Fabricando el Consenso - NOAM CHOMSKY
Fabricando el Consenso - NOAM CHOMSKY
Fabricando el Consenso - NOAM CHOMSKY
Fabricando el Consenso
El control de los medios masivos de comunicación
Noam Chomsky
Buenos Aires - 2004 (Edición original: 1993)
INDICE
Introducción
Además de figurar como eminente lingüista y destacado miembro del M.I.T, Noam
Chomsky debería ser conocido por todos debido a sus incisivos análisis acerca de la
sociedad, la economía y la política mundial.
Sobre la base de sus extensos conocimientos, ha escrito una serie de libros de recomendada
lectura para todos aquellos que quieran tener una visión diferente del mundo que nos rodea.
Introducción
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información son libres e imparciales. Si se busca la palabra democracia en el diccionario se
encuentra una definición bastante parecida a lo que acabo de formular.
Una idea alternativa de democracia es la de que no debe permitirse que la gente se haga
cargo de sus propios asuntos, a la vez que los medios de información deben estar fuerte y
rígidamente controlados. Quizás esto suene como una concepción anticuada de democracia,
pero es importante entender que, en todo caso, es la idea predominante.
De hecho lo ha sido durante mucho tiempo, no sólo en la práctica sino incluso en el plano
teórico. No olvidemos además que tenemos una larga historia, que se remonta a las
revoluciones democráticas modernas de la Inglaterra del siglo XVII, que en su mayor parte
expresa este punto de vista. En cualquier caso voy a ceñirme simplemente al período
moderno y acerca de la forma en que se desarrolla la noción de democracia, y sobre el
modo y el cómo es que el problema de los medios de comunicación y la desinformación se
ubican en este contexto.
Había por tanto que hacer algo para inducir en la sociedad la idea de la obligación de
participar en la guerra. Y se creó una comisión de propaganda gubernamental, conocida con
el nombre de Comisión Creel, que, en seis meses, logró convertir una población pacífica en
otra histérica y belicista que quería ir a la guerra y destruir todo lo que oliera a alemán,
despedazar a todos los alemanes, y salvar así al mundo.
Entre los que participaron activa y entusiásticamente en la guerra de Wilson estaban los
intelectuales progresistas, gente del círculo de John Dewey. Estos se mostraban muy
orgullosos, como se deduce al leer sus escritos de la época, por haber demostrado que lo
que ellos llamaban los miembros más inteligentes de la comunidad, es decir, ellos mismos,
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eran capaces de convencer a una población reticente de que había que ir a una guerra
mediante el sistema de aterrorizarla y suscitar en ella un fanatismo patriotero.
Los medios utilizados fueron muy amplios. Por ejemplo, se fabricaron montones de
atrocidades supuestamente cometidas por los alemanes, en las que se incluían niños belgas
con los miembros arrancados y todo tipo de cosas horribles que todavía se pueden leer en
los libros de historia, buena parte de lo cual fue inventado por el Ministerio británico de
propaganda, cuyo auténtico propósito en aquel momento —tal como queda reflejado en sus
deliberaciones secretas— era el de dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo.
Pero la cuestión clave era la de controlar el pensamiento de los miembros más inteligentes
de la sociedad americana, quienes, a su vez, diseminarían la propaganda que estaba siendo
elaborada y llevarían al pacífico país a la histeria propia de los tiempos de guerra.
Y funcionó muy bien, al tiempo que nos enseñaba algo importante: cuando la propaganda
que dimana del Estado recibe el apoyo de las clases de un nivel cultural elevado y no se
permite ninguna desviación en su contenido, el efecto puede ser enorme. Fue una lección
que ya había aprendido Hitler y muchos otros, y cuya influencia ha llegado a nuestros días.
Otro grupo que quedó directamente marcado por estos éxitos fue el formado por teóricos
liberales y figuras destacadas de los medios de comunicación, como Walter Lippmann, que
era el decano de los periodistas americanos, un importante analista político —tanto de
asuntos domésticos como internacionales— así como un extraordinario teórico de la
democracia liberal.
Si se echa un vistazo a sus ensayos, se observará que están subtitulados con algo así como
Una teoría progresista sobre el pensamiento democrático liberal. Lippmann estuvo
vinculado a estas comisiones de propaganda y admitió los logros alcanzados, al tiempo que
sostenía que lo que él llamaba revolución en el arte de la democracia podía utilizarse para
fabricar consenso, es decir, para producir en la población, mediante las nuevas técnicas de
propaganda, la aceptación de algo inicialmente no deseado. También pensaba que ello era
no solo una buena idea sino también necesaria, debido a que, tal como él mismo afirmó, los
intereses comunes esquivan totalmente a la opinión pública y solo una clase especializada
de hombres responsables lo bastante inteligentes puede comprenderlos y resolver los
problemas que de ellos se derivan.
Esta teoría sostiene que solo una élite reducida —la comunidad intelectual de la que
hablaban los seguidores de Dewey— puede entender cuáles son aquellos intereses
comunes, qué es lo que nos conviene a todos, así como el hecho de que estas cosas escapan
a la gente en general. En realidad, este enfoque se remonta a cientos de años atrás, es
también un planteamiento típicamente leninista, de modo que existe una gran semejanza
con la idea de que una vanguardia de intelectuales revolucionarios toma el poder mediante
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revoluciones populares que les proporcionan la fuerza necesaria para ello, para conducir
después a las masas estúpidas a un futuro en el que estas son demasiado ineptas e
incompetentes para imaginar y prever nada por sí mismas. Es así que la teoría democrática
liberal y el marxismo-leninismo se encuentran muy cerca en sus supuestos ideológicos. En
mi opinión, esta es una de las razones por las que los individuos, a lo largo del tiempo, han
observado que era realmente fácil pasar de una posición a otra sin experimentar ninguna
sensación específica de cambio.
Solo es cuestión de ver dónde está el poder. Es posible que haya una revolución popular
que nos lleve a todos a asumir el poder del Estado; o quizás no la haya, en cuyo caso
simplemente apoyaremos a los que detentan el poder real: la comunidad de las finanzas.
Pero estaremos haciendo lo mismo: conducir a las masas estúpidas hacia un mundo en el
que van a ser incapaces de comprender nada por sí mismas.
