El Cementerio de Venecia - Matteo Strukul
El Cementerio de Venecia - Matteo Strukul
El Cementerio de Venecia - Matteo Strukul
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Matteo Strukul
El cementerio de Venecia
ePub r1.0
Titivillus 17.05.2024
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Título original: Il cimitero di Venezia
Matteo Strukul, 2022
Traducción: Natalia Fernández Díaz
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Índice
1. Sante
2. Canaletto
3. La Cámara de Tortura
4. En conversaciones
5. Ojos
6. Isaac Liebermann
7. La opinión de un héroe
8. La sorpresa
9. Un espía
11. Murano
12. Dolor
13. Máscaras
14. Secretos
15. El informe
17. El miedo
18. El pacto
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21. El irlandés
22. Fanatismo
23. Charlotte
24. Confesiones
28. Obsesión
29. Nocturno
30. Atracción
32. El gitano
33. Cristal
34. Encuentro
35. El gueto
36. Mesnadas
37. El examen
38. Decisiones
39. Justificaciones
41. La sangre
42. Símbolo
43. Preguntas
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44. Inquietudes nocturnas
45. Desapariciones
47. Arrepentimiento
50. Sejmet
52. Acción
56. La fiesta
57. Venecia
58. La promesa
Agradecimientos
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A Silvia
A mi amado Véneto
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Examinó su vida y le pareció
horrorosa; examinó su alma y le
pareció horrible. Y, sin embargo, sobre
su vida y sobre su alma se extendía
una suave claridad.
Los miserables,
VICTOR HUGO
Los duelistas,
JOSEPH CONRAD
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justicia hizo de él un bandido y un
asesino.
Michael Kohlhaas,
HEINRICH VON KLEIST
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Sante
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rasgaduras, se veían abofeteadas por el viento helado que las levantaba como
rígidos trapos pertenecientes a un puñado de condenados.
A medida que la góndola avanzaba sobre el agua, una luz febril se
extendía por todas partes y el alba cedía dando así paso a los temblores
enfermizos del día. Unos cirros de humo salían de las chimeneas. La pequeña
embarcación oscura se movía con exasperante lentitud, pero Sante no tenía
ganas de remar con más vigor. Había sido una noche de insomnio y se había
quedado mirando las vigas podridas del techo mientras su frente se iba
cubriendo de un sudor helado. El miedo a no poder tener nada que cenar le
había impedido cerrar los ojos. Y las punzadas del hambre habían hecho el
resto. Finalmente, dirigió su mirada hacia la gran fachada de San Lázaro y al
Hospital de los Mendicantes, viéndolos desfilar de reojo. Hacía tiempo que
había jurado no volver a vivir en Castello. Ese barrio, por desgracia, resultaba
ser el más infame de Venecia y, con los años, se había convertido en la
sentina de una ciudad que parecía anhelar su propia muerte, jurando hundirse
en cualquier momento. Las fiestas salvajes, el carnaval casi interminable, la
corrupción y el vicio que moraban en aquellos callejones en los que cada día
parecían aflorar nuevos reductos y burdeles: todo parecía hablar de una
carrera contra el tiempo, en un desesperado intento de encontrar una ruptura
definitiva.
Su mente volvió a sus legítimas aspiraciones de cambiar de casa, estaban
destinadas a estrellarse contra los exorbitantes precios de la vivienda. Alguien
como él, un simple calderero, no tenía ninguna posibilidad de cultivar tales
esperanzas. En lugar de ello debía conformarse con el modesto cuchitril
donde vivía con su mujer y sus tres hijos.
Suspiró.
De repente, mientras seguía remando fatigosamente, con la cabeza aún
llena de preocupaciones y pensamientos, sintió que la barca chocaba contra
algo sólido. El impacto no fue de los peores, pero, sorprendido por tal hecho y
distraído por las reflexiones de unos momentos antes, a punto estuvo de
perder el equilibrio y acabar en el agua. Con un movimiento bien calibrado de
su torso y desplazando su peso consiguió mantenerse erguido mientras su
mirada, en cambio, se posaba casi instintivamente en la superficie del agua. A
pesar de que la luz espectral del amanecer había iluminado el espacio a su
alrededor, no comprendió de inmediato de qué se trataba.
Al principio lo que vio fue una extraña maraña de algas negras. Pero
luego, mirando más de cerca, se dio cuenta de que no era en absoluto lo que
había creído. Frente a él, en el agua, emergía una gran masa de pelo. Y,
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cuando el cuerpo se giró, debajo vio un rostro: pálido, blanco, como si alguien
lo hubiera vaciado completamente de sangre. Un rostro apagado que, tiempo
atrás, debió de ser hermosísimo. Pero ahora le daba escalofríos porque llevaba
dentro el aliento de la muerte.
Sante se quedó con la boca abierta y un grito mudo atrapado en la
garganta.
Luego, apelando a su propia fuerza de espíritu, extendió los brazos en
busca del cuerpo. Sus dedos tocaron el cuello y luego se estrecharon alrededor
de los hombros. Cuando tiró del cadáver hacia sí, en un intento desesperado
de izarlo a la barca, vio algo que lo dejó apabullado. La mujer no solo estaba
muerta, sino que alguien, con una furia feroz, le había abierto el pecho y
arrancado el corazón.
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Canaletto
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Ciertamente, las facturas no se pagaban solas. Y no se trataba de pinceles,
colas y mastiques para la imprimación, los colores y los lienzos, en absoluto.
Para empezar, había lentes para la cámara óptica. Si querías algo bien hecho,
los precios se disparaban. Y, además, la casa. Y una nueva planta para el
estudio. La vieja casa ya no le encajaba del todo bien, por lo que tomó la
decisión de comprar un palacete en Castello. Había costado una fortuna y, una
vez pagado, se quedó sin un céntimo. Por no mencionar el hecho de que al
mes siguiente tuvo que renovar completamente el tejado. Por fortuna, aquel
nuevo encargo había llegado gracias a los buenos oficios de su amigo
Alessandro Marchesini, un pintor de Verona que lo tenía en gran estima y que
había recomendado sus paisajes a un rico comerciante de Lucca: Stefano
Conti. Y a todo ello cabría añadir que si se quería causar buena impresión a
los clientes y adquirir nuevos encargos, había que presentarse con decoro en
el vestir. Y luego estaban los criados. No es que tuviera un montón de gente
para cubrir sus necesidades: una cocinera, una criada y un criado. Pero ¡había
que pagarles! En resumen, no era nada sencillo. Pero trabajar no le asustaba;
de hecho, se sentía por completo inmerso en su trabajo, en ese intento nada
evidente de ofrecer al ojo humano una nueva forma de ver Venecia o, tal vez,
de verla por primera vez como lo que realmente era, si bien sublimada por el
color y la luz.
En cualquier caso, lo que más le convenció del lienzo que había pintado
por encargo de Stefano Conti era el resplandor que iluminaba las aguas del
Gran Canal y las hacía brillar de un verde intenso. Y luego, de nuevo, los
rayos sobre las fachadas de los edificios, en particular el resplandor sobre el
Fondaco dei Tedeschi, claro y nítido en el lado izquierdo del lienzo para
formar el contrapeso ideal al pozo luminoso de la Erbaria, que, con su plaza,
dividía el Palacio de los Camerlenghi de las Fábricas Nuevas, que
permanecían en la sombra. Había construido esa armonía de claroscuros
partiendo de un dibujo a lápiz, repasándolo después con pluma y tinta marrón,
para finalmente capturar el puente de Rialto desde el lado que miraba hacia el
Fondaco dei Tedeschi, gracias al uso reiterado de la cámara óptica.
Mediante un pequeño orificio y una lente era capaz de obtener la imagen
de un paisaje, una vista en escorzo, una plaza, una plazoleta o un canal,
impresos en un espejo esmerilado y calcados en una hoja de papel
transparente. Le encantaba utilizar ese instrumento para fijar contornos de
arquitecturas y lugares. Pero, de hecho, no se limitaba a reproducir, ya que, al
multiplicar las perspectivas y dilatar mediante ese efecto los espacios,
recurriendo a un desprejuiciado uso del color y del claroscuro, reinventaba la
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realidad, y sus lienzos eran nada más y nada menos que su visión de una
ciudad única en el mundo.
Suspiró. A través de los ventanales de su palacio veía caer la nieve en
pequeños copos. A causa del color plomizo del cielo, aquella tarde ya se había
convertido en noche y las heladas de los días anteriores parecían no dar
tregua. Antonio se acercó a la mesa de patas de sable y cogió una taza de
chocolate caliente. Flora, su cocinera, se lo había preparado. Él había
aprendido la receta en casa de Tomaso Albinoni, de quien era acérrimo
admirador. El compositor había tenido la amabilidad de enviarle las
instrucciones en una carta en la que lo invitaba al estreno de una de sus
nuevas óperas. Los primeros intentos no habían sido perfectos, pero después
de unas cuantas veces había salido una bebida fenomenal: caliente, cremosa,
envolvente. Degustarla, observando los blancos copos de nieve que caían del
cielo…, sabía a placer prohibido.
Se calentaba, pues, manteniendo las manos entrelazadas en torno a la
hermosa taza de porcelana de Meissen, cerrando los ojos en tanto saboreaba el
agridulce aroma del chocolate, acercándose a la chimenea, cuando Alvise, su
criado, se anunció. Entró en el estudio en cuanto Antonio le dio permiso. Si
Alvise venía a molestarlo mientras se ocupaba de sus asuntos, algo muy grave
debía de haber sucedido. Y ciertamente lo era, porque Alvise estaba pálido,
con el rostro contraído en una mueca. Sus finos labios se cerraron en una
única hendidura roja.
—Señor mío —dijo con deferencia.
—¿Alvise?
—Sí… —prosiguió vacilante el sirviente.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Antonio, mientras Alvise le entregaba
una nota. El papel portaba el sello de la Serenísima República: el león alado.
—¿Qué significa?
—Señor mío, no tengo ni idea —replicó Alvise—. Lo que puedo deciros
es que el capitán de la policía os espera en la puerta.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere?
—Ha dicho que desea llevaros al Palacio Ducal.
Sin más dilación, Antonio se hizo con una larga capa que había colocado
en el respaldo de un pequeño sillón y un tricornio oscuro. Calzaba unos
zapatos resistentes y, a la velocidad del rayo, alcanzó la puerta. Bajó un tramo
de escaleras. Luego otro. Finalmente, llegó al patio. Fue allí donde, desde
debajo del tricornio, vio la mirada destellante del capitán de la policía.
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—Señor Antonio Canal, también conocido como Canaletto, sígame, por
favor —dijo este lacónicamente.
—¿Adónde y por qué? —preguntó Antonio, que desde luego no quería
discutir las órdenes, pero que pretendía al menos hacerse una idea de lo que
estaba ocurriendo.
—Al Palacio Ducal —soltó el capitán, confirmando lo ya anunciado por
Alvise—. Como dice la nota que tiene en su mano, Su Excelencia Matteo
Dandolo, el inquisidor rojo elegido entre los consejeros ducales para
representar a la República, desea hablar con vos sobre cierto asunto.
Y esa era una respuesta que no admitía réplica. Y así, sin pronunciar
palabra, Antonio, escoltado por dos policías, siguió al capitán hacia la plaza
de San Marcos.
Mientras caminaba bajo la nieve sibilante y a aquellas alturas de la tarde
noche, citado para responder de quién sabe qué actos, Antonio tuvo la clara
sensación de que lo peor estaba por venir.
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La Cámara de Tortura
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sala en penumbra. Al fondo, frente a él, la oscuridad más profunda e
inquietante. Como si le hubiera leído la mente, Dandolo le formuló la más
retórica de las preguntas.
—¿Sabéis por qué hice que os trajeran aquí?
—La verdad es que no, excelencia.
El inquisidor sonrió.
—Es lógico. Ciertamente no os culpo por ello —y se permitió un gesto de
satisfacción— y más aún sabiendo que el asunto es bastante complejo. No
una, sino dos magistraturas deben consultaros.
Fue entonces, tan pronto como hubo pronunciado aquellas palabras
cuando, casi emanando de la oscuridad, hizo su entrada Giovanni Morosini,
que ocupaba el cargo de Capitán Grando, representante del poder ejecutivo de
la Inquisición, y era el magistrado supremo de los Signori di Notte al
Criminal, cuerpo de magistrados nocturnos encargado de la investigación de
los crímenes cometidos tras la puesta de sol. Llevaba una larga capa,
empapada, y un tricornio igual de mojado. Cuando se lo quitó, su largo pelo
oscuro chorreaba gotas del tamaño de cinco centavos. Ese aderezo no
ocultaba, sin embargo, la vaina de una espada que emergía de debajo de la
capa como una espeluznante cola de hierro. Botas hasta la rodilla y calzones
de terciopelo negro completaban su atuendo, mientras que en su cinturón
brillaba la empuñadura de nácar de una daga.
El asunto se estaba volviendo serio. Demasiado serio. Incluso poniendo en
ello toda su buena voluntad, Antonio no lograba entender dónde acabaría
aquella historia.
—No hace falta que os presente al señor Morosini, ¿verdad? —dijo el
inquisidor mientras el otro tosía por culpa de toda la nieve helada que debió
de pillar de camino, andando por los callejones aquella tarde—. Vos sabéis
muy bien quién es. Pero dejadme que os diga una cosa, señor Canal: me
decepcionáis. Sí, así es. ¿Y sabéis por qué? Porque vos habíais llegado a un
punto en vuestra carrera como pintor que a muchos les hubiera gustado
alcanzar. Vos sois de lejos el artista más admirado en la Serenísima a día de
hoy. Canaletto, os llaman. Y no hay nadie que no pronuncie vuestro nombre
con estima, con deferencia me atrevería a decir, y no magnifique vuestras
obras, que celebran mejor que todas las demás la gloria de Venecia. Entonces,
os pregunto: ¿por qué? ¿Por qué lo hicisteis?
—¿Por qué he hecho… qué? —Antonio realmente no quería responder
con una pregunta, pero no tenía la menor idea de qué se trataba.
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—¿Por qué habéis pintado el canal de los Mendicantes? —exclamó
Morosini, pronunciando las tres últimas palabras como si juntas formaran la
más terrible de las blasfemias.
Antonio seguía sin entender. Sin embargo, intentó responder. Contó lo
que había sucedido.
—En los últimos años he decidido dedicarme a un estilo particular de
pintura: el vedutismo. Con una cámara óptica, fijo en el papel las
proporciones y perspectivas de edificios y campos, de canales y plazas, y
luego reelaboro la vista que he elegido. No hay una razón precisa por la que
pinté el canal de los Mendicantes. Simplemente, encontré el tema de la vista
interesante para experimentar con ciertas técnicas. Como hice con la plaza de
San Marcos o con el Gran Canal desde el Palacio Balbi hacia Rialto.
—¿Queréis hacernos creer que elegís al azar lo que deseáis pintar?
Antonio se aclaró la garganta.
—No, no quiero decir eso. Elijo un punto de vista, un escorzo, en función
de la dificultad de realización y la posibilidad que tiene de ofrecer una visión
de nuestra querida ciudad según los cánones pictóricos e interpretativos más
adecuados para retratarla.
—¡Sí! Solo que hasta ahora habíais decidido representar lugares
magníficos de la Serenísima, no uno de los más escuálidos y mal afamados
canales que pueda exhibir. Con ropa sucia arrastrada por el viento y las casas
de los miserables en primer plano. ¿Os parece apropiado?
Pero después de esa pregunta estaba bastante claro que el inquisidor no
esperaba una respuesta. Por el contrario, pretendía continuar y, de hecho, un
momento después, lo hizo.
—Por no mencionar que han llegado hasta mí rumores de que estáis
trabajando con Vivaldi en una ópera subversiva.
—¿Subversiva?
—Hemos escuchado que Antonio Vivaldi, nuestro mejor compositor,
aquel a quien la Serenísima acogió en su seno desde el principio, animándolo
hasta el punto de convertirlo en uno de los mayores exponentes de la música
europea, está trabajando arduamente en una ópera que tendría como tema una
sucesión al trono en el transcurso de la cual se entrelazan rencores y
venganzas. Y que tal intriga únicamente representaría una alegoría de las
luchas entre las casas patricias de la Serenísima, empeñadas en repartirse el
botín de la República.
—Excelencia, no sé a qué os referís.
—Ah, ¿no lo sabéis? —lo apremió Morosini.
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—Como no creo que el tema elegido por el maestro sea en modo alguno
subversivo…
—Eso dejaréis que lo juzguemos nosotros, ¿no? —lo interrumpió
Dandolo en su tono más cortante.
—Por supuesto —convino Antonio—. Lo que puedo decir es que había
hecho un par de bocetos para los decorados, pero luego abandoné el trabajo
porque, como he tenido ocasión de explicar varias veces, renegué del teatro,
ya que es ficción. En cambio, quiero formarme como artista en la
reproducción de lo verdadero.
En ese momento Antonio mentía y ese hecho le repugnaba. Sin embargo,
prefería no perder el pellejo, teniendo en cuenta el giro que había tomado el
interrogatorio.
El inquisidor rojo asintió.
—De acuerdo —dijo—. Daré por buena esta declaración vuestra, aunque
de varias partes me llegan rumores de que vuestro «renegar del teatro» no es
más que una falsedad buena y bonita, inventada por vos mismo para poder
seguir pintando caricaturas para decorados. No obstante, os revelaré la razón
por la que os aconsejo que ceséis, a partir de ahora, cualquier conducta que
pueda ser menos que irreprochable.
Luego, Dandolo miró a Morosini y añadió:
—En efecto, será el jefe de los Signori di Notte al Criminal quien
aconseje lo mejor.
El Capitán Grando carraspeó. Dio un par de pasos hacia las llamas de un
candelabro, extendiendo las manos. Parecía que necesitaba desesperadamente
un poco de calor. Cuando empezó a hablar, de espaldas a Antonio, ni siquiera
se volvió.
—Veréis, señor Canal, no lo creeréis, pero hace solo dos días… un
hombre iba al mando de un bote en el canal de los Mendicantes al amanecer.
Su góndola chocó con algo. Al principio no se dio cuenta de lo que era, pero
el objeto resultó ser el cadáver de una mujer joven. Por supuesto, os diréis que
esto no es nada nuevo. ¿Cuántos cadáveres de prostitutas se encuentran en los
canales de Venecia en estos tiempos de infortunio? Demasiados. Y es una
vergüenza, creedme. Pobres criaturas obligadas a vivir de la única moneda
que en esta despiadada ciudad abunda: la fornicación. Sin embargo, a esta
joven la encontraron con el corazón arrancado. Bárbaramente asesinada, de
una manera que lo deja a uno sin aliento. Emergió de la laguna congelada. La
escarcha mantuvo el cadáver intacto, tanto que alguien la apodó «la doncella
de alabastro». Pero no es de eso de lo que quería hablar con vos —y en ese
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momento el líder de los Signori di Notte al Criminal se giró, mirando por fin
a Antonio a los ojos—, sino del hecho cuando menos singular de que justo en
estos días vuestro Rio dei Mendicanti esté despertando interés en la ciudad.
Las últimas palabras flotaron en el aire como la más turbia de las
insinuaciones. Antonio no pudo contenerse más.
—¿Y por esto me habéis citado? ¿Porque pinté un lugar en Venecia en el
que se encontró el cadáver de una pobre mujer?
—Debéis admitir que la coincidencia es bastante extraña —comentó el
inquisidor rojo.
—¡Por supuesto! Pero, como bien decís, es una coincidencia. Si es por
eso, he pintado otros lugares de la ciudad donde también se han encontrado
muertos.
—Naturalmente. Pero la peculiaridad de la elección del canal de los
Mendicantes nos pareció extraña tanto a mí como al Capitán Grando —
replicó Dandolo—. Por no hablar de que vuestra participación en la
escenografía de la ópera de Vivaldi, que vos mismo admitisteis, no habla a
vuestro favor, dada la temática de la obra. En resumen, señor Antonio Canal,
el sentido de nuestra conversación es el siguiente: os estaremos vigilando
durante un tiempo. Así que evitad cualquier comportamiento inapropiado.
Francamente, no creo que vos estuvierais en lo más mínimo involucrado en el
atroz asesinato de esta pobre mujer, pero evitad inculcar creencias sacrílegas
en la gente.
—¿Qué pretendéis?
—Vamos, ya me habéis entendido. Un pintor como vos, exitoso, con la
peluca empolvada y camisas galoneadas cubiertas de botones preciosos… —
dijo Dandolo, aludiendo a su hermosa falsa chaqueta de terciopelo, abrochada
con elegantes perlas— no necesita retratar la miseria e indigencia del canal de
los Mendicantes, sobre todo cuando se encuentra allí mismo un cadáver
bárbaramente mutilado.
—Pero… ¿cómo podría haberlo sabido? Trabajaba en ese cuadro hacía
meses.
—¡Claro! Y tal vez esa mujer también fue asesinada semanas atrás —
observó Morosini—. No tengo que ser yo quien os explique que un cadáver se
conserva mucho más tiempo en agua gélida que en agua caliente. De todos
modos —continuó el Capitán Grando aclarándose la garganta—, nadie os
acusa de nada, solo… intentad evitar cualquier comportamiento que pueda
perjudicaros y alimentar la imaginación de los venecianos. ¿Queda claro?
—Clarísimo —respondió Antonio.
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—Sobre todo porque la fantasía se desata muy fácilmente. ¿Sabéis
quiénes fueron los primeros en ser culpados del asesinato?
Antonio no tenía ni idea.
—Los judíos —dijo el inquisidor—. Los llaman bebedores de sangre
cristiana, demonios obedientes de Satanás. Y no hace falta decir que el gueto
está revuelto. ¿Cómo podría ser de otra manera? Esto es lo último que
necesitamos, ya que no estoy revelando nada sorprendente si afirmo que una
eventual expulsión de los judíos de Venecia no solo sería una herida a nuestro
sentido de la civilización, sino también un golpe mortal a la maltrecha
economía de la República. Un golpe que, francamente hablando, no podemos
permitirnos. Y luego está la cuestión del panorama general, señor
Canaletto…, nunca olvidéis el panorama general: tenéis que añadir, a lo que
he descrito, la epidemia de viruela que está desangrando esta ciudad y
entenderéis perfectamente que Venecia no necesita malentendidos o
coincidencias desafortunadas, en especial si con ello se corre el riesgo de
alimentar el miedo o el odio.
Antonio asintió. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Muy bien. Me alegro de que estéis de acuerdo conmigo —continuó el
inquisidor—. Veréis, señor Canal, mi primer deber para con la Serenísima
República es mantener el orden público…, el statu quo, para ser claros. En
consecuencia, estoy autorizado a eliminar todo lo que se interponga entre la
serena convivencia y la comunidad. Tan pronto como surja siquiera la
sospecha de que alguien o algo es un obstáculo, tengo la autoridad para
eliminarlo. Y lo mismo, por supuesto, puede hacer por diferentes medios el
Capitán Grando, quien, de hecho, trabaja conmigo codo con codo. Esta noche
os hemos llamado porque nos gustaría evitar desde ahora que vuestra
conducta se convierta en el mencionado obstáculo. Pero confío en que me
hayáis entendido muy bien. Así que, si es así, nos despedimos de vos —dijo
finalmente—. Y os recomiendo que no hagáis mención a nadie de esta
conversación nuestra. Cualquier violación del silencio no está exenta de
consecuencias. El capitán de la guardia os conducirá de vuelta a la Escalera
de los Gigantes.
Y de ese modo, dejando caer la velada amenaza como la más simple de
las declaraciones, Matteo Dandolo se despidió de Antonio Canal,
autorizándolo a marcharse. El capitán de la guardia lo esperó en la puerta
hasta que el pintor dedicó una doble reverencia, pronunciando las palabras
«Excelencia» y «Capitán Grando», y luego se eclipsó.
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Apenas estuvieron fuera, Antonio Canal se encontró caminando por largos
pasillos poco iluminados, atravesando magníficos salones y pequeños
despachos. Cuando llegó a lo alto de la Escalera de los Gigantes, el capitán de
la policía lo dejó seguir solo.
Antonio descendió entre las dos magníficas estatuas esculpidas por
Sansovino. Había dejado de nevar y el aire, aunque frío, sugería que la noche
sería menos dura que la anterior.
Canaletto se disponía a salir por la Puerta de la Paja cuando alguien lo
llamó por su nombre.
—¿Señor Canal? —oyó una voz detrás de él.
Ni siquiera tuvo tiempo de darse la vuelta cuando un hombre con un
impecable frac se le acercó por detrás.
—El dux quiere verle inmediatamente.
Antonio no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Estáis de broma? —preguntó al borde de la exasperación.
—En absoluto —fue la respuesta—. No querréis hacerle esperar, ¿verdad?
—Claro que no —respondió mordiéndose el labio.
Y así, sin añadir nada más, Antonio retrocedió por la escalera que acababa
de bajar.
Evidentemente, los problemas de aquella noche no habían hecho más que
empezar.
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En conversaciones
—Por fin estáis aquí —exclamó el dux con cierta impaciencia—. Creía que
no os volvería a ver —añadió.
Antonio estaba más aturdido que nunca. Lo que menos habría esperado
jamás era encontrarse conversando con el mismísimo dux. Se inclinó y, por
un momento, sus ojos quedaron embelesados por la magnificencia del lugar:
los techos de madera finamente tallados, las gigantescas chimeneas de
mármol cubiertas de ornamentos, frisos y estucos.
Admiró los cofres de nogal y madreperla, la mesa lacada en oro con patas
de sable y el encantador salón en el que lo esperaba el dux. Y no estaba solo,
de hecho. Sentado en un pequeño sillón forrado de terciopelo azul, había una
mujer vestida de negro. Aunque llevaba una máscara que le cubría los ojos, su
rostro sugería rasgos delicadísimos. Una cascada de cabello pelirrojo
cuidadosamente peinada realzaba su feminidad. Por lo que podía ver, a
Antonio le pareció hermosísima y encantadora, pero el inquietante detalle de
la máscara hacía de aquel misterio nocturno algo aún más profundo e
insondable. Sin embargo, al menos el nuevo enigma se manifestaba en un
contexto de elegancia y esplendor, y eso era como mínimo un avance respecto
a la sordidez de la Cámara de Tortura. En cualquier caso, no había tiempo que
perder.
—Su Serenidad —dijo, dirigiéndose al dux—. ¿En qué puedo serviros? —
Y, sin añadir nada más, se inclinó.
—¡Ah, muy bien! Esas son las palabras que quería escuchar. Servirme,
amigo mío, es la expresión correcta y, creedme, hacerlo significa beneficiar a
la Serenísima. ¿Queréis una copa de malvasía?
Antonio pensó que un dedo de vino le sentaría bien, habiendo llegado a
ese punto. Asintió con la cabeza.
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—Muy bien. Servid una copa para mí y otra para Antonio Canal —ordenó
el dux, e inmediatamente, aparecido de quién sabe dónde, un mayordomo
llenó dos copas de cristal de Murano soplado, entregándolas al dux y a su
interlocutor. Su Serenidad vació la suya en un par de sorbos e hizo que se la
llenaran de nuevo. Luego, despidió al ayuda de cámara.
Desde el principio, Alvise Mocenigo mostró la vitalidad que lo había
hecho legendario en el campo de batalla. Ya no era joven, y sin embargo se
trataba de un hombre de físico enjuto y mirada franca y directa. Un soldado
seguro, conquistador en su momento de la fortaleza turca de Imotski en
Albania.
—Pues bien —reanudó el dux—. Dejadme explicaros la razón de esta
convocatoria. En primer lugar, no malgastéis vuestro aliento en decirme que
hace poco os hallabais en la Cámara de Tortura, requerido por el inquisidor
rojo, porque eso, amigo mío, ya lo sé. El caso es que uno de vuestros lienzos
ha despertado últimamente más de un recelo. Os preguntaréis por qué, claro, y
ya puedo anticipar que el motivo no es el de la pobre chica encontrada muerta
hace dos noches en esas mismas aguas.
Antonio no pudo contener un gesto de sorpresa. El mismo cuadro y dos
razones distintas para acusarlo. Era como para volverse loco.
—No os lo esperabais, ¿verdad? —Casi parecía querer apremiarlo el dux
—. Y, sin embargo, así es. Por muy trágica que fuera la desventura de aquella
pobre muchacha, la razón por la que yo también me aventuro a hablaros de
ese lienzo es completamente diferente. Mientras resulte posible, cuidemos de
los vivos, ese es mi lema. Y así, os pregunto: ¿recordáis haber pintado en el
lateral del hospital a tres hombres intentando confabular entre sí? Parecen tres
caballeros, a juzgar por la forma en que habéis representado su indumentaria.
—Lo son. Llevan fracs y tricornios —contestó Antonio.
—Muy bien. Y es precisamente aquí donde quería llegar: ¿son esos
hombres fruto de vuestra imaginación o, como me temo y creo, son personas
de carne y hueso? He oído rumores sobre el uso que vos hacéis de la cámara
óptica y por lo tanto me pregunto si esos tres estaban realmente allí, junto al
canal de los Mendicantes, cuando los retratasteis.
En ese momento el dux se calló. Y Antonio Canal se encontró por
segunda vez aquella noche teniendo que justificar sus actos. Pero si no había
eludido las preguntas del inquisidor rojo y del Capitán Grando, menos aún
podría hacerlo con las del dux.
—Su Serenidad, sin entrar en una explicación técnica de cómo hago mi
trabajo, puedo deciros lo siguiente: he estudiado ese escorzo en numerosas
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ocasiones. Desde diferentes posiciones he hecho bocetos y dibujos
preliminares con la ayuda de la cámara óptica y al menos en tres ocasiones he
visto a los caballeros de los que estamos hablando.
—¿En tres ocasiones, decís?
—Siempre el mismo día de la semana. Siempre a la misma hora. Como
vos habéis dicho, mi estilo se basa inequívocamente en la verdad, y habiendo
visto a esos caballeros en el Hospital de los Mendicantes y en el canal
cercano, decidí plasmarlos en el lienzo, para mantener una vez más la
veracidad que intento conseguir.
—Y habéis hecho bien, señor Canal, si no fuera porque… —y con esas
palabras, por primera vez el dux pareció dudar— el hombre al que vemos por
detrás, el que lleva el frac de color ocre para ser exactos, se parece mucho,
cómo decirlo…
—A mi marido. —Fue la mujer vestida de negro quien habló. Su voz, más
grave de lo que Antonio hubiera esperado, sonaba distorsionada por el hecho
de que la bella dama apretaba entre los dientes el botón de la máscara que le
cubría el rostro. Sus palabras, sin embargo, chirriaron como la hoja de un
cuchillo contra una cadena de hierro. Por un momento, la escena pareció
congelarse y un negro silencio llenó el hermoso salón del dux.
—Así que… —murmuró Antonio.
—Así que el marido de esta dama que, baste decir, pertenece al más alto
patriciado veneciano, frecuenta los barrios bajos de la ciudad. Porque, como
sabemos, esa zona está repleta de burdeles y tugurios de la peor clase. No
hace falta decir que la dama aquí presente desea permanecer en el anonimato,
así lo deja claramente entrever su máscara, pero, de la misma manera, desea
averiguar qué estaba haciendo su marido en esa zona. Suponiendo que sea él.
Podría aventurar que, en verdad, lo ha visto a través de la lente de su cámara
óptica.
—Y no solo eso…
—¡Ah!
—También utilizo telescopios y lentes de diferentes tipos para obtener
una imagen lo más clara posible del escenario de la acción, de la vista que, en
definitiva, hay que pintar.
—Por supuesto.
—Lo que puedo deciros es que el hombre tenía el pelo largo castaño y
llevaba un frac de color ocre y un tricornio. Lo que me llamó la atención, sin
embargo, fue que caminaba de una forma peculiar. Cuando lo vi llegar, me
resultó evidente que sufría una ligera cojera. Cojeaba de una manera apenas
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perceptible y, claro, a un ojo menos observador tal vez este detalle le habría
pasado desapercibido, pero para alguien más experimentado, alguien con una
mirada indiscreta, permitidme ese término, puesto que es un instrumento para
el arte, bueno, no dejaba de ser obvio.
La bella mujer de negro apenas contuvo un grito. Se inclinó hacia delante
como si hubiera recibido un golpe de acero en el pecho, y, al verla así
postrada, Antonio sintió una sensación de piedad.
—¡Querida! —exclamó el dux, rescatándola y tendiéndole el brazo.
Pero ella, con infinita dignidad y firme gracia, se recobró. Se llevó una
mano a la máscara, allí donde se ocultaban los labios. Antonio hubiera
querido decirle algo para infundirle valor. En cambio, sin ningún tacto, sin
pensar en el dolor que su descripción podría causar, se había dejado llevar por
un frío análisis de rasgos y detalles. ¡Qué torpe e inoportuno había sido!
—Efectivamente es él —confirmó la dama con una insinuación en la voz
—. Mi marido camina así desde que fue herido en la guerra de Morea.
Esa vez, además de la alteración debida a la máscara, Antonio también
percibió una nota exótica en su voz. No podía ser del todo preciso, pero le
pareció que había un vago, casi imperceptible, acento extranjero.
—Así que no hay duda, querida —dijo el dux con tono mortuorio en su
voz—. He esperado hasta el final que estuviéramos equivocados.
—Pero… —adujo Antonio.
—Sé lo que vais a decir, señor Canal —se anticipó Alvise Mocenigo—.
Que la mera presencia de un caballero en un lugar no implica nada, pero
creedme: si alguien tuviera siquiera la sospecha de que aquel de quien
estamos hablando frecuenta esa parte de la ciudad, bueno, la familia quedaría
destrozada.
—Comprendo.
—Por lo cual, en vista de la situación, me veo obligado a pediros un favor.
Y no os lo pido para mí, sino para la dama que tenéis ante vos y para Venecia.
Alvise Mocenigo suspiró. Estaba claro que no tenía elección y que debió
de pensar mucho lo que iba a hacer. Antonio tenía la sensación de que los
problemas llegarían en ese preciso instante. Había esperado librarse con un
simple recordatorio de comportarse lo más servilmente posible con el poder
—porque de eso se trataba— y ahora, muy probablemente, habría llegado
algo mucho peor.
—Bien, señor Antonio Canal, excelente pintor del que toda la ciudad dice
maravillas, lo que os pido es que investiguéis para mí y para la República.
—¿Investigar?
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—Exactamente. En particular, me gustaría que averiguarais por qué el
hombre del cuadro se encuentra en las inmediaciones del Hospital de los
Mendicantes.
Antonio se quedó atónito. ¿Cómo podía el dux pedirle tal cosa? Por
supuesto, todo le estaba concedido. Pero era un hecho que no tenía capacidad
alguna. Por no hablar de que se trataba de seguir a un hombre del que no sabía
nada y que desde su punto de vista era perfectamente inocente. E incluso si no
lo era, ¿quién era él para decir lo contrario? ¿Qué autoridad tenía? Esas
preguntas se le agolparon a la vez y Antonio tuvo que recurrir a toda su
lucidez para preparar una respuesta conveniente.
—Su Serenidad, aunque quisiera, me temo que no os sería particularmente
útil…
—¿Os negáis?
Antonio percibió una velada amenaza en el tono del dux. Era natural:
¿cómo demonios podía siquiera pasársele por la cabeza no cumplir su
petición? ¿Se había vuelto loco?
—Quise decir que no soy particularmente hábil en tal actividad porque,
como veis, no es mi oficio.
—Tanto mejor.
—¿De verdad?
—Por supuesto. Justo porque sois pintor, nadie sospechará de vos y eso os
dará más libertad para actuar. Sin olvidar que, si no me equivoco, vos residís
no muy lejos de allí. ¿Estoy acaso mal informado?
—No, en absoluto.
—¡Ah! ¡Solo faltaría eso! Bueno, aunque no seáis del oficio, os pido que
averigüéis qué asunto lleva al hombre del cuadro al canal de los Mendicantes.
¿Ve a alguien? ¿Frecuenta algún lugar en particular? ¿Mantiene relaciones
con espías extranjeros? Por supuesto, todo esto son especulaciones, algunas
incluso extrañas, pero prefiero equivocarme a descubrir demasiado tarde que
había subestimado tales acontecimientos. Mirad, señor Canal, la información
ante todo, porque la información es poder. Y además porque, como ha
quedado claro a estas alturas, la señora aquí presente pretende saber quién es
realmente su marido.
Antonio inspiró. Aquella petición le ponía realmente en una posición
difícil. ¿Cómo iba a hacerlo? Y, sobre todo, tener que acechar o espiar a
alguien, porque de eso se trataba, era lo último que hubiera deseado hacer.
—Por supuesto, esta instancia mía es totalmente extraoficial. No constará
en parte alguna y no obtendréis de mí el menor indicio escrito de cuanto os he
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solicitado.
—Comprendo.
—Esto garantizará un secretismo aún mayor —añadió el dux.
—Para mí está claro —dijo lacónicamente Antonio—. Y, sin embargo,
debo pediros una garantía —añadió con cierta presencia de ánimo.
—No sé a qué garantía os referís, pero decídmela y la obtendréis —
observó el dux.
—Como os he dicho, voy a estar estrechamente vigilado por los hombres
del inquisidor del Estado y los del Capitán Grando. Querrán verificar mi
conducta a la luz de lo que me han dicho hace un rato. Es bastante evidente
que si me descubren siguiendo o tratando de conseguir de forma clandestina
noticias o información sobre el hombre del cuadro, acabaría siendo
interrogado o algo peor. Así que quiero libertad de acción. No me sirve un
salvoconducto. Todo lo que necesito es vuestra palabra.
—Consideradlo ya hecho. Seréis intocable.
—De acuerdo.
—Y me aseguraréis informes puntuales y constantes. Dentro de siete días
a partir de hoy vendréis a verme a esta hora para informarme de vuestros
progresos. Y así cada semana.
—No fallaré. —Y mientras respondía así, Antonio no dejaba de
preguntarse cómo lo haría. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía decir? ¿Había
realmente alguien en Venecia capaz de plantear una negativa al dux? Él no lo
creía, pero incluso si tal individuo hubiera existido, ciertamente no era él.
—Muy bien, una cosa menos —concluyó el dux. Luego, volviendo su
mirada a la dama de negro, añadió—: Paciencia, querida, pronto podrás
disipar tus dudas o, por lo menos, descubriremos la razón de las ausencias
semanales de tu marido.
La mujer calló. Antonio no podía comprender lo que había sucedido. Le
parecía estar viviendo una pesadilla de la que esperaba salir cuanto antes.
Pero en cambio sabía que, en cuanto hubiera abandonado las dependencias
del dux, iba a experimentar de lleno la insensatez de aquel absurdo proyecto.
—Pues bien, señor Canal, os agradezco vuestra atención y, como
acordamos, os espero dentro de siete días con los primeros resultados. —Y
mientras lo decía ya había llegado al salón un ayuda de cámara listo para
dejar a Antonio en la puerta.
—Su Serenidad… —dijo el recién llegado inclinándose. Y luego,
dirigiéndose a la dama de negro, dijo—: Señora, os ofrezco mi homenaje.
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Y en ese momento, por segunda vez aquella noche, a Antonio Canal lo
condujeron a la Escalera de los Gigantes.
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Ojos
No sabía si era el hombre adecuado para el trabajo que había que hacer, pero
desde luego nadie habría sospechado de él. Un pintor. Habían contratado a un
pintor. Era una elección brillante y descabellada al mismo tiempo. La lluvia
caía copiosamente y él se quedó esperando, escondido en un hueco de una
plazuela, con su sombrero de ala ancha hundido hasta los ojos, intentando no
parecer demasiado fuera de lugar, no resultar evidente. Más aún para alguien
como él, que no era veneciano ni por asomo y vestía como un extranjero.
Por lo menos, el espacio estaba mal iluminado y su capa negra, al igual
que los calzones y las botas que llevaba, le daban la ventaja de mimetizarse
con la noche.
Y, bien mirado, si alguien intentaba molestarlo, sabía perfectamente cómo
deshacerse de él. No le gustaba aquella ciudad. Fría como un pecado, la
laguna todavía parcialmente helada, con témpanos de hielo que flotaban en el
agua negra, la niebla levantándose en espirales blancas; le molestaba como
nunca jamás habría llegado a imaginar. Recordaba los paseos a caballo, a
pelo, cruzando las verdes ondulaciones de las praderas interminables mientras
el sol incendiaba la hierba. Se pasó la lengua por el espeso bigote, casi
percibía el sabor cálido de las sopas y el toque picante del pimentón. Mientras
la lluvia seguía cayendo resoplaba, mirando las ventanas en las que las luces
de la casa se reflejaban en esferas luminosas. El pintor continuaba despierto.
Pero para entonces ya no saldría, no a esa hora, en mitad de la noche. Así que
bien podría marcharse y volver por la mañana. Estaba a punto hacerlo cuando
alguien se dirigió a él con rudeza.
—Vos, señor, ¿qué demonios hacéis aquí, a estas horas de la noche,
mirando por las ventanas de casas ajenas?
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—¿Qué pasa? —respondió rápidamente el hombre de túnica negra—.
¿Está prohibido?
—No lo está si no tenéis malas intenciones. Pero a juzgar por la espada
que lleváis al cinto, tengo la sensación de que estuvierais buscando
problemas, sobre todo, porque, vos lo debéis saber, en todo el suelo de la
Serenísima República los duelos están prohibidos.
El hombre negó con la cabeza. Era un maldito pardillo. Lo habían pillado
in fraganti como a un auténtico principiante. El hombre que le hablaba iba
vestido igual pero, a diferencia de él, llevaba el pelo corto, bien peinado bajo
el tricornio y una máscara blanca en la cara. ¿Qué clase de hombre necesitaba
ocultar los rasgos de su propio rostro? Sin embargo, aquel tipo no parecía en
absoluto preocupado por su aspecto y, en efecto, sin perder más tiempo
declaró:
—Soy el Signore di Notte al Criminal del distrito de Castello, y, puesto
que lleváis una espada, ahora os entregaréis a mis hombres y pasaréis la
noche en una celda por violación de la ley de la Serenísima. Mañana por la
mañana veremos qué hacer.
Mientras así hablaba, el hombre de negro contó a sus oponentes. El
magistrado que tenía delante era sin duda un hombre de armas. Además, tenía
al menos cuatro guardias con él. Pero no supondrían mayor problema.
Portaban capas manchadas de barro y sombreros de ala ancha empapados de
agua. Parecían hombres que soñaran nada más que con irse a dormir. No iba a
seguir las reglas. Nunca lo hacía. Por lo tanto, emergiendo del hueco en el que
se había escondido, sacó una pistola de cañón corto y disparó al primer
villano que se le puso delante. La bala de plomo impactó en el húmero del
desgraciado, haciendo estallar su hombro en una nube de sangre y astillas de
hueso. El hombre soltó un grito inhumano, como de animal degollado: se
desplomó en el suelo. No estaba muerto, pero ciertamente nunca volvería a
desenvainar su espada.
Mientras el Signore di Notte al Criminal desenfundaba la suya, listo para
usarla contra aquel loco degenerado vestido de negro, este esquivó una
estocada que venía de quién sabe dónde y, sacando una daga de su cinto,
cortó de abajo arriba, en un ascendente oblicuo perfecto, acuchillando el
muslo derecho del segundo hombre, que cayó al suelo como si sus piernas de
repente se hubieran convertido en mantequilla. Y ya van dos, pensó el hombre
de negro. Pero no tenía intención de quedarse allí y arriesgarse.
Mientras tanto, alguien estaba abriendo las ventanas, probablemente
alarmado por los disparos y los gritos. Al pasar junto al segundo hombre en el
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suelo, mientras corría alocadamente hacia un puente de madera que podía ver
a la izquierda, oyó una explosión a sus espaldas. Un instante después, un
molinete de astillas se desprendió de una pared donde se había alojado la bola
de plomo destinada a él.
—¡Detenedlo! —gritó el Signore di Notte al Criminal.
El hombre de negro ya no miró atrás. Percibió un repiqueteo detrás de él,
pero a medida que se alejaba de la escena de la reyerta escuchó cómo sus
perseguidores se alejaban cada vez más.
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6
Isaac Liebermann
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no había disminuido, solo había cambiado de forma. ¿Cómo interpretar de
otro modo el robo de cadáveres judíos por estudiantes de la Universidad de
Padua para realizar disecciones? La comunidad incluso había pagado un
impuesto para impedir esa barbarie. Pero el vergonzoso desvarío había
continuado. Y los prejuicios contra él y contra todos los médicos judíos
persistían.
Así que pasaba sus días en las casas de mujeres y hombres asolados por
las llagas, reducidos a larvas, devorados por la enfermedad en cuestión de
días, quedándose ciegos. Igual de ciegos que el patriciado de aquella ciudad
agonizando sobre su propia leyenda.
Y ahora se había añadido esa truculenta historia: la doncella de alabastro.
La noticia había recorrido todos los barrios. Pálida como un lirio, se decía,
pero con el pecho desgarrado y el corazón arrancado y arrojado a saber
dónde, la había recuperado un calderero en el canal de los Mendicantes. Era
para volverse loco. Y el gueto enloquecía. Era una gigantesca caldera
hirviendo y, tarde o temprano, estallaría, derramando todos los males del
mundo alrededor.
Varias veces había expuesto sus convicciones ante los oficiantes de
Sanidad, pero, a pesar de los ejemplos citados —como el caso de los siete
condenados a muerte, curados de viruela por Richard Mad, médico del rey de
Inglaterra, que sobrevivieron y resultaron indultados por el monarca—, la
respuesta fue siempre negativa.
—Es un castigo, te lo digo —soltó su hermano Zygmund. Estaba ante una
mesa, acariciando distraído la madera de peral lacada. Era perfectamente lisa
y, cuando estaba nervioso, a Zygmund le gustaba pasar la palma de la mano
por encima. Ese movimiento le calmaba, decía. Pero a Isaac no se lo parecía
en absoluto.
—¡Basta! —replicó—. ¿No te das cuenta de que eso es lo último que
necesitamos? La gente está agotada. Si insistes en esa historia, ¡la rabia
crecerá de nuevo y nos devorará!
Zygmund estaba imposible. Los años no lo habían mejorado. En lugar de
volverse más sabio, se había llenado de resentimiento. Codicioso, tacaño,
solitario… Se había convencido a sí mismo de que los males del mundo lo
buscaban… con el único propósito de torturarlo y acosarlo. Pero no era así.
—Ahora nos llaman bebedores de sangre. ¿Acaso no lo sabes? —insistió
Zygmund, expresando todo su resentimiento. Él parecía haberle leído el
pensamiento—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán los ciudadanos de la
Serenísima en empezar a lincharnos?
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—No digas tonterías.
—¿Qué es lo que te hace confiar en los venecianos? Explícamelo —
volvió a preguntar Zygmund.
Tenía los ojos hundidos, oscuros como carbones encendidos. La nariz
grande y ganchuda, parecida al pico de un águila, lucía enrojecida por el frío
que había debido de coger fuera. Una barba blanca enmarcaba su rostro
delgado, de pómulos salientes. Con un rápido gesto de su mano, nudosa y
huesuda, hizo girar entre sus dedos un anillo de rubí dorado del tamaño de
una avellana. La piedra brillaba a la luz de los muchos brazos de una gran
araña de cristal de Murano.
A diferencia de él, Zygmund era comerciante de piedras, un joyero,
aunque, formalmente, siempre había sido un mercader de pequeño comercio
que, sin embargo, había confiado en un complaciente joyero veneciano para
su tienda de Rialto.
Esa era, después de todo, la forma que tenían los judíos de sobrevivir en
una ciudad como aquella: acatar las normas… eludiéndolas. Cuando te pasas
la vida encerrado en un recinto, desarrollas mil maneras de escapar de las
limitaciones de la libertad y su hermano había aprendido tan bien ese arte que
lo había convertido en el modelo de su vida. Y efectivamente, con el paso de
los años, los desafíos del arte de orfebres y joyeros habían sido numerosos,
pero, en parte por connivencia y sobornos, y otro tanto por medio de
formidables técnicas dilatorias, Zygmund se las había arreglado para seguir
con su negocio; siempre en el filo de la navaja, por supuesto. Esto, sin
embargo, no le había impedido acumular una riqueza considerable. Y cuanto
más se enriquecía, más se introducía en los tejidos de la burocracia,
cortándolos como un bisturí con comisiones y prebendas.
La suya no era una vida fácil y, aunque Venecia parecía consciente de
hasta qué punto su economía estaba en deuda con las actividades de la
comunidad judía, la ciudad siempre había tenido mucho cuidado, no obstante,
a través de sus funcionarios y magistrados, de no dejarla en paz. Porque eso
era lo que exigían los habitantes del gueto: que se los dejara en paz. Sin
favoritismos, sin ventajas. Únicamente poder trabajar. ¿Era un crimen esperar
un futuro así? Pero el éxito generaba envidia y frustración, y aunque en lo
formal los judíos gozaban de ciertas protecciones, se los consideraba todavía
ciudadanos de segunda clase cuando no abiertamente esclavos y siervos.
Así que Isaac comprendía la ira de su hermano, pero no podía alimentarla.
Hacerlo sería abrir una brecha entre la comunidad y el poder dogal, y eso
nunca lo permitiría. Aunque eran pocos, los judíos habían logrado alcanzar
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ciertos derechos. Él no habría consentido actitudes agitadoras o, peor aún,
subversivas.
—No te atrevas a continuar en este tono —dijo finalmente—. Tú sabes
bien cómo pienso. Aunque tengas razón, el único resultado que conseguirás
será exacerbar los ánimos.
—Ya lo están, ¿o qué te crees? —dijo Zygmund, fulminándolo con la
mirada—. Pero… ¿no lo entiendes? —continuó—. Si no hacemos algo, tarde
o temprano vendrán y nos harán pedazos.
—¿Y qué? Aunque fuera verdad, que no lo es, ¿crees que sembrando
terror conseguirás algo bueno?
—No soy yo quien lo hace. Tendrías que haber visto cómo me miraban
hoy en la tienda.
—Quizá porque cobrabais precios demasiado altos. No sería la primera
vez.
—¡Eso no tiene nada que ver! ¡También a Shimon lo provocaron! —
exclamó Zygmund.
—¿Luzzatto?
Su hermano asintió.
—Ese chico es demasiado conflictivo, acabará metiéndose en problemas
—dijo Isaac.
—Siempre tienes una respuesta para todo, ¿no? Y dime, ¿qué habría dicho
Shimon que fuera tan polémico?
—Afirma que los venecianos nos explotan. Está tramando difundir un
boletín de noticias, dentro del gueto, destinado a exponer los engaños
perpetrados contra nosotros. Incluso aunque admitamos que sea cierto, y no lo
estoy afirmando, el hecho es que equivaldría a abrir una guerra.
—Y tiene toda la razón. Si yo fuera joven, haría como él.
—La solución no es difundir el odio.
—¿Y en cambio bajar la cabeza sí lo es? Llegados a este punto, ¿por qué
no inmolarnos directamente en nombre de Venecia? ¡Y lo que nos faltaba era
este horrendo crimen! —gritó Zygmund.
—¡Deja de gritar! ¿Te has vuelto loco?
—¿Y si lo estuviera? Te librarías de mi presencia.
Isaac sacudió la cabeza. Pero ¿por qué no entendía?
—No quieres entender. Podría hablarte toda la noche y persistirías en
sostener tus razones. Y, ojo, no digo que no las haya, sino que ahora mismo
no sirven de nada.
Sin embargo, Zygmund no tenía intención de soltar prenda.
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—Puedes decir lo que te plazca, pero escucha mis palabras y hazlo con
atención: quieras o no quieras, la laguna se inundará de sangre.
Y tras emitir esa oscura amenaza, cogió su capa y se marchó.
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7
La opinión de un héroe
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Antonio fue conducido a la biblioteca, un lugar muy querido por el héroe de
Corfú.
Cuando lo vio —sentado en una especie de trono de madera, con la gran
peluca blanca y el frac impecablemente remachado de oro, medias de seda,
zapatos lustrosos— casi se puso firme, pero, para su sorpresa, el héroe de
Corfú descendió de un brusco salto de su trono y se acercó a él estrechándole
la mano como si quisiera despedazársela. Antonio tuvo la sensación de tener
los dedos encerrados en un torno, en la medida en que el mariscal de campo
conservaba un físico vigoroso y un espíritu firme.
—Señor Canal, ¡qué inmensa alegría veros! ¡No sabéis cuánto os he
echado de menos! ¡Qué honor me hacéis al venir aquí! Llegáis justo a tiempo.
Antonio por poco no se vio obligado a protegerse de la lluvia de
cumplidos y contestó con la mayor sobriedad posible.
—Me siento feliz de veros tan bien, mariscal.
—¡Venga! No mencionéis el rango, os lo ruego. Estoy intentando por
todos los medios dejar atrás la guerra, aunque la guerra no me quiera dejar
atrás a mí.
—Comprendo.
—Bueno, hijo, no creo que podáis entenderlo realmente. Han pasado casi
diez años desde los sangrientos días de Corfú, y sin embargo sigo viendo a
esos treinta mil demonios desbocados lanzándose contra las murallas de la
ciudad. Habían derrotado a la flota de Andrea Pisani, hundiéndola, y
martillando las murallas con sus malditos cañones. ¡No hay noche en que no
escuche su eco! Y nosotros, que éramos veinte veces menos que ellos,
corríamos de un lado a otro, de bastión en bastión, para evitar que se dieran
cuenta de cuántos éramos realmente los que defendíamos la ciudad.
—Debió de ser una experiencia terrible.
—¡Bien podéis decirlo, hijo! En cualquier caso, Venecia, con sus
extraordinarios talentos, me ayuda a olvidar lo que vi. Y vos sois uno de los
más brillantes. No se habla más que de vuestros cuadros. Todo el mundo los
quiere. Debéis de estar sobrepasado de pedidos.
—No puedo quejarme —respondió Antonio.
—Venga, sois demasiado modesto, muchacho.
—No, no lo soy en absoluto y, de hecho, vengo a pediros un favor que,
por la forma en que os será presentado, dejará clara toda mi arrogancia.
El héroe de Corfú permaneció inmóvil. Y eso no debía de ser frecuente,
sobre todo teniendo en cuenta lo que había experimentado.
—Vuestras palabras me suenan oscuras. Vamos, escupidlas.
