Oscar Wilde - El Abanico de Lady Windermere

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El Abanico de Lady Windermere

Oscar Wilde

textos.info
Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 304

Título: El Abanico de Lady Windermere


Autor: Oscar Wilde
Etiquetas: Teatro, comedia

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 21 de mayo de 2016
Fecha de modificación: 21 de mayo de 2016

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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Comedia en torno a una mujer buena

A la memoria querida de Roberto, conde de Lytton, con afecto y


admiración.

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Personajes
LORD WINDERMERE.
LORD DARLINGTON.
LORD AUGUSTO LORTON.
MISTER DUMBY.
MISTER CECILIO GRAHAM.
MISTER HOPPER.
PARKER, mayordomo.
LADY WINDERMERE.
DUQUESA DE BERWICK.
LADY AGATA CARLISLE.
LADY PLYMDALE.
LADY STUTFIELD.
LADY JEDBURGH.
MISTRESS COWPER-COWPER.
MISTRESS ERLYNNE.
ROSALIA, doncella.

Época, la actual. Lugar de la acción, Londres, desarrollándose dentro de


las veinticuatro horas, comenzando un jueves a las cinco de la tarde y
terminando al día siguiente, a la una y media de la tarde.

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Acto Primero
Gabinete de confianza en la casa de lord Windermere, en Carlton. Puertas
en el centro y a la derecha. Mesa de despacho, con libros y papeles, a la
derecha. Sofá, con mesita de té, a la izquierda. Puerta balcón, que se abre
sobre la terraza, a la izquierda. Mesa, a la derecha.

LADY WINDERMERE está ante la mesa de la derecha arreglando unas


rosas en un búcaro azul. Entra PARKER.

PARKER.— ¿Está su señoría en casa esta tarde?

LADY WINDERMERE.— ¿Quién ha venido?

PARKER.— Lord Darlington, señora.

LADY WINDERMERE (Titubea un momento.).— Que pase... Y estoy en


casa para todos los que vengan.

PARKER.— Bien, señora.

(Sale por el centro.)

LADY WINDERMERE.— Prefiero verle antes de esta noche. Me alegro de


que haya venido, (Entra PARKER por el centro.)

PARKER.— Lord Darlington.

(Entra LORD DARLINGTON por el centro. Vase PARKER.)

LORD DARLINGTON.— ¿Cómo está usted, lady Windermere?

LADY WINDERMERE.— ¿Cómo está usted, lord Darlington? No, no


puedo darle la mano. Mis manos están todas mojadas con estas rosas.
¿No son hermosas? Han llegado de Selby esta mañana.

LORD DARLINGTON.— Son totalmente perfectas. (Ve un abanico que

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está sobre la mesa.) ¡Qué maravilloso abanico! ¿Puedo examinarlo?

LADY WINDERMERE.— Véalo. Bonito, ¿verdad? Lleva puesto mi nombre


y todo. Acaban de enviármelo. Es el regalo de cumpleaños de mi marido.
¿No sabe usted que hoy es mi cumpleaños?

LORD DARLINGTON.— No. ¿Es verdad?

LADY WINDERMERE.— Sí, es hoy mi mayoría de edad. Día


completamente importante en mi vida, ¿no? Por eso doy esta noche una
reunión. Siéntese usted.

(Sigue arreglando las flores.)

LORD DARLINGTON (Sentándose.).— Siento no haber sabido que era su


cumpleaños, lady Windermere. Habría cubierto de flores toda la calle,
delante de su casa, para que usted las pisara. Para eso están hechas.
(Una breve pausa.)

LADY WINDERMERE.— Lord Darlington, me estuvo usted molestando la


noche pasada en el Ministerio de Estado. Y temo que vaya usted a
molestarme de nuevo.

LORD DARLINGTON.— ¿Yo, lady Windermere?

(Entran PARKER y un CRIADO, por el centro, llevando en una bandeja un


servicio de té.)

LADY WINDERMERE.— Póngalo aquí, Parker. Así está bien. (Sécase las
manos con un pañuelo, va hacia la mesita de té a la izquierda y se sienta.)
¿Quiere usted sentarse, lord Darlington?

(Vanse PARKER y el CRIADO por el centro.)

LORD DARLINGTON (Coge una silla y se acerca.) Soy un completo


miserable, lady Windermere. Debe usted decirme qué es lo que hice.

(Siéntase a la izquierda de la mesita.)

LADY WINDERMERE.— Bueno; pues estarme echando flores toda la


noche.

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LORD DARLINGTON (Sonriendo.).— ¡Ah! Hoy día estamos tan pobres de
todo, que la única cosa divertida es echar flores. Es lo único que puede
echarse.

LADY WINDERMERE (Moviendo la cabeza.).— No, le estoy a usted


hablando muy seriamente. No sonría usted, lo digo muy en serio. No me
gustan los cumplidos y me parece inconcebible que haya quien crea
agradar extraordinariamente a una mujer por decirle un montón de cosas
en las que no cree.

LORD DARLINGTON.— ¡Ah! Pero es que yo las creo.

(Coge la taza de té que ella le ofrece.)

LADY WINDERMERE (Gravemente.).— Espero que no. Sentiría tener que


regañar con usted, lord Darlington. Ya sabe que le quiero mucho. Pero
dejaría de quererle en absoluto si pensase que es usted como la mayoría
de los hombres. Créame: es usted mejor que la mayoría de los hombres,
pero a veces quiere usted parecer peor.

LORD DARLINGTON.— Todos tenemos nuestras pequeñas vanidades,


lady Windermere.

LADY WINDERMERE.— ¿Y por qué hace usted de esa, especialmente, la


suya?

(Sigue sentada ante la mesa de la izquierda.)

LORD DARLINGTON (Siempre sentado en el centro.).— ¡Oh! En la


actualidad, hay tanta gente en sociedad que pretende ser buena, que me
parece casi una prueba de grata y modesta disposición pretender ser malo.

Además, es preciso confesarlo. Si pretende uno ser bueno, el mundo le


toma a uno muy en serio. Y si pretende ser malo, sucede lo contrario. Tal
es la asombrosa estupidez del optimismo.

LADY WINDERMERE.— Entonces, ¿usted no quiere que el mundo le


tome en serio, lord Darlington?

LORD DARLINGTON.— No, el mundo, no. ¿Quién es la gente a la que el


mundo toma en serio? Toda la gente más aburrida para mí, desde los
obispos para abajo. Me gustaría que me tomase usted en serio, lady

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Windermere; usted más que nadie en la vida.

LADY WINDERMERE.— ¿Por qué yo?

LORD DARLINGTON (Después de una breve vacilación.).— Porque creo


que podríamos ser grandes amigos. Puede usted necesitar algún día un
amigo.

LADY WINDERMERE.— ¿Por qué dice usted eso?

LORD DARLINGTON.— ¡Oh!... Todos necesitamos a veces amigos.

LADY WINDERMERE.— Creo que somos ya buenos amigos, lord


Darlington.

Podemos seguir siéndolo siempre, mientras usted no...

LORD DARLINGTON.— ¿No qué?

LADY WINDERMERE.— No lo eche a perder diciéndome cosas


extravagantes y tontas. Me cree usted una puritana, ¿verdad? Bueno,
pues tengo algo de puritana. Quisieron educarme así. Me alegro mucho de
eso. Mi madre murió cuando era yo una simple niña. Viví siempre con lady
Julia, la hermana mayor de mi padre, como usted sabe. Era severa
conmigo, pero me enseñó lo que el mundo está olvidando: la diferencia
que hay entre lo que está bien y lo que está mal. No toleraba ninguna
claudicación. Yo tampoco la tolero.

LORD DARLINGTON.— ¡Mi querida lady Windermere!

LADY WINDERMERE (Recostándose en el sofá.).— Me mira usted como


si fuese de otra época. ¡Bien; lo soy! Sentiría estar al mismo nivel de una
época como esta.

LORD DARLINGTON.— ¿La cree usted mala?

LADY WINDERMERE.— Sí. Hoy en día la gente parece considerar la vida


como una especulación. Y no es una especulación. Es un sacramento. Su
ideal es el amor. Su purificación es el sacrificio.

LORD DARLINGTON (Sonriendo.).— ¡Oh, todo es preferible a ser


sacrificado!

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LADY WINDERMERE (Inclinándose hacia adelante.).— No diga usted eso.

LORD DARLINGTON.— Lo digo. Lo siento... Lo sé.

(Entra PARKER por el centro.)

PARKER.— Señora, esos hombres quieren saber si tienen que poner las
alfombras en la terraza para esta noche.

LADY WINDERMERE.— ¿Cree usted que lloverá, lord Darlington?

LORD DARLINGTON.— ¡No quiero oír hablar de lluvia el día de su


cumpleaños!

LADY WINDERMERE.— Diga usted entonces que las pongan, Parker.

(Sale PARKER.)

LORD DARLINGTON (Sigue sentado.).— ¿Cree usted entonces (pongo,


naturalmente, solo un ejemplo imaginario), cree usted que en el caso de
un matrimonio joven, que llevase alrededor de dos años de vida conyugal,
si el marido se hiciera de repente el amigo íntimo de una mujer de...,
bueno, de reputación más que dudosa (la visitase continuamente, comiese
con ella y pagase probablemente sus cuentas), cree usted que la esposa
no debería consolarse por su lado ella también?

LADY WINDERMERE (Frunciendo el ceño.).— ¿Consolarse ella también?

LORD DARLINGTON.— Sí, yo creo que debería hacerlo, creo que tendría
ese derecho.

LADY WINDERMERE.— Porque el marido sea tan vil, ¿la mujer debe
serlo también?

LORD DARLINGTON.— Vileza es una palabra terrible, lady Windermere.

LADY WINDERMERE.— Lo terrible es el hecho, lord Darlington.

LORD DARLINGTON.— ¿Sabe usted que temo que la gente buena hace
una gran cantidad de daño en este mundo? Realmente, el mayor daño
está en dar tan extraordinaria importancia a la maldad. Es absurdo dividir a
la gente en buena y mala. La gente es tan solo encantadora o aburrida. Yo

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estoy al lado de la gente encantadora, y usted, lady Windermere, no puede
menos de serlo.

LADY WINDERMERE.— ¡Vamos, lord Darlington! (Levantándose y


cruzando hacia la derecha por delante de él.) No se mueva; voy
sencillamente a acabar de arreglar mis flores.

(Va hacia la mesa de la derecha.)

LORD DARLINGTON (Levantándose y apartando su silla.).— Y yo debo


decirle que es usted realmente dura con la vida moderna, lady Windermere.

Claro que ésta es muy perniciosa, lo concedo. La mayoría de las mujeres


son hoy en día, por ejemplo, más bien venales.

LADY WINDERMERE.— No hable usted de tales gentes.

LORD DARLINGTON.— Bueno, dejando a un lado a esa gente venal, que


es, naturalmente, horrenda, ¿cree usted seriamente que las mujeres que
han cometido lo que el mundo llama una falta no deben nunca ser
perdonadas?

LADY WINDERMERE (En pie ante la mesa.).— Creo que no deben ser
perdonadas nunca.

LORD DARLINGTON.— ¿Y los hombres? ¿Cree usted que debe aplicarse


la misma ley a los hombres que a las mujeres?

LADY WINDERMERE.— ¡Indudablemente!

LORD DARLINGTON.— Me parece la vida una cosa demasiado compleja


para poder ser regida por unas reglas tan rígidas y fijas.

LADY WINDERMERE.— Si todos tuviésemos «esas reglas rígidas y fijas»,


encontraríamos la vida mucho más sencilla.

LORD DARLINGTON.— ¿No admite usted excepciones?

LADY WINDERMERE.— ¡Ninguna!

LORD DARLINGTON.— ¡Ah! ¡Qué puritana tan fascinadora es usted, lady


Windermere!

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LADY WINDERMERE.— El adjetivo es innecesario, lord Darlington.

LORD DARLINGTON.— No he podido evitarlo. Puedo resistir a todo,


excepto a la tentación.

LADY WINDERMERE.— Tiene usted la afectación moderna de la


debilidad.

LORD DARLINGTON (Mirándola.).— Es solamente una afectación, lady


Windermere.

(Entra PARKER por el centro.)

PARKER.— La duquesa de Berwick y lady Agata Carlisle.

(Entran la DUQUESA DE BERWICK y LADY AGATA CARLISLE por el


centro. Sale PARKER.)

DUQUESA DE BERWICK (Adelantándose por el centro y estrechando las


manos.).— ¡Querida Margarita, me alegro mucho de verla! Se acuerda
usted de Agata, ¿verdad? (Cruzando hacia la izquierda.) ¿Cómo está
usted, lord Darlington? No quiero que conozca usted a mi hija; es usted
demasiado malo.

LORD DARLINGTON.— No diga usted eso duquesa. Como hombre malo,


soy un completo fracaso. Por supuesto, hay mucha gente que dice que no
he hecho en toda mi vida nada malo. Claro es que lo dicen únicamente a
espaldas mías.

DUQUESA DE BERWICK.— ¿Y no es eso una maldad? Agata, aquí


tienes a lord Darlington. Mucho cuidado con creer ni una palabra de lo que
dice.

(LORD DARLINGTON cruza hacia la derecha.) No, té, no; gracias, querida.

(Cruzando y sentándose en el sofá.) Acabamos de tomar el té en casa de


lady Markby. Bastante malo, además. Era completamente intomable. No
tiene nada de sorprendente. Se lo proporciona su propio yerno. Agata está
esperando con impaciencia su baile de esta noche, querida Margarita.

LADY WINDERMERE (Sentándose a la izquierda.).— ¡Oh! No crea que va

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a ser un baile, duquesa. Es solamente una reunión para celebrar mi
cumpleaños. Reducida y corta.

LORD DARLINGTON (En pie, a la izquierda.).— Muy reducida, muy corta


y muy selecta, duquesa.

DUQUESA DE BERWICK (En el sofá, a la izquierda.) Naturalmente,


tratándose de usted, será selecta. Pero ya sabemos, querida Margarita,
basta que sea en su casa. Es realmente una de las pocas casas en
Londres a las que puedo llevar a Agata y en donde me siento
perfectamente segura con respecto al querido duque. No sé adónde va a
parar la sociedad. Se ven las gentes más espantosas en todas partes.
Acuden, realmente, a mis reuniones... Los hombres se ponen muy furiosos
si no se los invita.

Realmente, debiera alguien alzarse contra ellas.

LADY WINDERMERE.— Yo lo haré, duquesa. No quiero recibir en mi casa


a nadie que haya suscitado un escándalo.

LORD DARLINGTON (A la derecha.).— ¡Oh! No diga usted eso, lady


Windermere. ¡Entonces no me permitiría usted nunca la entrada!

(Se sienta.)

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Oh! En los hombres no importa. Con las


mujeres es diferente. Somos buenas. Algunas, por lo menos. Pero nos
están arrinconando, sin duda. Nuestros maridos acabarían, realmente, por
olvidar nuestra existencia si de cuando en cuando no los mortificásemos lo
suficiente para hacerles recordar que tenemos un perfecto y legal derecho
a hacerlo.

LORD DARLINGTON.— Es curioso, duquesa, el juego alrededor del


matrimonio (un juego que, dicho sea entre paréntesis, está quedando
pasado de moda); las esposas gozan de todos los triunfos y pierden
invariablemente la baza ventajosa.

DUQUESA DE BERWICK.— ¿La baza ventajosa? ¿Es ésta el marido, lord


Darlington?

LORD DARLINGTON.— ¿No será demasiado bueno ese nombre para el


marido perfecto?

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DUQUESA DE BERWICK.— Mi querido lord Darlington, ¡qué
concienzudamente depravado es usted!

LADY WINDERMERE.— Lord Darlington es frívolo.

LORD DARLINGTON.— ¡Ah! No diga usted eso, lady Windermere.

LADY WINDERMERE.— ¿Por qué habla usted entonces tan frívolamente


de la vida?

LORD DARLINGTON.— Porque creo que la vida es demasiado importante


siempre para hablar seriamente de ella.

(Se adelanta hacia el centro.)

DUQUESA DE BERWICK.— ¿Qué ha querido usted decir? Explíquemelo


en atención a mi pobre juicio, lord Darlington; explíqueme, simplemente, lo
que ha querido decir, en realidad.

LORD DARLINGTON (Colocándose detrás de la mesa.).— Creo que será


preferible no hacerlo, duquesa. Hoy día, ser inteligente es dejarse atrapar.
¡Adiós! (Estrecha la mano a la duquesa.) Y ahora (Adelantándose.), adiós,
lady Windermere. ¿Puedo venir esta noche? Déjeme usted venir.

LADY WINDERMERE (Permaneciendo ante las candilejas con LORD


DARLINGTON.).— Ciertamente que sí. Pero no diga usted tonterías
insinceras a la gente.

LORD DARLINGTON (Sonriendo.).— ¡Ah! Empieza usted a reformarme.


Es una cosa arriesgada reformar a nadie, lady Windermere.

(Se inclina y sale por el centro.)

DUQUESA DE BERWICK (Que se ha levantado, yendo hacia el centro.).—


¡Qué persona tan perversamente seductora! Le quiero mucho. ¡Me
encanta que se haya ido! ¡Qué bonita está usted! ¿Dónde se viste? Y
ahora debo decirle lo apenada que estoy por usted, querida Margarita. (
Yendo al sofá y sentándose con LADY WINDERMERE.) ¡Agata, rica!

LADY AGATA.— Sí, mamá.

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(Se levanta.)

DUQUESA DE BERWICK.— ¿Quieres ir a ver el álbum de fotografías que


está allí?

LADY AGATA.— Sí, mamá.

(Se dirige a la mesa de la izquierda.)

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Niña querida! ¡Es tan aficionada a las


fotografías de Suiza! Me parece que es un gusto inocente. Pues,
realmente, estoy apenada por usted, Margarita.

LADY WINDERMERE (Sonriendo.).— ¿Por qué, duquesa?

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Oh! A propósito de esa horrible mujer. Se


viste tan bien, demasiado bien, lo cual es mucho peor, pues así da un
ejemplo terrible. Augusto (ya conoce usted a mi desacreditado hermano,
un castigo para todos nosotros); bueno, Augusto está locamente
enamorado de ella. Es un verdadero escándalo, porque ella resulta
absolutamente inadmisible en sociedad. Hay muchas mujeres que tienen
un pasado, pero me han dicho que esta tiene, por lo menos, una docena y
que son todos de lo mejor.

