos, serio. No podía sonreír ni suavizar su gesto,
porque cuando la veía, lo único que podía pensar era en besarla. Ella tenía
que saberlo.
—Sería más fácil, ¿a que sí? Si no sintiera lo mismo. —Se acercó.
Elizabeth no retrocedió ni un paso, desafiándolo—. Sería mejor si no
pensara en usted de la forma en que lo hago, deseando cada día tenerla
cerca, deseando probar el sabor de sus labios, explorar su piel. —Los
colores subieron a su cara, y Xander sintió el calor explotar dentro de él con
la fuerza de una ola rompiendo en la costa, habiéndolo reprimido por tanto
tiempo—. ¿Quería la verdad? Ahí la tiene. Siento muchas cosas por usted y
ninguna de ellas es indiferencia.
Estaban tan cerca, tan malditamente cerca... Y ahí estaba de nuevo, su
aroma cruel y embriagador que lo hacía perder la cabeza. Quería ahogarse
en él, emborracharse en su esencia. Quería tantas cosas, que no valía la
pena enumerarlas.
El aliento de Elizabeth lo golpeó en forma de un susurro:
—Entonces…
—No puedo, Elizabeth. —Exhaló; el peso de las palabras salió de su
pecho junto con su aliento.
Ella retrocedió, tambaleándose.
Xander se sintió vacío y drenado, pero cuando vio la expresión de dolor
en su rostro, aquellos ojos tan dulces llenos de pesar… No pudo no
ofrecerle una explicación. Olvidó las formalidades, lo olvidó todo, salvo
esos ojos. Volvió a respirar, buscando el coraje.
—Hay tantas cosas que no sabes… sobre mi familia, sobre mí.
Ella lo interrumpió, acercándose otra vez, rogándole con la mirada que
no siguiera, porque cada palabra era una nueva herida en el corazón.
—No me importa, Xander. —Su nombre en sus labios lo deshizo. Era
como si lo susurrara, como si lo cantara y lo saboreara, todo al mismo
tiempo, y él quiso morir en ese instante—. Me las dirás con el tiempo. —
Estaba segura de eso—. Puede…
—No —cortó él, apartando por un segundo la mirada de sus lágrimas—.
¿No lo entiendes? No es que no quiera, Elizabeth.
—¿Qué es, entonces? —urgió ella.
—¡Es que soy un desastre! —explotó él, tomándola de los hombros para
obligarla a escucharlo—. Y tú no lo sabes, no podrías. Es por las cosas que
tendría que decirte y no puedo, las cosas que te oculto a ti y al resto del
mundo, incluso a Julien, porque hay algo dentro de mí que está mal…
Era ese poder negro, esa fuerza oscura y de muerte que estiraba sus
tentáculos dentro de su ser. Él luchaba por reprimirla cada vez que sus
emociones lo desbordaban. Nunca había pensado en ello de esa forma, sin
embargo, ahora sabía que moriría antes de dejar que algo le ocurriese a
Elizabeth. No permitiría jamás, jamás, que ella quedase atrapada en el
fuego cruzado.
—No sabes lo mucho que desearía no ser quien soy, ser alguien distinto.
Tal vez podríamos… —Su voz se perdió en el aire. Oh, si supiera—. Y no
es solo mi familia, Elizabeth… es mucho más. Es que te quiero y, al mismo
tiempo, odio quererte, odio no tener control sobre lo que siento y tener aún
menos control sobre lo que puedo hacer. Y porque te quiero, quiero hacer
todo por ti, quiero ser para ti lo que necesitas, quiero ser tuyo y que seas
mía… Pero no si eso significa que salgas herida.
El peso de los «¿y si…?» lo estaba demoliendo. Ella no podía ver cómo
en su interior él ya estaba de rodillas, suplicándole que lo dejara ser, que no
lo torturase más con aquellos ojos y aquellas palabras.
Elizabeth rio. Era una risa lánguida, drenada de aliento y gracia. Era
amarga y dolida y fría.
—Quizás sí hubiese sido más fácil —reconoció— si no me quisiera. Tal
vez el dolor no sería tanto si esta fuese otra historia de amor no
correspondido. Y espero poder olvidar el minuto en que me dijo que me
quería, porque esas palabras solo servirán para atormentarme.
—Lo siento.
Ella suspiró, vencida. Ya no había más escudos ni barreras, solo ella,
una chica con el corazón en las manos, herido y sangrante. Pero había
esperanza en eso también, una retorcida y extraña esperanza que decía que,
si el corazón podía romperse, también podía repararse.
—No puedes evitar el amor para siempre —le dijo. Lo sabía. Xander lo
sabía—. No puedes esconderte de lo que hay dentro de ti mismo.
—¿Y qué quieres que haga?
—La única opción es atreverse. —Xander bufó. Sí, claro. Lo que
Elizabeth dijo a continuación, lo dijo sin dudas, sin titubeos; con una
resolución que hizo que Xander se volteara a mirarla, sin aliento—. Llegará
el día en que no te escondas, en que abras tu corazón… Y yo estaré ahí.
Estaré ahí, porque no hay nadie más en el mundo a quien preferiría esperar.
40
B A J O C A D A ( M A LD ITA ) P I E D R A
2018

E l primer instinto que Lianne tuvo fue gritar. «¡¿Qué mierda?!».


Quería escupírselo en la cara, dejar que sus impulsos tomaran el
control y exigirle que le explicase qué demonios estaba haciendo ahí, en su
colegio, con sus amigos.
La furia explotó dentro de ella, y todo el resto del mundo se desconectó
de su cabeza. ¿Qué hacia ella ahí? ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué ahora?
Lianne creyó que la interrogante de «Olivia» era una que podía dejar pasar,
porque jamás creyó que la vería de nuevo y porque, si lo pensaba, en
realidad no era importante. Pero ahí estaba ella, mirándola de reojo con una
expresión que la retaba a decir algo.
Solo eso era suficiente combustible para su fuego y sus ganas de gritarle
y ponerla en evidencia. ¿En evidencia de qué? Ni siquiera ella misma
podría responderse esa pregunta, sin embargo, todos sus instintos gritaban
desesperados que algo ahí estaba mal. Muy mal.
«Sé que recuerdas». Esas fueron sus últimas palabras, ¿no? Y luego ella
había desaparecido. Alice se lo había dicho cuando fue a visitarla en el
orfanato. Olivia se había ido y se había llevado con ella todas las respuestas
a sus preguntas. ¿Y ahora estaba en su colegio? Estaba mintiendo, y Lianne
era la única ahí que lo sabía.
Dio un paso, a punto de ir y decirle unas cuantas verdades, cuando
sintió una mano en su muñeca.
Desconcertada, Lianne vio a Jason, quien le devolvió la mirada llena de
preguntas en los ojos. «¿Estás bien?», quería decirle.
Fue como si alguien le hubiese subido el volumen al mundo, porque
todo le llegó de golpe.
—¿Lía? —Will estaba hablándole. Lianne lo miró. No debía haber
pasado mucho tiempo desde que llegaron, porque nadie, salvo Jason,
parecía haberse dado cuenta de todas las emociones que pasaron por su
cabeza en esos segundos—. Te decía que Livs tiene Química ahora,
entonces pensaba que tú y Maya podrían acompañarla —explicó, sonriendo.
Su mirada se encontró con la de Olivia por una fracción de segundo.
Lianne vio lo que nadie más veía en esos ojos azules y calculadores: algo
oscuro y podrido que no conseguía identificar. Supo que, por más que
deseaba enviarlos a todos al carajo, no podía hacerlo. No iba a caer en su
juego.
Así que respiró… y sonrió.
—Claro. Vamos.
Se forzó a poner su mejor cara. Juraría que Olivia sonrió también; no en
agradecimiento ni con entusiasmo, sino satisfecha, como si esa hubiese sido
justo la respuesta que esperaba de ella.
A la mierda.
Lianne se dio la vuelta y buscó a Jason. En frente de todos, le plantó un
beso en los labios que lo hizo tambalearse. Quizás empleó más fuerza de la
que pretendía, aunque eso no importaba. Escuchó silbidos y gritos a su
alrededor, de modo que, cuando ella dejó de besarlo y lo abrazó, nadie
escuchó lo que le murmuró al oído.
Jason solo asintió una vez, sin decir nada, y Lianne, Maya y Olivia se
encaminaron hacia la clase de Química.

Después de Química, tanto Maya como Olivia —para su suerte— tenían


otras clases, así que Lianne ni siquiera tuvo que inventarse una excusa para
no ir con ellas cuando sonó el timbre que anunciaba el receso. Se apresuró a
escurrirse por el aula y correr por los pasillos hacia el jardín, antes de que
alguno de sus amigos la divisara.
Jason la esperaba en una parte apartada del patio, oculta de las miradas
curiosas que se asomaban desde las ventanas de la cafetería. Fuera de ellos
dos, solo había un puñado de estudiantes que eligieron ese lugar para
disfrutar de un descanso tranquilo y en paz.
Lianne llegó sin aliento, con un extraño latido en su corazón que había
comenzado a sentir desde que se vio obligada a pasar una hora completa
escuchando a Olivia responder las preguntas de Maya con descaradas
mentiras, mientras que la observaba de reojo, desafiándola a contradecirla, a
revelar alguno de sus secretos.
Lianne no hizo tal cosa. Al menos, no todavía.
—Lía, ¿estás bien? —Fue lo primero que le preguntó Jason. Lianne lo
amó más por eso, aunque no podía concentrarse en esa clase de
sentimientos por el momento. No cuando sentía que se había tragado un
dulce amargo—. ¿Qué pasa? ¿Por qué me dijiste eso sobre Olivia?
«Ella miente. Receso. Jardín», fue todo lo que tuvo tiempo de susurrarle
mientras los demás celebraban su beso como unos tontos.
—La conozco, Jason. Lo que te dije es cierto, no es quien dice ser. Está
mintiendo.
—¿Cómo la conoces? —Quiso saber, sin desestimar lo que ella había
dicho—. ¿Sobre qué miente?
—No se mudó a la ciudad con su familia, y a su padre no lo
transfirieron en el trabajo. Esa no es la razón por la que está aquí. La conocí
en el orfanato, Jason. ¡Sus padres murieron! O eso es lo que dijo, ya no sé
qué creer. —Negó con la cabeza, frustrada.
Se llevó las manos a la sien y cerró los ojos, así que no pudo ver la
expresión del chico cuando preguntó:
—¿No es posible que la hayan adoptado? Después de que tú te fueras.
Negó de nuevo, abriendo los ojos.
Lianne se acercó a él, abrazándolo por la cintura, buscando su calor
reconfortante para el frío horrible que estaba empezando a apoderarse de
ella. Jason la abrazó de vuelta, y esperó paciente a que ordenara los
pensamientos dentro de su cabeza.
Al final, susurró:
—No se quedó en el orfanato.
La expresión de Jason se ensombreció.
—¿Cómo?
—Unas semanas luego de mi adopción, volví. Quería verla a ella más
que a nadie. Dijo algunas cosas y fui a exigirle respuestas. Olivia ya no
estaba ahí; había escapado. La policía la buscó, Jason, y nunca la
encontraron. Y ahora está aquí, como si nada… y eso no es todo. Cuando
vine a vivir con Dianna y Thomas, ella me dijo algo al despedirse de mí.
Dijo «sé que recuerdas». Me heló las venas entonces, y lo hace ahora
todavía más.
—Tú no le dijiste a nadie que habías recuperado la memoria. —Lianne
asintió.
—Exacto. No entendí cómo podía haberlo averiguado, o por qué me lo
decía de ese modo, como si fuera algo malo. Llegué a convencerme de que
solo estaba molesta porque no se lo conté, pero ahora sé que no era solo
eso, que había algo más. —Respiró profundo, sin poder creer lo que estaba
a punto de decir. Y lo soltó—. Sabe sobre mi familia, Jason. Sabe la verdad.
—Eso es imposible. —Negó él—. Si no se lo dijiste…
—Lo sabe de igual modo, porque fue ella la que dejó esas notas en mi
casillero.
El silencio que le siguió a esa frase fue aplastante. Jason se alejó unos
centímetros para verla mejor y, al ver que no había rastro de broma o duda
en sus ojos, todo en él se tensó. Antes de que pudiera preguntar, ella
explicó:
—Escribió algo en mi cuaderno. No lo firmó, pero sé que fue ella
porque puso algo que hablamos cuando estábamos solas. —Trató de hacer
memoria—. Algo sobre el odio, la pérdida y el dolor… No lo recuerdo muy
bien. Fue una de nuestras primeras conversaciones cuando llegué al
orfanato, y después de eso dejó de hablarme. Estuvo muy rara, me evitaba.
Yo no quise perseguirla, así que no hablamos más hasta que me fui y me
dijo eso. Entonces el tiempo pasó; no fue hasta semanas después que
descubrí su escrito en mi cuaderno. Por eso volví al orfanato, para
preguntarle qué demonios era lo que sabía y qué quería de mí…
—Ella ya no estaba.
Lianne asintió, despacio.
—Es la misma letra, Jason.
Jason meditó unos segundos. Lianne casi podía ver los engranajes
girando dentro de su cabeza. Luego de un momento, solo dijo:
—Muéstrame.
Como había dejado su cuaderno en casa, no pudo mostrarle en ese minuto.
Se pasaron la clase de Historia en silencio, lanzándose miradas preocupadas
de reojo, cada uno siguiendo un hilo de pensamientos que trataba de dar
respuesta a las mismas preguntas.
Jason trató de distraerla en algunas ocasiones, aunque solo conseguía
retener su atención unos cuantos segundos antes de que su cabeza volviese
a divagar.
«Me estás poniendo nervioso».
Lianne se encogía de hombros.
«Estoy nerviosa», susurraba ella, rogando porque el profesor no los
escuchase.
«Trata de pensar en algo más».
«¿Cómo qué?».
«No sé, qué tal… ¿Cuándo te gustaría volver a la casa de tus padres?
Podríamos ir esta semana». Eso consiguió traerla a la realidad, al presente.
Lo pensó un momento.
«¿Jueves, después de clases? Con suerte, ya se habrá resuelto toda esta
situación».
«Está bien».
Por supuesto, no fueron a comer con los demás al terminar la jornada.
Jason se inventó una excusa de que su madre lo necesitaba para algo
importante, y Lianne dijo que quería acompañarlo. Maya la miró con
sospecha, mas no dijo nada. Los demás tampoco lo cuestionaron.
¿Debería decírselo a sus amigas? ¿Le creerían? Dudaba que no lo
hicieran, especialmente considerando todo por lo que habían pasado juntas,
sin embargo, pensó que antes debería tener las cosas un poco más resueltas
o, por lo menos, alguna respuesta para enfrentar la avalancha de preguntas
que vendrían.
Caminaron a casa en silencio, intercambiando palabras de vez en
cuando. Lianne no sabía qué decir, porque no quería repetirse y, al mismo
tiempo, no podía sacar el tema de su cabeza.
—Si no fuera por las notas… —Le dijo en algún momento—. Si no
fuera por la forma en que me ha dicho esas cosas, no me molestaría que
estuviera aquí, ¿sabes? —Jason asintió—. ¿Es paranoico de mi parte sentir
que me está amenazando de alguna manera?
Él lo pensó un momento.
—No creo que sea paranoia si de hecho te está amenazando, Lía. Y no
me gusta nada.
—No lo ha dicho con esas palabras exactas… —Ni siquiera sabía por
qué la estaba defendiendo, o quizás solo intentaba quitarle peso a la
situación para no enojarse más.
No funcionó.
—Te dijo que sabe la verdad sobre tu familia, que mentiste. ¿Por qué te
lo diría si no quiere que seas consciente de eso? Me suena a que quiere
usarlo en tu contra, solo que no sé cómo.
Tenía razón.
—O para qué —añadió—. Todos ustedes ya lo saben.
—Todos… Excepto Will.
—Ya, pero ella no tiene cómo saberlo, ¿verdad? Es imposible que hayan
hablado de eso.
—No lo sé, Lía. No lo sé…
Eso fue todo, al menos hasta que llegaron a la casa de la chica. La
construcción de madera y vidrio apareció frente a ellos, y a Lianne le vino a
la mente el día en que llegó a vivir allí junto a Thomas y Dianna. El tiempo
era una cosa rara: parecía que había pasado una eternidad desde entonces,
cuando en realidad solo faltaban tres meses para que se cumpliera un año
desde aquel día.
Recordaba haberse sentido maravillada por la belleza y la grandeza del
lugar, sacado de sus más locas fantasías, y eso hizo que olvidara las
palabras que horas antes la habían dejado helada hasta el fondo de su ser.
Los Grace no estaban en casa, así que ambos subieron directo al tercer
piso, saltando los escalones de dos en dos. Lianne no dijo nada, sino que
arrojó su mochila sobre la cama y fue a buscar la caja donde guardaba sus
fotografías y donde también había quedado el cuaderno rojo, como una más
de sus memorias, sin páginas en blanco por llenar.
No guardó las cosas; comenzó a pasar las páginas mientras se sentaba
en el suelo, y sintió a Jason acomodarse a su lado. ¿Dónde estaba…?
—Aquí —susurró, extendiéndole el cuaderno a Jason.
—¿Tienes la otra nota?
—Sí, creo que sí.
Se levantó, apresurada, tratando de recordar en qué abrigo lo había
guardado. Ya no tenía la primera nota; se había deshecho cuando metió su
sudadera en la lavadora sin darse cuenta de que la bolita de papel estaba
dentro, pero la segunda tenía estar aún en el bolsillo de la chaqueta que usó
cuando se lo contó a Jason. ¿En qué día fue eso?
Maldición. Registró los bolsillos de todos sus abrigos hasta que, al fin,
encontró el papel arrugado en su abrigo verde.
Regresó junto a Jason, quien fruncía el ceño mientras miraba el
cuaderno, con las palabras escritas en una caligrafía completamente distinta
a la de Lianne, que ya había memorizado.
La chica se sentó en el suelo y colocó la nota arrugada sobre el
cuaderno. Las miró una junto a la otra; una en papel cuadriculado, rasgado
y arrugado, y la otra impecable en su hoja blanca:

Y justo debajo:
Lianne decidió que confrontaría a Olivia al día siguiente y averiguaría qué
demonios quería de ella.
Tenía que calcular su momento. No podía ser durante un receso; no
quería llamar la atención de todos. Tampoco en clase, ya que solo
compartían Cálculo y Amanda estaría presente, pero Música... En el
electivo estarían juntas, solas, pues Amanda y Maya irían a Artes.
Así que esperó. Mantuvo una sonrisa en su rostro durante todo el día y
fingió no darse cuenta de las miradas de reojo que Olivia le lanzaba. ¿Qué
pretendía con todo esto? Esperaba obtener respuestas en pocas horas.
Finalmente, llegó la clase de Música después del almuerzo. Lianne
sentía un nudo de nervios en el estómago ante la confrontación y, al mismo
tiempo… rabia. Mucha rabia.
Amanda, Maya, Olivia y ella caminaban juntas por el pasillo. Cuando
llegaron a la puerta de la sala de Arte, sus amigas se despidieron y Lianne
se quedó a solas con Olivia y sus mentiras. Notó que la puerta del aula
estaba abierta; la profesora todavía no llegaba.
Antes de que Olivia diera un solo paso, Lianne tiró de ella hacia el final
del pasillo, doblando en la esquina para quedar ocultas a la vista.
—Auch. —Se quejó Olivia, mas su rostro no mostraba ni dolor ni
molestia, solo una expresión engreída que Lianne deseaba borrar de su cara
—. ¿A qué se debe todo esto?
Lianne resopló.
—¿Qué te parece si dejamos de pretender que no sabemos quiénes
somos?
La expresión de la chica se tornó fría.
—Sí, pienso que sería bueno.
—¿Qué demonios haces aquí? ¿Qué es lo que quieres de mí, de mis
amigos?
Fue el turno de Olivia de resoplar.
—No sé de qué hablas.
—Desapareciste —enfatizó—. Fui a verte al orfanato y tú ya te habías
ido. ¿Dónde estabas?
—Por aquí y por allá —dijo, encogiéndose de hombros—. No veo cómo
es asunto tuyo.
—Sí, tienes razón —concedió Lianne—. Y yo no veo cómo mi familia y
mis recuerdos son asunto tuyo. ¿Por qué escribiste eso en mi cuaderno?
¿Por qué me dejaste esas notas? —Podía sentir que el nudo en su estómago
ahora se iba a hacia su garganta.
No iba a perder la compostura, no frente a ella, sin embargo, no
entendía nada de lo que estaba sucediendo y eso amenazaba con
desbordarla.
Olivia quiso fruncir el ceño, como si ella tampoco entendiera de qué
estaba hablándole, aunque le salió más como una sonrisa de satisfacción
que como cualquier otra cosa.
—No te he escrito nada —mintió.
Lianne perdió la paciencia.
—¡Tengo las notas! —casi gritó. De inmediato se arrepintió, mirando a
su alrededor para ver si alguien la había escuchado. Bajó la voz—. Tu letra
sigue siendo la misma, Olivia.
—La de tus notas, tal vez, pero si quieres probar algo con eso, me
aseguraré de que no lo consigas. No hay ningún registro de mí en ese
orfanato, Lianne —habló entre dientes—, nada que pruebe que no soy
exactamente quien digo ser.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué las mentiras, las amenazas…?
—Porque estoy buscando algo. Y cuando llegue el momento, tú vas a
ayudarme a encontrarlo.
—Ah, ¿sí? —la retó.
No había forma en el infierno de que fuese a ayudarla. Parecía que
Olivia leyó todo eso en su mirada, porque se acercó un paso más y,
susurrando, le dijo:
—Sí. ¿Quieres saber por qué? —Lianne no se movió—. Porque sé lo
que eres. Así que vas a ayudarme si no quieres que toda la escuela se entere
de lo que son tú y tu familia en realidad. Tus dos familias.
Lianne quiso chillarle: «¡¿sabes sobre la Incandescencia?!», pero algo la
detuvo. ¿Y qué si en realidad no sabía nada, si solo presentía que había algo
que ella estaba ocultando? No iba a revelarlo preguntándole al respecto.
—Nadie te creería.
—¿Quieres apostar?
41
D EC I R L A V E R D A D N O E S F Á C I L
2018

—T enemos que decírselo a Will. —Fue lo primero que dijo


Maya.
Había urgencia en su voz. Preocupación, dolor y urgencia.
Lianne decidió que no podía esperar para decirles lo que estaba
ocurriendo; no iba a cometer los mismos errores del pasado. Tenía que
confiar en sus amigas, en que ellas le creerían y la ayudarían, como habían
hecho decenas de veces antes. De modo que las invitó a su casa por la tarde,
tratando de fingir que estaba todo bien hasta que estuvieron fuera de la vista
de los demás.
Luego de su confrontación con Olivia, había llegado al aula de Historia
con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas. Tomó asiento junto a Jason
y él le dijo enseguida: «¿Qué pasó? ¿Por qué estás llorando?».
«No estoy llorando», había replicado ella. Y era cierto: no había
derramado ni una sola lágrima, por más que su cerebro irracional deseaba
hacerlo.
«Parece que quisieras hacerlo».
No estaba triste, precisamente. Estaba furiosa, molesta y frustrada.
Confundida, también, y eso fue lo que le dijo, antes de contarle en susurros
todo lo que había sucedido en su encuentro con Olivia. Se ganó varias
miradas reprobatorias del profesor a lo largo de la clase, pero no importaba;
solo era algo más que sumar a la lista de cosas que la estaban sacando de
quicio por el momento.
Y tanto ella como Jason se preguntaron: ¿qué era lo que Olivia estaba
buscando? Lianne se devanó los sesos tratando de pensar en algo sin tener
éxito.
¿Qué sabía de Olivia, la verdadera Olivia? La chica fría, calculadora y
burlona, no aquella que pretendía ser cada vez que había más gente
alrededor.
Nada. No sabía nada sobre ella, por lo que no había forma de saber
cuáles eran sus verdaderas intenciones. Ni siquiera sabía si el apellido que
estaba usando era real, como para tratar de averiguar algo. Lo dudaba
mucho.
Y si de verdad sabía sobre su familia, sobre la magia, ¿cómo…?
Alguien tendría que haberle contado, de seguro, pero ¿quién? ¿Por qué?
Les explicó todo eso a sus amigas, les mostró las notas, y su reacción
fue la que había anticipado: querían decírselo a Will.
—Estoy de acuerdo —le dijo a Maya, tratando de tranquilizarla—. Es
solo que… ¿Cómo? Quizás nos crea sobre la magia, podemos probárselo,
pero acerca de Olivia…
—No va a querer aceptarlo —murmuró Amanda, apenada—. Es su
primera novia.
—Tiene que hacerlo —urgió Maya—. Es mi mejor amigo, no puedo
permitir que salga lastimado por sus mentiras. Es mejor decírselo ahora,
antes de que se encariñe más con ella. Además…
Su voz se perdió hasta disolverse en el aire. Su mirada vagó por las
paredes, y tanto Amanda como Lianne la observaron, sin entender.
—Además, ¿qué?
—Lo está usando para llegar a ti. —No era una pregunta—. Vamos,
nadie va a poder convencerme de que ella no sabía quién era él cuando lo
conoció, de quién era amigo. Ni siquiera se sorprendió al verte en el
colegio, Lía: actuó como si nada. —Las tres compartieron una mirada.
Maya tenía razón, y ni siquiera habían pensado en eso—. No tiene
sentimientos por él, y si es como tú dices, romperá su corazón en mil
pedazos si es necesario.
—Tal vez podríamos partir por ahí —dijo Amanda—. Decirle que
Lianne y Olivia se conocieron en el orfanato, y que ella le está mintiendo
acerca de su familia y cómo llegó aquí.
—¿Y omitir la magia? —inquirió Maya.
—Quizás, por ahora, sea lo mejor. Es demasiado para procesar, Maya, y
no va a estar abierto a creernos.
Les pareció una buena idea, así que asintieron, asimilando lo que
tendrían que hacer más pronto que tarde.
—Lo haremos mañana —dijo Maya. Miró a Lianne—. No lleva ni tres
días en el colegio y ya está amenazándote; no me gusta nada. Mientras
antes se aleje de Will, mejor.

Decidieron que lo mejor sería que solo Lianne y Maya estuvieran presentes
cuando le contaran la verdad a Will. Lianne sería la encargada de explicar
lo que sabía, mientras Maya reforzaría sus palabras y trataría de hacerle
entender que solo buscaban su bienestar. Esperaban que fuera suficiente.
Era miércoles, el día en que Will tenía clases de música con Olivia
después del horario escolar. Debían actuar antes de eso. Esperaron hasta el
receso, cuando Maya le pidió a Will que la acompañara al jardín. Si bien no
era la situación ideal y no disponían de mucho tiempo para hablar con
tranquilidad, Maya no quería retrasarlo.
Lianne ya los esperaba en el lugar acordado. Will y Maya llegaron unos
minutos después de que sonara el timbre, y al ver a Lianne, la expresión de
Will se tornó confusa.
—¿Lía? —Fue su saludo, sorprendido de verla ahí.
Cuando Lianne quiso hablar, las palabras la abandonaron. Entonces
Maya comenzó, jugueteando nerviosa con sus manos.
—Disculpa que no te dijera nada. —Maya carraspeó y respiró profundo,
dándose ánimo para continuar—. Queríamos hablar contigo sobre… Sobre
Olivia.
—¿Qué pasa con ella? —inquirió Will, y aunque su tono era curioso e
inocente, ya no había sonrisas en él.
Lianne intervino.
—Yo la conocía… de antes. El lunes, cuando llegaron, no era la primera
vez que la veía.
Will la miró como preguntando «¿qué tiene de malo?» y, al mismo
tiempo, «¿qué quieres decir con eso?».
Lianne le contó todo con detalles, esperando que eso lo hiciera más
creíble y verosímil; desde su llegada al orfanato, la bienvenida que le
hicieron, la conversación en la sala del piano… hasta las notas. Le mostró la
que guardaba, y él las recibió sin decir palabra, confundido y anonadado.
Cuando Lianne terminó de hablar, miró a Maya. Esta añadió:
—Sé que esto es… repentino e inesperado y, francamente, horrible.
Pero estoy preocupada, Will. Lo que menos quiero es que salgas herido, no
quiero que te haga daño…
—Maya… —comenzó él, inspirando de súbito—. La única que está
lastimándome en este momento, eres tú. Ustedes. —Las miró a ambas—.
¿Por qué me dicen todo esto sobre ella? Ni siquiera la conocen.
—¡Eso es lo que tratamos de decirte! —chilló Maya—. Lianne sí la
conoce, y por eso sabemos que está mintiendo. Ella…
—No quiero escucharlo, Maya.
—Will…
—No —interrumpió de nuevo él—. Basta, por favor. Ella me dijo que
intentarían algo como esto —miró a Lianne—, me contó de su conversación
en el pasillo el otro día, dijo que intentarías poner a mis amigos en su
contra.
Lianne quiso golpear algo.
—¿Qué? ¿Por qué querríamos hacer eso sin razón, Will?
Él negó con la cabeza, mirando hacia otro lado, como si ya no soportara
verlas.
—Y estas notas… —añadió, devolviéndoselas a Lianne, quien apenas
tuvo tiempo de cogerlas antes de que él las soltara—. Esa ni siquiera es su
letra.
Si quieres probar algo con eso, me aseguraré de que no lo consigas.
Debió haberlo sabido.
—No quiero escuchar más de esto.
Will se dio la vuelta para marcharse, sin embargo, Maya no iba a dejarlo
ir así de fácil.
—¡William! ¡No puedes solo irte! Te decimos esto porque te queremos
—enfatizó—. No quiero que ella te utilice para…
—¿Para qué? —espetó—. ¿Te estás escuchando?
Maya perdió la compostura.
—¡La conoces desde hace un mes, maldita sea! —Lágrimas empezaron
a salir de sus ojos. Si eran lágrimas de frustración, enojo o pena, Lianne no
lo sabía—. ¿Cómo puedes creerle a ella antes que a mí? ¡Hemos sido
amigos por años!
El silencio de Will pareció durar una eternidad. Al final, soltó un
suspiro y, sin decir una palabra más, optó por marcharse.
Las dos muchachas observaron perplejas la espalda de Will hasta que su
silueta se perdió al interior del edificio. Lianne se resistió a hablar, sintiendo
que su pequeño momento de calma iba derrumbarse si lo hacía.
Entonces miró a Maya, y vio que ella lloraba.
—Maya…
—No lo entiendo —susurró—. Sabía que le costaría aceptarlo, pero no
pensé que no nos creería ni una palabra, que confiaría más en ella que en
mí.
Lo dijo tan dolida…
—Maya —susurró Lianne de vuelta.
No había nada que decir, así que solo la abrazó.

—Tenemos que decirle sobre la Incandescencia —declaró Amanda cuando


le contaron lo sucedido.
—Sí, porque decirle la verdad salió muy bien la última vez —replicó
Maya.
Amanda continuó sin hacer caso de su tono:
—Creímos que no sería necesario soltarle la bomba de esta manera, que
creería lo demás porque confía en nosotras… claramente está cegado, no
querrá creer que la primera chica con la que sale lo ha estado manipulando.
En cierto modo… lo entiendo. —Maya la miró como un cachorro herido.
Amanda le tomó la mano—. Decirle esto podría ayudarlo a entender el
porqué.
—«Podría», siendo la palabra clave —suspiró Lianne.
Maya la miró.
—¿Qué otra opción tenemos?
No la había. Las tres lo sabían, de modo que llegaron al acuerdo tácito
de contarle toda la verdad en cuanto tuvieran oportunidad, esperando que
esta vez estuviera dispuesto a escuchar. Sin embargo, el resto del día
transcurrió sin avistamientos de Will o de Olivia. ¿Se habían ido, así sin
más? ¿Acaso Will le había contado todo?
Olivia, por otra parte, brillaba por su ausencia. «Mejor», pensó Lianne.
La mañana siguiente, en cuanto vieron a Will caminando por el pasillo,
Maya, Amanda y Lianne se acercaron para hablar con él. Maya intentó
detenerlo, pero él la ignoró por completo. Era evidente que aún estaba
enfadado, así que lo dejaron tranquilo durante el trascurso del día.
Decidieron volver a intentarlo después de las clases, antes de que
Lianne se marchara con Jason, si es que lograban irse; Lianne ya no sabía
qué esperar de esa conversación. Fue Amanda quien finalmente logró captar
su atención:
—Will, ¿podemos hablar?
Resignado, él se detuvo.
—¿Ahora qué? ¿Te involucraron a ti también?
—Siempre lo supe, solo pensamos que sería mejor… Supongo que ya
no importa.
Will no dijo nada, de modo que Maya se adelantó.
—Siento todo lo que pasó ayer, ¿vale? Pero no puedes desaparecer de
esa forma —lo retó—. Todavía queremos hablar contigo.
—No quiero escuchar más sobre Liv…
—No es exactamente… sobre ella —interrumpió Lianne—. Tiene que
ver, sí, pero también es sobre mí. Sobre mi familia y sobre Amanda. —Will
deslizó su vista hacia la mencionada, quien asintió una sola vez,
confirmando sus palabras—. Quizás te ayudaría a entender…
—Ahora es cuando me cuentas sobre la Incandescencia, ¿no? —espetó
Will, su voz fría y su mirada llena de acero. Lianne se quedó de piedra, su
corazón se precipitó hacia el suelo—. No te molestes; ya lo sé todo.
Lianne, Amanda y Maya compartieron una mirada cargada de
perplejidad y desconcierto. Habían escuchado bien, ¿verdad?
—Will, ¿qué…? —comenzó Lianne. Él la detuvo con un gesto de la
mano.
—Me lo dijo todo. Y lo peor es que yo sabía, ¡sabía! —casi gritó— que
las tres estaban ocultándome algo grande, aunque ¿esto? —resopló, y por
más que su expresión trataba de ser molesta, solo se veía herido—. Tengo
que decir que jamás me lo hubiese imaginado.
—¿Qué te dijo? —exigió Lianne, ya que ninguna de sus amigas
reaccionaba.
Sintió la furia bullir en su interior, como una olla con agua al fuego que
estaba a punto de hervir. Quiso gritar.
—Sé lo de la magia, Lianne —bajó la voz—. Sobre el fénix, sobre el…
asesinato de tu familia. Dices que es ella la que miente al respecto, pero
eres tú la que está llena de secretos. Secretos y mentiras.
Las palabras fueron un golpe bajo, un puñado de sal lanzado directo a
todas sus heridas, mas Lianne estaba demasiado enojada para sentirse
dolida por ello. En ese minuto, solo fue combustible para su ira.
—¿Y tú le crees? ¿Le creíste todo, así como así? —habló Maya, su voz
disminuida por la cantidad de emociones que estaba experimentando. Se
sentía traicionada—. ¿Sin pruebas?
Will no quiso decir que sí. No de forma explícita, mas no hacía falta.
Quedaba claro.
—Me parece que esto es prueba suficiente.
Les dedicó una última mirada y, tal como el día anterior, se dio la vuelta
para irse a casa. Esta vez nadie intentó detenerlo.
42
«NO TODO»
2018