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Invitado con toda la brusquedad del caso, propia de los soldados, a soltar
la lengua, Antonio no se hizo de rogar. No pretendía desahogarse ciertamente,
sino al menos tratar de poner de su lado a su amigo en aquella insidiosa tarea.
—Veréis —comenzó—. Hay situaciones en las que un hombre no puede
negarse a realizar algo que se le exige. Aunque se sienta totalmente
inapropiado para ello.
—Estoy de acuerdo. Depende de la identidad del solicitante.
—Precisamente ese es el punto. En mi caso, en Venecia, nadie está por
encima de él.
Los ojos del conde Von der Schulenburg brillaron.
—¿Tan alto ha llegado entonces vuestro nombre?
—Sí. Pero no por la razón que vos imagináis.
—Soy todo oídos.
—Bien. Os lo explico rápidamente. Tengo que investigar algo. Y no tengo
la menor idea de cómo abordar tamaña empresa.
—¿Investigar algo? —preguntó el héroe de Corfú levantando una gruesa
ceja—. ¿De qué tipo? Sed más preciso.
—Debo averiguar qué impulsa a un hombre a ir a un lugar determinado.
—¿Vigilar? ¿Acechar? ¿Largas esperas?
—Exactamente —confirmó Antonio.
—Bueno, no hay otra forma de seguirle la pista a alguien.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Suena sencillo.
—Lo es, si no os sorprenden.
Antonio Canal contuvo a duras penas una mueca.
—Ese es el tema precisamente.
—Lo comprendo. Y comprendo vuestros temores. Vos no sois un experto
en investigación, pero esto es lo que tenéis a vuestro favor y, creedme, es la
mejor ventaja que podría exhibir un espía…
—¿Y cuál sería? —Tras esa última afirmación, Antonio se impacientó.
—Vuestro contratante fue particularmente astuto, debo reconocerlo.
Seamos claros: nadie sospecharía de vos, porque nadie tiene nada que temer
de un pintor. Y desde luego ni remotamente espera que sea un espía. Esto ya
le ahorra un buen quebradero de cabeza, lo que es el disfraz, un arte en el que
un asesino a sueldo, agente o informador, lo que sea, debe ser excelente. Vos,
en cambio, podéis actuar con naturalidad, porque Antonio Canal está por
encima de toda sospecha.
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—Eso es verdad.
—No os quepa duda. En cuanto a la vigilancia, simplemente seguid a la
persona que tenéis delante, manteniendo una distancia segura: ni demasiado
cerca como para alarmarla, ni demasiado lejos como para perderla. Anotad
siempre al final de cada seguimiento o cuando hayáis dejado de vigilar a
vuestro hombre; puede que lo necesitéis: horas, días, lugares, personas
encontradas, hábitos. Elaborad algunos croquis de los lugares, tenéis la suerte
de ser un verdadero maestro de la representación visual y eso es una enorme
ventaja. Todo puede seros útil y si lo habéis anotado en un cuaderno, o
esbozado en una hoja de papel, será más fácil y rápido utilizarlo en caso de
necesidad. Apoyaos en alguien de confianza para adquirir más información o
para desplegarla sobre el terreno.
—¿Qué queréis decir?
—Que no podréis hacerlo todo, hijo. Tendréis que delegar. De lo
contrario, los que no sospechaban lo harán. Si os acercáis demasiado a los
secretos de ese hombre, se os notará. Si, por el contrario, podéis confiar al
menos en otra persona, alguien que esté bien relacionado en los círculos
frecuentados por aquellos a los que seguís, entonces podréis obtener
información útil sin arriesgaros a arruinar vuestra misión. ¿Me explico?
—Perfectamente.
Y, además, era cierto. En pocas líneas, Canaletto estaba aprendiendo
mucho más sobre el arte del espionaje que si hubiera ido al cardenal Mazarino
en persona.
—Mantened la distancia, pero, al mismo tiempo, no perdáis a vuestro
hombre. Recordadlo.
—Yo no podría haberlo dicho mejor.
—¿Olvidáis que llevo toda la vida tratando con espías?
—Lo olvidé… Disculpadme.
—Hicisteis bien en venir a mí, tenéis mi palabra. Sin mencionar el hecho
de que, lo creáis o no, dispongo de alguien que podría ser sumamente útil para
vuestra causa.
—¿Un espía?
—Mucho mejor. Un fabricante de lentes, que no solo podría
proporcionaros aparatos útiles, sino incluso concederos algunas herramientas
extra para vuestro trabajo de pintor.
Antonio se sorprendió. Y lo hizo aún más cuando oyó una voz que
resonaba en el pasillo. Era la más hermosa jamás oída.
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Después de todo, ir a ver al mariscal de campo había sido una muy buena
idea.
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La sorpresa
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—Estaba hablando de ti con mi buen amigo Antonio Canal.
Al sentirse aludido, este se inclinó, arqueándose. Cuando se levantó vio
que la hermosa doncella no era tan alta como para sobrepasar su estatura, que
tampoco tenía en su prestancia física un asomo de vigor y que, por esa misma
razón, le había valido que la mayoría lo llamase Canaletto. Aquel hecho lo
reconfortó un poco.
—¡Oh, por todos los santos! —dijo Charlotte con la voz enmarcada en
una sonrisa—. Qué descuido por mi parte, señor Canal, no haberos saludado
siquiera.
Y, al decir esto, insinuó la más deliciosa reverencia. Antonio se esforzó
por no sonrojarse al dirigirse a ella por primera vez, pues era evidente que la
hermosura de la doncella lo ruborizaba y temía mostrar su proverbial torpeza.
Inseguro, casi tembloroso, tuvo buen cuidado de no dar siquiera un paso por
miedo a echarlo todo a perder, como casi seguro que lo habría hecho de no ser
así y haberse mostrado petulante.
—Es un honor conocerla, mi señora.
Pero… ¿qué manera de hablar era esa? Se trataba de una presentación
perfecta para un barón o un general, no ciertamente para una doncella como
aquella. En el último momento, sin embargo, se contuvo de sacudir la cabeza
como habría hecho en cualquier otra ocasión, demostrando toda su
incertidumbre.
—Aún no estoy casada. Llamadme Charlotte —dijo ella—. Entonces
¿sois vos el pintor más famoso de toda Venecia? —añadió con una pizca de
malicia que Antonio captó perfectamente.
Con un simple encogimiento de hombros, el pintor respondió:
—Solo intento ser alguien que celebra la maravilla y el esplendor.
—Esa sí que es una buena respuesta —dijo ella.
—El señor Antonio Canal es amigo mío desde hace tiempo y es un
hombre de ingenio y talento. A pesar de su modestia, puedo confirmarte,
querida, que no hay nadie más merecedor de crédito en Venecia a día de hoy.
—Mi pregunta, aunque provocativa, ocultaba en verdad toda la curiosidad
que surge de las muchas voces que no hacen más que repetir precisamente eso
—continuó Charlotte.
—Vosotros dos —reanudó el mariscal de campo— tenéis mucho más en
común de lo que os imagináis.
—¿En serio? —preguntó la bella hija, anticipándose a la misma pregunta
que afloró a los labios de Antonio.
—Totalmente —concluyó con seguridad el héroe de Corfú.
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—¿No os estaba hablando de alguien que era adecuado para vos? —dijo
Von der Schulenburg dirigiéndose a su joven invitado.
—Sí.
—Pues lo estáis viendo.
—Creo que no lo entiendo —dijo Antonio.
—Yo tampoco, padre —señaló Charlotte.
—Mi hija es la mejor fabricante de lentes de Murano, o sea, de Venecia y,
por tanto, del mundo entero. Vos, señor Canal, necesitáis todo aquello que os
pueda ayudar en el arte del avistamiento y de la observación. En
consecuencia, creo que una visita al taller de mi hija sería de lo más oportuno.
Antonio quedó impresionado por aquella revelación. ¿Así que la bella
Charlotte trabajaba con vidrio?
—Ah —dijo ella, llevándose una mano al pecho—. Ahora lo entiendo.
Pero… ¡por supuesto! Y dejadme deciros que sería un privilegio teneros
como invitado en mi pequeño horno.
—¿Trabajáis el vidrio? —preguntó Antonio, cada vez más asombrado y
admirado.
—¿Os sorprende?
—Bueno, tal vez un poco, aunque en el pasado otras mujeres se han
ejercitado en ese arte.
—Justamente —dijo Charlotte, y en su mirada el orgullo brilló como
nunca—. Seguro que recordáis a Marietta Barovier, que inventó la perla
rosetta con una elaboración que era, cuando menos, original y sorprendente.
—Por supuesto. Y vos os ocupáis de…
—He tenido cierto éxito con las lentes para gafas. Desde la impresión de
libros se ha convertido en un negocio importante para Venecia la demanda de
lentes graduadas, ha aumentado cada vez más, pero tampoco he dejado de
fabricar productos que responden más a caprichos, como grandes espejos para
señoras o, por otro lado, otros más serios, como lentes para pintores
especializados en panorámicas.
—¿De verdad?
—Van Wittel fue mi cliente durante mucho tiempo.
—¿Gaspar van Wittel?
—¿Y quién si no? —preguntó Charlotte, enarcando una ceja.
El mariscal de campo interrumpió aquel minué de palabras con la más
estruendosa de las carcajadas.
—Vamos, vamos, amigo mío, os dije que confiarais en mí. Pues bien, creo
que mi hija puede ayudaros en vuestra tarea. Mucho mejor que yo, la verdad
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sea dicha. En primer lugar, porque ella tiene la competencia para ello. En
segundo, porque yo solo soy un viejo soldado cansado… y ella tiene plata
viva en las venas. ¿Una condesa que trabaja el vidrio?, os preguntaréis. ¿Hay
algo más extraño? Bueno, a pesar de mis esfuerzos, nunca pude disuadirla.
Así que mejor la dejo en paz, me dije. Pero ahora, por favor, me gustaría
continuar esta conservación en la mesa.
Así, según lo decía, el mariscal de campo tomó a su hija de la mano y,
después de haber hecho una señal a Antonio, fue el primero en salir de la
biblioteca.
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Un espía
Los había esperado y habían llegado. Como en las semanas anteriores. Para
llamar menos la atención, Antonio se había escondido en el vestíbulo de un
edificio. Pero a pesar de la fina lluvia, podía verlos claramente con sus capas.
En el centro del grupo, el Cojo, el hombre al que había retratado en el cuadro
y que representaba la fuente de todos sus problemas, se disponía a confabular
con los otros dos.
Esperó a que se pusieran en marcha. Luego los siguió, manteniendo la
distancia. Avanzaban lento como si no tuvieran prisa. Un par de veces, el
tullido se volvió, mostrando cierta ansiedad, pero sin dar realmente la
sensación de que notara que lo seguían.
Tras bordear la iglesia de San Lázaro de los Mendicantes y el hospital que
venía a continuación, dejando que los tres que iban delante le sacaran una
gran ventaja, ya que a su derecha corría el canal y estaba completamente
expuesto, Antonio los vio pasar de largo la Escuela Grande de San Marcos. Se
apresuró en cuanto se inclinaron hacia la zona de san Juan y san Pablo. No
quería ser descubierto, pero tampoco quería perderlos, o tendría que volver a
empezar de nuevo la próxima vez.
Acelerando el paso, llegó también a la plaza, poniendo mucho cuidado en
aminorar la marcha para no acercarse demasiado a ellos una vez que hubo
salido. Cuando llegó frente a la gran mole de la basílica de San Juan y San
Pablo, observó que el tullido y sus dos acompañantes continuaban por la plaza
del mismo nombre y luego por la Salizada de San Zanipolo.
La lluvia seguía cayendo. Sentía su manto chorrear y su tricornio
empapado. Pero tenía otras cosas en que pensar y no se desanimó.
Los tres que lo precedían, entretanto, no hicieron ademán de detenerse y
prosiguieron por Barbaria de le Tole. La calle estaba desierta, bien porque la
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lluvia en ese momento caía a cántaros, o porque en el lugar había muchos
locales dedicados al almacenamiento y transformación de la madera.
No era un escenario muy frecuentado y a menudo, precisamente por su
aspecto un tanto lúgubre y siniestro, los venecianos lo evitaban. Lo habitaban
obreros del más bajo nivel y pobres cristianos que habrían sajado de buena
gana algunos cuellos para ganar unas monedas.
Pero allí, a la izquierda, se veía la Caballeriza de los Nobles, con su
amplio terreno destinado a las apuestas. Sin embargo, ni siquiera en dicho
lugar se detuvo el lisiado. Antonio empezaba a pensar que caminaría toda la
noche. Si hubiera sido necesario, lo habría hecho, pero esperaba tener suerte.
Algo en su interior le decía que a esas alturas los tres estaban llegando a
su destino. Tal vez fuera solo la desesperación lo que se lo sugería. De
cualquier manera, continuando a través de Barbaria de le Tole, finalmente
llegaron al campamento del mismo nombre. Desde allí, girando a la derecha,
siguieron por la calle Zon.
Ya cansado, agotado por la lluvia y el miedo a ser descubierto, y al mismo
tiempo exacerbado por la frustración de no llegar nunca a su destino, Antonio
se lanzó tras él como un perro de caza. Vio que el Cojo, un instante antes del
puente, giraba a la izquierda en la calle Cavalli y allí, en la tercera puerta,
llamó. Se detuvo justo en el haz de luz proyectado por dos antorchas de pared
que iluminaban la entrada.
Antonio apenas tuvo tiempo de detenerse. Oyó que la puerta se abría y
que un hombre pedía una contraseña. No pudo entender lo que respondió el
tullido, porque, un instante antes de que los tres entraran pudo ver que era él
quien había hablado. Pero unos segundos después las persianas volvieron a
cerrarse y se quedó allí pasmado.
Al menos, pensaba, como se había cobijado en un soportal, no lo habían
descubierto. Ahora, sin embargo, debía intentar no morir ahogado en la lluvia.
No tenía ni idea de qué misterio podía albergar aquel lugar, pero el hecho de
que el criado, o quienquiera que fuese el hombre que apareció en la puerta,
hubiera exigido una contraseña para entrar ciertamente no dejaba lugar a
dudas sobre la peculiaridad de aquel palacete.
Las hipótesis más absurdas se sucedían en su mente, pero ninguna
parecían convincentes: ¿una tertulia? ¿Un burdel? ¿Dónde más podrían acudir
tres hombres juntos? Desde luego no a la caballeriza, ya que no se lo habían
planteado ni por un momento.
Cualquiera que fuese la solución, sin embargo, Antonio decidió ir a buscar
una posada. Esperaba encontrar una cerca. Pero antes quería hacerse una idea
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lo más precisa posible del lugar; sacó un cuaderno y pigmento rojo ocre y
empezó a dibujar rápidamente un boceto del edificio. Mientras trazaba líneas
y perspectivas, dejó de llover.
Al edificio se accedía desde un pequeño patio; su presencia y tamaño se
adivinaban por las ramas desnudas de los árboles que sobresalían por el muro
circundante. El edificio se desplegaba entonces en dos plantas de buenas
proporciones en un estilo sobrio, casi austero. Le llamó la atención la puerta
de la entrada principal de madera maciza y adornada con dos cabezas de león
de las que hizo un dibujo detallado. No es que hubiera pocas en Venecia, pero
tenían algo especial: exhibían un aspecto increíblemente agresivo y salvaje.
Cuando terminó, se dispuso a moverse, pero se dio cuenta de que alguien
más acababa de entrar en la calle y se retiró, escondiéndose en un hueco,
aprovechando la oscuridad que le facilitaba el soportal.
Vio que el recién llegado también iba elegantemente vestido. Se paró bajo
las dos antorchas encendidas y llamó a la puerta. Al cabo de un rato, mientras
el hombre miraba a su alrededor y Antonio se retiraba todo lo posible para no
ser descubierto, le abrieron la puerta. Esta vez vio claramente que en el
umbral había aparecido un hombre de considerable estatura. Tenía todo el aire
de ser un guardaespaldas. El misterio se agudizaba.
Una vez más este le pidió la contraseña y una vez más la respuesta se
perdió en las sombras de la noche. Al hombre se le permitió entrar y la puerta
estaba a punto de cerrarse de nuevo.
Antes de hacerlo, sin embargo, el guardia de aspecto inquietante volvió
los ojos en dirección al soportal. Se detuvo unos instantes y hasta el último
momento Antonio tuvo miedo de que decidiera ir a comprobar si algo o
alguien acechaba en la oscuridad. Y si lo hubiera hecho, ¿qué le habría dicho?
Todas las convicciones y recomendaciones del mariscal de campo Von der
Schulenburg resonaron en su mente y parecieron desvanecerse en un segundo
mientras el hombre dejaba que sus sombríos ojos exploraran por última vez el
espacio que tenía delante. Antonio sintió el sudor frío en la frente. No sabía
muy bien qué hacer, temía que sus ojos se encontraran con los de aquel
hombre. Posteriormente, la puerta volvió a cerrarse y por fin pudo recuperar
el aliento.
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En la Venecia triunfante
La escarcha pareció dar por fin un respiro. Aunque el día era frío, un hermoso
sol iluminaba el cielo y la luz invernal reflejada en la verde laguna parecía
irradiar un aura esmeralda sobre la ciudad.
Ese día, Antonio tenía una cita con uno de sus mejores clientes: el irlandés
Owen McSwiney, que lo esperaba en una de las mesitas de la cafetería de
Floriano Francesconi, que llevaba el letrero, bajo las procuratie nuove, EN LA
VENECIA TRIUNFANTE. Y, sin embargo, todo el mundo lo llamaba simplemente
«donde Florian», por su propietario, para gran agravio de este, que había
elegido ese nombre con la intención de celebrar la Serenísima.
Fuera cual fuese la historia, Antonio encontró a su amigo en una mesita de
un rincón, concentrado en disfrutar de un café de exquisito aroma, junto con
unos zaeti, las incomparables galletas de Venecia, hechas de harina de maíz y
adornadas con deliciosas uvas sultanas.
En cuanto lo vio, McSwiney se levantó y le dio la bienvenida con un
fuerte apretón de manos.
—Señor Canal —le dijo—. Es un gran placer veros. Permitidme deciros
que nunca antes había estado tan feliz de hacerlo.
—¿De verdad? —preguntó Antonio visiblemente sorprendido—. Me
alegro sobremanera, pero ¿puedo preguntaros por qué?
—Sentaos —dijo el irlandés con su marcado acento extranjero— y os lo
contaré todo.
Sin hacerse de rogar Antonio tomó asiento y, tras pedir un chocolate
caliente, se puso a escuchar.
—Como vos sabéis —comenzó el antiguo empresario teatral—, a lo largo
de los años he desarrollado buenas relaciones de amistad con el duque de
Richmond y con otros personajes influyentes de la sociedad inglesa. Para ser
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más claro, me refiero a lord Somers, al lord Canciller y a John Tillotson,
arzobispo de Canterbury.
Aquellos nombres despertaron la curiosidad de Antonio. Conocía las
excelentes relaciones del señor McSwiney, pero no había esperado que fueran
de tal nivel. Tras el fracaso de su aventura teatral, debido a las intrigas de su
más enconado rival, el dramaturgo William Collier, el irlandés se había
retirado a Venecia como exiliado. Evidentemente, aunque no podía regresar a
su patria, debía mantener relaciones con algunos de los más prominentes
miembros de la corte. Cuando lo conoció, McSwiney se había presentado
como agente y representante de artistas italianos y Antonio se había hecho la
idea de que el irlandés era en realidad un fanfarrón de medio pelo. En
ocasiones posteriores, sin embargo, había empezado a valorar el brío y
entusiasmo con que se lanzaba de cabeza a las empresas más difíciles. Eso lo
convertía en un hombre dispuesto y leal, cualidades que no eran en absoluto
accesorias en una ciudad como Venecia. Además, artistas como Giovanni
Battista Pittoni o Giovanni Battista Cimaroli podían confirmar sus virtudes.
Hacía un tiempo el irlandés le había conseguido un par de obras, por lo que
Antonio prestó mucha atención a las palabras de su interlocutor.
—Señor McSwiney, si antes habíais captado mi curiosidad, ahora tenéis
toda mi atención —dijo.
—Me alegro de ello. Veréis, en este último periodo, no solo me he
quedado muy impresionado por vuestro trabajo, sino que he continuado
vuestros pasos de cerca, apreciando vuestro rápido e imparable ascenso.
Mientras tanto, en ese rato les sirvieron el chocolate.
—He hablado de vuestro trabajo y de cómo conseguís captar el sentido de
la verdad en lo que pintáis. Ese talento vuestro me llevó a magnificaros ante
el dux, que siempre ha apreciado especialmente este tipo de pintura. Por el
contrario, los otros dos mecenas que os mencioné estarían sumamente
interesados en composiciones que, transfigurando la realidad, podrían
recordar la escenografía, arte que me consta que no os resulta en absoluto
ajeno.
—No tendría ningún problema en realizar las obras. Siempre y cuando
paguen lo justo —respondió con prontitud Antonio, quien, al considerar
aquella propuesta, se preguntaba si sería McSwiney un profundo conocedor
de la ciudad y si estaría familiarizado con muchos de los salones venecianos
por su propia vocación de buscar talentos, la persona perfecta para ayudarlo a
desentrañar el curioso asunto de la noche anterior. Por lo tanto, con exhibido
candor y aparente despreocupación trató de averiguar si aquella intuición suya
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había sido afortunada—. Por supuesto —añadió—. Podría considerar hacerles
un precio de favor si pudierais echarme una mano para obtener alguna
información.
—Si puedo, estaré encantado, amigo mío. Tanto más si tenéis la
amabilidad de concederme un pequeño descuento en las obras.
—Eso es lo que he dicho —confirmó Antonio—. Bueno…, yo me
preguntaba lo siguiente: una de estas tardes me encontré paseando por el
distrito de Castello, que conozco muy bien porque vivo allí. Caminaba a lo
largo del canal de los Mendicantes…
—… Que habéis plasmado magistralmente en vuestro lienzo más reciente.
—Os lo agradezco.
—Es solo lo que pienso.
—Razón de más. En fin…, habiendo llegado a Barbaria de le Tole me
sorprendió la lluvia. Corriendo hacia la calle Zon, en un intento desesperado
de resguardarme del chaparrón, busqué refugio en el soportal de la calle
Cavalli, ¿tenéis presente dónde se halla ubicado?
—¡Por supuesto! Justo enfrente del palacete donde Cornelia Zane tiene su
propio salón.
—¡Ah! —dijo Antonio, sorprendido de que hubiera sido tan fácil—.
¿Cornelia…?
—Cornelia Zane, ¿no la conocéis?
—Me temo que no.
—¡Ah, pero eso sí que es una verdadera desgracia! —exclamó McSwiney
con sincero disgusto—. Tendremos que remediar esta deficiencia lo antes
posible. Hablamos de una de las cortesanas más fascinantes de Venecia.
Además, su salón es un lugar verdaderamente singular. Uno puede encontrar
allí los pasatiempos más interesantes, desde aquellos inocentes como
conversar sobre arte y política o jugar a la basetta con aventureros y viajeros,
hasta otros más picantes, sobre los que no hace falta que diga ni una palabra
más, ya que vos bien podéis imaginarlos. El hecho es que el salón de Cornelia
Zane es un lugar único, entre otras cosas porque lo frecuenta un selecto
círculo de personas.
—Muy interesante —observó Antonio—. Sobre todo porque estaba a
punto de preguntar qué tenía de fascinante ese palacio, ya que mientras estaba
allí, resguardándome de la lluvia, vi entrar en él a una pareja de caballeros,
que se presentaron diciendo una contraseña al portero. Un hombre que, lo
confieso, me impresionó: tenía un aspecto imponente, por decir lo menos.
—Ah, ¿en eso consistía la información?
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—Exactamente.
—Creo que lo entiendo, entonces. Pero no os preocupéis. Ahora que sé de
vuestra ignorancia en la materia, me ocuparé de invitaros cuanto antes;
después de todo, soy un visitante habitual de ese extraño lugar.
—¿En serio?
—La razón es muy sencilla. La dueña, como he mencionado, admite a un
selecto círculo de clientes. Mis buenos oficios como agente de arte y buscador
de talentos hacen que Cornelia Zane tenga un enorme interés en que yo esté
presente. Llevaros a una de las fiestas que organiza me parece una
oportunidad de diversión para vos y un honor para ella. Nada resultaría más
fácil, a decir verdad. Por cierto, habrá una en los próximos días. Estrictamente
enmascarado, por supuesto.
—¡Ah!
—Ya sabéis, el anonimato, en ciertas ocasiones, garantiza una mayor
discreción.
—Ya veo.
—Supongo. Seamos claros: nada comprometedor ni vulgar. Digamos
simplemente que Cornelia es una mujer de gustos extraños y de múltiples
apetitos, por no mencionar que a menudo y de buena gana se confía a las
tontas ideas de su cicisbeo, el gentilhombre que la acompaña en sus devaneos
mundanos.
—Bueno, señor McSwiney, vos tenéis el inusual don de estimular mi
atención y, creedme, rara vez sucede.
—Estoy encantado. En cuanto a posibles encargos, ¿puedo proceder?
—Por supuesto.
—¿Me haréis llegar vuestras condiciones?
—Pronto estará hecho. Pediré treinta zecchini por cada cuadro y cuarenta
y cuatro por las dos obras sobre cobre.
—¡Ah! ¡Un precio muy ventajoso!
—Lo hago por la cortesía que me habéis dispensado, y también porque
tengo plena confianza en vos.
—Pues bien, hoy veo confirmada una vez más nuestra amistad.
—Efectivamente —dijo Antonio mientras terminaba de sorber su
delicioso chocolate—. En cuanto a la fiesta, ¿creéis que es de confianza?
—¿En qué sentido?
—¿Sabéis? Nunca como ahora he aprendido que no estar en boca de todos
es un elemento realmente valioso.
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—Como os dije, será una fiesta de máscaras y vuestro anonimato estará
garantizado por mi presencia. No tendréis nada que temer y os aseguro que
encontraréis algo con lo que disfrutar.
—Bien, entonces —concluyó Antonio que, pese a todo, aún estaba muy
lejos de cierto tipo de distracciones. Por otra parte, la investigación encargada
por el dux apenas podía esperar y McSwiney le había hecho un gran favor.
Así que, con cautela, bien podía intentar investigar el asunto.
—Una última cosa —añadió—. ¿Quién es el hombre que recibe a los
clientes del salón en la puerta?
—¡Ah! ¿Ese? —dijo McSwiney—. Es solo el guardaespaldas de la
magnífica Cornelia Zane. Un serbio violento y despiadado, con un nombre
impronunciable, a quien la cortesana llama Deghejo. Con él es mejor
mantener ciertas distancias. —Y dicho esto, el irlandés esbozó una mueca.
Aquella era la única nota discordante en una mañana magnífica, pero la
sensación de malestar que despertaron aquellas palabras acompañó a Antonio
Canal durante el resto del día.
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Murano
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En el medio del taller había un gran horno. Medía casi diez pies de alto,
de ladrillo macizo, en forma de cúpula. Ocho pilares desde la base hasta el
vértice, como si fueran guardianes inmóviles de un prodigioso monstruo
antiguo. En su centro, dos grandes bocas de cocción, luminiscentes y rojas
como los ojos de un demonio infernal.
Frente a la de la izquierda, sentada ante una caldera, Charlotte calentaba
vasos sobre el fuego. Llevaba el pelo largo recogido en un moño, parecido a
una nube negra. Lucía una larga túnica de trabajo y un delantal. Un globo de
cristal incandescente coronaba la parte superior del barril que Charlotte hacía
girar en la boca del horno. No lejos de ella, un hombre de barba blanca y con
largos cabellos canosos la observaba con sincera admiración. A intervalos
regulares, con un gran fuelle avivaba la llama. Una sombra le cruzaba los
ojos. Antonio no sabía el nombre del anciano, pero estaba absolutamente
convencido de que se trataba de uno de los maestros sopladores de vidrio más
hábiles de Murano. De repente, Charlotte se levantó, sacó la varilla de la boca
del horno y la colocó sobre un pontil, una robusta barra de hierro que sostenía
la baqueta. Con la otra mano, la doncella agarró unas pinzas y, con gracia y
precisión, empezó a trabajar la pasta de vidrio incandescente. La masa fluida,
roja y naranja, parecía lanzar relámpagos mientras Charlotte tiraba de ella y la
alargaba para moldearla a su antojo. A medida que el cristal se enfriaba, la
forma se iba definiendo cada vez más. Allí estaban los pétalos, el tallo e
incluso las espinas. Una rosa surgía poco a poco, generada por el hábil trabajo
de las pinzas y unos toques con las tijeras —el tagiante— que habían sido
cuidadosamente calibradas. Antonio miraba, embelesado, las manos de
Charlotte, que, con gestos rápidos y perfectos, seguía moldeando hábilmente
el vidrio. Ninguno de sus movimientos era en vano, cada uno estaba dirigido a
conseguir la forma deseada en una armonía de acción marcada por la
esencialidad.
Sintió que el corazón le martilleaba en el pecho. Aquella visión sencilla y
antigua, como el arte que la caracterizaba, lo hechizaba. Había algo poderoso
en la forma en que Charlotte se acercaba a la masa luminiscente. Y la idea de
que una mujer pudiera enfrentarse al fuego y dominarlo de esa manera y, al
mismo tiempo, trabajar un material arcano como el cristal que, casi líquido,
cambiaba de forma bajo sus manos, lo dejaba extasiado.
Cuando terminó de trabajar el puño de cristal perfecto, Charlotte cortó una
vez más y la rosa, por increíble que parezca, estaba allí ante ella, enfriándose
sobre una losa de piedra. Finalmente, la doncella sumergió su varita en el
agua de un cubo. Se acercó al anciano y lo besó en la mejilla. Luego se dio la
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vuelta. Fue entonces cuando vio a Antonio. Se abandonó a una sonrisa
mientras iba hacia él.
—Así que habéis venido. Habéis decidido confiar en mí.
—Jamás habría dejado pasar la oportunidad de ver semejante maravilla —
dijo Antonio con sincera admiración.
—Sois demasiado bueno, señor Canal, incluso diría que galante.
—Oh, no penséis eso —dijo él tratando de minimizar—. Yo solo sé
reconocer el verdadero talento.
Charlotte se permitió una segunda sonrisa. Luego, volviéndose con
deferencia al anciano de la barba blanca, dijo:
—Maestro, si no os importa, os ruego que continuéis un momento.
Volveré muy pronto. Justo el tiempo para ir a las muelas y mostrarle algo a
este señor.
Tras obtener un gesto de asentimiento, Charlotte condujo a Antonio a una
segunda habitación, más pequeña que la anterior, pero también abarrotada de
objetos e instrumentos de diversa forma y naturaleza. Entre ellos destacaban
dos muelas por su tamaño y ubicación. Junto a ellas, dispuestas sobre mesas
con caballetes, había un buen número de cajas de madera. Contenían lentes de
distintos grosores, formas y colores.
—Estas —dijo Charlotte, señalando algunas de ellas perfectamente
transparentes— son el resultado de un proceso de tallado muy preciso que yo
hago y se obtienen de un cristal blanco particular que se logra gracias a las
progresivas mejoras y al constante perfeccionamiento del método Barovier,
que fue el primero en obtener este cristal en particular. Como podéis ver —
continuó la muchacha— el cristal es puro, no contiene burbujas de ningún
tipo, ningún residuo que comprometa su transparencia, se podría decir que es
totalmente incoloro.
Mientras Charlotte hablaba, Antonio estaba encantado con la perfección
de aquellas lentes. Nunca había visto unas mejor diseñadas ni más puras.
—Mediante la combinación habitual de lentes convexas y cóncavas
construyo telescopios con una notable capacidad de aumento. Este es un
ejemplo bastante eficaz —continuó Charlotte, tomando un espécimen
compacto pero fácilmente ampliable a través de un moderno dispositivo con
cremallera que sustituía al sistema habitual de tubos metálicos deslizantes—.
Pero hay una novedad. A través de unas lentes internas especiales, activadas
mediante estas pequeñas manivelas —y en tanto lo decía Charlotte hacía girar
una especie de manilla metálica—, existe la posibilidad, alargando o
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acortando el telescopio, de obtener un aumento telescópico o, viceversa,
panorámico, manteniendo intacta la definición.
—¿Queréis decir que habéis conseguido eliminar las aberraciones
ópticas?
—Eliminarlas por completo, no. Pero corregirlas en gran medida…,
bueno, pues sí. He estudiado durante mucho tiempo los sistemas ópticos…, y
el conocimiento del vidrio, en su forma más innovadora y por tanto
completamente libre de impurezas, me permite obtener telescopios o cámaras
ópticas portátiles de la más alta calidad.
Lo que decía Charlotte era impresionante. Antonio no daba crédito a lo
que llegaba a sus oídos. Así que esa muchacha no solo era una de las criaturas
más seductoras que había conocido, sino también una verdadera inventora.
—Y…
—¿Estáis a punto de preguntarme si estaría dispuesta a dejaros probar mi
nuevo telescopio y la cámara óptica portátil que he creado recientemente? Por
supuesto que sí. No os voy a pedir nada por ello.
—¡Pero pienso pagaros! —exclamó Antonio con convicción.
—Soy yo quien no lo quiere. Solo os pido un favor. Si os sintierais a gusto
y apreciarais las cualidades de mis lentes e instrumentos, me gustaría que me
dierais el crédito correspondiente y ayudarais a difundir mi buen nombre en
Venecia. Veréis, señor Canal, ya es bastante difícil para una mujer ser capaz
de llevar a cabo una actividad que, sobre todo, ha sido prerrogativa masculina.
Tener éxito en un mercado así, sin embargo, raya en lo imposible. Pero si
tuviera de mi lado al mejor pintor de Venecia, aquel que es conocido por
representar lo real y cuyas imágenes están dando que hablar no solo aquí en la
Serenísima, sino en el mundo entero, entonces el éxito de mi actividad como
maestra vidriera estaría garantizado, ¿no lo creéis así? —Y por una vez
Charlotte se entregó a una mirada lánguida y cómplice, una de esas que
podrían haber convencido a cualquier hombre de hacer cualquier cosa por ella
—. Veréis, lo creáis o no, admiro infinitamente vuestra obra. Nadie ha
pintado Venecia como vos lo habéis hecho. No es solo retratar lo real, no es
eso en absoluto, la vuestra resulta una visión auténtica, una sublimación,
como si, con el claroscuro y los colores, y la escritura de la luz que vos
ejecutáis a través de vuestros pinceles, captarais plenamente el alma de esta
ciudad que está viva y palpitante y se estremece de pasiones, abre promesas y
representa un ideal de belleza inalcanzable. Por eso deseo que probéis mis
objetivos y los instrumentos con todo ello. Es como si, de este modo, os
ayudara a ver un poco más allá… Eso es todo.
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—Vos —dijo Antonio— sois una mujer extraordinaria. Ya perdonaréis la
audacia de estas palabras mías, pero no puedo reprimir el asombro que he
sentido hoy.
—No solo os lo perdono, señor Canal, sino que os agradezco que hayáis
acudido a mí.
—Espero que tengamos la oportunidad de volver a hablar los dos.
—Si queréis…, bueno, solo tenéis que pedirlo —dijo Charlotte—. Pero
ahora permitidme que os prepare vuestros instrumentos. Luego, si me
disculpáis, me veré obligada a dejaros porque debo volver con mi maestro.
Aquellas palabras hirieron a Antonio más de lo que hubiera imaginado.
¿Tan poco era el tiempo que ella estaba dispuesta a dedicarle? Y en cuanto a
él, ¿era ya incapaz de resistírsele?
Mientras regresaba pensaba en Charlotte. Sus ojos tenían algo peculiar: era
como si, al mirarla, sintiera algo muy dentro de ella que estaba más allá de su
comprensión. La echaba de menos y no sabía cómo actuar. Y, sin embargo,
esa ausencia le daba una gran energía: era el deseo de volver a verla, por
supuesto. Percibió con firme determinación la intención de ser más valiente,
más atrevido, incluso temerario. Como si el Canaletto de unos días antes, un
poco temeroso, un poco vacilante, hubiera desaparecido y, en su lugar,
hubiese un hombre nuevo.
Sonrió, porque sentía que, a pesar de sus limitaciones, podría un día
conquistar a una mujer así.
Y nada le daba más alegría en aquel momento.
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Dolor
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La niña asintió.
—Buena chica. Estoy orgulloso de ti —dijo acariciándola de nuevo—.
¿Podrías sacar la lengua, por favor?
Con dificultad, la niña hizo lo que se le pedía.
Al ver el estado en que se encontraba, la madre se llevó la mano a la boca
ahogando a duras penas un grito.
La lengua, en efecto, era al menos el doble de grande de lo normal. Si tan
solo hubiera podido tratar a la niña con el injerto, pensaba Isaac. Por
supuesto, prevenir la enfermedad significaba inocular la viruela, aunque en
una forma más leve, a una persona sana. Era como enfermar a alguien que
hasta entonces había estado bien. Pero actuar anticipadamente con una
enfermedad así resultaba esencial. También porque, una vez contraída la
enfermedad, la única opción era esperar y encomendar el alma a Dios.
Sacudió la cabeza. Era inútil repetirse a sí mismo lo que ya sabía. La
enfermedad estaba en una fase decididamente avanzada. Y ese hecho le daba
esperanza. Al menos había superado la fase más aguda. No había otra opción
que rezar y tal vez aplicar compresas frías para aliviarle un poco la fiebre.
—Señora —dijo dirigiéndose a la mujer—. No hay nada que pueda hacer
ahora; la viruela está en una fase demasiado avanzada. La fiebre ha vuelto a
subir. Así que creo que puede ser un buen remedio empapar un paño limpio
en agua fría y aplicarlo en la frente para darle a Chiara algo de alivio. Sé que
os estoy dando un consejo modesto y que desde luego no soluciona nada,
pero, creedme, cualquier otra cosa sería inútil. Habríamos debido actuar antes,
pero no ha sido posible. Otra cosa que puedo hacer —añadió Isaac— es darle
esto. —Mostró una caja de madera y, deslizando la tapa, dejó entrever unas
perlas negras—. Son píldoras de mi invención. Ayudarán a vuestra hija a
descansar.
—Entiendo —dijo la mujer.
—Me gustaría hacer más, pero no tengo el poder para ello —prosiguió
Isaac—. Administradle dos de estas píldoras cada día durante la próxima
semana. Chiara está postrada por la enfermedad —dijo acariciando a la niña
—. Vuelve a descansar —susurró, ayudándola a tumbarse y recolocándole la
manta.
Luego se levantó, poniendo la pequeña caja de madera en las manos de la
mujer.
—Volveré la semana que viene para ver cómo está.
La mujer asintió.
—Muchas gracias —dijo—. Que Dios los bendiga.
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Lo acompañó hasta la puerta.
Una vez fuera, Isaac se preguntaba qué sería de aquellos niños. La viruela
atacaba a todos, pero, por alguna perversa razón, parecía cebarse con mayor
frecuencia con los más jóvenes. Confiar sus conocimientos a una gragea de
opio era para él la peor de las derrotas. Pero al menos aliviaría el dolor de la
niña. Mientras caminaba a lo largo del canal y apretaba su capa a causa del
intenso frío, tuvo la impresión de que Venecia moría un poco cada día.
Quizá era esa sensación de perpetua inmovilidad lo que le inquietaba. Vio
una góndola meciéndose lentamente en el agua. La niebla empezaba a
envolver los palacios que, magníficos y tristes, se reflejaban en la superficie
líquida.
Entró en un bacaro, típica hostería veneciana.
De algún modo tenía que disipar la melancolía que le había asaltado. No
había comido desde la mañana y ya era casi por la tarde. Debía alimentarse. A
menudo se descubría en ayunas. Los muchos pensamientos, el miedo, la
sensación de impotencia que su profesión casi siempre le causaba, lo llevaban
a olvidar sus necesidades básicas. Como si pudiera vivir y alimentarse del
dolor de los demás. Estar solo no lo ayudaba. Había tenido un gran amor, pero
se había desvanecido como la luz de aquel día de invierno. Y, además, estaba
su hermano.
Pidió sardinas y un vaso de vino blanco. El posadero asintió. Mientras
esperaba, Isaac se acercó a la chimenea. Extendió las manos para calentarse y
atenuar al menos en parte el gran frío que había experimentado durante aquel
largo día. Cuando llegó el plato, volvió a la mesa y empezó a comer. El
pescado era excelente y el vino aceptable. Estaba distraído mirando al vacío,
cuando alguien se dirigió a él bruscamente.
—Tú —dijo una voz tan desagradable como ardiente de ira—. ¡Eres uno
de esos bastardos!
Isaac se volvió en la dirección de donde había venido el insulto y se
encontró frente a un hombre delgado como una anchoa, con el pelo largo y
fino. Tenía una profunda cicatriz que le marcaba desde la oreja hasta el labio.
Iba vestido con harapos y se había levantado de una mesa donde estaban
sentados otros dos jetas, feos, probablemente marineros, que tenían como
mínimo un aspecto tan mal encarado como él.
—Es inútil que finjas que no me oyes —continuó el hombre—, incluso sin
tu maldita gorra eres ciertamente un judío. No sé por qué no la llevas, ¡pero
no me engañas!
Sorprendido por aquella repentina agresión verbal, Isaac reaccionó.
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—No estoy fingiendo nada, señor. Simplemente no sé a qué se refiere. No
llevo el birrete porque, como médico, estoy exento de llevarlo.
—¡Uf! —soltó el pendenciero—. En cuanto a que seas médico, bueno, eso
habría que verlo. ¿No será que eres carnicero y le arrancaste el corazón a esa
pobre chica? —Y mientras decía esto miraba a sus compañeros—. Tal vez
hemos encontrado al asesino.
Los dos soltaron una risita. Uno de ellos mostró la hoja de un cuchillo.
Pero Isaac mantuvo la calma.
—No responderé a vuestras provocaciones.
—Pero lo mío no son provocaciones. Sabemos que vosotros, bastardos
israelitas, sois la causa de todo el mal del mundo. Y, si no del mundo, al
menos de nuestra amada República. Es desde que vosotros os habéis
establecido aquí que nuestra ciudad se ha convertido en una pocilga, un nido
de miserables, putas y sanguijuelas.
Isaac permaneció en silencio. No quería contestar. La situación se habría
vuelto aún más crítica.
—Vete —dijo el posadero.
—Pero…
—Nada de peros —continuó aquel—. No quiero problemas y menos aún
deseo que mi taberna sea frecuentada por escoria judía. Ni siquiera quiero tu
dinero. Levántate y vete.
—Bien dicho —comentó el pendenciero—. Pero antes de echarle quiero
dejarle un pequeño recuerdo. —Dicho esto, se acercó amenazadoramente e
intentó agarrar el brazo de Isaac. Pero fue demasiado lento. El médico se
levantó de un salto y fue él quien sujetó la muñeca del marinero.
—No te atrevas a tocarme.
—¿Por qué? ¿Crees que puedes impedírmelo? —Y mientras lo decía
miraba a sus dos compañeros, que parecían no esperar otra cosa.
—No quiero problemas —reiteró Isaac.
—¡Entonces lárgate de aquí! —tronó el posadero y, por si acaso, sacó una
pistola de debajo de la barra—. Está cargada y, créeme, sé cómo usarla. En
cuanto a vosotros, quedaos donde estáis —dijo dirigiéndose a los tres
atacantes—. No quiero peleas en mi taberna.
—Está bien, está bien —dijo el pendenciero, zafándose—. Le dejaremos
en paz.
—¡Fuera! —reiteró el tabernero.
Isaac ya se había dado cuenta de que no podía hacer nada más. Apuró la
copa. Sacó un par de monedas de su bolsillo y las arrojó contra el mostrador.
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—Toma —dijo con todo el asco del que era capaz—. Toma tu maldito
dinero. Yo siempre pago mis deudas.
Luego, sin añadir nada más, se dirigió hacia la puerta. Así que su hermano
tenía razón. No eran fantasías. Respecto al aterrador asesinato de la llamada
doncella de alabastro parecía que nada se sabía todavía. No se había
capturado a ningún asesino… Peor aún: tenía la terrible sensación de que el
hecho de que se culpara por ello a los judíos era de alguna manera la solución
del problema.
Como si la judicatura de los Signori di Notte al Criminal creyera que,
después de todo, esas acusaciones daban en el clavo, liberándolos a ellos de
cualquier otra investigación. Zygmund había acertado de pleno. Aparte de las
razones que podía esgrimir para justificar la actitud sumisa en la que se
apoyaba, para no alimentar la ira que crecía en el gueto, ese sangriento asunto
amenazaba con representar la ocasión para una guerra por parte de los
venecianos contra una comunidad que siempre había sido mal vista y a la que
encerraban durante doscientos años a medianoche en su propio recinto, como
una manada de animales.
Y ahora, la horrible muerte que tuvo la doncella de alabastro desataría un
odio largamente reprimido.
Ni siquiera era cuestión de tiempo. Ya estaba ocurriendo. Y nadie iba a
ocuparse de ellos. Acabarían como ratas enjauladas. Tenía que hablarlo con
alguien. Sí, pero ¿con quién? Ir al Capitán Grando estaba fuera de lugar:
jamás iba a creerle, a menos que aportara algo concreto. Algo que exonerara a
los judíos porque, en cuanto a su culpabilidad, ya no era necesario probarla:
bastaba con hacer correr la voz. Y ya había sucedido.
No se podía esperar más. Lo hablaría con el rabino. No veía otra solución.
Tal vez, como jefe de la comunidad, tendría más peso y escucharían su voz.
Debían detener esa locura desenfrenada. Antes de que fuera demasiado tarde.
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Máscaras
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en ello, vaciaban una copa de malvasía tras otra. Un poco más allá tres damas
intercambiaban opiniones pecaminosas detrás de unos abanicos. Una de ellas,
mirándolo, parecía ruborizarse, pero en verdad no había nada sincero en
aquella aparente inocencia, tan ostentosa que se revelaba falsa y destinada
únicamente a sacar unos cuartos. Resultaba bastante claro que al menos
algunos de los presentes esperaban entregarse a la fornicación en todas sus
formas y solo parecían pendientes de dar con la persona adecuada con quien
recluirse. El palacete, después de todo, ofrecía, además de un salón de
recepciones —en el que Antonio se encontraba justo en ese momento—, una
serie de salas más pequeñas donde se retiraban algunos grupos y allí se
entretenían en juegos de la más diversa índole. En el piso superior, según
Owen McSwiney, las actividades se volvían aún más pecaminosas.
Fue en ese instante, mientras intentaba encontrar un sillón para quedarse a
hablar con su amigo, cuando este se detuvo para presentarle a alguien.
—Me alegra poder saludar a la reina de esta velada —dijo McSwiney,
insinuando una reverencia y rozando con los labios la mano que le tendían.
Delante de ambos apareció una dama vestida y peinada con tal ostentación
que resultaba vulgar, empezando por la monumental peluca y el perfecto
lunar postizo, magistralmente colocado en el carnoso labio que quedaba a la
vista. La pequeña máscara de gato, de hecho, solo cubría los ojos y la nariz,
que se veía que era importante, dejando la boca bien expuesta. Los pechos
reventones estaban sujetos con un corsé que no dejaba nada a la imaginación
y el vestido se encontraba tan repleto de paniers que hacían que la mujer se
revelara imponente, hasta el punto de que Antonio sospechaba que llevaba
debajo de los volantes del increíble vestido —toda una floritura de cintas y
encajes sobre terciopelo azul pastel— unos zapatos con un tacón más alto de
lo que la moda permitía. En cualquier caso, se movía con cierta gracia y no
dejaba de lanzar coquetas miradas a McSwiney. Fue este quien le presentó, de
la manera más discreta y anónima, a la señora de la casa.
—Señora mía —dijo el irlandés—. Estoy feliz de haber traído a este lugar
de perdición a un amigo de prodigioso talento. Confío en que será capaz de
encontrar almas afines a él para compartir con ellas las alegrías de vuestra
morada.
La dama no dejó de arrugar los labios cordialmente, simulando una
expresión de sorpresa con un toque de coquetería. Se acercó sus hermosos
dedos a la boca y se dejó llevar en un ridículo movimiento de excitación.
—¡Querido, sois incorregible! Pero, como siempre digo, un amigo de un
amigo es amigo mío, y por eso me alegro de esta visita y de poder conocer a
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un joven tan prometedor.
—Es un placer conocerla, señora —respondió Antonio—. No hace falta
decir que mi buen compañero hace tiempo que me habla de vos,
magnificando las delicias de su salón y, por lo tanto, con no poca expectación,
decidí que era absolutamente necesario conocerla.
—Aunque de incógnito —deslizó Cornelia Zane, insinuando una sonrisa,
dejando entrever que le encantaba bromear y que había algo sinceramente
divertido en aquella fiesta suya que parecía estar a medio camino entre una
reunión de jóvenes galantes y una velada que anticipaba la unión carnal.
—Por supuesto, adaptándome al tenor de la fiesta.
—Por lo que os doy las gracias y permitidme que os diga que esa máscara
vuestra de Pantalone, que respeta incluso el detalle de los colores rojo y
negro, os sienta pero que muy bien.
—Excesivamente amable, señora mía —dijo Antonio, que pretendía
causar buena impresión para suscitar el menor número de preguntas posibles.
—Además, estamos en Venecia, ¿no?
—Absolutamente —confirmó McSwiney mientras pasaban un par de
ayudas de cámara con bandejas coronadas por gigantescas pirámides de
dulces.
—¿Besos de dama o pezones de Venus? —preguntó con picardía Cornelia
Zane—. Elijáis lo que elijáis, no os decepcionará —aseguró. Y sus ojos,
detrás de la máscara, brillaron con diversión.
—Que sean los besos —dijo McSwiney, cogiendo uno.
—¿Y vos? —preguntó Cornelia, volviéndose hacia Antonio.
—Elijo Venecia, siempre y sea como sea.
—¿Los pezones? Pero entonces… ¡ese sobrio porte vuestro esconde un
alma licenciosa! —gritó la bella dama, estallando de alegría.
—Simple gula. No puedo resistirme al sabor de las castañas —replicó
Antonio.
—Como ya os dije, milady, el amigo aquí presente es un hombre de
mundo y os tiene reservadas muchas sorpresas. —Según se expresaba,
McSwiney se comió su beso de dama de un bocado y se sirvió otro a
continuación.
—No lo dudo; confío en volver a verlo más tarde, entonces. —Y,
despidiéndose con ese deseo, Cornelia Zane dejó a los dos amigos y se unió a
un cicisbeo que parecía esforzarse en reír de la manera más escandalosa
posible.
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—¿Quién es ese patán? —preguntó Antonio, que no entendía cómo un
hombre podía permitirse tales exhibiciones.
—Ah —dijo McSwiney—. Es Olaf Teufel.
—Y ese, ¿quién es…?
—El cicisbeo de Cornelia Zane —respondió el irlandés, bajando
repentinamente la voz—. Desconfía de él. No hay ni un gramo de verdad en
sus palabras, y me temo que las mentiras y las falsedades no son sus únicas
debilidades.
Cuando McSwiney terminó la frase, Antonio se puso blanco. El irlandés
se dio cuenta.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Parece como si hubieras visto un fantasma.
—No tenéis ni idea de cuán cerca de la verdad está lo que decís. —Y sin
añadir una palabra, se puso en pie de un salto.
Al final del pasillo vio al tullido. Su andar renqueante, apenas perceptible,
era único, por decir lo menos. Vio que estaba a punto de salir y no pensaba
perderlo después de todo el esfuerzo que había hecho. Tenía que averiguar a
toda costa qué se traía entre manos en aquel lugar.
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Secretos
Antonio estaba a punto de alcanzar la puerta por la que el lisiado salió cuando
sintió que le agarraban el hombro. Se volvió y vio que McSwiney lo retenía
con firmeza. A pesar de que llevaba una máscara, era evidente que estaba
molesto.
—¿Os habéis vuelto loco? —preguntó el irlandés en voz baja, casi
ahogando un grito de rabia. Le lanzó una mirada preocupada, volviéndose,
pero nadie en ese momento les estaba prestando atención—. ¿Creéis que
podéis moveros como os plazca, completamente solo?
Antonio no supo qué contestar. No era necesario.
—¡Seguidme! —prosiguió, saliendo mientras lo decía.
Un instante después, los dos hombres estaban en un pasillo. Una serie de
puertas entreabiertas, a ambos lados, indicaban que todas las habitaciones
laterales se encontraban ocupadas. Antonio vio que el tullido había llegado al
final del pasillo, donde había una puerta. Una máscara roja le cubría el rostro,
dejando libre la boca. El hombre llamó a la puerta. Alguien miró por una
rendija y abrió. Antonio vislumbró una segunda habitación, casi tan grande
como la primera.
En un instante McSwiney comprendió.
—¿Tenéis intención de seguirle? —dijo en voz baja.
Antonio asintió.
—Nos meteremos en problemas, os lo advierto.
—Correré el riesgo.
—Al menos explicadme por qué. Me lo debéis, creo yo. —El irlandés
tenía razón.
—Ahora os lo diré. Necesito saber qué está a punto de hacer aquel
hombre. Estoy convencido de que descubriré el motivo por el que está aquí.
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—¿Desde cuándo lo seguís? —preguntó McSwiney. Y en tanto lo
preguntaba ya habían alcanzado la puerta del nuevo salón.
Antonio suspiró. Llegados a ese punto…, ¿para qué mentir? Además, el
irlandés siempre había sido leal con él. ¿Por qué retribuirle con falsedades?
Mejor que se enterara por él.
—Tengo un encargo y debo llevarlo a cabo.
—¿Un encargo de quién?
—De la República.
—Pero ¿quién sois vos, Canaletto? —En el tono de voz de McSwiney,
Antonio advertía por primera vez un sentimiento de inquietud mezclado con
incredulidad.
—Un artista.
—¿Y un espía?
—¡Silencio! —lo conminó Antonio—. O sí que tendremos problemas,
justo como me acabáis de advertir.
Llegaron a la puerta cerrada. McSwiney resopló. Se notaba que no estaba
nada convencido. Finalmente se rindió y llamó a la puerta. Al cabo de un
momento, deslizando una mirilla, alguien comprobó la identidad de los recién
llegados. Les abrieron.
