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Cristal Avellaneda:

Obreros de otra clase


Publicada hace 17 años el 03/06/2007

Es una de las cientos de fábricas gestionadas por sus trabajadores


que pudieron producir a partir de la nada, literalmente. En Cristal
Avellaneda, esta batalla comenzó con un par de escobas, siguió
con la reconstrucción de los hornos y avanza hoy con 110 personas
que tienen una misma convicción: no bajar los brazos.

Por Sergio Ciancaglini. La pregunta podría ser: ¿cuánto dura toda


la vida? Para llegar a alguna respuesta, la secuencia atraviesa
primero Avellaneda, que sigue siendo en buena parte un museo de


la industria arrasada por alguna guerra económica, con galpones
vacíos, ventanas rotas, calles desiertas. Al 2000 de Hipólito
Yrigoyen hay un edi cio enorme. Conviene mirar hacia arriba: se ve
un relieve en piedra, fechado en 1941, que representa el trabajo de
obreros perfectos, grises e impávidos. Más arriba hay un cartel que
remonta a un pasado más reciente –los 60 y los 70- con una
esperanza propia de muchos productos ideológicos, culturales y
políticos de esa época: “Durax toda la vida”.
Cuando se abre el portón azul se ingresa a una ciudad con edi cios
y calles angostas que ocupan cuatro hectáreas, con 60.000 metros
cubiertos. Hay surtidores de nafta en desuso y un camioncito de los
años 50 –sin puertas, resucitado con paciencia y con alambres-
trasladando materiales entre los edi cios de la planta.
Aparecen algunos de los trabajadores, muy distintos a los del
relieve. No son impávidos, ni grises. Son personas orgullosas y
amables que introducen a una aventura: “Cuando pudimos entrar,
en el año 2002, nos quisimos morir. La fábrica estaba destruida, se
habían robado casi todo: las matrices, las herramientas, las
computadoras”, explica Osvaldo Donato, pelo corto, bigotito bajo la
nariz, sonrisa tímida. ¿Quién había cometido el robo? Osvaldo
pone los brazos en jarra, arquea velozmente las cejas y precisa:
“Los patrones, apoyados por el sindicato”. Osvaldo tiene un aire de
Carlitos Chaplin: “Mis compañeros me dicen que me faltan el
bastón y el sombrerito”.

Escenas del futuro


La fábrica alberga zonas oscuras y silenciosas. Una escenografía
de máquinas latentes, vidrios rotos en el techo y un aspecto de esa
fundición del nal de la primera Terminator. El resto es una especie
de volcán de hornos llameantes, artefactos que escupen vidrio
incandescente, una lava que émbolos y prensas aplastan a golpes
sobre matrices con forma de vasos y platos. Y todo se va
cocinando sobre cintas que se mueven sobre in nitas hornallas. Es
literalmente un terremoto: el piso tiembla con cada trompada
mecánica, una percusión atronadora que jamás –jamás- se
detiene. “Este ruido lo extrañábamos” grita Osvaldo, con una
sonrisa de felicidad que Chaplin solo tenía cuando podía darle un
beso a una chica. La fábrica y esta música de metal pesado suena
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todos los días, todo el día, salvo en Navidad y Año Nuevo cuando
de todos modos se mantienen los hornos encendidos, sólo que no
a 1.500, sino apenas a 800 grados. El fuego nunca se apaga.
Osvaldo y Miguel Morronnielo señalan una zona donde cientos de
platos van girando de a uno como en una danza expuesta a miles
de pequeñas llamas y culminan bajo un chorro de aire frío. Cuentan
un secreto: “Eso no lo hacen ni siquiera los monopolios, para
achicar gastos. Es un paso industrial más, pero permite que lo que
estamos produciendo tenga verdadera resistencia. El secreto es el
templado del material”. La relación entre resistencia y temple no
debería gurar sólo en los manuales sobre cristalería. Miguel es un
hombre de 59 años que parece curtido en la piel y en el alma. En
cine dirían: un duro. “Yo me jubilé, pero vine para aportar lo que
pueda. Aquí están mis compañeros. Pateamos para el mismo lado.”
Saluda dándome la mano izquierda, con una elegancia austera.
Osvaldo luego me sorprenderá al hacerme notar un detalle
arqueando las cejas y diciendo “¿Te diste cuenta?”. Estas
máquinas capaces de manejar cristales con delicadeza de orfebre,
son capaces también de arrancarle el brazo a un hombre como
Miguel. Ocurrió cuando la empresa era privada. Se jubiló y ahora
volvió con sus compañeros. Tiene un brazo ortopédico. Lo noto
cuando se va fumando, con la mano izquierda.