Lippmann respaldó todo esto con una teoría bastante elaborada sobre la democracia
progresiva, según la cual en una democracia con un funcionamiento adecuado hay distintas
clases de ciudadanos. En primer lugar, los ciudadanos que asumen algún papel activo en
cuestiones generales relativas al gobierno y la administración. Es la clase especializada,
formada por personas que analizan, toman decisiones, ejecutan, controlan y dirigen los
procesos que se dan en los sistemas ideológicos, económicos y políticos, y que constituyen,
asimismo, un porcentaje pequeño de la población total.
Por supuesto, todo aquel que ponga en circulación las ideas citadas es parte de este grupo
selecto, en el cual se habla primordialmente acerca de qué hacer con aquellos otros,
quienes, fuera del grupo pequeño y siendo la mayoría de la población, constituyen lo que
Lippmann llamaba el rebaño desconcertado: hemos de protegemos de este rebaño
desconcertado cuando brama y pisotea.
Así pues, en una democracia se dan dos funciones: por un lado, la clase especializada, los
hombres responsables, ejercen la función ejecutiva, lo que significa que piensan, entienden
y planifican los intereses comunes; por otro, el rebaño desconcertado también con una
función en la democracia, que, según Lippmann, consiste en ser espectadores en vez de
miembros participantes de forma activa.
Pero, dado que estamos hablando de una democracia, estos últimos llevan a término algo
más que una función: de vez en cuando gozan del favor de liberarse de ciertas cargas en la
persona de algún miembro de la clase especializada; en otras palabras, se les permite decir
queremos que seas nuestro líder, o, mejor, queremos que tú seas nuestro líder, y todo ello
porque estamos en una democracia y no en un estado totalitario.
Pero una vez que se han liberado de su carga y traspasado ésta a algún miembro de la clase
especializada, se espera de ellos que se apoltronen y se conviertan en espectadores de la
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acción, no en participantes. Esto es lo que ocurre en una democracia que funciona como
Dios manda.
Y la verdad es que hay una lógica detrás de todo eso. Hay incluso un principio moral del
todo convincente: la gente es simplemente demasiado estúpida para comprender las cosas.
Si los individuos trataran de participar en la gestión de los asuntos que les afectan o
interesan, lo único que harían sería solo provocar líos, por lo que resultaría impropio e
inmoral permitir que lo hicieran.
Hay que domesticar al rebaño desconcertado, y no dejarle que brame y pisotee y destruya
las cosas, lo cual viene a encerrar la misma lógica que dice que sería incorrecto dejar que
un niño de tres años cruzara solo la calle. No damos a los niños de tres años este tipo de
libertad porque partimos de la base de que no saben cómo utilizarla. Por lo mismo, no se da
ninguna facilidad para que los individuos del rebaño desconcertado participen en la acción;
solo causarían problemas.
Por ello, necesitamos algo que sirva para domesticar al rebaño perplejo; algo que viene a
ser la nueva revolución en el arte de la democracia: la fabricación del consenso. Los medios
de comunicación, las escuelas y la cultura popular tienen que estar divididos. La clase
política y los responsables de tomar decisiones tienen que brindar algún sentido tolerable de
realidad, aunque también tengan que inculcar las opiniones adecuadas.
Por supuesto, la forma de obtenerla es sirviendo a la gente que tiene el poder real, que no es
otra que los dueños de la sociedad, es decir, un grupo bastante reducido. Si los miembros de
la clase especializada pueden venir y decir Puedo ser útil a sus intereses, entonces pasan a
formar parte del grupo ejecutivo.
Y hay que quedarse callado y portarse bien, lo que significa que han de hacer lo posible
para que penetren en ellos las creencias y doctrinas que servirán a los intereses de los
dueños de la sociedad, de modo que, a menos que puedan ejercer con maestría esta
autoformación, no formarán parte de la clase especializada.
Si pueden conseguirlo, podrán pasar a formar parte de la clase especializada. Al resto del
rebaño desconcertado básicamente habrá que distraerlo y hacer que dirija su atención a
cualquier otra cosa.
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Que nadie se meta en líos. Habrá que asegurarse que permanecen todos en su función de
espectadores de la acción, liberando su carga de vez en cuando en algún que otro líder de
entre los que tienen a su disposición para elegir.
Muchos otros han desarrollado este punto de vista, que, de hecho, es bastante convencional.
Por ejemplo, él destacado teólogo y crítico de política internacional Reinold Niebuhr,
conocido a veces como el teólogo del sistema, gurú de George Kennan y de los
intelectuales de Kennedy, afirmaba que la racionalidad es una técnica, una habilidad, al
alcance de muy pocos: solo algunos la poseen, mientras que la mayoría de la gente se guía
por las emociones y los impulsos.
Aquellos que poseen la capacidad lógica tienen que crear ilusiones necesarias y
simplificaciones acentuadas desde el punto de vista emocional, con el objeto de que los
bobalicones ingenuos vayan más o menos tirando. Este principio se ha convertido en un
elemento sustancial de la ciencia política contemporánea.
En la década de los años veinte y principios de la de los treinta, Harold Lasswell, fundador
del moderno sector de las comunicaciones y uno de los analistas políticos americanos más
destacados, explicaba que no deberíamos sucumbir a ciertos dogmatismos democráticos
que dicen que los hombres son los mejores jueces de sus intereses particulares.
Porque no lo son. Somos nosotros, decía, los mejores jueces de los intereses y asuntos
públicos, por lo que, precisamente a partir de la moralidad más común, somos nosotros los
que tenemos que asegurarnos de que ellos no van a gozar de la oportunidad de actuar
basándose en sus juicios erróneos.
En lo que hoy conocemos como estado totalitario, o estado militar, lo anterior resulta fácil.
Es cuestión simplemente de blandir una porra sobre las cabezas de los individuos, y, si se
apartan del camino trazado, golpearles sin piedad. Pero si la sociedad ha acabado siendo
más libre y democrática, se pierde aquella capacidad, por lo que hay que dirigir la atención
a las técnicas de propaganda.
