Argumentación Jurídica
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Argumentación Jurídica
ARGUMENTACIÓN JURÍDICA
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que incluso se ha llegado a sostener que no existe hoy en día algo así como
“la” Metodología jurídica, sino más bien una pluralidad de ellas, dada la
ausencia de una doctrina metodológica unitaria.
La razón fundamental de dicha diversidad entendemos que reside, en gran
parte, en el hecho de que las doctrinas sobre el método jurídico nunca
pueden entenderse
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desvinculadas del concepto de Derecho, esto es, de los modos de concebir
el Derecho, ya sea de forma tácita o expresa, sobre el que se asientan. De
ahí que una historia de la Metodología jurídica tenga siempre que ser, al
mismo tiempo, historia de los modos de concebir el Derecho como dato o
fenómeno. Y a su vez ambos elementos ( reglas metódicas y concepto de
Derecho) están íntimamente unidos a la idea de racionalidad (corrección o
verdad) que manejemos en el trabajo jurídico. Al final de este tema
realizaremos un breve cuadro comparativo de la interrelación de estas tres
variables y de su repercusión en la calificación y la forma de entender la
práctica jurídica.
En este momento parece pertinente que realicemos algunas
consideraciones generales sobre la realidad del Derecho y los distintos
saberes que se proyectan sobre dicha realidad.
La realidad del Derecho es muy compleja, poliédrica, con miles de matices
e implicaciones de muy diverso tipo: valorativas, ideológicas, económicas,
políticas, etc. Es una realidad construida por el hombre como muchas otras
de las manifestaciones de la cultura humana: el lenguaje, la pintura, la
música, etc. De ahí la afirmación de que el Derecho es una realidad cultural
en contraposición a la denominada realidad natural, que sería aquella no
construida por el hombre, lo que llamamos la naturaleza. Un mundo de
fenómenos regidos por relaciones de causalidad y sometidos a las leyes
físico-naturales con independencia del actuar humano. Tomando como base
esta distinción entre naturaleza y cultura, entre lo dado y lo elaborado por
el hombre, se intenta dividir el mundo en dos tipos de objetos: los naturales
que podrían ser conocidos y estudiados al margen de consideraciones
valorativas e ideológicas y los culturales que, en tanto creados por el
hombre dentro de unas coordenadas históricas, su conocimiento vendría
condicionado por instancias valorativas, ideológicas e interesadas.
La dificultad que plantea la delimitación y el conocimiento del mundo
jurídico, no sólo es fruto de tratarse de una realidad cultural, sino también
del hecho de tratarse de una realidad práctica, esto es orientada al
comportamiento humano. Una realidad que se construye a partir de un
determinado contexto práctico (de conductas y pautas) y que tiene como
función incidir y condicionar las propias prácticas sociales.
Así, por ejemplo, no es extraño que haya quien entienda que el Derecho es
lenguaje, y aunque ello es cierto, lo es sólo en parte, y siempre habrá quien
nos señale que no es tanto el lenguaje en el que se manifiesta como lo
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expresado por ese lenguaje. Cuando observamos los artículos de un código
no sabemos muy bien si son normas o proposiciones escritas que expresan
normas. Pero en todo caso el lenguaje que vemos es un tipo de lenguaje
muy particular, no es un lenguaje descriptivo- enunciativo, sino
prescriptivo-directivo, mediante el cual pretendemos dirigir la conducta de
los demás y
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por tanto no es un lenguaje que pueda ser analizado desde las categorías
de verdad o falsedad, sino desde otras categorías tales como la validez o
invalidez (aunque sea muy discutible también lo que entendamos por
validez).
El Derecho es una realidad configurada a lo largo de la historia. En
consecuencia estamos ante una realidad cambiante como lo es la sociedad
humana. Esta afirmación, del carácter dinámico e histórico del Derecho,
que nos puede parecer del todo evidente, no lo es tanto al menos si nos
fijamos en muchos de los estudios que sobre el Derecho se han realizado.
Estudios que adolecen de lo que podríamos denominar “esencialismo” o
“apriorismo jurídico”, esto es, que pretenden presentarnos la realidad
jurídica como dotada de una esencia inmutable o de algo necesario y
permanente que vendría a ser como el núcleo de lo jurídico o aquello que
es y ha sido siempre igual y que permite hablar del Derecho como una
constante desde el momento de la existencia de grupos humanos sobre la
tierra.
Aparte de su carácter cambiante, la realidad del Derecho entraña otra gran
dificultad, la distinción entre la realidad jurídica y el conocimiento de esa
realidad. En terminología filosófica diríamos que se trata de diferenciar el
plano ontológico (del ser) y el plano gnoseológico ( del conocer). Una cosa
es la realidad, el ser del Derecho y otra distinta el saber sobre esa realidad,
el conocimiento de la misma. Qué duda cabe de que siempre existirá una
relación estrecha entre la realidad y su conocimiento, pero esa relación no
debe ocultarnos que se trata de dos planos diversos que no debemos
confundir. De hecho, en la mayor parte de los saberes y disciplinas nos
resulta más sencillo distinguir ambos planos. Pensemos, por ejemplo, en la
Historia o en la Astronomía, nadie confunde los hechos históricos con los
juicios del historiador para dar cuenta de los mismos; o en el caso de la
Astronomía, cuyo objeto o realidad decimos que son los astros, nadie los
confunde con las leyes de la Astronomía o los juicios que utiliza el
astrónomo para enunciar o describir esa realidad. En cambio, en el mundo
del Derecho, se hace especialmente difícil el diferenciar ambos planos. No
está nada clara la distinción entre realidad del Derecho y los juicios que
utilizamos para dar cuenta de la misma, esto es, los juicios que el teórico
del Derecho emplea para enunciar y describir esa realidad. Delimitar el
campo jurídico es algo especialmente difícil y prueba de ello son las
múltiples definiciones que de lo jurídico se han dado, sin que lleguemos a
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un acuerdo mayoritario o de consenso.
Por otra parte, el saber más específico y característico de la realidad
jurídica ha sido objeto a lo largo de los años de entendimientos diversos.
En la época griega y la antigüedad en general el conocimiento jurídico era
visto como un arte o saber propio de determinados estamentos (religiosos,
nobles) sociales. En la antigua Roma, donde ese arte se hace profesión, el
saber de los jurisconsultos más notables era considerado
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como creación de auténtico Derecho. A lo largo de la Edad Media, ese
saber como arte o prudencia va a ser visto también como un conocimiento
propio de la imagen de ciencia de la época, un saber sistemático, un
conocimiento que partiendo de determinados axiomas era capaz de
expresarse en la deducción de un conjunto de proposiciones ordenadas. A
partir del Renacimiento, con la llegada de la Edad Moderna convivirán
esa visión ordenada y sistemática del saber jurídico junto con el nuevo ideal
de los saberes, el saber de las ciencias naturales. Un saber positivo y
empírico que adoptará como método válido de conocimiento el método
inductivo generalizador. Este nuevo ideal del saber va a suponer para toda
una serie de disciplinas (las denominadas ciencias humanas o sociales) el
cuestionamiento de las mismas como saberes rigurosos y científicos y la
escisión de la teoría de la ciencia moderna en dos grandes grupos de
ciencias. Por un lado, las llamadas ciencias experimentales, naturales o
ciencias en sentido fuerte o estricto, que son el prototipo del saber no sólo
por el alto grado de fiabilidad y exactitud de sus resultados, sino también
por ser la base del gran desarrollo tecnológico de la sociedad de nuestros
días; y por otro lado, las llamadas ciencias sociales, humanas o del espíritu,
donde se situarían toda una serie de saberes tradicionales tales como el
Derecho, la Historia, la Lingüística, etc. y a la que se añadirían todo un
conjunto de nuevas disciplinas tales como la Sociología, Psicología,
Antropología, Economía, etc. Todo este conjunto de “ciencias” se
caracterizarían según unos por tomar como objeto de estudio algún sector
de la sociedad o de la cultura (y no un sector de la naturaleza como es el
caso de las ciencias naturales), o bien porque el método que emplean no es
el propio de las ciencias naturales, sino un método distinto que más que
explicar pretende comprender esa serie de fenómenos.
El Derecho, en cuanto sector de la sociedad o de la cultura, se nos muestra
como una realidad, muy compleja, con múltiples y difíciles recovecos, con
conexiones muy profundas con la ética, con la moral, con la política, con la
economía, con la ideología, etc. Una realidad en definitiva bastante
subjetiva y muy difícil de objetivar y de ser presentada de forma cerrada y
autónoma frente al resto de realidades sociales que la envuelven y
condicionan.
Nosotros queremos conocer esa realidad que de alguna forma hemos
intentado caracterizar y delimitar. Y la queremos conocer de la forma más
completa posible. Queremos saber cuando esas normas son válidas, cómo
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se pueden y cómo se deben interpretar, cómo se aplican. Queremos saber
cuáles son las categorías y los conceptos generales que manejan los
sistemas jurídicos, cuál es la lógica que se utiliza en esas proposiciones o
lenguaje jurídico y cuál es la lógica a la que se someten los juristas en los
razonamientos que formulan a la hora de interpretar y aplicar el Derecho.
Queremos explicar los fenómenos sociológicos, económicos y políticos
que han dado
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origen a ese conjunto de normas y no a otras, y queremos analizar esto no
sólo en el presente sino también en el pasado, y pretendemos conocer por
qué se obedecen unas normas y por qué se desobedecen otras, y todo ello
sirviéndonos del análisis comparativo entre los distintos ordenamientos
jurídicos y sirviéndonos de las técnicas y conocimientos actuales. Además,
todo el sistema de normas jurídicas hemos dicho que está muy implicado
con aspectos ético-valorativos y de justicia, por eso queremos conocer el
grado de justicia o de injusticia del sistema jurídico, y en función de ello
criticarlo o cambiarlo por otro sistema jurídico más justo. Y, por último,
también queremos saber cómo podemos calificar y clasificar todo este
conocimiento acerca del Derecho. Es preciso ordenar y jerarquizar esos
conocimientos, pues es posible que no todos los saberes jurídicos sean
iguales y unos tengan rango científico y otros no sean ciencia sino más bien
técnicas.
Conocer la realidad del Derecho no es una cuestión fácil dado que no hay
una sola disciplina o ciencia que aborde todos sus aspectos o puntos de
vista. Cada ángulo, cada perspectiva o cada objeto formal distinto e
independiente justifican también un tipo de saber también distinto e
independiente. Un mismo objeto material puede tener varios objetos
formales y por tanto, varias ciencias o disciplinas que se ocupen de su
conocimiento.
En este sentido se ha dicho que no hay una única disciplina que se refiera
al Derecho, sino un cúmulo de saberes que tienen estatutos
epistemológicos distintos: Unos parecen ser más bien conocimientos o
técnicas dirigidas a facilitar la comprensión y el funcionamiento del
Derecho (Dogmática Jurídica); otros, serían partes de ciencias formales o
de ciencias sociales o humanas aplicadas al Derecho (Sociología jurídica,
Historia del derecho, Psicología jurídica, Lingüística jurídica, etc.); y por
último, otros serían el resultado de trasladar al Derecho métodos
provenientes de otras disciplinas (análisis económico, teoría de juegos,
estructuralismo, etc.) o de la aplicación al Derecho de innovaciones
tecnológicas (como sería el caso de la Informática jurídica). Además,
tendríamos la perspectiva filosófica que partiendo de las prácticas y los
distintos saberes sobre el Derecho los desborda y los somete a análisis. La
perspectiva filosófica es crítica y totalizadora del fenómeno jurídico de sus
fines y de su funcionamiento. La actividad filosófico-jurídica es una
actividad meta-científica que presupone todos los demás saberes jurídicos y
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que desde ellos elabora una concepción general del mundo jurídico.
Dicho lo anterior, conviene tener presente que no todos los métodos tienen
el mismo rendimiento cuando los proyectamos sobre una determinada
realidad, de ahí que existan métodos más apropiados unos que otros para
el análisis y el estudio del
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Derecho. El que empleemos uno u otro método vendrá determinado por las
características del objeto y por cuáles sean nuestros objetivos e intereses.
Por todo lo señalado, parece oportuno que si no queremos caer en puros
reduccionismos, en dogmatismos injustificados o en visiones excesivamente
estrechas, debemos adoptar una visión del Derecho lo suficientemente
amplia y abierta en la que tengan cabida sus componentes o elementos
básicos. Y a poco que hagamos un repaso sobre cuales son esos
componentes o dimensiones, veremos que resulta prácticamente imposible
prescindir de los elementos normativos, conductuales y discursivos o
argumentativos. Y a la par que destacamos tales elementos, debemos tomar
conciencia también del carácter dinámico de la realidad jurídica para poner
de manifiesto que se trata de algo vivo en movimiento y no de un objeto
inmóvil o estático. Solo así, destacando el carácter complejo de sus
componentes y a la vez, la permanente y continua interacción y movilidad
entre los mismos podremos tener una aproximación adecuada a la realidad
jurídica. Concepción del Derecho de carácter tridimensional en la que
necesariamente tenemos que tener en cuenta hechos, normas y esquemas
de razonamiento que nos permiten conectar prácticas con normas y normas
con prácticas en un proceso constante y circular. Un análisis mas
minucioso o preciso de los límites y el alcance de tal visión es materia
propia de la Teoría del Derecho y su estudio nos alejaría demasiado de
nuestro propósito actual.
Una vez apuntada la anterior noción del Derecho es el momento idóneo, de
cara a organizar nuestro análisis, para aportar o presentar una
clasificación de los distintos sectores o ámbitos del trabajo jurídico. Para
ello quizás el mejor punto de partida es el de serviremos del lenguaje como
una dimensión del Derecho intuitiva por ser la manejada por todos los
operadores jurídicos y sujetos vinculados al derecho. Una dimensión
lingüística que nos permite simplificar y adoptar la tradicional clasificación
de tres grandes ámbitos o sectores del Derecho: A) el lenguaje del
estudioso del derecho, la doctrina o si se prefiere la ciencia del Derecho;
B) el lenguaje del legislador o creador de normas generales y abstractas;
C) el lenguaje de los órganos jurisdiccionales en su labor interpretativa y
aplicativa del Derecho.
Clasificación o división que realizamos a efectos puramente analíticos, pues
desde un punto de vista práctico es imposible dar cuenta del
funcionamiento de la realidad jurídica si escindimos o separamos esos tres
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sectores.
A continuación, analizaremos de forma muy sintética algunos de los rasgos
mas significativos de los dos primeros: el lenguaje del estudioso y el
lenguaje del legislador. En los temas siguientes centraremos nuestro
interés de forma especial en la interpretación y aplicación por parte de los
órganos jurisdiccionales.
A) El lenguaje del estudioso del derecho (la Dogmática jurídica)
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La ciencia del Derecho tal como hoy la entendemos (como Dogmática
jurídica) se construye en Europa a comienzos del XIX, y tiene tres grandes
centros de desarrollo: en Alemania la Escuela Histórica; en Francia la
Escuela de la Exégesis; y en Inglaterra la Jurisprudencia Analítica. En cada
uno de estos tres países se desenvuelve de una forma relativamente
autónoma, pero tienen un punto esencial en común, las tres participan del
concepto de Derecho positivo. El Derecho es el Derecho positivo, el
Derecho puesto, ya sea por el autor del código, por el soberano o por el
pueblo en su desenvolvimiento orgánico.
La idea de ciencia del Derecho es sumamente confusa, ya que ni está claro
lo que es ciencia1, ni está claro lo que es Derecho, ni está claro a qué nos
referimos cuando hablamos de ciencia del Derecho, o, mejor dicho, puede
comprobarse que bajo semejante rúbrica se han colocado disciplinas y
saberes diversos, que tienen todos que ver, eso sí, con el Derecho.
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No hay una única idea de ciencia sino varias. Siguiendo al profesor Gustavo Bueno, podemos distinguir
cuatro acepciones de ciencia que se hallan relacionadas entre sí históricamente:
- Concepto de ciencia como “saber hacer”: Es un concepto de ciencia próximo a lo que entendemos
por “arte” o técnica especial. Se habla así de la “ciencia del zapatero”, de la “ciencia del navegante”
o de la “ciencia política”. Desde un punto de vista histórico es la primera acepción de ciencia y su
escenario es el taller.
- Concepto de ciencia como “sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios”: Esta
acepción de ciencia sólo puede aparecer en un estado del mundo en el que exista escritura, debate,
organización lógica de proposiciones. Sería el concepto de ciencia de la Edad Antigua y Medieval y
su escenario es la escuela, la Academia. Este sería aproximadamente el concepto de ciencia que
Aristóteles expone en sus Segundos analíticos, tomando como modelo las construcciones
geométricas, concepto que se generalizó, por los escolásticos, a sistemas de proposiciones que se
ordenan en torno a principios pero ya no sólo geométricos sino también teológicos o filosóficos. La
segunda acepción de ciencia cubrirá a la geométrica y a la física de Aristóteles, a la teología
dogmática y a la doctrina jurídica y será una acepción hegemónica desde el siglo IV antes de Cristo
hasta el siglo XVII después de Cristo. Durante los siglos XVIII y XIX la Ciencia Jurídica se servirá
de esta concepción de ciencia como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios, para
hacer del Derecho un objeto susceptible de conocimiento científico según las exigencias de la ciencia
moderna que veremos a continuación. Es el caso, por ejemplo, de la Jurisprudencia de Conceptos en
Alemania.
- Ciencia en sentido moderno o en sentido estricto, corresponde al “estado del mundo” característico
de la época moderna europea, la época de los principios de la revolución industrial. Es la época de
Galileo o de Newton. Su escenario son los laboratorios. La ciencia, en esta nueva acepción fuerte,
pasará a primer plano durante los siglos XVIII y XIX, y en el siglo XX, será reconocida como un
contenido fundamental de nuestro mundo, en su forma de la “gran ciencia”.
- Ciencia en el sentido contemporáneo extendido de “ciencia humana”, “social”, etc. Es un hecho que
hoy en día se habla de Facultades de Ciencias Históricas, de Ciencias de la Información, de Ciencias
Políticas, y que tanto psicólogos, como pedagogos, historiadores, filólogos o economistas
manifestarán su voluntad de pisar en el terreno firme de una ciencia positiva que nada quiere saber de
las especulaciones filosóficas. Estamos ante una extensión de la tercera acepción de ciencia a los
campos de estas disciplinas.
No todas estas acepciones tienen igual significación en nuestro presente como representantes de
la idea de “ciencia”, y sería posible así caracterizar o definir a una teoría de la ciencia en virtud del peso
relativo que conceda a cada una de ellas en sus relaciones con las demás, al elaborar su concepto genérico
de ciencia.
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Del Derecho se ocupa entre otras, la Historia del Derecho, el Derecho
Comparado, la Sociología Jurídica, la Teoría General del Derecho y todas
ellas aparecen como ciencias del Derecho. Si el término se utiliza en
singular, la expresión ciencia del Derecho parece aludir a la dogmática
jurídica (también denominada doctrina jurídica o Jurisprudencia) ¿Cuáles
son las relaciones entre estas disciplinas? ¿Existen criterios que nos
permitan considerar que estamos ante un grupo unitario de ciencias
jurídicas? Es problemático dar por sentado que las relaciones internas
entre todas estas disciplinas son armónicas, como si se tratase de ciencias
que representan perspectivas diversas y coordinables entre sí sobre uno y
el mismo objeto. Más bien parece que es la Dogmática Jurídica la que debe
ordenar todas las demás, ya que en ella la materia jurídica aparece como
núcleo exclusivo de la reflexión, mientras que otras disciplinas como la
Historia del Derecho o la Sociología del Derecho tienen campos más
amplios y los fenómenos jurídicos cuentan sólo como fragmentos de
fenómenos o estructuras también más amplios. Las relaciones internas
entre todas estas disciplinas presentan además el problema de que en
muchas ocasiones, las perspectivas de estudio y las categorías utilizadas
son recíprocamente incompatibles y se excluyen mutuamente, por lo que
tampoco está claro que pueda hablarse de un grupo unitario de ciencias
jurídicas.
La especificidad de la Dogmática jurídica, como disciplina que analiza un
determinado Derecho nacional vigente, se ve acentuada por el hecho de
que en la práctica se ha desarrollado por sectores, ramas o disciplinas
específicas del ordenamiento jurídico. La mejor prueba de éste
particularismo la encontramos en que resulta problemático hablar de la
Dogmática jurídica como una disciplina homogénea y solemos hablar de
sus partes, el Derecho penal español, el Derecho civil francés, etc.
Pudiendo señalar tantas disciplinas dogmáticas como elaboraciones
doctrinales posean un cierto reconocimiento en la tradición jurídica. En la
actualidad nos encontramos frente al surgimiento de ramas específicas que
pugnan por ocupar un lugar propio dentro de la Dogmática jurídica,
pensemos por ejemplo en el Derecho del Consumo, el Derecho del Medio
Ambiente, el Derecho de las Comunidades Europeas, el Derecho de la
Seguridad Social, etc.
Por otro lado, cuando hablamos de Ciencia del Derecho estamos
acostumbrados a pensar que se trata de un saber que reflexiona sobre un
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objeto, el Derecho, cuyos límites y contenido están determinados y dados
previamente. De ahí que tanto la labor teórica (doctrina o estudiosos del
Derecho) como la de los prácticos (jueces, abogados y demás operadores
jurídicos) se perciba como simple determinación y conocimiento de algo
que nos viene dado, el Derecho, y que ha sido creado en una instancia
ajena a lo jurídico, el ámbito de la política. Los científicos del Derecho se
limitarían a estudiar el
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Derecho, esto es, a describir de una forma objetiva y neutral un objeto que
tiene realidad por si mismo. Toda la actividad de los estudiosos del Derecho
y de los prácticos no alteraría ni modificaría en nada la realidad jurídica,
ese objeto autónomo e independiente que es el Derecho.
A poco que nos paremos a reflexionar nos daremos cuenta que la anterior
idea es un postulado básico del pensamiento positivista que buscaba
presentarnos la realidad del Derecho como algo autónomo y cerrado y la
Ciencia jurídica como un saber específico y objetivo que da cuenta de dicha
realidad. Ahora bien, siendo conscientes de que la realidad del Derecho es
algo bastante más abierto y dinámico que un simple objeto, esto es, que se
trata de una práctica social compleja en la que participan y que configuran
y reconstituyen todos los operadores jurídicos en mayor o menor medida, el
lugar que ocuparía la Ciencia del Derecho no sería el de un simple
conocimiento descriptivo externo a la propia realidad del Derecho, sino el
de una parte de esa realidad, la parte si se quiere de mayor contenido
teórico. La actividad del dogmático forma parte de la realidad jurídica y
contribuye junto con otras actividades teóricas y prácticas a la constitución
y configuración de dicha realidad. Las elaboraciones doctrinales sobre las
fuentes del Derecho, los derechos fundamentales, el Estado de Derecho, la
justificación del castigo jurídico, el negocio jurídico, la función judicial,
etc., posibilitan la existencia de una determinada realidad jurídica y si
variasen o se transformasen se transformaría también esa realidad
jurídica2.
La visión positivista del Derecho como objeto de una supuesta Ciencia
jurídica plantea el problema de la existencia de tal objeto. Pues sostener
que la ciencia jurídica sería una ciencia que tiene por objeto al Derecho es
una afirmación en buena parte vacía, porque tal objeto no existe: no existe
el Derecho, sino el Derecho alemán, el Derecho español o el Derecho
inglés, como Derechos positivos y estos no pueden constituir objeto
uniforme de algo que pueda considerarse como la Ciencia del Derecho,
sino que hablaremos más bien de la ciencia pandectística alemana, de la
exegética francesa o de la jurisprudencia inglesa. Este hecho determina
que la ciencia jurídica sea una disciplina irreductiblemente nacional,
particular, y que la idea de una ciencia universal del Derecho sea mas bien
un ideal utópico. Incluso las disciplinas científicas que más se acercan a
este ideal universalista, como serían el Derecho Comparado y la Teoría
general del Derecho, no pueden considerarse universales, puesto que
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aunque tiendan a
2
Otro modo de explicar la misma idea es acentuar el carácter discursivo del Derecho y considerar el
Derecho como un producto social que se constituye en el seno de la comunicación lingüística. Dicho de
forma excesivamente simple, el Derecho es lo que se dice sobre el Derecho, y si esto es así, se constituye
y se recrea permanentemente al hablar de él, de forma que todo discurso sobre el derecho –sea del
legislador, de los operadores jurídicos prácticos o de los científicos del Derecho- conforma y modifica sus
contornos y contribuye a su permanente creación y recreación social (GARCIA AMADO, “Sobre los
modos de conocer el Derecho. O de cómo constituir el objeto jurídico” en DOXA 11, 1992, p. 194, 196)
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superar los límites de los diferentes sistemas jurídicos nacionales fijándose
en ciertos rasgos estructurales comunes, precisan partir necesariamente de
una estructura dada, que funcionaría a modo de paradigma para
establecer analogías con las demás, de forma que su universalidad sería
sólo parcial y posterior. En el caso del Derecho Comparado, más que una
ciencia del Derecho en general es una comparación de los Derechos
realizada siempre desde uno de ellos y utilizando términos y categorías
típicamente doctrinales. Otro tanto cabe decir de los conceptos que maneja
la Teoría general del Derecho, que son en su mayor parte conceptos que
han sido extraídos por abstracción o inducción de una rama jurídica
particular y cuya virtualidad explicativa o analítica está condicionada al
conocimiento previo de la materia particular sobre la que se aplican, es
decir, a los contenidos materiales de un Derecho dado, al margen de los
cuales pierden su operatividad.
De lo señalado anteriormente podemos concluir que no hay ciencia sino
ciencias del Derecho, que no hay dogmática, sino dogmáticas jurídicas y
que no es el Derecho un objeto que se pueda examinar, analizar y describir
sin que tales actividades comporten cambios en su conformación.
Por otro lado, los problemas que ponen en tela de juicio el carácter
científico de las Ciencias humanas o sociales (intromisión de juicios
valorativos, mutabilidad del objeto y falta de objetividad de los resultados)
se presentan, agravados, cuando nos fijamos en la ciencia del Derecho. El
carácter mutable y poco definido del objeto; la intromisión de juicios de
valor y consiguiente pérdida de objetividad y la imposibilidad de operar en
el campo jurídico con razonamientos puramente demostrativos que
conduzcan a resultados fiables y contrastables, alejan a la Ciencia del
Derecho de la Ciencia en sentido estricto o moderno que, de hecho,
funciona en nuestros días como parámetro de cientificidad.
No debe por tanto resultarnos extraño, que ya en los últimos siglos se
alzasen voces negando al saber sobre el Derecho el nombre de ciencia. Una
de las críticas más conocida, fue la realizada en 1847 por el fiscal prusiano
J. von Kirchmann en un artículo titulado La falta de valor de la
Jurisprudencia como Ciencia. Repárese en lo familiares que nos resultan
alguno de los argumentos esgrimidos en ese trabajo y que van dirigidos a
negarle a la ciencia jurídica el estatus científico.
1º.- El objeto de estudio es mudable, contingente y por tanto no
susceptible de conocimiento científico. En palabras de Kirchmann: “Por
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obra de la ley positiva, los juristas se han convertido en gusanos que sólo
viven de la madera podrida; desviándose de la sana, establecen su nido en
la enferma. En cuanto la ciencia hace de lo contingente su objeto, ella
misma se hace contingente; tres palabras rectificadoras del legislador
convierten bibliotecas enteras en basura”. La verdadera ciencia del
Derecho
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tendría que tener por objeto - según Kirchmann - una realidad necesaria e
inmutable y su función debería consistir en el descubrimiento puro y simple
de las verdaderas leyes del Derecho.
2º.- En la Jurisprudencia no hay progreso, y la prueba de ello, es que
no hay menos controversias sino incluso más, es algo que permanece
estancado. La causa, según Kirchmann, no es achacable a los
investigadores, sino al objeto de estudio que no sólo es contingente sino
también un objeto en el que están presentes valoraciones, sentimientos
personales, intereses de todo tipo, etc. (algo irracional y arbitrario).
3º.- La Ciencia del Derecho no cumple ninguna función positiva, de
ahí la inutilidad de la misma. Buena parte de su labor consiste en intentar
poner remedio a los errores y deficiencias del Derecho positivo como
consecuencia del carácter abstracto y esquemático de las leyes. Y la única
función importante, la única que podría considerarse digna de la ciencia,
que sería la de elaboración del Derecho, la Política legislativa, es una
función que la Jurisprudencia excluye de sus cometidos. En las irónicas
palabras de Kirchmann: “Los juristas no pueden poner los cimientos y
levantar enérgicamente el edificio nuevo, pero una vez terminada la obra,
cuando las columnas ya sustentan, entonces acuden como los cuervos a
millones, se meten en todos los rincones y miden los límites y dimensiones
por pulgadas y líneas, y pintan y adornan el noble edificio hasta el punto de
que ni el príncipe ni el pueblo apenas conocen ya su propia labor”.
A las críticas de Kirchmann los juristas han respondido acusándole de
utilizar un concepto de ciencia inadecuado y de caracterizar también de
forma inadecuada la Jurisprudencia.
Cuando von Kirchmann concluye que la Jurisprudencia carece de valor
como ciencia, que no constituye una ciencia con arreglo al auténtico
concepto de la misma, lo que estaría diciendo es que cuando hablamos de
“ciencia jurídica” utilizamos un concepto distinto del que utilizamos para
referirnos a la “ciencia física” o a la “ciencia química”. El concepto de
ciencia que utiliza Kirchmann no es, por tanto, el adecuado para medir la
cientificidad de la Jurisprudencia, porque en ésta, como en las ciencias
sociales en general, no se trata de poner formular leyes generales tras la
observación de determinados hechos, sino más bien de comprender
determinadas realidades valiosas y culturales.
La caracterización realizada de la Jurisprudencia no es, para los críticos de
Kirchmann, tampoco correcta, ni las críticas tan nítidas como parece a
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primera vista. En primer lugar, el carácter contingente o cambiante es sólo
a cierto nivel, y en lo que realmente importa (el método, la mentalidad y la
tradición doctrinal) apenas se producen cambios, o en todo caso son muy
dilatados en el tiempo; en segundo lugar, la falta de
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progreso es más que discutible, si tenemos en cuenta que los juristas cada
vez emplean técnicas más sofisticadas para poder adaptarse a los nuevos
problemas y retos de una sociedad cada vez más compleja, y que demanda
la tutela de mayor número de bienes e intereses; en tercer lugar, respecto
a la inutilidad de la Jurisprudencia, su labor tiene importancia desde el
momento en que cumple funciones como la de aportar elementos para
facilitar la aplicación del Derecho, aportar elementos para la modificación o
el cambio del Derecho, y articular la sistematización (o racionalización) del
material jurídico para las dos funciones anteriores.
Hay autores, como Manuel Atienza, que entienden que el de la Ciencia
Jurídica es un problema mal formulado, cuya explicación es puramente
ideológica. Y la razón no es otra que el intento de superar la falta de
prestigio social de los juristas y de la labor teórica que desarrollan,
usufructuando el rótulo de “ciencia”. Por eso, allí donde los juristas gozan
de prestigio indiscutido, mundo anglosajón y jurisprudencia romana, dicho
problema no se ha planteado.
En relación con esto conviene precisar que no debe confundirse el
problema de la cientificidad de la ciencia jurídica con uno muy distinto que
es el de su justificación, es decir, su utilidad o necesidad. Esta utilidad o
necesidad es aún más clara si adoptamos la que nos ha parecido la
perspectiva más correcta y acentuamos el papel activo que tienen las
disciplinas jurídicas en la conformación y creación del Derecho. Puede que
lo más razonable sea afirmar que la Jurisprudencia no es ciencia, pero tal
afirmación no le resta ni un ápice de importancia a la misma. Estaríamos
ante un saber técnico mas que teórico o científico, un instrumento
orientado fundamentalmente a la práctica.
La polémica cientificidad de la ciencia jurídica no puede imputarse a
razones coyunturales, como que no es una ciencia aún suficientemente
desarrollada o no ha encontrado una metodología rigurosa o adecuada, ya
que es una de las ciencias más antiguas. Tampoco a razones pragmáticas,
que culpen a los juristas de negligencia o incapacidad para desarrollar un
verdadero pensamiento investigador. Hay que suponer que el polémico
estatuto científico de la ciencia jurídica obedece más bien a razones
estructurales o constitutivas, atribuibles a la naturaleza de su campo
material, que hacen particularmente complejo que su estudio pueda
convertirse en ciencia. El campo de trabajo del jurista es una realidad
práctica, que tiene que ver con sujetos y acciones y sobre todo con normas.
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Lo más característico de la Ciencia del Derecho es su referencia a la idea
de norma, ya que es el análisis de la norma lo que justifica su especificidad
y acaso necesidad y a la vez condiciona también seriamente sus límites
científicos.
Manuel Atienza señala que la función de la Ciencia o Dogmática jurídica se
realiza desde un punto de vista interno o normativo, es decir, el dogmático
jurídico se siente vinculado u obligado por esas normas y las acepta como
criterio de enjuiciamiento y
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regulación de las conductas tanto propias como ajenas. Y de ahí que se
haya insistido en que la Dogmática jurídica es: Normativa; Valorativa y
Práctica.
Se dice que es normativa en un triple sentido en cuanto que su objeto de
estudio son normas, en cuanto que su método es imputativo o normativo y
no causal, y en cuanto que elabora un sistema conceptual encaminado a
suministrar criterios para la aplicación de las normas vigentes y para
producir el cambio normativo en las diversas instancias en que este tiene
lugar.
Por otro lado es valorativa en cuanto se dirige a la aplicación e
interpretación del Derecho y también en cuanto suministra criterios para la
modificación del mismo. Además, como ya hemos señalado, el punto de
vista dogmático supone la aceptación de las normas y de los valores en los
que se sustentan.
Y por último es práctica dirigida a la realización de tres funciones muy
concretas: interpretar y aplicar las normas, suministrar criterios para
cambiar el Derecho y elaborar para todo ello un sistema conceptual
adecuado.
B) El lenguaje del legislador
La naturaleza cultural, histórica y práctica del Derecho se pueda
contemplar en todas sus dimensiones respecto de las leyes y de labor de su
creador, el legislador. Las leyes son el elemento básico del ordenamiento
jurídico y la expresión más clara de la normatividad y los mandatos del
Derecho. Pues por muy general y abstracta que la ley sea, es el
instrumento necesario, aunque no suficiente, para la organización y
dirección del funcionamiento del sistema jurídico. Y máxime si partimos de
una concepción iuspositivista y normativista, donde las leyes son la clave
de bóveda sobre la que se fundamenta el propio sistema político y jurídico,
y constituyen la materia objeto del trabajo de todos los operadores jurídicos
(teóricos y prácticos).