LADY WINDERMERE.— ¿De quién habla usted, duquesa?

DUQUESA DE BERWICK.— De mistress Erlynne.

LADY WINDERMERE.— ¿Mistress Erlynne? No he oído hablar nunca de


ella, duquesa. ¿Qué tiene que ver conmigo?

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Pobre hija mía! ¡Agata, rica!

LADY AGATA.— Sí, mamá.

(Vase por la puerta balcón de la izquierda.)

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Qué buena chica! ¡Tan aficionada a las


puestas de sol! Lo cual demuestra una sensibilidad muy refinada, ¿no?
Después de todo, no hay nada semejante a la Naturaleza, ¿verdad?

LADY WINDERMERE.— Pero ¿qué sucede, duquesa? ¿Por qué me habla

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usted de esa persona?

DUQUESA DE BERWICK.— ¿No lo sabe usted, realmente? Le aseguro


que todos estamos angustiados con ella. Anoche precisamente, en casa
de la querida lady Jansen, todo el mundo hablaba de lo extraordinario que
era que entre todos los hombres de Londres fuera él quien se comportase
así.

LADY WINDERMERE.— ¿Mi marido?... ¿Qué tiene él que ver con una
mujer de esa clase?

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Ah, esa es precisamente la cuestión,


querida!

Él va a verla continuamente, se pasa con ella horas enteras, y mientras


está allí, ella no recibe a nadie en su casa. No es que vayan a visitarla
muchas señoras, querida, pero tiene una gran cantidad de amigos
desacreditados (mi propio hermano, en particular, como ya le he dicho), y
esto es lo que hace espantosa la conducta de Windermere. Nosotras le
considerábamos como un marido modelo, pero me temo que la cosa sea
innegable. Mis queridas sobrinas (ya sabe usted, las chicas de Sanville),
unas muchachas muy caseras, feas, horrorosamente feas, pero ¡tan
buenas!...; bueno, están siempre en el balcón haciendo labores de fantasía
y esas horrendas ropas para los pobres que, según creo, se llevan mucho
en estos tiempos socialistas; pues esta terrible mujer ha tomado una casa
en la calle de Curzon frente a la de ellas, una calle tan respetable. ¡No sé
adónde vamos a parar! Ellas me han dicho que Windermere va a visitarla
cuatro y cinco veces por semana; lo ven. No pueden menos, y aunque no
les gusta hablar de escándalos, como es natural, se lo han hecho notar a
todo el mundo. Y lo peor de esto es que esa mujer, según dicen, tiene
mucho dinero que le pasa alguien, pues hace unos seis meses, cuando
llegó a Londres, no tenía nada, y ahora posee esa preciosa casa en el
mejor barrio, guía caballos propios por el parque todas las tardes y, en fin,
no le falta nada desde que conoce al pobre y querido Windermere.

LADY WINDERMERE.— ¡Oh! ¡No puedo creerlo!

DUQUESA DE BERWICK.— Pues es completamente cierto, querida. Todo


Londres lo sabe. Por eso he creído preferible venir y hablar con usted y
aconsejarle que se lleve fuera a Windermere inmediatamente, a Alemania
o a Francia, a un sitio en que se divierta algo y pueda usted vigilarle

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durante todo el día. Le aseguro, querida, que en varias ocasiones, recién
casada, tuve que fingirme muy enferma, viéndome obligada a beber las
aguas minerales más desagradables, exclusivamente por sacar a Berwick
de la capital. ¡Era tan extraordinariamente sensible! Aunque puedo decir
que nunca dio grandes sumas a nadie. ¡Lo cual demuestra que tiene
principios muy elevados!

LADY WINDERMERE (Interrumpiéndola.).— Duquesa, duquesa, ¡eso es


imposible! (Levantándose y cruzando la escena hacia el centro.) Hace solo
dos años que estamos casados. Nuestro hijo no tiene más que seis meses.

(Se sienta en la silla junto a la mesa de la izquierda.)

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Ah, el querido y precioso niñito! ¿Cómo está


el chiquitín? ¿Es niño o niña? Espero que niña... ¡Ah, no! Recuerdo que es
niño. Lo siento tanto. Los niños son muy malos. El mío es atrozmente
inmoral. No puede usted figurarse a qué horas vuelve a casa. Y acaba de
salir de Oxford hace pocos meses... Realmente, no sé qué les enseñan allí.

LADY WINDERMERE.— ¿Son malos todos los hombres?

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Oh! Todos ellos, querida; todos ellos, sin


excepción. Y nunca mejoran. Los hombres envejecen, pero no mejoran
jamás.

LADY WINDERMERE.— Windermere y yo nos casamos por amor.

DUQUESA DE BERWICK.— Sí, nosotros empezamos así. Sólo las


brutales e incesantes amenazas de suicidio de Berwick me hicieron
aceptarlo por esposo, y antes del año estaba corriendo detrás de toda
clase de faldas, de todos los colores, de todas las hechuras y de todas las
telas. En realidad, antes de terminar la luna de miel le pesqué con una de
mis doncellas, linda y decente muchacha. La despedí inmediatamente, sin
darle certificado. No; recuerdo que se la cedí a mi hermana; el pobre y
querido sir Jorge es tan miope, que pensé que no habría cuidado. Pero lo
hubo, y de lo más desgraciado. (Levantándose.) Y ahora, hija mía, tengo
que irme:

cenamos fuera. Y no se acongoje demasiado el corazón con esa pequeña


aberración de Windermere. Lléveselo en seguida al extranjero y verá cómo
vuelve a usted perfectamente.

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LADY WINDERMERE.— ¿Volver a mí?

DUQUESA DE BERWICK.— Sí, querida; esas malditas mujeres nos quitan


a nuestros maridos, pero ellos acaban siempre por volver, ligeramente
averiados, claro es. Y no le haga usted escenas. Los hombres las detestan.

LADY WINDERMERE.— Ha sido usted muy buena, duquesa, en venir a


contarme todo eso. Pero no puedo creer que mi marido me engañe.

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Hija querida! Así era yo en otro tiempo.


Ahora sé que todos los hombres son unos monstruos. (LADY
WINDERMERE toca el timbre.) Lo único que se puede hacer es dar bien
de comer a esos miserables. Un buen cocinero hace maravillas y sé que
usted lo tiene. Mi querida Margarita, ¿no irá usted a llorar?

LADY WINDERMERE.— No tema usted, duquesa; yo nunca lloro.

DUQUESA DE BERWICK.— Hace usted perfectamente, querida. El llanto


es el refugio de las mujeres feas y la ruina de algunas bonitas. ¡Agata, rica!

LADY AGATA (Entrando por la izquierda.) .—¿Qué, mamá?

(Permanece detrás de la mesa, a la izquierda.)

DUQUESA DE BERWICK.— Di adiós a lady Windermere y dale las


gracias por su encantadora visita. (Volviendo nuevamente hacia atrás.) Y,
entre paréntesis, tengo yo también que darle las gracias por haber enviado
una invitación a mister Hopper..., ese joven australiano, tan rico, de quien
la gente habla tanto ahora. Su padre hizo una gran fortuna vendiendo no
sé qué clase de conservas en latas redondas..., muy sabrosas creo (me
figuro que son esas que los criados se niegan siempre a tomar). Pero el
hijo es muy interesante. Creo que se siente atraído por la amena
conversación de mi querida Agata. Claro es que nosotros sentiríamos
mucho perderla; pero, a mi juicio, una madre que no se separa de su hija
todas las temporadas no le profesa verdadero cariño. Vendremos esta
noche, querida. (PARKER abre la puerta del centro.) Y acuérdese de mi
consejo: llévese al pobre muchacho fuera de Londres en seguida; es lo
único que puede hacerse. Adiós otra vez; vamos, Agata.

(Salen la DUQUESA y LADY AGATA, por el centro.)

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LADY WINDERMERE.— ¡Qué horrible! Ahora comprendo lo que quería
decir lord Darlington con su ejemplo imaginario del matrimonio que no lleva
más que dos años de casado. ¡Oh!, ¡no puede ser verdad!... La duquesa
habla de enormes cantidades entregadas a esa mujer. Sé dónde guarda
Arturo su talonario de cheques: en uno de los cajones de esa mesa. Si
quisiera, podría encontrarlo. (Abre el cajón.) No; será algún error atroz. (Se
levanta y se va hacia el centro.) Algún rumor estúpido. ¡Él me ama! Pero
¿por qué no he de mirar? ¡Soy su mujer y tengo derecho a hacerlo!
(Vuelve a la mesa, saca el talonario de cheques y lo examina página por
página; sonríe y lanza un suspiro de alivio.) ¡Lo sabía! No hay una sola
palabra de verdad en esa historia estúpida. (Vuelve a dejar el talonario en
el cajón. Al hacerlo así, se estremece y saca otro talonario.) ¡Un segundo
talonario personal y cerrado! (Intenta abrirlo, pero no lo consigue. Ve un
cortapapeles encima de la mesa y corta con él la cubierta del talonario.

Empieza a hojearlo por la primera página.) «Mistress Erlynne...,


seiscientas libras... Mistress Erlynne, setecientas libras... Mistress Erlynne,
cuatrocientas libras.» ¡Oh, era verdad! ¡Era verdad! ¡Qué horrible!

(Arroja el talonario al suelo. Entra LORD WINDERMERE, por el centro.)

LORD WINDERMERE.— Bueno, querida: ¿has recibido ya el abanico que


te he enviado a casa? (Va hacia la derecha. Ve el talonario.) Margarita,
¿has abierto mi talonario? ¡No tenías derecho a hacer tal cosa!

LADY WINDERMERE.— Te parece mal que te haya descubierto, ¿verdad?

LORD WINDERMERE.— Me parece mal que una mujer espíe a su marido.

LADY WINDERMERE.— Yo no te he espiado. Hasta hace media hora no


conocía la existencia de esa mujer. Alguien se compadeció de mí y tuvo la
bondad de decirme lo que todo Londres sabe ya...: tus visitas diarias a la
calle Curzon, tu loco apasionamiento, ¡las monstruosas cantidades
derrochadas con esa infame mujer!

(Pasa a la izquierda.)

LORD WINDERMERE.— ¡Margarita! No hables así de mistress Erlynne,


¡no sabes lo injusta que eres!

LADY WINDERMERE (Volviéndose hacia él.).— ¡Qué celoso estás del

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honor de mistress Erlynne! Quisiera que lo estuvieras tanto del mío.

LORD WINDERMERE.— Tu honor está intacto, Margarita. No puedes


creer un instante que...

(Vuelve a guardar el talonario dentro de la mesa.)

LADY WINDERMERE.— Creo que gastas extrañamente tu dinero. Eso es


todo.

¡Oh! No te imagines que pienso en el dinero. Por lo que a mí se refiere,


puedes derrochar todo lo que tenemos. Pero lo que pienso es que tú, que
me has querido y me has enseñado a quererte, puedas pasar del amor
que se da al amor que se vende. ¡Oh, eso es horrible! (Se sienta en el
sofá.) ¡Y me siento degradada! Tú no sientes nada. Yo me siento
afrentada, completamente afrentada. Tú no puedes darte cuenta de lo
odiosos que me parecen ahora estos meses últimos. Cada beso que me
has dado está corrompiendo mi memoria.

LORD WINDERMERE (Yendo hacia ella.).— No digas eso, Margarita. No


he querido nunca a nadie más que a ti en el mundo entero.

LADY WINDERMERE (Levantándose.).— ¿Quién es esa mujer, entonces?


¿Por qué has tomado una casa para ella?

LORD WINDERMERE.— Yo no he tomado una casa para ella.

LADY WINDERMERE.— Le has dado dinero para tomarla, lo cual es lo


mismo.

LORD WINDERMERE.— Margarita, hasta donde conozco a mistress


Erlynne...

LADY WINDERMERE.— ¿Hay un mister Erlynne o es un mito?

LORD WINDERMERE.— Su marido murió hace muchos años. Está sola


en el mundo.

LADY WINDERMERE.— ¿Sin parientes?

(Una pausa.)

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LORD WINDERMERE.— Sin ninguno.

LADY WINDERMERE.— Muy curioso, ¿verdad?

LORD WINDERMERE.— Margarita, iba a decirte, y te ruego que me


escuches, que por lo que sé de mistress Erlynne se ha conducido bien. Si
hace años...

LADY WINDERMERE.— ¡Oh! (Cruzando hacia la derecha.) ¡No necesito


detalles de su vida!

LORD WINDERMERE (En el centro.).— No voy a darte ningún detalle de


su vida. Te diré simplemente esto: mistress Erlynne fue en otro tiempo
honrada, querida, respetada. Era de noble cuna, tenía buena posición, lo
perdió todo, lo dilapidó, si quieres; esto lo hace aún todo más amargo.

Las desgracias que vienen de fuera pueden soportarse, son accidentes.


Pero sufrir por culpa propia, ¡ah!, es el tormento de la vida. Además, fue
hace veinte años. Era ella poco más que una niña entonces. Llevaba
menos tiempo de casada que tú.

LADY WINDERMERE.— No me interesa nada de ella, ni debieras


mencionarnos a esa mujer y a mí al mismo tiempo. Es una falta de
sensibilidad.

(Se sienta a la derecha ante la mesa de despacho.)

LORD WINDERMERE.— Margarita, tú podrías salvar a esa mujer. A ella le


es preciso volver a entrar en sociedad y necesita que tú la ayudes.

(Acercándose a ella.)

LADY WINDERMERE.— ¡Yo!

LORD WINDERMERE.— Sí, tú.

LADY WINDERMERE.— ¡Qué insolencia la suya!

(Una pausa.)

LORD WINDERMERE.— Margarita, voy a pedirte un gran favor, y te lo


pido a ti, a pesar de que hayas descubierto lo que pensé que podría

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ocultarse siempre, y es que he dado a mistress Erlynne crecidas sumas.

Necesito que le envíes una invitación para tu fiesta de esta noche.

(Permanece en pie, junto a ella, a la izquierda.)

LADY WINDERMERE.— ¡Estás loco!

(Se levanta.)

LORD WINDERMERE.— Te lo suplico. La gente puede murmurar de ella;


murmurar, sí, naturalmente; pero nadie sabe nada concreto en contra suya.

Ella ha estado ya en varias casas, no en casas a las que tú irías, lo


reconozco; pero en casas, sin embargo, adonde van señoras que
pertenecen a eso que se llama la buena sociedad hoy en día. Esto no le
satisface. Ella quiere que tú la recibas una vez.

LADY WINDERMERE.— ¿Como un triunfo para ella, me figuro?

LORD WINDERMERE.— No; sino porque sabe que tú eres una mujer
digna, y que si viene aquí una vez podrá tener una probabilidad de vivir
más feliz y tranquila de lo que vive. No hará el menor intento por intimar
contigo.

¿No quieres ayudar a una mujer que trata de levantarse?

LADY WINDERMERE.— ¡No! Si una mujer se arrepiente realmente, no


desea nunca volver a la sociedad que causó o que vio su ruina.

LORD WINDERMERE.— Te lo ruego.

LADY WINDERMERE (Yendo hacia la puerta de la derecha.).— Voy a


vestirme para la cena y no vuelvas a mencionar esa cuestión esta noche.

(Yendo hacia él a la derecha.) Te imaginas que porque no tengo padre ni


madre estoy sola en el mundo y que puedes tratarme como quieras. Estás
equivocado; tengo amigos, muchos amigos.

LORD WINDERMERE.— Margarita, hablas tontamente, sin reflexionar. No


quiero discutir contigo, pero insisto en que invites a mistress Erlynne esta
noche.

21
LADY WINDERMERE.— No haré nada semejante.

(Se dirige hacia la izquierda.)

LORD WINDERMERE.— ¿Te niegas?

LADY WINDERMERE.— ¡En absoluto!

LORD WINDERMERE.— ¡Ah! Margarita, hazlo por mí; es su última


oportunidad.

LADY WINDERMERE.— ¿Y a mí qué me importa?

LORD WINDERMERE.— ¡Qué duras sois las mujeres buenas!

LADY WINDERMERE.— ¡Y qué débiles los hombres malos!

LORD WINDERMERE.— Margarita, ninguno de nosotros puede ser lo


bastante bueno para la mujer con quien se casa...; esto es completamente
cierto... Pero no vayas a imaginar que yo quiero nunca... ¡Oh! ¡La
insinuación es monstruosa!

LADY WINDERMERE.— ¿Por qué ibas tú a ser diferente de los demás


hombres? He oído decir que apenas hay un marido en Londres que no
malgaste su vida en alguna pasión vergonzosa.

LORD WINDERMERE.— Yo no soy uno de esos.

LADY WINDERMERE.— ¡No estoy segura de ello!

LORD WINDERMERE.— Estás segura en tu corazón. Pero no abramos


abismo tras abismo entre nosotros. Bien sabe Dios que estos últimos y
escasos minutos nos han separado ya bastante. Siéntate y escribe la
invitación.

LADY WINDERMERE.— Nada en el mundo me inducirá a eso.

LORD WINDERMERE (Yendo hacia la mesa de despacho.).— Entonces,


¡lo haré yo!

(Llama al timbre, se sienta y escribe la invitación.)

22
LADY WINDERMERE.— ¿Vas a invitar a esa mujer?

(Yendo hacia él.)

LORD WINDERMERE.— Sí. (Pausa. Entra PARKER.) ¡Parker!

PARKER.— Diga, señor.

(Se adelanta hacia la izquierda.)

LORD WINDERMERE.— Tome esta carta para mistress Erlynne, calle


Curzon, número ochenta y cuatro. (Va hacia la izquierda y entrega la carta
a PARKER.) ¡No tiene contestación!

(Sale PARKER por el centro.)

LADY WINDERMERE.— Arturo, si esa mujer viene aquí, la insultaré.

LORD WINDERMERE.— Margarita, no digas eso.

LADY WINDERMERE.— Pienso hacerlo.

LORD WINDERMERE.— Criatura, si hicieses semejante cosa, no habría


una mujer en Londres que no te compadeciese.

LADY WINDERMERE.— No habría una mujer digna en Londres que no


me aplaudiese. Hemos sido demasiado cobardes. Tenemos que dar un
ejemplo. Me propongo empezar yo esta noche. (Cogiendo el abanico.) Sí,
me has regalado hoy este abanico; ha sido tu regalo de cumpleaños. Pues
si esa mujer pasa el umbral de mi casa, le cruzo la cara con él.