Relaciones públicas
Los Estados Unidos crearon los cimientos de la industria de las relaciones públicas. Tal
como decían sus líderes, su compromiso consistía en controlar la opinión pública. Dado que
aprendieron mucho de los éxitos de la Comisión Creel y del miedo rojo, y de las secuelas
dejadas por ambos, las relaciones públicas experimentaron, a lo largo de la década de 1920,
una enorme expansión, obteniéndose grandes resultados a la hora de conseguir una
subordinación total de la gente a las directrices procedentes del mundo empresarial. La
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situación llegó a tal extremo que en la década siguiente los comités del Congreso
empezaron a investigar el fenómeno. De estas pesquisas proviene buena parte de la
información de que hoy día disponemos.
Las relaciones públicas constituyen una industria inmensa que mueve, en la actualidad,
cantidades que oscilan en torno a un billón de dólares al año, y desde siempre su cometido
ha sido el de controlar la opinión pública, que es el mayor peligro al que se enfrentan las
corporaciones. Tal como ocurrió durante la Primera Guerra Mundial, en la década de 1930
surgieron de nuevo grandes problemas: una gran depresión unida a una cada vez más
numerosa clase obrera en proceso de organización.
En 1935, y gracias a la Ley Wagner, los trabajadores consiguieron su primera gran victoria
legislativa, a saber, el derecho a organizarse de manera independiente, logro que planteaba
dos graves problemas.
El otro problema eran las posibilidades cada vez mayores del pueblo para organizarse. Los
individuos tienen que estar atomizados, segregados y solos; no puede ser que pretendan
organizarse, porque en ese caso podrían convertirse en algo más que simples espectadores
pasivos.
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La primera prueba se produjo un año más tarde, en 1937, cuando hubo una importante
huelga del sector del acero en Johnstown, al oeste de Pensilvania. Los empresarios pusieron
a prueba una nueva técnica de destrucción de las organizaciones obreras, que resultó ser
muy eficaz.
Y sin matones a sueldo que sembraran el terror entre los trabajadores, algo que ya no
resultaba muy práctico, sino por medio de instrumentos más sutiles y eficientes de
propaganda. La cuestión estribaba en la idea de que había que enfrentar a la gente contra
los huelguistas, por los medios que fuera.
El ejecutivo de una empresa y el chico que limpia los pisos tienen los mismos intereses.
Hemos de trabajar todos juntos y hacerlo por el país y en armonía, con simpatía y cariño los
unos por los otros. Este era, en esencia, el mensaje. Y se hizo un gran esfuerzo para hacerlo
público; después de todo, estamos hablando del poder financiero y empresarial, es decir, el
que controla los medios de información y dispone de recursos a gran escala, por lo cual
funcionó, y de manera muy eficaz.
Más adelante este método se conoció como la fórmula Mohawk VaIley, aunque se le
denominaba también métodos científicos para impedir huelgas. Se aplicó una y otra vez
para romper huelgas, y daba muy buenos resultados cuando se trataba de movilizar a la
opinión pública a favor de conceptos vacíos de contenido, como el orgullo de ser
americano. ¿Quién puede estar en contra de esto? O la armonía.
¿Quién puede estar en contra? O, como en la guerra del golfo Pérsico, apoyad a nuestras
tropas. ¿Quién podía estar en contra? O los lacitos amarillos. ¿Hay alguien que esté en
contra? Sólo alguien completamente necio.
Pero, por supuesto había una cuestión importante que se podía haber resuelto haciendo la
pregunta: ¿Apoya usted nuestra política? Pero, claro, no se trata de que la gente se plantee
cosas como esta. Esto es lo único que importa en la buena propaganda. Se trata de crear un
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eslogan que no pueda recibir ninguna oposición, bien al contrario, que todo el mundo esté a
favor. Nadie sabe lo que significa porque no significa nada, y su importancia decisiva
estriba en que distrae la atención de la gente respecto de preguntas que sí significan algo:
¿Apoya usted nuestra política? Pero sobre esto no se puede hablar. Así que tenemos a todo
el mundo discutiendo sobre el apoyo a las tropas: Desde luego, no dejaré de apoyarles. Por
tanto, ellos han ganado.
Es como lo del orgullo americano y la armonía. Estamos todos juntos, en torno a eslóganes
vacíos, tomemos parte en ellos y asegurémonos de que no habrá gente mala a nuestro
alrededor que destruya nuestra paz social con sus discursos acerca de la lucha de clases, los
derechos civiles y todo este tipo de cosas.
Todo es muy eficaz y hasta hoy ha funcionado perfectamente. Desde luego consiste en algo
razonado y elaborado con sumo cuidado: la gente que se dedica a las relaciones públicas no
está ahí para divertirse; está haciendo un trabajo, es decir, intentando inculcar los valores
correctos. De hecho, tienen una idea de lo que debería ser la democracia: un sistema en el
que la clase especializada está entrenada para trabajar al servicio de los amos, de los dueños
de la sociedad, mientras que al resto de la población se le priva de toda forma de
organización para evitar así los problemas que pudiera causar. La mayoría de los individuos
tendrían que sentarse frente al televisor y masticar religiosamente el mensaje, que no es
otro que el que dice que lo único que tiene valor en la vida es poder consumir cada vez más
y mejor, y vivir igual que esta familia de clase media que aparece en la pantalla, y exhibir
valores como la armonía y el orgullo americano. La vida consiste en esto. Puede que usted
piense que ha de haber algo más, pero en el momento en que se da cuenta que está solo,
viendo la televisión, da por sentado que esto es todo lo que existe ahí afuera, y que es una
locura pensar en que haya otra cosa. Y desde el momento en que está prohibido
organizarse, lo que es totalmente decisivo, nunca se está en condiciones de averiguar si
realmente está uno loco, o simplemente se da todo por bueno, que es lo más lógico que se
puede hacer.
Así pues, este es el ideal, para alcanzar el cual se han desplegado grandes esfuerzos. Y es
evidente que detrás de él hay una cierta concepción: la de democracia, tal como ya se ha
dicho. El rebaño desconcertado es un problema. Hay que evitar que brame y pisotee, y para
ello habrá que distraerlo. Será cuestión de conseguir que los sujetos que lo forman se
queden en casa viendo partidos de fútbol, culebrones o películas violentas, aunque de vez
en cuando se les saque del sopor y se les convoque a corear eslóganes sin sentido, como
Apoyad a. nuestras tropas. Hay que hacer que conserven un miedo permanente, porque a
menos que estén debidamente atemorizados por todos los posibles males que pueden
destruirles, desde dentro o desde fuera, podrían empezar a pensar por sí mismos, lo cual es
muy peligroso ya que no tienen la capacidad de hacerlo. Por ello es importante distraerles y
marginarles.