L uego de eso, los ánimos quedaron por los suelos. Maya quiso
marcharse de inmediato y no permitió que ninguna de sus amigas la
acompañara; deseaba estar sola esa tarde, así que respetaron su decisión.
Amanda y Lianne esperaron a Jason y Lucas, despidiéndose poco después.
No hablaron sobre lo ocurrido, pues era evidente que solo deseaban
regresar a casa. Además, de seguro Amanda informaría a Lucas en el
camino.
Lianne y Jason decidieron seguir con su plan original y dirigirse a su
antigua casa, ¡como si todos sus planes no acabaran de estallar en sus caras!
No hacía falta decir nada para que Jason se diera cuenta de que estaba
furiosa: casi le salía vapor por las orejas, y todo cobró sentido cuando ella le
contó lo sucedido.
Will lo sabía todo.
Olivia lo sabía todo, y se lo había revelado.
Jason no tenía más que añadir. Se daba cuenta de que todos los cuidados
y planificaciones que habían tenido se les habían vuelto en contra, de modo
que no hablaron más durante el trayecto. Jason dejó que Lianne se perdiera
en sus pensamientos, mientras él hacía lo mismo, tratando de encontrar una
solución a todos sus problemas.
Tomaron el autobús en la carretera, ya que ese día Holly necesitaba el
auto. Supuso que era bueno, porque el aire fresco les vendría bien, aunque
el día se volvía cada vez más oscuro y tormentoso. Tal vez deberían haber
consultado el clima antes de tomar una decisión.
Caminaron por el bosque hasta que la tormenta los alcanzó. La lluvia
era tan fuerte que traspasaba el espeso follaje de los árboles como si no
existiera. Pronto, el suave aroma del bosque fue reemplazado por el olor
húmedo de las hojas empapadas que cubrían el suelo. Corrieron al
principio, antes de aceptar que estaban demasiado lejos de la casa como
para ganarle a la naturaleza.
Cuando por fin llegaron, ambos se apresuraron a refugiarse bajo el
porche. Lianne metió a la mochila los dedos torpes, fríos y temblorosos,
tratando de encontrar las llaves. A medida que pasaban los segundos y
sentía la mirada intensa de Jason sobre ella, empezó a ponerse nerviosa.
¿Dónde estaban las malditas llaves...? Su enfado, aún presente, no ayudaba
en absoluto.
Es que ese día no podía empeorar.
Refunfuñando, Lianne entró a la casa, olvidando por un momento que
Jason venía tras ella cuando azotó la puerta para cerrarla. Él la atajó justo
antes de que le diera en la cara, arqueando las cejas con sorpresa y salvando
a la pobre puerta de un golpe innecesario.
—Perdona —susurró ella, avergonzada.
Jason suspiró con fuerza y no dejó de mirarla como si pensara «¿es en
serio?». O bien «no te desquites con la casa». Lianne soltó todo de golpe; su
corazón latía a mil por segundo
—Es solo que… ¡Estoy enojada, ¿vale?! ¡Muchísimo! Todo está mal,
¿te das cuenta de eso? Jodidamente mal. Teníamos un plan, por primera vez
en toda esta historia, íbamos a adelantarnos a las circunstancias y ya ves. —
Se quedó sin aire. Jason pensó que eso sería todo, pero entonces…—. ¡¿Y
sabes qué?! —chilló, casi riendo de la ironía—. ¡Estoy hasta la mierda de
Olivia! —Jason abrió todavía más los ojos si era posible. Nunca la había
oído hablar así—. Aparece bajo cada maldita piedra, siempre está ahí y, de
alguna forma, consigue arruinarlo todo. A cada paso que das, ahí está la
maldita Olivia.
Jason quiso reír. Se contuvo, sabiendo que eso solo le ganaría el enojo
de Lianne, aunque una parte de él no podía evitar pensar en que era lindo
verla tan molesta por algo normal, para variar: una compañera que no
agradaba. ¿Había algo más mundano que eso?
—Voy a confrontarla. Tengo que saber cómo demonios es que sabe,
antes de que abra la boca con alguien más —suspiró, vencida al fin—.
Todo… Todo está mal, Jason.
Jason clavó sus ojos en ella como tantas otras veces. Sin embargo, ahora
se preguntó algo diferente: ¿qué pensaría él si esa fuese la primera vez que
la viera? No la conocería, por supuesto, definió. No sabría lo asombrosa que
era, ni lo hermoso que tocaba el piano. Solo vería a una chica empapada por
la lluvia, con el cabello oscuro goteando, pegado a la cara. Una chica con
ojos curiosos y paso trémulo debido al frío. No habría nada y a la vez habría
todo para amar.
—No todo, Lía —le sonrió—. Te ves preciosa —le dijo cuando ella iba
a preguntarle qué pasaba por su mente (el enojo evaporándose con cada
segundo) y por qué la observaba de esa forma—. Y te amo.
Era la primera vez que se lo decía, mas supo en ese instante que, entre
ellos, esas palabras estuvieron escritas desde el principio, que estaban
destinadas a ser dichas y, por el modo en que ella lo besó, sonriendo, supo
que sentía lo mismo.
En realidad, lo había sabido todo ese tiempo, pero nunca se sintió más
libre de decirlo que ahí, en ese mismo instante.
—Y yo te amo a ti, Jason.
No lo dijo en un susurro o un murmullo: lo dijo alto, sin temor ni
vergüenza, como debía ser.
Él sonrió más amplio y radiante que nunca, y Lianne no pudo evitar
preguntarse si su corazón se habría saltado un latido al escucharla decir que
lo amaba, tal como hizo el suyo.
Jason se acercó a ella. La manera en que cada parte de sus cuerpos se
tocaba —desde sus frentes unidas, el pecho, las caderas, las piernas— era
tan íntima que Lianne sintió el calor recorrer todos sus nervios.
Sí, estaba empapada, estilando agua por todas partes, y nunca se había
sentido más cómoda. Y sí, habían muchas cosas que estaban mal, muchas
cosas que tenían que resolver antes de poder decir «sí, lo logramos», sin
embargo, ellos no eran una de esas cosas. Nada más importaba, y nunca se
había sentido más segura que estando entre sus brazos.
—¿Recuerdas que por varias semanas no quisiste estar conmigo? —
susurró él, su aliento acariciándole la punta de la nariz.
Lianne lo recordaba. Nunca en su vida anterior supo lo que era sufrir
por amor, pero lo supo entonces, en el segundo en que le dijo que no podían
estar juntos. No tenía ninguna intención de revivirlo.
—Sí. Me acuerdo.
—Incluso ahí, cuando todo parecía imposible, sabía que esto terminaría
así, contigo y conmigo de esta forma.
—Ah, ¿sí? —lo retó.
Jason asintió sin despegarse ni un centímetro de ella.
—Te amé entonces, y te amo ahora, y aun cuando tú lo hubieses negado
hasta la muerte, yo sabía que también me querías.
—No lo hubiese negado —replicó ella, susurrando también, como si
temiera romper el orden del universo si hablaba más fuerte—. Porque sí, lo
hacía. Aunque no te conocía, aunque no pudiese explicarlo y aunque sentía
que no debía. Algo dentro de mí respondía a ti.
—Cuando me dijiste que sí estarías conmigo, pensé que ninguna otra
palabra que me dijeras me haría sentir como ese día —sonrió al recordarlo
—. Estaba eufórico. Y, a pesar de todo, creo que me equivocaba.
Lianne, intuyendo por dónde iban sus pensamientos, ensanchó su
sonrisa y llevó una de las manos a la mejilla del chico. Tenía la pelusilla de
la barba que empezaba a nacer después de afeitarse, y le hacía cosquillas en
los dedos cuando lo tocaba.
—¿Te equivocabas?
—Sí. Porque no tienes ni idea de cómo me siento ahora.
Acalorada otra vez, Lianne no pensó que las palabras le fueran a salir.
Solo consiguió soltar:
—Creo que me lo imagino.
No esperó a que él respondiera para besarlo. Se puso en puntillas y
juntó sus labios con más deseo del que había sentido nunca. Lo quería, lo
amaba y lo deseaba, así como deseaba todo lo que pudiera vivir junto a él.
Y supo, entonces, que quería llegar hasta el final.
Sin ver y, por supuesto, sin dejar de besarlo, se quitó las zapatillas de un
tirón. Se dio cuenta de que estaba avanzando hacia atrás; Jason dio un
vistazo rápido para calcular dónde estaba la pared y extendió el brazo detrás
de ella. Pronto estuvo apoyada contra la isla de la cocina. Se sintió atrapada
en un espacio pequeño y, aunque eso jamás le había gustado, pensó que
estar entre un mueble y Jason no era lo peor del mundo.
No, no era lo peor ni de lejos, mucho menos cuando, en un impulso, se
subió a la mesa y enredó las piernas en sus caderas, atrapándolo también
con su cuerpo.
Él jadeó entre sus labios como si lo hubiera golpeado y se hubiese
quedado sin aliento. Por una milésima de segundo, Lianne pensó en
soltarlo, pero terminó haciendo lo contrario, apretando más las piernas a su
alrededor. Sintió cada músculo tensarse en el cuerpo de Jason, y las manos
de él se cerraron en torno a su cintura, como si buscara memorizar cada una
de sus curvas, y recorrieron su espalda, sus caderas, su cuello, su clavícula y
su pecho.
En algún minuto el corazón le iba a explotar, estaba segura, y no sabía si
era por la expectación o porque cada vez que él suspiraba sentía su aliento
dentro de su boca y se le erizaba la piel. Eran esas y todas las otras cosas
que estaban a punto de hacer lo que convertía su sangre en vapor y burbujas
dentro de sus venas.
Jason le apartó el pelo que caía sobre su cuello, todavía con la vista fija
en sus labios y los ojos nublados. Besó el punto donde le latía el pulso, justo
sobre la piel sensible, cerca de su oreja.
Lianne no pudo más. Quería eso: a él, sin barreras entre sus cuerpos.
Tomó la iniciativa, sabiendo que él podría no atreverse a hacerlo por
todo lo que habían hablado antes. Se aferró a los bordes de su camiseta con
decisión; la tela empapada se le pegaba al torso. Lianne tiró de ella hacia
arriba, y si una pequeña parte de ella creyó que Jason opondría resistencia,
no fue el caso. Él lo dejó ser, y terminó de sacarse la prenda por sobre la
cabeza. Cayó lejos, ninguno supo dónde.
A esa camiseta pronto se le unió la de Lía y, a pesar de que era la
primera vez que estaba semi desnuda con un chico, no sintió vergüenza
como pensó que lo haría. Se sintió… bien. No como si estuviera expuesta,
sino que en confianza. En completa y absoluta confianza.
Jason se quedó un minuto mirando su cuerpo, recorriendo su piel con
los ojos oscuros y las pupilas dilatadas. Lianne no estaba cien por ciento
segura de que él estuviese respirando. O ella, para ese caso, porque contuvo
el aliento y no objetó mientras él la examinaba. Levantó una mano y la puso
justo sobre el corazón desaforado de Jason: sentía los golpes que daba bajo
su palma, rápidos y constantes. Trató de no quedarse embobada mirándolo,
admirando su piel bronceada o sus músculos marcados por el ejercicio
constante, pero falló estrepitosamente.
—Lía —dijo Jason con la voz ronca. Alzó la vista para mirarlo, mas no
dijo nada, solo esperó—. ¿Quieres que pa…?
—No. —Sabía lo que iba a preguntar. Jason se separó de ella y la
observó, con la interrogante todavía en los ojos—. No, no quiero que pares.
—¿Estás segura?
—Más que nada.
—Si cambias de opinión…
—Te lo diré. Lo prometo.
Él asintió, y antes de que volviera a besarla y Lianne perdiera la
concentración, desenroscó las piernas de su torso y se bajó de la mesa.
Por un instante, Jason la miró sin comprender nada, pero ella lo tomó de
la mano y dijo:
—Ven conmigo.
Él no discutió.
Lo guió escaleras arriba. Ahora que su piel ya no estaba en contacto con
la suya, un escalofrío recorrió su cuerpo, haciéndola temblar. Era consciente
de que seguía empapada, con el cabello mojado y los jeans pegados a la
piel… y moría por quitárselos. Más bien, que él se los quitara.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
Llevó a Jason hacia la habitación que una vez fue suya… Seguía siendo
suya. Con él volvería a reclamarla, porque pensó que, tal vez, sería posible
crear nuevos recuerdos en esa casa, y vivir momentos que no estuviesen
plagados de dolor, sino de cosas buenas, de paz y felicidad, como lo hizo en
el pasado. No tenía que marcarla para siempre con el único recuerdo
horrible que tenía de ella. Porque sí, era espantoso, mas no toda su vida
había sido así.
Ansiaba poder regresar y revivir las risas que soltó hasta que le dolió el
estómago, o las noches en las que se quedaban despiertas viendo películas
infantiles con su hermana, lanzando palomitas al aire para tratar de
atraparlas con la boca. Quería volver a sentir las horas que pasó junto al
piano, el mismo que su madre solía tocar y en el que le enseñó desde niña;
recrear los abrazos, escuchar las palabras y consejos que su padre le dio
mientras se sentaban juntos en el solitario sillón frente a la chimenea,
mientras la noche caía afuera.
Y crear nuevos recuerdos también, memorias que guardaría como un
tesoro dentro de su mente y su corazón.
Aunque no se lo dijo a Jason, en su interior le agradecía infinitamente
por estar allí con ella ese día hacía meses: sabía que, si no hubiera sido por
él, quizás nunca habría encontrado el coraje para regresar.
Entraron juntos a la habitación, y ella dejó que Jason se sentara en la
cama primero. No necesitó preguntarse qué hacer a continuación, porque él
la atrajo hacia sí y en un instante volvió a estar contra su pecho, su piel
transmitiéndole el calor que le faltaba.
Se deshicieron de la ropa que todavía traían sin decir nada, entre
suspiros, miradas que atravesaban el alma y besos a ojos cerrados. Y
sonrisas, muchas sonrisas, porque cada vez que uno de los dos se apartaba
un par de milímetros, ya sea para recuperar el aliento o solo para
observarse, sonreían. Sonreían porque sí, porque estaban juntos, porque
eran felices.
43
EXPUESTOS
1885

V er a Elizabeth luego de su confesión se volvía cada vez más difícil


para Xander. No podía estar junto a ella sin verse forzado a
recordar cada una de sus palabras, y el efecto que tuvieron en él. Mirarla
significaba revivir la pasión y el dolor abrazados dentro de sus ojos, que le
lanzaban miradas furtivas desde el otro lado de la mesa, la habitación o
donde quiera que se encontrasen. Ellos querían decirle: «estoy aquí. Estoy
esperando».
Parecía que Elizabeth ponía especial esfuerzo en volverlo loco: siempre
que la veía aparecer, la encontraba más hermosa que la vez anterior. Xander
no estaba seguro de si era un truco o si él estaba perdiendo la cabeza, pues
la anhelaba porque sí y porque no; cuando la observaba con el cabello
suelto, solo deseaba pasar los dedos por sus ondas, y cuando lo llevaba
recogido, dejando a la vista la curva de su hombro, solo podía pensar en
cómo se sentiría esa piel bajo sus labios.
Y en cada encuentro, sin falta, sentía la terrible necesidad de tomarla y
besarla y abrazarla con tanta fuerza que se hicieran uno solo, mezclando
todo su deseo por ella con el dolor de no poder tenerla. A veces se
sorprendía observándola durante más tiempo del debido, cautivado por el
hoyuelo que se formaba en su mejilla izquierda cuando ella sonreía.
Elizabeth solía cenar con los Lacroix dos o tres veces por semana, y
Xander, siendo un masoquista, no podía resistirse a la oportunidad de pasar
tiempo juntos, incluso si sentía que otra parte de él moría por dentro. No
verla sería peor.
En otras ocasiones, era Xander quien sorprendía a Elizabeth mirándolo
cuando creía que él no estaba prestando atención, casi esperando descifrar
lo que pasaba por su mente. Y cuando él volteaba, alcanzaba a ver un
destello de tristeza antes de que ella le sonriera como si nada. Eso lo
destruía. Podía soportar su propio sufrimiento, repitiéndose a sí mismo de
que lo hacía para protegerla. Lo que no podía aguantar era lastimarla.
Verla era notar el nudo en su garganta, recordándole lo cerca que había
estado de la felicidad, del amor que no podía permitirse. Era sentir una
constante mezcla de anhelo, ternura y dolor. Le oprimía le pecho como un
puño estrujándole el corazón, y lo hacía sentirse como un maldito niño que
quería escaparse del mundo y llorar en un rincón.
Habían acordado no volver a mencionar sus sentimientos, y ambos
ignoraban lo mejor que podían las emociones que flotaban en el aire, más
presentes que nunca.
Las semanas pasaron y Xander encontró cierto consuelo en el hecho de
que, al menos, podía ver a Elizabeth y estar cerca de ella de alguna manera
u otra.
—¿Cómo va el trabajo?
Xander salió de sus pensamientos de golpe. A su lado estaba Oliver;
casi había conseguido olvidar su presencia en la sala, perdiéndose en sus
cavilaciones, pero el hecho de que le estuviese preguntando algo sobre su
vida personal tenía que ser una broma, ¿verdad? Debía ocultar algo.
—Nunca me preguntas sobre eso —respondió con sospecha—. ¿Por qué
quieres saber?
Oliver rodó los ojos, exasperado. Xander quiso bufar; la conversación
acababa de empezar y su hermano ya estaba harto. Era gracioso y
mortificante al mismo tiempo, mas contuvo sus comentarios. Quería ver
hasta dónde llegaba.
—Precisamente porque nunca te lo he preguntado. —Su tono era del
tedio más absoluto. Xander arqueó una ceja—. Porque, a diferencia de ti, yo
no necesito trabajar como imbécil para ganarme la vida.
No, claro que no. En el pasado, a Xander le habría molestado el
comentario, dolido. Ahora solo sentía lástima.
—Tú y yo no somos lo mismo. —Fue todo lo que dijo.
—Eso está claro —espetó. Entonces, lo pensó mejor—. Solo quiero
decir —parecía estar conteniendo su odiosidad con cada fibra de su ser—,
que la señorita Greenbriar parece estar pasando mucho tiempo ahí, ¿no?
Cada músculo del cuerpo de Xander se tensó. Se esforzó para que no se
notara; no quería demostrarle a Oliver lo mucho que le importaba Elizabeth
—a quien iba a ver en unas horas para la cena en casa de Julien—. Todos
sus nervios se pusieron en alerta. ¿Por qué demonios quería saber Oliver
sobre Elizabeth?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Es que eso es todo lo que sabes decir? —Oliver perdió la paciencia
—. ¿Por qué crees, idiota? Me interesa.
Xander quiso vomitar.
—Ella no está buscando esposo.
No Oliver. Si no podía ser Xander, entonces quien fuera, pero no él.
—No puedes saber eso.
—Sí, de hecho, sí.
—Bien —aceptó Oliver, sin embargo, su maldita sonrisa estaba ahí. Eso
asustó a Xander y lo enojó de igual manera—. No está buscando esposo
todavía, pero una chica como ella se va a casar en algún momento, y será
conmigo.
Xander apretó la mandíbula, tratando de respirar e ignorar la furia que
estaba por salir de sus malditos poros. Quería concentrarse en la brisa de la
tarde o en los minutos que faltaban para salir de ahí; lo que fuera para no
despertar a la magia asesina dentro suyo.
—Lo dudo —gruñó.
—Ella es lo mejor que hay en esta estúpida aldea. Una mujer así es todo
lo que necesito.
—Solo has hablado con ella una vez —le hizo ver, horrorizado ante la
situación—. No la conoces.
—¿Necesito hacerlo? —se burló su hermano—. ¿Es que no la has visto?
—dijo con elocuencia, haciendo curvas con las manos. Cerdo asqueroso,
pensó Xander—. No tengo conocerla para desearla.
Iba a romperle los dientes. Volvió a respirar, luchando por contenerse.
No miró a Oliver, porque imaginaba la expresión que tendría y, entonces,
Xander no tendría más remedio que dejar salir su magia.
—Puede que ella opine distinto.
—Bah, eso puede cambiar. Te lo digo: ella será mi esposa. Voy a ser el
único que alardee sobre lo que hay bajo esos vestidos…
Ya estaba.
Oliver quedó en silencio cuando el puño de Xander impactó en su
mandíbula. Y vaya si se sentía bien. El mero pensamiento de su hermano
con Elizabeth, tocándola, estando con ella de esa manera, lo llenaba de
repugnancia. Era más de lo que estaba dispuesto a soportar.
El imbécil no tenía ni idea de que era él a quien ella quería, y le hervía
la sangre de las ganas que tenía de sacárselo en cara. No lo hizo. Primero,
porque Elizabeth no era un objeto del cual presumir, y segundo, porque solo
aumentaría el deseo de Oliver por ella, y Xander jamás querría guiarlo por
ese camino.
En algún momento tendría que aceptar que Elizabeth eligiera a alguien
más, pero ese día no era hoy, y ese alguien no sería su hermano. Sería
alguien bueno, decente, que la amara como él lo hacía. Por ahora, se
conformaba con lanzar su magia sobre la cara odiosa de Oliver y borrar
cada pensamiento lascivo sobre Elizabeth Greenbriar de su mente, incluso
si eso significaba verlo ahogarse en su propia baba.
Contrólate, se dijo, justo antes de que el puñetazo de Oliver encontrara
su ojo. ¿Por qué, maldita sea, siempre tenía que ser el ojo? Xander vio
estrellas, mas la rabia y el odio en su interior no menguaron. No le
importaba ese dolor, de hecho, era casi bienvenido, porque, por un segundo
mientras peleaba con Oliver, lo único que sintió fue ira y ardor en el rostro
donde lo había golpeado. Nada más. Pudo olvidar, por un instante, aquella
presión constante que se había instalado en su pecho hacía semanas y se
había negado a irse, esa que lo hacía ver un par de ojos verde-dorados cada
vez que se iba a dormir.
Oliver escupió saliva y sangre.
—¡¿Acaso la quieres para ti?! —le espetó a Xander—. Eso NUNCA va
a pasar. ¡Despierta de una maldita vez!
—¡No tengo que quererla para patearte el culo por ser un cerdo!
Oliver soltó un rugido y lanzó llamas desde su mano hacia él. Xander
las esquivó, como lo haría con cualquier objeto arrojado hacia él, incluso si
sabía que no le causarían daño.
La cortina detrás de ellos se incendió, consumiéndose desde abajo.
Ninguno le prestó atención.
Oliver Raven era todo cuanto Xander repudiaba, y en ese minuto, más
que nunca, supo que no le importaría matarlo si eso significaba proteger a
Elizabeth de sus garras.
Se odió a sí mismo de solo pensarlo; no pudo evitar preguntarse si era
su resentimiento hablando, los años de burlas y desprecio, o si era el poder
dentro de su cuerpo, que rugía despierto, desesperado por salir.
Una llama surgió en su mano. Con el tiempo, Xander había logrado
convocarlas. No era del todo inútil en ese aspecto, pero sabía que nunca
podría vencer a su hermano con ese poder. De todos modos, lanzó la llama
hacia él, esperando, al menos, chamuscarle el cabello. No sucedió.
Oliver soltó una carcajada.
—¿Eso es lo mejor que tienes?
Xander arremetió contra él con toda su fuerza y peso. Ya no estaba
seguro de quién golpeaba a quién; los puñetazos se perdieron unos con
otros, y en algún momento Xander también se perdió a sí mismo. Era un
frenesí, la furia no disminuía y ya no le importaba revelar su verdadero ser:
quería a ese imbécil fuera de su vida, a él y a su padre. Los odiaba tanto que
estaría feliz de acabar con ellos uno a la vez, tomándose su maldito tiempo.
La magia negra ronroneó en su interior; una pregunta y una súplica.
Sal, le dijo Xander.
Sintió el poder extenderse, viajar por su interior desde su pecho hacia
sus manos, reptando como una serpiente oscura y llena de muerte.
—¡¿Qué demonios está sucediendo aquí?!
El chillido de su madre cortó sus hilos como si se hubiese desarmado.
El poder retrocedió. Se escondió dentro, tan profundo que Xander dejó de
sentirlo.
Layla estaba tras ellos, observando la escena con horror: sus dos hijos
tumbados en el suelo de la sala, ensangrentados, mientras la cortina ardía en
llamas. Sacudiendo la cabeza con incredulidad, extendió la mano y el fuego
se apagó, no solo el de la cortina, sino también el de la chimenea. Ella
nunca utilizaba sus poderes.
En cuanto Xander cayó en la cuenta de que estaba encima de su
hermano, se puso de pie con rapidez, sin querer permanecer cerca ni un
segundo más. Respiró tratando de calmar su cuerpo, su mente. Entonces,
empezó a sentir el dolor. El puño, la cara, las costillas donde habían sido
golpeadas.
Oliver se levantó también, alejándose por instinto e intentando contener
la sangre que salía de su labio.
—¡¿No pueden actuar cono hermanos por una vez?!
Su voz fue fría, tal como su magia, al responder:
—Nunca hemos sido hermanos, madre. —Iba a irse, pero entonces…
No pudo evitarlo—. Nunca hemos sido hermanos, así como nunca hemos
sido una puta familia. ¡Deja de engañarte y acepta la realidad! ¡Estamos
rotos! Y eso es decir mucho, porque no estoy seguro de si alguna vez
estuvimos completos.
Oliver bufó, sin discutir por una vez en su vida.
Xander no perdió ni un minuto más para presenciar las lágrimas de su
madre. No le importaban, ni a ella ni a sus ridículos sentimientos: si
deseaba permanecer con su despreciable hijo y su aún más detestable
esposo, bien por ella; Xander no iba a quedarse para jugar a la casita.
Se dirigió al baño a lavarse. El agua fría fue otro golpe e hizo que todo
su rostro ardiera, mas lo aguantó, sabiendo que sus planes para la velada
habían llegado a su fin.
Encontró cierto consuelo en el hecho de que Oliver lucía aún peor. De
todos modos, ni muerto aparecería con esa apariencia en casa de Julien. A
Alisson le daría un infarto y Elizabeth... No, ella no debía verlo así.

Un par de días después, Elizabeth lo encontró. Xander no tenía idea de


cómo había adivinado su paradero, aunque supuso que era él mismo quien
se lo había mostrado. «Aquí vengo a pensar, a distraerme. Es mi lugar
favorito en esta aldea», fueron sus palabras.
—¡Señor Raven! —gritó ella, sacándolo de sus pensamientos. Xander
alzó la mirada con el corazón desbocado, sorprendido de ver a alguien,
mucho más a ella, en esa parte del bosque. ¿Qué hacía ahí?—. ¡Al fin lo
encuentro!
Sonaba alegre a pesar de su aliento entrecortado. El bajo de su vestido
estaba salpicado de hierba. ¿Se habría perdido intentando llegar?
En cuanto se acercó, Xander recordó los horribles moratones que
adornaban su rostro. Se había esforzado por cuidar de ellos y reducir la
hinchazón, sin embargo, seguían ahí. No quería que ella los viera, que
hiciera preguntas sobre quién y por qué, así que en un vano esfuerzo, apartó
la mirada.
—He tratado de reunirme con usted desde el jueves por la tarde.
Quisiera saber por qué no asistió a casa de Alisson y Julien. Me dijeron que
estaría ahí y yo… Bueno, ojalá no se le suba a la cabeza si le digo que lo
eché en falta —bromeó.
Xander no consiguió sonreír.
—¿Señor Raven? —inquirió insegura, bajando la voz hasta un susurro.
Ya había llegado al claro y estaba de pie frente a él, en cualquier minuto…
—. ¡Oh, por Dios! ¿Qué…? —titubeó, como si no se atreviera a decirlo. Al
siguiente segundo, Elizabeth estaba arrodillada frente a él, que seguía
inmóvil en la banca—. ¡¿Qué le pasó a su rostro?! ¿Por esto no asistió?
—Comprenderá que no deseaba que me viera de esta forma.
Elizabeth, en un acto de coraje e impulso, estiró la mano hasta su
mandíbula. Si su intención era hacer que Xander la mirase, su mero
contacto lo logró. Lo tomó por sorpresa.
Cuando sus miradas se cruzaron, ella ahogó una exclamación.
—¿Qué pasó? —exigió—. Tiene que decírmelo.
—No es nada —replicó.
—¡Claro que lo es! Dígame ahora mismo.
—Tuve una… pelea. Con mi hermano.
—¿Por qué?
—No le diré eso.
—¿Por qué no? Eso no es una respuesta válida. Ya debe saberlo.
Xander la miró, confuso y asombrado. ¿Quién era esta chica y qué había
hecho con Elizabeth Greenbriar?
—¿Por qué le importa tanto, Elizabeth? —Supo, apenas lo dijo, que su
pregunta no era justa.
Sabía por qué le importaba, y lo torturaba cada maldito día. Que esta
chica —esta maravillosa, bella y amable chica— se preocupara tanto por su
bienestar lo tenía desarmado en tantas piezas que no sabía cómo iba a lograr
juntarlas algún día.
La amaba, no había duda al respecto. La amaba de una forma que su
pecho se abría a ella y él, sin poder evitarlo, se hallaba expuesto y
vulnerable a sus ojos. Se permitía sentirlo porque nadie más lo veía como
ella lo hacía: con el alma. La amaba tanto que sentía que el corazón no le
cabía en el cuerpo y que en cualquier momento explotaría entre sus
costillas. Amarla era doloroso, y era una dulce tortura que lo impulsaba a
querer preguntarle cada vez que la veía si aún sentía lo mismo.
«¿Todavía me amas?», moría por decir. Era cruel, sí. Masoquista
también, pero si lo preguntaba o no… de cualquier manera lo hería.
Si ella aún lo quería, significaba su corazón también sangraba. Xander
se preguntó qué tan horrible era desear que la respuesta fuera un «sí».
Elizabeth lo miró con ojos brillantes, y Xander pensó que tal vez su
corazón era demasiado puro y bondadoso como para presenciar el dolor de
alguien más sin sentirse impotente y furioso.
—Porque no puedo soportar la idea de su sufrimiento, Xander. Sé que
es tonto, y que no hace mucho que nos conocemos, sin embargo, yo no…
—Se detuvo, inhalando una bocanada de aire como si este le brindara
valentía además de oxígeno—. Desearía poder eliminar cada momento de
su vida que le ha causado dolor; cada recuerdo, cada lágrima, cada
palabra… Desearía borrarlo todo.
—¿Por qué? —susurró. No era capaz de decir más.
—¿Por qué? —repitió ella, igual de sorprendida—. Porque nadie
merece lo que está viviendo. Nadie merece una familia que no sea, sino,
amorosa y unida. Porque es la persona más amable, transparente y
bondadosa que he conocido, y con lo que vive a diario, uno pensaría que es
todo lo contrario, pero no. Desde el minuto en que nos conocimos, me
ayudó. Incluso cuando yo lo ofendía y lo juzgaba sin saber, nunca me dejó
sola.
Xander contempló su rostro. Pensó, no por primera vez, que era la
mujer más hermosa que había visto jamás, y la más fascinante con la que
había tenido el placer de conversar. Admiró su cabello, que era oscuro
como el color de la tierra después de una llovizna. Y aquellos ojos... Podría
pasarse la tarde entera perdido en su mirada sin poder decidir si eran color
verde o miel.
—Por favor —pidió Elizabeth, nerviosa, a medio camino entre la risa y
las lágrimas—, dime algo.
Se olvidaron de las formalidades, como tantas otras veces desde aquella
tarde en la que Elizabeth le confesó sus sentimientos. Aun cuando
intentaban evitarlos, cuando andaban de puntillas alrededor del otro, como
caminando sobre cristal: el hilo estaba ahí, recordándoles las emociones que
compartían.
Al final, ¿qué importaba? Estaban solos en el bosque, en un paisaje
mágico con el sol quemando el atardecer sobre sus cabezas, inmersos en
una burbuja de metal que parecía impenetrable. Su simple presencia en ese
lugar ya desafiaba todas las reglas, protocolos y etiquetas. Entonces, ¿qué
importaba si se tuteaban o no? Nada de eso cambiaría el hecho de que sus
corazones se habían abierto y yacían expuestos para que el otro pudiese ver
su contenido.
Xander lo sintió en todo el cuerpo, en cada poro y fibra de su ser. La
sintió a ella y a su profundo e interminable cariño. Jamás lograría expresarle
lo mucho que eso lo llenaba, cuánto apreciaba cada palabra...
Pero, si lo hacía, estaría abriendo una puerta que no podía permitirse,
aquella que juró cerrar bajo llave hacía un mes.
—Elizabeth... —fue un suspiro, una súplica, una declaración. Lo fue
todo y, al mismo tiempo, no fue nada. Tomó sus manos y las besó con
calma, con todo el cariño y afecto que podía reunir sin despedazarse, y dijo
—: ya hablamos de esto. Dijimos que no volveríamos a tocar el tema.
—Tú dijiste eso —replicó—. Yo dije que esperaría lo que fuese
necesario.
—Elizabeth —repitió Xander con calma, conteniendo lo que estaba a
punto de desbordarse—. Todo a mi alrededor está arruinado, marchito, y me
rehúso a ser la causa de que tú te marchites también. No puedo exponerte a
eso, no… No puedo.
Elizabeth le sonrió con infinita ternura; no era la misma sonrisa que
esbozaba en la calle, no era aquella curva cordial, educada y distante, sino
cálida, genuina y amorosa. Era para él.
—Continúas diciendo eso —le hizo ver—. No dejas de mencionar todas
las razones por las que no puedes, en lugar de pensar en las razones por las
que sí. Todo a tu alrededor tal vez esté arruinado, Xander. —Elizabeth posó
una mano en su mejilla, obligando a sus miradas a encontrarse y a
conectarse una vez más—. Pero tú no estás arruinado.
Xander quiso negar, quiso detenerla, mas no había caso. Ni siquiera se
sentía capaz de hablar, mucho menos de contradecirla. No cuando hablaba
con una convicción tan cegadora.
—Tú no estás arruinado —repitió—. Puedes tener la vida que tú elijas
desde aquí en adelante. No estás atrapado, vas a salir de este lugar, vas a
crecer, vas a brillar… Vas a hacer lo que quieras.
Xander no pudo decir nada, ni siquiera cuando Elizabeth suspiró y retiró
su mano, le lanzó una última mirada, y se levantó.
Era igual que la vez anterior: ella se marchaba, lo dejaba atrás,
aceptando que era una batalla que no podía ganar, y Xander se moría por
demostrarle lo contrario.
No quería que fuera como la última vez.
—Elizabeth.
En un acto de puro instinto, Xander la alcanzó y la detuvo, tomándola
por la muñeca. No recordaba haberse movido tan rápido en toda su vida, o
con tanta delicadeza.
Sus ojos lo encontraron. Eran dorados o estaban brillando cuando ella lo
miró.
—¿Sí? —instó la chica, nerviosa.
La alteraba la cercanía de Xander, su esencia, su mirada que parecía
atravesarla y develar cada secreto escondido en el fondo de su alma. O
quizás eran sus labios, a un suspiro de los suyos.
—Estoy decidiendo si debería tirarlo todo por la borda y besarte aquí y
ahora.
Todo el aire abandonó los pulmones de Elizabeth. ¿Debía reprocharle su
atrevimiento? No creía ser capaz de hacerlo, no cuando cada célula en su
anatomía ansiaba cerrar la pequeña distancia que los separaba y poner fin a
su agonía.
Xander esperaba su respuesta, incapaz de tomar ese paso sin estar
seguro de que era lo que ella deseaba. Y, oh, vaya que sí lo deseaba.
—Sí —musitó, observando la curva de sus labios y el brillo de sus ojos
—. Sí.
La última palabra se perdió en algún punto entre su boca y la de él, pues
Xander se acercó a ella, sosteniendo su cintura con firmeza, y la besó como
si temiera que fuera a escurrirse entre sus brazos si no la sujetaba, sintiendo
que el mundo iba a acabar cuando su corazón estalló en felicidad y deseo,
anhelo y alivio.
Colisionaron con la fuerza de un asteroide, y se fundieron el uno en el
otro sin dejar espacio entre sus cuerpos. Y Xander se preguntó cómo
demonios había vivido todo ese tiempo sin ella, durante toda su vida, pues
ahora que la conocía y había probado sus labios, no sabía si podría dejarlos
ir alguna vez.
44
S EC R E T O
1886