La visión legalista (el Derecho son las leyes) y estatalista (no hay más
derecho que el Derecho del Estado) del Derecho se muestra en nuestros
días, si bien en muchos casos no ausente de críticas, como la concepción
aún dominante. No en vano, autores como Weber han destacado el
importante papel que el Derecho estatal legislado (y en particular la
codificación) ha jugado en el proceso de progresiva racionalización de la
sociedad occidental. El modelo de Estado de Derecho junto con los ideales
25
de igualdad, seguridad y justicia predicados de nuestras leyes, siguen
jugando un importante papel justificativo de nuestro sistema jurídico-
político. Ahora bien, no podemos perder de vista las transformaciones y las
críticas que ha sufrido y está sufriendo dicho modelo. Del Estado de
Derecho liberal en sus orígenes hemos pasado a un Estado de Derecho
Social o de Bienestar donde se aprecia un fuerte intervencionismo del
Estado en sectores diversos de la vida social (económico, laboral,
educativo, sanitario, ambiental, etc.). Y de la visión del legislador como
sujeto racional y de su producto, la ley, como
26
clara, coherente, general, abstracta y duradera, hemos pasado a desconfiar
en la racionalidad de dicho sujeto, pues a la par que aportaba como única
justificación de su actuar la pura voluntad asentada en su posición política,
se iban perdiendo gran parte de los atributos de la ley.
Cada vez son más las voces que se alzan para poner de manifiesto que
existe una crisis de la legislación, que en parte es un aspecto de la
denominada crisis del Estado del Bienestar y que esa crisis discurre
paralela a la crisis del Derecho y de la concepción positivista del mismo.
Serían muy largos de enumerar los múltiples factores por los cuales a
partir de la segunda mitad del siglo XX se va a producir una fuerte crítica
de la razón jurídica dominante, lo que conllevará la transformación y la
búsqueda de nuevas vías de racionalización del mundo jurídico.
Transformación que afectará al papel o cometido de cada uno de los
principales operadores jurídicos ( legisladores, jueces y estudiosos) y que
propiciará la necesidad de un cambio o reformulación de la teoría jurídica.
A modo meramente indicativo podemos señalar como factores que han
propiciado esa crítica los siguientes:
1º Las insuficiencias metodológicas de un positivismo jurídico
excesivamente cerrado y formalista que se desentendía de la labor
legislativa por considerarla como pura labor política al margen de
consideraciones jurídicas, y al mismo tiempo presentaba una visión
inadecuada de la labor jurisdiccional, que oscilaba entre dos extremos: o el
determinismo rígido o el decisionismo voluntarista.
2º Los excesos propios de un Estado regulador con un creciente
paternalismo y una hiperabundancia legislativa plagada de
contradicciones, vaguedades y deficiencias que se reproducen a velocidad
vertiginosa propiciando la confusión y afectando de forma directa a la
imprescindible certeza, seguridad y previsibilidad del Derecho.
3º La denominada “rehabilitación de la razón práctica” que supondrá
una aproximación entre los campos jurídico, moral y político, intentando
buscar mecanismos de fundamentación y justificación de nuestra práxis
social. Las modernas aportaciones de la filosofía moral y política se
proyectan de forma casi inmediata en el ámbito jurídico, poniendo en
cuestión la anhelada autonomía del Derecho y su separación respecto de la
moral y la política.
4º La transformación de los centros y las prácticas de poder de
nuestras sociedades desarrolladas y complejas, que se manifiesta en
27
fenómenos tales como la perdida de la centralidad de los Parlamentos como
órganos de producción y control legislativo, el aumento de la capacidad
normativa del poder ejecutivo, la toma de decisiones por parte de las élites
de los partidos políticos, el protagonismo de diversos
28
agentes sociales como sujetos reguladores, los fenómenos de
infraestatalidad y supraestatalidad normativa, etc.
Hoy en día, cada vez tiene más fuerza entre la doctrina y poco a poco va
calando en la práctica un nuevo modelo de Estado y una nueva teoría del
Derecho, el llamado “neoconstitucionalismo”, que viene arropado por una
teoría ideológica que pretende defender las bondades de esta nueva
concepción de la realidad política y jurídica. Este nuevo fenómeno se
manifiesta fundamentalmente por la presencia de textos constitucionales
con un fuerte contenido normativo respaldados por instrumentos y
garantías jurisdiccionales. La constitucionalización del ordenamiento es un
proceso de transformación al término del cual el ordenamiento jurídico
resulta totalmente impregnado por las normas constitucionales.3
Fruto de las anteriores razones (diversos tipos de crisis y diversas
propuestas teóricas) es la creciente preocupación por el estudio y el
análisis del fenómeno legislativo en su conjunto y de los métodos y técnicas
de legislación en particular. Y conviene tomar conciencia que en ese nuevo
saber o “ciencia de la legislación” es posible distinguir entre la teoría de la
legislación y la denominada técnica legislativa.
La teoría de la legislación pretende ser un análisis de conjunto, de carácter
básico y de tipo explicativo del fenómeno legislativo. Se trataría de una
reflexión de naturaleza conceptual y abstracta, orientada más a la
compresión global del fenómeno legislativo que a una finalidad de carácter
práctico inmediato. Teoría de la legislación que tendría que verse como una
parte de la teoría Derecho y ésta a su vez inmersa en el contexto de una
teoría social, sin perder de vista tampoco la teoría política y la teoría
moral. No cabe duda que este tipo de teoría de la legislación está aun por
realizar. Pero lo que si se puede señalar es que en la misma jugarían un
especial papel los análisis de Sociología del derecho y los estudios sobre la
racionalidad y la argumentación en el mundo jurídico. A modo de ejemplo,
dicha teoría tendría que responder a interrogantes tales como el pluralismo
jurídico (que cuestiona la identificación entre Derecho y Derecho estatal) o
la determinación del tipo de racionalidad presente en el Derecho legislado,
o las similitudes y diferencias entre la actividad legislativa y el resto de las
actividades jurídicas, así como las diferencias y semejanzas entre la teoría
de la legislación y la dogmática jurídica.
En cuanto a la denominada técnica legislativa tiene un carácter más
sectorial y se orienta a indicarnos cómo conseguir determinados objetivos a
29
partir de la utilización de ciertos conocimientos. Es un método que nos
indica los caminos que debemos seguir
3
Como señala Ricardo Guastini: “Un ordenamiento jurídico constitucionalizado se caracteriza por una
Constitución extremadamente invasora, entrometida (persuasiva, invadente), capaz de condicionar tanto
la legislación como la jurisdicción y el estilo doctrinal, la acción de los actores políticos, así como las
relaciones sociales” (“La “constitucionalización” del ordenamiento jurídico: el caso italiano”, en
Neoconstitucionalismo(s), Edt. Trota, Madrid, 2003, p.51)
30
para lograr una meta. Con lo que bien podríamos hablar del método de la
legislación, como “el conjunto de criterios adecuados para elevar un
Derecho correcto”. El interrogante ahora consistirá en determinar qué se
puede entender por “Derecho correcto”, y para dar respuesta a dicho
interrogante nada mejor que recoger la propuesta de Manuel Atienza4.
Según este autor debemos considerar el proceso de producción de las leyes
– la legislación- como una serie de interacciones que tienen lugar entre
distintos elementos: edictores, destinatarios, sistema jurídico, fines y
valores. Y al mismo tiempo nos presenta cinco niveles, modelos o ideas de
lo correcto o si se prefiere de racionalidad desde los que puede
contemplarse la legislación. Dichos niveles serian los siguientes: (R1)
“racionalidad comunicativa o lingüística”, “el emisor (edictor) debe ser
capaz de transmitir con fluidez un mensaje (la ley) al receptor (el
destinatario)”; (R2) “racionalidad jurídico-formal”, “la nueva ley debe
insertarse armoniosamente en un sistema jurídico”; (R3) “racionalidad
pragmática”, “la conducta de los destinatarios tendría que adecuarse a lo
prescrito en la ley”; (R4) “racionalidad teleológica”, “la ley tendría que
alcanzar los fines sociales perseguidos”; (R5) “racionalidad ética”, “las
conductas prescritas y los fines de las leyes presuponen valores que
tendrían que ser susceptibles de justificación ética”.
Una ley es irracional en el nivel (R1) en la medida en que fracasa como acto
de comunicación; una ley es irracional en el nivel (R2) cuando contribuye
a erosionar la estructura del ordenamiento jurídico; una ley es irracional en
el nivel (R3) en la medida en que fracasa como directiva, esto es, en su
propósito de influir en el comportamiento humano; una ley es irracional en
el nivel (R4) en la medida en que no produce los efectos deseados; una
ley es irracional en el nivel (R5) si no está justificada éticamente. Cada nivel
o tipo de racionalidad se apoya en determinadas teorías y conocimientos,
nos define una noción de irracionalidad y la vez, nos sugiere qué técnicas
utilizar para incrementar la racionalidad. Estos cinco niveles están
dispuestos de forma jerárquica, para poner de manifiesto que los niveles
superiores tienen prioridad sobre los inferiores.
Si bien la comprensión de cada uno de estos niveles de racionalidad no
plantea más problemas que los propios de las teorías y los medios
indispensables en los que cada uno de ellos se apoya para lograr el fin
propuesto, cuando lo que realizamos es el análisis de las relaciones que
guardan entre sí esos diversos niveles de racionalidad la cuestión se vuelve
31
más compleja, pues tanto caben relaciones de compatibilidad (por
4
Atienza, M., Contribución a una teoría de la legislación, Edt. Cívitas, Madrid, 1997. En una línea
similar, pero destacando las exigencias discursivas y de coherencia material y axiológica, está la
propuesta presentada por Leonor Suárez Llanos en La ley desmedida. Estudios de Legislación, Seguridad
y Jurisdicción, Edt. Dykinson, Madrid, 2007.
32
ejemplo entre R1 y R2), como de dependencia (R1 es condición necesaria
para los otros niveles) o incluso de incompatibilidad (por ejemplo entre R4
y R5, o entre R2 y R4).
En esas diversas relaciones entre los distintos niveles quizás convenga
destacar que mientras los primeros cuatro niveles están orientados hacia
una racionalidad instrumental o de tipo estratégico, la racionalidad ética
(R5) es racionalidad de fines por lo que no genera ninguna técnica
legislativa específica distinta de las técnicas que generan las
racionalidades R1-R4. La racionalidad ética (R5) desarrolla una función
más bien negativa que constructiva, pues establece, sobre todo, límites
negativos.
Conviene no exagerar o sobrevalorar tanto la teoría como la técnica
legislativa, pues pese a lo mucho que nos puedan aportar no debemos
creernos que gracias a las mismas podremos solventar los múltiples
problemas e interrogantes que el Derecho de nuestras sociedades
complejas y desarrolladas plantea. Al igual que debemos evitar no caer en
el error tantas veces cometido por la dogmática jurídica de querer
presentarse como una verdadera ciencia, cuando lo realmente importante
es recoger los aportes que nos ofrecen las diversas ciencias y los diversos
saberes para constituirnos en tecnologías o técnicas que permitan mejorar
nuestra práctica jurídica.
Por último, una vez realizados los anteriores análisis sobre determinados
rasgos tanto de la dogmática jurídica como de la actividad legislativa, es el
momento de retomar la cuestión que apuntábamos al principio del presente
tema y que considerábamos la principal causa del pluralismo metodológico
jurídico: la interrelación entre la idea del derecho, la idea de racionalidad y
las reglas metódicas que manejamos. Veamos en un cuadro comparativo
una posible interconexión entre esas tres variables.
33
Tema 2.- La Metodología del Derecho moderna: siglos XIX y XX.
A lo largo de la historia del pensamiento jurídico es posible diferenciar dos
grandes tipos de aproximaciones metodológicas en la interpretación y
aplicación del Derecho: 1ª.- Una en la que predomina el análisis interno de las
normas y los principios del sistema, realizando una actividad preferentemente
de tipo lógico-formal para intentar deducir de esos elementos de carácter
general la conclusión aplicable a los casos concretos; 2ª.- otra, en la que
predomina una perspectiva en cierto modo exterior a las normas y al sistema, y
que fija su punto de atención en los intereses, fines y valores a cuyo
cumplimiento se orienta un determinado sistema jurídico. Mientras en el primer
supuesto lo decisivo es el respeto a la norma y su estricta aplicación a través de
procedimientos formales de carácter silogístico-deductivo; en el segundo
supuesto, lo decisivo es la realización de esos intereses, fines y valores
descubiertos por el interprete y aplicador del Derecho con respecto a cada caso
concreto de la vida real. Dos grandes tendencias metodológicas que se han
manifestado siempre, de modo mas o menos claro y coherente, en la historia de
la interpretación y aplicación del Derecho.
Será precisamente en los siglos XIX y XX cuando se marca el momento álgido
de la polémica entre los métodos jurídicos, formalistas y conceptualistas por un
lado; y por el otro, finalistas y realistas.
La teoría tradicional del positivismo metodológico jurídico de principios del
siglo XIX se apoyaba en una visión del Derecho como sistema cerrado, inmóvil y
completo, o al menos autosuficiente, como ordenamiento normativo, para dar
respuesta a toda cuestión nueva. Consiguientemente el tipo de racionalidad que
preside la labor del jurista será la racionalidad interna del sistema. La
racionalidad del Derecho mismo como dato, como resultado preestablecido
(racionalidad del producto del legislador), es la que asegura la racionalidad del
producto de su aplicación. Y de ahí que para esta orientación, la Metodología
jurídica no será mas que la mera descripción de los pasos formales del
razonamiento por el que de lo racionalmente dado con carácter general se
extraen nuevos contenidos racionales para los casos concretos. Esto es,
exposición del armazón lógico- deductivo de la aplicación de las normas y, todo
lo más, de los instrumentos normativos que en los ordenamientos o en la
tradición de los juristas se prevén para determinar de modo seguro y suficiente
la interpretación e integración de las normas. La aplicación del Derecho será
1
ante todo un acto de conocimiento guiado por las pautas metodológicas.
Pero frente al modelo de lo racional como sistema deductivo, y de imagen del
conocimiento científico como aquel que sigue un esquema axiomático, surge
una nueva visión de la ciencia y del conocer más consciente de la impurezas que
acompañan y determinan tanto al Derecho como a las distintas fases del trabajo
de los juristas. La penetración de esa nueva visión en la teoría jurídica ha dado
lugar a lo que Adomeit denomina “crisis del determinismo jurídico”.
2
La decisión jurídica ya no se verá como determinada plenamente por el sistema
de normas positivas o por el sistema de principios que de ellas dimanan. Y deja
de tener sentido la afirmación de un único método para la práctica, pues se han
de tomar en cuenta una pluralidad de ellos, ya que siempre hay más de un
camino para la obtención de la sentencia. Y de ahí la necesidad del
establecimiento de controles que aseguren en la elección del método adecuado
la corrección del resultado. Este cambio de perspectiva, que de forma difusa
podemos llamar orientaciones o direcciones metodológicas antiformalistas, nos
presentará una visión del Derecho como algo dinámico y abierto que se
encuentra en permanente recreación y que solo de modo imperfecto puede ser
denominado sistema. Las normas pierden su papel preferente que pasa a ser
ocupado por las decisiones de los casos o problemas, en cuanto opciones entre
alternativas diversas de decisión posibles y compatibles con el Derecho
establecido. La racionalidad en el proceder práctico del jurista ya no será la
determinada por ningún género de “lógica” interna del sistema normativo, sino
que habrá de buscarse en instancias externas a éste, ya sea la conciencia del
juez, la aceptación o el consenso social, o el seguimiento de ciertas reglas
argumentativas, etc. Las reglas metódicas que desde este punto de vista se
traten de fijar como guía para la obtención de las decisiones jurídicas, serán
reglas de la razón práctica, orientaciones dirigidas a mostrar y/o reglamentar el
uso que el jurista hace del margen de libertad que para la decisión le dejan
ciertos caracteres estructurales del ordenamiento jurídico, tales como la
“textura abierta” del lenguaje normativo, la existencia de lagunas,
contradicciones, etc. Se trata de reglas propias del razonar jurídico práctico, y
no como en el caso anterior, que eran mas bien reglas del conocimiento o del
método científico.
Esas dos grandes orientaciones o tendencias metodológico-jurídicas que
acabamos de esbozar nos permiten de forma simplificada y esquemática
formular la siguiente regla: Cuanto mayor es el grado de racionalidad que se le
atribuye al Derecho, menor es el significado que se le asignará al proceso
decisorio y a la decisión misma; y viceversa, cuanto mayor significado se le
atribuye a la decisión, menor grado de racionalidad del Derecho.
El positivismo legalista al concebir el Derecho como un sistema racional
perfecto, consideraba la aplicación como la mera ejecución de un silogismo por
medio del cual se hallaba la solución del caso. Por su parte las doctrinas que
3
consideran al Derecho (ni perfecto ni plenamente racional) como necesitado de
constante complemento y dependiente de factores externos a él, la actitud del
que lo “aplica” será crucial y se ha de procurar garantizar su racionalidad.
Aunque sea de una manera muy somera y escueta, conviene mencionar y dar
cuenta de algunas de las principales orientaciones metodológicas que
discurrieron a lo largo de los
4
siglos XIX y XX para poner de relieve los principales rasgos de esa tensión
entre tendencias, y a la vez también para señalar vías intermedias entre
formalistas y antiformalistas.
La visión filosófica dominante en el Derecho durante siglos ( antigüedad y edad
media) que denominamos pensamiento iusnaturalista (en sus múltiples
variedades y orientaciones) a partir del Renacimiento y de la revolución teórica
que se inicia con la Reforma protestante se verá alterada y cuestionada en sus
fundamentos. Un proceso que se desarrolla entre los siglos XVI a XIX y que de
forma simplificada podemos denominar de secularización, historificación y
positivación del Derecho. Dicho proceso alcanza su culminación a principios del
siglo XIX en Alemania con la Escuela Histórica y en Francia con la Escuela de la
Exégesis dos de las manifestaciones mas claras de eso que paso a llamarse el
positivismo jurídico, y que sentaron las bases de la ciencia jurídica moderna tal
como aún en parte la entendemos hoy, como Dogmática jurídica. Dos
orientaciones que difieren entre si en múltiples aspectos y que discurren con
un cierto grado de autonomía, pero que tienen un punto esencial en común:
participan del concepto de Derecho positivista. El Derecho no es ni más ni
menos que el Derecho positivo, el Derecho puesto ya sea por el autor del
Código o por el pueblo en su desenvolvimiento orgánico. La ciencia del Derecho
no aparece ya como una ciencia que “construye” su objeto, sino como una
ciencia que reflexiona sobre un objeto dado, aunque en algunas ocasiones se
reconozca que los juristas (caso de la Escuela Histórica) cumplen un papel
importante a la hora de poner de manifiesto lo que de otra forma permanecería
como algo implícito. Ambas escuelas poseen coincidencias de fondo pero
responden a muy diferentes motivaciones: la escuela exegética se construye en
torno al Código de Napoleón; la escuela histórica, en cambio, se muestra en
decidida lucha contra la codificación. La primera es expresión del racionalismo;
la segunda es mas bien de carácter romántico. Es más, la Escuela histórica se
mostró desde un principio en clara oposición a dos de las manifestaciones mas
importantes del racionalismo en el campo jurídico: el iusnaturalismo
racionalista y la codificación.
Para la Escuela histórica alemana, cuya cabeza fundadora y máximo
exponente es Savigny, el Derecho es expresión del “espíritu popular” o
“nacional” que emana de la idea romántica de la colectividad considerada como
un organismo, no tanto físico como ético- espiritual. Cada pueblo es una
5
individualidad portadora de un espíritu singular, que es la fuente de todo lo que
constituye la cultura de ese pueblo: el lenguaje, el arte, las costumbres, el
Derecho. El Derecho no es el producto de la razón ni de la voluntad; no es una
pura obra intelectual ni menos un fruto del arbitrio; su fuente está en la
convicción jurídica del pueblo, que es una intuición emocional de lo que debe
ser la regulación de la convivencia humana. Y pese a que para la Escuela
histórica todo el derecho procede del espíritu del pueblo, el Derecho popular
debe ser exteriorizado (que no creado) de diversos modos. Uno de ellos - la
6
primera “fuente” de Derecho en importancia – es la costumbre, en cuanto forma
mas directa de manifestación del Derecho. En segundo lugar se encuentra la
ley, que Savigny acepta (aunque de forma excepcional) en cuanto forma de
expresión del Derecho ya creado por el pueblo, pero la rechaza, si viene
entendida como que el derecho puede ser creado por el individuo o por la
organización estatal. Y en tercer lugar, se sitúa el “Derecho de los juristas” que
Savigny denomina también “Derecho científico”. Los juristas que forman parte
del pueblo y son también sus representantes en el campo del conocimiento del
derecho, realizan una labor que no es creadora en sentido estricto, sino sólo en
el sentido de poner de manifiesto principios y normas implícitos en el Derecho
popular.
En Savigny se aúnan y combinan el método histórico y el sistemático. El
primero considera la génesis de cada norma en una situación histórica
determinada; el segundo intenta comprender como un todo coherente la
totalidad de las normas jurídicas y de los institutos jurídicos que les sirven de
base. Si la fuente originaria de todo derecho es la convicción jurídica común del
pueblo, el “espíritu del pueblo”, la manera en que esa convicción común puede
formarse no es a través de una deducción lógica, sino de un sensación y
contemplación inmediatas. Y esas sensaciones o convicciones no pueden
referirse originariamente a la norma, sino que solo pueden tener por objeto los
modos de comportamiento concretos y a la vez típicos observados por los
ciudadanos por tener conciencia de su necesidad interna. Esas relaciones de
vida típicas de significación jurídica conocida, tales como el matrimonio, la
propiedad, la compraventa, etc., pensadas y configuradas como un orden
jurídicamente vinculante, son los institutos jurídicos. Los institutos son un todo
lleno de sentido cambiante con el tiempo, de relaciones humanas típicamente
entendidas que, como tales, nunca pueden ser mostradas completamente
mediante la suma de las reglas jurídicas particulares que se refieren a ellos. Así
pues los institutos son el punto de partida y el fundamento de la evolución del
Derecho y son también la base del sistema. El elemento sistemático en Savigny
se refiere a la conexión interna que enlaza todos los institutos jurídicos y reglas
jurídicas en una gran unidad. Dos elementos el histórico y el sistemático son el
eje de la concepción jurídica de Savigny, y a partir de ese momento la idea de
Derecho como resultado histórico ha quedado plenamente incorporada al
pensamiento jurídico; y por otro lado, la idea de sistema “científico” formado a
7
partir de conceptos jurídicos, será la línea que seguirán sus continuadores y
que servirá como punto de partida para la corriente metodológica dominante
durante todo el siglo XIX en Alemania la Jurisprudencia de Conceptos.
La Jurisprudencia de Conceptos se caracteriza por concebir el Derecho como
un sistema de conceptos cerrado y pleno, que permite obtener respuesta
normativa para cualquier cuestión que se plantee, sólo con que se domine la
técnica de construcción conceptual. La
8
labor del jurista consistiría fundamentalmente en sistematizar y ordenar el
material normativo hasta lograr un verdadero sistema jurídico cada vez más
perfecto, sistema que serviría no sólo para aprehender más fácilmente y así
dominar el ingente volumen de normas que constituyen el derecho, sino
también para crear nuevas normas para los casos que aún no hayan sido
directamente regulados o cuya regulación sea deficiente. Los representantes
más destacados de la Jurisprudencia de conceptos son Puchta, Windscheid y el
primer Ihering.
Los conceptos (compraventa, servidumbre de paso, testamento, error, nulidad,
propiedad, persona jurídica, derecho subjetivo, obligación, matrimonio,
contrato, etc., son formalizaciones de los contenidos normativos del derecho,
son “entidades” que se obtienen mediante procesos de análisis, concentración y
clasificación del material normativo, y que una vez construidas adquieren
autonomía, se despegan de ese material normativo, de la realidad contingente
que les dio origen y se convierten en “seres jurídicos que comprendemos e
imaginamos como individuos con vida propia”. Ihering los denomina cuerpos
jurídicos y advierte que no son simples agrupaciones de normas o de
proposiciones jurídicas aisladas referentes a la misma situación, sino algo
diferente, algo superior, que refleja la esencia de la institución. La diferencia
no es fácil de ver, es una cuestión de punto de vista. Para captar esa diferencia
es imprescindible adoptar una perspectiva concreta, la perspectiva jurídica que
Ihering llama histórico-natural, y esta advertencia de Ihering es interesante
porque precisamente en eso radica la peculiaridad de cualquier teoría
metodológica, y también de la Jurisprudencia de Conceptos, en que examina el
objeto jurídico, el material normativo, y afronta el proceso de creación,
interpretación y aplicación de las normas desde una determinada perspectiva,
fijándose más en determinados aspectos de eso que llamamos derecho y
despreciando otros por considerarlos menos relevantes. La Jurisprudencia de
Conceptos magnifica lo que el derecho tiene de sistema, de teoría, de deducción
y derivación lógica, de axioma, y minusvalora lo que el derecho tiene de
instrumento para conseguir fines, para resolver conflictos, para hacer política,
que serán sin embargo las dimensiones que privilegiarán corrientes posteriores
como la Jurisprudencia Teleológica y la Jurisprudencia de Intereses.
Procede de Puchta la imagen ya típica de configurar el sistema jurídico como
una pirámide de conceptos. El sistema jurídico tiene forma de pirámide de
9
conceptos: cada concepto se inserta bajo un concepto general más alto, de
forma que cada concepto inferior tiene todos los caracteres del superior, más
lo que lo especifica en esa escala de generalidad. Por ejemplo: la compraventa,
el arrendamiento o el préstamo son contratos. Los tres conceptos comparten
notas comunes que los convierten en contratos y además, cada uno tiene alguna
nota diferenciadora que lo especifica como figura contractual distinta. El
contrato, a su vez,
10
tiene algo común con el testamento y algo que lo diferencia. Con lo que tienen
en común podemos formar otro concepto, el de negocio jurídico: ambos son
negocios jurídicos (ejercicio de la autonomía de la voluntad con ciertos fines).
Lo que les diferencia y a su vez les especifica es que el contrato es un negocio
jurídico bilateral y el testamento es un negocio jurídico unilateral. De esta
forma se reduce el derecho a unos pocos conceptos fundamentales, divididos
mediante distinciones en varias y sucesivas especies. Se establecen relaciones
de superioridad e inferioridad (o de generalidad y especialidad) entre los
conceptos, y una vez que esa relación queda determinada, se aplican al
concepto inferior todos los atributos del concepto superior.
La Jurisprudencia de conceptos y su técnica de construcción conceptual
propició un desmesurado volumen de disputas teóricas y doctrinales sobre
cuestiones de lo más variado (por ejemplo, en muchas ocasiones se discutió
acerca de si una figura concreta se podía incluir o no dentro de un determinado
concepto superior), disputas que no siempre fueron meros divertimentos
retóricos, ya que cuando se ocupaban de figuras que no tenían aún regulación
legislativa o cuya regulación legislativa era muy deficiente, o de cuestiones
absolutamente nuevas que aún no habían sido abordadas por el legislador, la
indagación de su naturaleza jurídica y su consiguiente inclusión en una
categoría conceptual y no en otra suponía aplicar automáticamente a esas
cuestiones las reglas del concepto en el que se las había subsumido, siendo
precisamente ésta una de las virtudes de la técnica de construcción conceptual
más alabada por sus partidarios, ya que permitía mantener intacto el dogma de
la plenitud del derecho y con él el de la ausencia de lagunas jurídicas, con lo
que se impedía al juez que llevase a cabo una labor creativa en la
interpretación, ya que los conceptos predeterminan la solución judicial.
La función generadora de normas a partir de los conceptos es precisamente lo
que criticarán con especial ahínco los autores de la Jurisprudencia de Intereses,
bautizando tan erróneo proceder con la expresión “método de inversión”. La
razón de crítica estriba en que en la elaboración de esos conceptos no se ha
tenido en cuenta el elemento finalista o teleológico, que según ellos es
fundamental para que esté justificada la extensión de una regulación normativa
a un supuesto que no está específicamente regulado en ella. Para las
corrientes que critican este método de construcción conceptual, la función de
los conceptos es meramente clasificatoria y la clasificación no puede modificar
11
el material que se ordena.
En el ámbito de la teoría de la ciencia, la Jurisprudencia de Conceptos comparte
dilema con la dogmática alemana del siglo XIX: por una parte se considera que
el único Derecho es el derecho positivo, que no posee carácter universal sino
que es expresión irracional y contingente del momento histórico concreto; por
otra parte el conocimiento científico es conocimiento de una objetividad,
requiere un objeto de estudio permanente. Ahora bien, si el
12
Derecho no es universal sino contingente y variable, ¿puede considerarse
científico el estudio del derecho? ¿Cómo pensar en la posibilidad de una ciencia
jurídica si la realidad del derecho está conformada por una contextura
esencialmente irracional y es, además, dependiente de cada formulación
positiva?
La respuesta de la ciencia jurídica del positivismo de esa época -y de la
Jurisprudencia de Conceptos- va a ser la de estudiar el derecho positivo, que
tiene una estructura histórica y singular, con un método formal y deductivo, que
prescinde de todo aquello que no es generalizable y permanente. Partiendo del
derecho positivo concreto se intentan formalizar los contenidos normativos del
derecho, se elaboran los conceptos jurídicos, y se logra así un objeto de
conocimiento válido y permanente, ya que los conceptos no cambian con la
celeridad que lo hacen las normas sino que son, en cierta medida, realidades
objetivas. En este sentido sirven para poder hablar de una verdadera ciencia
jurídica que se ocupe de lo que es general y estable.
La Escuela de la Exégesis, en Francia, aun teniendo un cierto paralelismo con
los planteamientos de la Jurisprudencia conceptualista, presenta notables
divergencias. Está claro que la inspiración positivista que preside a todo el siglo
XIX, fruto del desarrollo de la economía burguesa, también alienta el desarrollo
de la escuela exegética. Sin embargo, la diferente tesitura política de Francia
propicia que la plasmación del positivismo tenga en el país galo unas
características bien distintas a aquellas otras que lo habían delineado en
Alemania.
En primer lugar, en Francia se había dado una codificación muy temprana -el
code napoleónico- que fijaba de manera positiva el sistema de fuentes. Al existir
una materialización clara del derecho éste ya no será un producto orgánico del
desarrollo histórico, sino resultado de la voluntad del legislador.
En segundo lugar, la presencia de una burguesía mucho más consolidada que
en Alemania - recordemos la queja hegeliana que bramaba por la instauración
de un verdadero Estado que suprimiese el tipo de organización semifeudal de
los Principados alemanes- favorecía la consagración de un ideal de
racionalización y previsibilidad jurídica.
Por último, la existencia de una clase homogénea de juristas facilitaba una
aplicación perfectamente uniforme del código. El juez artista es sin duda menos
eficaz que el juez burócrata.
13
Veamos ahora, a la luz de los rasgos que caracterizan a la Escuela de la
Exégesis, cómo influyen estos factores en su concreta concepción del
positivismo.
El primer rasgo distintivo, y posiblemente el fundamental de la Escuela de la
Exégesis, es el culto al texto de la ley, a la letra del código napoleónico. La ya
aludida temprana codificación auspiciaba este positivismo que, a diferencia de
la variante germana, identifica por completo
14
Derecho y ley. Escuchemos a Laurent, uno de los más destacados
representantes de esta escuela: "Los Códigos no dejan nada al arbitrio del
intérprete, éste no tiene ya por misión hacer el Derecho: el Derecho está hecho.
No existe incertidumbre, pues el Derecho está escrito en textos auténticos".
El segundo rasgo es el predominio de la intención del legislador en la
interpretación del texto de la ley. Sabemos que, para esta escuela, el derecho
positivo únicamente está contenido en los artículos del código. Pero puede
ocurrir que los textos, considerados en sí mismos, sean susceptibles de que les
sean atribuidos los sentidos más opuestos. Ante esta posibilidad la Escuela de la
Exégesis niega que el jurista pueda aplicar las normas a su manera, de
conformidad con las transformaciones y las necesidades de la sociedad. Muy al
contrario, se piensa que el texto no vale nada en sí mismo, sino únicamente por
la intención del legislador que se considera traducida por aquél. En realidad el
Derecho positivo se estructura en esta intención; y ésta es la que debe buscar el
jurista mas allá del texto. Precisemos ahora: cuando hablábamos del "culto al
texto legal" nos referíamos más concretamente al "culto al legislador a través
del texto legal". La voluntas legislatoris se convierte en fuente suprema del
Derecho positivo.
Del culto al texto de la ley y de la interpretación conforme a la voluntad del
legislador se desprende, implícita pero indudablemente, un tercer rasgo
distintivo de la doctrina exegética: su carácter profundamente estatista. En
efecto, la Escuela de la Exégesis coloca al Derecho en poder del Estado puesto
que proclama la omnipotencia jurídica del legislador, independientemente de la
voluntad del intérprete. La separación de poderes que postulara en su
momento Montesquieu se produce aquí de manera paradigmática. Sólo al
legislador compete crear la ley, mientras que al juez le es propio la aplicación
de esa norma, sin que quepa alteración alguna del sentido dado por el
legislador: "Solamente al legislador pertenece el derecho de determinar qué
reglas son obligatorias... Dura lex, sed lex; un buen magistrado humilla su razón
ante la de la ley, pues está instituido para juzgar conforme a ella y no de ella.
Nada está sobre la ley, y es prevaricación el eludir sus disposiciones porque no
están de acuerdo con la equidad natural. En jurisprudencia no hay ni puede
haber mayor razón ni mayor equidad que la razón y la equidad de la ley"
(Mourlon).
Por último, debemos señalar el recurso al "argumento de autoridad" como
15
característica de la doctrina de la Escuela de la Exégesis. En principio, si cada
autor tenía el deber de atenerse al texto del legislador para resolver los
problemas que eventualmente se presentaran, sería natural que los
representantes de la Escuela de la Exégesis fuesen poco inclinados a profesar
un gran respeto en la elaboración de sus obras a los trabajos de sus
antecesores. Sin embargo, pocas tendencias doctrinales han conocido mayor
observancia por los precedentes y los pontífices académicos que la escuela
exegética. Y es que de la consideración del Código
16
como texto sagrado se coligió un carácter igualmente sacro de los primeros
cultivadores del mismo. El respeto a los precedentes condujo a los civilistas de
la Escuela de la Exégesis a aceptar como verdades adquiridas las
construcciones jurídicas elaboradas por los predecesores.