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Esta es una idea de democracia. De hecho, si nos remontamos al pasado, la última victoria
legal de los trabajadores fue realmente en 1935, con la Ley Wagner.
Después, tras el inicio de la Primera Guerra Mundial, los sindicatos entraron en un declive,
al igual que lo hizo una rica y fértil cultura obrera vinculada directamente con ellos. Todo
quedó destruido y nos vimos trasladados a una sociedad dominada de manera singular por
los criterios empresariales. Era esta la única sociedad industrial, dentro de un sistema
capitalista de Estado, en la que ni siquiera se producía el pacto social habitual que se podía
dar en latitudes comparables. Era la única sociedad industrial —aparte de Sudáfrica,
supongo— que no tenía un servicio nacional de asistencia sanitaria. No existía ningún
compromiso para elevar los estándares mínimos de supervivencia de los segmentos de la
población que no podían seguir las normas y directrices imperantes ni conseguir nada por sí
mismos en el plano individual. Por otra parte, los sindicatos prácticamente no existían, al
igual que ocurría con otras formas de asociación en la esfera popular. No había
organizaciones políticas ni partidos: muy lejos se estaba, por tanto, del ideal, al menos en el
plano estructural. Los medios de información constituían un monopolio corporativizado;
todos expresaban los mismos puntos de vista. Los dos partidos eran dos facciones del
partido del poder financiero y empresarial. Y así la mayor parte de la población ni tan solo
se molestaba en ir a votar ya que ello carecía totalmente de sentido, quedando, por ello,
debidamente marginada. Al menos este era el objetivo. La verdad es que el personaje más
destacado de la industria de las relaciones públicas, Edward Bernays, procedía de la
Comisión Creel. Formó parte de ella, aprendió bien la lección y puso manos a la obra a
desarrollar lo que él mismo llamó la ingeniería del consenso, que describió como la esencia
de la democracia.
Los individuos capaces de fabricar consenso son los que tienen los recursos y el poder de
hacerlo —la comunidad financiera y empresarial— y para ellos trabajamos.
Fabricación de la opinión
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En estos casos, es necesario hacer tragar por la fuerza una y otra vez programas domésticos
hacia los que la gente se muestra contraria, ya que no tiene ningún sentido que el público
esté a favor de programas que le son perjudiciales. Y esto, también, exige una propaganda
amplia y general, que hemos tenido oportunidad de ver en muchas ocasiones durante los
últimos diez años.
Así pues, hasta cierto punto se alcanzó el ideal, aunque nunca de forma completa, ya que
hay instituciones que hasta ahora ha sido imposible destruir: por ejemplo, las iglesias.
Buena parte de la actividad disidente de los Estados Unidos se producía en las iglesias por
la sencilla razón de que estas existían. Por ello, cuando había que dar una conferencia de
carácter político en un país europeo era muy probable que se celebrara en los locales de
algún sindicato, cosa harto difícil en América ya que, en primer lugar, estos apenas existían
o, en el mejor de los casos, no eran organizaciones políticas. Pero las iglesias sí existían, de
manera que las charlas y conferencias se hacían con frecuencia en ellas: la solidaridad con
Centroamérica se originó en su mayor parte en las iglesias, sobre todo porque existían.
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privilegiadas. Y aquí hemos de volver a las dos concepciones de democracia que hemos
mencionado en párrafos anteriores. Según la definición del diccionario, lo anterior
constituye un avance en democracia; según el criterio predominante, es un problema, una
crisis que ha de ser vencida. Había que obligar a la población a que retrocediera y volviera
a la apatía, la obediencia y la pasividad, que conforman su estado natural, para lo cual se
hicieron grandes esfuerzos, si bien no funcionó. Afortunadamente, la crisis de la
democracia todavía está vivita y coleando, aunque no ha resultado muy eficaz a la hora de
conseguir un cambio político. Pero, contrariamente a lo que mucha gente cree, sí ha dado
resultados en lo que se refiere al cambio de la opinión pública.
Después de la década de 1960 se hizo todo lo posible para que la enfermedad diera marcha
atrás. La verdad es que uno de los aspectos centrales de dicho mal tenía un nombre técnico:
el síndrome de Vietnam, término que surgió en torno a 1970 y que de vez en cuando
encuentra nuevas definiciones. El intelectual reaganista Norman Podhoretz habló de
élcomo las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar. Pero resulta que era
la mayoría de la gente la que experimentaba dichas inhibiciones contra la violencia, ya que
simplemente no entendía por qué había que ir por el mundo torturando, matando o lanzando
bombardeos intensivos.
Como ya supo Goebbels en su día, es muy peligroso que la población se rinda ante estas
inhibiciones enfermizas, ya que en ese caso habría un límite a las veleidades aventureras de
un país fuera de sus fronteras. Tal como decía con orgullo el Washington Post durante la
histeria colectiva que se produjo durante la guerra del golfo Pérsico, es necesario infundir
en la gente respeto por los valores marciales. Y eso sí es importante. Si se quiere tener una
sociedad violenta que avale la utilización de la fuerza en todo el mundo para alcanzar los
fines de su propia élite doméstica, es necesario valorar debidamente las virtudes guerreras y
no esas inhibiciones achacosas acerca del uso de la violencia. Esto es el síndrome de
Vietnam: hay que vencerlo.
También es preciso falsificar totalmente la historia. Ello constituye otra manera de vencer
esas inhibiciones enfermizas, para simular que cuando atacamos y destruimos a alguien lo
que estamos haciendo en realidad es proteger y defendernos a nosotros mismos de los
peores monstruos y agresores, y cosas por el estilo.
Desde la guerra del Vietnam se ha realizado un enorme esfuerzo por reconstruir la historia.
Demasiada gente, incluido gran número de soldados y muchos jóvenes que estuvieron
involucrados en movimientos por la paz o antibelicistas, comprendía lo que estaba pasando.
