4-SANAGUSTIN
4-SANAGUSTIN
4-SANAGUSTIN
Agustín de Hipona nace en Tagaste, en la actual Argelia en el año 354, siendo hijo de
un pagano y una cristiana, Santa Mónica. Formado en el cristianismo, pasó varios
años alejado de la doctrina cristiana, viviendo una vida de placer, hasta que la lectura
de Cicerón le llevó a plantearse la necesidad de la búsqueda del conocimiento y de la
espiritualidad. Se adhirió entonces al maniqueísmo donde vio una solución al problema
del mal y de las pasiones. Tras el maniqueísmo, Agustín se hizo escéptico, y más
tarde al marcharse a vivir a Milán, conocería al obispo Ambrosio, cuyos sermones le
llevarían al estudio de la obra del neoplatónico Plotino y a su posterior conversión al
cristianismo.
En el 387 recibe el bautismo cristiano e inicia una intensa actividad literaria. En el 391
es nombrado sacerdote y cuatro años más tarde, obispo de Hipona. El saqueo de
Roma por los godos (410) llevó a Agustín a escribir su obra capital: “La Ciudad de
Dios”, una defensa del cristianismo. Murió en Hipona en el año 430, mientras la ciudad
era atacada por los vándalos.
Dentro de la patrística hay tres etapas: período inicial, abarca a los padres
apostólicos, los apologistas y las primeras escuelas cristianas; período de
apogeo, desde el Concilio de Nicea (325) hasta León Magno (461) en este
etapa destaca la figura de S. Agustín; período de decadencia, en Oriente
hasta Juan Damasceno y en Occidente hasta Isidoro de Sevilla.
De los escépticos tomó el concepto de duda, para afirmar que existe la verdad. Se
puede dudar de todo, pero no del hecho de dudar. Esta afirmación lleva implícita la
paradoja del propio escepticismo, que además presenta la verdad de un modo vacío
pues no dice en qué consiste la verdad.
Del neoplatonismo de Plotino, toma la noción del Uno del que todo emana, incluido
el hombre, que posee un alma y un cuerpo que es cárcel del alma. La verdad está en
lo Uno, que Agustín identifica con Dios, salvaguardando el concepto de creación frente
al de emanación del platonismo, en relación con el mundo, el ser humano y el alma
humana. También su doctrina del mal se halla influida por el neoplatonismo: el mal es
ausencia de bien y no tiene realidad ontológica (no es realidad).
San Agustín no se preocupa de marcar fronteras entre fe y razón, sino que considera
que ambas tienen como misión el esclarecimiento de la verdad única que no es sino la
verdad cristiana. Razón y fe, filosofía y religión se funden en un único concepto que
lleva a la Verdad, la Sabiduría y la Felicidad. La fe es un don de Dios y la razón
humana es imagen de Dios, siendo la razón una colaboradora de la fe, la razón ayuda
al hombre en su camino hacia la fe. “Comprende para creer y cree para comprender”.
Para San Agustín es posible conocer la verdad. Argumenta que la mente humana es
capaz de juzgar cosas bellas, justas o buenas y ello es posible porque las ideas de
belleza, justicia o bondad son anteriores a las cosas mismas.
¿De dónde proceden entonces estas ideas? Estas ideas no proceden del mundo
sensible, porque las cosas del mundo sensible son cambiantes y lo cambiante no
puede ser el fundamento de la verdad. Tampoco pueden proceder del entendimiento
humano, que es limitado y sólo las descubre. Estas ideas tampoco se descubren por
reminiscencia, pues ello supondría que el alma es eterna, lo que es incompatible con
el creacionismo cristiano.
La única explicación se halla en admitir que estas ideas están en Dios y Dios
interviene en el alma humana iluminándola y así la mente humana puede descubrir
estas ideas y obtener con ellas la verdad. La iluminación se hace patente al hombre
mediante la autorreflexión, como recogimiento interior del hombre sobre sí mismo,
evitando los placeres sensitivos para así encontrar a Dios en su alma. Dios posee en
sí toda la verdad y la participa a la mente humana mediante esa iluminación. San
Agustín convierte las Ideas platónicas en pensamientos de Dios y sustituye la
reminiscencia por iluminación. Para San Agustín solo el alma que emprende ese
proceso de interiorización y de purificación podrá conocer las ideas.
