3 - MÃ_mesis, póiesis y catarsis

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MÍMESIS, PÓIESIS, CATARSIS

Un concepto muy ligado al de arte es el de “mímesis”, que proviene de la palabra griega


cuyo significado es “imitación”, vinculado también con la noción de “representación”,
como la que realiza el actor en el desempeño de su papel. ¿Qué imita el arte? ¿La
apariencia de los objetos y hechos de la realidad? ¿Se trata de una copia de la realidad
o de una interpretación transformadora? El pintor alemán Paul Klee (1879-1940)
afirmaba que el arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible. Estos interrogantes
en torno a la mímesis tienen que ver con una de las cuestiones fundamentales de la
producción estética: la relación entre el arte y la realidad.

Platón hace referencia a la mímesis en el sentido de que la producción de algo irreal


debe dar ilusión de realidad. Desde la perspectiva de este filósofo de la Antigua Grecia,
el pintor es un mago que busca asombrar produciendo un encantamiento. En
consecuencia, la pintura es contraria a la verdad, una falsificación; lo mismo ocurre con
la literatura. Las imágenes que produce el artista son como los reflejos en los espejos,
fenómenos fantasmales, no seres. Por lo tanto, para Platón el arte produce una
degradación del ser (una “degradación ontológica”), lo cual ilustra a través del ejemplo
de las tres camas, sobre la base de su concepción del Topos Hyper Uranus, el “lugar más
allá de los cielos”, el mundo de las ideas del cual nuestro mundo terrenal es mero reflejo,
un tema desarrollado en su famosa alegoría de la caverna. En el Libro X de La República,
Platón afirma que en el mundo de las ideas (el Topos Hyper Uranus) de encuentra la
idea de “cama”, como algo único y esencial, en un primer grado de realidad; mientras
que la cama como algo que percibimos a través de los sentidos en el mundo terrenal,
un objeto que fabrican los artesanos, es una copia imperfecta de la idea de cama, algo
que pertenece a un segundo grado de realidad. Por su parte, los artistas producen una
imitación (mímesis) de la cama, imitación de algo que ya es una copia imperfecta de la
idea única y esencial de “cama”, con lo cual el arte se ubica en un tercer grado de
realidad, una realidad degradada porque es imitación de una copia. El arte, puesto que
reproduce o imita el mundo terrenal, resulta así para Platón una especie de espejismo.

Aristóteles, en cambio, considera al arte (téchne) como un hacer (póiesis) en el que


interviene el conocimiento (episteme): el arte es un hábito productivo acompañado de
entendimiento, distinto tanto de las operaciones prácticas como de las teóricas. No
concibe a la mímesis como algo negativo: el arte no es una degradación de un mundo
ideal, porque ese mundo no existe; las esencias no están en otro mundo, sino en éste.
Mientras para Platón el arte imita (refleja como un espejo), Aristóteles ve en el arte la
imitación de la fuerza creadora de la naturaleza. No obstante, el devenir de la naturaleza
es generación, mientras que el arte es póiesis, producción. La mímesis para Aristóteles
no consiste en una copia mecánica; lo importante no es la fidelidad a un modelo exterior,
sino la verosimilitud. Define lo verosímil de la siguiente manera: “No es tarea del poeta
referir lo que realmente sucede, sino lo que podría suceder y los acontecimientos
posibles, de acuerdo con la probabilidad y la necesidad”. En este sentido, lo ficticio no
se opone a lo verdadero, no es igual a falso: “lo imposible verosímil se ha de preferir a
lo posible inverosímil”.

Aristóteles, en la Poética (s. IV a.C.), define a la mímesis como la capacidad humana de


imitación de la naturaleza; la mímesis era el modo esencial del arte como representación
de la realidad. Sin embargo, cada expresión artística tenía su manera particular de
imitación que difería según los objetos y los medios específicos. Aristóteles pone su
acento en la acción del drama, en la cual el poeta (dramaturgo) debía ser un imitador
de los acontecimientos de la vida real. Luego los actores representaban las acciones
humanas, imitando los caracteres de personas reales. La capacidad de imitación se
encontraba en la misma naturaleza humana, en la propia capacidad de conocer y
aprehender el mundo. Mientras hubiese mayor semejanza entre la representación y la
cosa original representada, se obtenía mayor efecto de realidad. La ilusión se producía
en el reconocimiento del original, pero sólo se lograba, una vez que se hubiesen
internalizado y ocultado los mecanismos de la ilusión. Aristóteles define el problema del
reconocimiento mimético y los lenguajes artísticos en el propio rol del espectador,
planteando que existen diferencias entre el puro placer de contemplar las formas, y el
funcionamiento de los lenguajes artísticos. Por ejemplo, cuando no se podía apreciar el
nivel de la imitación porque no se conocía el original, todavía es posible apreciar la obra
por el propio lenguaje mimético del medio artístico. La mímesis implica categorías
codificadas culturalmente, en dos modos: uno de imitación natural, en la capacidad
humana, y otro artificial, como forma ideológica de los lenguajes, “(…) mediante una
serie de mejoramientos graduales” (Aristóteles, Poética IV: 20). El filósofo funde a
ambas en una capacidad natural; sin embargo, no perdió de vista que las formas
miméticas de las artes eran meras apariencias e ilusión. La ideología está implícita en la
mímesis pues describe las cosas del mundo, pero conteniendo una idea, opinión o
costumbre, ya codificada en la cultura, es decir, produciendo principalmente una
imitación reconocible por verdadera según de creencias y valores vigentes.