LORD WINDERMERE.— Margarita, no harás semejante cosa.

LADY WINDERMERE.— ¡Tú no me conoces! (Se dirige a la derecha.


Entra PARKER.) ¡Parker!

PARKER.— ¿Qué quiere la señora?

LADY WINDERMERE.— Comeré en mi cuarto. O, mejor dicho, no quiero


comer. Cuide de que todo esté listo para las diez y media. Y tenga
cuidado, Parker, de pronunciar los nombres de los invitados muy
claramente esta noche. A veces habla usted tan de prisa que no los
entiendo. Me interesa especialmente oír los nombres con absoluta claridad

23
para no equivocarme. ¿Ha comprendido, Parker?

PARKER.— Sí, señora.

LADY WINDERMERE.— ¡Hágalo así! (Sale PARKER por el centro.

Dirigiéndose a LORD WINDERMERE) Arturo, si esa mujer viene aquí, te


advierto...

LORD WINDERMERE.— ¡Margarita, nos perderás!

LADY WINDERMERE.— ¡Nos! Desde este momento, mi vida está


separada de la tuya. Pero si deseas evitar un escándalo público, escribe
inmediatamente a esa mujer ¡y dile que le prohíbo que venga aquí!

LORD WINDERMERE.— No quiero..., no puedo...; ¡debe venir!

LADY WINDERMERE.— Entonces ocurrirá exactamente lo que te he


dicho.

(Va hacia la derecha.) No me has dejado elección.

(Sale por la derecha.)

LORD WINDERMERE (Llamándola.).— ¡Margarita! ¡Margarita! ¡Margarita!

(Pausa.) ¡Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Cómo decirle quién es realmente esa
mujer? ¡Se moriría de vergüenza!

(Se desploma en un sillón y esconde el rostro entre las manos.)

TELÓN

24
Acto Segundo
Salón en casa de lord Windermere. Puerta a la derecha, que da al salón
de baile, donde toca la orquesta. Puerta a la izquierda, por donde entran
los invitados. Puerta en el fondo, a la izquierda, que da sobre la terraza,
iluminada. Palmeras, flores y potentes luces. El salón está rebosante de
invitados. LADY WINDERMERE los recibe.

DUQUESA DE BERWICK (Saliendo por el centro.).— ¡Qué raro que no


esté aquí lord Windermere! Mister Hopper se retrasa mucho, demasiado.
¿Le reservaste los cinco bailes, Agata?

(Adelantándose.)

LADY AGATA.— Sí, mamá.

DUQUESA DE BERWICK (Sentándose en el sofá.).— Déjame ver tu


«carnet».

Me alegro de que lady Windermere haya resucitado los «carnets». Son la


única salvaguardia de una madre. ¡Mi nenita inocente! (Tacha dos
nombres.)

¡Ninguna muchacha fina bailaría nunca con unos chicos tan


extremadamente jóvenes! ¡No estaría bien visto! Los últimos dos bailes
podrías pasarlos en la terraza con mister Hopper.

(Entran del salón de baile MISTER DUMBY y LADY PLYMDALE.)

LADY AGATA.— Sí, mamá.

DUQUESA DE BERWICK (Abanicándose.).— ¡Hace allí un aire tan


agradable!

PARKER.— Mistress COWPER-Cowper. Lady Stutfield. Sir Jaime Royston.

Mister Guy Berkeley.

25
(Entran los personajes a medida que los anuncian.)

DUMBY.— Buenas noches, lady Stutfield. ¡Supongo que este será el


último baile de la temporada!

LADY STUTFIELD.— También lo supongo, mister Dumby. Ha sido una


temporada deliciosa, ¿verdad?

DUMBY.— ¡Totalmente deliciosa! Buenas noches, duquesa. ¡Supongo que


será el último baile de la temporada!

DUQUESA DE BERWICK.— También lo supongo yo, mister Dumby. Ha


sido una temporada muy sosa, ¿verdad?

DUMBY.— ¡Sí, horriblemente sosa! ¡Horriblemente sosa!

MISTRESS COWPER-COWPER.— Buenas noches, mister Dumby.


¡Supongo que será el último baile de la temporada!

DUMBY.— ¡Oh! No lo creo. Probablemente habrá dos más.

(Se dirige a LADY PLYMDALE.)

PARKER.— Mister Rufford. Lady Jedburgh y miss Graham. Mister Hopper.

(Van entrando los personajes anunciados.)

HOPPER.— ¿Cómo está usted, lady Windermere? ¿Cómo está usted,


duquesa?

(Se inclina ante LADY AGATA.)

DUQUESA DE BERWICK.— Mi querido mister Hopper, ¡qué delicado en


usted venir tan temprano! Todos sabemos lo solicitado que está usted en
Londres.

HOPPER.— ¡Magnífico sitio Londres! Aquí no son tan rígidamente


exclusivistas como en Sidney.

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Ah, sabemos su valía, mister Hopper! ¡Ojalá


hubiese muchos hombres como usted! La vida sería mucho más fácil.
¿Sabe usted, mister Hopper? Mi querida Agata y yo estamos

26
interesadísimas por Australia. Debe de ser tan preciosa, con todos esos
amables y pequeños canguros brincando alrededor. Agata la ha
encontrado en el mapa. ¡Qué forma tan curiosa tiene! Parece exactamente
una caja de embalar. Sin embargo, es un país muy joven, ¿verdad?

HOPPER.— ¿No fue hecho al mismo tiempo que los demás, duquesa?

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Qué listo es usted, mister Hopper! Tiene


usted un talento completamente personal. Y ahora, no queremos detenerle
más.

HOPPER.— Pero yo querría bailar con lady Agata, duquesa.

DUQUESA DE BERWICK.— Bueno; espero que tendrá algún baile libre.

¿Tienes algún baile libre, Agata?

LADY AGATA.— Sí, mamá.

HOPPER.— ¿Puedo tener el gusto...?

(LADY AGATA asiente.)

DUQUESA DE BERWICK.— Cuide mucho de mi pequeña charlatana,


mister Hopper.

(Entran LADY AGATA y MISTER HOPPER en el salón de baile. Entra


LORD WINDERMERE por la izquierda.)

LORD WINDERMERE.— Margarita, necesito hablarte.

LADY WINDERMERE.— Dentro de un momento.

(Cesa la música.)

PARKER.— Lord Augusto Lorton.

(Entra LORD AUGUSTO.)

LORD AUGUSTO.— Buenas noches, lady Windermere.

DUQUESA DE BERWICK.— Sir Jaime, ¿quiere usted llevarme al salón de


baile? Augusto ha estado cenando esta noche con nosotros. Realmente,

27
ya es bastante Augusto por el momento.

(SIR JAIME ROYSTON da el brazo a la DUQUESA y la acompaña hasta el


salón de baile.)

PARKER.— Mister y mistress Arturo Bowden. Lord y lady Paisley. Lord


Darlington.

(Estas tres personas entran al ser anunciadas.)

LORD AUGUSTO (Yendo hacia LORD WINDERMERE.) Necesito hablarte


privadamente, muchacho. Me arrastro como una sombra. Ya sé que lo
parezco.

Ninguno de nosotros parece lo que es realmente. Lo que necesito saber es


esto: ¿Quién es ella? ¿De dónde sale? ¿Por qué no tiene ningún
condenado pariente? ¡Malditos y engorrosos parientes! Pero le dan a uno
cierta endemoniada respetabilidad.

LORD WINDERMERE.— Hablas de mistress Erlynne, supongo. Hace sólo


seis meses que la conozco. Hasta entonces, jamás tuve noticia de su
existencia.

LORD AUGUSTO.— Y desde entonces la has tratado mucho.

LORD WINDERMERE (Fríamente.).— Sí; la he tratado mucho desde


entonces. Precisamente acabo de verla.

LORD AUGUSTO.— ¡Ay! Las mujeres le tienen inquina. ¡Esta noche he


cenado con Arabela! ¡Por Júpiter! Me gustaría que hubieses oído lo que
dijo de mistress Erlynne. La puso hecha un trapo... (Aparte.) Berwick y yo
hemos oído que a ella no le importa mucho, y que la dama en cuestión
tenía un tipo muy lindo. ¡Si hubieras visto la cara de Arabela!... Pero mira,
chico, no sé qué hacer con mistress Erlynne. ¡Ay! Parece que estamos
casados; me trata con una maldita indiferencia. ¡Es excesivamente lista,
demasiado! Lo explica todo, ¡Ay! Te explica a ti. Tiene un montón de
explicaciones sobre ti... y todas distintas.

LORD WINDERMERE. Mi amistad con mistress Erlynne no necesita


explicaciones.

LORD AUGUSTO.— ¡Ejem! Bueno; mira, muchacho: ¿crees que

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conseguirá entrar en esa condenada cosa que llaman sociedad? ¿La
presentarías a tu mujer? No vengas con rodeos. ¿Lo harías?

LORD WINDERMERE.— Mistress Erlynne viene aquí esta noche.

LORD AUGUSTO.— ¿Tu mujer le ha enviado una invitación?

LORD WINDERMERE.— Mistress Erlynne ha recibido una invitación.

LORD AUGUSTO.— Entonces es una persona bien, querido. Pero ¿por


qué no me lo dijiste antes? ¡Me habría evitado un montón de malditas
equivocaciones!

(LADY AGATA y MISTER HOPPER cruzan la escena y salen a la terraza.)


PARKER.— Mister Cecilio Graham.

(Entra MISTER CECILIO GRAHAM.)

CECILIO GRAHAM (Se inclina ante LADY WINDERMERE y va a estrechar


la mano a LORD WINDERMERE.).— Buenas noches, Arturo. ¿Por qué no
me preguntas cómo estoy? Me gusta que la gente me pregunte cómo
estoy. Y que muestre un gran interés por mi salud. Pues bien: esta noche
no estoy del todo bien.

He comido con la familia. Quisiera saber por qué la familia ha de ser


siempre tan aburrida. Mi padre se puso a hablar de moral en la sobremesa.

Le dije que tenía suficiente edad para saber cosas mejores. Pero, a mi
juicio, las personas que tienen la suficiente edad para estar enteradas de
lo mejor, no saben nada de nada. (A LORD AUGUSTO.) ¡Hola, Tuppy! He
oído decir que te vas a casar otra vez; creí que estarías ya cansado de ese
juego.

LORD AUGUSTO.— ¡Eres demasiado frívolo, muchacho; demasiado


frívolo!

CECILIO GRAHAM.— Entre paréntesis: Tuppy, ¿no es así? ¿Has estado


dos veces casado y una divorciado, o dos veces divorciado y una casado?
Yo digo que dos veces divorciado y una casado. Me parece mucho más
probable.

LORD AUGUSTO.— Tengo una memoria malísima. Realmente, no me

29
acuerdo.

(Va hacia la derecha.)

LADY PLYMDALE.— Lord Windermere, tengo que preguntarle algo muy


personal.

LORD WINDERMERE.— Lo siento; perdóneme, pero debo reunirme con


mi mujer.

LADY PLYMDALE.— ¡Oh! ¡No se le ocurra semejante cosa! Hoy en día es


muy peligroso para un marido galantear a su mujer en público. Hace
pensar siempre a la gente que le pega cuando están a solas. ¡El mundo se
ha vuelto tan suspicaz ante todo lo que tiene aspecto de vida matrimonial
feliz...! Pero ya se lo diré a usted durante la cena. (Se dirige hacia la puerta
del salón de baile.)

LORD WINDERMERE (En el centro.).— ¡Margarita! Tengo que hablarte.

LADY WINDERMERE.— ¿Quiere usted tenerme mi abanico, lord


Darlington?

Gracias.

(Yendo hacia él.)

LORD WINDERMERE (Acercándose a ella.).— Margarita, lo que dijiste


antes de comer era, naturalmente, imposible.

LADY WINDERMERE.— ¡Esa mujer no vendrá aquí esta noche!

LORD WINDERMERE.— Mistress Erlynne vendrá aquí, y si le ocasionas


cualquier molestia o la ofendes, nos traerás a los dos dolor y vergüenza.

¡Recuérdalo! ¡Ah, Margarita! Confía en mí únicamente. ¡Una esposa debe


confiar siempre en su marido!

LADY WINDERMERE.— Londres está lleno de mujeres que confían en


sus maridos. Cualquiera puede reconocerlas. ¡Tienen un aspecto tan
absolutamente desdichado! Yo no quiero ser una de ellas. (Apartándose
de él.) Lord Darlington, ¿quiere usted devolverme mí abanico? Gracias...
Un abanico es una cosa muy útil, ¿verdad?... Tengo necesidad de un

30
amigo esta noche, lord Darlington; no sabía que lo iba a necesitar tan
pronto.

LORD DARLINGTON.— ¡Lady Windermere! Yo sabía que este momento


iba a llegar algún día; pero ¿por qué esta noche?

LORD WINDERMERE (Aparte.).— Se lo diré. Debo decírselo. Sería


terrible que sucediese aquí cualquier escena. Margarita...

PARKER.— ¡Mistress Erlynne!

(LORD WINDERMERE se estremece. Entra mistress ERLYNNE, muy


elegante y muy digna. LADY WINDERMERE aprieta su abanico y luego lo
deja caer al suelo.

Se inclina fríamente ante mistress ERLYNNE, quien le devuelve


amablemente su saludo, y avanza por el salón.)

LORD DARLINGTON.— Ha dejado usted caer su abanico, lady


Windermere.

(Lo recoge y se lo entrega.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Cómo sigue usted, lord Windermere? ¡Qué


encantadora está su amable esposa! ¡Un verdadero cuadro!

LORD WINDERMERE (En voz baja.).— ¡Es una terrible imprudencia en


usted haber venido!

MISTRESS ERLYNNE (Sonriendo.).— Lo más sensato que he hecho en


mi vida. Y, entre paréntesis, no deje usted de prestarme atención esta
noche.

Me aterran las mujeres. Debe usted presentarme a algunas. Con los


hombres puedo siempre arreglármelas. ¿Cómo está usted, lord Augusto?
Me ha tenido completamente abandonada últimamente. Desde ayer no le
he vuelto a ver una sola vez. Temo que me sea usted infiel. Todo el mundo
me lo dice.

LORD AUGUSTO.— Realmente, mistress Erlynne permítame que le


explique...

31
MISTRESS ERLYNNE.— No, mi querido lord Augusto; no puede usted
explicar nada. Es su principal encanto.

LORD AUGUSTO.— ¡Ah! Si encuentra usted algún encanto en mí,


mistress Erlynne...

(Conversan juntos. LORD WINDERMERE va de un lado a otro por el


salón, vigilando a mistress ERLYNNE.)

LORD DARLINGTON (A LADY WINDERMERE.).— ¡Qué pálida está usted!

LADY WINDERMERE.— ¡Los cobardes están siempre pálidos!

LORD DARLINGTON.— Parece usted desfallecer. Venga a la terraza.

LADY WINDERMERE.— Sí. (A PARKER.) Parker, mándeme mi capa.

MISTRESS ERLYNNE (Yendo hacia ella.).— Lady Windermere, ¡qué


bonitamente iluminada está su terraza! Me recuerda la del príncipe Doria,
en Roma. (LADY WINDERMERE se inclina fríamente y sale con LORD
DARLINGTON.) ¡Oh! ¿Cómo está usted, mister Graham? ¿No es esa su
tía lady Jedburgh? Me gustaría mucho conocerla.

CECILIO GRAHAM (Después de un momento de vacilación y de


embarazo.).— ¡Oh! Ciertamente, si usted lo desea. Tía Carolina,
permíteme que te presente a mistress Erlynne.

MISTRESS ERLYNNE.— Encantada de conocerla, lady Jedburgh. (Se


sienta en el sofá junto a ella.) Su sobrino y yo somos grandes amigos. Me
intereso mucho por su carrera política. Estoy segura de que tendrá un
éxito maravilloso. Piensa como un conservador y habla como un radical; ¡y
eso es tan importante hoy...! Es, además, un brillante orador. Aunque
todos sabemos que tiene de quien heredarlo. Lord Allandale me decía ayer
precisamente, en el Parque, que mister Graham habla casi tan bien como
su tía.

LADY JEDBURGH.— ¡Es muy amable en usted decirme esas cosas


encantadoras!

(mistress ERLYNNE sonríe y continúa la conversación.)

DUMBY (A CECILIO GRAHAM.).— ¿Has presentado mistress Erlynne a

32
lady Jedburgh?

CECILIO GRAHAM.— ¿Y qué iba a hacer, querido? ¡No tuve más remedio!

Esa mujer consigue todo lo que quiere. ¿Cómo? No lo sé.

DUMBY.— ¡Espero de su bondad que no querrá hablarme!

(Se dirige a LADY PLYMDALE.)

MISTRESS ERLYNNE (A LADY JEDBURGH.).— ¿El jueves? Con mucho


gusto. (Se levanta y habla en voz baja a LORD WINDERMERE.) ¡Qué
fastidio tener que estar cortés con estas ancianas viudas! Pero ¡ellas son
siempre porfiadas!

LADY PLYMDALE (A MISTER DUMBY.).— ¿Quién es esa señora tan bien


vestida que está hablando con Windermere?

PUMBY.— ¡No tengo ni la más leve idea! Parece una «édition de luxe» de
una de esas perversas novelas francesas hechas especialmente con
vistas al mercado inglés.

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Para qué está el pobre Dumby con lady


Plymdale?

He oído decir que se siente horriblemente celosa. Él parece tener muy


pocas ganas de hablar conmigo esta noche. Supongo que le tiene miedo.
Esas mujeres de color pajizo tienen un carácter atroz. Ya sabe usted que
pienso bailar con usted el primero, Windermere. (LORD WINDERMERE se
muerde los labios y frunce el ceño.) ¡Se pondrá tan celoso lord Augusto!
(LORD AUGUSTO se acerca.) Lord Windermere se empeña en bailar
conmigo el primero, y como está en su casa no puedo negarme. Ya sabe
usted que preferiría bailar con usted.

LORD AUGUSTO (Con un profundo saludo.).— Quisiera yo poder creerlo,


mistress Erlynne.

MISTRESS ERLYNNE.— Demasiado lo sabe. Me figuro que es usted una


persona con quien se podría bailar a través de la vida sintiéndose
encantada.