Un león vendiendo Durax


La historia indica que la fábrica nació en 1896 y se automatizó en
los 40. En los 60 comenzó la producción seriada de vajilla templada
que se popularizó al in nito bajo el eslogan “Durax, toda la vida”.
Un aviso televisivo mostraba a un vendedor que rompía decenas
de platos para demostrarle a una señora cuáles convenía comprar.
Lo echaban, pero el tipo se iba fanfarroneando: “Soy un león
vendiendo Durax”. La empresa llegó a ocupar a 900 obreros,
exportaba a 20 países, tenía maquinarias y matrices para fabricar
una variedad de unos 1.500 productos, incluyendo artesanías en
cristal.
En los 90 empezó otra historia. “Ya en el 94 nos redujeron el sueldo
a la mitad y al que no le gustaba, se iba” cuenta Jerónimo Niz. “Te
imaginás: gente que había estado aquí siempre no iba a irse
dejando el trabajo y la indemnización.” De todos modos, la planta
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empezó a achicarse mientras la empresa, menemismo mediante,
organizaba el vaciamiento y la quiebra. Jerónimo: “Hicieron lo
siguiente: inventaron otra empresa, con dos escritorios, un teléfono
y un galpón. Supongamos que los vasos tenían un costo de 20
centavos, y se vendían en el mercado a 60. Bueno: esta empresa
fantasma, compraba toda la producción de Cristalux a 25 centavos
y los vendía a 60”. Otro paso que cuenta Jerónimo: “Bastardearon
el producto, no usaban la materia prima que tenían que usar,
plani caron todo para fundir a la empresa”.
Lo lograron. Cristalux fue a la quiebra en 1999 y en diciembre de
2000 cerró. “Me enteré primero, porque entraba a las 4 de la
mañana” cuenta Osvaldo. Se fueron congregando detrás suyo 400
hombres y mujeres con la sensación de que ese portón azul
cerrado era, en realidad, la entrada abierta al abismo. Conviene
recordar: era la época de la recesión pura, de la desocupación
masiva. La Alianza de radicales y progresistas, redondeando la
destrucción menemista.
Los trabajadores con aron en el gremio, con aron luego en obtener
los salarios adeudados y la indemnización, con aron en encontrar
otro trabajo. Todo se rompió, como cristales que ya no duraban
nada.
En el año 2002 los vecinos les advirtieron que la fábrica estaba
siendo secretamente desmantelada. Osvaldo: “Fuimos llamando y
visitando a cada compañero. Nos juntamos el 25 de mayo de ese
año, y dijimos: tenemos que quedarnos para que no nos sigan
robando”. Instalaron una carpa en la puerta de la fábrica, mientras
pedían al juzgado de la quiebra la habilitación para ingresar.
“Solamente nos apoyaba un grupo de viejitos de La Plata y Fecotra
(Federación de Cooperativas de Trabajadores, que les brindó
asesoramiento legal). Algunos teníamos subsidios para
desocupados que duraron unos meses”, dice Osvaldo.