San Agustín utiliza diversas metáforas (sol inteligible, maestro interior) para designar la
trascendencia de Dios con respecto al ser humano. Pero la designación más precisa
es la de Dios como el ser sin más, el único a quien corresponde plenamente la
esencia en tanto que solo Él es inmutable y eternamente idéntico; solo Él es
propiamente.
San Agustín descubre a Dios como una realidad plena, superior y distinta del mundo.
Dios es eterno, es el ser necesario que no está sujeto ni al espacio ni al tiempo y crea
todas las cosas de la nada. La creación del mundo es atemporal y el tiempo empieza
con ella. La creación procede de la nada porque Dios supone la posibilidad de
existencia de la contingencia, las cosas creadas son contingentes porque han sido
creadas por Dios, no han existido por un proceso necesario. La creación es un acto
voluntario de Dios.
Para explicar la aparición de las diversas formas de vida en la creación, San Agustín
recurre a la doctrina de las razones seminales de los estoicos: Dios posee en sí las
ideas ejemplares de todas las cosas, que son las formas o esencias. Al crear, en esa
materia está la semilla de todo lo que germinará posteriormente. La evolución del
mundo es la actualización de esa potencialidad y no una acumulación temporal de
actos distintos de creación por parte de Dios.
Una creación en la que la criatura recibe lo que es propio de Dios (el ser) es una
creación buena, ya que por medio de las razones seminales reproduce en la materia
los modelos presentes en el intelecto divino. La deficiencia y el límite de la bondad de
la criatura proviene de la materia que la constituye y del límite de todo ser natural,
finito. De este modo el mal no proviene de Dios, no siendo otra cosa que el no-ser.
El mal es privación de ser, no-ser y por tanto no existe.
El hombre está compuesto de dos sustancias distintas: una espiritual, el alma y otra
material, el cuerpo, que es instrumento del alma y sus operaciones. Sin embargo,
ambos han sido creados por Dios y por tanto el cuerpo, también es algo bueno.
El alma es principio de conocimiento, inmortal pero no eterna, al haber sido creada por
Dios. Su inmortalidad es explicada, en tanto es espiritual y por tanto simple, carece de
partes. Lo que no tiene partes no puede descomponerse y por tanto, perecer.
La explicación del origen del alma no es clara en San Agustín. Si Dios crea el alma
con ocasión del nacimiento de un nuevo ser, ello implicaría que Dios crea el alma con
el pecado original, pero eso es una contradicción pues Dios no es causa del mal. Si
crea las almas sin pecado original, no cabría hablar de redención, como perdón del
pecado original con la muerte y resurrección de Jesucristo. Otra explicación sería el
traduccionismo, como doctrina que habla del alma creada a partir del alma de los
padres.
San Agustín evita estas dificultades desarrollando un análisis del alma, en base al
modo psicológico, sustentando la realidad del yo como inteligencia para conocer,
voluntad para amar y memoria para preservar su identidad. El alma humana es
presentada así como una realidad intermedia entre lo inmutable y lo mutable, que con
la razón superior se comunica con la divinidad y con la razón inferior informa al cuerpo
y se relaciona con la mutabilidad. La razón superior tiene como objeto la sabiduría
mientras la razón inferior tiene como objeto la ciencia.
A causa del pecado, los seres humanos tienden hacia el mal, pero es posible superar
esta tendencia y encontrar a Dios. La máxima que resume la moral agustiniana es el
precepto del amor por encima de cualquier deseo: “Ama y haz lo que quieras”.
El ser humano se deja llevar fácilmente por deseos materiales y sensoriales (cupiditas)
cuando lo que le salvará es otro tipo de deseo inspirado en el amor cristiano (caritas).