LORD AUGUSTO (Poniéndose la mano sobre su blanca pechera.).— ¡Oh,

33
gracias, gracias! ¡Es usted la más adorable de las mujeres!

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Delicioso discurso! ¡Tan sencillo y tan sincero!

Todos los discursos deberían ser así. Bueno; téngame usted el ramo. (Se
dirige hacia el salón de baile del brazo de LORD WINDERMERE.) ¡Ah!
¿Cómo está usted, mister Dumby? ¡Cuánto siento no haber estado en
casa las tres últimas veces que fue usted! Venga a comer el viernes.

DUMBY.— (Con perfecta indiferencia.) ¡Encantado!

(LADY PLYMDALE le mira indignada. LORD AUGUSTO sigue a mistress


ERLYNNE y a LORD WINDERMERE al salón de baile, llevando el ramo
en la mano.)

LADY PLYMDALE (A MISTER DUMBY.).— ¡Es usted absolutamente


insufrible!

No se puede creer nunca ni una palabra de lo que habla. ¿Por qué me dijo
usted que no la conocía? ¿Qué significan esas tres visitas a que ella hizo
alusión? ¿No irá usted a comer allí? Creo que lo comprenderá usted...

DUMBY.— Mi querida Laura, ¡no iré ni en sueños!

LADY PLYMDALE.— Todavía no me ha dicho usted su nombre. ¿Quién


es?

DUMBY (Tosiendo ligeramente y alisándose el pelo.).— Una tal mistress


Erlynne.

LADY PLYMDALE.— ¡Esa mujer!

DUMBY.— Sí; así la llama todo el mundo.

LADY PLYMDALE.— ¡Es muy interesante! ¡Enormemente interesante!


Tengo realmente que fijarme bien. (Va a la puerta del salón de baile y mira
hacia adentro.) He oído contar muchas cosas atroces de ella. Dicen que
está arruinando al pobre Windermere. ¡Y lady Windermere, que pasa por
tan formal, la invita! ¡Es divertidísimo! No hay como una mujer cabalmente
buena para hacer estupideces. ¿Irá usted a comer allí el viernes?

DUMBY .— ¿Por qué?

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LADY PLYMDALE.— Porque quiero que vaya mi marido con usted. Está
tan solícito esta última temporada que ha llegado a ser un perfecto engorro.

Se está de plantón mientras ella se lo permite, y quiere mortificarme. Le


aseguro que esa clase de mujeres son muy útiles. Constituyen la base de
los demás matrimonios.

DUMBY.— ¡Es usted un misterio!

LADY PLYMDALE (Mirándole.).— ¡Ojalá lo fuese usted!

DUMBY.— También lo soy, para mí mismo. Soy la única persona en el


mundo que me gustaría conocer a fondo. Pero hasta ahora no veo ninguna
probabilidad de conseguirlo.

(Pasan al salón de baile, y LADY WINDERMERE y LORD DARLINGTON


entran en la terraza.)

LADY WINDERMERE.— Sí. Su venida aquí es monstruosa, intolerable.

Ahora comprendo lo que quería usted darme a entender esta tarde, a la


hora del té. ¿Por qué no me habló usted francamente? ¡Debió usted
hacerlo!

LORD DARLINGTON.— ¡No podía! ¡Un hombre no puede contar esas


cosas de otro hombre! Pero si yo hubiese sabido que iba a obligar a usted
a que la invitase esta noche, creo que se lo hubiese dicho. Este insulto,
por lo menos, se lo hubiera usted evitado.

LADY WINDERMERE.— Yo no la he invitado. Él insistió en que viniese...

A pesar de mis ruegos..., a pesar de mis órdenes. ¡Oh, esta casa está
mancillada para mí! Siento como si todas las mujeres se burlasen de mí
viéndola bailar con mi marido. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Le
entregué mi vida entera. Él la tomó..., se sirvió de ella... ¡y la echó a
perder! Estoy degradada ante mis propios ojos; y me falta valor... ¡Soy
cobarde!

(Se sienta en el sofá.)

LORD DARLINGTON.— La conozco a usted muy bien y sé que no puede

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usted vivir con un hombre que la trata así. ¿Qué clase de vida llevaría a su
lado? Pensaría usted que le mentía en cualquier momento del día.
Pensaría usted que era falsa su mirada, falsa su voz, falsas sus caricias y
falsa su pasión. Él vendría a usted cuando estuviese cansado de las otras,
y usted tendría que consolarle. Vendría a usted y estaría consagrado a las
otras, usted tendría que agradarle. Tendría usted que ser la careta de su
verdadera vida, el manto que ocultase su secreto.

LADY WINDERMERE.— Tiene usted razón... Tiene usted terriblemente


razón. Pero ¿adónde volverme? Dijo usted que quería ser mi amigo, lord
Darlington. Dígame: ¿qué debo hacer? Sea usted mi amigo ahora.

LORD DARLINGTON.— Entre un hombre y una mujer no hay amistad


posible.

Hay pasión, enemistad, adoración, amor; pero no amistad. La amo a


usted...

LADY WINDERMERE.— ¡No, no!

(Poniéndose en pie.)

LORD DARLINGTON.— ¡Sí, la amo a usted! Usted es más para mí que


todo el mundo entero. ¿Qué le da a usted su marido? Nada. Todo cuanto
hay en él se lo da a esa vil mujer, a quien ha introducido en la sociedad de
usted, en su casa, avergonzándola a usted delante de todo el mundo. Yo
le ofrezco a usted mi vida...

LADY WINDERMERE.— ¡Lord Darlington!

LORD DARLINGTON.— Mi vida..., mi vida entera. Tómela usted y haga


con ella lo que quiera... La amo a usted; la amo como no he amado nunca
nada en la vida. Desde el momento en que la conocí, la amé a usted; la
amé ciegamente, ¡con adoración, locamente! Usted no se dio cuenta
entonces...

Ahora, ¡ya lo sabe usted! Márchese de aquí esta noche. Yo no le diré a


usted que el mundo no importa, o que no importa la voz del mundo, la voz
de la sociedad. Significan mucho. Significan demasiado. Pero hay
momentos en que es preciso escoger entre vivir la propia vida,
plenamente, cabalmente, completamente.... o arrastrar una de esas

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existencias falsas, superficiales, degradantes, que el mundo pide en su
hipocresía. Ha llegado usted ahora a ese momento. ¡Escoja! ¡Oh amor
mío, escoja!

LADY WINDERMERE (Apartándose lentamente de él y mirándole con ojos


asustados.).— No tengo valor.

LORD DARLINGTON (Siguiéndola.).— Sí; tiene usted valor. Serán, quizá,


seis meses de dolor, hasta de vergüenza; pero cuando no lleve usted ya
su nombre, sino el mío, todo mejorará. ¡Margarita, amor mío, puede usted
ser mi mujer algún día!...; sí, mi mujer. ¡Usted lo sabe! ¿Qué es usted
ahora?

Esa mujer ocupa el sitio que le pertenece a usted por derecho propio. ¡Oh!

Salga..., salga usted de esta casa con la cabeza alta, con una sonrisa en
los labios, con valor en sus ojos. Todo Londres sabrá por qué lo hizo
usted; ¿y quién podrá censurarla? Nadie. Y si lo hiciesen, ¿qué importa?

¿Qué está mal? ¿Qué es lo que está mal? Está mal que un hombre
abandone a su mujer por otra deshonrada. Está mal que una esposa
permanezca con el hombre que la deshonra. Decía usted antes que no
quería transigir con nada. No transija usted ahora. ¡Sea usted valiente!
¡Sea usted misma!

LADY WINDERMERE.— Me da miedo ser yo misma. ¡Déjeme pensar!


¡Déjeme esperar! Mi marido puede volver a mí.

(Se sienta en el sofá.)

LORD DARLINGTON.— ¡Y usted volvería a acogerle! No es usted


entonces lo que yo pensaba. Es usted lo mismo que las otras mujeres.
Dispuesta a soportarlo todo para no arrostrar la censura de un mundo cuya
alabanza desprecia usted. Dentro de una semana se la verá a usted
paseando por el parque con esa mujer. Será su constante invitada..., su
amiga más querida.

Lo soportará usted todo, antes que cortar de un golpe ese lazo monstruoso.

Tiene usted razón. ¡Carece usted de todo valor!

LADY WINDERMERE.— ¡Ah! ¡Déme usted tiempo para pensar! No puedo

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contestarle ahora.

(Se pasa nerviosamente la mano por la frente.)

LORD DARLINGTON.— Tiene que ser ahora o nunca.

LADY WINDERMERE (Levantándose del sofá.).— Entonces, ¡nunca!

(Una pausa.)

LORD DARLINGTON.— ¡Me destroza usted el corazón!

LADY WINDERMERE.— El mío ya está destrozado.

(Una pausa.)

LORD DARLINGTON.— Mañana abandonaré Inglaterra. Esta es la última


vez que la veo a usted. No volveremos a vernos nunca. Por un momento
nuestras vidas se han encontrado..., nuestras almas se han tocado. No
volverán nunca a encontrarse ni a tocarse. Adiós, Margarita.

(Sale.)

LADY WINDERMERE.— ¡Qué sola estoy en la vida! ¡Qué terriblemente


sola!

(Cesa la música. Entran la duquesa de Berwick y lord Paisley riendo y


hablando. Llegan otros invitados del salón de baile.)

DUQUESA DE BERWICK.— Querida Margarita, acabo de tener una charla


deliciosa con mistress Erlynne. Siento mucho haberle dicho a usted lo que
le dije esta tarde. Naturalmente, debe de ser una persona completamente
«bien» cuando usted la invita. Es una mujer muy atractiva y tiene ideas
sensatas sobre la vida. Me ha dicho que desaprueba por completo que se
case la gente más de una vez; así es que estoy completamente tranquila
por el pobre Augusto. No me imagino por qué la gente habla en contra de
ella.

Deben de ser esas horrendas sobrinas mías..., las chicas de Sanville...,


que están siempre murmurando escandalosamente. Sin embargo, yo que
usted me iría una temporada al extranjero, querida. Es una mujer un poco
demasiado atractiva. Pero ¿dónde está Agata? ¡Oh! ¡Aquí está! (LADY

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AGATA y mister HOPPER entran de la terraza.).—Mister Hopper, estoy
muy..., muy disgustada con usted. Se ha llevado usted a Agata a la
terraza, ¡y está tan delicada!...

HOPPER.— Lo siento muchísimo, duquesa. No salimos más que un


momento y se nos pasó el tiempo charlando.

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Ah! ¡Supongo que de la querida Australia!

HOPPER.— ¡Sí!

DUQUESA DE BERWICK.— ¡Agata, querida!

(Haciéndole señas de que se acerque.)

LADY AGATA.— ¿Qué, mamá?

DUQUESA DE BERWICK (Aparte.).— ¿Se decidió mister Hopper


definitivamente?

LADY AGATA.— Sí, mamá.

DUQUESA DE BERWICK.— ¿Y qué le contestaste, querida?

LADY AGATA.— Que sí, mamá.

DUQUESA DE BERWICK (Afectuosamente.).— ¡Niñita mía! Tú siempre


oportuna. ¡Mister Hopper! ¡Jaime! Agata me lo ha contado todo. ¡Qué
hábilmente han guardado ustedes dos su secreto!

HOPPER.— Entonces, ¿no encuentra usted mal que me lleve a Agata a


Australia, duquesa?

DUQUESA DE BERWICK (Indignada.).— ¿A Australia? ¡Oh, no mencione


usted ese horrendo y vulgar país!

HOPPER.—Pues ella me ha dicho que le gustaría ir allí conmigo.

DUQUESA DE BERWICK (Severamente.).— ¿Tú has dicho eso, Agata?

LADY AGATA.— Sí, mamá.

DUQUESA DE BERWICK.— Agata, estás siempre diciendo el mayor

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número posible de tonterías. Creo, en absoluto, que la plaza de Grosvenor
es un sitio mucho más sano para vivir. Hay una porción de gente vulgar
que vive en la plaza de Grosvenor; pero hay allí poquísimos de esos
horribles canguros que corren por todos lados. Pero, bueno, ya
hablaremos de esto mañana. Jaime, puede usted acompañar a Agata
hasta abajo. Venga usted a almorzar mañana, naturalmente, Jaime. A la
una y media, en lugar de a las dos. El duque querrá hablar con usted unas
palabras seguramente.

HOPPER.— Me gustaría charlar con el duque, duquesa. Todavía no me


ha dicho una sola palabra.

DUQUESA DE BERWICK.— Pues creo que mañana le dirá a usted


muchísimas.

(Sale LADY AGATA con MISTER HOPPER.).— Y ahora, buenas noches,


Margarita.

Me temo que esto es la vieja, la viejísima historia, querida, Amor; bueno,


no amor a primera vista, sino amor a final de temporada, lo cual es mucho
más satisfactorio.

LORD WINDERMERE.— Buenas noches, duquesa.

(Sale la DUQUESA DE BERWICK del brazo de LORD PAISLEY.)LADY


PLYMDALE.— Mi querida Margarita, ¡qué mujer más hermosa es la que
baila con su marido! ¡Yo, si fuese usted, estaría muy celosa! ¿Es una
amiga íntima de ustedes?

LADY WINDERMERE.— ¡No!

LADY PLYMDALE.— ¿De veras? Buenas noches, querida.

(Mira a MISTER DUMBY y sale.)

DUMBY.— ¡Qué modales tan horrorosos los del joven Hopper!

CECILIO GRAHAM..— Hopper es un «gentleman» de la Naturaleza: el


peor tipo de «gentleman» que conozco.

DUMBY.— ¡Qué mujer sensata es lady Windermere! Muchísimas esposas


se hubieran opuesto a que viniese mistress Erlynne. Pero lady

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Windermere tiene esa cosa tan poco común que se llama sentido común.

CECILIO GRAHAM.— Y Windermere sabe que nada se parece tanto a la


inocencia como una indiscreción.

DUMBY.— Sí; el querido Windermere se está volviendo casi moderno.

Nunca lo hubiera creído de él.

(Se inclina ante LADY WINDERMERE y sale.)

LADY JEDBURGH.— Buenas noches, lady Windermere. ¡Qué mujer tan


fascinadora es esa mistress Erlynne! Vendrá el jueves a comer conmigo;
¿quiere usted venir también? Espero al obispo y a la querida lady Merton.

LADY WINDERMERE.— Lo siento, pero estoy ya comprometida, lady


Jedburgh.

LADY JEDBURGH.— Yo también lo siento. Vamos, querida.

(Salen LADY JEDBURGH y MISS GRAHAM. Entran mistress ERLYNNE y


LORD WINDERMERE.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Ha sido un baile encantador! Me recordaba por


completo mi antigua época. (Se sienta en el sofá.) Y he visto que sigue
habiendo en sociedad tantos majaderos como de costumbre. ¡Qué grato
comprobar que nada ha cambiado! Excepto Margarita. Se ha puesto
preciosa.

La última vez que la vi, hace veinte años, era un espanto vestido de
franela. Un verdadero espanto, se lo aseguro. ¡Y la querida duquesa! ¡Y la
amable lady Agata! Precisamente el tipo de muchacha que me gusta.
Bueno, realmente, Windermere, voy a ser cuñada de la duquesa...

LORD WINDERMERE (Sentandose a la izquierda de ella.).— Pero


¿usted...?

(Sale MISTER CECILIO GRAHAM con el resto de los invitados. LADY


WINDERMERE observa con una mirada de desprecio y de dolor a
mistress ERLYNNE y a su marido, que no se dan cuenta de la presencia
de ella.)

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MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh, sí! Mañana a mediodía vendrá a visitarme.
Él quería declararse esta noche. En realidad, lo ha hecho. Ha aplazado su
petición. Ya sabe usted lo que el pobre Augusto se repite. ¡Una mala
costumbre! Pero yo le he dicho que no podía contestarle hasta mañana.

Claro es que le diré que sí. Y me atrevo a afirmar que seré una esposa
admirable: todo lo que puede serlo una esposa. Y lord Augusto tiene
también buenas cualidades. Afortunadamente, todas en la superficie.

Precisamente, como deben estar las buenas cualidades. Indudablemente,


tendrá usted que ayudarme en este asunto.

LORD WINDERMERE.— ¡Supongo que no me pedirá usted que anime a


lord Augusto!

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh, no! Le animo yo sola. Pero usted me


asegurará una bonita dote; ¿verdad Windermere?

LORD WINDERMERE (Frunciendo el ceño.).— ¿Es eso de lo que quería


usted hablarme esta noche?

MISTRESS ERLYNNE.— Sí.

LORD WINDERMERE (Con un gesto de impaciencia.).— No debe usted


hacerlo aquí.

MISTRESS ERLYNNE (Riendo.).— Entonces, vamos a pasear a la terraza.

Hasta los negocios requieren un fondo pintoresco. ¿No le parece a usted,


Windermere? Con un fondo apropiado, una mujer puede hacerlo todo.

LORD WINDERMERE.— ¿No sería lo mismo mañana?

MISTRESS ERLYNNE.— No; como usted ve, mañana tengo que darle el
sí. Y creo que no estaría mal que le dijese que yo contaba con...;. bueno,
¿qué podría decirle?... Dos mil libras al año, heredadas de un primo
tercero, o de un segundo marido..., o de algún pariente lejano por el estilo.
¿No le parece que sería un atractivo complementario? Tiene usted una
deliciosa ocasión ahora de decirme un cumplido, Windermere. Pero usted
no se da maña para decir cumplidos. Temo que Margarita no aliente en
usted esa excelente costumbre. Es un gran error por su parte. Cuando los
hombres dejan de decir cosas agradables, dejan también de pensarlas.

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Pero, hablando en serio, ¿qué dice usted de esas dos mil libras? O dos mil
quinientas, creo yo. En la vida moderna el margen lo es todo. ¿No
encuentra usted, Windermere, que el mundo es un lugar enormemente
divertido? ¡Yo, sí!

(Sale a la terraza con LORD WINDERMERE. Se oye la música en el salón


de baile.)

LADY WINDERMERE.— Es imposible permanecer por más tiempo en


esta casa. Esta noche un hombre que me ama me ofreció su vida entera.
Y yo la rechacé. Fue una locura en mí. Le ofreceré ahora la mía. ¡Voy en
su busca!

(Se pone la capa y va hacia la puerta. Luego vuelve y, sentándose ante la


mesa, escribe una carta, la mete en un sobre y la deja sobre la mesa.)