Lo que los empresarios no roban


No quisieron ocupar la fábrica sino esperar la autorización judicial,
que llegó en julio de 2002. “Fue una alegría, pero cuando vimos lo
que había quedado nos vinimos abajo.” De los moldes y matrices
para 1.500 productos, quedaban sólo unos 15. Para que se tenga
una noción: una moldería y el juego de automatización para hacer
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un determinado modelo de plato, cuestan arriba de 40.000 pesos.
“Apuntaron a llevarse lo más caro, pero habían hecho algo peor:
apagaron los hornos. Los que trabajamos en esto sabemos lo que
signi ca: cuando lo apagás con vidrio adentro, matás al horno,
porque el vidrio se convierte en una piedra”.
¿Qué hicieron ante todo ese panorama? Luego de una recorrida
azorada por las entrañas del gigante muerto, Osvaldo vio algo que
la patronal y el sindicato habían omitido del saqueo. Los
empresarios no roban escobas. Osvaldo la tomó, arqueó
velozmente las cejas y empezó a barrer. Se sumaron otras escobas
y, con ese acto, empezaron la inconcebible tarea de reactivar el
lugar. Nadie podía imaginar que con ese pequeño gesto, las 60
personas que decidieron quedarse estaban declarando
formalmente una batalla colectiva contra la resignación. “Habíamos
oído que había otras fábricas que se organizaban como
cooperativas. Así que armamos la nuestra: Cristal Avellaneda”, dice
Jerónimo. “Estuvimos casi un año limpiando, tratando de
reconstruir esto sin cobrar un peso”. No hay metáfora: Osvaldo, por
ejemplo, no tenía ni un peso para viajar en colectivo. “Me venía en
bicicleta: 74 cuadras de ida y 74 de vuelta. Las conté y todo. Hoy
sé que viajar en colectivo es un lujo”. Varios de sus compañeros ni
siquiera tenían bicicleta, así que caminaban kilómetros para ir a la
planta. Vendieron cartones, chapas, chatarra, o los canjeaban por
comida. “Debajo de las máquinas encontrábamos vidrios rotos que
vendíamos a algunas fábricas de cristal de la zona por unos pesos,
y también encontramos platos, vasos que van quedando de
descarte. Los limpiábamos, los metíamos en cajones de manzanas,
y salíamos a hacer el trueque por verdulerías, panaderías,
carnicerías.” La idea era que, al menos, hubiera algo que comer.
“Estábamos como en la edad de las cavernas. ¿Sabés por qué?
(se toca el estómago) Por el hambre y el frío”. Tránsito Ricardo es
otro de los trabajadores que volvió a la planta: “Lo que pasa es que
es distinto contarlo que vivirlo. Se me pone la piel de gallina de
acordarme, y tenés que tener… esto” dice arqueando las manos a
la altura de los pantalones.
Jerónimo mira una de las máquinas en medio del estruendo, y grita
para hacerse oír: “Para mi fue una decisión muy dura. Yo tenía un
buen trabajo de maestro mayor de obras, y en un momento tuve
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que elegir. Me costó mucho. Me costó mi familia”. Jerónimo se
separó de su mujer. Osvaldo luego explica: “El tema es que llegás
a tu casa y alguna moneda para el mor tenés que llevar”.
¿Y por qué un obrero que tenía trabajo en medio del océano de la
desocupación, eligió quedarse en la cooperativa?

Jerónimo: “Yo sentía que éste era mi lugar, es como un bichito. Y


no es cuestión de hablar de política, pero uno lo lleva adentro:
mostrar que la gente trabajadora puede manejar una empresa,
puede perfeccionarse, educarse. Yo al principio perdí quedándome,
pero la meta era ganar, y ganar todos juntos”.

O sea: Jerónimo sufrió una mutilación familiar, pero tomó su


decisión y la asume. Detrás suyo pasa Miguel, fumando con su
mano izquierda. Nunca mencionó el tema de su brazo. En Cristal
Avellaneda pasa algo raro en comparación con otros territorios:
nadie se queja.