Un ayudante les dio la bienvenida. Antonio vio lo que ocurría en el nuevo
ambiente al que acababan de llegar. Frente a ellos, en el lado opuesto, había
una gran chimenea de mármol decorada con cerámica azul de Delft. Los
muebles, de fina madera de palisandro, la pureza de los estucos blancos y la
austera sobriedad del mobiliario combinaban perfectamente con el silencio
absoluto que reinaba en el lugar. Tres grandes mesas llenaban el salón. En
cada una de ellas un caballero, con máscara y frac negro ribeteado en plata,
ocupaba un lugar prominente. Montones de monedas de oro y ducados
relucían bajo las grandes lámparas de cristal de Murano mientras los
jugadores, sin pronunciar palabra, jugaban a faraón, basetta y biribissi, los
juegos de mesa que hacían furor.
Lo que más impresionó a Antonio fue la concentración total que
reflejaban los rostros. Los jugadores parecían haber estado dedicados desde
tiempos inmemoriales a aquella actividad, algunos incluso parecían cansados,
como si el juego agotara sus mentes incluso antes que sus bolsillos.
—Aquí está el infame reducto de Cornelia Zane —dijo McSwiney en voz
baja. Antonio asintió—. Desde esas rendijas en las paredes —continuó el
irlandés, señalando unas grietas en los muros— se pasan platos y bebidas
desde la cocina para permitir que los jugadores continúen sin interrupción.
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Como podréis comprender hay una categoría particular de caballeros que
pasan noches enteras aquí. Confieso que esta es quizá la actividad que le rinde
más beneficios a nuestra anfitriona. Este reducto, por supuesto, está
debidamente autorizado, aunque es de exclusiva prerrogativa de los socios.
Uno de los jugadores fulminó con la mirada a McSwiney, quien, captando
la indirecta, se apresuró hacia el lado opuesto del gran pasillo para salir.
Antonio lo siguió. En ese momento cerraron la puerta tras ellos, bajo la severa
atención de uno de los criados.
Se encontraron en un balcón del que salía una escalera al piso superior.
—Pues bueno —dijo McSwiney—, si subimos llegaremos a las alcobas.
Ni que decir tiene lo que encontraremos. Bien podéis imaginároslo.
—No vi a mi hombre en la sala de juego.
—Y por lo tanto es evidente que está en una de las habitaciones dedicadas
a los placeres de Venus.
—Entiendo.
—¿Deseáis explorar también esa parte? —preguntó el irlandés. Y su voz
revelaba un tono de fastidio.
Antonio podía comprenderlo. Después de todo, la verdadera razón por la
que estaba allí solo la había revelado en el último momento. Le quedaba claro
que tenía que convencer a su compañero y presentar una justificación válida.
—Amigo mío —le dijo—, siento haberos ocultado la verdadera razón por
la que pretendía venir aquí. Creedme cuando os digo que no tenía forma de
eludir esta tarea.
—Estáis perdonado —respondió el otro.
—A su debido tiempo, os daré todas las explicaciones necesarias.
—Pero este no es el lugar —observó el irlandés con bastantes reflejos—.
Por lo tanto, ¿procedemos?
—Habiendo llegado a este punto…, ¿hay alguna manera de hacerlo sin ser
vistos?
McSwiney parecía pensar en ello. Finalmente admitió.
—En realidad, es posible…
—¿Cómo?
—El entresuelo está dispuesto a lo largo de un pasillo que, como el que
acabamos de recorrer, tiene habitaciones a derecha e izquierda. Cada una de
ellas está provista de una mirilla que permite ver lo que ocurre en su interior.
Pagando, se puede espiar.
—Ah…
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—Veréis, a algunos de los que están aquí el solo hecho de mirar les
proporciona un gozo mucho mayor que entregarse a los placeres de la carne
de la manera tradicional.
—Por visto, Cornelia Zane ha pensado en todo.
—Así es, amigo mío. Aunque, os confieso, pertenezco al grupo de los que
aún aprecian las manos y los labios.
Antonio sonrió.
—Estoy de acuerdo. Por otra parte, hemos ido ya demasiado lejos como
para rendirnos ahora… Quiero llegar hasta el final.
—Entonces subamos.
Sin perder más tiempo se pusieron en marcha y, en unos instantes, estaban
en lo alto de la escalera. Desde allí llegaron a otro balcón, que conducía a un
pasillo custodiado por un ayuda de cámara sentado a una mesa.
—¿Para mirar o para consumir? —fue la pregunta.
—Para mirar —respondió McSwiney.
—Un ducado cada uno. Y se ha de mirar en silencio, sin hacer alboroto.
Tras pagar el óbolo los dos se encontraron en un pasillo con tres puertas a
cada lado. Estaba apenas iluminado por unos pocos candelabros. Sin
embargo, en la penumbra aún era posible ver.
—Y ahora —dijo el irlandés—. Intentad comprobar ver si vuestro hombre
está en alguna de estas habitaciones.
Antonio miró por la mirilla de la primera puerta de la derecha. Vio a un
hombre y a una mujer sentados en un sofá. La cortesana llevaba un vestido
especialmente escotado. El cliente besaba sus pequeños pechos blancos.
Cuando levantó la cabeza, Antonio se dio cuenta de que no era el tullido.
Portaba una máscara que nada tenía que ver con la que lucía su hombre.
Volvió a cerrar la mirilla.
—Para nada —susurró.
—Probemos con el siguiente —le instó McSwiney.
Esta vez Antonio se asomó por la rendija de la primera habitación a la
izquierda. Dos mujeres estaban desnudando a un hombre. Pero aquel era
evidentemente distinto del tullido, por no decir que, por la forma en que se
movía, no cojeaba en absoluto. Y el color del frac y la camisola no coincidían
lo más mínimo.
Era otro intento fallido. Resopló.
—¿Qué pasa? —preguntó el irlandés.
—Nada. Tampoco ha habido suerte esta vez.
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A medida que se acercaba a la segunda puerta del lado derecho, Antonio
Canal empezaba a pensar que se había equivocado. Se sentía incómodo en
aquel lugar, como si hubiera algo sucio y retorcido. No era un hombre
perfecto, pero entre sus defectos no se hallaba el de pagar a las mujeres para
meterlas en su cama, menos aún para verlas entretener sexualmente a clientes.
Y sin embargo, la situación en la que se había metido era justo esa.
Todo ello por no mencionar que Charlotte von der Schulenburg le había
robado el corazón y el solo hecho de pensar en ella intensificaba esa especie
de culpa que sentía en aquel momento, justificada o no. Tal vez exageraba,
pero por primera vez se percataba de que albergaba un sentimiento sincero y
puro y, allí de pie, en ese momento, le daba la impresión de estarlo
mancillando. Acercó el ojo a la mirilla. Vio a un hombre de espaldas. Llevaba
un frac color sangre de buey que pronto acabó en el respaldo de un pequeño
sillón. Cuando se movió, lo vio cojear.
Lo hacía de forma apenas perceptible: era él. Mientras una mujer de larga
melena pelirroja hundía el rostro entre sus piernas, el hombre se volvió. Y
Antonio Canal tuvo la sensación de que lo estaba mirando de verdad. ¿Era
posible que lo hubiera visto? Apartó los ojos de la mirilla y esperó. No
ocurrió nada. Tal vez fuera solo una sensación. No obstante, lo embargó una
profunda inquietud.
—¿Le habéis visto? —preguntó McSwiney. Antonio se limitó a asentir.
Luego, sin más dilación, se dirigió hacia la entrada del pasillo. El irlandés lo
detuvo, lo agarró por el brazo y dijo con voz entrecortada:
—¡Por ese lado no! ¡Venid conmigo! —Y se dirigió hacia el final del
pasillo pasando por delante de las demás habitaciones.
De una de ellas, Antonio oyó gemidos de placer. En lo que dura un
instante McSwiney bajó el picaporte de una puerta y se encontraron en un
nuevo balcón. Desde allí, un tramo de escaleras conducía al piso superior,
otro se dirigía hacia abajo.
Bajaron los escalones, pero, mientras volvían al gran salón de
recepciones, Antonio seguía sintiendo aquellos ojos clavados en él. No le
parecía posible que el tullido lo hubiera reconocido, no a través de la mirilla,
y menos aún teniendo en cuenta que llevaba una máscara. Era completamente
irracional hasta sospecharlo y, además, nunca se habían visto y nunca, hasta
entonces, su hombre había sido consciente de que lo estaban siguiendo.
Y a pesar de todo, Antonio no lograba librarse de una sensación de
creciente angustia.
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El informe
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garantizando el anonimato con el uso de máscaras. La sensación que tuve es
que el salón es una tapadera para algo más: vi las mesas del faraón y de
basetta, los jugadores, las alcobas…
—Comprenderéis bien que no podemos detenerlo por eso…
—No he dicho nada al respecto. Solo puedo confirmar que el hombre que
he representado en el cuadro no desdeña los placeres carnales en lo que es, a
todos los efectos, también un burdel.
El dux suspiró. Tendría que esperar hasta el final de la investigación para
ver si el resultado era ese y, sin embargo, de momento era eso lo que había
ocurrido.
Levantó una mirada preocupada y sus ojos se fijaron en Antonio.
—Pero eso no es todo, ¿verdad?
Canaletto se quedó callado. Su Serenidad había dado en el clavo. Había
algo indefinible en el llamado salón de Cornelia Zane. No podía describirlo,
pero ciertamente no se trataba de un simple lugar de juego y placer. Durante
la fiesta había tenido la impresión de que flotaba un aire de depravación,
como si lo que había descubierto no fuera más que el telón de un teatro más
perverso y criminal.
—Esto es lo que puedo contaros por el momento. Pero, aun a riesgo de
aventurarme demasiado, no creo que eso sea todo.
—Entiendo.
—¿En serio? ¿Puedo preguntar si ha habido alguna novedad con respecto
a la doncella de alabastro?
—Deberíamos preguntarle al Capitán Grando, pero sé a ciencia cierta que
las sospechas recaen sobre los judíos.
—¿Hay alguna razón para creerlo? —Al hacer esa pregunta Antonio se
sorprendió. ¿Acaso se había convertido en un espía? Desde luego que no y, de
hecho, ese asunto estaba completamente fuera de su control. Había logrado,
de manera sorprendente, desentrañar el misterio. A pesar de sus dudas
iniciales, había completado la tarea asignada con relativa facilidad y ahora,
por alguna inexplicable razón, sentía la necesidad de saber más al respecto.
Ese pequeño mundo de vicios y debilidades le había llamado la atención.
Percibía algo inacabado y poco claro en sus pesquisas—. Necesito
comprender —añadió, como si razonara para sí mismo. Y quizá, bien mirado,
así era.
—Me doy cuenta, señor Canal —dijo el dux—, pero vos entenderéis que
tengo plena confianza en el Capitán Grando y en su criterio. Supongo que está
llevando a cabo las investigaciones necesarias. Por otra parte, estoy
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sinceramente sorprendido por el celo que habéis puesto en estas pesquisas
vuestras.
—Bueno, teniendo en cuenta que fuisteis vos quien me las
encomendasteis…
—¡En efecto! —confirmó el dux—. Y habéis hecho un trabajo excelente.
De todos modos, la cuestión está clara. Como os prometí, tenéis carta blanca.
Nunca confirmaré que os he dado instrucciones personalmente, pero, como ya
he hecho, me aseguraré de que el poder judicial os deje tranquilo.
—Es más que suficiente. También porque, como os dije, no me veo capaz
de parar —contestó Antonio dándose cuenta de hasta qué punto aquella
extraña intriga ejercía sobre él una fascinación que, evidentemente, había
subestimado.
Y sin más dilación, se despidió.
El cielo azul había adquirido el tono dorado del crepúsculo. Las gaviotas
chillaban a lo lejos, planeando en el aire gélido del atardecer. Se le erizaba la
piel. Estaba nervioso. Sudaba frío. Se sentía vivo, más vivo que nunca,
galvanizado por sus sentimientos hacia Charlotte y sacudido por la agitación
que su visita al salón de Cornelia Zane le había causado. Se sentía atraído y
repelido al mismo tiempo. Un singular claroscuro igual que los trazos de luces
y sombras que siempre intentaba capturar en sus lienzos. Sí, su pintura. En los
últimos días se había desentendido de ella por completo.
Jamás antes le había ocurrido y le parecía increíble. La pintura era para él
una experiencia que lo abarcaba todo y ahora, de repente, se encontraba
teniendo que alcanzar un acuerdo con su propio corazón y descubría que no
estaba preparado para lo que sentía por Charlotte. Y la sensación de
curiosidad devoradora por los descubrimientos en el transcurso de sus
pesquisas hacía el resto.
¿Y McSwiney? Gracias a él había progresado rápidamente. Y también fue
gracias a él que se había asegurado no uno, sino tres encargos diferentes.
Sentía gratitud y se daba cuenta de que quería confiar en él. Después de todo,
el irlandés le había demostrado su lealtad, mucho más que nadie, mucho más
de lo que él mismo había hecho hasta ese momento. Se trataba de una buena
manera de corresponder a la confianza. No tenía muchos amigos: su actividad
tan peculiar y solitaria, que realizaba con la estricta disciplina de un monje, no
lo llevaba a establecer relaciones importantes desde un punto de vista
humano. Pero ciertamente no iba a hacer ningún progreso comportándose así.
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Se prometió a sí mismo una vez más confesar plenamente a McSwiney en qué
andaba metido. Si al principio podía haber tenido razones para una cierta
reticencia, ahora no le quedaba ya ninguna.
Era todavía muy joven y, aunque sufría de una cierta misantropía, lo que
había vivido en esos últimos días le había cambiado. Al menos un poco.
Enfrentarse a sentimientos y tareas desconocidos podía resultar embriagador.
Y no se iba a atrincherar tras su soledad, como había hecho unos días antes.
Pretendía dejarse llevar: daría la bienvenida con los brazos abiertos a ese
torbellino de vitalidad y aventura que lo estaba succionando.
En cuanto a los judíos, algo no le cuadraba. El dux había reiterado que las
sospechas apuntaban en esa dirección. No tenía ninguna base para argumentar
si esos supuestos eran correctos o equivocados, pero cuando lo convocaron el
inquisidor del Estado y el Capitán Grando, habían sido ellos mismos los
primeros en decir que algunos rumores buscaban en los judíos a los perfectos
culpables, sugiriendo, sin embargo, que esa tesis parecía más una forma de
silenciarlo todo y no el resultado de una investigación real. ¿Y ahora?
Ciertamente habían surgido nuevos elementos, pero ¿y si las cosas no
hubieran acontecido así?
Contempló la basílica de San Marcos: las cúpulas contra el cielo oxidado
por la puesta de sol, los cinco grandes portales coronados por arcos, los
biseles magníficamente decorados… Cada vez que miraba la fachada, sentía
que se le cortaba la respiración al menos durante un instante. Venecia siempre
lo había hechizado con su belleza. Nunca estuvo preparado para tanto
esplendor, no lo suficiente, y percibía una vez más cómo sus pinturas no le
hacían justicia, a pesar de que él intentaba por todos los medios reproducir sus
proporciones, su armonía, las líneas, los juegos de luz.
Se hacía tarde. Quería volver. Pasó bajo la torre del Reloj y apresuró el
paso. Fue cuando se acercaba a San Zulian cuando tuvo la clara sensación de
que lo seguían. Intentó darse la vuelta, pero no vio a nadie.
Lo más probable era que se hubiera equivocado.
Sin embargo, la duda lo acompañó todo el camino de vuelta a casa.
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Los Moeche
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Ante esa visión, la sangre se le había helado en las venas. Tenía los ojos
aún llenos de aquel horror: el hombre de larga y negra cabellera empapado en
sudor, con una sonrisa aterradora. Se mostraba engreído porque casi había
matado a golpes a uno de ellos, un miembro de la banda de los Moeche.
Luego había sacado su tabaquera, se había colocado un poco de polvo marrón
en la muñeca y, después de inhalarlo, se había echado la larga melena hacia
atrás, soltando una carcajada escalofriante. Por último, había dicho que a la
banda de los Moeche nunca les irían mal las cosas si las hacían como él
quería. Sin embargo, si lo decepcionaban, los aplastaría como los
desagradables cangrejitos que eran. Colombina intentó no pensar en ello.
Había venido a hacer un trabajo y no quería decepcionar al Moro: era muy
guapo e inteligente y a ella le gustaba. Por supuesto, intentaba no demostrarlo,
sobre todo porque sabía que no le era indiferente y esperaba así poder
retenerlo.
En cualquier caso, la explanada estaba atestada de los tipos más diversos:
caballeros sin dama, cortesanas, mercaderes deseosos de ampliar sus
posibilidades, aspirantes a actrices, nobles en busca de aventuras, sirvientes,
lacayos, aventureros sin escrúpulos, escritores, empresarios… o supuestos
empresarios, charlatanes, borrachos y, en medio de ellos, vendedores de
manzanas confitadas, bussolai, bollos de crema y otros dulces y, junto con
ellos, los vendedores de café y, además, los que estaban dispuestos a ceder en
el último momento y por unos pocos zecchini su lugar, tratando de estafar a
los crédulos que nunca faltaban.
Estaban todos, entre los que entraban a empujones en el teatro y los que se
entretenían esperando a alguien o, simplemente, tomándose un poco más de
tiempo, a pesar de que se hacía oscuro y estaba frío.
Colombina tenía toda la intención de ir al grano. Se acercó a un caballero
bien vestido con frac galoneado, tricornio y una gran capa, con una
monumental peluca empolvada y una barriga prominente. En parte por su
riqueza y en parte por su tamaño, posaba como un potentado. Ella hizo alarde
de su mirada más lánguida y dejó a la vista sus firmes pechos blancos, gracias
al escote del vestido. No era un vestido como tal, más bien un harapo, pero su
piel fresca y su hermosa forma lograban ampliamente el efecto deseado.
—Good evening, mi señor —dijo con todo el brío del que era capaz de
hacer acopio en aquel momento—. ¿Qué representan en el teatro esta noche?
El potentado la miró sorprendido, desnudándola con la mirada.
—Sangre de Baco —dijo—. Están poniendo en escena la Berenice de
Sergio Maria Orlandini. ¿Y tú quién eres? ¿Un ángel?
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—¡Qué galante! —trinó Colombina, sonriendo y frunciendo sus labios
rojos. Ni que decir tiene que esto hizo que el viejo Ganímedes entrara en
éxtasis.
—Sangre de Baco —reiteró este último—. Me preguntaba… —Y, en
tanto lo decía, alguien que llegó corriendo le golpeó el hombro. Mientras el
seductor blasfemaba contra el desgraciado que había chocado contra él con
tanta malicia, Colombina, acercándose, recuperó el bolso de cuero que
Magnaossi había cortado y que ahora había acabado en el suelo entre la gran
muchedumbre. Se apresuró a cogerlo y se lo metió en el bolsillo.
Mientras tanto, la gente se abría paso en el teatro y ella y el viejo
impenitente acabaron separados de la multitud que, como una marea, casi
arrollaba a este último, conduciéndolo, a su pesar, hacia la entrada.
—Querida… —dijo aquel—. Cómo me gustaría tenerte conmigo…
Ella le sopló con la mano el más seductor de los besos.
—Es como si hubiera aceptado, mi señor, será para la próxima vez. —Y,
sin más esperas, giró sobre sus talones y se dirigió en dirección opuesta a la
del viejo galán.
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Guardando silencio, él se limitó a desviar la mirada porque sabía que ella
tenía razón. Pero entonces la miró fijamente a los ojos.
—Debo pensar en encontrar comida para todos. No podemos seguir así.
—¿Por qué no? Podemos volver a hacer lo que hemos hecho hoy.
—Diez zecchini, es todo lo que tenía. Ese viejo cerdo estaba lleno de orina
y aire, y no es la primera vez que nos pasa. Necesitamos un ingreso seguro y
ese hombre puede proporcionárnoslo.
—No quiero —dijo ella. Las lágrimas ya le surcaban las mejillas.
—Tienes que confiar en mí —repuso él. Luego la besó en la frente—.
Piensa en los chicos. Son más pequeños que nosotros y, aunque sean listos, no
pueden hacer más de lo que ya hacen. Y, aun juntando todo lo que podemos,
casi no nos da ni para pan.
—¡Pero somos libres! —replicó ella.
—¿Por cuánto tiempo?
—Mientras tengamos el valor de serlo.
Sacudió la cabeza.
—Sabes que no es así. Solo nos mentimos a nosotros mismos. Iré a ver a
Teufel y ya veremos. Quiere una red de informantes en la ciudad y los
Moeche pueden ser justo lo que necesita. Tenemos contactos en cada barrio y
con tus palomas podemos cubrir los cielos de Venecia como nadie. Tus
amigas serán de inestimable valor para nosotros y pueden convertirse en
nuestros ojos.
Entonces el Moro se levantó.
Ella intentó detenerlo, pero él se soltó. Lo hizo de manera brusca,
definitiva. Mientras se alejaba, Colombina se dio cuenta de que eso sería el
principio del fin.
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El miedo
Varias veces ese día, Isaac se preguntó si la elección por la que estaba a punto
de decantarse era la correcta y la respuesta resultaba siempre la misma: no
tenía otra. Ante la completa inacción de la República la única opción que le
quedaba era alertar a la comunidad. Aunque en un principio había discutido
con su hermano, tenía que reconsiderarlo. Para ello se proponía hablar con el
rabino. Entró por el soportal, como de costumbre, accediendo al gueto desde
el lado de la Fondamenta della Pescaria que bordeaba el canal de Cannaregio.
La luna esa tarde ya lucía en el cielo, tan grande y amarilla como una medalla
de oro. En el gueto viejas panaderías, verdulerías y carnicerías… iban
cerrando, una a una. Isaac avanzaba entre los altos y estrechos edificios
mientras hombres, mujeres y niños se apresuraban a ir hacia sus casas,
ofreciéndose unas pocas palabras de saludo y llenando el aire frío de la tarde,
por unos instantes, con fragmentos de diversas lenguas. Las frases parecían
flotar en una babel de modismos que Isaac no dejó de reconocer: yidis,
alemán, italiano, turco, portugués y español.
Por fin se sentía en casa y, de algún modo, protegido. Especialmente
después de lo que le había pasado. Quizá aquella valla, en un momento
desafortunado como aquel, hubiera representado un muro infranqueable. Pasó
por delante del Ospedale dei Poveri y del Albergo per i Viandanti Levantini,
llegando así al Campiello delle Scuole para luego proseguir en dirección al
Gueto Nuevo. Pronto callaron las voces y, a excepción de unos pocos
propietarios de casas de empeño que aún se entretenían con el cierre, los
callejones y los patios quedaban vacíos.
Al llegar al campo del Gueto Nuevo se detuvo. Las casas eran tan altas
que ascendían hasta el noveno piso en algunos casos. Esa era la única manera
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para los judíos de ganar nuevos espacios: elevarse. E incluso así, las casas ya
no eran suficientes. Sacudió la cabeza. Ese hecho lo angustiaba.
A la derecha tenía la Escuela Grande Alemana, la Escuela Cantón y la
Escuela Italiana. Las tres se encontraban en el interior de otros tantos edificios
y palacios y no se las habría reconocido desde el exterior por la ausencia total
de signos distintivos, para no llamar la atención y así evitar despertar la
desaprobación del Gobierno de la Serenísima, que solo había permitido su
construcción a regañadientes. Continuó, inclinándose hacia la izquierda, en
dirección a una gran casa, alta y estrecha, de seis pisos. Llegó frente a la
puerta, reforzada con hierro, metió la llave por el ojo de la cerradura y entró.
En el pequeño patio arrancaba el primer tramo de escaleras. Un peldaño
tras otro se llegaba al balcón del primer piso. Luego al segundo, finalmente al
tercero. Aquellos escalones le pesaban ese día. Porque le recordaron, una vez
más, que él, como todo el mundo en el gueto, se veía obligado a vivir en
habitaciones estrechas y mal ventiladas, por las que se pagaba el triple de lo
que le habrían cobrado a un veneciano. No era justo. Y era aún menos justo
que no pudiera adquirir la propiedad si quería. Por supuesto, ¿qué interés
podría tener en convertirse en propietario de aquel cuchitril? Pero aquella era
una cuestión de principios.
Una vez dentro, dejó la bolsa de cuero y llamó a Zygmund. Su hermano
no contestó. Seguramente debía de estar en la sinagoga para las oraciones de
la tarde. Después de lavarse la cara, fue a la cocina y bebió un poco de agua.
Finalmente, de pie, se dedicó a rezar la amidá y sus diecinueve bendiciones.
Isaac llegó al campo del Gueto Nuevo frente a la Escuela Grande Alemana, la
sinagoga de rito asquenazí, construida hacía dos siglos. Estaba situada en el
primer piso de un edificio. Se reconocía por las cinco grandes ventanas
arqueadas y el pequeño liagò, el edículo saliente que señalaba su presencia en
el canal.
Entró por la puerta y, desde la planta baja, subió una empinada escalera
que conducía directamente al lugar de culto. La planta trapezoidal quedaba
algo desdibujada, en su singularidad, por la estructura elíptica de la galería de
las mujeres que, sostenida por elegantes columnillas, corría alrededor de todo
el techo. La bimá octogonal —el púlpito del oficiante— estaba situada en el
centro de la sinagoga y un marco continuo reproducía los diez mandamientos
en letras doradas sobre fondo rojo. En el lado corto de la sala, el elegante
aron, un arca de formas renacentistas, coronado por un frontón ricamente
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decorado en oro, tenía a su lado los asientos de los parnassim, los
administradores de la sinagoga. En las puertas del aron estaban tallados e
incrustados en nácar los diez mandamientos. Las paredes estaban revestidas
de madera, así como los bancos, y su color oscuro y austero contrastaba con
el suntuoso dorado de las paredes y el rojo de las cortinas.
En aquella magnificencia, Isaac no vio inmediatamente al rabino, ni
siquiera al shammash, el sacristán. Así que se dirigió a su gabba’im: el
secretario del rabino era un hombre gordo con la cara sonrojada, los ojos
llorosos y escaso pelo coronando aquel rostro redondo como una luna llena.
—Gabbai Wiesel —dijo—. Debo hacer una consulta al rabino Mordecai
Coen.
El gabbai era un hombre de pocas palabras. Hablaba con monosílabos y
solo cuando se veía obligado a hacerlo. Así que, sin inmutarse, indicó con una
inclinación de cabeza la última fila de bancos. Allí, sentado, con aspecto
cansado, Isaac vio al rabino. Dio las gracias al gabbai y se unió a Mordecai
Coen. Era, este último, un hombre de avanzada edad y profunda sabiduría.
Casi ni se dio cuenta de la llegada del médico. Permaneció con la mirada
aparentemente perdida en el vacío hasta que, distraído por el ligero ruido de
pasos, volvió sus ojos hacia arriba. Su rostro estaba pálido, enmarcado por
una larga y bien cuidada barba y unos caireles perfectamente rizados.
Isaac, al saludarlo, se puso de pie, por el respeto que le debía. El rabino
pareció atravesarlo con la mirada de sus grandes ojos claros.
—No te he visto esta noche en las oraciones, hijo.
—Llegué tarde, rabino —replicó Isaac—, y lo lamento.
—Y yo contigo —fue la respuesta.
—Vengo a hablar de lo que ocurre en la ciudad.
El rabino suspiró.
—Me temo que ya entiendo. ¿Aludes al terrible asesinato de la mujer que
apareció flotando en el canal de los Mendicantes?
Isaac asintió.
—Toda Venecia nos culpa de ese crimen.
—Lo sé.
—Ayer estuve en un lugar público.
—¿Y qué? —preguntó el rabino. Parecía indiferente a las palabras de
Isaac.
—Y fui atacado por hombres que nos llaman exterminadores de vidas y
bebedores de sangre.
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—Pues eso es lo que está sucediendo —dijo el rabino. Y en esas palabras
había un sentido de fatalidad que parecía sacudir la sinagoga hasta sus
mismos cimientos.
Isaac no comprendía. Pero el rabino no esperó su comentario y continuó:
—El contagio. El miedo es como el contagio. Comienza como una
pequeña llama, suficiente para encender una mecha. Luego se propaga y, en
poco tiempo, se convierte en un incendio. —Suspiró—. Sabbatai Zevi.
Ese nombre resonó en el aire como una sentencia de muerte.
—Conoces la historia, ¿verdad, hijo? —insistió el rabino.
Isaac asintió.
—Hace setenta años, Sabbatai Zevi, un joven seguidor del rabino mayor
de Esmirna, se autoproclamó mesías.
—Sí —fue la lacónica confirmación de Mordecai Coen. Y al actuar de ese
modo parecía invitar a Isaac a continuar.
—A pesar de que mucha gente se le oponía —continuó el doctor—, poco
a poco fueron creciendo sus seguidores, hasta el punto de que acabó siendo
considerado peligroso y acusado de herem y abandonó la ciudad,
refugiándose en Constantinopla. Allí un destacado predicador, Abraham
Yachini, lo reconoció como mesías, apoyando la tesis con una antigua
profecía hebrea según la cual este último se llamaría Sabbatai.
—Y ese hecho condujo a un cisma —concluyó el rabino Coen— entre los
que creían que era un charlatán y los que veían en él, en cambio, al verdadero
Mesías. Pero esto ya lo sabemos… El problema es otro, Isaac. —Y, al
pronunciar esas palabras dejó escapar un suspiro.
—¿Cuál?
—Antes que nosotros, buena parte de los judíos del gueto saludaron con
demasiado entusiasmo su autoproclamación. Y fueron trágicamente
desmentidos cuando abrazó el islam.
Isaac quiso hablar, pero dudó.
—¿Tienes miedo de decirlo? —lo instó el rabino—. Entonces lo haré yo:
alguien de la comunidad podría argumentar que lo que está ocurriendo es un
castigo por sucumbir a los halagos del falso mesías.
¿Así que se trataba de eso? ¿La posibilidad de que el bárbaro asesinato de
esa chica tuviera una motivación de naturaleza religiosa?
—Así que creéis que el asesinato de esa joven…
—Yo no. Pero eso, la viruela, las acusaciones contra nosotros, todo ello
podría ser culpa de la maldición que pesa sobre nosotros —completó el
rabino, interrumpiéndolo.
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—¡Pero sabéis que no está de ninguna manera probado que haya sido un
judío quien asesinó a esa pobre chica!
—Por supuesto. Pero cuidado: lo que yo sé no cuenta para nada. Además,
repito, no soy quién para decir que los preceptos de Zevi y sus seguidores nos
condenan. Digo, en cambio, que alguien podría apoyarlo. Es más, que alguien
ya lo está haciendo.
—¿De verdad? ¿Quién? —preguntó Isaac en el colmo de la angustia.
—No lo sé. He intentado pensar en ello y no me viene nadie a la cabeza.
El único alborotador en esta comunidad es Shimon Luzzatto, pero, para ser
honestos, todas sus invectivas se dirigen contra los venecianos. Así que no
veo cómo podría tener algún papel en esta historia. Pero el nombre de Zevi ya
ha sido pronunciado en estos días.
—Si esta historia se extendiera, la comunidad podría terminar en el caos.
—Exactamente. Por no hablar de que, cuando Zevi se proclamó mesías, la
comunidad judía de Venecia no se opuso enérgicamente a la impostura. Más
bien, como he dicho, al menos parte de ella, le dio la bienvenida. Así que, en
cierto modo, si bien no creo en la maldición, tampoco puedo afirmar que
seamos completamente inocentes.
Y mientras terminaba de hablar, su mirada hizo temblar a Isaac.
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El pacto
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ideas, pero él no podía dejarlo pasar, aunque era el primero que deseaba
regresar a la pintura y refugiarse en los sentimientos que albergaba por
Charlotte.
Así que, cuando el drama de Scipione Maffei llegaba al final del tercer
acto, Antonio se preguntaba una vez más si no sería el irlandés la persona que
podría ayudarlo a despejar sus dudas. Y la respuesta era siempre la misma: sí.
—Tengo que hablar con vos —dijo Antonio en voz baja, en la oscuridad
del palco, al amigo que estaba allí con él. Y en cuanto terminó el tercer acto,
entre gritos de júbilo y estruendosos aplausos, McSwiney lo miró, alzando
una ceja.
—¿Qué tal? ¿Lo estáis disfrutando?
—Un drama muy negro y sangriento —contestó Antonio.
—Estoy de acuerdo.
—Me produce incomodidad, debo admitirlo. Pero, después de todo, eso es
lo que le pedimos al teatro, ¿no? Emoción. Y este drama me desafía, lo
confieso. Tal vez porque, en lo trágico de la historia, veo a mi amada
República. Precisamente por ello, si me lo permitís, me gustaría preguntaros
algo.
—Adelante, señor Canal.
—Bueno…, amigo mío, a ver cómo lo digo… Me gustaría volver al salón
de Cornelia Zane.
—¿De verdad? Me pareció que no era de vuestro agrado. Por no
mencionar el riesgo que corrimos la otra vez.
—Y tenéis razón.
—¿Y entonces?
—Veréis… —reanudó Antonio y, por un momento, dudó—. Hasta ahora
os he contado una verdad a medias.
—Era consciente de ello.
—Sí, pero no os lo he contado todo y vuestra amistad se ha vuelto tan
querida que ya no quiero tener secretos con vos —observó Antonio—. Seré
sincero: fue el propio dux quien me encargó ciertas pesquisas.
McSwiney puso cara de incredulidad.
—Conque así están las cosas…
Antes de que Canaletto asintiera, el irlandés continuó, procurando
mantener el tono de voz bajo:
—Pero entonces me pregunto… ¿por qué vos? ¿No podría tener policías,
espías, signori di notte para hacer ese trabajo?
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—Veréis, al principio solo se trataba de averiguar en qué andaba metido
cierto individuo al que había retratado en uno de mis cuadros por pura
casualidad.
—El Cojo.
—Exactamente. Pero ahora, no sé por qué, me estoy convenciendo de que
hay algo más en ese salón.
—Es probable.
—¡Ah! Entonces ¿lo confirmáis?
—No es tan así. Pero puedo deciros que ayer mismo recibí una invitación
muy particular.
—¿De qué estáis hablando?
—No puedo ser más claro de lo que estoy siendo, pero puedo decir que el
cicisbeo que habéis vislumbrado es un hombre verdaderamente extraño y
quizá algo más.
—Me gustaría conocerlo mejor.
—Creo que es una mala idea. Yo mismo estoy pensando en limitar mis
frecuentaciones.
—¿Y eso por qué? —preguntó Antonio. Y en su voz no pudo ocultar un
cierto tono de preocupación.
—Porque tal vez tengáis razón: hay algo que no encaja en ese lugar.
—Pero entonces, si así fuera, tendríamos un motivo más para averiguarlo.
McSwiney sacudió la cabeza.
—¿Y si para ello tenemos que perder nuestro honor? ¿La reputación? ¿O
tal vez la vida misma?
—Os pido que me ayudéis; ya está, lo he dicho —admitió Antonio—. Que
seáis mis ojos en ese lugar y que me contéis lo que ocurra durante esa nueva
reunión a la que habéis sido invitado.
—Si he de seros sincero, señor Canal, lo primero que se me ocurre deciros
es: ni por todo el oro del mundo. Por supuesto, la parte aventurera de mí, que
ha anidado en lo más hondo de mi alma, hija del exilio y de tener que inventar
cada día una solución a mis problemas de paria, me hace decir que, en parte
por curiosidad y en parte por un quid pro quo adecuado, yo podría ser vuestro
hombre. Sin embargo, me gustaría que os dierais cuenta de que me estáis
pidiendo mucho. Una cosa es elegir si te arriesgas o no, y otra que te
obliguen. Así que os pregunto: ¿qué ganaría yo en todo esto?
—¿Una nueva obra que os pueda vender a muy bajo precio o regalárosla?
—Eso sería al menos un buen comienzo. —Y mientras enunciaba esas
palabras se abrió el telón. Comenzaba el cuarto acto.
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Antes de entregarse de nuevo a la atmósfera del drama, Antonio hizo una
promesa:
—Señor McSwiney, vamos a reanudar la conversación con una buena
copa de vino.
—Contad con ello —fue la respuesta.
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Antonio salió cuando aún era de noche. Quería ver la iglesia de San Giacomo
de Rialto con los colores nacarados que únicamente a esa hora podían
captarse. Pretendía grabarlos en su memoria para reproducirlos en un lienzo al
que llevaba un tiempo dándole vueltas.
Portaba una linterna que iluminaba su camino. Caminaba a paso rápido
porque quería llegar a tiempo al sitio elegido. A punto de alcanzar Rialto
había cruzado el puente a una velocidad vertiginosa y estaba casi llegando.
Fue entonces cuando oyó un grito atravesando el aire.
Corrió a lo largo de Ruga dei Oresi porque tenía la clara sensación de que
algo terrible estaba sucediendo. La luz del amanecer desvanecía los arañazos
dorados del crepúsculo. Vio perfectamente delante de él a dos personas bajo
los soportales de las Fábricas Viejas. Sintió que el corazón le martilleaba en el
pecho.
Se plantó allí en un instante. Una mujer llorosa, vestida como una
plebeya, era sostenida por un hombre con una camisa remendada y pantalones
andrajosos. Seguramente debía de ser uno de los pescadores del mercado
cercano. Calcetines raídos y zapatos gastados completaban su pobre atuendo.
La mujer parecía angustiada. Pero Antonio no entendía por qué. Entonces,
como si de repente lo hubiera comprendido, se dio la vuelta. Lo que vio lo
dejó sin aliento.
Al principio, en la grisura del amanecer, no se había dado cuenta. Pero
ahora, en cambio, la imagen lo golpeó con toda su terrible fuerza. La mujer
estaba apoyada contra la pared de la iglesia. Alguien se había tomado la
molestia de sentarla. El elegante vestido, o lo que quedaba de él, revelaba sin
lugar a dudas que pertenecía al patriciado o al menos a una familia adinerada.
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Tenía el pelo largo que le caía hacia delante, por debajo de los hombros.
Era rubio pero enmarañado, como si alguien lo hubiera frotado con tierra o
arena. Los grandes ojos azules parecían de cristal, congelados en una máscara
de horror mudo. El cuello blanco como la nieve estaba salpicado de sangre
oscura y seca. Gotas del color del hierro asaltaban las manos y las muñecas.
Más abajo, los pechos estaban desgarrados y lo que quedaba era un montón
de carne viscosa y castigada. El pecho había sido arrancado, literalmente y,
Antonio no hubiera podido encontrar otra palabra: vaciado. Apartó la mirada
porque le pareció que esa forma de regodeo era como profanar una vez más a
aquella pobre mujer. Tanteó con el brazo y se agarró a un pilar. Tuvo que
sentarse en los escalones de la plaza de la iglesia. Se quedó sin aliento cuando
la plebeya comenzó a gritar de nuevo. Alguien más blasfemaba.
Probablemente el pescador. Este profirió amenazas e imprecaciones, como si
esas palabras pudieran castigar a quienes habían llevado a cabo semejante
crimen. Pero ciertamente no había nada que hacer.
Antonio volvió en sí. Llevaba papel y lápiz, así que, sin perder más
tiempo, se puso resolutivo y, por repugnante que le resultara lo que estaba a
punto de llevar a cabo, comenzó a dibujar todo lo que pudo de cuanto tenía
ante sus ojos: la mujer estaba sentada, su pecho desgarrado, su corazón
arrancado, ausente, transportado a saber dónde, arrebatado por un monstruo
con toda seguridad. El vestido le cubría los hombros, pero estaba rasgado
hasta la cintura, como si un loco hubiera querido agrandar el escote hasta el
infinito. La doncella se hallaba descalza. Un charco de sangre negra y
coagulada se extendía bajo ella. La violencia del crimen era insoportable.
¿Quién había podido cometer semejante horror? ¿Y con qué propósito?
Venecia era una ciudad violenta, pero tales escenas Antonio solo las había
visto en ejecuciones públicas, cuando la Serenísima ajusticiaba a los
criminales, culpables de los crímenes más atroces, entre las columnas de San
Marcos y San Teodoro. Sin embargo, él nunca había oído hablar de un
encarnizamiento como aquel, ni siquiera en los más horrendos actos de
derramamiento de sangre. Cuando vio al sacristán salir de la iglesia, se detuvo
de inmediato. Había esbozado lo que pudo de la forma más completa y lo más
rápidamente posible. La plebeya, asistida por el pescador o quienquiera que
fuese, se había alejado unos pasos y los dos, aunque se mantenían cerca,
parecían ahora absortos en otros asuntos. Desde luego, no se habían fijado en
él. El alba daba paso al azul de una mañana fría. Convocados por los gritos de
un rato antes, carreteros, mendigos y sirvientes se iban reuniendo con rapidez
en el patio de la iglesia para presenciar el espectáculo de horror que se había
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consumado allí en el transcurso de la noche. Con ellos llegaban mercaderes de
la herbolaria de la Naranzeria y carniceros de la Beccheria. Era gente sencilla
en su mayor parte y que debían de estar tan conmocionados como él por lo
que habían oído. Antonio, que ya se había ocupado de meter el papel y el
lápiz en el bolsillo del frac, se dirigió hacia el rincón más alejado del patio de
la iglesia.
Mientras se iba retirando, apareció por Ruga dei Oresi uno de los Signori
di Notte al Criminal. Avanzaba como la muerte, completamente vestido de
negro, su capa ondeando levantada por el viento frío que azotaba Venecia
aquella mañana infernal. Detrás de él venían media docena de policías.
—Salid de ahí —atronó el magistrado al tiempo que desenvainaba su
espada amenazando en cualquier momento con ensartar a alguien como a un
pollo. A su paso, los grupos de transeúntes, comerciantes y plebeyos que se
habían congregado rápidamente frente a la iglesia se abrieron como las aguas
del mar Rojo al paso de Moisés. Había algo efectivamente bíblico y
sobrehumano en la violencia extrema que Antonio acababa de presenciar. Y
tal vez ahora el Signore della Notte al Criminal dispensaría, muda y terrible,
la justicia de Dios.
No sucedió.
Antonio se esforzó en caminar sobre sus piernas temblorosas y se obligó a
sí mismo a mirar una vez más el cadáver de aquella pobre y maltrecha mujer.
—¿Qué demonios hacéis aquí? —preguntó el Capitán Grando a Antonio
Canal. Este no tuvo los reflejos de contestar, así que fue el magistrado quien
continuó—: ¿Sabéis algo de esto? ¿Estabais vos aquí cuando ocurrió este
horror?
Antonio se limitó a negar con la cabeza. Fue una voz casi inaudible y
quebrada la que acudió en su ayuda. El Capitán Grando volvió la mirada y vio
al sacristán contemplándolo fijamente. Era un hombre de baja estatura, pero
de complexión fuerte, tonsura perfecta y barba bien recortada. Vestía hábito y
sandalias. Cómo no se congelaba en una mañana como aquella seguía siendo
un misterio. Pero a juzgar por la prontitud con que respondía y la luz de su
mirada, no parecía causarle demasiadas molestias.
—La encontré tal y como la veis. Me ausenté por un momento para buscar
al párroco, sin suerte. Casi al mismo tiempo que yo llegó esa mujer —dijo,
señalando a la plebeya que había gritado llamando la atención de Antonio—.
Dudo, sin embargo, que esa pobre mujer pueda deciros algo más que yo.
El Capitán Grando pareció mirar con un deje de abatimiento a la plebeya.
—Sí —admitió con un suspiro.
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—¡Muerte a los perros judíos! —gritó alguien. Otras voces se alzaron en
un eco de odio que parecía rebotar en el aire, ganando fuerza a medida que se
multiplicaban las amenazas.
—¡Exterminadores de mujeres! —estalló un hombre de pie, no muy
distante.
—¡Sanguijuelas israelitas! —continuó otro.
—¡Silencio! —instó el Capitán Grando—. ¡O como que hay Dios que os
arrepentiréis amargamente! —Luego volvió su atención a los suyos—.
Vamos, apartad a la multitud —ordenó.
Y un instante después, los policías increparon a los curiosos,
dispersándolos como una bandada de gansos. Hombres y mujeres se
arremolinaron hacia los puestos de los herbolarios o las tiendas de la Ruga dei
Oresi.
—¡Esto era lo que nos faltaba! Como si no tuviéramos bastante con la
viruela —exclamó el alto magistrado—. En cuanto a vos, señor —dijo el
Capitán Grando—, haré como si no os hubiera visto. Ni siquiera quiero saber
por qué estabais aquí. —Luego bajó la voz y agarró a Antonio por el brazo—.
Solo os recuerdo lo que prometisteis un par de noches atrás, en otras
circunstancias. No me hagáis repetir cuál era el pacto. Y si tenéis intención de
pintar este lugar, os ruego que vendáis el lienzo en el extranjero. ¿Me
explico?
Antonio asintió.
—¿Qué haréis? —preguntó casi instintivamente y como reacción a la
violencia que el otro ejercía sobre él.
—Lo que se espera de mí, por supuesto —exclamó enfáticamente el
magistrado—. ¿Por qué? ¿Debo responder ante vos de mis acciones? —
preguntó en modo despectivo.
—Solo estoy preocupado.
—¿Ah, sí? —respondió el Capitán Grando, levantando una ceja y dejando
escapar una sonrisa que bien podría haber sido de burla—. ¿Y de qué, si se
puede saber?
—¡Estoy seguro de que no son los judíos los responsables de semejante
horror!
—¿Ah, sí? ¿Tenéis alguna prueba? ¿Os dedicáis a la investigación?
¿Acaso os jactáis de tener alguna experiencia en asuntos criminales?
—En absoluto.
—Lo sospechaba. Entonces hacedme el favor de quitaros de en medio y
haced lo que acabo de ordenaros. Recordad: si alguna vez pintáis este lugar,
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Dios no lo quiera, cuidaos bien de llevar esa obra vuestra a otras tierras. —Y
mientras lo decía, el Capitán Grando casi empujaba a Antonio Canal por los
escalones que permitían que la iglesia se elevara por encima de la plaza.
Luego, sin preocuparse más por él, el magistrado volvió a interrogar al
sacristán.
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completamente instintiva, percibía la verdad del pensamiento que acababa de
materializar. Era más fuerte que él.
La chica asesinada de aquella manera aterradora era la puerta a ese
mundo. A través de sus ojos congelados por el miedo vio ante sí el abismo en
el que se precipitaba la Serenísima. Le habría gustado entender más, y sabía
que, por su forma de ser, no se daría por vencido, de hecho, no descansaría
hasta que aquel misterio, que comenzó como el simple acecho de un extraño,
se hubiera revelado en toda su complejidad.
Quienquiera que estuviera cometiendo esos actos de pura depravación se
cebaba con las mujeres. Y no con las de procedencia humilde, sino con las
hijas del patriciado. O eso parecía, ya que no tenía ninguna certeza, solo
información de segunda mano, sospechas, hipótesis, algunos trazos. Pero la
chica que había visto en aquel charco de sangre llevaba un vestido elegante, a
pesar de haber sido rasgado en pedazos por la locura asesina de su agresor.
¿Podría Charlotte haber estado también en peligro? La sola idea le ponía
enfermo. Pero probablemente no eran más que las divagaciones de un pobre
pintor influenciado por lo que había visto. ¿Con qué pruebas podía hacer tal
afirmación? Incluso si acudiera al dux, ¿qué podría haber aducido para
sustentar sus ideas? Tal como él las imaginaba, no eran más que las fantasías
de un artista delirante.
Intentó calmarse. Miró el lienzo: contempló la fachada de la iglesia y, a la
derecha, la logia a lo largo de la Ruga dei Oresi. Bajo los arcos, los talleres de
joyeros y orfebres, uno tras otro sobre el puente de Rialto. De esa vista ya
había dibujado un par de versiones a pluma y tinta marrón. Al observar los
detalles recordando los bocetos preparatorios que había hecho, yendo a aquel
lugar y utilizando la cámara óptica, el torbellino de su mente le confrontó con
otro aspecto de aquel horrible suceso: los cadáveres habían sido encontrados
en lugares que él mismo había visitado recientemente. Primero, el canal de los
Mendicantes y ahora la plaza de San Giacomo.
Aquel hecho lo desconcertó.
Por lo tanto, ¿era posible que estuviera pintando los lugares donde el
asesino había elegido que aparecieran las víctimas de su rabia sanguinaria?
¿Lo seguía alguien? ¿Y si fue él, sin querer, la inspiración de ese plan?
Por absurdo que sonara, era un hecho que la primera víctima había sido
encontrada en el canal de los Mendicantes, después de que su lienzo se
hubiera hecho de dominio público. ¿Y ahora? Ahora que había dirigido su
atención a la iglesia de San Giacomo de Rialto, había aparecido la segunda
víctima. Por supuesto, en este caso el asesino no había esperado a que su obra
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fuera conocida en la ciudad y en ese particular los puntos comunes entre las
dos muertes fallaban.
Pero resultaba evidente que, en más de una ocasión, Antonio había tenido
la sensación de que alguien lo seguía. Al principio había creído que
simplemente estaba sugestionado por la tarea que el dux le había
encomendado; luego se había preguntado si, tal vez, el inquisidor del Estado o
el Capitán Grando habrían puesto a algún matón para que siguiera sus
movimientos. Podría haber tenido sentido, en efecto. Sobre todo, y no era por
casualidad, porque el magistrado había hecho alusiones al encontrarse con él
en la explanada de la iglesia.
Era difícil culparle. Y tenía que estar agradecido al sacristán si cualquier
duda sobre su participación se había disipado. Pero ¿era entonces cierto y el
dux realmente había alejado de él a policías y espías… o sus palabras carecían
de sentido, no eran sino frases circunstanciales para tranquilizar a un pintor
insensato que solo había resultado culpable de haber retratado al hombre
equivocado en el lugar equivocado?
O, por el contrario, y esto habría sido verdaderamente aterrador, ¿era el
asesino quien lo seguía? ¿Y si la elección de San Giacomo como lugar para
desmembrar a aquella infeliz no era más que un mensaje a ese artista
arrogante al que se le había metido en la cabeza ocuparse de algo que no era
de su incumbencia? Como diciendo que sabía a qué se dedicaba y que debía
dejarlo…
Preguntas, solo preguntas. Y sin respuestas.
Esperaba que McSwiney hubiera conseguido averiguar algo. Cuanto más
pensaba en lo que había pasado el día anterior, más clara era la sensación de
que se había convertido en un objetivo. Quizá siempre lo había sido, solo que
ahora se estaba dando cuenta.
Sacudió la cabeza. Tenía que encontrar la forma de averiguar quiénes eran
las dos mujeres asesinadas. Pero ¿cómo hacerlo? ¿A quién preguntar?
Y si el asesino lo estaba siguiendo, entonces Charlotte realmente podría
estar en peligro. A partir de ese día sería más precavido, se dijo a sí mismo.
Tenía que vigilar sus espaldas. Y esperar. A pesar de que tenía un deseo
ardiente de volver a verla, se obligaría a esperar. Era la única manera de
mantenerla a salvo.
¿O el asesino ya lo había seguido hasta Murano y ahora sabía dónde
encontrarla?
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21
El irlandés
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—Yo también lo creo —dijo.
El irlandés se sirvió un poco de malvasía y vació su copa de un par de
sorbos, como si el vino fuera a aliviarle. Volvió a llenar la copa de nuevo.
Suspiró y reanudó su relato.
—Veréis, la otra noche, volví a la casa de Cornelia Zane. Como os dije,
tiene en Olaf Teufel un sirviente considerado y atento, pero también un
alborotador y un individuo algo fuera de control.
Habló en voz baja para no llamar demasiado la atención de los clientes.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Antonio, a quien el vino ya se
le estaba atragantando.
—Ahora os lo explicaré. ¿Recordáis que os dije que había recibido una
invitación especial?
—Por eso estamos aquí —confirmó Antonio.
—Sí. Os diré que no es la primera vez que ese extraño cicisbeo me ha
ofrecido participar en sus tejemanejes y, en unas cuantas ocasiones, confieso
que he aceptado. Pero si en el pasado se trataba simplemente de unos festejos
licenciosos con un gusto demasiado estrafalario (creo que ya he mencionado
que no desdeño de vez en cuando tales entretenimientos), esta vez la mente de
Teufel ha ideado algo verdaderamente insólito —observó McSwiney; luego
hizo una pausa.
—Continuad —instó Antonio, que estaba desesperado por entender a
dónde iría a parar aquella historia. El irlandés asintió.
—Bueno, dejadme deciros que una vez allí Teufel nos juntó, a mí y a los
otros diecinueve invitados, haciendo que diez doncellas de considerable
atractivo nos vendaran los ojos. Cada una de ellas actuaría como guía de dos
de nosotros. Después de que la seda cubriera nuestros párpados nos
condujeron a una parte del palacio que yo no conocía. Si he de ser sincero,
creo que, en verdad, nos condujeron, a través de un pasadizo secreto, al
palacio contiguo al de Cornelia Zane.
—¿Qué os lo hizo pensar?
—Mientras caminaba, distraído por las dulces palabras que la doncella
nos susurraba a mí y a mi acompañante, prometiéndonos delicias jamás
probadas, me pareció oír un clic metálico, un sonido que sugería que algún
dispositivo había sido activado. Sé con certeza que había bajado una escalera
que debía de conducir a un patio porque, de repente, sentí un frío cortante que
me hizo pensar que estábamos en el exterior. En cualquier caso, al llegar a
nuestro destino, nos quitaron las vendas. Cuando pude volver a ver, las diez
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doncellas ya no estaban allí. Estábamos solo nosotros, veinte invitados y, por
supuesto, nuestro anfitrión: Olaf Teufel.
—Y entonces… ¿qué pasó?
—Tal y como había previsto, el lugar era realmente extraño. En cierto
modo estaba arreglado como si se hubiera tratado de… —Y en esa frase
McSwiney se detuvo un momento, como si buscara las palabras adecuadas.
—¿Como si se hubiera tratado de qué? —apremió Antonio, totalmente
impaciente.
—Un templo —confesó el irlandés.
—¿Estuvisteis en una iglesia?
—¡No, en absoluto! —exclamó McSwiney, conteniendo a duras penas
una sonrisa—. Era, más bien, el vestíbulo de un palacio. No hay ninguna
iglesia cerca del edificio en el que se encuentra el salón de Cornelia Zane. No,
no, la cuestión es otra.
—¿Cuál?