Arturo nunca me ha comprendido. Cuando lea esto me comprenderá. Que


haga ahora lo que le parezca con su vida. Yo hago con la mía lo que creo
mejor, lo que creo justo. Él es quien ha roto el lazo del matrimonio..., no yo.

Yo rompo únicamente su cautiverio.

(Sale. Entra PARKER por la izquierda y cruza la escena hacia el salón de


baile. Entra mistress ERLYNNE.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Está lady Windermere en el salón de baile?

PARKER.— Su señoría acaba de salir.

MISTRESS ERLYNNE.— ¿De salir? ¿No está en la terraza?

PARKER.— No, señora. Su señoría acaba de salir de casa.

MISTRESS ERLYNNE (Se estremece y mira al CRIADO con expresión de


asombro en la cara.).— ¿De casa?

PARKER.— Sí, señora. Su señoría me ha dicho que había dejado una


carta para lord Windermere sobre la mesa.

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Una carta para lord Windermere?

PARKER.— Sí, señora.

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MISTRESS ERLYNNE.— Gracias. (Sale PARKER. Cesa la música en el
salón de baile.) ¡Que ha salido de su casa! ¡Una carta dirigida a su marido!
(Va hacia la mesa y mira la carta. La coge y vuelve a dejarla con un
estremecimiento de miedo.) ¡No, no! ¡Es imposible! ¡La vida no repite así
sus tragedias! ¡Oh!, ¿cómo puede habérseme ocurrido esta terrible idea?

¿Por qué recuerdo ahora el único momento de mi vida que quería olvidar?

¿Podrá la vida repetir sus tragedias? (Rompe el sobre y lee la carta.

Después se desploma sobre un sillón con un gesto angustioso.) ¡Oh, qué


terrible! ¡Las mismas palabras que hace veinte años escribí yo a su padre!

¡Y qué amargamente he sido castigada por ello! No; mi castigo, mi


verdadero castigo ¡empieza esta noche, ahora!

(Permanece sentada a la derecha. Entra LORD WINDERMERE por la


izquierda.)

LORD WINDERMERE.— ¿Ha hablado usted esta noche con mi mujer?

(Yendo hacia el centro.)

MISTRESS ERLYNNE (Estrujando la carta en su mano.).— Sí.

LORD WINDERMERE.— ¿Dónde está?

MISTRESS ERLYNNE.— Se sentía muy cansada. Se ha ido a acostar.


Dijo que le dolía la cabeza.

LORD WINDERMERE.— Debo ir a buscarla. ¿Me permite usted?

MISTRESS ERLYNNE (Levantándose precipitadamente.).— ¡Oh, no! No


era nada serio. Estaba solamente muy cansada y nada más. Además,
queda todavía gente en el comedor. Quería que la disculpase usted con
los invitados.

Dijo que deseaba que no la molestasen. (Se le cae la carta.) ¡Me rogó que
se lo dijese a usted!

LORD WINDERMERE (Recogiendo la carta.) Se le ha caído a usted algo.

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MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh, sí! Gracias; es mía.

(Tiende la mano y coge la carta.)

LORD WINDERMERE (Sigue mirando la carta.).— Pero esta es letra de mi


mujer, ¿verdad?

MISTRESS ERLYNNE (Cogiendo rápidamente la carta.).— Sí, es... una


dirección. ¿Quiere usted decir que avisen mi coche?

LORD WINDERMERE.— Con mucho gusto (Se dirige hacia la izquierda y


sale.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Gracias! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo


hacer?

Siento despertarse en mí una pasión que no había experimentado antes


jamás. ¿Qué quiere decir esto? La hija no debe ser como la madre... Eso
sería terrible. ¿Cómo podré salvarla? ¿Cómo podré salvar a mi hija? Un
momento puede arruinar una vida. ¿Quién mejor que yo lo sabría?

¡Windermere debe marcharse de esta casa; es absolutamente necesario!


(Va hacia la izquierda.) Pero ¿cómo lograrlo? Hay que hacer algo. ¡Ah!

(Entra LORD AUGUSTO llevando el ramo.)

LORD AUGUSTO.— Mi querida amiga, ¡me tiene usted en vilo! ¿No


podría usted dar una contestación a mi pregunta?

MISTRESS ERLYNNE.— Lord Augusto, escúcheme. Va usted a llevarse a


lord Windermere al Club inmediatamente, y le retendrá allí todo cuanto le
sea posible. ¿Ha comprendido?

LORD AUGUSTO.— Pero ¿no decía usted que deseaba que me acostase
temprano?

MISTRESS ERLYNNE (Nerviosamente.).— Haga usted lo que le digo, lord


Augusto. Haga usted lo que le digo.

LORD AUGUSTO.— ¿Y cuál será mi recompensa?

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Su recompensa? ¿Su recompensa? ¡Oh!

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Pídamela mañana. Pero no pierda usted de vista a Windermere esta
noche. Si no lo hace así, no se lo perdonaré nunca. No volveré nunca a
dirigirle la palabra, ni querré saber nada de usted. Recuerde usted que
debe retener a Windermere en su Club y no dejarle volver aquí esta noche.

(Sale por la izquierda.)

LORD AUGUSTO.— Bueno; realmente es como si fuese ya su marido.


Como si lo fuera, evidentemente.

(La sigue con expresión perpleja.)

TELÓN

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Acto Tercero
Las habitaciones de lord Darlington. Un ancho sofá frente a la chimenea, a
la derecha. Al fondo, una cortina corrida sobre el balcón. Puertas a
izquierda y derecha. Mesa a la derecha con utensilios de escritorio. Mesa
en el centro con sifones, vasos y botellas. Otra mesa a la izquierda con
cajas de tabacos. Encendidas las lámparas.

LADY WINDERMERE (En pie, junto a la chimenea.).— ¿Por qué no


vendrá?

Esta espera es horrible. Debería estar aquí. ¿Por qué no está aquí para
reanimarme con sus palabras apasionadas, que siento como un fuego en
mi interior? Estoy helada.... helada como un ser sin amor. Arturo debe de
haber leído ya mi carta en este momento. Si realmente le importase,
habría venido en mi busca, me hubiera llevado a la fuerza. Pero no le
importo.

Está encadenado por esa mujer..., fascinado por ella..., dominado por ella.
Si una mujer quiere dominar a un hombre, no tiene más que apelar
simplemente a lo que haya de peor en él. Nosotras hacemos dioses de los
hombres y ellos nos abandonan. Otras los embrutecen, y ellos las
acarician y les guardan fidelidad. ¡Qué horrenda es la vida!... ¡Oh! Fue una
locura venir aquí, una horrible locura. Y, sin embargo, ¿qué es peor, me
pregunto: estar a merced de un hombre que me ama, o ser la esposa de
un hombre que en mi propia casa me deshonra? ¿Qué mujer lo sabría,
qué mujer en el mundo entero? Pero ¿me amará siempre este hombre a
quien voy a entregar mi vida? ¿Qué le doy a él? Unos labios que han
perdido el acento de la alegría, unos ojos cegados por las lágrimas, unas
manos frías y un corazón de hielo. No le doy nada. Debo irme. No; no
puedo irme; mi carta me deja en su poder... ¡Arturo no me volvería a
admitir! ¡Carta fatal!

¡No! Lord Darlington sale de Inglaterra mañana. Me iré con él... No me


queda elección. (Se sienta durante unos instantes. Luego se estremece y,
levantándose, se envuelve en su capa.) ¡No, no! Me vuelvo a casa, dejaré

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que Arturo haga conmigo lo que quiera. No puedo esperar aquí. Ha sido
una locura venir. Debo irme inmediatamente. En cuanto a lord Darlington...

¡Oh, aquí está! ¿Qué haré? ¿Qué puedo decirle? ¿Querrá retenerme? He
oído decir que los hombres son brutales, horribles... ¡Oh!

(Esconde el rostro en sus manos. Entra mistress ERLYNNE por la


izquierda.)

MISTRESS ERLYNNE,. ¡Lady Windermere! (LADY WINDERMERE se


estremece y levanta los ojos. Luego retrocede despreciativa.) Gracias a
Dios que llego a tiempo. Debe usted volver inmediatamente a casa de su
marido.

LADY WINDERMERE.— ¿Que debo...?

MISTRESS ERLYNNE (Autoritariamente.).— ¡Sí; debe usted volver! No


hay un segundo que perder. Lord Darlington puede aparecer en cualquier
momento.

LADY WINDERMERE.— ¡No se acerque usted a mí!

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh! Está usted al borde de la ruina, al borde de


un precipicio espantoso. Debe usted salir de aquí inmediatamente. Mi
coche está esperando en la esquina. Debe usted venir conmigo y volver
directamente a su casa. (LADY WINDERMERE se quita su capa y la tira
sobre el sofá.) ¿Qué hace usted?

LADY WINDERMERE.— Mistress Erlynne..., si no hubiese usted venido


aquí, hubiera yo vuelto sola. Pero ahora que la veo a usted siento que
nada en el mundo me induciría a vivir bajo el mismo techo que lord
Windermere. Me llena usted de horror. Hay algo en usted que excita mis
sentimientos salvajes..., que me enfurece. Y sé por qué está usted aquí.

Mi marido la envía para que me induzca a volver y les sirva de pantalla en


las relaciones, sean las que fueren que existen entre usted y él.

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh! No puede usted pensar eso... ¡No puede


usted pensarlo!

LADY WINDERMERE.— Vuelva usted a mi marido, mistress Erlynne; le


pertenece a usted y no a mí. Supongo que es el escándalo lo que él teme.

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¡Son tan cobardes los hombres!... Infringen todas las leyes del mundo y
temen murmuraciones del mundo. Pero es mejor que se prepare. Tendrá
un escándalo. Tendrá el peor escándalo que ha habido en Londres hace
años.

Verá su nombre en los más viles periódicos y el mío en los más horrendos
libelos.

MISTRESS ERLYNNE.— ¡No!... ¡No!...

LADY WINDERMERE.— ¡Sí! Lo tendrá. Si hubiera venido él mismo,


habría yo consentido en volver a esa vida de degradación que usted y él
me preparaban... Iba a volver..., pero quedarse él en casa y enviarle a
usted como mensajera suya... ¡Oh! ¡Es infame!... ¡Infame!

MISTRESS ERLYNNE.— Lady Windermere, es usted atrozmente injusta


conmigo..., atrozmente injusta con su marido. Él no sabe que está usted
aquí. Él cree que está usted segura en su propia casa. Cree que está
usted durmiendo en su propia alcoba. ¡Él no ha leído la carta insensata
que usted le ha escrito!

LADY WINDERMERE.— ¿Que no la ha leído?

MISTRESS ERLYNNE.— No... Él no sabe nada.

LADY WINDERMERE.— ¡Qué inocente me cree usted! (Yendo hacia ella.)

¡Está usted mintiéndome!

MISTRESS ERLYNNE (Conteniéndose.).— No miento. Le estoy diciendo a


usted la verdad.

LADY WINDERMERE.— Si mi marido no ha leído mi carta, ¿cómo es que


está usted aquí? ¿Quién le dijo a usted que yo había abandonado la casa
donde ha tenido usted la desvergüenza de entrar? ¿Quién le dijo a usted
dónde estaba yo? Se lo dijo mi marido y la envió para que me instigase a
volver.

(Cruza la escena hacia la izquierda.)

MISTRESS ERLYNNE.— Su marido no ha visto nunca esa carta. Yo... la

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vi, la abrí... y la he leído.

LADY WINDERMERE (Volviéndose hacia ella.).— ¿Que abrió usted la


carta de mi marido? ¿Se ha atrevido usted a eso?

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Atreverme! ¡Oh! Para salvarla a usted del


abismo en que está a punto de caer, no hay nada en el mundo a que yo no
me atreviera; nada en el mundo entero. Aquí tiene usted su carta. Su
marido no la ha leído ni la leerá nunca. (Yendo hacia la chimenea.) No
debió nunca haber sido escrita.

(La rompe y tira los pedazos al fuego.)

LADY WINDERMERE (Con un infinito desprecio en la voz y en la


mirada.).— ¿Y cómo sé yo que esa era, después de todo, mi carta? ¿Cree
usted que me puede engañar con una vulgar añagaza?

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh! ¿Por qué no cree usted nada de lo que le


digo? ¿Qué objeto piensa usted que tengo al venir aquí sino el de salvarla
a usted de la ruina completa, el de salvarla de las consecuencias de un
error espantoso? Esa carta que acabo de quemar era la de usted. ¡Se lo
juro!

LADY WINDERMERE (Con lentitud.).— Buen cuidado ha tenido usted en


quemarla antes que la examinase yo. No puedo creerla. ¿Cómo usted,
cuya vida entera es una mentira, iba a poder decir la verdad alguna vez?
(Se sienta.)

MISTRESS ERLYNNE (Apresuradamente.).— Piense usted de mí lo que


quiera..., diga contra mí lo que le parezca; pero vuelva usted con el marido
a quien usted ama.

LADY WINDERMERE (Con hosquedad.).— ¡Ya no le amo!

MISTRESS ERLYNNE.— Le ama usted, y usted sabe que él la


corresponde.

LADY WINDERMERE.— Él no comprende lo que es el amor. Lo


comprende tan poco como usted... Pero ya veo lo que usted quiere. Sería
una gran ventaja para usted hacerme volver a mi casa. ¡Dios mío! ¡Qué
vida sería entonces la mía! ¡Vivir a merced de una mujer que no tiene ni
piedad ni compasión alguna; de una mujer cuyo conocimiento es infame,

50
cuya amistad degrada; de una mujer vil que viene a interponerse entre un
marido y su mujer!

MISTRESS ERLYNNE (Con un gesto de desesperación.).— ¡Lady


Windermere!

¡Lady Windermere, no diga usted esas cosas terribles! No sabe usted lo


terribles que son, lo terribles y lo injustas. Escúcheme, ¡debe usted
escucharme! Vuélvase con su marido y nada más; y le prometo que no
volveré nunca a tener relación con él bajo ningún pretexto... Que no
volveré nunca a verle... Que jamás volveré a intervenir en su vida o en la
de usted. El dinero que él me dio no me lo dio por amor, sino
exclusivamente por odio; no por adoración, sino por desprecio. La
influencia que tengo sobre él...

LADY WINDERMERE (Levantándose.).— ¡Ah! ¡Admite usted esa


influencia!

MISTRESS ERLYNNE.— Sí; y voy a decirle cuál es. Es el amor a usted,


lady Windermere.

LADY WINDERMERE.— ¿Y espera usted que crea eso?

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Debe usted creerlo! Es la verdad. Es su amor a


usted lo que le hizo someterse a mí. ¡Oh! ¡Llámelo usted como quiera:

tiranía, amenazas; lo que usted escoja! Pero es su amor a usted. Su deseo


de evitar a usted... una vergüenza; sí, una vergüenza y un estigma.

LADY WINDERMERE.— ¿Qué quiere usted decir? ¡Es usted una


insolente!

¿Qué tengo yo que ver con usted?

MISTRESS ERLYNNE (Humildemente.).— Nada. Ya lo sé... Pero le digo a


usted que su marido la ama... Que nunca podrá usted volver a encontrar
un amor semejante en su vida entera... Y que si renuncia usted a él, día
llegará en que tenga usted sed de amor y no lo encuentre; en que
mendigue usted amor y le sea negado... ¡Oh! ¡Arturo la ama a usted!

LADY WINDERMERE.— ¿Arturo? ¿Y me dice, mistress Erlynne, que no


hay nada entre ustedes?

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MISTRESS ERLYNNE.— ¡Lady Windermere, ante el Cielo le juro que su
marido es inocente de toda culpa con usted! Y yo..., yo le digo que si
hubiera podido ocurrírseme nunca que una sospecha tan monstruosa
podía surgir en usted, habría preferido morir a interponerme en su vida o
en la de usted. ¡Oh, sí! ¡Morir gustosa!

(Se aleja del sofá.)

LADY WINDERMERE.— Habla usted como si tuviese corazón. Las


mujeres como usted no tienen corazón. Se compran y se venden.

(Siéntase a la izquierda.)

MISTRESS ERLYNNE (Se estremece, con un gesto de dolor. Luego se


contiene y va hacia donde está sentada lady Windermere. Mientras habla,
tiende las manos hacia ella, pero sin atreverse a tocarla.).— Crea usted de
mí lo que quiera. Yo no merezco ni un momento de dolor. Pero ¡no eche
usted a perder su bella y juvenil vida por mi culpa! Usted no sabe lo que
acaso le está reservado como no salga usted inmediatamente de esta
casa.

No sabe usted lo que es caer en el precipicio; ser despreciada,


escarnecida, abandonada, objeto de irrisión... Ser un paria. Encontrarse
las puertas cerradas, deslizarse furtivamente por atroces caminos,
temiendo a cada momento que le arranquen a uno la careta del rostro, y
estar oyendo constantemente la risa, la horrible risa del mundo, que es
una cosa más trágica que todas las lágrimas vertidas en la tierra. No sabe
usted lo que es eso. Paga una su pecado, y vuelve a pagarlo, y lo está
pagando toda la vida. No debe usted conocer eso nunca. En cuanto a mí,
el sufrimiento es una expiación, y en este momento he expiado todas mis
faltas, cualesquiera que hayan sido, pues esta noche usted ha dado un
corazón a quien no lo tenía; se lo ha dado y lo ha roto al mismo tiempo.

Pero dejemos esto. Yo puedo haber destruido mi vida; pero no le dejaré a


usted que destruya la de ustedes dos. Usted... es simplemente una niña, y
se perdería. Usted no tiene la clase de temple que permite a una mujer
volver atrás. No tiene usted tampoco el ingenio ni el valor necesarios.

¡No podría usted soportar el deshonor! ¡No! Vuelva usted, lady


Windermere, con su marido, que la ama y a quien usted ama. Tiene usted

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un niño, lady Windermere. Vuelva usted con ese niño, que, como hasta
ahora, en el dolor o en la alegría, puede estar llamándola a usted. (LADY
WINDERMERE se pone en pie.) Dios le dio a usted ese hijo. Él le exige
que le proporcione una vida hermosa; que vele por él. ¿Qué contestará
usted a Dios si su vida queda arruinada por culpa de usted? Vuelva usted
a su casa, lady Windermere... ¡Su marido la ama! No se ha apartado
nunca, ni por un momento, del amor que le profesa. Pero aunque él tuviera
mil amores, usted debe permanecer con su hijo. Aunque fuera cruel con
usted, debe usted quedarse con su hijo. Aunque la maltratase, debe usted
quedarse con su hijo. Aunque la abandonase, el sitio de usted está con su
hijo. (LADY WINDERMERE se deshace en lágrimas y esconde su cara
entre las manos.