Por lo tanto, la mímesis como recurso del arte para imitar la realidad es la base
del realismo: una obra es realista cuando es capaz de producir un fuerte efecto
de realidad a través de sus representaciones. Es así que si se trazara una escala
de la capacidad mimética, donde ubicáramos la pintura, la escultura, la fotografía y las
producciones audiovisuales, el cine se hallaría en la cúspide de la mímesis por la
capacidad de reproducir la realidad mediante imágenes en movimiento, con sonido y
color. No obstante, tal como ya lo señalaba Aristóteles, el realismo es un código cultural,
entraña una ideología como conjunto de creencias, valores y prácticas de acción,
percepción e interpretación. Por eso puede decirse que cada época tiene su propio
realismo, asociado éste a las técnicas y estilos de representación del arte de
cada momento histórico. Esto puede apreciarse, por ejemplo, si se compara la
representación de la realidad en la imagen cinematográfica –el color, la tonalidad y
temperatura cromática, la textura- de películas de diferentes épocas:

El hombre tranquilo
(The Quite Man,
John Ford, 1952)
El desprecio (Le
Mépris, Jean-Luc
Godard, 1963)

Tarde de perros (Dog


Day Afternoon,
Sidney Lumet, 1975)

Birdy (Alan Parker,


1984
Traffic (Steven
Soderbergh, 2000)

Traffic (Steven
Soderbergh, 2000)

Traffic (Steven
Soderbergh,
2000)
Es notable en Traffic (Steven Soderbergh, 2000) el uso de una paleta cromática (color,
temperatura) distinta para la representación de cada uno de los espacios físicos
geográficos en los que se desarrolla la trama: tonalidad naranja cálida para las
secuencias ambientadas en México, azul frío para Washington DC y colores más
“realistas” para San Diego, California.

Volviendo a Aristóteles, otra característica del arte según este filósofo es que está ligado
al placer. Según sus apreciaciones, la forma más elevada de arte es la tragedia, porque
ayuda a descargar pasiones, purificando el alma, esto es produce “catarsis”. En su obra
Poética, distingue tres variantes de la poesía: la comedia, la epopeya y la tragedia, que
es la imitación (mímesis) de acciones elevadas y perfectas. La catarsis, en un sentido
medicinal, consiste en aligerar el cuerpo de humores pesados; la que hace la tragedia
es restaurar el equilibrio en el alma, una cura “homeopática” porque cura con lo
semejante. A través de la tragedia nos purificamos de las pasiones experimentándolas
nuevamente, pero en el marco de la ficción artística que produce una evacuación de
humores anímicos excesivos, preservando y recuperando la salud del alma, es decir, una
purificación. El héroe trágico (Edipo, por ejemplo) es alguien semejante a nosotros,
aunque superior en linaje: si alguien así sufre un destino trágico, ¿por qué no nosotros?
Nos identificamos, por empatía, con este personaje que sufre, sentimos compasión por
él, y al participar mediante la tragedia de su sufrimiento nuestra alma se purifica.

Platón y Aristóteles coinciden, sí, en identificar lo bello con lo bueno. Platón establece
una escala de la belleza, diferenciando la “Belleza” en sí como idea trascendental, la
belleza sensible (la que se reconoce a través de los sentidos) que es una pálida imagen,
una sombra, con respecto a la Belleza en sí, y la belleza inteligible (la que se reconoce
a través de la razón). Esta noción de belleza está relacionada con el concepto de “belleza
matemática”, de origen pitagórico. El pitagorismo fue una corriente filosófica religiosa
del siglo VI a.C. fundada por Pitágoras de Samos, según la cual los números son la base
de la armonía, el principio divino que gobierna el universo. A partir del descubrimiento
de la organización numérica del sonido en los instrumentos musicales, Pitágoras elaboró
una explicación matemática del universo como “kosmos”, orden y armonía. Platón
desarrolló un concepto pitagórico de la belleza, ligado a la armonía, medida y proporción,
relacionando belleza con geometría: “los placeres puros son provocados por las líneas
rectas y las circulares, y por las superficies o sólidos que de ellas provienen”. Esta
importancia del número y de la
proporción está en la base del
concepto de “homo cuadratus”
desarrollado por Vitruvio –arquitecto y
escritor romano del siglo I a.C.- que
planteaba el cuatro como número
bisagra: cuatro son los puntos
cardinales, los vientos principales, las
fases de la luna y las estaciones. A
partir de esta concepción, se traza lo
que se conoce como el “número del
hombre”: la longitud de sus brazos
abiertos se corresponde con la de sus
piernas extendidas, base de un
cuadrado ideal trabajado por Leonardo
Da Vinci (1452-1519), quien analiza el
tema de las proporciones del cuerpo
humano inscripto en un círculo o en un
cuadrado.
La asociación con la armonía y la proporción corresponde a la concepción de belleza que
aparece en la definición tradicional del arte, cuestionada –como ya vimos- a partir de la
irrupción de las vanguardias de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que
marcaron el arte contemporáneo. Estas nuevas obras de arte no apelan a la serenidad
contemplativa, sino a producir una inquietud que provoque en el/la espectador/a una
actitud de poiesis propia, la poiesis del espectador/a, un hacer productivo de sentido
a través del cual el/la espectador/a se transforma en una especie de coautor/a de la
obra, capaz de responder a la provocación de objetos cuya condición de “obras de arte”
es problemática, para aventurar una nueva definición. Es así que el papel del/la
espectador/a ya no es contemplativo sino poiético, puesto que se convierte en
responsable de una definición del arte mediante un placer reflexivo y productivo.

Apunte elaborado por Pedro Arturo Gómez,


Cátedra de Teoría y Estética del Cine I,
Escuela Universitaria de Cine, Video y Televisión – UNT.

Bibliografía consultada para la elaboración de este apunte

OLIVERAS, E. (2004): Estética. La cuestión del arte. Buenos Aires, Ariel.

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