3 - MÃ_mesis, póiesis y catarsis
3 - MÃ_mesis, póiesis y catarsis
3 - MÃ_mesis, póiesis y catarsis
Por lo tanto, la mímesis como recurso del arte para imitar la realidad es la base
del realismo: una obra es realista cuando es capaz de producir un fuerte efecto
de realidad a través de sus representaciones. Es así que si se trazara una escala
de la capacidad mimética, donde ubicáramos la pintura, la escultura, la fotografía y las
producciones audiovisuales, el cine se hallaría en la cúspide de la mímesis por la
capacidad de reproducir la realidad mediante imágenes en movimiento, con sonido y
color. No obstante, tal como ya lo señalaba Aristóteles, el realismo es un código cultural,
entraña una ideología como conjunto de creencias, valores y prácticas de acción,
percepción e interpretación. Por eso puede decirse que cada época tiene su propio
realismo, asociado éste a las técnicas y estilos de representación del arte de
cada momento histórico. Esto puede apreciarse, por ejemplo, si se compara la
representación de la realidad en la imagen cinematográfica –el color, la tonalidad y
temperatura cromática, la textura- de películas de diferentes épocas:
El hombre tranquilo
(The Quite Man,
John Ford, 1952)
El desprecio (Le
Mépris, Jean-Luc
Godard, 1963)
Traffic (Steven
Soderbergh, 2000)
Traffic (Steven
Soderbergh,
2000)
Es notable en Traffic (Steven Soderbergh, 2000) el uso de una paleta cromática (color,
temperatura) distinta para la representación de cada uno de los espacios físicos
geográficos en los que se desarrolla la trama: tonalidad naranja cálida para las
secuencias ambientadas en México, azul frío para Washington DC y colores más
“realistas” para San Diego, California.
Volviendo a Aristóteles, otra característica del arte según este filósofo es que está ligado
al placer. Según sus apreciaciones, la forma más elevada de arte es la tragedia, porque
ayuda a descargar pasiones, purificando el alma, esto es produce “catarsis”. En su obra
Poética, distingue tres variantes de la poesía: la comedia, la epopeya y la tragedia, que
es la imitación (mímesis) de acciones elevadas y perfectas. La catarsis, en un sentido
medicinal, consiste en aligerar el cuerpo de humores pesados; la que hace la tragedia
es restaurar el equilibrio en el alma, una cura “homeopática” porque cura con lo
semejante. A través de la tragedia nos purificamos de las pasiones experimentándolas
nuevamente, pero en el marco de la ficción artística que produce una evacuación de
humores anímicos excesivos, preservando y recuperando la salud del alma, es decir, una
purificación. El héroe trágico (Edipo, por ejemplo) es alguien semejante a nosotros,
aunque superior en linaje: si alguien así sufre un destino trágico, ¿por qué no nosotros?
Nos identificamos, por empatía, con este personaje que sufre, sentimos compasión por
él, y al participar mediante la tragedia de su sufrimiento nuestra alma se purifica.
Platón y Aristóteles coinciden, sí, en identificar lo bello con lo bueno. Platón establece
una escala de la belleza, diferenciando la “Belleza” en sí como idea trascendental, la
belleza sensible (la que se reconoce a través de los sentidos) que es una pálida imagen,
una sombra, con respecto a la Belleza en sí, y la belleza inteligible (la que se reconoce
a través de la razón). Esta noción de belleza está relacionada con el concepto de “belleza
matemática”, de origen pitagórico. El pitagorismo fue una corriente filosófica religiosa
del siglo VI a.C. fundada por Pitágoras de Samos, según la cual los números son la base
de la armonía, el principio divino que gobierna el universo. A partir del descubrimiento
de la organización numérica del sonido en los instrumentos musicales, Pitágoras elaboró
una explicación matemática del universo como “kosmos”, orden y armonía. Platón
desarrolló un concepto pitagórico de la belleza, ligado a la armonía, medida y proporción,
relacionando belleza con geometría: “los placeres puros son provocados por las líneas
rectas y las circulares, y por las superficies o sólidos que de ellas provienen”. Esta
importancia del número y de la
proporción está en la base del
concepto de “homo cuadratus”
desarrollado por Vitruvio –arquitecto y
escritor romano del siglo I a.C.- que
planteaba el cuatro como número
bisagra: cuatro son los puntos
cardinales, los vientos principales, las
fases de la luna y las estaciones. A
partir de esta concepción, se traza lo
que se conoce como el “número del
hombre”: la longitud de sus brazos
abiertos se corresponde con la de sus
piernas extendidas, base de un
cuadrado ideal trabajado por Leonardo
Da Vinci (1452-1519), quien analiza el
tema de las proporciones del cuerpo
humano inscripto en un círculo o en un
cuadrado.
La asociación con la armonía y la proporción corresponde a la concepción de belleza que
aparece en la definición tradicional del arte, cuestionada –como ya vimos- a partir de la
irrupción de las vanguardias de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que
marcaron el arte contemporáneo. Estas nuevas obras de arte no apelan a la serenidad
contemplativa, sino a producir una inquietud que provoque en el/la espectador/a una
actitud de poiesis propia, la poiesis del espectador/a, un hacer productivo de sentido
a través del cual el/la espectador/a se transforma en una especie de coautor/a de la
obra, capaz de responder a la provocación de objetos cuya condición de “obras de arte”
es problemática, para aventurar una nueva definición. Es así que el papel del/la
espectador/a ya no es contemplativo sino poiético, puesto que se convierte en
responsable de una definición del arte mediante un placer reflexivo y productivo.