Acabamos de ver hasta qué punto domina el patrón positivista en la concepción
del Derecho de la Europa decimonónica. Lo que en el sistema iusnaturalista era
una simple excrecencia - el derecho positivo, el creado por el hombre- se
convierte ahora en la única materia de la que predicar el atributo jurídico. El
Derecho es, a partir de este momento, un orden racional y sistemático creado
por y para el hombre. Es ese mismo carácter autónomo, ajeno a toda
trascendencia, el que convierte al ordenamiento jurídico en un todo
autosuficiente y racional capaz de dar cuenta de cualquier conflicto que ante él
se presente. El recurso a los valores de justicia y equidad del iusnaturalismo se
ven como amenazas a la seguridad que deriva de una positivación cierta.
Recordemos las palabras de un destacado exégeta: "Todos los días vemos a los
jueces tratar por medio de vanas sutilezas de las soluciones del Derecho
positivo y pervertirlo a fuerza de equidad! ¡Estos son los malos jueces!"
(Mourlon). El ideal pandectístico de la codificación y la exigencia burguesa de
previsibilidad y seguridad en el tráfico de mercancías -el hombre, conviene
no olvidarlo, es también mercancía para el capitalismo- precisan de la creación
de un orden absoluto que dote de estabilidad al sistema. Ambas escuelas
(exégesis y conceptos) tienen en común su carácter ingenuamente formalista en
materia de decisión judicial, pues sostenían que la decisión judicial consistía en
un simple silogismo a partir de premisas que al juez le venían perfectamente
dadas y acabadas.
La premisa mayor o normativa se la proporcionaba al juez el sistema normativo,
de modo que no era preciso ni inventarla ni complementarla ni interpretarla. En
la base de tal planteamiento subyacía la confianza en la creencia de que el
sistema jurídico posee tres caracteres: 1.- Es completo, de manera que no hay
lagunas y, por tanto, nunca tendrá el juez que “inventar” soluciones para casos
que no estén ya previstos en el Derecho; 2.- Es coherente, por tanto, no hay
antinomias, con lo que nunca va a suceder que el juez se encuentre con que
para resolver un caso se contengan en el sistema jurídico normas que
prescriban soluciones contradictorias entre sí; 3.- Es claro, esto es que las
soluciones que para cada caso están prescritas vienen dadas con nitidez
17
suficiente como para que su interpretación o bien es innecesaria o bien es una
labor simple y sencilla. En resumen, que para caso que el juez tenga que fallar
el sistema le aporta siempre una solución, y solo una perfectamente clara y
precisa.
La premisa menor del silogismo judicial estaría constituida por los hechos del
caso, y estos se le presentan al juez con total independencia de cualquier juicio
suyo. Los hechos están ahí y su prueba es un proceso objetivo en el que no
queda margen para la valoración personal del
18
juez; los hechos son o no son con independencia de las opiniones personales. El
juez juzga los hechos que son, no los que a él le parecen o de cómo a él le
parecen.
Otra manera de explicar lo anterior es mediante lo que se llamó la “teoría de la
subsunción” en su versión decimonónica, que presentaba la aplicación del
derecho por parte de los jueces como una mera labor de encaje (subsumir)de
hechos bajo la norma que los abarca y que predetermina las consecuencias.
Labor de subsunción que era vista como algo casi mecánico y automático, las
normas son moldes en los que debemos encajar los hechos, hay un molde para
cada caso y una vez encontrado ya nos viene dada la solución.
Resulta especialmente llamativo que desde contextos históricos muy
diferenciados se llegase a conclusiones casi idénticas en cuanto a la posición y
labor de los jueces. La escuela de la Exégesis se desarrolla en Francia a partir
de la entrada en vigor, en 1804, del Código de Napoleón, el Código Civil
francés. En esta época de inicios del movimiento codificador, el Código era visto
como la cristalización perfecta del ideal del legislador racional, y la mejor
muestra de expresión de los ideales racionalistas y de la confianza en la razón
en el plano jurídico, político y social. Y al mismo tiempo existía una enorme
desconfianza en los jueces por ser considerados cómplices y partícipes del
antiguo régimen absolutista y estamental, y de ahí el miedo, que en algunos
casos significó incluso la prohibición, de la labor interpretativa por parte de los
jueces. Si la ley era clara y perfecta y representaba los intereses generales de
los ciudadanos, debemos evitar que por la vía de la interpretación de la misma
los jueces aprovechen para introducir sus propias valoraciones en detrimento de
lo realizado por el legislador. Toda discrecionalidad judicial será rechazada y
considerada simple arbitrariedad. Por su parte en Alemania la cosa era bien
distinta. En los territorios alemanes a lo largo del siglo XIX el sistema de
fuentes del Derecho era un auténtico caos, sin orden ni jerarquía clara, que se
integraba por elementos de lo mas diverso: el derecho romano de Pandectas, el
derecho histórico germano, derechos consuetudinarios, etc. La única forma de
poner orden en un derecho positivo tan caótico fue a base de una fuerte labor
doctrinal que pudiese presentar toda esa diversidad de fuentes del derecho de
forma ordenada y sistemática. Labor que comenzó con la Escuela Histórica
Savigny y que derivó a lo largo del siglo XIX en la Jurisprudencia de conceptos.
Un sistema jurídico no tanto integrado por normas positivas o legisladas, sino
19
mas bien por ciertas esencias o categorías cuya naturaleza no es ni empírica ni
psíquica ni social, sino ideal: los conceptos. Así un sistema integrado no de
normas positivas que pueden tener defectos, sino por esencias de lo jurídico o
formas ideales nos resulta perfecto y la base sobre la que encontrar las
soluciones únicas y claras a los casos de la práctica jurídica.
En resumen, partiendo de posiciones bien distintas esas dos doctrinas
postulan que para cada caso hay una única solución correcta, que está
presente en el Derecho mismo y que el
20
juez puede y debe encontrar en él. La diferencia es que los franceses
idealizaban el derecho positivo , su Código, mientras que los alemanes
positivaban por vía doctrinal un derecho ideal, esto es, un derecho compuesto
por esencias, no por los mandatos de un legislador. Pero tanto unos como otros
recelaban de los jueces, les negaban cualquier tipo de discrecionalidad en su
actuación, y la misma era vista como mera aplicación de reglas objetivas en las
que para nada influye la subjetividad del juez.
Esa ideología dominante en el pensamiento jurídico del siglo XIX se puede
resumir en las siguientes notas:
1ª.- El sistema jurídico es perfecto, pues contiene siempre una solución
correcta para cada caso que el juez tiene que decidir.
2ª.- La actividad del juez se explica como pura subsunción del caso bajo
la regla del sistema, por lo que no es mas que algo casi automático o mecánico.
3ª.- El razonamiento en el que esa actividad desemboca tiene la
estructura de un silogismo simple, la premisa mayor es la regla dada del
sistema, la premisa menor los hechos y de ambas premisas se deriva el fallo
como conclusión lógica de dicho silogismo.
4ª.- La esencia de la labor judicial es cognoscitiva. Por lo que en realidad
el juez no es tanto alguien que decide, sino alguien que conoce lo que el sistema
determina para un caso y se limita a extraer las consecuencias que el sistema
dispone para ese supuesto específico, sin que dicha actividad se vea
comprometida por elementos de carácter político, ideológico o valorativos de
ningún tipo.
5ª.- El método correcto que ha de guiar la decisión judicial no es un
método decisorio, sino un método de conocimiento. Su actividad se asemeja mas
a la del científico que a la del legislador, esta mas cerca del dogmático que
estudia el Derecho y descubre su esencia, que del político que legisla y elige
entre diversas opciones posibles.
Si tuviésemos que mostrar en una simple formula todo lo dicho, podríamos
hacerlo así: Decisión judicial= conocimiento (tipo de facultad) + subsunción
(tipo de actividad) + silogismo (tipo de razonamiento).
Ese formalismo ingenuo de la Escuela de la Exégesis y de la Jurisprudencia de
Conceptos comenzó su crisis en las últimas décadas del siglo XIX y ya no pudo
superar las críticas devastadoras de autores como el Ihering de la segunda
época o de Gény, primeramente, y luego los embates definitivos de la Escuela
21
del Derecho libre o de las distintas corrientes del Realismo jurídico o de Kelsen.
Son varias y diversas las razones por las cuales a finales del siglo XIX surgió y
se desarrolló rápidamente un movimiento que atacaba el dogma de la plenitud e
integridad del Ordenamiento Jurídico y con ello el modelo de juez del
formalismo logicista. Ante todo, a medida que envejecía la codificación se
descubrían sus insuficiencias, al tiempo que
22
disminuía la confianza en la omnisciencia del legislador En la segunda mitad del
siglo XIX se presentó, por obra de la llamada revolución industrial, una
profunda y rápida transformación de la sociedad, lo que dio lugar a que las
primeras codificaciones -que reflejaban una sociedad todavía agrícola y
escasamente industrializada- se tornasen anacrónicas, y por consiguiente
insuficientes e inadecuadas, acelerándose el proceso natural de envejecimiento.
En segundo lugar, se produce una crisis del modelo político y social antes
enunciado, lo que para autores como Renato Treves o Morton White es la causa
del trastrueque de la función judicial. El desarrollo de la filosofía social y de las
ciencias sociales en el siglo XIX tenían una característica en común: la polémica
contra el Estado y el descubrimiento de la sociedad al lado del Estado. Tanto el
marxismo como la sociología positivista estaban animados por una crítica contra
el monismo: el Estado se erguía sobre la Sociedad y tendía a absorberla, pero la
lucha de clases, por un lado, que tendía a romper continuamente los límites del
orden estatal, y la formación siempre espontánea de nuevas agrupaciones
sociales, como los sindicatos y los partidos, hacían evidente una vida
subyacente al Estado, que ni el sociólogo ni tampoco el jurista podían ignorar.
El desarrollo de la Sociología dota de elementos críticos a los nuevos juristas,
empeñados en luchar contra las diferentes formas de jurisprudencia apegadas
al dogma de la estatalidad y de la integridad del derecho. La conciencia que se
estaba formando con el desfase entre derecho y realidad social, se reforzaba
con el descubrimiento de la importancia de la Sociedad frente al Estado y
encontraba en la Sociología un punto de apoyo. Fuera como fuera, lo cierto es
que el patrón logicista en la aplicación del derecho declina en las postrimerías
del siglo XIX - auténtica armonía finisecular- y decae por completo a principios
del siglo XX. Ahora bien, la intensidad con la que se concibe esta libertad del
juez ante la ley es variable. Al lado de posiciones radicales que conceden al juez
un poder omnímodo, se encuentran otras que intentan conciliar la vinculación a
la ley con poderes discrecionales de corrección a la misma. Dos son las
corrientes que con más vigor han impugnado la vinculación estricta del juez a la
norma: el movimiento del Derecho libre y el realismo jurídico.
23
había esforzado en construir un sistema de conceptos pretendidamente
completo con la intención de utilizarlo como instrumento apto para la resolución
de los diferentes casos "reales", siendo así que, en verdad, se alejó
decisivamente de la vida real y no percibió los cambios que estaban teniendo
lugar en todos los órdenes de convivencia. La crítica del MDL se dirige
precisamente contra este alejamiento de la realidad
24
y contra el alejamiento que había tenido lugar entre la vida social y la actividad
de los juristas.
Aunque resulte difícil precisar los límites del MDL, pues no se trata de una
Escuela en el sentido tradicional del término y sus representantes -mayormente
Ehrlich, Kantorowicz y Fuchs- sólo coinciden en sus críticas a la Jurisprudencia
tradicional, intentaremos dar unas notas definitorias que, por su generalidad,
conformen la estructura básica del MDL y puedan aunar en lo esencial a todos
los miembros del movimiento.
En primer lugar, el dogma de la estatalidad del derecho va a ser duramente
criticado por todos los representantes del Derecho libre. La práctica totalidad
de las corrientes jurídicas del siglo XIX había sostenido que el derecho tiene su
origen en la voluntad del Estado y, en consecuencia, que la creación del
derecho correspondía exclusivamente al Estado. Pues bien, el MDL -sin negar el
carácter jurídico al derecho del Estado- intenta demostrar que junto al derecho
del Estado existe también otro derecho cuyo origen y desarrollo es totalmente
independiente. Y lo que es más importante, ese <<otro derecho>> tiene una
vigencia efectiva en el seno de las distintas sociedades. Ehrlich, cuya posición a
este respecto es paradigmática, dividía la materia jurídica en derecho estatal -
aquél que surge por medio del Estado y que sin éste no podría haber existido-,
derecho de juristas -el producido por los jueces, profesores y estudiosos- y
derecho social -derecho que, a diferencia de los dos anteriores, no está recogido
en proposiciones jurídicas y surge espontáneamente en la sociedad-. Los tres
tipos de derecho se mezclan en lo que Ehrlich llama "Derecho vivo" y que
consiste en el comportamiento jurídico puesto realmente en práctica. El
derecho vivo está compuesto por reglas de acción humana que dominan la vida
misma aún cuando no hayan sido positivizadas en proposiciones jurídicas. Es,
en suma, el derecho que guía efectivamente las conductas de los miembros de
la sociedad. El origen de este derecho puede hallarse en cualquiera de los tres
tipos de derecho antes mencionados, pero para ser considerado derecho
viviente precisa de eficacia a la hora de motivar los comportamientos del grupo
social. El Estado, por consiguiente, no es la fuente principal del derecho, sino la
sociedad misma: "Sólo lo que penetra en la vida se transforma en norma viva, lo
demás es tan sólo doctrina, norma de decisión, dogma o teoría" (Ehrlich).
Para el común de los autores del MDL el derecho es, ante todo, el orden interno
de las asociaciones que no se confunde jamás con el poder estatal. La ley es
25
simplemente una fuente más que proporciona respuesta a un número muy
limitado de casos. La conducta real de los hombres -el "derecho libre" o el
"derecho vivo"- que se desarrolla con independencia del derecho estatal
conforma el verdadero núcleo del derecho.
En segundo lugar, la existencia de lagunas en el ordenamiento jurídico, algo
que era sistemáticamente negado por la doctrina formalista, sobre todo la
exegética, se convierte en
26
un hecho indiscutible. No existe para el MDL plenitud en el ordenamiento
jurídico: resulta absolutamente imposible que en uno o varios códigos se
encuentren todas y cada una de las reglas y principios necesarios para resolver
cualquier controversia jurídica. Esta crítica al dogma de la plenitud afirma, por
una parte, la insuficiencia de las disposiciones generales y abstractas para
regular el entramado social. Como el derecho, se dirá, es producto espontáneo
que se desarrolla en la sociedad y se va modificando a medida que las
necesidades sociales cambian, la generalidad y la abstracción de las normas
suponen un alejamiento de la realidad. Lo individual y lo concreto es lo que da
vida al derecho. Precisamente por eso las decisiones jurídicas no pueden ser
concebidas como el resultado de simples procesos lógicos. Aquí es donde el
derecho libre hace acto de aparición, un derecho que surge espontáneamente
en el seno de la sociedad, que es obtenido por los jueces en su actividad
cotidiana, impregnado de valores y que supera la rigidez del derecho estatal:
"sólo el derecho libre con la espontaneidad de sus decisiones y la claridad
emotiva de su contenido frente al caso concreto puede colmar las lagunas y, de
hecho, siempre las colmó" (Kantorowicz).
Por otra parte, de la impugnación de la plenitud del ordenamiento se deriva una
negación de los propios medios ofrecidos por el ordenamiento para solucionar
las lagunas. La concepción tradicional confiaba ciegamente en la perfección de
los códigos y, aunque reconocía que de manera excepcional pudieran
producirse algunas lagunas, pensaba que con los medios proporcionados por el
propio sistema jurídico podía obtenerse una solución. El MDL, muy al contrario,
estima que los procedimientos integrativos tradicionales -todos ellos de cariz
lógico deductivo- no son suficientes para dotar al ordenamiento de respuesta a
todo caso posible. El juez precisa acudir a elementos nuevos que no extrae de la
ley y realiza en todo momento valoraciones que no vienen determinadas
normativamente, sino que son el resultado de la actividad creadora del juez.
Como los criterios de resolución no pueden ser suministrados por la ley el único
camino posible es que el juez observe y valore la realidad, los intereses en
conflicto, las necesidades sociales, etc. y en función de esto obtenga la decisión.
En el fondo lo que se critica es que los medios de interpretación puedan ser
concebidos como la aplicación de reglas o principios lógicos. Lo que en realidad
subyace detrás de esa apariencia formal es la voluntad del sujeto que interpreta
y aplica normas jurídicas con la intención de obtener un resultado determinado.
27
En tercer lugar, el MDL ataca la consideración del derecho como un sistema
completo de diferentes piezas que encajan armónicamente y que es construido a
través de la utilización de reglas lógicas. La construcción jurídica del siglo XIX
se había caracterizado por la elaboración de sistemas conceptuales abstractos y
formales cuya pretensión era la consecución de rigor y exactitud con la
intención de obtener resultados comparables a los
28
que se producen en el ámbito de las ciencias naturales. Si tenemos en
cuenta que para el MDL el derecho tiene un origen social -bien de forma
inmediata, bien mediata- la impugnación de esta concepción resulta obligada. El
modo de operar abstracto y deductivo referido exclusivamente a las normas
estatales no puede servir para la solución de los problemas reales y al mismo
tiempo tampoco es útil para el conocimiento del derecho. Los casos reales
sobrepasan cualquier previsión normativa. El derecho, por su mismo carácter
dúctil y proteico derivado de su contextura social, no puede ser reducido a
sistema. Lo que propone el MDL es la utilización de un método individual,
concreto e inductivo que introduzca el elemento de la voluntad -y no meramente
la razón- para la comprensión del derecho. Los principios y proposiciones
establecidos tradicionalmente por la ciencia jurídica no servirían para la vida
jurídica práctica: "El intento de lograr un sistema de validez general de
proposiciones jurídicas, bien del derecho estatal, bien del derecho libre, no es
sino la utopía de una lógica de aficionados" (Kantorowicz).
Por último, si el proceso de aplicación del derecho no es producto de la
utilización de reglas lógicas y si la tarea del juez consiste en la búsqueda del
derecho con la finalidad de adoptar decisiones que respondan verdaderamente
a las necesidades sociales, el papel del juez no puede ser concebido como el de
un mero ejecutor de las prescripciones genéricas contenidas en las normas
elaboradas por el legislador. El juez se convierte en protagonista principal de
una obra que sólo él puede llevar a buen término. La insistencia en la
"personalidad" del juez como factor determinante en la aplicación jurídica es
una constante en el MDL. Los jueces tienen que realizar valoraciones que se
proyectan sobre todas las circunstancias que concurren en el caso y, en razón
de las mismas, deben buscar una solución que sea conforme no sólo con la ley,
sino también con las <<necesidades sociales>>, con los <<intereses en
juego>, con la <<naturaleza de las cosas>>... En este sentido los
representantes del MDL prestan una mayor atención a la justicia del fallo que a
su estricta conformidad con las disposiciones legales: "El jurista en la
interpretación y desarrollo de las leyes debe tener en cuenta su sentido social y
económico, su finalidad, su espíritu, buscando sin rodeos un resultado justo y
razonable que fundamenta abiertamente como tal" (Fuchs). Esto es, la
motivación de una sentencia no precisa la justificación en texto legal alguno -de
hecho se admite la resolución contra legem-, basta la apelación a nociones como
29
la equidad, la ponderación de intereses, el sentimiento jurídico, el derecho
justo, entre otras, para solventar un trámite que se ve más como obstáculo que
como garantía.
Ante la lógica crítica de la insuficiencia de estas nociones, que corren el peligro
de desembocar en el más puro subjetivismo arbitrario y en la merma de la
seguridad jurídica, el MDL ha intentado desembarazarse alegando, por un lado,
que los excesos de subjetividad no se palian con el sometimiento a la ley, que
es siempre ficticio y formal, y que, en cualquier
30
caso, siempre cabrían los recursos judiciales contra sentencias que se
excediesen en la apreciación "desmesuradamente subjetiva". Por otro lado, el
MDL no concibe la seguridad jurídica como un bien en sí. La presencia de un
cierto grado de incertidumbre no sólo es inevitable, sino que favorece el propio
desarrollo del derecho. Además la seguridad no puede ser entendida como
previsibilidad del contenido de decisiones futuras. El que una sentencia sea
previsible conduciría al fin del proceso jurídico: "¿quién comenzaría un proceso,
dice Kantorowicz, en el que según se pueda prever, perderá?".
En el fondo el programa del MDL lo que buscaba era desmitificar y demarcar
el alcance de las leyes, señalando sus oscuridades ( consecuencia de la falta de
exactitud del lenguaje jurídico), sus incoherencias (debido al volumen
desmesurado de la legislación) y sus insuficiencias (la realidad cambia mas
rápido que lo que ningún legislador pueda prever). Una de sus frases favoritas
era aquella de que por mucho que el legislador produzca siempre serán más las
lagunas que los casos que encuentren solución en sus normas. Y la
consecuencia principal a la que llegaron es que había que modificar la
formación y el modo de selección de los jueces, pues dada la importancia de su
labor se requiere que tengan la suficiente capacidad para entender lo que
resuelven y sensibilidad para hallar las soluciones menos malas.
La otra línea teórica que atacaba directamente la vinculación logicista del juez a
la norma es el Sociologismo jurídico. Pero conviene no confundir este
movimiento u orientación filosófico-jurídica con la Sociología jurídica. La
Sociología jurídica es una disciplina que se preocupa por la realidad de
determinadas regulaciones jurídicas, por la vida social del derecho. Su tarea es
la investigación de la realidad social del derecho. En este sentido amplio la
Sociología jurídica abarca tanto el surgimiento del derecho a partir de la vida
social, concibiéndolo así como el resultado de procesos sociales (Sociología
genética), como el efecto del derecho en la vida social, concibiendo así el
derecho como regulador de la acción social (Sociología operacional). La
Sociología jurídica se interesa por la vertiente fáctica del derecho, por ello ha
de tratar de la vida de los grupos sociales sometidos al derecho. En cualquier
caso la Sociología jurídica no renuncia a la idea de normatividad como categoría
propia del mundo jurídico, simplemente se ocupa del hecho social de la norma.
Muy al contrario, el Sociologismo jurídico disuelve el concepto de norma al
considerar que la única realidad del derecho está compuesta por el
31
comportamiento de los operadores jurídicos en el proceso de formación de
decisiones y por las actitudes de los miembros de la sociedad que adecuan sus
acciones ante determinados hechos a la previsión de la actuación judicial. La
sociedad en funcionamiento – jueces que dirimen y ciudadanos que prevén como
se va a dirimir – agota la realidad jurídica. El derecho se reduce a puro
fenómeno social y empírico.
32
Esta dirección radicalmente antinormativista ha cuajado, sobre todo, en el
llamado realismo jurídico norteamericano. El realismo jurídico
norteamericano es la reacción contra el formalismo jurídico existente en
Norteamérica en torno al cambio de siglo, y que en términos muy generales no
difiere de lo que fue el formalismo en Europa durante la primera mitad del siglo
XIX. Esta reacción comenzó a gestarse a finales del siglo XIX, de la mano de
juristas como Oliver Wendell Holmes, John Dewey, John Chipman Gray o Roscoe
Pound, pero no alcanzará su punto culminante hasta los años veinte y treinta
del siglo XX, gracias fundamentalmente a la obra de Jerome Frank y a K.N.
Llewellyn.
Igual que sucedía con el Movimiento del Derecho Libre, es difícil establecer con
precisión los contornos del realismo jurídico norteamericano, ya que no
constituye una escuela ni un grupo cohesionado, y prácticamente lo único que
une a los autores que habitualmente suelen caracterizarse como tales, es su
actitud crítica frente a la visión formalista del derecho y del razonamiento
jurídico que ya conocemos. Pero aunque la forma típica de presentar al realismo
sea quedarse con su programa crítico o destructivo, lo cierto es que también
existe un programa constructivo, aunque débil y poco desarrollado, que cada
autor formula en su campo específico de trabajo y que sólo podremos exponer
con unas cuantas generalidades más o menos compartidas por todos ellos.
Quizá sea bueno tener en cuenta que los autores a los que nos estamos
refiriendo fueron más juristas que filósofos, y que su pretensión fundamental no
era elaborar una teoría del derecho, ni de las normas jurídicas, ni construir
definiciones de conceptos que habitualmente preocupan a los teóricos
continentales. Se trataba más bien de juristas preocupados por la práctica del
derecho, que querían poner de manifiesto las ficciones de la concepción
formalista del derecho y de la práctica judicial y desplazar la atención de los
abogados y de los científicos del derecho, desde el derecho puramente teórico
del formalismo, al “derecho real”, al “derecho en acción” o al “derecho vivo”. De
la mano de estos autores se produce en la Ciencia Jurídica la “epidemia de
sinceridad” de la que habla Lombardi. Al desmontarse los mitos sobre los que se
asentaba la concepción formalista del derecho y admitirse ya sin tapujos la
inevitable discrecionalidad judicial, se introducen en el discurso jurídico y en la
preocupación teórica cuestiones tradicionalmente no consideradas, como la
relación del derecho con la política, o la influencia del juez o del contexto social
33
y económico en la decisión del caso, y se hace evidente que es imposible dar
cuenta de todos esos fenómenos utilizando las categorías jurídicas acuñadas por
el formalismo.
Los realistas se caracterizan por: 1.- Admitir la creación judicial del derecho y
concebir el derecho como un medio para alcanzar fines sociales. Junto al
derecho de los libros existe un derecho en acción que hay que conocer. Como la
sociedad cambia más rápido que el derecho, éste tiene que ser constantemente
revisado y reexaminado para determinar hasta qué punto
34
sigue adecuándose a esa sociedad a la que pretende servir; 2.-Negar la plenitud
del Ordenamiento Jurídico y con ello la ilusión de certeza y predecibilidad del
derecho; 3.- Enfatizar la indeterminación del lenguaje jurídico y el consiguiente
grado de discrecionalidad inevitable que comporta toda actuación judicial; 4.-
Poner de manifiesto que en la decisión judicial no influyen únicamente las
reglas escritas, sino que hay toda una serie de factores (clase social, educación,
cultura jurídica, intuiciones, personalidad, etc.) que condicionan dicha decisión
y que habitualmente son ignorados por los juristas. El esquema formalista de la
subsunción y del razonamiento lógico es falso; 5.- Desconfiar de la utilidad de
los conceptos generales y abstractos y creer que es útil agrupar casos y
situaciones jurídicas en categorías más estrechas que las empleadas en el
pasado.
Es bastante frecuente atribuir a los realistas la conocida definición acuñada por
el juez Holmes, que entendía por derecho “las profecías acerca de lo que los
tribunales harán en concreto; nada más ni nada menos”. Es también habitual
criticar dicha definición diciendo que confunde el objeto de estudio –el derecho-
con el estudio del objeto –la ciencia jurídica-, es decir, formular predicciones
sobre la posible actuación de los tribunales sería la actividad del jurista, del
abogado o del científico del derecho, pero no lo que es el derecho mismo, que
sería en todo caso, la conducta de los jueces que se trata de predecir. Crítica
fácilmente superable y de hecho fueron precisamente los realistas los que
dieron ese paso corrector de “predicciones” a “conducta efectiva”. El concepto
de derecho de muchos realistas está inspirado en esa definición de Holmes,
pero corrigen el defecto antes mencionado. Aunque en el fondo a los realistas
no les interesa definir “que es” el derecho, sino mas bien conocer cómo
funciona realmente, para qué sirve en la práctica, es decir, el enfoque del
realismo es funcional.
Respecto a las reglas jurídicas (o normas jurídicas) para los realistas el papel de
las reglas jurídicas en la decisión judicial –de lo que ellos llaman reglas sobre
el papel- es limitado y no es en absoluto el factor operativo preponderante,
porque es ingenuo seguir manteniendo el mito del silogismo y creer que
mediante el razonamiento lógico se pueden derivar de normas generales y
abstractas, soluciones particulares con sólo aplicar esas normas a los hechos;
porque incluso en la configuración de los hechos existe discrecionalidad
judicial; porque para cualquier disputa es posible razonar jurídicamente
35
soluciones opuestas.
Una preocupación fundamental de los realistas es poder predecir la decisión
judicial ya que creen que eso es lo que le interesa al ciudadano y al abogado y lo
que debería interesar también al jurista. De ahí su empeño en averiguar cómo
deciden realmente los jueces los casos que se les plantean, qué factores
influyen realmente en la decisión judicial. Sólo conociendo y controlando esos
factores pueden hacerse profecías fiables. Frente a las reglas sobre el papel los
realistas instan a encontrar las reglas reales, el derecho en acción, del que
36
serían reflejo los comportamientos de los operadores jurídicos en general y de
los jueces y tribunales en particular.
Algunos de esos factores que influyen en la conducta del juez serían en cierto
sentido “objetivos” (clase social, educación recibida, cultura jurídica) y
permitirían encontrar ciertas “regularidades” en el comportamiento de los
jueces. Otros serían puramente subjetivos (prejuicios psicológicos, intuiciones
sobre lo que es justo, corazonadas), por lo que las posibilidades de predicción
serían mucho menores.
Los realistas proponen volver a examinar la fundamentación de las sentencias,
viéndolas no como el resultado de un proceso de decisión jurídico, sino como
argumentos elaborados por los jueces después de tomar la decisión, para que
ésta parezca plausible, jurídicamente correcta o inevitable. Para los realistas los
jueces primero deciden y después motivan, de tal forma que la motivación es un
disfraz que les permite ocultar las auténticas causas de su decisión. Y
precisamente para los realistas lo importante sería indagar o conocer cuáles
han sido los motivos reales, las causas que explican realmente la decisión
judicial. Aquí hay que mencionar una de las críticas más poderosas que se han
efectuado a los realistas y que les acusa de confundir el contexto de
descubrimiento y el contexto de justificación de las decisiones judiciales.
Cuando los realistas enfatizan el escaso papel de las reglas jurídicas en la
decisión judicial y la necesidad de averiguar las causas reales de dicha decisión,
están situando el discurso en el “contexto de descubrimiento” de las causas o
motivos de la decisión, y eso no es lo que le interesa al derecho, que sólo obliga
al juez a tomar decisiones que puedan “justificarse” jurídicamente, sin importar
demasiado cómo ha llegado el juez de hecho a tomar esa decisión, con tal de
que ofrezca razones admitidas por la cultura jurídica para amparar dicha
decisión.
Las teorías de dos de los autores que más influencia han tenido en el panorama
filosófico jurídico del siglo XX, Alf Ross y Kelsen, desembocan también en un
ataque a la visión formalista y logicista de la actividad judicial.
El realismo jurídico de Alf Ross, aun teniendo ciertas concomitancias con el
realismo norteamericano, presenta una serie de características que lo
distinguen de esta variante del realismo, de ahí que se hable de un realismo
jurídico escandinavo. Ross parte de una filosofía neoempirista que le hace
renunciar a cualquier tipo de planteamiento que no tenga base en elementos
37
sensibles, empíricamente observables. En este sentido, la única evidencia del
derecho -aquí coincide con su parentela ultramarina- vendría dada por la
realidad social consistente en las decisiones que llevan a cabo los tribunales (es
lo que Ross llama "derecho en acción"). Sin embargo, esto no es suficiente. No
basta con que el juez dirima un asunto para poder hablar de derecho. Además
se precisa que los jueces operen con normas - directivas, en la terminología de
Ross- que son vividas como socialmente obligatorias y que
38
actúan a modo de esquemas de interpretación de su conducta. Si omitimos el
elemento normativo en la apreciación de la realidad jurídica ésta se desvirtúa y
se hace indistinta de la mera aplicación de la fuerza.
No obstante, a los efectos que nos ocupan, las directivas sobre el uso de la
fuerza en que consisten las normas jurídicas, no vinculan directamente al juez.
Es necesario que, además, éste las sienta como socialmente obligatorias y, en
consecuencia, las aplique. El derecho vigente es el derecho eficaz, el que
realmente motiva la actuación judicial en la resolución de conflictos. La visión
formalista que tendía a ver la actuación judicial como la mecánica aplicación de
los presupuestos fijados en la ley decae aquí en favor de una consideración más
real de la actividad jurisprudente: el juez no es un mero aplicador del derecho,
el juez crea derecho, pues las directivas que integran el derecho vigente
necesitan ser aplicadas, y por tanto reconocidas, por los jueces. Si se quiere
analizar el modo de proceder de jueces y tribunales hay que partir según Ross
de un hecho indiscutible: la tarea del juez es un problema práctico, que consiste
en decidir si habrá de ejercerse o no la fuerza contra el demandado, y como tal
decisión encierra un acto de voluntad. Frente a las concepciones positivistas-
mecanicistas, que consideraban la actividad judicial exclusivamente como un
proceso cognoscitivo, Ross acentúa el concurso inevitable de lo que el denomina
“conciencia jurídica material” en la toma de decisiones por parte de los jueces.
Esa conciencia jurídica material abarcaría elementos como la personalidad del
juez, su educación, la tradición cultural en la que se encuentra, con sus ideales,
actitudes y valoraciones. “El juez es un ser humano. Aún cuando la obediencia
al derecho (la conciencia jurídica formal) esté profundamente arraigada en el
espíritu del juez como actitud moral y profesional, ver en ella el único factor o
móvil es aceptar una ficción... El juez es un ser humano que presta cuidadosa
atención a su tarea social tomando decisiones que siente como “correctas”, de
acuerdo con el espíritu de la tradición jurídica y cultural”.
Ross advierte que el papel creador desempeñado por el juez en la
administración de justicia, al definir con más precisión o enmendar la directiva
de la ley, no es generalmente admitido por los jueces, que mediante el recurso a
técnicas de argumentación como los cánones de interpretación, presentan como
deducción de la verdadera interpretación de la ley, decisiones a las que le han
conducido en muchas ocasiones factores que se silencian. La ausencia de una
jerarquización dentro de la máximas de interpretación y la falta de criterios
39
objetivos que indiquen cuándo debe aplicarse una máxima y cuándo otra, así
como el carácter general e impreciso con que vienen formuladas, las convierten
en mecanismos que enmascaran el componente creativo implícito en toda
decisión judicial. El por qué se desea ocultar lo que realmente ocurre en la
administración de justicia, sería para Ross un interesante problema de
psicología social.
40
La oposición al logicismo en la aplicación del derecho toma unos derroteros
muy otros en la obra de Kelsen. Kelsen había partido de una concepción
radicalmente formalista y racionalista de la ciencia jurídica. La distinción
<<ser>> <<deber ser>> y la reducción de la teoría pura del derecho al ámbito
del <<debe ser>> jurídico habían conducido al programa científico kelseniano
por el sendero del formalismo más riguroso. Sin embargo, la concepción
normativa y dinámica del sistema jurídico se contradice, paradójicamente, con
los planteamientos formalistas por lo que a la metodología de la interpretación y
aplicación de las normas se refiere. La concepción dinámica del ordenamiento
jurídico, por el contrario, hace hincapié en la consideración del sistema jurídico
como un sistema de delegaciones o habilitaciones de autoridad o poder, más
que como un sistema de deducción de contenidos o estático. De hecho, la teoría
de la decisión jurídica que se deriva de esta concepción es profundamente
antiformalista. El propio Kelsen llega a equipararla con el Movimiento del
derecho Libre. La decisión jurídica según el punto de vista dinámico no sólo es
norma individual, sino que además es, en el pleno sentido de la palabra,
creación de derecho.