Y eso no era bueno. De nuevo había que poner orden en aquellos malos pensamientos y
recuperar alguna forma de cordura, es decir, la aceptación de que sea lo que fuere que
hagamos, ello es noble y correcto. Si bombardeábamos Vietnam del Sur, se debía a que
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estábamos defendiendo el país de alguien, esto es, de los sudvietnamitas, ya que allí no
había nadie más. Es lo que los intelectuales kenedianos denominaban defensa contra la
agresión interna en Vietnam del Sur, expresión acuñada por Aldai Stevenson, entre otros.
Así pues, era necesario que esta fuera la imagen oficial e inequívoca; y ha funcionado muy
bien, ya que si se tiene el control absoluto de los medios de comunicación y el sistema
educativo y la intelectualidad son conformistas, puede surtir efecto cualquier política.
¿Qué nos dice todo esto sobre nuestra cultura? Pues bastante: es preciso vencer las
inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza militar y a otras desviaciones
democráticas. Y en este caso dio resultados satisfactorios y demostró ser cierto en todos los
terrenos posibles: tanto si elegimos Próximo Oriente, el terrorismo internacional o
Centroamérica. El cuadro del mundo que se presenta a la gente no tiene la más mínima
relación con la realidad, ya que la verdad sobre cada asunto queda enterrada bajo montañas
de mentiras. Se ha alcanzado un éxito extraordinario en el sentido de disuadir las amenazas
democráticas, y lo realmente interesante es que ello se ha producido en condiciones de
libertad. No es como en un estado totalitario, donde todo se hace por la fuerza. Esos logros
son un fruto conseguido sin violar la libertad. Por ello, si queremos entender y conocer
nuestra sociedad, tenemos que pensar en todo esto, en estos hechos que son importantes
para todos aquellos que se interesan y preocupan por el tipo de sociedad en la que viven.
La cultura disidente
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Por otro lado, en la década de 1980 se produjo una expansión incluso mayor y que afectó a
todos los movimientos de solidaridad, algo realmente nuevo e importante al menos en la
historia de América y quizás en toda la disidencia mundial. La verdad es que estos eran
movimientos que no solo protestaban sino que se implicaban a fondo en las vidas de todos
aquellos que sufrían por alguna razón en cualquier parte del mundo. Y sacaron tan buenas
lecciones de todo ello, que ejercieron un enorme efecto civilizador sobre las tendencias
predominantes en la opinión pública americana. Y a partir de ahí se marcaron diferencias,
de modo que cualquiera que haya estado involucrado es este tipo de actividades durante
algunos años ha de saberlo perfectamente. Yo mismo soy consciente de que el tipo de
conferencias que doy en la actualidad en las regiones más reaccionarias del país — la
Georgia central, el Kentucky rural— no las podría haber pronunciado, en el momento
culminante del movimiento pacifista, ante una audiencia formada por los elementos más
activos de dicho movimiento. Ahora, en cambio, en ninguna parte hay ningún problema. La
gente puede estar o no de acuerdo, pero al menos comprende de qué estás hablando y hay
una especie de terreno común en el que es posible cuando menos entenderse.
Han cambiado muchas actitudes hacia un buen número de cuestiones, lo que ha convertido
todo este asunto en algo lento, quizá incluso frío, pero perceptible e importante, al margen
de si acaba siendo o no lo bastante rápido como para influir de manera significativa en los
aconteceres del mundo.
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sociales han sido evidentes. Y este es el peligro de la democracia: si se pueden crear
organizaciones, si la gente no permanece simplemente pegada al televisor, pueden aparecer
estas ideas extravagantes, como las inhibiciones enfermizas respecto al uso de la fuerza
militar. Hay que vencer estas tentaciones, pero no ha sido todavía posible.
Desfile de enemigos
En vez de hablar de la guerra pasada, hablemos de la guerra que viene, porque a veces es
más útil estar preparado para lo que puede venir que simplemente reaccionar ante lo que
ocurre.
Todos conocemos la situación, y sabemos que está empeorando. Solo en los dos años que
George Bush estuvo en el poder hubo tres millones más de niños que cruzaron el umbral de
la pobreza, la deuda externa creció progresivamente, los estándares educativos
experimentaron un declive, los salarios reales retrocedieron al nivel de finales de los años
cincuenta para la gran mayoría de la población, y nadie hizo absolutamente nada para
remediarlo. En estas circunstancias hay que desviar la atención del rebaño desconcertado ya
que si empezara a darse cuenta de lo que ocurre podría no gustarle, porque es quien recibe
directamente las consecuencias de lo anterior. Acaso entretenerles simplemente con la final
de la Copa o los culebrones no sea suficiente y haya que avivar en él el miedo a los
enemigos. En los años treinta Hitler difundió entre los alemanes el miedo a los judíos y a
los gitanos: había que aplastarlos como una forma de autodefensa. Pero nosotros también
tenemos nuestros métodos.
A lo largo de la última década, cada año o a lo sumo cada dos, se fabrica algún monstruo de
primera línea del que hay que defenderse. Antes, los que estaban más a mano eran los
rusos, de modo que había que estar siempre a punto de protegerse de ellos. Pero, por
desgracia, han perdido atractivo como enemigo, y cada vez resulta más difícil utilizarles
como tal, de modo que hay que hacer que aparezcan otros de nueva estampa. De hecho, la
gente fue bastante injusta al criticar a George Bush por haber sido incapaz de expresar con
claridad hacia dónde estábamos siendo impulsados, ya que hasta mediados de los años
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ochenta, cuando andábamos despistados se nos ponía constantemente el mismo disco: que
vienen los rusos.
Pero al perderlos como encarnación del lobo feroz hubo que fabricar otros, al igual que hizo
el aparato de relaciones públicas reaganiano en su momento.
Y así, precisamente con Bush, se empezó a utilizar a los terroristas internacionales, a los
narcotraficantes, a los locos caudillos árabes o a Sadam Husein, el nuevo Hitler que iba a
conquistar el mundo. Han tenido que hacerles aparecer a uno tras otro, asustando a la
población, aterrorizándola, de forma que ha acabado muerta de miedo y apoyando cualquier
iniciativa del poder. Así se han podido alcanzar extraordinarias victorias sobre Granada,
Panamá, o algún otro ejército del Tercer Mundo al que se puede pulverizar antes siquiera de
tomarse la molestia de mirar cuántos son. Esto da un gran alivio, ya que nos hemos salvado
en el último momento.