Precipitándose hacia ella.) ¡Lady Windermere!

LADY WINDERMERE (Tendiéndole las manos de un modo irrefrenable,


como una niña.).— Lléveme a casa. Lléveme a casa...

MISTRESS ERLYNNE (Está a punto de abrazarla, pero se contiene. Hay


una expresión de alegría maravillosa en su rostro.).— ¡Vamos! ¿Dónde
está su capa? (Recogiéndola del sofá.) Aquí. Póngasela. ¡Vámonos
inmediatamente!

LADY WINDERMERE.— ¡Quieta! ¿No oye usted voces?

MISTRESS ERLYNNE.— ¡No, no! ¡No es nada!

LADY WINDERMERE.— ¡Sí que es! ¡Escuche! ¡Oh! ¡Es la voz de mi


marido!

¡Viene hacia aquí! ¡Sálveme! ¡Oh, esto es una encerrona! Usted le ha


mandado venir.

(Voces dentro.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Silencio! Estoy aquí para salvarla, si puedo.

Pero ¡temo que sea demasiado tarde! ¡Allí! (Señalando la cortina echada
sobre el balcón.) A la primera ocasión que tenga, huya usted, ¡si es que se
presenta esa ocasión!

LADY WINDERMERE.— Pero ¿y usted?

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MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh! No se preocupe de mí. Yo lo arrostro todo.

(LADY WINDERMERE se esconde detrás de la cortina.)

LORD AUGUSTO (Dentro.).— Es una tontería, querido Windermere; ¡no le


dejaremos!

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Lord Augusto! ¡Entonces soy yo la que está


perdida!

(Titubea un momento. Luego mira a su alrededor y, viendo la puerta de la


derecha, sale por ella. Entran LORD DARLINGTON, MISTER DUMBY,
LORD WINDERMERE, LORD AUGUSTO LORTON y MISTER CECILIO
GRAHAM.)

DUMBY.— ¡Qué fastidio que nos echen del Club a esta hora! No son más
que las dos. (Se deja caer en un sillón.) Empieza ahora la parte más
animada de la noche.

(Bosteza y cierra los ojos.)

LORD WINDERMERE.— Es usted muy amable, lord Darlington,


permitiendo a Augusto que le imponga nuestra compañía; pero temo no
poder estar aquí mucho rato.

LORD DARLINGTON.— ¿De veras? ¡Lo siento mucho! ¿Quiere usted un


cigarro?

LORD WINDERMERE.— ¡Gracias!

(Se sienta.)

LORD AUGUSTO (A LORD WINDERMERE.).— Mi querido amigo, no


sueñes en irte. Tengo que hablar contigo de una porción de cosas: todas
de gran importancia, además.

(Se sienta con él junto a la mesa de la izquierda.)

CECILIO GRAHAM.— ¡Oh! ¡Ya sabemos de qué se trata! ¡Tuppy no


puede hablar más que de mistress Erlynne!

LORD WINDERMERE.— Bueno; ese no es asunto tuyo. ¿Verdad, Cecilio?

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CECILIO GRAHAM.— ¡No! Y por eso me interesa. Mis propios asuntos
siempre me aburren mortalmente. Prefiero los de los demás.

LORD DARLINGTON.— ¿Quieren ustedes beber algo, amigos míos?


Cecilio, ¿quieres un «whisky» con soda?

CECILIO GRAHAM.— Gracias. (Va hacia la mesa con LORD


DARLINGTON.)

Mistress Erlynne estaba guapísima esta noche, ¿verdad?

LORD DARLINGTON.— No soy de sus admiradores.

CECILIO GRAHAM.— Yo tampoco lo era; pero ahora lo soy. ¡Vaya!


Verdad es que me hizo presentarle a la pobre y querida tía Carolina. Creo
que va a ir a almorzar allí.

LORD DARLINGTON (Sorprendido.).— ¿Sí?

CECILIO GRAHAM.— Así es, en efecto.

LORD DARLINGTON.— Ustedes me perdonarán, amigos míos. Tengo


que marcharme mañana y necesito escribir unas cartas.

(Va a la mesa de despacho y se sienta.)

DUMBY.— Mujer listísima esa mistress Erlynne.

CECILIO GRAHAM.— ¡Hola, Dumby! Creí que estabas dormido.

DUMBY.— ¡Y lo estoy! ¡Generalmente, lo estoy!

LORD AUGUSTO.— Una mujer listísima. Sabe muy bien lo


rematadamente tonto que soy... Lo sabe tan bien como yo. (CECILIO
GRAHAM se vuelve hacia él riendo) ¡Ah! Puedes reírte, chico; pero es una
gran cosa encontrarse con una mujer que nos comprenda a fondo.

DUMBY.— Es una cosa atrozmente peligrosa. Acaba siempre por casarse


con uno.

CECILIO GRAHAM.— Pero ¡yo pensé, Tuppy, que tú no querías volver a


verla nunca! ¡Sí! Me lo comunicaste anoche en el Club. Me dijiste que te

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habían contado...

(Le habla al oído.)

LORD AUGUSTO.— ¡Oh! Ella me explicó eso.

CECILIO GRAHAM.— ¿Y el asunto de Wiesbaden?

LORD AUGUSTO.— También me lo explicó.

DUMBY.— ¿Y sus ingresos? ¿Te lo explicó también?

LORD AUGUSTO (Con un tono muy serio.).— Esos me los explicará


mañana.

(CECILIO GRAHAM vuelve a la mesa del centro.)

DUMBY.— ¡Qué horriblemente mercantilizadas están las mujeres de hoy


día! Nuestras abuelas saltaban por encima de todo, conservando su
fascinante rubor; pero sus nietas, ¡por Júpiter!, dan el mismo salto, pero
calculando los beneficios.

LORD AUGUSTO.— Quieres hacer de ella una mujer perversa, ¡y no lo es!

CECILIO GRAHAM.— ¡Oh! Las mujeres perversas le molestan a uno. Y


las buenas le aburren. Ésta es la única diferencia que hay entre ellas.

LORD AUGUSTO (Lanzando una bocanada de su cigarro.).— Mistress


Erlynne tiene un porvenir ante ella.

CECILIO GRAHAM.— Prefiero las mujeres que tienen un pasado. Es


siempre muy divertido hablar con ellas.

DUMBY.— Bueno, pues entonces tendrás montones de temas de


conversación con ella, Tuppy.

LORD AUGUSTO.— Te estás volviendo intratable, chico; verdaderamente


intratable.

CECILIO GRAHAM (Poniéndole las manos sobre los hombros.).— Y


ahora, Tuppy, te diré que has perdido tu tipo y tu carácter. No pierdas tu
paciencia: es lo único que tienes.

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LORD AUGUSTO.— Mira, querido; si yo no fuera el hombre más paciente
de Londres...

CECILIO GRAHAM. Te trataríamos con más respeto. ¿No es eso, Tuppy?

(Pasea de un lado para otro.)

DUMBY.— La juventud actual es absolutamente monstruosa. No tiene el


menor respeto al pelo teñido.

(LORD AUGUSTO mira irritado a su alrededor.)

CECILIO GRAHAM.— Mistress Erlynne siente un gran respeto por nuestro


querido Tuppy.

DUMBY.— Entonces mistress Erlynne da un admirable ejemplo al resto de


su sexo. Es perfectamente brutal el modo de portarse hoy en día las
mujeres con los hombres que no son sus maridos.

LORD WINDERMERE.— Dumby, resultas ridículo; y tú, Cecilio, refrena la


lengua. Debéis dejar en paz a mistress Erlynne. No sabéis, realmente,
nada de ella, y estáis siempre murmurando escandalosamente de ella.

CECILIO GRAHAM (Yendo hacia él.).— Mi querido Arturo, yo nunca


murmuro escandalosamente. Me limito a chismorrear.

LORD WINDERMERE.— ¿Y qué diferencia hay entre la murmuración


escandalosa y el chismorreo?

CECILIO GRAHAM.— ¡Oh, el chismorreo es siempre encantador! La


Historia es únicamente chismorreo. Pero la murmuración escandalosa es
un chismorreo que la moralidad hace aburrido. Por eso yo nunca moralizo.
Un hombre que moraliza es, generalmente, un hipócrita; y una mujer que
moraliza es, invariablemente, fea. Nada hay en el mundo entero tan
indecoroso como la conciencia de una puritana. Me satisface decir que
muchas mujeres lo saben.

LORD AUGUSTO.— Exactamente mi modo de pensar, chico;


exactamente mi modo de pensar.

CECILIO GRAHAM.— Siento oírte decir eso, Tuppy; en cuanto una


persona está de acuerdo conmigo, pienso siempre que debo de estar

57
equivocado.

LORD AUGUSTO.— Hijo mío, cuando yo tenía tu edad...

CECILIO GRAHAM.— Pero ¡si nunca la has tenido, Tuppy, ni la tendrás


jamás! (Va hacia el centro.) Oye, Darlington: ¿quieres darme unas cartas?

¿Tú querrás jugar, Arturo?

LORD WINDERMERE.— No; gracias, Cecilio.

DUMBY (Con un suspiro.).— ¡Santo Dios! ¡Cómo destroza el matrimonio a


un hombre! Es tan desmoralizador como los cigarrillos, y mucho más
costoso.

CECILIO GRAHAM.— ¿Tú jugarás, naturalmente, Tuppy?

LORD AUGUSTO (Sirviéndose un «brandy» con soda en la mesa.).— No


puedo, querido. He prometido a mistress Erlynne no volver a jugar ni a
beber.

CECILIO GRAHAM.— Vamos, mi querido Tuppy, no irás a extraviarte por


los senderos de la virtud. Si te reformas, serás perfectamente aburrido.

Esto es lo peor de las mujeres. Quieren siempre que sea uno bueno. Y si
es uno bueno, entonces nos rehuyen y no se enamoran de nosotros. Les
gusta encontrarnos irreparablemente malos y abandonarnos insípidamente
buenos.

LORD DARLINGTON (Levantándose de la mesa donde ha estado


escribiendo cartas.).— ¡Siempre nos encuentran malos!

DUMBY.— No creo que seamos malos. Creo que somos todos buenos,
excepto Tuppy.

LORD DARLINGTON.— No; todos estamos en la cloaca, pero algunos


miramos hacia las estrellas.

(Se sienta junto a la mesa del centro.)

DUMBY.— ¿Que estamos en la cloaca, pero algunos miramos hacia las


estrellas? Te doy mi palabra de que estás muy romántico esta noche,

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Darlington.

CECILIO GRAHAM.— ¡Demasiado romántico! Debe de estar enamorado.

¿Quién es la muchacha?

LORD DARLINGTON.— La mujer que yo amo no es libre, o cree no serlo.

(Mira instintivamente a LORD WINDERMERE al decirlo.)

CECILIO GRAHAM.— ¡Una mujer casada, entonces! Bueno; no hay nada


en el mundo semejante al cariño de una mujer casada. Esa es una cosa
que ignora por completo el hombre soltero.

LORD DARLINGTON.— ¡Oh! Ella no me ama. Es una mujer honrada. La


única mujer honrada que he encontrado en mi vida.

CECILIO GRAHAM.— ¿La única mujer honrada que has encontrado en tu


vida?

LORD DARLINGTON.— ¡Sí!

CECILIO GRAHAM (Encendiendo un cigarrillo.).— ¡Bueno, pues eres un


hombre de suerte! Porque yo he encontrado miles de mujeres honradas.
No he encontrado nunca más que mujeres honradas. El mundo está lleno
por completo de mujeres honradas. Se reconocen por su educación de
clase media.

LORD DARLINGTON.— Esa mujer representa la pureza y la inocencia.

Tiene todo cuanto los hombres han perdido.

CECILIO GRAHAM.— Mi querido amigo, ¿y qué iban a hacer en la tierra


los hombres con la pureza y la inocencia? Un ojal cuidadosamente
adornado es mucho más eficaz.

DUMBY.— ¿Entonces no te quiere ella, realmente?

LORD DARLINGTON.— ¡No, no me quiere!

DUMBY.— Pues te felicito, chico. En este mundo hay solo dos tragedias.
Una es no conseguir lo que uno quiere; y otra, conseguirlo.

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Esta última es la peor; ¡esta última es una verdadera tragedia! Pero me
interesa oír que no te ama. ¿Cuánto tiempo podrías tú amar a una mujer
que no te quisiera, Cecilio?

CECILIO GRAHAM.— ¿A una mujer que no me quisiera? ¡Oh, toda mi


vida!

DUMBY.— Lo mismo que yo. Pero ¡es tan difícil encontrar una de ésas!

LORD DARLINGTON.— ¿Cómo puede ser tan vanidoso, Dumby?

DUMBY.— No lo digo por vanidad. Lo digo con pena. Me han adorado


impetuosamente, locamente. Y lo siento. Ha sido un enorme fastidio. Me
gusta de vez en vez concederme un poco de tiempo a mí mismo.

LORD AUGUSTO (Mirando a su alrededor.).— Un poco de tiempo para


educarte tú mismo, supongo...

DUMBY.— No; un poco de tiempo para olvidar lo que he aprendido. Esto


es mucho más importante, querido Tuppy.

(LORD AUGUSTO se agita inquieto en su sillón.)

LORD DARLINGTON.— ¡Qué pandilla de cínicos sois!

CECILIO GRAHAM.— ¿Y qué es un cínico?

(Se sienta en el respaldo del sofá.)

LORD DARLINGTON.— Un hombre que sabe el precio de todo e ignora el


valor de nada.

CECILIO GRAHAM.— Y un sentimental, mi querido Darlington, es un


hombre que asigna un absurdo valor a todo y no conoce el precio fijo de
una sola cosa.

LORD DARLINGTON.— ¡Cómo me diviertes siempre, Cecilio! Hablas


como si fueras un hombre de experiencia.

CECILIO GRAHAM.— Y lo soy.

(Se acerca a la chimenea.)

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LORD DARLINGTON.— ¡Eres todavía demasiado joven!

CECILIO GRAHAM.— Ese es un gran error. La experiencia es cuestión de


instinto de la vida. Y yo la tengo. Tuppy, no. Experiencia es el nombre que
da Tuppy a sus errores. Eso es todo.

(LORD AUGUSTO mira indignado a su alrededor.)

DUMBY.— Experiencia es el nombre que da todo el mundo a sus errores.

CECILIO GRAHAM (En pie, de espaldas a la chimenea.).— No debiera


cometerse ninguno.

(Ve el abanico de LADY WINDERMERE sobre el sofá.)

DUMBY.— La vida sería muy insulsa sin ellos.

CECILIO GRAHAM.— ¿Y, naturalmente, eres absolutamente fiel a esa


mujer de quien estás enamorado, Darlington; a esa mujer honrada?

LORD DARLINGTON.— Cecilio, cuando uno está enamorado de verdad


de una mujer, todas las demás mujeres del mundo le tienen a uno
completamente sin cuidado. El amor le cambia a uno... Yo estoy cambiado.

CECILIO GRAHAM.— ¡Amigo mío! ¡Qué interesante! Tuppy, quiero


hablarte un momento.

(LORD AUGUSTO no se entera.)

DUMBY.— Es inútil que hables a Tuppy. Es exactamente lo mismo que si


hablases a una pared.

CECILIO GRAHAM.— Pero ¡si a mí me gusta hablar a las paredes!... ¡Son


las únicas cosas en el mundo que no me contradicen jamás! ¡Tuppy!

LORD AUGUSTO.— Bueno, ¿qué es ello? ¿Qué ocurre?

(Se levanta y va hacia CECILIO GRAHAM.)

CECILIO GRAHAM.— Ven aquí. Necesito hablarte reservadamente.

(Aparte.) Darlington ha estado moralizando, hablándonos de la pureza del


amor y de cosas por el estilo, y tenía una mujer en sus habitaciones

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durante todo este rato.

LORD AUGUSTO.— ¡No! ¿De verdad? ¿De verdad?

CECILIO GRAHAM (En voz baja.).— Sí; aquí está su abanico.

(Señalando el abanico.)

LORD AUGUSTO (Riendo entre dientes.).— ¡Caramba, caramba!

LORD WINDERMERE (Junto a la puerta.).— Tengo que irme ahora, lord


Darlington. Siento que se marche usted tan pronto de Inglaterra. Le ruego
que venga a casa cuando vuelva. ¡Mi mujer y yo tendremos mucho gusto
en verle!

LORD DARLINGTON (Acompañando a LORD WINDERMERE.).— Me


temo que estaré ausente bastantes años. ¡Buenas noches!

CECILIO GRAHAM.— ¡Arturo!

LORD WINDERMERE.— ¿Qué?

CECILIO GRAHAM.— Quisiera hablarte un momento. ¡No, ven aquí!

LORD WINDERMERE (Poniéndose el abrigo.).— No puedo... ¡Tengo que


irme!

CECILIO GRAHAM.— Es algo muy particular. Te interesará muchísimo.

LORD WINDERMERE (Sonriendo.).— Será alguna de tus tonterías,


Cecilio.

CECILIO GRAHAM.— ¡No lo es! De verdad: no lo es.

LORD AUGUSTO (Yendo hacia él.).— Pero, querido, no debes irte. Tengo
mucho que hablar contigo. Y Cecilio quiere enseñarte algo.

LORD WINDERMERE (Marchando a su encuentro.).— Bueno; ¿qué es


ello?

CECILIO GRAHAM.— Darlington tiene una mujer aquí, en sus


habitaciones. Ahí está su abanico. Divertido, ¿verdad?

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(Una pausa.)

LORD WINDERMERE.— ¡Santo Dios!

(Coge el abanico. DUMBY se pone en pie.)

CECILIO GRAHAM.— ¿Qué sucede?

LORD WINDERMERE.— ¡Lord Darlington!

LORD DARLINGTON (Volviéndose.).— ¿Qué?

LORD WINDERMERE.— ¿Qué hace aquí en sus habitaciones el abanico


de mi mujer? Aparta las manos, Cecilio. No me toques.

LORD DARLINGTON.— ¿El abanico de su mujer?