Las características técnicas que condicionan la decisión jurídica determinan la
existencia de un margen de apreciación tan amplio que la misma no puede
alcanzarse cognoscitivamente, sino mediante un acto de voluntad por el que se
elige la solución interpretativa dentro del libre juego que deja la ley. Al
reconocer la existencia de este margen de apreciación y reconocer el papel de
la voluntad jurídica Kelsen renuncia a las "falsas seguridades" del formalismo
en la interpretación de la ley: "La norma es un cuadro abierto a varias
posibilidades (...); si se entiende por interpretación la determinación del sentido
de la norma por aplicar, el resultado de esta actividad no puede ser otro que la
determinación del marco constituido por la norma y, por consiguiente, la
comprobación de las diversas maneras de llenarlo... Un comentario científico
debe limitarse a indicar las interpretaciones posibles de una norma. No puede
decidir cuál de ellas es la única correcta o justa. Esta decisión es un acto de
voluntad que incumbe exclusivamente al órgano que tiene la competencia de
aplicar la norma creando una nueva".
La idea de que las normas legales encuentran el soporte de su justificación en el
hecho de ser creadas mediante actos de voluntad autorizados es fundamental si
se quiere considerar el orden jurídico como sistema dinámico. Al mismo tiempo,
41
la relevancia del acto individual en la interpretación realizada es un
presupuesto esencial si se quiere reconocer la plena trascendencia de la norma
producida por el juez y su validez como norma concreta. Ahora bien, ¿tiene un
límite la voluntad del juez a la hora de interpretar y, con ello, crear normas?. La
propia dicción de Kelsen parece sugerirlo: "el alcanzar una norma individual a
través del proceso de aplicación de la ley, es, en tanto que se cumple dentro del
marco de la norma general, una función volitiva". Las interpretaciones posibles
dentro del marco de opciones
42
hermenéuticas que admite la norma general fijarían el límite del razonamiento
jurídico. Sin embargo, cabe pensar que este intento de conjugar la libertad del
juez y una cierta restricción marcada por el ámbito de la ley es tarea imposible.
El sistema dinámico, en el que las normas derivan su validez unas de otras por
su adecuación formal, permite que las decisiones judiciales permanezcan en el
mundo del derecho sólo por el hecho de haber sido dictadas por el órgano
competente. Aunque el contenido de la interpretación exceda del marco
propuesto por la ley, la sentencia valdrá como derecho mientras no se infirme
por el tribunal habilitado para ello. La concepción dinámica desplaza la atención
teórica desde el contenido del decir al propio acto del decir; esto es, las
normas valen porque las dice alguien, no porque digan algo. Si una decisión
descabellada pero dictada por un tribunal competente no es impugnada o
resiste todos las impugnaciones hasta consolidarse como norma tras la
fuerza de cosa juzgada, entonces esa norma será válida y la interpretación
que le dio vida, también. La apariencia de derecho en que consisten todas las
normas -propiciada por la cláusula alternativa que Kelsen establecía en la
determinación de las normas inferiores por las superiores: cúmplase lo
preceptuado en la norma superior o bien óbrese como el órgano habilitado
estime conveniente- impide que se pueda consumar límite material alguno en
la interpretación. En suma, es el voluntarismo kelseniano, que en cierta medida
desemboca en un decisionismo judicial, el que impugna frontalmente la
vinculación lógica del juez a la ley. Hasta ahora hemos visto los dos extremos
que presenta históricamente la metodología de la aplicación del Derecho. Por
una parte, el positivismo formalista decimonónico mantenía el deber del juez
de conocer la norma jurídica y de subsumir lógicamente la situación de hecho.
El juez necesitaba aplicar el Derecho según las leyes de la lógica del
conocimiento dentro de los límites de una actividad puramente intelectiva. Por
otra, la reacción más violenta contra el formalismo se caracterizaba por una
renuncia al poder vinculante de la ley, al tiempo que resaltaba la faceta de
libre creación que subyacía en las sentencias judiciales. La ley era tirano en
un caso y títere en el otro. De los códigos de hierro se pasa a las normas de
papel.
Claro que no todas las corrientes metodológicas fueron partícipes de estas
visiones radicales en la aplicación del Derecho. Los extremos de una pieza
siempre tienen materia intermedia que las une. También en este caso. Entre el
43
formalismo riguroso y el sociologismo y/o voluntarismo media un largo trecho
que fue transitado por teorías que, si bien negaron que la vinculación del juez a
la ley fuera de cariz estrictamente lógico -y en esto se aproximan al Movimiento
del Derecho libre y sus aledaños-, sí consideraron necesario algún tipo de
vinculación legal que evitase desvaríos arbitrarios que una libre apreciación del
derecho pudiera ocasionar -aquí sus formulaciones se emparentarían con las
propias del formalismo-
. La Jurisprudencia teleológica, la Jurisprudencia de intereses y la
Jurisprudencia de
44
valoraciones son ejemplos de esta tendencia moderada que intenta conciliar la
sujeción a la ley con un margen más o menos amplio de creación judicial.
La Jurisprudencia teleológica se justifica históricamente como una reacción
frente a la vieja jurisprudencia conceptual o dogmática. El origen de este
movimiento hay que buscarlo en la evolución de la obra de R. von Ihering. Como
sabemos, Ihering fue uno de los más destacados representantes de la
Jurisprudencia de conceptos, la versión germana del formalismo. Después de
una dilatada producción intelectual en la que aplicó constantemente el método
de abstracción conceptual, Ihering se convierte en uno de sus críticos más
acérrimos. En primer lugar, se percató de la insuficiencia de la Ciencia
pandectística que había permanecido alejada del mundo real, construyendo una
monumental y esplendorosa edificación que, sin embargo, resultaba inútil en la
práctica. Por otra parte decae por completo su antigua creencia en la
inmutabilidad de los conceptos y en la posibilidad de haber hallado en éstos los
materiales del Derecho de los que pudieran derivarse las normas jurídicas. Si
las normas jurídicas cambian con el tiempo, también lo hacen los conceptos
jurídicos obtenidos de ellas. Ihering se vuelve contra "la fantasmagoría de la
dialéctica jurídica que intenta conceder a lo positivo la aureola de lo lógico",
contra "el culto a lo lógico, que piensa elevar la Jurisprudencia a una
Matemática del Derecho". “La vida no existe a causa de los conceptos, sino que
los conceptos existen a causa de la vida. No ha de suceder lo que la lógica
postula, sino lo que postula la vida, el tráfico o el sentimiento jurídico". Los
conceptos cumplen una función importante para el uso académico, ya que
“puede ser muy cómodo, en vez de exponer minuciosamente las relaciones o los
motivos prácticos a las que una norma debe realmente su origen, idear un punto
de vista al que aquélla se subordine como consecuencia lógica”, pero la
consecuencia lógica de una norma no es equivalente a su vigencia práctica,
incluso a veces aparece “revestido de pura consecuencia lógica lo que en
realidad lleva consigo una justificación vital independiente” (Ihering).
He aquí el nuevo rumbo que toma este "segundo" Ihering. El Derecho tiene que
estar en contacto con la realidad social, pues ésta lo constituye y es su origen.
El giro hacia una visión pragmática del Derecho es más que notable. Para
Ihering no hay ninguna regla de Derecho que no deba su origen a un fin o a una
motivación de orden práctico o empírico. El fin -de ahí la designación de
Jurisprudencia teleológica- es el creador de todo el Derecho. Sólo si se tienen en
45
cuenta los fines -los motivos prácticos que son causa de la normación- se podrá
comprender la esencia de lo jurídico. Con todo, parece claro que el fin no puede
ser, automáticamente, creador del Derecho; éste sólo puede serlo el sujeto que
establece los fines y los persigue al hacer prevalecer el Derecho. Y este sujeto
no es el legislador, ya que, para Ihering, el legislador no actúa individualmente
sino en cuanto representante de un querer o aspiración vinculantes, comunes a
todos los miembros de la comunidad jurídica. Así pues, el
46
sujeto que determina los fines es la Sociedad. Para Ihering el Derecho es la
forma de garantía del conjunto de las condiciones de vida de la sociedad
aseguradas por el poder estatal por medio de la coacción externa.
La esencia de todo tipo de sociedad es el fomento mutuo de los fines de sus
miembros. Para garantizar sus condiciones de vida la sociedad necesita reglas
relativas a la conducta de los individuos aseguradas por el poder coactivo del
Estado. Estas reglas que, por definición, están condicionadas por los fines
sociales, conforman el Derecho. De aquí deduce Ihering que "todas las normas
jurídicas tienen como fin el aseguramiento de las condiciones de vida de la
sociedad" y que la sociedad es el sujeto último de todas las normas jurídicas. La
interpretación de una norma, entonces, habrá de tener presente el fin social que
cumple para ser entendida rectamente. El juez debe descender desde "el cielo
de los conceptos jurídicos" - así reza el título de la obra de Ihering en la que
formalmente apostasiaba de su antigua creencia conceptualista- hasta la
realidad práctica que explica al Derecho. Este es el punto crucial de la teoría de
Ihering: las normas jurídicas configuran, en la parte que les corresponde, la
existencia social y por ello tienen que ser consideradas por su función y
finalidad social.
En conclusión, de la teoría del segundo Ihering pueden extraerse dos notas
fundamentales que aclaran el curso de su evolución y que a la vez sirven para
resaltar el carácter mediador que ejerce entre las posturas metodológicas más
extremistas. En primer lugar, Ihering trasladó el centro de gravedad del
legislador -como persona- a la Sociedad, que será verdadera actora del
Derecho. Con ello no restaba importancia a la intervención evidente del órgano
legislativo, - para Ihering, a diferencia del movimiento antiformalista, Derecho
es equivalente a norma coactiva estatal- sino que acentuaba la vinculación
evidente entre el Derecho y los fines sociales que mediante el mismo se
persiguen. En segundo lugar, junto a la cualidad formal de ser una norma
coactiva estatal, Ihering atribuye a toda norma jurídica una relación de
contenido con un fin determinado, útil a la Sociedad, merced al cual existe.
Con Ihering se inicia una nueva forma de pensar el Derecho y de hacer Ciencia
Jurídica, contribuyendo además al nacimiento de la Sociología Jurídica en
Alemania.
El giro de Ihering hacia una Jurisprudencia teleológica se convirtió en el punto
de partida de la Jurisprudencia de intereses (JI). La formulación más rigurosa
47
de la JI se contiene en la obra de Philip Heck . La metodología de la JI, al igual
que su precedente teleológico, tiene una clara motivación práctica: satisfacer
los intereses y las demandas de la comunidad, conseguir que esos intereses
sean efectivos, responder a necesidades vitales. La Jurisprudencia de intereses
se define a sí misma como un método pensado para la ciencia práctica del
derecho, cuya finalidad principal es determinar conforme a qué parámetros
deben ser obtenidas por el juez las normas jurídicas que le permitan adoptar
una resolución
48
judicial adecuada al caso que debe resolver. En esta tarea de obtención de
normas la ciencia jurídica trata de preparar la aplicación y desarrollo del
derecho a partir del análisis de los conflictos de intereses. Lo fundamental no es
entonces la elaboración de conceptos sino la investigación de los intereses. Ello
no significa que la jurisprudencia de intereses rechace la utilización de
conceptos ni la formulación de definiciones. Los conceptos son mecanismos
útiles para la ordenación y exposición de la materia jurídica y para la formación
del sistema jurídico, pero no para la producción de nuevas normas.
La JI, siguiendo la línea abierta por el segundo Ihering, considera al conflicto de
intereses como único origen de las normas jurídicas. Las normas jurídicas no
proceden de conceptos que se hayan desarrollado en el espíritu del pueblo ni
que hayan sido elaborados por el teórico del derecho. Las normas jurídicas son
el resultado de la decisión de un conflicto de intereses. Y esos intereses reales
que han sido la causa de las normas sólo pueden ser satisfechos mediante un
método de interpretación que conduzca al juez a conocerlos históricamente con
exactitud y a considerarlos en la decisión del caso. El error de la Jurisprudencia
de conceptos no es ni la construcción de conceptos ni la vinculación del juez a la
ley, sino únicamente el denominado “procedimiento de inversión” que consiste
en tratar a los conceptos generales como fundamento de las normas jurídicas,
a partir de cuya síntesis se han producido precisamente esos conceptos. Y el
fallo del procedimiento de inversión no se encuentra en que proceda de forma
inductiva. También la integración de lagunas mediante el examen de los
intereses –al modo que propone la JI- procede de forma inductiva, al extraer de
las decisiones legislativas juicios de valor que traspasa a las situaciones de
hecho no reguladas. La diferencia se encuentra en que el método de inversión
de la jurisprudencia de conceptos utiliza un factor que no ha sido causal
(conceptos), mientras que en la jurisprudencia de intereses se inducen juicios
de valor de factores históricamente causales (conflictos de intereses).
La JI aspira a sustituir el "primado de la lógica" por el "primado de la
investigación de la vida y de la valoración de la vida". La nueva tendencia
prescinde de encerrar al juez en el círculo del puro conocer. También en esta
línea jurisprudencial encontramos una oposición frontal al intelectualismo
formalista que desvinculaba la labor judicial y las relaciones vitales de la
sociedad. Si el Derecho ha de servir realmente para la vida, esta vida debe ser
aprehendida mediante la aplicación del interés que guía a todo derecho, y las
49
normas jurídicas actuar como delimitaciones de intereses.. La meta final de la
función judicial es, para los cultivadores de la JI, "la satisfacción de las
necesidades de la vida, de las apetencias y tendencias apetitivas, tanto
materiales como ideales, existentes en la comunidad jurídica" (Heck).
50
La idea de fin que patrocinaba Ihering, aun sirviendo de base a esta nueva
dirección, no resulta suficiente: "Ihering ha reconocido la importancia de la
eficacia vital, pero no ha llegado a articular suficientemente esa misma eficacia"
(Heck). El fin muestra tan sólo el interés que ha prevalecido -de ahí que la
finalidad de la ley sea la misma en normas diversas desde el punto de vista del
contenido-, pero el Derecho es, por encima de todo, la resultante de una
interacción de intereses. La protección de los intereses no se efectúa en un
espacio vacío, como parece sugerir la visión de Ihering, sino en un mundo lleno
de intereses, en el que todos los bienes son apetecidos y, por tanto, la
protección de un interés se realiza siempre a costa de otros intereses. El juez
debe ser consciente del conflicto de intereses que decide la norma (debe
“vivenciar” la situación que generó en el legislador la representación de
mandato en que consiste la norma) para poder entenderla tal y cómo la concibió
el legislador y saber así si resulta adecuada para resolver supuestos no
contemplados directamente por el Ordenamiento pero que se pueden
reconducir a conflictos de intereses que éste sí haya decidido.
El método jurídico propuesto por la JI parte de tres postulados: la consideración
del derecho como un conjunto de mandatos mediante los cuales se llevan a cabo
delimitaciones de intereses; la consideración del Ordenamiento Jurídico como
necesariamente lagunoso y la consideración del juez como un colaborador del
legislador en la tarea de proteger los intereses que éste ha querido proteger
mediante la norma y que se encuentra, por tanto, vinculado por el Derecho. La
aptitud adecuada del juez es, según Heck, la de “obediencia pensante”.
En primer término, las leyes aparecen incompletas, inadecuadas e incluso
contradictorias, cuando se las confronta con la riquísima variedad de problemas
que los hechos sociales van suscitando. La existencia de lagunas es algo que no
admite discusión y el legislador ha de ser consciente de la insuficiencia
legislativa. Se plantea entonces la cuestión de qué es lo que debe hacer el
juez ante estos supuestos, ante estas lagunas. Cuando se da una situación de
este tipo el juez debe, ante todo, formarse una idea del conflicto de intereses
que se le presenta. Tiene después que investigar si este mismo conflicto de
intereses está ya resuelto por la ley bajo la forma de otras situaciones de hecho.
En caso afirmativo, ha de trasladar el juicio valorativo de la ley, resolviendo con
igual medida idénticos conflictos de intereses. El juez, para llenar lagunas,
utiliza inicialmente los juicios valorativos de la ley, pero puede encontrarse ante
51
una situación en que haya de resolver un conflicto según su propia valoración
de los intereses vitales: bien porque la ley remite al juez a su propia valoración,
bien porque se emplean palabras indeterminadas, o bien porque los juicios
valorativos del derecho se contradicen entre sí o son impotentes para el caso en
cuestión. En tales ocasiones el juez deberá adoptar aquella decisión que él,
como legislador, hubiera propuesto. Queda
52
pues claro que el juez no sólo ha de aplicar normas jurídicas hechas, acabadas,
sino que además tiene que formar él mismo nuevas normas. Se aprecia,
entonces, que el fundamento de la metodología de la JI estriba tanto en la
aplicación analógica como en la interpretación de corte subjetivista -según la
voluntas legislatoris-.
La función del juez consiste en proceder al ajuste de intereses, en resolver
conflictos de intereses del mismo modo que el legislador. La disputa entre las
partes le presenta un conflicto de intereses. Ahora bien, la valoración de los
intereses llevada a cabo por el legislador debe prevalecer sobre la valoración
individual que el juez pudiera hacer según su personal criterio. La ponderación
de intereses que el legislador ha hecho está antes que la propia valoración del
juez y es decisiva para éste. La libertad creadora que la JI reconoce en la labor
judicial es mucho menor que aquella otra que postulaba el Movimiento del
Derecho libre. Los juicios valorativos de la ley son de seguimiento obligatorio y
sólo subsidiariamente puede el juez acudir a su propia valoración. El que el juez
tenga una mayor libertad para decidir los casos concretos según un análisis
ponderado de los intereses en presencia no significa que se deba olvidar la
esencial vinculación que el poder judicial tiene respecto del poder legislativo:
"La misión del juez no es crear a su arbitrio un nuevo ordenamiento jurídico,
sino cooperar a la realización de ideales previamente establecidos, dentro de un
ordenamiento jurídico dado... De ningún modo puede el juez liberarse de las
ligaduras de la ley" (Heck).
La negación de un límite positivo a la actividad judicial, tal y como propugnaba
el movimiento del derecho Libre, produce dos consecuencias disfuncionales. Por
un lado, conduce a una importantísima merma de la seguridad jurídica: "El
ideal de adecuación [de un caso a valores de justicia] no es el único del
Derecho. En muchos ámbitos vitales es mucho más importante la seguridad
jurídica que la decisión correcta. Por eso, en mi opinión, debe rechazarse la
preferencia de principio por la libre estimación... Un derecho del juez a
modificar la ley es incompatible con el postulado de la seguridad jurídica y con
la autonomía de la comunidad de Derecho, así como con el postulado de
igualdad de tratamiento de casos iguales”. Por otro lado, avalaría una
injustificada capitidisminución del valor real de la ley. La prevención de Heck
hacia las teorías que "valoran demasiado el valor vital de la creación del
derecho y demasiado poco el de la regulación legal" es evidente: "Es verdad que
53
la ley puede dar lugar a durezas y rigideces, y también admito que un juez ideal
colocado en situación de plena libertad podía hallar en muchos casos una
decisión más adecuada que la de la ley. Pero los preceptos jurídicos no pueden
formularse sino para las situaciones normales que constituyen la regla. Y, en
esos casos, la aplicación coherente y complementadora de la ley debe dar
lugar a resultados más adecuados que la creación
54
totalmente libre del Derecho. El sabio "juez rey" no es la regla, sino la
excepción... El juez normal corre el peligro de hacerse partidista o de
parecerlo".
La influencia de la JI en la literatura y en la práctica jurídicas ha sido más que
notable. Posiblemente las causas de su éxito se deban, paradójicamente, a sus
deficiencias de orden teórico. Y es que el concepto nuclear de la JI -huelga
advertir que se trata del concepto de "interés"- es contradictorio en las
múltiples acepciones que los miembros de la escuela manejan -y por tanto,
susceptible de ser manejado a beneficio de inventario- y, a la vez, de una
ambigüedad desoladora. Ambas características resultan en el mundo judicial, ni
qué decir tiene que también en el político, de mucha enjundia y mayor
provecho.
Es contradictorio porque, en primera instancia, los intereses son considerados
factores causales de las leyes, es decir, "los preceptos jurídicos son producto de
los intereses... son las resultantes de los intereses de orientación material,
nacional, religiosa y ética que se contraponen unos a otros y luchan por su
reconocimiento" (Heck). De esta forma, al igual que acontecía con la
Jurisprudencia teleológica de Ihering, el legislador como persona pasa a un
segundo plano en relación con las fuerzas sociales sublimadas en forma de
intereses que han conseguido entrar en la ley. La interpretación ha de
retroceder, por encima de la idea del legislador, a los intereses causales de la
ley, que son previos a la legislación misma. Heck denomina "teoría genética de
los intereses" a la concepción según la cual, determinados intereses, al originar
en el legislador "ideas de deber ser" que se transforman en mandatos, son causa
de normas jurídicas. Si los intereses con que el legislador se ha encontrado son
las auténticas causas del precepto legal, entonces esas causas tienen
justamente que descubrirse para así comprender acertadamente los preceptos
en cuanto efectos suyos.
No obstante, esta versión del concepto del interés -que tendría como corolario
metodológico el "conocer con exactitud histórica los intereses reales que han
ocasionado la ley y tener en cuenta los intereses conocidos para la resolución
del caso"- se ve impugnada por otras definiciones que no ven en el interés una
causa de la norma, sino un resultado de la acción del legislador. Aquí el interés
significa el objeto al que se refiere la valoración llevada a cabo por el legislador.
Esto es, a partir de la obra del legislador hablamos realmente de intereses, y no
55
antes. Los intereses no producen normas; son las normas las que engendran en
última instancia los intereses. El legislador, dice Heck, "quiere delimitar unos
de otros intereses vitales que luchan entre sí"; por tanto, vierte sobre ellos un
juicio de valor y la decisión tomada al respecto tiene un efecto en los intereses.
Como toda valoración es un acto de libre toma de posición del que valora, con la
introducción del concepto de valor se abandona en realidad la consideración
causal del interés. El juez, ¿debe considerar los intereses que el legislador se
encuentra a la hora de concretar la norma?; o, por el contrario, ¿debe realizar
56
los intereses que el legislador prima en la valoración que supone toda
normación?. Como se verá, en cualquier caso, la posibilidad de elección
propicia sentencias "interesadas".
Decíamos también que el término "interés", ya no el concepto, es ambiguo.
Lejos de convertirse en inconveniente, la JI ve en ello un factor ventajoso: "La
palabra interés resulta multívoca, no obstante, ofrece, más que cualquier otra,
la ventaja de que abarca los elementos que propiamente nos importan" (Heck).
Es decir, la textura especialmente abierta
-por utilizar la conocida expresión de Hart- del término interés propicia que las
decisiones judiciales que lo utilicen como guía encuentren el marco deseado
para sentenciar casi con absoluta libertad.
La Jurisprudencia teleológica y la Jurisprudencia de Intereses se engarzan
perfectamente, de tal forma que la segunda puede ser considerada como la
lógica continuación de la primera. Aunque difieran en cuestiones de matiz, es el
mismo objetivo tendente a conciliar la observancia legal y la creación judicial el
que anima a ambas tendencias. Otro tanto se pudiera decir de la
Jurisprudencia de valoraciones (JV) que, al punto, se concibe como un
eslabón más en esta cadena metodológica. De hecho, muchos de sus
representantes - Reinhardt, Westermann, Germann, Kronstein, Zippelius,
Larenz...- comenzaron siendo defensores incondicionales de la Jurisprudencia
de intereses para luego alejarse de la concepción tradicional y profundizar en el
sentido valorativo que subyacía en el concepto de interés.
Ya habíamos visto que, dentro de las acepciones que los miembros de la JI
manejaban de la idea de interés, era posible concebir éste como la valoración
que el legislador hacía de las posibles apetencias, necesidades o demandas en
conflicto. Esta es la dirección metodológica que desarrollan los partidarios de la
JV. La jurisprudencia va a ser considerada como aplicación de las valoraciones
legales, sin que los intereses de los particulares interfieran genéticamente en la
formación de esos valores. La concepción causal del interés es desechada en
favor de una concepción valorativa. El legislador valora los intereses según
ponderaciones de oportunidad y justicia y, en consecuencia, el aplicador del
derecho tiene que acatarlas. La JI tuvo el mérito de haber destacado los
intereses y conflictos que laten en las normas. Sin embargo, a decir de los
representantes de la JV, no alcanzó el núcleo de la verdadera consideración
normativa precisamente por ignorar los "criterios de orden" que determinan la
57
resolución de cada caso. El legislador utiliza unos criterios de evaluación que
actúan sobre los intereses, de tal forma que para un análisis de los mismos se
precisa un conocimiento de cuáles son las conexiones de orden que, en cierta
medida, los han engendrado.
Existe un orden valorativo inmanente al ordenamiento jurídico del que el
legislador ha partido -consciente o incoscientemente- y que es necesario
conocer a la hora de encontrar
58
una recta aplicación del Derecho. Estos "principios de orden" o "pautas de
valoración" realizadas por el legislador no pertenecen a un mundo que pueda
ser captado y apreciado con el principio de causalidad -algo defendido por
aquella teoría genética de los intereses-; hace falta recurrir a los valores
sociales a los que corresponde la ley. Con este método crítico valorativo no se
trata tanto de una valoración independiente por parte del juez como de una
interpretación atendiendo a valoraciones que sirven de base a la ley. El método
sistemático, esto es, el que sitúa las normas dentro de un contexto general más
amplio que le sirve de marco, es el centro de atención de la JV.
El enlace entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica, tal y como se da
en cualquier norma jurídica completa, se basa en una valoración realizada por
el que establece la norma, ya sea el legislador, el juez o el jurisconsulto.
Comoquiera que toda norma representa una disputa política siempre
condicionada ideológica o interesadamente, se necesita, para que la aplicación
e interpretación no se conviertan en objeto de decisión política, que la norma
sea interpretada ateniéndose a unos valores obtenidos racionalmente.
Ahora bien, la remisión a unos supuestos valores que informan el ordenamiento
y que han de actuar de criterio interpretativo plantea al menos dos problemas,
el de su origen: ¿en dónde se encuentran?, y también el de cómo hacerlos
accesibles al conocimiento. Los propios representantes de la Jurisprudencia de
valores difieren a la hora de señalar donde fundamentar tal ontología de corte
metafísica, unos se inspiraban en teorías materiales de los valores del estilo de
la de Scheler; otros pergeñaban teorías de la “naturaleza de las cosas”, con la
que pretendían mostrar que los ordenes sociales están predeterminados en un
orden natural del ser; e incluso algunos pretendían describir ese vínculo entre
el ser necesario de las cosas y la génesis de reglas jurídicas mediante la
referencia a estructuras lógico-reales. Uno de los puntos sobre los que más han
insistido los integrantes de la JV es la equivocación que supone pensar que
valorar es sólo una conducta irracional y emocionalmente condicionada. Muy al
contrario, el jurista -a diferencia del filósofo moral- posee unas pautas de
valoración que le son dadas en la Constitución y en los principios jurídicos
adoptados por ésta -por ejemplo, en la Constitución española, la dignidad
humana, el principio de igualdad Para un jurista, justificar una resolución
equivale a mostrar que
está en consonancia con estas pautas fundamentales y con su posterior
59
configuración en el orden jurídico total.
Además de estas pautas positivizadas, también encontramos lo que Zippelius
llama "Moral jurídica dominante", expresión de un cierto "ethos jurídico
vigente" que da sentido a expresiones tales como "buena fe", "equidad",
"exigibilidad", etc. Cuando el legislador utiliza estas expresiones tiene a la vista
aquellos casos sobre cuyo enjuiciamiento existe un consenso general según una
pauta social determinada. Esta pauta, que es expresión de la "Moral
60
jurídica" contiene una idea general de Derecho que insinúa una orientación que
el juez debe seguir.
Con todo, constantemente se encuentran conflictos de valor no resueltos desde
ninguna de las anteriores perspectivas. Siempre existe un ámbito en el que la
decisión no encuentra una pauta segura ni en el Derecho escrito, ni en las
concepciones ético jurídicas vigentes. Aquí el juez sólo podría resolver según su
idea personal de la justicia o, si también ésta le deja sin consejo, según
consideraciones de oportunidad. En conclusión, la investigación conforme a la
JV no está guiada por una simple alternativa "o esto o aquello", sino que se
dirige por una operación de tanteo y de balance -y por ello creativa- entre los
diversos valores que se pueden apreciar en el ordenamiento. El juez debe
orientarse por las pautas de valoración establecidas en la Constitución así como
en el restante orden jurídico -siempre que sean cognoscibles con claridad y
posibiliten una resolución-; por el ethos jurídico dominante y por el margen de
libre resolución que, al ser llenado de contenido mediante las decisiones
valorativas judiciales, convierte la misma aplicación del Derecho en un factor de
evolución histórica.
A modo de breve crítica, podemos decir que la JV plantea, al menos, tres
problemas: 1º.- La dificultad de descubrir los valores del Ordenamiento; 2º.- La
falta de jerarquización de dichos valores; 3.- La posibilidad de que se
produzcan conflictos entre distintos valores.
61
Tema 3.- Caracteres generales de las Teorías de la Argumentación
jurídica.
La crisis del modelo metodológico del positivismo formalista supuso el
reconocimiento de un inevitable ámbito de discrecionalidad judicial:
determinadas características estructurales del Derecho, como la textura abierta
del lenguaje jurídico y sus elevadas dosis de generalidad y abstracción, implican
que para resolver un caso existen siempre varias alternativas, todas
compatibles con el Ordenamiento. Optar por una de ellas no es un puro acto de
conocimiento, sino que interviene la voluntad.
Las corrientes antiformalistas más escépticas (Kelsen, Ross, realismo jurídico
norteamericano, etc.) concluyeron entonces, que respecto a la decisión judicial
no tenía sentido el juicio de racionalidad y que las normas jurídicas no eran más
que uno de los factores que intervenían en dicha decisión, al lado de otros como
los sentimientos, las intuiciones o la moral del juez.
Las corrientes metodológicas más moderadas (Jurisprudencia teleológica, de
intereses, de valoraciones) evitaron el escepticismo depositando su fe en la
técnica jurídica como medio para controlar la discrecionalidad judicial y
garantizar al máximo la seguridad y el sometimiento del juez al Derecho. Estas
corrientes más moderadas no creen que la actividad del juez sea totalmente
irracional -y de hecho elaboran teorías normativas de la interpretación y
aplicación de las normas- pero tampoco se plantean el problema de la
racionalidad de la decisión judicial, ya que su perspectiva, su punto de enfoque
sigue siendo el plano de las normas: se trata de indicar al juez cómo debe
obtener la premisa mayor del silogismo, cómo debe solucionar las antinomias, si
ha de realizar una interpretación subjetiva u objetiva, como debe integrar una
laguna, cuál es la diferencia entre la analogía y la interpretación extensiva, etc.
Estos temas constituyen el “vocabulario” metodológico de la época, junto con
las referencias sobre todo por parte de los autores de la jurisprudencia de
intereses y la de valoraciones, a la necesidad de que el juez “pondere” intereses
o valores enfrentados, aunque sin analizar de qué forma deba llevarse a cabo
tal ponderación, ni dónde radica su racionalidad. De esto se ocuparán
precisamente las teorías de la argumentación que ahora estudiamos.
Las teorías de la argumentación jurídica surgen en los años cincuenta y como
las anteriores, parten también de la insuficiencia de los modelos tradicionales
para explicar y justificar la decisión judicial, pero las teorías de la
argumentación jurídica suponen un cambio de perspectiva, un nuevo enfoque
1
en la metodología jurídica, que se puede caracterizar, siguiendo al profesor
García Amado, con estas dos notas:
1)Para estas teorías el problema metodológico central de la práctica
jurídica es el de la racionalidad y
2
2) el campo o el punto de partida para su solución se sitúa en la
argumentación, “en el proceso discursivo de intercambio de razones, en la
acción comunicativa entre sujetos empeñados en la obtención de la decisión
más conforme con lo que en el seno del grupo social pueda ser tenido por
racional”.
Veamos de forma mas detenida ambas cuestiones. La decisión judicial implica
siempre la posibilidad de elegir entre varias opciones, y elegir entre varias
opciones supone un problema práctico, un problema de valoración. Las teorías
de la argumentación parten de la base de que es posible, sobre cuestiones
prácticas o sobre cuestiones de valoraciones, discutir racionalmente, con
pretensiones de rectitud, esto es, de que es posible mostrar que determinadas
opciones son más racionales que otras. Las teorías de la argumentación
pretenden eliminar de la práctica jurídica los riesgos de la arbitrariedad,
intentando ofrecer pautas o parámetros que permitan controlar la racionalidad
de la decisión judicial. Lo que va a preocupar a estos autores es que la decisión
judicial sea racional y la racionalidad de la decisión va a depender de los
argumentos utilizados para justificarla y del grado de aceptación intersubjetiva
que logren dichos argumentos. “Allí donde no es posible la obtención de
verdades o certezas como resultado de meras operaciones lógicas, de la
aplicación del método científico-natural, de intuiciones valorativas o de la pura
emotividad, se impone partir de la necesidad de construir permanentemente los
criterios prácticos de lo justo -o de lo racional- en un proceso social de
participación y diálogo, de constante intercambio de razones y justificaciones,
de argumentación. De esta manera se ha de abrir la posibilidad de que las
valoraciones se legitimen por su sintonía con el sentir general en cada
momento, con los criterios de una racionalidad práctica en continuo fluir en el
seno del grupo social” (García Amado).
Lo que las teorías de la argumentación pretenden, será ofrecer pautas
justificativas de la racionalidad para los criterios rectores de la ponderación
judicial, de la opción entre intereses y valores enfrentados que se pueden
acoger a la protección de un mismo sistema normativo.
Las teorías de la argumentación no tratarán tanto de negar la obediencia a la
ley, como de partir de su insuficiencia. Los términos legales señalan sólo un
marco, más o menos amplio, dentro del que la decisión ha de recaer, es la suya
una función meramente limitativa. Aún cuando se respete la ley, ésta deja
3
siempre un margen de libre decisión, por la necesidad de que sea interpretada,
por la existencia de lagunas, por la selección y calificación de los hechos
que se enjuician, etc. Lo que se quiere evitar es la presencia de la
arbitrariedad en esos momentos en que las valoraciones del que decide son
dirimentes.