Fecundación in vitro
Mientras tanto, decidieron construir, solos, sin créditos, sin
subsidios, rescatando ladrillos que iban encontrando, un pequeño
horno de 500 kilos en el que empezaron a hacer ceniceros
soplados, que Osvaldo y sus compañeros salían a vender en
bicicleta. Los que crean que soplar y hacer botellas es fácil,
deberían visitar este lugar. Los trabajadores deben tomar la masa
incandescente con una vara hueca, darle una forma redondeada
para que no caiga, y soplarla haciéndola girar sobre un molde que,
a su vez, gira frenéticamente. Todo un malabarismo a centímetros
del fuego.
En cuanto comenzaron a producir, recibieron el apoyo de algunos
viejos clientes de Cristalux, bazares sobre todo, que les compraban
el producto. “Ellos también estaban contra la pared porque
quedaron en manos el monopolio Rigoleau, que a su vez fue
comprado por la familia Cattorini que maneja todo el mercado de
envases”, narra Osvaldo. Así, pudieron empezar a cobrar: “Como
cooperativa no recibimos salario sino un anticipo de retorno. Al
principio 10 ó 20 pesos por semana, para nosotros era una hazaña”
explica Osvaldo. Se lanzaron a recuperar el horno de diez
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toneladas y rescataron una prensa para hacer platos: pero no
encajaban uno con la otra. Como en una fecundación, el vidrio
incandescente necesita una inclinación para uir desde el horno
hacia la prensa y era imposible ajustar las dos partes del proceso.
Osvaldo todavía se asombra: “No le encontrábamos la vuelta,
hasta que decidimos hacer un trabajo egipcio. Como no podíamos
levantar el horno (tiene el tamaño de una habitación) bajamos el
piso e instalamos la prensa un metro y medio más abajo. Ahí
pudimos trabajar”.
Hoy no usan ese horno “egipicio” porque tuvieron que
desmantelarlo en parte para reconstruir el gran horno de 43
toneladas, y automatizar todo el proceso, pero lo muestran como
uno de sus grandes orgullos: pudieron romper los límites, incluso
sobre los que creían estar parados.

Datos sin patrón


Pasa Manuel Verón, 63, que trabaja aquí hace más de 40 años.
¿Es mejor trabajar con patrón o en cooperativa? Cuando habla no
hay discurso; hay palabras: “Ahora es mejor. Antes me dirigían.
Ahora nos cambió la vida. Hablamos, nos pedimos opiniones y
decidimos nosotros lo que vamos a hacer”. Un dato económico que
aporta Jerónimo: “Estamos en un promedio de 1.000 pesos por
mes, porque todavía nos falta remontar mucho. Hay diferencias
entre alguien que trabaja en depósito o en un horno, pero no son
las que había en la sociedad anónima, donde los obreros ganaban
800 y los gerentes 8.000. Acá, si hay diferencias, son chicas”.
Recién después de mucho tiempo, cuando ya estuvieron
funcionando, recibieron algún apoyo o cial. En un país que
subsidia a la petroleras, las mineras y a las privatizadas, por poner
sólo algunos ejemplos, una cooperativa como Cristal Avellaneda
recibió 450 toneladas de vidrio de parte del Ministerio de Trabajo. Y
el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (inaes)
cumplió su función al aprobar un subsidio de 300.000 pesos
destinado a compra de materia prima. “Es lo único, y nos vino muy
bien” reconoce Osvaldo; el dato es cómo ese apoyo permitió que la
cooperativa generase nuevos empleos. De los 60 que habían
ingresado, hoy ya son 110 los asociados. Jerónimo: “No queremos
que nos regalen nada. Lo que necesitaríamos es créditos blandos
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para recuperar otro horno. Son dos millones de pesos, que
podríamos empezar a pagar apenas el horno esté funcionando”.
¿Cuál es la fortaleza de esta experiencia? Osvaldo habla del
producto: “Hacemos la mejor vajilla, pero recién le pusimos la
marca Durax cuando pudimos restablecer la fórmula exacta de
fabricación, que es secreta”. El secreto, se sabe, está en el
contenido y no en la apariencia. “Estamos en todos los bazares, y
en varios supermercados.” Ya hicieron varias exportaciones a
Brasil, Bolivia, Chile y próximamente, Paraguay. Y el gran objetivo,
o el gran sueño, es recuperar el otro horno hoy destruido, que les
permitiría triplicar la producción y llegar a 500 puestos de trabajo.
¿Cuál es la debilidad? Osvaldo no habla del mercado, sino de ellos
mismos: “Hay una palabra muy castigada que es conciencia. Para
mí es importante. No tenemos que caer en la inercia de la sociedad
anónima, que es char, trabajar y listo”. Agarra una columna: “Esto
es nuestro, hay que entenderlo”. La inercia de las sociedades
anónimas es un tanto zombi. “Pero no es bueno tomar conciencia
sólo si te golpeás. Acá hay un calor humano, un compañerismo.
Qué sé yo, ves la parte humana del otro, que está peleándola con
vos”. Cuando se le pregunta cuál es la principal característica de
trabajar sin patrón, Osvaldo usa una palabra que jamás suele
aplicarse a cuestiones laborales: “Lo principal es la libertad. Que no
es hacer cualquier cosa, sino decidir juntos qué es lo que
queremos hacer”. Es difícil saber cuánto dura toda la vida, pero en
Cristal Avellaneda, al menos, se percibe que eso ocurre mientras
hay llamas encendidas, escobas a mano, capacidad de inventar
soluciones, resistencia a la resignación y esa fórmula secreta que
aquí llaman libertad. Osvaldo completa lo que estaba diciendo: “Y
yo sé que lo que quiero hacer con los demás muchachos es algo
que aprendí acá: nunca bajar los brazos
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FaSinPat: A 20 años de la
recuperación de Zanon
A 20 años de la histórica ocupación y puesta en marcha de la
fábrica Zanon tras el abandono de la patronal, repasamos un poco
de la historia de esta lucha.
Por Izquierda Web -
1 octubre, 2021
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FASINPAT (Fábrica Sin Patrones) fue el nombre con el que