—Que el entorno en el que nos encontrábamos, en todos los sentidos el de
un palacio patricio, estaba bizarramente decorado. Y no solo eso: Teufel
también parecía otro hombre. Como transfigurado.
—Creo que no lo entiendo —observó Antonio, a quien aquel relato le
parecía cada vez más oscuro e incomprensible.
—Me doy cuenta. Me explico: el techo del salón estaba cubierto por un
cielo de estrellas, pintado por algún artista, pero eso no era lo importante. El
suelo era de mármol a cuadros blancos y negros. La puerta por la que debimos
entrar tenía dos columnas a cada lado: una tenía grabada en el centro la letra
B, la otra la letra J. Las paredes habían sido repintadas con extraños símbolos
arcanos. Os cuento todo esto para que comprendáis que era como si alguien
hubiera concebido para aquel lugar una especie de absurda coreografía que
antecediera a un ritual. Pero lo que más me impresionó fue la forma en que
iba vestido Olaf Teufel.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Antonio cada vez más impaciente.
—Iba vestido completamente de negro y llevaba en la cintura una extraña
tela blanca. Luego, entraron al menos otros diez individuos vestidos de la
misma manera. Se colocaron detrás de nosotros. Teufel parecía alterado por
alguna bebida o sustancia. Comenzó a divagar sobre la hermandad, sobre
lazos irrompibles, proyectos comunes. Afirmó que los veinte podríamos ser
sus nuevos ojos y oídos y que Venecia merecía ser defendida y protegida de
hombres codiciosos y crueles, hombres dispuestos a todo para hundirla en un
infierno de dolor y perdición. Confieso que me sonó al discurso de un loco.
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Tanto más porque la Serenísima ya tiene un poder judicial eficiente y
guardias capaces de defenderla. Sin embargo, arengó sobre pactos
consagrados y símbolos de unión, los mismos que habían ya aceptado los
hermanos colocados detrás de nosotros. Entonces cada uno de nosotros
prometió no revelar nada de lo sucedido, so pena de que nos cortaran la
lengua. Y como veis, ya he roto esa promesa.
—Y yo os agradezco la valentía de la que hacéis gala.
—Mirad, si tengo que decirlo todo, lo que pasó me sorprendió y asombró.
Y arrojó una luz aún más oscura sobre las sospechas que teníamos. Por otra
parte, como os dije, no es la primera rareza de la que he sido testigo. En el
pasado este Teufel no ha desdeñado actitudes extrañas. De hecho, creo que
puede decirse que fueron precisamente esas extrañas maneras suyas las que
conquistaron el corazón de Cornelia Zane.
—¿La cortesana mantiene una aventura con su cicisbeo protector?
—Yo no lo llamaría exactamente así. Por supuesto, él es su sirviente y,
como tal, satisface sus antojos y apetitos ilimitados. Al mismo tiempo, sin
embargo, dada su buena apariencia y sus insinuantes modales, no deja de
influir en ella y manipular sus decisiones.
—¿Por ejemplo?
McSwiney negó con la cabeza.
—No es fácil de explicar, en parte porque no hay nada abiertamente
subversivo y menos aún criminal en lo que hace. Sin embargo, al principio el
salón de Cornelia Zane era realmente eso: nada más que una camarilla de
artistas, actores, intelectuales. Desde que Teufel entró al servicio de Cornelia,
no obstante, las cosas han cambiado. Y así se instituyó ese reducto que, como
habéis visto, está en efecto bien organizado. Posteriormente se dedicaron
salas a entretenimientos secretos…
—¿Las que dan al pasillo que conduce al reducto?
—Exacto. Y, además, como vos bien sabéis, en el entresuelo hay alcobas.
Al principio eran lugares cerrados, pero más tarde, de acuerdo con todos los
miembros, se permitió que los ocupantes pudieran ser espiados, lo que hacía
los juegos eróticos más excitantes porque, más o menos sin que los
protagonistas lo supieran, uno o más espectadores podían ser testigos. Las
máscaras garantizan un cierto anonimato.
—Sí, aunque, bien lo sabemos, depende de lo que te pongas…
—Claro que una moretta esconde mucho menos que una bautta o una
máscara facial completa.
—Exacto.
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—Lo que quiero decir, sin embargo, es otra cosa. Desde que entró Teufel
en la vida de Cornelia Zane es como si una sutil y creciente perversión
estuviera llenando las habitaciones de ese edificio. Repito, nada realmente
criminal, sino inapropiado, vulgar y obsceno. Y digo esto a pesar de que no he
rechazado abiertamente algunas de sus «proposiciones»: la carne es débil,
amigo mío. Solo el alma es inmortal. Pero la ceremonia de la otra noche,
bueno, eso fue algo muy inusual y extraño. Y más aún debido a los arcanos
símbolos en las paredes y al delirante discurso de aquel hombre.
—Pero… ¿sabéis quién es?
—¿Teufel? ¡Estaría anonadado si así fuera, pues habríamos resuelto una
gran parte del problema! Lo que sé es lo que, sospecho, él quiere que se sepa.
—¿Y de qué se trata?
—Él dice ser un noble prusiano venido a menos, que llegó a Venecia para
respirar el viento de la renovación. En resumen, si esta información no sonara
claramente falsa a mis oídos, casi podría creer que es un exiliado como yo. En
cambio, me temo que viene de las tierras de Moravia o tal vez de Silesia. No
es que haya nada malo en eso, pero se sabe del temperamento voluble y
extravagante de los hombres de aquellas tierras salvajes. Sospecho que es un
vagabundo y un viajero. Por cierto, sí ha estado en un país que conozco bien.
—¿Irlanda?
—¡Inglaterra!
—¿Cómo podéis saberlo?
—Porque habla el idioma. Y muy bien, diría yo, como alguien que conoce
los matices. Y no puedes aprender inglés de esa manera si no has vivido
mucho tiempo en el propio lugar. Pero Teufel habla igualmente bien alemán,
húngaro, francés, polaco, ruso, turco, griego y otra serie de idiomas que ni
siquiera sabía que existían. ¿Cómo he sabido todo eso? Porque en este último
año lo he visto conversar con señores extranjeros, marqueses polacos,
comerciantes de las tierras del norte y de Rusia, y en cada ocasión no dejaba
traslucir ninguna duda o vacilación. No hace falta añadir que un conocimiento
tan amplio de lenguas ha fascinado a Cornelia, que, con razón o sin ella, lo ha
convertido en un líder o, más bien, en su maestro de ceremonias.
—Y este hombre tan singular os ha reunido a vos y a otros diecinueve, en
torno a su figura, para pontificar sobre Venecia y su defensa…
—Y no os olvidéis de los diez que estaban con él. Sé que puede parecer
delirante, pero así es. Y os diré más: casi todos los que han presenciado esa
especie de ritual parecían entusiasmados.
—¿Y vos?
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—En el mejor de los casos podría describirme como atónito. Pero en
realidad, lo admito, también sentí cierta inquietud. Había algo oscuro en ese
tipo de ceremonia de iniciación, pero, por supuesto, no podía dejar mis dudas
al descubierto. Por ello, ante los otros me proclamé extasiado. Sobre todo,
porque, más allá de lo absurdo de ciertas proclamas, no había nada, y digo
nada, que fuera censurable. Era como si simplemente planteara un pacto con
los invitados presentes, fundando una especie de hermandad. Y en algunos
aspectos, alguien como yo, desprovisto de protectores, exiliado en una tierra
extranjera, no se inclina fácilmente a rechazar amistades. Y por extraño que
parezca, lo confieso, siempre he establecido relaciones interesantes y
rentables en el salón de Cornelia Zane.
—Pero ahora está yendo demasiado lejos.
—Así es.
—No sé qué decir —exclamó Antonio. Y había un sentimiento de
profunda consternación en sus palabras—. Esos dos horrendos asesinatos, el
hecho de que las víctimas muy probablemente pertenezcan al patriciado, el
odio arrebatado hacia los judíos…
—¿En qué sentido?
—Olvidé contároslo. Después de que el Capitán Grando hubiera llegado
junto a la iglesia, donde la doncella yacía en medio de un charco de sangre,
los curiosos que se acercaban comenzaron a gritar contra los judíos y a
afirmar que ese crimen era cosa suya.
McSwiney negó con la cabeza.
—No tiene ningún sentido —dijo—. ¿Y por qué iban a hacer algo así?
—Teóricamente, diría que durante estos años podrían haber ido
acumulando motivos por varias razones: estar encerrados en un recinto desde
medianoche hasta el amanecer como un rebaño de animales; el hacinamiento
de las viviendas en las que viven; el desorbitado alquiler exigido por la
Serenísima; la prohibición de poder comprar la propiedad y las escasísimas
actividades empresariales que se les permiten… Francamente, hay donde
elegir.
—Entiendo. Y aunque estoy de acuerdo con vos, me digo: el hecho de que
estén confinados en el gueto es solo para protegerlos de actitudes agresivas de
las que puedan ser víctimas. Ya ha ocurrido, después de todo. Y además la
República les ha garantizado una serie de prerrogativas y derechos que
difícilmente podrían disfrutar en otro lugar.
—Eso es cierto.
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—No, amigo mío, los judíos son utilizados como trampa para incautos.
Pero sabemos muy poco sobre las dos mujeres asesinadas. Por lo tanto,
propongo que procedamos paso a paso —dijo McSwiney con cierta
confianza.
—¿O sea?
—Por un lado, sugeriría profundizar en todo lo relativo a Teufel. Por otro,
a través de vuestra relación con Su Serenidad, obtener algo más de
información sobre quiénes son las dos víctimas de las que estamos hablando.
—La celebración de anoche dio en el clavo.
—Exactamente. Me sentía sorprendido y preocupado al mismo tiempo, al
menos por ahora. Y eso me lleva a haceros una propuesta.
—Os escucho —dijo Antonio.
—Tengo un buen amigo aquí en Venecia.
—Para ser un hombre sin protectores, estáis muy bien relacionado,
querido mío. ¿Cuál es su nombre?
—Joseph Smith.
—¿Irlandés como vos?
—Inglés, de hecho. Y, debo añadir, bastante influyente. A pesar de estar
recién llegado a Venecia tiene excelentes relaciones con el consulado
británico de la Serenísima. Si alguien puede arrojarnos alguna luz sobre la
sesión de ayer, es él.
—¿Y por qué iba a saber él algo? —preguntó Antonio.
—Porque hace poco me encontré con él y cuando, desahogándome como
hago a menudo, le hablé de mi odio por William Collier y cómo él había sido
el artífice de mi fracaso en el tribunal inglés, me confesó con franqueza que
este último tenía fuerzas oscuras de su parte.
—¿Quiere decir que tenía un protector sobrenatural? —preguntó Antonio
desconcertado e incrédulo.
—Eso es lo que yo también pregunté, en el mismo tono.
—¿Y qué salió en claro de todo eso?
—Smith insinuó hermandades secretas y pactos ocultos. Y ahora que os
cuento esto se me ocurre que…
—Lo de ayer suena a algo así —remató Antonio.
—Así es.
—Y entonces ¿a qué esperamos? ¿Podéis fijar una cita con Smith?
—Por supuesto.
—Hacedlo lo antes posible —dijo Antonio.
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—De acuerdo. Quizá pueda ayudarnos a comprender mejor la tortuosa
mente de Olaf Teufel.
—Yo, por mi parte, volveré a ver al dux e intentaré averiguar algo sobre
la identidad de las víctimas.
—Mientras tanto, haced lo que os he dicho —concluyó McSwiney,
levantándose de la mesa, en ademán de despedirse—. Vigilad vuestras
espaldas.
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Fanatismo
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devastado los campos. Lejos de ser una temerosa de Dios, hasta el
matrimonio con Sabbatai Zevi había ejercido de prostituta.
Pero el éxito del supuesto mesías no había dado señales de disminuir; por
el contrario, como una ola, se había levantado impetuoso y, pese a todo,
expulsado por los rabinos de Esmirna, había vagado de ciudad en ciudad
viendo cómo aumentaban desmesuradamente las filas de sus fieles. Entre
ellos destacaba la figura de su profeta: Natán de Gaza.
Su creciente éxito lo llevaría a Constantinopla, donde se libraría el
armagedón, la batalla que daría finalmente la victoria al mesías. Apenas llegó,
Sabbatai Zevi había reunido un número tan grande de prosélitos que obligó al
gran visir Ahmed Kuprili —que temía el estallido de disturbios— a confinarlo
en la fortaleza de Gallípoli, en Turquía, a la espera de una decisión sobre
cómo tratar con él. Allí, Sabbatai Zevi, lejos de ser tratado como un enemigo,
había tenido la oportunidad de regodearse en la expectación, entregándose al
placer y la violación de las obligaciones sagradas. En vísperas de la Pascua,
había hecho degollar un cordero para él y sus compañeros y también había
comido las partes prohibidas por la ley de Moisés, exhibiendo la abolición
radical de los antiguos preceptos.
Pero mientras Sabbatai Zevi se burlaba de sus enemigos, galanteaba y se
entregaba a las gracias del amor y los placeres terrenales, el gran visir Ahmed
Kuprili le organizó una reunión en el palacio imperial de Edirne con el sultán
y uno de sus principales predicadores: Vani Efendi. Convocado por el
Sublime Muhammad IV y llevado ante la corte, Sabbatai Zevi se encontró
teniendo que elegir entre la ejecución capital o la conversión al islam. Sin
dudarlo, el aspirante a mesías había resuelto abrazar la fe musulmana y lucir
turbante.
Aquel acto había conmocionado a la comunidad judía, sumiendo al pueblo
elegido en un caos total. Casi de inmediato, los seguidores de Sabbatai Zevi
se habían dividido en dos ramas diferentes: la de aquellos que, rechazando la
elección de su mesías, que se había convertido en un apóstata, habían
decidido refugiarse en el dolor y el arrepentimiento, vistiéndose con harapos y
castigando sus cuerpos casi hasta el punto de suicidarse; y la de quienes,
alabando aún más a Sabbatai Zevi y apoyándose en una ambigua lectura de la
Torá teorizada por Natán de Gaza, afirmaban que Zevi se había convertido
para combatir al enemigo desde dentro y así poder derrotarlo. Estos últimos
fueron los que acabaron formando la llamada secta de los Dönmeh:
practicaban el islam en público, pero clandestinamente permanecían fieles al
judaísmo. Aun así, el impacto de la conversión había resultado devastador y
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no se quedó en esa primera escisión, de modo que también los Dönmeh se
dividieron a su vez entre los que creían que la generación de los apóstatas
debía adherirse estrictamente a las reglas de pureza y castidad para favorecer
la llegada del verdadero mesías, y los que, liderados por Baruchiah Russo,
sostenían que debían cometer los crímenes más atroces, a imitación del
pecado de Sabbatai, en espera de la redención. En los primeros años del siglo
XVIII Baruchiah, en su afán por seguir los pasos de Sabbatai y exagerar sus
preceptos, había armado un gran revuelo al declarar que la Torá mesiánica,
base de los preceptos de Zevi, implicaba la inversión total de los valores,
transformando las treinta y seis prohibiciones —las keritot, castigadas con el
desarraigo del alma y la aniquilación— en mandamientos positivos. Y así,
según ese planteamiento demencial, se les permitía, entre otras cosas, todas
las uniones sexuales prohibidas, incluido el incesto. Isaac se había quedado
sin palabras. Nunca hubiera esperado tamaña muestra de locura. Fue el rabino
quien le proporcionó aquellos libros, recomendándole que los mantuviera
siempre a buen recaudo y que no los extraviara.
Y ahora entendía por qué. Pero tenía la sensación de que el horror estaba
lejos de terminar. Una cosa era conocer en detalle los pasos que habían
llevado a la apostasía de Sabbatai Zevi y otra era leer sobre las enseñanzas de
ese loco Baruchiah Russo, puestas en práctica por uno de sus más fieles
acólitos. Y el segundo libro trataba precisamente de eso. Era un volumen no
demasiado pesado pero que contenía tantos actos nefandos y obscenidad
como para dejarlo a uno alicaído.
Sin embargo, en cuanto conoció el contenido de aquellas páginas, Isaac
fue madurando una convicción: de caer en las manos equivocadas, ese
volumen podría convertirse en fuente de inspiración para todos los horrores
del mundo. Casi dudaba de que eso no hubiera ya sucedido. Que alguien,
después de todo, hubiera encontrado el libro y se lo hubiese aprendido de
memoria, teniendo en cuenta lo que estaba sucediendo en Venecia. Ese
mismo día, de camino a la sinagoga, había oído pronunciar el nombre de
Sabbatai Zevi. Y no era la primera vez. La influencia que podía desatar
resultaba aterradora.
La Serenísima era conocida por sus trabajos de imprenta. Y aunque
quedaban lejos los tiempos de Aldo Manuzio, era innegable que la tipografía
seguía representando una actividad de excelencia en Venecia. Y tanto más
teniendo en cuenta que eran precisamente los judíos quienes desempeñaban
un importante papel en ese oficio. Expertos tipógrafos, estaban entre los más
solicitados de la ciudad para ese trabajo.
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¿Y si alguno de ellos hubiera encontrado realmente ese libro maldito?
Pues de eso se trataba. Y si el rabino Mordecai Coen tenía una copia, ¿no era
posible que alguien más guardara ese libro negro en su casa y se inspirara en
él para cometer crímenes horribles? ¿O tal vez solo para propagar, como la
mala hierba, las mentiras y las acusaciones contra los judíos, afirmando que
tenían entre ellos un exterminador? Ahora que lo pensaba, el joven Shimon
Luzzatto trabajaba en un taller de imprenta.
Era gracias a su profesión que se difundía una hoja informativa con la que
alimentaba propaganda de forma no demasiado velada contra cierta forma
veneciana de humillar a los judíos. Pero, como ya se ha dicho, tal actitud
resultaba incompatible con el deseo de culpar precisamente a la comunidad de
los asesinatos. Aunque, y esto era un hecho, tal vez Shimon podía haber
cometido los asesinatos con la excusa de vengar a su pueblo. Pero, aparte de
que ni por asomo a Isaac se le pasaba por la cabeza que ese joven pudiera ser
culpable de atrocidades tan inauditas como las mencionadas, había otro
detalle que refutaba esa hipótesis: ¿por qué alimentar sospechas? Habría sido
como tirar piedras contra su propio tejado. Y un asesino, precisamente por ser
un asesino, habría tenido todo el interés en desviar cualquier investigación.
Así que, fuera como fuese, la hipótesis no tenía sentido.
Isaac volvió a hojear las páginas: no podía continuar. La historia
contenida en el libro hablaba de un pequeño pueblo judío en Moravia y de
cómo su población había sido seducida por el autoproclamado mesianismo de
Sabbatai Zevi, solo para sumirse en el horror del cisma tras su conversión.
Los habitantes se habían dividido en dos facciones. La victoria había sido
para aquellos que habían llevado al extremo las enseñanzas del supuesto
mesías, radicalizando el concepto de violación del precepto sagrado a través
del pecado.
A la cabeza de esa banda de idólatras, que habían decretado su supremacía
en el pueblo moravo, estaba el cabalista Shimon Friedman. Era un hombre
atractivo, con una larga barba negra y ojos como brasas incandescentes,
dotado de una magnífica elocuencia y una voz llena de encanto. Se
proclamaba seguidor de Baruchiah Russo, el adepto más sanguinario de
Sabbatai Zevi. Bajo su dirección, la gente de la pequeña aldea se entregaba a
todo tipo de placeres, incluso los más repugnantes. Celebrando la gloria de un
impostor como Baruchiah Russo, el cabalista Shimon no dejaba de poseer a
las más bellas doncellas y justificar sus ruines actos. Pero luego, en medio de
la noche, yacía desnudo en la nieve y se flagelaba con zarzas y ortigas, y
aquella rígida disciplina, esos flagrantes actos de dolor autoinfligido, no solo
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lo absolvían a los ojos de sus fieles, sino que lo mostraba como un guía al que
imitar y alabar.
Pronto sus hazañas llevaron a engrosar las filas de sus seguidores y las
proporciones de su fama fueron mucho más allá de las fronteras de la aldea,
llegando a todos los rincones de Moravia e incluso más allá. En proporción a
su fama, crecían sus ilimitados apetitos: se enriquecía cada día más,
acumulaba toda clase de bienes, mostraba cada vez más preocupación por el
cuidado de su propia persona, exigía que le sirvieran comida exquisita y
sonreía a todas las mujeres que lo admiraban y albergaban en sus corazones el
secreto deseo de ser fecundadas por aquel hombre apuesto y atrevido como no
había otro igual.
En todo esto no dejaba de describirse a sí mismo como «el esposo de la
Torá» y «el hijo primogénito de Dios». La locura había continuado un día tras
otro, y nada parecía perturbar la delirante orgía de poder que habitaba en el
pueblo. Pero cuando una de las mujeres había dicho que había sido tomada
contra su propia voluntad por el cabalista, mostrando los profundos arañazos
de sus caderas y afirmando que había sido él quien se los había infligido sobre
las carnes, algo se había roto y la máscara de Shimon Friedman experimentó
la primera de muchas grietas.
Naturalmente, no faltaron seguidores dispuestos a desacreditar a la mujer,
afirmando que Sarah, porque ese era su nombre, se había hecho a sí misma las
heridas, pero la semilla de la incertidumbre y de la discordia había quedado
sembrada. El hecho había suscitado escándalo y las voces de los rabinos de
las comunidades vecinas, que intentaban aniquilar la fama de Shimon
Friedman, habían empezado a cobrar fuerza.
Cansado de leer aquel cúmulo de perversidad y vileza, Isaac cerró las
páginas del libro que tenía entre las manos. Sacudió la cabeza. No quería
seguir leyendo porque temía perderse. Pero comprendió la admonición del
rabino Mordecai Coen: tenía razón, por supuesto. Lo que ocurría en Venecia
parecía justo el castigo reservado a los judíos por los actos cometidos, sobre
todo, por Sabbatai Zevi, y después por Baruchiah Russo y por aquellos que,
como le había sucedido a Shimon Friedman, habían practicado sus
enseñanzas, radicalizándolas y llevando al extremo sus falsos preceptos de
impostores.
Incluso en Venecia, decía el rabino Coen, la comunidad no se había
manifestado abiertamente contra las mentiras del falso mesías de Esmirna
como había hecho, por ejemplo, la de Livorno. Y según la voluntad
traicionera y tendenciosa de algún malvado ministro, se traía de nuevo al
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gueto judío una estigmatización preñada de tragedia: aludía a que el silencio
indiferente a los preceptos de Zevi de cincuenta años antes, en el mejor de los
casos, y la aceptación, en el peor, representaba ahora esa culpabilidad que
condenaba a los judíos del gueto a pagar por su propia pereza o, de hecho, por
su apostasía deliberada.
Por no hablar de que nadie sabía si, aunque fuera uno de ellos, había sido
subyugado por las doctrinas dementes de Zevi y Russo y ahora,
revitalizándolas, habían decidido arrastrar al pueblo de Dios a un océano de
sangre, enrojeciendo las aguas de la laguna. Por supuesto, era una hipótesis
descabellada y el libro que tenía en sus manos, impreso en la propia Venecia,
parecía una colección de desvaríos de un autor anónimo, con el único objetivo
de difundir veneno en la comunidad judía. Y eso por no entrar a considerar
que Isaac tampoco tenía ni idea de lo que pasaría si la obra cayera en manos
de alguien que no fuera judío.
No sabía qué hacer. Seguramente ese libro tenía que mantenerlo bien
escondido. Sabía, sin embargo, que si el rabino había mencionado la figura de
Zevi y se había tomado la molestia de hacerle leer ese volumen, debía de estar
convencido de que alguien, en algún lugar de Venecia, ya era consciente de
que esa podía ser la manera de culpar a los judíos de los hechos sangrientos
que estaban ocurriendo.
De aquellos y de todo lo demás.
Y la maldición de Zevi y aquellos cabalistas delirantes era una excusa
perfecta.
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Charlotte
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Charlotte la plaza situada frente al palacio donde se había refugiado, mientras
subía la escalera que conducía al segundo piso, residía en su creencia de que
lo seguían. En los días anteriores había tenido esa sensación al menos en dos
ocasiones.
Y quería tenerlo más claro.
No podía estar seguro de haber visto a su perseguidor, pero la forma en
que el secuaz miraba a su alrededor era bastante elocuente. Cuando se había
acercado a la plaza, Antonio había acelerado el paso, dirigiéndose hacia el
palacio donde sabía que lo esperaban gracias a un acuerdo previo con un
amigo, el propietario de la residencia. Por eso se había limitado a empujar la
puerta y había entrado mucho antes de que el otro doblara la esquina. A
continuación, había corrido hacia los peldaños de la escalera y, tras llegar al
balcón del segundo piso, se había asomado sin ser visto para observar la plaza
de abajo. A fin de vigilar mejor sin que lo descubrieran, había sacado su
nuevo telescopio, poniéndolo a prueba, y estaba plenamente satisfecho con él.
La verdadera cuestión ahora era comprender quién demonios era aquel
hombre, admitir que era realmente el espía que lo había estado vigilando.
Antonio se dio cuenta de que debía de ser él quien le siguiera la pista mientras
se permitía una flagrante decepción. Esa nueva conciencia, al menos, le daba
una ventaja. No le apetecía enfrentarse a él en aquel momento y no quería
ciertamente involucrar al buen amigo, sin duda de edad avanzada, que con
generosidad le había cedido su balcón. Pero sabiendo de quién cuidarse sería
mucho más fácil, junto con McSwiney, desenmascarar y darle una lección al
canalla. Y, en efecto, había que preparar cuidadosamente la ocasión, ya que,
sorprendiendo al hombre que, con certeza, no sabía que había sido
descubierto, tal vez podría desvelar algunos detalles más de la compleja trama
en la que se veía envuelto. Para no delatar su presencia, Antonio había traído
consigo un disfraz. No quería que lo reconocieran y lo siguieran cuando
saliera de allí. Por eso había elegido un atuendo completamente distinto del
que había llevado al entrar. De ese modo, nadie sabría quién era y, por lo
tanto, podría encontrarse con Charlotte sin temor a ponerla en peligro. Aquel
hecho lo aliviaba. Los últimos acontecimientos lo habían puesto
constantemente en guardia, y aunque sus escrúpulos pudieran haber sido
excesivos, prefería arriesgarse a hacer el ridículo antes que tener que
arrepentirse cuando ya fuera demasiado tarde.
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Charlotte lo miró con los ojos de una mujer que no conocía el miedo. ¡Cómo
la deseaba! Era una muchacha de temperamento ardiente y él esperaba poder
desempeñar algún papel en su vida, tarde o temprano.
Tras el bello encuentro en Murano, ella le había permitido volver a verla
en el primer piso del café Stella d’Oro en las Procuratie Vecchie. Como otros
establecimientos de la ciudad, pertenecía a un confitero suizo, un graubünden,
como solía llamárseles, un profundo conocedor de dulces y bebidas.
Cuando podía, le había dicho, le gustaba pasar el tiempo en la salita que
Josef Fischer siempre le reservaba. En cuanto el pastelero había visto quién
era el invitado de Charlotte, se había flexionado en una reverencia tan
profunda que Antonio temió que pudiera caerse al suelo, dada su robusta
estatura. El anfitrión de la casa, contra todo pronóstico, había revelado una
agilidad sorprendente.
Así que, tomando chocolate caliente y una selección de pastas y galletas,
Antonio pensaba que le gustaría revelar a Charlotte lo atraído que se sentía
por ella. Pero no podía permitírselo, todavía no. No se sentía preparado.
Además, ¿cómo afrontaría un eventual rechazo? ¿Qué le hacía pensar que ella
aceptaría sus insinuaciones? Por eso, prudentemente, consideró mejor hablar
del magnífico telescopio cuyas cualidades había comprobado.
—Mi querida Charlotte —dijo aclarándose la garganta—. Permitidme que
os diga que las lentes que fabricáis son de excelente calidad. He utilizado
vuestro telescopio y he apreciado su nitidez y su versatilidad, gracias al
mecanismo de cremallera con el que está equipado. Confieso que no esperaba
semejante nivel.
—Señor Canal —respondió Charlotte—, sois muy amable. Que sepáis que
vuestro aprecio es para mí motivo de gran orgullo.
—Me alegro de ello —contestó Antonio, tomando un sorbo del exquisito
chocolate y dejando que sus ojos se llenaran al contemplarla.
También ese día Charlotte estaba impresionantemente guapa: su pelo
recogido en deliciosos tirabuzones y peinado con cintas de terciopelo verde
azulado que resaltaban una vez más el brillo de sus ojos. El vestido, un
precioso andrienne de seda y tafetán, repetía los mismos tonos, realzado por
broches de oro y adornado con rubíes y esmeraldas de magnífica factura.
Antonio apenas pudo contener un suspiro y por un momento le pareció
asombroso que aquella mujer fuera la misma que lo había recibido unos días
antes en su horno de Murano. Sin embargo, no cabía duda de que así era, ya
que, a pesar del deleite de los modales, Charlotte mantenía el pragmatismo y
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la franqueza, sin entregarse nunca demasiado a ciertas afectaciones. Pero
ahora, pensaba Antonio, quería contarle algo más de lo que le ocurría.
—Es gracias a vuestro catalejo como he descubierto que me están
siguiendo —dijo casi de un tirón, como si tuviera que librarse de un peso.
—¿Os están siguiendo? ¿Quién? ¿Qué quieren? —Charlotte pronunció
esas palabras con una participación tan intensa como para parecer, al menos
por un momento, casi protectora. A la luz de aquel día invernal, sus ojos
parecían arder.
—La cuestión es compleja. ¿Por dónde empezar? Bueno, os diré esto: por
una extraña razón, me han asignado que siga a una persona. Todo surgió del
hecho de que yo la había retratado sin darme cuenta en mi reciente cuadro Rio
dei Mendicanti. Alguien importante lo ha descubierto y me ha encargado unas
pesquisas. Pero lo que he ido averiguando parece incomodar a ciertas
personas. No obstante, no quisiera importunaros con mis hallazgos de espía
del tres a cuarto —concluyó Antonio. Sabía que le había dicho una verdad a
medias, pero, en conjunto, le parecía prematuro confesar más. No es que no
confiara en ella, solo que ¿era realmente prudente exponerla a más detalles?
—Y ahora al perseguidor le toca ser el perseguido —añadió ella.
—Exactamente.
—Pero ¿estáis en peligro?
—En absoluto. Será una mera molestia. En el momento oportuno me
desharé de él —respondió Antonio encogiéndose de hombros.
—Sois muy confiado, señor Canal.
—Ojalá fuera así —dijo con un deje de pesar.
—¿Os habéis enterado de lo que está pasando en la ciudad? —preguntó
entonces Charlotte; y el tono de su voz cambió bruscamente, volviéndose más
oscuro.
—¿A qué os referís?
—A los dos sangrientos asesinatos de los últimos días. Es inconcebible.
Dos mujeres fueron encontradas bárbaramente asesinadas. Dicen que alguien
les arrancó el corazón.
Antonio guardó silencio un momento.
—Así es —confirmó.
—Y vos…
—¿Cómo lo sé? —se anticipó.
Charlotte asintió.
—Porque, en el caso de la segunda mujer asesinada, el destino quiso que
yo fuera de los primeros que se encontrara en el lugar donde había sido
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abandonada.
La hermosa hija del mariscal Von der Schulenburg parpadeó…
—¿Vos? —preguntó en voz baja.
—Fue una horrible treta del azar —observó Antonio—. Aquella mañana
había elegido ir al amanecer a la plaza de San Giacomo en Rialto. Me
interesaba imprimir en mi mente el color perfecto del cielo al captar esa luz
particular que únicamente se manifiesta a la salida del sol. Recuerdo haber
pasado por el puente y luego por la Ruga dei Oresi. Era el momento exacto en
que la oscuridad da paso al crepúsculo. Sin embargo, pronto me di cuenta de
que había un cadáver en la plaza de la iglesia. No muy lejos, una mujer
gritaba mientras un hombre la sostenía en sus brazos.
—He oído cosas horripilantes.
—Que sepáis que lo que se ha dicho no representa ni la milésima parte de
lo que tenía delante de mis ojos. A esa mujer la han masacrado.
—Pero ¿quién podría llevar a cabo semejante salvajada? —preguntó
Charlotte; y sus ojos brillaron de ira.
—No lo sé —respondió Antonio—. Ni que decir tiene que, poco después
de mi llegada, apareció el Capitán Grando con su policía.
—Sí. Sin embargo, no se sabe nada, salvo que dos mujeres fueron
asesinadas. No se capturó a los asesinos. ¿Alguien ha sido interrogado? ¿Las
sospechas apuntan a un culpable? Es cierto que el poder judicial se cuidará de
no divulgar detalles, pero mi sensación es que estos asesinatos no interesan
nada a la República. Todos mantienen silencio. Nada cambia. Igual que sobre
la viruela. Sé a ciencia cierta que algunos médicos judíos habían propuesto un
tratamiento que implica la inoculación de humores tomados de llagas maduras
con el fin de prevenir la aparición de la enfermedad. De esta manera uno
caería enfermo con una versión menos virulenta, con mayores posibilidades
de recuperación. Pero tampoco sobre esto la República se explaya, espera.
Como en el caso de estas mujeres horriblemente asesinadas. Como si, después
de todo, lo ocurrido pudiera considerarse tolerable. Pero un mundo como este
no durará mucho más tiempo —concluyó Charlotte con rabia.
Antonio percibió en ella un profundo resentimiento, como si aquello de lo
que hablaba lo hubiera experimentado ella misma.
—Pero tenéis razón —continuó—. No quiero estropearos el día. La
verdad es que no soporto la forma en que un grupo de familias ha dominado
esta ciudad durante más de mil años. ¿Y para qué? Para conservar su poder. Y
si para ello es necesario asegurarse de que nada cambie, entonces la mejor
manera es dejar que ciertas cosas sigan su curso.
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—Charlotte, ¿qué ha pasado? —preguntó preocupado. Sentía que
necesitaba desahogar un dolor que llevaba dentro.
—Menego, el maestro vidriero que me ayudaba hace unos días, ¿os
acordáis de él?
—Por supuesto.
—Anoche… La viruela se lo llevó. Murió en mis brazos.
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Confesiones
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de multiplicar los efectos, esa luz con la que intentaba rasgar sus lienzos con
la fuerza de un huracán.
Por todo ello, en aquel momento percibía el dolor de Charlotte.
—Puedo entender lo que significa. Debe de ser una pérdida irreparable.
Mi padre fue mi maestro. Si él falleciera creo que no sería capaz de
soportarlo, solo podría llevar el dolor por dentro y, tal vez, después de mucho
tiempo, aprender a vivir con ello. Lo que sé de pintura se lo debo a él y la
pintura es mi vida, es a lo que me aferro cuando lo que veo está más allá de
mi comprensión y me hiere.
Charlotte lo miró con los ojos como dos charcos de luz.
—Eso es exactamente lo que creo —dijo—. Lo que me indigna es el
silencio de la República. Y su indiferencia. No por la muerte de Menego, sino
por la de miles de venecianos que caen como moscas, devorados por el mal de
la viruela. Y por las dos mujeres brutalmente asesinadas, respecto a las cuales
nadie parece querer hacer nada. Como si fueran un accidente cotidiano, un
hecho ordinario. La llegada a la ciudad de un embajador, quiero decir, del
último de los cónsules, se consideraría un acontecimiento mucho más
importante.
—Tenéis razón. Por eso intento ocuparme de ello —afirmó Antonio. Se
dio cuenta demasiado tarde de que había dicho más de lo que hubiera sido
prudente. La razón residía en su corazón, que se había dado cuenta antes que
su mente de que en aquella mujer deseaba confiar.
Aquella revelación dejó a Charlotte estupefacta.
—¿De verdad?
—Veréis, lo cierto es que esta ciudad se está convirtiendo en un nido de
serpientes —continuó Antonio—. No sé cómo explicarlo, pero percibo una
fuerza oscura que la recorre y que ya no se puede ignorar. Al principio,
cuando me pidieron que siguiera al hombre que había retratado en mi cuadro,
pensaba que sería mejor dedicarme a otra cosa. Luego cedí. Porque no podía
negarme. Pero fue una señal del destino, evidentemente. Y ahora, si tengo que
deciros lo que pienso, siento una presencia maligna, un oscuro complot que
vincula lo que he descubierto con los aterradores asesinatos de estos días, las
calumniosas acusaciones hechas a los judíos, la epidemia de viruela, la
indiferencia ante la muerte de esas mujeres. Si me preguntáis de qué se trata
todo esto soy incapaz de responderos, ni creo que sea fácil encontrar un
remedio eficaz al mal que mató a vuestro maestro. Pero tenéis razón en una
cosa: la República parece demasiado… preocupada por sobrevivir, cueste lo
que cueste, pase lo que pase. Y si eso significa quedarse contemplando,
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simplemente esperar a que pasen las tragedias, confiando en el paso del
tiempo, pues bien: eso no es para mí. Y creo que los hombres de buena
voluntad tienen que hacer algo, incluso cuando, como en mi caso, no
disponen de las habilidades específicas para tener éxito.
—¿Sabéis? A veces me digo que debo tener fe. Y, sobre todo, que no
debo quejarme. ¿Con qué cara lo hago? Yo, que fui criada por un noble. Y,
entonces, por esa misma razón, me respondo que no puedo permanecer en
silencio. Miro a mi padre: él, que fue un héroe de guerra. Que defendió Corfú
del ataque de los turcos, arriesgando su propia vida por Venecia. ¡Por
Venecia! ¡No por las familias que la gobiernan! Por una ciudad que es una
idea, un principio, un desafío a lo imposible: nacer y vivir sobre el agua
cuando todas las demás comunidades de mujeres y hombres han elegido la
tierra. Venecia es el último sueño que nos queda y no debemos dejarlo
escapar. Perder Venecia es perdernos a nosotros mismos. Y sin embargo,
alguien intenta arrebatárnosla: magistrados, burócratas, administradores. Son
solo hombres tratando de negar algo más grande. Los maestros vidrieros
abandonan Murano y los inquisidores del Estado los amenazan, chantajean a
los que han elegido huir, los envenenan. Pero no preguntan por qué los
maestros abandonan los hornos. Solo quedamos unos pocos. Y Venecia
muere un poco cada día. Por eso me encantan vuestros cuadros, Antonio.
Porque vuestro amor por Venecia es tan grande que quemáis los lienzos,
gracias a la luz que captáis. Es como si, observando el cielo, el sol y el agua,
recogierais con vuestras manos los rayos, reflejos, brillos y reverberaciones,
lanzándolos sobre el lienzo con tal energía que deja al espectador sin aliento.
Y tenéis razón: hay una magia en el arte que nos protege de las indignidades
de la vida. Pero debemos preservar Venecia. No solo para nosotros, sino para
los que vengan después. Sin Venecia, ¿qué seríamos?
Antonio aspiró largamente. Había una pasión en Charlotte que lo
abrumaba. Y lo hizo querer conseguir algo grande. Nunca le había pasado
antes, pero ocurría cada vez que se encontraba con ella. La belleza no tenía
nada que ver. Desaparecía en comparación con ese corazón intrépido y ese
coraje que él nunca tendría.
Finalmente, ella lo miró con extrañeza, de un modo que él no pudo
definir.
—¿Salimos? —le preguntó.
—Iba a proponéroslo —dijo Antonio.
Y sintió que algo había cambiado entre ellos.
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Un gentilhombre inglés
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cultivaba relaciones con ricos mecenas británicos y presumía de
conocimientos en el campo del arte. Era a todos los efectos un competidor
potencial. Pero el propio McSwiney había sugerido su nombre y así, después
de un momento de vergüenza, explicó el motivo de la reunión.
—Mi buen amigo…, como os anticipé en mi misiva de hace unos días, me
complace crear la ocasión para un encuentro entre vos y el señor Canal, a
quien considero el talento pictórico más extraordinario de la Venecia actual.
Y me alegra saber que compartís mi juicio. Y precisamente por que Antonio
es tan buen amigo mío no me avergüenza decir que le he procurado algunos
encargos artísticos provechosos, creo que es justo por mi parte facilitar
vuestro mutuo conocimiento que puede ser tan útil para ambos, sin que esto
me impida seguir trabajando con él. Por otra parte, sería el más profundo
deseo de ambos pediros algunas aclaraciones respecto a una situación
particular en la que recientemente me encontré, a mi pesar, envuelto. El
motivo por el que he pensado en dirigirme a vos tiene que ver no solo con
vuestra ilimitada erudición, alimentada por viajes a todos los rincones de la
tierra, con estudios de primer orden, sino también con el profundo
conocimiento que tenéis de la corte británica y, al mismo tiempo, de la
Serenísima República.
Smith asintió, demostrando de inmediato su voluntad de colaborar.
McSwiney, por su parte, había propuesto el intercambio de favores de una
manera extremadamente sutil, y negarle ayuda en ese momento habría sido de
muy mala educación. Pero ese peligro no existía en modo alguno, ya que los
dos caballeros estaban en muy buenos términos.
—Contádmelo todo, entonces, que os escucharé —fueron las palabras de
Joseph Smith. Era un hombre elegante pero también de muy buenos modales,
lo que lo convertía en un interlocutor especialmente grato para Antonio.
—Veréis —observó McSwiney—. Hace unos días me sucedió que asistí a
una reunión bastante peculiar. Fui invitado por un anfitrión al que no dudaría
en calificar de estrafalario. Ahora bien, sin entrar en detalles, confieso que fue
una especie de sorpresa que me cogió completamente desprevenido, y
añadiría que una de las cosas más absurdas fue el lugar en el que me encontré.
—Creo que no lo entiendo —observó Smith, que parecía cuando menos
desconcertado e incrédulo al escuchar la última parte del discurso de
McSwiney, que en realidad sonaba bastante críptico.
—Os lo explicaré. Estaba en una gran sala que tenía el techo cubierto por
un cielo de estrellas y un suelo de mármol a cuadros blancos y negros. La
puerta tenía dos columnas a cada lado: una tenía grabada en su centro la letra
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B, la otra la letra J. Las paredes estaban pintadas con extraños símbolos
arcanos…
—Ahora todo se va aclarando… —dijo casi de inmediato Smith—. Y lo
que a vos os interesaría saber es…
—Qué significados podrían tener tales símbolos.
—La solución es muy sencilla, Owen, solo que no consigo entender una
cosa: ¿qué tiene que ver el señor Canal en todo esto? ¿Estaba también
presente con vos?
—No, no estuve —intervino Antonio—. Pero por varias razones tengo
curiosidad por entender la situación en la que se encuentra mi buen amigo
McSwiney. En esta historia intervengo en calidad de acompañante, ya que me
importa el destino de Owen —mintió Antonio, ya que esa era la versión
acordada entre él y el irlandés.
—De acuerdo —dijo Smith—. Entonces —reanudó—. ¿Lucían por
casualidad las paredes de la habitación símbolos extraños…, como escuadras,
brújulas, triángulos…?
—Así es —respondió el irlandés, con los ojos muy abiertos por la
sorpresa.
Joseph Smith se permitió una sonrisa y luego continuó:
—Vuestro anfitrión, como vos lo llamasteis, ¿vestía un traje negro y un
delantal blanco alrededor de la cintura?
McSwiney pareció particularmente impresionado por esa nueva
observación.
—¿Tenéis acaso el poder de conocer la vida de las personas, Joseph?
—En absoluto, Owen, en absoluto —respondió el otro visiblemente
divertido. Luego continuó—: Veréis, lo que estoy a punto de deciros puede no
solo sorprenderos, sino quizá, y esto es pura suposición, arrojar luz sobre una
serie de acontecimientos ocurridos en vuestra vida anterior cuando, si no me
equivoco, vos erais un empresario teatral en la corte de Inglaterra. Recuerdo
que me hayáis mencionado ese hecho en una de nuestras conversaciones
anteriores, pero también que no entré en demasiados detalles, limitándome a
deciros que uno de vuestros peores enemigos estaba protegido por fuerzas
oscuras.
En ese momento, McSwiney se quedó perplejo.
—Supongo que estáis hablando de William Collier, y sin embargo creo
que no lo entiendo.
—Estoy convencido de ello. Bueno, la reunión a la que vos asististeis, de
la forma en que la habéis descrito, suena como la de alguna logia masónica.
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Como tal debería permanecer secreta. Pero esto imagino que vuestro
anfitrión, que supongo que pretendía ser llamado maestro, lo habrá reiterado.
Las referencias a vuestra actividad anterior están relacionadas con el hecho
del nacimiento de lo que podría describir como un movimiento secreto que
tuvo lugar en Inglaterra. Y añadiría que uno de sus más prominentes
representantes en estos años fue el dramaturgo William Collier, vuestro
archirrival, quien, gracias a una de las primeras logias o sectas, como a vos os
gusta llamarlas, forjó tantas amistades y relaciones con hombres de poder en
la corte como para echaros de la escena, obligándoos a refugiaros aquí, en
esta ciudad. Perdonad la brutalidad de mi declaración, pero esto es, en
esencia, lo que pasó. Supongo que adivinasteis algo así.
Los ojos de McSwiney se abrieron de par en par.
—Claro, tenía entendido que ese maldito lameculos poseía conexiones
influyentes, pero no que perteneciera a una logia, como vos la llamáis, y que
tenía como único propósito…
—… la conquista del poder —completó Joseph Smith—. El propósito de
este tipo de asociaciones secretas es precisamente este: crear una red de
relaciones de inteligencia y ayuda mutua dentro de la cual los afiliados
obtienen cada vez más provecho personal de los beneficios que les reportarán
las alianzas y la información. Este es el quid de la cuestión, aunque existe un
aparato iconográfico bastante complejo y vinculado a la numerología y
simbología, que atribuye implicaciones ocultas y excéntricas a todo este
asunto. El origen del término masonería deriva precisamente de la palabra
inglesa mason, albañil. Esto es así por que debe sus raíces a los gremios
masónicos, depositarios de aquellos conocimientos y habilidades
constructivas que, en la logia masónica, tienen que interpretarse también en
clave ideal e intelectual. Hay quien dice que el origen de estas logias se
remonta al constructor del templo de Salomón, el arquitecto Hiram Abif,
pero, en realidad, esto no es más que un rumor. Lo cierto es que el principio
de construcción y edificación es la base de la masonería, de ahí el uso de
símbolos como escuadras, compases y reglas. La letra G aludiría a Dios en
inglés o Gran Arquitecto, el Gran Arquitecto del Universo. En este sentido, la
primera logia fundada, y hasta la fecha la más poderosa, es la Gran Logia, con
sede en Londres. Que yo sepa, las reglas constitutivas fueron dadas a la
imprenta por el duque de Montagu.
—¿Y cómo lo sabéis? —preguntó Antonio, impresionado por lo metido
que estaba Joseph Smith en ese asunto.
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—Porque me pidieron que me uniera. Pero decliné la invitación. Esos
juegos secretos no me atraen. Prefiero las amistades a la luz del día y jugar
según las reglas, ya que resulta evidente que tales individuos son a menudo
admiradores de métodos como el soborno de burócratas, magistrados y
administradores, del pago de prebendas e intercambio de favores, del robo y
la malversación de fondos y, más en general, tienen como ley la de doblegar
el interés público al privado y personal. Por supuesto, diréis, esto ha ocurrido
siempre, ni siquiera las oficinas de la República de Venecia son inmunes a
tales vicios, pero, observo, la Gran Logia, despojada de sus absurdas
veleidades esotéricas, tiene como único objetivo el beneficio personal a
cualquier precio. Y vos, señor McSwiney, sois una de las muchas víctimas de
esta forma de pensar y actuar.
Antonio ya había escuchado bastante. Por un momento, el irlandés pareció
estremecido. Aquella entrevista había empezado de una manera y ahora
estaba resultando un dramático descenso a un pasado que en muchos aspectos
seguro que había querido olvidar. Sin perder de vista que, aunque intuía algo
de lo que Teufel había estado divagando, ahora se encontraba enredado en un
pacto de hermandad que podría tener quién sabe qué implicaciones. Una
afiliación así no parecía un asunto de lo más fácil. Además, se arriesgaba,
según las reglas de la logia, a perder literalmente la lengua. Por otra parte,
como solía suceder en circunstancias como aquellas, el irlandés recuperó la
sangre fría casi al instante. Sabía por qué él y Owen luchaban juntos: no
podían quedarse a contemplar cómo la ciudad más hermosa del mundo se
ahogaba en un torbellino de horror y villanía. Y, por lo que parecía,
McSwiney se había unido a una hermandad secreta que tenía como objetivo
poner sus garras sobre la Serenísima.
Antonio no lo permitiría. Y pensar que todo empezó a partir de una figura
en un lienzo…
—Señor Smith, Owen y yo os estamos profundamente agradecidos por
arrojar cierta luz sobre algunas personas con las que, por razones que no
puedo contaros, hemos entrado en contacto. Hablé en plural porque, como
dije, un problema de Owen es también un problema mío. No os ocultaré, sin
embargo, que la inescrupulosa empresa británica, la que está detrás de estas
asociaciones secretas, no solo tiene sombras sino también luces, si se mira
desde otro punto de vista. En los últimos meses, de hecho, mi buen amigo ha
encontrado un interés particular, alimentado por ciertos protagonistas de la
vida cortesana londinense, hacia la visión de la belleza y el esplendor que
Venecia representa para el mundo. Como habréis adivinado, mi trabajo está
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destinado precisamente a celebrar este lugar de ensueño. Para agradeceros
vuestra valiosa cortesía, de acuerdo con el señor McSwiney, que seguirá
ocupándose de mis asuntos de forma no exclusiva, debo deciros que, en caso
de que mi trabajo resultara de algún interés, estaría encantado de cooperar con
vos.
Joseph Smith sonrió.
—Señor Canal, estas palabras significan mucho para mí. No podría pedir
nada mejor. Y si esta nuestra colaboración ayudara a Venecia a superar sus
dificultades y volver a brillar con su propio esplendor…, bueno, nos
esforzaremos por hacerlo, lienzo tras lienzo.
—Así es —dijo Antonio, sonriendo, feliz de que Joseph Smith hubiera
comprendido plenamente el significado de su obra.
—Lienzo tras lienzo —repitió Owen McSwiney.
Y en aquella comunión de propósitos las sombras de las revelaciones de
aquel día parecieron, por un momento, disiparse al menos un poco.
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Los cinco
La casa del rabino Mordecai Coen era modesta, pero su mesa estaba llena de
suculencias. Los invitados habían hecho honor a la comida. Las velas
titilaban. Isaac veía libros por todas partes. Los había en cada rincón. Tomos
apilados como troncos de madera. Torres de libros que parecían tocar el
techo, rollos de pergamino con inscripciones de la Torá, varias ediciones del
Libro de Nevi’im, y además los Salmos, el Cantar de los Cantares, el
Eclesiastés y todos los demás volúmenes del Ketuvím.
Isaac se sirvió más vino especiado. La noche era gélida y, a pesar de que
habían avivado bien la estufa, a esas horas nunca caldeaba lo suficiente. Junto
con él y el rabino había otros miembros relevantes de la comunidad, como
Thaddeus Zylbermann, propietario del banco de préstamos más importante
del gueto y de Venecia; Josef Reischer, que tenía una gran trapería en Rialto,
y por último Giacomo Ortona, matarife ritual de la comunidad.
Los rostros expresaban la fragilidad y el miedo de aquellos días. Durante
la comida habían estado hablando de cómo el espacio en el gueto ya no era
suficiente, de lo estrechas que eran las casas y de que el constante
levantamiento acabaría por hundirlos. Thaddeus Zylbermann decía que la
viruela había aterrorizado a la gente y que existía una incertidumbre en el
futuro que nunca había percibido con tanta claridad. Josef Reischer afirmaba
que las telas que vendía eran de gran calidad y que el título de «trapero»
degradaba su producto y su dignidad. Todos tenían motivos para quejarse.
Pero cuando hubieron expresado suficientemente sus quejas, cuando quedó
expuesta hasta la última razón para la decepción, cuando el rabino Mordecai
Coen recomendó modestia y hospitalidad a todos, fue entonces cuando surgió
por fin el verdadero motivo de aquella cena y conversación. En cierto modo
constituyó una liberación para Isaac.
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—¡Así que alguien se atrevió! —dijo Zylbermann.
—¿A qué? —preguntó Giacomo Ortona.
—Ha hablado —reiteró el prestamista—. Ha extendido el rumor de que lo
que está ocurriendo está relacionado con lo que pasó con Sabbatai Zevi.
—No debió ocurrir —dijo el rabino con voz débil, como si afirmarlo le
costara esfuerzo.
—Pero en cambio… —insistió Zylbermann—… sabíamos que antes o
después ocurriría.
Isaac no pudo soportar aquel tono.
—¿Qué? ¿Que encontraríamos una manera de acusarnos mutuamente?
¿No te basta con lo que ya ocurre cada día: llevar ese maldito birrete, estar
encerrados como bestias en un corral, pudiendo realizar solo ciertas
actividades? ¿Que se rían de nosotros cuando conviene? ¡No! Tenemos que
hacernos sangre entre nosotros, ponérselo en bandeja a los que no ven el
momento de acusarnos.
—Pero ¡lo que está ocurriendo es el castigo que merecemos por las
incertidumbres mostradas cuando deberíamos haber elegido no creer en las
ficciones de un cabalista megalómano! —subrayó Josef Reischer.
—¡Otra vez estamos con eso! —tronó Giacomo Ortona—. Entonces no
vamos a acabar nunca…
—No —dijo Zylbermann, como si se tratara de un hecho inexorable y no
una elección fútil o fruto de las impresiones que cada uno de ellos sentía…;
como si le tirara, en el fondo de su corazón, una secreta atracción por la idea
de ser perseguidos.
—Basta ya —soltó el rabino Coen, como si de repente se hubiera
recuperado de esa especie de apatía en la que parecía haber caído hasta un
momento antes—. Lo que dice Thaddeus es cierto, todos sabemos que en
nuestra comunidad alguien ha extendido el miedo al castigo y por mi parte
creo que nuestros antepasados, y nosotros mismos, no estamos libres de
culpa…; sin embargo, no entra en mis intenciones permitir que la comunidad
se vea sobrepasada por el terror y la incertidumbre.