S e encontraron cada día después de eso, al amanecer, en la pérgola


del bosque. Así transcurrió casi un año desde aquel primer beso, que
se mezcló con tantos otros que siguieron en un frenesí de emoción y deseo.
Para cuando Xander se dio cuenta de lo insensato que estaba siendo, ya era
demasiado tarde; no podía detenerlo.
Estaba tan enamorado de Elizabeth que a veces le faltaba el aire.
Cuando ella lo miraba, el resto del mundo se desvanecía a un segundo
plano. Al menos, durante las horas que pasaban juntos, sin nadie más que su
amor para hacerles compañía. El resto del tiempo, el miedo a ser
descubiertos era un puño escarbando en sus entrañas. Si alguien los veía en
el bosque, sería su fin. Xander lo sabía y, a pesar de todo, su mayor temor
seguía siendo su padre. ¿Hasta dónde llegaría para hacerlo miserable? ¿De
cuántas formas podría arruinarlo? Tan solo con revelar la verdad a la familia
Greenbriar sería suficiente. Elizabeth nunca lo perdonaría.
—Podríamos solo… casarnos —le dijo ella un día, mirándolo con las
mejillas sonrojadas desde el espacio entre sus brazos.
Su respiración era fuerte y poco controlada. Xander sentía su pecho
subir y bajar contra el suyo; lo único que quería era volver a besarla, pero…
¿Había escuchado bien?
La miró, serio.
—¿Lo dices de verdad?
Ella lo observó como si fuera el ser más bobo de todo el planeta.
—¡Claro que lo digo en serio! —Sus mejillas se volvieron todavía más
rojas, si eso era posible—. ¿Por qué…? ¿Por qué no lo sería?
No parecía haber dudas en sus palabras, sin embargo, pronto Elizabeth
fue consciente del atrevimiento que acababa de sugerir. Nunca en su vida
había imaginado que sería ella quien se lo diría a un hombre.
Se alejó unos centímetros en un intento de dar espacio a sus
pensamientos, pero los brazos de Xander la retuvieron.
—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó Xander, solo para confirmar.
Ella asintió, despacio, y de pronto su corazón había crecido tres tallas
dentro de su pecho. «Sí», moría por decirle. Eran las palabras que él mismo
se había tragado todo el año, y estuvo a punto de pronunciarlas muchas
veces antes de que la realidad lo golpeara—. No quisiera arriesgar…
—¿Es que tú no quieres?
Xander bufó. ¿Hacía falta preguntarlo?
—Sabes que sí.
Ella se acercó a él, tanto que no había más espacio entre sus cuerpos que
el de la ropa que los cubría. Xander contuvo el aliento cuando sus ojos se
encontraron. Cada mañana, al verla, podía jurar que sus ojos habían
cambiado durante la noche. Algunos días eran completamente verdes,
mientras que otros parecían oro líquido.
Por acto reflejo, sus manos se deslizaron hasta la pequeña cintura de
Elizabeth. Apretó los dedos, deseando hundirse en su piel. Quería todo de
ella, todo cuanto estuviera dispuesta a ofrecerle. Había pasado un año
fantaseando con la vida que podrían tener juntos, y ni siquiera eso era
suficiente.
—Hay mucho que perder —replicó.
—Y mucho que ganar.
Él se obligó a pensar con frialdad.
—Si nos vamos, todo el mundo pensará que tú y yo… —La vergüenza
se apoderó de él. Nunca se permitió ir más allá, por si acaso, aunque
muriera por quitarle ese vestido y descubrir cada centímetro de su anatomía.
Maldita sea, no podía pensar en eso, no con ella delante—. Incluso si nos
casamos, tu familia pensará lo peor.
Elizabeth no dijo nada, y él pudo leer claramente el miedo, la
preocupación y la culpa en sus ojos: no podía decepcionar a su familia, con
quienes tenía una relación muy distinta a la que Xander tenía con la suya. Si
renegaban de ella, la destruiría. No podía permitirlo.
—Podemos casarnos antes —susurró.
—La gente hará preguntas.
—No me importa.
No llegaron a nada ese día. Xander tuvo que marcharse antes de poder
terminar la conversación para llegar a tiempo a la casa de Julien. A pesar de
la plena confianza que existía entre ellos, había prometido mantener su
relación en secreto. Y para cumplir esa promesa, ese día fingió no ver las
lágrimas en los ojos de Elizabeth mientras salían del bosque.
A la hora del almuerzo, la muchacha apareció en casa de los Lacroix
con una sonrisa radiante y saludó a Xander como si nada hubiera ocurrido,
como si fuera la primera vez que se veían en varios días.
Para su sorpresa, no se quedó.
—Comeré con mi tía hoy. De hecho, vine porque traigo buenas noticias
—anunció, extendiéndole a Alisson un sobre sellado—. Pensamos que ya
venía siendo hora de que fuesen ustedes los invitados en nuestro hogar, para
variar. —Sonrió—. Tendremos un baile el próximo fin de semana.
—¡Eso es maravilloso! —Alisson abrió el sobre como una niña que
acaba de recibir un regalo.
Xander no había tenido la oportunidad de conocer a Eloise Greenbriar.
Nunca lograron coincidir luego de que ella se recuperó de su malestar, y el
resto del tiempo no parecía haber una excusa lo suficientemente válida para
presentarse. Mucho menos ahora que veía a su sobrina a escondidas en el
bosque; por más absurdo que pareciera, Xander tenía la sensación de que
Eloise sería capaz de descifrarlo todo con solo mirarlo, y el mero
pensamiento lo acobardaba.
—¿Cuento con usted? —le preguntó a Xander. Su tono era casual, mas
su mirada decía miles de palabras.
—No me lo perdería por nada. Será un gusto ponerle un rostro a la
imagen de su tía. Ha hablado tanto de ella que siento que ya la conozco.
Era cierto.
El mencionado baile llegó en un abrir y cerrar de ojos. Xander se vistió
con su mejor atuendo para la ocasión, sin tener idea de que esa noche sería
una de las más importantes que estaban por vivir, y no solo por el hecho de
conocer a parte de la familia de la mujer que amaba.
Entró en la casa de Eloise Greenbriar junto con Julien y Alisson,
escaneando la multitud en busca de Elizabeth. Fue ella quien lo vio primero
y lo sorprendió al aparecer a su lado con una sonrisa pintada en el rostro y
las mejillas sonrojadas, casi a juego con su vestido claro.
Los Lacroix se distrajeron un momento cuando una pareja se acercó a
saludarlos; Xander los reconocía vagamente, al igual que a todos en la
aldea, mas no recordaba sus nombres ni tampoco le importaban demasiado,
así que permitió que Elizabeth entrelazara su brazo con el suyo en un gesto
casual y cortés, y le susurró al oído:
—Te ves preciosa, aunque eso no es nuevo.
Lo dijo tan cerca de su oído que la piel de su cuello se erizó.
—Gracias —murmuró, permitiéndose voltear a verlo por solo un
segundo, un segundo en que Xander pudo ver el ardor en su rostro y el
brillo de deseo en sus ojos. Dios, qué daría por besarla. Por suerte,
Elizabeth cambió de tema—. Ven, quiero presentarte a mi tía.
Xander apenas tuvo tiempo de ponerse nervioso, pues de pronto
Elizabeth lo arrastró entre la multitud de personas que bailaban y reían.
Nunca había visto a Eloise, no obstante, la reconoció de inmediato porque
tenía el mismo cabello que su sobrina; Elizabeth lo tenía trenzado para
apartarlo de su rostro y luego dejaba que cayera por su espalda, mientras
que Eloise lo llevaba recogido, peor era el mismo tono de marrón que
alguna vez le recordó a la corteza de los árboles.
También notó que la forma de su mandíbula era similar, delicada y
pequeña. Y al acercarse pudo ver que, si bien sus ojos eran de un verde
claro muy diferente, la agudeza en su mirada era la misma.
—Tía —la llamó Elizabeth. Eloise se volteó hacia ellos, sonriendo
afable. Su vista alternó de Elizabeth hacia Xander, y luego hacia el lugar
donde sus brazos se unían—. Te presento al señor Xander Raven. Él trabaja
para Julien, tía. Desde hace…
—Cuatro años —completó él. Extendió una mano para tomar la de la
mujer—. Es un placer conocerla, señora Greenbriar. Me han hablado
maravillas de usted.
—Ah, ¿sí? —inquirió, mirando a su sobrina.
—Su sobrina la quiere muchísimo.
La mirada de Eloise se iluminó. Puso una mano en el hombro de
Elizabeth, y no hizo falta que lo dijera: ella también la adoraba.
—A mí también me han hablado mucho de usted, señor Raven.
Xander se sorprendió. No creyó que Elizabeth hablase de él. Al menos,
no «mucho».
Era como si el miedo de Xander a que ella lo leyera con solo verlo se
estuviese volviendo realidad. Pero si intuía algo, parecía ser algo… ¿bueno?
Pues Eloise lo observaba de una buena manera, con curiosidad, como si
quisiera saber todo sobre él y su vida. Preocupada por su sobrina, de seguro.
—Solo cosas buenas —remarcó Elizabeth.
Eso hizo que Xander sonriera, enamorado.
—No lo dudo.
—¡Eloise! —Era Alisson. Xander sacudió la cabeza, dándose cuenta de
que se había quedado mirándola por demasiado tiempo—. Estoy tan
contenta de verte. ¡Has organizado una velada preciosa!
Ambas se abrazaron con tanta fuerza que cualquiera pensaría que no se
veían hacía meses, lo cual no podía estar más alejado de la verdad; se
habían visto tres días atrás.
Elizabeth parecía estar pensando lo mismo, porque le sonrió divertida,
negando con la cabeza. «Son imposibles», decía con los ojos.
«Me gusta que lo sean», respondió él. Le transmitió con la mirada lo
feliz que lo hacía que una mujer tan maravillosa como Alisson tuviese un
vínculo como aquel; que se alegraba de que esa persona fuese Eloise, pues
los había llevado a conocerse, y esperaba que ella encontrase lo mismo
algún día.
Elizabeth leyó todo eso. Sus ojos brillaron.
—Parece que mi esposa está ocupada —dijo Julien de repente, llegando
a su lado—, y tengo muchos deseos de bailar. ¿Qué dices, Elizabeth? ¿Me
harías el honor?
Ella sonrió.
—No podría negarme.
Se separó del brazo de Xander, y él sintió que le faltaba algo esencial.
Justo en ese minuto, Alisson anunció:
—Iré por algo de beber. ¿Quieres que te traiga algo? —Eloise negó con
la cabeza—. ¿Y tú, Xander?
—Estoy bien, gracias.
Alisson asintió y se fue, dejándolos solos. Una parte de Xander se
preguntó si había sido premeditado, aunque no estaba seguro. Se acercó un
poco más a Eloise para que no se sintiera sola, y juntos observaron cómo
Elizabeth y Julien se inclinaban en un saludo al mismo tiempo que la
música comenzaba a sonar.
Xander no pudo menos que admirar a Elizabeth y maravillarse con ella.
No solo se veía hermosa, sino que también regalaba su sonrisa —esa llena
de vida que siempre lograba hacerlo sonreír también— a todas las personas
a su alrededor. Su risa tenía el poder de iluminar el rostro de cualquiera.
Observar a Elizabeth y Julien bailar juntos era presenciar a un padre
bailando con su hija; Xander se preguntó cómo era posible que él estuviera
allí, en esa situación, admirando el hermoso vínculo que compartían dos de
las personas que más quería en el mundo.
Mientras bailaban con movimientos lentos y delicados, Xander notaba
que conversaban entre risas. ¿De qué estarían hablando? ¿En qué estaría
pensando Elizabeth? ¿Querría bailar con él, sería eso estirar demasiado la
cuerda?
Se sentía increíblemente afortunado de haberlos conocido. De toda la
serie de eventos que lo habían llevado hasta Elizabeth, aun si era
complicado, incluso cuando dolía... No cambiaría nada de ello.
Sin darse cuenta, suspiró.
—Sé que te gusta —dijo Eloise de pronto. Se había olvidado de su
presencia.
El corazón de Xander se saltó un latido, para luego subir hasta su
garganta.
—¿C-cómo?
Eloise le sonrió de forma tan encantadora, que Xander pensó que trataba
de apaciguarlo, de calmar sus nervios. Mierda, ojalá no se diera cuenta de
que el pulso ahora le temblaba. Metió las manos a los bolsillos.
—No hay que ser muy inteligente para notarlo. —Xander trató de
encontrar el enojo en sus palabras, la molestia… No había nada de aquello.
En cambio, Eloise sonaba como la madre que habría deseado tener:
preocupada y llena de ternura—. Y veo que ella siente algo por ti, de eso
me di cuenta hace mucho. Supongo que solo quiero saber… ¿Estás
enamorado de ella?
Lo preguntó seria, sin rodeos y con la vista clavada en la suya. Xander
jamás pensó en mentirle, pero tampoco esperaba revelar sus sentimientos.
En ese momento, supo que lo mejor que podía hacer era decirle la verdad,
mas no se atrevía a hacerlo en voz alta.
Asintió despacio.
Eloise lanzó un gran suspiro, asintiendo también.
—¿Te mencionó ella alguna vez a mi esposo? —Su voz ahora estaba
llena de nostalgia.
—Solo un poco. Lamento mucho su pérdida.
—Gracias, Xander. Mi esposo murió hace muchos años, y yo todavía lo
extraño como si fuese ayer. Sin importar el tiempo que pase, lo sigo amando
de la misma forma en que sé que él me amaba a mí: con locura y pasión.
Todo lo que quiero para mi Elizabeth es a alguien que la mire del modo en
que él lo hacía conmigo, como si fuera la única persona que brilla en un día
oscuro. Si tú… —su voz se cortó por la emoción. Xander esperó, con un
nudo en la garganta por sus bellas palabras. Eloise carraspeó y lo miró—. Si
deseas casarte con ella, le escribiré a mi hermano para darle mi aprobación.
Se quedó sin habla.
¿Qué podía decir ante eso? Era lo único que deseaba, en realidad, y ya
no sabía cómo más negarlo. Quizás todo sucedía por una razón, porque si
esa conversación hubiera tenido lugar meses atrás, hubiera sido sal en la
herida, sabiendo que no podía ser. Ahora, en cambio... Le daba esperanza.
Cuando logró reponerse, tomó su mano y esperó poder transmitir todos
sus sentimientos en una palabra:
—Gracias.
Eloise puso la mano sobre la de Xander y asintió, confirmando sus
palabras. Luego, sonrió:
—Ahora, ve a bailar con ella.
Xander no iba a discutir. Para su sorpresa y su puto desconcierto,
cuando volteó, ya no era Julien quien bailaba con Elizabeth, sino…
—Hermano —saludó Xander, apretando los dientes.
¿En qué maldito minuto había llegado? Una oleada de celos lo recorrió.
Odiaba pensar en él cerca de ella, siempre lo haría, pero se dijo a sí mismo
que no importaba.
La expresión de alivio de Elizabeth le dijo muchas cosas, entre ellas:
«es insoportable».
«Lo sé».
Oliver lo miró, fastidiado.
—Imagino que quieres tu turno.
—Sería maravilloso, sí. —Asintió, tomando la mano que Elizabeth
rápidamente retiró de la de Oliver.
A su hermano no le pasó desapercibido el gesto y, aunque apretó la
mandíbula, optó por no hacer una escena.
—Iré a saludar a nuestra anfitriona. —Se volteó a Elizabeth, inclinando
la cabeza y tratando de disimular la amargura en su sonrisa falsa—. Ha sido
un gusto, como siempre.
—Lo mismo digo.
Xander nunca lo hubiera pensado, pero mentir le resultaba
increíblemente fácil. No esperó a que Oliver se volteara y puso su mano
libre en la cintura de Elizabeth, atrayéndola solo un centímetro más cerca de
la distancia prudente. No pudo evitarlo.
Ella suspiró, aliviada, feliz de verlo.
—Pensé que nunca vendrías en mi rescate —bromeó.
—Estaba hablando con tu tía —se disculpó él, haciéndola girar—. Por
lo que veo, tenías la situación controlada.
—Es un odioso —refunfuñó ella, y Xander no pudo más que carcajearse
con fuerza—. ¿Qué te dijo mi tía?
—Te lo diré luego. Ahora… Solo baila conmigo.
Elizabeth no discutió ni trató de insistir. Una mirada bastó para entender
que, en ese minuto, eran solo ellos dos en la pista de baile. Nada ni nadie
más importaba, y Elizabeth se dejó ir, permitiéndose, por primera vez,
imaginar que no se estaban ocultando, que estaban juntos, pasara lo que
pasara. Ahí, a la vista de todos. Juntos.
—Te amo —susurró en su oído.
No era la primera vez que se lo decía, mas sí la primera en la que no
estaban solos para escucharlo.
—Yo también te amo, Elizabeth.
La música fue su confidente. Para el resto del mundo en esa fiesta, ellos
no eran más que los protegidos de Julien Lacroix. Amigos. Colegas. Solo
ellos —y ahora Eloise— sabían que eran mucho más. Amigos, sí. Eso
siempre. Amantes, también. Y ahora, familia.
Xander extendió el brazo otra vez y Elizabeth giró y giró, hábil y
hermosa, para luego volver hacia él, acercando sus cuerpos y moviéndose al
ritmo de la melodía de los violines y el piano, como si fueran un solo
cuerpo y estuvieran en sintonía con la música.
No podía apartar la vista de ella. Después de meses de torturarse con sus
propias emociones, Xander decidió que nunca volvería a ser prisionero de
esa tormenta. Una esperanza crecía en su pecho y ya no había forma de
extinguirla, porque era la llama que siempre le faltó a su poder.
Despacio, dijo:
—Tú me lo dijiste antes, y ahora yo te lo dijo a ti. Cásate conmigo,
Elizabeth.
Ella se detuvo por un segundo, saltándose nada más que un compás de
la música, como si hubiera perdido el ritmo.
—¿Qué?
—Lo único que quiero en este mundo es a ti, a nosotros juntos, y tú
tienes razón: hay tanto por ganar, que no vale la pena pensar en lo demás.
Haremos que funcione, sé que sí.
Aunque ella dudó, por él, sus ojos se llenaron de lágrimas, amor y
esperanza.
—¿Estás seguro?
Asintió.
—Anunciaremos el compromiso y nos casaremos lo antes posible. —
Elizabeth giró en sus brazos y volvió a él. Siempre lo hacía—. No les
daremos tiempo de especular ni de impedirlo. Tu tía… Tu tía nos dio su
aprobación: le escribirá a tu padre para que él acepte.
Sus ojos se abrieron como platos. No pudo articular palabra por la
sorpresa y, una vez más, se saltó un compás de la canción. Miró a Xander,
atónita, y luego dirigió la mirada hacia la multitud, donde Eloise los
observaba con una sonrisa en el rostro.
Su tía asintió, y Elizabeth comprendió. Era como si un hilo invisible
conectara en ese instante a las dos mujeres Greenbriar con complicidad y
amor incondicional por la otra. Solo Xander notó la lágrima que se escapó
de los ojos de Elizabeth.
Ella volvió a mirarlo y ambos se movieron nuevamente, girando juntos.
—Cásate conmigo —repitió él.
Ella no volvió a dudar.
—Sí. Mil veces, sí.
Nada les quitó la sonrisa de la cara el resto de la noche.

A la mañana siguiente, Xander golpeó la puerta de la oficina de su padre,


rezando para que él no pudiera escuchar el temblor en sus manos. No quería
esperar más, no quería darse tiempo para pensar en todas las cosas que
podrían salir mal.
Daniel pareció decepcionado al ver que era Xander quien estaba parado
en el umbral. Su rostro se transformó en la habitual expresión de fastidio
que adoptaba cada vez que lo veía.
Xander no permitió que eso afectara su determinación.
—¿Qué quieres? —le preguntó Daniel con dureza.
Xander respiró profundo y comenzó a hablar. Le contó a su padre cómo
había conocido a Elizabeth y cómo se había enamorado de ella, omitiendo
el secreto de su relación. Le dijo que durante un año la había amado en
silencio, sin saber si sus sentimientos eran correspondidos, y solo
recientemente se había enterado de que eran mutuos.
Mientras hablaba, su padre no pronunció palabra. Su expresión era
neutral, y Xander supuso que eso era un buen signo. No se burló de él ni lo
interrumpió; era la conversación más larga que habían tenido en toda su
vida, así que Xander no titubeó cuando le dijo que quería casarse con
Elizabeth Greenbriar.
—Sé que he sido una decepción para ti —concluyó. No era mentira: lo
sabía y lo aceptaba, no obstante, había dejado de creer que era una
decepción hacía muchos años—, pero me gustaría, por una vez, poder tener
tu bendición.
No la necesitaba, pero Daniel tenía que creer que la quería. De esa
forma sería más fácil para todos.
Daniel asintió pensativo, sin decir nada durante un momento. El
corazón de Xander latía furioso dentro de su pecho: en cualquier minuto se
saldría si su padre no le respondía pronto. Sin embargo, se contuvo. No lo
apuró, ni dijo otra palabra hasta que vio que él se apoyaba en el respaldo de
su silla y suspiraba.
—Está bien. —No podía creer lo que estaba escuchando. Procuró que su
boca no cayera abierta por la sorpresa—. Convocaremos un baile para esta
misma semana y anunciaremos el compromiso. ¿El domingo, quizá?
—No creo que sea… —La réplica salió de su boca antes de poder
detenerla.
El rostro de Daniel se endureció.
—Sigues siendo mi hijo y las cosas se harán a mi manera. —Xander
asintió, sin volver a hablar. Podía aceptarlo; toda esta conversación ya
estaba siendo mucho más de lo que había esperado. No iba a echarlo a
perder protestando por estupideces. Daniel volvió a suspirar—. El domingo
anunciaremos el compromiso. Antes de eso, no lo menciones.
Xander asintió.
—Como tú digas.
Daniel señaló la puerta.
—Puedes irte —lo despidió sin más—. Tengo mucho en qué pensar.
—Por supuesto… Gracias —añadió.
Lo decía en serio, aunque su padre no pareció notarlo. Toda la presión
en su pecho se esfumó, al igual que el peso de sus hombros. Pudo respirar
tranquilo por primera vez en un año.
No quiso tentar más a la suerte, así que se dio la vuelta para marcharse.
Justo antes de salir, su padre dijo:
—Es la primera vez que haces algo decente con tu vida.
Decidió tomarlo como una victoria, y no como un insulto.
45
VÍNCULO
1886

D os bailes en la misma semana eran más de lo que Xander


acostumbraba. Y más de lo que le gustaba, sin embargo, esta
ocasión era diferente. No podía esperar a que llegara el día; en la aldea se
hablaba del evento en la casa de los Raven, y eso era toda una novedad, ya
que su familia no organizaba un baile desde... Ni él sabía.
Cumpliendo el trato que hizo con su padre, Xander no mencionó el
motivo de la celebración, salvo en una ocasión: el día en que Daniel Raven
dio su aprobación, Elizabeth y Xander le contaron a los Lacroix sobre su
compromiso antes de la cena. La noticia fue recibida con tanta emoción y
entusiasmo, y tuvieron que posponer la comida para secarse las lágrimas de
felicidad.
Cuando llegó el fin de semana, Xander estaba tan nervioso que no podía
concentrarse. Mil pensamientos lo asaltaban constantemente, sin darle
tregua.
La noche antes del baile de compromiso, Xander esperaba en la pérgola,
teniendo a las estrellas como única compañía. En cualquier momento
llegaría Elizabeth, y mientras esperaba, no podía controlar el golpeteo de
sus piernas. Las veces que se reunieron ahí por la noche podían contarse
con los dedos de una sola mano: era demasiado arriesgado. El aire estaba
fresco y el cielo claro y estrellado; en su cabeza, se desplegaban las
imágenes de la primera vez que se encontraron al sigilo de la oscuridad…
Fue pocos meses después de comenzar su romance, cuando Xander decidió
dos cosas: la primera, era que no podía mentirle a Elizabeth, y la segunda,
que no podía aceptar que ella estuviese con él, que lo amara, si no sabía
quién era. Quien era de verdad.
Tenía que contarle el secreto de su familia, de su sangre. Estaba aterrado
por pensar en que ella podría dejarlo, y tan nervioso que pegó un salto
cuando Elizabeth apareció detrás suyo, tomándolo por los hombros.
Ella lo miró, perpleja.
—Lo… Lo siento. No pretendía asustarte. ¿No me oíste llegar?
Xander sacudió la cabeza y le hizo un espacio para que se sentara junto
a él en la banca. La tomó de ambas manos.
—No, lo siento. Estoy nervioso —confesó, e inhaló una bocanada de
aire para armarse de valor—. Tengo que contarte algo sobre mí. Sobre toda
mi familia.
—Está… bien. —Sonaba más como una pregunta.
—No te lo había dicho porque…, muchas razones, la verdad. Primero
era muy pronto, y luego nunca parecía haber un momento adecuado, y
tenía… Tengo miedo. Pero tienes que saberlo. Y vas a pensar que estoy loco
o poseído, no lo sé —rio nervioso.
—Xander…
—Dame una oportunidad. Por favor, déjame explicarte. —Ella asintió,
cautelosa.
Xander le relató todo, tal como se lo contaron a él de niño. Habló sobre
el fénix y su magia en la antigüedad, sobre las tribus de antaño, los dioses
olvidados y los poderes que se creían perdidos. Mencionó a su abuela,
Lucía, y también compartió la historia que ahora conocía sobre cómo su
padre y su madre terminaron juntos.
Cuando llegó al punto en el que hablaba de su falta de poderes y de
cómo descubrió en el cumpleaños de su hermano el desprecio de su padre,
su voz se quebró, mas no por sí mismo: no sentía lástima por el adulto que
ahora era, sino por el niño que una vez fue y que solo anhelaba el amor de
su familia.
Elizabeth tenía los ojos brillantes. Sin decir una palabra, apretó su mano
con más fuerza, transmitiéndole su apoyo silencioso.
—¿Recuerdas que una vez te dije… que mi incapacidad para
demostrarte por qué me despreciaba era justo el «por qué»? —Ella asintió.
Por supuesto que recordaba esa conversación, el baile, el jardín; todo sobre
esa noche y los demás momentos que habían compartido—. Eso es porque
no tengo… la magia que él quiere, la que esperaba de mí. Puedo hacer
algunas cosas, sí, pero no es suficiente. No soy… mi hermano.
Por primera vez en lo que parecían horas, Elizabeth habló:
—No es algo de lo que lamentarse.
Él no pudo menos que soltar una risa ahogada.
—Lo sé. Ahora lo sé. En fin, yo… Sí tengo un poder, y eso es lo que
más miedo me da. Es… distinto. Es energía, la energía de la vida y del
fuego. No es la llama o el calor, no es lo que se siente con la piel, sino con
el ser. Y me aterroriza, porque lo siento dentro de mí, cómo despierta y se
mueve cuando me enojo, o cuando las emociones son demasiado fuertes.
He querido dejarlo salir tantas veces, y temo que algún día sea más fuerte
que yo.
Entonces le contó sobre Julien y cómo lo conoció, cómo se ganó su
apoyo.
—¿Qué es lo que hace? —quiso saber ella. Lo preguntó con prudencia,
aunque Xander notó una chispa de curiosidad en sus ojos.
Él respondió con otra pregunta.
—¿Me crees?
—No veo por qué me mentirías. No tendría sentido inventarse algo
como esto, no con todo lo que puedes perder. Estoy segura de que parte de
ti se pregunta si correré a la aldea y gritaré «brujo». Podrían colgarte —lo
dijo con un propósito meramente informativo, señalando un hecho. Como si
no la enfureciera, como si aquella idea no la enfermara e hiciera la bilis
subir a su garganta—. Lo sabes, ¿verdad?
Xander asintió. Su voz salió en un susurro estrangulado, porque ese era
otro de sus miedos, por más que no lo dijera en voz alta. Era irracional,
ilógico e infundado: nadie tenía por qué descubrirlo, ni siquiera su familia
lo había hecho. De todos modos, ahí estaba.
—Sí.
—Muéstramelo.
—¿Qué?
—Muéstrame tu poder.
Él se negó rotundo, soltando las manos de Elizabeth, porque de pronto
le quemaban.
—Estás loca. No sabes lo que dices.
—Sé perfectamente lo que digo, muchas gracias —replicó ella—. No
tengo miedo. Solo… un toque. Puedes controlarlo, ¿no es así? —Él asintió
—. No hay de qué temer.
Contra todo su ser, él asintió. No despegó la vista de sus ojos ni por un
segundo. El hilo que conectaba sus miradas fue más fuerte que nunca. Sin
parpadear, llamó a su magia y esta respondió, como si hubiese estado
esperando. Se concentró en Elizabeth, en sentirla de una forma que nunca
se había permitido hacer, leyendo más allá de su cuerpo e incluso de sus
sentimientos, tratando de llegar hasta lo más puro de su esencia, a la fuerza
vital que latía en ella con cada bum de su corazón. No supo por qué, pero se
la imaginó de color dorado.
Su mente se llenó de aquel color cuando su fuerza lo golpeó como una
ola demoledora, tanto que sintió que lo habían empujado hacia atrás. Y
jadeó.
—¿Xander…?
—Tranquila —le respondió enseguida.
No fue en absoluto como aquella vez con los asaltantes, cuando su
poder tocó sus almas. En aquella ocasión, su poder fue frío e indiferente;
fue hacerle un rasguño a alguien que no te importa en lo más mínimo. Y la
esencia que emanaban había sido gris, descolorida e insulsa.
Ahora sintió que la esencia quería resquebrajarlo en pedazos. Cuando
coló su poder dentro de Elizabeth, todo en ella se enredó en él, en su magia,
como si buscara fundir sus almas en una sola. No sabía si ella era
consciente de lo que le estaba sucediendo, de lo que le estaba haciendo.
Tenía que serlo, porque de otro modo era imposible que lo sintiera de esa
forma.
Elizabeth rebosaba de color, vida y magia, una magia que no tenía nada
que ver con lo fantástico. Tal vez había reconocido el poder no como algo
oscuro, sino como una extensión del hombre que amaba.
Xander no se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
A su lado, Elizabeth inspiró de golpe.
—¿Sientes eso?
Sus ojos se habían abierto hasta tal punto que estaban rodeados de
blanco.
Asintió.
Controlando cada movimiento, Xander dejó una ínfima pizca de su
poder salir. Esta vez, no para quitar energía, como había hecho antes, sino
para entregarla. Le dio un pedazo de él que era infinito y etéreo, y que
recorrió el cuerpo de ella como una pluma haciéndole cosquillas en la piel
desde adentro.
El calor lo invadió, junto con la necesidad de ella, de tocarla, de no
dejarla ir.
—¿Y eso? —susurró.
Elizabeth se había quedado muda. Sus mejillas se tiñeron de rojo y
Xander notó el calor que emanaba de su cuerpo, delatándola. Cada vez que
respiraba, una nube de vapor se escapaba de su boca y se disolvía en el aire,
que ya no se sentía tan frío.
No hubo necesidad de palabras, porque de repente ella estaba sobre su
regazo, besándolo como si Xander fuera el aliento que le faltaba. Cada roce,
cada caricia estaba cargada de pasión y deseo. Él respondió de igual
manera. ¿Cómo no hacerlo? Estaba perdido por ella, y en ese minuto no
pudo imaginar algo más perfecto en la tierra que los dos juntos.

Rememoró esa noche en particular porque, ahora, solo tenía una pregunta
más que hacerle al amor de su vida antes de que su compromiso fuese
oficial. Tenía que asegurarse.
La vio aparecer entre las hierbas con un vestido azul, camuflándose en
la oscuridad.
—¿Estás segura de esto? ¿De mí? —soltó en cuanto estuvo lo
suficientemente cerca.
Ella frunció el ceño, tanto que una pronunciada arruga se marcó en su
frente.
—¿Cómo puedes preguntarme eso? ¿Qué no ha quedado claro después
de todo este tiempo y de lo que hemos pasado?
—Te lo pregunto justo por eso, Elizabeth. Mañana ya no habrá vuelta
atrás, y no quiero que después te arrepientas de enredar tu vida con alguien
que trae la muerte dentro suyo.
Así que era eso.
Elizabeth se acercó a él y puso las manos en sus mejillas para que él
pudiera ver que en sus ojos no había ninguna duda, ni el más mínimo
cuestionamiento. Habló firme y calmada:
—No me importa la magia que hay dentro de ti, Xander. No me importa
lo que es capaz de hacer o lo mala que podría llegar a ser. Me importas tú.
Conozco lo que hay en tu corazón y sé que jamás le harías daño a alguien,
no al menos sin una muy buena razón. —Xander quiso protestar, mas ella lo
cortó—. Tú me dijiste lo que pasó hace cuatro años, la forma en que te
ganaste la gratitud de Julien. Es la única vez que has usado tus poderes en
alguien, y fue para ayudar, no para herir. No tengo dudas de que eres bueno,
Xander.
Eso era todo lo que él necesitaba escuchar. Sonrió apenas, conmovido.
—Entonces… ¿Estás lista para esto?
—Sí —afirmó—. ¿Tú lo estás?
—Más que nunca.