bautizaron los obreros ceramistas la empresa Zanón a la hora
de ponerla a producir con sus propias manos, en el marco del
abandono por parte de la patronal en medio de la crisis del
2001.

Producto de la creciente conflictividad por las provocaciones


patronales, con intentos de despidos y malas condiciones de
trabajo, crecían los reclamos y la organización obrera en la

cerámica. En el 2000 es recuperado el sindicato por parte del
sector combativo que ya había conquistado la interna de la
planta, y se logran frenar varios despidos. La conflictividad
alcanza su punto más alto con la muerte del trabajador Daniel
Ferrás, de 21 años, en julio del 2000, que se descompensó en la
línea de producción sin contar la fábrica con una atención de
salud mínima. Esto desató la bronca e indignación de los
trabajadores que iniciaron una huelga que incluso se extendió
desoyendo la conciliación obligatoria, marcando un triunfo
para los trabajadores, que lograron la instalación de medidas
de seguridad y la desestimación del preventivo de crisis
presentado por la empresa al Ministerio de Trabajo.

En el 2001, con el recrudecimiento de la crisis económica en el


país, la empresa comienza a pagar los salarios en cuotas, a
adeudar quincenas y dinero a proveedores de materiales,
además de amenazar con el cierre inminente de la empresa. El
30 de septiembre los trabajadores tomaron la planta por la
noche impidiendo al otro día (1° de octubre) el ingreso de los
gerentes, como medida para evitar que apagaran los hornos
(cerrando la planta definitivamente). La Justicia ordenó en
cuatro oportunidades el desalojo, pero los trabajadores
resistieron la medida y mantuvieron el control de la planta.
Meses después la empresa presneta formalmente el cierre y
despido masivo de los 380 trabajadores. La fábrica queda
formalmente abandonada por la patronal, comienza una nueva
etapa en la historia de Zanón.

En marzo del 2002 los trabajadores ponen a producir la planta,


organizándose de manera autónoma, dando inicio a la
experiencia de gestión obrera más importante de las últimas
décadas en nuestro país. El 8 de abril de 2003 la Gendarmería
intentó (sin éxito) por última vez el desalojo de los
trabajadores. Los obreros estaban atrincherados dentro de la
planta, organizados para resistir el desalojo violento con
gomeras y armas caseras, con comisiones de seguridad. Por
fuera se congregaron amplios sectores para evitar la represión,
partidos políticos de izquierda, organizaciones sociales,
estudiantes, docentes y vecinos de Neuquén. Finalmente la
orden se suspendió, fracasando el intento de derrotar por la
fuerza este importante proceso de lucha. La gestión obrera
estaba consolidada y rodeada del apoyo y solidaridad de la
población.