—Rabino —dijo Zylbermann con deferencia—. ¿Qué piensas hacer? No
quisiera alimentar el pánico, pero desde varios lugares existen ahora rumores
de que las mujeres asesinadas son víctimas de un adepto de Baruchiah Russo,
el seguidor demoniaco engendrado por las enseñanzas del apóstata Zevi.
—No podemos excluir nada —dijo el rabino con gravedad—. Esa es la
verdad. No debemos negar que una posibilidad así existe.
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—Pero lo que está sucediendo también podría estar urdido a propósito
para culpar a la comunidad —observó Isaac, a quien le costaba creer que esa
conversación estuviera ocurriendo realmente y de esa manera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Giacomo Ortona.
—Que alguien, conociendo la historia, también podría haber querido
difundirla con el único objetivo de culpar a uno de nosotros.
—Me parece poco probable que pueda ser alguien ajeno a nuestra
comunidad. Tendría que tener un conocimiento del judaísmo del que nadie en
Venecia puede presumir —replicó Ortona.
—Eso no es cierto —observó el rabino—, puesto que hay un libro,
impreso aquí en Venecia, que cuenta la misma historia de cómo la semilla del
mal se extendió y cómo pudo encontrar terreno fértil entre algunos de los
seguidores de Baruchiah Russo. Y si alguien ha podido imprimir tal libro,
bien podría, como un hábil intrigante, dominar las frágiles mentes de algunos
miembros de nuestra comunidad, hallando así una manera de plantar la
semilla del miedo.
—Por supuesto, eso lo cambia todo —observó Zylbermann.
Los demás parecieron concordar con él.
—Sí —adujo Josef Reischer—. Si las cosas fueran realmente así, todavía
podríamos estar en grave peligro. Sería la excusa perfecta para atacar a toda la
comunidad. Diré más: daría a los venecianos la oportunidad de hacer nuevas
reclamaciones contra nosotros.
—Sin mencionar que dos mujeres inocentes fueron asesinadas. Y de
forma terrible, según todos los indicios —observó Isaac.
Su afirmación no pareció suscitar especial interés: el rabino asintió
gravemente, mientras los demás se limitaban a un obstinado silencio.
—Entonces ¿qué? —preguntó Zylbermann—. ¿Qué podríamos hacer para
salvarnos? —Y al decirlo Isaac sintió una sensación de disgusto, porque se
dio cuenta de que, aunque comprendieran la gravedad de la situación, a nadie
le importaban aquellas dos mujeres.
Tampoco a él, la verdad, le importaban demasiado. No hasta ese
momento. Y se sintió avergonzado.
—Entonces tendré que intentar hablar con el dux —concluyó el rabino—.
No hay más tiempo que perder.
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Con toda coherencia, las magistraturas, como siempre ocurría en tales
ocasiones, no habían dejado de acallar las voces que reclamaban la
inconsistencia de las investigaciones llevadas a cabo, amenazando si era
necesario, pero el dux se daba cuenta de que, a la larga, esa actitud no solo lo
debilitaba a él, sino que hacía más frágil cualquier equilibrio político digno de
ese nombre.
Así que, cuando el Capitán Grando llegó a su presencia, pensó en darle
una buena reprimenda, ya que, tal y como lo percibía, era bastante evidente
que la situación se le había ido de las manos.
Giovanni Morosini hizo una reverencia, tan profunda como su
preocupación. Su Serenidad lo notó y, como un depredador que huele la
sangre, decidió clavar la espada sin remordimiento alguno.
—Así que, capitán —exclamó en tono desdeñoso—, ¿os parece posible
que os mande llamar para saber cómo va la investigación de los crímenes que
sacuden la ciudad? Aparte de citar al señor Antonio Canal para amenazarle,
¿qué más habéis hecho vos y ese otro vago del inquisidor del Estado? Porque,
creedme, estoy verdaderamente preocupado al oír que no solo no habéis
atrapado al asesino, sino que ¡dejasteis que este masacrara a una segunda
doncella! Y no pasa un día sin que los padres de ambas víctimas exijan una
audiencia para escuchar la verdad. Y yo se la repito. Pero ni siquiera entonces
tienen paz. ¿Y cómo podrían tenerla? Tampoco yo lo haría en su lugar,
¡podéis estar seguro de ello! Tened en cuenta que, a pedido vuestro, aprobé la
inmediata inhumación de los cadáveres, violando así cualquier ley de la
piedad humana y la decencia, negando a padres y madres el consuelo de un
último adiós a sus hijas. Así lo hice, citando como motivo la razón de Estado.
Pero si vos pensáis que tal comportamiento no requiere explicaciones precisas
e informes de vuestra parte, pues bien, no solo estáis muy equivocado, sino
que, evidentemente, ¡aún no me conocéis!
Impresionado por aquella feroz reprimenda el Capitán Grando vaciló. Su
rostro, habitualmente inescrutable, traicionó un gesto de inquietud. Fue una
sombra la que cruzó su mirada durante un instante. No lo suficiente como
para llamar la atención del dux.
—Su Serenidad —comenzó Giovanni Morosini—. Estoy consternado.
—Eso no basta, capitán —lo apremió el dux—. Y, sobre todo, no sé qué
demonios pensar de vuestra consternación.
—Tenéis razón, por supuesto. Lo que puedo deciros, en relación con la
investigación, es lo siguiente: como vos sabéis, las víctimas son ambas de
familias patricias. A ambas les arrancó el corazón el asesino. Por supuesto, no
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es seguro que el autor sea el mismo…, pero es cierto que las víctimas fueron
asesinadas de la misma manera. En ambos casos, las personas que
encontraron el cadáver no vieron nada ni a nadie. No tenemos verdaderos
sospechosos, aparte de un rumor insistente que crece cada día y que sugiere la
responsabilidad de los judíos.
—¿Vos me entendéis cuando digo que esta declaración vuestra suena a
mis oídos como una absoluta divagación? ¿Así que ahora basáis vuestras
sospechas en meros rumores?
Giovanni Morosini se encogió de hombros. Tenía poco que decir y lo
mejor de lo que disponía ya lo había expuesto.
—Solo puedo añadir que en el gueto hay rumores de algún tipo de castigo
que parece haber caído sobre los hijos de Israel.
—¿Qué?
—El Signore di Notte a cargo del barrio de Cannaregio me ha dicho que
sus soldados de infantería han detectado un nerviosismo inusual cerca del
Gueto Nuevo. Hay rumores acerca de un tal Sabbatai Zevi y de un pecado de
idolatría que la comunidad habría tolerado hace mucho tiempo.
—¿De qué demonios estáis hablando?
—Parece ser que ese cabalista, Sabbatai Zevi, se autoproclamó mesías
hace unos setenta años. Después de una década reuniendo adeptos y
seguidores en todos los rincones del mundo, incendiando los corazones de la
mayoría de los rabinos y judíos en todas las ciudades conocidas, amenazado
por el sultán, se convirtió al islam. Sus partidarios, incluidos los judíos de
Venecia, están supuestamente conmocionados por ese hecho y ahora creen
que Dios quiere castigarlos. O, alternativamente, temen que un seguidor de
ese Zevi, que habría interpretado de forma radical su doctrina, haya venido de
lejos para matar a las doncellas cristianas y echarles la culpa. Esto es lo que
he averiguado y es la mejor información que puedo daros sobre la base de mis
casi inexistentes conocimientos sobre el tema del judaísmo.
—Entiendo —dijo el dux con gravedad. Porque, fuera cierto o falso, ese
hecho representaba un problema tan grande como la plaza de San Marcos—.
¿Y vos estáis convencido de que es así? ¿Que el asesino pertenece a la
comunidad judía? ¿Que es un seguidor de ese loco cabalista? Porque vos bien
comprenderéis que no puedo aceptar el móvil del castigo divino: va en contra
de mis convicciones. E incluso si fuera la primera de las hipótesis que acabo
de mencionar, ¿tenéis alguna prueba de que sea así? ¿O son solo habladurías,
rumores que andan circulando por ahí?
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Giovanni Morosini suspiró y levantó las manos como si de alguna manera
quisiera defenderse de aquella avalancha de preguntas.
—Su Serenidad, me gustaría mucho poder responder, pero la verdad es
que no tengo ni idea. Tenemos dos mujeres jóvenes bárbaramente asesinadas,
dos familias importantes de Venecia anegadas en el dolor, lo entiendo…, más
aún porque fue necesario enterrar sus cuerpos destrozados y evitar a sus
padres el dolor del crimen y, creedme, fue un acto de misericordia, no de falta
de respeto. Pero si me preguntáis lo que pienso sobre quién pudo cometer un
acto tan escalofriante, pues os digo que no lo sé. Puedo, sin embargo, decir
que la hipótesis de un sanguinario seguidor de un loco cabalista no me parece
la más improbable de las opciones después de lo que he visto. Vos no estabais
en San Giacomo de Rialto, en la plaza de la iglesia, frente a esa mujer
literalmente desprovista de corazón, bañada en su propia sangre que
goteaba…, no, peor, que inundaba los escalones bajo la columnata.
—Tenéis razón, Morosini, yo no estaba allí porque no soy el Capitán
Grando de Venecia. No me pagan generosamente para resolver los misterios y
lidiar con los horrores que consumen la noche de esta desafortunada
República nuestra. Así como no soy yo quien controla a aquellos que
conspiran contra la Serenísima, porque no soy ni un maestro de espías ni un
inquisidor del Estado. —Y en ese momento el dux Alvise Sebastiano
Mocenigo se puso en pie. Su imponente corpulencia se alzaba sobre el
capitán, que también era un hombrón—. Y sin embargo yo soy el primus inter
pares, soy el segundo en sucesión tras el elegido entre los representantes de
las Doce Casas, soy el cabeza de la Iglesia de San Marcos, llevo la zogia, a mi
alrededor ondean los ocho gonfalones con el león alado y por eso los
venecianos buscan respuestas en mí, porque yo… debo protegerlos,
socorrerlos, defenderlos. Y así, Capitán Grando, os ordeno que encontréis al
culpable de este exterminio porque ya no quiero tener que recibir a madres y
padres llorosos con voces quebradas, no quiero volver a enterarme de que las
hijas de Venecia yacen en el agua de los canales o en los pórticos de las
iglesias con el pecho partido en dos, sin corazón, en un lago de sangre. ¿Me
he explicado bien? —tronó.
—Perfectamente, Su Serenidad.
—¿Estáis seguro? —insistió el dux.
El Capitán Grando asintió.
—¿Y qué hacéis aquí todavía? Id y atrapad a ese asesino demente. Sea
quien sea.
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Sin pronunciar palabra, Giovanni Morosini se inclinó y luego se dirigió
hacia la puerta. Estaba a punto de marcharse cuando volvió a oírse la voz de
Alvise Sebastiano Mocenigo.
—¡Capitán! —dijo—. ¡Una última cosa!
El Capitán Grando se dio la vuelta, apoyando una rodilla en el suelo.
—Canaletto.
—Sí, Su Serenidad…, decidme.
—Debéis dejarle en paz. ¡Y también debe hacerlo el inquisidor! Si
descubro que por alguna razón lo habéis acosado una vez más tendréis que
véroslas conmigo.
—Pero…
—Nada de peros. Ya estáis advertido. Confío en que también informaréis
al inquisidor rojo.
—Por supuesto.
—Eso es todo, entonces. Podéis marcharos.
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Obsesión
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acuarela gris le habían vaciado de energía. Y se daba cuenta en ese momento
por vez primera.
Y finalmente, vio lo que nunca pensó que volvería a ver. Bajo las
columnas de la iglesia de San Giacomo, el cuerpo torturado de la chica
asesinada. Estaba exactamente como él la recordaba: apoyada contra la
fachada de la iglesia. Sentada. El elegante vestido, el largo cabello rubio
cayendo sobre sus hombros. Los ojos azules pero vacíos, literalmente sin
vida, como si hubieran sido moldeados en cristal, y sin embargo parecían
seguirlo cuando Antonio desplazaba la mirada, como si pertenecieran a una
criatura que, aun muerta, no se rendiría a la inmovilidad del fin. Aquel hecho
le produjo escalofríos. Los ojos vidriosos lo seguían a todas partes. Ojos
vidriosos que lo perseguían, sin dejarle escapatoria. Ojos vidriosos que se
encadenaban a los suyos.
El cuello blanco como la nieve de la mujer estaba salpicado de sangre
seca, casi negra. Sus manos y muñecas estaban manchadas con gotas del color
del hierro. Los pechos estaban desgarrados y lo que quedaba era
indescriptible, y aunque Antonio trató, como un cobarde, de bajar su mirada,
no pudo. Y así, sus ojos se clavaron en los ojos de la mujer muerta, como si
ella exigiera ser vista y, al hacerlo, representara una advertencia, una
exhortación a recordar, a no olvidar lo que le había sucedido. Obligado a
mantener la mirada fija en ella, Antonio tuvo la sensación de que un animal
había elegido alimentarse de la carne de la doncella. Pero entonces la visión
volvió a cambiar. Continuó, como si estuviera dotada de vida. La sangre seca
comenzó a gotear copiosamente y del pecho desgarrado se extendía en un
lago rojo, inundando los escalones y el patio de la iglesia, y seguía
avanzando: una forma líquida lista para cubrir la plaza de San Giacomo
entera. Antonio estaba sentado a la mesa con el dibujo ahora perfecto, que
respondía en cada detalle a lo que veía, cuando antes no podía ni representarlo
real. Ahora era una copia absolutamente coincidente, con la única excepción
de aquel cuerpo roto.
La sangre le había llegado a los pies y, aunque intentó levantarse, no
pudo. Sentía el líquido contra sus tobillos, como si fuera un día de pleamar y
estuviera sumergido en una laguna de sangre.
Y la marea continuaba subiendo.
La sangre pegajosa y espesa manchaba sus medias de seda. Parecía
petrificado ante lo que estaba sucediendo, sin que pudiera evitarlo o escapar
de alguna manera del horror…
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Por fin se despertó. Y se dio cuenta de que había tenido una pesadilla. Pero
esa sensación de terror no lo abandonó en absoluto. Se quedó con él como una
amante no deseada.
Tardó un rato en volver a la realidad, como si hubiera estado
irremediablemente enredado en la materia impalpable de la pesadilla, pero
también se reparó en que su alma no se rendía a lo que sucedía. Si bien su
voluntad podía fallar, el instinto le recordaba, de la manera más verdadera e
inquietante, lo desesperado de la situación. En algún lugar, entonces, una
determinación desconocida, más allá de la propia consciencia, parecía
asistirle. La convicción que lo llevó a refugiarse en la pintura, ahora, por una
vez, también le pertenecía en la vida cotidiana. Aún tembloroso, se levantó de
la cama. Los rayos de la luna se filtraban débilmente en la habitación. Las
pesadas cortinas de terciopelo y una luz opalina penetraban por una rendija.
Casi instintivamente, se acercó a la gran ventana que daba a la plaza. Y allí,
mirando hacia abajo, vio una silueta oscura. Cuando la sombra, que se movía
como un gato, se vio iluminada por la luna, Antonio se dio cuenta de que era
el mismo hombre al que había sorprendido tiempo atrás. Y no le gustó nada.
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Nocturno
Desde donde estaba, Colombina no podía ver el interior del edificio, pero
había comprobado una cosa: el horno para cocer vidrio pertenecía a esa mujer
y estaba allí ante sus ojos. Había recibido la información de una amiga, una
Moeche de Murano. Zanetta, ese era su nombre, le había enviado con un
mensaje una de las palomas que había criado, informándole de que la mujer
que buscaban, a la que frecuentaba el pintor Antonio Canal, ejercía el oficio
de vidriera. En su nota, Zanetta también había indicado la ubicación del
horno.
Para mayor certeza, dadas las peticiones de Olaf Teufel, el Moro le había
ordenado que fuera al lugar y lo comprobara por sí misma. Un error podía
costar caro y él no pretendía arriesgarse. Colombina aún tenía ante sus ojos la
paliza a la que había sido sometido Brombe y eso le bastaba. Así que acudió
al lugar de los hechos. Si al principio había sentido miedo ante la sola idea de
trabajar como espía para ese malnacido, ahora no podía reprimir su
repugnancia. Asco de sí misma, para empezar. Sería una delatora. Les diría a
esos hombres dónde encontrar a la mujer de pelo negro que había visto poco
antes.
¿Qué le harían? Y ella, ¿se sentía preparada para condenar a esa mujer?
Porque, aun sin conocer los detalles, podía intuir que no se trataba de nada
bueno. Pero necesitaba el dinero. No tanto para sí misma, sino para la
comunidad de huérfanos a la que pertenecía. Niños que habían sido
abandonados, hijos de relaciones clandestinas, de relaciones promiscuas, de
pecado y fornicación. Niños que nadie quería y que habían elegido unirse en
un pacto de sangre con el único fin de sobrevivir. Y su líder, aquel a quien
Colombina juzgaba el más valiente, había confiado su destino a un hombre
que parecía la encarnación del mal. ¿Estaba dispuesta a llegar tan lejos como
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para perderse a sí misma? Porque de eso iba el asunto. Por otra parte, incluso
tratando de imaginar una solución diferente, ella no podía encontrarla. ¿Qué
podía hacer? ¿Oponerse a la única persona que la había amado? ¿Traicionar a
sus compañeros? No, no podía. De hecho, no quería. Los Moeche eran todo lo
que tenía y nadie movería un dedo para defenderla. El futuro tenía que
construirlo ella misma porque ni el pintor ni la mujer de pelo negro lo harían
por ella. No les debía nada. Eran extraños. Así que más le valía comprobar
aquel lugar en todos sus detalles e intentar dar la información más correcta y
completa para facilitar la tarea del Moro.
Llevaba allí buena parte del día. Y aparte de la mujer no había visto entrar
a nadie. Ni tampoco salir. Así que únicamente cabía la posibilidad de que
estuviera sola. No había ventanas. Solo una gran puerta. Pero atravesarla
significaba ser descubierta porque se sentía ya insegura quedándose donde
estaba. Y complicar las cosas no la habría ayudado. Tanto más por cuanto
sentía como si se robara a sí misma. Cuando robaba era casi siempre a
hombres ricos y a menudo repugnantes, dispuestos a hacerle cualquier cosa si
se presentaba la ocasión. De eso Colombina no albergaba ninguna duda en
absoluto. Pero la mujer no tenía nada que ver con eso. Solo intentaba hacer su
trabajo. Y, además, había elegido uno que no era fácil.
Sacudió la cabeza porque sentía que se había equivocado. Y ninguna
justificación era lo suficientemente fuerte como para ponerla del lado de la
razón. Lo único que intentaría era alargarlo mucho tiempo. Todo el que
pudiera. Con un poco de suerte lo lograría, se saldría con la suya. O, si no,
pagaría las consecuencias. Porque no había escapatoria si Teufel se convencía
de que ella estaba frustrando sus planes.
Suspiró. Lo intentaría. Intentaría ganar tiempo.
¡Y al diablo con ese bastardo!
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Atracción
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su salón se había convertido en un lugar mucho más complejo de lo que era al
principio. Y más rentable, sin duda. El reducto le hacía ganar una fortuna,
aunque a las ganancias hubiera que deducirles los impuestos embolsados por
los recaudadores de la Serenísima, y lo mismo podía decirse de las alcobas,
donde nobles y hombres poderosos aprovechaban para tomarse unas
vacaciones, o algo más, del matrimonio, gastando su dinero y sus caricias más
íntimas con doncellas aburridas de clase alta y aventureros que habían hecho
su fortuna al convertirse en ciudadanos respetables. La clientela era selecta y
los placeres de su casa estaban reservados a un número limitado de personas,
ya que para asistir era necesario ser socio o al menos haber sido invitado por
uno de los asociados. No había profesionales del placer, pues todo se regía
por el puro deseo y el interés común en la discreción, que estaba, además,
garantizada por las máscaras.
Tales entretenimientos, sin dejar de ser oficialmente secretos, la habían
convertido en una de las mujeres más deseadas de Venecia y una de las más
ricas, ya que, para su sorpresa, Olaf, que también era el artífice de esa fortuna,
nunca había querido nada para sí mismo salvo lo necesario para presentarse
siempre guapo, elegante, lleno de encanto. Pero esa generosidad, había
descubierto Cornelia, tenía un precio porque, a medida que el vínculo se había
estrechado, se había sentido subyugada, tanto que consideraba su vida
inconcebible sin Olaf. Y, por lo tanto, había sido natural, para ella, consentirle
las ideas más salvajes, atrevidas y peligrosas.
De hecho, cuantas más eran las proposiciones, más viva se sentía,
agradecida y afortunada por ellas. Al mismo tiempo, la forma en que él la
tomaba se había vuelto cada vez más atrevida, sin escrúpulos, obscena,
depravada. Y esa realidad, en lugar de asustarla, la había hecho aún más
sumisa. Ni siquiera cuando Olaf había mencionado la idea de formar una
comunidad secreta, destinada a crear una alianza oculta entre algunos de los
visitantes más frecuentes de su casa, Cornelia lo había criticado. Y así había
sucedido cuando, tras la compra del edificio contiguo al suyo, Olaf había
pedido tener un gran salón para él, en el que pudiera reunir a todos los que
quisieran adherirse a la logia: la había llamado así.
¿Para qué se iba a utilizar?, había preguntado un día Cornelia. Para
seleccionar a un número de paladines dispuestos a defender Venecia de los
objetivos rapaces de las familias más poderosas que, desde tiempos
inmemoriales, se dedicaban a desplumar a la Serenísima como el cadáver de
un animal. ¿Cómo hacerlo? Él se encargaría de ello, promoviendo relaciones
entre los hombres que frecuentaban la casa.
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Pero había algo cada vez más perverso y críptico en su comportamiento;
Cornelia lo percibía claramente y, a pesar de ello, jamás se saciaba de él.
¡Cuán lejanos eran los días en que los hechos más licenciosos e indecorosos
de su salón había que buscarlos en los ripios del pornógrafo Giorgio Baffo!
Ahora podría decirse que el salón no representaba más que la excusa, la
ocasión para consumir algo más que palabras y escritos, por no mencionar
que, a través del juego y la fornicación, el palacio de Cornelia se había
convertido en un lugar de escuchas y chantajes sin precedentes. Con la
información reunida entre aquellas paredes podría haber desenmascarado al
menos una docena de intentos de conspiraciones y conjuras que, sin embargo,
resultaron puntualmente infructuosas. Hasta eso era obra de Olaf: sus ojos
desplegados en todas las habitaciones, sobre todos los presentes, ser capaz de
conversar en las lenguas más increíbles del mundo, de captar chismes,
rumores, verdades y mentiras, había hecho posible reunir tal variedad de
promesas inmorales y actos pecaminosos que, con solo la mitad de ellos, los
dos podrían haber puesto de rodillas a Venecia.
Todo ello por no mencionar que muchas de esas aventadas acciones eran
contempladas por los ojos de aquellos que, por un solo ducado, se divertían
adivinando quién las hacía, únicamente para descubrir que tal vez la noche
siguiente serían ellos los espiados. Y como nadie estaba por encima de la
montaña de estiércol en esa letrina, ninguno se habría aventurado a decir una
palabra sobre cualquiera de las iniciativas consumadas. En resumen, los
destinos de los miembros del salón y sus amigos estaban ahora
inextricablemente entrelazados y esto los convertía en los compañeros más
leales y fieles que hubieran jamás conocido. Porque la aleación sobre la que
se fundaba esa alianza estaba moldeada con los dos metales más formidables
concebidos: la traición y la vileza.
Con el tiempo, esa sucia y secular propensión al chantaje y la amenaza se
había convertido en la parte de Olaf que Cornelia más deseaba. Como si, sutil
y ambiguamente, un día tras otro, se hubiera metido bajo su piel, vertiendo su
veneno en ella. Y ahora estaba allí, frente a él, indefensa, sola y sin
embargo… dispuesta a complacerle como él quisiera. Olaf había
repavimentado el suelo de la habitación con grandes baldosas cuadradas
blancas y negras, y ahora ella se sentía como si estuviera de pie en un
gigantesco tablero de ajedrez. En las paredes veía símbolos cuyo significado
desconocía, que representaban instrumentos como compases o escuadras e
imágenes de deidades egipcias. Por encima, un gran cielo estrellado.
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Lo miró: estaba sentado en un sillón forrado de terciopelo rojo con un
respaldo de pan de oro. La estaba esperando. Lucía un largo cabello castaño
oscuro completamente suelto y ojos pintados de negro. Sus pupilas oscuras
eran estanques de pura lujuria. Los anillos que llevaba en los dedos enviaban
destellos a la luz de las velas. Iba vestido con elegancia, como siempre: una
preciosa camisa blanca de encaje que llevaba abotonada hasta la garganta,
calzones de terciopelo hasta la rodilla, medias de seda pura y zapatos negros
brillantes. Los botones del frac azul cobalto eran rubíes rojos como la sangre.
Brillaban maliciosamente cuando los capturaba algún destello que iluminaba
el vestíbulo. Fue entonces cuando la atrajo hacia él. Apretó al máximo la
correa de cuero y de pronto sintió que se le cortaba la respiración en la
garganta.
—Ven —le dijo—. Veremos si puedes hacer que me corra. Solo entonces
podría decidirme a hacerte lo mismo.
Cornelia sintió una punzada de placer. Se pasó la lengua por los labios y
se dirigió hacia Olaf, saboreando esos momentos de incertidumbre, como si
caminara sobre el hilo invisible que separa la vida de la muerte. La idea de
tener que merecer sus caricias, sus besos, comportándose como él quería,
dispuesta a hacer cualquier cosa que le ordenara, aceptando sus humillaciones
y sus arrogantes exigencias la llenaba de una alegría que conocía bien. Aquel
deseo suyo de sumisión era la contrapartida a la entrega que él le mostraba en
cualquier otro momento del día. Olaf enroscó la larga correa alrededor de su
brazo y la distancia se acortó poco a poco. Había concebido aquel collar de
cuero, decorado con gruesas tachuelas de acero, y se lo hizo fabricar a uno de
sus mercaderes, nativo de las tierras de las que él también procedía y que se
encontraban en las más remotas regiones del Imperio austriaco.
Mientras avanzaba lentamente a cuatro patas, casi sin poder respirar, tal y
como quería Olaf, Cornelia sintió el deseo de ofrecerse completamente a él.
—De rodillas —le ordenó.
Ella gimió. Se sintió desbordada por un placer que ya no podía contener
por más tiempo. Entonces obedeció. Él tiró de nuevo y ella sintió su cara
desplomarse hacia delante, proyectada hacia la punta de su zapato.
—Lámelo —dijo finalmente.
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—Su Excelencia, perdonadme, pero no puedo creer que vos no tengáis
nada mejor que proponer que la espera.
—Siento decepcionaros, Liebermann, a vos y a todos los médicos que
piensan como vos, pero ocurrió con la peste y ahora está ocurriendo con la
viruela: ¡la gente muere! Y ninguno de nosotros puede realmente hacer nada,
excepto esperar a que el contagio disminuya poco a poco.
Isaac negó con la cabeza. Se sentía inútil. Si la ciencia no estaba dispuesta
a adoptar nuevos métodos para combatir la enfermedad, si carecía de valor
para experimentar con el único propósito de intentar cambiar una situación
que llevaba meses empeorando, ¿qué sería de los jóvenes?
—He visto morir a niños inocentes, chicas jóvenes que solo pedían seguir
teniendo la esperanza de vivir, las sostuve en mis brazos sin poder hacer nada.
¿Qué les diré a sus madres, cuando lloren hasta que les sangren los ojos? Vos
también sabéis que son los más frágiles quienes se ven afectados y si la
muerte por viruela es trágica para los que ya han vivido, es tremendamente
injusta para quienes aún tienen la vida por delante.
—Señor Liebermann —dijo el superintendente, esta vez con tono
resentido—. No se os ocurra venir aquí, a las oficinas del magistrado de
Sanidad, soltando sentencias. Sé perfectamente que hay nuevos métodos para
prevenir la viruela, pero lo que os digo es que no tenemos suficientes
garantías de éxito como para experimentar la inoculación con individuos
sanos. Y no creáis que vos sois el único que ha sido testigo de injustas
muertes escalofriantes. El mero hecho de que vos ventiléis esto me ofende a
mí y a todos los médicos de la Serenísima República, ¿me explico?
Isaac inclinó la cabeza.
—Hubo un tiempo —dijo— en que los médicos no temían a la
enfermedad y su paciente era tan sagrado como ellos. Hubo un tiempo en que
Venecia eligió ser la primera en la cura del mal. Vos habéis mencionado la
peste y la peste fue derrotada precisamente gracias a las medidas que la
Serenísima fue capaz de adoptar incluso cuando parecían imprudentes, si no
temerarias. Pero veo que esos tiempos han terminado. Y Venecia yace
cansada en la laguna, esperando a ser saqueada por charlatanes e impostores.
—¡Lo que habéis dicho es intolerable! —tronó el superintendente—.
¡Cómo os atrevéis a hablar así! La verdad, mi querido Liebermann, es que la
plaga no ha sido derrotada en absoluto y mientras hablamos ha penetrado
desde Valaquia hasta Serbia y ahora está golpeando las puertas de Istria. Y si
por el momento nos hemos salvado es gracias al cordón sanitario dispuesto
por las autoridades médicas. Con la viruela no estábamos tan preparados. Por
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no mencionar el hecho de que es una enfermedad sobre la que sabemos aún
menos que de la peste. Siento tener que deciros esto, pero vuestras palabras
son inaceptables y ahora veo un hecho incontrovertible: vos, señor, sois judío,
y las declaraciones a las que os habéis prestado han revelado su verdadera
naturaleza cruel, violenta e impregnada de sedición. ¿No es cierto que en el
Levítico leemos: «Si uno hace daño a su prójimo, se le hará como a él:
fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; se le hará la misma injuria
que haya hecho a otro»? Y de nuevo en el Éxodo, ahora lo recuerdo bien:
«Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por
quemadura, herida por herida, contusión por contusión». No hay sorpresa,
pues. Hoy ante mí os habéis manifestado por lo que sois. Agradeced a vuestro
Dios si os dejo ir en paz… porque habéis venido aquí pronunciando palabras
de guerra.
—Su Excelencia —dijo Isaac, que se dio cuenta de que había ido más allá
de lo lícito con sus palabras incendiarias—. Tal vez me haya equivocado. Si
es así, por favor, perdonadme. Me temo que he ido demasiado lejos, pero os
ruego tener en cuenta que lo que he dicho es por el único bien de esas mujeres
y hombres a los que intento salvar cada día.
—Ese es vuestro maldito defecto, Liebermann. Os creéis mejor que los
demás y no perdéis ocasión de decirlo. Pero ¡no es así en absoluto! No es lo
que decimos lo que nos hace lo que somos. Por lo tanto —concluyó el
superintendente, golpeando con el puño el escritorio atestado de papeles—,
¡liberadme de vuestra presencia, antes de que tenga que arrepentirme de
haberos dejado marchar!
Isaac se dio cuenta de que la situación era ya irremediable. Insinuó una
media reverencia, acompañando el saludo con un movimiento de cabeza, pero
el superintendente ya le había dado la espalda.
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observaban como cuervos ávidos de presa. Había algunas hogueras
encendidas y, alrededor de la débil llama, algunas mujeres extendían sus
manos para encontrar algún alivio a lo gélido del día. Una desgraciada se
acercó hacia él, se levantó las faldas e intentó sonreírle, mostrando sus encías
moradas y desdentadas. Por un momento, en aquel grupo de desheredados, a
la luz del fuego, Isaac vio a un niño con la cara cubierta de hollín. Tenía unos
ojos grandes y azules, que resaltaban enormes en aquella cara huesuda,
ahuecada por el hambre. El humo de la lámpara se mezclaba con los mocos
que goteaban de una fosa nasal. Alguien mostró la hoja de un cuchillo.
Isaac continuó. ¿Cómo podía ser que se abandonara así a la gente? ¿Qué
clase de existencia era esa? Sin embargo, avanzando un poco más, se llegaba
a los palacios de San Marcos, con vistas al Gran Canal, con sus
impresionantes fachadas y una arquitectura de belleza sobrecogedora. Subió
la escalera. Al llegar al balcón, llamó a la puerta. Le abrieron. La mujer
llevaba una falda de lana llena de agujeros. Un chal sobre los hombros, el
pecho apretado en un corsé andrajoso, el pelo con raya al medio y recogido en
una cofia que antaño debía de haber sido blanca.
—Habéis venido, os lo agradezco —dijo ella, mirando a Isaac con esa
serena gratitud que él creía ver por vez primera.
—¿Cómo está Chiara? —preguntó él.
—Juzgadlo vos mismo —fue la respuesta.
Sin hacer más preguntas, siguió a la mujer menuda y amable a la
habitación. La niña, esta vez, se encontraba sentada con un par de almohadas
a la espalda. Tenía las mantas subidas hasta la barbilla y, en cuanto vio a
Isaac, sonrió. Las pápulas se habían desinflamado y habían empezado a
alcanzar su punto culminante. Algunas ya habían formado costras. La mirada
de Chiara era vivaz y carecía de ese brillo líquido típico del sujeto febril. Por
si acaso, Isaac quiso asegurarse, pero, como imaginaba, su frente estaba
fresca. Exhaló un suspiro de alivio.
—Ha podido dormir durante dos noches —dijo su madre y en sus ojos,
una vez más, Isaac vio una gratitud que nadie le había dispensado nunca.
Aquel sentimiento lo conmovió. Se encontró vulnerable ante aquella frágil
dulzura.
—Vuestras perlas han sido una bendición.
—¿Te queda alguna? —preguntó.
La mujer asintió.
—La fiebre está bajando.
Luego se volvió hacia la niña.
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—¿Te encuentras mejor? ¿Quieres abrir la boca y enseñarme la lengua?
La niña obedeció y se dio cuenta de que la hinchazón de una semana antes
había desaparecido.
Asintió con la cabeza.
—Muy bien —observó—. Lo has hecho muy bien. Cada vez me siento
más orgulloso de ti.
La niña lo miró y pronunció sin esfuerzo la primera palabra desde que la
conoció.
—Gracias —dijo, lanzando una mirada solemne que hizo sonreír a Isaac.
Era tan seria. Y divertida. Y llena de coraje, había ganado una batalla, la más
importante de su joven vida.
—Aún no ha terminado —le dijo—. Debes tener un poco más de
paciencia. Verás, esas llagas en tu cara y en el resto de tu cuerpo… se
romperán y saldrá un líquido fétido. No te preocupes —dijo, dirigiéndose a su
madre—. Ya ha ocurrido y volverá a ocurrir, hasta que dentro de unas
semanas las llagas desaparezcan, dejando cicatrices.
La madre asintió.
—Lo comprendo —dijo—. Sin vos, Chiara no lo habría conseguido. Eso
es lo único que importa.
Esa frase resonó con toda la sencillez de una afirmación incontrovertible,
tanto que Isaac en primera instancia no tuvo ganas de contradecir a la mujer.
—Deja que Chiara descanse ahora —replicó Isaac y acarició la cabeza de
la niña.
Salieron y regresaron a la cocina. En la chimenea brillaban las últimas
brasas.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó Isaac.
—Viola —respondió la mujer.
—Es un nombre precioso —dijo él—. Escuchad —añadió—. Chiara
necesita algo de comer y vos también. Así que, por favor, aceptadlo. —Y sin
añadir nada más, dejó una bolsa de cuero, tintineante, sobre una mesa
maltrecha.
—No puedo hacerlo. —Y en esa negativa estaba toda la dignidad de
aquella mujer.
—Esta respuesta os honra y no esperaba menos…, pero, por favor, lo mío
no es caridad, es solo la necesidad que siento, como médico, de cuidar de
vosotras. No tengo mujer ni hijos. Sin embargo, en Chiara me parece ver a la
hija que nunca tuve. La habéis educado bien: es fuerte y valiente.
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Viola quiso resistirse. Estaba claro. La luz de sus ojos decía más que mil
palabras, pero algo parpadeaba en su mirada.
—Pienso recompensaros.
—No os molestéis, el menor de mis problemas es el dinero. Vendré a
visitaros más a menudo. Esa chimenea…, traeré una carga de leña para que
podáis manteneros caliente. Me encargaré personalmente de ello. Y compraré
comida y algo de ropa.
—¿Cómo puedo pagaros? —preguntó Viola, con una terquedad
sorprendente.
—Dejando inmediatamente de preguntármelo —respondió Isaac—. Os
protegeré, Viola. Os lo prometo.
Y por primera vez aquel día Isaac Liebermann sonrió.
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El gitano
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medida que pasaban los días, su espíritu se había vuelto tan firme como el de
un paladín y ahora no podía poner fin a su vagabundeo.
Entró en una calle estrecha, caminó hasta el final y giró a la derecha.
Siguió hasta salir a una plaza bien iluminada por antorchas. Sin volver la
cabeza, vio por el rabillo del ojo una negra figura que lo seguía. Era su
hombre. Giró a la izquierda y caminó hasta el final. La calle terminaba contra
un muro.
Se volvió y esperó.
Su perseguidor no lo decepcionó. Pronto se encontró frente a él.
—Bien, señor —dijo Antonio con voz no exenta de audacia—. Por fin os
conozco. ¿Quién sois? ¿Y quién os envía? Y, sobre todo, ¿por qué me seguís
a todas partes?
El gitano, pues con toda probabilidad aquel hombre debía de proceder de
las tierras más allá de los bosques de la lejana Hungría —ahora Antonio
estaba seguro de ello—, se permitió hacer una mueca y su expresión, sin
duda, aludía a la incomodidad que sentía por haber sido descubierto.
Ciertamente, no se lo esperaba.
—No diré más de lo que debo —dijo finalmente. Tenía un acento extraño,
con una cadencia algo hipnótica, como si disfrutara meciendo las palabras.
—Os escucho —respondió Antonio.
El gitano, en vez de hablar, sacó de un bolsillo de su frac algo que, a la luz
del candil que llevaba Antonio, brillaba. Sin decir palabra, el hombre se
acercó a Canaletto tomándose todo el todo el tiempo del mundo, como si
después de todo no tuviera especial premura. Y parecía cierto, ya que, como
suele decirse, era él quien tenía la sartén por el mango.
—Oigamos, entonces… lo que tenéis que decir —reiteró Antonio,
tratando de no temblar; y no era fácil; a pesar de todo, no estaba descontento
con su comportamiento.
—Sí —dijo una tercera voz—. ¡Oigámoslo! —Y a espaldas del gitano
apareció un hombre enmascarado que, de una cartuchera bajo su capa, sacó
una pistola de cañón largo—. Pero antes —continuó— nos gustaría saber
quién os envía.
Al decir esto, el recién llegado avanzó hacia el gitano, que, a decir verdad,
mostró una notable frialdad y, de espaldas a Antonio, se volvió hacia el recién
llegado.
—¿Y por qué tendría que hacerlo?
—Porque una bola de plomo es más rápida que una cuchilla.
—Cierto. Pero podríais errar el tiro —observó el gitano.
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—Eso lo veremos —dijo el otro sin pestañear.
—Sí.
Antonio tuvo la desagradable sensación de que tender una trampa a su
perseguidor no había sido tan buena idea después de todo.
—No creo que disparéis —continuó el gitano, poniendo voz a los temores
que también Antonio albergaba en su corazón.
El hombre de la máscara calló.
Por un instante el aire pareció congelarse y la escena quedó cristalizada,
suspendida en el tiempo y en el espacio, a la espera de que los
acontecimientos siguieran su curso.
Fue entonces cuando el gitano echó a correr.
—¡Deteneos! —gritó Antonio.
El hombre de la máscara encañonó su arma, listo para disparar. El gitano
no se detuvo. Detectó un espacio entre la pared de la casa a su derecha y el
hombro de quien le apuntaba. Se metió justo en medio, agarrando el puñal
con la mano izquierda, tras lo cual en el último momento se pasó la hoja a la
otra mano y enfiló el puño izquierdo al costado del hombre armado. El otro
trató de zafarse, pero el puñetazo llegó con la velocidad del rayo y lo alcanzó.
Luego, el fogonazo y el disparo. Fue algo excesivo: el plomo contra las
losas del pavimento. El hombre de la máscara gritó. El puñetazo debió de
hacerle mucho daño. Su mano corrió a masajear el lugar donde el otro le
había golpeado.
—¡Maldito bastardo! —El arma le cayó de la mano. Acabó de rodillas.
—¡Owen! —gritó Antonio.
—A por él —respondió el irlandés en voz baja.
Pero el gitano ya se había escapado.
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Cristal
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su ser intuía que si se abandonaba en los brazos de Antonio podría perderse a
sí misma y había jurado no depender nunca del amor de un hombre.
Miró el fuego ardiente en la boca del horno. Se acordó de Menego, el
artífice de su educación como vidriera. La forma en que la había acogido
entre sus brazos cuando aún era una niña y le había enseñado a ver a través de
las llamas, a intuir las formas que la pasta de vidrio podía crear si se
moldeaba una vez fuera del horno. Recordaba cómo disfrutaba tirándole de la
barba. Menego le parecía una criatura salida del vientre de la tierra, hijo de un
mundo impregnado de mitología y rituales vedados a la mayoría de los
hombres. Recordó cómo le sonreía.
Imaginación, fantasía: eran la base del arte del vidrio, ya que, una vez
extraído el globo luminiscente, parecido a una estrella en bruto, había que
moldearlo con pinzas, dando vida a un objeto, cualquiera que fuera la
elección, que debía ejecutarse de inmediato.
Menego era extraordinario en eso, como extraordinario era su deseo de
instruir a una mujer en ese arte que por tradición estaba fuertemente
dominado por los hombres. Por supuesto, había habido algunas mujeres que
habían tomado un camino así, pero, en el caso de Marietta Barovier, por
ejemplo, se trataba de la hija de un maestro vidriero. Y ella no era la hija de
Menego; de hecho, ni siquiera era veneciana.
El pensamiento la transportó a Johann Matthias. Tampoco era realmente
su padre, pero mucho antes, cuando ella era muy joven, la encontró
abandonada, sola, en el frío. La había cuidado y cada día la había elegido
como hija suya. Ni una sola vez se negó a darle todo lo que estaba en su
mano. Y así se había convertido en la hija del mariscal de campo, el conde
Von der Schulenburg. Y cuando él se ausentaba por sus deberes de oficial,
por campañas militares que tenía que dirigir, enfrentándose a una existencia
que hacía equilibrios entre la vida y la muerte, había optado por confiarla a
Menego. Porque sabía que, en su ausencia, él la educaría en el respeto de los
valores y las virtudes que una vida de sacrificio y paciencia imponía.
Ver trabajar a Menego era un auténtico espectáculo. Más aún: era como
ser testigo de la creación. De niña lo había comparado con Hefesto, el dios
griego del fuego que, según el mito, tenía su fragua bajo una cueva en el mar.
Fue él quien le enseñó cómo obtener los diferentes tipos de vidrio —la
aventurina, el cristal, el lattimo y la filigrana—, quien la instruyó sobre los
procesos de molienda y sopladura, y el uso de herramientas como las
diferentes barselles, es decir, las pinzas para cortar, moldear y decorar vidrio,
o los diferentes tubos de soplado.
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Volvió a verlo mientras daba forma al vidrio que acababa de sacar del
horno, brillante, como un trozo de estrella viviente que centelleaba en la
penumbra y se desvanecía lentamente en la luminiscencia a medida que se
enfriaba. También era una carrera contra el tiempo, ya que la pasta de vidrio
no era moldeable eternamente, sino solo mientras mantuviera una temperatura
tal como para poder modificarse con unas tenazas. Por eso, cíclicamente,
había que introducirla en la boca del horno: para mantener constante la
temperatura.
Charlotte nunca había tenido madre. O, mejor dicho, nunca la había
conocido. Pero había crecido con dos padres. Y estaba agradecida por todo lo
que había recibido. Mucho más de lo que se merecía.
Se acercó a la boca del horno. Avivó las llamas y miró las lenguas rojizas,
ardientes y crepitantes. Su mente volvió a Antonio Canal. No había esperado
tal determinación: parecía como si aquel hombre se hubiera consagrado a
Venecia y, en cierto modo, era así. No solo quería celebrarla en el lienzo, sino
también, en la medida de lo posible, salvarla de aquellos que deseaban
doblegar su belleza y maravilla en el nombre de sus propios fines miserables.
Como ella misma quería. Y tenía la intención de defender una ciudad como
esa, una ciudad que encarnaba los elevados ideales de una República que
había sido capaz de sobrevivir a adversidades sin fin, enemigos formidables y
que, nunca como en aquel momento, dictaba el horizonte artístico y cultural
del mundo conocido. Antonio merecía sus elogios y la admiración que sentía
por él.
Y no quedaba ahí el asunto. Había en ese joven y extraordinario pintor
una sincera estima por su arte. Hacia las mujeres alimentaba, como era justo y
normal que así fuera, una hermosa y estimulante curiosidad. Sin olvidar que
no tenía la arrogancia de muchos artistas que se consideraban de
extraordinario talento incluso cuando no era, ni mucho menos, el caso. Era
deliciosamente torpe, pero esto le dotaba de unas maneras fanfarronas e
involuntarias.
En resumen, era irresistible, al menos para una mujer como ella, y estaba
sumida en sus pensamientos cuando oyó que llamaban a la puerta del horno.
Los golpes se repitieron. Sin querer se le erizó la piel.
¿Quién podía venir a visitarla en mitad de la noche?
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Encuentro
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bendecido la atracción que había sentido por Charlotte, cuando la había visto
moldeando vidrio como lo habría hecho una diosa griega.
Y algo divino tenía que haber en ella, pensó Antonio, mientras sus
caricias lo dejaban extasiado, como si aquel instante fuera solo imaginado,
suspendido en una dimensión onírica. Pero cuando sus ojos se encontraron
con el palpitante globo de fuego que parecía gritar como una boca roja en el
horno, se dio cuenta de que estaba viviendo de verdad, quizá por primera vez.
Charlotte era blanca y apolínea, era nieve y pluma de cisne. El deseo de
Antonio palpitaba tembloroso como una herida. Sentía la sangre de ella en sus
venas, como oro fundido por las llamas de un fuego inextinguible, y esa
sangre se unió a la suya como si desde aquel momento nunca más hubieran
vuelto a ser divisibles. Y se encontraron, inconscientes, en aquel torbellino de
amor, de rodillas sobre las mantas, no lejos del fuego purificador del horno. A
Antonio le parecía que el corazón vivo de color y luz de su pintura quedaba
envuelto por el cristal suave y brillante de ella y sus artes se fundían en el
núcleo de la pasión devoradora.
Sus cuerpos componían una melodía, sus bocas se deshacían en un éxtasis
de sílabas tenues y los labios buscaban los otros labios, cien, mil y luego mil
veces más y a los dos les parecía que el tiempo no era suficiente, que las horas
huían, matando su pasión con la avaricia de una noche falsa y embustera, que
había elegido acortarse, en perjuicio de ellos.
Y, sin embargo, con la fuerza desesperada de los que no se rinden ante
promesas traicionadas, Antonio y Charlotte se entregaban sin miramientos y
se arremolinaban en el torbellino del deseo, dejando que cada uno buscara el
placer en nombre del otro, escuchando sus gemidos voluptuosos y las
impúdicas respuestas de la carne vibrando de vida. Era una fiebre que los
consumía y a la que doblegaban su voluntad, ajenos y olvidados de todo,
ávidos de una pasión que los había condenado desde el primer momento a
encontrarse en los brazos del otro.
A ella le estaban agradecidos y participaban de esa comprensión mística
que, nacida en intelectos sublimes, se había convertido poco a poco en río y
fuego, manteniéndolos unidos. Él besó sus párpados, sus manos, sus brazos y
su cuello de junco. Y luego sus pechos lechosos, dulces con aquel sabor de la
miel goteante, y los blancos y desnudos hombros, perfectos, como si hubieran
sido esculpidos por el mismísimo Miguel Ángel en el mármol más blanco
jamás concebido por la naturaleza.
Antonio estaba embriagado y ciego. Se hundió en un éxtasis que parecía
ilimitado, vasto como el océano, y se regocijaba en aquella magia de fuego y
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carne que le quemaba el pecho.
—Charlotte —murmuró, y su nombre fue la salvación y la promesa de
nuevas aventuras, las que aún no había experimentado en la vida porque, solo
y completamente, se había entregado a la pintura y a Venecia. Pero ahora todo
era diferente. Aquella mujer increíble y maravillosa le había deseado y
sorprendido, y parecía no saciarse de él.
Perdido en ella, se dejó llevar por esa resaca sin fin, arrullado por jadeos y
espasmos, en un vaivén de placer. Sintió el rugido de la marea en la cabeza y
tuvo la impresión de ser un superviviente abandonado a las olas, aferrado a un
trozo roto de una balsa que también lo llevaba a lo alto, a la cima de olas
vertiginosas que luego se derramaban sobre la orilla. Alcanzado el clímax del
placer cayó desplomado, pero agradecido y feliz, sobre el pecho de Charlotte,
como el náufrago que se suelta por fin en la arena de la playa.
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El gueto
Vestían capas negras y tricornios. Sus rostros estaban cubiertos por larve,
máscaras blancas que impedían reconocer sus rasgos. Entraron por la puerta e
inundaron el gueto como un río lleno de carroña de animales podridos.
Empuñaban antorchas, palos y cuchillos. Detrás de las máscaras sus ojos
brillaban con fuego y sangre. La rabia parecía consumirlos.
Cuando los vio, Isaac sintió miedo. Nunca había ocurrido que unas
cuantas mesnadas —porque eso era todo lo que podían ser— hubieran
penetrado en el gueto. No tenía ni idea de por qué había sucedido, pero se
escondió detrás de una columna, esperando no ser visto. Pasaron por delante
de él sin mirarlo. Las antorchas ardían rojas en la noche negra. Delante de
ellos, mujeres, hombres, ancianos y niños huían como una bandada de patos.
Alguien resbaló en la nieve sucia y cayó. Uno de los atacantes le plantó un pie
en medio de la espalda y blandió un palo. Desde donde estaba parado, Isaac
vio la cabeza del pobre hombre caer directamente hacia abajo en un charco de
agua podrida. Luego otro imbécil se acercó al primero y redobló la paliza,
implacable.
Los gritos se elevaron como chillidos de pájaros. Una mujer fue arrojada
al suelo y pisoteada. Los demás avanzaron en un silencio sepulcral. Agarraron
a los fugitivos y los arrastraron al suelo. Un joven judío se resistió. Isaac lo
conocía: era el joven Shimon Luzzatto, el chico que imprimió el boletín de
aspecto propagandista. Un miembro de las mesnadas, probablemente el líder,
lo agarró por el cuello y lo estrelló contra la pared de una casa.
—¡Tú! —gritó con voz inhumana desde detrás de la máscara blanca—.
¡Fuiste tú quien arrojó a Venecia a la desesperación! ¡Que la peste caiga sobre
ti! ¡Y la lepra y el dolor! —Y mientras el muchacho trataba de resistir la
agresión, otro soldado de las mesnadas descargó un garrotazo en su pierna.
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Inmediatamente después otro más y el joven estaba de rodillas, entre la nieve
y el hielo. Una mujer gritó: era su madre. Se lanzó contra el jefe de aquellos
canallas vestidos de negro, pero no pudo acercarse a él porque la tiraron al
suelo y la patearon.
A medida que los ataques avanzaban, Isaac casi se sentía desvanecer. Se
aferró a la pared lo mejor que pudo, pero el terror de un ataque tan injusto y
repentino, tan cobarde y furioso lo había vencido, quitándole las fuerzas de
golpe; y sin embargo, lleno de vergüenza por su cobardía, que parecía
paralizarle las piernas, con un supremo esfuerzo de voluntad se obligó a salir
de las sombras y se acercó a la mujer, en un intento de detener a los que
estaban pateándola.
Resuelto a recobrar la compostura, puso un pie delante del otro, hasta
llegar detrás de uno de los atacantes sin ser oído, tal era la excitación bestial
por lo que estaba cometiendo. En cuanto este levantó el brazo por enésima
vez, Isaac lo bloqueó y, apelando a su propia fuerza, le arrebató de la mano el
garrote y luego le asestó un violento golpe en el pecho.
El hombre se inclinó hacia delante e Isaac tuvo la suerte de descargar un
segundo impacto mortal en la cara del soldado, que se desplomó al suelo.
Pero mientras tanto, al ver al recién llegado, dos de los otros matones lo
atacaron.
Isaac recibió un golpe en la cabeza y acabó de rodillas. Aturdido, levantó
la vista y vio al joven Luzzatto. El jefe de las mesnadas se cernía sobre él. Su
tricornio se había deslizado hasta el suelo y se fijó en la larga cabellera negra
que caía como tentáculos de un pulpo sobre sus hombros y luego hacia abajo,
hacia su espalda. Las luces de la linterna captaron el brillo de un pendiente de
oro. Finalmente, en poco más de un instante fue testigo del destello fatal, la
hoja blanca clavándose en el cuello del muchacho como si el matón degollara
una cabra. La sangre se extendió por el cuello del joven Luzzatto mientras
inclinaba la cabeza hacia atrás.
Finalmente, cayendo hacia adelante, el muchacho se aferró con un último
jadeo de vida a la máscara de su asesino y se la llevó consigo al suelo,
mientras un río rojo inundaba el pavimento. Isaac oyó una blasfemia, y
cuando el matón se volvió inclinándose hacia delante para recoger su
máscara, masticando improperios, vio durante un solo instante su rostro.
Entonces, algo se estrelló contra él y cayó.
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Cuando despertó, el gueto seguía envuelto en la oscuridad. Percibió primero
un dolor agudo y luego punzante en la cabeza. Inmediatamente después, el
frío glacial de la nieve contra su mejilla. Volvió en sí lentamente. No sabía
cuántas horas habían pasado desde lo que había visto, pero estaba seguro de
que, al menos, se encontraba solo. Permaneció en el suelo porque, a pesar del
dolor y la escarcha, no podía levantarse. Haciendo acopio de toda su fuerza de
voluntad se obligó a arrastrarse por el barro y la nieve hasta la pared de una
casa que tenía frente a él.
Milagrosamente consiguió sentarse con la espalda contra la piedra. Luego
se sumió en una especie de somnolencia en la que se alternaban punzadas de
dolor con recaídas en el abandono total. La debilidad no le permitía encontrar
el modo de ponerse en pie. Al cabo de un rato, oyó pasos y un grito.