LORD WINDERMERE.— ¡Sí, ahí está!

LORD DARLINGTON ( Yendo hacia él.).— ¡No sé!

LORD WINDERMERE.— Pues debe usted saberlo. Le pido una


explicación.

(A CECILIO GRAHAM.) ¡No me sujetes, estúpido!

LORD DARLINGTON (Aparte.).— Ella está aquí, sin duda.

LORD WINDERMERE.— ¡Hable usted! ¿Por qué está aquí el abanico de


mi mujer? ¡Contésteme, por Dios! Voy a registrar sus habitaciones, y si mi
mujer está aquí le...

(Da un paso hacia adelante.)

LORD DARLINGTON.— Usted no registrará mis habitaciones. ¡No tiene


usted derecho a hacerlo! ¡Se lo prohíbo!

LORD WINDERMERE.— ¿Usted, miserable? ¡No saldré de esta casa sin


registrar todos los rincones! ¿Qué se mueve detrás de esa cortina?

(Se precipita hacia la cortina del centro.)

MISTRESS ERLYNNE (Entrando por la derecha.) ¡Lord Windermere!

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LORD WINDERMERE.— ¡Mistress Erlynne!

(Todos se estremecen, volviéndose hacia ella. LADY WINDERMERE se


desliza entonces por detrás de la cortina y sale de la habitación por la
izquierda.)

MISTRESS ERLYNNE.— Temo haberme traído equivocadamente el


abanico de su mujer, en lugar del mío, al salir de su casa esta noche. Lo
siento mucho.

(Le coge el abanico de las manos. LORD WINDERMERE la mira con


desprecio.

LORD DARLINGTON tiene una expresión mezcla de asombro y de ira.


LORD AUGUSTO se vuelve hacia otro lado. Los otros dos se miran
sonriendo.)

TELÓN

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Acto Cuarto
La misma decoración que en el acto primero.

LADY WINDERMERE (Tendida en el sofá.).— ¿Cómo podré decírselo?


No puedo decírselo. Me mataría. Me pregunto qué sucedería después de
escapar yo de aquella horrible habitación. Quizá ella le dijo la verdadera
razón de encontrarse allí, y el auténtico significado de ese abanico fatal
que me pertenecía. ¡Oh! Si lo sabe, ¿cómo podré mirarle otra vez a la
cara? No me lo perdonará nunca. (Toca el timbre.) Cree una vivir segura...,
fuera del alcance de la tentación, del pecado y de la locura. Y luego, de
repente...

¡Oh! La vida es terrible. Nos gobierna, y no nosotros a ella.

(Entra ROSALIA por la derecha.)

ROSALIA.— ¿Me llamaba su señoría?

LADY WINDERMERE.— Sí. ¿Ha averiguado usted ya a qué hora volvió


anoche lord Windermere?

ROSALIA.— Su señoría no volvió hasta las cinco.

LADY WINDERMERE.— ¿Las cinco? ¿Sabe usted si llamó en mi puerta


esta mañana?

ROSALIA.— Sí, señora... A las nueve y media. Le dije que la señora no se


había despertado aún.

LADY WINDERMERE.— ¿Y dijo algo?

ROSALIA.— Algo dijo del abanico de la señora. Pero no comprendí del


todo lo que dijo el señor. ¿Se le ha perdido el abanico a la señora? Yo no
lo he encontrado, y Parker dice que no quedó en ninguna de las
habitaciones. He mirado en todas y también en la terraza.

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LADY WINDERMERE.— No importa. Dígale a Parker que no se moleste.
Ya se encontrará. (Sale ROSALIA. LADY WINDERMERE, levantándose,
dice:) Estoy segura de que se lo dirá. No puedo imaginar que una persona
realice un acto tan maravilloso de sacrificio de sí misma de un modo
espontáneo, temerario, noble... Y que luego se deje sorprender a costa de
tal precio.

¿Por qué iba ella a dudar entre su pérdida y la mía?... ¡Qué extraño! Yo
quería afrentarla públicamente en mi propia casa, y ella acepta la pública
afrenta en casa de otro para salvarme... Es una de las amargas ironías de
la vida; es una amarga ironía que hablemos de buenas y de malas
mujeres...

¡Oh, qué lección! ¡Y qué lástima que recibamos en la vida únicamente


estas lecciones cuando ya no nos son útiles! Pues si ella no habla, debo
hacerlo yo. ¡Oh, qué vergüenza! Decirlo es volver a vivir todo de nuevo.
Las acciones son la primera tragedia en la vida; las palabras, la segunda.
Las palabras son acaso la peor. Las palabras son inexorables... ¡Oh!

(Se estremece al entrar LORD WINDERMERE.)

LORD WINDERMERE (Besándola.).— Margarita, ¡qué pálida estás!

LADY WINDERMERE.— He dormido muy mal.

LORD WINDERMERE (Sentándose en el sofá junto a ella.).— ¡Cuánto lo


siento! Volví atrozmente tarde y no quise despertarte. ¿Estás llorando
querida?

LADY WINDERMERE.— Sí; estoy llorando porque quiero decirte algo,


Arturo.

LORD WINDERMERE.— Tú no estás bien, niñita mía. Te has agitado


demasiado. Nos iremos al campo. Estarás muy bien en Selby. Empieza
casi la temporada. Allí no hay ajetreo mundano. ¡Pobre Margarita! Nos
marcharemos hoy mismo, si quieres. (Se levanta.) Podemos tomar
cómodamente el tren de esta tarde. Le telegrafiaré a Fannen.

(Se dirige y se sienta a la mesa para escribir el telegrama.)

LADY WINDERMERE.— Sí; vámonos hoy. No; hoy no puedo, Arturo.


Antes de salir de aquí debo ver a alguien..., a alguien que ha sido muy

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buena conmigo.

LORD WINDERMERE (Levantándose y apoyándose en el sofá.).—


¿Buena contigo?...

LADY WINDERMERE.— Más que buena. (Se levanta y va hacia él.).— Te


lo diré, Arturo; pero quiéreme; eso sí: quiéreme como acostumbrabas
quererme.

LORD WINDERMERE.— ¿Como acostumbraba?... ¿No pensarás en esa


vil mujer que vino aquí anoche? (Acércase y se sienta a la derecha de ella.)

No te imaginarás todavía... No; es imposible.

LADY WINDERMERE.— No; ahora sé que me equivocaba, que era una


locura.

LORD WINDERMERE.— Fuiste muy buena al recibirla anoche...; pero no


debes volver a verla nunca más.

LADY WINDERMERE.— ¿Por qué dices eso?

(Una pausa.)

LORD WINDERMERE (Cogiéndole una mano.).— Margarita, creí que


mistress Erlynne era una mujer más caída que culpable, por decírlo así.
Creí que quería ser buena; que volvería al sitio perdido en un momento de
locura; que llevaría de nuevo una vida decorosa. Creí lo que ella me dijo...,
y me equivoqué. Es mala..., tan mala como puede serlo una mujer.

LADY WINDERMERE.— Arturo, Arturo, no hables tan duramente de


ninguna mujer. Yo no creo que las personas puedan ser clasificadas en
buenas y malas, como lo son en dos razas o especies. Las mujeres que
llamamos buenas pueden llevar cosas terribles en ellas; pasar por
situaciones de locura, de inconsciencia, de afianzamiento propio, de celos,
de pecado.

Las mujeres malas, como se las denomina, pueden tener, en cambio,


dolor, arrepentimiento, compasión, sacrificio. Yo no creo que mistress
Erlynne sea una mujer mala...; sé que no lo es.

LORD WINDERMERE.— Niña mía, esa mujer es imposible. Aunque

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intente perjudicarnos, no debes volver a verla jamás. Es una mujer
inadmisible en ninguna parte.

LADY WINDERMERE.— Pero yo quiero verla. Quiero que vuelva aquí.

LORD WINDERMERE.— ¡Nunca!

LADY WINDERMERE.— Ella vino aquí una vez como invitada tuya. Ahora
debe venir como invitada mía. Que quede esto claro.

LORD WINDERMERE.— No debería haber venido aquí nunca.

LADY WINDERMERE (Levantándose.).— Es demasiado tarde, Arturo,


ahora para decir eso.

(Separándose.)

LORD WINDERMERE (Levantándose también.).— Margarita, si tú


supieses dónde estuvo mistress Erlynne anoche, después de salir de esta
casa, no querrías estar en la misma habitación que ella. Fue una cosa
completamente vergonzosa.

LADY WINDERMERE.— Arturo, no puedo aguantar más. Debo decírtelo.

Anoche...

(Entra PARKER, llevando en una bandeja el abanico de LADY


WINDERMERE y una tarjeta.)

PARKER.— Mistress Erlynne ha venido a devolver el abanico de la


señora, que se llevó anoche equivocadamente. Mistress Erlynne ha escrito
unas líneas en la tarjeta.

LADY WINDERMERE.— ¡Oh! Diga usted a mistress Erlynne que tenga la


bondad de subir. (Lee la tarjeta.) Dígale también que me alegraría mucho
verla. (Vase PARKER.) Quiere verme, Arturo.

LORD WINDERMERE (Coge la tarjeta y la lee.).— Margarita, te ruego que


no lo hagas. Déjame que la vea yo primero, de todos modos. Es una mujer
peligrosísima. La mujer más peligrosa que conozco. No hagas eso.

LADY WINDERMERE.— Es justo que la vea.

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LORD WINDERMERE.— Hija mía, es posible que estés al borde de un
gran dolor. No vayas a su encuentro. Es absolutamente necesario que la
vea yo antes.

LADY WINDERMERE.— ¿Por qué es necesario?

(Entra PARKER.)

PARKER.— Mistress Erlynne.

(Entra MISTRESS ERLYNNE. Sale PARKER.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Cómo está usted, lady Windermere? (A LORD


WINDERMERE.) ¿Cómo está usted? Sabrá usted, lady Windermere, que
sentí tanto lo de su abanico... No puedo figurarme cómo tuve esa
equivocación tan tonta. Fue estúpido en mí. Y como pasaba por aquí en
coche, he aprovechado la oportunidad para devolverle en persona su
abanico, rogándole disculpe mi descuido, y para decirle adiós.

LADY WINDERMERE.— ¿Adiós? (Dirigiéndose al sofá con MISTRESS


ERLYNNE y sentándose junto a ella.).— ¿Se va usted entonces, mistress
Erlynne?

MISTRESS ERLYNNE.— Sí; me vuelvo a vivir al extranjero. El clima inglés


no me sienta bien. Mi corazón se siente aquí afectado, y eso no me gusta.
Prefiero vivir en el Sur. Londres está demasiado invadido por las nieblas...
y por la gente seria, lord Windermere. ¿Son las nieblas las que producen
la gente seria, o es la gente seria la que produce las nieblas?

No lo sé; pero el caso es que ambas alteran mis nervios, y por eso esta
tarde pienso salir en el primer expreso.

LADY WINDERMERE.— ¿Esta tarde? ¡Y yo que deseaba tanto verla a


usted!

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Qué amable es usted! Pero tengo que


marcharme.

LADY WINDERMERE.— ¿Y no la volveré a ver a usted más, mistress


Erlynne?

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MISTRESS ERLYNNE.— Me temo que no. Nuestras vidas siguen caminos
muy alejados. Pero le pediría con mucho gusto una cosilla. Desearía un
retrato de usted, lady Windermere... ¿Querría usted dármelo? ¡No sabe
usted cuánto se lo agradecería!

LADY WINDERMERE.— ¡Oh! Con sumo agrado. Ahí, sobre esa mesa,
hay uno.

Voy a enseñárselo.

(Yendo hacia la mesa.)

LORD WINDERMERE (Llegando hasta mistress Erlynne y hablándole en


voz baja.).— Es monstruosa su intrusión después de su conducta de
anoche.

MISTRESS ERLYNNE (Con una sonrisa divertida.).— Mi querido


Windermere, ¡los buenos modales antes que la moral!

LADY WINDERMERE (Volviendo.).— Temo estar muy favorecida...; yo no


soy tan bonita.

(Mostrando una fotografía.)

MISTRESS ERLYNNE.— Lo es usted mucho más. Pero ¿no tendría usted


alguna con su hijito?

LADY WINDERMERE.— La tengo. ¿La preferiría usted?

MISTRESS ERLYNNE.— Sí.

LADY WINDERMERE.— Si usted me perdona un momento, voy por ella.


La tengo arriba.

MISTRESS ERLYNNE.— Siento tanto, lady Windermere, ocasionarle esta


molestia...

LADY WINDERMERE (Yendo hacia la puerta de la derecha.).— No me


molesta nada, mistress Erlynne.

MISTRESS ERLYNNE.— Muchas gracias. (Sale LADY WINDERMERE


por la derecha.) Parece usted algo enfadado esta mañana, Windermere.

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¿Por qué está así? Margarita y yo estamos en magníficas relaciones.

LORD WINDERMERE.— No puedo soportar el verla a usted con ella.

Además, no me dijo usted la verdad, mistress Erlynne.

MISTRESS ERLYNNE.— No le dije a ella la verdad, querrá usted decir.

LORD WINDERMERE (En pie en el centro.).— A veces quisiera que la


hubiese dicho. Me habría usted evitado entonces el dolor, la ansiedad y las
molestias de estos últimos seis meses. Pero con tal que mi mujer no
supiera... que la madre que ella creía muerta; la madre a quien ha llorado
como muerta, vivía... Era una mujer divorciada que llevaba un nombre
supuesto; era una mala mujer expoliando la vida, como ahora sé que es
usted...; antes que supiera esto estaba yo dispuesto a proporcionarle a
usted dinero, a pagar cuenta tras cuenta, dispendio tras dispendio,
exponiéndome a lo que ocurrió ayer: la primera desavenencia que he
tenido nunca con mi mujer. Usted no comprende lo que significa esto para
mí, ¿Cómo podría usted comprenderlo? Pero yo le digo a usted que las
únicas palabras amargas que han salido nunca de esos dulces labios, a
usted se deben; y por eso me resulta odioso verla a usted junto a ella.
Mancha usted la inocencia que hay en ella. (Yendo hacia la izquierda.) ¡Y
yo que quería creer que, con todas sus culpas, era usted sincera y
honesta! No lo es usted.

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Por qué dice usted eso?

LORD WINDERMERE.— Me hizo usted enviarle una invitación para el


baile de mi mujer.

MISTRESS ERLYNNE.— Para el baile de mi hija..., sí.

LORD WINDERMERE.— Vino usted, y una hora después de su salida de


esta casa la encontraba en las habitaciones de un hombre... Está usted
deshonrada ante todo el mundo.

(Va hacia el centro.)

MISTRESS ERLYNNE.— Sí.

LORD WINDERMERE (Volviéndose hacia ella.).— Por eso tengo derecho


a considerarla como lo que es: una mujer indigna, viciosa. Tengo derecho

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a decirle que no vuelva usted a entrar nunca en esta casa, que no intente
usted nunca acercarse a mi mujer.

MISTRESS ERLYNNE (Fríamente.).— A mi hija querrá usted decir.

LORD WINDERMERE.— No tiene usted derecho a pretender que lo sea.

Usted se separó de ella, la abandonó cuando era una niña, en la cuna; la


abandonó por su amante, quien a su vez la abandonó a usted.

MISTRESS ERLYNNE (Levantándose.).— ¿Dice usted eso en mérito de


él, lord Windermere..., o en el mío?

LORD WINDERMERE.— En el de él, ahora que la conozco a usted.

MISTRESS ERLYNNE.— Tenga usted cuidado... Haría usted mejor en ser


prudente.

LORD WINDERMERE.— ¡Oh! Con usted no tengo que medir las palabras.
La conozco a usted a fondo.

MISTRESS ERLYNNE (Mirándole fijamente.).— Lo dudo.

LORD WINDERMERE.— La conozco a usted. Durante veinte años ha


vivido usted sin su hija, sin un pensamiento para su hija. Un día leyó usted
en los periódicos que se había casado con un hombre rico. Presintió usted
su indigna posibilidad. Sabía usted que, para evitarle a ella la afrenta de
enterarse de qué clase de mujer era su madre, yo lo soportaría todo. Y
empezó usted su chantaje.

MISTRESS ERLYNNE (Encogiéndose de hombros.).— No emplee usted


palabras feas, Windermere. Eso es plebeyo. Vi una posibilidad, es cierto, y
la aproveché.

LORD WINDERMERE.— Sí; la aprovechó usted... y la desperdició por


completo al ser sorprendida fuera de esta casa.

MISTRESS ERLYNNE (Con una extraña sonrisa.).— Tiene usted razón en


absoluto. La desperdicié por completo anoche.

LORD WINDERMERE.— Y en cuanto a coger por equivocación el abanico


de mi mujer y dejárselo en las habitaciones de Darlington, es algo

72
imperdonable. No podré ya soportar la vista de ese abanico. Ni permitiré
que mi mujer vuelva a usarlo nunca. Está manchado para mí. Hubiera
preferido que se hubiese usted quedado con él en vez de traérselo.

MISTRESS ERLYNNE.— Creo que me quedaré con él. (Adelantándose.)


Es precioso. (Lo coge.) Le voy a pedir a Margarita que me lo dé.

LORD WINDERMERE.— Espero que se lo dará a usted.

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Oh! Estoy segura de que no hará ninguna


objeción.

LORD WINDERMERE.— Quisiera que le diese al mismo tiempo una


miniatura que besa ella todas las noches antes de rezar. Es la miniatura de
una muchacha de expresión inocente, con un hermoso pelo negro.

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Ah, sí! Ya recuerdo. ¡Qué lejano parece eso!


(Va hacia el sofá y se sienta.) Me la hicieron antes de casarme. ¡El pelo
negro y la expresión inocente estaban de moda entonces, Windermere!

(Una pausa.)

LORD WINDERMERE.— ¿Qué se propone usted viniendo aquí esta


mañana?

¿Cuál es su objeto?

(Yendo hacia la izquierda y sentándose.)