Como indican, entre otros A. Aarnio y Alexy, se parte del entendimiento de que
no es posible ningún procedimiento de producción Estatal del Derecho que
pueda brindar en todo
4
momento a los sometidos al Derecho y a los encargados de aplicarlo reglas
capaces de resolver cada cuestión jurídica, de modo que a partir de tales reglas
se pueda fundamentar como irrefutable una decisión.
La existencia de casos en los que, conforme a un mismo material normativo,
caben distintas decisiones, justificaría la necesidad de una teoría de la
argumentación jurídica, apta para colmar esta laguna de racionalidad de la
práctica jurídica.
Las teorías de la argumentación jurídica tratan de lograr la fundamentación,
justificación y limitación del proceder argumentativo de la práxis jurídica. En
estas teorías el núcleo de análisis es la concreta actividad decisoria de la
práctica jurídica, y la cuestión principal que trata de resolver, es la de cuáles
sean los criterios que puedan asegurar su objetividad y racionalidad. La
reflexión gira en torno a la tensión siempre existente entre "decisión" y
"justificación", entre lo que es imposición autoritaria de una opción y lo que es
el intento de conciliar esa dimensión con la pretensión de objetividad
intersubjetivamente aceptable, esto es, la pretensión de que la decisión sea
racional.
A partir de los trabajos de autores como Recaséns, Perelman o Viehweg, en
torno a la idea de una teoría de la argumentación jurídica, van cobrando
importancia los intentos de construir una teoría de la práxis de la aplicación
del Derecho, orientada a lograr una "conciencia metodológica crítica", que
ponga como centro de sus consideraciones el problema de la racionalidad de
las valoraciones presentes en dicha práctica, en lugar de ocultar dichas
valoraciones (como hacía la metodología tradicional) o de considerarlas
como algo totalmente arbitrario e irracional (como hacen las corrientes
metodológicas irracionalistas). Ahora bien, la argumentación jurídica entendida
como actividad discursiva tendente a fundamentar mediante argumentos una
decisión, puede ser objeto de estudio puramente descriptivo, mostrando, por
ejemplo, los diferentes argumentos; o el modo como en la práctica se
interrelacionan y se jerarquizan; o de análisis lógico, mediante el examen de
la estructura lógica de la argumentación, mostrando sus peculiaridades y
sirviendo de medio para descubrir en ellas
posibles defectos formales. Y cabe una teoría normativa de
la argumentación jurídica, que proporcione criterios que permitan diferenciar
buenas y malas justificaciones en el campo del Derecho. Son este último tipo
5
de teorías las que abordan de lleno el problema metodológico central de la
práctica jurídica, el de la racionalidad de las valoraciones en ella concurrentes
a la hora de establecer las premisas de toda decisión.
Aún reconociendo que no existe “la” teoría de la argumentación jurídica, sino
una pluralidad de doctrinas que pueden presentarse bajo ese rótulo en virtud de
una serie de caracteres compartidos; podemos señalar como notas comunes de
este nuevo modelo metodológico las siguientes:
6
1.- El centro de interés deja de ocuparlo la norma y pasa a situarse en
la decisión.
Buscan construir una teoría de la práctica de la aplicación del Derecho.
La crisis de la visión del Derecho positivo como perfectamente
autosuficiente para determinar en todos sus extremos el resultado de su
“aplicación” dejará paso a un mayor protagonismo teórico de la idea de
decisión. En el momento en que la decisión no es mera consecuencia de la
norma, las ideas de objetividad y seguridad jurídica dejan su paso al tema de la
racionalidad del elemento decisorio, que es precisamente el objeto de todas
estas teorías.
2.- A las teorías de la argumentación les interesa el problema de la
racionalidad de la decisión y de las valoraciones que la hacen posible, y con ello
se sitúan en el terreno de la razón práctica. La razón práctica había sido
desplazada por la razón teórica cuando se pretendió aplicar los mismos
métodos de las ciencias exactas a los terrenos de la conducta, de las normas o
de los valores. Las obras de Recaséns, Viehweg o Perelman son precursoras de
las teorías de la argumentación, porque ponen de manifiesto que en el terreno
de la razón práctica, dónde los problemas son de carácter práctico, esto es,
“relativos a lo que es debido, y prohibido y lo que es permitido, bueno y malo”,
no opera la idea clásica de la demostración y la pura lógica formal, sino la de la
argumentación, lo verosímil, lo plausible, lo probable.
3.- La racionalidad de la decisión judicial ya no la proporciona el
sistema, ya no deriva de la racionalidad de las premisas normativas y tampoco
es fruto de la necesidad, sino que depende de cómo se argumente y justifique
por el sujeto la opción en que consiste dicha decisión. Las teorías la
argumentación jurídica tienen carácter normativo y pretenden por tanto
proporcionar criterios para determinar el peso de los distintos argumentos y la
racionalidad de una determinada argumentación.
Como señala J. Wroblewski, “la exigencia de justificación significa que las
decisiones en cuestión no son ni evidentes ni arbitrarias. Lo evidente no
necesita justificación; lo arbitrario prescinde de ella”.
4.- Estas teorías de la argumentación jurídica se caracterizan por
presuponer siempre de algún modo que el referente último que permite juzgar
cuando una justificación y la decisión justificada son racionales, es su capacidad
para alcanzar un consenso social que pueda considerarse racional. Las
valoraciones y razones presentes en la decisión deben ser capaces de obtener el
7
mayor grado de aceptación o adhesión a la altura de lo que en un determinado
momento histórico sea considerado como lo mas correcto o justo.
A continuación vamos a exponer brevemente las teorías de Recaséns, Viehweg y
Perelman, por ser considerados como los precursores de las teorías de la
argumentación jurídica en sentido
estricto.
8
Recaséns y la Lógica de lo razonable.
El filósofo del Derecho español, Luis Recaséns Siches, puede ser considerado
como uno de los primeros iniciadores de las teorías de la argumentación
jurídica. Ya en los años treinta se encuentran esbozos de lo que más tarde
denominará "lógica de lo razonable o logos de lo humano".
Su teoría del razonamiento jurídico se presenta en un primer momento como
una crítica, tanto de la forma de entender la función jurisdiccional, como de
entender y aplicar los diversos métodos de interpretación del Derecho.
Respecto a la función jurisdiccional, Recaséns critica la concepción del
positivismo legalista que nos presenta la sentencia como un mero silogismo y
defiende una función jurisdiccional de auténtica dimensión creadora. Como
expresamente nos dice: "Toda legalidad positiva, incluso aquélla que
supongamos más completa y previsora, es sólo una parte del orden jurídico
positivo porque sus preceptos no cobran sentido aplicable y correcto sino en la
medida en que se entiendan y desarrollen según directrices estimativas; por eso
la función judicial está impregnada de valoraciones en todos los casos. Según
los diversos tipos de casos variará el alcance y amplitud de esa función
valoradora".
Respecto a la pluralidad de métodos en la interpretación jurídica, Recaséns
entiende que no tienen razón de ser, y que no son más que el resultado de
sentirse confundidos ante el problema de la interpretación en tanto se quiere
abordarlo usando instrumentos mentales inadecuados. La mayoría de los
trastornos con que tropieza la interpretación son fruto del fracaso del empleo
de la lógica tradicional (lógica pura de tipo matemático) para interpretar el
contenido de las normas jurídicas. Una vez que se descubre que estamos en un
campo que tiene su propio logos, aquellas clasificaciones y los problemas que
engendraron se desvanecerán y dejarán de existir.
Recaséns hace una condena total del empleo de lo que llama "lógica tradicional
o de lo racional" al campo de la interpretación del Derecho. Para él, la lógica
tradicional es la lógica formal o pura, la lógica matemática o físico matemática,
la lógica sistemática de lo racional, es decir una lógica deductiva, instrumento
adecuado para tratar con las ideas puras a priori, que estudia las conexiones
ideales y trata de la corrección formal de la inferencia, siendo casi
absolutamente irrelevante para decidir sobre los contenidos de las normas
jurídicas. Sin menospreciar la importancia de la lógica tradicional o deductiva
9
en el análisis de los conceptos jurídicos esenciales, en las cuestiones en que
intervienen realidades físicas y elementos matemáticos y en otros varios
aspectos que presentan los problemas jurídicos prácticos, entiende que es
necesario poner de manifiesto los errores fundamentales que se derivan de la
aplicación de dicha lógica tradicional al campo del Derecho:
10
a) Dar por sobreentendido que las normas jurídicas positivas son enunciados
lógicos de intrínseca validez, que contienen dentro de sí la posibilidad de dar
solución a todos los problemas de la práctica del Derecho, bastando con aplicar
a los textos normativos el mecanismo de la deducción racional para sacar
conclusiones ilimitadamente.
b) Considerar que en la gestación y desenvolvimiento del Derecho positivo lo
decisivo es la lógica y que, por eso, la interpretación del Derecho debe consistir
en una operación de lógica tradicional pura del tipo de la empleada por las
ciencias físico-matemáticas.
c) Suponer que el orden jurídico positivo está constituido solamente por las
normas generales y que las sentencias judiciales y las resoluciones
administrativas no son más que la simple aplicación del Derecho. Es decir,
pensar que el Derecho está ya preconstituido de modo completo en las
colecciones legislativas y que lo que hacen los órganos jurisdiccionales es
aplicar simplemente ese Derecho que ya está perfecto en los textos legales.
d) Concebir mecánicamente la función judicial, creyendo que la sentencia no es
más que un silogismo. Se cree, por tanto, que lo único que tiene que hacer el
juez es subsumir los hechos del caso planteado bajo los preceptos legislativos
para extraer luego la conclusión correspondiente y dictar la sentencia.
Pero tras la crítica, Recaséns aborda la construcción y la afirmación de una
"lógica de lo razonable", al entender que el Derecho positivo debe ser tratado
mediante una lógica distinta de la lógica formal, una lógica más específica de lo
jurídico, que es la lógica de lo razonable; y esta lógica no constituye un método
más de interpretación a alinear junto a los varios métodos de interpretación que
son habitualmente considerados por la doctrina, sino que debe ser el único
método de interpretación jurídica. El es consciente de que su tesis tiene
precedentes tanto en su vertiente crítica como en su parte positiva, de
afirmación de la necesidad de una nueva vía. Pero es necesario reconocer su
carácter innovador y original, al menos en dos aspectos: el de la denominación:
"lógica de lo razonable"; y en lo que es más importante, en la caracterización de
esa lógica en su dimensión vital, por su intrínseca dependencia e incardinación
en la vida humana en la que surge y actúa (mostrándose una clara influencia
orteguiana de la llamada "razón vital"). Esa dimensión vital de la misma,
caracteriza y matiza sus rasgos.
La lógica de lo razonable, pertenece al campo de la razón, y en concreto al
11
sector de la lógica aplicable a la existencia humana, de la razón de los asuntos
humanos, que es constitutivamente deliberante o argumentativa, perteneciendo
al amplio campo del llamado "pensamiento sobre problemas". Esta razón vital e
histórica, puede identificarse con la equidad (entendida ésta, como la manera
correcta de interpretar todas las leyes o si se prefiere, como la expresión de lo
justo natural en relación con el caso concreto), y está en estrecha relación con
la prudencia. Frente a la lógica formal bien puede calificarse de "lógica
12
material", lógica que trata de los contenidos de las normas jurídicas, apta tanto
para elaborar esos contenidos en términos generales mediante la legislación
como para interpretar las leyes en relación con los casos concretos y
singulares. Es una lógica o razón impregnada de puntos de vista estimativos
que incluye, además, como aleccionamiento, las enseñanzas dimanadas de la
experiencia propia y ajena.
Esta lógica de lo humano o de lo razonable está orientada a la actividad
humana, y queda condicionada por las peculiaridades propias de esa actividad,
que no está predeterminada de una forma unilateral, sino que se desarrolla de
acuerdo con decisiones que libremente adopta el hombre dentro del contorno y
las circunstancias de cada momento. La actividad humana implica:
A) Que el hombre actúa siempre en un mundo concreto, en una circunstancia
real, limitada y caracterizada por rasgos particulares.
B) Que ese mundo concreto es limitado, es decir, que ofrece algunas
posibilidades, pero carece de otras, y que al mismo tiempo opone, a veces,
dificultades.
C) Que en la búsqueda imaginativa de lo que es posible producir en ese mundo
limitado y concreto para resolver el problema de una penuria o necesidad
sentida como atosigante, o para solucionar conflictos interhumanos, intervienen
múltiples valoraciones: 1.- Sobre la adecuación del fin para satisfacer la
urgencia en cuestión; 2.- Sobre la justificación de ese fin, desde puntos de vista
estimativos o axiológicos, etc.; 3.- Sobre la corrección ética de los medios; y 4.-
Sobre la eficacia de los medios.
D) Que en todas las operaciones para establecer el fin y para encontrar los
medios, los hombres se guían no solamente por las luces de sus mentes
personales, sino también por las enseñanzas derivadas de sus propias
experiencias y de las experiencias ajenas, presentes e históricas.
Todos los anteriores datos que resultan del análisis de la acción humana y que
son válidos tanto para la acción productora de normas como para el
cumplimiento y realización de las mismas, nos permiten perfilar las notas que
nos definen la "lógica de lo razonable":
Primero. La lógica de lo razonable está influida, condicionada y limitada
por la realidad concreta del mundo en el que opera. En el Derecho está
condicionada e influida por la realidad del mundo social particular en el cual,
con el cual y para el cual se elaboran las normas jurídicas.
13
Segundo. Esta impregnada de valoraciones, de criterios estimativos o
axiológicos. Esta dimensión valorativa es ajena a la lógica formal y algo
característico del logos de lo razonable.
14
Tercero. Esas valoraciones son concretas, es decir, están referidas a una
determinada situación humana real, a una cierta constelación social y deben
tomar en cuenta todas las posibilidades y todas las limitaciones reales.
Cuarto. Las valoraciones son la base o apoyo para la formulación de
propósitos, esto es, para el establecimiento de finalidades. Propósitos y
finalidades que no sólo se apoyan en valoraciones, sino que además están
condicionados por las posibilidades que depare la realidad humana social
concreta.
Quinto. Esta lógica está regida por razones de congruencia o adecuación
entre los múltiples elementos relevantes de la vida humana social, como: 1.-
entre la realidad social y los valores (cuáles son los valores apropiados para la
ordenación de una determinada realidad social); 2.- entre los valores y los fines
(cuáles son los fines valiosos); 3.- entre los fines y la realidad social concreta
(cuáles son los fines de realización posible y razones para una escala de
prioridades entre ellos); 4.- entre los fines y los medios (en cuanto conveniencia
de los medios para los fines; en cuanto corrección ética de los medios; y en
cuanto eficacia de los medios).
Sexto. Está orientada por las enseñanzas sacadas de la experiencia de la
vida humana y de la experiencia histórica, individual y social, presente y
pasada.
En resumen, son esos puntos de vista y jerarquías de carácter estimativo las
directrices básicas según las cuales se desarrolla la lógica de lo humano o de lo
razonable. A esas directrices se añaden las apreciaciones sobre la congruencia
y la eficacia de unos medios para lograr ciertos fines, así como las enseñanzas
que sobre este punto se desprenden de las experiencias de la razón vital y de la
razón histórica, esto es, de las experiencias vividas por los hombres individual y
colectivamente.
Esta lógica razonable es para Recaséns, el único método de interpretación del
Derecho. Ante cualquier caso, hay que proceder razonablemente percatándose
de la realidad y del sentido de los hechos, comprendiendo las valoraciones en
que se inspira el orden jurídico positivo, viendo el propósito de la norma en
cuestión y apreciando las valoraciones complementarias que produzca el juez en
armonía con dicho orden jurídico positivo. De este modo se debe llegar a la
solución satisfactoria.
La lógica tradicional no le sirve al jurista para comprender e interpretar los
15
contenidos de las disposiciones jurídicas; ni le sirve para crear decisiones
concretas; ni para la tarea del legislador de sentar reglas generales. Para todas
estas labores es necesario el uso del logos de lo humano o lógica de lo
razonable, que es el único método auténtico de interpretación.
Para el filósofo del derecho español, el empleo de esa lógica no mina ni ataca la
seguridad y la certeza de todo orden jurídico, pues no aumenta el inevitable
margen de relativa incertidumbre e inseguridad jurídicas; podrá a lo sumo
contribuir a desvanecer la infundada
16
ilusión de certeza y seguridad absoluta que algunos habían alimentado
tomando como base la concepción puramente legalista del Derecho y la
concepción mecánica de la función judicial. No se trata de sustituir criterios
objetivos por la opinión personal y subjetiva del juez sino de sostener, que el
juez al determinar cual sea la norma aplicable al caso particular, se debe atener
a criterios objetivos, las valoraciones que inspiran al orden jurídico positivo en
su totalidad. Tomando en cuenta no sólo los textos legales sino atendiendo
también a las valoraciones en que se basa ese orden jurídico positivo en un
determinado momento y a los efectos prácticos que dichas valoraciones deben
producir sobre el caso concreto. Esos criterios son además las convicciones
sociales vigentes, las cuales condicionan, circunscriben e impregnan el orden
jurídico positivo. Y todos esos criterios son objetivos, tan objetivos como lo
pueden ser los textos legales y reglamentarios.
La interpretación por medio de la lógica de lo razonable no sólo no disminuye la
seguridad jurídica sino que la aumenta en una gran medida al clarificar la
actuación, nada subjetiva ni fortuita del juez. Al delimitar correctamente de un
modo riguroso las diversas funciones en los respectivos campos de la lógica de
tipo matemático (lógica de lo racional) y del logos de lo humano (lógica de lo
razonable), se suministra al abogado y al juez la posibilidad de una conciencia
limpia, de un limpio modo de operar, y se le exime de tener que andar a la
búsqueda de disfraces y artilugios que presenten externamente sus dictámenes
y sus justos fallos, como si fuesen resultado de una construcción de lógica
tradicional, cuando en realidad no es tal, sino que se trata tan sólo de una
pseudoconstrucción.
Viehweg y la Tópica jurídica
La tópica jurídica surge en Alemania unos años después del fin de la Segunda
Guerra Mundial y al igual que la teoría de Recaséns o la de Perelman, afronta el
reto de superar el logicismo y la visión puramente cientificista del Derecho, sin
renunciar por ello a la racionalidad de la decisión judicial. El instrumento de
trabajo lo va a proporcionar la retórica y otras disciplinas relacionadas con ella
como es el caso de la tópica, que renacen con fuerza en los años cincuenta y
que van a introducir en el “vocabulario” de la Filosofía del Derecho y de la
Metodología Jurídica, los conceptos de consenso y discurso como fundamentos
de las verdades prácticas, que son las únicas posibles en los terrenos donde no
caben verdades evidentes o indubitadas.
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Theodor Viehweg publica en 1953 la primera edición de su obra “Tópica y
Jurisprudencia” y en ella analiza la estructura de la Jurisprudencia desde un
ángulo nuevo, la tópica, para mostrar que la forma correcta de ver el Derecho y
la Jurisprudencia no es concebirlos como sistemas axiomáticos, que partiendo
de una verdad primera puedan proceder more geométrico mediante largas
deducciones en cadena, sino concebirlos como procedimientos de discusión de
problemas, mediante argumentos más o menos consolidados, que reciben su
18
sentido del problema y que respecto a éste aparecen como adecuados o
inadecuados. El pensamiento jurídico en cualquiera de sus manifestaciones
opera siempre intentando ajustes concretos para solucionar problemas
singulares, partiendo para ello de directrices o de guías que no tienen carácter
lógico, sino que son simplemente lugares comunes. Este es el terreno de la
tópica y la perspectiva de estudio que Viehweg propone.
Para comprender con más exactitud en qué consiste la tópica, Viehweg se
remonta a Aristóteles, que es quien le dio este nombre y a su distinción entre
razonamientos apodícticos o demostrativos y razonamientos dialécticos.
El razonamiento apodíctico parte de unas premisas que son proposiciones
primeras o verdaderas y obtiene unas conclusiones que son verdaderas
también. Es propio de materias o cuestiones en las que es posible partir de
verdades o principios ciertos e indubitados.
El razonamiento dialéctico tiene como punto de partida unas premisas que son
plausibles, verosímiles, que parecen verdaderas a todos o a la mayor parte o a
los sabios y, de éstos, también a todos o a la mayor parte o a los más conocidos
y famosos. Estas premisas reciben el nombre de endoxa.
“Que el razonamiento demostrativo llegue a la verdad por partir de verdades
apodícticas e indiscutidas y que el dialéctico parta solamente de estos
enunciados plausibles, sujetos a opinión, no quiere decir que estos endoxa no
puedan contener verdades. Lo que varía es el grado de certeza, la seguridad
con que tal condición de verdad puede ser afirmada: como perfectamente
segura, en el primer caso, o como insegura y discutible, en el segundo... Para
Aristóteles, por consiguiente, en las cuestiones que no admiten prueba científica
o que no partan de primeras verdades, la solución de sus problemas ha de
derivarse de los diversos enunciados que gocen en la comunidad de alguna
forma de reconocimiento, enfrentándolos entre sí por medio del razonamiento
que de cada uno se siga mediante las leyes de la silogística, con el fin de
obtener la victoria en el juego dialéctico o la respuesta práctica que se buscaba”
(García Amado)
La tópica, como una parte de la retórica ha tenido gran importancia en el
mundo antiguo y en la edad media. Se ha presentado siempre como un modo de
pensar contrapuesto al sistemático o deductivo. La pérdida de importancia del
pensamiento tópico se produce en el mundo moderno, con el racionalismo y la
aparición del método matemático-cartesiano, pero pese a esa pérdida de
19
importancia, en determinados ámbitos del pensamiento humano resurge de
cuando en cuando, y lo mismo ocurre en el razonamiento jurídico.
Siguiendo al Prof. García Amado podemos señalar como caracteres generales
de la Tópica jurídica de T. Viehweg los siguientes:
1.- La tópica es desde el punto de vista de su objeto, una técnica de
pensamiento problemático.
20
2.- Desde el punto de vista del instrumento con que opera, lo que resulta central
es la noción de topos o lugar común.
3.- Desde el punto de vista del tipo de actividad, la tópica es una búsqueda y
examen de premisas: lo que la caracteriza es ser un modo de pensamiento en el
que el acento recae sobre las premisas, más bien que sobre las conclusiones.
De hecho Viehweg distingue en el razonamiento jurídico dos momentos: uno
“prelógico” o de búsqueda de premisas y otro propiamente “lógico”, de
conclusión a partir de aquellas premisas. El primer momento tiene más
importancia que el segundo, ya que el derecho no es un sistema articulado
conforme a un esquema axiomático y lo problemático verdaderamente es
construir las premisas del silogismo. De eso se encarga precisamente la tópica:
de buscar las premisas, y para ello utiliza los tópicos o topoi. En este sentido es
una actividad que antecede a la lógica.
La tópica es una técnica intelectual o un método del pensamiento que se orienta
hacia el problema y que pretende suministrar instrumentos con los cuales sea
posible argumentar y sacar conclusiones respecto de cualquier cuestión que se
pueda plantear. Esos instrumentos son los tópicos, topoi o lugares comunes. Los
tópicos son puntos de vista utilizables y aceptables generalmente, premisas
compartidas que gozan de una presunción de plausibilidad o que, al menos,
imponen la carga de la argumentación a quien los cuestiona. Su función es
servir a una discusión de problemas, tienen carácter auxiliar y reciben su
sentido desde el problema. Su ordenación respecto de éste es siempre esencial
para ellos. A la vista de cada problema aparecen como adecuados o
inadecuados, conforme a un entendimiento que no es nunca inmodificable.
Tienen que ser entendidos de un modo funcional, como posibilidades de
orientación y como hilos conductores del pensamiento.
Viehweg caracteriza de una forma demasiado vaga e imprecisa la noción de
topoi, de forma que acaban siendo en palabras de Larenz, “toda idea o punto de
vista que pueda desempeñar en absoluto un papel, sea de la clase que sea, en
las discusiones jurídicas”. En general se los ha concebido como puntos de vista,
fundamentos, argumentos, puntos de partida, etc. Respecto a los catálogos de
tópicos que se han formulado, son también de lo más variopinto e incluyen
tópicos de muy diversa índole. Viehweg menciona por ejemplo, la buena fe, la
noción metodológica de interés, el principio de protección de la confianza; otros
autores consideran tópicos las máximas de interpretación, los principios
21
generales del Derecho, la jurisprudencia establecida y un autor como Struck ha
recogido sin ánimo de ser exhaustivo hasta sesenta y cuatro tópicos: quien tiene
la culpa debe soportar las consecuencias; el silencio no obliga; no se pueden
admitir demandas que carezcan de límites; prohibición de ser juez y parte; in
dubio pro reo, etc. Para este autor, los tópicos tendrían las siguientes
22
características estructurales: 1) Generalidad. 2) Carácter convincente,
razonable, justo. 3) Capacidad para imponerse. 4) Vaguedad . 5) Utilidad
práctica.
Decimos que la tópica es una técnica de pensamiento de problemas, un
procedimiento de búsqueda de premisas desde las cuáles se pueda afrontar la
solución de un problema. Viehweg opera simultáneamente con dos nociones de
“problema”: 1) Problema es, por una parte, toda cuestión que al plantearse
admite más de una solución. Bajo esta categoría caerían todas las cuestiones a
las que las diversas disciplinas, incluidas las ciencias naturales, pretenden dar
solución. 2) Y problema es, por otra parte, toda cuestión que, al ser resuelta, al
recibir una respuesta, no excluye otras respuestas alternativas. O sea, toda
cuestión que al resolverse no se disuelve como cuestión. Aquí ya no tendrían
cabida las ciencias naturales. Y en este segundo sentido parece emplear
Viehweg el término “aporía”. Según el profesor García Amado, Viehweg
pretende circunscribir la operatividad de la tópica a este segundo tipo de
problemas y, por consiguiente, a disciplinas que, como la Jurisprudencia, se
vinculan al actuar humano.
La aporía fundamental de la Jurisprudencia en su conjunto, lo que le da sentido
y la hace necesaria, es la cuestión de “qué es lo justo aquí y ahora”. En nuestra
disciplina no es posible hallar proposiciones básicas que la hagan
sistematizable, sino que lo único que cabe es discutir el problema, problema que
se mantiene permanentemente (que sea lo justo aquí y ahora). Esta
permanencia del problema, junto con el carácter inseguro y no definitivo de los
enunciados con que se opera para alcanzar soluciones, es lo que da peculiaridad
a la Jurisprudencia. Si la tópica es la técnica del pensamiento de problemas
(aporías) y la Jurisprudencia es una técnica al servicio de una aporía (qué es lo
justo aquí y ahora), entonces la Jurisprudencia es tópica.
Será a partir de la tópica como se pueda poner de relieve la estructura que
conviene a la Jurisprudencia, algo que según Viehweg se puede mostrar en los
tres presupuestos siguientes:
1.- La estructura total de la Jurisprudencia solamente se puede determinar
desde el problema; donde la aporía fundamental es el determinar qué es lo justo
aquí y ahora.
2.- Las partes integrantes de la Jurisprudencia, sus conceptos y sus
proposiciones, tienen que quedar ligadas de un modo específico con el
23
problema y sólo pueden ser comprendidos desde él.
3.- Tales conceptos y proposiciones sólo se pueden articular deductivamente en
implicaciones que permanezcan próximas al problema y no admiten
encadenamientos de largo alcance, puesto que sólo desde el problema reciben
sentido.
De forma resumida podemos decir que todo el entramado jurídico se explicaría
en razón de la necesidad de resolver problemas, casos concretos. Y a ello
habría que añadir el hecho de
24
que nunca se encuentra de manera definitiva e indiscutible, la respuesta al
interrogante que ante cada caso se plantea de: que sea lo justo aquí y ahora.
Esa naturaleza discutible, "opinable", de todas las soluciones posibles es el
terreno propicio para el modo de proceder de la tópica. Y esta es la vía para
proponer argumentos y razones con vistas al proceso que nos puede conducir a
la adopción de decisiones.
Realizando un breve repaso por la historia de la Jurisprudencia, Viehweg
sostiene que ésta en la antigua Roma y en la Edad Media fue esencialmente
Jurisprudencia tópica. El estilo del jurista romano se basaba en el planteamiento
de un problema para el que trataba de encontrar argumentos, y no en la
elaboración de un sistema conceptual. Y lo mismo cabe decir de la
Jurisprudencia medieval, tanto de los glosadores como de los comentadores del
mos italicus. Donde el estilo de enseñanza de estos últimos se basaba en la
discusión de problemas, aduciendo argumentos en favor y en contra de las
posibles soluciones a los mismos. Y será a partir de la época moderna, cuando
en nuestro ámbito cultural, se opte por abandonar la tópica y sustituirla por el
método axiomático deductivo. Dicho intento, el de operar en el Derecho con un
método deductivo, pretendiendo así dotar de carácter científico a la técnica
jurídica, es algo equivocado a juicio de nuestro autor, pues ello obligaría a
realizar una serie de operaciones y cambios en el Derecho que resultan de todo
punto inviables. Entre otros, serían necesarios los siguientes:
1) Una estricta axiomatización del material jurídico; 2) la rigurosa prohibición
de interpretación dentro del sistema, que sólo sería posible mediante la
introducción del cálculo; 3) la plena admisibilidad del non liquet (la no
necesidad de solución de todos los casos, denegación de justicia, véase art. 1,7
C.C.); 4) la intervención continuada del legislador para regular con precisión
sistemática los nuevos casos sobrevenidos; 5) establecer preceptos que fijen la
interpretación de los hechos que se orientasen exclusivamente hacia el sistema
jurídico. Como vemos, lo anterior parece una labor imposible, pero aunque no lo
fuese, 6) los axiomas mismos del sistema jurídico seguirían siendo arbitrarios
desde el punto de vista lógico, con lo que la tópica seguiría determinando el
aspecto más importante del proceso, el de que los axiomas den respuesta al
problema de la justicia.
De forma resumida, podemos concluir que la tópica extrae las premisas con las
que trabaja para la solución de problemas, de los topoi o tópicos que no son más
25
que puntos de vista elegidos más o menos arbitrariamente. Mediante la
ponderación de los mismos se intentan obtener premisas adecuadas para el
caso, esto es, determinados puntos de vista directivos que nos permiten
encauzar la respectiva orientación. Tanto los tópicos como la interrelación entre
ellos, recibe su sentido del problema, y en atención a éste aparecen como
adecuados o inadecuados. Son elementos comunicativos que sirven a la
argumentación, y su valor pragmático estriba precisamente en su
indeterminación. La función de los tópicos es servir a
26
la discusión de problemas, y operan como posibilidades de orientación e hilos
conductores del pensamiento
A modo de observaciones críticas a la Tópica jurídica de Viehweg podemos
señalar las siguientes:
1.- Una primera crítica se podría situar en las indeterminaciones e
imprecisiones conceptuales en ideas centrales de su teoría tales como:
problema, aporía, topos, lógica, sistema, etc.
2.- Respecto a la forma de entender el Derecho (como algo dinámico, como
actividad que se realiza en función de esa aporía fundamental de que sea lo
justo aquí y ahora) y la justicia, reina también una gran falta de determinación.
No queda claro el papel que juega la ley junto a otros tópicos, ni que sea la
justicia y lo justo, dado que se realizan afirmaciones muy genéricas y vacías de
contenido.
3.- Un tercer grupo de observaciones críticas, surgen al plantear la cuestión de
si la tópica es o no una teoría de la argumentación o del método jurídico que nos
aporte algún criterio para dotar de racionalidad la decisión jurídica.
Interrogante al que no se responde de forma clara, toda vez que la racionalidad
no se busca en la conclusión o decisión, sino en el proceso de búsqueda de
premisas abiertas. El propio Viehweg distingue entre la argumentación primera
(formación de premisas) y la secundaria (pura inferencia lógica), señalando que
la idea de racionalidad de la argumentación jurídica no es mas que: “una óptima
discutibilidad”. Todo ello parece sugerir que la tópica es simplemente un
catálogo de tópicos o premisas utilizables en la argumentación, sin poder
establecer criterios para una jerarquía entre ellos. De tal forma que es más una
descripción sobre el razonamiento jurídico que una teoría prescriptiva o
normativa de como debe de ser dicho razonamiento.
4.- En relación con la observación anterior esta el papel que el consenso o la
aceptación juega en la tópica jurídica. En principio el consenso puede actuar en
dos momentos bien distintos: en la selección de las premisas, y en la decisión
misma. Parece claro que para Viehweg lo importante es esa especial elección de
premisas que se produce como consecuencia de la búsqueda en el derecho de
que sea lo justo aquí y ahora. Pero lo que no queda claro es la relación entre los
tópicos y la decisión jurídica final. De ahí que como doctrina metodológica
parece incompleta, al quedarse en un primer estadio, al describir los primeros
pasos del proceso argumentativo jurídico que desembocará en una decisión. No
27
nos debe de extrañar que se haya dicho que la tópica es un medio de selección
de “hipótesis de solución”.
Ante tanta observación crítica, pudiera parecernos que no nos aporta nada
positivo la tópica jurídica, pero ello no es del todo cierto. En primer lugar, tiene
importancia como descripción o explicación de los modos de proceder y de la
forma de trabajar con el derecho; en segundo lugar, nos indica que es
necesario razonar también allí donde no caben demostraciones
28
concluyentes y definitivas, permitiendo así explorar aspectos del razonamiento
jurídico que permanecen ocultos desde una visión lógico sistemática; en tercer
lugar, pone de manifiesto que debemos de acudir de forma inevitable- cuando
no es posible el empleo de un procedimiento lógico deductivo- para solucionar
los problemas jurídicos, a elementos y recursos como lo evidente, por muy
cuestionable que nos parezca su racionalidad.
El mérito de Viehweg no es tanto el de haber construido una teoría de la
argumentación jurídica que nos permita el control racional de las decisiones
jurídicas, como el de haber descubierto un campo para la investigación, algo
que, como bien señala el profesor Atienza, parece encajar perfectamente con el
“espíritu de la tópica”.
Perelman y la Nueva retórica
Chaimm Perelman (1912-1984) en sus primeros trabajos se dedicó
principalmente al estudio de la lógica formal o matemática y su postura
respecto a la justicia, a mediados de siglo, era la defendida por el positivismo
lógico, esto es, una actitud escéptica, sosteniendo que no hay más criterio
racional acerca de qué sea lo justo que la afirmación formal de que cada
enjuiciamiento se siga de una regla general, y negando toda fundamentación
racional de los valores por ser desde un punto de vista lógico arbitrarios.