Aunque nadie conocía el motivo de su reunión, bailaban como si lo


supieran, como si ya estuvieran celebrando. Era todo lo que Xander podría
haber esperado.
Julien, Alisson y Eloise Greenbriar estaban presentes, junto con la
propia Elizabeth y la familia Raven. Eran los únicos que estaban al tanto de
la situación y quienes más sonreían en la mansión. Por supuesto, tenían
motivos para hacerlo.
La hermosa música resonaba con fuerza por todo el salón. Xander
observaba a Elizabeth conversar con algunos de los invitados, y de vez en
cuando miraba de reojo a su padre, inquieto, hasta que este al fin le
devolvió la mirada y asintió una única vez.
Era el momento.
La música se detuvo. Al instante un murmullo de confusión llenó el
espacio, pero el sonido de un cuchillo de plata golpeando una copa de
cristal lo acalló. Apenas se escuchaba por encima de las conversaciones: tin,
tin, tin, mas era suficiente. Todas las cabezas se giraron para ver a Daniel de
pie junto a los violinistas, como si él fuera el acto principal.
Xander contuvo el aliento y miró a Elizabeth antes de que su padre
comenzara a hablar. Ambos sonrieron al unísono y Xander suspiró de
alivio: estaban allí. Al fin.
—Muchas gracias —dijo Daniel, aclarando su garganta y alzando más
la voz—. Muchas gracias a todos por venir hoy a mi hogar. Al enviar las
invitaciones, se les dijo que este era un evento especial, pero no se
especificó el porqué.
Un asentimiento recorrió la multitud. Xander oyó susurros de «sí, es
cierto», «me pregunto qué será» o «muero por saber». Su padre parecía
disfrutar el misterio que causaba, ya que sonrió:
—Pues bien, por fin puedo decirles que se encuentran aquí para celebrar
que uno de mis hijos está próximo a contraer matrimonio. —La mitad del
salón contuvo el aliento. La otra, exclamó en sorpresa, seguidos de chillidos
y exclamaciones. Felicidad, emoción, asombro—. Me complace anunciarles
el compromiso de la joven Elizabeth Greenbriar… —alzó su copa hacia
ella, quien sonreía radiante—, y mi hijo —Daniel miró a la multitud,
extendiendo también su copa hacia ellos, invitándolos a brindar con él.
Entonces sonrió. No fue un gesto cálido ni feliz, sino uno frío, calculador,
que congeló la sangre de Xander en sus venas. Tuvo miedo—: Oliver
Raven.
Todo su maldito mundo se hizo pedazos.
46
P O R Q U E N O S AT R E V I M O S A S E R
F E LI C E S
1886

—¡¿Q UÉ ACABAS DE HACER?! ¡¿QUÉ MIERDA ACABAS DE


HACER?! —rugió Xander, fuera de sí, azotando la puerta del
estudio de su padre a sus espaldas.
Él ya lo esperaba dentro, junto con el resto de su maldita familia.
Xander deseó golpear a cada uno de ellos, borrarle la estúpida sonrisa
satisfecha y presumida a su hermano con el puño hasta sacarle los dientes.
Incluso su madre, por primera vez en su vida, parecía no comprender
qué demonios estaba pasando.
—¿Qué has hecho, Daniel? ¿Por qué harías una cosa así?
—Cómo si no lo supieras —espetó Xander.
No le importó la mirada atónita de su madre ni el dolor en sus ojos. Lo
que menos le interesaba en ese minuto eran los sentimientos de cualquiera
de ellos.
—Xander…
La ignoró. Todo el aire se escapó de su pecho en cuanto la realidad lo
golpeó como un puño, justo al corazón. Se dirigió a su padre, sin aliento.
—Esto es lo que quisiste todo el tiempo, ¿no? Desde que te lo dije. Yo
nunca tuve una oportunidad. —Se dio cuenta.
Derrotado. Así se sentía.
Luego del anuncio, Xander quiso gritar. Rugir, dejar salir su poder y
acabar con todo. Cuando su magia no respondió, inerte por alguna extraña
razón, estuvo a punto de enviar todo a la mierda y golpear a su padre, mas
Layla lo detuvo con una mano en su brazo y una mirada de advertencia.
Solo negó con la cabeza una vez, despacio. «Aquí no. Lo empeorarás». Fue
la primera y única vez que Xander le haría caso.
Esperaron a que la multitud volviera a sus asuntos. Todos se
aglomeraron alrededor de Elizabeth, y ella recibió felicitaciones que no
quería con el rostro lívido como un fantasma, los ojos abiertos, en shock,
sin terminar de comprender, y llenos de lágrimas que la gente atribuyó a la
emoción.
Rodeada de personas, sin poder escapar, miró a Xander. Era una mirada
de auxilio, rogándole que la sacara de ahí, que arreglara todo, que le dijera
que nada de eso estaba sucediendo en realidad. Él se tragó la furia y siguió
a su familia al estudio.
—No pensaste de verdad que tú podrías casarte con ella. —La voz de
Oliver contenía la risa que se estaba aguantando. Xander no lo miró; si lo
hacía, perdería los estribos—. No eres digno, nunca lo has sido…
—Oliver, cállate de una vez. —Todos los ojos se dirigieron a Layla,
cuya expresión de furia hacía chispear sus ojos. La observaron, mudos: era
la primera vez que la oían hablar de esa forma, y Xander jamás se hubiese
imaginado que recriminaría a su perfecto hijo—. ¡¿Cómo se te ocurre hacer
algo así?! —chilló hacia Daniel—. ¡Xander es tu hijo también!
Xander ya había tenido suficiente.
—Jamás, jamás aceptaré esto…
—Ni yo. —La puerta del estudio se abrió y Elizabeth apareció tras ella,
seguida de Julien. Ya no había lágrimas, y si bien su expresión seguía
siendo la de un cadáver, sus ojos estaban llenos de odio y sus mejillas rojas
por la furia. Entró como un torbellino en la habitación, con la mirada fija en
Daniel, apuntándolo con el dedo—. Eres un ser despreciable, Daniel Raven
—escupió—. No mereces ser llamado padre, no mereces a un hijo como
Xander. Crees que con esto puedes arruinarlo, hacerlo miserable; de seguro
que eso te haría feliz, porque no eres más que un hombre solitario y
amargado que ha fracasado en todo lo que ha querido, así que tomas placer
al maltratar a otros, pero estás loco, ¡loco! si piensas que permitiré que
controles mi vida. Nunca me casaré con Oliver. ¡Antes preferiría morir!
Xander, a pesar de todo, pensó que nunca había estado más enamorado
de Elizabeth que en ese momento. Se sintió orgulloso de ella.
Daniel solo sonrió. Su voz fue baja, suave y calmada, mas en el silencio
sepulcral, todos la escucharon:
—Eso se puede arreglar.
—No se te ocurra amenazarla. —Xander se adelantó y tiró de Elizabeth
para alejarla de su padre—. Será lo último que hagas, lo prometo.
Julien decidió intervenir. Avanzó dos pasos, poniéndose también delante
de Elizabeth de forma sutil, captando la atención de Daniel.
—Daniel… Recapacita, por favor. No hay necesidad de esto, de
convertirlo en un espectáculo. Si no quieres tener nada que ver, bien. Déjalo
en mis manos, me encargaré y pagaré por todo, pero no arruines la vida de
tu hijo, no de esta forma.
El corazón de Xander dio un vuelco. No por primera vez pensó en lo
distinta que habría sido su vida si su padre fuese Julien y no Daniel. Este
último, sin embargo, lo ignoró.
—No hay lugar para ti aquí, Lacroix. —Fue todo lo que dijo, entre
dientes. Xander miró a Julien, agradeciéndole y pidiéndole con los ojos que
no dijera más. El hombre asintió, casi imperceptiblemente—. Verás, querida
Elizabeth… —suspiró con tedio. Xander se dio cuenta de que todo ese
teatro no era más que un trámite para él, una broma de la que estaba
disfrutando. Deseó escupirle en la cara. Su padre se acercó a Elizabeth, y
aunque él y Julien le bloquearon el paso, no impidió que le hablara,
mirándola directo a los ojos—. Si esto te gusta o no, me tiene sin cuidado,
pero lo aceptarás, independiente de tus deseos, porque un trato ya se ha
hecho.
—¿Qué?
Layla resopló con indignación y amargura:
—¿Otro trato, Daniel? ¿En serio?
—He hablado con tu padre y él aprueba esta unión. —Señaló a Oliver,
el cual sonreía en silencio—. Será ventajosa para él, desde luego. Un
hermano u otro; en realidad, da igual, mas solo así él conseguirá ganar algo
a cambio.
La mandíbula de Elizabeth cayó abierta. Su expresión se desencajó y su
corazón se rompió de tantas maneras, que Xander juró que podía escucharlo
resquebrajándose. Las lágrimas volvieron y permanecieron empañando sus
ojos como nubes plateadas que no llegaron a caer. Antes de que ella pudiese
decir algo, Xander le pidió una única cosa a su madre: la única que jamás le
pediría.
—Sácala de aquí. Por favor.
Layla asintió. Se abrió paso y tomó a la muchacha por el brazo, tirando
de ella con suavidad hacia la puerta. Fue como verla cargar a una muñeca
sin vida, porque Elizabeth no reaccionó y permaneció mirando al vacío
hasta que desaparecieron por el corredor.
Xander solo esperaba que los demás no pudieran oír su corazón
rompiéndose. Julian compartió con él una mirada de desolación, y Xander
comprendió, por primera vez, lo que era un padre sufriendo por ver a su
hijo infeliz.
—¡No va a pasar! ¿Me entiendes? —le gritó Xander a su padre antes de
permitirle decir nada—. ¡No se va a casar contigo! —Esta vez, miró a
Oliver—. ¡Sobre mi puto cadáver!
Fue como si su hermano saliera del trance. Perdió la sonrisa y dejó que
toda la podredumbre que escondía en el alma saliera a la superficie.
—¡¿Tú te crees que eso es un problema para mí?!
Xander soltó una risa.
—Oh, con que ahora quieres matarme. —Rio de nuevo—. ¿Es eso?
Porque me encantaría verte intentarlo.
—¿No me crees capaz? Soy más fuerte que tú y lo sabes.
—Lo único que sé es que eres es un maldito cobarde.
—¡Soy mejor que tú! —Su chillido fue como el de un niño con una
rabieta. Xander volvió a reír, porque disfrutaba sacándolo de quicio y
porque la imagen en serio lo divertía—. ¡Merezco estar con la mujer más
codiciada de este maldito pueblo porque soy el mejor, y siempre lo he sido!
Todos sus miedos ya se habían hecho realidad, así que a Xander le tenía
sin cuidado si lo empeoraba o no:
—Entonces, ¿por qué me eligió a mí?
Silencio. Silencio, hasta que Oliver gritó y se lanzó hacia él. Quiso
ponerle las manos al cuello; Xander lo esquivó con facilidad y dejó que la
pared tras él amortiguara su impacto. Para su mala suerte, Oliver frenó
antes de chocar.
—¡Tú no la mereces! ¡Jamás serás digno!
—¡¿Y tú sí?!
—¡La amo! —gritó, furioso.
Xander bufó.
—¡Oh, por favor! No me hagas reír. ¿Desde cuándo, eh? ¿Desde
cuándo? No la conoces. ¡No has pasado ni un solo momento con ella en el
que te hayas preocupado por escucharla, en lugar de alardear! Ni un solo
momento en el que ella no haya pensado que eres un cretino imbécil y
pretencioso. No tienes idea de lo que es el amor, Oliver. Si crees que amas a
Elizabeth, estás equivocado. Esto —espetó, señalado la habitación, a ellos,
a lo que estaba pasando— no es amor. El amor no hace lo que tú has hecho.
El amor no quita ni obliga.
—¡Es una mujer! —gritó Oliver, harto. Xander se quedó de piedra—.
Hará lo que nosotros acordemos que es mejor para ella, ¡y ese en el fin de la
historia!
Por un segundo, nadie habló. Xander no se atrevió a mirar a Julien, a
ver la expresión de horror en sus ojos. Había sentido odio por su familia de
sangre, repulsión y muchas cosas. Esta era la primera vez que sentía
vergüenza de ellos.
—Si realmente piensas eso —dijo Xander luego de un momento,
despacio—, solo estás probando lo que digo.
—¡Ya basta! —interrumpió su padre, dejando a Oliver con la boca
abierta en una réplica no dicha—. La boda se celebrará la semana que
viene. Y tú —señaló a Xander— estarás ahí, con una sonrisa en la cara. Vas
a felicitar a tu hermano y a la novia, y no harás un escándalo. Desde hoy,
tienes prohibido hablar con ella, acercártele o siquiera mirarla. ¡¿Soy
claro?! —rugió.
Xander no supo qué decir, no supo qué hacer. Se le quedó viendo como
un idiota, sin poder reaccionar, porque de pronto todo su cuerpo estaba
paralizado.
La semana que viene.
Daniel avanzó hasta quedar a unos centímetros de él, y Xander quiso
vomitar cuando sintió que sus palabras le golpeaban la cara.
—Si tratan de huir, te prometo, hijo, que los cazaré hasta el fin de la
Tierra. Los arrastraré hasta aquí, y ella estará arruinada. Si me
desobedeces… Si tan solo escucho un rumor de que has estado cerca de
ella… te mataré.
No fue Xander quién exclamó, sino Julien, tras él.
—¿De qué estás hablando?
Daniel no despegó la mirada de su hijo.
—Lo juro, te mataré. Quizás tu hermano no sea capaz, pero créeme que
yo sí lo soy.
Xander, lívido, solo consiguió susurrar:
—Volvería a la vida.
Lo dijo bajo, para que Julien no escuchara, pero también porque apenas
lograba sacar las palabras de su cuerpo. No podía respirar.
Daniel bufó, desestimándolo.
—¿Siendo el fracaso que eres? Lo dudo mucho. —Lo quería muerto. Su
padre lo quería muerto—. Y créeme; prefiero que ella muera contigo antes
de dejarlos estar juntos.
—¿Por qué? —exigió. Era lo mínimo que merecía saber—. ¿Qué hice
para que me odies de esta manera?
—No eres más que un recordatorio de todos mis fracasos —espetó,
como si Xander no fuese una persona, sino una cosa—, de mi infelicidad. Y
si yo no soy feliz, mi hijo bastardo tampoco lo será.
47
I N Q U E B R A NTA B LE
1886

X ander deseó haber sido un hijo bastardo.


Realmente lo deseó.
—No puedes decirle nada —le dijo Xander a Julien cuando salieron del
estudio—. Por más que ella llore y te suplique… Te lo pido, Julien —rogó
Xander, deshecho—. No puedes decirle sobre la amenaza de mi padre.
—Xander…
—¡No va a importarle! —Ya no podía más, sus propios sentimientos lo
estaban ahogando—. ¿Entiendes? Se arriesgará de todas formas y tratará de
venir aquí. Solo… Dame tiempo para arreglarlo.
Julian no dijo nada. Lo miró por un largo minuto que Xander soportó
sin bajar la vista al suelo y encorvar los hombros como si el mundo se le
viniera encima. Al final, asintió.
—Como tú digas.

—¿Xander? —susurró Elizabeth, cuando lo único que quería era gritar.


Gritar a voz viva, hasta que se le desgarrara la garganta, al igual que lo
había hecho su corazón—. ¡Xander!
Era un llamado a medio camino entre un grito y un susurro alto, porque
tenía miedo. Más que eso, estaba aterrada. Jamás se había sentido tan
desesperada como en ese minuto en que todo su mundo se venía abajo,
sobre ella, aplastándola con su peso.
Tenía que ver a Xander y escuchar de sus propios labios una
recapitulación de lo que estaba pasando, porque si no, no podía creerlo. No,
se negaba. Era imposible aceptar que las cosas hubieran salido tan
catastróficamente mal. Esperaban muchas cosas; que hubiera oposición, que
fuera un camino difícil, mas no... no esto. No que le arruinara la vida de
aquella manera.
Necesitaba que apareciera en ese momento y le dijera que encontrarían
una solución; o mejor aún, que había hablado con su padre y lo había hecho
recapacitar. El problema era que incluso ella tenía dificultades para creer
que eso fuera posible.
—¿Xander? —Lloró en voz alta, sin poder seguir conteniendo el
torrente de emociones que la estaban desbordando.
No podía respirar.
No podía pensar.
No podía hacer nada más que temer al vacío negro y frío en su pecho
que estaba tragándosela por completo.
—No —susurró.
No podía casarse con Oliver; no solo amaba a otro, sino que a él lo
detestaba. Oliver Raven era todo lo que ella odiaba en un hombre, en una
persona. Mientras que Xander era amable, sincero y bondadoso, Oliver era
egocéntrico y narcisista. Aun si aceptara, él jamás la amaría porque solo se
amaba a sí mismo.
Llegó a la pérgola abriéndose paso entre los matorrales. En su
desesperación, no se fijó en qué camino tomaba: solo deseaba llegar y ver a
Xander esperándola, lanzarse entre sus brazos y besarlo, volver a sentir su
calidez reconfortante.
Sin embargo, cuando llegó, no halló más que una estructura abandonada
y desierta. Era la primera vez que ese lugar de ensueño se convertía en una
estancia lúgubre y desolada. Xander no estaba allí.
Con todo lo que pensó, Elizabeth jamás contó con eso.
Giró sobre su eje, esperando ver un movimiento entre las hojas que le
anunciara la presencia de la persona que amaba. Esperó y esperó en vano,
hasta que no pudo más. Muerta de frío, se sentó en el suelo de cemento de
la pérgola, se envolvió en su propio vestido, y lloró.
Lloró por todo lo que creyó haber ganado ese día y por todo lo que
perdió incluso en menos tiempo.
Poco sabía que, en la mansión Raven, Xander era el objeto de todas las
miradas. Miradas de lástima, de odio, de amenaza. Podía imaginarse que lo
vigilaban de cerca, aunque jamás imaginó que, mientras ella lloraba a la
cruda intemperie, Xander tenía que elegir entre su amor por ella... o su
seguridad.
Derramó lágrimas hasta quedarse seca, y cuando no tuvo más —al
menos para esa noche—, volvió a casa. Estaba hecha un desastre, con el
rostro manchado y rojo, y el vestido lleno de barro.
Su tía Eloise la recibió con tanta pena como espanto, pero no dijo nada.
Se encargó de prepararle un baño lleno de aceites esenciales para intentar
relajarla y, a su salida, le tenía una taza de leche caliente con miel para
ayudarla a dormir.
Nada sirvió. Su tía permaneció a su lado toda la noche, abrazándola.
Dentro de su dolor, Elizabeth lo agradeció en silencio. No se sentía capaz de
hablar, pero supo que con su mirada su tía entendió todo su agradecimiento
y amor. Y permanecieron abrazadas en la cama hasta que, ya en la
madrugada, Elizabeth cayó en un sueño ligero e intranquilo.
Al día siguiente, hizo lo posible por no mostrar en su rostro todo lo que
había llorado. Su sirvienta le llevó paños fríos sumergidos en hierbas para
desinflamar los ojos, y le cubrió el rostro con polvos pigmentados para
disimular su palidez. Aun así, nada logró evitar que Elizabeth se sintiera
muerta, fría y adormecida.
Salió a pasear colgada del brazo de su tía, quien esperaba que el aire frío
la ayudara a tranquilizar sus emociones. No hablaron: Eloise entendía que
su sobrina tenía muchos pensamientos que ordenar en su cabeza, de modo
que se limitó a acompañarla, a estar allí cuando ella la necesitara.
Sucedió lo que Elizabeth menos esperaba.
Caminaban a paso lento, con la mirada distraída en la plaza de la aldea,
cuando alguien se plantó en frente y las hizo volver a la realidad. Oliver
Raven había tenido el descaro de presentarse ante ella con flores... Con unas
malditas flores que ella quiso masticar y escupirle en la cara.
Vaya, tenía muchas cosas que decirle, y quizás era bueno que el
desgraciado apareciera, porque Elizabeth quería soltarlo todo...
—Señor Raven —saludó Eloise, tensa pero cortés, como la etiqueta lo
exigía—. ¿Qué se le ofrece?
—Señora Greenbriar —saludó él. Elizabeth hizo una mueca de asco que
no pudo contener—, me gustaría una palabra a solas con mi futura esposa,
si no es mucho pedir.
—Lo es —lo cortó su tía, apretando tan fuerte el brazo de Elizabeth que
solo pudo concentrarse en ese dolor, y no en la furia que rugía por que la
desatara—. Me parece que ya ha hecho suficiente daño a nuestra familia,
señor Raven. Tal vez haya amenazado a mi sobrina para conseguir este
matrimonio, mas ella todavía no es su esposa. Y no permitiré que pase un
minuto más de lo necesario en su presencia.
Elizabeth sintió ganas de llorar. Gracias, pensó. Gracias.
Oliver, el cerdo asqueroso, tuvo el descaro de sonreír, como si lo
sintiera de corazón.
—Lamento mucho el malentendido y la confusión, señora Greenbriar.
Créame, jamás fue mi intención causarle malestar a su familia, mucho
menos a ti, Elizabeth.
—Señorita Greenbriar —dijo la muchacha, cortante.
—¿Qué? —preguntó Oliver, perplejo.
—Es señorita Greenbriar para usted, señor Raven. No me importa lo
que crea; de hecho, ni siquiera sé qué es lo que pretendía viniendo ante mí,
pero, sea lo que sea, puede ahorrárselo y, de paso, ahorrarme a mí el
desagrado de este encuentro.
—Elizabeth —volvió a decir. Ella tuvo que contenerse para no
golpearlo en la entrepierna con todas sus ganas. Apretó los labios con
fuerza—. Entiendo tu descontento, de veras que sí. Pero es por tu propio
bien, solo quiero lo mejor para ti.
—Y eso es usted mismo, según lo que entiendo —se burló Eloise.
A Oliver no le hizo ni una pizca de gracia el comentario. Su expresión
se endureció, y el brillo afable y fingido de sus ojos se extinguió; podrido
como su alma, que ahora mostraba sus verdaderos colores.
—Sí —afirmó convencido—. Aprenderás a amarme con el tiempo.
Elizabeth no lo soportó más.
Le arrebató las flores sin siquiera dignarse a reconocer cuáles eran. Las
odiaba, al igual que cualquier cosa que viniera de él. Las arrojó con fuerza
al suelo frente a él, pisándolas de paso.
—Jamás podría amar a un ser tan asqueroso y repugnante como tú —
escupió las palabras, complacida por ver cómo le golpeaban el ego a Oliver
—. Jamás serás como tu hermano, Oliver. Nunca.
Oliver la agarró del brazo con violencia. El corazón de Elizabeth latió
desbocado. ¿Iba a golpearla ahí, delante de todos? Luchó por no encogerse
ante él. Incluso si la golpeaba o la agredía, no le daría esa satisfacción.
—Me importa una mierda lo que pienses de mí, Elizabeth. Si no
aprendes a amarme, entonces te espera una vida de desgracia, prometida —
espetó, acercándose tanto a ella, que Elizabeth sintió su aliento en el rostro.
Le dieron deseos de vomitar ahí mismo—, porque serás mi esposa te guste
o no.
—¡Señor Raven! —gritó Eloise entre dientes, indignada por su osadía.
Miró a su alrededor; estaban rodeados de gente que se volteaba a verlos,
susurrando y lanzando vistazos de reojo antes de irse, de seguro a expandir
el chisme de lo que estaban presenciando. Se forzó a respirar, a mantener la
compostura—. Lo urjo a que suelte a mi sobrina, señor Raven. Estas no son
formas de tratar a una señorita. No querrá causar una escena aquí, asumo.
Oliver se dio cuenta de su error demasiado tarde. Soltó a Elizabeth,
quien se llevó el brazo al pecho como si se lamentara por haberlo perdido.
Se acarició la zona donde él la tocó; ahora estaba enrojecida y punzante. El
joven miró a su alrededor, sonriendo como si nada hubiera pasado. Esa
maldita sonrisa...
Se arregló el traje, alisándose arrugas inexistentes, y le susurró a
Elizabeth:
—Nos vemos en la boda.
Ella no alcanzó a decir nada más.

—¡No pienso casarme con ese imbécil!


—¡Elizabeth Greenbriar, esa no es forma de hablar! —reprochó su tía
cuando entró hecha una furia en la casa.
Estaba tan enojada, iracunda y despechada, que ni siquiera podía llorar.
Solo deseaba golpear a Oliver en la cara hasta que jamás pudiera volver a
esbozar su maldita sonrisa asquerosa.
—Me importa poco, tía Eloise. ¡No puedo aceptar esto!
Eloise se acercó a ella, tratando de que se relajara. Le tomó las manos,
haciendo que su sobrina alzara la vista.
—Lo sé, mi niña. Lo sé.
El cariño en su voz terminó por romperla.
—No puedo, tía, no puedo casarme con él —lloró—. No lo amo… ¡Lo
odio! ¡Lo detesto! Y Xander… Oh, Dios…
—Sé que tu corazón está con otro, y que es con él con quien querías
casarte. Nada me haría más feliz que poder ayudarte y ver que seas feliz con
quien deseas.
—¿Pero? —susurró Elizabeth, anhelando con todo su ser que no
hubiese uno.
Eloise negó con la cabeza.
—No tengo poder en esto, Lizzie. Ninguno, en lo absoluto. Tu padre es
la única persona que podría… —Su voz se extinguió y, con ella, toda
esperanza dentro de Elizabeth. Eloise suspiró con pesar—. Quién sabe qué
le habrá dicho Daniel Raven acerca de Xander. ¡Difamando a su propio
hijo! Ese hombre es un desastre.
—¿Has…? ¿Has hablado con papá?
No hizo falta que asintiera para conocer la respuesta.
—Tu futuro suegro le ofreció una considerable suma de dinero para que
te cases con Oliver, además de obviar la dote.
—Oh.
—Sí, oh.
No podría competir con eso, porque, aunque Xander no quisiera su
dinero, Daniel Raven no ignoraría su dote por él. No importaba si
suplicaba, luchaba, lloraba o pataleaba: su padre nunca rechazaría un dinero
que podría mejorar la vida de sus hermanas y de toda su familia. Tal vez
hasta sería egoísta desearlo, porque ese mismo dinero pagaría las medicinas
de su tía, quien ahora la consolaba...
No pudo evitar que las lágrimas volvieran a aflorar. Era tanto el dolor,
tanta la desesperación que sentía en el alma. La impotencia de no poder
hacer nada la corroía desde dentro y no veía ninguna salida.
—No sé qué hacer —susurró, ahogándose con el significado de sus
propias palabras.
No sabía qué hacer. Sentía que no podía hacer nada.
De cualquier manera, no creía ser lo suficientemente fuerte como para
conformarse con vivir oprimida, con ese dolor que significaba no solo ser
infeliz, sino también ser la causa del sufrimiento de la persona a quien
amaba.
Eloise la miró con ojos brillantes y la abrazó, odiándose a sí misma por
no poder hacer más, por no ser capaz de ayudar. Detestaba que la maldita
sociedad hubiera determinado que su papel en la vida de su sobrina nunca
sería igual al de su padre, hermano o un futuro hijo: los hombres siempre
tendrían el poder sobre ellas, y ese día Eloise sentía más resentimiento y
molestia que nunca.
—Hablaré de nuevo con tu padre, de hermana a hermano. —Fue lo
único que pudo prometer—. Lo intentaré, Elizabeth, pero no… No puedo
asegurarte nada.
—Lo sé… y tú y yo sabemos que no resultará, ¿no es así?
Eloise asintió con tristeza.
—Aun así…
—Aun así —coincidió ella.
Era esperanza. Era algo.

Esa noche regresó a la pérgola, al igual que las cinco siguientes sin tener
señales de Xander.
Cada noche que no lo encontraba, se quedaba acurrucada en el suelo de
concreto y cerámica de la pérgola, con los brazos apoyados en la banca y la
cabeza oculta entre ellos. Lloraba durante horas, hasta que llegaba a un
punto en el que no podía más, cuando ya no quedaban lágrimas dentro de
ella para botar.
A medida que pasaban los días, la preocupación aumentaba. Por las
mañanas salía a pasear con su tía, esperando ver a Xander en algún lugar.
Tampoco había logrado obtener información de Julien, a quien había
visitado al día siguiente de su desagradable encuentro con Oliver.
Por suerte, a él tampoco lo había vuelto a ver.
Temía por Xander. Sabía muy bien que la situación en su hogar nunca
había sido fácil, pero ahora tenía nuevos miedos que sumarle. Si hubiera
sido posible, Xander habría ido a la pérgola la noche en que Daniel Raven
los traicionó, cuando la vendió a su hijo menos sin miramientos. Si no lo
hizo...
Elizabeth no quería pensar en eso.
De modo que continuó yendo a la pérgola sin importarle el frío ni su
deteriorada salud, pues con cada noche que trascurría, más se acercaba la
fecha fijada para la boda. No podía perder la esperanza de, al menos, ver a
Xander una última vez antes de firmar su sentencia de muerte.
Se enteró de la fecha gracias a su tía, quien recibió noticias de su padre
hace unos días. No solo ignoró por completo las súplicas de Eloise para que
no prometiera a Elizabeth a Oliver Raven, sino que también acordó la fecha
con Daniel a espaldas de ambas.
Le quedaban tres días. Tres días antes de que su libertad muriera junto
con su espíritu.
Buscó a Julien en un último intento desesperado. Le suplicó que
transmitiera un mensaje suyo a Xander.
«No sabes cuánto lo siento, Elizabeth. No puedo hacerlo. Es demasiado
peligroso».
«¿Peligroso? ¿Peligroso cómo?».
Julien no respondió, dejándola solo con su imaginación como respuesta.
¿Acaso la vida de Xander estaba en peligro? ¿Era eso a lo que se refería?
No, no podía ser cierto. Aunque estaba claro que Daniel y Oliver no tenían
ningún aprecio por su hijo y hermano, no podía ser tan grave... ¿Verdad?
No podían haberlo amenazado de esa manera.
Esto le dio nuevas fuerzas. No se rendiría, eso estaba claro. Vería a
Xander pase lo que pase, ya sea antes o después de la boda, no le
importaba.
La noche previa a la ceremonia se dirigió una vez más a la pérgola,
decidida a llegar hasta él, dondequiera que estuviera, incluso si fuera en el
mismísimo infierno.
Creyó que esa noche sería como las anteriores cuando se adentró en el
bosque, pero cuando lo vio allí, de pie apoyado en los cimientos metálicos
de la pérgola, su mundo se derrumbó.
No fue en absoluto la reacción que esperaba de sí misma: pensó que
cuando lo viera, nada más importaría; que correría a sus brazos y se
declararían el uno al otro, enamorados, y que de alguna manera todo estaría
bien... Excepto que nada estaba bien y no podía fingir lo contrario. Al verlo
allí, moviendo las manos en un gesto frenético y con una expresión de
profunda angustia, Elizabeth sintió que el cielo le caía encima.
Fue imposible engañarse a sí misma, mentirse solo para tranquilizarse.
No podía, porque de repente toda la ansiedad, el miedo y el dolor que había
estado experimentando durante días se volvieron demasiado pesados para
soportarlos de pie. Un sollozo traicionero escapó de sus labios, revelando su
presencia en el claro.
Xander giró sobre su eje como si un hilo invisible lo arrastrara hacia
ella. La vio en el suelo, destrozada, luchando por recomponerse y por
guardar todo dentro de sí. No lo soportó. Supo entonces que ningún dolor,
ninguna pena que pudieran infligirle se compararía con eso, con saber que
no podía hacer nada para aliviar el sufrimiento de la única persona a la que
amaba.
Corrió hacia ella, tan rápido que en un abrir y cerrar de ojos se arrodilló
a su lado en el suelo. En ese momento, lo que menos le importaba era si su
traje se ensuciaba y luego lo descubrían por eso; ya se encargaría de eso
más tarde. Lo esencial en ese instante estaba allí, justo entre sus brazos.
—Déjalo salir, Elizabeth —le susurró, animándola a cargar su peso en él
y acariciando su cabello lleno de horquillas—. Déjalo salir. Las cargas están
para que ambos las soportemos.
—Xander. —Hipó entre llantos, aferrándose a él desesperada, temiendo
que fuese una ilusión, y que esa sería la última noche en que podría verlo.
Al menos, siendo dueña de sí misma—. Tengo tanto, tanto miedo…
—Shh… lo sé. Lo sé.
—¿Tú no lo tienes?
—Estoy aterrado —confesó—. Tengo miedo de perderte, siempre lo he
temido. Pero más me aterra que te pierdas a ti misma, que te conviertan en
algo que no eres, que te hagan daño… Podría vivir con esto si fuera tu
decisión, y sé que estás sufriendo tanto que casi desearía que así fuera.
A pesar de todo, ella consiguió sonreír.
—Casi —murmuró.
—Casi —concordó él—. Te amo, Elizabeth. Lo sabes, ¿verdad?
La muchacha asintió.
—Y yo te amo a ti, Xander. Con todo el corazón.
—Toda mi vida —comenzó él, estrechándola más fuerte, jalándola más
cerca de su cuerpo— me han hecho sentir que no merezco nada bueno, que
no merezco amor. Y que, si alguien como tú llegase a mi vida, no sería
merecedor de ti tampoco.
Elizabeth quiso replicar enseguida.
—Xander…
—Espera —pidió él—. Déjame terminar. Iba a decir que… Gracias a ti
sé que eso no es cierto. Creo que siempre lo supe, pero por ti es que puedo
expresarlo, y lo creo más que nunca. Y voy a luchar por esto, por nosotros.
Aunque me lleve toda la vida, mi último aliento. Te lo prometo.
—¡No digas eso! —exclamó, alarmada, viéndolo muy seria—. Jamás
digas eso. No podría… No podría vivir conmigo misma si…
El corazón de Xander se ablandó. Sabía que ella lo amaba, que
necesitaba de él y, aun así, seguía sorprendiéndole el alcance de ese
sentimiento, que Elizabeth prefiriese su compañía, su amor, antes que la de
cualquier otro.
—No lo harás. Eso también te lo prometo.
Elizabeth susurró lo siguiente, porque incluso en la oscuridad de la
noche y en la intimidad de sus brazos, temía decirlo en voz alta:
—No sé si puedo superar esto, Xander —confesó—. No sé si tengo la
fuerza para vivir de este modo, para casarme con él, para… —Su voz falló.
Nuevas lágrimas inundaron sus ojos y se derramaron enseguida,
sobrepasándola—. Oh, Dios. No puedo, Xander. No puedo. Y saber todo el
sufrimiento que te causa, es imperdonable. No quiero que tengas que verlo,
estar presente. Ni mucho menos que imagines lo que pasará después… Me
siento sucia de solo pensarlo, me doy asco…
—Para —frenó él, subiendo la voz—. No digas eso, jamás. ¿Me
escuchas? Jamás. No estás sucia, ni ahora ni después. Me enferma la idea
de que él te toque, te juro que… —respiró. Una vez, dos, tres veces. No
logró calmarse del todo, pero tenía que conseguirlo, tenía que poder pensar
con claridad. Se lo debía—. Nada de esto es tu culpa, y para mí jamás serás
menos de lo que eres ahora, no por eso. ¿Está bien? Nunca vuelvas a decir
algo así.
—¿No hay forma de… evitarlo? —preguntó con timidez.
Era una mezcla tan extraña de sentimientos en su interior. Un poco de
vergüenza, de pudor, siendo arrollados por una ola de náuseas, miedo y
terror.
Xander quiso morirse ahí mismo.
—Tú y yo… Podríamos irnos ahora. Dímelo si eso quieres, y lo
haremos, porque no necesito nada más que a ti. Lo demás podemos
arreglarlo.
—¿Pero…? —intuyó.
—No llegaríamos lejos —se lamentó él, desesperado, con ganas de
golpear algo… o alguien—. No tenemos dinero, comida ni un cambio de
ropa sencilla con la que podríamos pasar desapercibidos en las aldeas
vecinas. No podríamos pagar la estadía ni la cena en una posada, ni
conseguir un boleto en tren hasta la ciudad más lejana posible de mi maldita
familia. Y tengo miedo… Tengo miedo de que terminemos muertos si lo
intentamos.
Su corazón se congeló.
—¿A qué te refieres?
—Mi padre amenazó con matarme si me acerco a ti. Por eso no podía
venir, Elizabeth. —Omitió la parte en la amenazaba a ella también. No
hacía falta que lo supiera, que temiera más—. Y si eso pasa… no podré
protegerte. Oliver moverá cielo y tierra para encontrarte, lo sabes.
Ella asintió.
—¿Y entonces? Dime que hay un «entonces», porque no creo poder…
—Tengo un plan —le aseguró—. Hablaré con Julien, él nos ayudará.
Ella asintió. Tenía la certeza de que, si alguien podía ayudarlos a salir
del fondo del mar, era él. Se limpió las lágrimas con el dorso de su mano.
Tenía los párpados hinchados y la cara roja, sin embargo, Xander pensó que
se veía hermosa.
—¿Cuál es el plan?
Xander suspiró.
—Conseguiré dinero, más de lo que tengo ahorrado, comida y nos
aseguraré un carruaje para que nos lleve a la estación de trenes. Nos iremos
lejos, donde nadie sepa quiénes somos. Empezaremos desde cero…
—Como marido y mujer —dijo Elizabeth.
Xander sonrió.
—Nada me haría más feliz. —Le besó el puente de la nariz, y ella cerró
los ojos ante su contacto—. Julien nos ayudará a conseguir la anulación de
tu matrimonio con Oliver; ya le pregunté y es posible.
—¿Y si no?
—Si no… Nos las arreglaremos. No me importa cómo, pero lo haremos.
Ahora estamos demasiado vigilados, Elizabeth. Apenas sí pude
escabullirme, y tengo miedo. Temo por ti, por lo que puedan hacer si nos
descubren. Pero después de la boda…
—Será diferente. Estarán más tranquilos, pensarán que ya ganaron.
—Tendrás que engañarlo. No creerá que cambiaste de actitud de la
noche a la mañana, tiene que ser paulatino. Que crea que lo estás aceptando
como tu esposo, ¿entiendes? Debes ganarte su confianza.
—Lo intentaré.
—Tienes que hacerlo —la urgió—. Dependerá de eso. —Se miraron
durante un minuto hasta que ella, despacio, asintió. Xander botó el aire en
sus pulmones—. Lo siento, Elizabeth. No sabes cuánto lo siento. —Le
picaban los ojos. Si eran lágrimas de dolor o de rabia, no estaba seguro—.
Desearía que fuera diferente, pero la boda es mañana y no sé cómo
podríamos…
—Shh —lo tranquilizó ella—. No importa lo que pase con él. Puede
tomar mi nombre, mi libertad, mi… Mi cuerpo. Pero mi corazón jamás lo
tendrá. Es solo que… —Ella dudó.
Elizabeth negó con la cabeza, como manteniendo una conversación
consigo misma en la cual salió victoriosa.
Lo miró con determinación:
—No quiero que él sea el primero.
—Voy a matarlo.
—Está bien —susurró ella—. Ya no importa.
—Sí que importa…
—Xander —lo llamó ella, rompiendo el muro de sus defensas—. No
quiero que él sea el primero —repitió.
Se acercó a él hasta que su aliento le acarició el rostro. Deseaba que la
besara, que no se detuviera, y se lo transmitió con la mirada.
Xander la observó en silencio, comprendiendo al fin el significado de
sus palabras. Su corazón dio un vuelco y, por un instante, le resultó difícil
respirar.
—¿Estás segura? —susurró, casi con miedo de decirlo muy alto, por si
la burbuja que los mantenía ocultos del resto del mundo se rompía.
Elizabeth asintió con fuerza.
—Muy segura. Te quiero a ti, Xander. Ahora y siempre.
—No quiero que te apresures si no…
—Tendré que hacerlo de igual modo, mañana después de la boda. Y si
no hay forma de huir de esto, de evitarlo, quiero que sea elección mía. Tú
eres mi elección.
—Y tú la mía —afirmó antes de besarla.
Así que, la noche antes de que se casara con su hermano, Elizabeth se
entregó a Xander en cuerpo y alma. Le dio todo cuanto tenía, todo lo que
era, su amor y su lealtad, con la esperanza dentro de su pecho de que, un
día, se irían del lugar que los había roto a ambos, para construirse de nuevo,
pieza por pieza… juntos.
Xander la condujo hacia la pérgola para poder besarla y desnudarla bajo
ese mismo techo lleno de arabescos que los vio enamorarse.
48
EL FILO DE UN CORAZÓN ROTO
1886

X ander despertó con la náusea azotando su estómago. Se incorporó


en la cama cubierto de un sudor helado, pensando que iba a vomitar.
La luz que entraba por la ventana era azul y mortecina: aún no amanecía.
Su sueño había estado plagado de pesadillas, que terminaban por
hacerse realidad al despertar. No tenía idea de qué hora era, pero no podría
volver a dormir.
Deambuló por la casa y el jardín en busca de algo en qué ocupar su
mente y disipar las náuseas. Quizás se durmió por un momento, sentado en
el salón, porque la siguiente vez que abrió los ojos, el sol estaba tiñendo el
cielo de naranja.
Tenía el corazón en la garganta, desbocado y latiendo como si deseara
ser arrancado de su pecho. Esa noción no estaba tan alejada de la realidad.
Subió a su habitación y se preparó para la boda que debería haber sido
la suya, con el alma muerta y el corazón en un puño. Durante toda la
mañana sintió que iba a desmayarse, pero consiguió seguir adelante.
No prestó atención al elegante vestido de su madre ni al traje de su
padre, ni se preocupó por la apariencia de su hermano. Ignoró sus
comentarios pretenciosos, sus sonrisas y miradas de lástima. Ignoró todo.
Caminaron hacia la iglesia, que en realidad era más bien una pequeña
capilla, la misma en la que sus padres se habían casado.
Layla y Oliver salieron primero. Xander se disponía a seguirlos,
deseando que la tierra lo tragase, cuando sintió un tirón en el brazo que lo
hizo trastabillar y volver al interior de la casa.
Xander miró a su padre con horror.
—No le dirigirás ni una palabra a la novia, ni siquiera una mirada —
amenazó en voz baja, sonriendo cual hipócrita, porque si alguien los veía,
solo vería a padre e hijo conversando en el umbral de la puerta—. No harás
nada para arruinar el día de tu hermano; sonreirás, verás la ceremonia,
ofrecerás tus felicitaciones y luego te largas. ¿He sido claro?
Había tantas cosas que habría querido decirle… Solo asintió.