Para superar el apego excesivo y desordenado a lo material y sensible se requiere un
esfuerzo de ascesis y autoconocimiento, que requiere de la ayuda de la gracia divina.
La libertad es la elección del bien con ayuda de la gracia divina, mientras que el libre
albedrío es la capacidad de elección del bien o del mal. Por el pecado original, el
hombre siente la debilidad de las pasiones y es capaz del mal; por la gracia, es capaz
del bien. La elección del bien y la ayuda de la gracia se complementan.
El libre albedrío implica así, que el ser humano también es libre para elegir el mal. Esto
se halla vinculado con la solución que ofrece San Agustín al problema de la
presencia del mal en el mundo. San Agustín afirma el no-ser del mal ya que este no
tiene una realidad sustancial sino que es ausencia de bien, por tanto como es no-ser
no ha sido creado por Dios. El mal así entendido es un mal metafísico.
Existe también un mal moral, el pecado, que es consecuencia del pecado original.
Este mal procede del libre albedrío del hombre y por tanto, tampoco es atribuible a
Dios. Finalmente plantea un tercer tipo de mal, el mal físico, que se refiere a
situaciones como las enfermedades, el dolor y sufrimiento y la muerte. Este mal es
consecuencia del mal moral y es apariencia de mal, pues estas situaciones descritas
permiten al hombre purificarse para así asemejarse a Cristo, que sufrió por todos los
hombres.
Para San Agustín el pecado de Adán fue el libre rechazo de Dios y por tanto, la libre
elección del no-ser, de la muerte, de sí mismo (amor sui). La humanidad entera queda
así sometida al demonio y es incapaz de mérito por sí misma. Está destinada a la
condenación eterna.
Para San Agustín, existe un logos divino que gobierna el mundo, es la ley divina, a la
que hay que someterse aunque no se entienda, aceptando que cualquier mal o
desgracia que nos ocurre es un castigo divino. El hombre es una criatura de Dios a
quien debe dar cuenta de sus actos. La política representa la lucha que se da en el
individuo entre la cupiditas y la caritas o entre el mal y el bien. La historia de la
humanidad responde así al dilema de vivir según una visión del hombre y de la
sociedad meramente terrena o vivir según una dimensión divina.
Igual que a nivel individual se puede vivir siguiendo el amor propio, el pecado, o por el
amor a Dios, la beatitud, las sociedades se pueden fundar siguiendo uno de estos
criterios. Son estos tipos de amores los que fundan dos ciudades contrapuestas: la
ciudad terrenal y la ciudad celestial. Se trata de dos ciudades alegóricas que
conviven en la misma sociedad: la ciudad terrenal como imagen de la forma de vida
fundamentada en el amor propio y la ciudad celestial como imagen de la forma de
vida fundamentada en el amor a Dios que espera su culminación en el más allá.
Para San Agustín la división entre dos ciudades no equivale a una separación absoluta
entre Iglesia y Estado ya que pueden existir personas de la Iglesia que pertenecen a la
ciudad terrenal y personas terrenales que están llamadas a la salvación. El Estado
debe procurar la paz y no contradecir las leyes de Dios. Los cristianos deben
aprovechar la paz para prepararse para la vida eterna, obedeciendo las leyes de la
vida en sociedad. La paz es el fin último o bien supremo de las dos ciudades. La razón
por la que la paz es un bien en sí misma es que el hombre por naturaleza es un ser
social y también por naturaleza busca la paz. Incluso los que hacen la guerra, dice San
Agustín, lo hacen tratando de conseguir la paz, pues lo que buscan es la victoria y con
ello, la instauración de la paz. La diferencia entre las dos ciudades en relación a la
paz, es que mientras que la ciudad terrena busca la paz como un fin en sí mismo, la
ciudad celestial la busca como un medio para alcanzar la paz eterna, la redención.
La historia así entendida ofrece una explicación filosófica acorde con los designios de
Dios y de su providencia. Dios respeta la libertad del hombre, pero no es un ser ajeno
a los problemas de la humanidad.