Crisis del 2001, surge un nuevo activismo


A fines del 2001 la crisis económica nacional era agudísima,
con un 20% de desocupación, crecía la bronca de los
trabajadores y sectores populares. Los movimientos de
desocupados eran la vanguardia combativa del proceso, junto
con los sectores de clase media empobrecidos, girados a la
izquierda por el descontento con la situación económica y
política, y la licuación de sus ahorros con el corralito y la
devaluación. Los trabajadores ocupados temían ser despedidos,
en este sentido, jugó un rol de contención a su bronca la alta
tasa de desocupación.

La «rebelión » que echó a De la Rúa en diciembre del 2001 al


grito de «que se vayan todos, que no quede ni uno solo» tuvo
principalmente un contenido social popular, pero no obrero.
Surgieron asambleas y organismos de autodeterminación
democrática de los vecinos y el pueblo, crecieron
organizaciones de desocupados, hubo piquetes, movilizaciones
masivas y cortes de ruta, pero no intervino la clase obrera con
centralidad en el proceso, no hubo huelgas generales ni
coordinadoras obreras.

En contraste, o más bien como excepción en el proceso, la


experiencia de las fábricas recuperadas, aunque claramente
muy poco extendida nacionalmente, fue obra de los
trabajadores mismos. Representó un sector de la vanguardia
obrera que, al calor de la rebelión popular del 2001, supieron
dar una respuesta sumamente progresiva a su situación, en el
contexto de la crisis y el cierre de sus plantas. Junto con la
izquierda revolucionaria, supieron además inspirar y coordinar
a sectores populares amplios para la defensa de sus puestos de
trabajo, resistiendo los ataques del gobierno y la patronal y
aportando con su experiencia al proceso de recomposición
obrera que se abriría a partir del 2001, quedando en el
imaginario de una amplia vanguardia de luchadores y nuevos
activistas.

Los trabajadores «sí pueden»


El ahogo financiero que el gobierno del MPN y los gobiernos
nacionales negándoles subsidios y préstamos necesarios para
renovar la maquinaria, reclamo que sostiene FASINPAT hace
años, expresan en definitiva el intento por parte de la burguesía
de ahogar económicamente esta experiencia obrera,
escarmentando a los trabajadores por cometer el «pecado» de
violar la propiedad privada capitalista. Los gobiernos
provinciales y nacionales buscan «demostrar» al conjunto de la
clase obrera que «no puede» salirse de las reglas del juego del
capitalismo, que una fábrica sin patrones está condenada a la
quiebra y sus trabajadores al hambre, y que así ha sido siempre
y siempre así será. Pérfidas mentiras para ocultar el miedo que
les produce la autodeterminación y lucha de la clase
trabajadora, verdadera fueza social que «sí puede» poner en
riesgo su poder y sus privilegios.

FASINPAT parte de la herencia de la rebelión popular, como


muestra de la potencialidad de la organización obrera frente a
la crisis y los despidos, y por eso no hay posibilidad de
colaboración alegre con el gobierno provincial o nacional. No
hay «convenio, subsidio o apoyo» que no se consiga con la
lucha, o producto de una concesión del gobierno por el miedo
a lo que esta experiencia puede representar para el conjunto de
la clase obrera.

La salida es la estatización bajo control


obrero
La fábrica venía de una delicada situación económica durante
el gobierno de Macri, que se agravó por la caída de la actividad
en la construcción y el tarifazo de los servicios. Hoy, la
pandemia y la crisis en curso agravan aún más la situación de
los ceramistas. La maquinaria necesita una renovación
tecnológica urgente para continuar produciendo en
condiciones.

Los trabajadores dan cuenta de esta grave situación y, aunque


ahora espaciadas por las medidas de distanciamiento social,
venían realizando medidas los últimos meses, como
movilizaciones a Casa de Gobierno y cortes de ruta con los que
se lograron triunfos parciales como el compromiso de compra
por parte del gobierno de una parte de la producción.
Se debe continuar por ese camino planteando la estatización
como un problema de primer orden, poniendo en pie una
amplia campaña y rodeando la experiencia de solidaridad,
mediante multisectoriales e instancias de coordinación que
levanten un programa global de enfrentamiento al ajuste del
gobierno nacional y el MPN.