Sintió que unas manos lo agarraban por los hombros.
—Isaac —dijo una voz rota por la emoción—. Isaac, ¿qué ha pasado?
—Zygmund —respondió él.
Era su hermano que regresaba.
—¿Qué te han hecho?
Isaac oyó el sonido de más pasos. Detrás de su hermano venían hombres.
A través del velo de sangre que le cubría el ojo y que había cuajado en una
costra, Isaac se dio cuenta de que era el Signore di Notte al Criminal seguido
por sus secuaces.
—Me han atacado —respondió en voz baja.
—¿Quiénes? —preguntó Zygmund.
Pero Isaac a duras penas podía responder. Aunque no era capaz de ver
bien, percibió que el magistrado y sus soldados de infantería estaban
examinando algo. El Signore di Notte, en concreto, se había arrodillado y
observaba con atención y curiosidad.
—Nosotros lo hemos encontrado —dijo—. Han linchado al asesino de
esas pobres mujeres. No tenían por qué hacer lo que hicieron, pero al menos,
se cierra una página de horror.
Isaac no estaba seguro de lo que había oído.
—¿Qué? —preguntó, como si alguien estuviera dispuesto a repetírselo o
responderle.
Zygmund intentó ayudarlo a ponerse en pie.
—¿Puedes arreglártelas? —preguntó.
Su hermano no entendía, no tenía ni idea de lo que había pasado.
—Entraron en el gueto y golpearon salvajemente a todo el mundo —
respondió, aferrándose a él para levantarse.
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—¿Quiénes?
—No lo sé. Llevaban capas negras y tricornios y máscaras cubriéndoles
los rostros.
—¿Quiénes sois? —preguntó el Signore di Notte al Criminal, como si
como si reparara en ellos por primera vez.
—¿Quiénes somos? —Isaac casi se echó a reír. ¿Ahora tenía que justificar
su propia presencia? ¿Después de haber sido molido a palos? ¿Y por qué?
¿Solo por ser judío?
—Soy el doctor Liebermann —dijo—. Practico la medicina y vivo aquí en
el gueto.
—¡Ah! —dijo el magistrado—. Por eso no llevas el birrete. —Como si
aquello fuera el problema.
Isaac tragó saliva antes de hablar.
—Y este es mi hermano Zygmund. ¿Sabéis que nos atacaron?
—Por alborotadores… Por supuesto, lo sé todo.
—Entonces, si lo sabéis, ¿enjuiciaréis a los autores de esta masacre?
—Como he dicho hace un momento, los responsables de este crimen
serán castigados, siempre que puedan ser identificados.
—Ese chico… —continuó Isaac.
—¡Ese chico es un asesino! —fue la respuesta.
—¿Qué os hace decir eso?
El magistrado no respondió, pero mostró el puño. Luego abrió la mano.
Aunque con dificultad, Isaac vio brillar en el centro de su palma un medallón
de oro viejo y piedras preciosas: parecía una joya familiar. El Signore di Notte
al Criminal lo balanceó ante los ojos de los dos hermanos.
—¿Veis esto? Pertenecía a la chica asesinada hace unos días en la plaza
de San Giacomo de Rialto. ¿Cómo lo sé? Sus padres me lo describieron y no
tengo ninguna duda de que es el mismo. Bueno, acabo de encontrarlo
alrededor del cuello de ese asesino.
—¡Eso no es posible! —replicó Isaac.
—Yo creo que sí…
—Esos hombres… esos hombres nos atacaron. Ellos golpearon a las
mujeres y a los ancianos con palos. Y a mí también. Luego, su líder, un
hombre con el pelo largo y negro y un pendiente de oro… ¡mató a ese joven
clavándole un cuchillo en la garganta!
—Que murió apuñalado está fuera de toda duda —dijo el magistrado—.
Dicho esto, no veo heridos, aparte de vos. —Y en la voz del hombre había
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una mezcla de indiferencia e incredulidad—. Vos habéis sido atacado y creo
que lo mejor es que recibáis tratamiento.
—Efectivamente —dijo Zygmund—. Vuestra excelencia tiene razón.
Volvamos a casa. Yo cuidaré de ti.
—¿Sois su hermano? —preguntó el Signore di Notte al Criminal.
—Sí.
—Pues entonces habéis dicho bien: volved a casa y cuidad de él.
—Pero ¿no me habéis oído? ¡Nos atacaron! A ese joven lo apuñalaron
hasta la muerte. Su madre fue golpeada hasta la muerte. Eran mesnadas
despiadadas. Ni siquiera me preguntasteis si he visto la cara de su líder.
El magistrado negó con la cabeza.
—Llevad a vuestro hermano a casa —dijo dirigiéndose a Zygmund.
Luego miró fijamente a Isaac—. En cuanto a vos… Vos os librasteis con un
rasguño en la cabeza. Dad gracias a vuestro Dios. Como ya os he dicho, ese
joven es un asesino, y lo confirma una prueba bastante sólida. Os la acabo de
mostrar. Los atacantes serán castigados. No me hagáis repetirlo.
—Excelencia —dijo Zygmund—. No temáis, haremos lo que decís.
—Pero… —intentó responder Isaac.
Sin embargo, su hermano lo cortó en seco.
—Estás cansado. Vayamos a casa y yo te lavaré la cara. Luego pondremos
una bolsa de hielo en la herida.
Y sin más dilación prácticamente tiró de su hermano. Le puso el brazo
alrededor del cuello y juntos se dirigieron a casa.
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Mesnadas
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sobre el ataque. Era la segunda vez que oía ese nombre en pocos días.
También Charlotte le había hablado de él. Se llamaba Isaac Liebermann.
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—Yo también lo creo. Por ejemplo, no creo en absoluto que el autor de
los asesinatos que han ensangrentado Venecia recientemente pueda ser uno de
los habitantes del gueto. Hipotéticamente, no es posible excluirlo, por
supuesto, ya que nadie parece tener ni idea de quién es el asesino, pero lo
mismo puede decirse de los venecianos, alemanes, turcos y todos los que
viven en el territorio de la Serenísima.
—Exactamente —confirmó Isaac con convicción—. Pues bien, no me
callaré los hechos que han sucedido, ya que vos sois el único, me parece, que
está interesado en saber cómo sucedieron las cosas. Y, sin embargo, debo
preguntaros, ¿qué os impulsa a hacerlo? Estaréis de acuerdo conmigo en que
nunca habría esperado que un pintor como vos pudiera interesarse por sucesos
sangrientos como estos.
¿Y ahora qué? ¿Qué podía decir? ¿Revelar también a Isaac Liebermann la
razón de sus pesquisas? Que, por cierto, al principio no tenían nada que ver
con el asunto del asesino. Y tampoco en aquel momento, a decir verdad. Así
que salió del brete lo mejor que pudo.
—No puedo contaros todo lo que me gustaría —observó—. Baste decir
que he recibido un encargo. Y que no podéis mencionárselo a nadie…
Si Isaac Liebermann estaba desconcertado, no lo demostró: que la razón
residiera en el hecho de que instintivamente confiaba en Antonio Canal o que
residiera en el sincero interés mostrado por este cuando a nadie parecía
importarle lo que había sucedido, nadie podía saberlo. Pero lo que ocurrió fue
que, sin necesidad de que lo empujasen a ello, se dejó llevar.
—Llegaron al anochecer. Ya estaba oscuro. Llevaban antorchas, palos y
puñales. Vestían máscaras, tricornios y capas negras. Actuaban como posesos.
Y comenzaron a golpear a todo el mundo, sin miramientos. Quien se ponía a
su alcance era molido a palos. No importaba si eran mujeres, ancianos o
niños.
—¿Quiénes eran? —preguntó Antonio.
—Buena pregunta. Un puñado de soldados de mesnadas. Violentos.
Hombres que parecían querer emprender una expedición punitiva. Pero mi
convicción, quizá equivocada, es que necesitaban un culpable.
—¿Qué os lo hace creer?
—El hecho de que golpearan a todo el mundo, indistintamente, y luego
aprovecharan la conmoción y masacraran a una persona. Estaban dirigidos
por un líder, el más sanguinario de todos.
—¿Vos lo visteis?
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Isaac suspiró. Estaba claro que aquel recuerdo le producía cierta angustia.
No parecía un hombre fácil de impresionar, por lo que Antonio llegó a la
conclusión de que la experiencia vivida debió de ser aterradora.
—Como os he dicho, llevaban máscaras blancas. Y a mí también me
atacaron. Me golpearon varias veces con un palo, hiriéndome en la cabeza.
Me goteaba sangre en los ojos.
—Lo siento —dijo Antonio.
—A un chico, Shimon Luzzatto, que luego fue acusado de los dos
asesinatos que ensangrentaron la ciudad, creo que como chivo expiatorio, lo
apuñalaron varias veces sin que yo pudiera hacer nada. Fue el líder de la
mesnada el que le atacó de esa forma brutal y horrible. Cuando para entonces
el muchacho estaba machacado, y yo apenas podía distinguirle un instante
antes de perder el conocimiento, cayó hacia delante y arañó la máscara del
jefe de las mesnadas. Este se volvió hacia mí y pude ver…
—¿Su cara?
Isaac asintió.
—¿Qué aspecto tenía?
—No le vi del todo bien, pero puedo decir esto: tenía el pelo largo y
negro, un bigote fino. Le brillaba un pendiente de oro. Sus ojos parecían
hechos de sombra.
A Antonio se le aceleró la respiración. La descripción era casi
perfectamente coincidente con la del gitano que los había atacado a él y a
Owen.
—¿Qué os pasa? —preguntó Isaac—. Parecéis preocupado.
—Vuestra descripción me recordó a alguien.
—¿Y cómo así?
—Es todo lo que puedo deciros por el momento.
Isaac asintió.
—Entiendo —dijo. Pero en esa declaración suya, Antonio captó un deje
de culpa.
—Lo que puedo comentaros, en cambio —replicó Canaletto—, es que
intentaré probar que el asesino no es el joven judío asesinado.
—El Signori di Notte al Criminal y sus matones fueron muy rápidos en
hacerle desaparecer —añadió Isaac—. Parecían estar ansiosos por decirle a
todo el mundo que habían atrapado al responsable de esas horribles muertes.
—Parece que han encontrado una prueba irrefutable.
—Llegaron justo cuando me estaba recuperando. El Signori di Notte al
Criminal me mostró un collar que pertenecía a una de las dos chicas
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asesinadas. Afirmó haberlo encontrado en Shimon Luzzatto.
—Pero vos no le creéis.
—No —respondió Liebermann.
—¿Cómo es eso?
—El alto magistrado me dijo que los padres de la chica asesinada se lo
habían descrito. Ella siempre lo llevaba alrededor del cuello, pero en el
cadáver no se había encontrado.
—Pero no se trata solo de eso. ¿Me equivoco?
—En absoluto. Y la razón es muy simple: ¿cómo es que tal joya estaba en
posesión de Shimon Luzzatto? Ese muchacho ciertamente no necesitaba
dinero. No, hay algo más, os lo aseguro.
—¿Creéis que su atacante se lo puso?
—No lo vi. Perdí el conocimiento. Pero sí podría haberlo hecho después.
—Yo también me inclinaría a pensar lo mismo. En cualquier caso, no ha
de ser necesariamente así.
—Por supuesto. Pero me habéis preguntado qué creo yo.
—Exactamente —concluyó Antonio.
—¿Puedo daros un consejo? —preguntó Isaac.
—Me hace mucha falta, señor Liebermann.
—Bien —respondió el médico—. Aunque vaya en contra de mis reglas y
principios religiosos, esto es lo que os digo: si realmente os importa este
asunto, si realmente queréis averiguar quién es el culpable…, entonces
exhumad el cadáver.
—Exhumar… —Antonio no estaba seguro de haber entendido bien.
—Soy médico —insistió Isaac—. Estudié en Padua. Vos mismo dijisteis
que Charlotte os había hablado de mí.
—Eso es cierto.
—Pues bien, solo mediante una investigación exhaustiva del cadáver
podremos, tal vez, saber algo nuevo sobre cómo se produjo la muerte y si
quizá la persona que la mató dejó alguna pista que nos permita seguir su
rastro —observó Liebermann.
—¿Y cómo pensáis hacerlo?
—No es la primera vez que realizo un examen de este tipo y vos no podéis
ni siquiera imaginar cuántas cosas se descubren en un cadáver. Vamos a
hacerlo —dijo Isaac como si estuviera pensando en voz alta—. Estoy más que
seguro de que alguien está mancillando el buen nombre de los judíos. Han
elegido echarnos la culpa a nosotros. Pero yo no les creo. Exhumad el
cadáver. Como médico tengo derecho a salir del gueto incluso de noche y no
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hay duda de que el cuerpo del pobre Luzzatto fue llevado al cementerio judío
del Lido. Con mucha prisa, debo decir. Y sin conceder que su madre le diera
sepultura. Puesto que estaban seguros de su culpabilidad al menos podían
haber permitido que fuera enterrado con el rito judío: el cuerpo no fue
sometido al lavado ritual, no se permitió envolver el cadáver en paños
blancos, no se dejó que le acompañaran en su último viaje.
—¿Y una vez desenterrados los restos? —preguntó Antonio, sorprendido
por lo que estaba preguntando.
—Los llevaréis a mi laboratorio.
—¿Y cómo lo haremos?
—Tengo un laboratorio anatómico cerca del cementerio. Allí, en la mesa
séptica, podremos examinar tranquilamente el cadáver y devolverlo a la
tumba antes del amanecer.
—Es muy arriesgado —observó Antonio.
—Pero no se puede hacer de otra manera.
—Eso es cierto. Pero yo no soy magistrado ni capitán de la guardia.
—Ya veo, entonces escuchad…, procederemos del siguiente modo…
—Os escucho —dijo Canaletto.
—Id a la entrada del cementerio. Para entonces ya habré colocado el
cadáver sobre la mesa de mi laboratorio y no correréis ningún riesgo.
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El examen
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Una vez allí, empapados por la lluvia, los dos compañeros, precedidos por
Isaac Liebermann, entraron. Los condujo a través del patio por lo que a
primera vista podría haber parecido una especie de almacén. En realidad,
pronto se encontraron en una sala bien iluminada. Se habían colocado faroles,
candelabros y braseros en gran número para garantizar una luz brillante y, en
la medida de lo posible, uniforme. En el centro de la sala había una mesa de
mármol y sobre ella el cuerpo ya sin vida del joven Shimon Luzzatto. Un olor
inmundo llenaba el espacio, haciendo casi imposible respirar.
—Debido a la inhumación el cadáver ya ha empezado a descomponerse
—observó Isaac—. Por esa razón os aconsejo que os apliquéis sobre la nariz y
la boca este paño empapado en líquido alcanforado. Os permitirá alejar las
náuseas que casi con toda seguridad atacarán vuestros intestinos.
Antonio y Owen casi de inmediato presionaron el paño contra sus narices.
Los penetrantes aromas del alcanfor y la menta aplacaron al menos el primer
y más intenso nivel de las miasmas mortales que espesaban el aire.
—Como os he dicho, el cuerpo ya ha empezado a descomponerse —
reanudó el doctor Liebermann—. Por eso en algunas partes, además de la
rigidez generalizada, asistimos a la ilividación de la piel, que adquiere un
color verde pálido, como podéis ver.
—Me doy cuenta de ello, doctor Liebermann —dijo Canaletto—. Me
pregunto qué estamos buscando…, suponiendo, por supuesto, que mi
pregunta tenga sentido.
—Vuestra duda es perfectamente legítima, señor Canal. Bien, un análisis
del cadáver, aunque falto de información, podría darnos algunas pistas.
Canaletto no comprendió.
—Vos habéis visto con vuestros propios ojos cómo fue asesinado este
joven.
Isaac volvió la mirada hacia el pintor.
—Olvidáis que yo vi al cabecilla de las mesnadas asestarle un golpe de
puñal en la garganta. El mismo que probablemente encuentre ahora —
continuó, señalando con su mano derecha al lugar preciso— en el cuerpo sin
vida de Shimon Luzzatto. Vos podéis ver aquí, en la yugular, el profundo
corte capaz de seccionarla y desangrar el cuerpo rápidamente.
Owen McSwiney se acercó, apreciando lo que decía Isaac Liebermann.
Antonio hizo lo propio, pero mantenía cierta distancia. Nunca se había
encontrado tan cerca de la muerte como en aquel momento y si bien era
verdad que el médico judío no parecía tener reservas ni vacilaciones en
cuanto a la posibilidad de examinar e incluso tocar el cadáver, a él no le
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ocurría lo mismo; al contrario, sentía una especie de presencia impalpable y
ciertamente sobrenatural. No habría sabido decirlo de otro modo, pero estaba
casi seguro de que el alma del pobre Shimon Luzzatto los estaba observando.
Y ese hecho le impresionaba. Por supuesto, no eran más que las fantasías de
un pintor que no sabía nada de medicina, pero cuanto más tiempo permanecía
en aquel lugar, más se convencía de ello y por ese motivo, con toda la debida
humildad de quien nada sabe del cuerpo humano, no se atrevió a acercarse al
cadáver al que Isaac Liebermann dedicaba toda su atención.
—Es evidente que el asesino sabía exactamente dónde atacar… y con qué
fuerza y profundidad. En ese punto, debía querer satisfacer una sed bestial de
sangre si luego siguió golpeando una y otra vez. Lo vemos sin asomo de duda
en estas dos heridas profundas en el abdomen —continuó el médico judío,
señalando esta vez dos terribles tajos de aparente forma romboidal—. Dos
heridas afiladas. Observamos cómo la fina hoja de la daga atravesó varios
tejidos, abriéndolos. Y ahí no queda la cosa. El atacante sujetaba la hoja con
su mano derecha como muestra la rotación visible…, ¿veis?, que se
corresponde con una muesca.
—Pero vos dijisteis que la primera herida infligida fue en la yugular y que
fue en sí misma mortal —observó el irlandés.
—Exactamente. Y lo reitero.
—Pero entonces —insistió McSwiney—…, ¿qué sentido tenía infligirle
dos heridas atroces más?
—Como he dicho —replicó Isaac—, el asesino tenía que satisfacer una
insaciable sed de sangre. Cuando pienso en el momento en que le vi golpear
al pobre hombre hasta la muerte… —El médico se interrumpió de repente.
—¿Qué pasa? —preguntó Antonio, sorprendido por aquella vacilación.
—Dejadme mirar con atención —dijo el médico. Y, sin añadir nada más,
se inclinó hacia delante, atraído por algo.
Sus dos compañeros en aquella macabra aventura permanecieron en
silencio, preguntándose con la mirada qué podía haber ocurrido. Entonces
McSwiney se decidió a hablar.
—¿Qué habéis visto, doctor?
Isaac Liebermann permaneció en silencio durante algún tiempo. Luego,
sibilinamente, respondió a esa pregunta con otra:
—¿Os habéis fijado, Owen? —preguntó.
—¿En qué? —replicó Antonio.
—Venid aquí, a mi lado.
Canaletto obedeció.
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—¿Vos también lo veis? —preguntó Isaac; y con un movimiento de
cabeza señaló una extraña abrasión que destacaba rojiza en el hombro
izquierdo. Al principio Canaletto no entendió qué era, pero luego se fijó en
una serie de cortes que parecían componer algo, una especie de figura.
—Parece como si alguien se hubiera tomado la molestia de grabar un
símbolo en la piel del joven Luzzatto con una hoja fina —dijo Isaac
Liebermann con rotundidad.
—No lo logro entender… —aventuró McSwiney, haciendo una pausa.
Permaneció de ese modo, en silencio. Luego reanudó—: Sin embargo… —
Agachó la cabeza para mirar más de cerca—. Sin embargo…, me parece
haber visto ese símbolo en alguna parte…
—Parecería la cabeza de una criatura monstruosa —añadió Canaletto—.
Pero ¿quién podría haber hecho algo así? ¿Y qué se supone que significa?
—¿Una marca? ¿Una firma? —preguntó Isaac—. Sea cual sea el
significado de este grabado, quien lo hizo pretendía dejar algo suyo en la piel
del pobre Shimon.
—De todos los símbolos que vi aquella noche… —McSwiney parecía
delirar, tenía los ojos muy abiertos e intentaba recordar. ¿Recordar qué? A
Antonio le hubiera gustado una respuesta, pero apenas lo insinuó el irlandés
lo hizo callar—. Estoy pensando —enfatizó bruscamente.
—Fijaos bien —reanudó Isaac—. Vos teníais razón, señor Canal: si os
fijáis bien, el símbolo grabado con la hoja, aunque estilizado, parece
corresponder a una cabeza. Sí, pero ¿de qué?
—Parece ser la de…
—¡De un león! —exclamó McSwiney—. ¡De un león, sin duda! ¿Lo veis?
—Y señaló las líneas sangrantes trazadas por el asesino con la hoja de la
daga, o tal vez de un estilete—. El hocico, los ojos, la melena. Ahora lo
recuerdo: vi el mismo símbolo, una cabeza de león humanizada, en la sala
donde Olaf Teufel celebraba su rito de entrada en la logia.
Antonio sintió que la sangre se le helaba en las venas. Ahora tenía ante
sus ojos la confirmación de que el vínculo entre el salón de Cornelia Zane y la
muerte del joven judío existía. Por supuesto, aún no era suficiente. Pero sentía
que se acercaba al negro corazón de aquella historia.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Isaac con incredulidad.
—Del hecho de que tenéis razón —dijo Canaletto, interviniendo a su vez
—. El hombre que mató al pobre Shimon Luzzatto está de alguna manera
conectado con un tipo de secta en la que mi amigo McSwiney se vio enredado
a su pesar.
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—¿Y qué significa este símbolo? —volvió a preguntar el doctor judío.
—No tengo ni idea, pero eso es lo que tenemos que averiguar —concluyó
Antonio.
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Decisiones
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—Ahora os lo explicaré. Supongamos que el símbolo grabado en el
hombro de Shimon Luzzatto es una cabeza de hombreleón, por así decirlo,
una cabeza peculiar, por cierto, ya que vos, Owen, creéis haberla visto en el
transcurso mismo de aquella reunión secreta.
—Así es —respondió el irlandés.
—Muy bien —continuó Antonio—. Esto es lo que pienso: deberíamos
reunirnos con Joseph Smith y preguntarle sobre el significado de ese símbolo.
Ya nos ha ayudado una vez, Owen, y todo indica que puede volver a hacerlo
en esta ocasión también.
—Me parece una muy buena idea —dijo McSwiney—. Y de hecho os lo
iba a proponer.
—Asimismo deberíamos averiguar dónde fueron enterrados los cuerpos
de las dos doncellas asesinadas y encontrar la forma de examinarlos. En mi
composición de los hechos, tal vez equivocada, si el asesino no fue Shimon
Luzzatto, como todos creemos, puede haber dejado en los cuerpos de las
víctimas su marca. —Mientras hablaba, Antonio no pudo contener un gesto
de decepción.
—Lo que defendéis tiene mucho sentido, caballeros —observó McSwiney
—, pero deberíamos averiguar a quién preguntar dónde fueron enterrados los
restos de las pobres víctimas.
—En cuanto a eso —dijo Isaac Liebermann—, yo puedo ayudaros. A
menos que las dos doncellas fueran enterradas en una capilla familiar, o bajo
el cementerio de alguna iglesia, hay un único lugar donde pueden estar.
—¿Y cuál sería? —preguntó Canaletto.
—El osario de San Ariano.
—Puedo verificar esa hipótesis. Pero estoy casi seguro de que vos tenéis
razón, doctor —replicó Antonio.
—Entonces deberíais ir a San Ariano. Nadie me dejaría entrar en un
cementerio cristiano, e incluso aunque pudiera, inmediatamente levantaría
sospechas. Pero si lo que decís es cierto, señor Canal, entonces no debería ser
demasiado complicado verificar la presencia o ausencia de la marca en los
cuerpos de las pobres doncellas. Entre otras cosas, porque ahora sabría qué
buscar. Sin embargo, hay que actuar deprisa, porque en el proceso de
descomposición una de las primeras cosas que suceden es que la piel se
desprende. Sin mencionar que, por lo que sé, el osario es una especie de
infierno, por lo que los insectos y los gusanos pueden haberse entregado ya a
su tarea, perdón por mi brutal franqueza.
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—De acuerdo —dijo Antonio—. Creo que sé cómo proceder. Averiguaré
si están en San Ariano y conseguiré una autorización…
—¡Ni se os ocurra! —Fue McSwiney quien habló—. Si alguien os
reconoce seréis descubierto inmediatamente. Conseguid que os emitan la
provisión en blanco y, con eso, me ocuparé del asunto de los cadáveres. Sin
olvidar que no hay boca que no se pueda acallar con un poco de dinero.
—De acuerdo —respondió Canaletto—. Entonces está arreglado.
Inmediatamente después acudiremos a Smith en busca de información sobre
el símbolo.
—Exactamente —dijo McSwiney.
—¿Y qué haré yo? —preguntó Isaac—. Me parece claro que llegados a
este punto ya no soy ajeno a vuestras pesquisas. Si os puedo ayudar de nuevo,
al menos sabed que podéis contar conmigo.
—Es muy generoso por vuestra parte —dijo Canaletto—. En lo que a mí
respecta diré que, tan pronto como sea posible, pondremos buen cuidado en
manteneros al día. Entre otras cosas porque es bastante evidente que, si
fuéramos capaces de probar la posible culpabilidad de otro sujeto, esta sería la
mejor respuesta a las calumnias que han sido dirigidas contra vos desde hace
demasiado tiempo. Trabajaremos todos juntos en un intento de establecer la
verdad, sea cual sea.
—Así pues, está decidido —concluyó Isaac Liebermann.
—¿Y ahora qué? —preguntó McSwiney, señalando con un movimiento
de cabeza hacia la sala donde se había realizado la autopsia.
—No sientas lástima por el cuerpo del pobre Shimon Luzzatto —dijo el
médico—. Yo me encargaré de darle una sepultura adecuada. Todavía hay
tiempo antes del amanecer y tengo a quienes pueden ayudarme. Además, hay
que contar con que nadie pondrá objeciones a mi presencia en el cementerio
judío.
—De acuerdo —dijo Antonio—. Entonces regresaremos a Venecia para
asegurarnos de que las dos víctimas del asesino han sido enterradas en San
Ariano. Muchas gracias por vuestro examen del cadáver, doctor, hasta pronto.
Sin añadir nada más, Canaletto dedicó un gesto de despedida a Isaac
Liebermann. Su amigo McSwiney hizo lo mismo.
Un momento después, ambos salieron al patio y de ahí a la calle, en
dirección al carruaje para luego llegar al barco amarrado en Malamocco.
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Justificaciones
—Los cuerpos de las doncellas fueron enterrados sin que los padres siquiera
pudieran verlos. Esto se hizo, por un lado, para ahorrarles el dolor de esa
visión y, por otro, porque la magistratura de la Serenísima tenía todo el interés
en asegurarse de que se supiera lo menos posible de esta historia, como vos
podéis comprender. Alegamos como razón primordial la razón de Estado.
El dux no tenía reparos en decir cómo eran las cosas, de eso estaba
seguro.
—Entiendo —observó Canaletto—. Pero, aunque comprendo las razones
que me habéis expuesto, me quedo con una extraña sensación, una impresión
de incompletud que no logro explicar.
—Mi querido señor Canal —dijo el dux—. No podía hacerse de otro
modo. Tampoco me complacía autorizar lo que se ha llevado a cabo, pero es
innegable que se ha encontrado al culpable, al igual que es irrebatible que
esas chicas habían sido masacradas de una forma que ningún padre podría
soportar ver. Yo personalmente tuve que hablar con Marco Foscarini y Alvise
Barbaro y nunca quise decirles que tendrían que conformarse con un
cenotafio. Sin embargo, así fue. Lo que se hizo, se hizo para evitar a todos un
nuevo tormento. —El dux suspiró—. ¿Les negué incluso el consuelo de una
despedida final? Probablemente, pero teníamos que protegerlos, a ellos y a la
comunidad, de la visión de esos cadáveres. Ya el reconocimiento del rostro
los había aniquilado. Imaginaos lo que habría pasado si hubieran visto sus
cuerpos. Pensad qué sentimientos se avivarían en el corazón de un padre ante
una visión como la que quedó impresa en vuestra memoria.
—Es verdad —convino Antonio—. Aquella pobre muchacha había sido
masacrada. Le habían abierto el pecho… —Hizo una pausa—. Ya veo —dijo
tras un silencio que pareció interminable.
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—Las hicimos enterrar en el cementerio de San Ariano —dijo entonces el
dux, sin que Canaletto hubiera preguntado nada.
—¿En el osario?
—Sí. Dentro del muro fronterizo, en un pequeño espacio lo
suficientemente aislado como para garantizar al menos un mínimo de respeto
humano…, respeto por las hijas de dos de las familias más prominentes del
patriciado. Más allá del osario, hay un lugar que hemos reservado
especialmente para los cuerpos de esas infortunadas.
—¿Por qué me lo contáis?
—Porque a estas alturas he llegado a conoceros, señor Canal, y porque fui
yo quien despertó en usted un alma que, probablemente, ni siquiera creía
tener.
—En eso tenéis razón —admitió Antonio.
—Y yo ya no sé si animaros a que continuéis detrás de ciertas intuiciones.
—¿De verdad?
—Me parece que puedo deciros que esta investigación vuestra ha llegado
a un callejón sin salida. Y, sin embargo, vos no deseáis abandonarla.
Desconozco el motivo y no pretendo ser yo quien os pida que desistáis. Pero
seguid mi consejo. Vos sois el más extraordinario pintor de Venecia: volved a
hacer lo que mejor sabéis.
Antonio negó con la cabeza. Una parte de él percibía claramente cuánta
razón tenía el dux. Pero otra, sin embargo, no podía dejar pasar la
oportunidad. Tampoco podía darse por satisfecho con aquella justicia que le
parecía llegar casi por casualidad, tanto más a la luz del descubrimiento de
Liebermann. Al mismo tiempo, sin embargo, no estaba seguro de que
comunicar aquella revelación a Alvise Mocenigo fuera la elección correcta.
En sus manos, en esos instantes, tenía una figura sangrante, grabada con una
cuchilla, en la piel del presunto asesino. Y esa imagen, por cierto, le resultaba
completamente oscura. Mejor era, tal vez, dejarla en paz por el momento y
volver a Alvise Sebastiano Mocenigo cuando las pruebas fueran más sólidas.
Sobre todo porque ni siquiera necesitaba insistir para saber aquello que sí le
apremiaba. Los cadáveres de las dos mujeres estaban en el cementerio del
osario de San Ariano. McSwiney averiguaría lo que había que saber. Mientras
tanto, haría bien en acceder a los deseos del dux para tenerlo siempre de su
lado.
—Tenéis razón —dijo—. Tengo mucho trabajo que hacer.
—Creo que sí.
—Os pido disculpas si… —Pero no tenía forma de terminar.
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—No, señor Canal, no tenéis nada de qué disculparos. Como os he dicho,
esa sed de verdad que os devora es idéntica a la mía. Hasta hace algún tiempo
vos os dedicabais a actividades muy distintas. Y aunque no os convertisteis en
un soplón, ciertamente tenéis los ingredientes para convertiros en un
excelente Signori di Notte al Criminal. Sin duda, mejor que los que
actualmente ocupan ese puesto. —Y con esas palabras, el dux frunció el ceño
—. Y, sin embargo, nunca le haría a Venecia el imperdonable agravio de
privarla de alguien que logra cautivarla hasta el alma con lienzos que no había
visto antes.
—Su Serenidad, os lo agradezco.
—No, señor Canal, soy yo quien os da las gracias. Y, precisamente por
ello, os digo que quedo a vuestra disposición para cualquier cosa, incluso para
ese informe semanal que nos prometimos. También porque creo recordar que
el salón de Cornelia Zane, frecuentado por el hombre del que procede todo,
oculta algo no muy limpio, según vos.
—Sobre eso, señor, no tengo noticias que comunicar. Pero, cuando haya
alguna, no dejaré de hacerlo.
—Estoy seguro de ello —asintió el dux—. Muy bien, entonces. Si no hay
nada más… Os deseo un buen día, señor Canal, y os estaré esperando cuando
lo deseéis.
—Una última cosa, mi señor —dijo el pintor con aparente
despreocupación.
El dux enarcó una ceja.
—Decidme.
—Me preguntaba si, dadas las dificultades a las que me estoy enfrentando
en estas andanzas mías, sería posible para vos emitirme un salvoconducto
para cualquier investigación posterior que, casi con toda seguridad, tendré que
afrontar. Sé perfectamente que no deseáis comprometeros, pero, justo por
ello, os pediría un simple papel que autorice a su titular a tener carta blanca.
—¡Ah!
—Repito: nada que lleve mi nombre.
El dux se lo pensó.
—Creo que lo entiendo —dijo. Entonces se dirigió a su escritorio y,
tomando una pluma, comenzó a garabatear. Fue un asunto de apenas unos
instantes. Finalmente, estampó su firma. Leyó lo que acababa de escribir.
»Por orden mía y por el bien de la Serenísima República, autorizo al
portador del presente a hacer lo que crea conveniente. Firmado: Alvise
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Sebastiano Mocenigo, CXII dux de Venecia. —Miró a Canaletto—. Esto
tendría que bastaros —concluyó.
—Así será.
El dux puso el sello. Entregó el salvoconducto a Antonio, que hizo una
reverencia. Despedido por Su Serenidad, Canaletto se dirigió a la salida.
Tenía la sensación de que, después de todo, aquella entrevista había ido
mucho mejor de lo que había esperado. Ahora podía decirle a McSwiney que
fuera a San Ariano y, al mismo tiempo, podría reunirse con Joseph Smith para
intentar llegar al fondo del absurdo rompecabezas que era la figura grabada en
sangre en el hombro del pobre Shimon Luzzatto.
Un individuo lo había seguido y puede que aún lo hiciera, alguien parecía
conocer sus movimientos hasta el punto de cometer asesinatos en los lugares
que él mismo frecuentaba, dos de las familias más poderosas de Venecia
habían sido golpeadas en sus afectos más queridos y unas cuantas mesnadas
habían sembrado la muerte en el gueto: que todos estos hechos no guardaran
relación entre sí era impensable.
Mientras caminaba por los pasillos, guiado por un guardia del Palacio
Ducal, pensó en la primera vez que lo habían llevado allí. Había pasado
menos de un mes desde entonces y, sin embargo, su vida había cambiado
radicalmente.
Desde que todo había comenzado, esa sensación de opresión y oscura
amenaza nunca lo había abandonado. Al contrario: se había convertido en
parte de él, hasta el punto de consumirlo en días que parecían propios de un
cazador de fantasmas, si es que alguna vez existió tal profesión.
Y pensar que no era más que un pintor…
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El cementerio de Venecia
Si se pensaba bien, era obvio. ¿Dónde más podrían estar abandonados dos
cadáveres para que no pudieran encontrarlos? Si no se les podía dejar bajo el
agua, bien podrían enterrarlos en el cementerio más grande de la Serenísima.
En realidad, lo habían sospechado desde el principio, pero la confirmación del
dux había sido crucial. Sobre todo, porque Canaletto había obtenido una
autorización en blanco y con eso McSwiney se sentía perfectamente
acreditado para hacer cualquier cosa: incluso ir a San Ariano y abrir tumbas,
si quería. Y eso era precisamente lo que se disponía a llevar a cabo sin más
dilación.
En lo que es San Ariano, a decir verdad, nunca había estado, pero cuando
llegó a la vista de la isla, con mucho gusto habría ordenado a los marineros
que estaban con él que dieran la vuelta. Su temperamento lo llevaba a menudo
a lanzarse de cabeza a una aventura sin sopesar cuidadosamente las
implicaciones. Le había ocurrido cuando participó en la reunión de la secta de
la que ahora formaba parte a pesar suyo y lo mismo podía decirse de aquella
salida al osario. Por otra parte, en cuanto Canaletto le había dicho el lugar del
entierro, no había dudado ni un momento en ordenar a dos marineros
conocidos suyos que se preparasen para una travesía nocturna. Se situó en la
proa de la barca, mientras esta avanzaba lentamente entre las nieblas acuosas
que se elevaban en claros remolinos de vapor fantasmal. Acababan de dejar
atrás Torcello y finalmente aparecieron, a medida que se acercaban, las costas
escalonadas de aquella pequeña isla. Ya se encontraban muy cerca cuando
emergió San Ariano. Como si la niebla lo hubiera revelado después de
haberse disipado de repente, como si se tratara de un telón que se sube cuando
los actores ya están en escena.
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Debido a la niebla y a la oscuridad, a pesar de sostener un farolillo delante
de él, McSwiney apenas podía distinguir la masa de la isla. Sin embargo,
pronto se dio cuenta de que la línea del muelle estaba salpicada de luces color
mantequilla. Y entonces, gracias a la pericia de Bono y Rústico, como por
arte de magia, la embarcación se acercó suavemente al bolardo. Aquellos dos
valían su peso en oro, pensaba McSwiney. Tal vez, el hecho de que llevaran
los nombres de los dos mercaderes que habían robado el cuerpo de san
Marcos de Alejandría no era pura casualidad, sino una señal del destino. En
cualquier caso, fuera cual fuese la verdad, cuando puso pie sobre los tablones
podridos del muelle, el irlandés respiró con un suspiro de alivio. Pero le duró
solo un instante porque, inmediatamente, reparó en lo macabro que era aquel
muelle. A ambos lados, de hecho, una tras otra, brotaban altas cruces negras,
que alguien debía de haber clavado en el fondo de la laguna. De los brazos de
algunas de ellas colgaban aquellas linternas que Owen había visto al llegar.
McSwiney no tenía ni idea de quién se había tomado la molestia de
adornar el muelle con aquel sombrío decorado, pero el efecto era de helarle a
uno la sangre en las venas. Tuvo la sensación de que estaba a punto de entrar
en las puertas del infierno. Dio un par de pasos sobre el muelle, sintiendo los
tablones resbaladizos y traicioneros bajo sus zapatos. Se armó de valor y
esperó a que el barco estuviera amarrado. Luego, junto con los dos marineros,
se dirigió hacia la isla. Ver aquellas altas cruces negras desfilando una tras
otra mientras él caminaba por el embarcadero le produjo una emoción
adicional. Le parecía que estaba a punto de llegar a una guarida de piratas y
agradeció su buena suerte cuando por fin se encontró en tierra firme y se dio
cuenta de que, al menos allí, la niebla se disipaba. McSwiney advirtió
entonces que un muro de casi tres metros de altura se alzaba frente a él. No
lejos del muelle, una capilla interrumpía aquella barrera de piedra.
—Por aquí —le dijo Bono, marcando el camino y dirigiéndose a la
derecha hacia la entrada del tabernáculo. Una vez allí, llamó a la aldaba de la
puerta y esperó.
Transcurrió lo que al irlandés le pareció una eternidad. De repente, oyó el
viento levantarse y silbar finamente, afilado como la hoja de una navaja. Se
subió las solapas de la capa y fue en ese mismo instante cuando, con un
chirrido mortal, se abrió la puerta.
Apareció un hombre alto, con el tricornio dividido en dos, de espesa y
larga cabellera blanca que parecía una madeja de plata desenredada por la
rueca de alguna bruja del mar. Su rostro era delgado, con una gran barbilla y
una venda sobre uno de sus ojos. Las mejillas presentaban profundas
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cicatrices, como si le hubieran atravesado la boca con la hoja de una daga de
lado a lado. Iba vestido con harapos o poco más y llevaba una armadura de
hierro que debía de proceder directamente del siglo anterior. El efecto era
ridículo y trágico a la vez. Como si la muerte se hubiera divertido con una de
sus más pesadas bromas.
—¡Uniojo! —dijo Rústico, que parecía conocerlo. El sepulturero asintió,
sonriendo y mostrando unos dientes rotos que hicieron que McSwiney soltara
un grito de disgusto. Con un gesto de su huesuda y pálida mano les indicó que
lo siguieran.
Mientras avanzaban bajo el arco de entrada, Bono se acercó al irlandés.
—Es mudo —dijo.
—Por fin buenas noticias —observó McSwiney.
—Pero oye y ve perfectamente —replicó el marinero.
—Tanto mejor. Nos ayudará.
Entrando en la capilla, Uniojo los condujo hacia la salida. El ambiente era
austero y sencillo, solo con un pequeño altar y un par de bancos para las
oraciones. A cada paso del sepulturero, un gran anillo de llaves sujeto a su
cinturón lo golpeaba el muslo, emitiendo un siniestro chirrido que parecía
marcar el ritmo de aquella extraña marcha nocturna. Cerrando la puerta de
salida tras de sí, Uniojo los introdujo en la morgue.
McSwiney se quedó sin habla. Frente a él, apilados como leña, vio huesos
humanos. Tibias, fémures, húmeros, cúbitos: amontonados por miles
formaban una especie de pared blanca, de al menos metro y medio de altura.
Mirando al irlandés, Uniojo le sonrió, mostrando sus dientes horriblemente
cariados.
—Estamos buscando los cuerpos de dos mujeres asesinadas. Deberían
haberlos traído recientemente —dijo McSwiney, apelando a toda su propia
presencia de espíritu.
El enterrador lo miró de aquella extraña manera suya, mostrando una
expresión indefinible, a medio camino entre una mueca de desprecio y una
sonrisa infantil.
—¿Me entiende? —volvió a preguntar el irlandés—. ¿Hay alguien más
aquí con usted?
Uniojo negó con la cabeza.
—Es solo él quien está a cargo de la morgue —dijo Rústico, para
confirmarlo—. Una vez a la semana le traen comida, pero por lo demás él lo
hace todo. Este es su reino.
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—Ya veo —dijo McSwiney. Para facilitar las cosas, sacó de su bolsillo la
autorización del dux.
En cuanto la vio, el guardián del cementerio abrió de par en par el único
ojo de que disponía. Asintió con convicción. En ese momento, sin más
esperas, caminó entre las torres y los muros de huesos.
A medida que avanzaban entre el fuego de las antorchas, el irlandés vio
pirámides de calaveras. Los cráneos parecían mirarlo fijamente desde las
cuencas vacías de los ojos, como si estuviera violando el silencio de un reino
negro y prohibido.
Marchaban así, mientras los destellos de las hogueras iluminaban
frágilmente sus pasos. McSwiney tuvo la sensación de que el tamaño de aquel
osario era imponente, de que, de hecho, ocupaba toda la isla, como si esta se
hubiera formado sobre el polvo de huesos de los muertos. Fuera cual fuese la
verdad, entre pirámides de cráneos y paredes de huesos, Uniojo los condujo a
un claro de terreno abierto, bordeado por el fuego de algunos braseros, donde
se extendían hileras de cruces negras. Allí, por fin, se detuvo. Los guio frente
a dos fosas donde la tierra había sido removida y las señaló: allí yacían las
mujeres asesinadas.
Los marineros no se hicieron de rogar y, cogiendo unas antorchas
alquitranadas que habían traído, las encendieron. Llamas sangrientas
iluminaron el sombrío aire nocturno. Sin más preámbulos, Bono y Rústico las
plantaron en las cuatro esquinas de la zona que rodeaba las dos tumbas, para
iluminar mejor el lugar donde tendrían que cavar. Fue entonces cuando
cogieron sus palas y se pusieron manos a la obra. Y McSwiney, que no
albergaba prejuicios ni pretensiones aristocráticas, sino todo lo contrario, y
comprendía bien la necesidad de apresurarse y permanecer en aquel lugar el
menor tiempo posible, hizo lo mismo. Y así, con tres palas, procedieron tan
rápidamente como pudieron. La tierra estaba todavía húmeda y fresca y no
fue demasiado complicado llegar al punto en que la pala del irlandés topó con
algo duro. Rústico y él procedieron entonces a cavar alrededor del perímetro
del ataúd mientras Bono trabajaba en la otra tumba. Cuando el primer ataúd
emergió lo suficiente como para no estar ya bloqueado por la tierra, Rústico
bajó a la tumba, ahora totalmente ensanchada. Se apoyó sobre sus piernas,
colocando el hombro en el féretro y, al hacerlo, consiguió empujarlo fuera de
la sepultura. Actuó con tal vehemencia que la tapa del ataúd se deslizó y, al
hacerlo, un fétido olor llenó el aire.
El hedor resultaba insoportable y McSwiney estaba dispuesto a ponerse
guantes y extraer de un bolsillo interior de su frac una de aquellas servilletas
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empapadas en líquido alcanforado que Isaac Liebermann se había empeñado
en darle unos días antes. De esa manera, mientras Rústico volvía al trabajo,
echando una mano a Bono, el irlandés consiguió acercarse al cadáver.
Alguien se había tomado la molestia de envolverlo en una sábana blanca.
Removió un rato con la mano libre, de modo que presionaba un paño sobre
las fosas nasales y, al mismo tiempo, desenrollaba parte de la sábana.
Pronto se le apareció el cadáver en el horror de la muerte. Pero el irlandés
buscó con la mirada un punto preciso, sabiendo que con un poco de suerte el
símbolo grabado en la carne de esa pobre desgraciada tendría que hallarse en
su hombro. Ignoró el rostro ahora lívido que lo miraba desde el fondo de la
caja y descubrió los níveos hombros.
Mientras rasgaba la tela, dejando al descubierto el hombro, una nube que
cubría el cielo, empujada por el viento, se alejó de repente y un rayo de la
luna opalina, como por voluntad sobrenatural, iluminó la escena. Las luces de
las antorchas hicieron el resto y McSwiney lo vio.
En el hombro de la pobre doncella estaba grabada en sangre la cabeza de
una criatura, mitad humana y mitad león.
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La sangre
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podía perdonarlo. Sentía que sus sentimientos hacia él se secaban a cada
momento. ¿Por qué no la defendía? Porque tenía miedo, por supuesto. Pero
debería haberle plantado cara. En lugar de eso, guardaba silencio y la miraba
con los ojos de par en par.
Sintió cómo los dedos de Teufel le agarraban la cara y le apretaban las
mandíbulas, aplastándolas como una prensa.
—¡Habla! —volvió a gritar.
Ella trató de hacerlo, pero le salió un grito estrangulado que no se parecía
a nada humano. Él la soltó bruscamente y ella tosió. Luego, entre sollozos,
confesó lo que sabía:
—Tiene un horno.
—¿Qué?
—Trabaja el vidrio.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo sé.
—¿Has estado allí?
Colombina vaciló. Otro revés le giró la cara. La sangre estalló en
regueros. La joven se llevó la mano a la boca, ya que debido a la violencia del
golpe había perdido el equilibrio y salió lanzada contra la pared.
—¿Has estado allí? —volvió a gritar Teufel.
—Sí.
—¿Y cómo lo has averiguado?
—Una de los Moeche…, Zanetta.
—Una… Ah, sí, una estúpida huérfana que lleva tu mismo nombre. —
Teufel escupió al suelo—. Me das asco. Crees que vales más que yo,
¿verdad? Que eres una niña desgraciada, sin padres, a la que le gustaría vivir
de un negocio honrado y otras tonterías, ¿no es así?
—Yo…
—Así que fue una de tus amigas guarras la que te dijo que esa mujer tiene
un horno de vidrio. ¿En Murano?
Colombina asintió.
—¿Estás segura?
—Sí. Ya te he dicho que he estado allí —murmuró con una punzada en la
voz, tratando de limpiarse la sangre de la boca.
—¿Y tanto te costaba soltarlo?
Colombina no contestó.
—Pues a ver —fue la réplica—. ¡Moro!
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El chico se acercó con circunspección, como si temiera sufrir el mismo
trato que la pobre muchacha.
—Bueno, como ahora ya no representas nada para ella —y señaló a
Colombina con un movimiento de cabeza—, porque después de lo que me has
dejado hacerle ella te odiará, y con razón, entonces… —y por un momento
Teufel hizo una pausa— me gustaría que reunieras a algunos de tus
huérfanos, de tus Moeche, y me ayudaras a vigilar a esa mujer. Podríamos
sorprenderla y divertirnos con ella, ¿no crees?
El Moro no se atrevió a responder, limitándose a asentir en silencio.
Teufel estalló en una carcajada desquiciada.
—Tomaré eso como un sí —dijo casi sin poder contenerse—. Pero no te
preocupes, mi idea es recogerla y llevarla a un lugar seguro.
—¡No! —gritó Colombina—. ¡Déjala en paz!
El hombre la miró asombrado, como si no pudiera creer lo que oía.
—Por las barbas de Satanás —dijo—. Debo confesar que esta niña tiene
más agallas que tú, Moro. No es que haga falta mucho. Pero tiene carácter,
debo admitirlo. De todas formas, por mucho que no quieras, sucederá
igualmente.
Colombina quería hacerle tragar esas palabras, pero no era capaz. No tenía
fuerzas. Por eso, ahora, odiaba al Moro. En una cosa, al menos, Teufel tenía
razón: el tipo era un cobarde. Si en lugar de amedrentarse hubiera hecho el
amago de inventar algo, tal vez juntos hubiesen conseguido meter al hombre
en problemas. O al menos lo habrían intentado.
Se puso en pie. Le parecía que venía de un mundo muy lejano. Le
palpitaba la cara y sentía el labio el doble de tamaño de lo normal. Tragó
sangre sintiendo una extraña sensación, como si en vez de ser líquida fuera
pesada, espesa como el hierro fundido por un fuego invisible. Se quedó
mirando al hombre que la había dejado en ese estado. Y por un instante se dio
cuenta de que una extraña luz en sus ojos le traicionaba. Como si, después de
todo, tuviera que admitir ante sí mismo que admiraba la forma en que ella se
le resistía.
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Símbolo
Habían vuelto a la casa de Joseph Smith para obtener alguna pista sobre aquel
enigma. Antonio tenía una confianza instintiva en el hombre, empezando por
el hecho de que, como había dicho McSwiney, sus conocimientos eran tan
enciclopédicos que, con toda probabilidad, sería capaz, como mínimo, de
orientarlos, si es que no podía incluso proporcionarles la clave para resolver
aquel misterio. Smith los saludó con su cortesía habitual. Esa vez, en lugar de
recibirlos en su gabinete de curiosidades, optó por reunirse con ellos en la
biblioteca porque, según lo que McSwiney le había dicho de antemano, creía
que los libros representaban el único camino posible para llegar a una
solución.
La sala era espaciosa y estaba magníficamente amueblada: suntuosa
chimenea de mármol blanco de Carrara, encantadores sillones forrados de
terciopelo carmesí, opulenta decoración y refinados escritorios de nogal
flameado y madera de brezo, con sus líneas aterciopeladas, y las exquisitas
incrustaciones de exótico palisandro. ¿Y qué decir de las estanterías,
magníficas en sus frisos? Altas hasta el techo, recorrían todo el perímetro de
la gran sala y se encontraban cargadas de volúmenes de todas las formas y
tamaños.
Joseph Smith estaba impecable con su frac de corte impoluto, los
elegantes guardamanos, las medias de seda, la camisola exquisitamente
bordada y la peluca blanca como la nieve. Siempre se mostraba afable y
gentil, por no mencionar que sus modales sencillos y directos hacían de él un
hombre muy valioso con el que parecía realmente muy fácil hablar y llegar a
acuerdos. Al menos eso fue lo que pensó Canaletto la segunda vez que lo vio.
Al fin y al cabo, él no era muy diferente. Desde luego, no era un hombre de
interminables galanterías o preámbulos.
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Y, de hecho, el inglés fue directo al grano, incluso aquel día.
—Señores. Estoy encantado con vuestra visita y he estado reflexionando
sobre lo que Owen McSwiney me anticipó rápidamente en su nota de ayer.
Bien, os pregunto: ¿podríais describirme la figura sobre la cual debo arrojar
alguna luz? Puesto que eso es de lo que se trata, ¿me equivoco?
—¡No os equivocáis lo más mínimo! —dijo Antonio—. Pero, sabiendo
muy bien que iríais directamente al grano, he pensado en ayudaros a encontrar
una posible solución esbozando la imagen que el señor McSwiney os ha
anticipado.
Así, sin más preámbulos, Canaletto colocó sobre uno de los escritorios de
la biblioteca una hoja de papel, en ella había un dibujo del extraño símbolo
que él y su amigo habían encontrado grabado en los hombros de las víctimas
y que McSwiney recordaba haber visto en las paredes de la habitación en la
que Olaf Teufel había celebrado la ceremonia de afiliación a la logia
masónica.
—Interesante —observó Smith—. Y creo que ya puedo deciros de qué se
trata, al menos de manera general.
—¿En serio? —preguntó Canaletto con sincera sorpresa.
—Veréis, señor Canal, no tengo ni idea de en qué aventura se ha metido el
señor McSwiney y tampoco quiero saberlo; imagino que tiene que ver con lo
que ocurrió en nuestra entrevista anterior. Entiendo que queráis ayudarle y
que tal vez estéis involucrado de alguna manera, así que no os preguntaré
más, pero desde luego puedo deciros que esta imagen no augura nada bueno.
Creo que de hecho corresponde a una de las deidades egipcias. Lo creáis o no,
son tomadas como símbolo por algunas de las logias masónicas de las que
hemos hablado.
—¿Deidades egipcias? —preguntó McSwiney con asombro.
—¡Así es, amigo mío! Pero seamos más precisos. En algún lugar entre
mis libros debo de tener un texto dedicado al antiguo Egipto. Tal vez dentro
de esas páginas podamos encontrar la respuesta que estáis buscando.
Permitidme comprobarlo.
Según lo decía Joseph Smith buscó en uno de los estantes de su bien
surtida biblioteca. Subió por una escalera de madera, trepando hasta llegar al
último estante. Allí observó cuidadosamente los lomos de los diversos
volúmenes, colocados uno al lado del otro, hasta que agarró un tomo
encuadernado en cuero y descendió.
En ese momento colocó el libro sobre uno de los escritorios y lo abrió,
hojeando las páginas y asegurándose de que sus invitados pudieran ver el
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contenido.
—¿Quién es el autor? —preguntó Canaletto, que no podía contener su
curiosidad.
—¡Buena pregunta! —exclamó Smith—. No puedo responderla, por
desgracia. Lo que sí es seguro es que se trata de un mercader-aventurero
veneciano que, a mediados del siglo XVII, basándose en algunos viajes
anteriores realizados por otros mercaderes de la Serenísima, habría viajado a
Egipto y allí, en el transcurso de sus vicisitudes, escribiría un largo relato. A
su regreso, ese diario de viaje se imprimió en Venecia. Durante mis
peregrinaciones a los palacios y casas de mis muchos amigos conseguí
hacerme con uno de ellos.