Tenemos así, pues, uno de los métodos con el cual se puede evitar que el rebaño
desconcertado preste atención a lo que está sucediendo a su alrededor, y permanezca
distraído y controlado. Recordemos que la operación terrorista internacional más
importante llevada a cabo hasta la fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la
administración Kennedy, a partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra
Cuba. Parece que no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción
quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también como
terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más que una agresión.
Percepción selectiva
Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de 1986 se publicaron las
memorias del preso cubano liberado Armando Valladares, que causaron rápidamente
sensación en los medios de comunicación. Voy a brindarles algunas citas textuales. Los
medios informativos describieron sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso
sistema de prisión y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política». Era
«una descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura inhumana
[y] el historial de violencia de Estado [bajo] todavía uno de los asesinos de masas de este
siglo», del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo
despotismo que ha institucionalizado la tortura como mecanismo de control social» en el
«infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió».Esto es lo que apareció en el
Washington Post y el New York Times en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro —
descrito como un «matón dictador»— se revelaron en este libro de manera tan concluyente
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que «solo los intelectuales occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano»,
según el primero de los diarios citados.
La historia que viene ahora también ocurría en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de
la fabricación del consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos
Humanos de El Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y
torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les encarceló en una prisión llamada
La Esperanza, pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los
derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas.
Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo juramento
las torturas que habían recibido. Aparte de la picana y otras atrocidades, se incluía el caso
de un interrogatorio, y la tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los
Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con todo detalle. Ese informe — 160
páginas de declaraciones juradas de los presos— constituye un testimonio
extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores de
lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades, se consiguió sacarlo al exterior
junto con una cinta de vídeo que mostraba a la gente mientras testificaba sobre las torturas,
y la Marin County Interfaith Task Force (Grupo de trabajo multiconfesional Marin County)
se encargó de distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa
y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del vídeo. Creo que como mucho
apareció un artículo en el periódico local de Marin County, el San Francisco Examiner.
Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos en la época en que no eran pocos los
intelectuales insensatos y ligeros de cascos que estaban cantando alabanzas a José
Napoleón Duarte y Ronald Reagan.
Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No hubo lugar para él en el Día de los Derechos
Humanos. No fue elegido para ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado en un
intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer por las fuerzas de
seguridad siempre apoyadas militar y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se
tuvo mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación no llegaron en
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ningún momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se denunciaban —en
vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía haber salvado su vida.
Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo de funcionamiento de un sistema de
fabricación de consenso. En comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El
Salvador, las memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero no
podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que
cada vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación
siguiente.
Solo algunas consideraciones sobre lo último que se ha dicho, si bien al final volveremos
sobre ello. Empecemos recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya
mencionado, ya que llega a conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si
creía que los Estados Unidos debía intervenir por la fuerza para impedir la invasión ilegal
de un país soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos. En
una proporción de dos a uno la respuesta del público americano era afirmativa. Había que
utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás en cualquier caso de invasión o para
que se respetaran los derechos humanos.
Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra el consejo que se deriva de
la citada encuesta, habría que bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco,
Tel Aviv, Ciudad del Cabo, Washington, y una lista interminable de países, ya que todos
ellos representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de violación de derechos
humanos. Si uno conoce los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá
perfectamente que la agresión y las atrocidades de Sadam Husein —que tampoco son de
carácter extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué,
entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo suficiente. En un
sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista
como la anterior. Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que los
ejemplos son totalmente apropiados.
Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a punto de ser percibido durante la
guerra del Golfo. En febrero, justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno
del Líbano solicitó a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e
incondicionalmente del Líbano. Después de aquella fecha ha habido otras resoluciones
posteriores redactadas en los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado
ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento de la
ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las embestidas del terrorismo del
Estado judío, y no solo brinda espacio para la ubicación de campos de tortura y
aniquilamiento sino que también se utiliza como base para atacar a otras partes del país.
Desde 1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut
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sufrió continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en torno al 80% eran
civiles—, se destruyeron hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño
imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente... los Estados Unidos lo apoyaban.
Es solo un ejemplo.
La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en los medios de información acerca de
todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la
resolución 425 del Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo
modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos por
dos tercios de la población. Porque, después de todo, aquello es una ocupación ilegal de un
territorio en el que se violan los derechos humanos. Solo es un ejemplo, pero los hay
incluso peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó una huella de
200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia al lado de otros ejemplos. El caso
es que aquella invasión también recibió el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos,
que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir
indefinidamente.
Veamos otro ejemplo más reciente. Vamos viendo cómo funciona un sistema de
propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea que el uso de la fuerza contra Iraq se
debe a que América observa realmente el principio de que hay que hacer frente a las
invasiones de países extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos por la vía
militar, y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos principios fueran también
aplicables a la conducta política de los Estados Unidos. Estamos antes un éxito espectacular
de la propaganda.
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Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos no estaban en absoluto
interesados en lo mismo. En los archivos no consta que hubiera ninguna reacción ante
aquello.
A partir de agosto fue un poco más difícil ignorar la existencia de dicha oposición, ya que
cuando de repente se inició el enfrentamiento con Sadam Husein después de haber sido su
más firme apoyo durante años, se adquirió también conciencia de que existía un grupo de
demócratas iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por lo pronto,
los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al dictador derrocado y encarcelado,
ya que había matado a sus hermanos, torturado a sus hermanas y les había mandado a ellos
mismos al exilio. Habían estado luchando contra aquella tiranía que Ronald Reagan y
George Bush habían estado protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión?
No quieren ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente
conscientes de que es posible una solución pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es
políticamente correcto, por lo que se les ignora por completo.
Así que no oímos ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí, y si alguien está
interesado en saber algo de ellos puede comprar la prensa alemana o la británica. Tampoco
es que allí se les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están menos
controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se les silencia por
completo.
Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada para que no haya reparado en
que no se está dando espacio a las opiniones de la oposición iraquí, aunque, en caso de
haber observado el hecho, si se hubiera formulado la pregunta ¿por qué?, la respuesta
habría sido evidente: porque los demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de
acuerdo con los presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les coloca en
fuera de juego.