El sindicato ceramista y la importante experiencia obrera que


representa son un polo ineludible para la izquierda y los
luchadores, que puede servir para nuclear a los diferentes
sectores, como se demostró en las distintas luchas en que ha
servido de espacio de coordinación. Es esta unidad la que
tenemos que fortalecer, al tiempo que luchamos por una salida
de fondo: la estatización bajo control obrero de Zanón y las
fábricas ceramistas recuperadas.
MU34

Grisines sin patrón


Publicada hace 14 años el 28/05/2010

Grissinopoli es una de las emblemáticas fábricas sin patrón,


recuperada por sus obreras y obreros que debieron ocuparla,
resucitarla, y conseguir la expropiación. Empezaron trabajando 4
bolsas de harina, ahora son 450 y siguen amasando.

El aroma de los grisines recién horneados es una tentación que


invita a rendirse ante la puerta de la fábrica ubicada en Charlone
55, Chacarita, Buenos Aires. Una vez adentro, todo funciona de
manera impecable. La multiplicación de los grisines está a la vista y
no por milagro, sino por lucha y esfuerzo. La mística estuvo
presente en cada uno de los integrantes de Grissinopoli cuando la
amenaza de cierre estaba a punto de convertirse en una
angustiante realidad y hubo que apelar a los verdaderos recursos
humanos para no bajar la persiana.
Los obreros trabajan, la producción se encamina, las ventas