Todos a su alrededor se pusieron de pie, y Xander notó dos cosas al mismo


tiempo: su padre empujándolo hacia arriba, levantándolo, y la mano de su
madre aferrándose a la suya, transmitiéndole apoyo. Aunque no le
reconfortaba en lo absoluto, Xander apretó su mano en respuesta, sintiendo
que era lo único que lo mantenía anclado a ese momento. Tenía miedo de
que, si la soltaba, flotaría a la deriva y no podría volver.
Elizabeth apareció en la puerta de la iglesia, con un atuendo blanco
sencillo que bien podría haber sido un vestido de baile cualquiera. Xander
se preguntó si hubiera usado eso mismo de haber sido él quien la esperaba
en el altar. Probablemente no.
Se veía hermosa de la forma en que el dolor es hermoso. Frágil, rota y
llena de espinas.
Caminó por el pasillo siendo el objeto de todas las miradas, escoltada
por Julien, ya que su padre ni siquiera se molestó en asistir a la boda.
Xander se preguntó si era porque no le importaba, o porque no podía
soportar ser testigo de cómo había arruinado la vida de su única hija.
Él la siguió con los ojos azules nublados por el dolor. Cada paso que
ella daba era una nueva astilla clavada en su pecho. Moría por decirle algo,
aunque fuera una mentira a medias como «todo estará bien».
No lo miró al pasar frente a él, sino que siguió de largo, con la vista al
frente. Quizás era lo mejor.
Fue lo más difícil que Elizabeth hizo en su vida: no mirar, sino que
forzarse a mantener la vista al frente, hacia su futuro en lugar de lo que
estaba dejando atrás.
Cuando llegó al altar y vio a Oliver, miles de cosas pasaron por su
cabeza. Él lucía impecable en su traje beige, el moño de su corbata
haciendo juego con sus ojos. Tal vez incluso hubiera podido decir que se
veía decente si no se le revolviera el estómago cada vez que lo miraba, si no
la invadiera el deseo de molerlo a golpes hasta que no quedara ni rastro de
esa sonrisa.
Oliver extendió una mano. Ella no tenía intención de tomarla. ¿O sí?
No, no iba a tomarla; solo el pensamiento de tocarlo le causaba repulsión...
Pero la tomó, las palabras de Xander resonando en su mente: debes ganarte
su confianza.
Hubo lágrimas empañando sus ojos durante toda la ceremonia, mas
ninguna cayó. Soportó todo con la espalda erguida, la mirada fija en la
pared y la mente volando lejos, tratando de imaginarse una situación mejor.
Se sentía invisible, como si estuviese atrapada en un cuerpo ajeno que la
había arrastrado hacia ese lugar y, dentro de él, ella pelease con garras y
dientes por escapar. Apenas escuchó las palabras del sacerdote, que repitió
por inercia.
Fue como si solo despertara cuando sintió los labios de Oliver sobre los
suyos, fríos y congelados en una mueca de victoria que ni siquiera pudo
borrar al besarla.
Elizabeth no se movió. Solo cerró los ojos y esperó a que terminara.
Xander desvió la vista. No podía verlo. Iba a vomitar… o a llorar. Tal
vez ambas al mismo tiempo.
Julien permaneció en la celebración un poco más, que sería breve y
concisa, y se marcharía una vez que los invitados terminaran de felicitar al
matrimonio, pero Xander fue con Alisson en cuanto la ceremonia finalizó.
Ni siquiera supo a dónde se mudaron los recién casados, no tenía
permitido saberlo.
Xander y Alisson hicieron el camino en un pesado silencio, cargado de
dolor y tristeza. Cuando llegaron, se sentaron juntos en el salón,
compartiendo el mismo sofá. Ella ni siquiera le preguntó cómo estaba antes
de abrazarlo con fuerza y dejarlo llorar en su regazo hasta que se le
agotaron las lágrimas.
Esa noche, Elizabeth se levantó en la madrugada, incapaz de conciliar el
sueño. Sentía un frío persistente que no la abandonaba, así que tomó una de
las mantas que descansaba en el suelo y se la puso sobre los hombros.
La casa estaba oscura y silenciosa. Inhóspita y llena de fantasmas;
muchos de ellos eran suyos.
Dejó a su esposo durmiendo plácido; se había asegurado de ello, aunque
siempre podía decir que se había levantado a buscar un poco de agua en
caso de que él la descubriera. Alumbrada solo por la luz de la luna que se
filtraba desde fuera, Elizabeth se dirigió a la cocina, donde buscó dos cosas:
la primera, un frasquito con un tónico que la ayudaría a prevenir el
embarazo. Se lo bebió de un solo trago. La segunda era un pequeño
cuchillo.
Ya había reflexionado detenidamente sobre dónde hacer el corte. No
podía ser en el dedo: era muy notorio. Los brazos y piernas estarían ocultos
bajo su vestido, pero ahora que estaba casada y su esposo se creía con el
derecho de desnudarla cuando quisiera, no eran una buena opción.
Se decidió por cortar justo en el pliegue entre el dedo anular y el
meñique: la forma de su mano ocultaría la herida. Era perfecto. Oliver
jamás lo vería.
Mordiéndose la lengua, presionó la punta del cuchillo en el lugar
elegido hasta que brotó sangre. Rápido, se dijo. Limpió el cuchillo, lo dejó
en su lugar y regresó a la habitación, sosteniendo su mano herida con la
otra. Corrió las sábanas para untarlas con su sangre; una pequeña mancha
sería suficiente.
Su corazón latía desaforado, pero ya estaba hecho. Miró a Oliver: seguía
durmiendo, dándole la espalda. Se acostó intentando no moverse
demasiado, se tapó y se llevó la mano a la boca. Chupó la herida,
revisándola cada tanto hasta que, unos minutos más tarde, notó que había
dejado de sangrar. Bien. Muy bien.
Después de varias horas contemplando la oscuridad, con miedo de ver
su futuro reflejado en ella, finalmente cerró los ojos.
Había ganado un día.
Un día.

La mañana después de la boda, ella alegó que necesitaba estar sola para
poder asimilar su nueva vida. A regañadientes, Oliver accedió a su petición.
Por la tarde, Elizabeth se unió a él para la cena; comieron en silencio,
intercambiando algún comentario ocasional sobre la comida o sus
respectivos días. Luego, cuando Oliver se apresuró a besarla y comenzó a
desabrochar su vestido, ella no pudo contener las lágrimas.
Lo mismo ocurrió la noche siguiente, y Oliver estaba harto. Se alejó
lleno de ira.
—¿Vas a llorar cada vez que te bese, maldita sea? ¿Cada vez que quiera
acostarme contigo?
Elizabeth se tragó el nudo que tenía en la garganta, sabiendo que tenía
que pensar en algo rápido antes de arruinarlo más.
—No, no… yo… Por favor, discúlpame —terminó por decir, asqueada
y queriendo llorar todavía más—. Es solo que… Entiéndeme, me han criado
toda la vida de una manera. Sé que ahora estamos casados, pero a una parte
de mí le cuesta hacerse la idea de que esto no… No está mal.
Claro que estaba mal, aunque no por las razones que le dio a entender.
Su expresión se suavizó.
—Supongo que tiene sentido.
—No te vayas —le pidió—. Ya me acostumbraré.
Respiró profundo y permitió que él la besara, la desvistiera y la tocara.
Al día siguiente, ya no lloró, y al siguiente, fue ella misma quien le pidió
que la besara.
Contra todos sus instintos, siguió el consejo de Xander y se tomó su
tiempo. Solo en una ocasión se atrevió a preguntarle a Alisson lo que
realmente quería saber:
—¿Está bien? —susurró, desesperada. Oliver no estaba, mas no se
confiaba de eso. Cualquiera de los sirvientes podría escucharla y podía
asegurar que no la estuvieran vigilando—. ¿Él está bien?
La mujer meneó la cabeza, insegura de cómo responder. ¿Debería
mentirle? No, no podía hacer eso.
Acercándose a ella, dijo en un murmullo:
—Es un desastre. Está tan bien como puede estarlo.
Elizabeth quiso llorar. Moría por decirle que lo amaba, que pronto
podrían estar juntos. Que lo sentía.
Pero todo eso él ya lo sabía, así que optó por enviarle el único mensaje
que quizás podía aliviar su sufrimiento.
—Dile que estoy bien. Dile haré lo que sea necesario y que… estoy
esperándolo.
Alisson asintió y la abrazó con fuerza, sin volver a tocar el tema. Ella se
convirtió en su compañía más constante, junto con su tía Eloise, quien la
visitaba casi a diario. Oliver soportaba la situación, pretendiendo que no le
importaba quién veía a su nueva esposa, pero Elizabeth notaba en su
expresión que desconfiaba de que alguna de las mujeres le trajera noticias
de Xander.
Para intentar compensar la situación, Elizabeth sugirió:
—Estaba pensando en salir a pasear con mi tía esta tarde. ¿Quisieras
acompañarnos?
Oliver aceptó de inmediato, complacido. A ella le desagradaba pasear
colgada de su brazo. Siendo honesta, detestaba todo lo que tenía que ver
con él y su compañía, sin embargo, sabía que era un mal necesario: había
hecho una promesa y cumpliría su parte del plan al pie de la letra.
La primera semana se esfumó. Elizabeth bebió el tónico anticonceptivo
sin falta cada noche, en secreto, rogando que funcionara. Su tía se lo había
conseguido antes de la boda, sabiendo que concebir un hijo de Oliver era lo
único que no soportaría.
A pesar de todo, seguía sin tener permiso para salir de la casa sola.
Como sea.
Una noche, Oliver anunció:
—Hoy cenaremos en casa de mis padres. —Ella se sintió de tantas
maneras, que no supo por cuál decidirse: sorpresa, incredulidad,
esperanza… Alguna de ellas debió haberse reflejado en su rostro, porque,
con amargura, su esposo añadió—: No te hagas ilusiones, mi hermano no
está invitado.
Asintió sin decir nada. No confió en que su voz no la traicionara.
La ausencia de Xander la quemaba como ácido en las venas. Sabía que
tendría que soportar el dolor de la separación, extrañarlo junto con el horror
de su matrimonio, pero no esperaba sentirse tan... incompleta.
Aguantó esa maldita cena bajo el constante escrutinio de Daniel Raven.
Casi no habló, y desviaba la mirada cada vez que un nuevo par de ojos se
posaba sobre ella.
—¿Qué te parece la nueva casa, querida? —le preguntó Layla de
repente.
Elizabeth quiso bufar. ¿Qué le iba a parecer? ¿Qué clase de pregunta
absurda era esa? Conteniendo el aire, tratando de mostrar una expresión
neutral, murmuró:
—Está bien.
Daniel rechistó, a medio camino entre la risa y el descontento.
—Mira, hijo, ¡has convertido a tu esposa en una mujer sumisa! —Oliver
rio ante el comentario. Elizabeth lo ignoró—. Bien por ti. Casi me da pena
que el imbécil de tu hermano no esté aquí para verlo.
—Xander no… —comenzó Elizabeth, antes de darse cuenta de lo que
estaba diciendo. Se detuvo, sintiendo que el corazón se le caía hasta el
suelo. Lo vio en los ojos de ambos hombres en la mesa: lo había arruinado
todo—. No tiene nada que ver con mi esposo o conmigo —terminó por
decir.
Por un instante, nadie habló. No supo cuánto tiempo pasó, pero fueron
los segundos más largos de su vida.
—Mhm. —Fue todo lo que Daniel dijo en respuesta antes de pasar a
hablar de otras cosas.
No volvió a pronunciar palabra en el resto de la cena, ni tampoco en la
caminata de vuelta a casa.
Subió directo a su habitación, exhausta. Todo el estrés de la maldita
comida se estaba yendo de su cuerpo y dejándola sin soporte, como una
muñeca de trapo. Entonces, Oliver entró en la habitación y comenzó a
besarla.
—Oliver —consiguió decir ella. Estaba borracho—. Oliver, estoy muy
cansada hoy, ¿podríamos…?
Se calló cuando el golpe la hizo doblar la cara. El mundo dejó de sonar;
lo único que podía sentir era el correr furioso de su sangre en los oídos,
inundándolo todo. ¿Acaso él…? Pero… ¿por qué? ¿Por dudar? ¿Por decirle
que no una vez? Antes de que tuviera tiempo de recomponerse, él la tomó
con fuerza del mentón. De su boca salió un quejido de protesta, dolorido:
sentía su dedo enterrándose en el hueso de su mandíbula.
La expresión en su rostro… Elizabeth lo había visto enojado. Esa vez,
no lo reconoció. Tuvo tanto miedo de lo que podía hacerle que no se atrevió
a decirle que la estaba lastimando con sus garras clavadas en las mejillas.
—No quiero volver a escuchar en tu boca el nombre de mi hermano —
siseó, apretando su rostro todavía más. Ella lloriqueó—. ¿Entiendes? —La
tenía agarrada tan fuerte que no pudo moverse; su boca estaba desfigurada
por la presión de sus dedos—. ¡¿Entiendes?! —Su grito la estremeció. A
duras penas consiguió asentir—. Bien.
Oliver ignoró las lágrimas que corrían por su rostro cuando la besó con
violencia. La tomó por los brazos y la arrojó a la cama. Su codo golpeó uno
de los postes y ella chilló, pero él ya estaba encima suyo, levantando su
vestido.
Se introdujo en ella con tanta fuerza que se le fue el aire, y más lágrimas
cayeron sin control. No era una persona, era un animal.
—Oliver. Me… Me duele.
Él no le hizo caso.
No consiguió dejar de llorar en toda la noche, temblando, acurrucada en
su lado de la cama mientras él dormía como si todo estuviese bien en el
maldito mundo.

Oliver se disculpó por su arrebato al día siguiente. Lo más difícil que nunca
haría Elizabeth fue fingir que lo perdonaba.
—Realmente te amo. Lo sabes, ¿verdad? —había dicho.
Y con una sonrisa llena de hipocresía, ella respondió:
—Por supuesto que lo sé.
Pasaron otras dos semanas sin mayores inconvenientes. Elizabeth
continuó con su farsa y esperó. Esperó... Esperó. Hasta que llegó la noticia
que tanto anhelaba, en forma de un trocito de papel oculto entre las manos
de Alisson.
Al despedirse, Alisson se lo entregó a Elizabeth, deslizándolo entre sus
dedos al sostener sus manos. Oliver las observaba, atento y sonriente, ajeno
a lo que sucedía. Tan pronto como Elizabeth sintió el papel contra su piel,
su corazón se desbocó. Sintió los latidos en cada parte de su cuerpo.
Una mirada seria y preocupada de Alisson fue suficiente para confirmar
sus sospechas: era de Xander.
Elizabeth se obligó a sonreír como si nada.
—Ha sido un gusto verte, Alisson. Muchas gracias por visitarnos. Por
favor, dale mis saludos a Julien.
—Así lo haré, querida. —Le apretó las manos una vez más… y la soltó.
La nota se quedó con ella—. Oliver, ha sido un placer. Espero que no te
importen mis visitas.
—En absoluto. —Su voz era el reflejo de la elegancia y la cordialidad.
Una mentira.
Elizabeth aprovechó el segundo en que Alisson lo abrazó, aquella
pequeña distracción, para guardar la nota entre los pliegues de su corsé.
Alisson se fue, y ella no se atrevió a sacar la nota hasta varias horas más
tarde, cuando Oliver salió unos minutos de la casa sin decirle a dónde iba.
Elizabeth lo observó marcharse desde la ventana y, una vez segura de que
estaba sola, miró lo que Alisson le había entregado.
El primer papel estaba escrito y doblado para ocultar otro sobre hecho
del mismo material. Era más pequeño que la palma de su mano; sintió una
textura extraña dentro. Lo dejó a un lado y pasó a la nota:

Veme en nuestro lugar pasada la medianoche del


viernes. No lleves mucho, no levantes sospechas.
En el sobre encontrarás un polvo blanco: es un
somnífero. Mézclalo con su comida a la hora de
cenar. Ya falta poco, mi amor. Aguanta.
Te amo.
Fue como si le hubiera vuelto el alma al cuerpo.
Estaría lista, costara lo que costara.
En cuanto vio a Oliver, sugirió:
—¿Qué te parece si cocino yo misma esta noche? —Puso su mejor
sonrisa, su expresión más inocente. Él arqueó una ceja—. Cuando era
pequeña, mi madre solía cocinar un estofado que me encantaba y me
encuentro extrañándolo. Pensé en hacerlo para cenar.
Pareció satisfecho con la explicación. A la hora de la comida, Elizabeth
no dejó de lamentarse:
—Oh, está horrible.
—No lo está —le decía Oliver una y otra vez.
—Eres demasiado bueno conmigo, esposo —reía ella—. Me temo que
tiene demasiada sal y que no he cocido las verduras de forma apropiada. No
le hago justicia a la receta de mi madre. Le escribiré a la tía Eloise; ella
también conoce la receta. En unos días, volveré a intentarlo.
Oliver se atragantó con los pedazos de sal sin moler de su plato, y dijo:
—Ah, ¿sí?
Asintió con fuerza.
—Sí. Y quedará muchísimo mejor, ya vas a ver.
Su esposo encogió los hombros y siguió comiendo todo lo que pudo,
aunque dejó la mitad del estofado. Dijo que ya no tenía hambre y ella fingió
creerle. A Elizabeth tampoco le apetecía comer más, cansada del sabor
salado que había añadido a propósito.
Durante los tres días siguientes, Elizabeth se esforzó por mostrar
complacencia. Se prohibió llorar y evitó cualquier gesto o mueca que
pudiera revelar sus verdaderos sentimientos a Oliver. Él asentía satisfecho
cada vez que ella le sonreía o aceptaba su compañía para salir a pasear,
como si estuviera diciendo: «¿Ves? Te dije que no sería tan malo». Ella
soltaba una risa fingida que no reflejaba su verdadero estado emocional.
La noche del viernes preparó el estofado como si fuera la comida más
importante de su vida, y mezcló el polvo que Xander le había dado en el
plato de Oliver, removiéndolo hasta que no quedó ningún rastro de él.
—Te has superado —le dijo él, en cuanto probó el primer bocado.
Elizabeth solo sonrió. Sonrió con cada cucharada que él se llevaba a la
boca, hasta que el plato quedó vacío.
Le sirvió un par de copas más de vino, esperando que el alcohol y el
somnífero hicieran su trabajo.
—¿Quieres que subamos ya? —preguntó, forzando en sus ojos una
expresión de deseo, con una justa pizca de vergüenza. Si tan solo pudiese
sonrojarse a voluntad…
Él pensaba que volverían a besarse y a acostarse, sin embargo, en
cuanto su cabeza tocó la almohada, cayó dormido. Roncaba, incluso.
Elizabeth sonrió. Era hora.
49
SI NO PUEDO GOBERNAR EL
C I E L O…
1886

T enía el corazón en la boca cuando, oculto entre las sombras de la


medianoche, Xander salió de la mansión de su padre por una de
las puertas de servicio. Tantas cosas podían salir mal que ni siquiera se
permitía pensar en ello, aterrorizado de ser su propio augurio de mala
suerte.
Apoyó con cuidado el peso de su cuerpo en cada pisada, ralentizando su
respiración para intentar tranquilizarse. Temía que el latido desbocado de su
corazón, que golpeaba con fuerza en su pecho, terminara por delatarlo. Si
tenían suerte, esta sería la última vez que tendría que mirar por encima de
su hombro.
Un crujido resonó cuando puso un pie fuera de la casa. Mierda. Xander
se giró frenéticamente en todas direcciones para luego maldecirse a sí
mismo, quedándose estático, sin mover ni un solo músculo. Agudizó el oído
y se mantuvo así durante varios minutos, hasta que sus músculos se
agarrotaron y tuvo que convencerse de que todo estaba bien, de que nadie lo
había escuchado. Debía seguir o llegaría tarde.
Lo que estaba a punto de hacer no le causaba ninguna pena; estaba listo
para irse y no volver. Ni siquiera miró atrás cuando salió de la mansión y
atravesó el enorme jardín iluminado por la luz de la luna llena, con pánico
de escuchar algo más que la quietud de la noche.
Si las cosas se torcían, las consecuencias podrían ser mortales para él.
Su padre lo había odiado durante toda su vida y no dudaría en aprovechar
cualquier excusa para deshacerse de él. Eso, u Oliver lo retaría a un duelo y
él... perdería. Lo sabía. Primero, porque Oliver lo superaba en poder y
orgullo, y segundo... porque él no lo mataría. Xander no era un asesino,
aunque tuviera motivos de sobra para despreciar a su hermano menor.
Si las cosas se torcían, las consecuencias serían mortales, pero si lo
lograban... Si lo lograban, serían libres. Libres para amar y vivir según sus
propias decisiones, sin miedo, sin nadie a quien rendir cuentas.
Era lo único que Xander anhelaba, más que nada en el mundo. Y
estaban tan cerca que podía sentirlo en los huesos. Se marcharían lejos,
Elizabeth y él, a un lugar donde su padre nunca los podría encontrar y
donde nadie los conociera. Allí se casarían y nada más importaría; ni una
ley que no sabía del corazón, ni un Dios en el que no creía. Nada importaría
excepto ella, la mujer que lo veía por sus logros y no por sus fracasos, y que
amaba sus luces y sus sombras. La que lo elegía aun ahora, con todo en
contra.
Sentía ese amor como gasolina en sus venas y la libertad como un
cosquilleo de adrenalina que hormigueaba por su cuerpo, infundiéndole
fuerza y valentía.
Xander ajustó el tirante de su saco y apresuró el paso.
Las sombras, la luna y el aire tibio eran su compañía. El único sonido
que podía escuchar era el de sus pasos hundiéndose en el césped húmedo,
rompiendo una que otra ramita bajo su peso. Eso lo aliviaba de
sobremanera, aunque no se permitió dar nada por sentado. De vez en
cuando se volteaba para analizar minuciosamente el paisaje. Nadie: no
había nadie en el claro, salvo él.
Conocía el camino de memoria; no necesitaba luz ni tampoco mirar el
terreno para saber dónde estaba. Llegando al claro en el bosque, donde los
árboles se abrían y dejaban ver las estrellas, solo tenía que caminar unos
metros más hacia la derecha...
Ahí estaba. La pérgola de metal blanco relucía como un faro a la
distancia, y ni siquiera el miedo que le subía por la garganta fue capaz de
detener el vuelco que dio su corazón al distinguir la silueta que se paseaba
nerviosa de un lado a otro bajo la cúpula de arabescos.
Fue como si el mundo dejara de girar, y en el momento en que Elizabeth
se percató de su presencia, Xander se convenció aún más de que todo eso
era lo más correcto que había sentido y hecho en su vida. Se quedó
paralizado durante un segundo antes de reaccionar, con las emociones a flor
de piel, y corrió hacia ella.
Elizabeth hizo lo mismo, dejando a un lado su pequeña maleta y
precipitándose hacia él con todo su ser. Xander no podía menos que sentirse
el hombre más afortunado al haber encontrado a alguien que corriera de ese
modo por él, ansiosa por acortar la distancia que los separaba.
Al encontrarse, sus cuerpos colisionaron con fuerza. Estaban tan llenos
de miedo, de incertidumbre, que ese choque era la certeza de que todo el
sufrimiento de las últimas semanas había valido la pena. Estaban ahí.
Estaban ahí.
Xander estrechó a Elizabeth entre sus brazos, sintiendo su cuerpo
pequeño, pero firme. Y la besó con fervor y pasión, dejando que todo su
dolor e inseguridad se volcaran en ese acto.
Se separaron cuando ambos estaban sin aliento, con los latidos del
corazón resonando en sus cabezas, cuellos y oídos. Elizabeth lo miró con
sus preciosos ojos color miel llenos de lágrimas. No parecía triste, sino
profundamente preocupada.
Habló en un susurro:
—Estaba empezando a creer que no vendrías. —Soltó un suspiro
cargado de alivio—. Temía…
—Yo jamás te abandonaría —se apresuró a recordarle.
—Lo sé, lo sé… Pero tenía miedo de que algo te hubiese sucedido, que
te hubiesen seguido…
—Nadie me siguió —le aseguró Xander—. ¿Y a ti?
Elizabeth sacudió la cabeza, deshaciéndose de las lágrimas.
—No vine por el camino habitual.
—¿Oliver?
El mero pensamiento de ellos compartiendo la cama lo enfermaba, lo
apuñalaba de mil maneras diferentes, pero nunca se lo diría porque
Elizabeth no tenía elección. No lo hacía ni con amor ni con placer, sino para
mantener la farsa a la que había sido arrastrada. Xander jamás podría
reprocharle eso.
La muchacha hizo una mueca.
—Estaba dormido cuando me fui.
—Bien. —Xander asintió. Acunó su hermoso rostro con ambas manos y
prometió—: Nunca volverás a verlo, no tendrás que estar con él otra vez.
Con nuevas lágrimas acumulándose en su mirada, Elizabeth asintió. Las
últimas semanas habían sido una tortura para ella, temiendo el momento en
que cayera la noche y tuviera que fingir que era feliz desnudándose para un
hombre al que aborrecía, poniendo su mejor sonrisa, siendo destrozada por
el asco que sentía de él y de sí misma, de la traición implícita hacia la
persona que quería.
Y todo eso solo podía resumirlo en un susurro:
—Te amo.
—Te amo. Seremos libres, Elizabeth. —Besó su frente.
—El dinero, ¿lo tienes?
—Sí.
No fue necesario decir más. Xander la abrazó mientras se apresuraban a
buscar el equipaje de Elizabeth. Ambos empacaron solo lo necesario: no
podían permitirse que alguien notara las cosas faltantes o que el peso los
retrasara, así que llevaban un poco ropa, artículos de aseo, algo de comida y
dinero. Elizabeth también había llevado consigo todas sus joyas y objetos
de valor que pudieran vender o intercambiar.
Xander utilizó todos sus ahorros y tomó un préstamo de Julien que
pagaría tan pronto como pudiera. No tenían mucho, pero era suficiente para
empezar de cero.
Comenzarían con nada, pero lo ganarían todo.
Elizabeth caminó junto a él a paso apresurado: quería marcharse de ahí
cuando antes. Necesitaba irse. Cuando llegó a ese maldito pueblo jamás
imaginó que se convertiría en el lugar donde perdería su libertad y, casi, al
hombre que amaba. Ese «casi» le dolía, porque era consciente de que
cualquier otro hombre la habría abandonado a su suerte considerando la
situación. Si Xander la hubiese dejado, ella habría tenido que aceptarlo.
Mas él no era como los demás; era noble y bueno, su corazón era
maravilloso y rebosaba ternura y amor... Amor por ella.
Tengo miedo, quería decirle, no obstante, sabía que no era la única y no
quería hacerlo más difícil. Tenían que ser valientes.
Llegaron a la pérgola y Xander tomó su maletín sin rechistar,
acomodando también el saco en su espalda.
El corazón de Elizabeth latió con más fuerza. Iban a lograrlo.
—Vamos. —Xander la animó con un beso en el cabello, frotando sus
brazos. Junto a él se sentía segura—. El carruaje nos está esperando.
Asintió con ganas. Las consecuencias la aterraban tanto que no
conseguía dejar de imaginar cientos de escenarios fatales en su cabeza. Era
consciente de lo que Daniel y Oliver podían hacer, y era precisamente la
combinación fatal de personalidad, poder y magia lo que la llevó a
continuar con esa farsa de matrimonio: un instinto de supervivencia se
apoderaba de ella cada vez que consideraba negarse a tener relaciones con
su esposo, o sonreírle, o mostrarse servicial y diligente como le habían
enseñado desde su infancia.
Oliver decía amarla, pero no era amor. Era imposible que lo fuera; lo
que él sentía hacia ella no era más que un ferviente deseo de poseerla, de
controlarla, de hacerla suya. Elizabeth no quería ser propiedad de nadie,
mucho menos de Oliver Raven.
Nada tenía que ver con los sentimientos de Xander, que eran puros y
profundos, y la hacían tan feliz que no podía imaginar nada más hermoso en
el mundo que ese amor. Xander quería que ella fuese libre, y Elizabeth
sabía que con él siempre podría elegir.
Al alejarse por el bosque miró por última vez la pérgola blanca bañada
en luz de luna, colmada de recuerdos que ahora dejaban atrás para poder
tener un futuro. Ahí se conocieron: parecía apropiado que fuese el lugar que
los viera partir.
Entonces sonó tras ellos algo que hizo saltar todas sus alarmas. Incluso
en la oscuridad, vio cómo el rostro de Xander perdía todo su color. Estaba
aterrado, asustado hasta la mierda.
Ambos se pararon en seco cuando un crujido a sus espaldas detuvo sus
corazones. Xander se volteó rápido como un rayo, escudriñando todo a su
alrededor.
Elizabeth no podía mirar. Solo se relajó cuando Xander volvió a poner
la vista sobre ella, soltando un profundo suspiro de alivio.
—No hay nada —exhaló las palabras, liberándose de su peso con una
sonrisita tímida en el rostro, como si se disculpara por haberla asustado
tanto—. Es solo el viento…
—Siempre quieres lo que no puedes tener, hermano.
No.
No, no, no, y mil veces no.
Por favor… Los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas antes de
poder contenerse. Ni siquiera alcanzó a ver cómo la mirada de Xander se
abría y se posaba en la suya durante una fracción de segundo, llena de
horror, antes de situarse en un punto tras ella.
No quería ver, no quería ver…
Por favor, que no sea real, rogó para sus adentros.
Pero ahí estaba.
Xander la empujó tras él, formando un escudo entre ella y Oliver.
El corazón de Elizabeth cayó hasta el suelo; bien podría haber estado
muerto. No pudo evitar pensar cuál de los escenarios fatídicos que había
imaginado se haría realidad.
Trató de adelantarse para enfrentar a Oliver y rogarle que no dañara a
Xander, que los dejase marchar… mas Xander la tenía sujeta con fuerza tras
él y no podía zafarse.
Xander no la soltó: no permitiría que le hicieran daño. No dudaría en
usar su poder si hacía falta, pero él y Elizabeth iban salir de ahí juntos.
—Oliver… —comenzó Xander.
Lo cierto era que no tenía idea de qué decir. ¿Cómo había llegado hasta
ahí, y por qué esperó tanto para hacerse notar? No había nada que pudiera
apaciguar la ira fría en los ojos de su hermano y, en parte, lo entendía.
—Te sentí salir —señaló a su esposa con desdén, con un odio gélido
como el hielo en los ojos— y te seguí. Sabía que algo no andaba bien,
porque parecías muy nerviosa esta noche. Pensé que se debía a otra cosa.
El sedante. ¿Lo había puesto en el plato correcto? Claro que sí. Y él lo
había comido, ¿verdad? ¿Y si el alcohol que le había servido anuló su
efecto, en vez de realzarlo?
—Oliver. —Elizabeth ignoró el apretón de Xander sobre su brazo: era
una advertencia. Pero él no iba a herirla, ¿cierto? No le haría daño a
propósito—. Por favor, déjame ex…
—No.
Sus palabras cortaron el aire y la atravesaron como el filo de un cuchillo
helado y mortífero. Oliver se adelantó dos pasos. Xander no se movió, pero
apretó aún más su agarre sobre ella. Si Elizabeth no hubiese estado tan
aterrorizada, se hubiese quejado; ese dolor en el brazo era lo único que le
impedía desfallecer.
—Debes pensar que soy un estúpido, un imbécil enamorado —rio sin
gracia, hasta que la sonrisa irónica abandonó sus labios, y sus ojos miraron
a Elizabeth. Ella tuvo que contenerse para no decirle exactamente lo que
pensaba de él—. ¿Desde cuándo? —No se atrevió a responder—. ¡¿Desde
cuándo?!
El grito la hizo saltar. Las lágrimas salían a borbotones de sus ojos, le
era imposible controlarlas. Con una mezcla de terror y rabia, Elizabeth
chilló:
—¡Lo amo, Oliver! ¡Y tú lo sabías!
—¿Y a mí? ¿Alguna vez me amaste a mí?
—No nunca quise este matrimonio. Lo sabes —repitió.
Todo su decoro se fue por los suelos cuando escupió las últimas
palabras, recordando el dolor desgarrador que la acompañó desde ese día
que debió haber sido el más feliz de su vida. ¿En serio estaba preguntándole
eso, después de todo el sufrimiento que le había causado? ¿Quién demonios
se creía? Lo odiaba. Elizabeth lo odiaba.
—Pensé que…
Elizabeth no lo dejó hablar: no quería oír más excusas de su asquerosa
boca.
—¡No, no pensaste! ¡No en mí, al menos! —Ese era el problema—.
Sabías que era infeliz, que hacía esto por obligación, por miedo, y tú… —
Negó con la cabeza, incapaz de hallar las palabras.
Por una vez, Oliver pareció igual de atónito. ¿Es que recién se daba
cuenta de lo que había hecho, de cómo su egoísmo arruinaba las vidas de
otros?
—Nunca te importaron sus sentimientos —interrumpió Xander,
mirando a su hermano con una súplica en los ojos—, ni los míos, pero
tienes la oportunidad de cambiar eso ahora. Solo… déjanos ir. Jamás
volverás a vernos…
—¡NO! —rugió.
Ninguno supo cómo pasó.
Provino de él, sin duda alguna, pero Xander no entendió qué fue lo que
lo golpeó.
Con el grito de Oliver, lleno de ira, envidia y rencor, algo se desprendió
de él, algo que era letal y cegador como su odio, una energía abrumadora,
densa, alimentada por su furia y nutrida por su poder.
Era todo lo podrido que había en su alma, saliendo de su cuerpo.
Xander intentó alcanzar a Elizabeth, quien se había adelantado en un
inútil intento por razonar con su hermano. Su único pensamiento era
protegerla, alejarla de Oliver y sacarla de allí lo más rápido posible. Sin
embargo, en ese momento, una ráfaga de energía lo golpeó con la fuerza de
una explosión, lanzándolo al suelo varios metros hacia atrás.
Fue una sensación demoledora, caliente y gélida al mismo tiempo. El
contacto lo cegó y asfixió, sacándole el aire de los pulmones y penetrando
en su ser como un veneno ácido y oscuro. Xander no comprendía qué
demonios estaba pasando, ni por qué sentía que los huesos se le derretían
dentro del cuerpo como metal hirviendo, pero necesitaba sobreponerse,
porque Elizabeth...
Tenía que reaccionar. ¡Mierda, tenía que reaccionar!
—¡ELIZABETH! —gritó, logrando incorporarse de a poco.
La sensación asfixiante remitió, y el efecto de… lo que fuera que haya
sido eso, desapareció de su cuerpo, dejándolo vacío y lánguido. Ni siquiera
alcanzó a procesar lo que acababa de ocurrir cuando levantó la vista y vio a
Oliver, perplejo, quieto como una estatua y con la mirada en el suelo.
¿Acaso no había sido él? Estaba tan tranquilo…
Entonces vio lo que observaba.
La vio.
—Elizabeth —susurró Xander, con los pedazos de su alma hecha trizas
rompiéndole la garganta.
Corrió hacia ella con todas las fuerzas que le quedaban, hacia su cuerpo
inmóvil que yacía en el suelo con el cabello y el vestido revueltos como si
acabase de atravesar un huracán.
—No. No, no, no, no. No.
Se dejó caer junto a Elizabeth como si lo hubiesen empujado desde
arriba. La gravilla se pegó a las palmas de sus manos y sus rodillas
impactaron en la piedra, mas nada de eso fue registrado por su cerebro. Al
borde del colapso, Xander elevó a Elizabeth, atrayéndola hacia su regazo,
rebuscando entre su pelo para despejar su rostro.
—Esto no está pasando.
Lucía pálida como un muerto.
—No. No, Elizabeth… No —murmuró, acercando su oído hasta el
pecho de ella. Era tenue, casi inexistente… pero ahí estaba: su pulso. El
maldito alivio casi terminó de romperlo—. Vas a estar bien. —¿Era una
súplica o una certeza?—. Vas a estar bien…
¿Qué mierda acababa de pasar? Inspeccionó a la muchacha, su piel, su
ropa… No había quemaduras en su cuerpo, no había ninguna herida… No
había nada.
—¿Elizabeth? —La sacudió, sin embargo, ella no abrió los ojos. Todo el
mundo de Xander comenzó a hacerse a trizas a su alrededor, y ya ni siquiera
le importaba si lo aplastaban al caer. Las lágrimas brotaron de sus ojos antes
de tiempo, anticipando lo que venía. Si ella… Si ella…—. ¡Elizabeth!
—Yo… —musitó Oliver tras él, todavía paralizado en su posición, con
la vista fija en ellos; un temblor incontrolable lo recorría de pies a cabeza.
Su voz retorció las entrañas de Xander—. Y no…
Xander explotó.
—¡¿Qué hiciste?! ¡¿Qué mierda hiciste?!
—Xander… —susurró Oliver.
—¡CÁLLATE! —rugió, fuera de sí, estrechando el cuerpo de Elizabeth
entre sus brazos.
Las lágrimas que caían por sus mejillas le quemaban: no eran solo de
tristeza, sino de una agonía tan devastadora y una ira ciega que borró todo
rastro de la persona que había sido hasta el momento. Era un veneno que no
quería dentro de su cuerpo, pero que consumió sin saberlo, y ahora era
tarde: su interior estaba marchito y podrido, igual que el de los hombres que
había odiado toda su vida.
—Pagarás por esto —siseó, mirándolo de reojo—. Voy a encargarme de
que te arrepientas toda tu vida.
—¡Hermano! —Su súplica fue una exclamación ahogada… Y a Xander
no le importaba.
—¡NO USES ESA PALABRA! No conoces su significado. Tú nunca
estuviste para mí, jamás me has apoyado. Eres incluso peor que nuestro
padre... Y ahora puede que hayas matado a la única persona que me ha
amado de verdad.
Oliver temblaba como una hoja, lleno de miedo y horror de sí mismo,
de lo que había hecho. No eran solo las palabras de Xander… que eran
ciertas, cada una de ellas. No solo había sido un terrible hermano y esposo,
sino que una pésima persona. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?, no paraba
de preguntarse, sin poder despegar la mirada del cuerpo inerte de la mujer
que amaba… que los dos amaban. Era… Era un asesino.
Xander cargó a Elizabeth al ponerse de pie. Oliver fue a ayudarlo,
recuperando su movilidad: haría lo que fuera para salvarla, por reparar algo
de todo el daño que había causado…
Una mirada de Xander lo detuvo.
—No vuelvas a acercarte a ella —siseó—. No vuelvas a acercarte a mí,
o te juro que te mato.
50
… M OV E R É E L I N F I E R N O
1886