En un segundo momento Perelman tratará de trascender esa postura, e
intentará la justificación racional de determinadas opciones valorativas frente a
otras, siendo consciente de que es imposible encontrar principios indiscutibles
en este ámbito. Para conseguir dicho objetivo, buscará elaborar “una lógica de
los juicios de valor”, no partiendo de la lógica formal o matemática, sino del
examen detallado de como los hombres razonan efectivamente sobre valores.
Ese será el punto de partida de sus trabajos, el desarrollar una teoría de la
argumentación complementaria de la teoría de la demostración propia de la
lógica formal. Teoría de la argumentación cuyo esquema básico estaría en la
retórica aristotélica que convenientemente actualizada y completada, nos
permite mostrar esa lógica presente en los juicios de valor.
Al igual que Viehweg, Perelman recogerá la distinción de origen aristotélico
entre razonamientos analíticos o lógico-formales (apodícticos o demostrativos) y
razonamientos dialécticos o retóricos, con el objeto de desarrollar el campo
de la razón más allá de los límites de las ciencias deductivas o de las
inductivas o empíricas. Y será precisamente en el terreno de la retórica, donde
29
entiende, que se mueven las argumentaciones y los razonamientos del Derecho.
Se trata de argumentaciones que no buscan establecer pruebas concluyentes o
demostrativas de lo verdadero y lo falso, sino mostrar el carácter razonable o
plausible de determinadas opciones o decisiones. En tanto la lógica formal
opera en el ámbito de lo necesario, por cuanto la verdad de las premisas
implica, si se actúa correctamente, de forma necesaria la verdad de las
conclusiones. En el terreno de la retórica,
30
las decisiones se siguen de un proceso argumentativo, donde hablar de
justificar o justificación, no es más que obtener el asentimiento o la aceptación
de los otros respecto a esa decisión o respecto a las reglas que la han guiado.
Para poder hacernos una idea, aunque muy somera, de la teoría de la
argumentación de Perelman nos serviremos de tres conceptos que tienen
especial relieve en su teoría: el de auditorio y la distinción entre persuadir y
convencer.
No es casualidad que la denominación de su teoría sea “retórica o nueva
retórica” y no dialéctica, debido precisamente a la importancia que se concede
a la noción de auditorio. Auditorio que podemos definir como “el conjunto de
aquellos sobre los cuales el orador quiere influir mediante su argumentación”.
Si se argumenta para lograr la aceptación o el asentimiento, es lógico que dicha
argumentación dependerá en gran medida del tipo y del número de los sujetos a
quienes va dirigida. El orador debe articular su discurso en función del
respectivo auditorio, y el conocimiento del mismo es condición previa de toda
argumentación que pretenda ser eficaz. De la misma manera que para que sea
posible la argumentación se necesitan ciertas condiciones previas, tales como la
existencia de un lenguaje común o el concurso ideal del interlocutor que debe
mantenerse a lo largo del proceso argumentativo. El medio empleado para
lograr la adhesión del auditorio es el lenguaje, prescindiendo del uso de la
violencia tanto física como psicológica.
Entre el orador y el auditorio existe una permanente interacción, el primero
debe adaptarse al segundo pero al mismo tiempo lo va conformando a través de
la argumentación misma. Si a esa configuración sumamos el hecho de que el
orador dispone de una gran variedad de técnicas o recursos argumentativos,
cabe que nos preguntemos: ¿cuándo esa adhesión y esa argumentación pueden
ser tenidas por racionales y no por simple engaño o mero acuerdo fruto de
afinidades de intereses particulares o emocionales?
La forma de responder al interrogante anterior, nos la ofrece el propio
Perelman al establecer la distinción entre persuadir y convencer. Persuasiva es
la argumentación que sólo pretende valer para un auditorio particular, en tanto
que convincente es aquella que se pretende apta para obtener la adhesión de
todo ser de razón, es decir, del auditorio universal. Sólo una argumentación de
este último tipo, que se orienta a lograr la convicción del auditorio universal
puede ser considerada racional.
31
El discurso dirigido a un auditorio particular tiende a persuadir, en tanto que el
que se dirige al auditorio universal tiende a convencer. Convincente es aquel
discurso en el que tanto las premisas como los argumentos son universalizables,
esto es, aceptables, en principio, por todos los miembros del auditorio universal.
El prototipo de argumentación racional será la argumentación filosófica, cuyos
argumentos buscan la adhesión de todos los seres racionales. Si ese es el
modelo, cabe que nos
32
preguntemos el grado de racionalidad que puede tener una argumentación
como la jurídica que en principio parece destinada no a ese auditorio universal
sino a un auditorio particular. Cuestión que se agrava si tenemos en cuenta que
incluso la referencia al auditorio universal, no es un hecho comprobable o
verificable empíricamente, sino simplemente una construcción ideal, a la que se
aproximan las argumentaciones que poseen premisas con un mayor grado de
generalidad, sin que se trate de ningún consenso efectivamente mensurable. El
propio Perelman nos dice que el acuerdo del auditorio universal no es un hecho
experimentalmente probado, sino una universalidad y unanimidad que se
representa el orador. Dicho acuerdo no es una cuestión de hecho, sino de
derecho.
En lo que a nosotros nos interesa, esto es la argumentación jurídica, parece que
nos encontramos en una situación bien distinta a la de la argumentación
realizada por la filosofía, en principio se trata de un auditorio particular y
además, esta sometida a toda una serie de condicionantes prácticos. La
argumentación jurídica se apoya en un principio rector expresado en términos
generales, como son las normas positivas, pero éstas no son premisas
indiscutidas de las que podamos deducir sin más la decisión.
El estudio de las técnicas y razonamientos propios de los juristas es lo que
Perelman denominará: lógica jurídica. Y entiende que no se trata de una rama
de la lógica formal aplicada al Derecho, sino de una parte de la retórica. El
papel de la misma es mostrarnos la aceptabilidad de las premisas, y no tanto el
inferir la conclusión de las mismas, que sería función de la lógica formal. De
ahí que la mera estructura silogística de la decisión jurídica no nos garantice la
racionalidad de la conformación de las premisas. La argumentación jurídica, o si
lo deseamos lógica jurídica, depende de la manera en que los legisladores y los
jueces conciben su misión, y de la idea que se hacen del Derecho y de su
funcionamiento en la sociedad.
En la lógica jurídica el paso de las premisas a la conclusión se realiza de forma
distinta a la de la lógica formal. En el silogismo el paso de premisas a
conclusión es siempre necesario, en tanto que en el campo jurídico el paso de
argumento o premisa a decisión no es necesario, pues si así lo fuera no
hablaríamos de decisión, lo que supone la posibilidad de decidir de formas
diversas.
Para Perelman lo específico del razonamiento jurídico consiste en la dificultad
33
de lograr un acuerdo entre las partes; es decir que la argumentación jurídica
tiene el carácter de una controversia, y la forma de superación de la misma es
mediante la imposición de una decisión por vía de autoridad. Por eso la
autoridad judicial posee especial interés y el procedimiento judicial es
contemplado como el razonamiento jurídico por antonomasia.
Cuando intentamos conocer en que consiste ese razonamiento propio del mundo
jurídico, se nos dice que es la búsqueda de una síntesis en la que se tenga en
cuenta a la vez el valor de la
34
solución y su conformidad con el Derecho. Dicho de otra manera, la conciliación
entre los valores de equidad y seguridad jurídica, debemos buscar una solución
no sólo conforme con la ley, sino también equitativa, razonable y aceptable.
Pero lo más importante, el establecimiento de criterios para el control de las
valoraciones presentes en toda decisión judicial, no aparece de forma nítida
señalado en la obra de Perelman. Unas veces encontramos referencias tales
como lo que el sentido de la equidad del juez le muestre como social o
moralmente más deseable; o referencias a la necesidad de que tanto el juez
como el legislador no han de decidir lo que personalmente les parezca justo, sin
tener en cuenta las aspiraciones del público del que su poder emana; o cuando
manifiesta que el acto más justo es el acto que logra la compatibilidad con el
mayor número de valores y creencias (las propias de la comunidad en la que y
en nombre de la cual se ejerce el poder político de crear y aplicar las leyes),
teniendo en cuenta su intensidad.
Con afirmaciones tan indeterminadas como las anteriores, no queda claro, si lo
que dota de racionalidad a los valores presentes en la decisión, es su
coincidencia efectiva con las opiniones sociales dominantes (lo que nos conduce
al análisis y estudio de datos empíricos); o por el contrario es la aproximación
de la argumentación judicial concreta al modelo ideal de argumentación. En
éste segundo supuesto, el control efectivo de la racionalidad presenta también
bastantes dificultades, salvo que lo reduzcamos a cuestiones puramente
formales, tales como el mayor o menor grado de generalidad de la valoración o
la mayor o menor amplitud en la composición del auditorio.
35
Tema 4.- El Derecho como argumentación. Concepto y concepciones
de la argumentación.
En el primer tema veíamos que el Derecho es una realidad compleja en la
que destacábamos, al menos, tres dimensiones básicas: normativa,
conductual y argumentativa. Y señalábamos que la realidad jurídica no es
ningún objeto inmóvil o estático, sino mas bien una praxis social compleja
en permanente y continua interacción y movilidad.
Las principales concepciones del Derecho modernas han centrado su
atención en alguno de los componentes esenciales o básicos del Derecho,
pero a la vez han descuidado o infravalorado otros y lo que ahora mas nos
interesa, han subestimado la dimensión pragmática y dinámica del Derecho
y por tanto también, la consideración del Derecho como una práctica u
actividad argumentativa.
El positivismo normativista se ha preocupado de la dimensión estructural
del Derecho, entendiendo el Derecho como conjunto de normas dadas o
puestas que el estudioso debe conocer y describir de la forma mas neutral
posible. Un enfoque que tiende a ver el Derecho como un objeto dado, un
sistema de normas y cuya principal preocupación es su conocimiento de
forma autónoma, descuidando la dimensión dinámica de actividad o
práctica social compleja.
El realismo jurídico y el positivismo sociológico en general se preocupan
del aspecto conductual o conductista del Derecho, en especial de la
conducta de los jueces y destacan el elemento dinámico del Derecho al
presentarlo como actividad, como práctica social. Pero tienden a fijar su
interés exclusivamente en los aspectos predictivos (y explicativos) de esa
práctica, y no en los justificativos. Si al anterior aspecto unimos su defensa
de la indeterminación radical del Derecho tanto en las normas como en los
hechos y su escepticismo y emotivismo axiológico ya tenemos los
ingredientes para una concepción dinámica que reduce el Derecho a pura
racionalidad instrumental o estratégica, pero que excluye la posibilidad de
una racionalidad práctica en sentido estricto.
El iusnaturalismo se ha centrado en la vertiente valorativa del Derecho en
su idealidad, en el Derecho justo, y en esa búsqueda del Derecho ideal se
ha preocupado fundamentalmente por la determinación de la esencia del
Derecho y por la estrecha conexión existente entre el orden jurídico y un
orden de naturaleza superior de tipo religioso o moral. La noción de
racionalidad práctica de la que parte el iusnaturalismo es de difícil
1
justificación en sociedades plurales y multiculturales como las de nuestros
días y aún resulta más difícil que dicha racionalidad pueda ajustarse a la
racionalidad interna propia del Derecho positivo. El fuerte objetivismo
valorativo presente en el iusnaturalismo tiende a una presentación del
Derecho mistificada e idealizada a la vez
2
que se desentiende del mismo como fenómeno social, histórico y político.
Un enfoque del Derecho como argumentación precisa reconocer y
reconstruir las peculiaridades del razonamiento jurídico como tal.
La visión argumentativa del Derecho no pretende sustituir a las anteriores
concepciones del Derecho, que como podemos observar toman en cuenta
aspectos nucleares o dimensiones básicas del mundo jurídico: normativa,
fáctica y valorativa, sino mas bien conectar esos elementos a la hora de
presentar el Derecho como una técnica para intentar solucionar problemas
prácticos, o si se prefiere la expresión un mecanismo para el tratamiento
de conflictos. Esa necesidad de tener que adoptar decisiones en relación
con conflictos y esa exigencia de que tales decisiones puedan sustentarse
en razones de cierto tipo, es lo que nos permite destacar en el Derecho su
carácter argumentativo. A poco que nos fijemos en la realidad del Derecho,
veremos que no hay práctica jurídica que no consista en argumentar. El
legislador nos presenta sus decisiones legislativas concretas como las vías
mas adecuadas para el logro de determinados objetivos deseables
socialmente. El juez que tiene que dar respuesta a un determinado litigio
adopta una decisión y nos da razones de la misma. El abogado que intenta
persuadir al juez para que su decisión se oriente en una determinada
dirección o que aconseja a su cliente que emprenda determinados cursos
de acción o que intenta negociar con el abogado de la otra parte para
buscar una solución aceptable. La labor de los juristas al servicio de la
Administración con sus dictámenes y sus razonamientos para la propuesta
de actuaciones y medidas a adoptar por la propia Administración ante
determinados problemas o demandas de los ciudadanos. Toda la actividad
de los estudiosos del Derecho en sede teórica (la denominada Dogmática
jurídica) puede ser vista como la construcción de argumentos puestos a
disposición de todos los operadores jurídicos y de los propios ciudadanos.
Y si el mundo del Derecho consiste básicamente en argumentar, la teoría
o filosofía del derecho debería también ser en gran medida teoría de la
argumentación jurídica.
En nuestra cultura jurídica cada vez goza de mayor interés e importancia la
visión argumentativa del derecho, y en la actualidad cualquier teoría
jurídica que se precie no puede dar cuenta clara de la realidad jurídica si
no toma en consideración la dimensión argumentativa del derecho. No hay
un solo factor que sea el determinante de esta nueva visión del Derecho,
sino que se trata mas bien de la confluencia o interacción de diversos
3
factores o elementos que tomados en su conjunto nos permiten explicar ese
cambio de perspectiva o enfoque. Entre estos elementos podemos destacar
los siguientes:
1º.- La concepciones dominantes del derecho en el siglo XX,
anteriormente mencionadas (normativismo, realismo y iusnaturalismo), en
general han descuidado y
4
casi olvidado la dimensión argumentativa del Derecho y de ahí la necesidad
en nuestros días de intentar elaborar concepciones jurídicas que sean
capaces de integrar ese vacío o ausencia y así presentar el Derecho de una
forma más completa y acorde con la realidad.
2º.- Si la anterior razón es fundamentalmente de orden teórico, a ella
debemos añadir una de orden práctico: nuestra visión de las prácticas
jurídicas como prácticas fundamentalmente argumentativas. La visión
puramente legalista dominante en el derecho continental de corte romano-
germánico cada día está mas influenciada por la visión anglosajona del
judicialismo. Y si fijamos nuestra mirada en el Derecho patrio, veremos que
con la entrada en vigor de la Constitución de 1978 la práctica judicial se
ha vuelto mas argumentativa (art. 120, 3 CE) y sin lugar a dudas, a ello ha
contribuido también la propia práctica de nuestro Tribunal Constitucional.
3º.- A ese nuevo modelo de Estado de Derecho que denominamos
neoconstitucional, que otorga un mayor peso a los contenidos
constitucionales limitando los poderes públicos en general y exigiendo una
mayor labor justificativa de sus actuaciones. En particular, en el caso del
poder legislativo la justificación de sus decisiones no será suficiente con la
referencia a la autoridad (órgano competente) o al procedimiento, sino que
se requiere también que se justifique el contenido de las mismas.
4º.- La demanda y la exigencia de que la formación o enseñanza del
Derecho sea más práctica, esto es, más centrada en el manejo del material
jurídico y menos en los contenidos. Pero, en el fondo, de lo que se trata no
es de saber menos teoría del Derecho, sino de que sea teoría metodológica
o argumentativa, o si se prefiere dicho de otro modo: “no hay nada más
práctico que la buena teoría y el núcleo de esa buena teoría es
argumentación”. Y conviene no perder de vista que el modelo
norteamericano de enseñanza práctica del derecho, no es tampoco el
modelo ideal a imitar, entre otras razones por su visión puramente
instrumental del Derecho donde la argumentación se entiende solo en el
sentido de dialéctica o retórica.
5º.- Un factor de tipo político, que se manifiesta en nuestra sociedad
actual con la pérdida de importancia de la legitimidad basada en la
tradición y la autoridad y el mayor auge del reconocimiento de la
autonomía de las personas y de los procedimientos democráticos en la
toma de decisiones. Sociedades plurales donde se adoptan decisiones en
virtud de la regla de las mayorías y donde cada vez se destaca mas el
5
elemento deliberativo en esa toma de decisiones. La denominada
democracia deliberativa presupone ciudadanos capaces de argumentar
racionalmente en la adopción de las mejores decisiones para el bienestar
general.
6
La combinación de los anteriores factores nos permite entender que cada
vez se le dé mayor importancia a la argumentación en el ámbito jurídico,
pero ello no nos debe llevar a pensar que el Derecho pueda reducirse
exclusivamente a argumentación. El enfoque argumentativo del Derecho no
pretende reducir todo el Derecho a simple argumentación, lo que se
pretende con el mismo es contribuir a realizar una mejor teoría y una mejor
práctica jurídica.
La primera cuestión con la que debemos enfrentarnos en este enfoque
argumentativo del derecho, es la de precisar un concepto como el de
“argumentar”, y de hecho la teoría del derecho hasta tiempos muy
recientes no prestaba apenas atención al mismo, ni lo consideraba como un
concepto básico del derecho.
Una primera aproximación muy general al concepto de “argumentar” o
“argumentación” en el ámbito jurídico nos la aporta la visión del Derecho,
que anteriormente mencionábamos, como una técnica o una actividad
orientada al tratamiento de problemas mediante la toma de decisiones que
tienen que ser razonadas o argumentadas. En el Derecho es preciso
argumentar porque tenemos que decidir y nuestras decisiones jurídicas
requieren apoyarse en razones. Pero en las decisiones y en las acciones
humanas en general, podemos distinguir fundamentalmente dos tipos de
razones: explicativas y justificativas. Las primeras tratan de dar cuenta de
por qué se tomo una determinada decisión (cuál fue la causa que la motivó)
y de para qué (qué finalidad perseguía). Las segundas, las razones
justificativas, están dirigidas a lograr que una decisión resulte aceptable o
correcta. Las razones justificativas están encaminadas a señalar cuál es la
decisión o el comportamiento debido; en tanto que la explicación de la
acción humana en términos de causas o de finalidades no da lugar a
enunciados de deber ser. Esta distinción entre explicación y justificación, y
entre razonamientos explicativos – teóricos – y justificativos – prácticos – es
de gran importancia, aunque no debemos perder de vista que explicar y
justificar son operaciones que muchas veces se entrecruzan: las cuestiones
de justificación cumplen un papel en la explicación ( por ejemplo, lo que
explica que un juez haya tomado una determinada decisión es, al menos
hasta cierto punto, que él la considera justificada), la explicación de las
decisiones facilita la tarea de la justificación (es decir, las posibles razones
justificativas aparecen así en forma más explícita). El razonamiento jurídico
es, en último término, justificativo, pero eso no quita para que las razones
7
explicativas tengan un papel importante e, incluso, decisivo en muchos
casos. Motivar una sentencia significa ofrecer una justificación -no una
explicación- de la decisión en cuestión, pero eso, en cierto modo, sólo
puede hacerse a partir de un esquema en el que al menos una de sus
premisas es un enunciado empírico (la afirmación de que ocurrió
8
un determinado hecho), para cuyo establecimiento se necesita contar con
razones explicativas adecuadas.
Por otro lado, aunque señalamos que argumentar y decidir son aspectos
que van muy unidos, no por ello debemos identificarlos, pues cabe decidir
sin ofrecer argumentos como también cabe argumentar sin decidir
propiamente (así por ejemplo, cuando tenemos que formarnos una opinión
o una creencia sobre algo). Pero lo que si parece claro, es que argumentar
es algo que tiene lugar en el contexto de la resolución ( o, más en general,
del tratamiento) de problemas o cuestiones (teóricos o prácticos, abstractos
o concretos, reales o hipotéticos, etc.). Sin problemas o cuestiones no
habría argumentación.
El concepto de argumentación es un concepto complejo, como suele ocurrir
con los conceptos o las nociones básicas que se abordan en cualquier
disciplina, y a ello debemos de añadir que dicho concepto se usa de formas
distintas en las diversas disciplinas que lo tratan: lógica, lingüística,
psicología, ciencias de la comunicación, retórica, derecho, etc. Incluso si
nos centramos exclusivamente en el campo jurídico (argumentación
jurídica) veremos que no podemos dar cuenta de la misma desde una sola
de las múltiples perspectivas que se han realizado: lógica deductiva, tópica,
retórica, racionalidad práctica, etc., y tendremos que acabar reconociendo
que se trata de una noción o un concepto complejo. Pero en qué consiste
fundamentalmente tal complejidad.
Una primera forma de complejidad es la que se deriva de la ambigüedad de
los términos o las palabras, esto es una misma expresión se usa con
significados diversos. Por lo que para superar equívocos se precisa mostrar
la pluralidad de significados. Argumentación jurídica es una expresión que
hace referencia a diversos significados. Ahora bien con ello no
solucionamos la cuestión, pues se requiere ser capaces de señalar todos
esos distintos significados y de determinar la conexión o las relaciones que
se dan entre ellos.
Otra forma de enfrentarse a la complejidad es la de señalar las diversas
nociones y de las mismas destacar una como la principal o la mas
relevante, considerando al resto de significados como derivados, impropios
o análogos. Esta estrategia es la característica, por ejemplo, de los lógicos,
que privilegian la noción de argumento- deductivo o lógico y el resto de los
significados los consideran ilógicos o informales. El problema que queda
por resolver es el de por qué debemos privilegiar ese significado y el de
9
cómo se relacionan o conectan los diversos significados entre sí.
Una tercera manera de señalar la complejidad de un concepto es poniendo
de manifiesto que se trata de una forma especialmente compleja de
ambigüedad, de manera que no seamos capaces de poder señalar aquellas
notas o propiedades que sean
10
características de todos los supuestos en los que se emplea el concepto. El
ejemplo clásico de este tipo de problema es el aportado por Wittgenstein
con el concepto de “juego”, pues no resulta nada fácil señalar que pueden
tener en común el ajedrez, la lotería, el fútbol y la comba. Ahora bien,
aunque sea cierto que argumentar es un juego lingüístico y que existen
juegos argumentativos, no parece que el concepto de argumentación sea
del tipo de diversidad que tiene el de “juego”. Pues los diversos tipos de
argumentación comparten entre sí mucho mas que un simple “parecido de
familia” , y de hecho se los ve a todos ellos como miembros de una clase
donde la principal dificultad no es la de señalar o apuntar notas comunes
compartidas, sino mas bien la de ser capaces a establecer criterios de
diferenciación que sean nítidos y precisos.
Una cuarta opción de explicación de la dificultad que plantean algunos
conceptos o nociones en el ámbito fundamentalmente de las ciencias
sociales, es la de emplear la categoría de “conceptos esencialmente
controvertidos o impugnados”. Se trataría de conceptos tales como el de
“democracia” o “justicia social”, que se caracterizarían por ser:
evaluativos, ambiguos, vagos y controvertidos. Ahora bien aunque el
concepto de argumentación sea ambiguo y quepan distintas perspectivas o
enfoques sobre el mismo, no posee la carga valorativa de esos otros
conceptos señalados ni existe sobre el mismo una disputa o discusión a la
que sea imposible poner fin por el enfrentamiento radical existente entre
unos y otros grupos sociales.
Una última forma de abordar la complejidad del concepto de
argumentación es la llevada a cabo por Manuel Atienza cuando aplica la
distinción entre concepto y concepción, distinción que ya se había utilizado
anteriormente para aclarar nociones tales como la de justicia (Perelman) o
la de positivismo jurídico (González Vicén). Este método consiste en la
determinación de un concepto lo suficientemente abstracto y general en el
que exista acuerdo. A partir de ahí, se trata de apuntar o señalar las
distintas concepciones o interpretaciones a las que da lugar ese mismo
concepto. Ahora bien en el caso de la argumentación no se trata de un
concepto esencialmente controvertido ni en el que las distintas
perspectivas valorativas nos conduzcan necesariamente a concepciones
incompatibles entre sí. En el caso de la argumentación, podemos elaborar
un concepto común y abstracto sin mucho problema, y lo que explicaría la
pluralidad de concepciones en torno a la argumentación, no sería su
11
pluralismo valorativo, sino el pluralismo contextual. No es tanto que
tengamos diversas concepciones sobre el valor de argumentar, como que
somos conscientes de que no se argumenta – no se puede argumentar-
igual en todos los contextos.
Visto lo anterior, pasemos a delimitar el concepto de argumentación. Si nos
situamos en una perspectiva muy abstracta podemos señalar como
elementos comunes presentes en la argumentación los cuatro siguientes:
12
1º.- Argumentar es siempre una acción relativa a un lenguaje. La
argumentación o los argumentos se plasman o pueden plasmarse en un
lenguaje: oral o escrito. El lenguaje en el caso de la argumentación no sólo
es el medio para comunicar la argumentación, sino que argumentar
consiste en usar de una cierta forma el lenguaje: aportando razones a favor
o en contra de una determinada tesis. Ahora bien la necesidad del lenguaje
no significa que siempre que se argumente se requiera usar explícitamente
el lenguaje, pues muchas veces caben premisas implícitas o
argumentaciones en las que algunos de sus pasos no consistan en acciones
lingüísticas ( aunque podamos plasmarlos también en un lenguaje).
2º.- Una argumentación presupone siempre un problema, una
cuestión. Y esa cuestión puede ser de carácter muy diverso: teórica o
práctica, real o hipotética, concreta o abstracta, etc., pero siempre estamos
ante una cuestión o un problema que intentamos responder mediante
razones o argumentos.
3º.- La argumentación se puede ver o entender de dos maneras:
como un proceso o actividad (la actividad de argumentar), o como el
producto o el resultado de la misma (los enunciados en que consiste: los
argumentos). En el primer sentido, la argumentación es aquella actividad
que discurre entre el problema y la solución o la respuesta al mismo. En el
segundo sentido, la argumentación es un conjunto de enunciados en los
que es posible distinguir tres elementos: las premisas (aquello de lo que se
parte), la conclusión (aquello a lo que se llega) y la inferencia (la manera
como se relacionan las premisas con la conclusión). De ahí que un
enunciado descriptivo o prescriptivo en sí mismo no es una argumentación,
pero puede ser una premisa o una conclusión dependiendo de cómo lo
utilicemos, esto es, que la noción de argumento es una noción funcional, un
mismo enunciado o conjunto de enunciados pueden ser vistos o no como un
argumento o como partes de un argumento en función del uso que
hagamos de los mismos.
4º.- Argumentar es una actividad racional no sólo en cuanto que es
una actividad encaminada a un fin, sino en el sentido de que siempre
existen criterios para evaluar o juzgar una argumentación, para poder
discriminar entre buenas y malas argumentaciones. Aunque el criterio de
lo bueno o de lo malo, dependerá del tipo de concepción de la
argumentación de la que estemos hablando, en unos casos nos referimos a
validez o verdad, en otros a relevante o fuerte, o en otros a persuasiva o
13
convincente, etc.
Los anteriores cuatro elementos están presentes en cualquier tipo de
argumentación, ahora bien se interpretan de formas muy distintas según el
tipo de concepción de la argumentación del que estemos tratando. Así por
ejemplo, en una concepción de la argumentación como lógica formal o
deductiva, el centro de atención se pone
14
fundamentalmente en la argumentación como resultado, y en cambio en las
concepciones dialécticas de la argumentación la importancia se centra en
la actividad de argumentar.
Cuando se habla de concepciones de la argumentación se suele realizar la
distinción entre argumentación lógica, formal o deductiva y argumentación
informal, material o práctica. La contraposición mas frecuente que
encontramos entre las concepciones de la argumentación, es la existente
entre la argumentación formal o lógico-deductiva (la propia o característica
de los lógicos en sentido estricto) y el resto de formas de argumentación,
englobando en este segundo bloque cuestiones bien diversas: tópica,
retórica, dialéctica, etc.
Siguiendo al profesor Atienza, en vez de realizar esa contraposición dual
entre la concepción lógica en sentido estricto y el resto de concepciones de
la argumentación, parece más oportuno tomar en consideración tres
concepciones de la argumentación o mejor tres dimensiones vinculadas,
aunque no de forma exclusiva, a ciertos contextos o situaciones. Esas tres
dimensiones o perspectivas de la argumentación serían: la formal, la
material y la pragmática, y a su vez, esta última la pragmática se
subdividiría en dialéctica y retórica. Distinción en tres dimensiones que con
distintas denominaciones la podemos observar en muchos autores que
han tratado la cuestión de la argumentación en general y en particular en
los autores que se han preocupado de la argumentación en el campo
jurídico. Así por ejemplo, Peczenik habla de tres exigencias de racionalidad
en el campo moral y en el jurídico: la racionalidad lógica y lingüística
consistente en que los enunciados morales y jurídicos pueden presentarse
como la conclusión correcta de una serie de premisas que tienen que estar
lingüísticamente bien formuladas y ser lógicamente consistentes; la
racionalidad entendida como que las premisas sean suficientemente
coherentes, y la racionalidad discursiva, entendida como que la conclusión
no podría ser refutada en el marco de un discurso en el que diferentes
individuos discutirían de manera imparcial y objetiva.
La conexión de la argumentación con la noción de problema, esto es, con la
diversidad de situaciones en que surge la necesidad de argumentar, es lo
que nos permite trazar la distinción entre las tres concepciones de la
argumentación señaladas.
Un primer tipo de situaciones se vincula con la resolución de problemas
formales, esto es, que hacen abstracción de la realidad de cómo es
15
realmente el mundo. Tal como son los problemas lógicos o matemáticos.
Aquí de lo que se trata es de respetar determinadas reglas de inferencia
deductiva que permiten o autorizan el paso de premisas a conclusión y
nada mas. Este tipo de razonamiento puede realizarlo un individuo aislado
y la validez o corrección es independiente de quien lo realice o del
propósito o las circunstancias que le mueven para realizarlo.
16
Un segundo tipo de situaciones, que son las mas frecuentes, surgen en
relación con problemas materiales (y no los puramente lógicos), tales
como: explicar un fenómeno, predecir un acontecimiento, averiguar que
algo ha sucedido de tal o cual manera, justificar una acción, recomendar a
alguien que haga tal acción, etc. Son los problemas característicos de las
ciencias, de las tecnologías, de la moral, del Derecho y en general de la
experiencia ordinaria en la que se desenvuelve nuestra vida. Ahora bien, es
fácil ver formas de argumentaciones en todos esos procesos o actividades
tales como explicar, descubrir, predecir, recomendar, pero además de
argumentar para llevar a cabo esos procesos se necesita también realizar
operaciones que no son propiamente o no del todo argumentativas, se
necesita también observar, medir, pesar, hacer experimentos, etc. En el
caso de la moral, los argumentos no están orientados a explicar, averiguar
o predecir, sino mas bien a justificar (o criticar) acciones o a recomendar
determinados cursos de acción. En el Derecho el papel central lo juega la
argumentación justificativa, pero según los contextos también tienen
importancia los argumentos dirigidos a explicar, averiguar, constatar algo,
predecir o recomendar cursos de acción.
La diferencia con el primer tipo de problemas (los formales) reside en que
un problema material precisa que se use alguna forma de argumento
(aunque no necesariamente deductivo), con lo que la concepción material
presupone la concepción formal, pero va mas allá, no se acaba aquí sino
que para ésta es esencial el contenido. Para la solución de un problema
material es necesario comprometerse con la verdad o corrección de las
premisas y por tanto también con la verdad de la conclusión. Aquí no se
puede hacer abstracción del contenido, aunque sí de algunas de las
circunstancias de la situación de quienes argumentan. Por ejemplo, las
verdades científicas son independientes de quienes las formulen, así como
la mayor parte de los argumentos en materia moral o jurídica no afecta
directamente a su solidez quien sea el sujeto que los formule, pero desde
luego según quien sea el sujeto que los formule nos pueden resultar mas o
menos persuasivos.
Hay un tercer tipo de problemas o situaciones que no podemos calificar
propiamente de formales ni materiales. Son aquellas situaciones en las que
interactuamos con otro o con otros y tenemos el problema de cómo
conseguir convencer o persuadir al otro o a los otros de nuestras tesis o
posiciones, o al menos de que tengan que aceptarlas si se cumplen ciertas
17
reglas que rigen la discusión. En este tipo de situaciones los elementos
formales y materiales están presentes, pero lo esencial no es que el
argumento tenga cierta forma o que los contenidos estén fundados, sino
que lo decisivo es persuadir, conseguir que se acepten nuestros
argumentos, que la argumentación produzca determinados efectos.
Denominamos a esto la concepción pragmática de la
18
argumentación, porque lo fundamental son los efectos que producen las
argumentaciones y aquí se tiene en cuenta de manera especial las
circunstancias, los roles y las acciones de quienes argumentan. Aquí
argumentar es realizar una acción social, algo que no puede hacerse en
soledad. Los problemas pragmáticos pueden verse como una continuidad
de los formales y los materiales, así por ejemplo, el juez que justifica su
decisión trata también de ser persuasivo para las partes (los abogados, los
otros jueces, la comunidad jurídica, la sociedad), y lo mismo podemos
decir, salvando las diferencias, de los razonamientos de los moralistas o los
científicos, etc.
Dentro de este tipo de situaciones propias de la argumentación
pragmática se suele diferenciar entre la concepción dialéctica y la
retórica. En la dialéctica, lo que caracteriza ese diálogo es que cada uno
de los que intervienen se apoya en lo que el otro ha dicho. Y la actitud de los
participantes puede ser propiamente dialógica (la búsqueda cooperativa de
la corrección) o estratégica (vencer al contrario) o, lo que suele ser mas
común, una combinación de ambas. En la retórica, no hay propiamente dos
contendientes, sino un orador que por medio de un discurso busca
persuadir o convencer a un auditorio, y para ello el orador se servirá no
sólo de los elementos propios de las concepciones formales y materiales
de la argumentación, sino también de cuantas condiciones y circunstancias
sean favorables para conseguir dicho objetivo. Una vez señalados los tres
tipos de problemas que generan la necesidad de argumentar, podemos
pasar a ver cómo cada una de esas tres concepciones interpreta de
forma distinta otros aspectos del concepto de argumentación.
En la concepción formal, las premisas y la conclusión son enunciados no
interpretados, o si se prefiere, interpretados en un sentido puramente
abstracto. Aquí lo que importa es la forma, la estructura, lo que garantiza
el paso de premisas a la conclusión son reglas de carácter formal, en el
sentido de que su aplicación no exige entrar a considerar el contenido de
verdad o de corrección de las premisas. En el centro de la concepción
formal de la argumentación está la lógica deductiva que nos aporta
esquemas formales que nos permiten pasar de las premisas a la conclusión,
asegurando de forma necesaria que si las premisas son verdaderas
entonces también lo será la conclusión.