—Asombroso —comentó Canaletto.
—Sí. Como podéis ver, este aventurero desconocido era un hombre de
gran curiosidad intelectual y considerables conocimientos y habilidades,
siendo el dibujo una de ellas, nada menor. Por lo tanto, reprodujo fielmente
algunas imágenes que luego fueron reproducidas en papel. Y es a partir de
aquí cuando descubrimos la historia de las deidades egipcias. De hecho, debe
de haber estado fascinado por ellas…, él mismo escribe sobre el tema en sus
páginas. ¿Veis? —Y al decirlo, Joseph Smith mostró a los dos amigos una
serie de imágenes. Vieron criaturas que eran mitad hombre y mitad pájaro, o
incluso mitad hombre y mitad perro, y a medida que se acercaban a ellas, el
inglés leía la descripción que el desconocido aventurero veneciano hacía en el
relato de su viaje.
—He aquí Ra, con cabeza de halcón, el dios del sol que gobierna cada
parte del mundo y por lo tanto el cielo, la tierra y más allá; este es Anubis,
dios de los cementerios, protector de los muertos, con cabeza de chacal, y
luego Heket, diosa rana de la fertilidad.
Mientras hablaba así, Joseph Smith contemplaba fascinado aquellas
páginas llenas de conocimientos antiguos y distantes en el tiempo y el
espacio, que le habían llegado a través de la investigación de un veneciano tan
valiente como extraño. Había elegido viajar a una tierra desconocida y
misteriosa, recopilando todo tipo de información útil para desvelar al menos
una pequeña parte de los conocimientos y costumbres de un pueblo tan poco
narrado como ciertamente envuelto en magia y enigmas.
No solo él, sin embargo, estaba bajo el hechizo de tales símbolos e
historias. Canaletto se hallaba igualmente subyugado por ellos. Fue a él a
quien el inglés se dirigía y luego lo hizo también volviendo su mirada hacia
McSwiney.
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—¿Comprendéis ahora por qué una secta como la logia de la que hemos
hablado puede con toda probabilidad querer recordar tales símbolos? Están
imbuidos de tal poder arcano que son perfectos para seducir a un grupo de
adeptos. Yo mismo siento una profunda curiosidad por tales criaturas. Por
este libro, lo creáis o no, desembolsé una suma considerable, pero tenía que
tenerlo. Y lo que digo es aún más cierto si se tiene en cuenta que hoy en día
hay muchos más comerciantes, aventureros y exploradores que se dirigen a
esa tierra lejana.
—Venecia ha construido su mismo mito gracias a Egipto —observó
Canaletto.
—Precisamente, por lo que no hay nada extraño en lo que estamos viendo
—confirmó Joseph Smith—. Pero ahora concentrémonos en las deidades
representadas por el escritor anónimo del relato.
El inglés hojeó más páginas. Antonio y McSwiney vieron otras criaturas
extrañas, casi siempre a medio camino entre el hombre y el animal. Se trataba
de figuras enigmáticas e inquietantes, dibujadas de una manera bastante
directa, con pocas líneas y aún menos detalles y, sin embargo, por esa misma
razón, tal vez, tenían un punto simbólico.
—La esfinge —continuó Joseph Smith— tiene el cuerpo de un león y la
cabeza de un hombre. Se coloca para proteger la pirámide y por lo tanto la
tumba del faraón y su rostro correspondía al del monarca difunto. Y aquí…
—y el inglés vaciló, pero se recuperó casi de inmediato—, aquí está lo que
buscábamos: la diosa con cabeza de león y cuerpo de mujer.
—¡La habéis encontrado! —exclamó Canaletto exultante.
—Sí. Escuchad esto: su nombre es Sejmet. Y según informa el autor, es la
diosa de la destrucción, las epidemias y el exterminio. Ferocidad, ira y
violencia son las características atribuidas a esta deidad, que es encarnada por
una mujer con cabeza de leona.
Joseph Smith dejó que Antonio y McSwiney se acercaran aún más al
escritorio para que pudieran ver mejor el dibujo que representaba a Sejmet. El
autor la había representado alta, esbelta, con un gran círculo en la cabeza.
—¿Veis? —reanudó el inglés, señalando la esfera sobre la cabeza de la
diosa—. Es el sol, lo que demuestra que Sejmet pertenece al linaje solar. Su
aliento generó el desierto, según los egipcios y según lo informado aquí por el
autor de este relato.
—Parece una diosa terrible —observó Canaletto.
—Lo es —respondió Joseph Smith—. Y quien decidió representarla en
sus habitaciones evidentemente tiene la intención de traer epidemias y
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destrucción a Venecia.
—Las mujeres bárbaramente asesinadas —respondió Antonio—, la
viruela… Todo tiene sentido. Esto explicaría, al menos de forma totalmente
teórica y fantástica, lo que está ocurriendo.
—Estoy seguro de haber visto el símbolo de esta diosa entre los presentes
en la sala de la logia —añadió McSwiney.
—Y hay una razón para ello. Como comprenderéis, se sabe muy poco
sobre los egipcios. Sin embargo, su cultura, sus tradiciones e incluso su
estética sustentan el simbolismo masónico. ¿Recordáis lo que os dije sobre la
arquitectura y la geometría?
—La escuadra, el compás, el Gran Arquitecto —contestó McSwiney.
—Así es.
—Por no mencionar que los egipcios eran excelentes constructores —
añadió Canaletto.
Joseph Smith asintió. Luego sonrió.
—Pero hay más. Acabo de mostrar el erudito relato de un anónimo
mercader y aventurero veneciano. Sin embargo, las raíces de este antiguo
conocimiento están arraigadas en esa tradición sapiencial que la propia
Florencia, en primer lugar, sacó a la luz.
—¿Estáis aludiendo a Marsilio Ficino? —preguntó Antonio.
En respuesta, Joseph Smith se alejó del escritorio alrededor del cual los
tres estaban parados y caminó hacia el lado opuesto de la sala. Miró los
estantes y se estiró hasta el quinto de la biblioteca. Sin vacilar, su mano
derecha cogió un volumen que el inglés comenzó a hojear.
—El Corpus hermeticum, de Hermes Trismegisto, ¿lo conocéis?
—Por supuesto —respondió Antonio—. Como iba diciendo, fue Marsilio
Ficino quien lo tradujo al latín.
—Exactamente. Resulta que tengo una copia aquí.
Canaletto abrió mucho los ojos. Aquel inglés era una continua caja de
sorpresas. Estaba realmente admirado.
—¿En serio? —preguntó incrédulo.
—Desde luego. Al fin y al cabo, soy coleccionista. Y de este texto se han
publicado muchas ediciones.
Joseph Smith puso el nuevo tomo sobre el escritorio. Lo abrió y hojeó las
páginas. Parecía experimentar un placer casi físico al sostener el papel de
pergamino entre sus dedos. De repente tuvo la impresión de que un polvo
sapiencial se elevaba de las páginas para ser inhalado por el inglés. Era pura
sugestión, por supuesto, y Antonio sonrió ante su ingenuidad y, sin embargo,
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al igual que el cuadro, los colores, la escritura de la luz ejercían sobre él una
fascinación incontrolable, también lo hacían las palabras, los conocimientos
tomados de las lecturas le conquistaban de un modo igualmente poderoso. Y
la forma en que Joseph Smith era capaz de unir obras aparentemente distantes
en tiempo y contenido era aún más seductora.
McSwiney había hecho una enorme contribución a la investigación,
pensaba Antonio. No solo era un aventurero de gran coraje y determinación.
De no haber sido por él, nunca se habría topado con Smith. Los
conocimientos de aquel hombre eran prodigiosos. Y parecía que nunca se
saciaba.
—Según la tradición esotérica griega y posterior, que tiene en Marsilio
Ficino su gran representante, Hermes Trismegisto correspondería a Toth, el
dios egipcio de la luna y la escritura y luego de la medicina, del reino de los
muertos y de la invención. En fin, está bastante claro que es en él y en su
sabiduría en quien tienen puesta la vista las logias actuales, las nacidas entre
Escocia e Inglaterra, y por tanto en la sabiduría, la cosmogonía, antropogonía
y escatología egipcias. No podía ser de otro modo.
—A ver si lo he entendido —observó Antonio, con toda la modestia del
caso—. ¿Alguien, muy probablemente el maestro de la logia en la que fue
iniciado el señor McSwiney, está utilizando la mitología egipcia y, en
particular, a la diosa Sejmet de la destrucción, el exterminio y la epidemia,
como símbolo de sabiduría y, debo añadir, piedra filosofal de una secta?
—Yo mismo no podría haberlo dicho mejor —confirmó Joseph Smith—.
Por supuesto, lo natural para mí sería preguntar si hay algo más. Pero, como
ya he dicho, puedo esperar.
—Vuestra discreción es encomiable —atajó McSwiney.
—Os lo agradezco, Owen —replicó el inglés sin perder su proverbial
afabilidad.
Antonio se sintió incómodo. Era la segunda vez que él y su amigo pedían
ayuda a Joseph Smith y no le contaban casi nada acerca de aquello a lo que se
estaban enfrentando. Aunque compartía con McSwiney el deseo de mantener
el más absoluto secreto, él, sin embargo, tenía la intención de encontrar una
manera de pagarle.
—Me gustaría hablaros de pintura —dijo, y era cierto—. No digo esto
para faltar al respeto a mi amigo —añadió, mirando al irlandés a los ojos—,
sino porque creo que, juntos, podemos trabajar en una perspectiva más
amplia, una perspectiva que podría unir Venecia e Inglaterra.
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—Yo también lo veo así —dijo Joseph Smith—. Y también pienso que
sería muy agradable y fascinante. Pero, aunque no os conozco bien, en este
momento percibo una ansiedad que os está consumiendo, señor Canal. Por lo
tanto, mi consejo es que encontréis una solución a lo que os preocupa. Y
entonces podremos reunirnos para hablar de pintura.
Antonio estaba asombrado. Aunque intentaba no mostrarlo, Joseph Smith
le había contestado, debía de ser un libro abierto para él. Podría haberse
ahorrado la jugada.
—De acuerdo —dijo finalmente—. Tenéis razón. —Y al darle la razón al
inglés se dio cuenta de lo mucho que aquella maldita investigación le había
arrebatado.
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Preguntas
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Durante su visita a San Ariano, Owen McSwiney había podido averiguar
que el sepulturero puesto bajo custodia de ese lugar maldecido por Dios era
un hombre desesperado, abandonado por las autoridades a una vigilancia que
se parecía mucho a un encarcelamiento. Por esa razón, aunque el irlandés
había hecho todo lo posible por interrogarlo, no habían podido sacar ni un
ápice de nada. McSwiney, de hecho, se había tomado muchas molestias para
tratar de averiguar quién había entregado los cadáveres de las pobres
doncellas asesinadas. Por supuesto, lo más probable era que dicha tarea
hubiera sido confiada a guardias de distrito o soldados de infantería y, de ser
así, difícilmente se podría haber concluido nada sobre la identidad del
asesino. Y, sin embargo, la presencia del grabado en el hombro conducía de
nuevo a las tres muertes, incluida la del pobre Shimon Luzzatto, de la misma
mano u organización, admitiendo que los asesinatos habían sido llevados a
cabo por varias personas.
La imagen de la mujer leona correspondía a la de la deidad egipcia
llamada Sejmet, diosa del exterminio y las epidemias. Parecía la explicación
perfecta a lo que estaba ocurriendo en ciudad y, poniéndose por un momento
del lado del asesino, Antonio también detectó en él cierta coherencia perversa.
El portador —o los portadores— de la muerte y la enfermedad grababan el
rostro de la diosa en los cuerpos de las víctimas, como para invocar su
presencia y los macabros dones de los que, precisamente, era portadora. Pero
¿quién podía estar tan loco? ¿Y quién, además, era capaz de conocer una
historia así? Canaletto pensó casi instintivamente en Olaf Teufel: estaba
demasiado claro…, dejando aparte el hecho de que había expresado su deseo
de hacer suya la ciudad. Y el terror era un arma poderosa. ¿Y cómo definir, si
no, lo que el asesino estaba sembrando en Venecia?
Y, sin embargo, incluso admitiendo que ese loco fuera el autor de los
crímenes que habían ensangrentado la laguna, incluso creyendo que su
intención era la de crear un ejército de afiliados dispuestos a hacer lo que él
ordenaba, ¿cómo podría probar su culpabilidad? La coincidencia de los
símbolos vistos en la sala de la logia con los grabados en los hombros de los
cadáveres no era ciertamente suficiente. Y aunque hubiera querido, no tenía la
menor idea de cómo llegar a la habitación secreta a la que McSwiney había
sido conducido.
Demasiadas preguntas se le agolpaban en la mente y ninguna respuesta
parecía adecuada. Por no mencionar el hecho de que, en lo que respectaba a la
culpabilidad de Teufel, la suya era poco más que una intuición. No tenía casi
ninguna evidencia. Por supuesto, existía también el testimonio de Isaac
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Liebermann, que recordaba haber visto a un hombre muy parecido a Teufel
asestar la puñalada mortal a Luzzatto. Pero en una inspección más cercana, su
descripción también podría encajar con aquel extraño espía, parecido a un
gitano, que lo había seguido en más de una ocasión y que, cuando tuvo la
oportunidad, ni siquiera había herido a McSwiney, perdonándole la vida. Y,
por si fuera poco, volviendo al asunto del gueto, cuando Liebermann había
intentado convencer al Capitán Grando de que el joven asesinado no podía ser
un asesino de mujeres, no le habían creído lo más mínimo.
¿Y quién era el hombre que lo había perseguido y que, acorralado, había
logrado escapar de él? ¿De dónde venía? Sin duda de otro país.
Por todas esas razones, aunque quisiera, no podía dedicarse a la pintura.
Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiados interrogantes. Suspiró.
Habría preferido volver a los pinceles y los colores, al estudio de la luz y
Venecia, pero sabía que no lo lograría hasta ser capaz de llegar al fondo de
aquel asunto.
Era más fuerte que él.
Fue entonces cuando pensó en Charlotte.
No había podido volver a verla, absorbido como estaba por las pesquisas.
Se habían dejado tras una noche de ardiente pasión y no había vuelto a saber
de ella. Por supuesto, tampoco la había buscado, pero sentía que algo no
cuadraba.
¿Le había pasado algo?
La sola idea lo hacía temblar.
¿En qué clase de hombre se había convertido?
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Inquietudes nocturnas
La habían cogido por sorpresa. Nunca habría esperado una emboscada así.
¿Quiénes eran? ¿Qué demonios querían? Ah, pero cualquiera que fuera el
motivo de su asalto, no les iba a resultar sencillo.
Agarró una barra brillante. Si de verdad querían hacerle daño, ella
desfiguraría a un par de ellos. Charlotte estaba decidida. Su mirada destellaba
con los reflejos llameantes del horno. Delante de ella, un grupo de niños de la
calle, cubiertos de hollín y cicatrices, se apiñaban a su alrededor, formando un
círculo. No tenían buenas intenciones, eso seguro. La rodeaban como jóvenes
lobos hambrientos. Su líder, el más agresivo entre ellos, era sin duda el chico
de pelo oscuro rizado. Vestía una camisa raída bajo una chaqueta con más
agujeros que una espumadera. Tenía los calzones llenos de remiendos.
Llevaba los calcetines zurcidos, y los zapatos, si es que se podían llamar así,
parecían la suma de los retales de cuero de un zapatero.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—A ti —fue la respuesta.
—¿Por qué?
—Nos lo ordenaron.
—¿Quién?
Uno de los jóvenes atacantes mostró la hoja de un cuchillo. Era pelirrojo y
pecoso, y en sus ojos brillaba una luz maligna.
—Acércate más y te quemaré la cara —dijo Charlotte.
—No debes hacerle daño. Él la quiere viva —dijo el líder.
—¿Él…, quién? —gritó Charlotte. Aquel misterio la volvía loca.
El Pelirrojo dio un paso adelante y amagó torpemente con un tajo. Aunque
en verdad no estaba acostumbrada a situaciones como aquella, Charlotte
esquivó el golpe sin demasiados problemas. Inclinándose a un lado lo eludió y
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con su barra brillante lo golpeó en el brazo armado. El Pelirrojo soltó un grito,
dejando caer la daga. Su carne se puso morada donde había sido alcanzada
por la barra de hierro.
Se pararon frente al horno. Charlotte contó diez, diez pequeños bastardos.
Si la hubieran atacado todos a la vez seguramente habrían ganado. Eran
demasiados para mantenerlos a todos a raya. Pero no se iba a dar por vencida.
Fue entonces cuando la situación se precipitó. De hecho, desde el fondo
del horno, alguien entró. Charlotte vio a un hombre que avanzaba con paso
seguro, mostrando una tranquilidad incluso incómoda, como si estuviera en
un lugar que le perteneciera.
Finalmente llegó a unos pasos de ella. Era alto y exhibía una melena larga
y negra que llevaba suelta. Iba vestido de forma muy elegante con una gran
capa oscura y un frac negro ribeteado en oro. En su apuesto rostro se dibujaba
una sonrisa cruel, con los labios rojos levantados sobre unos dientes blancos,
afilados y perrunos.
—Ahí estáis, pues —dijo casi riendo—. Y hasta mostráis una buena
reserva de sangre fría. Aunque son niños lo que tenéis delante, no es menos
cierto que el hambre los ha vuelto agresivos. Y la forma en que os defendéis
merece respeto.
—¿Quién eres tú?
—¿Quién soy yo? —preguntó a su vez el recién llegado—. No creo que
vuestra pregunta merezca una respuesta, entre otras cosas porque, querida
mía, para lo que tengo en mente, saberlo no os resultará de utilidad.
—¿Qué vas a hacer?
El desconocido se llevó la mano a la boca bostezando, como si todas
aquellas preguntas lo aburrieran terriblemente. Por toda respuesta entró en el
círculo formado por los chicos de la calle, acercándose a Charlotte.
—Ahora —dijo, y presionó en un punto del palo, que hizo chasquear una
hoja reluciente con la que apuntó a su garganta— vais a soltar esa maldita
vara y seguirme.
—¿O si no qué?
El hombre suspiró, como si Charlotte estuviera poniendo a prueba su
paciencia.
—Sois realmente agotadora. Confieso, sin embargo, que estáis
demostrando ser un hueso más duro de lo que pensaba. O si no qué, me
preguntáis. O si no, tendré que haceros daño, es mi respuesta. Aunque,
confieso, es lo último que desearía, dada la belleza de vuestra carita y también
lo que veo del cuello para abajo.
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—Eres un cobarde. Presumes porque tienes ese bastón en las manos.
—Nunca he dicho lo contrario. Siempre prefiero ir por delante si es
posible, pero me estáis haciendo perder el tiempo.
Charlotte se dio cuenta de que no tenía esperanza. Intentó golpear al
hombre con su palo, pero este esquivó el ataque, desarmándola y haciendo
rodar la vara hasta un rincón apartado del horno.
Luego le puso la espada en la garganta. Ella parpadeó.
—No tengo ni idea de cómo, pero estoy segura de que pagarás por esto.
Un instante después, el puño del hombre vestido de negro la golpeó con
violencia.
Charlotte sintió un dolor tan intenso que se desmayó.
Todo se volvió oscuro.
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comportado como unos completos incompetentes, pero como red de
informadores no tenían igual.
Le gustaba Charlotte. Era una mujer hermosa. Y valiente. Al menos
Canaletto tenía buen gusto. Era una pena tener que matarla. Por otro lado, no
tenía otra opción. Por no mencionar que nunca habría sido capaz de arrancarla
de la lujuria del asesino. Había inventado toda esa maldita locura de la logia
masónica solo para dar rienda suelta a su diabólica sed de sangre. Había sido
una apuesta, pero los años pasados en Inglaterra lo habían ayudado a hacer
creíble aquella farsa. No había sido, pese a todo, un esfuerzo baldío: al
hacerlo, aquel demente podía descuartizar mujeres al margen de cualquier
complicación. Y, al mismo tiempo, ambos pusieron la violencia brutal al
servicio de un fin superior: tomar Venecia, sembrar el terror, dejando al
margen el hecho de que la pertenencia a la logia sacaba a flote la disidencia
de quienes estaban en contra de las familias gobernantes. Las del dux y las de
los miembros del Consejo de los Diez, por ejemplo, que durante demasiado
tiempo en la ciudad creyeron que podían hacer lo que quisieran.
Al fin y al cabo, había combinado los negocios con el placer. El miedo,
dictado por el horror, se había convertido en la herramienta perfecta para
amenazar el orden establecido. Y la repugnante sed de sangre del asesino, de
ser un obstáculo, se había convertido gradualmente en una bendición.
Trasladar la culpa a los judíos había sido entonces un golpe maestro.
Contratar a un par de matones para difundir el nombre de Sabbatai Zevi había
sido el primer paso, y poner a la vista, en la imprenta donde había trabajado,
unos cuantos ejemplares del relato moravo, un movimiento aún más refinado.
Y, en efecto, el rabino que tanto disfrutaba comprando libros, no había podido
resistirse a esa adquisición. Le bastó leer un par de páginas para querer
llevarse todos los ejemplares del volumen. Y de este modo el temor por
Sabbatai Zevi y Baruchiah Russo se había extendido como la peste. Nunca se
debe subestimar el poder de la sugestión. Así, mientras el barco avanzaba por
el espejo negro de la laguna, Olaf Teufel estaba anticipando el momento de la
victoria de la facción a la que pertenecía.
Desde su escondite lo vio alejarse sobre las aguas turbias. Después de lo que
Teufel le había hecho, Colombina se había prometido a sí misma que algún
día iba a vengarse. No sabía aún cómo, pero descubrir que la mujer del pintor
estaba siendo llevada inconsciente al mortuorio de San Ariano era una
información importante. Y eso tal vez le permitiría alcanzar la venganza.
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Había hecho bien en seguir a los Moeche y espiarlos. Permaneció oculta en
las sombras un rato. Cuando salió a la luz de las estrellas, Teufel hacía tiempo
que se había ido.
Solo entonces se sintió segura.
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Desapariciones
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¿para hacer qué? ¿Ir adónde? Pese a todo, sabía que esperar no era el camino.
Si Charlotte realmente había sido secuestrada, y ahora estaba seguro de ello,
podría estar en grave peligro, y mientras pensaba en ello se imaginaba que
podría ya estar muerta.
Antonio sintió que se le helaba la sangre en las venas. Sabía que había
sido menos cauto en los últimos días y, con ello, había expuesto a Charlotte al
peligro. Ella había aceptado correrlo junto a él, pero, aunque se lo repetía una
y otra vez, no lograba darse paz. Por no hablar de que, solo para buscarla, ya
había perdido dos días. Y el tiempo pasaba y las posibilidades de que algo
terrible hubiera sucedido aumentaban.
Sentía que se estaba volviendo loco. Por más que se devanaba los sesos en
decidir qué vía tomar, no tenía ni idea de cómo hacerlo.
¿Qué pruebas tenía? La cabeza de la diosa Sejmet grabada en sangre sobre
los hombros de las doncellas muertas y del presunto asesino, por un lado, y en
las paredes de la habitación secreta, por el otro.
Tal vez era allí donde debería haber intentado regresar: al salón de
Cornelia Zane. Pero ¿cómo hacerlo? Incluso acompañando a McSwiney, ¿qué
demonios esperaba encontrar allí?
Mientras pensaba qué hacer, se encontró en casa. Estaba tan absorto en
sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que había caminado hasta el
umbral de su vivienda. Al subir las escaleras y llegar a su estudio, una
angustia creciente llenó su corazón igual que lo habría hecho un cáliz
envenenado. La frustración lo devoraba. Se apoyó en la mesa y en un arrebato
de rabia arrasó con todo lo que había sobre ella: dibujos, lápices, bolígrafos,
pinceles, pinturas…, todo. Estaba tan agotado que quería dormir, pero no de
cansancio, sino más bien por la sensación de mareo que lo atormentaba, y
porque así no tendría que pensar.
¡Qué cobarde! No pensar. Aquella sí era una gran idea. Pero ¿cómo podía
siquiera imaginar tal cosa? Mientras dudaba, quién sabe dónde estaría
Charlotte.
Así que, sin perder más tiempo, se dijo que tenía que ver a su buen amigo
irlandés. Hablar con él le haría bien y tal vez tendrían algunas ideas para
intentar revertir aquella situación.
Por lo tanto volvió a ponerse la capa y bajó los escalones.
Cuando llegó al patio, salió de nuevo.
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El hombre que la había secuestrado ya no estaba allí. Ni tampoco aquellos
pequeños delincuentes que se había encontrado de repente en el horno, que
entraron allí quién sabe cómo. Ahora se encontraba en una pequeña y fría
celda. Parecía tallada en piedra, hasta el punto de asemejarse a una especie de
cueva. Fuera estaba oscuro. Se daba cuenta porque en un lado de la celda
había una especie de puerta con barrotes de hierro. Por allí entraba el aire.
Charlotte tardó un rato en ponerse en pie. Se sentía débil y aturdida. Seguro
que la habían drogado. Le dolía la mandíbula, como si la hubieran golpeado
contra un yunque. El puño de aquel hombre de pelo negro le volvió a la
mente. Y luego su sonrisa diabólica y aquella elegancia tan chocante con sus
maneras, una extraña mezcla de cobardía y arrogancia.
No recordaba haberlo visto nunca. Entonces ¿qué querían de ella?
¿Tendría algo que ver aquel secuestro con todo lo que le había contado
Antonio?
Ni siquiera tuvo tiempo de formular ese razonamiento cuando un hombre
se acercó a los barrotes de hierro de la puerta. Era, como poco, un gigante y, a
juzgar por su complexión y vestimenta, con toda probabilidad debía de ser un
soldado. Observándolo uno no habría pensado que era veneciano: llevaba
grandes mostachos y el pelo rapado al cero. De sus botas hasta la rodilla salía
el mango de una daga y a su lado llevaba una espada con empuñadura de
cesta, con protector perforado. Charlotte no pudo contener un escalofrío.
El hombre introdujo una llave en la cerradura y la hizo girar. El
mecanismo hizo clic, la puerta se abrió y él entró sin pestañear, colocando un
plato con pastel de carne fría sobre la mesa de la celda. También dejó al lado
una jarra de agua y un vaso de cristal.
—Para vos —dijo simplemente.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó Charlotte.
El hombre no respondió. Cerró la puerta tras de sí y se fue tal y como
había venido.
Aquel silencio la asustaba. Desde que había caído en manos del hombre
de pelo largo exigió conocer su suerte. Pero nunca obtuvo respuesta. Si
albergaba la esperanza de salir de aquel lugar, después de haber visto al
gigante montando guardia, la había perdido.
Hacía frío. Cogió la manta de la cama y se la puso alrededor de los
hombros. Se sentó a la mesa y empezó a comer, meditando sobre su propio
destino.
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acercarse a ellos…, sin levantar sospechas, por supuesto. Lo había hecho para
captar algunas de las palabras que se decían por el camino. La noche era
clara, el cielo tachonado de estrellas, a pesar del aire frío. Sin embargo, no
había tenido suerte y no había conseguido descubrir nada útil. Pero el acuerdo
con McSwiney era que el irlandés esperaría a aquellos hombres escondido en
un hueco del soportal situado frente al palacio de Cornelia Zane, tratando de
escucharlos mientras se acercaban a la entrada.
Los tres avanzaban por la calle Cavalli. El irlandés, oculto en su
escondite, los observaba atentamente, aguzando el oído.
—Su Excelencia, supongo que se divertirá esta noche —decía el lisiado.
—Haré lo que pueda —respondió el hombre que estaba a su derecha. Era
alto, ancho de hombros, iba provisto de una máscara blanca y una capa negra
con un tricornio del mismo color. Era de complexión imponente. El tercer
hombre permanecía en silencio. También él iba bien oculto tras una máscara.
Tosió nerviosamente. Luego reprendió al tullido.
—Cuidad vuestro lenguaje —dijo—. Esta ciudad tiene oídos. —Y miró a
su alrededor como si sospechara la presencia de alguien.
Aunque McSwiney se estremeció, siguió escuchando, esperando captar
algo más, pero solo oyó los improperios del Cojo. Los tres esperaron a que les
abrieran y, finalmente, tras decir la contraseña, entraron.
Pasaron unos instantes y Antonio llegó ante la puerta del edificio.
McSwiney salió de su escondite y caminó con él hasta el final de la calle
Cavalli. Cuando llegaron al cruce con Salizada San Luca se detuvieron.
Disponían de algo de tiempo y tenían que decidir cómo proceder.
El irlandés informó inmediatamente a Antonio de lo que había oído.
—El Cojo se dirigió al más alto de sus compañeros con el título de
excelencia.
—¿En serio? —preguntó Canaletto.
En respuesta McSwiney asintió. Luego añadió:
—No parecía estar bromeando, si eso es lo que pensabais preguntarme. Al
contrario. Yo añadiría que el atuendo del hombre, tan lúgubre con su máscara
blanca y la capa negra, me recordaba algo.
—¿El qué?
—Bueno, pues os lo diré. Era un verdadero hombrón, vestido de esa
manera, con una forma de caminar que casi parecía desfilar… Me recordaba a
un oficial o a un magistrado.
Los ojos de Antonio se abrieron de par en par. Entendió a dónde quería
llegar McSwiney.
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—¿Un Signori di Notte al Criminal?
El irlandés sonrió.
—Justo lo que estaba pensando. Concordáis conmigo. ¿Por qué un salón
en el que se juega y que fomenta la fornicación nunca ha tenido ningún
problema? Por supuesto, son actividades permitidas y autorizadas, yo mismo
lo sé. Pero ¿os parece normal que jamás haya habido un tropiezo de algún
tipo? Difícil de que no suceda. Y, además, ¿por qué especie de milagro toda
esa cuestión de la logia masónica no ha salido a la luz todavía?
—Porque ninguno de los implicados saldría ganando con la difusión de tal
noticia, son los primeros en formar parte de la buena sociedad veneciana.
—Esto también es cierto. Pero si hasta el Signori di Notte al Criminal,
responsable del barrio de Castello, es un frecuentador del salón, la impunidad
y la falta de interés por parte de los oficiales nocturnos estaría al menos
garantizada, ¿no os parece?
Canaletto asintió. No pestañeaba.
—¿Y entonces?
—Vamos a ello. Esperemos a que salgan los tres amigos. O a que salga el
hombre que nos interesa. Le seguiremos y veremos hacia dónde se dirige. Si
mi hipótesis es correcta, nuestro hombre no puede permanecer allí por mucho
tiempo, ya que pronto tendrá que volver a sus quehaceres o, mejor dicho, a los
siervos de su distrito.
—Tenéis razón.
—Entonces volveré al soportal y esperaré a que salga.
—¿Y yo?
—Regresad a casa y esperad mi llegada.
—De acuerdo. Me quedaré despierto.
—Abridme a cualquier hora.
—Lo haré —dijo Canaletto.
—Hasta luego, entonces.
—Hasta luego, amigo mío, y sed prudente.
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Arrepentimiento
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jarra por la cabeza. Humedeció el jabón de forma que una parte del agua se
puso espumosa, con lo cual, poco a poco, masajeó el cabello de la niña.
Continuó así durante un rato hasta que sintió que había hecho un buen trabajo.
Con otra jarra de agua caliente enjuagó a fondo y le dio a Colombina un paño
para que se frotara, luego la invitó a acercarse a la chimenea para que se
secara.
Mientras tanto, Chiara cogió un peine de hueso y, con calma, comenzó a
domar los nudos que se habían formado, dejando el pelo castaño de su amiga
liso y brillante.
Colombina estaba extasiada. Permaneció en silencio, disfrutando de la
atención que nunca nadie le había dispensado. Viola, mirándola, sonrió.
—Eres preciosa —dijo.
—Es verdad —añadió Chiara—. Nunca había visto un color tan intenso y
brillante.
—Gracias —susurró Colombina en voz baja, como si temiera que el
hechizo estuviera a punto de romperse.
Las dos niñas permanecieron junto al fuego, una dejando que su bien
peinado cabello se secara, la otra mirando fijamente las lenguas rojas y
ardientes de las llamas.
No sabían cuánto tiempo pasó, pero llamaron a la puerta y un instante
después Isaac Liebermann apareció en el umbral. Sin siquiera pensarlo,
Chiara fue hacia él y este la abrazó como podría haberlo hecho con su hija.
Viola lo miró como si se tratara de un héroe de la Antigüedad. En bastantes
aspectos, era mucho más. Al menos para ella.
Isaac comprobó inmediatamente el estado de Chiara.
—¿Cómo estás? Yo diría que mucho mejor, a juzgar por el hermoso color
de tus mejillas —dijo, pellizcándole un moflete. La niña rio divertida.
—Te he traído un regalo —añadió, entregándole una hermosa capa de
lana—. Pruébatela, por favor —le dijo.
A la niña no hubo que repetírselo dos veces y miró a su madre. Viola se
acercó a ella, se la ciñó al cuerpo y la abrochó con el broche que Isaac le
entregaba.
—Te queda preciosa —le confirmó.
—Es tan suave —dijo Chiara—. Y cálida.
—Si hubiera sabido que estabas aquí, te habría traído algo —dijo el
doctor, mirando a la otra niña. Estaba junto a la chimenea, comprobando que
su pelo brillante y recién lavado estuviera seco. Era una verdadera belleza,
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aunque vestía pobremente con algunos harapos que formaban una especie de
vestido.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Colombina.
—Venga, sentémonos a la mesa —dijo Viola.
En cuanto todos tomaron asiento, Isaac pidió lavarse las manos. Como si
lo hubiera sabido desde el principio, Viola le trajo un pequeño cuenco, lo
suficientemente grande para que hiciera lo que le había pedido.
Le sirvió agua. Antes de lavar sus pecados, Isaac recitó su bendición en
voz baja. Las tres mujeres casi instintivamente cerraron los ojos, esperando a
que terminara. No profesaban la religión judía, pero eso no significaba que no
comprendieran el significado de su momento de acción de gracias.
Cuando terminó, Viola sirvió una sopa de alubias en los platos. Era espesa
y olía fuerte y apetecible. Isaac bebió un poco de agua.
—He conocido al mejor pintor de Venecia —dijo Isaac, seguro de
impresionar a quienes lo escuchaban y también porque estaba realmente
emocionado de que ese hecho hubiera sucedido, independientemente de las
circunstancias que lo habían provocado.
—¿Y quién es? —preguntó Chiara con auténtica sorpresa.
—Antonio Canal, alias Canaletto —respondió Isaac, inclinando la cabeza
ligeramente hacia delante mientras se le balanceaban un poco los caireles.
Al oír ese nombre, Colombina se estremeció. Recordó en un instante lo
que había hecho. No tanto a él, sino a la mujer que sabía que él amaba. Y la
idea de que ese nombre fuera mencionado en casa de su amiga Chiara,
después de que su madre hubiera sido tan amable con ella, hizo que su
corazón se entristeciera aún más.
Viola se dio cuenta.
—¿Ocurre algo, Colombina? —le preguntó.
Ella sacudió la cabeza en señal de negación, pero al hacerlo sintió por
dentro una quemazón. Tenía la sensación de que todos sabían lo que había
cometido y estaban a punto de acusarla. Y cuanto más pensaba en ello, más
aumentaba su odio hacia sí misma.
—Es un hombre extraordinario —continuó Isaac Liebermann—. No solo
es un pintor de formidable talento. También tiene valores y principios, y tal
cuidado, en tiempos miserables como estos, es realmente raro. Por no
mencionar que tenemos una querida amiga en común.
—¿Y quién es ella? —preguntó Viola con un deje de curiosidad.
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—La hija del mariscal de campo, el conde Johann Matthias von der
Schulenburg, el héroe de la guerra de Corfú.
—¡Ah, una noble! —replicó Viola; y Colombina percibió un rastro
amargo en su voz.
—Sí, y sin embargo quiso abrir un horno para trabajar el vidrio. En
Murano. Desearía haber podido salvar a su maestro, pero… no había nada que
pudiera hacer. La viruela se lo llevó.
Esa última declaración fue el golpe final. Mientras Viola intentaba
tranquilizar a Isaac, señalándole que no podía sentirse responsable de todo lo
que estaba ocurriendo y que no dependía de él, Colombina habló desmedida.
Le salió la voz con independencia de su voluntad.
—La conozco —dijo.
—¿Qué? —preguntó Chiara. Isaac y Viola también la miraron intrigados.
—Conozco a esa mujer —repitió la muchacha.
—Ah —fue todo lo que dijo el doctor.
—La han secuestrado.
Isaac dejó caer la cuchara en el cuenco, boquiabierto. Pero se repuso casi
de inmediato.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó.
Colombina rompió a llorar.
—No quería —dijo entre sollozos—. No quería hacerlo. No fue culpa
mía.
Al verla tan desconsolada, Chiara la abrazó.
—No llores —le dijo—. Y cuéntanoslo todo, ya verás como encontramos
una solución.
Colombina no pudo responder, al menos no inmediatamente. Lloraba
porque sentía que hacerlo era bueno para ella, y su corazón, pesado a causa de
la culpa, se sentía más aligerado con cada lágrima que caía. Finalmente,
cuando hubo terminado, miró a Chiara, luego a Viola y finalmente a Isaac. Y
relató lo que había hecho.
—Fui obligada por un hombre, que más parecía un demonio, a seguir a
esa mujer y a averiguar quién era y dónde trabajaba —dijo con un hilo de voz
—. Comprobé su cercanía con Antonio Canal. Encontré su horno en Murano.
Finalmente me golpearon hasta que confesé mis hallazgos, aunque sabía que
si lo hacía la condenaría. Pero ese hombre, Teufel, no paró hasta que se lo
conté todo. Tiene el pelo negro y largo y, como os he dicho, es parecido a un
demonio. No sé de dónde viene, pero hace sangrar todo lo que toca —
continuó la muchacha—. Pero no me di por vencida. Le vi montado en un
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barco con esa mujer en brazos. Iba al cementerio de Venecia, el osario de San
Ariano. —Luego se calló.
—Colombina —dijo Isaac, poniéndose en pie y cogiendo el gran
sombrero de fieltro—. Ven. Debemos ir a la casa del señor Canal. Le contarás
lo que nos has dicho a nosotros. Tal vez de este modo aún podamos salvar a
esa mujer.
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—Estoy más que convencido de que Charlotte está secuestrada allí, tal
vez en alguna habitación secreta del edificio donde se encuentra el salón de
ceremonias masónicas —dijo, con la voz quebrada por la emoción.
—Probablemente, amigo mío. Pero ¿cómo podemos hacerlo?
—Hablaré con el dux.
—¿Con qué propósito?
—Le pediré que se asegure de que el Signori di Notte sea interrogado por
su propio superior o el inquisidor del Estado.
—Pero ¿en base a qué?
—A nuestro testimonio.
—¿Y eso será suficiente? —preguntó McSwiney, incrédulo.
—Tendrá que serlo.
—Pero ¿os dais cuenta de lo que estáis diciendo?
—Perfectamente.
—Y ahora os pregunto: ¿creéis realmente que un alto magistrado como un
Signori di Notte al Criminal puede ver cuestionadas sus actuaciones a
petición de un pintor y de un exiliado irlandés?
Antonio negó con la cabeza. Lo que McSwiney decía tenía perfecto
sentido. Pero entonces ¿cómo hacerlo? ¿Había otra manera? Ciertamente no
la vislumbraba, mientras que ahora estaba seguro de que Charlotte se hallaba
en peligro extremo. El problema era que no tenían pruebas. O, mejor dicho,
podrían argumentar con razón que todas las víctimas habían sido marcadas
con el símbolo de la diosa egipcia, pero ¿cómo mostrárselo al dux? La única
solución era forzar al magistrado a hablar. Pero ¿cómo? Amenazándolo con
desatar un escándalo. Sin embargo, aun así se daba cuenta de que no
disponían de tiempo para pensar en términos de sutilezas y detalles.
Conseguir que el magistrado hablara era definitivamente la fórmula más
difícil. No podían proceder de esa manera. Tenía que convencer al dux, que
primero le había encargado a él investigar, que ordenara una investigación a
través de un poder judicial diferente, tal vez del inquisidor rojo.
—Debemos contarle a Su Serenidad lo que hemos descubierto.
—Sí, pero ¿el qué?
—Las marcas grabadas en la carne, los cadáveres, la habitación utilizada
como templo, la frecuentación de ese lugar por parte del Signori di Notte,
vuestra iniciación…, todo.
—Él nunca lo creerá.
—Puede ser. Pero al menos se asegurará de que uno de sus magistrados,
responsable del orden público, controle de arriba abajo un lugar que dos de
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sus respetables ciudadanos saben que es la sede de una logia masónica.
—Sin embargo, aunque lo haga…, ¿qué nos asegura que encontraremos a
la hija del mariscal Von der Schulenburg?
Cuando McSwiney hizo esa pregunta algo sucedió. Se escuchó un
alboroto fuera de la habitación, hasta que se abrió la puerta.
—Necesito hablar con el señor Canal —dijo Isaac Liebermann en
dirección al sirviente, entrando al pasillo, de la mano de una hermosa
muchacha de catorce o quince años mal vestida.
Antonio y Owen quedaron asombrados al ver aparecer al médico de
aquella manera, pero, como si hubieran interpretado perfectamente su
consternación, este dijo:
—Se trata de una cuestión extremadamente urgente.
Por eso, sin añadir palabra, Canaletto despidió a Alvise y le indicó a
Liebermann que se sentara y le contara lo que sabía.
El médico fue al grano.
—La chica que me acompaña se llama Colombina. Es amiga de una
muchacha que estuvo enferma y ya se recuperó y de la que he hecho
seguimiento durante las últimas semanas. Ella sabe dónde está Charlotte von
der Schulenburg.
Al escuchar esas palabras Antonio se puso de pie de un salto.
—¿Dónde? —preguntó impaciente.
—En el cementerio de Venecia, en el osario de San Ariano —respondió
Colombina.
—Pero… —Canaletto vaciló, como si tuviera miedo de decir lo que
pensaba.
—Cuando ella la vio —dijo Isaac Liebermann— estaba viva.
—¿Cuándo? —le presionó Antonio.
—Hace dos noches —respondió la muchacha.
—¡Démonos prisa! —exclamó Owen McSwiney—. No hay tiempo que
perder. —Luego añadió—: ¿Quién la llevó allí?
—Un hombre que parece el mismísimo demonio: Teufel.
—¡Olaf Teufel! —gritó Antonio, como maldiciendo ese nombre.
—Sí.
—No creo que esté solo —añadió la chiquilla.
—Está bien —respondió Canaletto, cubriéndose los hombros con una
capa—. Haremos lo siguiente: vendréis conmigo donde el dux y le diremos lo
que sabemos. Solicitaré estar acompañado por un puñado de soldados. Así
sorprenderemos a Teufel y a sus secuaces, no importa cuántos sean.
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Convenciendo al dux
—No podemos esperar más, Su Serenidad. Cada momento que pasa acerca a
Charlotte von der Schulenburg a la muerte.
—No es mi intención dudar de lo que decís, solo me gustaría entender lo
que queréis. Entiendo que ese Teufel es el cabecilla de una logia que pretende
alterar el equilibrio en Venecia trayendo el caos. Y, a decir verdad, lo ha
conseguido perfectamente. Pero no he comprendido por qué queréis que os
acompañen los soldados y no el Capitán Grando —dijo Alvise Sebastiano
Mocenigo.
—Porque el Signori di Notte al Criminal del barrio de Castello está
involucrado en esta trama, ya que es un visitante frecuente del salón de
Cornelia Zane. Y si esto es así, y podemos atestiguarlo tanto yo como el señor
McSwiney aquí presentes, entonces el Capitán Grando es como mínimo
culpable de negligencia por no ordenar la destitución. O, peor aún, culpable
de connivencia.
—Esas son palabras graves, señor Canal.
—Sin embargo, fue él mismo quien abordó el asesinato del joven Shimon
Luzzatto como si se tratara de la ejecución de un asesino, cuando el pobre
chico no era más que otra víctima. El señor Isaac Liebermann, médico de la
Universidad de Padua, que está aquí conmigo, puede confirmarlo —prosiguió
Canaletto, presentando a su compañero.
—Ah —dijo Su Serenidad—. El hombre que afirmó haber visto a su
asesino. ¿Y bien? —preguntó, mirando fijamente a Liebermann.
—Su Serenidad, confirmo cada palabra del señor Canal.
—Mi señor —continuó Antonio—. No hay un momento que perder.
—Bien, confiaré en vos. ¡Capitán! —tronó Alvise Sebastiano Mocenigo.
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Unos instantes después, el capitán de la guardia llegó a las dependencias
del dux.
—Capitán —dijo este último—. Avisad inmediatamente al señor Marco
Sagredo, para que pueda estar en la laguna de San Marcos en menos de una
hora. Que reúna a sus hombres. Deben acompañar al señor Canal y a sus
amigos al cementerio de Venecia.
—¿Al osario de San Ariano?
—Exactamente.
—Procederé —dijo el capitán, a punto de eclipsarse.
—No será necesario —dijo una voz. Un instante después, el conde
mariscal de campo Johann Matthias von der Schulenburg hizo su entrada en
los aposentos del dux.
—¡Ah! —exclamó el dux—. Esto sí que es una sorpresa.
Canaletto se quedó de piedra. Había esperado hasta el final que el viejo
héroe de Corfú no se alarmara.
—Su Serenidad, mi hija ha desaparecido y aquí estoy.
—Me parece justo —dijo el dux.
—En cuanto a vos, señor Canal —observó el mariscal de campo—, creo
que me debéis una explicación.
—Excelencia… —balbuceó Antonio.
—Ahora no —lo interrumpió el héroe de Corfú—. Ya habrá tiempo, pero
ahora no. Ah, se me olvidaba, tengo doce mosqueteros esperándome en la
dársena de San Marcos.
—Bien —dijo el dux—. Habéis pensado en todo.
—Así es —respondió el mariscal de campo con un deje de satisfacción.
Luego añadió, mirando a McSwiney, a Liebermann y a la niña:
—¿Y vosotros?
—Acompañaremos al señor Canal —dijo el irlandés sin vacilar.
—Pero si Colombina… —empezó a objetar Antonio.
—Tengo intención de ir —lo interrumpió ella—. Quiero ayudaros después
de lo que he hecho.
Isaac Liebermann asintió. También Canaletto, que añadió:
—Eso te honra.
—¡Bien! —concluyó el dux—. Entonces, si no hay nada más, caballeros,
solo me queda daros mi bendición. Ah, señor Canal…
—¿Su Serenidad?
—¿Todavía conserváis el documento que os di?
Antonio lo sacó del bolsillo de su frac.
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—Muy bien. Eso justificará todas vuestras acciones. Debo añadir, además,
que lo que haga el comisario siempre lo daré por bueno para mí. Y para
Venecia, por supuesto.
—Entonces, señores, vámonos —dijo el mariscal de campo—. Debemos
salvar la vida de mi hija.
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—¡Mi señor! —le respondieron; y de la oscuridad apareció un oficial de
los mosqueteros.
—Debemos navegar a la velocidad del viento hacia la isla de San Ariano
—ordenó Von der Schulenburg.
El capitán miró con cierta sorpresa a la comitiva que seguía al mariscal de
campo.
—Vienen conmigo —dijo este, en un tono que no admitía réplica.
—A sus órdenes.
Un instante después, Antonio, el mariscal de campo, McSwiney,
Liebermann y Colombina subían a los botes amarrados.
Les esperaba una travesía nocturna, en un intento desesperado por rescatar
a Charlotte von der Schulenburg.
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Sejmet
Aquel hombre, por monstruoso que fuera, la trató con toda consideración. Por
supuesto, la escarcha penetraba en sus huesos y el lugar en el que se
encontraba le producía escalofríos. Cuando salió el sol, una tenue luz se había
filtrado a través de los barrotes, como si fuera un haz de luna, pero Charlotte
había saludado el amanecer y la mañana como una bendición. No había
cerrado los ojos en toda la noche. Tampoco lo había hecho la anterior.
Sin embargo, aquel soldado extranjero, pues seguramente debía de ser
eslavo o húngaro, a juzgar por su forma de hablar, se había presentado tres
veces los dos días para llevarle la comida y preguntarle qué necesitaba. No
tenía ni idea de dónde estaba confinada, pero podía notar el olor acre y salado
de la laguna. La celda parecía estar excavada en algún bastión abandonado.
Casi con toda seguridad debía de estar en una isla.
Suspiró. El día había pasado demasiado rápido y ahora estaba sumida de
nuevo en la oscuridad. Seguramente, aunque quisiera, no podría dormir.
Bebió un sorbo de sopa. Probó el pan. No tenía hambre, pero debía comer
e intentar conservar las fuerzas. Esperaba que alguien viniera a liberarla. Su
padre, tal vez. O Antonio. Al fin y al cabo, era casi seguro que él tenía la
culpa de que ella estuviera allí. Por supuesto, no era lo que él quería. En
absoluto. Recordaba haber aceptado ese riesgo. Ella no se había echado atrás,
a pesar de no saber exactamente a qué amenaza se enfrentaba. Y no había
olvidado lo que se habían dicho el uno al otro en el café y, lo que es más: lo
que se habían prometido la noche en que se habían entregado a la pasión.
Confiaba en que él sería capaz de encontrarla. Pero tal vez las suyas eran solo
las fantasías de una mujer perdidamente enamorada que aún no se había
rendido y que tenía una innata confianza en aquel hombre pequeño pero tenaz
que parecía haber elegido una tarea que le excedía.
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Por otra parte, fue precisamente eso lo que la enamoró de Antonio.
Canaletto quería plasmar Venecia en su lienzo y hacerla brillar con luz propia
ante los ojos de quienes se quedaban boquiabiertos al contemplar sus cuadros.
Y ahora intentaba llegar al fondo de unos terribles actos de sangre, de una
conspiración que no parecía importarle a nadie. Y, con toda probabilidad, ella
misma había acabado directamente en la sangrienta red de los conspiradores.
Los habían estado vigilando. Y estaban seguros de deshacerse de él
haciéndole daño a ella. ¿Qué otra explicación podría haber?
No dudaría, se dijo a sí misma. Pasara lo que pasara, miraría al destino a
la cara y lo desafiaría. Con orgullo. Como su padre había hecho tantas veces.
Quizá llevara en las venas unas gotas de la sangre fría del mariscal porque, a
pesar de que todo, o casi todo, estaba en su contra, no se sentía débil y
derrotada. Tenía la voluntad de luchar hasta el final. Mermada de energía pero
segura.
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Las linternas de las dos sofisticadas sampierotas destellaban como ojos
demoniacos sobre la líquida extensión negra.
Avanzaban.
—Atención —dijo el mariscal de campo—. Estamos en las proximidades
de Torcello. En cuanto pasemos la isla, apagaremos las luces.
—¿Y cómo lo haremos sin ellas? —preguntó uno de los mosqueteros.
—La luna nos guiará.
El soldado ahogó una blasfemia.
Antonio pensó en cambio que era una excelente idea. De lo contrario,
habrían anunciado su llegada desde una distancia lo suficientemente grande
como para permitir a los carceleros organizarse.
—No temáis —añadió McSwiney—. El muelle del cementerio se
distingue bien. Faroles colgados de largas cruces negras salpican todo su
perímetro y serán visibles en breve. Intentemos hacer el menor ruido posible
al acercarnos.
Y entonces todos callaron. Las linternas se apagaron. Lo único que se oía
era el lento chapoteo de los remos en el agua negra de la laguna, como lo
exigía la escaramuza. Las dos sampierotas avanzaban como monstruosas
criaturas anfibias: silenciosas, traicioneras, portadoras de muerte. Enseguida,
Antonio, el mariscal de campo, McSwiney y todos los demás vieron las luces
de las que el irlandés había hablado. Brillaban a lo lejos, como si anunciaran
la caverna del infierno.
Canaletto inspiró profundamente. Pronto él y sus compañeros
desembarcarían. Lo que pudieran hallar era desconocido, pero no sería
ciertamente nada bueno. Lo único que le importaba era Charlotte, pero todo
sugería que más de una persona estaba preparada para atacarlos o incluso para
hacerles pasar una mala noche si se disponían a desbaratar sus planes.
Fuera lo que fuese que encontraran, se sentía preparado. Y no porque
tuviera algo que probar a Johann Matthias von der Schulenburg, sino porque
amaba a su hija desde el primer momento en que la había visto y día tras día
ese sentimiento había crecido, volviéndose más intenso, casi insoportable.
Recordaba cuánto había sufrido cuando ella lo había despedido para dedicarse
a un trabajo que tenía que entregar, después de mostrarle su lente, la cámara
óptica y el catalejo con el que había divisado entonces al espía que lo había
estado vigilando.
Estaba sorprendido, porque no esperaba sufrir tanto, y esa melancolía
causada por su ausencia se había profundizado más y más, hasta el siguiente
encuentro. Y entonces, cada vez que habían hablado, él percibía claramente
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que ella parecía comprenderlo y conocerlo. La admiraba. No era solo su
ingenio o la belleza lo que lo hechizaba, sino algo mucho más profundo y
misterioso que lo protegía cada día y le hacía desear tenerla a su lado. Y por
esa misma razón no se perdonaba lo que había sucedido.
Pero ahora, tenía la oportunidad de enmendar sus errores. Y lo haría.
Incluso a riesgo de su propia vida.
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No podía ver. O, mejor dicho, algo en sus ojos iba mal, las figuras frente a
ella estaban alteradas, confusas, casi temblorosas, no eran de carne y hueso.
Incluso parecía perderlas de vista. Sentía que alguien la desnudaba, pero no
tenía fuerzas para oponerse. Unas manos la agarraron y la obligaron a ponerse
un vestido que no había visto antes y que ni siquiera sabía de dónde había
salido.
Se sintió como si estuviera viviendo una pesadilla. Ninguna de las
personas tenía rostro humano. Todos llevaban una máscara negra. Tal vez la
estaban llevando a un carnaval desquiciado del que ella formaría parte lo
quisiera o no. No podía permanecer de pie. Dos hombres anchos de espaldas
la sostenían.