—¡L UCÍA! —gritó Xander, abriendo la puerta de la cabaña de su


abuela de una patada—. ¡LUCÍAAA!
Xander se precipitó dentro sin esperar respuesta, cuidando únicamente
de no golpear a Elizabeth en el proceso. No tenía el lujo de prestar atención
a nada más: cada segundo que pasaba, ella se acercaba más a la muerte, y
ya había perdido demasiado tiempo en el camino. Su piel estaba pálida y
grisácea, fría al tacto. Xander luchó durante todo el trayecto desde la
pérgola por abrazarla, extinguiendo cada gota de su estúpido poder para
darle calor, pero no servía de nada. El velo de la muerte estaba llevándosela.
De seguro el estruendo de la puerta despertaría a todos en el vecindario
de Lucía Grace, si es que sus gritos no lo hicieron antes. Tal vez pronto
verían las luces de las casas vecinas encenderse, personas aventurándose
fuera de sus hogares para averiguar qué estaba ocurriendo... Todos ellos
podían irse al diablo. Su abuela era la única que podía ayudarlo.
—¡Xander! —exclamó la mujer, apareciendo por uno de los pasillos
mientras se cubría la ropa de dormir con un chal. Xander apenas la miró por
un segundo; le pareció que su expresión era de incredulidad, solo que no
sabía si por la visión de Elizabeth o por los gritos en plena madrugada—.
¡¿Se puede saber qué pasa, niño, que me has…?!
Su voz se cortó de súbito cuando sus ojos cayeron en el cuerpo que
Xander dejó sobre el sofá.
—¡Xander! —chilló, abriendo los ojos con espanto—. ¡¿Qué ha
pasado?!
—Nos descubrió.
Elizabeth seguía sin reaccionar, y cada minuto que continuaba de esa
forma, Xander sentía que su propio cuerpo se apagaba en protesta, sabiendo
que ya no querría volver a funcionar. Se sentía… vacío.
—¡¿Tu padre?!—exclamó Lucía, acercándose a Elizabeth para tomar su
pulso.
Xander negó con la cabeza.
—Oliver.
Quería decirlo con odio, rencor, ira; con todo lo que hace unos minutos
lo carcomía... Ya no le quedaba nada de eso, salvo terror. Un miedo crudo e
incompatible, un dolor que formaba grietas y se arrastraba por su interior
llegando a cada rincón de su existencia. Incluso podía sentir cómo los
recuerdos, los maravillosos momentos que compartió con Elizabeth, se iban
tiñendo de negro.
Cayó de rodillas junto al sofá, derrotado. No podía apartar la mirada de
su rostro. Aun en ese estado, ella seguía siendo hermosa, inalcanzable... Así
la sintió siempre: inalcanzable. Y, sin embargo, ella se dejó alcanzar por él,
porque lo amaba.
De repente, el dolor estalló en su mejilla, sacándolo del trance.
Miró hacia arriba, atónito, encontrándose con su abuela sin poder
creerlo.
—¿Acabas de…?
—Sí, por supuesto que sí. ¡Despierta, niño! —le gritó ella. Su
reprimenda lo llevó de regreso a cuando tenía diez años—. ¡Ella está viva!
—Sí, pero…
—¿Qué no lo entiendes? ¡Todavía puedes hacer algo al respecto!
Esas palabras fueron una inyección de adrenalina directo a su corazón
herido.
—¿Cómo? ¿Qué tengo que hacer? Haré lo que sea, abuela, pero ni
siquiera sé…
—Primero —lo interrumpió, levantando una mano para silenciarlo—
cuéntame lo que pasó.
Tratando de no atropellarse con sus palabras, Xander le contó con
rapidez lo que sucedió cuando Oliver los encontró. Le explicó lo que sintió,
aquella energía extraña que pareció querer acabar con él y dejarlo todo
hecho cenizas.
—Es mi magia. Tiene que serlo —terminó Xander—. Pero no se sentía
igual. Vino y luego… desapareció.
En lugar de rebatirle, Lucía asintió.
—Tiene que serlo —repitió ella—. Oliver nunca ha manifestado este
tipo de magia, quizás solo lo hizo alimentado por la furia. No me
sorprendería si nunca logra convocarla de nuevo.
—¿Y entonces? Dijiste que puede arreglarse —la urgió.
—Tú conoces este poder mejor que nadie, Xander. Sabes lo que él le
quitó.
Xander asintió.
—Su energía, su fuerza vital.
—Morirá si no la recupera o, al menos, parte de ella. —Lucía cerró los
ojos durante un segundo, pensando. Xander juró que podía ver los
engranajes de su cabeza trabajando, buscando la manera mientras se tallaba
los ojos—. Te he dicho que tenemos una conexión con el volcán, que
nuestros dioses sacaban su fuerza de ahí.
Se le fue el aire de un golpe.
—¡Nosotros! ¡No ella!
Pensó que Lucía iba a abofetearlo de nuevo. En cambio, se acercó más y
le tomó la cara con las manos. Todo en su rostro era urgencia.
—Escúchame bien, Xander. Lo que acaba de pasar es algo muy raro, y
lo único que puede revertirlo es algo más raro aún. ¿Entiendes eso? —
Mudo, él asintió—. Tienes que llevarla al volcán, y tienes que hacerlo
rápido, porque no sé cuánto tiempo le quede. Llévala al cráter más alto y,
cuando estés ahí, usa toda tu fuerza para extraer la vida del volcán y
vincularla a ella. Los dioses ya no están, pero la magia antigua permanece,
y podría salvarla.
—Eso… ¿la despertará?
Su abuela esbozó una sonrisa triste, una que dejaba de lado la mujer fría
que era y le decía lo mucho que lo sentía por ellos.
—No, mi niño. Eso la mantendrá con vida, impedirá que toda la energía
deje su cuerpo y te dará una oportunidad.
—¿Y entonces? —exclamó él horrorizado—. ¡¿Dormirá para siempre?!
—Encontraremos la solución. Vuelve apenas estés listo. Lo
arreglaremos, Xander. Lo prometo.
Así que Xander partió con Elizabeth a cuestas.
Casi drenó toda su energía en el trayecto, tratando de dársela. «Resiste»,
susurraba una y otra vez, mientras el camino se desdibujaba a través de las
ventanas del tren. «Por favor, Elizabeth… Aguanta».
Él y Lucía habían pagado una gran suma de dinero para evitar
preguntas, y lo único que Xander deseaba era que no hubiera retrasos, que
lograran salir adelante.
Estaba tan exhausto que temía no poder completar el viaje, por lo que
hizo algo que nunca antes había considerado: invocó su magia y la dejó
fluir, controlándola cuidadosamente. Sus oscuros tentáculos rozaban las
vidas de los demás pasajeros en el tren y de las personas que cruzaban por
la calle, absorbiendo una pizca de energía de cada una; lo justo para seguir
adelante. Apenas notaron su presencia.
No se sentía orgulloso, mas no tenía opción. Así que robó.
Le llevó casi dos horas hasta que se vio a los pies del volcán, con
Elizabeth sobre los brazos adormecidos y trémulos. Miró hacia arriba,
atormentado por el arduo camino que aún tenía por delante.
Xander inició el ascenso. El terreno era sinuoso y resbaladizo, lleno de
rocas y grava suelta que se deslizaba cuesta abajo con cada paso que daba.
Un viento sofocante lo azotaba de frente, llevando consigo partículas de
polvo y arenisca que erosionaban su piel, raspando e hiriendo. Toda su
concentración estaba en poner un pie delante del otro, y era como arrastrar
concreto consigo. Estaba lleno de miedo y agotamiento...
Solo un poco más. Aguanta, se decía, para darse fuerza.
Estaba desesperado por llegar a la cima, por seguir subiendo, porque
parecía que estaba retrocediendo en lugar de avanzar. La pendiente se
volvía cada vez más empinada y Xander luchaba contra la gravedad para
evitar que los arrastrara hacia abajo, porque sabía que si eso sucedía, no
volvería a levantarse.
En su cabeza retumbaban los latidos de su corazón. Bum, bum, bum.
Eso y el aullido del viento eran los únicos sonidos que podía percibir. Un
paso, luego otro, otro y otro más; todo lo que no fuera él, Elizabeth y el
camino frente a ellos quedaba en segundo plano. Cada músculo de su
cuerpo ardía, sus pulmones quemaban, gritaban.
Sentía que tenía la cabeza sumergida en un cubo de aceite, luchando por
extraer el oxígeno de adentro. Decir que le costaba respirar era quedarse
corto. Un poco más.
Entre sus brazos, el pulso de Elizabeth disminuía con cada segundo que
pasaba. La posibilidad de que su corazón dejara de latir en cualquier
momento era tan real como impensable. El miedo era gasolina ácida en sus
venas, y no permitiría que nada lo detuviera: iba a salvarla incluso si eso le
costaba su propia vida. Ni siquiera se atrevía a pensar en qué pasaría
después, qué sería de la mujer que lo amó por sobre todas las cosas, y se
preguntó qué le depararía el destino a los dos amantes que se enamoraron
teniéndolo todo en contra.
Un poco más, se repitió, deseando con toda su alma que fuera cierto.
Cada pesadilla, cada temor; cada cosa que podía haber salido mal se
había hecho realidad, destrozándolo de tantas maneras que pensó que lo
consumiría ahí mismo, dejando solo pedazos del hombre que había sido
enterrados entre la roca volcánica. Quizás sería lo mejor.
La composición del suelo cambió a medida que ascendía. Se volvía
negro y con piedras cada vez más grandes, que Xander tuvo que sortear
tratando de no enredarse con el maldito vestido de la muchacha.
Sus piernas temblaban y ya no sentía los dedos de las manos. Solo. Un.
Poco. Más.
Su pie resbaló hacia atrás cuando la tierra cedió bajo él. Antes de darse
cuenta se precipitó hacia adelante y lo único en lo que pudo pensar fue en
ella. Elizabeth se le escapó de los brazos y él aterrizó en el suelo, con la
gravilla incrustándose en sus manos y rostro.
No, pensó. Ya no podía más.
Los ojos le picaban, ya fuera por el viento o las lágrimas que llevaba
botando todo el camino. No podía más, pero si no se levantaba, ella iba
morir.
Escupió las piedras que se le habían metido a la boca, y con lo que le
quedaba de fuerzas, se apoyó sobre sus brazos lánguidos. Se arrastró hasta
Elizabeth, porque las piernas no le respondían.
—Elizabeth —susurró, alcanzándola. Acunó su rostro con las manos,
casi esperando que ella le sonriera. En cambio, se encontró con su
expresión vacía y su piel blanca. Un puñal al corazón hubiese dolido menos
—. Elizabeth, lo siento tanto, mi amor…
Todavía respiraba, apenas, pero Xander no sabía si iba a poder volver a
ponerse en pie. Acercó a la muchacha a su cuerpo, abrazándose a ella,
aferrándose con cada hilo de su poder a su escancia, aquella que se había
vuelto tan familiar. La buscó dentro de sí, la energía dorada, brillante y
fuerte… No había nada.
—Perdóname, yo no… Te fallé, Elizabeth. Perdóname, por favor.
Entonces, cuando había perdido toda esperanza, vio a través de sus ojos
empañados la entrada a una cueva, tan solo unos metros más allá. Se limpió
la cara; tenía que asegurarse de que era real, que su imaginación no lo
engañaba.
Ahí estaba.
—Un cráter lateral —susurró.
No sabía si era el más alto, no sabía si haría alguna diferencia, mas era
lo único que tenía. Su corazón, que por un minuto había dejado de sentir,
latió con fuerza, bombeando energía a todo su ser.
—Es aquí, Elizabeth.
Lo dijo con tanta ilusión... Quizás ella podría escucharlo en su voz,
donde quiera que estuviera. Tal vez lo oiría y seguiría luchando. Elizabeth
no lo abandonaría.
No consiguió levantarse, así que se arrastró junto a ella como pudo
hasta el interior del cráter. Sus manos y rodillas sangraban al llegar. Su ropa
era un desastre hecho jirones y… Estaban ahí. Ya nada importaba
No se permitió cuestionar qué demonios tenía debía hacer, solo cerró los
ojos y llamó a su magia, que respondió con un gemido débil. Su poder era
un pozo limitado del que apenas quedaban unas gotas que lo mantenían
vivo.
«Despierta», le dijo Xander.
La energía se removió débilmente, advirtiéndole que ya no había más de
dónde sacar.
«No me importa. Despierta».
La magia obedeció. Xander la estiró como una maleza, enredándola no
en una persona, sino en la tierra misma. Al principio, no hubo nada. Siguió
insistiendo, bajando más y más, rompiendo las capas del suelo una a una,
traspasando milenios de existencia, esperando llegar a algo. Lo que fuera.
Sintió que tiraban de él. El dolor lo desestabilizó, agudo y penetrante.
Lo experimentó en todo su cuerpo, extendiéndose desde el pecho como si
algo se hubiera aferrado a su corazón y estuviera tirando para arrancarlo de
su pecho, rompiendo sus costillas y carne. Era otra advertencia.
Jadeando, Xander trató de incorporarse. Ordenó a la magia que
continuara descendiendo, aunque cada centímetro lo acercaba más a la
muerte. Prefería perder su corazón, que se lo sacaran del pecho escarbando
con garras, antes que rendirse ahora y dejar a la mujer que amaba
desvanecerse en la nada. Estaba tan cerca…
Sucedió cuando pensó que ya no podía más. Como si alguien al otro
lado hubiera soltado el resorte, la magia regresó a él en cantidades
abrumadoras que su cuerpo maltrecho y moribundo no estaba preparado
para soportar. Era tratar de meter un océano dentro de un vaso.
Antes de que el poder lo matara, Xander lo desvió. Se lo entregó a
Elizabeth, anclándolo a ella utilizando su propia conexión como puente. Le
dio todo lo que había y lo que le quedaba, susurrando una y otra vez: «vive,
por favor, vive».
Dentro de ella, una chispa se encendió. Pequeña. Ínfima, pero Xander
reconoció su fuerza vital.
Se acercó y la besó en los labios, sabiendo que debía irse antes de que el
dolor de dejarla lo hiciera quedarse. Tenía que hacerlo para salvarla.
—Volveré por ti —le prometió, acariciándole el rostro y llorando de
nuevo al sentir su pulso bajo sus dedos: un latido fuerte y constante—. Te lo
prometo, arreglaré todo esto y volveré por ti. Aunque sea lo último que
haga, voy a despertarte.
La besó una última vez y se arrastró fuera del refugio de la cueva,
dejando a su paso un rastro de sangre.
En cuanto salió, el viento volvió a azotarlo. La luz del cielo gris resultó
cegadora y, en algún momento, Xander comenzó a ver puntos negros sin
darse cuenta. Gateó un poco más, intentando ponerse de pie, cuando su
cuerpo lo traicionó, resbaló y se precipitó al vacío.
No supo cuántos metros rodó cuesta abajo. Ni siquiera sintió los golpes.
Lo último que supo antes de perder la consciencia fue que el mundo estaba
girando.
Despertó cuando ya era de noche. Esa misma noche, esperaba. El cielo
estaba despejado y la luna lo iluminaba. Xander entrecerró los ojos, viendo
solo un recorte borroso de su entorno. Todo le dolía; sus piernas parecían
haberse desconectado del resto de su cuerpo, y sus brazos hormigueaban
con la sangre bombeando fuego por sus venas.
Deseó volver a dormirse hasta que el dolor desapareciera.
Nuevamente tenía piedras en la boca e incrustadas en la piel de su
rostro, que ardía. Se mareó cuando levantó la cabeza por encima del nivel
del suelo; durante un momento, creyó que aún estaba rodando, cayendo.
¿Dónde mierda estoy?, pensó, desorientado. No ayudaba que todavía viera
borroso.
Se quejó al levantarse; sus manos eran un desastre lleno de sangre y
suciedad. Eso no podía ser bueno. Tratando de aclarar su visión, se refregó
los ojos con el dorso de la muñeca, y lo primero que notó fueron destellos:
se dio cuenta de que la roca volcánica brillaba como si tuviera polvo de
diamantes a la luz de la luna.
Cielo azul, suelo negro. Brillante. Sin viento.
Pero ahí, justo delante de él, Xander notó algo más.
Un resplandor tenue, que no habría visto si estuviera de pie. Se arrastró
despacio, sin aliento, y buscó en el suelo hasta encontrar la fuente de ese
inusual destello rojo. Al principio, pensó que era una llama, un fuego fatuo
que pretendía iluminar su camino... No tenía sentido. Estaba desvariando.
Volvió a frotarse los ojos con lo que quedaba del puño de su manga,
esperando que fuera la parte más limpia de su ropa, y entonces lo vio: no
era fuego ni algo intangible. Muy por el contrario, frente a él brillaban dos
piedras que parecían tener vida en su interior, como si un espíritu se agitara
dentro de la roca, dejando entrever sus tonalidades anaranjadas y amarillas
a través del cristal rojo.
Eran pequeñas, idénticas y tenían forma de lágrima.
Sin saber muy bien por qué, las guardó en su bolsillo. Quiso creer que
eran un buen augurio, una señal de que todo saldría bien y que pronto
dejarían atrás todo el miedo.
Podría convertirlas en un hermoso par de pendientes que le daría a
Elizabeth como regalo de bodas cuando finalmente se casaran. Se aferró a
ese pensamiento, porque significaba que ella iba a despertar.
Arrastrándose, emprendió el camino de regreso.

Se desmayó en cuanto tocó la puerta de la casa de su abuela, y durmió un


día completo sin saber cómo demonios llegó al sillón. Estuvo inconsciente,
ajeno a todo, aunque su sueño estaba plagado de pesadillas y horrores en
donde la cueva del cráter se convertía en las voraces fauces de un monstruo,
que devoraba a Elizabeth y la alejaba de él para siempre.
Lucía no fue capaz de despertarlo, y no por falta de intentos. Deseó
haber tenido su magia, haber podido infundirle un toque de su propia
energía, mas ella nunca pudo acceder a ese tipo de poder; solo el fuego
respondía a su llamado, no la vida.
Xander solo abrió los ojos al día siguiente por la tarde, sintiéndose igual
de drenado que cuando acababa de llegar.
—Bien, estás despierto. —La voz vino acompañada de un fuerte pitido
en los oídos que silenciaba hasta sus pensamientos. No estaba seguro de si
su abuela estaba gritando para escucharse por sobre él—. Tienes que comer.
Sintió algo caliente entre las manos, de textura lisa: un plato.
—Elizabeth —consiguió susurrar. Sonaba más como una pregunta.
—Come —ordenó la mujer.
Xander obedeció, consciente de que Lucía no pronunciaría una sola
palabra hasta que lo hiciera. Cuando se metió los primeros bocados de
estofado a la boca se dio cuenta de lo hambriento que estaba.
Su abuela lo observaba severa y furiosa.
—Casi mueres —espetó, tomando el plato para volver a llenarlo. Se lo
tendió; en unos segundos, ya estaba a medio comer—. ¿Acaso eres idiota?
—Hice lo que me dijiste —masculló con la boca llena.
—¡Nunca dije que arriesgaras tu vida de ese modo!
Xander no tenía fuerzas para alzar la voz.
—Pensé que no hacía falta —masculló, entregándole de nuevo el plato
vacío—. No me arrepiento, ¿está bien? Así que podemos saltarnos eso. Por
favor, dime que no he dormido una semana entera.
Lucía bufó.
—Solo un día. Tranquilo, el mundo no va a venirse abajo. Lo
necesitabas.
—¿Y ella?
—Estará bien… Por ahora.
—No despertó. —El dolor regresó con esas palabras. Por unos
segundos, lo había olvidado: lo mucho que dolía, lo profundo que quemaba.
Él había descansado y comido como si nada, mientras que la mujer que
amaba estaba en un limbo. Sintió náuseas al pensarlo—. Sé que me lo
dijiste, pero ahora necesito que me digas que hay una forma.
—No creo… —dudó—. No creo que ella vaya a despertar por si sola.
No creo que pueda.
—¿Y entonces?
Lucía lo miró con pena y algo más, algo que Xander no pudo identificar
con exactitud hasta que ella habló, titubeando como nunca solía hacer:
—¿Has pensado en que, quizás… deberías dejarla ir?
—¡No! —rugió él. Trató de levantarse de su lecho, de ir hasta ella. Casi
se fue de bruces contra el suelo. El mareo le revolvió la cabeza y el
estómago, y su abuela tuvo que ayudarlo a volver a sentarse—. No. Dijiste
que me ayudarías a traerla de vuelta. Lo prometiste. Lo prometiste —urgió.
Lucía suspiró.
—Bien. Esto es lo que pienso: Elizabeth no despertará sola. Toda su
fuerza vital fue eliminada, y ahora lo único que la mantiene respirando es
esa magia que ataste a ella, como una cuerda, impidiendo que su espíritu
salga de su cuerpo. Nunca he escuchado de algo como esto —admitió—,
pero imagino que, de la misma forma que nuestra magia tiene un límite,
también lo tiene la que utilizaste.
—Quieres decir… que la fuerza del volcán se va a acabar.
—Ella va a consumirla entera y, entonces, tendrás que llevarla a otro,
repetirlo todo de nuevo.
Xander se sintió enfermo.
—No. No, no puede ser. ¿Qué clase de existencia es esa?
—Una que te compra tiempo. —Lucía suspiró—. Y eso es lo que
necesitas. Conoces mi historia, Xander. Sabes que los dioses se
comunicaron conmigo en sueños y me contaron lo que soy. También me
hablaron de los poderes de antaño, cuando los Incandescentes y la magia
del fénix estaban en todo su esplendor. Creo que lo único que puede
ayudarte está escondido en ese conocimiento.
A Xander se le cayó el alma al suelo. Más abajo, si era posible. No era
difícil inferir que, si la solución a todos sus problemas estaba en un pasado
perdido, el poder que necesitaba también lo estaba. No se atrevió a
preguntar si eso era cierto, porque tenía terror de que se lo confirmaran.
Esperó a que su abuela continuara.
—Uno de los poderes del fénix más característicos, aparte de renacer, es
la capacidad curativa de sus lágrimas. Dicen que puede detener incluso a la
misma muerte, si se dan las circunstancias.
—¿Eso podría despertarla?
—Sí, Xander. Creo que eso es lo único que podría despertarla.
—¡Pero Lucía! —exclamó, el peso de su miseria encorvando su espalda
—. ¡Ninguno de nosotros tiene ese poder! ¡Lo sabríamos!
—Y es por eso que necesitas tiempo. ¿Lo entiendes ahora? Tendrás que
esperar, Xander. Somos pocos, pero tu hermano tendrá hijos. Quizás tú
mismo los tengas, más adelante.
—Sí, claro —bufó.
Lucía lo miró, seria.
—Lo harás en su momento, si es lo que necesitas; no tengo duda de
ello.
No supo si reír o sentirse ofendido.
—¿Cómo crees que podría hacerle algo así?
—¡Porque estará dormida, Xander, quién sabe por cuánto tiempo! —
gritó ella, como si él todavía no lo hubiese internalizado. Odiaba que se lo
recordara en cada frase; no lo quería ni mucho menos lo necesitaba—. Y no
puedes detener tu vida mientras, porque podrían morir los dos.
—No es lo que quiero.
—¡Entonces reacciona, Xander! ¡Ve la realidad! Incluso si tu
mismísimo sobrino es quien tiene el poder que necesitan, pasarán años
hasta que si quiera exista, y más todavía hasta que manifieste la magia.
La amargura de su situación comenzó a reemplazar la tristeza,
corrompiendo su dolor hasta convertirlo en algo negro y estéril, donde nada
más podía crecer ni tomar su lugar.
Y sintió rabia, odio y rencor. Hacia Oliver, quien le arrebató todo lo que
amaba. No solo se casó con la mujer con la que él iba a contraer
matrimonio, sino que se acostó con ella en contra de sus deseos, la hizo
vivir un infierno y la dejó en un trance, porque eligió su envidia antes que la
felicidad de su hermano.
Odio hacia su padre, quien nunca deseó verlo contento, nunca lo valoró,
y orquestó todo para arrebatarle lo poco que logró conseguir. Desde niño lo
humilló y lo maltrató, y si había una sola persona a la que Xander podía
culpar por todas sus desgracias, era él.
Lucía había siguió hablando, pero Xander, ciego y sordo, solo captó el
final de la frase:
—… energía. Si no la encuentras en el volcán, tendrás que conseguirla
de otra forma.
Eso llamó su atención.
—Y esa energía… ¿puedo robarla?
—Sí, supongo que es una opción.
No parecieron importarle los daños que eso supondría para la persona
en cuestión. Xander recibió esa realización como un soplo de aire fresco;
Lucía siempre había priorizado sus propios intereses, y como veía en él a su
única familia, ahora también protegería los suyos. A la mierda las
consecuencias, la tenían sin cuidado.
—Mi padre se merece que le quiten todo lo que tiene —pensó Xander
en voz alta, su voz grave y amarga—. Él no es nada para mí y, llegados a
este punto, creo que nada me haría más feliz que ver su expresión mientras
lo mato.
—No puedo decir que no estoy de acuerdo. — Lucía sonrió. Sonrió—.
Pero tu padre es mortal, anclado a una vida, mientras que un Incandescente
puede tener miles. Su energía se consumirá rápido, necesitas más que eso.
—¿Estás diciendo… que debo matar a mi hermano? ¿Robarle su magia?
Ella se encogió de hombros.
—No antes de que tenga hijos —le advirtió, como quien habla del clima
o del estado de su jardín—. Por si uno de ellos tiene el poder curativo. Y, si
no, para continuar la línea. Tienes que asegurarte de continuar la línea.
—Puedo mover a Elizabeth mientras tanto. —Cada nueva idea que
surgía, cada cosa que comentaban, era combustible que alimentaba su
esperanza y, también, algo oscuro y podrido dentro de él que comenzó a
fermentarse el día en que Daniel Raven decidió casar a Elizabeth con el hijo
equivocado—. Hasta que tenga Oliver hijos y ellos puedan valerse por sí
mismos… pero su energía volvería a él —cayó en la cuenta entonces—. Si
el Incandescente renace, la magia volverá a él y ya no podré dársela.
—A menos que impidas el renacimiento. —Podría hacerlo, estaba
seguro. Y antes de que él pudiese preguntarlo, Lucía añadió—: No voy a
llorar la muerte de alguien a quien no conozco, sea parte de mi
descendencia o no. Solo me importan los míos, los que están a mi lado y
con los que nos entendernos más allá de un lazo de sangre. Ni siquiera mi
hija alcanza a entrar en esa categoría. Ya no.
Xander no estaba seguro de si eso significaba que le estaba dando el
poder de decisión sobre la vida de su madre, mas no quiso preguntar. No en
ese minuto, y no a menos que fuera necesario, si se agotaban las demás
opciones.
—Estamos de acuerdo, entonces.
—Lo estamos.
Y así cerraron el trato.
51
DESCUBIERTO
2018

L ianne hubiera deseado quedarse envuelta en la nube mágica que los


cubría a ella y a Jason en la antigua casa de sus padres, después de
que sus cuerpos se hicieron uno. Sentía que flotaba y que solo él la anclaba
a la tierra, y habría deseado de todo corazón permanecer en ese estado para
siempre, oculta del mundo exterior.
Sin embargo, al llegar a su hogar esa noche supo que la realidad no era
algo de lo que se pudiera escapar. El enojo, la frustración y las preguntas
que habían desaparecido durante esa tarde maravillosa seguían ahí, latentes,
esperando la chispa que iba a despertarlos.
Y esa chispa no tardó en llegar. Quizás fue Lianne quien encendió la
mecha, o tal vez era mejor no retrasar las cosas, o quizás fue la simple
casualidad; fuera como fuera, en cuanto vio a Olivia acercándose a la
entrada del colegio, la furia regresó, densa y volátil.
Lianne se plantó en la puerta con la intención de impedirle el paso a la
chica si era necesario, pero fue ella misma la que se detuvo a unos metros
de distancia.
También fue la primera en hablar:
—Asumo que quieres decirme algo —dijo a modo de saludo.
Muchas cosas en realidad. Ninguna particularmente amigable, pensó.
—Creí que esperarías un poco antes de empezar a cumplir tus amenazas
—dijo entre dientes, bajando la voz para que no la escuchasen los demás
estudiantes que pasaban por ahí.
Olivia se encogió de hombros, como si no estuviesen hablando de su
mayor y más importante secreto.
—No me dejaste opción, tenía que demostrarte que no bromeo.
—Me di cuenta. Quizás ya es hora de que me digas qué demonios es lo
que quieres.
Olivia pareció considerarlo un segundo, meneando la cabeza de lado a
lado. Entonces, asintió una sola vez.
—¿Quieres hablar de eso aquí? —Su tono era casi una burla.
Lianne miró a su alrededor y negó; había demasiada gente. Antes de que
Olivia dijera o hiciera algo más, Lianne señaló hacia el lateral del edificio:
cruzando el jardín se encontraban las bodegas de la escuela, lo
suficientemente alejadas como para salir del rango auditivo de cualquiera
que pasara por la entrada.
Caminaron en esa dirección hasta que los murmullos se perdieron en la
distancia, y Lianne apoyó su peso en la enorme puerta negra del cobertizo
principal. Los árboles las ocultarían de la vista, al menos eso esperaba.
—¿Cómo lo hiciste? —quiso saber, antes que nada. La pregunta llevaba
desde el día anterior picando en la punta de su lengua—. Que Will te
creyera tan fácil, que aceptara la magia sin pruebas ni…
Olivia sonrió.
—¿Quién dijo que no le di pruebas?
Lianne no supo si reír o resoplar.
—Imposible.
—¿En serio nunca lo has considerado? —inquirió Olivia, acercándose
un paso más a ella—. Cómo es que sé sobre ti, lo que eres —enumeró—,
sobre tu familia y la magia, cómo es que pude probárselo a Will…
—No —negó, no porque no lo hubiese pensado, sino porque era
imposible.
—Sí, Lianne. Sé todo esto, y puedo probarlo, porque soy como tú. Soy
una Incandescente.
Esa vez, Lianne sí que rio. Tenía que estar jugando con ella, ¿cierto?
Llevaba meses haciéndolo, de modo que no veía por qué ahora sería
diferente.
—Todo lo que siempre me han dicho es que la Incandescencia no se
extiende fuera de mi árbol genético —replicó—. ¿Cómo podrías serlo tú
también?
Olivia suspiró. Eso fue lo único que hizo, y Lianne sintió la frustración
crecer en su interior. Tenía unas ganas inmensas de gritarle: se había metido
en su vida desde que la conoció, invadiendo la privacidad de sus
pensamientos cuando leyó su cuaderno sin permiso, tonteándola con sus
mensajes crípticos, insertándose en su círculo...
Lianne solo quería la verdad. Era lo único que pedía, y ahí estaba
Olivia, suspirando como si explicárselo fuera una tarea tediosa al mismo
tiempo que emocionante.
—Olivia Brown no es mi verdadero nombre, Lianne. Aunque tengo que
admitir que sí me gusta bastante. Es mucho más fácil ser Olivia —suspiró.
Un suspiro largo y lleno de sentimientos encontrados. Volvió a fijar la vista
en Lianne antes de decir—. Quizás hayas oído sobre mí. Mi nombre es
Layla Grace.
52
C Í R C U L O C O M P LE T O
2018