crecen, lo que parecía una utopía casi ocho años atrás, hoy es lo
cotidiano, lo que simplemente sucede. “Me siento muy orgullosa de
todo lo que logramos” anuncia María Pino, encargada de
multitareas en la fábrica de grisines. Ella, asistida por Adriana, lleva
adelante la administración, ejecuta las compras, negocia las
ventas, gestiona los pagos y las cobranzas. “Empezamos
trabajando con 4 bolsas de harina por semana y ahora estamos en
450. Trabajábamos salteado, 4 horas un día, después 3 días sin
actividad. Ahora hay un turno en el primer piso, otro en planta baja,
de 6 a 14 y de 14 a 18 y necesitamos más producción”. El salto
cualitativo se inició cuando el 27 de diciembre de 2002 inauguraron
sus tareas como cooperativa, con un nombre que cristaliza su
capacidad de atreverse: “La Nueva Esperanza”.
Antes, en el año 2000, la fábrica había entrado en concurso de
acreedores, una circunstancia poco alentadora. Mediante métodos
dudosos, otra empresa se hizo cargo y se corría el rumor de que su
intención era vender, incitada por las ventajas inmobiliarias de la
zona. Ya en junio de 2002, como hacía un año que no les pagaban
los sueldos, los trabajadores decidieron comenzar una huelga y
quedarse en la fábrica. La ocupación duró seis meses intensos.
Cuenta María: “Lo que se buscaba en ese momento era no perder
la fuente de empleo, nada más que eso. Mantener la fábrica abierta
y seguir trabajando, la mayoría de la gente era grande y buscar
algo en otro lado era muy difícil”.
Formaron la cooperativa con el asesoramiento del abogado Luis
Caro, quien ya trabaja junto a algunas de las fábricas en la misma
situación de incertidumbre, que se iban sumado al ritmo de la crisis
económica. Golpearon las puertas de los despachos de los
legisladores para pedir ayuda y consiguieron que se aprobara una
ley que les otorgaba la planta para trabajar por dos años. Cuando
se venció el plazo, consiguieron la expropiación de nitiva. Sólo
restaba reglamentar la ley, cuestión que sigue pendiente. Lo más
importante era ya un hecho, estaban unidos, fuertes, y los grisines
olían cada vez mejor.
La política o la vasca
“Era invierno y había mucho frío y hambre”, recuerda María el
tiempo en que permanecieron en la fábrica para no perderla. El
primer día, al llegar se encontró con la noticia de que los obreros
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habían iniciado el paro a las 6 de la mañana, luego de que el
gerente les negara 100 pesos de adelanto. Le preguntaron si los
apoyaba y respondió que sí, pero que no se quedaría a dormir allí.
Empezó a llegar el apoyo de los vecinos del barrio, luego
aparecieron artistas, periodistas, escritores, para solidarizarse con
la protesta. Organizaron choriceadas y juntaron dinero para
sostenerse durante la toma de la fábrica; abrieron un centro cultural
en el que se sucedieron obras de teatro, muestras de dibujos,
presentaciones de libros, cine para niños, pero se disolvió con el
correr de los meses. Hubo visitas también de algunos partidos
políticos, que ofrecieron tomar el mando de la administración pero
se encontraron con un obstáculo: María y su ascendencia vasca.
Firme en su postura, alegó que estaba capacitada para hacerlo. “Y
dijimos que el que quisiera participar de una idea política lo hiciera
de la puerta para afuera, pero adentro la única bandera era la de
Grissinopoli. Eso se logró sin con ictos”.
El documental dirigido por Darío Doria, Grissinopoli, el país de los
grisines, muestra el con icto desde que los trabajadores patearon
el tablero y optaron por resistir adentro de la fábrica, hasta el
momento imborrable de la primera horneada de grisines
autogestionada. La crónica sobre cómo tomar las riendas de lo
propio.
La asamblea de Palermo les prestó 2.000 pesos y con ese dinero
compraron materias primas para la horneada inaugural. Con la
venta, devolvieron el préstamo. Aunque no todo fue tan sencillo,
dice María: “El problema era que había producción, pero faltaban
ventas. En la crisis de 2001 algunos clientes mayoristas habían
desaparecido y otros habían hecho contratos de exclusividad con la
competencia. De a poco los fuimos recuperando. En un primer
momento había algo de descon anza y estaban a la expectativa de
ver qué ibamos a hacer los obreros con la producción”.
Siempre socia
La empresa llegó a tener 50 personas trabajando. Cuando
comenzó la huelga había 24 y quedaron 16 como miembros de la
cooperativa. Actualmente son 14, pero como no dan abasto
necesitan contratar a 20 personas más para cumplir con la
demanda. El dinero generado se reparte de manera equitativa
entre todos los obreros, que cumplen 8 horas de trabajo y se
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suman las horas extras. En otros tiempos, María tenía un ingreso
muy superior al de los obreros. Ahora todos perciben lo mismo,
pero ella parece feliz.
Grissinopoli forma parte de su propia historia y del pasaje de una
casi propietaria a una cooperativista. El fundador de la fábrica fue
un inmigrante italiano, que además era su suegro. La empresa se
inauguró en los 60 y llegó a ser líder en su rubro. María vivía ahí,
en la planta alta, donde ahora se ubica su o cina. Tiempo después
de la muerte de su marido, en 1972, comenzó a trabajar en la
fábrica. Hubo una oferta para comprarla y su suegro la aceptó. “En
ese momento, en lugar de irme quise seguir trabajando. Yo era
socia con acciones, las vendí en diciembre del 78 y en enero del 79
comencé a tener relación de dependencia. Años más tarde se
fundió la fabrica, se formó La Nueva Esperanza y ahora soy socia
de la cooperativa”.
Los documentales, las notas, pero sobre todo la calidad de los
grisines, contribuyeron al crecimiento de Grissinopoli. Contrataron
vendedores en Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba.
María reconoce que durante la época crítica era más sencillo
ponerse de acuerdo: “Había un objetivo concreto y teníamos que
lograrlo”. En estos tiempos surgen diferencias a la hora de encarar
las tareas, los proyectos, pero se resuelven en las asambleas en
las que se vota y prima lo que decide la mayoría. Trabajar libres de
patrón es una experiencia enriquecedora (“no volvería atrás”) y
compleja: hay que apelar a la propia iniciativa, sin órdenes. Se trata
de algo que aprendieron entre todos: amasar el presente, darle
forma, y saber hornearlo.
fi

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