Lo que la lógica nos ofrece son esquemas de argumentación, de ahí que la
relación de inferencia o consecuencia lógica se caracteriza por una serie de
19
propiedades formales, que podrán ser distintas según el tipo de lógica por
el que se opte. Ahora bien, el carácter idealizado o formal de la lógica no la
priva de virtualidades prácticas, pues nos proporciona un criterio para
controlar la corrección de nuestros argumentos en cualquier empresa
racional de que se trate, incluida el Derecho. Pero fuera de algunas
excepciones (partes de la matemática y la propia lógica) no son criterios
suficientes.
20
En la concepción material de la argumentación, las premisas y la
conclusión son enunciados interpretados, esto es, enunciados aceptados
por el que argumenta como verdaderos o correctos. Ese compromiso con la
verdad de las premisas es el que nos permite que la conclusión sea también
un enunciado comprometido. Una consecuencia interesante es que la
distinción entre argumentos teóricos y argumentos prácticos solo tiene
pleno sentido desde esta dimensión material o pragmática; pues su
diferencia no es sólo una cuestión de forma, sino que tiene que ver con la
interpretación (diversas actitudes y compromisos con las proposiciones) de
las premisas y de la conclusión. Aquí el centro de gravedad está en las
premisas y por tanto en la conclusión, y no en la inferencia.
Son múltiples (por no decir infinitas) las finalidades o los propósitos por los
que llevamos a cabo argumentaciones materiales: explicar hechos,
justificar decisiones, recomendar cursos de acción, etc. Pero la finalidad
abstracta (última) de esas explicaciones, justificaciones, etc., parece que
puede consistir o bien en formarnos una idea o creencia adecuada sobre
cómo fue, es o será el mundo (razonamiento teórico), o bien determinar
cuál deba ser (o debería haber sido o deberá ser en el futuro) la decisión a
tomar o la acción a emprender dadas determinadas circunstancias
(razonamiento práctico). Y en el caso de la argumentación justificativa (un
tipo de razonamiento práctico) para poder justificar una acción se necesita
una actitud de compromiso (como explicar, recomendar, etc.) que no puede
hacerse desde una perspectiva exclusivamente formal, ya que la lógica
formal lo único que nos ofrece es un esquema de justificación (que no es lo
mismo que una justificación). Los criterios de corrección de las
argumentaciones materiales, esto es, lo que hace que puedan considerarse
como buenas explicaciones o justificaciones, no es que podamos ponerlas
en una determinada forma lógica, sino que lo importante son los criterios
que utilizamos ( leyes científicas, reglas técnicas, máximas de la
experiencia, principios morales, etc.) y los fundamentos para avalar la
verdad de las premisas.
En el caso de la concepción pragmática, las premisas y la conclusión no son
ni enunciados sin interpretar ni enunciados interpretados como verdaderos
o correctos, sino enunciados aceptados. En el caso de la argumentación
como diálogo esta sólo puede avanzar en la medida en que se produce esa
aceptación. Y en el caso de la argumentación retórica, las premisas y los
puntos de partida dependen de que sean aceptables para el auditorio. En la
21
concepción pragmática el centro de atención lo ocupan los elementos
pragmáticos del lenguaje y lo importante es el resultado obtenido, los
efectos que consigamos con el uso que hacemos del mismo.
Las finalidades de una argumentación pragmática son variadísimas:
convencer a alguien de algo, persuadir a la opinión pública de la
bondad de una cierta medida,
22
ganar un pleito, ganar una votación o una elección, conseguir aprobar una
ley, etc. La finalidad en abstracto de este tipo de argumentaciones es
siempre la misma: lograr la aceptación o la persuasión de los otros para
solucionar el problema o la situación que dio lugar a la argumentación.
En cuanto a los criterios de corrección propios de este tipo de
argumentación, si nos situamos en el campo de la dialéctica, son de
carácter esencialmente procedimental, esto es que la discusión debe
realizarse respetando unas determinadas reglas del discurso. Dichas reglas
procedimentales pueden regir discusiones que tienen lugar de hecho (en
determinados contextos particulares, como por ejemplo un proceso
jurídico), o pueden plantearse como reglas de un procedimiento mas o
menos idealizado que podemos entenderlo como un patrón o método para
determinar o establecer la corrección o la verdad ( las reglas del discurso
racional ). Dos buenos ejemplos de esto último son la teoría procedimental
ideada por Rawls para llegar a los principios de justicia o las reglas del
discurso racional en esa situación ideal de diálogo de la que nos habla
Habermas.
En el caso de la retórica al no haber propiamente dos contendientes no
puede hablarse de reglas de procedimiento, sino que más bien lo que
existen son reglas técnicas que se aplican sólo a una parte, al orador (el
que construye el discurso para obtener la persuasión del auditorio), y el no
seguimiento de tales reglas tiene como consecuencia que no se logre el
efecto buscado. Ahora bien, si vemos a la retórica simplemente como una
técnica, como el arte de la persuasión mediante la palabra, se nos convierte
en un instrumento muy próximo a la propaganda o a las diversas técnicas
de manipulación. Y de ahí la exigencia o necesidad de que en la retórica
podamos establecer ciertos límites de carácter ético o político, para que no
esté guiada simplemente por reglas técnicas que la conviertan en mero
instrumento persuasivo, sino en un arte para convencer de lo bueno o lo
correcto.
Las tres concepciones de la argumentación (formal, material y pragmática)
están conectadas con problemas o situaciones reales en las que estamos
envueltos los seres humanos, pero tal como las presentamos o explicamos
tienen algo de tipos ideales en el sentido de que nuestra forma habitual y
real de argumentar no obedece por lo general a uno sólo de estos tipos
mencionados. Dos son las razones principales que nos permiten explicar la
anterior situación.
23
La primera razón, es que esas concepciones no son incompatibles entre sí,
sino mas bien al contrario, son diversas maneras en las que se manifiesta la
razón humana en cuanto facultad para resolver problemas. La racionalidad
formal es un presupuesto o una condición de la racionalidad material (tanto
teórica como práctica) y la racionalidad pragmática supone una distinta
dimensión de la razón en cuanto
24
capacidad para persuadir a otros, para interactuar ligüísticamente con los
demás y llegar a acuerdos respetando ciertas reglas. Y esta dimensión
pragmática no se opone necesariamente a las dos anteriores. De hecho la
corrección formal es un instrumento muy efectivo para lograr persuadir a
un auditorio, y la demostración de la incorrección formal de un argumento
es una poderosa arma dialéctica. Y algo parecido podemos decir de la
concepción material respecto de la pragmática, la retórica y la dialéctica
precisan de ciertos puntos de acuerdo (premisas sólidas) sin los cuales no
se puede argumentar. Pero las relaciones entre estas concepciones
también se dan en sentido inverso al que acabamos de señalar: pensemos
que concepciones procedimentales de la verdad o la corrección como las de
Habermas o Rawls son un intento de construir criterios de racionalidad
(argumentación) material a partir de la racionalidad que se expresa en
modelos argumentativos (idealizados) de carácter dialéctico-retórico (la
idea es, que una proposición es correcta o verdadera si puede verse como
la conclusión a la que llegarían por consenso agentes racionales que
siguieran ciertas reglas de discusión).
La otra razón por la que las argumentaciones que normalmente realizamos
no responden a uno solo de esos modelos es que nuestros razonamientos
tienen por lo general vocación de totalidad, esto es, nuestras “empresas
racionales” no son exclusivamente formales o materiales o pragmáticas,
sino que responden a una combinación de esos tres tipos. De ahí que
resulten plenamente explicables todos los intentos que observamos en el
campo de la lógica en la dirección de las llamadas “lógicas divergentes”
(que divergen respecto a la lógica clásica), que parten de construir lógicas
sensibles al contexto (en parte abandono de la lógica puramente formal) y
que sean capaces de dar cuenta de cómo de hecho se argumenta (tomando
elementos materiales y pragmáticos de la argumentación).
Si nos fijamos en el ámbito de la argumentación científica (de las ciencias
no formales) veremos que el valor central es el de la verdad y por tanto su
eje central se encuentra en lo que denominamos argumentación material,
pero los elementos formales también son imprescindibles en la estructura
de nuestras teorías científicas. En los últimos tiempos cada vez se le da
más importancia a la dimensión de argumentación pragmática de la
ciencia, pensemos en cuestiones tales como la de “comunidad científica” o
la idea de “paradigma científico”.
Si nos centramos en el ámbito de la argumentación moral, observaremos
25
que las tres dimensiones de las que venimos hablando juegan un papel
importante, y ello se debe a que en las argumentaciones morales están en
juego tanto valores de carácter formal (nuestros juicios morales han de
ser entre sí consistentes) como material (nuestros
26
juicios ha de estar bien fundamos en cuanto al fondo) y político ( tienen la
pretensión de ser aceptadas por los demás y de solucionar problemas al
alcanzar cierto consenso). En el ámbito del Derecho el razonamiento
jurídico es un claro ejemplo en el que las tres concepciones o dimensiones
de la argumentación aparecen combinadas y donde no es posible prescindir
de ninguna de ellas. La forma mas sencilla de explicar esto es mostrando
que cada una de esas tres concepciones está íntimamente conectada con
algún valor básico de los sistemas jurídicos: la certeza con la concepción
formal; la verdad y la justicia con la concepción material; y la aceptabilidad
y el consenso, con la concepción pragmática. Por tanto, el ideal de la
motivación judicial podría expresarse como: poner las buenas razones en
la forma adecuada para que sea posible la persuasión.
Aunque el razonamiento jurídico sea un caso claro de combinación de las
tres concepciones de la argumentación, sin nos fijamos en los distintos
sectores o ámbitos del Derecho y en el papel que desarrollan los distintos
sujetos se pueden apreciar diferencias en cuanto a la importancia o
preponderancia de unas u otras concepciones argumentativas. Así por
ejemplo, en la actividad de los abogados tiene especial importancia la
visión pragmática de la argumentación, la dialéctica ( cuando se contempla
la lucha entre partes que defienden intereses contrapuestos) y la retórica
(cuando se ven sus argumentos como estrategias dirigidas a persuadir al
juez o al jurado). En el trabajo de algunos teóricos o estudiosos del Derecho
es especialmente determinante la concepción formal de la argumentación
para poder ordenar de forma coherente el material jurídico y para
descubrir y poner de manifiesto errores e inconsistencias presentes en el
Derecho. Si nos centramos en la labor realizada por los jueces veremos que
el núcleo central de su argumentación lo constituye la concepción material
de la argumentación, pues su labor motivadora no queda satisfecha
mostrando que su decisión ha seguido un esquema formalmente válido o
que su decisión goza de un fuerte apoyo social, sino que en última instancia
el criterio válido para la justificación tiene que ser conforme a Derecho,
esto es, acorde con los criterios de racionalidad propios y característicos
del ámbito jurídico. En cuanto a la labor legislativa, ya vimos en su
momento que se trata de una racionalidad sumamente compleja en la que
se interfieren y conectan elementos y planos diversos, pero si tuviésemos
que señalar o destacar una dimensión la preferente sería la pragmática o
política, aunque sin peder de vista que dicha labor debe realizarse dentro
27
de un marco limitativo establecido por consideraciones propias de la
argumentación material.
El análisis de esos tres tipos de concepciones de la argumentación (su
conexión con determinados problemas prácticos y las características
específicas de cada una de ellas)
28
y su proyección en el mundo jurídico, nos permite ya apuntar una serie de
consecuencias de interés.
En primer lugar, no parece que existan buenas razones para que tengamos
que decidir a favor de una u otra concepción de la argumentación en el
campo jurídico, cada una de ellas destaca un aspecto importante de la
práctica argumentativa del Derecho, de ahí que si optamos por dar
preferencia exclusiva a una de ellas en detrimento de las demás, lo único
que conseguiremos es una visión reduccionista y unilateral de la
argumentación jurídica.
En segundo lugar, la auténtica cuestión que debemos intentar es la de
elaborar una teoría de la argumentación jurídica en la que seamos capaces
de combinar y articular los elementos característicos de esas tres
dimensiones o perspectivas en el campo jurídico.
En tercer lugar, aunque nuestro objetivo último es ser capaces de
armonizar en una teoría completa esas dimensiones, dicha distinción nos
puede brindar elementos de análisis significativos en el esclarecimiento de
algunos problemas centrales de la argumentación jurídica. Valgan como
ejemplo los dos siguientes: la distinción entre contexto de descubrimiento y
contexto de justificación y la noción de argumento falaz. Veamos mas
detenidamente ambas cuestiones.
En la teoría de la argumentación jurídica dominante en la actualidad se
parte de la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de
justificación (fundamentalmente para situar la teoría de la argumentación
jurídica exclusivamente en el contexto de justificación). Una cosa es el
proceso psicológico, sociológico, etc., mediante el cual el juez llega a tomar
una decisión, y otra cosa la fundamentación que ofrece de la decisión.
Dicho de otra forma, una cosa es encontrar las razones que permiten
explicar por qué tal juez tomó una determinada decisión (motivos o causas
de la acción); y otra cosa es analizar las razones que pueden justificar tal
decisión, esto es, que nos permitan presentarla como correcta o debida.
Por otro lado, la diferencia entre razones explicativas y razones
justificativas es una cuestión fundamentalmente de perspectiva: algo puede
contar como razón explicativa, sin ser por ello justificativa (el deseo del
juez de que su fallo no sea recurrido), pero puede ocurrir que una razón
explicativa tenga también fuerza justificativa (el que N sea una norma
válida del Derecho D explica, es un factor causal de, la decisión del juez y
constituye también una premisa de su justificación); y la misma distinción
29
(entre razones explicativas y justificativas) depende en cierto sentido de
que se asuma el punto de vista de un tercero ( pues desde la perspectiva de
un juez, podría no existir tal distinción). Es importante también tener
presente que la distinción entre contexto de descubrimiento y de
justificación no coincide exactamente con la que puede trazarse
30
entre el discurso descriptivo y el prescriptivo: pues es posible describir
cómo los jueces llegan a tomar una decisión, como también prescribir como
deberían hacerlo; y, en el plano de la justificación, es posible describir las
razones justificativas que los jueces han dado, o bien prescribir cuáles
deberían haber sido esas razones.
El origen de la distinción entre esos dos contextos, se encuentra en la
filosofía positivista de la ciencia, en concreto ha sido Hans Reichenbach en
1938 el primero que hace referencia a la misma. El primero que trasladó
esa distinción al terreno jurídico fue Wasserstrom en 1961, con el
propósito de combatir las tesis de los realistas que ponían en cuestión la
teoría deductivista y destacaban como factores determinantes de la
decisión judicial la intuición, la personalidad del juez, los deseos, las
preferencias, etc. Wasserstrom critica a los realistas de cometer la falacia
irracionalista, esto es, de pasar de constatar la utilidad limitada de la lógica
formal a afirmar que la decisión judicial es inherentemente arbitraria; y de
no haber distinguido entre proceso de descubrimiento y proceso de
justificación. El propio Wasserstrom es consciente de que entre ambos
contextos existen conexiones, pero otorga cierta prioridad lógica al
contexto de justificación, porque la lógica de la justificación da criterios
para evaluar los procesos de descubrimiento, mientras que no podría darse
una relación en sentido inverso.
La distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación
está hoy en día puesta en cuestión y muy relativizada en el ámbito de
donde surgió, el de las teorías científicas. Y si a ello unimos que existen
grandes diferencias entre las teorías científicas y las decisiones prácticas
como las judiciales, la cosa se nos vuelve mas compleja y borrosa. Entre
descubrir una regularidad, una ley científica, y decidir emprender un curso
de acción existen claras diferencias. Descubrir no es decidir, sino encontrar
algo, digamos un acto de conocimiento (aunque para encontrar ese algo
sea necesario tomar ciertas decisiones); y decidir es realizar una acción,
por lo tanto un acto de voluntad (aunque tal decisión ha de basarse en
determinados descubrimientos sobre como es el mundo). Y por otro lado
“justificar” una teoría científica no es lo mismo que “justificar” una
decisión, mientras en este segundo caso dicha labor supone un
razonamiento práctico (donde al menos una de las premisas es una norma)
en el caso de las teorías científicas se trata de un razonamiento teórico (las
premisas son enunciados descriptivos). Pensemos por ejemplo, que las
31
teorías científicas cuando abordan el estudio de la conducta humana lo que
hacen es ofrecernos esquemas explicativos y no propiamente justificativos
de la conducta.
Pese a todo lo señalado anteriormente la distinción entre contexto de
descubrimiento y contexto de justificación sigue teniendo sentido y utilidad
en el ámbito de la argumentación jurídica para el propósito que tuvo
inicialmente, esto es, para criticar a
32
los realistas y, en general, a quienes mantienen una concepción escéptica
respecto a la posibilidad de justificar las decisiones judiciales: el que los
jueces lleguen a sus decisiones de una determinada forma es algo distinto a
si la misma está o no justificada. Ahora bien, esta distinción es más clara o
se vuelve mas borrosa según en la concepción de la argumentación en la
que nos movamos.
Si nos movemos en la concepción formal o lógica la distinción entre esos
dos contextos que venimos analizando es clara y nítida, aquí lo
determinante es si el paso de premisas a conclusión es lógicamente
correcto. El hecho de que desde el punto de vista psicológico, se alcance
primero la conclusión y luego se formulen las premisas mediante un
mecanismo de racionalización a posteriori, no afecta para nada a la
cuestión de si el paso –la inferencia- está o no justificada lógicamente; la
justificación lógica es de carácter formal. En definitiva, reconstruir el
esquema formal (lógico) de la motivación de una decisión judicial (de una
sentencia) es una operación que se desarrolla exclusivamente en el
contexto de justificación: argumentar formalmente y analizar esa
argumentación son operaciones que pueden hacerse con plena abstracción
o independencia del contexto de descubrimiento (de cómo se llegó a la
decisión).
Cuando las cosas se ven desde la concepción material de la argumentación,
la distinción pierde ya su nitidez, puesto que aquí sí interesa ya el proceso
de la argumentación. Es posible hacer una distinción entre el proceso
psicológico del balance de razones y lo que sería una “reconstrucción
racional” del mismo, pero a la hora de evaluar el resultado del balance
parecería que el hecho de que el razonador haya tenido la actitud
psicológica adecuada resulta relevante. Además, en la concepción material
de la argumentación, argumentar presupone aceptar la verdad y/o la
corrección de las premisas y esa aceptación en relación con los enunciados
fácticos supone normalmente una combinación de descubrimiento y de
justificación.
En la concepción pragmática de la argumentación la distinción
prácticamente desaparece y no tiene sentido, porque aquí el centro de
interés lo constituye el proceso de la argumentación, el descubrir o
encontrar puntos de acuerdo (lugares comunes o tópicos) es lo que hace
posible la argumentación dialéctica. El criterio de evaluación de los
argumentos aquí es inseparable del propio comportamiento de los
33
participantes, justificar no puede significar algo distinto a aceptar
(aceptado de hecho o que debería ser aceptado).
Si nos fijamos en el proceso real de motivación judicial ambos contextos
(descubrimiento y justificación) van unidos, y la mejor muestra de ello son
instituciones como la independencia y la imparcialidad judiciales, que
ponen de manifiesto que además de la obligación de justificación al
Derecho también le preocupa el contexto de descubrimiento de la toma
de decisiones. La independencia significa
34
fundamentalmente que el juez sólo puede utilizar como razones en las que
basar su decisión las que provienen del Derecho. La imparcialidad no se
refiere a qué razones pueden funcionar como premisas, sino a cierta
actitud que asegure que el juez no se decanta hacia una de las partes, esto
es, que garantice su neutralidad. Ambas instituciones significan que las
razones que explican el proceso de toma de decisión sean también las
razones justificativas. Por eso desde el punto de vista de los jueces, resulta
difícil ver o apreciar dicha distinción, dado que el ideal de la motivación es
que las razones explicativas y las razones justificativas coincidan.
La independencia y la imparcialidad judiciales tienen muy poco que ver con
la concepción formal de la argumentación y sí en cambio mucho que ver
con la concepción material y con la pragmática. Con la concepción
material, porque dichas instituciones se dirigen en cierto sentido, a que
aumente la probabilidad de que el juez justifique materialmente sus
decisiones: que sólo use las razones del Derecho y que las use bien. Con la
concepción retórica, porque esas instituciones se encaminan también a
aumentar la credibilidad de las decisiones, a que resulten aceptables y
persuasivas: por eso, el juez debe abstenerse de decidir un caso no sólo
cuando hay alguna causa objetiva para ello, sino también cuando pueda
existir la apariencia de que la haya. Y con la concepción dialéctica, porque
la imparcialidad y la independencia judicial contribuyen a que el “debate”
en el interior de un tribunal adopte la forma de la discusión racional.
La otra cuestión que señalábamos que podría verse con mayor claridad
gracias a la visión de tres concepciones de la argumentación, es la noción
de argumento falaz.
Ya Aristóteles señaló que la falacia era: “un argumento que parece bueno
sin serlo”. Lo característico pues de las falacias es la noción de engaño, la
de apariencia que puede ser intencionada o no por parte de quien
argumenta. Los argumentos falaces no son simplemente los malos
argumentos, sino los argumentos que por su parecido con los buenos
tienden a confundirnos o engañarnos. Las falacias no son sólo fruto
exclusivo de la mala fe o la intención, pues a veces quienes las formulan
son víctimas de su propio engaño, esto es, también se cometen falacias por
nuestra falta de conocimiento y racionalidad.
El concepto de falacia es un concepto vago al estar dependiendo de algo
tan gradual o relativo como la apariencia, pues ésta puede ser tan débil que
no engañe a nadie o tan fuerte que sea muy difícil diferenciarla de los
35
buenos argumentos. Ahora bien la noción de apariencia presupone la de
realidad, y si existen argumentos falaces es porque estamos presuponiendo
que hay argumentos buenos y, por tanto, criterios de bondad o corrección.
Y como ya vimos anteriormente, los criterios de corrección son un elemento
característico del concepto de argumentación y según las distintas
concepciones de la
36
argumentación se manejan distintos criterios de corrección. Como la
noción de falacia es relativa a esos criterios, tendremos tantos tipos de
falacias como tipos de criterios de corrección.
Si las falacias suponen que se infringe alguna regla de la argumentación,
podremos hablar no sólo de falacias formales y no formales o informales
como suele ser habitual, sino de al menos tres tipos de falacias que se
corresponderán con los tres tipos de concepciones que estamos manejando:
la formal, la material y la pragmática.
Una falacia será formal, cuando parece que se está usando una regla de
inferencia válida, pero en realidad no es así. Un buen ejemplo de este tipo
es el de la afirmación del consecuente (que iría contra una regla de la
lógica deductiva), tendría la forma: Si p entonces q; q; por lo tanto p
(ambas premisas pueden ser verdaderas y la conclusión falsa), esta falacia
se parece al modus ponens (el modo de poner) que tiene la forma: Si p
entonces q; p; por tanto q.
Muy similar a la falacia anterior es la de la negación del antecedente (que
iría contra una regla de la lógica deductiva), tendría la forma: Si p
entonces q; No p; Por tanto, no q (ambas premisas pueden ser verdaderas
y la conclusión falsa), esta falacia se parece al modus tollens (el modo de
quitar) que tiene la forma: Si p entonces q; No q; Por tanto, no p. Otro
ejemplo muy común de falacia formal es el de la generalización precipitada
(que iría contra una regla de la inducción, al tomar como referencia una
muestra demasiado pequeña que no satisface las condiciones de suficiencia
y/o representatividad ).
En las falacias materiales, la construcción de las premisas se lleva a cabo
utilizando un criterio sólo aparentemente correcto. Supuestos típicos son la
falacia de la ambigüedad (usar una misma palabra en más de un sentido) o
la de la falsa analogía (donde la similitud o semejanza no son relevantes).
Otro ejemplo de falacia material es el non sequitur, extraer una conclusión
que no se sigue de las premisas. En este caso, cabe que la conclusión sea
válida y las premisas también, pero al razonamiento le falta una regla
general o argumento que justifique la relación entre premisas y conclusión
(como ocurre normalmente en las situaciones en las que la conclusión no se
infiere razonablemente de una determinada prueba).
En la argumentación pragmática las falacias son fruto de infringir de forma
disimulada o encubierta alguna de las reglas que rigen el comportamiento
de quienes argumentan en el marco de un discurso retórico o dialéctico.
37
Cuando hablamos de falacias retóricas, no podemos entender por tal
simplemente que el argumento no ha sido persuasivo, esto es, que no ha
sido eficaz (pues en ese caso diríamos que es un mal argumento desde el
punto de vista de la técnica retórica), sino que hemos usado un
procedimiento contrario a las reglas de la buena retórica: por ejemplo,
hacer un uso abusivo del
38
argumento de autoridad (ad verecundiam), o emplear el argumento ad
baculum, para obtener el convencimiento del auditorio con la amenaza del
peligro o el riesgo de consecuencias indeseables. En el caso de la falacia
dialéctica se trataría de haber incumplido (aunque de forma encubierta)
una de las reglas del discurso: por ejemplo, evadir la respuesta a una
cuestión planteada en el debate cuando existe al obligación de hacerlo;
introducir en el discurso cuestiones irrelevantes o secundarias para desviar
la atención de la cuestión principal (pista falsa); presentar sólo una parte
de un conjunto de datos que apoyen la afirmación, ocultando las partes que
la contradicen (suprimir prueba); etc.
En la práctica encontramos muchos argumentos que son falaces por la
combinación de elementos formales, materiales y pragmáticos, y del mismo
modo que señalamos que una teoría de la argumentación jurídica debe
tomar en cuenta esas tres dimensiones, otro tanto debemos señalar de una
teoría de las falacias, máxime cuando vemos que la noción de falacia es
eminentemente contextual y su análisis exige un tratamiento conjunto que
tenga en cuenta todas las dimensiones de la argumentación (así como el
contexto de uso). De poco nos vale identificar un argumento como falaz, si
por su contexto resulta ser un buen argumento, de hecho en nuestro
razonar ordinario utilizamos argumentos falaces que a veces son
aceptables o indispensables: citar fuentes autorizadas, preocuparse por la
opinión pública, atender a los sentimientos de simpatía o piedad, acudir a
argumentos ad ignorantiam cuando ninguna otra forma de convencimiento
se encuentra disponible, etc. No tenemos forma de poder especificar a
priori qué tipos de argumentos o de estrategias argumentativas son o no
son falaces, pues a poco que nos paremos a pensar nos daremos cuenta que
eso que llamamos argumentar bien no es algo que implique simplemente
no cometer falacias. Argumentar bien significa adquirir determinados
hábitos y seguir determinadas reglas de la argumentación racional que nos
permitan mejorar la calidad argumentativa y las razones propias, y a la vez
aumentar el esfuerzo por escuchar las razones ajenas y sus objeciones a fin
de refinarlas.
En nuestras discusiones y debates muchos de nuestros desacuerdos son
mas aparentes que reales y se disolverían usando un lenguaje claro, sin
términos ambiguos ni mal interpretaciones de las razones del oponente.
Nuestras conversaciones conllevan una tarea cooperativa que nos exige
realizar un uso del lenguaje de forma que contribuya a alcanzar el fin
39
común propuesto. Ese principio de cooperación se implementa mediante
máximas derivadas de principios generales de la acción racional que los
usuarios del lenguaje conocemos de forma implícita. Cuestiones tales, en
cuanto a la cantidad, como el compromiso de contribuir con información
dados los objetivos del intercambio verbal, así como no ser mas
informativo de lo necesario; en cuanto a la cualidad,
40
intentar que nuestra contribución sea verdadera y a la vez, no decir lo que
creamos que es falso y no decir nada sobre lo que no tengamos suficientes
datos a favor; sobre la relación, ser relevante; en cuanto al modo, ser
perspicuo, y por tanto evitar expresarse con oscuridad, evitar la
ambigüedad, ser breve, ser ordenado y construir lo que decimos de modo
que se facilite las réplicas apropiadas. Si seguimos las anteriores máximas
minimizaremos el riesgo de cometer falacias y maximizaremos la calidad de
nuestros argumentos y la aceptación racional de los ajenos.
41
Tema 5.- Razonamiento sobre normas. La interpretación jurídica.
Hemos visto en el tema anterior la importancia creciente de la dimensión
argumentativa en el Derecho de nuestros días. Hemos visto también, que la
argumentación jurídica es un claro ejemplo en el que no se puede
prescindir de ninguna de las concepciones básicas de la argumentación: la
formal, la material y la pragmática.
Sabemos que la aplicación práctica del derecho no consiste simplemente en
una mera labor mecánica que pueda ser satisfecha acudiendo a la pura
deducción lógica. La concepción formal de la argumentación nos brinda
esquemas de justificación del paso de premisas a conclusión, pero resulta
insuficiente para la fundamentación adecuada de ese complejo proceso de
la práctica aplicativa del derecho. Para poder llevar a cabo ese proceso es
necesario la elaboración o construcción de unas buenas premisas que
nos sirvan de soporte para la fundamentación de decisión final adoptada. Y
quien decide y elabora tales premisas, tiene que mostrarnos que esas
premisas y la consiguiente decisión, son razonables, adecuadas y
coherentes con el derecho vigente. La única manera de mostrarnos que la
elección de esas premisas y la decisión que se ha tomado son las
procedentes en derecho, es mediante la presentación de los argumentos
oportunos para alcanzar el mayor grado de convencimiento sobre la
razonabilidad de las elecciones realizadas.
De ahí que la aplicación del derecho pueda ser entendida como una
actividad argumentativa donde las decisiones jurídicas se justifican y se
motivan aportando argumentos o razones. Como sabemos que tales
actividades tienen un fondo valorativo y que no son el resultado de
operaciones puramente lógicas, la única vía para su legitimación y
fundamentación es la de aportar las mejores razones o argumentos posibles
en su apoyo.
El arsenal de argumentos de que dispone el jurista para fundar sus
elecciones es de lo más variado y complejo, pero a efectos prácticos y
simplificadores podemos agruparlos atendiendo a la clásica distinción entre
las dos premisas básicas del razonamiento judicial: la premisa mayor o
premisa normativa (la quaestio iuris) y la premisa menor o premisa fáctica
(la quaestio facti). Hay que ser conscientes de la complejidad que encierra
cada una de esas premisas, y de que, a su vez, cada una de ellas es fruto de
subrazonamientos estructurados de modos o formas diversos (unas veces
deductivos, otras inductivos, etc.). Y en todo caso, el análisis de los
argumentos presentes en ambas premisas sólo nos aporta una parte de ese
complejo proceso que es la aplicación del derecho, pues se trataría del
ámbito que lo autores de las teorías de la argumentación denominan la
justificación externa, esto es, nos ocuparíamos simplemente de la solidez o
el peso de las premisas de un argumento jurídico.
En este tema nos centraremos en la premisa normativa, analizando algunas
de las dificultades propias del lenguaje jurídico, los problemas de
determinación o elección de la norma aplicable y los problemas
1
propiamente de interpretación de las normas. Ya podemos adelantar que no
todas las cuestiones o problemas característicos de la premisa normativa
son de tipo interpretativo, pues los hay que no son en sentido propio
argumentos interpretativos.
El lenguaje jurídico.
2
Como señalábamos en su momento, una de las dimensiones básicas del
derecho es su dimensión normativa, y de ahí que digamos que el derecho
es un sistema compuesto por normas, normas que se nos dan a conocer a
través del lenguaje. Y ese lenguaje jurídico, pese a que algunos de sus
términos y expresiones posean significados específicos o técnicos, es un
lenguaje natural, común u ordinario. El lenguaje ordinario es el que
habitualmente usamos para comunicarnos en nuestras relaciones con los
demás. En cambio sabemos que si queremos tener un alto nivel de rigor y
exactitud, al modo como operan la lógica o la aritmética, es preciso realizar
una labor de formalización del lenguaje. Las disciplinas científicas aspiran
a tener precisión y exactitud y desarrollan lenguajes formalizados que
hagan posible algún tipo de cálculo y así presentar sus resultados de una
manera más rigurosa; por el contrario, las disciplinas que operan
principalmente con el lenguaje ordinario o natural, tales como el derecho,
la ética, la política, etc., son incapaces de poder presentar sus resultados
con ese nivel de precisión que observamos en las ciencias en sentido
estricto.
Los dos principales problemas de los que adolece el lenguaje ordinario y,
por tanto también, el lenguaje jurídico son: la ambigüedad y la vaguedad.
Decimos que un término es ambiguo cuando posee dos o más significados
distintos. Bien es cierto que en algunos casos es posible que esa
ambigüedad se disuelva en función del contexto en el que estemos
empleando el término. Así, por ejemplo, el término legal “grado” según lo
manejemos en el contexto del Código Civil, donde significa el número de
generaciones que determinan la proximidad del parentesco, o en el
contexto del Código Penal, que hace referencia a la clasificación de las
penas según su gravedad, adquiere significados diversos y en función del
contexto se elimina su ambigüedad. Pero la ambigüedad puede ser tal, que
incluso en función del contexto no sea posible disolverla y por tanto no
podamos quedarnos con uno solo de los significados posibles del término.
Estamos hablando de lo que normalmente se denomina ambigüedad
semántica.
A veces la ambigüedad es de otro tipo, ambigüedad sintáctica. Este tipo
de ambigüedad se da cuando el modo de colocar las palabras en un
enunciado hace que la referencia de ese enunciado pueda tener mas de un
sentido, pues puede ser entendido de maneras distintas. Un buen ejemplo
de este tipo de ambigüedad sintáctica lo encontramos en el artículo
1346,7º. del Código Civil cuando señala: “Son bienes privativos de cada
uno de los cónyuges: 7º Las ropas y objetos de uso personal que no sean de
extraordinario valor”. ¿El que no sean de extraordinario valor se refiere
sólo a los objetos de uso personal, o también a la ropa?. Otro ejemplo de
este tipo de ambigüedad, y que además ha sido objeto en los últimos
tiempos de especial atención por parte de la comunidad jurídica, es el que
se produce en nuestro texto constitucional en el artículo 32.1: “El hombre y
la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad
3
jurídica”. Dicha frase puede significar que los hombres tienen derecho a
contraer matrimonio con las mujeres y las mujeres con los hombres o más
bien, alternativamente, que el derecho se confiere a hombres y mujeres
para contraer matrimonio tanto si es de un hombre con una mujer, como de
una mujer con una mujer o un hombre con un hombre.
En los ejemplos señalados hablamos de ambigüedad sintáctica porque aquí
la discusión no es sobre los distintos significados que pueda tener un
término o palabra, sino sobre
4
la equivocidad que resulta del modo en que está organizada una frase. Con
un orden distinto de las palabras o una estructura distinta de la frase la
ambigüedad sintáctica se habría evitado. Pero como los textos legales son
los que son y las palabras vienen dispuestas en la forma que en su día les
dio su autor, la ambigüedad es inevitable.