D urante un segundo, Lianne no fue capaz de decir nada, de


reaccionar. Tenía que poner, al fin, las últimas piezas del puzle,
pero hacerlo significaba ir en contra de todo lo que había creído posible.
Layla Grace.
«Mi nombre es Layla Grace».
Daniel Raven y Layla Grace. 1863.
Xander Grace.
Lianne levantó la vista y la posó en la chica que tenía al frente, y por
más que lo intentó, no fue capaz de ver en ella a la mujer que se hubiese
imaginado como Layla. No veía a una mujer en lo absoluto, sino a una
muchacha, una chica de dieciséis años al igual que ella, no a la madre de un
asesino.
Pero el parecido estaba ahí. Estaba malditamente ahí, en esos ojos
azules como el mar revuelto y tormentoso, eléctricos y fríos como el acero,
calculadores y muertos por dentro; en el cabello negro como el carbón.
Podría bien haber sido su hija, mas era su madre, ¡su madre! Y ella ni
siquiera lo había pensado. No buscó más allá, no analizó las opciones.
Había visto los ojos de Olivia cada noche en sus pesadillas, sin caer en la
cuenta.
Tal vez Olivia vio todos aquellos engranajes girando dentro de su
cabeza, llegando a la conclusión que ella deseaba, porque comenzó a
hablar:
—Quiero contarte la historia de mi vida, Lianne.
Incluso su tono había cambiado. Era sencillo, casi normal. Ya no había
máscaras en él, nadie ocultándose bajo capas de sarcasmo, burlas y desafío.
Solo… Olivia. Layla.
Y ella la miraba expectante, en silencio. Solo entonces Lianne se dio
cuenta de que esperaba su aprobación, así que asintió sin poder encontrar su
voz. Para Olivia fue suficiente:
—La vida en la aldea no era fácil. Mi vida, en realidad, no era la más
fácil, pero me había resignado a las pequeñas fascinaciones que el universo
me entregaba solamente a mí...
Después de eso, no se detuvo. El amanecer las alcanzó mientras Olivia
seguía hablando; el cielo se teñía de llamas naranjas y algodón rosado al
tiempo que la mente de Lianne viajaba hacia 1863, cuando Layla apenas
tenía un año más que la edad que Lianne tenía ahora, y fue obligada a
casarse con Daniel Raven.
Le contó cómo conoció a aquel joven, quién era en aquel entonces y,
aún más importante, en quién se convirtió una vez que nacieron sus hijos.
Lianne no sabía cuántas horas había pasado escuchando sin poder
pronunciar palabra, solo que algo dentro de ella se había dormido mientras
intentaba entender y ponerse en su lugar, y volvió a despertar cuando la voz,
ya cansada y rasposa de Olivia, dijo:
—He odiado a mi hijo desde entonces, y es un odio que no estoy segura
de si tú o alguien más podría entender. Una persona normal tiene una sola
vida para ser arruinada; yo he tenido cientos, siendo consumida una y otra
vez por mi propia pena, y también por la esperanza de que, en alguna de
aquellas vidas, mis recuerdos jamás regresen y me permita comenzar de
cero. Xander me quitó todo, ¿entiendes eso? ¡Todo!
Era la primera vez que Lianne escuchaba ese tono en su voz, esa
emoción cruda y visceral que solo podía provenir de un interior vacío y
cavernoso.
Ella prosiguió:
—No creo que siquiera «odio» pueda describir lo que siento por él,
porque es retorcido y podrido y, al mismo tiempo, me ha matado también a
mí, porque soy su madre, ¿no? Debería amarlo, pero ni él me ama a mí ni
yo a él. Me arrebató a mi esposo, mató a mi hijo, y a mis nietos… incluso a
la familia que no pude conocer… Acabó con ellos también, pero no
conmigo, y lo odio por eso —su voz se quebró—. A él y a Thomas, por
todo lo que han hecho juntos para destruirme.
Lianne no se molestó en explicarle lo que Thomas y Dianna le habían
dicho a ella, las razones que tenían para actuar como lo hicieron. Sabía que
Olivia no desearía escucharlas; si ella estuviese en su posición, tampoco
querría.
En cambio, solo dijo:
—Cuando nos conocimos en el orfanato… supiste todo. Supiste quién
era yo y, en cuanto lo averiguaste, me resentiste por eso —recordó,
sintiendo la furia comenzar a hervir en su sangre. Había querido ser
comprensiva, conciliadora, mas ahora que ponía en palabras todo lo que
comenzaba a entender, la antipatía y el enojo solo empeoraban—. Mi
familia… acababa de ser asesinada… a manos de TÚ HIJO, ¡¿Y ME
RESENTÍAS A MÍ?! —Casi quiso reír. Casi—. Y ahora llegas aquí, a mi
colegio, te metiste con mis amigos. ¡Cómo si algo de toda esta mierda fuese
culpa mía! —gritó de nuevo—. ¿Por qué, Olivia? O Layla, como demonios
te llames. ¡¿Por qué estás tan enojada conmigo?!
Las facciones de Layla se desencajaron cuando gritó:
—¡Estoy enojada con todos!
—¡Tú maldito hijo mató a mi hermana y a mis padres! —espetó ella de
vuelta—. ¡Yo soy quien debería odiarte!
—¡Arruinó mi vida también! —Trató de recobrar la compostura, de
conversar como dos personas civilizadas, pero estaba tan enojada…—. Lo
que ha hecho Xander no es culpa mía. —Incluso mientras lo dijo, a Layla le
sonó a mentira, y la agonía se filtraba en cada palabra, en cada respiro que
tomaba antes de hablar—. Después de todos estos años ya no me queda
amor, Lía. —Era la primera vez que la llamaba de esa forma, y fue también
la primera vez que Lianne se sintió pequeña junto a ella, como si con solo
ese diminutivo demostrase los años que en realidad había vivido—. No me
queda nada. Solo deseo verlo muerto, no me importa en el monstruo en que
eso me convierta.
La furia dentro de Lianne se desvaneció de pronto, y se sintió vacía en
su ausencia. No lo sabe, pensó. A pesar de todo, esa realización le estrujaba
el alma.
—Y eso es lo que quiero de ti —terminó Layla—, porque sé que tú
puedes ayudarme a encontrarlo.
Lianne procedió con cautela.
—¿Cómo sabías que yo… sé? Quizás todavía no resolvía el misterio.
—Te he estado observando desde que desaparecí —admitió, casi un
poco avergonzada. Lianne ignoró las implicancias de la declaración—.
Estuve tratando de encontrar a Sebastian también, porque sé que mi hijo
estaba buscándolo, pero no logré dar con él. Supongo que algo tenemos en
común —resopló—. Volví a la ciudad poco antes de navidad, rendida… y te
escuché hablar. Sobre Xander.
No le pareció importante saber con quién había conversado en aquel
momento, si con Jason o con sus amigas, no obstante, casi tuvo miedo de
preguntar lo siguiente:
—¿Qué…? ¿Qué dije?
Layla la desestimó con un gesto de la mano.
—¿Qué importa? Solo dime dónde está. Dímelo y te dejaré en paz. —
Era una promesa, Lianne lo sabía.
—Importa porque… —suspiró. Tenía que decírselo—. Lo que sea que
hayas escuchado, no fue la historia completa. Layla… Xander está muerto.
Murió ese día, en la mansión. Murió con su misma espada.
No supo por qué lo repitió, por qué lo dijo tres veces, mas le pareció
importante recalcarlo. Quizás era porque Olivia —no, Layla— llevaba
cientos de vidas odiándolo, y ahora el objeto de todo su dolor había…
desaparecido.
Lianne contuvo el aliento mientras observó la realización asentarse en
sus facciones.
Layla palideció, su expresión seria y drenada de energía, despojada del
odio y la desesperación que momentos antes había mostrado. Solo derramó
una lágrima, que rodó por su mejilla y cayó al pasto, ignorada por
completo.
Entonces, susurró:
—Bien.
53
C U E NTA S Q U E S A LD A R
2018

L ianne y Sebastian caminaban por el bosque. Layla Grace los seguía


unos pasos más atrás, callada, recluida y perdida en sus
pensamientos; miraba el bosque como si estuviera recordando a un viejo
amigo.
Ella sabía a dónde iban, tenía que saberlo. Había sido su propia casa,
después de todo, aquella mansión que la vio convertirse en Layla Raven.
Fue allí donde llegó recién casada, donde crio a sus hijos y donde también
presenció el fin de la vida que ella conocía. En eso pensaba mientras
sorteaba las ramas y hojas.
Cuando vio la casa aparecer, inhaló profundo y contuvo el aliento en sus
pulmones. Casi temía que, si dejaba escapar ese suspiro, la fuerza que la
sostenía entera terminara por escaparse.
No fue feliz en esa casa. No al principio, y mucho menos al final,
cuando se convirtió en poco más que una sombra de sí misma, opacada y
controlada por su esposo. ¿Cómo permitió que eso sucediera? ¿Cómo pudo
dejar que su resentimiento y amargura por un hombre la transformaran de
esa manera, volviéndola una horrible persona y todavía peor madre?
Porque había fallado como madre. No solo con uno de sus hijos, sino
con ambos. Decir que lo sucedido no fue culpa suya era una mentira vil y
repugnante, porque ella tuvo tantas oportunidades... Debió haber hecho
algo, cualquier cosa. Y hasta el día de hoy, años y vidas después, la mirada
destrozada de su hijo y sus palabras seguían grabadas a fuego en su
memoria:
«Me ha golpeado, me ha echado de la casa más veces de las que puedo
contar, me ha dejado sin comer por las noches, y todo porque me
desprecia… ¡Y es Astrid quien viene a escondidas a darme de cenar, no tú!.
Y no sé si es que a él lo amas demasiado, o es que a mí me amas muy
poco… O no sabes lo que es el amor en absoluto».
Le tomó más de un siglo darse cuenta de que no; no tenía ni puta idea
de lo que era el amor.
—Es por aquí —murmuró Sebastian.
Layla asintió, sin ganas ni fuerzas para hablar. Se limitó a asentir cual
cascarón vacío y siguió al hombre y a Lianne hacia el jardín de su antiguo
hogar, donde habían enterrado a su hijo.
Lo despreciaba, lo odiaba por quitarle todo y, aun así, su muerte
arrancaba partes de ella que no sabía que podían ser arrebatadas.
Observó el jardín: se veía tan diferente y descuidado... Daniel se
revolcaría en su tumba al verlo en ese estado. Bien.
—Es entre esos dos árboles.
Siguió el dedo de Sebastian hasta localizar dos árboles que decoraban y
cercaban el lateral del recinto. Cuando Layla vivía ahí no eran tan grandes,
y apenas daban flores; ahora no tenían follaje, aunque pequeños retoños
rosados empezaban a florecer entre los capullos y ramas, con la llegada de
la primavera.
Caminó hacia ellos. Alcanzó a escuchar que Sebastian le decía algo a
su… ¿bisnieta? ¿tataranieta? Lo que fuera.
No volteó, pero supo que Sebastian se había marchado, dándoles
privacidad, y Lianne seguía ahí, un poco más atrás, guardando la distancia.
Layla se sentó en el césped frente a la tumba sin marcar de su hijo. No
quiso hablar, sus sentimientos eran demasiados y muy confusos, de modo
que lloró en silencio y dejó que sus emociones fluyeran como fuesen
llegando.
Había aprendido que cuando se sentía abrumada no lo mejor tratar de
reprimir sus emociones ni forzarse a calmarse, sino que repetía un mantra
que había adquirido con el tiempo: «acepto estos pensamientos y los dejo
ir».
Había fallado como esposa, como madre y como persona.
Acepto estos pensamientos y los dejo ir.
Nunca intentó ser mejor, y se hizo a un lado aun cuando sabía en lo más
profundo de su ser que había llegado al punto de quiebre, que, si no
actuaba, sería demasiado tarde.
Acepto estos pensamientos y los dejo ir.
Ni siquiera fue una buena hija.
Acepto estos pensamientos y los dejo ir.
Suspiró y moqueó como una niña, repitiendo internamente su mantra
una y otra vez con cada autorecriminación que le llegaba, hasta que vino
una que sí aceptaba, mas no consiguió dejar ir.
Desearía haber hecho más por ti. Dirigió el pensamiento hacia Xander,
a lo que quedara de él bajo la tierra. Al chico bueno y amable que una vez
fue su hijo. Desearía haber sido lo que necesitabas. Desearía que no
hubieras nacido en una familia rota.
—¿Layla? —preguntó Lianne. Su voz trémula tras ella.
Suspiró. Ni siquiera se molestó en limpiarse las lágrimas, solo se puso
de pie y fue a pararse a su lado, porque pedirle que se sentara junto a ella
frente a la tumba de quien masacró a su familia le parecía demasiado
insensible.
—No estoy bien —le dijo Layla, respondiendo a la pregunta que Lianne
no llegó a formular—. No estoy muy segura de cómo sentirme.
La muchacha asintió.
Sebastian llegó en ese momento desde el interior de la casa. Verlo era
como tener frente a ella al fantasma de su esposo, y esperaba que esa
sensación se desvaneciera con el tiempo, porque no quería juzgarlo por
alguien que no era. Quería empezar de nuevo, era todo lo que siempre había
deseado.
—¿De quién es esta casa ahora? —le preguntó al hombre.
Él meneó la cabeza, masajeándose la nuca mientras pensaba.
—Técnicamente… es tuya.
—¿No estabas viviendo aquí?
—Ya no. Puedes hacer lo que desees con ella.
Puedes hacer lo que desees con ella. Layla asintió.
Había pasado una eternidad desde la última vez que usó sus poderes, sin
embargo, se le hizo tan natural como respirar. Con un movimiento de su
mano, la casa se prendió en llamas.
Para cuando los bomberos llegaron, ellos ya estaban lejos de ahí.
Las dos muchachas estaban sentadas en los columpios de un parque
cerca del colegio; un territorio neutral, por decirlo de alguna forma. Un
lugar que no era ni muy Olivia ni muy Lianne.
—No voy a decir que lo siento por cómo he sido contigo —comenzó
Layla sin mirarla, balanceándose un poco, como si el movimiento la
calmara—. No sería verdad; no lo siento. Pero sí lamento haber puesto mi
furia en ti. No tienes nada que ver con esto.
Lianne no supo qué más decir, aparte de:
—Lo entiendo.
No podía juzgarla. No podía ni siquiera imaginarse estando en su
situación, su sufrimiento siendo multiplicado por muchos años, muchas
vidas y muchas familias. No se imaginaba un modo en que dejara de doler,
en que no estuviese enojada con el mundo.
—¿Qué vas a hacer ahora? —quiso saber.
Layla rio: un sonido hueco y carente de emoción.
—No tengo idea.
—¿Volverás al colegio?
—No lo sé. Quizás —admitió—. Nunca lo he cursado, lo creas o no.
Quizás me gustaría saber qué se puede aprender ahí.
—Pero has vivido tanto…
—Siento que no he vivido nada en lo absoluto.
Era justo.
—¿Y Will? —Necesitaba saber.
La chica frente a ella sonrió y, en ese gesto, Lianne no pudo ver a Layla,
sino a Olivia.
—Es un buen chico. No me gustaría romperle el corazón, aunque temo
que no sé hacerlo de otra forma.
—Podrías solo… decirle la verdad —sugirió.
—En definitiva, lo merece —consideró ella—, pero y después, ¿qué?
¿Qué si me perdona, si no le importa y quiere dejarlo atrás? Conociéndolo,
sé que lo haría.
—¿Preferirías que no?
—Tal vez. Tal vez ya no sirvo para esto. Por Dios, soy una mujer que ha
vivido más de una vida y a pesar de eso no soy más que una niña. En los
últimos años me he consumido cientos veces y no he vuelto a pasar de los
diecisiete. Es como si me hubiese quedado congelada en ese tiempo, en
1863, con todo el dolor de esos recuerdos.
—¿Cuáles, exactamente?
—De mi esposo y yo —respondió, su voz tan tenue que hasta un
susurro podría apagarla—, de lo irreparable de mi corazón roto. El amor es
una maldición, Lianne, y no sé si puedo pasar por eso otra vez.
—No tiene por qué ser como antes, no todos los hombres son Daniel
Raven.
—Incluso si no… No sé si merezco tener algo como lo que tú tienes.
Me siento tan… vacía. Ya no sé quién soy sin toda mi rabia, la he guardado
demasiado tiempo.
—Cuando él… Xander murió —comenzó Lianne, tratando de despojar
el nombre de los recuerdos que evocaba— dijo que todo era porque buscaba
el poder de nuestra sangre, recolectar la magia Incandescente y guardarla
para sí. ¿Es cierto?
Necesitaba confirmarlo, escucharlo de alguien más.
—Hay algo que no te he contado todavía —confesó—. La razón de por
qué creo que el amor es un sentimiento maldito. Es hora de que conozcas
quién era Elizabeth Greenbriar.
Entonces le contó el resto de la historia, y Lianne por fin supo qué fue
lo que precipitó el espiral de destrucción que comenzó hacía más de un
siglo y que había visto su final con su familia.
El círculo se había completado. No fue por poder, sino por amor.
Retorcido, roto y oscuro amor, pero amor, al fin y al cabo.
Todas las piezas terminaron de encajar.
—Sabía que llevarme a Elizabeth era la única forma de herir a Xander,
de llegar a él. Tenía la esperanza de que eso lo detuviera —concluyó—. La
encontré hace meses, a dos estados de distancia. Esto fue antes de que… —
suspiró—. Moví su cuerpo para mantenerla con vida. Nunca deseé que ella
saliera herida; no tiene la culpa de todo lo que hizo mi hijo en su nombre.
—¿Tú… la tienes?
Se le hacía rarísimo y bizarro preguntar sobre ella como si fuese un
objeto, poco más que una cosa que era poseída y movida, mas no sabía de
qué otra forma expresarlo. Layla asintió.
—Nunca supe si él se enteró de que yo la había escondido, aunque sabía
que yo estaba buscándola, y él huía de mí. Mi hijo nunca conocerá la
felicidad que debió haber tenido. Tal vez si yo hubiese actuado en el
momento adecuado, nada de esto habría pasado, pero ahora… Ahora tú
puedes despertarla.
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E N L A S E NT R A Ñ A S D E L I N F I E R N O
1889

X ander movió a Elizabeth dos veces en los siguientes tres años. No


entendía cómo era posible que el tiempo continuara avanzando
cuando él se había quedado estancado, incapaz de seguir adelante con su
vida o de pensar en algo más que no fuera ella.
La despertaría, costara lo que costara. No se permitiría rendirse, a pesar
de que había momentos en los que todo parecía perdido, incluso la
esperanza. Elizabeth había sido su ancla; su amor había sido la recompensa
por haber sido bueno después de años de maltrato y dolor. Ahora, sin ella,
estaba a la deriva.
Su poder ya no lo asustaba, lo consumía. Los primeros meses luego de
dejar a Elizabeth fueron los peores. Xander sabía que no podía visitarla
todos los días, que tenía que concentrarse en su tarea y su investigación si
quería despertarla. Pero no verla y saber que estaba casi muerta era una
clase distinta de tortura, una desesperación insoportable. Lloró, gritó y odió,
y fueron esos sentimientos los que desataron su magia.
Los tentáculos de poder ya no estaban confinados en el fondo de su
alma, sino que la envolvían, agarrándose con uñas y dientes, esparciendo su
corrupción. A veces, Xander pensaba que tenían voluntad propia.
Después de un año, dejó de visitar a Elizabeth.
Subía hacia el cráter cuando se dio cuenta de que la magia del volcán se
había agotado. La tierra ya no se sentía vibrante y llena de vida, sino estéril
y muerta, a punto de colapsar.
Se había tomado las cosas con relativa calma, creyendo a su abuela
cuando esta le dijo que todo lo que le quedaba por hacer era esperar. Pensó
que la fuerza del volcán duraría al menos unos seis u ocho años, pero ¿uno?
No sabía si eso significaba que la magia era más débil de lo que pensaban, o
que la vida de Elizabeth pendía de un hilo mucho más frágil de lo que había
anticipado.
Su corazón se inundó de terror.
De modo que movió a la muchacha, al amor de su vida; dejó de hacer
visitas y comenzó a investigar cómo crear un arma que inhibiera la magia
del fénix.
Trabajaba junto a su abuela, quien ahora lo veía con el rostro de una
niña que bien podría haber sido su hija. Cuando Lucía renació, Xander
cuidó de ella y se encargó de explicarle todo hasta que recuperó sus
recuerdos. Al principio, ella no le creyó ni una palabra. Se burló de él,
incluso, y Xander encontró algo de gracia en darse cuenta de que, aun sin
memoria, seguía siendo igual de testaruda.
Para demostrarle que sus palabras eran sinceras, Xander envolvió su
energía en la de su abuela, en la de aquella niña. Fue como despertar la
parte dormida de su poder, ya que el calor y las llamas de Lucía se
entrelazaron en su rastro de muerte, y ella recuperó la memoria el mismo
día en que renació.
Después de eso, Xander y Lucía tomaron todo lo que tenían y se
mudaron lejos de allí, alejándose de donde podrían reconocerla y también
de la fuente de todos sus malos recuerdos.
Xander casi esperaba que poner distancia entre él y la aldea, entre él y
su familia, lo ayudase a aplacar la rabia que lo estaba consumiendo, mas eso
no ocurrió.
En los tres años que transcurrieron, pagó su deuda con Julien, y luego
perdieron el contacto. El hombre intentó buscarlo y, durante meses, recibió
cartas diarias de Alisson y su esposo, suplicándole que volviera, deseando
saber algo de él, aunque fuera una palabra, en papeles con tinta corrida y
manchas de lágrimas. Xander leyó algunas, pero después de un tiempo dejó
de abrirlas y las acumuló en un cajón, sin querer tenerlas a la vista ni
animarse a deshacerse de ellas.
Todos pensaban que Elizabeth Greenbriar había muerto después de la
boda; algunos decían que su propio esposo la había envenenado. Otros, que
se había suicidado. Fuera como fuera, el resultado era el mismo.
Xander solo les escribió a los Lacroix una vez. Un mensaje corto,
sincero y cargado de dolor:

J
Julien:

Me cuesta encontrar las palabras correctas


para comenzar esto; espero que sepas que no es
fácil. Deseo agradecerte por todo lo que has
hecho por mí desde el momento en que nos
conocimos. Siempre fuiste y serás más que un
socio o un compañero; tú y Alisson han sido
padres para mí, mi verdadera familia y todo lo
que alguna vez soñé con tener, pero me temo
que la persona en que me he convertido no
podría jamás traerles orgullo. Ni siquiera a mí
me gusta mucho quien soy ahora, y estar en la
aldea después de todo lo que pasó es
demasiado doloroso. Tengo que marcharme.
Gracias. Gracias por intentarlo. Y lo siento,
en lo más profundo de mi corazón. Por favor,
dile a Alisson que no había nada que hacer.

Xander.

Eso fue todo. Las cartas se detuvieron, y nunca más supo de ellos. No
directamente, por lo menos. Xander solo esperaba que pudiesen perdonarlo,
y que fueran felices. Decirles adiós terminó de hacerlo trizas, mas sabía que
era lo correcto: no podía permitir que ellos viesen la persona llena de odio,
rencor y sed de venganza en que se había convertido. Mucho menos, el
asesino que pronto sería.
Les rompería el corazón. Así que les dijo adiós y se obligó a olvidarlos.
Se enteró de que su hermano había abandonado la aldea también, luego
de los rumores acerca de las sospechosas circunstancias en que murió su
nueva esposa. Xander no logró dar con él hasta que, a principios de 1889,
Lucía le dio una noticia:
—Te has convertido en tío, querido nieto.
Lucía podía traer la cara de una niña de dieciséis años, pero no había
mujer más astuta que ella.
Se enteró, así, que su hermano se casó un año después de marcharse de
la aldea, con una mujer que había conocido en la ciudad, más o menos por
el tiempo en que Xander estaba moviendo a Elizabeth a otro volcán. Era lo
típico entre ellos: mientras Xander estaba desesperando, luchando con
garras y dientes por mantener su vida a flote, Oliver olvidaba todo y
comenzaba de nuevo.
—Bien —respondió él.
Que de algo sirviese su hipocresía, su cara bonita. Que se casara, que se
enamorase y fuera feliz, dichoso, porque Xander ya sabía que no le bastaría
solo con matarlo. Deseaba arruinarlo, romperlo del mismo modo que él
había hecho, tomar su felicidad, sus esperanzas y sus sueños, y hacerlos
pedazos frente a sus ojos.
—Bien —repitió.
—Y lo mejor… —Lucía sonrió—. Son mellizos. Tendrás dos chances,
dos posibilidades. Un niño y una niña; los pequeños Ian y Leah Raven.
—No te encariñes demasiado, no vivirán mucho.
—Sí, lo harán —Lucía cortó—. Solías ser más paciente que esto, mi
niño.
—¡Estoy harto de esperar!
—Sabías cuál era el precio. Mi consejo es que no desperdicies este
tiempo. Necesitas…
—Sé que necesito un arma. Y en estos años hemos logrado acceder a
muchísima magia, abuela, poderes tan antiguos como los dioses que los
crearon. Magia del fuego, energía y vitalidad… Nada de eso me sirve —
terminó entre dientes, sintiendo la muerte revolverse en su interior.
Muerte era lo que necesitaba. Desearía encontrar una forma de convertir
su poder en un arma, sin embargo, ni siquiera de ese modo estaba seguro de
que podría impedir el renacimiento.
—Reúne los materiales, entonces. ¿Qué tal una daga? —sugirió Lucía
—. Es elegante, discreta y fácil de forjar.
—Una… daga. —Xander lo consideró.
Vio los ojos de su abuela encenderse con las ansias de una nueva idea
formándose en su cabeza.
—Metal y piedra. Una aleación entre ambos puede ser justo lo que
necesites. El hierro ha sido ancestralmente conocido y utilizado para
bloquear la magia. Solían esposar con hierro a las brujas en la antigüedad.
Titanio, para conducir la electricidad y energía; la contraposición de ambos
puede darte equilibrio. Y plomo —agregó como un pensamiento de último
minuto—, para que sea duradera y proteja a los otros metales.
—¿Y la piedra?
—Obsidiana. —Lucía no titubeó, y Xander sabía de sobra que no debía
cuestionarla; sabía más que él de estos asuntos—. Una piedra ígnea,
volcánica y muy, muy poderosa. Transmuta la energía; quizás podamos
utilizar eso a nuestro beneficio, cambiar las propiedades para transformar la
vida en muerte.
Xander se puso a trabajar en recolectar aquellos elementos. Probó
distintas aleaciones en diversos porcentajes, hasta formar cinco dagas;
cuatro de ellas cargadas hacia uno de los metales o a la obsidiana, y la
última a partes iguales. Todas eran tan negras como el carbón.
En octubre de ese año, no obstante, sus prioridades se vieron alteradas
cuando conoció a una mujer llamada Regina. Ella era sencilla, recatada y
perceptiva. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, siempre encontraba algo
acertado o útil que comentar. Era mayor que Xander; él tenía 25 y ella 27, y
estaba en un apuro por casarse antes de que la sociedad la tachara como
solterona de por vida.
Xander vio en ella una oportunidad. No de ser feliz, sino de tener un
hijo que pudiese darle la magia que ansiaba con desesperación, el poder de
curar con las lágrimas. Si lo conseguía, podría despertar a la única mujer
que realmente amaría, y ninguno de sus otros planes sería necesario.
Tal vez, solo tal vez, vio en Regina la oportunidad de no convertirse en
un asesino. Y la tomó.
Se casó con ella, prometiéndole que nada le faltaría jamás y que, a su
lado, tendría una vida cómoda y respetable; ella lo aceptó. Al iniciar el
nuevo año, su esposa le dio la noticia de que estaba embarazada.
Xander sintió de nuevo el frío de la muerte y la indiferencia removerse
en su pecho ante la noticia. Podía ser que ya fuera demasiado tarde para
detener a la persona en que se había convertido.
Nueve meses pasaron. A inicios de Octubre de 1899, Xander recibió al
hijo que pensó que jamás tendría, con una mujer que no era su Elizabeth.
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F U EG O N EG R O
1899

X ander jamás pensó que su esposa terminaría enamorándose de él. Y,


muy por el contrario de lo que hubiese creído, su amor y su hijo, en
lugar de ablandar su corazón, lo endurecieron todavía más. Para alguien que
una vez juró que jamás haría con su hijo lo que su padre hizo con él,
cometió los mismos errores que despreció en el pasado. Y tal vez él nunca
llegó a romperlo, pero lo dañó de igual modo.
Ellos no eran la vida que había deseado, y jamás podría verlos como la
familia que eran porque, para él, todo lo que seguía anhelando estaba muy
lejos, dormido en el volcán.
Pero habían pasado trece años, y si bien seguía amando a Elizabeth
como el primer día, tanto que le costaba respirar, quizás había una parte de
él que se había enamorado también de la idea de venganza que despertaba
su nombre, y que le daba una excusa para hacer justicia por su propia mano.
Tal vez había una razón por la que había nacido con ese poder, que
crecía día a día. Tal vez siempre estuvo destinado a convertirse en eso.
Había probado muchas aleaciones más de metal y piedra; distintos
metales y distintas piedras, sin embargo, cuando exploraba con su magia el
arma, lo único que encontraba en ella era un conducto. Potente, sí; todos lo
habían sido, pero inútiles al fin y al cabo. Nada tenía la capacidad de quitar,
de almacenar y retener. Sabía, sin necesidad de haberlo probado, que nada
de eso le serviría para robarse la magia de un Incandescente.
Sus sobrinos tendrían diez años a esas alturas; en cuatro o cinco más,
Xander descubriría si habían heredado la magia, y si su destino sería la
salvación o la muerte. Su hijo Thomas, por otro lado, también estaba cerca
de esa edad. Xander no iba a matarlo, sin importar lo que pasara, mas no
podía negar que tanto él como su esposa eran un… inconveniente, por decir
lo menos.
No importaba. Nada de eso le importaba.
—Pienso —le dijo un día su abuela— que todos tus problemas serían
solucionados si lograses conseguir una piedra de fuego. Al menos el
noventa por ciento de ellos.
—Una… ¿qué? —Xander nunca había escuchado tal cosa.
La miró, perplejo, sin comprender de qué demonios estaba hablando.
—Una piedra de fuego, niño. —Su abuela rodó los ojos. A Xander le
causaba gracia que lo siguiera llamando así cuando ella tenía casi diez años
menos que él. Por supuesto, jamás se lo diría en voz alta—. Aparecen en
suelo volcánico, empujadas desde el centro de la tierra hacia la superficie.
Siempre aparecen de a dos, porque son piedras gemelas. Contienen un
poder primitivo e inmenso, especialmente para nosotros, y eso podría
ayudar a Elizabeth y mantenerla viva por muchos años. He estado pensando
en decirte que busques alguna…
La voz de Lucía se fue volviendo un eco distante a medida que su
explicación se habría paso por los recuerdos de Xander.
Él lo había olvidado. Aquel evento en el volcán, el hallazgo que hizo,
fue lo que menos le importó en ese minuto cuando, quizás, llevaba años con
la respuesta al alcance de la mano.
Se sintió estúpido de solo preguntar. Su abuela seguía hablando, mas ya
no la escuchaba.
—De casualidad… —comenzó, interrumpiéndola—. ¿Son esas piedras
rojas, con forma de lágrima?
Ella lo miró mortalmente seria.
—¿Cómo lo sabes?
Eso era respuesta suficiente. Xander inspiró.
—Porque tengo dos de ellas.

—Tienes que ver la magia con tu mente, evocar lo que quieres que haga,
aunque no puedas verlo.
Su abuela estaba allí, de pie junto a él, ambos frente a las llamas de la
chimenea. En una de sus manos, Xander sostenía las piedras: dos lágrimas
de fuego, perfectas, idénticas y tan pequeñas como la última uña de su
meñique. Dentro de ellas el poder se removía inquieto. En la otra mano,
tenía lo último de la aleación de obsidiana, hierro, titanio y plomo, siendo la
piedra volcánica la más potente de las cuatro.
Las dagas que alguna vez forjó quedaron en el olvido, inutilizables
después de tantos experimentos, pero conservaba aquel fragmento. Era más
un cilindro que cualquier otra cosa, negro y reluciente; la combinación de
materiales utilizados para crearlo había dejado vetas en su superficie, y
cuando Xander lo sostenía a contraluz, casi podía ver a través de él, aun si
era tan impenetrable como la más profunda oscuridad.
Era un trabajo… precioso. Elegante, hermoso y letal. Y era suyo.
—Convoca tu poder, Xander —dirigió Lucía—. Dale forma a las llamas
como la hoja de una espada.
Hizo lo que le decía. Había conseguido manejarlo con el tiempo: sus
llamas salieron más azules que anaranjadas; desprendían un frío glacial,
como si estuviesen hechas de hielo y no de fuego. Siguiendo su comando,
las llamas se ordenaron en la base del cilindro, el cual resplandeció por un
momento.
Xander contuvo la respiración y obligó a su magia a avanzar, a crecer
hasta que alcanzó a ser del largo de su brazo. Tras él, Lucía continuó:
—Las piedras de fuego pueden vincularse a objetos, Xander. Tienes que
crear el vínculo con intención, darle todo tu poder y voluntad, y hacerlo
bien, porque será irrompible.
Xander pensó en la Incandescencia. Recordó el poder que les había sido
conferido y se imaginó, sobre todas las cosas, ese poder siendo almacenado
en la piedra, retenido hasta que la persona herida por su arma no tuviera
más magia en su sangre. Se imaginó una espada de fuego capaz de detener
el renacimiento, capaz de arrebatar la vida misma.
Sintió cómo la energía lo atraía, y podría haber jurado que era la piedra
misma respondiendo a sus pensamientos.
—¿Qué… hago? —jadeó, luchando por mantener el control de la
magia.
—Une la piedra a la espada. Insértala en el mango.
Xander obedeció y acercó una de las piedras al cilindro metálico y
negro. Lo hizo despacio, visualizando su posición... hasta que el cilindro, la
obsidiana, tiró de su mano como estuviera atrayendo un imán. En menos de
un parpadeo, la piedra quedó soldada al mango de lo que sería su nueva
espada.
Sintió cómo el metal se calentaba y resplandecía en su mano. Y lo
sintió. Por primera vez, después de cientos de experimentos fallidos, lo
sintió. Experimentó el zumbido de la magia y la energía recorriendo el
metal, como si una corriente estática vibrara desde su interior y quisiera
salir a la superficie. Todo su brazo tembló.
Ni siquiera tuvo que voltearse para saber que Lucía estaba conteniendo
la respiración. Ambos se dieron cuenta al mismo tiempo: las llamas ya no
estaban bajo su control, ya no dependían de Xander para mantener su forma
y posición. Una luz electrizante recorrió el mango de la espada y ascendió
hasta la llama. Observaron con asombro cómo esta dejaba de ser una forma
difusa e incontrolable, transformándose en un núcleo sólido y letal rodeado
de fuego azul y naranja.
—Está funcionando —susurró Xander.
No lo podía creer, pero ahí estaba el arma que tanto necesitaba y quería.
Ninguno había hablado desde que la magia comenzó, sin embargo, se
sintió como si hubiesen estado escuchando un murmullo contante que
recién se hubiese silenciado. Cuando Xander miró a Lucía, su expresión era
seria y decidida.
—No podemos estar seguros. Tienes que probarla.
Xander no pareció comprender.
—¿Cómo?
—Tienes que probarla —repitió Lucía. Su nieto palideció—. Pruébala
en mí.
—Estás loca. —Se negaba rotundamente a hacer tal cosa, sobre todo
porque, en el fondo, sabía que iba a funcionar, y no estaba seguro de estar
listo para perder a la única familia que le quedaba.
—Si no funciona, estaré bien. No hay nada de qué temer. Pero si
funciona, y estoy segura de que es lo que ambos pensamos… está bien
también, mi niño. Puedo hacer las paces con eso.
—Pero… ¡abuela!
—Solo quiero verte feliz, Xander, y si puedo ayudarte, darte una
ventaja, una oportunidad, me parece una buena forma de terminar con mi
vida. ¿Y sabes? Estoy harta de esta vida, de esta gente y esta sociedad.
Harta, hastiada. Detesto el rol que me han asignado.
—Eso puede cambiar. —Xander trató de hacerla entrar en razón,
sintiendo que la espada pesaba una tonelada entre sus manos—. Más
adelante…
—Estoy cansada, ¿entiendes eso, mi niño? —Despacio, Xander asintió.
Si alguien entendía eso, era él—. Estoy cansada de tener que luchar por
hacerme un espacio, por ganarme el respeto de las personas desde que era
una niña o de fingir respetarlos a ellos, empezando por mi padre. Pero, si no
es mucho pedir… Me gustaría algo a cambio por mi sacrificio.
Xander arqueó una ceja y, titubeando un segundo, se levantó.
—Lo que sea.
Lucía lo agarró por el brazo, sosteniendo su mirada a la vez que su
muñeca.
—Quiero que mates a tu padre. Quiero que su muerte siga
inmediatamente a la mía.
Xander resopló.
—No sería difícil de cumplir en lo absoluto.
«Sería», no «será». Todavía dudaba.
—Yo trataré de renacer. Si esa espada todavía no se ha convertido en un
arma para matar a alguien como nosotros, la magia de mi sacrificio hará el
trabajo; estoy segura.
Hablaba de la muerte como si no significara nada, como si fuese poco
más que un ítem en su lista de tareas, o un descanso bienvenido.
Xander la admiraba.
—¿En serio haremos esto?
Lucía asintió y sonrió.
Ella tomó las manos de Xander, que aun empuñaba la espada, y giró la
hoja cubierta de llamas hacia su pecho, justo en el centro. Se observaron
durante un segundo que pudo haber durado mil años; no hizo falta
pronunciar palabras, porque esa mirada decía todo lo que podrían haber
querido decir a modo de despedida. Con las manos de Lucía sobre las
suyas, guiándolo, Xander introdujo la espada en su corazón.
Lucía inhaló con fuerza. Un ínfimo quejido escapó de sus labios, siendo
la única señal de dolor que jamás mostraría.
—Siento… la magia escaparse de mí. No puedo controlarlo. —Su voz
era apenas un susurro entrecortado.
Xander jamás la había escuchado hablar así. Jamás conseguiría definir
si se arrepentía de matar a su abuela, porque en el fondo sentía que no fue él
quien lo hizo, por más que fueron sus manos y su fuerza las que le clavaron
la espada.
—¿Qué sientes? —quiso saber él.
La energía negra en su interior ronroneó, complacida de su curiosidad
oscura.
—Mi sangre… —Los ojos de Lucía se abrieron en sorpresa—. No
corre, me pesa, siento… —Su voz se cortó cuando el aire escapó de sus
pulmones.
Antes de que pudiese caer, Xander la sostuvo. Bajó hasta el suelo con
ella entre sus brazos, con la espada todavía en su pecho. Casi tenía miedo
de sacarla.
—Puedes ir por Oliver ahora —susurró Lucía. Sus ojos cerrándose poco
a poco—. No renacerá; ninguno de ellos lo hará.
—Lo haré, lo prometo.
—Dale la otra piedra a Elizabeth. —Parecía como si estuviese juntando
lo último de sus fuerzas para decir aquello—. Puede canalizar la magia que
reúnas en la espada a través del vínculo entre las piedras, así no tendrás que
subir al volcán para entregársela. Ella vivirá; solo tienes que encontrar un
objeto al que vincular la otra piedra y darle la intención, como hicimos
ahora.
Xander tenía en mente el objeto perfecto.
—Gracias, abuela.
—Espero que… encuentres la felicidad, mi niño.
Los ojos de Lucía se desviaron hacia el mango negro que sobresalía de
su pecho. Sin decir nada, Xander lo sacó.
Mientras Lucía Grace exhalaba su último aliento, antes de cerrar los
ojos para siempre, vio que la llama de la hoja se volvía negra como la
obsidiana.