MISTRESS ERLYNNE (Con un ligero acento de ironía en su voz.).— Decir


adiós a mi querida hija, naturalmente. (LORD WINDERMERE se muerde
los labios con ira. MISTRESS ERLYNNE le mira y su voz y su ademán se
tornan serios. Mientras habla hay en su tono una nota hondamente trágica.
Por un momento se revela tal como es.) ¡Oh! No se imagine usted que voy
a tener una escena patética con ella ni a llorar abrazada a su cuello y a
decirle quién soy, ni nada por el estilo. No tengo la ambición de
representar el papel de madre. Una sola vez en mi vida he sabido lo que
son los sentimientos maternos. Fue anoche. Resultó terrible... Me hicieron
sufrir..., sufrir demasiado. Durante veinte años, como usted dice, he vivido
sin hija... y quiero seguir viviendo sin ella. (Ocultando sus sentimientos con
una risa frívola.) Además, mi querido Windermere, ¿cómo podría yo
dármelas de madre con una hija tan crecida? Margarita tiene veintiún años

73
y yo no he confesado nunca más de veintinueve o treinta, a lo sumo.
Veintinueve, cuando hay pantallas rosas, y treinta, cuando no las hay. Ya
ve usted las dificultades que eso implica. No; por mí, deje usted que su
mujer venere la memoria de esa madre muerta, inmaculada. ¿Por qué
quitarle sus ilusiones? Encuentro ya bastante difícil conservar las mías.

Anoche perdí una. Creí que no tenía corazón. Y resulta que lo tengo: un
corazón que no me cuadra, Windermere. Por una u otra razón, no sienta
bien con un vestido moderno. Le hace a una parecer vieja. (Coge un
espejo de mano que hay sobre la mesa y se mira en él.) Y es perjudicial a
nuestra carrera en momentos críticos.

LORD WINDERMERE.— ¡Me llena usted de horror, de infinito horror!

MISTRESS ERLYNNE (Levantándose.).— Supongo, Windermere, que le


gustaría a usted que me retirase a un convento, o que me dedicase a
enfermera de hospital, o algo por el estilo, como hacen las protagonistas
de las estúpidas novelas modernas. Es una tontería en usted, Arturo; en la
vida real no suceden tales cosas..., por lo menos mientras nos queda un
bello rostro. No... Hoy lo que consuela no es el arrepentimiento, sino el
placer. El arrepentimiento está enteramente anticuado. Y además, si una
mujer se arrepiente de verdad, tiene que ir a un modisto malo, pues de
otra manera nadie la cree. Y por nada del mundo haría yo eso. No; voy a
separarme por completo de sus dos vidas. Mi venida aquí ha sido un
error... Anoche lo descubrí.

LORD WINDERMERE.— Un error fatal.

MISTRESS ERLYNNE (Sonriendo.).— Casi fatal.

LORD WINDERMERE.— Ahora siento no habérselo dicho todo a mi mujer


inmediatamente.

MISTRESS ERLYNNE.— Deploro mis malas acciones. Y usted deplora las


suyas buenas... Esta es la diferencia entre nosotros.

LORD WINDERMERE.— No tengo confianza en usted. Quiero decírselo a


mi mujer. Es preferible para ella saberlo; para ella y para mí. Le causará
una pena infinita..., la humillará terriblemente; pero es justo que lo sepa.

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Piensa usted decírselo?

74
LORD WINDERMERE.— Voy a decírselo.

MISTRESS ERLYNNE (Yendo hacia él.).— Si lo hace usted, envilecerá de


tal modo mi nombre que enlodaré cada momento de su vida. La arruinaré
y la haré despreciable. Si se atreve usted a decírselo, no hay abismo de
degradación en que no me hunda, ni precipicio de vergüenza en que no
caiga. Usted no se lo dirá... ¡Se lo prohíbo!

LORD WINDERMERE— ¿Por qué?

MISTRESS ERLYNNE (Después de una pausa.).— Si le digo a usted que


me intereso por ella y que incluso la amo..., se burlará usted de mí,
¿verdad?

LORD WINDERMERE.— Tendría la sensación de que no era cierto. El


amor materno quiere decir fervor, desinterés, sacrificio. ¿Qué puede usted
saber de estas cosas?

MISTRESS ERLYNNE.— Tiene usted razón. ¿Qué puedo yo saber de


esas cosas? No hablemos más de ello... En cuanto a decirle a mi hija
quién soy, eso no se lo permito. Es mi secreto y no el de usted. Si me
decido a decírselo a ella, y creo que lo haré, se lo diré antes de abandonar
esta casa... Si no, no lo sabrá nunca.

LORD WINDERMERE (Coléricamente.).— Entonces permítame que le


ruegue que salga de esta casa inmediatamente. Yo la disculparé con
Margarita.

(Entra LADY WINDERMERE por la derecha. Se dirige hacia MISTRESS


ERLYNNE con la fotografía en la mano. LORD WINDERMERE se coloca
detrás del sofá y vigila con ansiedad a MISTRESS ERLYNNE en el curso
de la escena.)

LADY WINDERMERE.— Siento mucho, mistress Erlynne, haberla tenido


esperando. No encontraba la fotografía por ninguna parte. Al final la
descubrí en el cuarto de vestir de mi marido... Me la había robado.

MISTRESS ERLYNNE (Coge la fotografía y la contempla.).— No me


extraña... Es encantadora. (Se dirige hacia el sofá con LADY
WINDERMERE y se sienta junto a ella.) ¡Y este es su hijito! ¿Cómo se
llama?

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LADY WINDERMERE.— Gerardo; por mi querido padre.

MISTRESS ERLYNNE (Dejando la fotografía.).— ¿De verdad?

LADY WINDERMERE.— Si hubiera sido una niña, le habría puesto el


nombre de mi madre. Mi madre se llamaba lo mismo que yo: Margarita.

MISTRESS ERLYNNE.— También yo me llamo Margarita.

LADY WINDERMERE.— ¿De veras?

MISTRESS ERLYNNE.— Sí. (Pausa.) Me ha dicho su marido, lady


Windermere, que siente usted devoción por la memoria de su madre.

LADY WINDERMERE.— Todos tenemos ideales en la vida. Por lo menos,


todos debiéramos tenerlos. El mío es mi madre.

MISTRESS ERLYNNE.— Los ideales son siempre peligrosos. Son


preferibles las realidades. Hieren, pero son preferibles.

LADY WINDERMERE (Moviendo la cabeza.).— Si perdiese mis ideales, lo


habría perdido todo.

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Todo?

LADY WINDERMERE.— Sí.

(Pausa.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Su padre le hablaba a usted a menudo de su


madre?

LADY WINDERMERE.— No; le producía demasiada pena. Me dijo que mi


madre murió pocos meses después de nacer yo. Y sus ojos estaban
anegados en lágrimas mientras hablaba. Luego me suplicó que no volviera
nunca a mencionar su nombre delante de él. Solo oírlo le hacía sufrir.
Realmente, mi padre..., mi padre..., murió con el corazón desgarrado. No
he conocido vida más destrozada que la suya.

MISTRESS ERLYNNE (Levantándose.).— Tengo que irme ya, lady


Windermere.

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LADY WINDERMERE (Levantándose.).— ¡Oh, no!

MISTRESS ERLYNNE.— Creo que será mejor. Ya debe de haber vuelto


mi coche. Lo mandé a casa de lady Jedburgh con unas letras.

LADY WINDERMERE.— Arturo, ¿quieres ver si ha vuelto el coche de


mistress Erlynne?

MISTRESS ERLYNNE.— Le ruego que no se moleste, lord Windermere.

LADY WINDERMERE.— Sí, Arturo; ve, haz el favor. (LORD


WINDERMERE vacila un momento y mira a MISTRESS ERLYNNE. Esta
permanece impasible.

Sale él de la habitación. A MISTRESS ERLYNNE.) ¡Oh! ¿Qué podría yo


decirle? Anoche me salvó usted.

(Va hacia ella.)

MISTRESS ERLYNNE.— ¡Bah! No hable usted de eso.

LADY WINDERMERE.— Debo hablar de eso. No puedo dejar que crea


usted que voy a aceptar su sacrificio. No puedo aceptarlo. Es demasiado
grande.

Voy a decírselo todo a mi marido. Es mi deber.

MISTRESS ERLYNNE.— No es su deber...; o, por lo menos, tiene usted


deberes con otras personas además de con él. ¿No dice usted que me
debe algo?

LADY WINDERMERE.— Le debo a usted todo.

MISTRESS ERLYNNE.— Entonces pague usted su deuda con el silencio.


Es el único modo de poder pagarla. No eche usted a perder la única cosa
buena que he hecho en mi vida diciéndoselo a todos. Prométame que lo
ocurrido anoche seguirá siendo un secreto entre nosotras. No debe usted
ocasionar ninguna desgracia en la vida de su marido. ¿Por qué destruir su
amor? No debe usted destruirlo. El amor se mata fácilmente. ¡Oh! ¡Qué
fácilmente se mata el amor! Déme usted su palabra, lady Windermere, de
que no se lo dirá nunca. Insisto en ello.

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LADY WINDERMERE (Con una inclinación de cabeza.).— Ese es su
deseo, no el mío.

MISTRESS ERLYNNE.— Sí; ese es mi deseo. Y no se olvide nunca de su


hijo... Me gusta considerarla a usted como madre. Me gusta pensar que lo
es usted.

LADY WINDERMERE (Alzando la vista.).— Ahora quiero serlo siempre.

Solo una vez en mi vida he olvidado a mi madre... Fue anoche. ¡Oh! Si me


hubiese acordado de ella, no hubiera sido tan necia, tan mala.

MISTRESS ERLYNNE (Con un leve temblor.).— ¡Bah! Anoche está ya


muy lejos.

(Entra LORD WINDERMERE.)

LORD WINDERMERE.— Su coche no ha vuelto aún, mistress Erlynne.

MISTRESS ERLYNNE.— No importa. Tomaré uno de alquiler. No hay


nada tan respetable en el mundo como un coche típico de alquiler. Y
ahora, mi querida lady Windermere, tengo que despedirme de verdad.
(Yendo hacia el centro.) ¡Oh! Ahora recuerdo. Voy a parecerle a usted
absurda; pero sepa que fui anoche lo bastante tonta para llevarme de su
baile ese abanico del que me he encaprichado enormemente. Dígame:
¿querría usted dármelo? Lord Windermere dice que puede usted
regalármelo. Ya sé que es un regalo que él le hizo.

LADY WINDERMERE.— ¡Oh! Ciertamente, se lo daré con mucho gusto.


Pero tiene puesto mi nombre: «Margarita».

MISTRESS ERLYNNE.— Pero ¡si tenemos el mismo nombre!

LADY WINDERMERE.— ¡Oh! Lo había olvidado. Téngalo, claro es. ¡Qué


extraordinaria casualidad que tengamos el mismo nombre!

MISTRESS ERLYNNE.— Realmente extraordinario. Gracias... Eso hará


que me acuerde siempre de usted.

(Se estrechan la mano. Entra PARKER.)

PARKER.— Lord Augusto Lorton. El coche de mistress Erlynne ha llegado.

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(Entra LORD AUGUSTO.)

LORD AUGUSTO.— Buenos días, querido. Buenos días, lady Windermere.

(Al ver a MISTRESS ERLYNNE.) ¡Mistress Erlynne!

MISTRESS ERLYNNE.— ¿Cómo está usted, lord Augusto? ¿Está usted


del todo bien esta mañana?

LORD AUGUSTO (Fríamente.).— Completamente bien. Gracias, mistress


Erlynne.

MISTRESS ERLYNNE.— No tiene usted buena cara del todo, lord


Augusto.

Se acuesta usted demasiado tarde..., y eso es malo para usted.


Realmente, debería usted cuidarse más. Adiós, lord Windermere. (Se
dirige hacia la puerta, haciendo una inclinación a LORD AUGUSTO. De
repente sonríe y vuelve la cabeza hacia él.) ¡Lord Augusto!, ¿quiere usted
acompañarme hasta el coche? Podría usted llevarme el abanico.

LORD WINDERMERE.— ¡Permítame!

MISTRESS ERLYNNE.— No; quiero que sea lord Augusto. Tengo un


recado particular para la querida duquesa. ¿No quiere usted llevarme el
abanico, lord Augusto?

LORD AUGUSTO.— Si lo desea usted realmente, mistress Erlynne...

MISTRESS ERLYNNE (Riendo.).— ¡Claro que sí! ¡Lo llevará usted tan
graciosamente!... Usted llevaría cualquier cosa graciosamente, querido
lord Augusto.

(Al llegar a la puerta se vuelve a mirar por un momento a LADY


WINDERMERE.

Sus ojos se encuentran. Luego da media vuelta y sale por el centro


seguida por LORD AUGUSTO.)

LADY WINDERMERE.— No volverás ya nunca a hablar mal de mistress


Erlynne, ¿verdad, Arturo?

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LORD WINDERMERE (Gravemente.).— Es mejor de lo que podía creerse.

LADY WINDERMERE.— Es mejor que yo.

LORD WINDERMERE (Sonriendo y acariciándole los cabellos.).— ¡Niña!


Tú y ella pertenecéis a mundos diferentes. En el tuyo no ha entrado nunca
la maldad.

LADY WINDERMERE.— No digas eso, Arturo. Este mundo es el mismo


para todos nosotros, y el bien y el mal, el pecado y la inocencia, pasan por
él cogidos de la mano. Cerrar los ojos a esa mitad de la vida que puede
uno vivir tranquilamente es como cegarse uno mismo para poder pasear
con más seguridad por un terreno lleno de abismos y de precipicios.

LORD WINDERMERE (Llevándola cogida del talle.).— ¿Por qué dices


eso, amor mío?

LADY WINDERMERE (Sentándose en el sofá.).— Porque yo, que había


cerrado los ojos a la vida, he estado al borde de ese precipicio. Y alguien
que nos había separado...

LORD WINDERMERE.— Nosotros no hemos estado nunca separados.

LADY WINDERMERE.— No debemos volver a estarlo. ¡Oh Arturo! No me


quieras menos y yo tendré en ti más confianza. Tendré una confianza
absoluta en ti. Vámonos a Selby. En la rosaleda de Selby hay rosas
blancas y rojas.

(Entra LORD AUGUSTO por el centro.)

LORD AUGUSTO.— ¡Arturo, me lo ha explicado todo! (LADY


WINDERMERE le mira horriblemente asustada. LORD WINDERMERE se
estremece. LORD AUGUSTO coge a WINDERMERE del brazo y le lleva a
las candilejas. Le habla de prisa y en voz baja. LADY WINDERMERE, en
pie, los vigila aterrada.) Chico, me ha explicado todas esas malditas cosas.
Hemos sido enormemente injustos con ella. Fue a casa de Darlington
exclusivamente por mi bien. Llamó primero al club... y lo hizo queriendo
sacarme de dudas..., y al decirle que me había ido..., me siguió..., y
asustada, naturalmente, al oír entrar a todos los que íbamos..., se metió en
otra habitación... Como ves, la cosa no puede ser más satisfactoria para
mí. Nos hemos portado brutalmente con ella. Es precisamente la mujer

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que me conviene. La más adecuada de la tierra. La única condición que
impone es que vivamos siempre fuera de Inglaterra. Una magnífica idea.
¡Malditos clubs, maldito clima, malditos cocineros, maldito todo! ¡Estoy
harto de todo!

LADY WINDERMERE (Asustada.).— ¿Entonces..., mistress Erlynne...?

LORD AUGUSTO (Adelantándose hacia ella y haciendo una profunda


reverencia.) Sí, lady Windermere... Mistress Erlynne me ha hecho el honor
de aceptar mi mano.

LORD WINDERMERE.— Pues es indudable que te casas con una mujer


muy inteligente.

LADY WINDERMERE (Cogiendo la mano de su marido.).— ¡Ah! ¡Se casa


usted con una mujer muy buena!

FIN DE «EL ABANICO DE LADY WINDERMERE»

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Oscar Wilde

Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde (Dublín, Irlanda, entonces


perteneciente al Reino Unido, 16 de octubre de 1854-París, Francia, 30 de
noviembre de 1900) fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés.

Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del


Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido
a su gran y aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas,
sus obras de teatro y la tragedia de su encarcelamiento, seguida de su

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temprana muerte.

Hijo de destacados intelectuales de Dublín, desde edad temprana adquirió


fluidez en el francés y el alemán. Mostró ser un prominente clasicista,
primero en Trinity College, Dublín y después en Magdalen College
(Oxford), de donde se licenció con los reconocimientos más altos en
estudios clásicos, tanto para los llamados Mods, considerados
tradicionalmente los exámenes más difíciles del mundo, como en los
Greats (Literae Humaniores). Guiado por dos de sus tutores, Walter Pater
y John Ruskin, se dio a conocer por su implicación en la creciente filosofía
del esteticismo. También exploró profundamente el catolicismo —religión a
la que se convirtió en su lecho de muerte—. Tras su paso por la
universidad se trasladó a Londres, donde se movió en los círculos
culturales y sociales de moda.

Como un portavoz del esteticismo, realizó varias actividades literarias;


publicó un libro de poemas, dio conferencias en Estados Unidos y Canadá
sobre el Renacimiento inglés y después regresó a Londres, donde trabajó
prolíficamente como periodista. Conocido por su ingenio mordaz, su vestir
extravagante y su brillante conversación, Wilde se convirtió en una de las
mayores personalidades de su tiempo.

En la década de 1890 refinó sus ideas sobre la supremacía del arte en una
serie de diálogos y ensayos, e incorporó temas de decadencia, duplicidad
y belleza en su única novela, El retrato de Dorian Gray. La oportunidad
para desarrollar con precisión detalles estéticos y combinarlos con temas
sociales le indujo a escribir teatro. En París, escribió Salomé en francés,
pero su representación fue prohibida debido a que en la obra aparecían
personajes bíblicos. Imperturbable, produjo cuatro «comedias divertidas
para gente seria» a principios de la década de 1890, convirtiéndose en uno
de los más exitosos dramaturgos del Londres victoriano tardío.

En el apogeo de su fama y éxito, mientras su obra maestra La importancia


de llamarse Ernesto seguía representándose en el escenario, Wilde
demandó al padre de su amante por difamación. Después de una serie de
juicios fue declarado culpable de indecencia grave y encarcelado por dos
años, obligado a realizar trabajos forzados. En prisión, escribió De
Profundis, una larga carta que describe el viaje espiritual que experimentó
luego de sus juicios, un contrapunto oscuro a su anterior filosofía
hedonista. Tras su liberación, partió inmediatamente a Francia, donde
escribió su última obra La balada de la cárcel de Reading, un poema en

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conmemoración a los duros ritmos de la vida carcelaria. Murió indigente en
París, a la edad de cuarenta y seis años.

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