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Veamos ahora las razones que justificaban la guerra. Los agresores no podían ser
recompensados por su acción, sino que había que detener la agresión mediante el recurso
inmediato a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro
motivo. Pero, ¿es posible que sea esta una explicación admisible?
¿Defienden en verdad los Estados Unidos estos principios: que los agresores no pueden
obtener ningún premio por su agresión y que esta debe ser abortada mediante el uso de la
violencia?
No quiero poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos, pero el caso
es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir podría rebatir estos
argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de
comunicación, en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que declaraban ante el
Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en entredicho la suposición de que los
Estados Unidos era fiel de verdad a esos principios.
¿Se han opuesto los Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se ha insistido, por
ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por
parte de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos y
medicinas? ¿Declararon la guerra?
Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no lastimó
nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra diplomacia discreta para acabar
concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se les concedió el puerto más
importante de Namibia y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad
nacional. ¿Dónde está ese famoso principio que defendemos? De nuevo: es un juego de
niños demostrar que aquellas no podían ser de ningún modo las razones para ir a la guerra,
precisamente porque nosotros mismos no somos fieles a estos principios.
Pero nadie lo hizo; esto es lo importante. Del mismo modo, nadie se molestó en señalar la
conclusión emergente de todo ello: que no había razón alguna para la guerra. Ninguna, al
menos, que un adolescente no analfabeto no pudiera refutar en dos minutos. Y de nuevo
estamos ante el sello característico de una cultura totalitaria.
Algo sobre lo que deberíamos reflexionar ya que es alarmante que nuestro país sea tan
dictatorial que nos pueda llevar a una guerra sin dar ninguna razón de ello y sin que nadie
se entere de los llamamientos del Líbano. Es realmente chocante.
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Justo antes de que empezara el bombardeo, a mediados de enero, un sondeo llevado a cabo
por el Washington Post y la cadena ABC revelaba un dato interesante. La pregunta
formulada era: si Iraq aceptara retirarse de Kuwait a cambio de que el Consejo de
Seguridad estudiara la resolución del conflicto árabe- israelí, ¿estaría de acuerdo? Y el
resultado nos decía que, en una proporción de dos a uno, la población estaba a favor. Lo
mismo sucedía en el mundo entero, incluyendo a la oposición iraquí, de forma que en el
informe final se reflejaba el dato de que dos tercios de los americanos daban un sí como
respuesta a la pregunta referida.
Cabe presumir que cada uno de estos individuos pensaba que era el único en el mundo en
pensar así, ya que, desde luego, en la prensa nadie había dicho en ningún momento que
aquello pudiera ser una buena idea. Las órdenes de Washington habían sido muy claras:
hemos de estar en contra de cualquier conexión, es decir, de cualquier relación diplomática,
por lo que todo el mundo debía marcar el paso y oponerse a las soluciones pacíficas que
pudieran evitar la guerra. Si intentamos encontrar en la prensa comentarios o reportajes al
respecto, solo descubriremos una columna de Alex Cockbum en Los Angeles Times, en la
que éste se mostraba favorable a la respuesta mayoritaria de la encuesta.
Seguramente, los que contestaron la pregunta pensaban estoy solo, pero esto es lo que
pienso. De todos modos, supongamos que hubieran sabido que no estaban solos, que había
otros, como la oposición democrática iraquí, que pensaban igual. Y supongamos también
que sabían que la pregunta no era una mera hipótesis, sino que, de hecho, Iraq había hecho
precisamente la oferta señalada, y que ésta había sido dada a conocer por el alto mando del
ejército americano justo ocho días antes: el día 2 de enero se había difundido la oferta
iraquí de retirada total de Kuwait a cambio de que el Consejo de Seguridad discutiera y
resolviera el conflicto árabe- israelí y el de las armas de destrucción masiva. (Recordemos
que los Estados Unidos habían estado rechazando esta negociación desde mucho antes de la
invasión de Kuwait). Supongamos, asimismo, que la gente sabía que la propuesta estaba
realmente encima de la mesa, que recibía un apoyo generalizado, y que, de hecho, era algo
que cualquier persona racional haría si quisiera la paz, al igual que hacemos en otros casos,
más esporádicos, en que precisamos de verdad repeler la agresión.
Si suponemos que se sabía todo esto, cada uno puede hacer sus propias conjeturas.
Personalmente doy por sentado que los dos tercios mencionados se habrían convertido, casi
con toda probabilidad, en el 98% de la población.
Y aquí tenemos otro éxito de la propaganda. Es casi seguro que no había ni una sola
persona, de las que contestaron la pregunta, que supiera algo de lo referido en este párrafo
porque seguramente pensaba que estaba sola. Por ello, fue posible seguir adelante con la
política belicista sin ninguna oposición.
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Hubo mucha discusión, protagonizada por el director de la CIA, entre otros, acerca de si las
sanciones serían eficaces o no. Sin embargo no se discutía la cuestión más simple: ¿habían
funcionado las sanciones hasta aquel momento? Y la respuesta era que sí, que por lo visto
habían dado resultados, seguramente hacia finales de agosto, y con más probabilidad hacia
finales de diciembre. Es muy difícil pensar en otras razones que justifiquen las propuestas
iraquíes de retirada, autentificadas o, en algunos casos, difundidas por el Estado Mayor
estadounidense, que las consideraba serias y negociables.
Así la pregunta que hay que hacer es: ¿Habían sido eficaces las sanciones?
¿Suponían una salida a la crisis? ¿Se vislumbraba una solución aceptable para la población
en general, la oposición democrática iraquí y el mundo en su conjunto? Estos temas no se
analizaron ya que para un sistema de propaganda eficaz era decisivo que no aparecieran
como elementos de discusión, lo cual permitió al presidente del Comité Nacional
Republicano decir que si hubiera habido un demócrata en el poder, Kuwait todavía no
habría sido liberado. Puede decir esto y ningún demócrata se levantará y dirá que si hubiera
sido presidente habría liberado Kuwait seis meses antes. Hubo entonces oportunidades que
se podían haber aprovechado para hacer que la liberación se produjera sin que fuera
necesaria la muerte de decenas de miles de personas ni ninguna catástrofe ecológica.