Luego de su muerte, Xander se dio cuenta de que el cuerpo de Lucía era


casi imposible de mover. Las palabras que había dicho resonaban todavía en
su cabeza, y solo le bastó un pequeño corte en la piel de su clavícula para
darse cuenta de que no sangraba. Removió la piel, tratando de olvidar que
esa mujer era su abuela y que él la había asesinado.
Ella era la primera vida que tomaba, y su sangre se había vuelto de
plomo. Era el metal más débil de la aleación, el más blando de los tres, era
el que protegía y el que había predominado, el elemento más tóxico que
había envenenado su sangre hasta fundirse con ella.
Más tarde, ese mismo año, Xander se escapó de su esposa y de su hijo
para volver, por primera vez en una eternidad, a la casa de su infancia. No
había cambiado en lo absoluto y, al mismo tiempo, ya no era el lugar que
creía recordar. Tal vez era el hecho de que, para él, la mansión Raven nunca
fue un santuario, sino más bien una edificación en el centro de su propio
infierno, porque al ver el pasto largo y el jardín descuidado, con malezas
comenzando a crecer por los costados de la casa, Xander pensó que se veía
como siempre debió verse.
Podrida, decadente y marchita, justo como él se sintió viviendo allí.
Entró por la puerta trasera, que daba a las cocinas, porque sabía que
durante el día la mantenían abierta para facilitar el ir y venir de los
sirvientes.
El sol estaba por ponerse cuando Xander puso un pie en el salón, donde
su padre leía el periódico en un sillón y su madre bordaba en el otro. Tuvo
un par de segundos antes de que alguno lo viera, en los cuales pudo apreciar
lo patéticos que se veían. Su familia podía pretender ser feliz y exitosa, sin
embargo, a puertas cerradas no había nada más miserable que ellos dos
juntos.
La cabeza de su madre se levantó como sintiendo una presencia no
invitada: el kit de bordado cayó a su regazo al mismo tiempo que su
mandíbula y sus ojos se abrían en sorpresa.
—¡Hijo! —exclamó ella, dejando todo a un lado para levantarse.
La mirada de Daniel Raven se alzó también; fue extraño verlo de esa
manera, sin el aire pedante y superior que siempre usaba, especialmente con
él. No era que hubiese humildad en su gesto, sino… derrota. Era la
expresión de un hombre que sabía que había perdido.
Cuando habló, fue carente de cualquier emoción.
—Xander. —Daniel se puso de pie—. ¿A qué se debe esta visita?
Xander no supo si eran más fuertes las ganas de reír o de escupirle en la
cara.
—¿Qué, sin insultos esta vez? —Caminó hacia él, sintiendo la furia
hervir y congelar su sangre, todo a la vez. Su puño se apretó con fuerza en
el mango de la espada—. ¿No tienes ningún comentario para hacer? ¿Algo
con que recordarme mi fracaso?
Hasta para él su voz sonaba estrangulada, pero la ira y el odio eran
demasiado poderosos, más que él mismo, incluso, y llevaban encerrados
demasiado tiempo.
Percibiendo la amenaza, Layla intentó ponerse en su camino.
—Xander, hijo…
Sin dedicarle siquiera una mirada, Xander dejó que su magia saliera.
Era invisible a todos los ojos, excepto a los suyos; podía jurar que la veía,
convertida en una sombra negra que se extendió hacia su madre e ingresó
en su pecho, excavando y revolviendo hasta enroscarse en su corazón. Ella
jadeó.
Las rodillas de Layla fallaron y cayó al suelo, sintiendo que un puño le
estrujaba los pulmones, dejando solo el espacio suficiente para exhalar el
más mínimo de los suspiros. Se sintió mareada y fuera de sí, como si ya no
fuera ella quien controlaba su cuerpo.
Para darle algo de crédito, Daniel hizo ademán de ayudarla, de moverse
hacia su esposa y tratar de levantarla; sin embargo, Xander fue más rápido
que él.
—Tú eres el verdadero fracaso, padre.
Levantó la mano con la que aferraba el tubo de obsidiana y, sin despegar
por un segundo sus ojos de los de su padre, invocó su magia y sometió a la
piedra de fuego a su voluntad. Llamas negras crecieron del mango; si bien
Xander tuvo cuidado de mantenerse lejos de ellas, acercó aquel aliento de
muerte hacia sus rostros.
Los ojos de Daniel se tiñeron con el negro de su espada.
—Nunca conociste la felicidad, la dicha, porque estabas demasiado
estancado en tus propios fracasos. Pudiste haberlo tenido todo, ¡todo! —
gritó, porque cada palabra que pronunciaba era combustible para su rabia.
Daniel tragó saliva con fuerza, sin mover un músculo: era la primera vez
que Xander veía miedo en su rostro—. Y en su lugar, elegiste arruinar a
toda tu familia. No sé si estuvieron rotos desde el comienzo —le dedicó una
breve mirada a Layla, que seguía en el suelo con la cara llena de lágrimas
—, o si fue algo que pasó con el tiempo, pero quiero que sepas que tu peor
error, padre, fue romperme a mí. Me odiaste incluso antes de saber que no
cumpliría tus expectativas; no era más que un niño y tú ya me despreciabas.
Hiciste todo cuanto pudiste por hacerme pedazos, por negarme la felicidad
que tú no pudiste tener, ¡y mírate ahora! —se burló—. Estás a mí merced.
Daniel no titubeó, aunque su voz era débil y cautelosa.
—¿Has venido a matarme, entonces?
—He venido —dijo Xander, entre dientes, controlándose para no
molerlo a golpes ahí mismo— a mostrarte que estabas equivocado. Sí que
tengo un poder, y me aseguraré de que no seas el único que sepa de primera
mano cuál es. Querías un linaje poderoso, ¿no? Una descendencia que
llevara tu nombre y la magia en su sangre.
El placer que sintió al ver que Daniel caía en la realización de lo que
estaba por venir fue superior a cualquier otra cosa que hubiera sentido.
Y pensó que podría disfrutar de eso, que podría llegar a gustarle lo que
le confería tener la vida de alguien entre sus manos: no sería magia, sería
poder.
—Tu hijo te seguirá en la muerte —sonrió cuando vio a su padre
palidecer, y no le importó escuchar los llantos de su madre tras ellos, sin ser
capaz de liberarse del agarre de su magia—, y tus nietos, después de eso.
Aunque sea lo último que haga, padre, me encargaré de que desde tu tumba
puedas seguir siendo la persona miserable y patética que eres ahora.
No esperó a que él hablara; estaba harto de escuchar sus asquerosas
palabras. Sin titubear y con una sonrisa en la cara, Xander atravesó el
corazón de su padre con la espada.
—¡NO! —El grito de su madre rasgó el velo del mundo.
Podría haberle desgarrado el alma, también, si tan solo le hubiese
importado.
Xander se aferró con más fuerza a su magia, y el llanto de Layla fue
remplazado por quejidos de dolor. Un poco más y podría matarla. Sería tan
fácil…
Se concentró en Daniel, en la pura y cruda agonía que se reflejaba en
cada una de sus facciones, tan horrible que ni siquiera pudo proferir
palabra.
Con satisfacción, Xander apretó el mango de la espada.
—A ver si ahora entiendes cómo me hiciste sentir durante toda mi vida.
Haciendo uso de toda su fuerza, Xander tiró de la espada, pero no hacia
afuera para removerla de su cuerpo, sino a través de él. Escuchó el crujido
de sus huesos rompiéndose, de sus costillas y su columna haciéndose
pedazos, de su carne desgarrándose y pudriéndose a medida que llevaba la
espada desde su corazón hasta su estómago. Daniel gritó, y no dejó de
hacerlo hasta que ya no fue capaz, porque se estaba ahogando con su
sangre.
Xander sintió la adrenalina, la energía. Sintió la magia en su alma
agitarse regocijante y acelerada, y percibió la vida de su padre escaparse de
su cuerpo y zumbando como electricidad estática mientras ingresaba en la
espada. Incluso el brillo de la piedra de fuego fue diferente por un segundo.
Antes de que la última luz abandonara los ojos de Daniel Raven, Xander
le susurró al oído las mismas palabras que él le repetía:
—Eres nada, y nunca serás más que eso.
Cuando su padre exhaló, Xander sacó la espada, temiendo que fuese a
quedarse atascada en el metal de su sangre. Solo entonces se dio cuenta de
que estaba sumergido en ella. Había una piscina de sangre en el suelo y
salpicada por toda la sala, y su ropa estaba empapada.
El cuerpo de Daniel cayó con un sonoro tump al suelo.
Solo ahí, Xander liberó a Layla, que se puso de pie con una expresión
que él jamás pensó que podría mostrar.
—¡TÚ! ¡¿QUÉ HAS HECHO?! ¡¿QUÉ HAS HECHO?!
Antes de que pudiese arrojarse hacia él, Xander levantó la espada,
convocando de nuevo a las llamas.
—Cuidado —le advirtió—. No te gustaría terminar como él.
Ella lo miró con odio, repulsión y asco.
—¡¿Cómo pudiste?!
—¿Cómo pude? —Xander quiso reír—. La pregunta es ¿cómo no lo
hice antes? Ódiame todo lo que quieras, madre. Ódiame tanto como yo lo
odié a él. —La vista de Layla se desvió hacia la masacre, hacia el baño de
sangre y la carnicería que era el cadáver de venas negras con el esternón
destrozado. La visión era terrible, por decir lo menos—. Ahora sabes lo que
se siente.
Xander creyó que ella arremetería contra él, mas Layla corrió y se
arrodilló junto a Daniel, quedando cubierta de sangre y lágrimas. Su
respiración era errática y acelerada; apenas se alcanzaba a distinguir entre
una exhalación y otra, y cuando Layla creyó que ya no podría soportarlo
más… gritó.
Dejó salir todo lo que era, toda su desesperación y la magia que había
contenido durante años en un solo grito frágil, desgarrado, lleno de ira y
pena.
Xander la observó sin mover un músculo y, para su asombro, ella ardió
en llamas justo frente a sus ojos. Layla gritó de nuevo, mirándolo entre el
fuego que disolvió su piel hasta convertirla en cenizas.
Algo pesado cayó en el suelo cuando la mujer que era su madre
desapareció en un montoncito de polvo gris. Alguna parte de Xander se
preguntó, observándolo, qué pasaría si soplaba las cenizas y las esparcía por
la aldea.
Se acercó a aquellas cenizas que pronto se remojaron en la sangre. No
sabía si su madre renacería o no. Francamente, no le importaba, y suponía
que, en cualquier caso, no era su responsabilidad limpiar aquel desastre,
pero lo hizo de igual modo porque ni él era tan retorcido como para desear
que ella se despertarse como una niña sin recuerdos para encontrarse
aquello. Si es que lo hacía, se recordó.
De modo que tomó el relicario que estaba sobre las cenizas antes de que
la sangre llegase a él, y comenzó a limpiar todo antes de deshacerse de lo
que quedaba de su padre.
56
SIN RETORNO
1922

V inculó el relicario de su madre a la segunda piedra de fuego, poco


después de enterarse de que ella había renacido y ahora vivía con
Oliver. Le parecía apropiado que ese fuera el objeto encargado de darle vida
a Elizabeth; poético, incluso. Sin embargo, no estaba listo para
desprenderse de ella de ese modo, así que decidió dejar el collar como una
última opción para cuando todas las demás fallaran.
Después de la muerte de su padre, veintitrés años atrás, siguieron más:
no por poder o por vida, sino por venganza. Era cierto lo que Xander pensó
en su momento; no le bastaba con mantener a Elizabeth viva: necesitaba
vengarlos a ambos. A ella y a la persona que él mismo había sido, aquel que
había deseado ser y que estaba a un mundo de distancia de lo que se había
convertido. El niño y joven que fue se odiaría a sí mismo.
Pero ese niño ya no existía.
Él había mantenido una vigilancia constante sobre los movimientos de
su hermano. Había visto a sus hijos y a su esposa desde lejos, y así se enteró
de que su madre había regresado a la vida cuando una niña muy parecida a
ella llegó a vivir a su hogar, haciéndose pasar por su sobrina. ¡Su sobrina,
por todos los dioses! Era una burla.
También se enteró de que su hermano había tenido un tercer hijo, a
quien había nombrado en honor a su padre; eso sí que tenía que ser una
broma.
Con los años, el poder en su espada se había acumulado y crecido,
aumentado por la magia de la piedra de fuego en su mango. La magia
Incandescente del sacrificio de Lucía se había mezclado con la tenue
energía vital de su padre, y desde hacía tres años también se había sumado
la de su cuñada.
Xander ni siquiera sabía su nombre; no se dignó a preguntar cuando la
mató, dejando su cadáver para que Oliver lo encontrara. Le dio una muerte
rápida, adormeciéndola con su magia antes de atravesarla con su espada:
ella no merecía sufrir solo por haber tenido la desdicha de enamorarse de su
hermano.
Pero esperaba que Oliver creyera que sí sufrió; deseaba que ese
pensamiento lo atormentara día y noche, así como la certeza de que, un día,
Xander vendría por él y por sus hijos, de los cuales ninguno poseía la magia
antigua que necesitaba.
Con los años, su familia también se había convertido en un completo
caos. Su hijo había conocido a una muchacha corriente. Dianna, se llamaba,
y Thomas estaba decidido a casarse con ella.
A Xander se le ocurrió realizar un pequeño experimento que llevaba
meses considerando; si no resultaba, Dianna moriría, y si salía bien, se
convertiría en la primera en su clase en no tener magia por nacimiento, sino
por transferencia.
Utilizó el antiguo relicario de su madre, que puso en el cuello de Dianna
como vínculo entre ella y la espada para canalizar la energía.
Thomas nunca lo perdonó, pero eso a Xander le importaba muy poco.
Se casó con Dianna al final, ¿no? Y desde entonces habían vivido más de
una vida juntos. Debería agradecérselo, sobre todo considerando la cantidad
de magia que había extraído de su espada para convertirla.
Regina, su esposa, había fallecido hacía poco. A Xander tampoco le
importaba; nada de eso le importaba siempre y cuando la mujer que
realmente amaba estuviera bien, a salvo en el volcán. El único problema era
que la magia se estaba agotando, y el próximo volcán estaba a días de
distancia, un viaje que Elizabeth jamás sobreviviría por su cuenta.
Tenía que usar el collar, tenía que darle la magia de un Incandescente
para moverla, era la única opción.
Decidió entonces que había llegado el momento de matar a su hermano.
Consideró que la magia de sus sobrinos también sería útil; podría
deshacerse de la mujer, la del medio —no conseguía recordar su nombre—,
porque ella ya había tenido dos hijos en ese tiempo… Otro maldito Daniel,
pensaba Xander con repugnancia.
El problema era que no sabía dónde estaban ellos. Tendría que confiar
en que la magia de Oliver Raven sería suficiente, y terminó por encontrarlo
donde menos lo esperaba: en la casa de su infancia, a escasos metros de
donde su padre había muerto.
—¿Cansado de huir, hermano?
—Mataste a mi esposa. —Oliver habló entre dientes, acercándose a él
sin miedo, con el último atisbo de valentía que conservaba—. Arruinaste mi
familia…
—Me parece apropiado —interrumpió Xander, apretando el mango de
su espada—, siendo que tú arruinaste la mía.
La familia que pudo haber tenido, la vida tranquila y feliz… Todo eso se
había ido en un abrir y cerrar de ojos. Gracias a él.
—Sé todo el daño que te causé, Xander. Y lo siento, no sabes cuánto.
Era una persona diferente en ese entonces…
—¡¿Crees que eso me importa?! —rugió Xander, poniendo la espada en
el cuello de Oliver. Las llamas acariciaron su piel—. ¡¿Crees que me sirve
de algo?! ¡Me destruiste! —Las manos le temblaban, y notó un nudo en su
garganta que jamás, en todos esos años, creyó que volvería a sentir—.
Pudiste hacerte a un lado, habernos dejado marchar… Pero debías tenerla,
¿no es así? Y, sobre todo, tenías que quitármela.
Los ojos de Oliver brillaron.
—Lo que le hice a Elizabeth…
—¡NO TE ATREVAS A DECIR SU NOMBRE!
Oliver tragó con fuerza.
—Lo que le hice… No pasa un solo día en que no me arrepienta, en que
su muerte no pese sobre mis hombros.
Xander, contra todo pronóstico, sonrió. Con el cuerpo temblando como
una hoja y la emoción en cada palabra, le dijo el secreto de su existencia:
—Ella no está muerta, hermano. Está dormida, y mi intención es
despertarla.
Los ojos de Oliver se abrieron a más no poder, incrédulos.
—¿Q-qué? ¿Cómo?
—Tu magia me ayudará…. Y la de tus hijos después. Que sepas que
ninguno de ustedes vivirá. —Su hermano jadeó. Xander pensó que era por
asombro, mas era dolor—. Tengo que admitir… No sabes lo mucho que
ansío matar con esta espada a otro Daniel Raven.
Estaba a punto de terminar con Oliver, borrarlo de la existencia para
siempre cuando, sin haberlo tocado, él cayó.
Xander lo miró, extrañado. Perplejo, en realidad. Se agachó y, solo ahí,
se dio cuenta de que el pequeño rasguño en su cuello causado por su espada
se había extendido en una horrible necrosis hasta desaparecer en forma de
venas negras por debajo de su camisa.
Oliver boqueó como un pez fuera del agua, luchando por aire,
aferrándose a la vida. Y Xander lo observó durante minutos, hasta que
finalmente… murió, de forma lenta y agonizante. No necesitaba atravesar a
alguien con su espada para terminar con ellos: había creado un arma incluso
más mortífera y extraordinaria de lo que pensó.
Dejó el cuerpo de Oliver como un macabro regalo en la puerta de su
casa, esperando que su madre lo encontrara; una venganza por todas las
veces en que se había quedado callada, por todas aquellas oportunidades
que tuvo de pelear por él y que no había tomado.
Meses más tarde, Layla fue quien lo encontró a él. Cuando Xander llegó
a la casa donde vivía en soledad, ella estaba dentro, esperándolo, sentada en
la silla donde él solía comer.
Era una mujer adulta ahora, otra vez.
—Madre —saludó como si nada, como si ya hubiese esperado
encontrársela ahí. La mirada con que ella lo recibió era más fría que el
metal con que estaba hecha su espada—. Qué gusto que hayas venido a
visitarme, ya me estaba preguntando si te gustó mi último regalo.
—Vine porque deseo saber por qué —dijo ella, su voz tan afilada que
podría haber cortado el aire. Se puso de pie para enfrentarlo—. ¿Por qué?
—demandó.
Xander se rio en su cara.
—Esto no es nada menos de lo que tú… de lo que todos ustedes se
merecen.
Su autocontrol se estaba deslizando por las rendijas de su alma
destrozada, los tentáculos de poder exigían ser liberados.
Layla respiró varias veces para calmarse.
—Sé que a quienes buscas son mis nietos, que ellos son los siguientes
en tu lista. —Su tono había cambiado, al igual que la expresión en sus ojos,
suplicante, patética—. Vine a pedirte… A rogarte… que los dejes en paz.
Déjanos en paz. Nunca más sabrás de nosotros… Hazlo por mí, hijo, por
favor…
—Tienes que estar bromeando, ¿verdad? —Xander explotó, toda su
fuerza salió de él en una oleada de energía que sacudió la casa—. Por favor,
¡dime que estás bromando! —rugió—. Yo no te debo nada, ¡NADA! No
haría nada por ti, madre, salvo quizás dejarte con vida. Te mereces ese
sufrimiento, ¡cuanto menos!
—¡Nunca te hice daño! —chilló ella.
—¡Tu silencio bastaba! —Xander apretó los puños a sus costados,
conteniendo tanto su fuerza como su magia—. Esto siempre será personal,
porque pudiste ayudarme, ¡y nunca lo hiciste! ¡Y mira en lo que me
convertí! —Se señaló a sí mismo, poniendo una mano en su pecho—. Esta
persona, este monstruo —casi rio—, es tan responsabilidad tuya como de
ellos.
Se acercó a su madre, odiando su presencia en esa casa, odiándola a
ella.
—Defendiste a tu esposo, a mi hermano —continuó—, y ahora
defiendes a esos mocosos como jamás lo hiciste conmigo. —Ya no podía
reprimir su furia—. Aunque sea solo por eso me aseguraré de terminar con
cada uno de ellos, hasta que no haya más Incandescentes aparte de mí, hasta
que haya robado la última gota de magia.
Layla lloraba, sin embargo, su voz no flaqueó.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo—. ¿Por qué ansías ese poder? ¡No lo
necesitas!
Xander apretó los dientes. Quería dominarse a sí mismo, en lugar de
dejar que aquella frialdad negra lo dominase a él.
—Tú no tienes idea de lo que yo necesito —murmuró, retrocediendo—.
Y ahora, madre…
La inhalación de Layla lo detuvo en seco.
Y un escalofrío lo recorrió entero, congelándole hasta la médula, porque
con solo mirarla, lo supo. Antes de que ella hablara, él lo supo.
—Está viva —susurró, horrorizada ante el descubrimiento—. ¡Has
estado juntando magia para mantenerla con vida! Tu resentimiento, tu
codicia por un poder que no necesitas… La muerte de mi madre, ¡mi
madre! La única persona a la que sé que no dañarías…. ¡Has masacrado a
toda tu familia por una muchacha cualquiera! —estalló furiosa.
—¡No a toda! —rugió Xander con elocuencia.
Contra todo pronóstico, Layla rio.
—¿Y qué? ¿Tengo que asumir que soy la siguiente? —se burló—. Ya
dejaste claro que no deseas matarme. Has cometido un terrible, terrible
error, hijo. —Antes de que Xander pudiese reaccionar, su madre ya estaba
junto a la puerta—. Si tu plan es matar a todo lo que queda de mi familia
por ella —escupió—, entonces yo me aseguraré de encontrarla.
—¡NO TE ATREVAS!
—Haré lo que haga falta, Xander, eso te lo prometo. No me importa el
precio; ya no. Voy a quitarte lo que más amas de la misma forma que tú
hiciste conmigo.
Xander lo tomó como un desafío.
—Tendrás que encontrarla primero. —Layla sonrió.
—Pues adelante: que gane el mejor.
Con esas últimas palabras, abandonó la casa. El silencio que quedó
estaba cargado de una furia electrizante, de odio y una energía asesina que
bien podría haber arrasado con toda la maldita calle, si Xander así lo
deseaba.
Pero Layla había jugado una carta oculta, y Xander solo se dio cuenta
cuando ella ya se había marchado.
Tenía que mover a Elizabeth de inmediato, tenía que actuar, no obstante,
cuando fue en busca del relicario, este ya no estaba.
Era su póliza de seguro, su única opción, y Layla se lo había arrebatado.
Toda la magia que había juntado, todo su sacrificio…
Xander ni siquiera lo pensó; no se dio cuenta de lo que estaba haciendo
cuando tomó el atizador de la chimenea y golpeó la mesa con tanta fuerza
que esta colapsó, hecha pedazos.
Eso no era suficiente. Ni destrozar cada una de las sillas, ni la estantería
de la biblioteca; ni siquiera la repisa con la vajilla y las copas de cristal, que
esparcieron esquirlas por todo el salón e incluso cortaron sus manos y
rostro. Gritó, desgarrándose la garganta, y gritó de nuevo, una y otra vez.
Y no se detuvo sino hasta que tuvo la garganta tan destrozada como
cada uno de los muebles de esa maldita estancia.
Pensó que se sentiría vacío al terminar, abrumado por la calma que
sigue a una tormenta que ya ha arrasado con todo. Pero no se sintió vacío,
porque en su interior, la magia ronroneaba.
Todavía tenía su poder. Todavía tenía la muerte. Observando fijamente
un punto en la pared, con la mirada perdida y nublada, sonrió.
Que gane el mejor, pensó.
D E S P E R TA R
2018

L ayla iba por delante, señalando el camino.


El suelo era estéril y negro, cubierto de arenisca que crujía y se
removía bajo su peso. Lianne caminaba unos pasos más atrás, abrazándose
a sí misma para tratar de protegerse del frío que la invadía.
No supo por cuánto tiempo anduvieron, solo supo que jamás, en toda su
vida, se había sentido tan cansada y exhausta como cuando llegaron al lugar
que señaló Layla. Ambas se detuvieron, jadeantes, doblándose sobre su
estómago para ralentizar su respiración.
—¿Es aquí? —preguntó Lianne, sin aliento.
Layla asintió, llevándose una mano al corazón frenético.
—Sí —exhaló.
Lianne desvió la vista hacia la entrada del cráter, que parecía una cueva
cualquiera, de roca negra. Miró a Layla, casi esperando una invitación a
entrar. Fue un acuerdo tácito: las dos avanzaron.
Había sido un riesgo en confiar en ella; Lianne lo sabía, sin embargo,
cuando entró en la cueva y convocó al fuego para ayudarse a ver mejor, lo
que encontró fue justo lo que Layla había prometido.
En la parte más lejana a la entrada, protegida del viento, estaba una
muchacha durmiente.
Vestía una túnica sencilla de algodón que le llegaba hasta los pies. Su
cabello se veía cobrizo al ser alumbrado por las llamas de Lianne, largo
hasta la cintura y extendido a sus costados como si alguien lo hubiese
arreglado de esa manera. No se veía como una mujer que llevaba dormida
por más de un siglo, sino como alguien que había cerrado los ojos un
momento, pacífica y en calma.
Lianne se acercó un poco más, cautelosa.
Pudo ver que el torso de Elizabeth estaba un poco elevado, descansando
sobre la superficie de una roca lisa que hacía de almohada. No podía
adivinar nada por la expresión de su rostro, salvo que se veía tan… frágil.
Frágil de la forma en que una rosa es frágil: hermosa y llena de espinas que
pretendían protegerla, pero que un tirón bastaba para romperlas.
Su piel estaba tan pálida, que Lianne bien podría haber pensado que
estaba muerta.
—No está muerta —aseguró Layla tras ella, intuyendo sus
pensamientos.
—Lo parece.
—Lo sé.
Layla se adelantó, caminando hasta agacharse junto a Elizabeth y tomar
su muñeca. Verlas juntas era ver a dos mujeres que se habían quedado
congeladas en el tiempo de distintas formas.
—Su pulso todavía late fuerte, puedes despertarla.
—¿No te da miedo? —quiso saber Lianne, agachándose y sentándose
sobre la roca.
—No. —Layla respondió sin pensarlo. Entonces, suspiró—. Estoy
aterrada. No le debo nada, apenas la conocí y, de todos modos, siento que le
he fallado. Les he fallado a todos. —Sonrió con amargura y nostalgia,
burlándose de sí misma—. No tengo idea de cómo voy a explicárselo.
—¿Y aun así quieres que despierte?
—Es lo mínimo que puedo hacer. Ella no merece esto, estar dormida
por la eternidad, o morir sin saber qué pasó. La posibilidad de que sea
consciente de lo que ocurre me atormenta. A veces la imagino gritando en
su mente, tratando de moverse… —Todo su cuerpo se sacudió—. No puedo
dejarla así.
Lianne asintió.
—¿Serán suficientes? Mis lágrimas.
Layla se encogió de hombros, mirando a Elizabeth de reojo.
—Solo hay un modo de saberlo. Tienes que llorar.
Lianne soltó un bufido.
—Ya. No es tan fácil.
Pareció como si la mujer —la chica— delante suyo hubiese querido
decirle miles de cosas, tal vez algo con el objetivo de hacerla llorar, mas se
controló y solo ofreció:
—Piensa en algo triste.
Tenía mucho de dónde escoger, pero sus recuerdos ya no le sacaban
lágrimas tan fácil como antes.
Tuvieron que esperar unos minutos. Lianne cerró los ojos y se
mentalizó. No pensó en su familia, ni en quién había sido en su vida pasada.
No pensó en sus padres o en sus amigas. Por alguna razón, quien llegó a su
cabeza fue Mía.
Odiaba hacerse eso a sí misma, forzarse a recordar momentos horribles
con el objetivo de llorar, aunque suponía que era por una buena causa. Así
que recordó la desesperación de la muerte, el dolor de una enfermedad y el
sonido de notas tocadas al piano.
Después de un rato, un par de lágrimas comenzaron a caer, y una vez
que llegaron fue mucho más fácil hacer que aumentaran. Siempre era así:
era abrumadoramente sencillo seguir encontrando motivos para estar triste
cuando ya lo estaba.
Se apresuró a poner la cara sobre el cuerpo de Elizabeth, y lloró.
No supo cuántas lágrimas la tocaron, solo esperaba que fuesen
suficientes.
—Creo que eso servirá —le dijo Layla.
Y Lianne lo agradeció.
Retrocedió y se sentó de nuevo en el suelo rocoso. No sabía cuánto
tiempo tomaría, ni siquiera si funcionaría. No estaba segura de que su
magia tuviera el poder para enfrentarse a la muerte en cualquier
circunstancia, o para disipar lo que había causado esa palidez mortal en la
chica durante tantos años. Pero no tenía otra opción más que esperar y rogar
que funcionara.
El fuego que ella había encendido seguía ardiendo e iluminando las
paredes de la cueva en rojo y naranja. Era lo único cálido en ese lugar, y
agradeció tenerlo.
Se preguntó si, después de esto, Layla volvería a usar la Incandescencia.
Se preguntó qué haría con su vida y qué haría Elizabeth al despertar.
Los minutos pasaron. Media hora, quizás. Tal vez más. Ya no tenía
certeza del tiempo transcurrido.
—No creo que esto esté funcionando… —comenzó a decir Lianne.
Y se interrumpió al escuchar un quejido tenue, uno que ni ella ni Layla
habían emitido.
Su corazón comenzó a bombear con rapidez, frenético y expectante. Oh,
dioses. Quizás su magia sí era suficiente, después de todo.
Al menos, para despertarla, mas no sabía si eso la mantendría viva.
—¿Elizabeth? —preguntó Layla, su voz trémula y suave.
Ambas la observaron sin atreverse a apartar los ojos de ella. Elizabeth
se removió en su lugar, como si estuviera luchando contra una pesadilla que
intentaba retenerla entre sus garras.
Lianne sintió una conexión con ella que no tenía nada que ver con la
magia, sino con la empatía; le tomó la mano.
No podía ni imaginar los dolorosos recuerdos que plagarían su sueño, si
serían los últimos que tendría antes de quedarse dormida o si ese limbo
tenía sus propios fantasmas, así que Lianne simplemente permaneció
sosteniendo su mano, esperando que eso la ayudara a encontrar el camino
de regreso.
De pronto, Elizabeth inhaló como si estuviera buscando el aliento que
había perdido durante años. Y se incorporó de golpe, como si un hilo
invisible la hubiera tirado hacia arriba.
Después de 132 años dormida, Elizabeth Greenbriar abrió los ojos.
—Xander. —Fue lo primero que dijo.
Las caras perplejas de dos extrañas la recibieron.

FIN LIBRO II
N O TA D E L A A U T O R A

¡¡¡AHHHHHHH!!!
No puedo creer que estés leyendo esto. En serio, no puedo creerlo.
La idea de la trilogía Incandescente vino a mi cuando tenía unos 13
años. Era pequeña, lo sé, pero vi claramente en mi cabeza la historia de una
familia ligada a la antigua magia del fénix, repartida en tres libros que nos
llevan más y más al pasado para conocer los secretos que se perdieron en el
tiempo. Y, si bien la historia de Incandescente siempre me gustó, mi mayor
motivación para escribirlo fue llegar al segundo libro.
Pienso que la trama de estos dos libros fue una que llegó a mí, en lugar
de ir yo a ella, y desde el primer momento vi a dos hermanos y un amor
condenado que me partiría el corazón tanto al imaginarlo como al
escribirlo. Lo hizo, en mil pedazos.
Desde que planeé todo, hasta ahora que estás leyendo, ha pasado mucho
tiempo; la idea original sufrió algunos cambios —como la aparición de
Julien y Alisson, o la «no-muerte» de Will JAJAJA—, pero la pareja en la
pérgola lleva años en mi corazón. Desde niña los he guardado para mí, y ni
siquiera a quienes les conté la novela antes de escribirla les hablé sobre
ellos. Y es por eso que no puedo creer que después de tanto los estés
leyendo. ¡Al fin alguien más comparte mi sufrimiento!
Tengo que admitir que lo que pasa en el epílogo fue una ocurrencia de
último minuto… ¡Ups! Tendremos que esperar a ver qué aventuras nos
cuenta el tercer libro, del cual tengo escrito únicamente el epílogo. Sí, el
final JAJAJA y les prometo que la espera valdrá cada segundo, porque van
a amarlo.
No pensé que fuera a extenderme tanto aquí, pero necesitaba que sepan
todo eso antes de agradecerle a las personas que me han acompañado en el
viaje de la escritura. Iridiscente es mi cuarto libro escrito, y también es el
que más me ha costado terminar, así que gracias a Bea por ayudarme a
resolver los vacíos en la trama y por disuadirme de mi idea de matar a cierto
personaje; sí, tenías razón, no era necesario.
Gracias también por ser mi calculadora humana que hizo posible el
árbol genealógico: la línea temporal sería un desastre sin ti, ¡eres la más
inteligente del mundo!
Gracias a mi compañera de escritura, de ferias literarias y de desahogos,
Ghia Zanetti (vayan a leer su trilogía Heredera Dorada, no se van a
arrepentir). Gracias por aguantar todas las rabias y frustraciones que pasé al
editar, y por entretenerme haciendo teorías conspirativas JAJAJA SÍ, TÚ
SABES DE QUÉ TE HABLO. Gracias por aceptar leer la historia antes que
nadie, y por amar a X y E tanto como yo (ya aprendí a no poner spoilers en
estas notas *guiño*): tu fanguirleo me devolvió los años de vida que perdí
editando.
Gracias a Vale y Caro, que también fueron de las primeras en leer
Iridiscente y amarlo. Y gracias Vale por enviarme el libro de vuelta con los
errores marcados y los comentarios reaccionando a cada capítulo, ¡los amé!
Y gracias a ti. Sí, a ti, que estás leyendo esto probablemente con una
mantita y un té. Gracias por confiar en mí para entretenerte, en mis palabras
para transportarte al pasado. Sé que la historia se demoró en llegar, pero
espero que haya cumplido con lo que esperabas, que te haya sorprendido y,
especialmente, que te haya hecho sentir. Eso es todo lo que puedo pedir.
Si disfrutaste la historia, significaría el mundo para mí que pudieras
dejar una pequeña reseña en Goodreads.
Gracias por apoyarme. Gracias por llegar hasta aquí.
¡Nos vemos en el próximo!
A NT O N I A G U Z M Á N

Antonia nació el 2 de abril del 2001 en un frío rincón del sur de Chile. Siempre fue amante de los
brillos, la pintura, las películas de Disney y todo lo que sea rosado. Descubrió la escritura a los 13
años, y desde entonces intenta plasmar en sus historias los mundos llenos de magia y secretos en
donde le gustaría vivir. Le encanta mezclar y experimentar con diversos géneros, pero sus favoritos
siempre serán la fantasía, el misterio y el romance (si es todo junto, mejor).
Actualmente se desarrolla como Diseñadora Gráfica, además de escritora, y tiene muchos
proyectos futuros que combinan ambas áreas, como diseñar las portadas de los libros que tanto le
encantan.
Su primer libro, A través de las sombras, cuenta una historia de fantasía oscura, pérdida y magia.
Su segundo libro, Incandescente, es una historia juvenil romántica que navega por la el duelo, el auto
descubrimiento y la leyenda del fénix.
O T R A S N OV E L A S

A TRAVÉS DE LAS SOMBRAS

Aura tiene visiones extrañas. Sueños, en realidad, en los que un ente sin rostro le quita la
respiración... pero lo inquietante no es eso, sino que, por algún motivo, las marcas de sus sueños se
quedan grabadas en su piel. Eso no puede ser normal... ¿o sí?
Ahora ella y Lucas, el peculiar chico que llegó a su vida como por obra y arte del destino, y quien
parece saber más de ella que ella misma, tendrán que hacer frente a las sombras que, comandadas por
un antiguo enemigo, buscarán eliminar a la muchacha a cualquier precio.
Cuando todas las verdades se enfrenten, Aura y Lucas deberán remover el pasado y emprender un
viaje en busca de lo único que puede ayudarlos... y apurarse, antes de que la Oscuridad se apodere de
todo.

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