El otro problema del que adolece nuestro lenguaje ordinario, y también el
jurídico, es la vaguedad. Decimos que un término es vago o que tiene
vaguedad cuando no está del todo claro a qué se refiere dicho término, qué
cosas son aludidas por el. El problema aquí no es que tengamos que
seleccionar, como en la ambigüedad, entre distintos significados posibles,
sino que la duda está en el alcance o extensión de un determinado
significado.
Existen términos genéricos (bosque, calvo o montón) en los que apreciamos
de forma casi inmediata el problema de la vaguedad. ¿Cuántos árboles se
necesitan para formar un bosque? ¿ Cuántos pelos tienen que faltarle a
alguien para ser calvo? ¿Cuántos granos hacen un montón? Veíamos en el
tema anterior que hay conceptos cuya determinación resulta especialmente
compleja, tales como “justicia social”, “belleza”, etc. Son conceptos densos,
estimativos o valorativos, cuyo contenido se nos muestra extremadamente
polémico, de ahí que los denominemos “conceptos esencialmente
controvertidos”. En el ámbito jurídico, nuestra dogmática los denomina
“conceptos jurídicos indeterminados”, tales como “interés público”, “buena
fe”, “razonable”, etc. Este tipo de conceptos, presentes en el lenguaje
jurídico, conduce muchas veces a que los debates jurídicos tengan un
inevitable transfondo moral.
Podemos afirmar que todos los términos genéricos son potencialmente
vagos. Esto es, que siempre es posible imaginar un objeto del que dudemos
si pertenece o no a la referencia de la expresión. Eso que se ha dado en
llamar la “textura abierta del lenguaje”. Y quien mejor supo expresar este
problema en el mundo jurídico ha sido H.
L. A. Hart cuando en su obra El Concepto de Derecho nos dice:
“Todas las reglas importan reconocer o clasificar casos particulares
como ejemplos de términos generales, y frente a cualquier regla es
posible distinguir casos centrales o claros, a los que ella, sin duda, se
aplica y otros casos en los que hay tantas razones para afirmar como
para negar que se aplica. Es imposible eliminar esa dualidad de un
núcleo de certeza y una penumbra de duda, cuando se trata de
colocar situaciones particulares bajo reglas generales”.
En la teoría del Derecho es muy común representar la referencia de
un término o expresión, y por tanto los problemas de vaguedad, mediante
un diagrama de círculos concéntricos. Así:
Zz Z
Z ona de
penumbra
5
Núcleo de
Significa
do
6
término. Esos candidatos que aparecen dentro del núcleo de significado se
denominan candidatos positivos. El círculo exterior sombreado, representa
la zona de penumbra. Aquí se situarían todos aquellos seres, objetos o
estados de cosas de los que cabe dudar si el término en cuestión los abarca
o no en el significado o concepto que se toma en cuenta. Son los candidatos
neutros. Por último, en el espacio exterior al segundo círculo, fuera de la
superficie del círculo exterior, se situarían, imaginariamente, los llamados
candidatos negativos, aquellos seres, objetos o estados de cosas que ningún
hablante en su sano juicio, aquí y ahora, diría que forman parte de la
referencia de dicho término.
Esta distinción entre candidatos positivos, neutros y negativos nos permite
tomar conciencia de un elemento que condiciona la aplicación de las
normas jurídicas a los casos concretos. Cuando los hechos de un caso
configuran un candidato positivo o un candidato negativo, es decir, cuando
caen en el núcleo de significado o en la zona exterior de significado de la
norma, decimos que nos encontramos ante casos fáciles, pues se pueden
resolver sin especiales dificultades de interpretación. En cambio, cuando
los hechos que conforman un caso caen en la zona de penumbra - candidato
neutro- estaremos ante un caso difícil por razón de su interpretación. Las
soluciones que a dicho caso cabe dar con arreglo a Derecho, dependerán
de las interpretaciones posibles que quepan de la norma que venga al caso.
La vaguedad no es la única razón por la que podamos tachar los casos
jurídicos de fáciles o difíciles. Además de por razones de interpretación de
la norma, que analizaremos más adelante, un caso puede ser difícil por
otras circunstancias: que no exista una norma aplicable preestablecida
(laguna), que existan varias normas en conflicto (antinomia), que no estén
claros los hechos, que existan problemas de prueba y de certeza, etc.
8
complejas, como es el caso de las antinomias normativas que
comentaremos mas adelante. Normas pertenecientes al sistema jurídico y
que no pueden ser aplicadas al mismo caso a la vez.
El otro supuesto, el de las normas que no pertenecen al sistema jurídico y
que son aplicables a determinados casos, nos lo brinda el artículo 2º del
Código Penal, donde se indica que aunque en general las leyes penales no
tienen efectos retroactivos, no obstante, tendrán efecto retroactivo aquellas
leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiese
recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena. En caso
de duda sobre la determinación de la Ley más favorable, será oído el reo.
Esto es, que en virtud de la aplicación de la ley más favorable al condenado
es posible aplicar normas penales ya derogadas, que ya no pertenecen al
sistema jurídico y en cambio son aplicables. Otro ejemplo de este tipo de
situaciones (normas que no pertenecen al sistema pero que son aplicables)
nos lo brinda el Derecho Internacional Privado, en aquellos casos en los
que interviene el denominado elemento de extranjería, haciendo posible así
que en virtud de las normas de conflicto, un juez español esté obligado a
resolver un caso de acuerdo con las normas de otro sistema jurídico. Una
norma que no pertenece a nuestro sistema jurídico es aplicable. Un caso
especialmente importante de este tipo de situaciones es el que se produce
cuando ninguna de las normas pertenecientes al sistema es aplicable al
caso en cuestión ( lo que normalmente denominamos una laguna
normativa) y necesitamos crear una norma nueva para aplicarla a esa
situación.
Tal como señalábamos hace un momento uno de los problemas típicos de la
aplicación de las normas jurídicas a los casos, es el de las antinomias.
Decimos que existe antinomia cuando dos normas válidas o pertenecientes
a un mismo sistema jurídico establecen consecuencias jurídicas
incompatibles para un mismo hecho concreto. Y cuando hay un conflicto o
contradicción entre normas, se produce una incoherencia en el sistema. La
búsqueda de solución a este problema, no es sólo por una necesidad de
coherencia lógica, sino fundamentalmente por una cuestión práctica que
pone en cuestión valores esenciales del sistema jurídico tales como la
seguridad o certeza, la justicia y la eficacia.
Los sistemas jurídicos suelen establecer criterios para solucionar las
antinomias. Los tres más usados y significativos son los siguientes:
1.- Criterio jerárquico o de lex superior. En caso de antinomia entre
dos normas prevalece la norma de superior jerarquía.
2.- Criterio temporal, cronológico de lex posterior. En caso de
antinomia entre dos normas prevalece o tiene preferencia la norma
posterior en el tiempo ( la promulgada en último lugar).
3.- Criterio de especialidad o de lex specialis. En caso de antinomia
entre dos normas, la especial prevalece sobre la general. Una norma es
especial respecto de otra norma general, cuando todos los supuestos que
contempla el antecedente de la norma especial son subsumibles en el
9
antecedente de la norma general, pero no al revés. Por ejemplo, la norma
que sanciona el homicidio es general respecto a la norma que sanciona el
asesinato, pues todos los asesinatos son también homicidios, pero no al
revés.
10
Cuando es de aplicación alguno de los anteriores criterios, el problema
relacionado con la norma aplicable al caso desaparece. Pero no siempre es
posible una solución de este tipo. A veces nos encontramos con que los
criterios señalados pueden entrar en conflicto entre sí, y entonces es
preciso realizar algún tipo de jerarquización entre los mismos. A modo muy
general, podemos apuntar, que el criterio más débil de los tres es el
cronológico, y el más fuerte, el jerárquico. El criterio jerárquico siempre
gana al cronológico, pero en otros casos ya no está tan claro: el criterio de
especialidad a veces gana y a veces pierde frente al cronológico, y sucede
lo mismo entre el criterio jerárquico y el de especialidad.
Hay supuestos de antinomias en los que los anteriores criterios resultan
inaplicables dado que entre ambas normas en conflicto no se pueden
establecer diferencias de jerarquía, de tiempo ni de mayor o menor
extensión de su campo de aplicación. Estas son las denominadas
antinomias de segundo grado, en las que no es aplicable ningún criterio
objetivo de resolución del conflicto. Será el juez en cada caso quien deba
decidir qué norma aplica y cuál no, aunque tendrá que justificar en la
motivación de la sentencia por qué prefirió esa norma en lugar de la otra.
En muchas ocasiones el que la antinomia aparezca o no depende de la
interpretación que se haga de las dos normas en cuestión; es decir, que
según se interpreten una y otra restrictiva o extensivamente, evitaremos o
provocaremos la antinomia. Estamos hablando de eso que la doctrina
jurídica llama “interpretación correctiva”, cuyas dos formas son:
La interpretación extensiva, en la que se amplia el significado de las
palabras del texto normativo para incluir algunos de los casos de la zona de
penumbra de esas palabras.
La interpretación restrictiva, en la que se restringe el significado de las
palabras del texto normativo para excluir algunos de los casos de la zona
de penumbra de esas palabras.
Según hagamos un tipo u otro de interpretación estaremos calificando a
determinadas situaciones o casos como subsumibles o no subsumibles en el
supuesto normativo. Cuando sólo se subsumen los casos paradigmáticos o
nucleares (los candidatos positivos), estaremos realizando interpretaciones
restrictivas. Pero cuando se subsumen también los casos de la zona de
penumbra ( los candidatos neutros), estaremos realizando interpretaciones
extensivas.
Una situación particular de lo aquí señalado, la tenemos en los supuestos
en que los tribunales constitucionales realizan las llamadas sentencias
interpretativas, donde seleccionan y escogen la interpretación que evita la
antinomia entre la norma constitucional de referencia y la norma legal cuya
constitucionalidad analizan.
Otro de los problemas que plantea la aplicación de normas a casos, o si se
prefiere, la determinación de la norma aplicable, es el supuesto de las
lagunas. Cuando los hechos del caso no encajan bajo ninguna norma del
sistema se dice que hay una laguna. Afirmamos que hay una laguna
11
normativa en un determinado sistema jurídico cuando un supuesto de
hecho determinado no tiene asignada ninguna consecuencia normativa en
ese sistema. Diríamos que se trata de una incompletud del sistema jurídico,
un vacío del mismo, pues no establece nada tal sistema, en ninguna de sus
normas, sobre cómo debe resolverse el conflicto de esos hechos.
12
Si un juez se encuentra con un caso de laguna normativa, necesitará crear
la norma que el sistema no le proporciona para poder resolver el caso.
Máxime si tenemos presente la prohibición del non liquet, esto es, que el
juez no puede dejar de resolver los casos que le correspondan según su
jurisdicción y competencia, aún cuando no encuentre norma preestablecida
para ellos o le resulte oscura o totalmente incomprensible ( artículo 1,7 del
Código Civil: “Los jueces y tribunales tienen el deber inexcusable de
resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema
de fuentes establecido”). El juez tendrá que crear la norma para el caso,
pero no lo podrá hacer a su capricho, tendrá que argumentar por qué
decide así, por qué considera que esa es la norma adecuada para
resolver el caso. Tendrá discrecionalidad, y por tanto deberá argumentar
para convencer de que su decisión no es arbitraria.
Para justificar este tipo de decisiones que colman lagunas existen ciertos
argumentos a disposición de los jueces. El más significativo es la analogía,
el argumento analógico, también llamado argumento a simile. En el artículo
4.1 del Código Civil se dice:“Procederá la aplicación analógica de las
normas cuando éstas no contemplen un supuesto específico, pero regulen
otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón”. Para la
utilización adecuada de dicho argumento, es necesaria la concurrencia de
dos requisitos: la similitud entre el caso no regulado y otro si regulado por
una norma, y que haya identidad de razón. La identidad de razón significa
que el mismo fin que justifica el tratamiento para el caso previsto con tales
consecuencias sirva de justificación para atribuir esas consecuencias al
caso no previsto. Dicho de otra forma, que el objetivo o finalidad que llevó
al legislador a tratar los supuestos previstos de esa determinada manera,
valga para crear una norma nueva que dé el mismo tratamiento al caso sin
norma previa dando así cumplimiento al mismo objetivo o fin. En el uso del
argumento analógico se requiere, como paso previo a su utilización, la
realización de una interpretación teleológica de la norma existente para ver
si esa finalidad se mantiene en el caso no previsto o lagunoso, y si es así, se
procederá a integrar la laguna de forma analógica. En caso de que la
finalidad de ambas normas (la expresa y la que se quiere crear) no fuese la
misma, sino otra bien distinta, no estaría justificada la extensión por
analogía, pues no habría la identidad de razón.
El argumento analógico, más que un argumento propiamente interpretativo
es un argumento productivo: indica como generar una nueva norma, para
que se aplique en caso de laguna normativa.
El argumento analógico en su forma estándar no es un argumento
lógicamente válido, es más bien un tipo de argumento entimemático, esto
es, un argumento que no es lógicamente válido con las premisas
expresadas, pero que presupone unas premisas implícitas. Si se ponen de
manifiesto expresamente esas premisas implícitas se puede convertir en un
argumento lógicamente válido.
El argumento analógico está prohibido en el ámbito penal, tal como indican el
13
artículo
4.2 del Código Civil: “Las leyes penales, las excepcionales y las de ámbito
temporal no se aplicarán a supuestos ni en momentos distintos de los
comprendidos expresamente en ellas”, y el artículo 4.1 del Código Penal:
“Las leyes penales no se aplicarán a casos distintos de los comprendidos
expresamente en ellas”, y el 4.2 añade: “En el caso de que un Juez o
Tribunal, en el ejercicio de su jurisdicción, tenga conocimiento de alguna
acción u omisión que, sin estar penada por la Ley, estime digna de
represión, se
14
abstendrá de todo procedimiento sobre ella y expondrá al Gobierno las
razones que le asistan para creer que debiera ser objeto de sanción”.
Además de la analogía legis, que es de la que hemos hablado, la doctrina
señala la denominada analogía iuris, que tiene que ver con el argumento a
partir de principios generales del derecho. El artículo 1.1 del Código Civil
señala: “Las fuentes del ordenamiento jurídico es pañol son la ley, la
costumbre y los principios generales del derecho”, y en el apartado 4º de
ese mismo artículo se añade: “Los principios generales del derecho se
aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter
informador del ordenamiento jurídico”. Esos principios generales del
derecho son ideas regulativas que subyacen a un sector del Derecho o a un
grupo de normas. Aportan sentido de fondo a conjuntos de normas y
pueden inducirse del propio material normativo positivo. Este argumento
de la analogía iuris o de principios generales del derecho, se utiliza como
instrumento para la integración de lagunas cuando no existe ninguna
norma específica que nos posibilite su aplicación por vía analógica.
La expresión principio jurídico es ambigua, y el sentido en el que en este
momento nos referimos al mismo, es muy diferente de cuando hablamos de
principios tales como el principio de igualdad recogido en nuestra
Constitución en el artículo 14. Los principios constitucionales, como el
principio de igualdad señalado, se aplican no solo cuando falta una ley,
sino que una ley también puede llegar a ser inválida cuando es contraria a
dichos principios. Según la tradición doctrinal iniciada por Dworkin, los
principios son algo que se diferencia radicalmente de las reglas o normas
en sentido estricto. Mientras las reglas se aplican o no se aplican, esto es,
son válidas o no lo son; los principios se manejan según su dimensión de
peso en la argumentación del Derecho, por lo que con los mismos lo que
hacemos es intentar su realización en la mayor medida posible, se busca
maximizarlos u optimizarlos. Además, frente a la estructura de toda regla o
norma, que se compone de un supuesto de hecho y una consecuencia
jurídica unidos por un condicional: Si p entonces debe ser q; en los
principios o no delimitan un supuesto de hecho o no delimitan o precisan
una consecuencia jurídica (o ambas situaciones a la vez). De ahí que se
diga que mientras las reglas se aplican por medio de la subsunción, los
principios lo hacen por la vía de la ponderación o el balanceo para su
realización.
Existen otro tipo de argumentos que permiten justificar la creación de
normas para solucionar las lagunas normativas, son los denominados
argumentos a fortiori o a mayor razón: el argumento a maiore ad minus y el
argumento a minore ad maius. Se trata de argumentos que tienen una
estructura muy similar al argumento por analogía o analógico. Son también
argumentos entimemáticos que presuponen premisas implícitas, por lo que
pueden reconstruirse incorporando esas premisas al razonamiento para así
transformarlos en argumentos lógicamente válidos.
El argumento a maiore ad minus se usa para extender permisos (la norma
15
de la que parte es facultativa o permisiva) y viene a señalar: si está
permitido lo más, con mayor razón estará permitido lo menos. La clave de
la comparación en este argumento, tal como ocurría en la analogía, reside
en el fin de la norma, para lo cual se necesita hacer y justificar una
interpretación teleológica.
El argumento a minore ad maius se utiliza para extender prohibiciones o
restricciones de derechos (la norma de la que se parte es prohibitiva).
Su dicción sería: si está
16
prohibido lo menos, con mayor razón estará prohibido lo más. Aquí, como
en el supuesto anterior, lo decisivo es la determinación de que sea lo
menos o lo más según el fin de la norma. La interpretación teleológica de la
norma es lo que sirve de base para justificar o desactivar el argumento a
fortiori.
Hasta ahora hemos estado hablando de las denominadas lagunas
normativas, y de diversos argumentos para integrarlas: analogía legis,
analogía iuris y argumentos a fortiori. Pero también podemos señalar, tal
como indican algunos sectores de la doctrina jurídica, como casos
problemáticos de determinación de la norma aplicable, aquellos que se nos
presentan cuando tenemos norma bajo la que el caso fácilmente se
subsume, pero la solución que para dicho caso en particular ofrece la
norma nos resulta sumamente injusta. Estamos hablando de las
denominadas lagunas axiológicas. Habría una laguna axiológica cuando
por razones de justicia importantes se considera que la respuesta jurídico
positiva a un caso en concreto no es la correcta y que por tanto es preciso
buscar una solución que sea justa. Lo que se pretende es justificar que se
haga una excepción a la aplicación de la norma que viene al caso, para
hacer prevalecer la justicia sobre la positividad jurídica.
En este tema, de las lagunas axiológicas, hay un claro enfrentamiento entre
las posiciones iusmoralistas – partidarias de hacer prevalecer las razones
de justicia material sobre la respuesta jurídico positiva contenida en la
norma-, y las iuspositivistas – para quienes, cuando la respuesta jurídica es
clara, la no aplicación de lo establecido por razones morales externas al
propio sistema jurídico es un caso claro de incumplimiento o desobediencia
al derecho-.
18
fit interpretatio” o “interpretatio cessat in claris”. En nuestros días, la idea
dominante es que la interpretación ha de darse siempre y en todo caso.
Cuando afirmamos que un texto tiene un significado claro es porque
previamente lo hemos interpretado. Y en realidad lo que mantenemos
cuando decimos que un texto es claro, es que hemos establecido un sentido
o significado que resulta generalmente admitido, que parece indiscutible o
evidente. Pero aunque pueda haber bastante acuerdo sobre el significado
de un texto en un momento dado, con el paso del tiempo eso que se
consideraba tan claro puede volverse dudoso.
Por su parte, la actividad interpretativa puede ser entendida de dos formas
distintas y contrapuestas: como un acto de conocimiento o como un acto de
decisión. Y correlativamente los enunciados interpretativos pueden verse o
no como verdaderos o falsos. Distinción que responde a dos concepciones
distintas de la interpretación, la concepción cognitiva y la concepción
escéptica o decisionista, y en su transfondo se encuentran dos visiones o
concepciones distintas del significado de los términos lingüísticos. Por un
lado, quienes mantienen una concepción esencialista del lenguaje y,
correspondientemente, una teoría cognitiva de la interpretación entienden
que lo que el intérprete hace es descubrir, averiguar el verdadero
significado de las palabras. Por el contrario, la concepción escéptica o
decisionista de la interpretación parte de que las palabras no tienen un
significado preestablecido. Todo significado de un término es convencional,
y es el intérprete el que en cada ocasión fija, decide lo que el término
significa.
Entre ambas teorías de la interpretación (cognitiva y escéptica) debemos
buscar un término medio. Que no haya significados preconstituidos a toda
interpretación, no quiere decir que no se encuentren términos cuyo
sentido puede estar bien delimitado, ya sea gracias a las definiciones sobre
el mismo, ya sea por el uso habitual del mismo en una determinada
sociedad.
Recuérdese, como señalábamos en su momento, que en los enunciados
jurídicos podemos diferenciar, en cuanto a su significado, entre un núcleo
de significado y una zona de penumbra. De hecho normalmente los jueces
suelen respetar en sus interpretaciones el núcleo de significado, y donde
tienen que adoptar propiamente decisiones es en los supuestos que caen en
la zona de penumbra.
En función del sujeto que realiza la interpretación podemos distinguir entre
interpretación auténtica, interpretación doctrinal e interpretación judicial.
La interpretación auténtica es la que realiza el sujeto autor de la norma, el
mismo legislador. Con ello el legislador prescribe una interpretación,
prohibiendo por tanto dar en la práctica al término interpretado un
significado distinto o diferente al establecido por él.
La interpretación doctrinal es la que llevan a cabo los estudiosos, teóricos o
dogmáticos del derecho, señalándonos cuáles son los significados posibles
de una norma, sus posibles consecuencias prácticas y cuáles de esas
19
interpretaciones consideran preferibles o más adecuadas.
La interpretación judicial es la que posee una mayor relevancia práctica, de
ahí que también se la denomine operativa, pues es la realizada por los
órganos judiciales como paso previo a la aplicación de las normas y a la
decisión de los casos. Aquí interpretar implica tomar una opción por uno
de los significados posibles de la norma al objeto de
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determinar si esa norma es aplicable al caso que se enjuicia y apreciar las
consecuencias precisas que se desprenden de ella para la resolución del
caso en cuestión. En este tipo de interpretación (la judicial) es preciso
adoptar una opción fruto de una valoración que deberá poder fundarse o
justificarse de forma adecuada.
Para poder llevar a cabo esa labor, los jueces se sirven de lo que
tradicionalmente se han denominado cánones o métodos interpretativos.
Savigny distinguió cuatro elementos o cánones en la interpretación
jurídica: gramatical, lógico, sistemático e histórico. Pero para Savigny no se
trataba de cuatro tipos o clases de interpretación entre las que se pudiese
optar a conveniencia, sino de cuatro elementos u operaciones que
conjuntamente han de realizarse para captar el pensamiento que la ley
expresa. Con el tiempo la doctrina jurídica verá en esa diversidad de
cánones interpretativos no una ventaja, sino una de las principales
dificultades pues, por lo común, cánones o criterios diversos sustentaran la
preferencia de interpretaciones distintas.
Por eso es básico cuestionarse qué son y cómo funcionan esos cánones o
métodos interpretativos en la teoría de la argumentación jurídica actual. Ya
se ha visto que el juez se ve abocado a tomar partido o a elegir entre
alternativas interpretativas de las que dependerá la decisión final del caso,
por lo que le pedimos que nos muestre las razones de tal elección. Para
llevar a cabo esa labor puede valerse de distintos métodos o cánones que
le sirven de guía, pero sobre todo le servirán para fundamentar sus
decisiones, algo que deberá realizar en la motivación de la sentencia. Los
métodos o cánones de interpretación son pautas de elección, pautas
dirigidas a guiar esa elección y su consiguiente fundamentación. En cuanto
a la fundamentación, los métodos interpretativos funcionan como
argumentos justificativos de la interpretación elegida. Los cánones o
métodos interpretativos son argumentos apropiados o aceptables para
justificar una determinada decisión interpretativa.
22
interpretativo en derecho, depende de que dicho argumento contribuya a
asegurar la vigencia o mejor realización de algún valor jurídico-positivo
relevante ( el respeto a la autoridad legislativa, la coherencia del sistema
jurídico, etc.). En sentido negativo, ese requisito pone de relieve que en las
elecciones tomadas por el juez no nos sirven razones que sean meras
preferencias personales, sino aquéllas razones que puedan discutirse desde
la común participación en ciertos valores y convicciones propias del foro
jurídico y político.
24
interpretaciones posibles en discusión son más de dos, la elección deberá
realizarse entre las no descartadas por la regla negativa. Si las
interpretaciones posibles son dos o más, la aplicación de una regla
interpretativa positiva dirime a favor de la preferible con arreglo a ella,
frente a todas las demás.
Las reglas interpretativas a diferencia de los criterios interpretativos, no
ofrecen referencias o puntos de vista para sentar significados justificados,
sino meras pautas de selección de los previamente establecidos. Dicho de
otra forma, las reglas interpretativas no proponen significados sino que de
entre los posibles, en su caso, justificados mediante criterios, descartan
unos o hacen prevalecer otros.
Veamos algún ejemplo de ambos tipos de reglas. Lo que muchos llaman la
interpretación lógica ( que es una variante de los argumentos
interpretativos sistemáticos), es en realidad una regla interpretativa
negativa, cuya formulación más común sería: de entre las interpretaciones
posibles se debe descartar aquella (o aquellas) que provoque la aparición
de una antinomia en el sistema jurídico. Esta regla también opera, tal como
indicamos en su momento, en las sentencias interpretativas de los
tribunales constitucionales, evitando la aparición de antinomias y salvando
así la coherencia del sistema jurídico.
Otro ejemplo de regla interpretativa negativa es la de evitación del
absurdo, que encontramos muchas veces bajo la denominación de
argumento ad absurdum o apagógico. Dicha regla dispondría que de entre
las interpretaciones posibles se deben descartar las que conduzcan a
consecuencias marcadamente absurdas, claramente contra intuitivas o
contrarias al más elemental sentido común.
Ejemplos de reglas interpretativas positivas, los encontramos de manera
abundante en los distintos sectores o ramas del derecho. Así la regla del
favor laboratoris en Derecho laboral, la del favor minoris en Derecho de
menores, o la llamada interpretación más favorable a los derechos
fundamentales, que opera con alcance general. La estructura común de
todas estas reglas podría formularse del siguiente modo: de entre las
interpretaciones posibles en discusión óptese por aquella cuya
consecuencia supone una mayor realización del bien X ( la protección del
trabajador, el interés del menor, la mejor realización del derecho
fundamental en cuestión,…). Como es lógico, para que se utilicen las
anteriores reglas de una forma correcta, tiene que poder distinguirse entre
las diversas consecuencias a que conduce la aplicación de la norma
conforme a las interpretaciones posibles, y sobre todo, esa diferencia en las
consecuencias tiene que aparecer suficientemente argumentada.
26
Para que esa elección no se vea como un mero ejercicio de subjetividad
tendrá que aparecer apoyada por subargumentos que lo muestren como
correcto o, al menos, como razonable y creíble (argumentos históricos,
discusiones parlamentarias, programas y proyectos, etc.). A falta de tales
argumentos de apoyo, o si son falsos o no convincentes, el argumento
interpretativo principal se vuelve pura afirmación sin fundamento y por
tanto arbitraria.
Para el buen uso de los argumentos interpretativos debemos de guiarnos
por lo que podemos llamar la regla de oro de la argumentación jurídica y,
por consiguiente, de la racionalidad argumentativa de las decisiones
judiciales, que reza así: toda afirmación contenida en una sentencia y que
no sea perfectamente evidente e indiscutible debe justificarse con
argumentos, hasta el límite último de lo razonablemente posible en el
contexto de que se trate.
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una interpretación de la norma existente, sino más bien la creación de
una norma nueva y distinta. En otros casos hablamos de interpretación
sistemática, o interpretación subjetiva o interpretación teleológica, estamos
haciendo referencia a distintos argumentos interpretativos mediante los
que se justifican las asignaciones de significados de los términos o
expresiones normativas.
Pero volvamos al argumento literal o gramatical, y la pregunta sería: ¿se
trata de un criterio interpretativo o de una regla interpretativa? Para la
posición que mantenemos, de orientación iuspositivista, equivaldría a una
regla, y para los iusmoralistas a un criterio interpretativo.
Las doctrinas iuspositivistas de la interpretación entienden que el
argumento literal marca un límite irrebasable para la atribución de
significado a una norma por el intérprete. Ese límite se deriva de las reglas
de la semántica, la sintaxis y el uso actual del idioma. Con el argumento
literal se señalan las interpretaciones posibles y se delimitan los
significados entre los que el intérprete puede y debe escoger, dejando
claro que no se puede atribuir a la norma otro que resulte incompatible con
la semántica o la sintaxis de los términos y enunciados de esa norma.
Las doctrinas iusmoralistas de la interpretación convierten el argumento
de interpretación literal o gramatical en un criterio más; esto es, en una de
las pautas que el intérprete puede utilizar para asignar significado a un
enunciado normativo, pero sólo uno más. Lo cual quiere decir que
denominan interpretación a aquella asignación de significado a una norma
para un caso en la que no se respetan los límites de la semántica, la
sintaxis o el uso presente del término o expresión en cuestión.
30
redactar la norma en sus términos y qué fue lo que quiso conseguir, qué fin
se buscaba, al dictar la norma. El argumento voluntarístico o subjetivo se
bifurca en dos tipos: subjetivo-semántico ( qué quiso decir el legislador con
las palabras que usó en la norma, qué significado él les atribuía) y el
subjetivo-teleológico (qué fin objetivo perseguía el legislador con tal
norma).
Podemos pues analizar el argumento voluntarístico o subjetivo en sus dos
variantes relacionándolo con el argumento literal y el argumento
teleológico para mostrar sendas alternativas dentro de cada variante.
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propósito del creador de la norma. No se está proponiendo una
interpretación adicional o distinta de las que denominamos posibles, sino
que se emplea un criterio interpretativo a favor de una de ellas. Tanto en
este argumento como en el subjetivo- semántico han de cumplirse los
requisitos de argumentación suficiente y convincente sobre cuál era la
voluntad del legislador. En el caso del argumento subjetivo- teleológico,
tendremos que acudir a los indicios históricos disponibles para averiguar
cuál era el fin que el legislador pretendía con la norma en cuestión.
A veces este argumento nos puede plantear un problema grave, cuando
aquella finalidad legislativa resulta incongruente o inaceptable con los
fundamentos del sistema jurídico actual. Pues cuando hay fuertes
discrepancias entre el sistema jurídico- político en el que el legislador se
integraba y el sistema jurídico-político del momento en que la norma se
interpreta y se aplica, los fines del legislador pierden fuerza como
argumento interpretativo.
El argumento subjetivo-teleológico, es bifronte, tiene dos caras, y de ahí su
complejidad. Se trata de un razonamiento sobre dos cuestiones distintas.
Por un lado, sobre lo que el legislador perseguía con la norma. Esa es la
parte del argumento voluntarístico, para lo cual, como ya sabemos, es
preciso apoyarnos en subargumentos históricos que avalen cuál fue
efectivamente aquella voluntad legislativa. Por otro lado, este argumento
tiene una dimensión teleológica o finalista, que nos aboca a argumentar
sobre cuál es la interpretación que permite la mejor realización de aquellos
fines. Aquí habrá que estar o tomar en cuenta el argumento teleológico
propiamente dicho.
34
Sabemos que justificar argumentativamente la afirmación de que el
legislador antiguo pretendía cierto fin (argumento subjetivo-teleológico),
requiere tomar en consideración subargumentos de carácter histórico. Pero
mucho más difícil y complejo es en el caso del argumento teleológico en su
versión objetivo-teleológica, pues cuando tal fin no resulte evidente o no
exista acuerdo sobre el mismo, habrá que fundamentar convincentemente
por qué se dice que es uno y no otro.
La atribución de finalidad a una norma, y en particular si es reciente,
puede encontrarse en algunos indicios tales como, los preámbulos o las
exposiciones de motivos donde se explicitan los objetivos de la ley. Otras
veces la propia denominación de la ley que contiene la norma, o el título o
el capítulo donde se inserta, nos pueden aportar pistas sobre los propósitos
de tal norma. En estos caso se unen el argumento teleológico y el
argumento sistemático, que veremos más adelante.
En todo caso, el argumento teleológico parte siempre de la afirmación de
que la norma está orientada a un fin. En función de la verdad o
verosimilitud, la razonabilidad y la aceptabilidad de los argumentos que se
aporten en defensa de la adscripción de tal fin a la norma ganará fuerza el
argumento teleológico como justificación de la interpretación elegida entre
las posibles.
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Respecto a la primera manifestación, la de la consideración de los
principios constitucionales como fines que deben dirigir la decisión judicial
por encima de o, incluso, contra los dictados de la ley, sólo señalar que el
aumento de este proceder lleva oculto en su interior un fuerte componente
de objetivismo moral de difícil encaje en una sociedad pluralista y
democrática y en un Estado de Derecho respetuoso con el imperio de la ley
y el principio de legalidad.
La otra manifestación que justificaba excepciones a la aplicación ordinaria
de las normas es la que tiene lugar cuando ponemos en relación el
argumento teleológico con el argumento al absurdo (que veremos en el
siguiente epígrafe), propiciando así la creación de dos argumentos
peculiares: la reducción teleológica y la extensión teleológica.
El argumento de reducción teleológica vale para justificar la no aplicación
de una norma a unos hechos que encajan claramente bajo el supuesto de
hecho de tal norma. Se trata de un argumento mediante el cual se razona
la excepción en la aplicación de la norma. La justificación para tal
excepción reside en que, desde el punto de vista de la finalidad de esa
norma, sería absurdo el resultado que se lograría con la aplicación a ese
caso concreto.
El esquema del argumento de reducción teleológica sería del tipo: la
aplicación de la norma X al caso Y produce un resultado que es
manifiestamente contrario a la finalidad que da sentido a la norma X.
El argumento de extensión teleológica se utiliza con la función contraria al
anterior, vale para justificar que excepcionalmente se aplique una norma a
un caso cuyos hechos no son subsumibles bajo su supuesto de hecho (al
menos tal como se describe en el correspondiente enunciado normativo).
La base de este argumento se encuentra en que, con arreglo al fin que
justifica la norma, resulta absurdo no dar ese mismo tratamiento (no
aplicar la consecuencia jurídica prevista en esa norma) a un caso no
contemplado en el supuesto de hecho de la misma.
Este argumento, de extensión teleológica, es sumamente parecido al
argumento analógico, la diferencia entre ambos es más bien de matiz.
Mientras la extensión teleológica es una manifestación o concreción del
argumento al absurdo, en el argumento analógico no hace falta poner tanto
empeño en lo absurdo del resultado.
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problemas de una forma congruente, y no la generación de problemas
absurdos o de situaciones inverosímiles.
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