Ningún demócrata dirá esto porque no hubo ningún demócrata que adoptara esta postura, si
acaso con la excepción de Henry González y Barbara Boxer, es decir, algo tan marginal que
se puede considerar prácticamente inexistente.
Cuando los misiles Scud cayeron sobre Israel no hubo ningún editorial de prensa que
mostrara su satisfacción por ello. Y otra vez estamos ante un hecho interesante que nos
indica cómo funciona un buen sistema de propaganda, ya que podríamos preguntar ¿y por
qué no? Después de todo, los argumentos de Sadam Husein eran tan válidos como los de
George Bush: ¿cuáles eran, al fin y al cabo?
Tomemos el ejemplo del Líbano. Sadam Husein dice que rechaza que Israel se anexione el
sur del país, de la misma forma que reprueba la ocupación israelí de los Altos del Golán
sirios y de Jerusalén Este, tal como ha declarado repetidamente por unanimidad el Consejo
de Seguridad de las Naciones Unidas.
Pero para el dirigente iraquí son inadmisibles la anexión y la agresión. Israel ha ocupado el
sur del Líbano desde 1978 en clara violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad,
que se niega a aceptar, y desde entonces hasta el día de hoy ha invadido todo el país y
todavía lo bombardea a voluntad. Es inaceptable. Es posible que Sadam Husein haya leído
los informes de Amnistía Internacional sobre las atrocidades cometidas por el ejército
israelí en la Cisjordania ocupada y en la franja de Gaza. Por ello, su corazón sufre.
No puede soportarlo. Por otro lado, las sanciones no pueden mostrar su eficacia en Israel
porque los Estados Unidos vetan su aplicación, y las negociaciones siguen bloqueadas.
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¿Qué queda, aparte de la fuerza? Ha estado esperando durante años: trece en el caso del
Líbano; veinte en el de los territorios ocupados.
Este argumento nos suena. La única diferencia entre este y el que hemos oído en alguna
otra ocasión está en que Sadam Husein podía decir, sin temor a equivocarse, que las
sanciones y las negociaciones no se pueden poner en práctica porque los Estados Unidos lo
impiden. George Bush no podía decir lo mismo, dado que, en su caso, las sanciones parece
que sí funcionaron, por lo que cabía pensar que las negociaciones también darían resultado.
En vez de ello, el presidente americano las rechazó de plano, diciendo de manera explícita
que en ningún momento iba a haber negociación alguna.
¿Alguien vio que en la prensa hubiera comentarios que señalaran la importancia de todo
esto? No. ¿Por qué? Es una trivialidad. Es algo que, de nuevo, un adolescente que sepa las
cuatro reglas puede resolver en un minuto. Pero nadie, ni comentaristas ni editorialistas,
llamaron la atención sobre ello. Nuevamente se ponen de relieve los signos de una cultura
totalitaria bien llevada y se demuestra que la fabricación del consenso sí funciona.
Solo otro comentario sobre esto último. Podríamos poner muchos ejemplos a medida que
vamos hablando. Admitamos, de momento, que efectivamente Sadam Husein es un
monstruo que quiere conquistar el mundo —una creencia ampliamente generalizada en los
Estados Unidos. No es de extrañar, ya que la gente experimentó cómo una y otra vez le
martilleaban el cerebro con lo mismo: está a punto de quedarse con todo; ahora es el
momento de pararle los pies. Pero,
¿cómo pudo Sadam Husein llegar a ser tan poderoso? Iraq es un país del Tercer Mundo,
pequeño, sin infraestructura industrial. Libró durante ocho años una guerra terrible contra
Irán, país que en la fase posrevolucionaria había visto diezmado su cuerpo de oficiales y la
mayor parte de su fuerza militar. Iraq, por su lado, había recibido una pequeña ayuda en esa
guerra, al ser apoyado por la Unión Soviética, los Estados Unidos, Europa, los países árabes
más importantes y las monarquías petroleras del Golfo.
Y, aun así, no pudo derrotar a Irán. Pero, de repente, es un país preparado para conquistar el
mundo. ¿Hubo alguien que destacara este hecho? La clave del asunto está en que era un
país del Tercer Mundo y su ejército estaba formado por campesinos, y en que —como
ahora se reconoce— hubo una enorme desinformación acerca de las fortificaciones, de las
armas químicas, etc.; ¿hubo alguien que hiciera mención de todo aquello? No, no hubo
nadie. Típico.
Fíjense que todo ocurrió exactamente un año después de que se hiciera lo mismo con
Manuel Noriega. Este, si vamos a eso, era un gángster de tres al cuarto comparado con los
amigos de Bush, sean Sadam Husein o los dirigentes chinos, o con Bush mismo. Un
desalmado de baja estofa que no alcanzaba los estándares internacionales que a otros
colegas les daban una aureola de atracción.
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Aun así, se le convirtió en una bestia de exageradas proporciones que en su calidad de líder
de los narcotraficantes nos iba a destruir a todos. Había que actuar con rapidez y aplastarle,
matando a un par de cientos, quizás a un par de miles, de personas, devolver el poder a la
minúscula oligarquía blanca —en torno al 8% de la población
— y hacer que el ejército estadounidense controlara todos los niveles del sistema político.
Y había que hacer todo esto porque, después de todo, o nos protegíamos a nosotros
mismos, o el monstruo nos iba a devorar. Pues bien, un año después se hizo lo mismo con
Sadam Husein. ¿Alguien dijo algo? ¿Alguien escribió algo respecto a lo que pasaba y por
qué? Habrá que buscar y mirar con mucha atención para encontrar alguna palabra al
respecto.
Démonos cuenta de que todo esto no es tan distinto de lo que hacía la Comisión Creel
cuando convirtió a una población pacífica en una masa histérica y delirante que quería
matar a todos los alemanes para protegerse a sí misma de aquellos bárbaros que
descuartizaban a los niños belgas. Quizás en la actualidad las técnicas son más sofisticadas,
por la televisión y las grandes inversiones económicas, pero en el fondo viene a ser lo
mismo de siempre.
Parece que la única alternativa está en servir a un estado mercenario ejecutor, con la
esperanza añadida de que otros vayan a pagarnos el favor de que les estemos destrozando el
mundo.
Estas son las opciones a las que hay que hacer frente. Y la respuesta a estas cuestiones está
en gran medida en manos de gente como ustedes y yo.
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