Seguía en la celda. Las antorchas esparcían su luz sanguinolenta
alrededor. Alguien hablaba en un idioma que ella desconocía. Lo que notó fue
que quien la estaba preparando iba vestido de negro. Le ataron las manos a la
espalda. Las cuerdas se le clavaban en la carne, apretadas hasta el punto de
que temió que le rompieran las muñecas.
Finalmente salieron al exterior. Lo primero que notó Charlotte fue la
helada nocturna. Tenía frío. Pero la arrastraron sin preocuparse de su estado.
Sintió toda su impotencia, como si ya no tuviera voluntad y no fuera más que
una muñeca de trapo en manos de un niño caprichoso.
Lo que vio fuera de la celda la asustó aún más. Lámparas de aceite
brillaban en la oscuridad y frente a ella se alzaban lo que parecían altísimas
columnas de huesos, pirámides de cráneos humanos, paredes de tibias de
color marfil. ¿Eran reales? ¿O estaba viviendo un sueño enfermizo? Intentó
gritar, pero no le salía la voz. ¿Se había quedado muda? Los rostros, cubiertos
de negro, bailaban ante ella en una especie de danza infernal. Vio sonrisas
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blancas y crueles en aquellos rostros enmascarados, percibió una solemnidad
arcana, como si alguien se dispusiera a realizar algún oscuro rito.
Más allá de las montañas de huesos, tuvo la sensación de que se abría una
extensión de cruces negras y le pareció que había llegado al mayor
cementerio que el hombre hubiera concebido jamás. Si tenía que morir, al
menos su cuerpo encontraría un entierro fácil, pensó.
Finalmente, creyó estar contemplando a una mujer con cara de leona. Era
monstruosa y hermosa a la vez. Sintió, al mismo tiempo, miedo y una
atracción irresistible. Retrocedió, debido a lo que sentía y a la percepción
alterada de su entorno. Alguien, en un rincón del espacio abierto al que la
habían conducido, murmuraba una especie de letanía en un idioma
desconocido. A medida que las palabras se sucedían, el efecto alienante
parecía hacerse más intenso.
Se dio cuenta de que llevaba una túnica blanca. Frente a ella, al menos
una veintena de hombres con túnicas negras y extraños delantales blancos. A
su lado, lo que parecía ser una especie de sacerdote o ministro de culto seguía
recitando su propia retahíla. Iba vestido de la misma manera que los que se
hallaban delante, pero tenía el pelo largo y negro y llevaba anillos de oro en
las orejas. De un modo u otro, Charlotte reconoció al hombre que la había
capturado y conducido hasta allí.
La mujer con cara de leona guardaba silencio. El hecho de que estuviera
casi inmóvil la hacía inhumana a sus ojos. Finalmente levantó los brazos
hacia el cielo estrellado, como si invocara el nombre de Dios, fuera cual
fuese.
El hombre que recitaba las oraciones en la lengua desconocida se acercó a
la mujer poniéndose de rodillas, adorándola.
Fue entonces cuando Charlotte lo vio avanzar. Era tan alto como un roble.
Su imponente silueta parecía perder consistencia como la de un caballero en
la lejanía en medio del resplandor de agosto. Sin embargo, ella sintió su
proximidad letal y el miedo se convirtió en terror cuando lo vio desenvainar
una gran espada reluciente. Se dio cuenta de que ella era la víctima prevista
cuando el que la sujetaba por los hombros la tiró al suelo y luego,
levantándola por el pelo, le empujó la cabeza contra una especie de tronco de
madera, escupiendo en sus mejillas todo su odio y pronunciando palabras
llenas de ira y crueldad.
Charlotte notó cómo la madera le golpeaba la cara y la sangre le llenaba la
boca.
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Vio la gran espada de hoja curva. A la luz roja de las antorchas que
salpicaban el cementerio a su alrededor, entrevió su propio rostro reflejado en
el acero.
Cerró los ojos.
Y se preparó para morir.
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Acción
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—Que yo sepa, solo un sepulturero mudo, llamado Uniojo porque es
tuerto.
—De todos modos, no podemos excluir que quien haya secuestrado a mi
hija disponga de guardias.
—Evidentemente —convino el irlandés.
—Pero si realmente me preocupara la llegada de intrusos —se dijo el
mariscal, como si razonara en voz alta—, entonces ya habría apostado a los
guardias en el muelle. Resulta obvio que, por una razón u otra, los
secuestradores están seguros de que nadie sospecha de su presencia en el
cementerio de San Ariano, así que sigamos avanzando, pero con precaución.
—Dicho esto, hizo una seña con la mano y un par de mosqueteros llegaron a
su lado.
—Abrid la puerta y sed nuestra vanguardia.
Los soldados obedecieron. Se pusieron a trabajar en la cerradura.
Estuvieron un buen rato, pero finalmente se oyó un clic metálico. La puerta
del tabernáculo se abrió y el pelotón entró en la pequeña capilla.
Dentro, racimos de velas, un pequeño altar y bancos de madera. El
mariscal de campo, Canaletto y todos los demás cruzaron la nave. La puerta
que daba al cementerio estaba abierta. Los dos mosqueteros llamados a
formar la vanguardia salieron primero. Los demás los siguieron.
Antorchas y braseros iluminaban la escena. Antonio vio paredes de
cráneos y huesos, una interminable extensión de muerte que parecía alzarse
en presencia de quienes penetraban en el lugar. Los montones eran tan altos
que semejaban montañas. La Serenísima había acumulado allí durante siglos
los restos de sus hijos y aquellos montones de color marfil parecían querer
recordar a los mortales que aquello era lo más parecido a la puerta del
infierno que la humanidad había concebido jamás. Sobre aquellas pirámides
de huesos, las luces rojizas de las hogueras reverberaban sus sombras
espeluznantes, lenguas que se agitaban sobre la superficie lisa de cráneos y
tibias.
¿Cómo iban a encontrar el lugar donde estaba Charlotte?
Pero hete aquí que una voz, procedente de la oscuridad frente a ellos,
pareció sugerir una solución a aquel misterio.
—Por aquí —dijo.
Era uno de los dos mosqueteros que se habían adelantado y que debía de
haber descubierto algo que se les había pasado por alto. Siguiendo su
sugerencia, giraron hacia la derecha. Y a medida que avanzaban se percataron
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de una especie de letanía pronunciada por una voz ronca en un idioma
desconocido, que se mecía en el aire negro de la noche.
Siguieron aquella especie de invocación. Mientras avanzaban, Antonio se
dio cuenta de que la interminable extensión de huesos conducía finalmente a
un cementerio: tumbas con cruces negras, jalonadas por escasos fuegos,
iluminaban el espacio circundante y así el cementerio continuaba hasta un
claro. Allí mismo, contempló lo nunca visto.
A la luz de antorchas incrustadas en la tierra, un grupo de hombres
vestidos de negro asistían a lo que, con toda probabilidad, era la celebración
de un ritual. Parecían embelesados con lo que tenían delante y, por tanto,
hacían oídos sordos al ruido que, aunque fuera de ligero arrastre, debía de
hacer la patrulla de Antonio y el mariscal de campo. Pero cuando se acercaron
por detrás de ellos, incluso Canaletto se dio cuenta de que lo que estaba
sucediendo debía de ejercer una fascinación tan perversa que los dejaba
indiferentes a todo lo que no fuera lo que estaban presenciando.
Frente a ellos, un hombre recitaba la letanía. Tenía el pelo largo y negro, y
lucía pendientes de oro. Una máscara le cubría el rostro. Por lo demás iba
completamente vestido con ropas oscuras y un delantal blanco rodeaba su
cintura. Sin duda era Olaf Teufel. Vestía exactamente como Owen McSwiney
lo había descrito tiempo atrás, cuando había asistido a la ceremonia de
afiliación a la logia.
Detrás de él, una mujer con cara de leona estaba encaramada en una
tarima de madera. Era de belleza escultural y vestía de manera exótica con los
pechos apenas cubiertos y una túnica hasta los pies, con las manos alzadas al
cielo. Era la encarnación exacta de la diosa Sejmet, al menos como Antonio la
había visto en el libro que Joseph Smith le había mostrado.
En el centro de la escena, sin embargo, con las manos atadas a la espalda,
había otra mujer. Cuando levantó la cabeza, Antonio vio que era Charlotte.
Un hombre con capa y tricornio negro avanzaba hacia ella, empuñando
una espada.
Por alguna razón que Antonio no lograba explicarse, Charlotte parecía
incapaz de moverse. Un instante después, Canaletto apuntó con su pistola.
Disparó.
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Corazones y pistolas
El disparo sonó como un rugido en el silencio solo roto por la voz de Olaf
Teufel. La bala cortó el aire. Tardó una eternidad en alcanzar su objetivo. O al
menos esa sensación tuvo Antonio. Finalmente se alojó en el hombro del
hombre vestido de negro. Este lanzó un grito desesperado, empujado hacia
atrás por el impacto de la bola de plomo. Dejó caer la reluciente espada,
llevándose una mano a su húmero destrozado. Vaciló, mirando a su alrededor
como si de repente ya no supiera qué hacer.
Por un momento, la escena pareció congelarse, como si los actores de
aquella obra infernal se hubieran sorprendido y conmocionado por lo que
acababan de ver.
Con gran presencia de ánimo, Johann Matthias von der Schulenburg tronó
sus órdenes:
—¡Alto! En nombre de Su Serenidad el dux de Venecia, ¡os declaro bajo
arresto! —Pero aquellas palabras, lejos de intimidar a los presentes,
parecieron más bien desencadenar esa especie de malestar que los había
sumido a todos ellos en una quietud irreal. Los adeptos de la logia pusieron en
posición sus espadas y pistolas y se lanzaron contra el héroe de Corfú y sus
hombres.
Sin embargo, los mosqueteros no habían perdido el tiempo: dispuestos en
doble fila, con las armas desenfundadas, dispararon. No con intención de
matar, sino para detener a aquellos diablos negros que tenían delante.
Una nube clara se elevó sobre los mosquetes mientras destellos
sangrientos estallaban desde los largos cañones. La primera descarga abatió a
cinco de aquellas negras figuras. La segunda, en rápida sucesión, dejó a otros
tantos tendidos en el suelo.
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En la parafernalia que vino a continuación, Antonio, haciendo acopio de
todo su valor, intentó cruzar el espacio que lo separaba de Charlotte. No tenía
ni idea de cómo iba a defenderla, ya que su pistola estaba descargada y apenas
era capaz de sostener una espada.
Detrás de él, Owen McSwiney corrió a cubrirle las espaldas. Por suerte
para Antonio, los masones estaban demasiado ocupados evitando ser
despedazados como para observar sus movimientos. Llegó en unos instantes a
donde se encontraba Charlotte. Estaba arrodillada sobre la fría tierra del
cementerio, indefensa, abandonada a su suerte, su cuerpo sacudido por
escalofríos. Antonio se quitó la capa y se la echó por los hombros.
—Estáis aquí —dijo, con la voz quebrada por el dolor y el miedo—.
¡Estáis vivo! ¿Estáis aquí por mí?
—Moriría por vos —respondió Antonio. Y la abrazó, estrechándola contra
su pecho, dejando por un instante que la acción diera paso al amor.
No se dio cuenta de que el verdugo herido, a pesar de su hombro
sangrante, no parecía dispuesto a rendirse. Y en efecto, con el brazo herido,
tiró de su tricornio, como si le molestara. El sombrero acabó entre las cruces
negras del cementerio.
Cuando volvió la mirada a la luz de los faroles y los braseros, Canaletto
reconoció al Capitán Grando. No daba crédito a sus ojos.
Finalmente, este se acercó a Antonio y Charlotte. No tuvo ni tiempo de
coger la pistola que llevaba al cinto cuando sonó un disparo. Una bala de
plomo atravesó la pierna derecha del cabecilla de los Signori di Notte al
Criminal, que se encontró arrodillado entre las cruces de las tumbas.
Antonio se volvió y vio a Owen McSwiney con la pistola humeante en la
mano. No lejos de él, Olaf Teufel huía.
—¡Detenedle! —gritó Antonio. Pero el diabólico cicisbeo ya había
desaparecido entre las blancas extensiones de hueso.
Un mosquetero se separó de la refriega que se libraba en el extremo
opuesto del cementerio y se lanzó en su persecución. Antonio confiaba en que
pudiera alcanzarlo. Por lo que a él respectaba, no tenía intención de dejar sola
a Charlotte. Un relámpago rasgó el cielo. Una lluvia helada comenzó a
empaparlos. McSwiney caminó hasta estar frente al Capitán Grando. Le dio
una patada en el pecho, haciéndolo caer al barro. Le arrebató el arma,
apuntando a la mujer vestida de diosa Sejmet. Esta parecía incapaz de
comprender. Sujetándola a punta de pistola, McSwiney le arrancó la máscara
de leona de la cara.
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Apareció el rostro pálido de la cortesana más famosa de Venecia. Parecía
exhausta. No pronunció palabra.
—No intentéis escapar —dijo el irlandés.
No recibió respuesta.
—Vos —dijo Antonio, dirigiéndose al Capitán Grando—. Vos sois el
asesino que ha ensangrentado Venecia.
—¿Os sorprende? —preguntó Giovanni Morosini, sin poder contener una
mueca de dolor—. Y, no obstante, ¿quién si no podría manipular la
investigación? Por supuesto, cuando me di cuenta de que el dux os había
asignado las pesquisas de las recientes muertes de esas dos putitas, debería
haber evitado subestimaros.
—Su Serenidad nunca me confió tal misión. Pero este no es el momento
de hablar de ello. Charlotte —dijo Antonio, mirando a la mujer que amaba—,
debo llevaros a un lugar más cálido.
—¡El tabernáculo! —exclamó McSwiney.
Mientras tanto, el mariscal de campo Von der Schulenburg había dado
buena cuenta de los masones que aún quedaban en pie. Los que no habían
escapado, habían acabado con grilletes. Entre ellos estaban el Cojo y el
hombre portentoso que Antonio había visto vigilando el palacio de Cornelia
Zane.
Canaletto no se entretuvo más. Tomó a Charlotte en sus brazos y caminó
hacia el tabernáculo. El héroe de Corfú se acercó y acarició el rostro de su
hija.
—Padre… —murmuró ella.
—No te fatigues, vida mía —respondió Von der Schulenburg—. Antonio
tiene razón, será bueno que te refugies en el tabernáculo mientras esperamos a
que cese esta lluvia.
Así que, sin más dilación, con Charlotte en brazos, Canaletto se dirigió a
la capilla.
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Ajuste de cuentas
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—¡En absoluto! —gritó Morosini—. Es solo que todo lo que para vos es
noble y sagrado está, en cambio, podrido en esta maldita ciudad. ¡Y es culpa
vuestra y de los que son como vos y como el inquisidor del Estado!
—¡No permitiré que insinuéis tales mentiras! —fueron las palabras del
alto magistrado—. Además, no hay excusa para lo que habéis hecho. No solo
habéis matado a inocentes, sino que las habéis masacrado, arrancándoles el
corazón.
—¡Sí!
—Pero ¿os dais cuenta de lo que habéis cometido?
—Teníamos que infundir terror en la ciudad. Si me hubiera limitado a
cortar sus gargantas, no habríamos logrado el mismo resultado.
Antonio estaba helado por lo que estaba escuchando. Era un
enfrentamiento a gran escala.
El inquisidor asintió al carcelero, que estaba en una esquina. Este se
acercó y lanzó un puñetazo a la cara del Capitán Grando. La cabeza de
Giovanni Morosini salió disparada hacia atrás, como si hubiera sido golpeada
por un mazo. Luego, cuando se recuperó, con el pelo hacia delante, el
prisionero exhibió una sonrisa blanca de dientes afilados y roja por la sangre
que le goteaba de los labios.
—¡Habladnos de vuestra secta! —gritó el inquisidor.
Giovanni Morosini escupió al suelo. La saliva grumosa y púrpura manchó
la piedra.
—La logia masónica era solo una tapadera. A través de las sugestiones de
la religión egipcia, de los símbolos de la escuadra y los compases, del diseño
del Gran Arquitecto, ese loco de Teufel quería desviar la atención del
verdadero proyecto.
—Tomar Venecia —concluyó Antonio.
El Capitán Grando soltó una carcajada ahogada.
—Vos, maldito pintor, habéis sido la espina en mi costado y el dux ha
sabido tener altas miras al confiar en un hombre por encima de toda sospecha.
Y pensar que os dije que volvierais a vuestras pinturas…
—A esa chica —dijo Antonio, recordando el terrible amanecer en la plaza
de San Giacomo de Rialto—. ¡La hicisteis pedazos! Habláis como si no os
importara.
—Daños colaterales —fue la respuesta—. Y creedme, Canaletto, el dux
sabe perfectamente de lo que hablo. Intentad preguntarle a Su Serenidad lo
que le hizo a Quíos después de conquistarla: arrasó la ciudad, la incendió,
cometió violaciones…
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Esta vez fue el puño del inquisidor el que rompió esa cadena de palabras
impregnadas de veneno.
—¡Callaos, gusano inmundo! ¡No sabéis lo que decís!
El labio del Capitán Grando volvió a enrojecer. Más sangre llovió sobre el
suelo de piedra.
—Podéis pegarme todo lo que queráis —replicó Morosini—. Cada uno es
responsable de sus actos.
—¿Y Teufel? ¿Qué le ha pasado? ¿Quién es?
—¿Y quién lo sabe?
—No finjáis que no lo conocéis —dijo el dux.
—Nadie conoce realmente a ese hombre. Puedo deciros, sin embargo, que
nunca lo atraparéis.
—¡Quiero saberlo todo sobre él! —insistió Su Serenidad.
El Capitán Grando tosió. Suspiró, concediéndose un momento. Luego
comenzó de nuevo.
—Creo que viene de alguna región remota del Imperio austriaco.
¿Bohemia? ¿Moravia? ¿Valaquia? Lo cierto es que ha viajado mucho y, con
el tiempo, ha desarrollado un formidable talento para manipular y seducir a
las mujeres. Y no solamente eso: también a los hombres. Tiene una inmensa
cultura, alimentada por una curiosidad fuera de lo común. Solo él podría
difundir el rumor sobre Sabbatai Zevi. —Y, ante esa afirmación, Giovanni
Morosini no pudo contener una sonrisa diabólica.
—¡Maldito seáis! —exclamó el inquisidor rojo.
—Culpasteis a Shimon Luzzatto, que era inocente —dijo Antonio, en el
colmo de la indignación—. Y luego llamasteis perjuro a Isaac Liebermann.
El Capitán Grando asintió.
—Así es. Fue degollado por Olaf Teufel, pero pude desviar el curso de la
investigación. Todo habría salido bien si vos no hubierais intervenido otra
vez. Lo que me consuela es que tarde o temprano Teufel volverá y os hará
pagar. Vuestros días están contados. Esta vez detuvisteis la rebelión, pero no
podréis hacerlo para siempre.
—¿Y qué pretende hacer? ¡Confesad! —insistió el inquisidor rojo.
El carcelero, por si acaso, lanzó otro puñetazo al Capitán Grando, pero
este tenía la piel gruesa y aunque recibió el golpe no pareció demasiado
impresionado.
—Podéis hacer lo que queráis —continuó—, pero no tenéis ni idea de lo
que ese hombre es capaz. Además, la trama es más compleja de lo que creéis.
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Antonio sintió un escalofrío. Le parecía que esa victoria, después de todo,
era particularmente amarga. Claro, habían resuelto aquel caso, pero el odio
cultivado por Giovanni Morosini y los que eran como él parecía atávico. Por
no mencionar el hecho de que el diabólico cerebro de aquella conspiración
había huido y nadie sabía cuándo regresaría, pero todos eran conscientes en el
fondo de su alma de que Teufel se vengaría.
—Demonio —dijo Morosini de nuevo—. En alemán su nombre significa
eso y creedme cuando os digo que ese hombre es lo más parecido al diablo
que he conocido jamás.
—Tal vez —concedió el dux—. Pero vos lo sois tanto como él. Habéis
masacrado a dos doncellas inocentes.
—Y disfrutasteis haciéndolo, desde el momento en que las marcasteis con
el rostro de Sejmet. No solo eso. También grabasteis el hombro de Shimon
Luzzatto —lo apremió Antonio, que estaba perdiendo el control. Lo que había
oído de boca del Capitán Grando lo había dejado horrorizado.
—¡Podéis jurarlo! Y ese placer que sentí fue mi perdición. —Y, en sus
palabras, Antonio sintió un delirante sentimiento de pesar.
—Y vos estabais dispuesto a destrozar a Charlotte von der Schulenburg
—añadió.
—Esa mujer os resulta muy querida, ¿verdad? —preguntó Morosini,
aunque estaba claro que no necesitaba respuesta.
Canaletto guardó silencio.
—Sois una basura humana, capitán —dijo el inquisidor Matteo Dandolo.
—Y seréis tratado como tal —añadió el dux—. Mañana al amanecer os
colgaremos entre las columnas de San Marcos y San Teodoro…
—Hacedlo. Que todos vean mi ejecución. Algunos quizá se pregunten por
qué. Por supuesto, voy a ser el monstruo que mató a mujeres inocentes. Pero
las rebeliones surgen de los más extraños y sangrientos acontecimientos.
—¡Os cerraremos la boca, bastardo! —exclamó el inquisidor.
—Y vuestra memoria quedará condenada para siempre —concluyó el
dux.
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Final de la partida
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seguridad de la Serenísima, y por tanto de la comunidad, acabaría en la horca,
independientemente de la antigüedad de sus patentes de nobleza.
En el lado izquierdo de la plaza, no lejos de la Puerta del Papel del Palacio
Ducal, se había erigido una tribuna de madera. Debieron de hacerlo deprisa,
en el transcurso de la noche, porque no era más que una plataforma con una
escalera y un palco. En el centro estaba el dux, vestido con los ornamentos
que Su Serenidad cesárea requería: el gran manto púrpura, la piel de marta, el
cuerno de oro.
A su lado estaba el inquisidor Dandolo, también vestido con la túnica roja
como dictaba su título. Junto a ellos se sentaron el capitán de los mosqueteros
venecianos que habían efectuado el arresto y el mariscal de campo, el conde
Johann Matthias von der Schulenburg. Finalmente, los dos inquisidores
negros.
Lejos de la horca, pero no demasiado, en medio de la multitud, se
encontraba Canaletto. Un extraño sentimiento se agitaba en su corazón al
darse cuenta de que, por primera vez, ese asunto estaba viendo la luz.
Después de haber sido ocultado por todos los medios por el capitán de los
Signori di Notte en vista de su culpabilidad, y por el dux por razones por
completo diferentes, emergía inequívocamente cuán corrupta era la máquina
de la justicia de la Serenísima.
Era bastante evidente, de hecho, que incluso Su Serenidad y los altos
magistrados del orden público, a saber, los inquisidores del Estado, tenían
grandes responsabilidades si el Capitán Grando era condenado a muerte al
haber sido hallado culpable de asesinato de dos jóvenes patricias, así como
uno de los principales miembros de una conspiración contra la Serenísima
República. Pero no era solo eso.
Al ser interrogado, Giovanni Morosini les había hecho tomar conciencia
de lo peligroso que era Olaf Teufel, y la idea de que un hombre así siguiera
libre y, muy probablemente, más que decidido a buscar venganza, no podía
dejar a Antonio en paz. Tanto más porque, por lo que había sucedido, parecía
incontrovertible que los conocimientos de aquel hombre eran tales que lo
convertían en una amenaza constante.
El verdugo se paró en la horca. Esperó, probando la fuerza de la cuerda.
Vestido completamente de negro, parecía la encarnación de la muerte misma.
Antonio vio por fin que Giovanni Morosini estaba siendo conducido fuera de
la Puerta del Papel. Aunque la distancia hasta las columnas era corta, se había
decidido subirlo en un carro tirado por un caballo. En cuanto lo vio, la
multitud enfurecida empezó a increparle y a arrojarle fruta podrida. Con el
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pelo anudado en una sola maraña y las manos atadas a la espalda, vestido con
un sayal, arrodillado en la plataforma, el que antaño había sido el hombre más
temido de la ciudad ahora aparecía maltrecho, una sombra de lo que había
sido. Su rostro estaba cubierto de magulladuras, sangre seca y papilla podrida
de las frutas que lanzaban contra su rostro, que se desmenuzaban en pulpa y
chorros de jugo.
Antonio no sintió piedad al mirarlo: pensaba en las vidas que había roto y
en la que había estado a punto de quitar, si no hubiera sido por él y por el
mariscal Von der Schulenburg. Miró a este último, sentado en el banco de
madera en lo alto de la tribuna, junto al dux. La expresión de su rostro era
firme, impenetrable, como si una máscara de hielo hubiera congelado sus
rasgos en una ausencia de mirada y sentimientos. Por otra parte, Antonio no
podía ni siquiera alegrarse de lo que estaba viendo, por la sencilla razón de
que el interrogatorio de la noche anterior le había dejado una sensación de
desagradable amargura. Había adivinado que no todas las amenazas y
recriminaciones de Morosini eran infundadas. Era cierto que las familias
venecianas libraban una batalla silenciosa por el poder, del mismo modo que
parecía innegable que los Mocenigo, en aquella precisa fase histórica, estaban
en la cima de su influencia y prestigio. Y aunque sin duda tal hecho no podía
justificar la espantosa matanza desatada por aquel demente depravado, lo
cierto era que ni siquiera el dux y su magistrado parecían completamente
exentos de asuntos reprobables. Y no solo por posibles faltas del pasado, de
las que Antonio no sabía nada, sino por la forma en que se habían mostrado
desinteresados en el asunto. Solo al final, cuando sus sospechas y algunas
pruebas se habían sumado a las perentorias exigencias del mariscal Von der
Schulenburg, Alvise Mocenigo había autorizado la expedición a San Ariano.
Sin olvidar que Dandolo siempre había mostrado su total desinterés por el
tema. Para él, por el contrario, la publicitada culpa de Shimon Luzzatto, que
había pagado con su vida, había resultado providencial al principio.
En el futuro tendría que tener cuidado.
Intentó alejar esos pensamientos. Su mente se desplazó a sus amigos
Owen McSwiney y Joseph Smith. Les debía mucho. Sin mencionar que tenía
una serie de pinturas por completar. Pensó que podrían ser un recurso valioso
para él, no solo para obtener encargos, sino también porque podrían abrirle un
mercado completamente diferente: más grande, menos limitado a los mecenas
venecianos, desvinculado de la dinámica de poder que inevitablemente
implicaba envidia y chantaje. De esa manera podría pasear Venecia por el
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mundo, mostrándola a aquellos que la amaban sin haberla visto nunca.
Gracias a él podrían saborear un pedacito del paraíso.
El verdugo puso la soga alrededor del cuello de Morosini, apretándola con
fuerza. Hizo subir al Capitán Grando al taburete de madera y, cuando este
estuvo en él, de una patada lo arrojó lejos. Las piernas de Morosini ya no
encontraban la dura superficie bajo sus pies y giró en el aire. Un grito sordo
escapaba desde su asfixia, un jadeo bestial, al que siguió otro, a medida que la
falta de aire lo hacía ponerse morado. La vena del cuello se le hinchó como si
estuviera a punto de estallar. Tras llevarse instintivamente las manos al nudo,
en un intento desesperado de liberarse, los brazos le cayeron a lo largo de los
costados.
La multitud no había dejado ni un momento de insultar al líder de los
Signori di Notte al Criminal como si, al hacerlo, pudiera librarse del espectro
del control nocturno. Al menos, por un momento, podían descargar toda su ira
y frustración, aun sabiendo que, en pocas horas, un nuevo Capitán Grando
controlaría la ciudad con su propio puño de hierro acompañado de otros cinco
hombres de negro.
Por fin, tras jadear furiosamente y patear por última vez en el aire,
Giovanni Morosini cerró los ojos y permaneció meciéndose, entre los insultos
de quienes le deseaban el infierno, en la danza de la muerte.
Tras los gritos de júbilo que llenaron la plaza, las blasfemias y los puños
en alto de los pobres cristianos que vivían su venganza personal, aunque solo
fuera por un instante, en la tribuna el dux se puso en pie, levantando las
manos para ordenar silencio. El griterío del gentío se detuvo y él pudo entonar
sus palabras.
—Esto es lo que la Serenísima República reserva a asesinos y traidores.
¿Os ha quedado claro? Venecia no tiene piedad de sus enemigos,
especialmente si se encuentran entre sus propios hijos.
Dichas esas palabras, se detuvo. Luego, hizo un gesto al verdugo.
—Y ahora dejadle ahí —dijo.
Sin añadir nada más, Su Serenidad se dirigió hacia los escalones y
comenzó a descenderlos. Al llegar abajo, el capitán de la guardia, junto con
otros ocho hombres, lo escoltaron hacia la entrada del Palacio Ducal. Los
inquisidores lo siguieron.
La multitud que se había reunido, coreando la muerte de Morosini,
comenzó a dispersarse, la pálida luz de aquella mañana llovía como fiebre
entre los arcos de las procuratie y Antonio tuvo la clara sensación de que
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había presenciado una ejecución que al hacer justicia se parecía mucho a un
ajuste de cuentas.
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—Entonces puedo deciros con certeza que ella estará mañana en la fiesta
de Elisabeth di Pietro Maria Contarini —anunció el inglés.
—¿De verdad?
—Completamente. Y añado que conozco muy bien a Elisabeth y mi
intención sería llevar a mis nuevos amigos a la recepción que ella ofrecerá
mañana.
—¿Estáis de broma? —preguntó incrédulo Antonio.
—Nunca he hablado más en serio.
—¡Pero eso es fantástico!
—A mí también me lo parece.
—Por lo demás, en una fiesta así, supongo que no es imposible disponer
de un rato para hablar con ella —añadió McSwiney.
—Tenéis razón —convino Antonio.
—¿Y qué? ¿A qué esperamos? —replicó el irlandés—. ¿Probamos este
vino de Piave? Me costó una fortuna y estamos aquí escuchando tus penas de
amor. Y sin embargo, hemos triunfado sobre el mal. Al menos nos
merecemos un poco de buen humor.
Y así Antonio levantó sus manos en señal de rendición. Owen tenía razón.
Con su temperamento impetuoso había disipado las últimas dudas y ahora
estaba vertiendo vino en las copas.
Una vez más, Canaletto pensó que era afortunado de tener amigos como
ellos.
Y quizá al día siguiente, con un poco de suerte, podría volver a abrazar a
Charlotte. Así que, mientras levantaba la copa, celebrando la victoria contra
las diabólicas maquinaciones de Olaf Teufel, Giovanni Morosini y sus
acólitos, se permitió sonreír.
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La fiesta
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voluntad, incluso aquel día el héroe de Corfú la acompañaba y lanzaba
miradas a su alrededor, como un halcón en el acto de divisar a su presa.
Se perdió en aquellas reflexiones y no se atrevió a acercarse, a pesar de
que solo el día anterior sus amigos lo habían animado a hacerlo. Así que, casi
sin darse cuenta, salió a la gran terraza que daba al patio de abajo y ofrecía
una vista espectacular de la ciudad de Venecia.
Admiró el campanario de San Marcos con las cúpulas de la basílica
iluminadas por el sol de invierno. No hacía frío, aquellas horas de la tarde
eran las más calurosas del día.
Se quedó allí, alegrando la mirada, cuando alguien entró en el balcón. Se
giró esperando ver a Charlotte y se encontró, en cambio, frente a una mujer
que no conocía. Llevaba un magnífico vestido azul oscuro de damasco y seda
con bordados y volantes. Su espesa melena pelirroja estaba recogida en un
elaborado peinado. Dos hermosos mechones le caían por las mejillas y una
cofia de muselina y encaje adornaba la cúspide del imponente peinado. La
dama llevaba un antifaz de satén que ocultaba su mirada.
Antonio no tenía ni idea de quién era. Sin embargo, cuando oyó su voz,
algo retorcido y chirriante lo tomó por sorpresa.
—Os felicito, señor Antonio Canal —dijo la dama—. Gracias a vuestros
esfuerzos he podido vengarme de mi marido.
¿Dónde había oído antes aquel extraño acento? Antonio se tomó tiempo.
—Creo que no os conozco, mi señora —dijo.
—¿De verdad? —replicó ella, fingiendo incredulidad—. Y, sin embargo,
la historia que habéis protagonizado en estos días comenzó precisamente por
una petición mía.
Aquella afirmación lo golpeó, cortándole la respiración. Miró más
detenidamente a aquella elegante y bella mujer y, cuando la reconoció,
asintió.
—Por fin recordáis. Aquel día llevaba una máscara y mi voz estaba
alterada por el botón que apretaba entre los dientes, os lo concedo. Inútil
perder más tiempo: quería daros las gracias por haber facilitado que
condenaran a mi marido como traidor a la patria. Al fin y al cabo, eso era lo
que yo quería.
—Vuestro… —Antonio ni siquiera tuvo tiempo de continuar.
—El Cojo, ¿os acordáis de él? No podía soportar sus constantes
infidelidades. Así que me pregunté: ¿cómo puedo hacer que él sea castigado
por lo que está haciendo? Ciertamente no podía confiar en la justicia
veneciana. No de verdad porque, como vos habréis aprendido por propia
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experiencia, es corrupta e insatisfactoria. Así que le pedí al dux que os
involucrara.
—¿Vos lo sabíais todo desde el comienzo? —preguntó incrédulo Antonio,
que por fin había reconocido en aquella noble a la dama de negro que, al
principio de aquella historia, en las dependencias del dux, le había ordenado a
Su Serenidad que averiguara cuáles eran las actividades de su marido
retratado en su cuadro Rio dei Mendicanti.
—¿Os sorprende? —preguntó ella, estallando en una sonrisa que tenía
algo cruel—. Yo era tan consciente de ello que incluso hice que uno de mis
hombres os siguiera. Fue bastante torpe, debo admitir. Pero al menos, ahora,
gracias a vos, mi marido ha sido ejecutado como traidor a su país. Y ni
siquiera mereció una gran ejecución como el Capitán Grando, ya que el
inquisidor rojo se limitó a arrojarlo a un canal con una piedra al cuello.
—Pero ¿qué estáis diciendo?
—Que cada uno tiene lo que se merece, señor Canal, y también que, en
Hungría, el buen nombre de una baronesa es un asunto muy serio. La
infidelidad y las mentiras de un marido se lavan con sangre. Precisamente por
ese arraigado sentido del honor, creo que Olaf Teufel no os perdonará lo que
habéis hecho.
—Olaf…
—¿Que si sabía de él? —preguntó burlona—. Por supuesto. Pero tenía
que obligaros a hacer algo, ¿no creéis? Aunque estuvisteis bien, no esperaba
que llegarais vivo al final de este asunto, y además ganando. Bien por vos. —
Y, según lo decía, la noble dama continuó hacia la fabulosa escalera de
caracol que conducía al patio de abajo.
—¿Quién sois? —preguntó Antonio, tras superar la sorpresa.
La noble no hizo ademán de detenerse. Pero al comenzar a bajar la
escalera, por encima del hombro, susurró descuidadamente:
—Alguien que volverá, podéis contar con ello, Canaletto.
Y mientras la veía descender por la asombrosa escalera de caracol
Antonio permaneció en silencio. ¿Tenía que perseguirla? ¿Y con qué fin? ¿Y
qué otra cosa podía hacer? ¿Hacer que la detuvieran? Era bastante
improbable, teniendo en cuenta que la mujer, quienquiera que fuese, gozaba
del favor del dux. Y, sin embargo, mientras la veía en el patio, tres pisos más
abajo, sentía no solo la desagradable sensación de haber sido utilizado y de
haber arriesgado su propia vida y la de Charlotte y las de sus amigos solo para
satisfacer la sed de sangre de aquella mujer diabólica, sino también una vaga
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sensación de incertidumbre ante la amenaza que acababa de proferir. Un
escalofrío helado le recorrió la espina dorsal.
—¿Así que ya os habéis rendido? ¿Fue suficiente que mi padre os
impidiera verme?
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Venecia
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Antonio asintió. Lo inundó una felicidad casi infantil.
—Además, habéis dicho bien: quería afrontar esa batalla con vos. Odio a
los hombres que intentan protegerme —continuó ella, y estaba más hermosa
que nunca mientras lo decía—. Soy capaz de hacerlo sola y lo que me encanta
de vos es que estáis a mi lado, intentando entender lo que realmente quiero.
En lugar de hablar, escucháis.
Antonio suspiró.
—Os admiro. Desde el primer momento en que os vi. Podríais haberlo
tenido todo y elegisteis seguir vuestro propio camino, aprendiendo un arte
difícil y cada vez más raro, un arte que está tan ligado a Venecia que
constituye su corazón, junto con el teatro, la música y la pintura. En ese
corazón nos reconocimos, creo…, al menos para mí fue así. Por eso pienso
que acabamos encontrándonos luchando codo con codo, porque algo más
grande que nosotros está devorando esta ciudad que tanto amamos. Algo tan
oscuro y poderoso que representa una amenaza aún más terrible que la
tragedia de esas dos mujeres bárbaramente asesinadas, de ese chico judío
cuya vida fue arrebatada solo para proteger el mal, algo que abraza esta
epidemia de viruela y le permite matar de nuevo como el aliento de Lucifer.
Una vez prometí a dos amigos que intentaría salvar Venecia lienzo a lienzo.
Sé que no basta en absoluto, que no puede bastar, sé que solo son las fantasías
absurdas de un pintor, pero creo en la belleza y la gracia y en la posibilidad de
poder sobrevivir con la fuerza de los sueños y el arte. No para siempre, pero
quizá un poco más. Y tú eres mi mayor sueño, Charlotte.
Sus mejillas se humedecieron de lágrimas.
—Besadme, Antonio, besadme ahora —le dijo.
Pero él ya la había estrechado entre sus brazos. La sintió dulce y vibrante
de vida. Sus bocas se buscaron con ansia.
—Os amo, Charlotte —le dijo. La rodeó, abrazándola por detrás. Ella se
abandonó a él. Permanecieron en silencio durante algún tiempo. Las lágrimas
se secaron.
—Estamos dando escándalo —dijo Antonio.
—Eso es lo que esperaba —respondió ella.
Miraron el sol que se ocultaba entre los tejados de Venecia. Y en esa
visión, Antonio Canal, conocido como Canaletto, se dio cuenta por fin de
quién era.
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La promesa
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Sabía, pese a todo, que una parte de ellos albergaba un rencor a punto de
explotar. Y así como había encontrado en Giovanni Morosini y en Cornelia
Zane valiosos aliados, pronto podría contar con un nuevo apoyo. Con el
tiempo había ahorrado una fortuna, y si era cierto que el dux y el inquisidor se
dedicaban diligentemente a borrar o silenciar a todos los que habían
participado en la conspiración de la logia, lo bueno de su oficio era que
encontraría a otros. Más patricios descontentos. Otras nobles desesperadas en
busca de aventuras. Otros vagabundos dispuestos a trabajar para él. Más
espías y más asesinos. El terror era un arma poderosa.
Lo volvería a sembrar. Y en grandes cantidades. Y cuando tuviera éxito,
gobernaría esa ciudad en las sombras. Todo lo que se necesitaba era saber
esperar. Aún era joven y el tiempo estaba de su parte.
Levantó la vista. Una vez más vio a Canaletto y a Charlotte abrazados.
Bien por ellos, se dijo. Más les valía disfrutar su amor porque, tarde o
temprano, pagarían el precio de su insolencia. Olaf Teufel no aceptaba perder.
Abandonó el patio. Caminó hacia el Palacio Ducal. El sol del crepúsculo
bañaba los callejones de luz roja. Pasó bajo la torre del Reloj y caminó hacia
las columnas de San Teodoro y San Marcos. Allí, en la horca, como recuerdo,
aún colgaba el cuerpo de Giovanni Morosini.
Las gaviotas le habían devorado los ojos y arrancado trozos de piel.
Teufel se detuvo frente a él unos instantes. Luego reanudó la marcha. La larga
capa lo mantenía a salvo de las miradas indiscretas. Caminó a lo largo de la
Riva degli Schiavoni. Al cabo de un rato giró hacia el interior y su figura se
perdió en las primeras sombras de la noche.
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Nota del autor
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medida que se desarrollan los hechos, Canaletto va afinando un cierto
instinto. Pero es la necesidad de sobrevivir la que le sugiere unas cuantas
maniobras oportunas. También ayudó que de su biografía poco se sabe: no
tuvo hijos y no se casó, por ejemplo, y lo que todos los biógrafos y estudiosos
repiten es que dedicó toda su vida a su arte. Pero como hay en su existencia
muchas zonas oscuras he pensado meter la pluma de novelista en los pliegues
de la biografía para rellenar los espacios en blanco y especular, sin ninguna
pretensión de revelar nada concreto.
Dicho sea con toda franqueza: no se trata de una novela histórica, sino de
un thriller histórico y de aventureras que, precisamente por serlo, no renuncia
a una fiel representación del tiempo, ya que muchos de los personajes
descritos existieron realmente y algunos de los hechos narrados sucedieron de
verdad. Naturalmente, la complejidad de los temas —la obra del gran pintor,
los estudios de óptica, el vedutismo, la Venecia del siglo XVIII, el mecenazgo
británico, la política oligárquica de la llamada República, el gueto judío—
requiere, como mínimo, un estudio en profundidad.
He comenzado, por lo tanto, analizando desde el principio algunos de los
textos relacionados con la historia de Venecia: Alvise Zorzi, La Repubblica
del Leone. Storia di Venezia (La República del León. Historia de Venecia),
Milán, 2011; Riccardo Calimani, Storia della Repubblica di Venezia (Historia
de la República de Venecia), Milán, 2019; Pompeo G. Molmenti, La Storia di
Venezia nella vita privata: dalle origini alla caduta della Repubblica (La
historia de Venecia en la vida privada: de los orígenes a la caída de la
República), vols. 1-3, Vittorio Veneto, 2020-2021; Luca Colferai, Breve
storia di Venezia: un grande viaggio nell’avvincente storia della Serenissima
(Breve historia de Venecia: un gran viaje por la cautivadora historia de la
Serenísima), Roma, 2021; Francesco Ferracin, Storie segrete della storia di
Venezia (Historias secretas de la historia de Venecia), Roma, 2017.
Además, con particular atención a la Venecia del siglo XVIII, aconsejo la
lectura de Bruno Rosada, Il Settecento veneziano. La letteratura (El siglo XVIII
veneciano. La literatura), Venecia, 2007; Ivone Cacciavillani, Il Settecento
veneziano. La politica (El siglo XVIII veneciano. La política), Venecia, 2009;
Filippo Pedrocco, Il Settecento veneziano. La pittura (El siglo XVIII veneciano.
La pintura), Venecia, 2012; Leonardo Mello, Il Settecento veneziano. Il teatro
cómico (El siglo XVIII veneciano. El teatro cómico), Venecia, 2016; Silvino
Gonzato, Venezia libertina. Cortigiane, avventurieri, amori e intrighi tra
Settecento e Ottocento (Venecia libertina. Cortesanas, aventureros, amores e
intrigas entre los siglos XVIII y XIX), Vicenza, 2015.
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Por lo que respecta a la investigación más centrada en el tema del
espionaje, se puede ver: Leggende veneziane e storie di fantasmi (Leyendas
venecianas e historias de fantasmas), Venecia, 2011; La Venezia segreta dei
Dogi (La Venecia secreta de los dux), Roma, 2015; I tesori nascosti di
Venezia (Los tesoros ocultos de Venecia), Roma, 2016; Un giorno a Venezia
con i dogi (Un día en Venecia con los dux), Roma, 2017, todos ellos con la
firma de Alberto Toso Fei. Y aún añado: Paolo Preto, I servizi segreti di
Venezia: spionaggio e controspionaggio ai tempi della Serenissima (Los
servicios secretos de Venecia: espionaje y contraespionaje en los tiempos de
la Serenísima), Milán, 2016.
Con alusión explícita a la pintura de Canaletto he encontrado muy
esclarecedoras las páginas de Alessandro Bettagno (editor), Canaletto.
Disegni – dipinti – incisioni (Canaletto. Dibujos – pinturas – incisiones),
Vicenza, 1982; Cinzia Manco (editor), Canaletto, Milán, 2003; Giuseppe
Pavanello y Alberto Craievich (editores), Canaletto. Venezia e i suoi
splendori (Canaletto. Venecia y sus esplendores), Venecia, 2008; Anna
Kowalczyk Bożena (editora), Canaletto 1697-1768, Cinisello Bálsamo, 2018;
Filippo Pedrocco, Canaletto, Florencia, 2018; Vittoria Markova y Stefano
Zuffi (editores), Il trionfo del colore. Da Tiepolo a Canaletto e Guardi.
Vicenza e i capolavori del Museo Puškin di Mosca (El triunfo del color. De
Tiepolo a Canaletto y Guardi. Vicenza y las obras maestras del Museo
Pushkin de Moscú), Milán, 2018.
Hasta aquí, obviamente, la parte inicial. Además, he llevado a cabo otras
lecturas sobre todo con interés en lo concerniente a argumentos concretos. En
este particular, cito, en lo que respecta a la cultura judía, a Riccardo Calimani,
Storia del ghetto di Venezia, 1516-2016 (Historia del gueto de Venecia, 1516-
2016), Milán, 2016; Storia del pregiudizio contro gli ebrei (Historia de los
prejuicios contra los judíos), Milán, 2014, y también de Riccardo Calimani
junto con Anna-Vera Sullam y Davide Calimani, Ghetto di Venezia (Gueto de
Venecia), Milán, 2005; de varios autores: Venezia, gli ebrei e l’Europa, 1516-
2016 (Venecia, los judíos y Europa, 1516-2016), Venecia, 2016.
Por lo que se refiere a la industria del cristal y a los estudios de óptica y
otras cuestiones ligadas a todo ello, recuerdo como mínimo los siguientes
textos: Rosa Barovier Mentasti y Giulia Mentasti, Murano: una storia di
vetro (Murano: una historia de cristal), Venecia, 2015; Aldo Bova (editor),
L’avventura del vetro: dal Rinascimento al Novecento tra Venezia e mondi
lontani (La aventura del cristal: del Renacimiento al Novecento entre
Venecia y mundos lejanos), Milán, 2010; Rosa Barovier Mentasti, Il vetro
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veneziano: dal Medioevo al Novecento (El cristal veneciano: del Medievo al
siglo XX), Milán, 1988; Francesco Algarotti, Dialoghi sopra l’ottica
neutoniana (Diálogos sobre la óptica newtoniana), Turín, 1977; Paolo
Galluzzi, Evangelista Torricelli. Concezione della matematica e segreto degli
occhiali (Evangelista Torricelli. Concepción de las matemáticas y el secreto
de los lentes), Florencia, 1976; Fabio Toscano, L’erede di Galileo. Vita breve
e mirabile di Evangelista Torricelli (El heredero de Galileo. Vida breve y
admirable de Evangelista Torricelli), Milán, 2008.
Naturalmente, todo esto se complementó con monografías de diversa
índole, destinadas a reconstruir la vida y las intrigas de la increíble época que
fue el siglo XVIII veneciano, también porque, a pesar de que la novela se erige
sobre la base de la literatura de aventuras y suspense, la verosimilitud de la
ambientación histórica requería una consulta amplia y variada. Cito algunos
textos a este respecto: Elena Righetto, I signori di notte al criminal, Torrazza
Piemonte, 2020; Giulia Torri, La vita in villa. Svaghi, lussi e raffinatezze
nell’Italia del Settecento (La vida en la ciudad. Ocio, lujos y refinamiento en
la Italia del siglo XVIII), Roma, 2017; James Anderson, I doveri del libero
massone – estratti dagli antichi registri delle Logge di Oltremare,
d’Inghilterra, Scozia e Irlanda ad uso delle Logge di Londra 1723 (Los
deberes del masón libre – Extractos de los antiguos registros de las logias de
ultramar, Inglaterra, Escocia e Irlanda para uso de las logias de Londres
1723), Módena, 2012; Alberto Prelli, Sotto le bandiere di San Marco (Bajo
las banderas de San Marcos), Bassano del Grappa, 2012; Alfredo Viggiano,
Lo specchio della Repubblica. Venezia e il governo delle isole Ionie nel
Settecento (El espejo de la República de Venecia y el gobierno de las islas
Jónicas en el siglo XVIII), Verona, 2008; Filippo Pedrocco, Il Settecento a
Venezia. I vedutisti (El siglo XVIII en Venecia. Los vedutistas), Milán, 2001;
Cesare de Seta, Vedutisti e viaggiatori in Italia tra Settecento e Ottocento
(Vedutistas y viajeros en Italia entre los siglos XVIII y XIX), Turín, 1999.
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Agradecimientos
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Gracias al clan Gorgi: Anna y Odino, Lorenzo, Marta, Alessandro y
Federico.
Gracias a Marisa, a Margherita y a Andrea «el Bull» Camporese.
Gracias a Caterina y a Luciano, a Oddone y a Teresa y a Silvia, a
Angelica, a Lillo y a Sole.
Gracias a Andrea Mutti, maestro para siempre, a su majestad refinada
Francesco Ferracin, a Livia Sambrotta y a Francesco Fantoni. Gracias a
Enrico Lando, Marilù Oliva, Romano de Marco, Nicolai Lilin, Tito Faraci,
Sabina Piperno, Francesca Bertuzzi, Marcello Bernardi, Valentina Bertuzzi,
Tim Willocks, Diego Loreggian, Andrea Fabris, Francesco Invernizzi,
Barbara Baraldi, Marcello Simoni, Alessandro Barbaglia, Alessio Romano y
Mirko Zilahi de Gyurgyokai. Sois mi puerto seguro. Ahora y siempre.
Gracias infinitas a Paola Ranzato y a Davide Gianella. A Paola Ergi y a
Marcello Pozza.
Para concluir: gracias infinitas a Andrea Berti, Jacopo Masini, Alex
Connor, Victor Gischler, Jason Starr, Allan Guthrie, Gabriele Macchietto,
Elisabetta Zaramella, Alessandro y el clan Tarantola, Lyda Patitucci, Mary
Laino, Leonardo Nicoletti, Andrea Kais Alibardi, Rossella Scarso, Federica
Bellon, Gianluca Marinelli, Alessandro Zangrando, Francesca Visentin, Anna
Sandri, Leandro Barsotti, Paolo Navarro Dina, Claudia Onisto, Massimo
Zilio, Chiara Ermolli, Giulio Nicolazzi, Giuliano Ramazzina, Giampietro
Spigolon, Erika Vanuzzo, Thomas Javier Buratti, Marco Accordi Rickards,
Raoul Carbone, Francesca Noto, Micaela Romanini, Guglielmo De Gregori,
Daniele Cutali, Stefania Baracco, Piero Ferrante, Tatjana Giorcelli, Giulia
Ghirardello, Gabriella Ziraldo, Marco Piva —conocido como el Gran Balivo
—, Paolo Donorà, Massimo Boni, Alessia Padula, Enrico Barison, Federica
Fanzago, Nausica Scarparo, Luca Finzi Contini, Anna Mantovani, Laura Ester
Ruffino, Renato Umberto Ruffino, Livia Frigiotti, Claudia Julia Catalano,
Piero Melati, Cecilia Serafini, Sara Ziraldo, Sara Boero, Laura Campion
Zagato, Elena Rama, Gianluca Morozzi, Alessandra Costa, Và Twin,
Eleonora Forno, Maria Grazia Padovan, Davide De Felicis, Simone
Martinello, Attilio Bruno, Chicca Rosa Casalini, Fabio Migneco, Stefano
Zattera, Andrea Giuseppe Castriotta, Patrizia Seghezzi, Eleonora Aracri,
Federica Belleri, Monica Conserotti, Roberta Camerlengo, Agnese Meneghel,
Marco Tavanti, Pasquale Ruju, Marisa Negrato, Martina De Rossi, Silvana
Battaglioli, Fabio Chiesa, Andrea Tralli, Susy Valpreda Micelli, Tiziana
Battaiuoli, Erika Gardin, Walter Ocule, Lucia Garaio, Chiara Calò, Anna
Piva, Enrico «Ozzy» Rossi, Cristina Cecchini, Iaia Bruni, Marco «Killer
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Mantovano» Piva, Buddy Giovinazzo, Gesine Giovinazzo Todt, Carlo
Scarabello, Elena Crescentini, Simone Piva & los Viola Velluto, Anna
Cavaliere, AnnCleire Pi, Franci Karou Cat, Paola Rambaldi, Alessandro
Berselli, Danilo Villani, Marco Busatta, Irene Lodi, Matteo Bianchi, Patrizia
Oliva, Margherita Corradin, Alberto Botton, Alberto Amorelli, Carlo Vanin,
Valentina Gambarini, Alexandra Fischer, Thomas Tono, Martina Sartor,
Giorgio Picarone, Cormac Cor, Laura Mura, Giovanni Cagnoni, Gilberto
Moretti, Beatrice Biondi, Fabio Niciarelli, Jakub Walczak, Diana Severati,
Marta Ricci, Anna Lorefice, Carla VMar, Davide Avanzo, Sachi Alexandra
Osti, Emanuela Maria Quinto Ferro, Vèramones Cooper, Alberto Vedovato,
Diana Albertin, Elisabetta Convento, Mauro Ratti, Mauro Biasi, Nicola
Giraldi, Alessia Menin, Michele di Marco, Sara Tagliente, Vy Lydia
Andersen, Elena Bigoni, Corrado Artale, Marco Guglielmi, Martina
Mezzadri.
Siempre me olvido de alguien, es inevitable que sea así… Pido disculpas,
pero prometo que te mencionaré en el próximo libro.
Un abrazo y un agradecimiento infinito a todos los lectores, a los libreros,
libreras y promotores que quieran depositar su confianza en esta nueva obra
mía. El futuro de la literatura está en vuestras manos.
La dedicatoria es para mi mujer Silvia: vivir junto a ti es pura magia,
significa descubrirte cada día y quedarse sin aliento por la belleza, la
inteligencia y el coraje que tienes. Siempre y para siempre.
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MATTEO STRUKUL es un exitoso novelista y dramaturgo italiano. Es autor
de la saga de Los Médici, de la que se vendieron cientos de miles de
ejemplares en todo el mundo, y sus thrillers históricos siempre se convierten
en inmediatos best sellers en Italia. Ha sido galardonado con el Premio
Bancarella y, además de novelista, es docente en la Universidad de Roma.
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